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DIMENSIÓN JURÍDICA DEL MATRIMONIO T 1 - EL AMOR CONYUGAL TEMA 1 EL AMOR CONYUGAL 1. Amor y matrimonio Las profundas transformaciones sociales del último siglo han provocado también cambios significativos en instituciones tradicionales como el matrimonio y la familia. Durante mucho tiempo han prevalecido en Occidente modelos familiares que parecían establecer una cierta ruptura entre matrimonio y amor conyugal: tanto en el modelo patriarcal, como en el modelo burgués, la familia se reduce a centro de coordinación y de promoción de intereses (intereses genealógicos, de status social y de producción de riqueza en el modelo patriarcal; intereses estrictamente domésticos, en el burgués). El matrimonio parecía ser en la práctica un asunto entre familias (un modo de establecer vínculos nuevos, de aumentar el influjo social o político, o bien de obtener otro tipo de ventajas), en el que poco o nada contaba el amor. El amor se entendía como un requisito de felicidad, pero no como fundamento del matrimonio y de la familia. El matrimonio tenía que ver sobre todo con el deber: al contraerlo se cumplía un deber en relación a la propia estirpe, se establecían nuevos deberes en relación al cónyuge, a los hijos, etc. En todo caso, lo que se veía esencial en el matrimonio era el cumplimiento de esos deberes. El amor, se decía, "vendría luego". En la actualidad esta mentalidad pervive en algunas sociedades tradicionales, en África y en Asia, mientras en Occidente el panorama parece haber cambiado, incluso de modo radical: lo esencial en el matrimonio parece ser el amor; es el amor lo que hace el matrimonio; "el matrimonio tiene sentido en la medida que hay y dura el amor entre los cónyuges ", se dice «el matrimonio lo hace el amor»; “no hay matrimonio si no hay amor; cuando se acaba el amor, se acaba el matrimonio”. 1

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DIMENSIÓN JURÍDICA DEL MATRIMONIO T 1 - EL AMOR CONYUGAL

TEMA 1

EL AMOR CONYUGAL

1. Amor y matrimonio

Las profundas transformaciones sociales del último siglo han provocado también cambios significativos en instituciones tradicionales como el matrimonio y la familia. Durante mucho tiempo han prevalecido en Occidente modelos familiares que parecían establecer una cierta ruptura entre matrimonio y amor conyugal: tanto en el modelo patriarcal, como en el modelo burgués, la familia se reduce a centro de coordinación y de promoción de intereses (intereses genealógicos, de status social y de producción de riqueza en el modelo patriarcal; intereses estrictamente domésticos, en el burgués). El matrimonio parecía ser en la práctica un asunto entre familias (un modo de establecer vínculos nuevos, de aumentar el influjo social o político, o bien de obtener otro tipo de ventajas), en el que poco o nada contaba el amor. El amor se entendía como un requisito de felicidad, pero no como fundamento del matrimonio y de la familia. El matrimonio tenía que ver sobre todo con el deber: al contraerlo se cumplía un deber en relación a la propia estirpe, se establecían nuevos deberes en relación al cónyuge, a los hijos, etc. En todo caso, lo que se veía esencial en el matrimonio era el cumplimiento de esos deberes. El amor, se decía, "vendría luego".

En la actualidad esta mentalidad pervive en algunas sociedades tradicionales, en África y en Asia, mientras en Occidente el panorama parece haber cambiado, incluso de modo radical: lo esencial en el matrimonio parece ser el amor; es el amor lo que hace el matrimonio; "el matrimonio tiene sentido en la medida que hay y dura el amor entre los cónyuges", se dice «el matrimonio lo hace el amor»; “no hay matrimonio si no hay amor; cuando se acaba el amor, se acaba el matrimonio”. Podría parecer que, en la actual sensibilidad, el amor tiene una relevancia esencial, hasta el punto de que se considera que es lo que da lugar al vínculo matrimonial, y si desapareciera, se disolvería con él el matrimonio (de alguna manera, parece un retorno al tópico del matrimonio romano, en el que según algunas opiniones, lo que constituía el matrimonio era la affectio maritalis). Mientras antes se decía: te quiero porque eres mi esposo/a, se ha pasado a decir: porque te quiero, eres mi esposo/a.

Al constatar este cambio de planteamientos respecto al matrimonio, se puede caer en simplificaciones no exentas de riesgo: pensar que antes el matrimonio era un deber y ahora es una cuestión de amor, de corazón, de sentimiento, puede llevar a oponer realidades que en realidad no son incompatibles, como amor y deber, amor y justicia, amor y voluntad, amor e institución. Se puede

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caer en el reduccionismo de creer que el matrimonio está apoyado en un elemento en sí poco firme, fluctuante como es el amor. Es evidente que en ambas maneras de ver las cosas hay elementos verdaderos y otros que falsean la realidad. Cuando se define el matrimonio como "comunidad de vida y amor", ¿qué se está queriendo decir? ¿Qué relación existe entre amor y matrimonio? ¿Son realidades que pueden funcionar de manera independiente, o más bien se requieren de modo necesario, o incluso se identifican? ¿Son lo mismo amor conyugal y matrimonio? Entre amor y matrimonio hay en primer lugar una relación de causalidad: el amor es la causa del matrimonio. Pero la relación entre amor y matrimonio es más fuerte todavía: como veremos, el amor conyugal es la esencia del matrimonio. ¿Y si el amor desaparece... sigue habiendo matrimonio? La respuesta es afirmativa. Amor y matrimonio son realidades intrínsecamente y necesariamente relacionadas, pero para poder ponderar esta relación adecuadamente y responder a las cuestiones que acabamos de formular es imprescindible detenerse a reflexionar sobre qué es el amor, y concretamente aquel tipo de amor que denominamos conyugal.

2. Dimensiones del amor conyugal

El amor entre un hombre y una mujer sigue un proceso genético, de nacimiento y crecimiento, de evolución, hasta llegar a ser propiamente amor conyugal. Es un fenómeno que depende de muchos factores, personales, ambientales, y también de la propia decisión de los interesados. El enamoramiento inicia como amor sentimental, un amor estético y afectivo. El amor-sentimiento tiene un carácter espontáneo, no voluntario: nadie "decide" enamorarse de otra persona, sino que sin saber bien por qué, comienza a sentirse atraído y a sentir afecto por el otro. A veces se habla también de amor pasional, porque es más bien pasivo, no buscado activamente, sino "padecido". Este amor se mueve en una esfera de la persona que es inconstante y cambiante; hay poco conocimiento del otro, y un conocimiento que es fundamentalmente de atracción y sentimiento. Este esbozo o principio de amor no puede ser una base sobre la cual se puede construir una vida en común que sea sólida y duradera. El amor instintivo y sentimental muere y deja un poso amargo si no evoluciona en un amor maduro.

A medida que los enamorados se van conociendo más, se instaura una sintonía de caracteres, aumenta el deseo de conocerse más, de estar juntos. La maduración del amor pasa por una fase de recíproco conocimiento y de simpatía (del griego sym, juntos y pathos, sentir). La componente sentimental sigue siendo fuerte y ofusca a menudo la percepción de la realidad. Se atribuyen al otro todas las virtudes, mientras los defectos quedan en penumbra. El amor sentimental, para llegar a su plena maduración, debe desembocar en el amor de donación, en el que están implicadas las instancias superiores de la persona (inteligencia y voluntad).

El amor de donación implica descubrir al otro como bien en sí y para sí, y comprender que la actitud propia ante el otro como bien es la entrega de sí. Se ama al otro por lo que es, y no por lo que tiene. Cada uno se convierte en un

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"regalo" para el otro: en el único regalo que puede satisfacer su capacidad de amor y sus ansias de perpetuar ese amor.

Un posible diálogo entre enamorados podría ser el siguiente:

-Te amo tanto que querría regalarte lo mejor.-El mejor regalo que me puedes hacer eres tú mismo/a-Entonces quiero ser este regalo, te doy mi vida, me doy yo mismo/a.-Y yo también soy tuyo/a para toda la vida, y te acojo como parte de mi ser.

Estas reflexiones son todavía más importantes si consideramos que nos encontramos en una sociedad cada vez más marcada por el individualismo y el utilitarismo, en la que se tiende a valorar las cosas y a las personas por la utilidad, por el beneficio o por el goce que reportan, por lo que tienen y no por lo que son. En este contexto cultural puede haber mayor dificultad en llegar a este nivel de madurez en el amor.

Decíamos que el amor conyugal es la etapa madura del amor entre un hombre y una mujer..., una etapa en la que las anteriores quedan integradas e incluidas. Por eso, es posible distinguir tres dimensiones del amor conyugal, sin caer por ello en la tentación de intentar diseccionarlo:

1. Corporal-sensible (atracción-tendencia): es el plano instintivo de la mera atracción física.

2. Afectivo (sentimiento, eros): a este nivel hay búsqueda de lo bueno que hay en el otro (es un amor egocéntrico). El eros no puede dar aquello que promete (Lewis).

3. Racional (voluntad, dilectio): en el amor conyugal intervienen las potencias racionales de la persona, la inteligencia y la voluntad; por ello es amor de elección (dilectio) y amor de donación, que descubre al otro como bien y responde buscando su bien a través del don de sí. El eros no puede dar aquello que promete, mientras que la decisión voluntaria es lo que hace estable aquello que por naturaleza tiende a ser inestable (los sentimientos, la afectividad).

Se podría decir que las dos primeras dimensiones vienen dadas (en el sentido que no dependen estrictamente de la voluntad), mientras la tercera es una tarea que depende de la propia decisión y libre intervención de los protagonistas: la consolidación, potenciación y aumento del amor conyugal depende del esfuerzo de los enamorados por construir el edificio del amor conyugal. Sin ese esfuerzo constante, superando las dificultades que inevitablemente surgen, el amor se agostaría irremisiblemente.

El amor conyugal, como veremos, es un amor propiamente humano porque se integra en las potencias superiores de la persona. Por eso abarca los tres planos o dimensiones, que son integrados –en el ser personal- por la racionalidad, como instancia superior. El comportamiento propiamente humano es aquel que nace o queda asumido en la instancia racional. Las tendencias, inclinaciones y movimientos que hay o se originan en el hombre se

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personalizan, se hacen propiamente humanos, cuando son asumidos por la inteligencia y la voluntad: por ejemplo, el comer en el hombre es una necesidad, pero es indudable que esa "necesidad" se ha integrado en las instancias de la racionalidad (ritmos de comida, conducta alimentaria, arte culinaria, etc.). Así, el amor propiamente humano consiste en la inclinación voluntaria; la intervención de la voluntad en el amor es decisiva; el propio lenguaje común refleja este hecho: "amar" es sinónimo de "querer".

Existe amor conyugal en la medida en que la inclinación al otro cónyuge es asumida por la voluntad Es más, el núcleo fundamental del amor conyugal consiste en el acto mismo de la voluntad. Más adelante volveremos sobre este punto.

La dignidad de la persona exige que ésta sea fin en sí misma y nunca un medio, es decir objeto para conseguir un determinado fin. El amor personal es totalizante, porque abarca toda la persona. Si se amara sólo un aspecto o una dimensión de la persona, se la estaría convirtiendo en un objeto. Se ama con amor personal cuando se quiere al otro como bien. El amor conyugal es un tipo de amor personal, amor en el que no se busca en el otro "algo", sino que se le quiere en sí mismo. Por eso, el amor conyugal es también amor de donación, es decir, se trata de un amor que inclina al don, a la entrega, no ya de algo, sino de uno mismo. El amor conyugal es aquel amor personal que nace en el contexto de la relación natural específica entre el varón y la mujer. Varón y mujer se unen por el amor conyugal como personas, pero en cuanto son sexualmente distintas, en su complementariedad. El que ama conyugalmente debe amar al otro -varón o mujer- como persona y en su entera persona. El amor conyugal no es amar a la virilidad o a la feminidad del otro, haciendo abstracción o dejando fuera de ese amor a la persona del otro. Quitada la persona, ese amor no sería entre varón y mujer, sino entre macho y hembra. Cuando eso ocurre, cuando el amor conyugal se reduce al mero contacto virilidad –feminidad, se produce una despersonalización del amor conyugal y su degradación típica, a saber, el varón es tomado como mera virilidad y la mujer como simple feminidad. Estamos entonces en presencia de la relación sexual del tipo mujer–objeto sexual, o varón–objeto sexual. Ese amor, al no ser personal, no es calificable de humano y, por tanto, de auténticamente conyugal.

3. Notas del amor matrimonial

Los enamorados sienten necesidad de jurarse repetidamente un amor eterno. No es posible una declaración plenamente amorosa en la que entre explícitamente una limitación ya sea en cuanto a la intensidad ya en cuanto a la extensión; en este sentido hablaremos de la plenitud y de la totalidad como notas características del amor conyugal.

El amor conyugal tiene como nota característica la plenitud, que hace referencia a la intensidad del amor. El amor conyugal representa la tendencia unitiva más fuerte que puede existir en el plano natural entre dos personas (aunque de facto no se logre desplegar siempre toda su potencialidad).

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Es una unión tan fuerte que prevalece sobre las demás uniones personales, incluso sobre aquellas cuyos lazos de origen podrían considerarse los más sólidos, como podrían ser las relaciones paterno-filiales. Veamos a continuación por qué.

El amor conyugal orienta y dirige al varón y a la mujer a constituir una unidad de dos basada en la diferenciación y complementariedad sexual, que es el núcleo de la comunidad familiar. La unión esponsal es la más plena que se puede constituir entre personas en razón de:

El objeto al que se ordena (el matrimonio y la familia) y De los valores personales y responsabilidades que compromete.

En cualquier otra relación humana (amistad, amor sensual, compañerismo, sociedad filantrópica, empresa, etc.) no se da esa implicación tan íntima del propio ser y del propio proyecto de futuro. No olvidemos que en el proyecto creacional, la persona ha sido llamada al don amoroso de sí: esa es su vocación fundamental, que se realiza –entre otras posibilidades- en el matrimonio. Como veremos con detalle más adelante, la entrega propia del amor conyugal no establece una relación personal cualquiera sino una relación que está prevista en su misma constitución natural como varón o mujer, y que crea una nueva identidad en los cónyuges. Las relaciones personales de amistad o incluso de carácter sentimental no cambian nada en la propia identidad de quien las crea; en cambio, el amor conyugal sí lo hace.

El amor conyugal es total en cuanto contiene todos los aspectos de la conyugalidad, es decir de la virilidad y de la feminidad. El amor esponsal conlleva haber encontrado y elegido en el otro el complemento a la propia dimensión sexuada masculina o femenina. Amar a una mujer como esposa es amarla en toda su dimensión de mujer, en todo aquello en que es distinta y complementaria al varón; es amarla como complemento de la personalidad como varón. Lo mismo sucede en el amor de la mujer hacia el varón.

Es un amor total porque la sexualidad abarca todos los aspectos de la persona de los esposos, en todos sus niveles: físico, afectivo y personal o. El objeto del amor conyugal es la persona del otro en cuanto varón o mujer, por lo que la totalidad del amor matrimonial es amar toda la virilidad o feminidad del otro. Por ejemplo, aunque el amar conyugal puede incluir el amor de amistad, o el amor que podríamos denominar de compañerismo, por poseer afinidades, y compartir aficiones y gustos, lo que define el amor entre dos personas como conyugal no es la existencia de estas empatías o simpatías. Aunque éstas existan, aunque entre los esposos puede existir un amor de amistad que es muy deseable y facilita la convivencia, éste no es lo que los define como tales. Lo que define como conyugal su amor, es el amarse precisamente en cuanto son personas distintas y complementarias sexualmente, y en este sentido si que debe ser un amor total. Porque el complemento específicamente conyugal es el que resulta de la unión de lo distinto, no de la coincidencia de gustos, caracteres, cultura, educación etc.

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Entender este sentido de totalidad aclara muchas extrapolaciones sobre la entrega en el matrimonio, dando a esa totalidad una interpretación abusiva, que llevaría a un concepto de matrimonio al que se podría acusar de “sofocar la realización personal”. La extrapolación contraria, consistiría proponer un matrimonio “abierto”, con una independencia entre los esposos también en el ámbito conyugal, como es el de las relaciones sexuales. La entrega como cónyuge no exige necesariamente la entrega de facetas de lo que la persona es o puede llegar a ser en el ámbito religioso, profesional, político, o de aficiones. La felicidad de la convivencia no descansa tanto en la compenetración o unanimidad, sino en el respeto del ámbito personal supraconyugal de cada esposo.

La totalidad propia del amor conyugal comporta la exclusividad, es decir la donación de todo el amor al otro cónyuge con exclusión de otras personas distintas en todas las manifestaciones de afecto propias del amor conyugal. El amor conyugal es por naturaleza exclusivo, es cosa de dos, excluyente de relaciones del mismo tipo con terceros: al contrario de lo que ocurre en el amor de amistad, que es un amor abierto a muchas personas, el amor conyugal busca la exclusividad, porque exige una reciprocidad que se rompería con la intromisión de un tercero. Así como en la verdadera amistad no hay celos (alguien dijo con toda razón que "un amigo es aquel que no tiene celos cuando vas con otros amigos"), en el amor conyugal sí los podría razonablemente haber, precisamente en razón de la exclusividad que le es propia. Un tercero rompe el equilibro, la simetría propia de la relación de amor conyugal. Evidentemente esto no se aplica a los hijos, porque éstos son fruto del amor conyugal, son parte de ese amor. Nos referimos a intromisiones en la relación de dos propia de la conyugalidad.

Además de la exclusividad, la donación conyugal comporta también la totalidad existencial o biográfica, es decir su carácter temporalmente definitivo, mientras vivan los cónyuges. Desde este punto de vista hablamos de la indisolubilidad de la relación conyugal. Decíamos que el amor conyugal es amor personal, es decir, de toda la persona a toda la persona. "La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable" (JUAN PABLO II). La persona es para siempre: el ser personal se despliega cronológicamente a lo largo de la existencia. El amor conyugal, como amor personal, es amor para siempre, como las personas, o no es amor.

"Podemos decidir amar o no amar, pero no podemos cambiar la naturaleza del amor. O amamos a toda la persona, cabalmente, en su integridad física, espiritual, cronológica, espacial... o no amamos. Si excluimos algo (por ejemplo, el tiempo: la amaré hasta que me canse, hasta que se porte como un gusano), ya no la amamos a ella, nos amamos a nosotros. Ya no buscamos su felicidad, que es nuestro compromiso en el amor, buscamos la nuestra" (J. VIDAL-QUADRAS, Después de amar te amaré, Madrid 2004, p.27).

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El amor conyugal es fecundo

A menudo se reduce el amor conyugal a la relación interpersonal entre los cónyuges, a aquel aspecto del amor conyugal que se vierte en la mutua ayuda y en la vida íntima. Los hijos se situarían así en un plano distinto, y se verían como una especie de deber institucional, consecuente al amor conyugal, pero no integrante de él. El amor conyugal no sólo tiene "como consecuencia" los hijos, sino que se manifiesta y proyecta en los hijos. Así lo expresaba, sin pretensiones científicas ni literarias, un padre de familia:

«¿Quién tiene el poder de decidir que una historia de amor debe ser sólo algo apasionado, excitante, extasiante, vivido entre dos personas? Nosotros tenemos cinco “diminutas preciosidades” que nos ponen delante cada día nuestro amor, que nos lo actualizan, que lo hacen vivo, constante e insistente, a pesar de todas las dificultades o, más bien, gracias a ellas. Los dos sabemos que sin ellos nuestra historia estaría incompleta. Sería una historia “en común”, pero no una historia “de amor”, porque el amor se da, se proyecta, se multiplica, se expande hasta el infinito y ese infinito es siempre otro, son los otros y el otro».

Lo natural y propio del amor conyugal es abarcar la totalidad de la personalidad masculina o femenina del amado, incluida su potencial paternidad o maternidad, puesto que éstas son dimensiones constitutivas del ser persona-varón o persona-mujer. Sólo el amor que nace incompleto o desordenado (mal orientado hacia su objeto) no alcanza –o incluso excluye positivamente- a los hijos como fruto del amor mutuo. Para que los cónyuges deseen hijos no hace falta darles razones. Las razones hacen falta para que no los quieran. Acudamos a un dato innegable de experiencia: los actos propios de la vida conyugal, dan lugar, por su propia constitución, a engendrar nuevas vidas; la vida conyugal está naturalmente orientada a la generación. Para que no haya hijos, hace falta intervenir de alguna manera sobre la natural estructura de la unión conyugal. El amor conyugal es un amor esencialmente altruista, porque se abre al otro: de un cónyuge al otro cónyuge, y de los dos a los hijos.

Los fines del matrimonio están en directa relación con el amor conyugal como su ordenación interna o su obrar finalizado. El amor, además de virtus unitiva (fuerza de unión) es virtus operativa (impulso operativo), se manifiesta necesariamente en obras. La lengua castellana ha plasmado esta realidad en el conocido refrán "obras son amores y no buenas razones".

La mutua ayuda de los esposos como fin del matrimonio, no es más que uno de los impulsos operativos del amor conyugal. El amor conyugal es amor personal, de persona a persona, que comporta la consideración del otro como fin en sí mismo, como bien, nunca como un medio, como objeto de goce o de uso. Por la donación propia del amor conyugal, cada uno de los cónyuges es "un bien" del y para el otro cónyuge.

Por otra parte, el amor conyugal tiene por objeto al otro en cuanto persona humana modalizada sexualmente como varón o mujer. Como la potencial

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paternidad o maternidad es una dimensión esencial de la estructura personal masculina y femenina, no se puede querer verdaderamente al otro como varón o como mujer sin quererle como potencial padre o madre de sus hijos. El amor conyugal que se centrara en el amor mutuo excluyendo la potencial paternidad o maternidad, sería un amor incompleto y egoísta: no sería, en definitiva, amor conyugal.

Los fines del matrimonio se inscriben en el ser mismo del amor propiamente conyugal y no son de ningún modo leyes extrínsecas a él, impuestas de modo arbitrario por las leyes de la Iglesia o por cualquier autoridad; no son deberes sobreañadidos al amor conyugal y distintos o extraños al amor; tampoco son meras elecciones que pueden realizar los cónyuges para obtener un matrimonio "más logrado", más acabado o perfecto. Hay verdadera donación conyugal, auténtico matrimonio, en la medida en que esa donación sea una completa aceptación del otro como bien (en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la prosperidad o en la adversidad) y en la totalidad de su ser masculino o femenino y, por tanto, incluyendo su potencial capacidad de ser padre o madre.

4. El primer “acto” de amor conyugal

Todos los enamorados saben que han descubierto en sus vidas el amor y que no son sus forjadores. Ellos, sin embargo, sí son los autores del acto de mutua entrega personal por el que coronan libremente el amor que Dios ha hecho nacer en ellos.

El amor es conyugal cuando impulsa a la realización de la entrega del hombre y de la mujer en su dimensión conyugable. El amor es conyugal desde que tiene lugar efectivamente la donación mediante el pacto conyugal. Para constituir la comunidad de vida y amor que es el matrimonio –y la familia– se requiere la intervención de una decisión libre, de un acto de la voluntad: el acto de donación de sí mismos y de aceptación del don del otro en cuanto cónyuges.

El amor conyugal es amor debido: desde le momento en que se da un compromiso voluntario se puede hablar de derecho-deber al amor mutuo. El profesor J. Hervada define el amor conyugal como "querer quererse a título de deuda". Cuentan que el General Bismark, ante una carta en la que su mujer, extrañada por su tardanza en regresar a su casa, le preguntaba si había otra mujer, le respondió: ¿olvidas que me he casado contigo, no sólo porque te amaba, sino para amarte? La causa del pacto conyugal es el amor, pero desde el momento que se ha realizado la donación esponsal, existe un compromiso, un deber de amar al otro cónyuge y el correspondiente derecho a ser amado.

El consentimiento matrimonial da inicio al amor verdaderamente conyugal. En otras palabras, el amor sólo empieza a ser conyugal desde que se realiza la donación de los esposos, desde que el amor entre los esposos se compromete, convirtiéndose en algo debido en justicia. En este sentido podemos decir que el

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primer acto de amor conyugal es precisamente el acto del consentimiento matrimonial.

Ha llegado quizá el momento de dar respuesta a una de las cuestiones que formulábamos al principio de este tema: ¿hay oposición entre amor y matrimonio? ¿Son acaso realidades paralelas o independientes? Podemos ahora decir que entre amor y matrimonio hay, no sólo una relación de causalidad, sino más precisamente una relación de identidad: puesto que el acto de contraer matrimonio (consentimiento) es un acto de amor, es el primer acto de amor conyugal.

El consentimiento matrimonial se encuadra, por tanto, en el proceso amoroso de los esposos; no se puede aislar, puesto que tiene un "antes" en el amor afectivo o sentimental, y un "después" en el amor esponsal o conyugal, que es el propio de quienes se han entregado como marido y mujer. El amor-sentimiento no funda nada porque no puede mantenerse por largo tiempo. Los enamorados tienen que tomar una decisión (¿qué hacemos de nosotros?): o bien dejar morir ese amor, o bien hacerlo madurar, fundando ese amor en la instancia superior: en un compromiso fruto de una decisión libre.

En las sociedades occidentales se está tendiendo a difuminar este momento que es fundamental en la vida de las personas. La extensión del fenómeno social de las uniones de hecho, y su reconocimiento jurídico, ha llevado en la práctica a banalizar un acto que es esencial en la constitución de la familia. El amor que no se consagra y compromete en el pacto conyugal, por el que el hombre y la mujer se entregan y aceptan mutuamente para constituir el matrimonio, es un amor malogrado que, tarde o temprano terminará por desvanecerse y disolverse en la nada. La inestabilidad y la inseguridad no pueden generar más que esa misma inestabilidad a nivel social. Por eso, favorecer tales prácticas a nivel legislativo es una política equivocada.

Un “amor” que miente, porque no es conyugal

Hace unos decenios, la juventud vivía sin especiales dificultades la continencia en el noviazgo, porque se trataba de un valor radicado en la cultura y reforzado por las convicciones morales y por la práctica religiosa. En cambio, en la actualidad, no sólo los promotores de la llamada "revolución sexual", sino también muchas otras personas de buena voluntad tienden a legitimar las relaciones prematrimoniales. La única condición para que el acto sexual sea lícito parece ponerse en que sea un acto de amor. Quizá por ese motivo ha triunfado la expresión "hacer el amor". La moral tradicional, sostenida en el magisterio de la Iglesia, sigue considerando tales relaciones, no sólo como algo ilícito y desviado, sino como una práctica contraria a la dignidad de la persona. No es difícil intuir que tras estas visiones, diametralmente opuestas, de una misma realidad, subyacen dos modos de entender qué es el hombre, dos antropologías.

Uno de los grandes ataques a la dignidad de la persona consiste en la reducción del cuerpo y de la sexualidad a mero hecho físico o biológico, a un

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accidente que en nada afectaría al "hombre" abstracto construido en el seno de los grandes sistemas ideológicos decimonónicos (el idealismo hegeliano y el materialismo marxista). El amor y la sexualidad aparecen como un oscuro manojo de pulsiones fisiológicas, orientadas a la obtención de su objetivo, y que carecen de un verdadero y propio espesor humano. Se trata de una concepción totalmente objetiva y despersonalizada de la dimensión sexuada, que tiene su origen en una visión dualista del hombre; visión en la cual desaparece toda perspectiva de que la sexualidad pueda ser considerada una dimensión constructiva de la persona humana.

Desde una perspectiva cristiana, la persona no es un ser abstracto, es un ser querido en sí mismo por Dios con un acto creador singularísimo; es un ser querido en sí mismo por Dios y llamado a la comunión interpersonal; comunión que se realiza en y a través del cuerpo. Desde esta óptica, la persona humana es unitotalidad corpóreo-espiritual en la que el cuerpo es una dimensión de la persona, que expresa y manifiesta su ser personal. Juan Pablo II habla del cuerpo como el sacramento de la persona, es decir, como expresión visible de una realidad invisible, que es el ser personal. La sexualidad es la dimensión esponsal del cuerpo, y expresa la capacidad del ser personal de entrar en comunión (es decir, de comunicarse) con una persona del otro sexo. Existe por eso un "lenguaje del cuerpo" que, como todo lenguaje puede ser vehículo de comunicación de contenidos humanos verdaderos o instrumento de mentira o de engaño. Juan Pablo II, en la Exhortación Familiaris consortio muestra cómo se puede encontrar el verdadero indicador de moralidad del acto conyugal:

"La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal" (JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, n. 11).

El acto sexual no es nunca neutro, tiene un significado preciso en un contexto digno de la persona: es fruto y signo de la donación conyugal, es un acto de amor, pero no de cualquier tipo de amor, es un acto de amor conyugal, porque significa y realiza la entrega de los cónyuges. El don del cuerpo en la relación sexual es el símbolo real de la donación de toda la persona que se ha hecho en el compromiso matrimonial. En cada acto conyugal los esposos encuentran un "signo" de esa entrega efectuada en el pasado; tal unión es además "fruto" de su entrega total.

El uso de la sexualidad fuera del matrimonio es intrínsecamente desordenado, porque contradice el significado íntimo de la sexualidad humana. Entre un beso y un acto conyugal hay una gran diferencia. No se trata tan sólo de que el primero pueda ser el preludio del segundo, sino del diverso significado de cada uno de estos gestos: darse un beso significa la promesa de la entrega,

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mientras el acto sexual es signo de la entrega personal misma, ya realizada (Carreras). Toda relación sexual fuera de la entrega personal (fuera del matrimonio) no es por eso digna de la persona, y es además una mentira, porque es "signo" de una realidad inexistente (la donación de la persona), carece de significado, es un acto absurdo, privado de su contenido esencial.

Bibliografía complementaria

CARRERAS, J., Las bodas: sexo, fiesta y derecho, 2 ed. corregida y aumentada, Madrid 1998.

CARRERAS, J., La emergencia de la familia, RIALP, MADRID 2006.

JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 22-XI-1981.

JUAN PABLO II, Carta a las Familias, 2-II-1994.

LEWIS, C.S., Los cuatro amores, Madrid 2003.

HERVADA, J.- LOMBARDÍA, P., El derecho del pueblo de Dios, Pamplona, 1973.

MANGLANO, J.P., Construir el amor, Martínez Roca, Madrid 2001.

VIDAL-QUADRAS, J., Después de amar te amaré, Madrid 2004.

VILADRICH, P.J., Agonía del matrimonio legal, 3 ed., Pamplona 1997.

VILADRICH, P.J, El modelo antropológico del matrimonio, Rialp, Madrid 2001.

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