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Tema 4.- Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista. El ciclo liberal-revolucionario. Sistemas políticos y constitucionalismo. Sociedad burguesa versus movimiento obrero. ©Carlos Sanz Díaz Ayudante Doctor de Historia Contemporánea Universidad Complutense de Madrid Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista. El concepto de revolución industrial Denominamos revolución industrial a un proceso de aceleración del crecimiento económico acompañado de una profunda transformación en la organización de la producción y de la estructura de la sociedad. Este proceso se produjo en primer lugar en en las Islas Británicas a partir de mediados del siglo XVIII y se difundió posteriormente por el continente europeo. La revolución industrial, que algunos historiadores comparan por su trascendencia con la revolución neolítica, tuvo profundos efectos transformadores sobre todos los ámbitos de la vida humana. Representó el avance de la industrialización sobre la tradicional economía agraria, el incremento de la productividad y el desarrollo espectacular de la economía capitalista, el estímulo constante a la innovación científica y tecnológica aplicada a la producción, la revolución de los transportes y las comunicaciones, la expansión comercial de las naciones industrializadas y el despliegue del imperialismo sobre los pueblos menos desarrollados de Asia y África, el desencadenamiento de grandes movimientos migratorios y la reestructuración de las relaciones sociales, con el desplazamiento de la sociedad aristocrática propia del Antiguo Régimen por una nueva sociedad burguesa y el surgimiento del movimiento obrero. Se han apuntado varios factores que explicarían que este proceso se desencadenara en Europa occidental antes que en cualquier otro rincón del planeta: razones socioeconómicas como la distribución relativamente homogénea de la riqueza y la expansión comercial alcanzada en el siglo XVIII; razones jurídicas como la protección de los derechos de la persona y especialmente del derecho de propiedad; razones culturales como el papel de la “ética protestante” en el desarrollo del 1

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Tema 4.- Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista. El

ciclo liberal-revolucionario. Sistemas políticos y constitucionalismo. Sociedad

burguesa versus movimiento obrero.

©Carlos Sanz Díaz

Ayudante Doctor de Historia Contemporánea

Universidad Complutense de Madrid

Europa en el siglo XIX. Revolución industrial y desarrollo capitalista.

El concepto de revolución industrial

Denominamos revolución industrial a un proceso de aceleración del crecimiento

económico acompañado de una profunda transformación en la organización de la

producción y de la estructura de la sociedad. Este proceso se produjo en primer lugar en

en las Islas Británicas a partir de mediados del siglo XVIII y se difundió posteriormente

por el continente europeo. La revolución industrial, que algunos historiadores comparan

por su trascendencia con la revolución neolítica, tuvo profundos efectos

transformadores sobre todos los ámbitos de la vida humana. Representó el avance de la

industrialización sobre la tradicional economía agraria, el incremento de la

productividad y el desarrollo espectacular de la economía capitalista, el estímulo

constante a la innovación científica y tecnológica aplicada a la producción, la

revolución de los transportes y las comunicaciones, la expansión comercial de las

naciones industrializadas y el despliegue del imperialismo sobre los pueblos menos

desarrollados de Asia y África, el desencadenamiento de grandes movimientos

migratorios y la reestructuración de las relaciones sociales, con el desplazamiento de la

sociedad aristocrática propia del Antiguo Régimen por una nueva sociedad burguesa y

el surgimiento del movimiento obrero.

Se han apuntado varios factores que explicarían que este proceso se

desencadenara en Europa occidental antes que en cualquier otro rincón del planeta:

razones socioeconómicas como la distribución relativamente homogénea de la riqueza y

la expansión comercial alcanzada en el siglo XVIII; razones jurídicas como la

protección de los derechos de la persona y especialmente del derecho de propiedad;

razones culturales como el papel de la “ética protestante” en el desarrollo del

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capitalismo (tesis weberiana) y la tradición de “autonomía intelectual” que estimularía

la innovación.

También se ha debatido la relación entre la industrialización y otros dos

procesos que muchos historiadores consideran precondiciones de la misma: la

modernización de la agricultura, y los cambios demográficos, con el tránsito de un ciclo

de tipo antiguo –caracterizado por alta natalidad y mortalidad, lento crecimiento

vegetativo y alta incidencia de la mortalidad catastrófica e infantil- a un régimen

demográfico moderno –con un descenso acusado de la mortalidad catastrófica e infantil

ligado a las mejoras en la alimentación y la sanidad-. Por último, no podemos olvidar

que la revolución industrial fue precedida de un proceso de protoindustrialización en

algunas regiones europeas, donde se desarrollaron diversas fórmulas de industria rural

dispersa como el domestic system y el putting out system.

En Inglaterra estos factores se concretaron aún más para propiciar el tránsito a la

industrialización en esta región antes que en el Continente. En primer lugar, Inglaterra

experimentó una temprana revolución agrícola durante el siglo XVIII, con especial

relevancia del proceso de concentración de las propiedades acelerado a partir de 1760

por las leyes de cercamiento (Enclosure Acts), y con un importante incremento de la

productividad mediante la adopción de mejoras técnicas; todo ello se tradujo en la

producción de excedentes, la acumulación de capitales, el incremento de la población y

el crecimiento de las ciudades. En segundo lugar, en Inglaterra más que en ningún otro

sitio se produjo una acumulación progresiva de innovaciones tecnológicas que

propiciaron el desarrollo de la producción fabril, el desplazamiento del trabajo artesano

por la máquina, y el incremento de la productividad. En tercer lugar, el comercio

internacional fue fundamental para una potencia marítima como Inglaterra: el país pudo

apoyarse en la demanda exterior –del Continente y de las posesiones coloniales- para

realizar el tránsito de una producción nacional orientada al consumo propio a una

economía de exportación ligada a la creciente integración de los mercados mundiales.

No es de extrañar, por tanto, que fueran británicos los principales teóricos del

liberalismo económico, como es el caso de Adam Smith (La riqueza de las naciones,

1776) y David Ricardo (Principios de economía política, 1817), quienes junto con

pensadores continentales como Jean-Baptiste Say (Tratado de economía política, 1803)

sentaron los postulados económicos del liberalismo clásico: el principio del laissez-

faire, el libre juego de la oferta y la demanda, la coincidencia entre interés individual y

beneficio social.

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La primera revolución industrial

Como se ha señalado ya, Inglaterra fue el primer país del mundo en

experimentar la revolución industrial, hasta el punto de que su caso se ha presentado

muchas veces –de forma errónea- como el modelo de desarrollo que todos los demás

países debían seguir si querían tomar el tren de la modernización. La industrialización

en Inglaterra se desarrolló en primer lugar en el sector textil, en el que el desarrollo

fabril propició la sustitución de la lana, tradicional materia prima de los tejidos ingleses,

por el algodón, materia prima abundante y barata que se importaba desde la India. La

industria del algodón incorporó innovaciones técnicas decisivas, como el telar de

lanzadera volante desarrollada por Kay, la máquina de hilar jenny de Hargreaves, la

water frame de Arkwright y la mule de Crompton, o el telar mecánico de Cartwright.

Surgió así un sistema de producción fabril (factory system) regionalmente concentrado y

con núcleos de producción y exportación como Manchester, Liverpool y Londres en los

que la inversión de capitales, la producción industrial y el comercio se realimentaban

mutuamente para producir un crecimiento continuo y progresivo de la producción.

El segundo sector protagonista de la primera industrialización fue la industria

siderúrgica, basada en la combinación del hierro y el carbón de hulla y, nuevamente, en

avances técnicos que abarcan desde los nuevos métodos de forja desarrollados por Cort

a la producción de acero en grandes cantidades gracias al procedimiento diseñado por

Bessemer en 1856. Con el tiempo, la producción nacional de hulla y de hierro y acero

llegó a ser sinónimo del nivel de industrialización alcanzado por un país y, de forma

indirecta, sirvió como indicador del status de potencia de cada nación. En 1800

Inglaterra producía 10 veces más carbón que países como Francia o Alemania, y a lo

largo del siglo XIX multiplicó su producción por 23, aunque para entonces había sido

superada por la producción de Estados Unidos.

Estrechamente ligado a la siderurgia, el tercer pilar estratégico de la primera

revolución industrial fue el desarrollo del ferrocarril a partir del perfeccionamiento de la

máquina de vapor por James Watt en la década de 1780. La industria del ferrocarril, por

sus grandes requerimientos técnicos y financieros y por su papel dinamizador de las

comunicaciones, el transporte y el comercio, tomó el relevo como motor del desarrollo

industrial en las décadas centrales del siglo XIX y tuvo un impacto definitivo en la

integración de los mercados regionales y nacionales. Inglaterra acometió en la década

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de 1830 la construcción de una red nacional de ferrocarriles, seguida en los años 1840

por Bélgica, Francia, Alemania y España.

La industrialización se desarrolló en el continente europeo de acuerdo con pautas

específicas que la diferencian del denominado modelo inglés. En Europa se trata de un

proceso tardío, que cuenta con el antecedente y la competencia británica y se beneficia

de las transferencias tecnológicas desarrolladas en las Islas, pero que sufre la rémora del

mayor predominio de la economía y la sociedad agraria y aristocrática tradicionales, y la

desventaja de la escasa integración regional. Cuatro rasgos específicos pueden señalarse

en la primera industrialización del continente europeo, según A. Bahamonde y R. Villar.

En primer lugar, el sector líder ya no es el textil, sino la industria de bienes de equipo, y

en especial el ferrocarril y la gran industria siderúrgica. En segundo lugar, la

industrialización recurrió en gran medida a la financiación externa, lo que originó una

fuerte vinculación entre banca e industria. En tercer lugar, el Estado desempeñó un

papel protagonista como motor de muchos procesos de industrialización, en especial en

Rusia, pero también en la Europa central y occidental (Alemania, Francia, Bélgica) y

mediterránea (Portugal, España, Italia). En cuarto lugar, en el continente la

industrialización fue un fenómeno regional con fuertes contrastes entre el desarrollo de

las zonas más pujantes y los territorios que quedaron descolgados del proceso.

El desigual ritmo desarrollo por regiones permite diferenciar, como hace S.

Pollard, entre un núcleo de países adelantados o first commers (Bélgica, Francia y

Alemania) y los rezagados o late commers (Austria-Hungría, Rusia y Escandinavia) a

los que se añadiría la “periferia” (Europa Balcánica y Mediterránea) que se incorporó

hacia 1870 a la revolución industrial, aunque con excepciones como el País Vasco o

Cataluña, de desarrollo temprano.

De forma general puede hablarse de diversas vías nacionales a la

industrialización, siendo los casos de Francia, Bélgica y los Estados alemanes los más

destacados en el Continente. Bélgica presentó el caso más temprano de industrialización

continental gracias a su disponibilidad de carbón de hulla, a la explotación de su

posición geográfica y sus vínculos económicos con Francia, y al impulso prestado desde

el gobierno. Francia repitió grosso modo los pasos marcados por el modelo inglés –a

excepción de las transformaciones de la agricultura, solo tardíamente posibilitadas por

la obra de la Revolución de 1789-, desarrollando una industria textil bien conformada ya

en la década de 1830 –a pesar del inconveniente de no disponer de carbón de calidad- y

emprendiendo en la década siguiente la construcción de su red ferroviaria gracias a la

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fuerte implicación de la banca. El caso alemán –condicionado por la tardía unificación-

presenta diversidad de experiencias regionales, que van desde la industrialización de la

Cuenca del Ruhr según el modelo inglés hasta la articulación de un modelo prusiano en

las regiones orientales. La abundancia de hierro y carbón, la integración comercial

impulsada por la unión aduanera (Zollverein) de 1834 y el impacto del ferrocarril

completan las características del proceso industrializador en este país.

La segunda revolución industrial y el desarrollo del gran capitalismo

En torno a las décadas de 1870-1880 y hasta la víspera de la Primera Guerra

Mundial se asistió a una nueva oleada de desarrollo técnico y económico conocida

como segunda revolución industrial. Coincidiendo con un ciclo largo de depresión

económica (1873-1896) se desarrollaron nuevas ramas industriales y formas novedosas

de organización de la empresa capitalista, a la vez que la industrialización se extendía a

áreas del planeta hasta entonces periféricas en el proceso, como Estados Unidos, o

desvinculadas del mismo, como Japón. Todo ello, unido al desarrollo del imperialismo

de las grandes potencias y a un nuevo salto cualitativo en el desarrollo de los transportes

y comunicaciones (telégrafo, navegación a vapor), produjo como resultado un

incremento en la interconexión de los mercados mundiales o, dicho de otro modo, una

aceleración del proceso de mundialización económica.

La segunda revolución industrial se originó, como se ha mencionado ya, en un

contexto de crisis económica –que se ha llamado “la primera Gran Depresión del

capitalismo”- presidido por el descenso de precios, beneficios y salarios, e incremento

del desempleo y de la competencia. Para sobrevivir, las empresas más adaptativas

recurrieron a dos tipos de estrategias: los procesos de concentración, y la aplicación de

innovaciones tecnológicas que transformaron la organización del trabajo industrial.

Muchas empresas se unieron creando trusts o aglomerados de firmas, que

seguían fórmulas de concentración horizontal (fusión de empresas del mismo sector) o

vertical (fusión de empresas dedicadas a las distintas fases de un proceso productivo).

Proliferaron también los cárteles, acuerdos entre empresas del mismo sector para

acordar precios o salarios, o para disminuir la competencia. En esta etapa se hicieron

famosos los nombres de los magnates del gran capitalismo, como los Krupp o los

Carnegie (industrias del acero), Rockefeller (petróleo), J.P. Morgan y la familia

Rothschild (banca), Hearst (prensa), etc. Casi todos los gobiernos, presionados por los

grandes intereses capitalistas, trataron de proteger la producción industrial nacional

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mediante la elevación de los aranceles aduaneros, inaugurando así en torno a la década

de 1880 una etapa de proteccionismo generalizado que venía a sustituir al

librecambismo anterior.

Se desarrollaron también fórmulas novedosas para ampliar el mercado potencial

de consumidores de los productos industriales. La venta a plazos, los primeros grandes

almacenes (creados en París en 1852) y el florecimiento de la publicidad son tres

elementos que se combinaron para dar lugar, entre las últimas décadas del siglo XIX y

los comienzos del siglo XX, al nacimiento de una sociedad de consumo de masas.

En cuanto a las innovaciones tecnológicas, fueron muy abundantes en la

segunda revolución industrial, sobre la base de una constante transferencia de

descubrimientos científicos a la producción económica. Tal vez el cambio más

característico fue el relevo del carbón, el vapor y el hierro, emblemas de la primera

revolución industrial, por el petróleo, la electricidad y el acero.

En el campo de los transportes y las comunicaciones se completaron las redes

ferroviarias, que alcanzaron dimensión continental con proyectos como el Union

Pacific, el Transiberiano o el Orient Express. La navegación a vela fue definitivamente

superada por los barcos de acero propulsados por vapor en la década de 1870. El tráfico

fluvial y marítimo se impulsó además con la construcción de canales continentales

(Canal de Rotterdam, Canal de Kiel) e interoceánicos (Canal de Suez, 1869; Canal de

Panamá, 1914). Todo ello impulsó el incremento del comercio internacional, la caída de

los precios de las materias primas y el incremento en la interconexión de los mercados

mundiales. La industria del automóvil conoció también un lento pero fundamental

desarrollo a partir de la invención del motor de explosión alimentado por gasolina

(Benz, 1885). Algo más tarde se añadirían las posibilidades abiertas por la aviación,

inicialmente con el dirigible (Zeppelin, 1896) y posteriormente con el aeroplano

desarrollado por los hermanos Wright (1903). El desarrollo del telégrafo (Morse), del

teléfono (Bell) y de la radio (Marconi) conformó la tríada básica de avances en las

telecomunicaciones.

Otras innovaciones científico-tecnológicas dinamizaron sectores preexistentes y

propiciaron la aparición de nuevas ramas de actividad industrial. Las industrias

siderúrgicas y metalúrgicas tuvieron como gran protagonista a la producción de acero

gracias al desarrollo del horno de Bessemer y del procedimiento Siemens-Martin,

mientras otros metales como el aluminio, el cobre, el níquel y el zinc se incorporaron

decididamente a los procesos industriales. Todo ello hizo posible una renovación

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constante de la industria de bienes de equipo, el desarrollo de una nueva arquitectura

basada en el acero (Pabellón de la Exposición Universal de Londres de 1851, Torre

Eiffel de París en 1889), la aplicación de los nuevos materiales a la industria bélica y a

los medios de transporte y, de forma más modesta, la generalización del consumo de

bienes como las bicicletas o las máquinas de coser y de escribir. Surgió además toda

una serie de nuevas industrias vinculadas a la aplicación de la electricidad a usos

productivos y ligados a la vida cotidiana, como los tranvías eléctricos, el alumbrado

eléctrico por bombillas, el ferrocarril metropolitano subterráneo o el cinematógrafo. La

industria química fue otra de las ramas fundamentales de la nueva etapa, con

innovaciones y aplicaciones de muy diverso tipo: desarrollo de los tintes sintéticos

como la anilina, de los abonos químicos como los fosfatos y nitratos, de materiales

explosivos como la dinamita, de sustancias farmacológicas como la aspirina, etc.

A estas innovaciones se añadieron, en fin, nuevas formas de organización de la

producción fabril que podemos condensar en los conceptos de fordismo, que

multiplicaba la fragmentación del proceso productivo e introducía la cadena de montaje

(como ocurrió por primera vez en la fábrica Ford en 1909), y el taylorismo, basado en la

organización científica del trabajo mediante la especialización, la mecanización de

movimientos y la introducción del cronómetro (The Principles of Scientific

Management, 1911).

A pesar de que las innovaciones tecnológicas parecían proporcionar una base

firme para un continuo crecimiento económico, la observación del comportamiento de

la economía capitalista permitió determinar, ya a mediados del siglo XIX, que ésta

responde a un esquema cíclico, con la alternancia de fases de prosperidad –con altos

beneficios, expansión del comercio y del empleo, y alza de precios- y periodos de

depresión –caracterizados por el descenso de los beneficios y de los precios, la

superproducción y el desempleo-. Estos ciclos o fluctuaciones de la actividad

económica –industrial, comercial y bursátil- capitalista han sido objeto de intensos

debates y numerosas teorizaciones en el último siglo y medio. De forma muy

simplificada podemos señalar tres grandes tipos de ciclo: los ciclos largos o ciclos

Kondratieff, que tienen una duración promedio de 54 años; los ciclos medios o de

Jutglar, con una duración media de 8 años; y los ciclos cortos, menores o de Kitchin,

con una duración media de 3,5 años. A partir de la teorización de Kondratieff,

Schumpeter propuso en 1939 un modelo tricíclico que divide el siglo XIX en tres

grandes fases: la correspondiente a la primera revolución industrial y al vapor (1789-

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1848), una segunda fase basada en el ferrocarril y el acero (1848-1896) y una tercera

fase protagonizada por el automóvil, la electricidad y las industrias químicas (a partir de

1896).

Independientemente de la periodización que adoptemos, en el tránsito del siglo

XIX al XX la economía mundial estaba experimentando un nuevo despegue de

importantes consecuencias, ya que el desigual desarrollo inducido en las décadas de la

segunda revolución industrial estaba conduciendo a una reordenación de las grandes

potencias económicas del planeta. Entre 1870 y 1914 cuatro países europeos –Reino

Unido, Francia, Alemania y Rusia- concentraban el 50% de la producción industrial

mundial, pero las diferencias entre ellos eran notables. Gran Bretaña, que durante un

siglo había sido el taller del mundo, no pudo mantener su supremacía como primera

potencia industrial ante el avance de rivales económicos más pujantes, aunque la City

londinense continuó siendo el gran centro financiero del planeta y el dominio de los

mares garantizó a los ingleses una posición de privilegio en el comercio mundial. La

participación inglesa en la producción industrial mundial descendió de un tercio en

1870 a un sexto en 1916; su participación en el comercio mundial acusó un descenso

algo menor. Alemania con su desarrollo acelerado por la unificación (1871) y su

pujanza en las nuevas ramas industriales se convirtió en el más serio competidor de los

ingleses en Europa, mientras Francia no dejaba de perder posiciones y otros países

europeos, los ya mencionados late commers, se sumaban a muy diferentes ritmos al

desarrollo económico de la era del gran capitalismo.

Junto a ello, el fenómeno más característico de la segunda revolución industrial

fue la incorporación de dos potencias extraeuropeas, Estados Unidos y Japón, al selecto

club de los países altamente industrializados. Ambos suponen casos excepcionales, el

primero por la velocidad y extensión de su desarrollo económico, que llevaría a Estados

Unidos a concentrar el 38% de la producción industrial mundial en vísperas de la

Primera Guerra Mundial, y el segundo por ser el japonés el primer ejemplo de

industrialización en un país no europeo ni occidental.

El éxito de la industrialización en Estados Unidos descansó en la extensa base de

producción agrícola del país, la formación de un inmenso mercado interior –acrecentado

por una constante inmigración-, y la aplicación constante de mejoras tecnológicas de la

producción. En el caso de Japón, el proceso de industrialización posibilitado por el

triunfo de la Revolución Meiji (1868) tuvo como pilares el impulso estatal, la

adaptación de innovaciones tecnológicas occidentales a un sustrato tradicional

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autóctono, la exacción fiscal del campesinado y la articulación de grandes consorcios

industriales (zaibatsus).

El ciclo liberal-revolucionario. Sistemas políticos y constitucionalismo.

En el plano político, Europa atravesó durante el siglo XIX un ciclo de

revoluciones liberales que sacudieron el continente en sucesivas oleadas. Siguiendo el

ejemplo francés de 1789, y ante la resistencia opuesta por las fuerzas de la Restauración

y por las potencias de la Santa Alianza a los vientos de cambio, la revolución se

convirtió en el modelo adoptado por la burguesía continental para forzar las

transformaciones políticas y económicas necesarias para la liquidación del Antiguo

Régimen. El liberalismo y el nacionalismo fueron los dos motores de las revoluciones

burguesas de la primera mitad de la centuria. Desde mediados de siglo se añadieron a

ellos, como nuevos elementos movilizadores, el surgimiento de las aspiraciones

democráticas y las reivindicaciones de carácter social.

El liberalismo clásico del siglo XIX aspiraba a sustituir las monarquías absolutas

por regímenes liberales con constituciones escritas como expresión de la soberanía

nacional, con garantías a las libertades individuales –integridad personal, libertad

religiosa, de opinión y de prensa-, respeto al derecho de propiedad privada y a la libre

empresa, y mecanismos de defensa contra los abusos del poder. El nacionalismo surgió

de la herencia de la revolución francesa y del romanticismo alemán como una ideología

y un movimiento cultural, social y político que suponía la existencia de naciones,

grupos de individuos que comparten una lengua, una cultura, una historia y un carácter

étnico común. Según sus principios, las naciones tenían derecho a la independencia

política, y todos los miembros de una misma comunidad nacional debían poder vivir

reunidos bajo el techo común de un Estado nacional. El nacionalismo fue a la vez una

fuerza centrípeta –al promover movimientos de unificación nacional como el italiano y

el alemán- y centrífuga –al amenazar la continuidad de los viejos imperios

multinacionales como el Austro-Húngaro, el Imperio Ruso y el Imperio Otomano.

Las revoluciones de 1820 fueron la primera oleada revolucionaria de la Europa

de la Restauración, con estallidos que se sucedieron en España, Italia, Portugal y Grecia.

El movimiento revolucionario se inició con el pronunciamiento de Rafael de Riego en

Cabezas de San Juan (1 de enero de 1820) y la imposición a Fernando VII de la

Constitución de Cádiz de 1812, inicio del Trienio Liberal (1820-1823). Los liberales

revolucionarios impusieron también regímenes constitucionales a Fernando I en

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Nápoles (donde actuó la sociedad secreta de los carbonarios), al regente Carlos Alberto

en Piamonte, y a Juan VI en Portugal. Estos logros fueron aplastados por las potencias

de la Santa Alianza: Austria intervino en la península itálica para restituir el

absolutismo, y Francia hizo lo mismo en España con el envío en 1823 de la expedición

de los Cien Mil Hijos de San Luis aprobada en el Congreso de Verona del año anterior.

Igualmente fracasó la revuelta decembrista de Rusia (1825), considerada un último

coletazo de esta oleada revolucionaria. Solamente en Grecia el movimiento fue exitoso:

la revuelta contra el dominio otomano (1821) dio paso a una prolongada guerra de

independencia apoyada por los liberales filohelénicos británicos y franceses, así como

por Rusia, que concluyó con la conquista de la independencia por el Estado griego en

1830.

Ese mismo año prendía la mecha de un nuevo ciclo revolucionario. Las

revoluciones de 1830 tuvieron su primera manifestación en París, donde las “tres

jornadas gloriosas” de julio desalojaron del trono de Francia al absolutista Carlos X de

Borbón e inauguraron la monarquía constitucional de Luis Felipe de Orleans, llamado

“el rey burgués”. En los acontecimientos del 1830 parisino confluyen ya motivaciones

políticas de signo liberal con reivindicaciones sociales –pleno empleo y salario

suficiente- de las capas populares urbanas. El rechazo unánime a la monarquía

autocrática de Carlos X posibilitó la alianza temporal de la burguesía y de las clases

trabajadoras a pesar de que los objetivos de unos y otros en materia económica y

sociolaboral eran netamente divergentes. Sin embargo, una vez alcanzados sus objetivos

con la monarquía de julio, la gran burguesía se cuidó de excluir al pueblo “bajo” del

ejercicio del poder mediante la introducción del sufragio censitario.

El eco de los acontecimientos de Francia prendió la mecha revolucionaria en

varios rincones del Viejo Continente. En Bélgica estalló una revolución que unió

liberalismo y nacionalismo para conquistar la independencia del país respecto de los

Países Bajos. El movimiento triunfó gracias al apoyo de Francia e Inglaterra y permitió

instalar en 1831 un régimen monárquico liberal, encabezado por el rey Leopoldo, en el

nuevo Estado belga. También tuvo tintes nacionalistas y liberales la revolución de 1830

en Polonia, entonces dominada por la Rusia zarista. Los revolucionarios llegaron a

proclamar la independencia polaca antes de ver su movimiento de liberación nacional

aplastado por las tropas zaristas ese mismo año. En Italia hubo en 1831 brotes liberales

y nacionalistas –alentados una vez más por los carbonarios- en los ducados de Parma y

Módena, y en la Romaña. Todos ellos fueron aplastados por el Imperio Austro-

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Húngaro, que restituyó manu militari los regímenes absolutistas. En Alemania los

revolucionarios lograron a lo largo de 1830-1831 que se concedieran constituciones en

varios Estados del centro y sur del país como Sajonia, Hannover, Brunswick y Hesse-

Kassel. Sin embargo el movimiento liberal y nacionalista perdió fuerza rápidamente y

entró en claro declive en 1833, perdiendo las posiciones alcanzadas. Suiza, por último,

atravesó también en esos mismos años un periodo revolucionario.

Pese al reflujo reaccionario que siguió a la oleada de revoluciones, el liberalismo

y el nacionalismo habían conquistado importantes avances con el ciclo abierto en 1830.

En la parte occidental del continente, el Reino Unido, Francia y Bélgica contaban con

regímenes constitucionales de características similares –sistema parlamentario e

instituciones liberales- representantes de los intereses de la burguesía; además Bélgica y

Grecia constituían sendos ejemplos de nacionalismo exitoso. En las grandes potencias

de la Europa central y oriental –Prusia, Austria y Rusia- se había afirmado, en cambio,

el inmovilismo de los regímenes autocráticos. En la Europa mediterránea, el

nacionalismo italiano esperaba su próxima oportunidad, mientras España asistía durante

la última y “ominosa” década del reinado absolutista de Fernando VII a la

independencia de casi todas sus posesiones en América.

En las motivaciones que explican el estallido y la vertiginosa difusión de las

revoluciones de 1848 por toda Europa confluyen complejos factores que conviene

analizar por separado. Por una parte asistimos nuevamente al impulso del liberalismo

por alcanzar las conquistas ya conocidas, allí donde hasta ahora se han mantenido

incólumes los regímenes absolutistas. A ello se añade una nueva tendencia, la que

aportan los ideales democráticos, que surgieron como reacción ante las limitaciones del

liberalismo clásico y del doctrinarismo. A pesar de su vinculación, por tanto, no pueden

confundirse los usos políticos de los conceptos de liberalismo y democracia en el siglo

XIX, que para muchos contemporáneos constituían posiciones contrapuestas. Las

aspiraciones del movimiento democrático de mediados de siglo se condensaban en el

establecimiento del sufragio universal, la reivindicación de la soberanía popular, la

reducción de las desigualdades socioeconómicas, un régimen de libertades y garantías

constitucionales más exigente que beneficiara al conjunto de la población, y no

solamente a la burguesía, y la opción por el republicanismo.

Fueron determinantes en los acontecimientos de 1848, por otra parte, los

factores sociales. La revolución vino precedida por una grave crisis económica que era

a la vez agrícola – malas cosechas de cereales desde 1945, enfermedad de la patata de

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1846, alza de precios y hambre en 1847-, industrial –por el descenso de las ventas y la

caída de la producción- y financiera. La crisis económica no desencadenó las

revoluciones de 1848, pero sembró el descontento y la agitación social, y predispuso a

las poblaciones a cuestionar el orden establecido, secundando la acción de las elites.

Como tercer grupo de factores debemos tener en consideración, como se ha

apuntado, las motivaciones nacionalistas presentes en gran parte de los países. Se trata

aquí fundamentalmente de las aspiraciones de los pueblos que anhelaban construir la

unidad nacional –como ocurre en los diversos Estados italianos y alemanes- y de las

minorías nacionales integradas en los grandes Imperios de Europa central y oriental:

húngaros, checos, croatas, polacos, etc.

En 1848 prácticamente toda Europa, a excepción del Reino Unido, Bélgica y

Rusia, se vio sacudida por el movimiento revolucionario de signo democrático radical.

Una vez más la revolución prendió en primer lugar en Francia, donde una protesta de

obreros, estudiantes y soldados de la Guardia Nacional derribó, en febrero de 1848, la

monarquía de Luis Felipe. Las reivindicaciones políticas –sufragio universal- y sociales

fueron recogidas por el nuevo régimen, la efímera II República Francesa, a cuya cabeza

se situó en diciembre Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del emperador Napoleón I y

presidente de la República elegido por sufragio universal masculino. El impulso

revolucionario se agotaría después paulatinamente bajo el poder del “príncipe-

presidente”, hasta extinguirse definitivamente con el golpe de Estado de 2 de diciembre

de 1851 (el 18 Brumario analizado por Marx) y la instauración del II Imperio Francés

(1852-1870).

En Italia se registró una temprana sublevación revolucionaria en Sicilia, que

obligó a Fernando II de Nápoles a otorgar una constitución ya en enero de 1848.

También se produjeron estallidos revolucionarios en Piamonte, donde el rey Carlos

Alberto concedió un Estatuto Real; en Venencia y el Milanesado, cuyas sublevaciones

contra los austriacos recibieron el apoyo militar piamontés; y en la Toscana. En marzo

de 1848 estallaba la revuelta en los Estados Pontificios, lo que obligó al Papa Pio IX a

huir de Roma; en febrero de 1849 los revolucionarios, con el creador de la Joven Italia

Giuseppe Mazzini y otros dirigentes al frente, proclamaban la República Romana. Sin

embargo, a pesar de los rápidos éxitos alcanzados, a lo largo de 1849 todos los

movimientos revolucionarios italianos fueron aplastados militarmente por el Imperio

Austro-Húngaro y, en el caso de Roma, por la intervención militar franco-española.

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El Imperio Austriaco se vio sacudido con especial intensidad en 1848; aquí el

carácter nacionalista de los distintos focos revolucionarios es la nota predominante. Se

produjeron estallidos en Bohemia, Hungría, Croacia, el Véneto y el Milanesado, así

como en la propia capital del imperio, Viena, donde los revolucionarios forzaron en

marzo la caída del canciller Metternich y la abdicación del emperador Fernando I a

favor de su sobrino Francisco José I. En la Dieta constituyente reunida a continuación

(1848-1849) se procedió a la aprobación de las llamadas leyes de marzo, que daban

satisfacción a las aspiraciones del nacionalismo magiar, al separar legalmente Hungría

de Austria. Tras un periodo crítico, con los húngaros reclamando una Asamblea propia

y los checos reivindicando la restitución del reino de Bohemia, a lo largo de 1848 y

1849 las victorias militares sobre los movimientos nacionalistas lograron alejar el

fantasma de la desintegración territorial del Imperio. La revuelta de Praga y la defección

de Hungria –que en marzo de 1849 se había proclamado independiente bajo la forma de

una república- fueron aplastadas por las tropas imperiales, ayudadas en el caso húngaro

por el ejército enviado por el zar Nicolás I. En Viena, bombardeada y ocupada por las

fuerzas imperiales, Francisco José I restauró en marzo de 1849 el absolutismo e impuso

una constitución centralista.

En el 48 alemán confluyeron componentes liberales, democráticos y

nacionalistas. La revolución prendió en primer lugar en la capital de Prusia, Berlín,

donde Federico Guillermo IV se vio obligado a aceptar un gobierno liberal, y en las

capitales de los Estados del sur Baden, para extender después por todo el país: Sajonia,

Baviera y Hannover, entre otras, van sumándose a la oleada revolucionaria. Es la

ocasión que esperaban los nacionalistas alemanes para impulsar el sueño de unificar el

país bajo instituciones representativas. Con este objetivo se reunió en Frankfurt del

Meno una Asamblea Nacional Constituyente entre mayo de 1848 y marzo de 1849,

amalgama de liberales y demócratas que logran aprobar una Constitución para

Alemania y proponer al rey prusiano situarse a la cabeza del Imperio alemán unificado.

El rechazo de Federico Guillermo IV a la corona que se le ofrecía provocó un segundo

pulso revolucionario en marzo de 1849, que sucumbió, no obstante, ante los avances de

la reacción en toda Alemania, donde se disolvieron los parlamentos elegidos el año

anterior y se realizaron numerosas detenciones.

La mejora de la situación económica en 1848, la desconexión e incluso la

insolidaridad entre los distintos movimientos revolucionarios nacionales, el retraimiento

de la burguesía ante el temor a la radicalización de las masas populares, los solidaridad

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entre los monarcas absolutos –que colaboraron en el aplastamiento de los

revolucionarios- y la eficacia de las acciones militares contra los sublevados explican el

fracaso de las revoluciones de 1848. Quedaron como legado, sin embargo, algunos

avances importantes: la abolición de la servidumbre y el feudalismo en aquellas

regiones de Europa donde todavía persistían –a excepción de Rusia, donde habría que

esperar todavía hasta 1861-, el surgimiento de regímenes parlamentarios con sufragio

censitario –en el caso de Francia, universal-, y las perspectivas de unificación nacional e

independencia nacional en varios países. Los grandes perdedores de 1848 fueron las

clases populares, trabajadores y campesinos, cuyas aspiraciones habían sido primero

instrumentalizadas y después olvidadas por la burguesía revolucionaria.

Las lecciones de 1848 se proyectarían durante todo el resto del siglo, en el que el

liberalismo y la extensión del sufragio continuaron registrando avances. En el Reino

Unido, el único país europeo en el que las instituciones liberales funcionaron de forma

continuada a lo largo de todo el siglo XIX, las ampliaciones del sufragio de 1832, 1867

y 1884/85 extendieron la ciudadanía activa a grupos cada vez más numerosos de

población. En el continente se registró también una tendencia, más tardía, a realizar el

tránsito desde el liberalismo moderado que se apoyaba en el sufragio censitario, hacia la

adopción de los principios democráticos. Francia fue la pionera en la introducción del

sufragio universal masculino 1848, y esta tendencia a la ampliación del derecho de voto

alcanzó también con el tiempo a Alemania (1871), España (1890), Austria (1907) e

Italia (1912). La extensión del cuerpo de la ciudadanía activa trajo consigo

transformaciones en las formas de la política, como el creciente peso de la opinión

pública y de sus medios de expresión –muy especialmente la prensa- y, ya el siglo XX,

la conformación de los primeros partidos políticos de masas. Se sumaron, además,

nuevas reivindicaciones al debate político, con especial mención a los movimientos

sufragistas que reclamaban el voto para la mujer, y a las variadas modalidades del

movimiento obrero.

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, todos los Estados europeos eran

monarquías, a excepción de Suiza y Francia, que en 1870 había iniciado el régimen de

la III República. Casi todas ellas eran monarquías constitucionales: la autocracia zarista

en Rusia y, en los márgenes europeos, el Imperio Otomano, constituían las únicas

excepciones. Todas ellas se consideraban regímenes representativos con sistemas más o

menos restrictivos de sufragio; solamente Francia y Suiza se apoyaban en un sufragio

auténticamente democrático. Puede concluirse que gran parte de las aspiraciones que

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alentaron el ciclo revolucionario abierto en 1789 se habían alcanzado, pero el propio

dinamismo político, económico y social del siglo XIX había acabado por desbordar los

objetivos de los liberales y revolucionarios de primera hora.

Sociedad burguesa versus movimiento obrero.

El desarrollo capitalista del siglo XIX y las revoluciones liberales de la centuria

propiciaron la progresiva sustitución, en toda Europa, de la sociedad estamental propia

del Antiguo Régimen por la sociedad de clases como nuevo modelo de estructura social.

La adscripción jurídica de los individuos a estamentos cerrados y estáticos, en virtud

principalmente del nacimiento, dio paso a una estructura más abierta y flexible, en la

que la posición de los individuos en la sociedad se definía principalmente por las

diferencias de riqueza. Tres grandes procesos interrelacionados definen el universo

social de los países desarrollados, es decir esencialmente los europeos, en el siglo XIX:

el surgimiento de la sociedad de clases, la progresiva sustitución de la aristocracia por la

burguesía como grupo director de la sociedad, y el desarrollo del antagonismo entre la

burguesía y las clases trabajadoras crecientemente organizadas en el movimiento

obrero.

Las clases sociales en la Europa del siglo XIX

A lo largo del siglo XIX la nobleza terrateniente compartió con la burguesía

ascendente –y en especial con sus estratos superiores- la categoría de élite dominante de

las sociedades europeas. Se trataba de una nobleza enormemente heterogénea desde el

punto de vista territorial y de su estratificación interna, que mantuvo no obstante una

cierta homogeneidad cultural basada en la posesión de la tierra y en la preservación de

rasgos y modos de vida aristocráticos. En muchos países, y como estrategia de

supervivencia económica, muchas familias de este grupo social acabarían fusionándose

–normalmente por la vía matrimonial- con los estratos superiores de una burguesía

ansiosa de disimular su carácter advenedizo con los ropajes de un título nobiliario.

A pesar de esta tendencia a la emulación aristocrática, las burguesías europeas

darían lugar con el tiempo a la conformación de una auténtica sociedad burguesa

definida por hábitos y señas de identidad comunes y diferenciadas, en oposición tanto a

las viejas clases nobles como a las nuevas clases proletarias. La burguesía aportó un

nuevo estilo de vida que se desarrolló en hábitats diferenciados en el tejido urbano –los

barrios residenciales y los ensanches- y en espacios de sociabilidad propios –el teatro, la

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Bolsa, el casino, el café-. El hogar burgués como escenario por excelencia de la

institución familiar patriarcal, la vestimenta diferenciada de la de las clases populares, o

el acceso a modalidades de ocio y diversiones típicamente burguesas –si bien en

muchos casos eran adaptación de las aristocráticas- constituían otros tantos símbolos del

status alcanzado por esta clase social. Hay que advertir, no obstante, que existía también

una marcada heterogeneidad en el seno de la misma, por lo que conviene establecer una

distinción entre la alta burguesía financiera, comercial e industrial; la burguesía

mediana y pequeña de las clases medias, integradas por los notables rurales, artesanos y

comerciantes; y la burguesía culta de las clases profesionales, intelectuales y altos

funcionarios.

Las clases trabajadoras estaban integradas por una gran masa de campesinos –el

grupo social predominante en términos cuantitativos- y obreros urbanos. El

campesinado –de composición también muy heterogénea- conoció un paulatino proceso

de transformación social, derivado de la lenta pero implacable desagrarización de las

sociedades europeas –en muchas regiones solo perceptible en la últimas décadas del

siglo XIX- y la erosión de los modos de vida tradicionales ligados a la vida en el campo.

En Europa Occidental se produjo de forma comparativamente más temprana el tránsito

paulatino de campesinos a agricultores –merced a la adquisición de las tierras por los

trabajadores que pasan así a ser pequeños propietarios-, si bien en la cuenca

mediterránea pervivió un amplio sustrato de campesinado privado de la posesión de la

tierra. En la Europa Central y Oriental los cambios fueron mucho más lentos y

superficiales, y tuvieron como precondición la tardía abolición de la servidumbre –que

en Austria-Hungría tuvo lugar en 1848 y la Rusia zarista en 1861-.

Las clases trabajadoras urbanas constituían, junto con los campesinos, el otro

grupo situado en la base de la pirámide social. Nuevamente hay que advertir aquí de la

heterogeneidad que se escondía tras la categoría genérica de “clases trabajadoras”,

“obreros” o “proletariados”, pues más allá de su condición definitoria de asalariados –ya

que en sentido estricto no poseían más riqueza que su fuerza de trabajo- encontramos

situaciones muy diversas que van desde el trabajador de la gran fábrica industrial –

integrante a menudo de una aristocracia obrera- hasta los grupos desclasados del

lumpenproletariado, pasando por trabajadores temporales, empleados del servicio

doméstico o trabajadores de oficios menores.

Uno de los efectos más nítidos de la industrialización fue la creciente división

que introdujo entre capital y trabajo, lo que a su vez llevó a aumentar el antagonismo

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entre la burguesía, que poseía las máquinas y restantes recursos necesarios para la

producción, y la clase obrera. Las primeras décadas de industrialización, con el éxodo

de millones de campesinos a las ciudades y la incorporación al trabajo fabril

significaron para la mayoría de trabajadores de la industria –en especial en el caso

inglés- un descenso en sus condiciones de vida, desde el punto de vista del nivel de

renta, de las condiciones de trabajo o del hábitat proporcionado por las insalubres

barriadas proletarias. Los salarios eran bajos –manteniéndose solo un poco por encima

del nivel de subsistencia-, los horarios de trabajo excesivos y las condiciones insalubres;

el trabajo femenino e infantil en peores condiciones que la de los varones fue la norma

general. Todo ello se daba en un marco de relaciones laborales presuntamente libre,

merced al desmantelamiento de las estructuras gremiales y la implantación de los

principios liberales, pero en el cual los empresarios tenían todas las ventajas y los

trabajadores carecían –en los primeros momentos- de fuerza alguna de negociación.

El surgimiento del movimiento obrero

La toma de conciencia acerca de los efectos más negativos de la sociedad

industrial burguesa provocó, primero en Inglaterra y después en otros países, el

surgimiento de corrientes y movimientos críticos hacia el capitalismo industrial. Este

fenómeno se diferencia de los motines de subsistencia frecuentes en la sociedad del

Antiguo Régimen, que eran revueltas espontáneas y efímeras provocadas por la carestía

o la escasez. Los protagonistas son ahora miembros de una nueva clase social –la clase

obrera-, que crea organizaciones estables con fines bien definidos: aumentos salarial,

reducción de la jornada laboral, mejores condiciones de vida, y acceso a los derechos

políticos.

En los orígenes del movimiento obrero hallamos la confluencia de muy diversas

corrientes que coinciden en la crítica de los excesos del capitalismo. De un parte

podemos identificar la obra de pensadores como Thomas Spence (1750-1814) y sus

seguidores, los denominados radicales; así como de los ricardianos (continuadores de

las ideas de David Ricardo, 1772-1823) y de los owenianos o seguidores de Robert

Owen (1771-1858), considerado el padre del cooperativismo y el mutualismo y que

plasmaría sus ideas reformistas en sus obras Una nueva concepción de la sociedad

(1815) e Informe al condado de Lanark (1820). Owen fue considerado por el

pensamiento marxista posterior como un precursor del socialismo, al igual que otros

llamados socialistas utópicos o premarxistas, como el conde Saint-Simon (1760-1825),

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Charles Fourier (1772-1837), creador de los falansterios –comunidades libres de

trabajadores-, Louis Auguste Blanqui (1805-1881) o Etienne Cabet (1788-1856), de

ideas cercanas al comunismo posterior, que plasmaría en su obra Viaje a Icaria (1842).

Otra corriente influyente, y que se extendió por muchos países, fue la

representada por el movimiento ludista o mecanoclasta, integrado por trabajadores que

destruían violentamente la maquinaria textil, a la que culpaban del empeoramiento de

las condiciones de trabajo. La primera manifestación del ludismo se dio en Inglaterra

(1799-1812), a la que seguirían los movimientos mecanoclastas de Francia (1817-1823),

Bélgica (1821-1830), Alemania (1830-1842) y otros países.

Por otra parte debemos indicar la huella de las primeras asociaciones sindicales:

las Sociedades de Socorros Mutuos, que en situaciones de huelga actuaban como caja de

resistencia para garantizar la subsistencia de los trabajadores huelguistas, y

posteriormente las asociaciones de oficios o Trade Unions, que florecieron tras la

abolición de las Leyes de Asociación británicas que las prohibían. En 1929 el

sindicalista John Doherty fundaba la Unión General del Reino Unido, y un año más

tarde impulsó la fusión de 150 trade unions en la National Association for the

Protection of Labour, la mayor organización obrera de Inglaterra, que apenas logró

mantenerse hasta 1832.

Entre 1838 y 1848 cobró auge el cartismo impulsado por la Asociación de

Trabajadores de Londres dirigida por William Lovett. Se trató de un movimiento

específicamente político que se apoyaba en la Carta del Pueblo de 1838 para reclamar

la democratización del Estado –con la introducción del sufragio universal- como paso

previo para la reforma social. El cartismo sucumbió al cabo de una década, erosionado

por las divisiones internas y por la respuesta represiva del gobierno de Londres a sus

acciones colectivas –huelgas y presiones de todo tipo-, pero proporcionó una importante

experiencia organizativa al movimiento obrero inglés que sería aprovechada

posteriormente por otras organizaciones.

Con la obra de Friedrich Engels (1820-1895) y Karl Marx (1818-1883) el

socialismo recibió por primera vez una fundamentación y sistematización filosófica que

bebía de fuentes diversas: la dialéctica hegeliana, el pensamiento económico británico,

los socialistas franceses –a los que Marx tildó de “utópicos” en contraposición a su

propuesta de un “socialismo científico”-. Marx expuso sus ideas en multitud de escritos,

pero sobre todo en sus obras fundamentales Miseria de la filosofía (1847), el Manifiesto

comunista (1848) y El capital, del que sólo llegó a ver publicado el primer volumen

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(1867); los dos siguientes vieron la luz en 1885 y 1894 gracias a su colaborador y amigo

Engels.

El pensamiento marxista acerca de la Historia se fundamenta en el materialismo

histórico, que otorga el papel determinante en las relaciones sociales a la base

económica (infraestructura), de la que depende el aparato político, jurídico e ideológico

(supraestructura). Entre ambos niveles se establecen relaciones dialécticas, de modo

que uno y otro se influyen mutuamente, pero en última instancia es la infraestructura la

que condiciona el conjunto de la organización social. La historia consiste en una

sucesión de modos de producción que con el paso del tiempo generan en su interior

contradicciones, que se resuelven mediante la síntesis de términos antagónicos para

producir un nuevo modo de producción. En cada una de estas etapas del progreso

histórico las sociedades han generado determinadas relaciones de producción, que son

el resultado de la relación entre trabajo y propiedad. La posición de cada individuo en el

entramado de estas relaciones de producción determina su adscripción a una u otra clase

social.

Para Marx, desde la sociedad primitiva, igualitaria y sin clases, hasta la sociedad

capitalista actual, la lucha de clases ha sido el motor de la historia. En el capitalismo

industrial del siglo XIX los antagonismos de clase se presentan de forma

extremadamente simplificada, ya que solo quedan esencialmente dos clases enfrentadas,

la burguesía y el proletariado. Este último debe tomar conciencia de su situación de

explotación y conquistar el Estado, instaurando inicialmente una dictadura del

proletariado como etapa intermedia y necesaria para desmontar, desde arriba, el

capitalismo. Una vez cumplida esta tarea, el Estado tendería a desaparecer y los

hombres vivirían en una sociedad sin clases en la que los individuos se asociarían

libremente, producirían lo necesario para una existencia digna y humana sin

explotación, desaparecerían las diferencias entre ocupaciones, y se cumpliría el lema

“de cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”.

A la altura de la década de 1860 el movimiento obrero había alcanzado un grado

importante de organización y extensión en varios países y estaba dando el salto a la

creación de partidos políticos específicamente obreros, como la Asociación General de

Trabajadores Alemanes de Ferdinand Lasalle, creada en 1863. En 1864 se convocó una

reunión en Londres a la que acudieron líderes tradeunionistas ingleses, socialistas

franceses y exiliados de varias nacionalidades, que acordaron crear la Asociación

Internacional de Trabajadores (AIT). La AIT, conocida también como I Internacional

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(1864-1876), fue la primera organización internacional de carácter revolucionario de la

historia. Estuvo caracterizada por la heterogeneidad de corrientes ideológicas que

albergó en su seno, y por el enfrentamiento entre los planteamientos de Marx –la figura

predominante de la organización desde sus inicios- y los del anarquista ruso Mijaíl

Bakunin. También fue decisivo para la AIT el fracaso de la experiencia de la Comuna

de París, el régimen obrero revolucionario que conquistó el poder en 1871, tras la

derrota del ejército francés en la guerra contra Prusia. El aplastamiento de la Comuna

desencadenó una oleada represiva contra la I Internacional –a la que se

corresponsabilizó de los acontecimientos de París-, que fue puesta fuera de la ley por la

mayoría de los gobiernos. La interpretación de la experiencia de la Comuna dividió aún

más a los seguidores de Marx, que pensaba que el movimiento obrero debía dotarse de

un programa político y una organización cohesionada, y los de Bakunin, que prefería

confiar en la acción popular espontánea. La fractura interna se saldó con la expulsión de

los anarquistas, decidida en el Congreso de La Haya de 1872, lo que debilitó aún más a

la I Internacional, que solamente se mantuvo cuatro años más.

El pensamiento anarquista bebía de muy diversas fuentes y tradiciones, con

figuras destacadas como William Godwin, Max Stirner, Pierre-Joseph Proudhon, Mijaíl

Bakunin, el príncipe Kropotkin o Eliseo Reclus, entre otros. Todos ellos contribuyeron a

la formulación de las ideas centrales del pensamiento anarquista: la exaltación de la

libertad y la autonomía individual, el rechazo de todo poder y de toda autoridad

coactiva, el ateísmo radical, el énfasis en la educación popular, la creación de una

sociedad libre de productores, sin gobierno ni sistemas legislativos, como meta final. La

gran figura del anarquismo decimonónico fue, sin duda, el ruso Mijaíl Bakunin (1814-

1876), rival de Marx en la I Internacional, como ya se ha mencionado.

Bakunin rechazaba frontalmente la autoridad del Estado porque consideraba que

éste es siempre represivo, y abogaba por la desaparición de los ejércitos por el mismo

motivo. Su concepción sobre la revolución se alejaba de la de los marxistas al confiar en

que la sociedad capitalista sería derribada por la acción revolucionaria espontánea de las

masas, y en especial del campesinado. No es extraño que el anarquismo contara con

numerosos seguidores en países de extensa base agraria, como Rusia, España o Italia. El

anarco-colectivismo de Bakunin proponía una sociedad en la que los trabajadores se

asociarían libremente en comunas, pequeñas comunidades autogestionadas con

propiedad colectiva de los medios de producción. Las comunas podrían federarse con

otras entidades similares.

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En la comuna bakuninista el esfuerzo personal se remuneraría

proporcionalmente, siguiendo la fórmula “a cada uno según su trabajo”. Para los críticos

de Bakunin, esto abría el camino a la reproducción de las desigualdades y de una

burocracia –siempre sospechosa, como todo instrumento de poder- encargada de la

distribuir los beneficios de la producción. Kropotkin (1842-1921) propuso por ello el

modelo alternativo del anarco-comunismo o comunismo libertario, en el que no se

redistribuye según el trabajo realizado, sino siguiendo la siguiendo el lema “a cada uno

según su necesidad”.

La disolución de la I Internacional y el declive de las aspiraciones universales

del movimiento obrero dieron paso entre 1875 y 1914 al surgimiento de tendencias

nacionales, muchas de las cuales se inspiraron en el pensamiento marxista para impulsar

la creación de partidos socialistas. De este modo en 1875 se creaba el Partido Obrero

Socialista de Alemania (posteriormente Partido Socialdemócrata Alemán) a partir de la

fusión de la Asociación General de Trabajadores Alemanes con los marxistas. En

España surgía en 1879 el Partido Socialista Obrero Español y en Gran Bretaña el

Independent Labour Party (1893) y el Partido Laborista (1906). Otros partidos

socialistas se organizaron, igualmente, en países como Bélgica, Holanda, Austria o

Suecia.

Los partidos socialistas consiguieron atraer a un gran número de trabajadores a

sus filas y en la segunda década del siglo XX contaban ya con una representación

parlamentaria importante –de entre el 20 y el 40% de los diputados- en Alemania,

Francia, Austria, Suecia, Italia y Holanda. El obrerismo socialista se había diversificado

para entonces no solo en variantes nacionales sino también en tendencias diferentes

dentro de varios países. En el socialismo alemán se podía identificar la tendencia

revisionista de Eduard Bernstein, la centrista de Karl Kautsky y la vía revolucionaria de

Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht. En el socialismo francés convivieron el

posibilismo de Paul Brousse, el blanquismo continuador del pensamiento de Louis

Auguste Blanqui, y el socialismo marxista de Jules Guesde y Jean Jaurès, fundador del

periódico L’Humanité.

Junto con la acción política, el movimiento obrero contaba con la vía sindical

para mejorar las condiciones de los trabajadores, estableciéndose relaciones muy

diversas en cada país entre los partidos y los sindicatos En España se fundó la Unión

General de Trabajadores (UGT, 1888) de orientación socialista y la Confederación

Nacional del Trabajo (CNT, 1921) anarcosindicalista, en Francia surgió la

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Confederación General del Trabajo (CGT, 1895), en Italia la socialista Confederazione

Generale del Lavoro (CGL) y posteriormente la anarcosindicalista Unione Sindicale

Italiana (USI), etc.

En 1889 representantes de partidos socialistas nacionales reunidos en París

decidieron reconstruir la Internacional. Surgió así la II Internacional o Internacional

Socialista (1889-1920) como unión flexible de partidos socialistas –resolviendo de este

modo la cuestión de la autonomía de las distintas organizaciones integradas en su seno-

con exclusión de los anarquistas. La II Internacional mantuvo su cohesión interna

mediante la celebración de congresos y la creación de una estructura permanente en

Bruselas, con un buró al que pertenecieron figuras de la talla de Lenin, Kautsky,

Guesde, Clara Zetkin o el español Pablo Iglesias.

Algunos debates importantes que recorrieron la existencia de la II Internacional

fueron los relativos a la posibilidad de que los socialistas colaboraran con la izquierda

burguesa en la formación de gobiernos nacionales, el recurso a la huelga general como

instrumento político, la posición ante el colonialismo y la actitud de los socialistas en

caso de guerra en Europa. El estallido de la Primera Guerra Mundial supuso un golpe

mortal para el internacionalismo y el antibelicismo de esta organización, porque en cada

país los socialistas apoyaron la movilización militar decretada por los gobiernos. El

Congreso de Zimmerwald (1915) confirmó la fractura en el seno de la II Internacional,

acrecentada después por las controversias entre el partico pacifista y los izquierdistas de

Lenin, y por los enfrentamientos entre los socialistas y los comunistas rusos. En 1919

los comunistas acabarían por escindirse de la II Internacional, y optaron por constituir

partidos propios siguiendo el modelo bolchevique leninista, agrupándose en la recién

creada III Internacional.

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