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Técnica, medicina y ética

Paidós Básica

Últimos títulos publicados:

37. S. J. Taylor y R. Bogdan - Introducción a los métodos cualitativos de investigación38. H. M. Feinstein - La formación de William James39. II. Gardner - Arte, mente y cerebro40. W. H. Newton-Smith - La racionalidad de la ciencia41. C l^vi-Strauss - Antropología estructural42. L. Festinger v D. Katz - Los métodos de investigación en las ciencias sociales43. R. Arri llaga Torrens - La naturaleza del conocer44. M. Mead - Experiencias personales y científicas de una antropóloga45. C. liévi-Strauss - Tristes trópicos46. G. Deleuze - Lógica del sentido47. R. Wuthnow - Análisis cultural48. G. Deleuze - El pliegue. Leibniz y el barroco49. R. Rortv, J. B. Sohneewind y Q. Skinner - La filosofia en la historia50. J. Le Goff - Pensar la historia51. J. Le Goff - El orden de la memoria52. S. Toulmin y J. Goodfield - El descubrimiento del tiempo53. F. Bourdieu - La ontologia política de Martin Heidegger54. R. Rortv - Contingencia, ironía y solidaridad55. M. Cruz - Filosofìa de la historia56. IV!. Blanchot - El espacio literario57. T. Todorov - Crítica de la crítica58. H. White - El contenido de la forma59. F. Relia - El silencio y las palabras60. T. Todorov - Las morales de la historia61. R. Koselleek - Euturo pasado62. A. Gehlen - Antropología filosófica63. R. Rortv - Objetividad* relativismo y verdad64. R. Rorty - Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos65. D. Gilmore - Hacerse hombre66. C. Geertz - Conocimiento local67. A. Schütz - La construcción significativa del mundo social68. G. E. Lenski - Poder y privilegio69. M. Hammersley y P. Atkinson - Etnografia. Métodos de investigación70. C. Solís - Razones e intereses71. H. T. Engelhardt - Los fundamentos de la bioética72. E. Rabossi y otros - Filosofía de la mente y ciencia cognitiva73. J. Derrida - Liar (el) tiempo l. La moneda falsa74. R. Noziek - La naturaleza de la racionalidad75. B. Morris - Introducción al estudio antropológico de la religión76. D. Dennett - La conciencia explicada. Una teoría interdisciplinar77. J. L. Nancy - La experiencia de la libertad78. C. Geertz - Tras los hechos79. R. R. A ramavo, J. Muguerza y A. Valdeeantos - El individuo y la historia80. M. Auge - El sentido de los otros82. T. I .urkmann - Teoría de la acción social83. H. Joñas - Técnica* medicina y ética84. K. J. Gergen - Realidades y relaciones86. M. Cruz (comp.) - Tiempo de subjetividad87. C. Taylor - Fuentes del yo91. K. R. Popper - El mito del marco común92. M. Leenhardt - fío kamo

Hans Joñas

Técnica, medicina y éticaSobre la práctica del principio de responsabilidad

la f t fl\

# PAIDÓS™ Barcelona • Buenos Aires • México

Título original: Technik, Medizin und Ethik. Zur Praxis des Prinzips Verantwortung Publicado en alemán por Insel Verlag, Francfort del Meno

Traducción de Carlos Fortea Gil

Cubierta de Mario Eskenazi

I " edición, 1997Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprograíía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

O 1985 by Insel Verlag, Francfort del Meno © de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF,Defensa, 599 - Buenos Aires.

ISBN: 84-493-0341-9 Depósito legal: B-38.986/1996

Impreso en Hurope, S.L.,Recaredo, 2 - 08005 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain

Para Gertrud e Immanuel Kroeker amistad vieja, pero que nunca envejece

SUMARIO

Prefacio........................................................................................... 11

1. Por qué la técnica moderna es objeto de la filosofía.................. 15La dinámica formal de la tecnología ........................... .. 16El contenido material de la tecnología...................................... 25

2. Por qué la técnica moderna es objeto de la ética....................... 331. Ambivalencia de los efectos .................................... ............ 332. Automaticidad de la aplicación................. .. ........................ 343. Dimensiones globales del espacio y el tiempo..................... 354. Ruptura del antropocentrismo............................................ 355. El planteamiento de la cuestión metafísica......................... 37

3. En el umbral del futuro: valores de ayer y valores para mañana 41

4. Ciencia sin valores y responsabilidad: ¿autocensurade la investigación?................................................................... 55

5. Libertad de investigación y bien público ................................. 65¿Se solapa la ciencia con la moral? ..................... ..................... 66La fusión de teoría y práctica en la ciencia moderna ............... 67

6. Al servicio del progreso médico: sobre los experimentosen sujetos humanos................................................................... 771. La especificidad de los experimentos humanos................... 772. «Individuo y sociedad» como marco conceptual................. 793. El tema del sacrificio........................................................... 804. El tema del «contrato social» .............................................. 825. La salud como bien púb lico ................................................. 846. Lo que la sociedad puede permitirse .................................... 847. La sociedad y la causa del progreso .................................... 868. Meliorismo, investigación médica y obligación individual . . 889. Ley moral y entrega transmoral ........................................... 89

10. El problema del «consentimiento» . .................................... 9011. Autorreclutamiento de la comunidad científica................... 9012. «Identificación» como principio de selección en general . . . 9113. La regla de la «serie descendente» y su sentido antiutilitario 92

10 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

14. Experimentos con pacientes................................................. 9315. El privilegio fundamental del enfermo................................ 9416. El principio de «identificación» aplicado a los pacientes . . . 9517. El secreto como caso límite ................................................. 9518. Los experimentos en pacientes tienen que referirse

a su propia dolencia............................................................. 9619. Conclusión............................................................................ 98

7. Arte médico y responsabilidad hum ana.................................... 99

8. Hagamos un hombre clónico: de la eugenesiaa la tecnología genética............................................................. 1091. La novedad de la técnica biológica...................................... 1102. De las formas de control genético ......................... ............ 1143. Eugenesia negativa o preventiva.......................................... 1154. Selección prenatal............................................................... 1175. Eugenesia positiva............................................................... 1176. Clonación (Métodos futuristas I) ........................................ 1197. Hasta ahora no hay analogía estricta entre el biólogo y el

ingeniero (Métodos futuristas II. Arquitectura del ADN) . . . 1308. El potencial de ingeniería de la biología molecular............. 1319. Observación final: creación y m ora l.................................... 133

9. Microbios, gametos y cigotos: más sobre el nuevo papelcreador del ser humano............................................................. 135

10. Muerte cerebral y banco de órganos humanos:sobre la definición pragmática de la muerte.............................. 145Contra la corriente .................................................................... 148Postscriptum de diciembre de 1976 ....................................... 156Post-postscriptum de 1985 ......................................................... 157

11. Técnicas de aplazamiento de la muerte y derecho a morir . . . . 159El derecho a rechazar el tratamiento........................................ 161El paciente consciente e incurable en estadio terminal.............. 164El paciente en coma irreversible .............................................. 169La tarea de la medicina............................................................. 173

12. De conversaciones públicas sobre el principio de responsabilidad 175A. Mesa redonda (1981): «Posibilidades 3' límites

de la cultura técnica»........................................................... 175B. Entrevista (1981): «¿En caso de duda, a favor de la libertad?» 193

N o ta b ib l i o g r á f i c a .......................................................................... 205

PREFACIO

El principio de responsabilidad (1979) prometía una parte aplicada en la que se ilustrara con ejemplos seleccionados el nuevo tipo de cuestio­nes y obligaciones éticas que la caja de Pandora de la tecnología nos re­gala junto con sus dones y, en lo posible, se facilitara la forma de res­ponder correctamente a ellas. Este paso de lo general a lo particular y de la teoría a las proximidades de la práctica es el que se intenta dar en los artículos reunidos aquí. Pretenden por lo tanto empezar con la «casuís­tica», cuyo inexplorado territorio de la responsabilidad tecnológica exi­ge aún más de lo que la moral y el derecho en general piden en el terre­no ya conocido. ¿Desde qué extremo del amplio espectro tecnológico se puede plantear un comienzo así? Sin duda lo mejor será hacerlo desde el más cercano a nosotros, allá donde la técnica tiene directamente por ob­jeto al hombre y donde nuestro conocimiento de nosotros mismos, la idea de nuestro bien y nuestro mal, tiene una responsabilidad directa, es decir: en el ámbito de la biología humana y de la medicina. Aquí, entre hombres a solas consigo mismos, es donde la ética se encuentra en su te­rreno y necesita poco conocimiento del gran mundo, del equilibrio local y global de la biosfera y del efecto remoto de sus perturbaciones, para hallar su camino. Lo que aquí es ya visible, incluso imaginable, se puede tratar desde ahora mismo, a la luz de nuestra imagen del hombre, con al­guna certeza tanto teórica como prescriptiva, y lo hallado se puede se­guir sin dificultad, porque en este terreno ninguna presión externa (excep­to en el caso del problema de la población) empuja a los conocimientos a la acción. En este horizonte, pues, tienen su punto de partida las siguientes investigaciones.

Sin duda, dada la escala de la amenaza colectiva a la que la responsabi­lidad tiene que hacer frente hoy, puede haber cosas de mayor y más global urgencia que las afinadas cuestiones, en parte muy personales, de la huma­nidad médica y genético-técnica. Pensamos ante lodo en la dura amenaza del holocausto atómico, y luego en la sutil de la destrucción medioambien­tal. Pero acerca de ellas —acerca del suicidio de la humanidad— la ética no tiene nada que decir salvo un incondicional no en el que todo el mundo está de acuerdo, incluso sin filosofía. La ética y la metafísica han hecho su apor­tación esotérica al respecto al demostrar por qué el no tiene que ser incon­dicional, con un motivo válido en la incondicional obligación de la humani­dad de mantener su propia existencia (hemos hecho un intento al respecto en El principio de responsabilidad). Cómo evitar la locura —el pecado lite-

12 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

raímente mortal— es cosa de la política, donde, como es sabido, desapare­ce la unanimidad. La teoría ética tiene tanto menos que hacer aquí cuanto que la forma radical de eliminar el peligro, la total erradicación de las ar­mas nucleares —a diferencia de otras erradicaciones ponderables de for­mas de poder técnicamente peligrosas—, no hace daño a nadie, no impone sacrificio alguno del disfrute de las bendiciones y maldiciones de la tecno­logía (a la que tal erradicación no afecta), cuyo consumo y productividad al servicio del bienestar más bien aumenta al ahorrar el gasto en potencial de aniquilación: de forma que no surge la cuestión, sin duda ética, de qué sa­crificio es exigible conforme a un justo reparto de cargas. Fuera del fragor de la política, para la razón y las costumbres todo está claro como la luz del día, y no hay lugar para sopesar derechos o bienes en conflicto. Por eso este libro no habla de ello.

No es tan claro el caso de la otra amenaza apocalíptica de la técnica mo­derna, la lenta destrucción del medio ambiente, que puede terminar en una no menor desolación y en sufrimientos quizá mayores que la repentina ca­tástrofe. Sin duda el no a la ruina final claramente visible será tan unánime como en el caso de la muerte atómica. Pero el proceso que conduce a ella avanza por cien senderos y en mil pequeños pasos, lleno por todas partes de desconocimiento respecto a los valores críticos; es decir, hay cuestiones abiertas en cuanto hasta dónde se puede llegar aquí o allá; es un proceso que no depende de dramáticas decisiones, sino de la banal cotidianeidad y el uso de recursos en sí mismos inocentes, que favorecen la vida, que se le han vuelto necesarios: toda la incansable tecnología de nuestra producción de bienes, que alimenta el consumo mundial. Aquí ya no se puede hablar de prevención indolora, como en el caso de los arsenales que esperan en silen­cio, y se pierde la unanimidad del no respecto a la amenaza abstracta para el futuro: la de la ciencia, porque es defectuosa; la de la voluntad, porque el lejano quizá que exige un sacrifìcio no afecta a los apremios de actual certeza. Incluso el sí ético a la obligación general discrepa de sí mismo, porque el desigual reparto del sacrificio global exigido ofende a la propia moral: ¿quién va a predicar protección medioambiental a poblaciones ham­brientas?

Para el filósofo es demasiado pronto para penetrar en esta espesura, para ensayar la casuística. Aún no existe la ciencia medioambiental integral que sería el presupuesto para ello. Por lo menos las ciencias competentes (tanto de la naturaleza como de la economía) tienen que empezar por ela­borar a partir de la red de causalidades las opciones prácticas a las que apli­car en concreto el análisis ético, y esto sólo está en sus comienzos. Aún no podemos confundir el telescopio con la lupa. Entretanto, hasta que se den las condiciones cognitivas previas de la concreción, el respeto y la cautela de las que se hablaba en El principio de responsabilidad y la conciencia del peligro deben apartarnos en el sentido más general de la perniciosa lige­reza y hacer crecer en nosotros un espíritu de nueva abstención. Por ello —por lo contrario de la «supersencillez» del apocalipsis nuclear—, este li­bro también guarda silencio acerca de la ética medioambiental, donde se ensaya con paradigmas de la práctica.

PREFACIO 13

Estos paradigmas son también los que se infieren en el terreno de la biología humana. Por más que también ésta, por el camino que pasa por el problema de la población, penetra en la ecología y, en este sentido, como factor en el destino del medio ambiente y función de él, es también asunto de cifras y magnitudes causales objetivas —un trozo de ciencia natural biosférica pues—, representa sin embargo en sí misma una di­mensión de la moralidad en la que cuestiones esencialmente cualitativas, no cuantitativas, de tipo puramente humano, exigen nuestra respuesta humana y valorativa. Para ello tenemos que escuchar a nuestro interior. Pero las cuestiones que requieren aquí nuestra respuesta surgen de la nueva tecnología propia de este ámbito que se puede incluir en el con­cepto amplio de medicina. Sin duda la medicina fue la más antigua reu­nión de ciencia y arte, pensada esencialmente —a diferencia de la técni­ca saqueadora del dominio del medio ambiente— para el bien de su objeto. Con la meta inequívoca de la lucha contra la enfermedad, la cu­ración y el alivio, se ha mantenido hasta ahora éticamente incuestiona­ble y expuesta tan sólo a la duda de su capacidad en cada momento. Pero hoy, con medios de poder enteramente nuevos —su parte de ganancia en el progreso general científico-técnico—, puede plantearse objetivos que escapan a esa incuestionable beneficencia; incluso puede perseguir sus fines tradicionales con métodos que despiertan la duda ética. Las «facti­bilidades» que ofrecen sobre todo los más innovadores y más ambiciosos de estos objetivos y caminos, y que afectan especialmente al principio y al final de nuestra existencia, a nuestro nacimiento y nuestra muerte, to­can cuestiones últimas de nuestra existencia humana: el concepto del bo- num humanum, el sentido de la vida y de la muerte, la dignidad de la persona, la integridad de la imagen del hombre (en términos religiosos: la imago dei). Éstas son auténticas preguntas para el filósofo, que puede abordar conforme a criterios del ser y libre por tanto del jeroglífico de las cifras y las intrincadas causalidades mundiales que gobiernan en lí­neas generales el efecto de nuestra acción. Aquí, donde el paradigma in­dividual ya tiene que decir toda su verdad, el filósofo puede hacer que se produzca experimentalmente el encuentro de la ética con la técnica en el ejemplo que elija y con sus recursos propios, y no tiene que esperar a la ciencia elaborada de la enfermedad global y su posible curación. Aquí también, como ya hemos dicho, el seguimiento del criterio ético obteni­do no se vuelve a su vez un problema.

Hasta aquí nos hemos referido a la especial temática que tratamos de precisar en las aplicaciones del principio de responsabilidad a «casos» concretos en el campo tecnológico (capítulos 6-11). Consideraciones más generales sobre el tema «ciencia, técnica y ética», que también sitúen en el cuadro sistemático a quien no haya leído la obra anterior, enmarcan las discusiones específicas. Éstas han surgido por variados motivos a lo lar­go de muchos años: el artículo más antiguo es del año 1968. Sin duda en su actual publicación, en la mayoría de los casos sin modificaciones, in­cluyen muchas cosas que entretanto, dado el rápido crecimiento de la bi­bliografía, han sido dichas también por otros. És un signo alentador que

14 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

la discusión pública esté en marcha en muchos idiomas. En ella, las dife­rencias de opinión son tan importantes como las concordancias. Se com­prenderá por mi edad que tenga que fallar a la hora de hacer justicia al estado actual de los conocimientos mediante las correspondientes indica­ciones. Lo expuesto reproduce todavía hoy —de forma tentativa, como es lo adecuado al caso— mi opinión acerca de las cosas.

H an s J o ñ a s

New Rochelle, Nueva York, EE.UU., abril de 1985

C apítulo 1

POR QUÉ LA TÉCNICA MODERNA ES OBJETO DE LA FILOSOFÍA

Dado que hoy en día la técnica alcanza a casi todo lo que concierne a los hombres —vida y muerte, pensamiento y sentimiento, acción y padeci­miento, entorno y cosas, deseos y destino, presente y futuro—, en resumen, dado que se ha convertido en un problema tanto central como apremiante de toda la existencia humana sobre la tierra, ya es un asunto de la filosofía, y tiene que haber algo así como una filosofía de la tecnología. Ésta está to­davía en sus comienzos, y hay que trabajar sobre ella. Para ello, hay que empezar por cerciorarse del fenómeno mismo de forma descriptiva, y obte­ner analíticamente de él los aspectos parciales de dignidad filosófica con los que haya que seguir trabajando en la interpretación del conjunto. Lo que viene a continuación quiere empezar a hacerlo preguntándose por la especificidad de esta nueva tecnología que de pronto parece dotada de atri­butos tan extremos como la promesa utópica y la amenaza apocalíptica, con una cualidad casi escatológica en cualquier caso.

En este punto, resulta útil para nuestro objetivo la vieja distinción entre «forma» y «contenido», que nos permite distinguir los dos temas principa­les siguientes:

1. La dinámica formal de la tecnología como una empresa colectiva con­tinuada que avanza conforme a «leyes de movimiento» propias.

2. El contenido sustancial de la tecnología, consistente en las cosas que aporta para el uso humano, el patrimonio y los poderes que nos confiere, los nuevos objetivos que nos abre o dicta, y las propias nuevas formas de actuación y conducta humanas.

El primer tema, formal, contempla la tecnología como el conjunto abs­tracto de un movimiento; el segundo, de contenido, su múltiple uso con­creto y su efecto sobre nuestro mundo y nuestra vida. El acceso formal quiere recoger las «condiciones del proceso», permanentes, con las que la moderna tecnología «se» abre paso —mediante nuestra acción, natural­mente— hasta la novedad siguiente y superadora en cada momento. El ac­ceso material quiere examinar las formas de la novedad misma, intentar clasificarlas (situarlas en cierto modo en una «taxonomía») y obtener una imagen del aspecto del mundo equipado con ellas.

Un tercer tema, que los abarca a ambos, sería la cara ética de la tecno­logía como exigencia a la responsabilidad humana, que debe tomar la pa­labra posteriormente. Por consiguiente, en un orden sistemático los tres

16 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

temas indicados que pueden servir como esquema básico de la filosofía de la tecnología a la que aspiramos se refieren a la «forma», el «conteni­do» y la «ética» de la tecnología. Mientras el tercer (y más importante) tema es valorativo, los dos primeros que aquí tratamos son analíticos y descriptivos.

L a DINÁMICA FORMAL DE LA TECNOLOGÍA

Empezaremos, pues, haciendo aún completa abstracción de los logros concretos de la técnica, por algunas observaciones sobre su forma como tota­lidad abstracta de movimiento, que sin duda se puede llamar «tecnología». Dado que de lo que se trata es de las características de la técnica moderna, la primera pregunta es en qué se distingue formalmente de todas las ante­riores. Hay una diferencia principal, la indicada en el nombre «tecnología», en que la técnica moderna es una empresa y un proceso, mientras la ante­rior era una posesión y un estado.

Técnica premodema

Si el concepto «técnica», burdamente descrito, denomina el uso de he­rramientas y dispositivos artificiales para el negocio de la vida, junto con su invento originario, fabricación repetitiva, continua mejora y ocasional­mente también adición al arsenal existente, tan reposada descripción sir­ve para la mayoría de la técnica a lo largo de la historia de la humanidad (de la misma edad que ella), pero no para la moderna tecnología. Porque en el pasado el inventario existente de herramientas y procedimientos so­lía ser bastante constante y tender a un equilibrio recíprocamente adecua­do, estático, entre fines reconocidos y medios apropiados. Una vez esta­blecida tal relación, se mantenía durante largo tiempo como un optimum de competencia técnica sin más exigencias. Cierto, se produjeron revolu­ciones, pero más por casualidad que por intención. La revolución agrícola (desde la vida de cazador o nómada), la metalúrgica (de la Edad de Piedra a la de Hierro), el ascenso de las ciudades y similares desarrollos «ocurrie­ron» por así decirlo y no estuvieron organizados conscientemente, y su rit­mo fue tan lento que sólo en la contracción temporal de la retrospección histórica ganan el aspecto de «revoluciones» (con el desorientador sentido accesorio de que los contemporáneos las sintieran como tales). Incluso allá donde un cambio fue repentino, como en el caso de la introducción primero del carro de guerra, y después de la caballería armada, en la téc­nica bélica —una fuerte revolución de hecho, aunque de corta vida—, la innovación no surgió de dentro del arte bélico de las sociedades avanzadas afectadas, sino que les fue impuesta desde fuera por las poblaciones (mu­cho menos civilizadas) del Asia Central. Otras «irrupciones» técnicas, como la tinción púrpura en Fenicia, el «fuego griego» en Bizancio, la por­celana y la seda en China, el endurecimiento del acero en el «damasquina­do» fueron —en vez de extenderse por el mundo tecnológico de su época—

POR QUÉ LA TÉCNICA MODERNA ES OBJETO DE LA FILOSOFÍA 17

monopolios celosamente guardados de sus sociedades inventoras. En el caso de otros, como los juegos hidráulicos y con la energía del vapor de los mecánicos alejandrinos o la brújula y la pólvora de los chinos, no se ad­virtió su serio potencial tecnológico.1 En conjunto, las grandes culturas clásicas habían alcanzado relativamente pronto un punto de saturación tecnológica —el «optimum» que antes mencionábamos en el equilibrio de medios y habilidades con necesidades reconocidas y objetivos—, y poste­riormente hallaron pocas razones para ir más allá. Desde ese momento reinó ante todo la convención. De la alfarería a las construcciones monu­mentales, del cultivo del suelo a la construcción naval, de los textiles a las máquinas de guerra, de la medición del tiempo a la astronomía: herra­mientas, técnicas y objetivos siguieron siendo esencialmente los mismos durante largos períodos de tiempo, las mejoras fueron esporádicas y no planificadas, y el progreso por tanto —si es que se producía—2 consistía en añadidos insignificantes a un nivel en general alto, que aún hoy despier­ta nuestra admiración y, según demuestra el hecho histórico, tendía más bien a pérdidas por descenso que a innovaciones superadoras por nuevas creaciones. Al menos lo primero (cuando ocurrió a gran escala) fue el fe­nómeno más observado y lamentado por los epígonos con nostálgico re­cuerdo de un pasado mejor (como en el decadente mundo romano). Pero incluso en los tiempos de fuerte florecimiento no hubo una idea procla­mada de un futuro de progreso continuado en las artes; más importante aún: nunca hubo un método intencionado para producirlo, como la investi­gación, el experimento, la prueba arriesgada de caminos no ortodoxos, el amplio intercambio de informaciones al respecto, etc. Pero lo que menos había eran ciencias naturales entendidas como un corpus creciente de teo­ría que hubiera podido guiar tales actividades semiteóricas, preprácticas... por no hablar de una institucionalización social de todas estas cosas. En pocas palabras, tanto en métodos como en instrumental las «artes»

1. En cambio, una actualidad tan grave como el arado chino «emigró» lentamente y sin lla­mar la atención hacia el Oeste, dejando poco rastro a lo largo de su camino, hasta que en el otro

extremo del mundo, en la Europa de la Baja Edad Media, produjo una gran y altamente bene­

ficiosa revolución en la agricultura... que por lo demás sus contemporáneos apenas considera­ron digna de mención escrita. (Véase Paul Leser, Entstekung und Verbreitung des P/higes, Müns-

ter, Aschendorffsche Verlagsbuchhandlung, 1931; reimpresión en 1971 por el International Secretariate for Research on the History of Agricultural Implements, Museo Nacional, Brede- Lingbv, Dinamarca. Este importante libro no ha podido ejercer, por motivos desconocidos, la influencia que merecía; tampoco el autor encontró, en las circunstancias desfavorables del exi­

lio, la debida carrera académica.)2. De hecho también hubo progreso técnico en el punto culminante de las culturas clásicas.

El arco romano y la cúpula, por ej., fueron un decisivo adelanto de la ingeniería frente al ar­quitrabe sobre columnas y el techo plano de la arquitectura griega (ya de la egipcia), y permitió vanos y objetivos constructivos que antes no se podían ni pensar tan siquiera (puentes, acue­ductos, los grandes baños y otros edificios públicos de la Roma imperial). Sin embargo los ma­teriales, las herramientas y las técnicas seguían siendo las mismas, el papel de la fuerza de tra­bajo y la habilidad humanas se mantuvo inalterado... los canteros y ladrilleros seguían

haciendo su trabajo como antes. Una tecnología ya existente ampliaba sus prestaciones, pero ninguno de sus medios e incluso objetivos convencionales se volvía anticuado por eso.

18 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

parecían adecuadas a sus fines y eran por ello tan firmes como los objeti­vos mismos.3

Técnica moderna

El exacto contrario de este cuadro lo ofrece la técnica moderna, y éste es para nosotros su primer aspecto filosófico. Empecemos con algunas constataciones obvias.

1. Cada nuevo paso en cualquier dirección en cualquier terreno de la técnica no conduce a un punto de equilibrio o «saturación» en la adecua­ción de los medios a los objetivos prefijados, sino que —al contrario—, en caso de éxito, constituye el motivo para dar otros pasos en todas las direccio­nes posibles, con los que los objetivos mismos se «diluyen» (véase más adelante). El mero «motivo» se convierte en causa forzosa en cada paso mayor o «importante», y esto puede ser precisamente un criterio de que lo era. El innovador espera eso mismo de la solución de su tarea inmedia­ta, aunque no pueda decir adonde le conducirá su reproducción más allá de ella.

2. Cada innovación técnica está segura de difundirse con rapidez por la comunidad tecnológica, como ocurre también con los descubrimientos teó­ricos en las ciencias. La difusión tecnológica se produce, con escasa dife­rencia temporal, tanto en el plano del conocimiento como en el de la apro­piación práctica: el primero (junto a su velocidad) viene garantizado por la intercomunicación universal, a su vez un logro del complejo tecnológico; el segundo, forzado por la presión de la competencia.

3. La relación entre medios y fines en este campo no es lineal en un sólo sentido, sino circular en sentido dialéctico. Objetivos conocidos, persegui­dos desde siempre, pueden tener mejor satisfacción mediante nuevas téc­nicas cuyo surgimiento han inspirado. Pero también —y de forma cada vez más típica—, viceversa, nuevas técnicas pueden inspirar, producir, incluso forzar nuevos objetivos en los que nadie había pensado antes, simplemente por medio de la oferta de su posibilidad. ¿Quién había deseado nunca ver grandes óperas, cirugía a corazón abierto o el rescate de los cadáveres de una catástrofe aérea en el salón de su casa (por no hablar de los adjuntos anuncios de jabón, frigoríficos y compresas)? ¿O beber café en vasos de pa­pel de usar y tirar? ¿O la inseminación artificial, los niños probeta y los em­barazos en madres de alquiler? ¿O ver andando por ahí seres clónicos de uno mismo o de otros?

La tecnología añade pues a los objetos de deseo y necesidad humanos otros nuevos e insólitos, incluso géneros enteros de esos objetos... y con ello multiplica también sus propias tareas. El último punto muestra lo dialécti­

3. Un significado defendible de «clásico», es el de que aquellas culturas históricas elevadasse habían «definido» implícitamente de algún modo y ni favorecían ni quizá permitían ir más allá de las normas fijadas y del canon de la práctica adecuado a ellas. Este «equilibrio» —más omenos— alcanzado era su verdadero orgullo.

POR QUÉ LA TÉCNICA MODERNA ES OBJETO DE LA FILOSOFÍA 19

co o circular del caso: objetivos que en principio se producen sin ser solici­tados y quizá casualmente, por hechos de la invención técnica, se convier­ten en necesidades vitales cuando se asimilan en la dieta socioeconómica acostumbrada, y plantean entonces a la técnica la tarea de seguir hacién­dolos suyos y perfeccionar los medios para su realización.

4. Por eso, el «progreso» no es un adorno de la moderna tecnología ni tampoco una mera opción ofrecida por ella, que podemos ejercer si quere­mos, sino un impulso inserto en ella misma que, más allá de nuestra vo­luntad (aunque la mayoría de las veces en alianza con ella), repercute en el automatismo formal de su modus operandi y en su oposición con la socie­dad que lo disfruta. «Progreso» no es en este sentido un concepto valorati- vo, sino puramente descriptivo. Podemos lamentar sus hechos y aborrecer sus frutos y sin embargo tenemos que avanzar con él, porque salvo en el caso (sin duda posible) de que se autodestruya a través de sus obras, el mons­truo avanza dando a luz constantemente sus variados brotes, respondien­do cada vez a las exigencias y atractivos del ahora. Pero aunque no expre­se un valor, «progreso» tampoco es aquí una expresión neutral, que podamos sustituir simplemente por «cambio». Porque forma parte de la naturaleza del caso, como una ley de la serie, que cada estadio posterior es superior al precedente conforme a los criterios de la propia técnica.4 Aquí se da pues un caso de proceso antienlrópico (la evolución biológica es otro) en el que el movimiento interior de un sistema, entregado a sí mismo y no perturbado desde el exterior, conduce como norma a estados siempre «su­periores» y no «inferiores» de sí mismo. Éstos son al menos los hechos hasta el momento.5

Si Napoleón decía: «La política es el destino», hoy bien puede decirse: «La técnica es el destino».

Estos puntos van lo suficientemente lejos como para explicar la afirma­ción inicial de que la moderna tecnología, a diferencia de la tradicional, es una empresa y no una posesión, un proceso y no un estado, un impulso di­námico y no un arsenal de herramientas y habilidades. Y apuntan ya cier­tas «leyes del movimiento» de este incansable fenómeno. Lo que se ha des­crito —recordémoslo— eran rasgos formales, que aún tenían poco que decir sobre el contenido de la «empresa». Planteamos dos preguntas a esta descrip­ción: ¿por qué es así, es decir, qué causa la infatigabilidad de la moderna tecnología, cuál es la naturaleza de su impulso? Y: ¿cuál es la importancia filosófica de los hechos así explicados?

4. Esto suena como un juicio de valor, pero no lo es, sino que es una lisa y llana constata­ción de hechos semejante a decir que una bala de fusil tiene mayor fueiva de penetración que

Una flecha. Se puede lamentar el invento de una bomba atómica aún más destructiva y consi­derarla inmoral, pero el lamento se produce precisamente porque es técnicamente «mejor» y en este sentido por desgracia un progreso.

5. No hay que descartar que haya factores internos degenerativos —como por ejemplo la so­brecarga de las capacidades finales de tratamiento de la información— que puedan llevar ese movimiento (exponencial) a detenerse o incluso quebrar el sistema. Aún no lo sabemos.

20 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

Explicación causal: coacciones e impulsos hacia el progreso técnico

Como es de esperar en un fenómeno tan complejo, las fuerzas motrices son muchas; la anterior descripción contiene ya algunos guiños causales.

Hemos mencionado la presión de la competencia —por el beneficio, pero también por el poder, la seguridad, el prestigio, etc.— como un perpetuum movens de la universal apropiación de las mejoras técnicas. Igual de eficaz es, naturalmente, a la hora de producirlas, es decir, en el proceso mismo de la invención, que hoy en día depende de la constante ayuda económica e in­cluso fijación de objetivos desde fuera: poderosos intereses se encargan de ambas cosas. La guerra o su amenaza ha demostrado ser un factor espe­cialmente potente. Los factores menos dramáticos son legión. «Mantener la cabeza por encima del agua» es su principio común. (Algo paradójico en medio de una inundación que ya supera con mucho aquello con lo que épo­cas anteriores hubieran sido felices para siempre.)

La competencia no es la única forma de presión que hay detrás del pro­greso de la tecnología. El aumento de la población, por ejemplo, y la ame­naza de agotamiento de las reservas naturales actúan como impulsores in­dependientes de ella. Dado que a estas alturas ambos son en sí mismos productos secundarios de una técnica exitosa, pueden servir como un buen ejemplo para la verdad general de que en un grado considerable la técnica misma crea los problemas que después tiene que resolver mediante un nue­vo salto hacia adelante. (La «revolución verde» y el desarrollo de sucedáneos sintéticos o fuentes de energía alternativas entran aquí.) Estas presiones hacia el progreso estarían por consiguiente activas lo mismo en el caso de una tecnología en condiciones de libre competencia que en condiciones, por ejemplo, socialistas.

Un impulso más autónomo y más espontáneo que estas formas casi me­cánicas, con su imperativo de «nada o húndete», sería el tirón de la visión cuasiutópica de una «vida cada vez mejor», se entienda de manera vulgar o refinada, para la cual la técnica ha demostrado la aparente capacidad de crear continuamente las condiciones: el apetito despertado por la posibili­dad (el «sueño americano», la «revolución de las expectativas crecientes»). Este factor no tan aprehensible es más difícil de estimar, pero es innegable que representa un papel. Su intencionada excitación y manipulación por parte de los fabricantes de sueños del complejo industrial-mercantil es un tema en sí mismo y reduce un poco la espontaneidad del motivo... del mis­mo modo que degrada la calidad del sueño. Tendrá que quedar también pendiente hasta qué punto la «visión» misma es más post hoc que ante hoc, es decir, sugerida por los deslumbrantes logros del proceso tecnológico ya en marcha. Incluso en ese caso es al menos una influencia reforzadora.

Hay también explicaciones más especulativas de esa incansable diná­mica, como la del «alma fáustica» de nuestra cultura occidental, de Spen- gler, que la impulsa irracionalmente a lo infinitamente nuevo y a posibili­dades sin sondear por su propia voluntad; o la de Heidegger, de una decisión igualmente propia del espíritu occidental de la voluntad de ilimi­tado poder sobre el mundo de las cosas, decisión que se ha convertido en su

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destino. No quiero entrar ahora en esto. Para mantenerse en un terreno más empírico, merece mención un factor asimismo no económico de estí­mulo tecnológico: las necesidades de dominio o «control» de los grandes y poblados estados de nuestro tiempo, esos gigantescos superorganismos te­rritoriales que dependen para su mera cohesión de una técnica avanzada (por ejemplo en los campos de la información, la comunicación, el trans­porte) y tienen por tanto interés en su desarrollo; tanto más cuanto más centralistas son. Naturalmente, esto vale tanto para sistemas socialistas como para sociedades de libre mercado. ¿Podemos inferir de ello que in­cluso un Estado comunista mundial, libre tanto de rivales exteriores como de competencia interior de mercado, tendría que seguir impulsando la tec­nología aunque sólo fuera con fines de control de tan colosales dimensio­nes? Por supuesto, de todas formas el marxismo apunta a la técnica por algo más que por razones técnicas: por la liberación utópica del animal hu­mano de toda necesidad material. Pero incluso si dejamos a un lado todos los dinamismos de este tipo subjetivo y elegible, hasta el caso más monolí­tico que podemos imaginar —un sistema mundial comunista sin otro lastre ideológico, y especialmente sin obligación ideal de buscar el progreso— se­guiría expuesto a aquellas presiones «naturales» independientes de la com­petencia, como el aumento de la población y la desaparición de las reservas naturales, con las que la industrialización como tal tiene que cargar. Bien podría ser pues que el elemento coactivo del progreso tecnológico no esté vinculado a su suelo nutricio originario, el sistema capitalista. Quizá las ex­pectativas de una estabilización definitiva (y oportuna) fueran algo mejores bajo el socialismo... siempre que fuera mundial y por tanto totalitario. Tal como están las cosas el pluralismo, al que estamos agradecidos, asegura la continuidad del avance tecnológico mientras haya espacio para ello.

Las premisas ontológico-gnoseológicas de la posibilidad del progreso continuo

Podríamos seguir deshilachando la soga causal y sin duda encontraría­mos otros hilos. Pero ninguno de ellos, ni siquiera todos en su conjunto, irían —aunque lo expliquen— al fondo del asunto. Porque todos comparten una premisa sin la que no podían hacer su trabajo a la larga: la premisa de que puede haber un progreso ilimitado, porque siempre hay algo nuevo y mejor que encontrar. Esta presencia (en modo alguno evidente) de esta condición objetiva es de hecho también la convicción de los autores del drama tecnológico, pero si no fuera cierta la convicción por sí sola serviría de tan poco como el sueño de los alquimistas. Sin duda, a diferencia de és­tos, puede apoyarse en una impresionante historia de éxitos, y para muchos eso es sin duda un motivo suficiente para su fe. (Quizá no importe dema­siado si se tiene o no.) Lo que le convierte en algo más que una fe sanguí­nea es una visión teórica subyacente y bien fundada de la naturaleza de las cosas y del conocimiento de ellas, según la cual éstas no ponen límite algu­no al descubrimiento e invención, más bien abren en cualquier punto a par­tir de ellas un nuevo acceso a lo aún por conocer y por hacer. La convicción

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complementaria es entonces que una tecnología adaptada a una naturaleza y una ciencia con tales horizontes abiertos disfruta de la misma apertura, siempre renovada, a la hora de transformarlos en conocimiento práctico... de tal modo que cada uno de sus pasos inicia el siguiente y nunca se pro­duce un parón por agotamiento interno de las posibilidades.

Sólo la costumbre embota nuestro asombro ante esta fe enteramente sin precedentes en la «infinitud» virtual. Lo más asombroso es que esa fe, a juzgar por nuestra actual comprensión de la realidad, muy probablemente sea fundada... o al menos lo suficiente como para mantener largo tiempo abierta la vía de la tecnología innovadora en la estela del avance de la cien­cia. Mientras no entendamos esta premisa ontológico-epistemológica, no habremos entendido el resorte más íntimo de la dinámica tecnológica, en el que a la larga reposa la eficacia de todas las demás causas a sumar a ésta.

Hay que recordar que la «infinitud» virtual del progreso que aquí se ha postulado y hay que explicar es esencialmente distinta de la perfectibilidad (perfectibilitas), aceptada desde siempre, de todo logro humano. Ninguna excelencia del producto ha excluido nunca que se pudiera mejorar, y nin­guna obra maestra de la habilidad ha excluido que pudiera ser superada (igual que el recordman de hoy tiene que saber que su marca será mejo­rada algún día). Pero estas son mejoras dentro del mismo género, y se produ­cen necesariamente en fragmentos aproximativos. A todas luces el fenóme­no de la innovación genérica, que además, lejos de reducirse en proporción, crece de forma exponencial, es algo cualitativamente distinto. ¿Cuál es su secreto?

La interrelación entre técnica y ciencia

La respuesta está en la interrelación entre ciencia y técnica, que es la ca­racterística del progreso moderno, y por tanto en última instancia en el tipo de naturaleza que la ciencia moderna explora progresivamente. Porque es aquí, en el movimiento del conocimiento, donde primero y continuamente aparece lo nuevo importante. Esto es en sí mismo algo nuevo. En la física de Newton la naturaleza simplemente se manifestaba, casi burda, y repre­sentaba su obra con muy pocas formas de cosas y fuerzas elementales, y si­guiendo unas pocas leyes universales: sin duda su aplicación a manifesta­ciones cada vez más complejas prometía una constante ampliación del conocimiento de nuestro mundo, pero no más sorpresas serias.

Desde mediados del siglo xix, esta imagen minimalista y por así decirlo acabada de la naturaleza se ha modificado con asombrosa aceleración. En un dramático juego de estímulos y respuestas, con la creciente sutileza de la investigación la naturaleza misma se muestra cada vez más sutil. La son­da más fina hace que el objeto aparezca más rico en modos de funciona­miento, no más limitado, como hacía esperar la mecánica clásica. Y en vez de reducir el margen de lo que queda por descubrir, la ciencia se sorprende hoy a sí misma con dimensión tras dimensión de nuevas profundidades. La propia esencia de la materia ha pasado de ser un dato último e indisoluble de compacto llenado del espacio a un reto abierto una y otra vez para acce­

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der a una más profunda penetración en ella. Nadie puede decir si esto con­tinuará para siempre, pero se abre camino la sospecha de la interior «infi­nitud» en el fondo de las cosas, y con ella la expectativa de una investiga­ción sin fin del tipo de que los pasos sucesivos no repiten cada vez la misma vieja historia (la «materia en movimiento» de Descartes), sino que le aña­dirán giros siempre nuevos. Si el arte tecnológico sigue los pasos de la cien­cia natural, adquirirá también de esa fuente aquel potencial de infinitud para sus progresivas innovaciones.

Pero no es propio de él que el progreso científico indefinido se limite a ofrecer la opción de semejante progreso técnico, como un subproducto ex­terno por así decirlo, y deje en manos de quien lo recibe el ejercerlo o no, tal como ocurre con otros intereses. Más bien el proceso científico mismo se desarrolla en interrelación con el tecnológico, y esto en el sentido ínti­mamente más vital: para alcanzar sus propios objetivos teóricos !a ciencia necesita una tecnología cada vez más refinada y físicamente fuerte como herramienta que se produce a sí misma, es decir, que encarga a la tecnolo­gía. Lo que encuentre con esta ayuda será el punto de partida de nuevos co­mienzos en el terreno práctico, y éste en su conjunto, es decir, la tecnología trabajando en el mundo, proporciona a su vez a la ciencia con sus expe­riencias un laboratorio a gran escala, una incubadora de nuevas preguntas para ella, y así sucesivamente en un circuito sin fin. De este modo, el apa­rato es común al reino teórico y al práctico; o la tecnología infiltra tanto la ciencia como la ciencia la tecnología. En resumen: hay entre ambas una mutua relación de feedback que las mantiene en movimiento; cada una ne­cesita e impulsa a la otra; y tal como están las cosas hoy sólo pueden vivir juntas o tienen que morir juntas. Para la dinámica de la tecnología que aquí nos ocupa, esto significa que —aparte de todos los impulsos externos— su vínculo funcional integrador con la ciencia es para ella un agente de infati- gabilidad. Mientras la aspiración al conocimiento siga impulsando la acti­vidad de la ciencia, es seguro que también la técnica avanzará con ella. Pero si el impulso hacia el conocimiento, por su parte, es en sí mismo cultural­mente débil, está en peligro de relajarse o de convertirse en rígida ortodo­xia... ese eros teórico ya no vive sólo del delicado apetito por la verdad, sino que es espoleado por su vástago más robusto, la técnica, que le transfiere impulsos desde el campo de batalla, más amplio, esforzado y vigoroso, de la vida.

Soy consciente del carácter de presunción de algunos de estos pensa­mientos. Las revoluciones en la ciencia a lo largo de este siglo son un he­cho, igual que el estilo revolucionario que han comunicado a la técnica, así como la reciprocidad entre ambas corrientes. Pero no es seguro que esas revoluciones científicas —lo primario en el síndrome— sean típicas de la marcha de la ciencia desde ahora, una especie de ley del movimien­to para su futuro, o representen tan sólo una fase singular en s.u desarro­llo. En tanto nuestra predicción de la innovación incesante para la técni­ca se basa en una presunción sobre el futuro de la ciencia, incluso sobre la naturaleza de las cosas, es hipotética, como suelen serlo tales extrapo­laciones. Pero incluso si el pasado más reciente no ha saludado con cam­

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panas ningún estado de «revolución permanente» en la ciencia y la vida de la teoría vuelve a vías más reposadas, el margen para la innovación téc­nica no puede contraerse tan pronto; y lo que quizá en la ciencia ya no sea una revolución puede revolucionar nuestra vida en su aplicación práctica a través de la técnica. De todos modos, «infinito» es una palabra dema­siado grande. Digamos pues que los signos actuales —en cuanto a posibi­lidades e impulsos— apuntan a una duración y fertilidad indefinidas del impulso tecnológico.

Aspectos filosóficos

Concluimos aquí nuestro informe sobre el aspecto formal de la tecnolo­gía moderna. Antes de que pasemos al aspecto material, dos breves obser­vaciones sobre aspectos filosóficos de la imagen trazada. Una se refiere al modificado estatus del saber en la jerarquía del espíritu, la otra al ascenso de la técnica misma a la posición de una de las principales tareas de la hu­manidad.

En lo que concierne al saber, es obvio que la vieja y honorable separa­ción entre «teoría» y «práctica» ha desaparecido por ambas partes. Por poco aminorada que esté todavía la sed de conocimiento puro, el entrela­zamiento entre conocimiento en las alturas y acción en la llanura de la vida se ha vuelto insoluble, y la aristocrática autosuficiencia de la búsqueda de la verdad por sí misma ha desaparecido. Se ha trocado nobleza por utili­dad. En pocas palabras: el síndrome tecnológico ha producido una profunda socialización del campo teórico y lo ha puesto al servicio de las necesidades comunes. Al mismo tiempo, con un paradójico éxito secundario, ha creado el nuevo problema del ocio para las masas. Expulsado de su antigua patria, el mundo de la contemplación —desde que éste se ha transformado en el acti­vo trabajo de exploración de la ciencia—, el ocio vuelve a aparecer en el ex­tremo opuesto del espectro, entre los frutos de su esfuerzo: un bien de uso indeterminado, tan regalado como impuesto, en forma de espacio vacío para el que hay que encontrar un contenido. La ciencia, en absoluto ociosa, se apropia también de él en las nuevas maneras de pasar el tiempo, con las que se presenta como parte de la misma cosecha tecnológica que produce su propia necesidad. Todo esto se espera hoy de la «teoría», antaño ella mis­ma la forma máxima de esfuerzo transutilitario, hoy chica de servicio para cualquier deseo del mundo exterior.

En lo que se refiere a la posición de la propia tecnología en el orden je­rárquico humano, sólo haré alusión aquí a su prestigio «prometèico», que lleva a sus albaceas a la tentación de revestir su infinita actividad de la dig­nidad de los más altos objetivos, es decir, de elevar a fin lo que empezó sien­do medio, y ver en él el verdadero destino de la humanidad. Al menos la su­gerencia está ahí (aunque perturbada recientemente por voces en contra) y ejerce su hechizo sobre el espíritu moderno. El progreso del hombre se en­tiende como avance de poder a poder.

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EL CONTENIDO MATERIAL DE LA TECNOLOGÍA

La descripción «formal» del movimiento tecnológico como tal aún no nos ha dicho nada sobre las cosas con las que tiene que ver, su «materia» por así decirlo. A ésta nos volvemos ahora, es decir, concretamente a las nuevas formas de poder, cosas y objetivos que el hombre moderno recibe de la técnica.

La sucesión de tecnologías refleja la de la ciencia: mecánica, química, electrodinámica, física nuclear, biología. En general, una ciencia está ma­dura para su aplicación a la tecnología cuando en ella —para emplear los términos de Galileo— la «via resolutiva» —el análisis— está tan avanzada que la «via compositiva» —la síntesis— puede emplear los elementos bási­cos así liberados y cuantificados. Sólo ahora la biología ha llegado hasta este punto: con la biología molecular viene la constructibilidad de forma­ciones biológicas.

Mecánica

Echaremos pues un vistazo a algunas de las fases de la (hasta ahora per­manente) revolución tecnológica. Comenzó hacia finales del siglo xvni con la era de las máquinas de la llamada Revolución Industrial, cuya intención, al principio, no era crear nuevos productos, sino sustituir la fuerza de tra­bajo humana (o incluso animal) en la fabricación, adquisición o manejo de los bienes existentes. Así pues, al principio los objetos de la técnica moder­na eran los mismos que desde siempre habían sido objeto de la habilidad y el trabajo humanos: alimentación, vestido, vivienda, herramientas, medios de transporte... todas las necesidades materiales y comodidades de la vida. No cambió el producto, sino la producción, en cuanto a rapidez, facilidad y cantidad. Los telares mecánicos movidos por vapor de Lancashire fabrica­ban los viejos y familiares tejidos. Pero un nuevo y significativo producto se añadió enseguida a la lista tradicional: las propias máquinas, que para su fabricación pusieron en marcha una industria enteramente nueva, con sus consiguientes industrias auxiliares; desde el principio, estas entidades de nuevo cuño tuvieron su propia influencia en la simbiosis del hombre y la naturaleza, al ser consumidoras ellas mismas. Por ejemplo: las bombas de agua movidas a vapor facilitaban la extracción del carbón, pero exigían por su parte carbón extra para calentar sus calderas, más carbón para los altos hornos y fraguas que fabricaban esas calderas, más para extraer el necesa­rio mineral de hierro, más para su transporte a los altos hornos, más de am­bas cosas —carbón y hierro— para los necesarios raíles y locomotoras que se fabricaban en los mismos altos hornos, etc., más para el transporte del producto de los altos hornos a los pozos mineros y viceversa y, finalmente, más para la distribución del más abundante carbón a los consumidores si­tuados fuera de este circuito, que de forma creciente eran máquinas que de­bían su existencia precisamente a la mayor disponibilidad de carbón y se­guían aumentando su demanda y la de los productos de la siderurgia... etcétera. Para que no lo olvidemos, perdido en algún punto de esta larga ca­

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dena: estamos hablando de la modesta máquina de vapor de James Watt para bombear el agua fuera de los pozos mineros. Esta forma de desarrollo —en modo alguno una serie lineal, sino una intrincada red de reciprocida­des— se ha hecho desde entonces propia de la técnica moderna, con un cre­cimiento exponencial. Generalizando, se puede decir que la moderna tec­nología aumenta en progresión exponencial el consumo humano de reservas naturales (sustancias y energía), y no sólo mediante la reproducción del producto final, los propios bienes de consumo, sino también —y quizá aún más— mediante la fabricación y manejo de los recursos mecánicos auxilia­res, es decir, como autoconsumidora. Y con estos recursos —las máquinas— se ha introducido una nueva categoría de bienes en los equipamientos de nuestro mundo. Esto quiere decir que entre los objetos de la tecnología un género destacado es el del propio equipamiento técnico.

Pronto también los productos finales que llegaban al consumidor deja­ron de ser los mismos, aunque sirvieran a las mismas viejas necesidades. Tomemos el ejemplo de los viajes: el ferrocarril y el vapor transoceánico son cualitativamente distintos del coche de posta y el barco de vela, no sólo en su construcción y capacidad, sino también en la experiencia del viaje mismo, que en ellos se «siente» de forma completamente distinta v, por ejemplo, puede llegar a ser un placer en vez de un esfuerzo. Los aviones de­jan atrás cualquier parecido con anteriores medios de transporte, excepto la finalidad de ir de aquí allá, pero sin experiencia de lo que hay en medio (que es sustituida por comidas y proyecciones de películas). Añádase a esto que la duración de la vida de estos grandes y costosos aparatos no viene de­terminada en muchos casos por su desgaste real, sino por su «envejeci­miento» comparativo. Similares comparaciones se pueden establecer entre el edificio de oficinas en acero, hormigón y cristal y las construcciones en madera, ladrillo y piedra de antaño. Con todos sus subsistemas mecánicos de iluminación, calefacción, ventilación, ascensores, etc., el primero de ellos se parece a una máquina que trabaja de forma permanente y de múlti­ples maneras; y las sustancias naturales de las que están hechos el edificio y su equipamiento ya no son reconocibles en la extrema transformación del producto artificial que rodea al habitante.

Química

Este último punto —la transformación de sustancias— nos servirá como término clave para mencionar a un género de tecnología algo más jo­ven que el mecánico (fin de la construcción de máquinas), con el que co­menzó la Revolución Industrial: el género químico, el primero que es ente­ramente fruto de la ciencia. Su punto de partida industrial fueron los colorantes sintéticos, sustitutivos de sustancias naturales escasas o caras, cuyas propiedades de uso había que reproducir de la forma más aproxima­da posible. Lo mismo cabe decir de las fibras textiles sintéticas, pertene­cientes a una fase posterior de la tecnología química, que hoy sustituyen tan ampliamente en todas partes a la lana y el algodón de los antes men­cionados telares de Lancashire. Aquí aún se puede, pues, mantener la anti­

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gua idea de que el arte «imita» a la naturaleza. Pero con los materiales pe- troquímicos en general, en cuyo terreno nos hemos adentrado al hablar de las libras sintéticas, el arte ha avanzado en realidad desde los sucedáneos hasta la creación de nuevas sustancias, con propiedades que en esa forma no se dan en ninguna sustancia natural (o en su elaboración tradicional) y señalan por tanto el camino hacia formas de empleo en las que nadie había pensado antes, pero cuya posibilidad saca a la palestra nuevas clases de ob­jetos para su utilización. En la construcción química, es decir, molecular, la ingeniería humana hace más que en la mecánica, que compone sus forma­ciones a partir de cuerpos naturales de nuestro tamaño: su intervención es más profunda, hasta las infraestructuras de la materia, cuyas nuevas sus­tancias se obtienen «por especificación», es decir, con las propiedades de uso previstas, mediante la reordenación arbitraria de sus moléculas. Y esto, téngase en cuenta, se hace de manera deductivo-combinatoria desde la capa más ínfima, el último elemento totalmente analizado, en una auténti­ca via compositiva una vez agotada la via resolutiva, de forma muy distinta a las prácticas empíricas largamente empleadas, halladas mediante azar y experimentación (como la aleación de los metales desde la Edad de Bronce, incluso la cerámica, la cocción del pan y la fermentación del vino), con las que desde siempre se habían modificado las sustancias naturales para uso humano. La artificialidad o construcción creativa conforme a un diseño abs­tracto (plan) penetra en lo más íntimo de la materia. Esto apunta, en la biolo­gía molecular, a nuevas y terribles posibilidades, de las que luego hablaremos.

Las máquinas como bienes de uso

Entretanto las propias máquinas, que como género eran originaria­mente puros «bienes de capital», encontraron su camino hacia la esfera del consumidor y se convirtieron en artículos de uso personal, doméstico, aun­que también directamente económico.6 Esta innovación sin precedentes en la historia de la vida individual ha crecido hasta ser una manifestación ma­siva que lo abarca todo en el mundo occidental. Naturalmente el principal ejemplo es el automóvil, pero tenemos que añadirle todo el arsenal de apa­ratos domésticos (en la mayoría de los casos eléctricos) que hoy se han vuelto más habituales para el estilo de vida de toda la población que la ca­lefacción central y el agua corriente hace cien años. Estamos cada vez más «mecanizados» en nuestras actividades y entretenimientos cotidianos, y cada vez se añaden más cosas nuevas, mientras la escasez de energía no ponga freno al proceso.

Por su género estos aparatos, grandes o pequeños, desde el coche 'hasta la maquinilla de afeitar eléctrica, son «máquinas» en el sentido exacto de

6. El papel directo en la esfera del consumo personal encubre un poco el hecho de que tam­bién los aparatos mecánico-automáticos en apariencia puramente domésticos tienen funciones económicas más allá de la comodidad privada. Las lavadoras, por ejemplo, sustituyen a los em­pleados domésticos de antaño, que a cambio aparecen como fuerzas de trabajo en la economía general: permiten a la esposa una vida laboral propia, etc.

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que hacen un trabajo transformando energía en movimiento mecánico, y sus partes móviles pertenecen a la magnitud familiar de nuestro mundo sensorial. Pero hay otros aparatos técnicos, de un género radicalmente dis­tinto, que han ganado un lugar en nuestra vida privada y se expanden por ella: aparatos que no nos ahorran fuerza muscular ni nos quitan trabajo, que en realidad no hacen ningún «trabajo» en sentido físico, en parte ni si­quiera tienen una utilidad como fin, sino que (con un mínimo gasto de energía), sirven a los sentidos y al espíritu: teléfono, radio, televisión, mag­netófono, calculadora... todos los ramales domésticos de la industria elec­trónica, el último recién llegado a la escena tecnológica. Tanto por su pro­ducción inmaterial, dirigida a la conciencia, como por la física invisible, no propiamente «mecánica», de su trabajo, estos aparatos se distinguen de toda la maquinaria macroscópica, físicamente móvil, del tipo clásico.

Antes de ocuparnos de esta transición, de grandes consecuencias, de la técnica energética de la primera Revolución Industrial a la técnica de la trans­misión de noticias y la información, equiparable casi a una segunda revo­lución tecnológico-industrial, tenemos que echar un vistazo a su funda­mento natural: la electricidad.

Electricidad

En el avance de la técnica hacia una artificialidad, abstracción y sutile­za cada vez mayores, el descubrimiento de la electricidad representa un paso decisivo. Estamos ante una fuerza universal de la naturaleza, que sin embargo no se «manifiesta» a los hombres de forma natural. Por sí misma, sin intervención del hombre, no es un dato de la experiencia normal (ex­cepto en el rayo). Su mera «manifestación» como tal tuvo que esperar a la ciencia, que procuró la experiencia mediante ingeniosos dispositivos. Aquí, pues, una posible tecnología se debía a la ciencia ya para la mera presenta­ción de su «objeto», de la entidad misma con la que tenía que trabajar: el primer caso en el que sólo la teoría, no la experiencia habitual, precedía en­teramente a toda práctica (lo que se repite más adelante en el caso de la ener­gía nuclear). ¡Y qué entidad! Calor y vapor son objetos familiares a la ex­periencia sensorial, su energía se puede observar trabajando «físicamente» en el mundo que nos rodea; la materia de la química sigue siendo la mate­ria concreta, fisica, que la humanidad conocía desde siempre. Pero la elec­tricidad es un objeto abstracto, incorpóreo, inmaterial, invisible; en su for­ma utilizable, como «corriente», es enteramente un artefacto, producido en sutil transformación desde formas más burdas de energía (la mayoría de las veces a partir del calor, a través del movimiento). De hecho su teoría tuvo que ser completa en lo esencial antes de que pudiera empezar en serio su utilización práctica.

Técnica de transmisión eléctrica de energía

La primera utilización de la electricidad vino con la telegrafía, que ya no formaba parte del reino de la técnica energética aplicada al trabajo. Pero

también en su explotación, que comenzó poco después, para el fin ya con­vencional de impulsar las máquinas (así como para la producción térmica de luz), la naturaleza de la nueva energía era en sí misma revolucionaria. Su distinción consistía en su movilidad única, la facilidad de su transmi­sión, transformación y distribución: una realidad inmaterial, sin volumen ni peso, trasladada instantáneamente a través de cualquier distancia hasta el punto de consumo. Antes no había existido nada similar en el trato de los hombres con la materia, el espacio y el tiempo. Permitió, entre otras cosas, la mencionada expansión de la mecanización en cada casa. Al mismo tiem­po, la conexión a una red centralizada hizo la vida privada dependiente como nunca del continuo funcionamiento de un sistema público (continuo literalmente: la electricidad no se puede almacenar como el carbón y el pe­tróleo o como el azúcar y la harina). Pero estaba por venir algo mucho me­nos ortodoxo aún: el paso de la técnica eléctrica a la «electrónica», de la que la telegrafía sólo era un precursor y cuya formación en nuestro siglo repre­senta un nuevo nivel de abstracción en medios y fines. Es la diferencia en­tre la técnica de la energía y la de la transmisión de noticias. El objeto de esta última es lo más inasible de todo: la información.

Técnica de transmisión eléctrica de noticias y de información

De forma tanto teórica como práctica, la electrónica representa un ni­vel en general nuevo en la revolución científico-técnica. Comparado con la sutileza de su teoría y la finura de su equipamiento, todo lo anterior pare­ce casi burdo y, por así decirlo, «natural». A manera de ilustración, pién­sese en los satélites artificiales que circundan la tierra en este momento. Por una parte, son una imitación de la mecánica celeste: las leyes de New- ton, las más conocidas, demostradas finalmente mediante la experimenta­ción cósmica. ¡La astronomía, durante milenios la más puramente con­templativa de las ciencias naturales, convertida en arte práctico! Es un gran logro pero, con todo lo impresionante de las energías y la finura de los cálculos que aúna en sí, es el aspecto menos interesante de ese nuevo cuerpo celeste. De todas formas, sigue dentro del campo conceptual y de prestaciones de la mecánica clásica. Su verdadero interés está en los ins­trumentos que lo llevan a través del espacio, y en lo que éstos hacen: me­diciones, registros, análisis, cálculos; en su recibir, elaborar y transmitir datos abstractos, incluso imágenes completas, a través de distancias cós­micas... y no hay nada en toda la naturaleza que apuntara ni de lejos al tipo de cosas que ahora surcan las esferas. La «astronomía práctica», con la que el hombre imita a la naturaleza, suministra tan sólo el vehículo para algo distinto, con lo que la supera soberanamente.7 Su instrumentación deja atrás, sin comparación posible, a todos los modelos y usos de la natu-

7. Téngase también en cuenta que en la radiotccnología el medio de la acción no es mate­rial. como hilos que conducen la corriente, sino el «campo» electromagnético enteramente in­material, es decir, el espacio mismo. La imagen simbólica de «ondas» es el único eslabón que resta con las formas del mundo de la percepción.

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raleza conocida. Así, la técnica electrónica crea de hecho un reino de ob­jetos que no imitan nada, y cuya pura invención añade otro. Y no menos inventados son los objetivos a los que sirven. La técnica energética y la quí­mica respondían aún en su mayor parte a las necesidades naturales del ser humano: alimentación, vestido, vivienda, transporte, etc. La tecnología de la comunicación responde a necesidades de información y control creadas únicamente por la civilización misma que hizo posible semejante tecnolo­gía y para la que se ha hecho imprescindible. La novedad de los medios produce continuamente fines no menos innovadores, y ambos se vuelven tan necesarios para el funcionamiento de la civilización que los ha produ­cido como inútiles hubieran sido para cualquiera anterior a ella. Pero con esta paradoja intrínseca: que precisamente esta civilización amenaza a su creador con su «superioridad», es decir, por ejemplo, la creciente automa­tización (un triunfo de la electrónica) lo desplaza de los puestos de traba­jo en los que antaño demostraba su condición humana. Y con la amenaza de que su sobreexplotación de la naturaleza terrestre pueda alcanzar un punto de catástrofe.

Biotecnología

Esta frase sería un buen y dramático punto final. Pero todavía no he­mos llegado al final de nuestro resumen. Otro escalón, quizá el último, de la revolución tecnológica, podría estar esperando el momento de entrar en escena. Los anteriores escalones (recorridos aquí sólo parcialmente) se ba­saban en la física y tenían que ver con aquello que el hombre puede poner a su servicio de entre las existencias de la naturaleza inanimada. ¿Qué ocu­rre con la biología? ¿Y con el usuario mismo? ¿Estamos quizá en el um­bral de una tecnología que se basa en los conocimientos biológicos v nos brinda una capacidad de manipulación que tiene al hombre mismo por objeto? Con la aparición de la biología molecular y su comprensión de la programación genética, esto se ha convertido en una posibilidad teórica... y en una posibilidad moral, mediante la neutralización metafísica del ser humano. Pero esta neutralización, que sin duda nos permite hacer lo que queramos, nos niega al mismo tiempo la guía para saber qué querer. Dado que la misma teoría de la evolución de la que la genética es una piedra fun­damental nos ha privado de una imagen válida del ser humano (porque todo surgió de forma indiferente, por azar y por necesidad), las técnicas lácticas, una vez estén listas, nos encontrarán extrañamente carentes de preparación para su uso responsable. El antiesencialismo de la teoría do­minante, que sólo conoce resultados de facto del azar evolutivo y no esen- cialidades válidas que les otorguen su sanción, da a nuestro ser una liber­tad carente de norma. De este modo, la invitación tecnológica de la nueva microbiología duplica su realizabilidad física y su admisibilidad metafísi­ca. Suponiendo que el mecanismo genético haya sido plenamente analiza­do y su escritura definitivamente descifrada, podemos ponernos a trans­cribir el texto. Los biólogos difieren en sus apreciaciones de lo cercanos que estamos a esa capacidad; pocos parecen dudar del derecho a su ejerci-

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ció. Si hay que juzgar por la retórica de sus profetas, la idea de «tomar las riendas de nuestra propia evolución» es embriagadora incluso para los hombres de ciencia.

La metafísica desafiada

En cualquier caso, la idea de reelaborar la constitución humana o «di­señar a nuestros descendientes» ya no es fantástica; todavía está vetada por un tabú inviolable. Si se produjera esa revolución, si el poder tecnológico empezara realmente a confeccionar las teclas elementales sobre las que la vida tendrá que tocar su melodía —quizá la única melodía así en el univer­so— durante generaciones: entonces, pensar en lo humanamente deseable y en qué debe determinar la elección —en pocas palabras, pensar en la «imagen del hombre»— será más imperioso y más apremiante que cual­quier pensamiento que pueda exigirse a la razón de los mortales. La filoso­fía, confesémoslo, está lamentablemente falta de preparación para esta ta­rea, su primera tarea cósmica.

C apítulo 2

POR QUÉ LA TÉCNICA MODERNA ES OBJETO DE LA ÉTICA

Dicho de forma muy general, que la ética tiene algo que decir en las cuestiones relacionadas con la técnica o que la técnica está sometida a con­sideraciones éticas se desprende del sencillo hecho de que la técnica es un ejercicio del poder humano, es decir, una forma de actuación, y toda actua­ción humana está expuesta a su examen moral. Es asimismo una perogru­llada que el mismo poder puede emplearse tanto para el bien como para el mal y que en su ejercicio se pueden observar o infringir normas éticas. La técnica, como poder humano enormemente incrementado, entra sin duda alguna dentro de esta verdad general. Pero, ¿constituye un caso especial que reclama un esfuerzo al pensamiento ético, que es distinto del que se de­dica a toda acción humana y bastaba para todas sus formas en el pasado? Mi tesis es que de hecho la técnica moderna constituye un caso nuevo y es­pecial, y de las razones para ello quisiera alegar cinco que me impresionan especialmente.

1. A m b iv a le n c ia d e l o s e fe c t o s

En general, toda capacidad «como tal» o «en sí» es buena, y sólo se vuelve mala por el abuso de ella. Por ejemplo, es innegablemente bueno poseer el poder de la palabra, pero malo emplearlo para engañar a otros o llevarlos hacia su perdición. De ahí que sea plenamente sensato exigir: uti­liza ese poder, auméntalo, pero no abuses de él. El presupuesto para ello es que la ética pueda distinguir claramente entre ambos usos, entre el uso co­rrecto y el erróneo de una y la misma capacidad. Pero, ¿qué ocurre cuan­do nos movemos en un contexto en el que cualquier uso de la capacidad a gran escala, por muy buena que sea la intención con que se acomete, lleva consigo una orientación con efectos crecientes en última instancia malos, que están inseparablemente unidos a los «buenos» efectos perseguidos y al alcance de la mano y al final quizá los superen en mucho? Si éste fuera el caso de la técnica moderna —como suponemos por buenas razones—, en­tonces el tema del uso moral o inmoral de sus poderes ya no es una cues­tión de distinciones cualitativas evidentes por sí mismas y ni siquiera de atenciones, sino que se pierde en un laberinto de suposiciones cuantitati­vas sobre consecuencias últimas y tiene que hacer depender su respuesta

su aproximación. La dificultad es que no sólo cuando se abusa de la téc- nica con mala voluntad, es decir, para malos fines, sino incluso cuando se

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emplea de buena voluntad para sus fines propios altamente legítimos, tie­ne un lado amenazador que podría tener la última palabra a largo plazo. Y el largo plazo está de algún modo inserto en la acción técnica. Mediante la dinámica interna que así la impulsa, se niega a la técnica el margen de neutralidad ética en el que sólo hay que preocuparse del rendimiento. El riesgo de «demasía» siempre está presente en la circunstancia de que el germen innato del «mal», es decir, lo dañino, es alimentado precisamente por el avance de lo «bueno», es decir, lo útil, y llevado a su madurez. El riesgo está más en el éxito que en el fracaso... y sin embargo el éxito es pre­ciso, bajo la presión de las necesidades humanas. Una apropiada ética de la técnica tiene que entender esta multivalencia interior de la acción téc­nica.

2. Automaticidad de la aplicación

En general, la posesión de una capacidad o poder (en individuos o grupos) no significa su uso. Puede dejarse reposar cuanto se quiera, listo para ser empleado, para ponerlo en acción cuando llegue el momento y por deseo y a discreción del sujeto. La persona con dotes lingüísticas no tiene que estar hablando sin parar y puede ser incluso totalmente silen­ciosa. También todo conocimiento, parece, puede reservarse su aplica­ción. Sin embargo, esta relación tan clara entre poder y hacer, saber y aplicación, posesión y ejercicio de un poder no es aplicable al patrimonio técnico de una sociedad que, como la nuestra, ha fundamentado toda la configuración de su vida en el trabajo y el esfuerzo por actualizar conti­nuamente su potencial técnico en el interjuego de todas sus piezas. En esto el asunto recuerda más bien a la relación entre el poder respirar y el tener que respirar que entre el poder hablar y hablar. Y en lo que respec­ta al patrimonio existente en cada momento, se extiende también a cual­quier crecimiento que tenga: si ésta o aquella posibilidad nueva se abre (en la mayoría de los casos gracias a la ciencia) y es desarrollada a pe­queña escala mediante la acción, es propio de ella forzar su aplicación a gran escala y a una escala cada vez mayor, y hacer de esta aplicación una necesidad vital permanente. Así a la técnica, que es poder humano incre­mentado en actividad permanente, no sólo se le niega (como hemos mos­trado arriba) el asilo de la neutralidad ética, sino también la benéfica se­paración entre posesión y ejercicio del poder. La formación de nuevas capacidades, que se produce constantemente, pasa de forma continuada en su expansión a la corriente sanguínea de la acción colectiva, de la que ya no se puede separar (a no ser mediante una sustitución superior). De ahí que ya la apropiación de nuevas capacidades, toda adición al arsenal de recursos, ponga ante los ojos una carga ética, con esa dinámica cono­cida hasta la saciedad, que de lo contrario sólo pesaría sobre los casos concretos de su aplicación.

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3. D im e n s io n e s g l o b a l e s d e l e s p a c io y e l t ie m p o

Además, hav un aspecto de la pura magnitud de la acción y el efecto que ha alcanzado una importancia moral. La dimensión y el ámbito de actuación de la moderna práctica técnica en su conjunto y en cada una de sus empresas son de tal calibre que introducen toda una dimensión adi­cional y nueva en el marco de los valores de cálculo éticos, dimensión desconocida a todas las formas anteriores de actuación. Hablábamos an­tes de una situación en la que «todo uso de una capacidad a gran escala» llevaba consigo una orientación con efectos crecientes en última instan­cia malos. Tenemos que añadir ahora que hoy en día toda aplicación de una capacidad técnica por parte de la sociedad (aquí el individuo ya no cuenta) tiende a crecer hacia la «gran escala». La técnica moderna tien­de íntimamente al uso a gran escala y quizá se vuelva demasiado grande para el tamaño del escenario en el que se desarrolla —la tierra— , y para el bien de los actores —los seres humanos—. Una cosa es segura: ella y sus obras se extienden por el planeta; sus efectos acumulativos se exten­derán posiblemente a lo largo de innumerables generaciones futuras. Con lo que hacemos aquí y ahora, la mayoría de las veces pensando en nosotros mismos, influimos masivamente sobre la vida de millones de personas, en otros lugares y en el futuro, que no tienen voz ni voto al res­pecto. Hipotecamos la vida futura a cambio de ventajas y necesidades a corto plazo... la mayoría de las veces, necesidades creadas por nosotros mismos. Quizá no podríamos evitar del todo actuar así o de forma pare­cida. Pero si ése es el caso, entonces tenemos que tener exquisito cuida­do de hacerlo jugando limpio con nuestros descendientes: es decir, de tal forma que sus posibilidades de liquidar la hipoteca no estén comprome­tidas de antemano. El punto de partida aquí es que la inserción de otras dimensiones, globales y futuras, en nuestras decisiones cotidianas, mun- dano-prácticas, es una innovación ética con la que la técnica nos ha car­gado; y la categoría ética que este nuevo hecho saca a la palestra se lla­ma responsabilidad. El hecho de que ésta ocupe como nunca antes el centro del escenario inaugura un nuevo capítulo en la historia de la éti­ca que refleja las nuevas magnitudes del poder que la ética tiene que te­ner en cuenta desde ahora. Las exigencias a la responsabilidad crecen proporcionalmente a los actos del poder.

4. R u pt u ra d e l a n t r o p o c e n t r is m o

Al superar el horizonte de la vecindad espaciotemporal, esa ampliación en los alcances del poder humano rompe el monopolio antropocéntrico de la mayoría de los sistemas éticos anteriores, ya sean religiosos o seculares. Siempre era el bien humano el que había que promover, los intereses y de­rechos de los congéneres los que había que respetar, la injusticia hecha a e|los la que había que reparar, sus padecimientos los que habían de ser ali­gados. El objeto de la obligación humana eran los hombres, en caso ex­

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tremo la humanidad, y nada más en este mundo. (Usualmente el horizon­te ético tenía unos límites mucho más estrechos, como por ejemplo el «amor a tu prójimo».) Nada de esto ha perdido su fuerza vinculante. Pero ahora la biosfera entera del planeta, con toda su abundancia de especies, exige, en su recién revelada vulnerabilidad frente a las excesivas interven­ciones del hombre, su cuota en la atención que merece todo lo que tiene su fin en sí mismo, es decir: todo lo vivo. El derecho exclusivo del hombre al respeto humano y la consideración moral se ha roto exactamente con su obtención de un poder casi monopolistico sobre todo el resto de la vida. Como poder planetario de primer orden, ya no puede pensar sólo en sí mismo. Sin duda el mandato de no dejar a nuestros descendientes una he­rencia desolada sigue expresando esta ampliación del campo de visión éti­co todavía en el sentido de una obligación humana frente a personas, como un encarecimiento de la solidaridad interhumana de la supervivencia y del beneficio, de la curiosidad, del disfrute y del asombro. Porque una vida ex- trahumana empobrecida, una naturaleza empobrecida, significa también una vida humana empobrecida. Pero, bien entendida, la inclusión de la existencia de la variedad como tal en el bien humano, y por tanto la inclu­sión de su conservación dentro de las obligaciones del hombre, va más allá del punto de vista orientado a la utilidad y de todo punto de vista antropo- cèntrico. Esa visión ampliada vincula el bien humano con la causa de la vida en su conjunto, en vez de contraponerlo a ella de manera hostil, y otorga su propio derecho a la vida extrahumana. Su reconocimiento signi­fica que toda extinción de especies arbitraria e innecesaria se convierte en crimen en sí misma, totalmente al margen de los consejos en ese sentido del comprensivo interés propio; y se convierte en una obligación trascen­dente del hombre proteger el menos reconstruible, el más insustituible de todos los «recursos»: la increíblemente rica dotación genética depositada por los eones de la evolución. Es el exceso de poder el que impone a los hombres esta obligación; y precisamente contra ese poder —es decir, con­tra sí mismo— es necesaria su protección. Así ocurre que la técnica, esa obra fríamente pragmática de la astucia humana, sitúa a los hombres en un papel que sólo la religión le había atribuido a veces: el de administra­dor o guardián de la Creación. En tanto la técnica engrandece su poder hasta el punto en que se vuelve sensiblemente peligrosa para el conjunto de las cosas, extiende la responsabilidad del hombre al futuro de la vida en la tierra, que ahora está expuesta indefensa al abuso de ese poder. Con ello la responsabilidad humana se vuelve cósmica por primera vez (porque no sabemos si el universo ha producido antes una cosa igual). La ética me­dioambiental, en sus inicios, que se agita entre nosotros verdaderamente sin precedentes, es la expresión aún titubeante de esta expansión sin pre­cedentes de nuestra responsabilidad, que responde por su parte a la ex­pansión sin precedentes del alcance de nuestros actos. Ha hecho falta una amenaza visible del conjunto, los comienzos de hecho de su destrucción, para movernos a descubrir (o a redescubrir) nuestra solidaridad con él: un pensamiento que avergüenza.

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5. EL PLANTEAMIENTO DE LA CUESTIÓN METAFÍSICA

Finalmente, el potencial apocalíptico de la técnica —su capacidad de poner en riesgo la pervivencia de la especie humana, echar a perder su in­tegridad genética, modificarla arbitrariamente o incluso destruirlas condi­ciones de la vida superior sobre la tierra— plantea la cuestión metafísica, con la que la ética nunca se había confrontado antes, a saber: si debe haber y por qué una humanidad, por qué ha de conservarse al ser humano tal como la evolución le ha hecho, por qué ha de respetarse su herencia gené­tica; incluso por qué debe existir la vida. La cuestión no es tan ociosa como (a falta de una negación seria de todos estos imperativos) parece, porque la respuesta a ella es importante para saber cuánto podemos arriesgar admi­siblemente en nuestras grandes apuestas técnicas y qué riesgos son del todo inadmisibles. Si existir es un imperativo categórico para la humanidad, todo juego suicida con esta existencia está categóricamente prohibido, y habrá que excluir de antemano los desafíos técnicos en los que remota­mente sea ésa la apuesta.

Estas son algunas de las razones de por qué la técnica es un caso nuevo y especial para las consideraciones éticas, incluso un motivo para descen­der hasta los fundamentos de la ética. Habrá que señalar especialmente al interjuego de los puntos 1 y 3, de los argumentos de la «ambivalencia» y la «magnitud». A primera vista, parece fácil distinguir entre técnica benéfica y nociva, echando simplemente un vistazo a los fines de las herramientas. Los arados son buenos, las espadas son malas. En la era mesiánica las es­padas se transformarán en arados. Traducido a la tecnología moderna: las bombas atómicas son malas, los abonos químicos que ayudan a alimentar a la humanidad son buenos. Pero aquí salta a la vista el chusco dilema de la técnica moderna. /Sus «arados» pueden sera largo plazo tan nocivos como sus «espadas»! (Y los efectos que surgen «a largo plazo» están, como hemos dicho, íntimamente ligados al empleo de la técnica moderna.) Pero en este caso son ellos, los benditos «arados» y sus iguales, el verdadero problema. Porque podemos dejar la espada en su vaina, pero no el arado en su cobertizo. Una guerra atómica total seria apocalíptica de un golpe; pero aunque pue­da producirse en cualquier momento y la pesadilla de esta posibilidad pueda oscurecer todos nuestros días futuros, no tiene por qué producirse, porque aquí se encuentra aún la distancia salvadora entre potencialidad y actualidad, entre la posesión de la herramienta y su uso, y esto nos da la es­peranza de que el uso será evitado (lo que de hecho es la paradójica finali­dad de su posesión). Pero hay un sinnúmero de otras cosas, totalmente ca­rentes de poder, que contienen su propia amenaza apocalíptica y que ahora y en adelante tenemos sencillamente que hacer para mantenemos a flote. Mientras el mal hermano Caín —la bomba— yace encadenado en su cueva, el buen hermano Abel —el pacífico reactor— sigue sin dramatismo deposi­tando su veneno para futuros milenios. Incluso ahí podríamos quizá en­contrar a tiempo alternativas menos peligrosas para calmar la creciente sed de energía de una civilización global que ve la desaparición de sus fuentes convencionales... si la suerte acompaña nuestro serio esfuerzo. Podríamos

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incluso reducir la medida de la voracidad misma y volver a arreglárnoslas con menos antes de que un agotamiento o contaminación catastróficas del planeta nos fuerce a algo peor que la abstención. Pero es (por ejemplo) éti­camente impensable que la técnica biomédica deje de reducir la mortalidad infantil en los países «subdesarrollados» con elevadas tasas de natalidad, aunque la miseria, consecuencia de la superpoblación, pueda ser aún peor. Se podrían aducir otros muchos desafíos, originalmente plenos de bendi­ciones, de la gran tecnología, para ilustrar la dialéctica, el doble filo, de la mayoría de estos retos. El punto principal es que precisamente las bendi­ciones de la técnica, cuanto más dependemos de ellas, contienen la amena­za de transformarse en una maldición. Su innata tendencia a la desmesura hace aguda la amenaza. Y está claro que la humanidad se ha vuelto dema­siado numerosa —gracias a las mismas bendiciones de la técnica— como para mantener la libertad de volver a una fase anterior. Sólo puede caminar hacia adelante, y tiene que obtener de la técnica misma, con una dosis de moral moderadora, la medicina para su enfermedad. Éste es el eje de una ética de la técnica.

Estas breves reflexiones deberían mostrar lo estrechamente ligada que está la «ambivalencia» de la técnica con su «magnitud», es decir, con la desmesura de sus efectos en el espacio y el tiempo. Qué es «grande» y qué «pequeño» viene determinado por la finitud de nuestro escenario terres­tre, un escenario dado, que nunca podemos perder de vista. No se conocen valores límite precisos de tolerancia para ninguna de las muchas direccio­nes en las que avanza el expansionismo humano. Pero se sabe lo bastante como para poder afirmar que algunas de nuestras cadenas técnicas de ac­ción —entre ellas las vitales— han alcanzado al menos la magnitud de esos valores límite, y que otras se les unirán allí si se permite un nuevo creci­miento al ritmo actual. Los signos advierten que nos encontramos en la zona de peligro. Una vez se haya alcanzado la «masa crítica» en una u otra dirección, la cosa podrá escapársenos de las manos: podría producirse un acoplamiento de reacción positivo y desencadenar un proceso exponencial en el que los costes engulleran el beneficio, en un crescendo quizá irrever­sible. Precisamente esto es lo que tiene que tratar de evitar la responsabi­lidad a largo plazo. Pero como el lado brillante de los logros técnicos des­lumbra la vista, los beneficios próximos corrompen el juicio y las muy reales necesidades del presente (por no hablar de sus adicciones) gritan su prioridad, las exigencias de la posteridad confiadas a esa responsabilidad se verán en una situación difícil.

En lo que acabamos de decir se habrá hecho visible, junto a la magni­tud y la ambivalencia, otro rasgo de carácter del síndrome tecnológico que tiene una importancia ética propia: el elemento cwási-forzoso de su avance, que por así decirlo hipostatiza nuestras propias formas de poder en una es­pecie de fuerza autónoma de la que nosotros, los que la ejercemos, nos vol­vemos paradójicamente súbditos. Sin duda el menoscabo de la libertad hu­mana debido a la cosificación de sus propios actos se ha dado siempre, tanto en las vidas individuales como, sobre todo, en la historia colectiva. La humanidad ha estado en parte determinada desde siempre por su propio

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pasado, pero éste actuaba en general más en el sentido de un freno que como una fuerza motriz: el poder del pasado era más bien el de la lentitud («tradición») que el del impulso hacia adelante. Sin embargo, las creaciones de la técnica actúan exactamente en este último sentido y dan con ello a la enrevesada historia de la libertad y la dependencia humanas un giro nuevo y cargado de consecuencias. Con cada nuevo paso (= «paso hacia adelan­te») de la gran técnica estamos ya obligados a dar el siguiente y legamos esa misma obligación a la posteridad, que finalmente tendrá que pagar la cuen­ta. Pero incluso sin mirar tan lejos, el elemento tiránico como tal en la téc­nica actual, que hace de nuestras obras nuestros dueños y nos obliga inclu­so a reproducirlas, representa un desafío ético en sí mismo... más allá de la cuestión de lo buenas o malas que sean esas obras en concreto. En aras de la autonomía humana, de la dignidad que exige, de que nos poseamos a no­sotros mismos y no nos dejemos poseer por nuestra máquina, tenemos que poner el galope tecnológico bajo control extratecnológico.

C apítulo 3

EN EL UMBRAL DEL FUTURO: VALORES DE AYER Y VALORES PARA MAÑANA

Cuando preguntamos qué valores de ayer son utilizables y siguen sien­do importantes para el mundo de mañana, estamos preguntando al mismo tiempo cuáles han envejecido quizá o perdido importancia... pero también, viceversa, qué nuevos valores sacará a la palestra un nuevo mañana. Si no conocimiento, sí tenemos alguna idea de cómo será el mundo de mañana, presuponiendo ante todo y sobre todo que será distinto del de hoy. Hasta aquí estamos seguros del predominio del cambio como tal a nuestro alre­dedor, es decir, de la esencia inconfundible del hoy. Pero para nuestro plan­teamiento necesitamos más, y lo tenemos, si prolongamos las líneas del cambio que vemos en marcha. Vamos a decir antes unas cuantas palabras.

Hoy nos vemos en el umbral del mañana, y tenemos más motivo para ello que en épocas anteriores. Ya ahora, ante nuestros ojos, las energías uni­versales por las que ascendemos mientras las alimentamos empiezan a tra­zar el rostro del futuro. Todo tiende hacia adelante, hacia el mañana y el pa­sado mañana. Naturalmente, éste sólo podemos investigarlo a partir de sus inicios, de las tendencias legibles del hoy, con mayor o menor probabilidad. Pero, en algunos rasgos, el futuro que nosotros mismos hemos preparado a nuestros descendientes (si es que se llega a él) ya está lo bastante presente como para hacer convincentes ciertas anticipaciones. Hasta las más con­vincentes son hipotéticas, porque la cláusula rebus sic stantibus, que en la predicción física se basta a sí misma dada la uniformidad asegurada de las leyes de la naturaleza, es en la historia una reserva conscientemente ficti­cia, revocable, a la posibilidad teórica de las proyecciones. Lo inesperado es la regla, la sorpresa lo que hay que esperar. Aun así, tenemos que pensar el futuro como si los hilos causales que llevan de nosotros hasta él fueran uni­formes. Precisamente nuestro hoy, preñado de futuro como está y calcula­ble en muchas cosas, nos obliga como en ninguna época anterior a ese pre­decir y pensar hipotético de las posibilidades yacentes en su seno. El valor de tales anticipaciones (y ahí tenemos ya un nuevo valor) está ligado a que no son fatalistas, con lo que cortarían nuestra intervención actuante. El que nosotros actuemos en respuesta a los pronósticos y con ello podamos mo­dificarlos vuelve a hacerlas «hipotéticas» en un sentido suplementario, más Que meramente gnoseológico: en el sentido de la condición que implican; si Se deja que las cosas sigan así, es decir, si nosotros seguimos haciéndolas como las hacemos ahora. Mediante su retroalimentación del sujeto teórico al práctico, la predicción misma se vuelve un factor de su cumplimiento o refutación. Está en nosotros —también en nosotros— hasta qué punto debe

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ser verdad o no. Esto diferencia las predicciones del ámbito humano-histó­rico, por su sentido lógico cardinal, de las de las ciencias naturales, por ejemplo las de la astronomía. Esta diferencia siempre la han pasado por alto, seguros de sí mismos, los proclamadores de la necesidad universal de la historia, llámense Spengler, Marx, Comte o Hegcl, pero todos los actores his­tóricos, desde siempre, la han, si no reconocido, al menos sentido. La ver­dad de una profecía histórica sólo podría ponerla realmente a prueba, en sentido científico, un espíritu contemplativo, no actuante, que mantuviera en secreto su predicción ante sus objetos, es decir, los sujetos históricos. Su notificación, tomada públicamente en serio, moviliza la voluntad actuante en su favor o en su contra, y modifica pues las condiciones causales de su cálculo, ya sea en su beneficio o en su perjuicio. En el primero de los casos, el acierto no sería prueba alguna de la corrección originaria de la predic­ción como consecuencia necesaria de sus fundamentos; en el segundo, el fallo no sería prueba de su incorrección... mientras en las ciencias natura­les acierto o fallo significan inequívocamente verificación o no verificación teórica. Al profeta dogmático de la necesidad histórica, la vanidad humana o un inconsecuente querer «echar una mano» le impiden mantener el se­creto, único que mantendría su experimento teóricamente puro, y así la tesis de la necesidad no se prueba nunca (por no hablar de la falta de repetibili- dad, que también forma parte de la puesta a prueba). En cambio, a los pre- dictores hipotéticos que dicen: así puede ocurrir, y están interesados en el resultado de manera no fatalista, su conciencia les impide proclamar su punto de vista como estímulo o advertencia, para fomentar o impedir lo visto, y la mayoría lo hacen hoy, de esta forma, no para tener razón, sino para equivocarse. Precisamente por eso, y porque con el aumento del poder humano las posibilidades se hacen tan extremas, la proyección del futuro a largo plazo, hipotética, científicamente fundada y en lo posible global (y que no es menos cierta por ser hipotética), quizá sea el primer nuevo valor a ejercitar hoy para el mundo de mañana, al que nada se puede parangonar en el mundo de ayer.

Tras estas observaciones introductorias, ya deslizadas antes in medias res, queremos seguir ordenadamente los distintos aspectos de nuestra pre­gunta por los valores permanentes, los envejecidos y los nuevos. No quiero agobiar al lector ni a mí mismo con el intento de definir estrictamente el concepto de «valor», y menos aún con la cuestión filosófica, ardientemente discutida, de si los valores tienen un motivo sólo subjetivo o también uno objetivo que los legitima y hace vinculantes. Para entendemos, por el mo­mento basta con decir que los «valores» son ideas de lo bueno, correcto y perseguible, que salen al encuentro de nuestros instintos y deseos, con los que bien podrían conciliarse, con una cierta autoridad, con la pretensión de que se les reconozca como vinculantes y por tanto se les «deba» acoger en la voluntad, pretensión o al menos respeto propio. Dejaremos a un lado si esto expresa más que la fuerza psicológica de valores histórico-culturales- comunales que han conformado de facto nuestro pensamiento y sentimien­to, o si esa pretensión puede demostrar tener su fundamento en la razón. Suponemos sencillamente su vigencia fáctica, es decir, el reconocimiento de

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ciertas normas en la subjetividad individual y colectiva, y preguntamos de manera pragmática cuáles de ellas necesita para sí la vida en el futuro ima­ginado. La quaestio juris propiamente dicha: si hay realmente algo así como una norma válida en sí misma —entre ellas también la aquí presupuesta de que el futuro después de nosotros, es decir el mundo de mañana, nos con­cierne desde el punto de vista ético—, conduce a la metafísica, que sólo to­caremos para terminar.

Diremos pues primero algo sobre valores que se mantienen válidos en cualquier futuro imaginable que siga siendo humano. Por lo demás, en lo sucesivo sólo se hablará de valores como fundamentos de determinación de la actuación, y no, por ejemplo, de valores estéticos, principalmente aplica­bles a la contemplación: de ellos cabe esperar, sumariamente (y no hay ra­zón para dudar de ello), que el arte y el sentido de la belleza no desaparez­can nunca de la vida de nuestros descendientes. En lo que concierne a los valores prácticos, se expresan en la costumbre, la moralidad y el derecho, y con este último, naturalmente, también en la política. Hay ahí un espectro que va desde lo enteramente privado a lo eminentemente público, aspecto éste que nunca está del todo ausente, porque en la sociedad todo compor­tamiento es visto y comentado, recientemente incluso el más íntimo, con la desaparición del pudor. Nos encontramos pues ante la «costumbre», que entre los que llamamos «valores» o normas es el menos codificado y con- ceptualizado, pero soporta y penetra todos los demás. De forma premoral y prejurídica, regula la vida en común mediante su canon, que se comunica de manera osmótica, de qué se hace y qué no se hace, qué se dice y qué no se dice, qué se enseña y qué se oculta. Desde lo enteramente externo de las formas de trato («modales») hasta el tacto, íntimamente fundado (que sin duda no se puede ordenar, pero en el que sí se puede educar en alguna me­dida), éste es el ceremonial acumulado de la «inmediatez», la costumbre vi­gente sin discusión, la condición previa del trato civilizado, es decir, preci­samente «educado». Su formalismo automáticamente vigilado por una censura tanto interna como externa, a menudo arbitrario, asegura con su estilización del comportamiento general el margen interpersonal neutral dentro del que son posibles las verdaderas relaciones pei'sonales electivas.Y no menos importante es el poder de la costumbre como cimiento huma- nizador, también para el espacio político-público. Porque aunque la mayo­ría de sus normas concretas tienen poco que ver con la moral propiamen­te dicha, es decir, con la bondad de la persona, y también una pequeña parte de ella (por ejemplo las ofensas al honor) llega hasta el campo de la sanción jurídica, sin embargo esta apariencia impuesta a la cruda «verdad», incluso la hipocresía ritualizada que hay en ella, actúa como el imprescin­dible lubricante que suaviza los roces internos de la infraestructura del me­canismo social, los roces en la capa básica interpersonal, lo bastante como para permitir a sus miembros acceder a la esfera pública, suprapersonal, y a sus responsabilidades colectivas. En estas superestructuras, con sus divi­siones, solidaridades y conflictos organizados, ya no reinan el uso y la cos­tumbre, sino reglas de juego político-jurídicas de un tipo muy distinto, más racional y conscientemente negociado, que sin embargo no podrían fun­

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cionar sin una cierta paz —precisamente la paz de la «cortesía»— en la capa básica individual. Así que el valor de la costumbre —aunque no necesa­riamente el de una costumbre en particular— es tan importante para el mundo del mañana como para cualquiera de los mundos de ayer, y no ha­ría falta que perdiéramos el tiempo hablando de eso si entre el ayer y el ma­ñana no estuviera el hoy, con su disolución de la costumbre. Los apóstoles vulgarizadores de un saber desenmascarador la desacreditan tildándola de limitación de la libertad personal, y su ostentosa inobservancia disfruta del prestigio de una osadía emancipatoria, que culmina la Ilustración. En este desprecio de la convención entra la antes mencionada desaparición del pudor, que ha afectado en más o en menos a todo el mundo occidental y se ador­na con el nombre de realismo, contrapuesto al de fingimiento. Lo que se les escapa a sus joviales abogados es la realidad de que la eliminación de la re­serva amenaza la integridad de la esfera pública no menos que la privada, que ambas sólo pueden prosperar en la separación y se echan a perder mu­tuamente cuando se mezclan. Que la exhibición de lo privadísimo, tanto es­piritual como físico, destruye la intimidad de lo privado, está claro sin más. Pero igualmente cierto, aunque no tan manifiesto, es que su penetración en el espacio público destruye su carácter suprapersonal, que le permite la prerrogativa de la objetividad, que es esencial a él. La amenaza es nueva, porque nunca antes ha habido un instrumento de indiscreción pública, ma­nejado con placer por ambas partes (en lugar del instrumento privado del cotilleo), como el moderno sistema de comunicación electrónico, que lleva el dormitorio (y el sofá del psicoanalista) a cada salón. Ambas partes, la pú­blica y la privada, han de ser protegidas de sí mismas, cada una en aras de sí y de la otra. Así pues, de manera en apariencia paradójica, es una obliga­ción pública proteger a lo privado (junto con lo privadísimo, raptado a la autocensura del pudor) del insistente voyeurismo de los medios de comuni­cación pública, es decir, reavivar contra ellos las antiguas inhibiciones. Aquí acecha uno de los riesgos más sutiles —muy distinto de los físicos— de la civilización tecnológica, tan sutil en sus medios y tan vulgar en sus efectos. En el conglomerado cada vez más denso de masas atomizadas, amorfas, perdida la cohesión de las costumbres de sus grupos originarios, cuyo acceso a lo general viene facilitado por estos canales, podría ocurrir que nos convirtiéramos en salvajes tecnológico-electrónicos. El canadiense de Rousseau, «que no conocía la superficial cortesía europea», citado en el famoso poema de Seume del siglo xvm, era «mejor persona» («nosotros los salvajes somos mejores personas»), no en tanto que «más salvaje», que no lo era en absoluto, sino todo lo contrario, porque estaba más firmemente enraizado en la costumbre de la tribu —su «superficial cortesía»—, que le decía cómo se trata a un extranjero y a un invitado. Todas las sociedades «primitivas» están altamente ritualizadas en lo referente al comportamien­to formal, y en esto el hurón era superior al semiasilvestrado europeo colo­nial, que en el Nuevo Mundo había perdido demasiado del viejo barniz. Mi­rando al mundo del mañana, nosotros los «europeos» tenemos que temer en sentido amplio convertirnos en los primeros bárbaros civilizados com­pletamente salvajes. En la costumbre pues, en la más vulnerable base de los

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valores, por ser la menos gobernable, tenemos un valor que sin duda no es nuevo, pero sí necesitado de renovación, para el mundo del mañana, un va­lor que necesitamos especialmente por razones de las que hablaré más ade­lante. Si se puede hacer algo en esa dirección, y cómo, es naturalmente una cuestión distinta, que asimismo dejo para después.

Con la aparición de una posible tarea para la responsabilidad y la más amplia pregunta, implícita en ella, de hasta qué punto podemos permitir­nos mañana la permisiva sociedad de hoy, hemos pasado de mores a mora- lia, de la costumbre a la moralidad y sus obligaciones, y nos acercamos al mismo tiempo a las exigencias más concretas del futuro tecnológico. Tam­bién aquí tenemos que distinguir entre lo privado y lo público, entre la es­fera individual y la colectiva. Naturalmente a nivel individual, en el trato directo de hombre a hombre, siguen en vigor los antiguos mandatos y vir­tudes. En las situaciones interhumanas nunca faltará ocasión para la justi­cia, la bondad y la lealtad, y su posesión como postura permanente, así como su ejercicio juicioso caso por caso, siempre representará un valor que ninguna sociedad quiere echar de menos ni puede sustituir por la mera coacción jurídica. Tampoco queremos perder su ejemplo visible en la ima­gen del hombre, al que podamos mirar en épocas oscuras, cuando la fe en que el ser humano merece la pena sea sometida a duras pruebas. Sí, nece­sitamos algo más que las virtudes mínimas, sin las que no se puede funcio­nar ni en las épocas más normales y que se pueden exigir a cualquier per­sona. Pero los tiempos más oscuros son aquellos en los que no se puede hacer ni esto, porque la simple decencia requiere un inusual sentido del sa­crificio o valor, y su mantenimiento se convierte en una brillante excepción en la marea de la miseria general. Es espantoso que el justo sólo pueda ser­lo en calidad de mártir. Hemos visto que nunca faltan del todo esos testi­monios en los que uno expía por incontables, y les debemos el no dudar del ser humano. Pero como debemos influir —y ése es el mejor sentido del «pro­greso»— en que las épocas oscuras sean cada vez menores y no se llegue a las horribles, preferimos no contar las virtudes heroicas entre los valores del mundo del mañana.

Con ello estamos en la esfera suprapersonal, pública, donde los «tiem­pos», tanto buenos como malos, se preparan, y donde, sobre todo, el pro­greso que acabamos de invocar se encuentra en su casa. De éste sabemos ahora —sólo ahora— que su rostro es el de Jano. Los mismos medios con los que promete eliminar la miseria del Tercer Mundo y acrecentar el bie­nestar material de toda la humanidad, en crecimiento gracias a él —los medios de la técnica agresiva—, amenazan, precisamente con sus éxitos a corto plazo, con conducir a una devastación medioambiental quizá irreme­diable a largo plazo. Es más la eficacia demasiado grande que la demasia­do pequeña de los recursos la que tenemos que temer, a nuestro poder más que a nuestra impotencia. Y el cumplimiento continuo espacio-temporal en cada caso de la promesa de progreso en una sucesión de buenos tiempos podría llevar el camino del destino a su desembocadura global y final en el más espantoso de todos los tiempos. A esto se añade que lo externamente bueno ya se puede comprar al precio de una devastación interior del ser hu­

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mano que quizá no sería menos irreparable que la del medio ambiente, pero sin duda, como ésta, sería un precio demasiado elevado por las bendi­ciones que el progreso técnico puede reportar en su propia moneda. Antes de entrar en cómo esta perspectiva, con su potencial apocalíptico, repercu­te en la determinación de los valores para el mañana que hay que anunciar y que conciernen sobre todo a la conducta colectiva, podemos decir algo so­bre la influencia que la situación pública en curso de modificación tiene ya ahora sobre el papel de los antiguos valores de la ética individual.

Tomemos dos ejemplos bien conocidos. El primero es la «beneficen­cia», el alivio de la miseria ajena, que en el judaismo era un mandato (Miz- wah) para todos y en el cristianismo, bajo el nombre de caridad, de amor activo, se contaba entre las virtudes cardinales, incluso estaba a su cabeza, pero, sin sanción religiosa, era considerada en general como una obliga­ción honoraria del feliz frente al desdichado cuya observancia, por lo me­nos en la costumbre de dar limosnas en las sociedades premodemas, debía si no a su conciencia, sí a su buen nombre. La misma compasión para con el sufrimiento estaba considerada un adorno del alma en la imagen del hombre, cuya falta nadie gustaba de confesar. Ayudar a los fatigados y ago­biados, dar de comer a los hambrientos, cuidar a los enfermos y moribun­dos... eran virtudes a un tiempo personalísimas y socialmente meritorias, que no se pueden eliminar, como modelos de conducta, como «modelos de rol», del sistema de valores de las sociedades anteriores. Ahora bien, todo el mundo sabe que en el Estado moderno la mayoría de esas actividades han sido sustraídas al sentimiento y la acción personales y transferidas al siste­ma público de bienestar. La aportación voluntaria ha sido sustituida por un impuesto, la iniciativa privada por la institución oficial... y, por parte del re­ceptor, la esperanza en la correspondiente caridad por el derecho a unos servicios permanentes públicamente garantizados. Tenemos todas las razo­nes para saludar esa evolución, y podemos esperar que siga creciendo. He aquí pues un caso en el que el progreso público, con su objetivización de las funciones, supera en cierto modo el papel de la ética individual. Natural­mente, la compasión y la solidaridad siguen manteniendo su valor interior y nunca carecerán de ocasiones personales de ser aplicadas. Pero en tanto el Estado hace suyas las antiguas obras de misericordia, que con ello dejan de ser obras de misericordia, la beneficencia tendrá un valor reducido entre los valores del mundo del mañana, comparado con el de ayer; incluso eso es lo que tiene que desear, dado que jamás podría desear la oportunidad de tener que ser ejercida, es decir: la miseria ajena. Y si algo esperamos del pro­greso técnico es una mejor cobertura de las necesidades humanas básicas, es decir, una disminución de la necesidad física. Añadamos que en el mun­do del mañana la solidaridad ya no sólo será ejercida de persona a persona y desde el Estado a sus ciudadanos, sino también de nación a nación, por lo que en vez de la nobleza (que apenas se puede esperar entre colectivos) el interés bien entendido de todos los tripulantes de un sólo barco será base suficiente y ojalá que también motivo eficaz. Hablaremos después de esta expansión de un antiguo valor a un objeto tan amplio.

Mi segundo ejemplo es el de la bravura bélica, exactamente opuesto a la

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compasión y la beneficencia. Indiscutiblemente un valor de alto rango en el pasado, apenas tiene espacio en la imagen de un futuro que haya de ser du­radero. No hace falta gastar muchas palabras al respecto. Debido al desa­rrollo de la técnica bélica, la evitación de la guerra será en sí misma una cuestión de supervivencia de la humanidad; e incluso en aquellos conflic­tos armados que se detengan ante los recursos extremos, la bravura perso­nal tendrá poco que hacer frente al decisivo poder de la técnica impersonal. Aquí, pues, un valor se ha vuelto obsoleto en el doble sentido de que la hu­manidad va no puede permitirse la ocasión para su actualización y de que, incluso si lo hiciera, la ocasión para él resulta remota. Aun así, sigue sien­do válido que el valor en general y el valor físico en particular seguirá siendo valioso en sí mismo y seguirá encontrando oportunidades, de las que la co- tidianeidad civil tampoco carece. Salvar a un niño de morir en una casa en llamas no vale menos que el heroísmo militar. Pero estas ocasiones ocurren y no están, como la guerra, organizadas voluntariamente.

Éste es el momento de deslizar la observación de que nuestra conside­ración acerca del «envejecimiento» de ciertos valores a lo largo del tiempo no tiene nada que ver con la tan traída y llevada tesis de la relatividad de los valores. Los valores en sí mismos son intransformables: la misericordia es, de una vez por todas, mejor que la dureza de corazón, la bravura mejor que la cobardía. No podemos desear su desaparición ni negar su carácter de vir­tudes. Pero tienen sus épocas, y bien podemos desear que sus motivos de­saparezcan, que las circunstancias las hagan innecesarias. Incluso ellas mismas tienen que desearlo. Porque son (ésta es la segunda observación al margen) virtudes de emergencia, que no podrían desear su condición, es de­cir: la situación de emergencia a la que salen al paso. Eliminarla, y con ello a sí mismas, es su verdadero destino. Como ya decía Aristóteles, hacemos la guerra para tener la paz. Tampoco la generosidad quiere ver eternizada la escasez para tener un objeto para ella. Incluso la justicia, en su forma más impresionante de la lucha contra la injusticia y en favor del derecho infrin­gido o fallido, aspira en última instancia a un orden en el que se vuelva su- perflua como especial virtud, por lo menos como virtud militante, que tie­ne que enderezar lo torcido.

Con esto llegamos a la idea, que nos lleva al corazón de nuestro tema, de que detrás de las virtudes de emergencia y de las obligaciones que cum­plen de vez en cuando se abre la obligación, mucho más amplia, de cuidar de que haya una situación global que, si es posible, no deje que se llegue a las situaciones de emergencia, pero sobre todo prevea esa amenaza integral a la que ninguna virtud podría va salir al paso. Esto nos conduce plena­mente de la esfera personal a la suprapersonal, pública, y al mismo tiempo a la cuestión de qué valores —viejos o nuevos— tendrán una especial im­portancia positiva para el mundo del mañana como empresa global.

El primero de ellos ya se mencionó en la introducción: el valor de la má­xima información sobre las consecuencias de nuestro actuar colectivo. El sentido de «máxima» incluye aquí la cientificidad de la deducción apareja­da a la viveza de la imaginación, porque sólo con tal saturación de cantidad abstracta con calidad concreta podrá lo que se sabe desde hace mucho ob­

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tener la fuerza para codeterminar nuestra conducta, tan poderosamente dominada por los intereses del ahora... que es en lo que consiste precisa­mente el valor de esa información. ¿Qué hay de nuevo en esto? Lo nuevo es ver lo que está lejos y contraponerlo a lo tan apremiantemente cercano, que pronto se va a producir. Pensar las consecuencias ha sido desde siempre parte de la acción planificadora, que tiene la elección entre alternativas, pero el margen de la previsión era corto, en consonancia con la proximidad de los objetivos al alcance de nuestro poder; por regla general, es decir en los casos típicos predominantes, se podía buscar apoyo en la experiencia pasada, pero por lo demás darse por satisfecho con adivinar la salida apro­ximada, ejecutar lo mejor posible lo que se tenía entre manos y asumir el destino incierto. Esto era lo adecuado a la modesta magnitud de las em­presas humanas, que en un orden global permanente de las cosas podían dejar en manos del futuro el solucionar de forma similar las tarcas de su momento. Esto es precisamente lo que ha cambiado de forma radical. La magnitud causal de las empresas humanas ha crecido inconmensurablemen­te bajo el signo de la técnica; lo carente de procedimiento se ha convertido en regla y la analogía con la experiencia anterior ha dejado de ser compe­tente; los efectos a largo plazo son calculables, pero también contradicto­rios; ya no se puede construir sobre las fuerzas regeneradoras del conjunto que nuestra acción arrastra consigo; las gentes del futuro ya no se pueden suponer como situadas en similar situación de partida. Con la gran técnica nos hemos apuntado a la frase de que el mundo de mañana no será similar al de ayer. Para que la diferencia no sea de tipo ominoso, el conocimiento previo tiene que intentar alcanzar a nuestro poder, que se le ha escapado de las manos, y someter sus objetivos próximos a la crítica de las repercusio­nes a largo plazo. Así pues, la nueva ciencia (o arte) de la futurología, que nos permite ver los efectos a largo plazo, será en esta forma y función un nuevo valor para el mundo del mañana. No sirve, como las ciencias natu­rales, en las que se apoya, para aumentar nuestro poder, sino para vigilarlo y protegerlo de sí mismo... en última instancia pues, para obtener poder sobre el poder antes surgido de las ciencias naturales. Sólo podrá hacerlo si lo que sabe, es decir, lo que muestra como posible o probable, se experi­menta en forma de visión, de manera que produzca en nosotros el senti­miento adecuado que mueve a la acción. Mediante esta vinculación con el sentimiento que responde a un futuro estado del hombre, esta previsión contribuirá a humanizar los conocimientos científico-técnicos, que al ex­trapolar al futuro tendrá que fundir con un conocimiento del ser humano.

El sentimiento adecuado del que hablamos es en gran medida el temor. Así que también éste gana un nuevo valor. Antes de escaso prestigio entre las emociones, considerado una debilidad de los miedosos, ahora ha de ser honrado y su cultivo convertirse en obligación ética. Sí: nosotros los pode­rosos, conscientes de nuestro poder de hoy, tenemos que ponernos preme­ditada y autoeducativamente en el lugar de aquel «que salió a aprender lo que era el miedo»: pero un miedo de nuevo cuño. Y ello porque, aparte del actual temor a la catástrofe de una guerra atómica para nosotros mismos, lo terrible después y para los aún no nacidos es lo que debe sumirnos en el

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espanto. Esto sólo podrá hacerlo la más viva fantasía si nos identificamos con esos seres humanos del futuro... y esto ya no es un acto de fantasía, sino de moral y del sentido de la responsabilidad que en ella tiene su ori­gen. Bajo el signo de nuestro poder, se sitúa a la cabeza de todos los valo­res; su objeto se convierte en el mayor de los imaginables, incluso jamás pensados como objeto práctico, salvo en la escatología religiosa: el futuro de la humanidad. La responsabilidad sobre él que por primera vez nos afecta es lo que convierte el verdadero temor en obligación y ejercicio dia­rio para nosotros. De ello se desprende más de una revalorización de valo­res anteriores.

Antes se decía: «El que no arriesga no gana», y se ensalzaba al arriesga­do mientras se despreciaba un poco al cauteloso. Para el individuo y en su esfera, esto puede seguir teniendo validez. Pero para la mayoría —que al principio del desafío tecnológico aún pudo seguir pensando de forma pare­cida y durante una buena temporada pudo preciarse del beneficio obteni­do—, dada la enorme dimensión de lo que entretanto está en juego y por lo que nuestros descendientes tendrán que pagar un día, la cautela se ha con­vertido en virtud superior, ante la cual retrocede el valor de la osadía, más bien se transforma incluso en el no valor de la irresponsabilidad.

¿Cómo se practica la cautela que recientemente nos impone la respon­sabilidad? En última instancia, más allá de toda prueba de riesgo concreta de esta o aquella empresa, en una nueva humildad en los objetivos, en las expectativas y en el modo de vida. En lo que concierne a las pruebas de ries­go concretas, en El principio de responsabilidad propuse, al intentar una «heurística del temor», una regla fundamental para el tratamiento de la in- certidumbre: in dubio pro malo —en caso de duda, presta oídos al peor pro­nóstico antes que al mejor, porque las apuestas se han vuelto demasiado elevadas como para jugar. En muchas cosas estamos ya en medio de la ya nada incierta zona de peligro, donde la nueva humildad ya no es sólo cosa de cautela previsora, sino clara urgencia. Para detener el saqueo, la depau­peración de especies y la contaminación del planeta que están desarrollán­dose a toda marcha, para prevenir un agotamiento de sus reservas, incluso un cambio insano del clima mundial causado por el hombre, es precisa una nueva austeridad en nuestros hábitos de consumo.

«Austeridad»: estaríamos pues ante un valor bien antiguo, y sólo re­cientemente pasado de moda. Continencia (continentia) y moderación (tem- perantia) fueron durante largas épocas de Occidente virtudes obligadas de la persona, y la «gula» está escrita con mayúsculas en el catálogo eclesiás­tico de vicios. Ambos eran, bien entendidos, valores y defectos morales en sí mismos, es decir, para bien y para mal del alma, que por inducción de la concupiscencia y de lo corporal pierde nobleza. La consideración de la es­casez y de lo que uno se puede permitir es secundaria al lado de esto. (Sin duda en el caso del ahorro representa un papel diferente.) Incluso allá don­de la autonegación no era exactamente una condición de la curación del alma (sobre lo que, en su anatomía de los «ideales ascéticos», Nietzsche tuvo algunas cosas que decir, no precisamente halagüeñas), una cierta aus­teridad era de todos modos el signo de una existencia superior. La austeri­

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dad que ahora se vuelve a reclamar no tiene nada que ver con esto ni con la perfección personal, aunque como éxito secundario también habría que sa­ludar este aspecto. La austeridad se exige con vistas al mantenimiento de las existencias de la tierra; es pues una faceta de la ética de la responsabili­dad para con el futuro. Con lo que menos tiene que ver es con la escasez existente. Al contrario, ha de predicarse en una situación en la que la «gula» en el más amplio sentido del consumismo no sólo se ve favorecida por una riqueza de bienes exuberante y accesible a todos, sino que como celoso y omnívoro consumo del producto interior bruto se ha convertido en una co­laboradora necesaria y meritoria en la marcha de la moderna sociedad in­dustrial, que proporciona al mismo tiempo a sus miembros los ingresos para disfrutarla. Todo está orientado a este circuito de producción y consu­mo: en la publicidad se incita, acicatea, atrae al consumo de manera ince­sante. La «gula» como virtud, incluso como obligación socioeconómica, es en verdad algo históricamente nuevo en el actual momento del mundo oc­cidental. Frente a estas coacciones y estímulos, este clima de indulgencia general y su posibilidad material, hay que alzar el grito aún más nuevo en favor de la austeridad, de una renovada austeridad. Su sentido, como he­mos visto, no es en sí el retorno a un viejo ideal, sino la instauración de un ideal nuevo que se le parece en su manifestación. ¿Qué expectativas tiene este grito de abrirse paso antes de que la escasez que se avecina nos fuerce a algo mucho peor?

Está el camino del consenso voluntario y el de la coacción legal. El pri­mero, preferible con mucho, pero que ya no puede contar con el poder de la religión, sólo será transitable si la deseada conducta de renuncia es ele­vada a norma social por el poder de la costumbre, a la que el individuo se atenga en su conjunto incluso sin examinar su sentido y de modo habitual, por el hecho mismo de que tendría que avergonzarse ante sus congéneres si la infringiera. Volvemos a topar con la costumbre V con el más fuerte de sus bastiones, la vergüenza... y de hecho el moderno vértigo del consumo tiene en sí algo de desvergonzado. Confieso que no soy optimista respecto a se­mejante reforma de las costumbres, que en cierto modo desde abajo con­vierta una austeridad digna en un valor social involuntariamente activo an­tes de que sea demasiado tarde para ello y sólo quede la indigna alternativa del despilfarrador empobrecido. El otro camino para prevenir esto sería la imposición temporal de austeridad desde arriba, mediante la ley pública y sus sanciones. Tampoco eso tiene buenas expectativas en el procedimiento de votación democrática, que está ampliamente dominado por intereses y circunstancias actuales y difícilmente se puede profetizar mientras no haya una carencia que esté ahí. Así que la necesaria legislación tendría que pro­ducirse de forma autoritaria, como parte de un orden político modificado, lo que habría que lamentar en nombre de la libertad. De todas formas ésta no funciona bien cuando a los poderes públicos les incumbe la prescripción e inspección del comportamiento privado; y es preferible no pensar en el sistema de espionaje y delación, favorecimiento y rodeo, mentalidad de mercado negro, etc., que tan fácilmente se crearía. De esta dificultad de la libertad en el mundo del mañana, y de que —como por otra parte siempre,

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pero entonces especialmente— en realidad sólo sería posible si pudiera confiar su autorrestricción a la censura de la costumbre, diremos aún al­guna cosa al final.

Antes hay que añadir algo más al tema de la moderación. Hasta ahora la hemos entendido como moderación en el consumo, y podíamos enlazar con la virtud premoderna, claramente tradicional, de la contención. Pero pisamos un terreno completamente nuevo si pasamos del freno en el con­sumo al freno en las capacidades y los logros, a frenar el impulso hacia la acción. ¿Quién hubiera recomendado nunca, en nombre del interés gene­ral, «moderación» en la aspiración a las máximas prestaciones humanas? Era una virtud hacer lo que se podía, superar lo bueno con lo mejor, acre­centar todas las capacidades, hacer cada vez más cosas y más grandes. Pero, ¿deberemos —podremos— en el futuro seguir avanzando hacia esos máximos logros? ¿Hacia el máximo, por ejemplo, de prolongación de la vida? ¿Hacia el cambio genético? ¿Hacia la conducción psicológica de la conducta? ¿En la producción industrial y agraria? ¿En la explotación de los tesoros naturales? ¿En el incremento de toda eficiencia técnica? Sin entrar en detalles, podemos expresar la sospecha general de que en muchos luga­res la contención se puede convertir en un mandato e incluso el aumento del rendimiento no seguirá siendo un valor incuestionable, por no hablar de las dimensiones de su empleo. Que el freno del consumo lleva consigo el freno de la producción, que se adapta a la demanda, es algo evidente. Pero nuestra pregunta y nuestra sospecha van más allá de tales obviedades. Po­ner límites y saber mantenerlos incluso en aquello de lo que con razón es­tamos más orgullosos puede ser un valor completamente nuevo en el mun­do del mañana. Quizá tengamos que avanzar del comedimiento en el uso del poder, que siempre fue aconsejable, al comedimiento en la adquisición del poder. Porque en todas partes se alcanzan puntos en los que la posesión del po­der lleva consigo la tentación casi irresistible de emplearlo, pero las conse­cuencias de su uso pueden ser peligrosas, miñosas, cuando menos comple­tamente imprevisibles. Por eso, sería mejor no poseer siquiera el poder aludido. Poder decir: sí, aquí podríamos seguir avanzando, alcanzar aún más, pero renunciamos a ello, lo que muy bien puede ser una virtud crítica en el crítico juego de azar del futuro. Tal renuncia es dolorosa para el espí­ritu creador, y el elogio de la virtud no le consuela. Antes puede consolarse con que las heridas abiertas por la técnica pueden ser curadas por una téc­nica aún mejor, y por tanto el esfuerzo para seguir superándose, para al­canzar nuevas máximas prestaciones en la adquisición de capacidades, no puede detenerse nunca, precisamente por los dobles efectos de la técnica. En pocas palabras: el progreso técnico es necesario ya para la corrección de sus propios efectos. Esto es cierto, pero no suspende el consejo de la con­tención; sólo lo diferencia. Porque no todas las heridas son curables, al­gunas son básicamente incurables, e incluso más allá de ellas, entre los efectos nocivos amenazadores de la gran técnica hay aquellos que siguen avanzando por sí mismos y que ninguna técnica puede va detener, y no di­gamos curar. No es admisible contar con futuros milagros de la técnica para permitirse empezar por ser audaces; y tampoco se puede construir e-

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masiado sobre la capacidad del ser humano para frenar a tiempo el ejerci­cio del poder aprendido un día. Por lo demás, se entiende que la eventual política de renuncia aquí aludida es selectiva ya en la invención. Comienza por los objetivos que no son necesarios. Los irrenunciables siguen siendo bastantes como para seguir ocupando creativamente al ingenio técnico tan­to en el perfeccionamiento como en la corrección y eliminación.

Pero confesemos que la modestia —a diferencia de aquello a lo que hay que renunciar— no es un valor que entusiasme, y su arte es difícil de apren­der. Incluso ejercerla en una sociedad fragmentada es casi imposible para las autoridades responsables, que se ven obligadas a temer que el otro haga lo que uno deja de hacer. Por eso la superación de esa fragmentación, la creación de una humanidad de algún modo unida —que al fin y al cabo es el único sujeto de actuación adecuado para lo que le atañe como conjun­to—, es uno de los objetivos más apremiantes para el mundo del mañana.

Porque todas las renuncias de que hablamos son exigibles en aras de la humanidad, arrastrada como un todo —nolens o volens— al desafío tecno­lógico y sus riesgos. «¡La humanidad entera!» Bien, éste es un objeto exce­sivo, casi inaprehensible en su falta de rostro, que por eso no insufla fácil­mente entusiasmo. Entregarse a algo mayor y más amplio y sacrificarse por ello no es algo extraño al ser humano. Un buen ejemplo del pasado es el del patriotismo. Comparativamente, sentirlo es fácil, porque la propia nación, por numerosa y extensa que sea, es concreta en su representación, los lazos con ella son de múltiple intimidad, lingüística, cultural, histórica, estatal, y el enemigo que despierta en cada momento el sentimiento nacional es ex­terior y hace de pronto nítida y clara la por lo demás difusa «propiedad» de la propia nación. En cambio es difícil sentir preocupación por la humani­dad, porque es abstracta, en su mayoría ajena en más de un sentido, y el enemigo que la amenaza es interior, concretamente las propias costumbres y aspiraciones, entre ellas la mía. Lo difícil que lo tiene el conjunto frente a las particularidades, mucho más vivas, lo muestra la experiencia hasta el momento de las Naciones Unidas.

Si por tanto, como afirmamos, la responsabilidad frente al conjunto es el valor principal para el mundo del mañana, el valor complementario a él es un vivo sentido de su objeto, precisamente «el conjunto», la humanidad como tal. Así pues, despertar, mantener, incluso fundamentar un senti­miento de «la humanidad» es una importantísima tarca educativa e intelec­tual para el mundo del mañana. Sin fundamento en la razón, este senti­miento por lo demás lejano y un tanto artificial no puede afirmarse frente a los estímulos, más espontáneos, de solidaridades y egoísmos cercanos. Para decirlo directamente, hay que dudar de que el individuo pueda salir adelante sin las solidaridades y «sentimientos de conjunto» más próximos, es decir, sin la nación. La causa supranacional de la humanidad sería prác­ticamente insostenible si tuviera como condición la negación de lo más próximo, y el intento de forzarla solamente podría llevar al desastre... uno de los cuales sería comprometer precisamente la idea de la propia caúsa de la humanidad. Su voz tiene que ser oída pues respetando la de los particu­lares, para obtener de ellos su consentimiento a ella como la causa supre­

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ma. Para eso tendrá que poder apoyarse en algo más que el interés bien en­tendido de los Estados, que en todo caso podría bastar para el mero mante­nimiento de la paz, es decir, la evitación de la guerra entre ellos. El riesgo para el futuro, lo hemos visto, tiene un amplio suelo, parte de la conducta cotidiana misma dentro de los Estados del mundo tecnificado, que puede muy bien avanzar sin freno hacia una paz mundial que quizá contenga el temor inmediato por el propio presente. Esta cotidianeidad impulsada por la fuerza de la costumbre, que por sí y por ahora no está sometida a ningún dictado del terror, sólo puede, más allá de todo presente en apariencia ino­cente, salir al paso del íntimamente reconocido y sentido deseo de un futu­ro humano global sobre la tierra, y aquellos que lo han reconocido y han reconocido el riesgo que corre tienen que convertirse en sus portavoces in­cansables... tan incansables como esa misma cotidianeidad amenazadora.

Por qué el género humano nos plantea esta pretensión suprema, por en­cima de todos los particularismos, es una pregunta sin duda justificada, a la que hay que dar respuesta. Quisiera que aún se pudiera volver para ello a la doctrina bíblica de que el hombre —no éste o aquel, sino «el» hombre como tal, del que deriva todo lo demás— ha sido creado «a imagen de Dios». Hay que trabajar en ver con qué sustituir esta respuesta ligada a la fe. Desde el punto de vista puramente biológico, no hay la menor razón por la que una parte de la especie Homo sapiens no pueda matar o hacer matar a otras partes, siempre que esa parte se mantenga. Biológicamente, incluso no habría nada que objetar a la extinción de la especie... no sería la prime­ra, ni sin duda la última en la historia de la vida. Sentimos que en el caso del hombre las cosas son de otra manera: sobre todo, que él y lo que ha he­cho no pueden desaparecer. Este sentimiento tendrá que demostrar que es cierto para no sucumbir con demasiada facilidad a las acusaciones de la su­puesta irrcvocabilidad del destino. Igual que, con Schopenhauer, del «infa­me optimismo», tenemos que cuidamos también del infame pesimismo y fatalismo, que disculpan dejar las manos en el regazo. Tenemos que saber que el ser humano debe ser. Elevar ese sentimiento ya encontrado a conoci­miento sólo será posible mediante un renovado saber de la esencia del hombre y de su posición en el universo, que nos diga lo que se puede admi­tir en el futuro estado del hombre y lo que hay que evitar a toda costa. Cre­ar bases para un saber así por encima de lo insondable y dar así a la exi­gencia de solidaridad humana, y especialmente a la obligación para con el futuro lejano, una autoridad que ninguna consideración pragmático-utili­taria puede darle por sí sola... ésa sería una tarea para la metafísica, caída en el descrédito filosófico, a la que también habría que contar entre los va­lores para el mundo del mañana.

Tras este vuelo hacia regiones trascendentes, en el que seguro que algún lector no se ha sentido del todo cómodo, volvemos, para terminar, a la pro­blemática pegada al suelo de la libertad en el mundo del mañana. Entre las renuncias que nos impondrá está inevitablemente la renuncia a la libertad que se hará necesaria en proporción al crecimiento de nuestro poder y sus riesgos de autodestrucción. Los controles que tal poder requiere, en manos tan poco fiables como las nuestras, no pueden por menos que poner estric­

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tos límites a la arbitrariedad también en lo individual; y junto con los liber­tinajes ya no tolerables de un capitalismo desenfrenado v sus excesos de consumo, también algunas libertades que nos son queridas, personales y comunales, podrían caer víctimas de la agudizada condition humaine. Al­guno sentirá la tentación de decir que la libertad tuvo su momento. Sin duda se convertirá en una cuestión importante cuanto de su lujo podemos seguir permitiéndonos, v con el aumento de la crisis aparecerá el fantasma de la tiranía. Tendremos que aceptarlo como escapatoria salvadora, porque siempre será mejor que la extinción. Pero pensemos que para la disciplina impuesta existe la alternativa de la autodisciplina. Ha sido desde siempre el precio de la libertad, que sólo ha podido prosperar sobre el telón de fondo de una costumbre tuerte y vinculante, mediante la renuncia a la licencia, mediante la autolimitación voluntaria.1 Está en nosotros evitar la necesidad de la tiranía, tomando nuestras riendas y volviendo a ser estrictos con no­sotros mismos. Un sacrificio voluntario de la libertad ahora puede salvar lo principal de ella para después. Como todos somos cómplices del sistema, en tanto consumimos los frutos de su rapiña, todos —cada uno de noso­tros— podemos hacer algo para cambiar el rumbo de su amenaza, modifi­cando en esto y aquello nuestra forma de vida... colaborando por ejemplo en la rehabilitación de la autodisciplina en sí. En última instancia, la causa de la humanidad se impulsará desde abajo y no desde arriba. Las grandes decisiones visibles, para bien o para mal, se tomarán (o se dejarán de tomar) a nivel político. Pero todos podemos preparar invisiblemente el suelo para ellas empezando por nosotros mismos. El principio, como en todo lo bueno y correcto, es aquí y ahora.

I. Véase la sabia frase de Edmund Burke: «Una sociedad no puede existir si no se sitúa en algún lugar un poder que controle la voluntad y los apetitos, y cuanto menos de él haya dentro más tiene que haber fuera. Está establecido en la constitución eterna de las cosas que los hom­bres de mente intemperada no pueden ser libres. Sus pasiones forjan sus grilletes».

C apítulo 4

CIENCIA SIN VALORES Y RESPONSABILIDAD: ¿AUTOCENSURA DE LA INVESTIGACIÓN?

La pregunta es: ¿tiene responsabilidad el investigador sobre sus investi­gaciones? ¿Puede hacerse culpable de ellas? ¿Puede evitar esa culpa? Des­de hace algún tiempo, tales cuestiones han empezado a asediar la concien­cia, antaño tan buena, de los científicos de la naturaleza. ¿Qué podría satisfacer más a una buena conciencia que la búsqueda de la verdad? ¿Y qué objeto más legítimo de búsqueda de la verdad que la naturaleza? Pero Robert Oppenheimer dijo después de Hiroshima: el científico natural ha trabado conocimiento con el pecado. Se refería a la física nuclear y a su co­laboración en la bomba atómica. Desde entonces la alteración de la paz de la conciencia se ha extendido también a otras ramas de la investigación en ciencias naturales. Por lo menos la cuestión de una responsabilidad ligada a la propia acción ha penetrado en los protegidos campos de la investiga­ción natural y le es planteada también desde fuera, desde una opinión pú­blica amplia e inquieta. El filósofo también puede participar en las refle­xiones al respecto. Sin duda no está mejor cualificado que cualquier otro para responder a la cuestión más ardiente en la práctica: cómo una res­ponsabilidad abstracta puede concretarse en una especie de «política cien­tífica»; pero con su arsenal puede acometer cuestiones previas y básicas como la de cuál es en última instancia la relación entre la ciencia y la esfe­ra de los valores... si están separadas o se penetran mutuamente en el co­nocimiento de las cosas. Una aclaración así del entorno podría no carecer del todo de utilidad para el trato con la cuestión que nos apremia. Las si­guientes consideraciones sólo quieren tener esa humilde posición auxiliar.

Empezaremos por decir algo para aclarar los conceptos: «responsabili­dad» no es lo mismo que «obligación», sino un caso especial de ella. La obligación puede subyacer a una conducta misma, la responsabilidad va más allá de ella, tiene una referencia externa. Por ejemplo en la investiga­ción se da la obligación interna de ser «estricto»: llevarla a cabo concien­zudamente conforme a las vigentes reglas de hallazgo de la verdad y fuerza probatoria, no permitirse cortocircuitos en el procedimiento, no favorecer en la evaluación el resultado que se desea, etc. Esto queda, por así decirlo, «en la familia», forma parte del ethos propio de la ciencia, y su fiel obser­vancia no significa en realidad otra cosa que el ser un buen científico y no uno malo.

Pero precisamente el buen científico en este sentido, es decir, el que tie­ne éxito y por tanto influencia, puede encontrarse sometido a responsabili­dades que van más allá de su trabajo interno de hallar la verdad y afectan a

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su repercusión en el mundo. Tales repercusiones están ya incluidas en su mayoría en la investigación científica, en forma de utilización práctica final de sus resultados. Se averigua cómo lo «hace» la naturaleza y entonces se puede hacer algo con ella. Esto es sin duda así, por ejemplo, en la química, que incluye en su ejecución un «hacer», a diferencia por ejemplo de la cos­mología y la astrofísica, que no hacen nada a su objeto, no quieren nada de él, le dejan estar tal cual es, y se dan por satisfechas con el examen teórico del universo en su pasado, su presente y su —en absoluto influible— futuro. En todo caso, la astrofísica no sería posible sin la química física, que proce­de de forma muy actuante, y así incluso aquí el interés puramente contem­plativo se sirve del trato activo con la materia. Hoy en día, casi por doquier en las ciencias naturales el interés teórico y el práctico se mezclan indisolu­blemente (piénsese en la física nuclear o en la biología nuclear); sobre todo en la vida cotidiana de la investigación —se podría decir de la industria de la investigación, que tan a menudo es investigación industrial— la búsqueda de finalidades prácticas domina de antemano, en tanto que plantea las tareas al científico. De este modo, aquel que las resuelve se convierte en apéndice de quienes utilizan su solución. ¿Se hace así corresponsable de la forma de esa utilización, que ya no está en sus manos? ¿Debe la previsibilidad de cier­tos usos y sus consecuencias ser un motivo para él para no aceptar ciertas tareas, es decir, omitir ciertas investigaciones? ¿O debe mantener en secreto sus resultados? Esto sería casi sin duda inútil, porque el individuo no puede fiar en todos los demás que trabajan en el mismo problema en el resto del mundo. Pero además, a este ejercicio negativo de la responsabilidad que el investigador se asigna se contrapone la obligación positiva de la misma res­ponsabilidad: servir con la investigación a fines benéficos, promotores de la vida, quizá peligrosamente necesarios. Y entonces se plantea la bien conoci­da e ineludible situación de que un mismo resultado científico, un mismo conocimiento obtenido de él, es aplicable tanto para la utilidad como para el daño, tanto para el bien como para el mal... que todo poder es poder para ambas cosas y a menudo provoca ambas sin la voluntad de quien lo ejerce, incluso en el mismo uso. Dado ese doble rostro del poder y el excesivo ta­maño que suele adoptar en la técnica moderna... ¿habría que renunciar a él y a acrecentarlo, es decir, a la obtención de nuevo poder? Pero no podemos hacer eso, porque lo necesitamos para promover los asuntos humanos. Ne­cesitamos incluso su continuo progreso para superar en cada momento las consecuencias negativas de sí mismo, es decir, de su uso hasta la fecha. Es­tamos pues sometidos a cierta presión, aunque no sea una presión absoluta, que excluya toda libertad de elección. En todo caso, es demasiado tarde para plantear la pregunta que ya Prometeo hubiera podido plantear: si el poder de la técnica no es demasiado grande para el hombre, para la medida de su fiabilidad y sabiduría, demasiado grande quizá también para las dimensio­nes de nuestro planeta y su vulnerable biosfera. Ningún maestro puede de­volver al armario la escoba del aprendiz de brujo. Pero el temor previsor po­dría hacer algo para refrenarlo.

Sin duda, el investigador concreto se siente agobiado por la posible su­bestimación de las consecuencias de su acción. Y sin embargo, son preci-

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sámente esas consecuencias las que estipulan una responsabilidad. Pero ya no es tampoco el investigador individual el que persigue nuevas verdades aislado en su cuarto de estudio o en su laboratorio, sino que el individuo es parte de un colectivo investigador, en su propia especialidad y en el contex­to de las especialidades, y quizá se pudiera confiar a ese colectivo la capa­cidad, por ejemplo mediante organismos electos, de hallar la proporción de bendición y maldición en las secuelas previsibles de determinados proyec­tos de investigación, y tomar después decisiones sobre su admisión o prohi­bición. Pero como las consecuencias imaginables están en el ámbito extra- científico y conciernen al resto de la sociedad, a veces incluso a la humanidad y a su futuro, y por tanto su valoración supera la competencia específica del científico, esos organismos tendrían que contar también con profanos de todos los ámbitos de la vida. Si se piensa en un corte representativo de la sociedad, habrá que pensar también lo fácil, quizá lo inevitablemente que un organismo semejante degenera en campo de batalla de los intereses in­dividuales en litigio, es decir, que la tan necesaria amplitud de miras, inte­gral y desinteresada, se frustraría. Así que tendría que tratarse de un verda­dero «consejo de sabios», como los filósofos gobernantes del «Estado» de Platón... una concepción utópica en sí misma, e irreal incluso si, contra toda probabilidad, se diera en algún sitio una cosa así. Porque dado que los problemas son múltiples y globales, el Estado correspondiente tendría que ser un Estado mundial: de otro modo, hasta los esclarecidos sabios en su tierra de nadie, en la que disfrutan de autoridad, se encontrarían bajo la presión de lo que se hace en otra parte. ¿Quién quiere quedarse atrás y quién, si lo quisiera, podría imponerlo a sus mandantes? Los que lo acon­sejaran pronto serían depuestos. Pienso en cuestiones económico-indus­triales, ecológicas y militares.

Hasta aquí, y de forma muy incompleta, hemos presentado la dificultad práctica del tema «investigación y responsabilidad», que bien podría de­sanimar. Carezco de respuestas; habría que buscarlas esencialmente en el campo político, que no es asunto mío y además, como hemos dicho, lleva fácilmente a lo utópico. Pero como no podemos permitimos un aplaza­miento a lo utópico porque las cosas están ya quemándonos los dedos, ha­brá que empezar por algún sitio y plantear la cuestión de una autocensura de la ciencia bajo el signo de la responsabilidad.

Para ello sería precisa una toma de conciencia de todo el aparato insti­tucional, que de hecho ha empezado con las mencionadas cuestiones de conciencia entre los investigadores. Podría venirle bien una aclaración crí­tica de la autocomprensión de las ciencias.

Para dar un par de pasos en ese terreno, extraigo de la autocomprensión tradicional, casi oficial, de la ciencia dos convicciones que quizá estén ne­cesitadas de una revisión. Una es la de la carencia de valores de la ciencia, excepción hecha naturalmente del valor de la verdad en sí y de la búsqueda de ella; la otra, la del derecho a la libertad incondicionada de esta búsque­da, es decir, de la investigación. Ambas tienen un carácter casi de profesión de fe; dependen de algún modo la una de la otra y su discusión no es irrele­vante para el concepto de una ciencia responsable. Primero, pues, algo so­

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bre la llamada «libertad de la ciencia respecto a los valores». A la «libertad de investigación» le dedicaremos después un análisis aparte.

La tesis de la carencia de valores de la ciencia puede ser entendida en un doble sentido, y habitualmente ambos sentidos confluyen en el uso de la expresión. Pero son diferentes y han de ser evaluados de forma distinta. De ahí que no carezca de importancia el distinguirlos.

El primer sentido es una obligación dirigida al científico, un imperati­vo: mantén tus propios valores o inclinaciones personales al margen de la investigación del objeto, no lo veas como querrías que fuera, sino como es; sé un observador imparcial y neutral... en una palabra: sé objetivo.

El otro sentido es una afirmación sobre el objeto de conocimiento mis­mo: por sí, en su propio sentido, es neutral frente a los valores, está «libre de valores» o es indiferente a ellos, y como tal tiene que verlo la ciencia. Más allá de la admonición a eliminar la subjetividad valorativa en aras de la objetividad, se produce aquí un juicio sobre la naturaleza de la cosa mis­ma, incluso un juicio general sobre la naturaleza de las cosas.

La una es una postura metodológica, que debe permitir que la verdad del objeto sea la única en tomar la palabra; la otra es ya una tesis ontologi­ca precisamente sobre aquella verdad del objeto: la de que no conoce algo así como diferencias entre los valores. Esta tesis ontològica a su vez inclu­ye una epistemológica-conceptual sobre el estatus del valor, a saber, que tie­ne su sede exclusivamente en los sujetos humanos valoradores, se proyecta desde ellos sobre las cosas y no puede tener en ningún sentido su asiento en las cosas en sí: sólo nos pertenece de forma subjetiva, no al ser objetivo de las cosas. En este doble sentido, pues, se supone que la ciencia está libre de va­lores: metodológica y ontològicamente, abarcando «ontològico», aparte del ser de las cosas, también el ser del valor, es decir, conteniendo tanto una teoría natural como, en contraposición a ella, una teoría axiológica.

Empecemos por la indiferencia a los valores de la naturaleza. Dice que para ella no existe la diferencia entre «bueno» y «malo», sino sólo hechos regidos por una necesidad causal. El proceso de esta necesidad no tiene meta más allá de cada resultado de su desarrollo, que lleva al siguiente conforme a las mismas leyes constantes, etcétera. Ninguno de ellos está señalado como algo en lo que se completa un devenir, que llega a un ser de validez propia: todos son solamente puntos de cruce de un caminar en sí mismo ciego y continuo. La única dirección inmanente al proceso es la en­tropía, con cuya maximización todo desemboca en la indiferencia diná­mica, en lo contrario de todo algo determinado, en la nada del equilibrio general.

Este cuadro tuvo como resultado que en los comienzos de la moderna ciencia natural, en el siglo xvii, se separara el concepto de causas finales de la contemplación de la naturaleza. La teleología sufrió un anatema formal que reza: ninguna cosa anterior se hace en aras de una posterior, en la que alcanza sus fines, sino que lo posterior sigue tan sólo a la necesidad indi­ferente causada por el azar desde las condiciones previas existentes. Lo de­terminativo sólo es el de dónde, el vis a tergo, no un adonde. Las leyes na­turales, como leves formales de desarrollo, no tienen relación con el contenido

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resultante de su régimen. Como carente de finalidad, este régimen —y lo que produce— también carece de sentido. El «sentido» se lo damos noso­tros. Sólo para nosotros existe el estímulo del futuro; para la naturaleza no existe más que el impulso del pasado. Pero si la naturaleza no tiene fines, tampoco puede errarlos, es decir, en ella no existe! la distinción entre cum­plimiento y fracaso, mejor y peor, de valor superior e inferior: por tanto, tampoco la de objetos más o menos dignos.

De aquí se desprenden dos importantes consecuencias. La primera es que no se puede pecar contra una naturaleza de tal modo indiferente en sí misma, se le puede hacer todo, hacer todo con ella, sin hacerse culpable ante ella: una bienvenida carta blanca para el poder tecnológico, que no ne­cesita respetar ninguna formación natural ni ningún estado natural como sancionado por la naturaleza. La segunda conclusión es el abismo insalva­ble que se abre entre ser y deber. De la naturaleza, el mero «lo que es», el hombre no puede tomar normas de comportamiento, excepto reglas de as­tucia que no comprometen realmente. No puede anclar sus valores en un ser objetivo, sino que tiene que producirlos a partir de su subjetividad y fi­jarlos de manera arbitraria. No se alza sobre base alguna, sino que tiene que tirar de su propia trenza hacia la esfera ficticia de los valores. ¿Y de dónde salen éstos? ¿Cómo llega el hombre a sus fines? Bueno, de forma no distinta de la de los animales, a partir de sus instintos y motores, igual que la selección natural, a su vez un proceso natural neutral y carente de valo­res, que sólo pregunta por su efecto externo y no por su valor interior, que lo ha erradicado: por instinto de supervivencia y miedo a la muerte, por ins­tinto sexual y reproductorio, ansia de placer, ansia de poder, gusto por los adornos, por impulso social y todos los demás que pueda haber, y entre ellos también: por ansia de saber. Pero todos ellos sólo están sancionados por el éxito evolucionario de la supervivencia. También ellos son un pro­ducto del «azar y la necesidad»: también ellos son sólo un «es», y no un «debe» en sí, aunque puedan estar guarnecidos por nosotros, con fines de mayor fuerza psicológica, con ese carácter de un deber... a su vez un pecu­liar truco de la mecánica de la selección. Así que también el hombre, como producto de la naturaleza, está inserto en la reducción científica a la cate­goría de objeto neutral en materia de valores. Tanto más despreocupada­mente puede tratar consigo mismo.

Pero, ¿no surge la sospecha —para pasar ahora del intorme a la críti­ca— de que la imagen reduccionista de una naturaleza sin finalidades, que la ciencia se ha preparado con tan bien ponderados fines de conocimiento, está hecha a la medida de un determinado modelo de conocimiento, pero no es toda la verdad sobre la naturaleza, sino tan sólo una visión artificial­mente pergeñada? La sospecha no es infundada, porque esa naturaleza ca­rente de intereses hace brotar de sí el fenómeno del interés en seres vivos con sentimientos y aspiraciones, las finalidades a partir de su falta de fina­lidad, todo el lujo de la subjetividad, en el que se manifiestan interés y fi­nalidad, aunque desde puntos de vista puramente físicos la naturaleza ex­terna del cuerpo hubiera salido muy bien adelante sin su dimensión interior: porque hasta los organismos más complicados, hasta los supre-

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mámente cerebrales, podrían ser autómatas cibernéticos carentes de suje­to. A ellos no les importa nada en su funcionamiento, simplemente funcio­nan. Pero al ser humano, y también a los animales, en su ser siempre les importa algo, y ante todo el ser mismo (por utilizar términos de Heidegger). Este excedente, físicamente prescindible, ha surgido de la naturaleza: así que no puede serle del todo ajeno, tiene que estar predispuesta para ello. Una naturaleza que finalmente, tras interminable preparación, era capaz, de subjetividad no puede ser la mera naturaleza de la física. ¿No es más fácil sospechar que en ella misma actuaba un interés, que el interés se presenta­ba en el mundo, se hacía valer, tomaba conciencia de sí mismo? ¿No es la existencia del propio físico, y lo que experimenta en sí mismo, una contri­bución a la imagen de la naturaleza? Estamos ante la paradoja de que las ciencias naturales no se pueden situar a sí mismas en su imagen del mun­do, no pueden explicar su propio hecho a partir de ella. Pero, al mismo tiempo, la teoría de la evolución ha cerrado la escapatoria hacia un dualis­mo cartesiano (o de otro tipo), según el cual el espíritu humano sería único frente a toda la naturaleza. Conforme al mero principio de la continuidad, que estatuye la idea de su procedencia, el ser humano tiene que imputar su propio ser, junto con la interioridad que en él se encuentra, a la naturaleza, de cuya historia surgió gradualmente y cuya potencialidad al respecto no puede haber sido enteramente pasiva. Este conocimiento de una más pro­funda causalidad no modificará sin duda la metodología que lleva por de­lante el investigador natural: es la herramienta para su fin definido. Pero todo lo que se sabe tiene que respaldar el método con la conciencia de lo parcial, abstraído del conjunto, y completar a su través su producto previa­mente filtrado. Por consiguiente, aunque en toda explicación causal indivi­dual el esquema natural reduccionista conserva su razón, tras ella hay que intuir para el conjunto una secreta orientación que apuntaba a algo, una pretensión en la que importaba algo. Pero si el ser humano está facultado para ver, en su ansia de conocimiento y en su esfuerzo por alcanzar la mo­ralidad, una culminación de esta tendencia immanente a la naturaleza —y ello no por vanidad, sino conforme a criterios de los propios niveles reco­nocidos de la vida, que encuentra en la naturaleza como estaciones de una evolución—, con ello se ve sometido a una obligación de ser, como manda­tario por así decirlo de una voluntad de la naturaleza. Antaño fue de hecho un grito liberador: ¡El emperador está desnudo! La desnudez abrió el ca­mino hacia la resuelta anatomía. Hoy es tiempo de que el analista de la me­cánica devuelva su propio misterio al estado de las cosas; y la luz que de­vuelve su percepción de sí misma a la naturaleza, su creadora, devolverá a la que antaño fue desnudada por ella sus ropas de honor, para que pueda infundir respeto... y el respeto es lo que puede servir de apoyo a la respon­sabilidad en el uso del poder sobre la naturaleza debido al conocimiento.

Hasta aquí, pues, el dogma de la naturaleza neutral en sus valores y el abismo que de ello se deriva entre ser y deber, un dogma al que se puede contraponer una relación de obligación para con una naturaleza plena­mente apreciada. Ésta incluiría la obligación de la integridad del ser hu­mano en el f uturo, es decir, la responsabilidad por el mismo. De ella se des­

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prendería que el hombre no puede tratar con descuido ni con el mundo de la vida extrahumana ni consigo mismo: que aparte de la libertad de uso también está la obligación de conservai'... incluso con independencia de la consideración sobrio-utilitaria de que con un entorno depauperado el hom­bre está serrando la rama en la que se sienta.

Pero en lo que concierne a la libertad axiológica metodológicamente im­puesta de la ciencia, como simple obligación de ser objetiva, es decir, de de­jar hablar sólo al objeto y no a las preferencias subjetivas a la hora de esta­blecer su conocimiento, este imperativo se mantiene en vigor, incluso después de la revisión de la supuesta libertad ontològica, y está asegurado como tal por el propio procedimiento reductivo. Pero la «objetividad am­pliada» de la que hablábamos puede volver a abrirse a la aspiración axioló­gica de las cosas y hacerle más justicia de lo que el método analítico-reduc- tivo podía por sí solo. En todo caso, el riesgo de arbitrariedad subjetiva está presente en cuanto se abandona el terreno seguro de la cantidad mensura­ble y se tiene en cuenta la calidad «dada» de una forma completamente dis­tinta, que sólo se desprende de la visión personal. Pero este riesgo inevita­ble no anula la idea de que hay algo que evaluar y que es posible esforzarse por hacer una valoración correcta, objetiva. Nadie podrá osar salir impu­nemente de la protección de la ascesis en relación a los juicios de valor; pero son las cosas, y no la autoindulgencia del sujeto, las que promueven el desafío. No quiero decir más aquí sobre este tema, altamente controvertido desde el punto de vista filosófico.

Sin embargo, sí puedo señalar un hecho psicológico completamente al margen de la controversia ontológico-epistemológica, que merece mención porque en él se expresa, de forma involuntariamente valorativa, la subjeti­vidad del científico natural, y más allá de todos los puntos de vista da testi­monio del objeto de conocimiento, aunque conforme a uno de esos puntos de vista éste deba ser mudo en sí mismo. Es el hecho de que hasta la más neutral, sobria y escueta explicación causal de las cosas se puede unir muy bien, como demuestra la experiencia, con la admiración por la finura, la su­tileza, la riqueza y la belleza de formas de la naturaleza, con el asombro ante la insospechada complejidad de su organización morfológica y fun­cional, que se manifiesta precisamente a la penetración analítica en el caso concreto, aparentemente sencillo. Se puede decir que válidamente esto sólo dice algo del hombre, y no de la naturaleza... como decía Kant: que es un uso del juicio que no vincula a la razón en la teoría del objeto. Pero incluso de forma no dogmática puede influir en la actitud hacia él, de manera que desde este lado cuasiestético (sin duda subjetivo) —al margen del lado es­peculativo de que hablamos antes, en el que el investigador entrará a dis­gusto—, puede surgir el respeto ante el conjunto cuyo funcionamiento se observa. Y con él el respeto por el valor propio de lo reconocido. En este sentido, ni la más estricta y analítica cientificidad tiene por qué estar «libre de valores».

En todo lo que llevamos dicho, siempre hemos tenido en el punto de mira a las ciencias naturales, que —por lo menos desde la aparición del po­sitivismo lógico— se han convertido en modelo ideal de toda cientificidad.

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Queremos rozar aún de manera fugaz la cuestión de la «libertad de valores» en las ciencias humanas. Al respecto recordaremos que desde las ciencias sociales, por boca de Max Weber, se reclamaba expresamente esa libertad, que en las ciencias naturales por así decirlo se entiende por sí misma, pero que aquí había que recalcar. Porque mientras en la naturaleza se puede negar que haya por sí mismo un lugar para los valores, o en todo caso se puede ver como si no lo hubiera, esto no es posible ni siquiera como ficción para el objeto de las ciencias humanas. Porque los valores de todo tipo son preci­samente el elemento vital de ese objeto, y provocan la toma de partido del investigador que les sale al encuentro en su terreno. Pero éste debe abste­nerse de tomar partido, y describir como fenómenos, sin hacer valoración alguna, las determinaciones, creaciones, conflictos, transformaciones, etc., de los valores, y explicarlos como consecuencia de unas condiciones. Así pues, se mantiene la tesis ontológica de un objeto ajeno a los valores: con tanta más contención debe realizarse, en nombre de la objetividad, la liber­tad metodológica de valores, la represión de los valores propios.

Pero, ¿hasta qué punto es posible el trato no valorativo con los valores, incluso con los actos axiológicos, hasta qué punto es deseable, o incluso real­mente adecuado al objeto? Se entiende que haya que hacerle justicia, in­cluso en contra de las propias simpatías y prejuicios. Pero precisamente la justicia puede exigir algo más que neutralidad. ¿No debe dejarse afectar el investigador —tanto positiva como negativamente— por el contenido en valores de su objeto y transmitirlo en sus hallazgos? Al respecto, no pase­mos por alto que también en el mandato metodológico se esconde una tesis ontológica, en tanto que se trata de explicar. No en vano Max Weber incluía en su argumentación la «desmitifícación del mundo» provocada por las ciencias naturales. Conforme a su modelo, también la explicación históri- co-causal (¡sin duda no en el propio Max Weber!) toma con gusto el camino reduccionista; la esfera de los valores aparece, colectiva e individualmente, como función de condiciones elementales, como su superestructura, subli­mación y cosa por el estilo, y se allana con ello a la condición de mero he­cho causalmente explicado, sin pretensiones de validez. Aquí es especial­mente válida la imagen del emperador que estaba desnudo.

Pero, en realidad, nadie ejerce así la historiografía, las ciencias socia­les, las ciencias políticas. Nadie traza sin echar mano de valores la distin­ción entre gran creación y literatura trivial, nadie pone al mismo nivel La Divina Comedia y a Rinaldo Rinaldini. ¿Y quién puede imaginar un aná­lisis no valorativo del fenómeno nazi? La verdad histórica científica no debería querer quitarnos ni los modelos a seguir ni .los modelos a recha­zar, lo que habla a nuestro propio sentido de los valores. Incluso la nive­lación es ya un acto moral, y no hace justicia ni al objeto ni al sujeto cog­noscitivo. Es también, en última instancia, ficticia. El sujeto valorativo no puede desaparecer seriamente de éste ámbito del conocimiento. ¿Gana o pierde con ello la objetividad? La respuesta se la puedo dejar a los espe­cialistas en ciencias humanas, dado que nuestra pregunta se mueve en el ámbito de las ciencias naturales, como fundamento de la técnica. En él es donde la «libertad de valores» se sentía originariamente en casa, y sólo

CIENCIA SIN! VALORES Y RESPONSABILIDAD 63

allí se plantea la cuestión de la libertad de investigación, a la que ahora nos vamos a dedicar.

Este tema no deja de estar vinculado al anterior, en tanto que la indife­rencia ante los valores por paite del objeto permite plena libertad en el tra­to con él y no pone la barrera del respeto a la injerencia analítico-manipu- lativa. Tal respeto sería en primer lugar cosa de sentimientos personales, sobre lo que se pueden adoptar distintas posiciones. Tampoco se puede im­poner por decreto. La libertad de investigación sólo se convierte en proble­ma ético en la relación entre el bien interhumano y el público, con el que puede entrar en conflicto, y ello tanto por los procedimientos de la investi­gación moderna como por sus posteriores resultados. Intentaremos decir también algo al respecto.

C apítulo 5

LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN Y BIEN PÚBLICO

«Libertad de investigación» es una de las grandes consignas del mun­do occidental, y ocupa un lugar especial en su apreciación de la libertad en general. Porque el mundo occidental no sólo ha elevado el ejercicio de esta libertad, más que el de otras, a su posición especial en la humanidad, sino que también es la única cuyo derecho parece ser incondicionado, es decir, no limitado por el posible conflicto con otros derechos. Pero en una ob­servación más precisa vemos que hay una secreta contradicción entre las dos mitades de esta afirmación. Porque la especial posición alcanzada en el mundo gracias a la libertad de investigación es en gran medida una posi­ción exterior de poder y de posesión, es decir, adquirida mediante transfor­mación del saber investigado en acción, mientras la pretensión de incondi- cionalidad de la libertad de investigación tiene que apoyarse precisamente en que la actividad de investigar, junto a su objetivo interno, el conoci­miento, esté puramente separada de la esfera de la acción. Porque, natu­ralmente, a la hora de la acción toda libertad tiene sus barreras en la res­ponsabilidad, la ley y consideraciones sociales, no es por tanto jamás incondicional. Pero la verdad, sea útil o inútil, es un derecho supremo en sí, incluso una obligación, y (excepto en lo referente a lo íntimo-privado) está libre de toda barrera, porque su presencia en una cabeza no puede hacer daño a nadie y la parte de ella que alguien tiene no reduce la parte —real o posible— de otro. Al contrario, gracias a su comunicabilidad la parte de verdad que alguien tiene aumenta incluso la parte potencial de to­dos los demás. Así que tampoco el proceso de su apropiación —y esto es «investigar»— interfiere ningún derecho de otros (excepción hecha una vez más del derecho a los secretos personales), de manera que dentro de este enclave la libertad puede ser total. En resumen, el presupuesto de la total aspiración a la libertad es aquí que la investigación como tal no plan­tea problemas morales —lo que podría ocurrir en el caso de una mera neu­tralidad moral, si «la verdad» no fuera un bien ético, sino tan sólo una pa­sión subjetiva. En cualquier caso, la incondicionalidad misma está condicionada por una premisa, que extrae lo abarcado por ella —así como todo el preguntar, idear, pensar— de los contextos en los que la moral in­terpersonal ejerce normalmente su derecho de arbitraje. Vamos a ver más de cerca esta decisiva premisa y a referirla especialmente a la investiga­ción de la naturaleza, de forma que en lo sucesivo «ciencia» definirá, con­forme al significado angloamericano de la palabra science, el complejo de las ciencias físicas.

66 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

¿S e SOLAPA LA CIENCIA CON LA MORAL?

A primera vista, podría parecer que no hay solapamiento alguno entre la ciencia y la ética, si se hace abstracción de la moralidad interna de la leal­tad a los mandatos de la ciencia misma, es decir, de la «cientificidad». Para la ciencia el único valor es el conocimiento, su única ocupación el alcan­zarlo. Esto lleva consigo, en todo caso, sus propias normas de conducta, lo que bien se podría llamar la ética territorial del campo científico: atenerse a las reglas del método y de la demostración, no engañar, es decir, no enga­ñarse ni a sí mismo ni a otros, por ejemplo mediante conclusiones aisladas o experimentos frívolos, callar la no verificación de sus resultados... en re­sumen: rectitud y severidad intelectuales. Desde el punto de vista ético, esto no va más allá del mandato de ser un buen científico en vez de uno malo («¡si vas a dedicarte a la ciencia, sé científico!»), y no establece una relación de obligación de la ciencia para con el mundo exterior a ella. Lo mismo cabe decir de las virtudes personales de la entrega, la persistencia, la disci­plina y la energía para resistir los propios prejuicios: una vez más, son sim­ples condiciones del éxito en el trabajo mismo, aunque sean además elo­giables cualidades. Por último, la obligación del investigador de comunicar sus resultados y fundamentaciones a la comunidad científica parece sin duda otorgar a la moral intracientífica algo así como una dimensión social y pública; pero de hecho, dado el carácter crecientemente colectivo de la empresa científica, la intercomunicación, incluso para el científico aislado, forma partte de las condiciones técnicas para obtener unos buenos rendi­mientos en la ciencia: también en esto la moral científica sigue siendo es­trictamente «territorial» y la hermandad científica continúa obligada tan sólo a sí misma. Visto así, la ciencia constituye una isla moral.

Naturalmente, enseguida se percibe que este autorretrato de la ciencia no es toda la verdad. Sin duda era cierto en parte mientras la esfera con­templativa estaba claramente separada de la esfera activa como ocurría en los tiempos premodernos, y la pura teoría no invadía los asuntos prácticos del día. El saber podía ser contemplado entonces como un bien privado de los que lo ejercían, un bien que, «poseído interiormente», no podía hacer daño alguno al bien de otros. Entender las cosas, no cambiarlas, era la obra del conocimiento. El mismo y su adquisición, mediante la observación y el pensamiento, eran estados del espíritu, comunicables sin duda como tales y en tanto que tales capaces de existencia mundana-objetiva, pero no una intervención en el estado de sus objetos. Sin duda su difusión fue conside­rada a veces por los poderes públicos (como la Iglesia, a veces también por el Estado) peligrosa para el bien de la colectividad, por ejemplo por socavar su fe. Pero había una protección cuasiautomática contra este peligro en el carácter esotérico de la erudición superior como tal, que limitaba su recep­ción a unos pocos, y eran esos pocos los que se veían obligados a defender su derecho a pensar por sí mismos contra los intentos de tutelar su espíri­tu, porque su pensamiento no se mezclaba en las cosas del mundo exterior.Y finalmente las ideas, aunque se difundieran, tenían un poder como má­ximo convincente, no coactivo.

LIBERTAD DE INVESTIGACIÓN Y B IEN PÚBLICO 67

L a FUSIÓN DE TEORÍA Y PRÁCTICA EN LA CIENCIA MODERNA

Todo el legado de la tradición clásico-contemplativa se hundió en el pa­sado con el ascenso de las ciencias naturales a comienzos de la Edad Mo­derna (siglo xvn). Con ellas cambió radicalmente la relación entre teoría y práctica, en dirección a una fusión cada vez más íntima entre ambas. Aún así pervivió la ficción de la «teoría pura» y su «inocencia» esencial. Bajo la consigna generalizada de la libertad de pensamiento y de palabra, y apo­yándose en la diferencia entre palabra y hecho, además de, naturalmente, en el destacado valor de la verdad, también la investigación científica pudo reclamar para sí una libertad ilimitada, en extraña polifonía con la nueva promesa de un beneficio final palpable (en Francis Bacon) que contradice la afirmación de la insularidad teórica. La promesa de utilidad sólo sería cumplida a gran escala tras la Revolución Industrial del siglo xix. Hasta en­tonces, la carta blanca social de la ciencia siguió alimentándose de la dig­nidad heredada del «conocimiento por sí mismo» y de la nobleza de su bús­queda, ahora enlazada al principio de la tolerancia para todo pensamiento y fe (incluyendo el derecho al error). Tan profundamente enraizado está este doble respeto en el espíritu moderno, que incluso en la distinta situa­ción de hoy pocas cosas suenan tan mal a un oído occidental como la «in­jerencia en la libertad de la ciencia».

Por sincero que pueda ser este homenaje al «conocimiento desinteresa­do» para la propia persona que lo rinde, solamente faltando a la sinceridad se podría negar que socialmente el principal acento de la argumentación en pro de la ciencia se ha desplazado con fuerza a sus beneficios prácticos. Desde mediados del siglo pasado, y de forma acelerada en el nuestro, vivi­mos un traspaso cada vez más irresistible de la teoría, por «pura» que sea, al campo vulgar de la práctica en forma de técnica científica. Tarde y casi de repente, el temprano mandato de Francis Bacon (1561-1626) a la investiga­ción natural de aspirar al poder sobre la naturaleza y elevar a través de él el estado material del ser humano se ha convertido en una verdad activa por encima de todas las expectativas. Aunque el «esoterismo» de las multipli­cadas ramas del saber ha aumentado aún y sigue aumentando —hasta la virtual inaccesibilidad para todos, excepto los consagrados en cada espe­cialidad—, la influencia de sus más remotas prestaciones teóricas es enor­me: una influencia no, como antaño en el mejor de los casos, sobre el pen­samiento y la opinión, sino sobre las condiciones y formas de la vida. Y con esto empieza en serio el tema «ciencia y ética». Porque sea cual sea la in­fluencia de la acción humana sobre el mundo real, y lo que por tanto afec­te potencialmente al bienestar de otros, está sometido a la valoración mo­ral y eventualmente a barreras legales. Tan pronto como estamos ante el poder y su uso, está en juego la moralidad. Quien ensalza a la ciencia por sus beneficios la expone también a la pregunta de si todas sus obras son be­neficiosas. Por consiguiente, ya no es una cuestión de buena o mala cien­cia, sino de buenos o malos efectos de la ciencia (y sólo la «buena ciencia» es eficaz al final). ¿Es responsable de sus efectos? ¿De ambas clases de efec­tos o sólo de una de las dos? A todas luces, apuntarse los beneficios como

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mérito significa también cargar con la culpa de los daños. Sería mejor para la ciencia poder evitar ambas cosas, pero puede que esa opción le esté veta­da. Atribuirse los elogios y los reproches puede ser a menudo un juego ocio­so, pero no lo es cuando está en cuestión un privilegio social, y no otra cosa es la libertad de investigación. Así pues, no es ocioso preguntar: ¿si la técni­ca —la hija— tiene lados oscuros, hay que acusar a la ciencia —su madre?

La respuesta simplista es que el investigador, dado que no tiene poder alguno sobre la aplicación de sus descubrimientos, tampoco es responsable de su abuso. Su producto es el conocimiento y nada más: el potencial de uso de este producto, visto desde él un producto secundario, es un bien sin dueño para otros, que pueden apropiarse de él o dejarlo donde lo encuen­tren y, en el primer caso, emplearlo con fines buenos o malos, frívolos o se­rios. La ciencia en sí y en la persona de sus servidores es inocente, en cier­to modo más allá del bien y del mal. Plausible, pero demasiado simple. Los problemas de conciencia de los investigadores atómicos después de Hiros­hima apuntan a ello. Tenemos que examinar con más exactitud la imbrica­ción de teoría y práctica en el devenir de hecho de la investigación, tal como es hoy y no puede ser de otra manera. Hallaremos entonces que no sólo los límites entre teoría y práctica se han vuelto imprecisos, sino que ambos es­tán fundidos entre sí en lo más íntimo de la investigación, de forma que la antigua y honorable coartada de la «teoría pura», y con ella la inmunidad moral que permitía, ya no existe.

La primera y muy evidente observación es que no queda ninguna rama de las ciencias naturales cuyos hallazgos no sean capaces de algún tipo de utilización técnica. La única excepción que se me ocurre es la cosmología: el universo en expansión, sus de dónde y adonde, el desarrollo de la Vía Láctea, las supernovas y los agujeros negros... son objetos del pensamiento en exclusiva, y de ninguna acción posible por nuestra parte. Es digno de re­flexión, y seguramente no casualidad, que la primera de todas las ciencias, la astronomía, —«contemplación» del cielo—, sea también la última cien­cia natural que sigue siendo «pura», es decir, enteramente «contemplativa». Cualquier otro descifrado de la naturaleza por parte de la ciencia invita hoy a algún tipo de traducción de sus hallazgos a una u otra posibilidad técni­ca, incluso pone en marcha bastante a menudo una nueva tecnología en la que nadie había pensado antes. Si esto fuera todo, el teórico podría seguir reclamando su lugar a este lado del paso hacia la acción: «El umbral se su­pera (podría decir) una vez que mi trabajo está hecho, y por lo que a mí res­pecta podría no haberse superado». Pero estaría equivocado, y tenemos que recordarle que la primera parte de esa serie, la «pura», sólo le fue posible gracias a masivas disposiciones externas bajo cuyo techo su papel se con­virtió en miembro de una división tolerable del trabajo. ¿Cuál es la verda­dera relación?

En primer lugar, hoy la ciencia vive en gran medida del feedback inte­lectual que le da precisamente su aplicación técnica. En segundo lugar, de allí recibe sus mandatos: en qué dirección buscar, qué problemas resolver. En tercer lugar, para solucionarlos y en general para su propio desarrollo utiliza una técnica avanzada: sus instrumentos físicos son cada vez más

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exigentes. En este sentido, hasta la ciencia más pura tiene una participa­ción en los beneficios de la técnica, igual que la técnica la tiene en los de la ciencia. En cuarto lugar, los costes de este equipamiento físico y de su ma­nejo tienen que ser aportados desde fuera: la pura economía de la cosa exi­ge la colaboración de la caja pública u otro padrinazgo financiero, y tal fun­damento del proyecto de investigación aprobado, aunque formalmente no esté ligado a contraprestación alguna, se produce naturalmente en la ex­pectativa de algún beneficio posterior en el terreno práctico. Aquí reina el mutuo entendimiento: de forma abierta, el valor de uso esperado se alega en la solicitud de subvención como fundamento de su recomendación, o se especifica directamente como fin en su ofrecimiento. En resumen: se ha lle­gado a que las tareas de la ciencia sean determinadas cada vez más por in­tereses externos en vez de por la lógica de la ciencia misma o por la libre cu­riosidad del investigador. Con ello no se pretende ni menospreciar esos intereses externos ni el hecho de que la ciencia les sirve y se ha convertido con eso en parte de la empresa público-social. Pero hay que decir que con la aceptación de este papel (sin el que no habría ciencia natural avanzada, pero tampoco el tipo de sociedad que vive de sus frutos) desaparece la coar­tada de la teoría pura y «desinteresada» y la ciencia entra de lleno al reino de la acción social, donde todo el mundo tiene que responder de sus actos. Añádase a esto la omnipresente experiencia de que los potenciales de uso de los descubrimientos científicos resultan irresistibles en el mercado del beneficio y el poder —que lo que han mostrado como hacedero se hace, con o sin previo consentimiento al respecto—, y quedará suficientemente claro que ninguna insularidad de la teoría protege ya al teórico de ser autor de enormes e incalculables consecuencias. Mientras, técnicamente hablando, sigue siendo cierto que alguien puede ser un buen científico sin ser una buena persona; ya no es cierto que el «ser buena persona» comience para él fuera de la actividad científica: la actividad misma engendra cuestiones morales incluso dentro de ese círculo sagrado.

Hasta qué punto «dentro» queda claro si reflexionamos sobre el tercer punto de nuestra enumeración, el uso de herramientas físicas en la investi­gación —es decir, sobre cómo obtiene el científico sus conocimientos—. Se nos pone entonces de manifiesto que la ligazón entre descubrimiento cien­tífico y acción es más profunda que su aplicación eventual y posterior: que la práctica de la ciencia física incluye ya una acción físicamente relevante, que el pensamiento y la acción se interpenetran en el procedimiento de la investigación y con ello la separación entre «teoría y práctica» se rompe dentro de la teoría misma. Esto tiene importantes consecuencias para la ce­lebrada «libertad de investigación», cuando se refiere a lo real ahora y no al pasado. Hubo un tiempo en que los buscadores de la verdad no tenían que ensuciarse las manos. De esta noble especie sólo sobreviven, en el campo de las ciencias exactas (que se dedican a la investigación de la naturaleza), los matemáticos. Las modernas ciencias naturales surgieron con la decisión de arrancar la verdad a la naturaleza actuando directamente en ella, es decir, mediante intervención en el objeto del conocimiento. Esta intervención se llama «experimento», que se ha convertido en un elemento vital para la

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ciencia moderna. La observación incluye aquí la manipulación. Pero la li­bertad otorgada al pensamiento y la palabra (de la que se deriva la de la in­vestigación), no se extiende a la acción, aunque ésta esté al servicio del pen­samiento. Desde siempre y para siempre, toda acción está sometida a restricciones jurídicas y morales. Sin duda al principio dos propiedades del experimento garantizaban la «inocencia» de esta actividad científico-inter­na: se dirigía a la materia inanimada y se mantenía en pequeña escala. No se producían verdaderas tormentas, sino descargas de condensadores, para estudiar el rayo. Modelos de simulación representan a la naturaleza en el aislamiento del laboratorio. La disposición del experimento es una imita­ción de la naturaleza. En este sentido, pues, aún se mantiene algo el aisla­miento de la esfera del conocimiento respecto al mundo real.

Sin embargo, ambas garantías de inofensividad —y por tanto de liber­tad— de la experimentación han quedado derogadas por ciertos nuevos de­sarrollos de la técnica científica. Hoy en día los experimentos pueden ser menos inofensivos y de hecho incluso ser ambiguos respecto a su mero ca­rácter experimental. En lo que a la magnitud se refiere, una explosión ató­mica —aunque se haya organizado meramente experimenti causa y en aras de la teoría— es un verdadero acontecimiento, que afecta a toda la atmós­fera y posiblemente a muchas vidas humanas ahora y en el futuro. El mun­do mismo se ha convertido en laboratorio, y se averigua, cuando se hace en serio, lo que después de averiguado se desea quizá no haber hecho. Y en lo que se refiere a los experimentos sobre objetos animados, no sirve ninguna imitación, ningún modelo representativo, sino que hay que emplear un ori­ginal totalmente real, y la neutralidad ética termina a más tardar allí donde se llega a los sujetos humanos. Lo que se les hace es un acto real, para cuya moralidad el interés del conocimiento no extiende ningún cheque en blan­co. En ambas clases de experimento —el de magnitud desmesurada y el que se hace sobre personas (a los que se podrían añadir otros)—, la línea limí­trofe protectora entre acción representativa y real, entre experimento y se­riedad, se borra en el curso de la investigación. Con ello, también la distin­ción convencional entre ciencia «pura» y «aplicada» queda de algún modo anticuada. No sólo el «qué», también el «cómo» del conocimiento queda a ambos lados de la divisoria: la «aplicación» tiene lugar ya en la investiga­ción misma y como parte de ella. De ahí se desprende ya que la libertad de investigación no puede ser incondicional.

Somos, con razón, sensibles a las injerencias en la libertad, no sólo por­que antaño hubo que arrancarla con esfuerzo a un control anterior sobre los pensamientos y por tanto representa un bien precioso y necesitado de protección, sino también porque tenemos presente su oprobiosa represión en los sistemas totalitarios de la actualidad. O, fijándonos más en el tema que en la historia: la injerencia, si es precisa, tiene que quedar limitada a una medida mínima, tanto en aras de la ciencia, que sólo prospera en la au­tonomía, como también en aras de la humanidad, cuya causa está ligada, en un sentido más que meramente utilitario, al crecimiento del saber. Aun así, no podemos olvidar que el alto privilegio de la teoría tenía su propio fundamento teórico en la diferencia entre pensamiento y acción, y la fuer­

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za de lo que pretende continúa ligada a esta condición. En la medida en que la ejecución de la ciencia se interpola con la acción en el mundo, cae bajo el mismo predominio del derecho y la ley, la censura social y la aprobación o desaprobación moral, a la que está sometida toda acción exterior en un sistema común. Y naturalmente su propia moral interna deja de ser pura­mente territorial: los mismos medios y vías de adquisición del conocimien­to pueden plantear cuestiones éticas mucho antes de que se plantee la cues­tión «extraterritorial» del uso del conocimiento así adquirido.

Por ambas partes, pues —tanto la de sus frutos tecnológicos finales como la de sus propias técnicas en la preparación de la base teórica para ellas—, la moderna ciencia natural, coronada por el éxito y malcriada por el aplauso, se ve sometida de pronto a la desacostumbrada sinuosidad del examen ético. Nuestro tema en este momento es más el aspecto intracien- tífico del asunto que la problemática, la mayoría de las veces discutida, de las consecuencias tecnológicas. Pero ambas son las dos caras de la misma moneda. Como hemos visto, en la moderna ciencia natural la tendencia hu­mana hacia el saber está mezclada a fondo con intención mundana y ac­ción. Digámoslo una vez más: no sólo en aquello sobre lo que se busca el co­nocimiento, sino ya en la forma en que se obtiene, a menudo desaparece el límite entre pensamiento y acción. Precisamente esta desaparición es la que convierte la libertad de la investigación en problema.

Debilitaríamos nuestro argumento si quisiéramos ilustrarlo con noto­rios horrores. Es fácil conseguir la unanimidad en tomo a ejemplos como éste: que no se puede probar la tortura en cobayas humanos para averiguar cómo se comportan las personas sometidas a tortura (lo que quizá sería in­teresante para una teoría del hombre); o que no se puede matar para deter­minar el límite de la tolerancia a un veneno; y más cosas por el estilo. Na­turalmente, estamos pensando en las monstiuosidades de los médicos (destacados entre ellos) de los campos de concentración nazis. Ése fue un caso de «libertad» de investigación más vergonzoso que su peor represión. Pero sabemos bien —o creemos saber— que los que practicaron tales expe­rimentos científicos (¡sí, científicos podrían haberlo sido!) eran desprecia­bles y sus motivos viles, y podemos negar a sus acciones toda capacidad para servir de ejemplo. Incluso podemos ir más allá y negar con buena con­ciencia que el saber buscado en estos casos sea un objetivo científico legíti­mo, y podemos decir que no estamos ante un caso de práctica científica, sino de degeneración humana. Pero nuestro problema no es de ciencia fal­sa o pervertida, sino de bona fide y ciencia en toda regla. Y entonces pre­guntamos si nos atenemos a fines indudablemente legítimos e incluso elo­giables, si, por ejemplo, es legítimo inyectar células cancerosas a sujetos no enfermos de cáncer, o retirar el tratamiento a un «grupo de control» de pa­cientes de sífilis; ambas cosas reales, salidas finalmente a la luz pública en América, y ambas, por su intención y por los hechos, de mucha utilidad y para un fin deseable. Evitaré una respuesta apresurada, porque la pregun­ta es intrincada. Pero afirmo que aquí, en el propio proceso de trabajo in­terno de la ciencia, se plantean cuestiones morales y jurídicas que rompen las barreras territoriales de la ciencia y han de ser planteadas ante el tribu­

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nal general de la moral y de la ley. Hasta la tan ensalzada libertad de inves­tigación tiene que doblegarse ante la autoridad pública de este foro.

El resto de mis consideraciones está dedicado a una determinada ilus­tración concreta de nuestro tema. Apartándonos de la pesadilla reinante, no está tomada de la física nuclear, sino de la nada destructiva biología nuclear.

La investigación biomédica es un campo especialmente fértil para el tipo de problemas que atañen a la libertad de investigación, y un inquie­tante ejemplo de nuevo cuño es el último recién llegado al escenario de la investigación básica, la «investigación recombinatoria del ADN», en la que la fusión hasta ahora descrita de teoría y práctica en el proceso científico se agrava cualitativamente una vez más. En los resultados experimentales de la investigación sobre materia inerte, el último paso sigue estando someti­do al mundo común del uso de instancias de actuación todavía humanas. Pero aquí el experimento mismo puede conducir a realidades definitivas que se emancipen de la mano de su creador para ganar literalmente vida propia. Utilicemos este ejemplo extremo, con todo lo siniestro de sus pri­meros inicios, para concretar nuestro tema general. Hay que tener en cuen­ta los siguientes puntos:

1. El objetivo de la investigación es práctico desde el principio, a saber: desarrollar una capacidad para la fabricación de algo que podría ser útil para la medicina, la agricultura y otras cosas, surgiendo el eventual benefi­cio para la teoría como un efecto secundario del éxito práctico.

2. El método de la investigación, es decir el camino al conocimiento, es la producción de hecho de las entidades mismas de las que se busca el co­nocimiento y cuya utilidad ha de ser puesta a prueba.

3. Las entidades así producidas dentro del contexto investigador no son inertes y activas tan sólo por nueva mediación humana, sino vivas, es decir, activas por sí mismas, de forma que potencialmente pueden producir por sí mismas su ingreso en la esfera práctica, en el mundo exterior, y quitarnos de las manos la decisión sobre su uso o no uso.

4. En la eventualidad, que teóricamente no se puede excluir, de recom­binaciones genéticas de células germinales humanas (gametos o cigotos), a las que se permita después llegar a término, las «quimeras» resultantes en el fenotipo ya en el primer acto experimental «logrado» representarían, aunque no pasaran de ahí, actos últimos que dejan a sus espaldas toda teo­ría no vinculante. Dejemos este último punto de «horror» para más adelan­te y veamos los tres primeros, ahora ya reales, algo más de cerca.

1. El objetivo de la investigación recombinatoria del ADN, decíamos, es predominantemente práctico. Con esto no negamos un auténtico interés teó­rico. Con este tipo de investigación manipulativa investigadores honrados se prometen, con razón, un nuevo acceso a la mecánica más íntima de la vida. Pero en el debate sobre los riesgos se aducen una y otra vez las bendi­ciones potenciales, para justificar el seguir avanzando por esta vía e inclu­so para condenar moralmente su retraso debido a una cautela demasiado grande. Pero en lo que se refiere al interés, igualmente invocado, de la teo­

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ría pura, bien se podría preguntar si su verdadero objetivo, entender lo que es la vida, no se podría alcanzar por el camino conservador (aunque quizá más lento) del trabajo con formas de vida dadas, en vez de por la vía revo­lucionaria de la creación de otras nuevas. Pero los especialistas a los que pregunté me aseguraron que en el estadio actual el camino innovador es imprescindible para el progreso en la teoría básica, y el profano no puede discutir con ellos al respecto. En cualquier caso, ya sea bajo bandera teóri­ca o práctica, la técnica recombinatoria del ADN está ya en plena marcha, y «recombinación» no es otra cosa que novedad provocada por el hombre, es decir, la síntesis de nuevos organismos. Si esto se hace en nombre de la teoría y su curiosidad desinteresada, hay que observar que para ello se am­plía extrañamente el concepto de teoría: del conocimiento de lo que es a la prueba de lo que podría ser... sin duda un objetivo un poco menos evidente y más arbitrario de la aspiración humana al conocimiento. Pero en realidad prácticamente nadie dudará de que el verdadero atractivo está en saber qué pueden hacer estas nuevas criaturas, qué podríamos nosotros hacer después con ellas... en resumen, en su promesa práctica preconcebida. Esta promesa, o sencillamente el deseo determinado, especifica de antemano su proyecto, por ejemplo qué gen de una especie hay que escoger para implantarlo en la maquinaria genética de otra: un logro de ingeniería orien­tada a la consecución de efectos más que libre investigación teórica... por lo que, de manera muy consecuente, sus resultados han sido declarados pa- tentables. Y es precisamente la deslumbradora expectativa para la mayo­ría —de una fábrica bateriana de hormonas, de una bacteria suministradora de nitrógeno con su planta parasitada correspondientemente adaptada—, la que se saca a la palestra contra los riesgos.

2. Esto nos lleva al segundo punto. Para descubrir de lo que son capaces esos seres primero hay que crearlos, demostrar su mera posibilidad a tra­vés del hecho consumado. Con esto el investigador teórico se convierte en creador práctico en el acto de la investigación misma. Ningún modelo de si­mulación puede servir aquí, sólo los seres reales en la plenitud de su capa­cidad, que pueden demostrar en su ejercicio. Aquí el «experimento», a dife­rencia de su papel imitador en la investigación anterior, coincide con la producción originaria del objeto de investigación. El proceso de conoci­miento se convierte en acción originadora. Esto es en sí mismo una inno­vación en la historia del conocimiento. Sin duda hemos visto que toda la moderna ciencia natural, con su método experimental, hace mucho que ha salido del ámbito puramente contemplativo. Pero el presente caso incluye un paso más, el de que la acción intracientífica produzca seriamente la reali­dad que le viene dada al experimento normal.

3. Para ello tómese el tercer punto: que la realidad así creada —a dife­rencia de otros artefactos—, este nuevo inserto en el entramado de la exis­tencia, está viva, es decir, es autónoma, autorreproductiva y espontánea­mente interactiva con otra vida: y se ve que aquí el elemento de acción en la investigación obtiene su propia dinámica impulsora de la situación investi­

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gadora, y su comienzo en laboratorio está preñado de su indefinida prose­cución en el mundo. No sólo se insufla una nueva cosa, un nuevo agens, en el equilibrio de las cosas: experimentalmente primero, en el apartamiento del laboratorio, pero después, una vez liberado por accidente o intención, con total y quizá irrevocable gravedad.

En este punto, la comunidad investigadora tomó conciencia de lo inu­sual y amenazador de la acción que acababa de iniciar. Y vivimos el espec­táculo único de una moratoria voluntaria de la investigación con el fin de examinar los riesgos y elaborar unas normas de seguridad. En otras pala­bras, la «ciencia» misma, en la persona de preocupados investigadores nor­teamericanos precisamente de su vanguardia, actuó sobre el tema «libertad de investigación y bien público». Hasta donde sé, la moratoria por tiempo limitado fue observada. Pero desde entonces, la preocupación se ha evapo­rado de los portavoces de la ciencia... era exagerada, se dicen a sí mismos y al público... y además entretanto la técnica ha pasado ya a manos comer­ciales e industriales, menos sensibles a los escrúpulos de los delicados cien­tíficos. Más exactamente: científicos menos delicados se han convertido en empresarios para la distribución lucrativa de los productos de sus investi­gaciones. Con ello la investigación se vuelve oficialmente asunto de merca­do, se entrega en toda regla a la carta blanca de la teoría, y la inspección es­tatal para proteger el bien público, incluyendo las sanciones penales, se vuelve evidente. Está claro también que la inspección será tanto menos fia­ble cuanto más se extienda del estadio inicial de la investigación a su ex­plotación industrial. Parece posible disponer de un aseguramiento creíble de los laboratorios que trabajan con cultivos bacterianos y virales peligro­sos, pero si se permite la utilización industrial masiva de los microbios ar­tificiales obtenidos, a la larga no habrá ninguna cautela del legislador que pueda impedir un escape no previsto al mundo exterior por alguna grieta del sistema hermético. Además, algunos de los usos de los nuevos seres vi­vos que se espera obtener prevé precisamente su siembra libre en el medio ambiente (microbios consumidores de petróleo o que ligan el nitrógeno). No es posible prever qué arbitrario camino tomarán estos recién llegados al ecosistema, mediante qué mutaciones propias podrán sustraerse al previs­to control biológico.

Me interrumpo aquí. La verdadera discusión crítica de la tecnología biológica, especialmente la genética (incluyendo lo que acabamos de decir) en sus aspectos éticos se tratará después por separado. Por ahora, sirva este ejemplo sólo como ilustración especialmente clara de la tesis general que planteamos: que en la moderna investigación natural la antigua distinción entre ciencia «pura» y «aplicada», es decir, entre teoría y práctica, desapa­rece a ojos vistas, en tanto ambas se funden ya en el procedimiento investi­gador; y que el conjunto así emparejado ya no posee básicamente el dere­cho a libertad interna incondicionada sólo concedido al primer miembro, ya que precisamente el concepto «interno» ya no sirve. El bien público al que afecta tiene que tener voz en él... desde fuera, si es necesario; desde dentro, desde la conciencia del propio investigador, si es posible.

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Naturalmente, hace mucho que tampoco en el Occidente libre la cien­cia está abandonada a su suerte y sin injerencia exterior. De eso se encarga el sistema de dotaciones, del que hoy depende casi cada investigación y a través del cual se pueden aprobar o rechazar proyectos. Esto puede hacer­se a menudo bajo el signo de intereses próximos y en beneficio propio, como ocurre con la promoción industrial e incluso con la estatal. Pero en principio desde allí se ofrecen puntos de apoyo para una política de res­ponsabilidad, desinteresada y de amplias miras, en el control de la ciencia, respetando todo lo posible su autonomía, única en la que puede prosperar a la larga. Por su parte, esta autonomía tiene que abrirse a dar la palabra al bien común y a la causa de la humanidad. De este modo, la responsabilidad llega hasta el corazón de la investigación. La responsabilidad por los frutos tecnológicos tiene que compartirla según el caso con instancias situadas más allá de la investigación, y sólo podemos esperar que se desarrollen efi­caces órganos sociales para ello. Pero la responsabilidad del procedimien­to científico interno descansa en primer término sobre los hombros de los investigadores, y de hecho aquí y allá, por ejemplo en el campo de los ex­perimentos humanos, vemos surgir códigos de honor profesionales, ente­ramente autónomos, que ganan fuerza moral. Desde ellos, la idea de una autocensura voluntaria podría seguir expandiéndose y llegar, en éste o aquel terreno, a un acuerdo interno del gremio de no proseguir la investigación en dirección a ciertos resultados útiles y atractivos, tanto por lo objetable de la meta, cuando sólo se trata de la arrogancia de alcanzarla sin la dis­culpa de la necesidad (como la modificación arbitraria de la especie huma­na), como por los experimentos necesarios en los que habría ya que come­ter el acto reprobable. La distinción entre objetivos legítimos e ilegítimos de la investigación es tan imaginable como la que se hace entre vías legíti­mas e ilegítimas de la misma. No sé cuáles serían las expectativas de un consenso así y de que fuera eficaz.

En conjunto, hemos de confesar para terminar que el problema de cómo responder a la enorme responsabilidad que el casi irresistible pro­greso científico-técnico deposita tanto sobre sus titulares como sobre la mayoría que lo disfruta o sufre sigue sin estar resuelto, y que los caminos para su solución están en sombras. Sólo los inicios de una nueva concien­cia que, aún parpadeante, acaba de despertar de la euforia de las grandes victorias a la dura luz diurna de sus riesgos, y aprende nuevamente a temer y a temblar, permiten la esperanza de que nos impongamos voluntaria­mente barreras de responsabilidad y no permitamos a nuestro tan acrecido poder dominamos por último a nosotros mismos (o a los que vengan detrás de nosotros).

Capítulo 6

AL SERVICIO DEL PROGRESO MÉDICO- SOBRE LOS EXPERIMENTOS EN SUJETOS HUMANOS

1. L a e s p e c if ic id a d d e lo s EXPERIMENTOS HUMANOS

El experimento, en el sentido metodológico del término, fue sanciona­do originariamente por las ciencias naturales. En su forma clásica, tiene que ver con objetos inanimados y es por tanto moralmente neutral. Pero en cuanto seres vivos, que sienten, se convierten en objetos de experimen­tación, como sucede en las ciencias biológicas y especialmente en la in­vestigación médica, la búsqueda del conocimiento pierde esa inocencia y se plantean cuestiones de conciencia. Lo profundamente que pueden re­volver el sentimiento moral y religioso lo muestra la disputa en torno a la vivisección desde el siglo xix. Los experimentos en personas tienen que agravar el problema, porque afectan cuestiones últimas de sacralidad de la persona. Una diferencia fundamental entre los experimentos humanos y físicos, aparte de la diferencia entre naturaleza animada e inanimada, sin- tiente y no sintiente, es ésta: el experimento físico utiliza sustitutos dis­puestos artificialmente a escala reducida para aquello de lo que se quiere obtener conocimiento, y el experimentador extrapola desde estos modelos y condiciones simuladas a la naturaleza a gran escala. Algo ocupa el lugar de la «cosa real», por ejemplo descargas de ampollas de Leyden en lugar del verdadero rayo. En el campo biológico, la mayoría de las veces tal sustitu­ción no es posible. Tenemos que trabajar con el original mismo, con el ser vivo en todo su sentido, y al hacerlo afectarlo quizá irrevocablemente. Nin­guna copia puede ocupar su lugar. Especialmente en el ámbito humano, el experimento pierde por entero la ventaja de la más pura separación entre modelo representativo y verdadero objeto. Después de los experimentos con animales, el hombre tiene que aportar el conocimiento de sí mismo, y desaparece la cómoda diferencia entre experimento no vinculante y hecho vinculante. Un experimento en educación influye sobre la vida de sus su­jetos, quizá una generación entera de estudiantes. Los experimentos con personas, persigan el objetivo que persigan, son en cada caso también un trato responsable, no experimental, tomado en serio, con el sujeto mismo.Y ni el más noble de los fines desvincula de la responsabilidad que hay en ellos.

Ésta es la raíz del problema al que nos enfrentamos: ¿se pueden satisfa­cer ambas cosas, la finalidad externa al sujeto y la obligación para con él?Y si no es posible hacerlo, ¿cuál sería un compromiso justo? ¿Qué parte debe ceder a la otra? El conflicto se puede formular así: básicamente, así lo

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sentimos nosotros, no se debería proceder con personas como con coneji­llos de Indias; por otra parte, tales procedimientos nos vienen impuestos con creciente presión por consideraciones que apelan asimismo a los prin­cipios y les dan energía para superar las objeciones. Tal pretensión tiene que ser examinada de forma minuciosa, especialmente si es sostenida por una poderosa corriente. Al expresar así las cosas, ya hemos hecho tácita­mente una importante presunción, que tiene sus raíces en la cultura «occi­dental»: la regla que prohíbe es para esta forma de pensar la primaria y axiomática; la contrarregla que permite, que limita la primera, es secunda­ria y precisa de justificación. Tenemos que justificar la infracción de una in­violabilidad primaria, que no necesita justificación por sí misma; y la justi­ficación tiene que basarse en valores y necesidades del mismo rango que aquellos que hay que sacrificar.

Queremos aclarar un poco la resistencia sentimental contra una vi­sión meramente utilitaria del asunto. Se refiere a un rasgo esencial del experimento humano como tal, previo a la cuestión de un eventual daño del sujeto. Lo básicamente repugnante en la utilización de una persona como objeto de experimentación no es tanto que la convirtamos tempo­ralmente en un medio (lo que ocurre constantemente en las relaciones sociales de todo tipo) como que la convirtamos en una cosa, en algo me­ramente pasivo sometido a la intervención de actos que ni siquiera son acciones en serio, sino pruebas para actuar realmente en otra parte y en el futuro. El ser de la persona sometida al experimento queda reducido a «caso» fingido o ejemplo. Esto es diferente de las situaciones de la vida social incluso en sus formas más explotadoras. En ellas la ocasión es real, no ficticia. El sujeto, por mucho que se abuse quizá de él, sigue siendo un sujeto actuante y no se convierte en mero «objeto». El caso del soldado es instructivo: sometido al poder más unilateral, obligado en caso de emergencia a arriesgarse a la mutilación y la muerte, convocado sin su voluntad y quizá contra su voluntad, ha sido sin embargo convo­cado a actuar según su capacidad, a salir adelante o fracasar en las si­tuaciones, a salir al paso de retos verdaderos en los que se trata de cosas de verdad. Aunque sólo sea un número para el alto mando, no es un mero ejemplo ni una cosa. (Supóngase su reacción si resultara que la guerra había sido puesta en escena para acumular observaciones sobre su resis­tencia, bravura o cobardía.)

Estas compensaciones del ser le están negadas a la persona sometida a experimentación, que sufre intervenciones para un fin que no le concierne, sin estar implicada en una relación real en la que pueda entrar en acción como interlocutor de otro o de las circunstancias. El mero «asentimiento» formal a su papel en el experimento (que la mayoría de las veces no es más que un permiso) no hace éticamente correcta esta cosificación. Sólo la au­téntica voluntariedad, plenamente motivada y consciente, puede rectificar el estado de «cosidad» al que el sujeto se somete. De ello hablaremos más adelante.

SOBRE LOS EXPERIMENTOS EN SUJETOS HUMANOS 79

2. « I n d iv id u o y s o c ie d a d » c o m o m a r c o c o n cept u a l

Primero: ¿cuáles son las pretensiones que se contraponen a las de la sa­cralidad personal? Según la fórmula más general son las del bien común, entendido en sentido de progreso. Hoy vemos a la sociedad confiada en esa promoción activa, mientras antes, menos expansiva, sólo veía la tarea del «contrato social» en proteger la seguridad y los derechos del individuo me­diante un ordenamiento legal. Comparada con esta tarea obligatoria del mantenimiento, la continua mejora del estado de la humanidad es una meta facultativa en sí por la que «nosotros» hemos «optado» de alguna ma­nera. Antes de echar un vistazo a esta nueva ampliación del mandato social, tan importante para nuestro tema, vamos a preguntar a la pareja concep­tual aquí invocada, «individuo y sociedad», qué tiene que decir en general sobre su relación mutua y en particular sobre eventuales derechos del inte­rés público respecto al interior de nuestro cuerpo.

De manera evidente, concedemos al bien común una cierta preferencia frente al bien individual, preferencia que hay que determinar en la prácti­ca. O, dicho en el lenguaje del derecho: dejamos que algunos derechos na­turales del individuo sean decididos por el derecho reconocido de la socie­dad, y lo entendemos como algo moralmente correcto y razonable en el curso continuo de las cosas, y no sólo como amarga necesidad en situacio­nes de excepción (por mucho que tal necesidad pueda ser invocada para ex­tender este derecho de la colectividad). Pero cuando concedemos esto exi­gimos una cuidadosa clarificación de aquello que son necesidades, intereses y derechos de la sociedad, porque «la sociedad», al contrario que toda plu­ralidad de individuos, es un concepto abstracto y como tal codeterminado por nuestra definición, mientras el individuo es lo primario y concreto que precede a toda definición, y su bien y mal es más o menos conocido. Según esto, lo desconocido en nuestro problema es el llamado bien común o bien púbüco y sus pretensiones potencialmente superiores, a las que a veces hay que sacrificar el bien individual y a las que, en ciertas circunstancias, hay que incluir entre lo desconocido de nuestra ecuación. Tengamos en cuenta que, si se plantea así la pregunta —es decir, como pregunta por el derecho de la so­ciedad al sacrificio individual—, el consentimiento del sacrificado no está necesariamente incluido en ella.

Pero «consentimiento» es el otro concepto constantemente invocado en las discusiones sobre la ética de nuestro tema. Este énfasis revela el senti­miento de que el punto de vista «social» no basta por sí solo. Si la sociedad tiene un derecho, su ejercicio no está vinculado a la voluntariedad de la parte contraria. De otro modo, si la voluntariedad es totalmente genuina, no haría falta construir derecho público alguno sobre el acto libremente ofrecido. Existe una diferencia entre la apelación moral o emocional de una causa, que provoca un ofrecimiento voluntario, y un derecho, que exige condescendencia con él. Así por ejemplo, haciendo especial referencia a la esfera social, hay una diferencia entre la pretensión moral de un bien co­munitario y el derecho de la sociedad a ese bien y a los medios para su rea-) lización. Una pretensión moral pide nuestro consentimiento, y sin

FILOSOFÍA

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puede responder a ella. Un derecho puede salir adelante sin él, y su cum­plimiento se impone con ayuda de la ley: el consentimiento es entonces cuestión de obediencia, y no tiene por qué ser voluntad espontánea. Si el consentimiento se da de todos modos, la diferencia puede quedar sin obje­to. Pero la conciencia de las múltiples ambigüedades adheridas al término «consentimiento», tal como se solicita y emplea de facto en la investigación médica, nos mueve a volver a la idea de un derecho público independiente del consentimiento y concebido como previo a él; viceversa, la naturaleza problemática de tal derecho puede hacer que incluso sus promotores insis­tan en la idea del consentimiento, con todas sus ambigüedades: una situa­ción incómoda para ambas partes desde el punto de vista teórico.

Tampoco sirve de mucho cambiar el discurso de los «derechos» por el de los «intereses» y oponer el peso acumulativo del interés de los muchos al de los pocos o al del individuo. Los «intereses» van desde los más secundarios y fa­cultativos hasta los más vitales e imperiosos, y sólo se podrá incluir en tal cálculo a los de especial rango... con lo que volvemos simplemente a la cues­tión del derecho y de la pretensión moral. Además, apoyarse en las cifras es peligroso. ¿El número de los afectados por una determinada enfermedad es lo suficientemente grande como para justificar la lesión de los intereses de los no afectados? Dado que el número de estos últimos suele ser mucho mayor, el argumento puede volverse de hecho en la afirmación de que el peso acumula­tivo del interés está de su lado. Finalmente, también podría ser que el interés del individuo en su propia inviolabilidad sea en sí mismo un interés públi­co, de tal modo que su infracción públicamente tolerada lesione, con indepen­dencia de las cifras, el interés de todos. De ser así, su protección en cada caso concreto sería un interés decisivo, y la comparación de cifras estaría de más.

Éstas son algunas de las dificultades ocultas en el esquema conceptual, caracterizado por las expresiones «sociedad-individuo», «interés» y «dere­chos». Pero hablábamos también de un reto moral, y esto apunta a otra di­mensión que sin duda no está separada de la jurídico-social, pero la tras­ciende. Y hay una cosa más incluso más allá de eso: el verdadero sacrificio por suprema entrega, para el que no hay ni leyes ni reglas, excepto la de que tiene que ser absolutamente libre. «Nadie», se manifestaba en un simposio americano, «tiene derecho a seleccionar mártires para la ciencia». Pero a ningún investigador se le puede impedir convertirse él mismo en mártir de su ciencia. En todas las épocas ha habido investigadores, pensadores y ar­tistas que se han «sacrificado» en nombre de su profesión; el genio creador paga con frecuencia con la felicidad, la salud y la vida su propia culmina­ción. Pero nadie, ni siquiera la sociedad, tiene ni la sombra de un derecho a esperar y exigir algo así en el curso normal de las cosas. Sus frutos se nos entregan como una grada gratis data.

3. E l t e m a d e l s a c r if ic io

Aun así, tenemos que mirar a los ojos a la oscura verdad de que la últi­ma ratio de la vida comunitaria ha sido y es desde siempre el sacrificio for­

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zoso y representativo de la vida individual. La situación de sacrificio más antigua es la de las víctimas humanas en las antiguas comunidades. No eran actos cometidos por sed de sangre o salvajismo desenfrenado, sino el cumplimiento solemne de una suprema necesidad sagrada. Alguien de la comunidad de los hombres tenía que morir para que todos pudieran vivir, la tierra fuera fértil o el ciclo de la naturaleza se renovase. A menudo la víc­tima no era un enemigo prisionero, sino un miembro elegido del grupo: a veces el rey anual. Por más que hubiera crueldad en juego, no era la de los hombres, sino la de los dioses o más bien el orden estricto de las cosas, del que se creía que promovía a este precio la benevolencia de la vida. Para ase­gurarla y asegurarla siempre para la comunidad, había que pagar una y otra vez el terrible quid pro quo.

Debería estar lejos de nosotros, desde la altura de nuestro saber ilus­trado, desconocer la desmesura de este horror. Las determinadas concep­ciones causales que actuaban aquí han sido desterradas hace mucho al reino de la superstición. Pero en los momentos de riesgo nacional tam­bién hoy enviamos a nuestros jóvenes a dar su vida para que continúe la vida de la comunidad, y cuando se trata de una guerra justa los vemos marchar como consagrados y extrañamente ennoblecidos por un papel de víctima. No hacemos depender su marcha de su voluntad y su consenti­miento, por más que podamos desearlo y cultivarlo. Los reclutamos con­forme a la ley. Reclutamos a los mejores y nos sentimos moralmente in­quietos cuando, ya sea intencionadamente o en sus resultados, el sistema de leva funciona de tal modo que son principalmente los menos favoreci­dos, los menos útiles socialmente, de los que es más fácil prescindir, aque­llos cuyas vidas deben comprar la nuestra. Ninguna convicción racional de la necesidad pragmática que impera puede superar el sentimiento, mezcla de gratitud y culpabilidad, de que se toca la esfera de lo sagrado con el ofrecimiento representativo de vida por vida. Pero incluso dejan­do al margen estas dramáticas ocasiones de aguda crisis existencial, el constante motivo secundario del sacrificio humano parece formar parte de la mera existencia y desenvolvimiento de la comunidad humana... sa­crificio de la vida y la felicidad, impuesto o voluntario, pocos a cambio de muchos. Lo que Goethe decía en relación al ascenso del cristianismo pue­de muy bien valer para la esencia de la cultura en general: «No se sacrifi­can / ni cordero ni toro / sino insólita víctima humana» (La novia de Co- rinto). Nunca podremos descansar en la cómoda creencia de que el suelo en el que crecen nuestras satisfacciones no está regado con la sangre de los mártires. Pero una conciencia intranquila hace que nosotros, usufruc­tuarios sin mérito, nos preguntemos: ¿quién debe ser mártir? ¿Al servicio de qué causa? ¿Y elegido por quién?

Ni por un momento pretendo comparar los experimentos médicos en sujetos humanos, sanos o enfermos, con los primitivos sacrificios huma­nos. Pero algo de ese sacrificio está contenido en la revocación selectiva de la inviolabilidad personal y la entrega ritual de individuos a riesgos innece­sarios para su salud y su vida en aras de un bien social mayor. Mis ejemplos de la esfera del sacrificio masivo tenían la finalidad de aguzar la mirada

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para ver este aspecto secreto de nuestro tema y delimitarlo claramente de las obligaciones y coacciones normales que el conjunto social impone al in­dividuo a cambio de las ventajas de la sociedad.

4. E l t em a d e l «co n t rat o s o c ia l »

Lo primero que hay que decir en tal delimitación es que el concepto del llamado «contrato social» no incluye el sacrificio unilateral. Esta ficción de la teoría política, que parte del primado del individuo, fundamenta tales li­mitaciones a la libertad personal, necesarias para la existencia de la comu­nidad, que existe por su parte en beneficio del individuo. El principio de es­tas limitaciones es que su observancia general va en beneficio de todos: es decir, que el individuo, al hacer su aportación a la observancia general de la regla, se beneficia él mismo de ello. Observo el derecho de propiedad por­que su general observancia protege mi propio derecho; observo las normas de circulación porque su general observancia garantiza mi propia seguri­dad; etcétera. Las obligaciones son aquí recíprocas y generales; nadie es es­cogido para un sacrificio especial. Además, como restricciones de mi liber­tad las leyes así derivadas de ese ficticio contrato social determinan en mucha mayor medida lo que no se puede hacer que lo que se debe hacer (como hacían las leyes de la sociedad feudal). También allá donde se pres­criben actos positivos (por ejemplo el pago de impuestos) la fundamenta- ción subyacente es que yo mismo soy un usufructuario de los servicios pú­blicos así financiados. Incluso las aportaciones recaudadas por el Estado del bienestar, que directamente sólo benefician a determinadas partes de la población (y que no estaban previstas en la versión liberal del contrato so­cial), se pueden interpretar como pólizas de seguro personales de éste o aquel tipo —ya sea contra la eventualidad de mi propia indigencia, ya con­tra el riesgo de anomia en caso de escasez generalizada y no amortiguada, ya contra los perjuicios económicos de un mercado de consumo disminui­do—. En todo caso, tales aportaciones todavía se pueden subsumir en el principio del bien común ilustrado. Pero no hay en el marco conceptual del contrato social una revocación total del interés propio, y por tanto el puro sacrificio queda fuera de él. En las condiciones hipotéticas del contrato por sí solo, no se me puede exigir morir por el bien común. (Thomas Hobbes dejó esto insistentemente claro). Incluso dejando a un lado este caso extre­mo, queremos pensar que nadie es total y unilateralmente el pagano en nin­guna de las renuncias que en circunstancias normales la sociedad exige «en interés general», es decir, a favor de los demás. «En circunstancias norma­les» es, como veremos, una cláusula necesaria. Además, el «contrato» sólo legitima las pretensiones sobre nuestras acciones visibles, públicas, y no aquellas sobre nuestro ser invisible y privado, del que luego hablaremos. Hay un caso en el que interés y control públicos se extienden, con general consentimiento, a la esfera privada: en la escolarización forzosa de nues­tros hijos. Pero también en este caso se asume que el aprendizaje y lo aprendido, aparte de todo el futuro beneficio para la sociedad, va en bien

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del individuo en su propio ser. No toleraríamos (y sin duda quemamos evi- tai) que la educación escolar degenerara en adiestramiento de autómatas útiles para la máquina social.

Hay que recordar que ambas limitaciones de la pretensión pública en nombre del bien común —la que se refiere al sacrificio unilateral y la que concierne a la esfera privada— solamente son válidas bajo el supuesto de la primacía del individuo, en la que reposa toda la idea del «contrato social». Esta primacía es en sí misma un axioma propio de nuestra tradición occi­dental, por así decirlo su elección metafísica, y una abolición —admitida descuidada o indulgentemente— de su vigencia amenazaría los fundamen­tos de esta tradición. Observemos de pasada que, naturalmente, los siste­mas que convierten en su axioma la primacía alternativa de la sociedad es­tán menos vinculados a los límites que postulamos. Mientras nosotros rechazamos la idea de elementos socialmente «prescindibles» y contempla­mos a los que no sirven o incluso se rebelan contra el fin social como una carga que la sociedad tiene que llevar (dado que su derecho inmanente a existir es tan incondicionada como la del más útil), un régimen realmente totalitario puede considerar justo que el colectivo se libre de esta carga o constriña a los en alguna medida útiles de entre ellos al servicio en un fin social (y hay eficaces combinaciones de ambas vías). Normalmente —es de­cir, cuando no hay una situación de emergencia— no damos al Estado el derecho a costreñir a trabajar aunque le demos el derecho a recaudar dine­ro, porque el dinero es separable de la persona, pero el trabajo no. Menos aún que el trabajo forzoso toleramos el peligro o la lesión física y de la dig­nidad impuesta por las autoridades.

Sin embargo, en tiempo de guerra nuestra propia sociedad suspende el fino equilibrio del contrato social y sitúa en su lugar un predominio casi in- condicionado de la necesidad pública sobre los derechos individuales. En casos de emergencia de este tipo, la condición sacrosanta del individuo se ve en gran medida revocada y entra en vigor temporalmente un estado de cosas en la práctica casi totalitario, cuasicomunista. Se concede a la comu­nidad el derecho a plantear a sus miembros exigencias que en su condición y dimensiones van mucho más allá de las normalmente permitidas. Enton­ces se considera justo que una parte de la población soporte riesgos des­proporcionados, y la mayoría restante acepta este sacrificio y goza después de sus frutos... por difícil que nos parezca justificar esto conforme a las es­calas éticas normales. Lo justificamos, por así decirlo de manera transética, con el estado colectivo de extrema emergencia cuya expresión legal es, por ejemplo, la declaración del estado de guerra.

Los experimentos médicos con sujetos humanos se ubican en algún lu­gar entre este caso extremo y las transacciones normales del contrato so­cial. Por una parte, en general no está en juego ninguna supervivencia co­lectiva extrema comparable a la opción entre la vida y la muerte. Y no se exige un sacrificio o riesgo extremo comparable. Por otra parte, lo que se exi­ge va decididamente más allá de lo que el individuo puede poner de su per­sona a disposición del «bien común» de manera legal y admisible. De he­cho, nuestra sensibilidad contra el tipo de invasión y utilización del ámbito

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más íntimo del propio cuerpo, que es de lo que aquí se trata, es tal que sólo un objetivo de valor superior o imperativa urgencia podría hacérnoslo aceptable.

5. L a sa lu d c o m o b ie n p ú b l ic o

El fin en cuestión es la salud, y en su aspecto crítico la vida misma... bie­nes evidentemente elevados, a los que el médico sirve directamente me­diante la curación y el investigador indirectamente mediante el conoci­miento que obtiene de sus experimentos. No hay duda ni sobre el bien superlativo que se promueve ni sobre el mal que se combate: la enfermedad y la muerte prematura. Pero, ¿un bien para quién y un mal para quién? En la aspiración a dar a la experimentación médica la dignidad que le corres­ponde (en la creencia de que un valor es mayor cuando es colectivo en vez de individual), la salud y la enfermedad se predican del conjunto social, como si fuera la sociedad la que en la persona de sus miembros se alegra de la una y sufre la otra. Para los fines de nuestro problema, se puede contra­poner interés público a interés privado, bien común a bien individual. De hecho he oído llamar a la salud bien nacional... lo que sin duda también es, pero no en primer término.

Para ilustrar un tanto la falta de claridad de estos conceptos, he pensa­do en una formulación que se utilizo repetidamente en una conferencia americana sobre este objeto, primero en forma de pregunta retórica: «¿Puede permitirse la sociedad “desechar” los tejidos y órganos de un pa­ciente que ha perdido de forma irreversible la conciencia cuando podrían ser utilizados para restablecer a un individuo enfermo sin esperanza, pero aún rescatable?». Se responde con un no a la pregunta, mencionándose como finalidad del aprovechamiento de tejidos y órganos, además de la sal­vación de otros pacientes, la investigación y la experimentación. Vamos a entrar más en detalle en algunos de estos conceptos.

6. Lo QUE LA SOCIEDAD PUEDE PERMITIRSE

«¿Puede permitirse la sociedad...?» ¿Qué? ¿Dejar morir intactas a las personas y privar así a otras de algo que necesitan desesperadamente y sin lo cual tendrían que morir también? De hecho, estos otros infelices no pue­den salir adelante sin el riñón, el corazón u otros órganos del paciente que está muriendo al lado, del que depende que ellos continúen vivos. Pero, ¿les da eso un derecho? ¿Obliga eso a la sociedad a procurarles lo que necesi­tan? ¿Está el comatoso obligado a cedérselo? ¿Es que el cuerpo, cuando ya no se puede salvar para la propia persona, pertenece a la sociedad? Deje­mos a un lado lo que la sociedad puede o debe hacer: «permitírselo» sin duda que puede. Perder miembros por muerte natural es algo integrado en el equilibrio natural de la muerte y el nacimiento. Naturalmente esto es de­masiado general para nuestra pregunta, pero quizá merezca la pena recor­

s o b r e l o s e x p e r i m e n t o s e n s u j e t o s h u m a n o s 85

darlo, porque muestra que en la cuestión de la prolongación marginal de la vida por medios tan extraordinarios como el trasplante de órganos no se debe incluir el bien de la sociedad: es demasiado robusto para eso. Si el cáncer, las enfermedades cardíacas y otras dolencias orgánicas (no conta­giosas), especialmente aquellas que afectan más a los viejos que a los jóve­nes, siguen cobrándose su mortal tributo (también en miedo y tormento privado) con frecuencia constante, la sociedad podría no obstante prospe­rar en todos los sentidos.

Y ahora algunos ejemplos de lo que la sociedad no puede permitirse, de hecho, con serena veracidad. No puede permitirse dejar que una epidemia se extienda sin freno; que la tasa de mortalidad supere de forma constante la de natalidad; pero tampoco —tenemos que añadir— una tasa de natali­dad que supere demasiado la de mortalidad; no puede permitirse una me­dia de duración de la vida demasiado baja, aunque esté demográficamente compensada por una elevada fertilidad; ni, por otra parte, una longevidad demasiado generalizada, con la disminución, que le corresponde necesa­riamente, del peso de la juventud en el cuerpo social; ni un nivel debilitador del estado general de salud; y otras cosas por el estilo. Éstos son casos cla­ros en los que el estado general de la sociedad se ve críticamente involucra­do, y el interés público puede presentar sus imperativas reclamaciones. La Muerte Negra, en el siglo xiv, fue una calamidad pública aguda; las agota­doras devastaciones de la malaria endémica en algunos países son una ca­lamidad pública de tipo crónico. Una sociedad, como conjunto «no puede permitirse» tales situaciones, y muy bien pueden hacer necesarios recursos extraordinarios, incluyendo la invasión de los sacrosantos ámbitos privados.

Esto no es enteramente cuestión de cifras y proporciones. En un senti­do más sutil, la sociedad no puede permitirse ni un sólo asesinato judicial, ni una sola torsión del derecho, ni una infracción de los derechos huma­nos ni de la más mínima minoría, porque esto socava la base moral sobre la que reposa la existencia de la sociedad. Pero, por razones similares, tam­poco puede permitirse la ausencia de compasión en medio de ella, la desa­parición del esfuerzo por aliviar los padecimientos, ya sean muy extendidos o raros... una forma de lo cual es el esfuerzo por vencer a las enfermedades de todas clases, sin importar que numéricamente tengan peso social o no. En resumen, la sociedad no puede permitirse la falta de virtud en mitad de sí misma, con su disponibilidad al sacrificio más allá de la obligación defi­nida. Dado que su ausencia, es decir, la del idealismo personal, es en última instancia un secreto imprevisible a pesar de toda la educación, tenemos la paradoja de que, para existir, la sociedad depende de un orden «religioso» imponderable que puede fomentar, que puede esperar, pero que no puede imponer. Tanto más tiene que proteger este preciosísimo capital del abuso.

¿Para qué fines de la esfera biomédica habría que tocar este capital... Por ejemplo, para solicitar y utilizar los servicios de sujetos humanos para •a experimentación? Postulamos que tiene que tratarse no sólo de fines que cuenten con el asentimiento general, como es sin duda el caso del fomento de la salud de todos, sino de fines que tengan la aspiración superior a la sanción social. Pensamos ante todo en los casos ilustrados anteriormente,

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que afectan de forma crítica a todo el estado actual y futuro de la comuni­dad. Se puede declarar un estado de emergencia pública comparable al es­tado de guerra, en el que se levantan temporalmente ciertas prohibiciones y tabús normalmente inviolables. Observaremos aquí que la superación de un mal siempre tiene más peso que el fomento de un bien. Un riesgo extra­ordinario disculpa los recursos extraordinarios. Esto vale también para los experimentos físicos en personas, que habría que incluir más bien entre las formas extraordinarias que ordinarias de servicio públicamente exigido al bien común. Naturalmente, dado que la previsión y la responsabilidad ante el futuro forman parte de la esencia de la sociedad institucional, la defensa contra las catástrofes se extiende también a la prevención a largo plazo, aunque su menor urgencia permite exigencias menos radicales.

7. L a s o c ie d a d y la causa d e l p r o g r e s o

El argumento se vuelve mucho más débil cuando no se trata de la sal­vación, sino de la constante mejora de la sociedad. Gran parte del progreso médico entra en esta categoría. Como ya hemos dicho, hay que distinguir el riesgo para la sociedad de la tragedia personal. Mientras se mantengan ciertos valores estadísticos, la aparición de la enfermedad y la muerte a ella debida no son una desgracia «social» en sentido estricto. Me apresuro a añadir que no por eso es menos una desgracia personal, y el grito de ayuda que se alza con muda elocuencia de cada víctima y de todas las víctimas po­tenciales no posee una dignidad menor. Pero sería erróneo equiparar la res­puesta a ello, fundamentalmente humana, con la que se debe a la sociedad; esta respuesta es debida de persona a persona... y por eso la sociedad se la debe al individuo, en cuanto la adecuada provisión de estas necesidades su­pera el círculo de actuación de la espontaneidad privada (como es cada vez más el caso) y se convierte en mandato público. Sólo de esta forma la so­ciedad asume la responsabilidad de la atención médica, la investigación, el cuidado de los ancianos y un sinnúmero de cosas que originariamente no entraban en el dominio público, y ahora se han convertido en verdaderas obligaciones frente a la sociedad en vez de directamente frente al congéne­re, precisamente porque ahora son administradas por la sociedad.

De hecho, ya no sólo esperamos de la sociedad derecho, orden y protec­ción de nuestra seguridad, sino mejoría activa y constante en todos los terrenos: tanto refrenando a la naturaleza como acrecentando e incremen­tando las posibilidades de satisfacción humana... en pocas palabras: pro­moviendo el progreso. Éste es un objetivo expansivo, que deja muy a sus es­paldas la norma negativa referente a las catástrofes de nuestras anteriores reflexiones. Le falta la urgencia de esta última, pero tiene la nobleza del li­bre avance hacia adelante. Seguro que merece un sacrificio. La pregunta ya no es qué necesita la sociedad, sino a qué está obligada por nuestro mandato, más allá de toda necesidad. El fideicomiso para estos objetivos crecientes se ha convertido en un mandato oficial, permanente e institu­cionalizado del organismo político. Como celosos usufructuarios de sus

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beneficios, debemos a la «sociedad», como gerente principal, nuestras aportaciones individuales al deseado «más allá» del movimiento. Recalco el «más allá». Mantener un nivel existente y en conjunto aceptable no requie­re más que los medios ortodoxos de la imposición fiscal y la supervisión del estándar profesional. El objetivo electivo del progreso exige más. Así que te­nemos ese síndrome: el progreso es, en nuestra voluntad, un interés reco­nocido de la sociedad, en cuyos beneficios los individuos participamos en distintos grados: la investigación es un instrumento necesario del progreso; en la medicina, la experimentación en sujetos humanos es un instrumento necesario de la investigación: ergo la investigación humana se ha converti­do en un interés social.

Pero, ¿puede realmente la sociedad, en aras de cualquier interés públi­co, exigir la aportación de mi ser físico? El llamado «contrato social» sólo legitima exigencias sobre nuestros actos visibles y públicos, no sobre nues­tro ser invisible, secreto, oculto incluso a nosotros mismos. Nuestras capa­cidades, no su origen en la persona, entran dentro del ámbito de vigencia de los derechos públicos. A nuestra conducta y a nuestra posesión munda­nas se les pueden plantear exigencias del bien común, que lleguen hasta el requerimiento de prestaciones y de la propiedad: ambas son separables de la persona, sus extensiones externas por así decirlo, abiertas a la interven­ción de los derechos públicos que regulan lo externo, lo que llega hasta el mun­do de todos, a través de la ley y la costumbre. Pero en el límite entre el mundo exterior común, compartido con otros, y el interior más propio, nuestra piel, todo derecho público se detiene. Igual que nadie, ni el Estado ni el prójimo necesitado, tiene derecho a uno de mis riñones; igual que los órganos del yacente en coma irreversible no se pueden requerir legalmente para la salvación de otros, tampoco el interés público o bien común tiene derecho a mi metabolismo, mi circulación, mis secreciones internas, mi ac­tividad neuronal o cualquier otro de mis aconteceres internos. Esto es lo más privado de lo privado, la esfera propia no comunal, inalienable. Si añadimos a esto que dentro del progreso médico no estamos ante ningún caso de emergencia pública, no hay que evitar ninguna catástrofe general (caso en el que desaparecen incluso los últimos derechos privados), que más bien —dicho sea de forma sobria y estadística— la sociedad puede se­guir existiendo aunque el cáncer y las dolencias cardíacas sigan sin ser con­troladas por un tiempo más, se verá que el contrato social tiene poco que hacer en esta cuestión y la voluntariedad es inseparable de ella. Existe, como ya hemos hecho notar, una diferencia entre la aspiración moral a un bien común (como sin duda es toda victoria sobre una enfermedad) y un derecho de la sociedad a este bien y a los medios para su realización.

La determinación de la investigación es esencialmente meliorista. No sirve al mantenimiento de un bien existente, del que ya me beneficio y por el que aporto una contraprestación. Pero excepto cuando la situación ac­tual es insoportable, el objetivo meliorista no es necesario: es facultativo, y no sólo desde el punto de vista del presente. Nuestros descendientes tienen derecho a que les leguemos un planeta sin saquear; no tienen derecho a nuevas curas milagrosas. Hemos pecado contra ellos al destrozar su heren­

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cia... a lo que nos dedicamos con todas nuestras fuerzas; no hemos pecado contra ellos si en el momento de su llegada la arteriosclerosis aún no ha sido erradicada (excepto si se debe a dolosa negligencia). Dicho de manera muy general, igual que la humanidad no tenía derecho a la aparición de un Newton, un Miguel Ángel o un Francisco de Asís, y no tenía derecho a las bendiciones de sus no programados actos, tampoco el progreso, con todo nuestro metódico trabajo en su favor, puede ser presupuestado y exigir sus frutos como si se tratara de un interés vencido. Más bien el que tenga lugar y sea para bien (de lo que nunca podemos estar seguros) ha de ser contem­plado como algo así como una «gracia».

8. MELIORISMO, INVESTIGACIÓN MÉDICA Y OBLIGACIÓN INDIVIDUAL

En ningún sitio el objetivo meliorista es más inherente a la esencia del caso que en la medicina. Para el médico, es todo lo contrario que facultati­vo. Curar, es decir, mejorar al paciente, es su profesión, y por tanto también la mejora de la capacidad de curar es una parte de su obligación. ¿Hasta qué punto obliga al otro, al no implicado? Como objetivo social, lo decía­mos antes, la constante mejora es facultativa. Tiene que apoyarse en su no­bleza interior. Ambas cosas, libertad de elección y nobleza, tienen pues que determinar la forma en que se apela a y se acepta en el campo médico el sentido del sacrificio de terceras personas al servicio del progreso. La liber­tad es sin duda la primera condición que hay que observar aquí. La cesión del propio cuerpo para experimentos médicos está totalmente fuera del «contrato social» exigible.

¿O se puede interpretar como dentro de él... como reembolso de los be­neficios de anterior experimentación que yo mismo he recibido? Pero ese reembolso no se lo debo a la sociedad, sino a las anteriores personas dis­puestas al sacrificio, con las que la propia sociedad está en deuda, y ésta no tiene derecho a reclamar mi deuda personal y aumentar así la suya. Ade­más, la gratitud no es socialmente imponible; y de todas formas no impone imitar su causa con un hecho igual. Pero sobre todo, si entonces fue injus­to forzar el sacrificio no será justo volverlo a forzar apelando al beneficio que me ha reportado. Y si entonces no fue forzado, sino enteramente libre como tenía que ser, así debe seguir siendo, y el precedente no se puede em­plear como presión social sobre los descendientes para hacer lo mismo bajo el signo de la obligación.

De hecho, tenemos que buscar fuera de la esfera del contrato social, fue­ra de todo el ámbito de derechos y obligaciones públicos, los motivos y normas de los que podemos esperar que produzcan la voluntad de dar algo a lo que nadie tiene derecho: ni la sociedad, ni el prójimo, ni la posteridad. Tales fuentes transsociales del comportamiento están en el ser humano, y ya he señalado la paradoja o el misterio de que sin ellas la sociedad no pue­da prosperar, que tenga que alimentarse de ellas pero no pueda dirigirlas.

¿Qué ocurre con la ley de la costumbre como tal motivación trascenden­te del comportamiento? Va considerablemente más allá de la ley pública del

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contrato social. Este último, como hemos visto, está fundado en la regla del beneficio propio ilustrado: do ut des —doy para que me den—. La ley de la conciencia personal exige más. Conforme a la «regla de oro», por ejemplo, debo hacer las cosas tal como deseo que me las hicieran en las mismas cir­cunstancias, pero no para que me las hagan y esperando una recompensa. La reciprocidad, esencial para la ley social, no es una condición de la ley moral. Sin duda una expectativa más sutil del «beneficio propio», pero per­teneciente ya al orden moral, puede representar su papel: prefiero vivir en una sociedad moral, y puedo esperar que mi ejemplo contribuya a la mora­lidad general. Pero incluso si al hacerlo peco de ingenuo, la «regla de oro» se mantiene. (Si la ley social rompe su lealtad a mí, quedo desligado de su pretensión.)

9. L e y m o r a l y e n t r e g a t r a n s m o r a l

¿Puedo entonces verme llamado, en nombre de la ley moral, a la prácti­ca de experimentos médicos sobre mí mismo? En principio, la «regla de oro» parece ser aplicable aquí. Si yo sufriera una enfermedad mortal, desea­ría que suficientes voluntarios en el pasado hubieran hecho posible con la entrega de sus cuerpos el conocimiento suficiente como para que yo pudie­ra salvarme ahora. Desearía, si necesitara a toda costa un trasplante, que el paciente de al lado hubiera dado su acuerdo a una definición de muerte se­gún la cual sus órganos estuvieran disponibles para mí en su estado más fresco. Sin duda si me ahogo desearía también que alguien arriesgara, o in­cluso sacrificara, su vida por mí.

Pero el último ejemplo nos recuerda que sólo la forma negativa de la regla de oro («no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti») tiene plena fuerza prescriptiva. La forma positiva («haz a los otros lo que desea­rías que te hicieran a ti»), dentro de la cual entra nuestra pregunta, apun­ta a un horizonte infinitamente abierto, en el que pronto cesa la fuerza prescriptiva. Podemos decir de A que hubiera debido asistir a B, compartir su angustia con él, etc., pero no podemos decir que A hubiera debido dar su vida por B. Que lo hubiera hecho sería elogiable; no haberlo hecho no es reprochable. No se le puede exigir. No infringe ninguna obligación si no lo hace. Pero él y sólo él puede decir de sí mismo que hubiera debido dar su vida. Este «deber» es estrictamente entre él y sí mismo, o entre él y Dios. Ninguna parte externa —prójimo o sociedad— puede atreverse a al­zar su voz.

En otras palabras, tenemos que distinguir entre obligación moral y la mucho más amplia esfera del valor moral. (Esto, dicho sea de paso, mues­tra el error en la difundida opinión de la teoría de los valores de que, cuan­to mayor sea el valor, más vinculante es y tanto mayor la obligación de ha­cerlo realidad. Los valores supremos se encuentran en una región situada más allá de la obligación y la exigencia.) La dimensión ética va mucho más allá de la ley moral y llega hasta la sublime soledad de la entrega y la elec­ción última, lejos de todo cálculo y regla... en pocas palabras: a la esfera de

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lo sagrado. Sólo de allí puede partir la oferta del sacrificio de uno mismo, y esta fuente tiene que se protegida de la manera más cuidadosa. ¿Cómo?

La primera obligación que le surge aquí a la comunidad investigadora es garantizar una verdadera autenticidad y espontaneidad por parte de los sujetos.

10. E l PROBLEMA DEL «CONSENTIMIENTO»

Pero aquí debemos tener claro que la mera emisión del llamamiento, la petición de voluntarios, con la presión moral y social que inevitablemente engendra, no puede por menos que convertirse en una especie de conscrip­ción incluso observando escrupulosamente las reglas del consentimiento. Y necesariamente entra en juego una cierta tarea de convicción. Por eso el consentimiento —sin duda la condición mínima inalienable— aún no sig­nifica la total solución del problema. Admitiendo que la intimación y la convicción y con ello algo así como el reclutamiento forman parte de la si­tuación, surge la pregunta: ¿quién puede reclutar y quién ser reclutado? O expresado con más suavidad: ¿quién debe hacer el llamamiento a quién?

El emisor naturalmente cualificado del llamamiento es el propio inves­tigador, colectivamente el titular principal del impulso y el único con com­petencia técnica para juzgar. Pero dado que también es parte interesada en alto grado (e interesada no sólo en el bien público, sino también en la em­presa científica como tal, en «su» proyecto, incluso en su carrera), no es un testigo del todo libre de sospecha. La dialéctica de esta situación —un deli­cado problema de compatibilidad— hace necesarios especiales controles por parte de la comunidad investigadora y de las autoridades públicas, que no vamos a discutir aquí. Los controles pueden atenuar el problema, pero no superarlo. Tenemos que vivir con la ambigüedad de todo lo humano.

11. AUTORRECLUTAMIENTO DE LA COMUNIDAD CIENTÍFICA

¿A quién debe dirigirse el llamamiento? El emisor natural del mismo es también su primer destinatario natural: el propio investigador médico y el gremio científico en su conjunto. En tal coincidencia —de hecho la noble tradición con la que empezó el capítulo entero de los experimentos huma­nos— desaparecen casi todos los demás problemas legales, éticos y metafí- sicos. Si hay una plena y autónoma identificación del sujeto con el objetivo de la investigación que tiene que legitimar su papel en el experimento, es ésta; si hay una comprensión plena (no sólo del objetivo, sino también del procedimiento de experimentación y de sus posibilidades), es ésta; si hay una motivación fuerte, es ésta; si hay una decisión libre es ésta; si hay una integración con todo el esfuerzo y la acción de la persona, es ésta. El auto- rreclutamiento ha eludido per se el problema del consentimiento, con su in- soluble ambigüedad. En este caso ni siquiera tiene que cumplirse la con­dición, vigente para el reclutamiento de terceros, de que el objetivo sea

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realmente importante y el proyecto tenga en alguna medida expectativas de éxito. Por sí mismo, el investigador es libre de prestar oídos a su obsesión, poner a prueba su intuición, probar su suerte, seguir el atractivo de la am­bición. En tanto que se expone a sí mismo y a otros consagrados de la co­munidad investigadora al reto del experimento, aún no se ha pisado terre­no problemático.

Pero naturalmente, incluso con la disponibilidad ideal de este círculo íntimo no se resuelve el problema. Este potencial no basta, ni en número ni en dispersión cualitativa del material, para el múltiple, sistemático y cons­tante ataque a la enfermedad de todo tipo a la altura del cual estaban los ac­tos solitarios de los antiguos investigadores. Las necesidades estadísticas plantean sus voraces exigencias. Si toda la empresa del progreso no fuera facultativa, comparada con el obligado respeto a una esfera privada invio­lable, la solución más sencilla sería inscribir a toda la población en «padro­nes» y decidir por ejemplo por sorteo quién de cada categoría es llamado al «servicio». No es difícil imaginar sociedades en las que esto coincidiría con sus concepciones básicas. Estamos de acuerdo en que la nuestra no es una de ellas y no va a serlo. El lantasma de esta posibilidad es una de las uto­pías amenazadoras en nuestro propio horizonte, y tenemos que cuidar de no acercarnos a ella mediante pasos inapreciables. ¿Cómo podríamos man­tenemos fieles a ese obligado respeto si al mismo tiempo queremos dar el suyo a otro valor de no menor rango? Repetimos simplemente la pregunta anterior: ¿a quién ha de dirigirse el llamamiento?

12. «IDENTIFICACIÓN» COMO PRINCIPIO DE SELECCIÓN EN GENERAL

Si ampliamos a criterios generales de selección las condiciones que cua­lifican preferentemente a los miembros de la comunidad científica para el papel en cuestión, habría que buscar otros sujetos en los que sea de esperar un máximo de identificación, comprensión y espontaneidad... es decir, en­tre las partes de la población más formadas y menos manipulables por su situación económica. Desde esta reserva por naturaleza escasa, una escala descendente de admisibilidad ideal lleva a la creciente abundancia real de la oferta, cuya utilización debería ser tanto más contenida cuanto más se relajan los criterios de exclusión. Esto lleva a una inversión de la «conduc­ta de mercado» normal y racional, en la que la oferta más barata es la pri­mera que se emplea y la más cara se emplea en todo caso al final.

El principio conductor de estas consideraciones es que a la «injusticia» de la cosificación sólo se le puede hacer «justicia» con una identificación tan auténtica con el objetivo de la investigación que haga a éste un objetivo tanto del sujeto del experimento como del investigador. En ese caso, el papel experimental del sujeto no es simplemente permitido, sino positivamente querido. Esta voluntad soberana suya, que hace propio el objetivo, garan­tiza su condición de persona en esa situación de lo contrario despersona- lizadora. Para ser válida, esa voluntad tiene que ser autónoma e informada. Esta última condición sólo se podrá cumplir en un cierto grado fuera de la

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comunidad investigadora. Pero cuanto mayor sea el grado de comprensión respecto al objetivo y a la técnica, tanto más válido será el consentimiento de la voluntad. Un margen de mera confianza sigue siendo inevitable. En última instancia, el llamamiento a los voluntarios debería buscar ese libre y alegre consentimiento, la apropiación del objetivo de investigación en el propio esquema de objetivos de la persona. Según esto, la apelación se di­rige en verdad a una fuente misteriosa y sagrada de generosidad de la vo­luntad, «sacrificio» que puede prender en distintos individuos por distintos motivos y objetos. Las siguientes motivaciones, por ejemplo, pueden ser re­ceptivas al «llamamiento» aquí discutido: compasión por el sufrimiento humano, diligencia en favor de la humanidad, respeto a la regla de oro, en­tusiasmo por el progreso, entrega a la causa de la ciencia, incluso, sin obje­tos, la necesidad en sí de autojustificación a través del sacrificio. Todas es­tas motivaciones, afirmo, puede utilizarlas el investigador si el objeto de investigación es lo bastante digno; y es una obligación prioritaria de la co­munidad investigadora (especialmente con vistas a lo que he llamado «margen de confianza») prestar atención a que esta valiosa fuente nunca sea objeto de abuso con fines poco serios. Ni la más libre y espontánea de las ofertas debería ser aceptada para un objetivo menos que pleno.

13. La r e g la de l a « s e r ie d e s c e n d e n te » y su s e n t id o ANTIUTILITARIO

Hemos planteado una regla que no puede resultar muy agradable a la in­dustria de la investigación, hambrienta de cifras. Dado que tengo confianza en el potencial trascendente de los hombres, no temo que esa «fuente» falte nunca a una sociedad que no se autodestruya... y sólo una sociedad así me­rece los beneficios del progreso. En todo caso, esta regla es «elitista» (como la empresa del progreso mismo bien entendida), y las elites son por naturale­za pequeñas. El atributo conjugado de motivación e información, más liber­tad de presión exterior, suele estar socialmente tan circunscrito que la estric­ta observancia de la regla podría matar numéricamente por inanición el proceso de la investigación. Por eso hablamos de una serie descendente de admisibilidad, que permite precisamente relajar la regla, pero en la que la conciencia de que su legitimación disminuye no carece de consecuencias prácticas. Apartándose de la norma purista, la zona de destino del llama­miento se desplaza necesariamente del idealismo a la condescendencia, de la altura de miras a la conformidad, del juicio a la confianza. «Consentimiento» y «voluntariedad» en sentido formal cubren todo el espectro, pero llegamos a zonas de penumbra en las que su contenido se vuelve cuestionable, quizá ilu­sorio. Por ejemplo en el caso de necesitados, cuando interviene la compensa­ción económica; o en el caso de personas dependientes, que temen perder con un no el favor de su superior o esperan ganárselo con un sí. Pensamos aquí en la psicología de los pacientes de beneficencia, pero también en los es­tudiantes en su relación con el profesor que pide sujetos de prueba para su proyecto de investigación. (Por otra parte, ellos cumplen muy bien el deside­rátum de la comprensión.) Una población especialmente a mano con fines de

experimentación son los internos de las cárceles: pueden dar su autorización, sin la que tampoco en su caso se puede hacer nada, contra la promesa de be­neficios penitenciarios, en caso de gran riesgo incluso de condonación de la pena. Todas estas son zonas de penumbra que sin duda no se pueden evitar, pero a las que hay que entrar con gran cuidado ético. El límite inferior es la capacidad de comprensión y de consentimiento (es decir, también de negati­va) como tal. Esto excluye tanto a los débiles mentales como a las relaciones de obediencia militar. No puedo entrar aquí en una casuística. Muestro sólo el principio del orden de preferencias, visto ahora desde el lado negativo: cuanto más pobre en conocimiento, motivación y libertad de decisión es el grupo de sujetos (y esto significa también, por desgracia, el grupo más am­plio y más disponible), tanto más cautelosamente, incluso con resistencia, ha de ser empleada esta reserva, y tanto más coactiva tiene que ser la justifica­ción compensatoria a través del objetivo.

Observemos que esto es lo contrario de un estándar de utilidad social, la inversión del orden de «disponibilidad y empleabilidad»: los elementos más valiosos y más escasos, los más difíciles de sustituir, del organismo social, deben ser los primeros candidatos al riesgo y el sacrificio. Es el estándar del nobleza obliga; y a pesar de su tendencia contraria a la utilidad y a su apa­rente derroche, sentimos que tiene su corrección e incluso una «utilidad» superior, porque el alma de la comunidad vive de este espíritu. Es también lo contrario de lo que exigen las necesidades cotidianas de la investigación, y su observancia exige de la comunidad científica que combata la fuerte ten­tación de atenerse rutinariamente a la fuente más fácilmente utilizable... los sugestionables, los ignorantes, los dependientes, los «presos» en múltiples sentidos. No creo que una elevada resistencia contra esta tentación tenga que paralizar a la investigación, lo que no se puede permitir; en todo caso, podrá ralentizarla aquí y allá debido a las cifras inferiores con las que en consecuencia se alimenta a la experimentación. Este precio —un ritmo qui­zá más lento en el progreso— podría pagarse muy bien por el mantenimien­to del preciosísimo capital de la vida superior en comunidad.

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14. E x p e r im e n to s c o n p ac ien te s

Hasta aquí hemos partido de la tácita aceptación de que los sujetos de experimentación se toman de entre las filas de los sanos. A la pregunta «¿quién es reclutable?», la respuesta espontánea podría ser: los que menos y los últimos de todos los enfermos... precisamente los más disponibles de todos, ya que de todas formas están en tratamiento y bajo observación. Que al ya asediado no se le deberían exigir más cargas y riesgos, que están bajo la especial protección de la sociedad y la muy especial del médico... eso nos lo dice nuestro elemental sentido moral. Pero precisamente el objetivo de la investigación médica, la victoria sobre la enfermedad, requiere en su esta­dio decisivo el experimento verificador en pacientes justo de esa enferme­dad, y el dejar de llevarlos a cabo echaría a perder el objetivo. Con el reco­nocimiento de esta necesidad ineludible entramos en la zona más sensible

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de todo el complejo, porque el acontecimiento afecta aquí al núcleo de la relación médico-paciente y pone a prueba sus obligaciones más solemnes. Sobre la ética de esta relación no tengo nada nuevo que decir, pero con fi­nes de confrontación con la cuestión del experimento tenemos que recor­dar algunas de las verdades más antiguas.

15. EL PRIVILEGIO FUNDAMENTAL DEL ENFERMO

En el curso del tratamiento, el médico está obligado al paciente y a na­die más. No es el administrador de la sociedad o de la ciencia médica o de la familia del paciente o de sus compañeros de sufrimiento o de los futuros pacientes de esa enfermedad. Sólo cuenta el paciente cuando está bajo la custodia del médico. Ya conforme a la sencilla ley del contrato bilateral (análoga, por ejemplo, a la relación del abogado con el cliente, con su con­cepto ético-profesional del «conflicto de intereses»), el médico está obliga­do a no permitir que otros intereses entren en competencia con el interés del paciente en su curación. Pero es evidente que hay en juego normas más sublimes que las puramente contractuales. Podemos hablar de una relación de lealtad sagrada. Estrictamente en su sentido, el médico está por así de­cirlo sólo con el paciente y con Dios.

Hay una excepción normal a la regla de que el doctor no es el adminis­trador de la sociedad frente al paciente, sino únicamente el fiduciario de sus intereses: el aislamiento del enfermo contagioso. Esto no se hace evi­dentemente en interés del paciente, sino en el de otros que están amenaza­dos por él. (En la vacunación obligatoria tenemos una combinación de am­bos intereses: protección del individuo y de los otros.) Pero impedir al paciente que dañe a otros no es lo mismo que explotarlo en beneficio de otros. Sigue estando, naturalmente, la excepción de la catástrofe colectiva, la analogía con el estado de guerra. El médico que lucha desesperadamen­te contra el brote de una epidemia se encuentra bajo una dispensa única, que de forma inespecífica suspende la vigencia de algunos mandatos de la práctica normal, entre ellos quizá los referidos a las libertades experimen­tales con sus pacientes. No se pueden establecer reglas para revocar reglas en situaciones extremas. Y, como en el famoso ejemplo del naufragio del barco en la teoría ética: cuanto menos se diga al respecto, mejor. Pero lo que se admite provisionalmente y se tapa después con un silencio exculpa- torio no puede valer como precedente. En nuestro análisis tenemos que vérnoslas con condiciones no extremas, no de emergencia, donde los prin­cipios han de ser escuchados y las pretensiones han de ser ponderadas en­tre sí sin coacciones. Hemos admitido que hay tales pretensiones de más allá de la terapia y que, si es que debe haber progreso médico, ni siquiera el privilegio superlativo del paciente puede quedar enteramente intacto fren­te a la intrusión de tales pretensiones. Sobre esta parte, la más precaria e inquietante de nuestro objeto, sólo puedo ofrecer unas observaciones ten­tativas, no enteramente concluyentes.

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16. E l p r in c ip io DE «IDENTIFICACIÓN» APLICADO a lo s PACIENTES

En conjunto parecen regir aquí los mismos principios que hemos esta­blecido para los objetos normales de investigación: identificación, motiva­ción, comprensión por parte del sujeto. Pero está claro que estas condicio­nes son peculiarmente difíciles de cumplir en el caso de un paciente. Su estado físico, su desvalimiento psíquico, su relación de dependencia para con el médico, la postura de sometimiento e incapacitación que se deriva del tratamiento... todo lo que tiene que ver con su condición y estado hace del paciente una persona menos soberana de lo que lo es el sano. También hay que pensar en el cuasiautismo de la fijación en la enfermedad y el inte­rés por la curación. Casi hay que excluir la espontaneidad de la propia ofer­ta, y el consentimiento está menoscabado por la disminuida libertad. De hecho, todos los factores que hacen al paciente como clase tan excepcio­nalmente accesible y bienvenido para los experimentos comprometen al mismo tiempo la calidad de la respuesta afirmativa, que es precisa para jus­tificar moralmente su utilización. Esto, junto con la primacía de la tarea médica, hace que para el médico y el científico reunidos en una misma per­sona sea una elevada obligación emplear su enorme poder sólo para los más dignos objetivos de investigación y, naturalmente, aplicar un mínimo de convencimiento de la persona.

Sin embargo, todas estas limitaciones dejan espacio para observar tam­bién entre los pacientes la «escala descendente de admisibilidad» que he­mos postulado con carácter general. Conforme a ella, están en primer lugar los pacientes que más podrían identificarse con la causa de la investigación y mejor la entienden: miembros de la profesión médica y de su entorno científico-natural, que a veces también son pacientes; inmediatamente des­pués, entre los pacientes profanos, los motivados en alto grado y capaces de comprender por su formación, al mismo tiempo también los menos depen­dientes; y así sucesivamente escala abajo. Una consideración suplementa­ria es aquí la gravedad de su estado, que a su vez actúa en proporción in­versa. En este caso, la profesión tiene que resistir al seductor sofisma de que el caso más desesperado es el más «consumible» (porque va se ha dado por perdido de antemano) y por tanto disponible preferentemente; y en ge­neral la idea de que cuanto peores sean las posibilidades del paciente tanto más justificado está su reclutamiento para experimentos que no están pen­sados directamente para su propio bien. Lo cierto es lo contrario.

17. E l SECRETO COMO CASO LÍMITE

Después se da el caso en que el desconocimiento, incluso el engaño al sujeto forma parte del experimento (estadísticamente por ejemplo en los grupos de control y aplicaciones de placebo). Tenemos que creerlo cuando n°s aseguran que esto es imprescindible para ciertos fines de verificación. En sujetos sanos, que han dado previamente su asentimiento al secreto, se Puede defender la ética del caso. Pero frente al enfermo, que cree que se le

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trata (lo que incluiría también la experimentación con un nuevo medica­mento) y en vez de ello se le está administrando un placebo, estamos lisa y llanamente ante una traición médica. Ya la búsqueda del consentimiento del enfermo en tal lotería, es decir, de su permiso para engañarlo si llega el caso, va demasiado lejos, según todo lo que llevamos dicho. Pero sobre todo la mera práctica (que se está difundiendo) de tal engaño eventual al servi­cio de un proyecto general contiene el peligro de convertir la fe en la bona fides del tratamiento, en la intención incondicionalmente benefactora del médico en cada caso, y de socavar así la base de toda la relación médico-pa- ciente. Desde cualquier punto de vista se desprende que los experimentos ocultos en pacientes bajo la máscara de su tratamiento son moralmente inadmisibles. En el mejor de los casos deberían ser la excepción más rara, cuando por interés superior no pueden ser evitados del todo. Es decir, de­berían ser un típico caso límite en el que la injusticia y el derecho se mez­clan del modo más espinoso.

En cambio, no es ningún problema límite la otra variante de la necesa­ria ignorancia del paciente: la del sujeto inconsciente, comatoso. Emplear­lo para experimentos no terapéuticos es sencillamente inaceptable, sin li­mitaciones. Haya progreso o no, el paciente inconsciente no puede ser «utilizado» nunca, conforme al principio inflexible de que el máximo des­valimiento exige máxima protección.

Pero el conjunto de los experimentos en pacientes es una zona de som­bra de la que no se puede salir sin compromisos. Los matices son infinitos, y sólo el médico e investigador en una sola persona pueden distinguirlos correctamente en cada caso. En sus manos se arroja la decisión. La regla fi­losófica, una vez que ha acogido en sí la idea de una escala móvil, no pue­de especificar realmente su propia aplicación. Lo que puede comunicar al práctico es sólo una máxima general o una postura para el ejercicio de su juicio y conciencia en los asuntos concretos de su trabajo. En nuestro caso esto significa, me temo, hacerle la vida difícil.

18. Los EXPERIMENTOS EN PACIENTES

TIENEN QUE REFERIRSE A SU PROPIA DOLENCIA

Aunque mis consideraciones en su conjunto han proporcionado más bien puntos de vista que normas definitivas, y más bien premisas que con­clusiones, en algunos puntos he llegado a un sí o no inequívocos. Uno de ellos vamos a exponerlo aquí como conclusión, a saber: la enfática regla de que los pacientes, si acaso, sólo pueden ser sometidos a aquellos experi­mentos que tienen relación con su propia enfermedad. Nunca debería acre­centarse lo innecesario del experimento en ellos con lo innecesario del ser­vicio a una causa ajena. Esto se desprende sencillamente de lo que hemos hecho valer como única disculpa para la lesión del especial derecho del en­fermo, a saber: que la guerra científica contra la enfermedad no pueda cumplir su misión sin llevar al procedimiento de investigación a los que pa­decen la enfermedad correspondiente. Si se buscan sujetos de experimen-

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tación acogiéndose a esta disculpa, tiene que ser precisamente por —y sólo por— su enfermedad.

Ésta es la consideración fundamental y plenamente suficiente. Además, es cierto que el paciente no puede obtener utilidad terapéutica alguna del experimento no ligado a su enfermedad, mientras esto sería posible con un ex­perimento que sí estuviera ligado. Pero esto nos lleva a la terapia, pasando por encima de la esfera del mero experimento. Sólo discutimos aquí los ex­perimentos no terapéuticos, de los que el paciente mismo no obtiene pro­vecho ex hypothesi. El experimento como parte del tratamiento, es decir, con la expectativa de ayudar al propio sujeto, es otro cantar y no es asunto nuestro aquí. El médico que tras el fracaso de las terapias tradicionales propone al paciente intentarlo con una nueva que aún no ha sido puesta a prueba actúa como su médico, esperando lo mejor para él. Incluso si el ex­perimento fracasa, fue un experimento en pro del paciente y no meramen­te sobre él.

De forma muy general, casi es ocioso decirlo, incluso el tratamiento más regulado y estadísticamente probado tiene siempre algo de experi­mento cuando se aplica al caso concreto, empezando ya por el diagnóstico; y no sería un buen médico el que no estuviera dispuesto a aprender de cada caso para casos futuros y no transmitiera sus eventuales nuevos criterios a toda la profesión. Por consiguiente, se puede servir muy bien, a la vez que al interés del paciente, al interés de la ciencia médica, cuando de su trata­miento se aprende algo que beneficia a otras víctimas de la misma dolen­cia. Pero el beneficio para la ciencia y para una futura terapia es entonces un beneficio accesorio del tratamiento de bona fide del paciente actual. Éste tiene derecho a esperar que su médico no le hará nada en nombre del tratamiento, con la mera finalidad de aprender algo para otros.

En este caso, el médico tendría que decirle algo así: «No puedo hacer nada más por ti. Pero tú puedes hacer algo por mí, es decir, por la ciencia médica. Podríamos aprender mucho para futuros casos como el tuyo si nos permitieras hacer contigo éste y aquel experimento. Tú ya no, pero otros después de ti sacarían provecho de los conocimientos que se obtuvieran». Si aceptamos como dadas la condición de la elevada importancia del fin y la calidad personal del sujeto para poderle plantear siquiera semejante pre­gunta, un sí llevaría a que el médico ya no intenta curar al enfermo, sino ha­llar cómo curar a otros en el futuro.

Pero incluso en este caso —el del experimento en y no en pro del pa­ciente— sigue siendo su propia enfermedad la que se pone al servicio de la lucha futura precisamente contra esa enfermedad. Otra cosa es, de nuevo, sugerir en las mismas condiciones al enfermo incurable que se entregue a cualquier investigación de otra importancia para la medicina. Puede que el investigador-médico no vea una diferencia demasiado grande entre este caso y el anterior. Yo espero que mis lectores médicos no considerarán una distinción demasiado fina que yo diga que desde el punto de vista del suje­to y de su dignidad existe una diferencia cardinal, que separa lo permitido de lo no permitido... y ello conforme al mismo principio de «identificación» que hemos invocado continuamente. Como siempre que se trata de la justi-

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cia o injusticia de cualquier experimentación no terapéutica en cualquier paciente: en el caso anterior se deja al paciente al menos ese residuo de identificación que es su propia dolencia, con la que puede contribuir a su­perarla en otros, y así sigue tratándose en cierto sentido de su propia cau­sa. Es completamente indefendible robar al infeliz esa intimidad con el ob­jetivo y para hacer de su desgracia un cómodo medio para alcanzar fines que le son ajenos. Honrar esta regla, creo yo, es esencial para paliar al me­nos la injusticia que representa en todo caso la experimentación no tera­péutica en pacientes.

19. C o n c l u s ió n

Una observación para terminar. Si ha dado la impresión de que algunas de mis consideraciones, aplicadas a la práctica, conducen a una ralentiza- ción del progreso médico, la incomodidad al respecto no debería ser dema­siado grande. No olvidemos que el progreso es un objetivo facultativo, no forzosamente obligatorio, y que especialmente su ritmo, por apremiante que se haya vuelto desde un punto de vista histórico-fáctico, no tiene nada de sagrado. Pensemos además que un progreso más lento en la lucha con­tra la enfermedad no amenaza a la sociedad, por doloroso que pueda ser para aquellos que tienen que lamentar que precisamente su enfermedad no haya sido superada en su momento: pero que la sociedad sí se vería ame­nazada por la erosión de esos valores morales cuya posible pérdida por un impulso demasiado desconsiderado al progreso científico dejaría sin valor la posesión de sus más deslumbrantes éxitos. Pensemos por último que no puede ser objetivo del progreso erradicar el destino de la mortalidad. Cada uno de nosotros morirá de ésta o aquella enfermedad. Nuestra condición mortal pesa sobre nosotros con su dureza, pero también con su sabiduría, porque sin ella no habría la eternamente nueva promesa de la frescura, ori­ginalidad y celo de la juventud; ninguno de nosotros sentiría el impulso de contar nuestros días y hacerlos contar. Con todo nuestro esfuerzo por arrancar a la mortalidad lo que podamos, debemos saber llevar su peso con paciencia y dignidad.

La medicina es una ciencia; la profesión médica es el ejercicio de un arte basado en ella. Todo arte tiene una finalidad, quiere llevar a cabo algo; la ciencia quiere encontrar algo, muy en general la verdad sobre algo: éste es su objetivo inmanente, en el que podría detenerse. El objetivo de una ha­bilidad, en cambio, de una téchne, está fuera de ella, en el mundo de los ob­jetos a los que modifica y aumenta con otros nuevos, precisamente artifi­ciales. La mayoría de las veces tampoco éstos son su objetivo propio, sino que sirven a otros fines. La arquitectura tiene su finalidad directa en la obra, el arte del textil en el tejido; la obra por su parte sirve a la vivienda, el textil al vestido, etcétera. Aquí el arte médico asume a todas luces una po­sición especial, que enseguida denuncia el nombre «arte curativo», porque la curación no es la fabricación de una cosa, sino el restablecimiento de un ¡estado, y el estado mismo, aunque se aplique arte a él, no es un estado arti­ficial, sino precisamente el estado natural o uno tan próximo a él como sea ,posible. De hecho toda la relación del arte médico con su objeto es única entre las artes. Elaboremos un poco esta diferencia.

Primero, hay que observar que para el médico la materia en la que ejer­ce su arte, la que «elabora», es en sí misma el fin último: el organismo hu­mano vivo como objetivo de sí mismo. El paciente, ese organismo, es el alfa y omega en la estructura del tratamiento. Casi en todas partes donde el arte hace su obra reina la extrañeza entre la materia indiferente y la finalidad para la que es elaborada, y usualmente también una mediatez más o menos amplia entre el producto directo de la obra y el objetivo final al que sirve. A la materia prima primero, y después a todos los miembros de la cadena me­dio-fin fabricados a partir de ella, el objetivo se les impone desde fuera. El Homo faber trata con ellos a su antojo, observando las leyes de la naturale­za. El fabricante de las cosas era también el productor de los fines. Su ma­terial, por su parte, carece de objetivos.

Al médico en cambio el objetivo le viene dado por el autoobjetivo de su objeto; la «materia prima» es aquí ya la última y completa, el paciente, y el médico tiene que identificarse con su objetivo propio. Ésta es en cada caso la «salud», y viene definida por la naturaleza. No le queda nada que inven­tar, excepto los métodos para alcanzar este objetivo. Pero la salud sólo se convierte en fin por intermedio de la enfermedad. La salud misma no llama la atención, no se observa cuando se tiene («se alegra uno de ella», pero lo hace inconscientemente); sólo su trastorno llama la atención y obliga a te­nerla en cuenta, primero por parte del propio sujeto que lo experimenta en

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forma de dolencia, pérdida, impedimento, y acude entonces al médico en busca de ayuda. Es la enfermedad y no la salud la que originariamente ha puesto en marcha la investigación del cuerpo humano y la que sigue espo­leándola, precisamente como investigación de las causas de enfermedad con fines de superarla o también de prevenirla. Esto incluye naturalmente como supuesto previo el conocimiento del cuerpo sano y de las condiciones de la salud. A la ciencia médica, como ciencia general tanto del cuerpo sano como del enfermo, no le es de aplicación —el nombre mismo lo dice— lo que por lo demás es válido para la ciencia, que tiene su finalidad en el co­nocimiento: desde el principio quiere ayudar al médico con este conoci­miento en su capacidad curativa. Así que no carece ni de fines ni de valores.Y a su vez la distinción del arte médico entre las viejas artes de la humani­dad es que desde muy antiguo —desde Hipócrates— está en la más íntima relación con una ciencia investigadora como fundamento suyo.

Sin embargo, el arte práctico no es sencillamente la aplicación de esa base teórica, es decir, una aplicación inequívoca de un conocimiento ine­quívoco sobre un material inequívoco con un fin inequívoco, así como por ejemplo el constructor de máquinas puede aplicar la ciencia de la mecáni­ca, por así decirlo mecánicamente, a la tarea que se ha planteado. Porque el médico tiene que vérselas con el caso concreto dado en cada momento, el caso individual en toda su unicidad y complejidad, que no puede agotar ningún catálogo analítico; y ya en el primer paso, en el diagnóstico como subsunción de lo particular en lo general, es precisa una forma de conoci­miento totalmente distinta de la teórica. Kant llamaba a esta forma de co­nocimiento «capacidad de juicio», que no se aprende con el saber general, sino que lo une con la visión de lo único y de la totalidad que lo contiene y sólo así permite la aplicación de lo abstracto a lo concreto. Este juicio que conduce a decisiones se ejerce por medio de la experiencia, pero siempre pondrá en juego el don de la intuición personal, que es una posesión origi­naria e individualmente diferenciada. Este añadido no definible con mayor precisión es el que convierte la habilidad aprendible del médico en «arte» propiamente dicho y lo eleva por encima de la mera técnica. Ya en lo pura­mente cognitivo, el individuo se enfrenta aquí al individuo. Después vere­mos que, más allá del singular del paciente, en esta relación en principio ce­rrada también entra en juego de forma peculiar el plural de la mayoría, del bien público, y la abre a sus pretensiones.

Una característica esencial del arte médico es pues que en él el médico tiene que vérselas cada vez con sus iguales, y ello típicamente en singular. El paciente espera, y tiene que poder confiar en ello, que el tratamiento sólo le tenga en cuenta a él. Pero más específicamente, si hacemos abstracción de la psiquiatría, el arte médico se dedica al cuerpo del otro, con el que el hombre pertenece al reino de los organismos animales, es una cosa natural entre cosas naturales y por consiguiente entra en el campo de las ciencias naturales. Pero es el cuerpo de una persona, y ahí culmina el antes recalca­do carácter autofinalista del objeto del arte médico. Para hacer posible su vida a la persona, el cuerpo ha de ser ayudado. El cuerpo es lo objetivo, pero se trata del sujeto. El cuerpo sin embargo, al contrario que la persona

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indivisible, consta de partes yuxtapuestas que son —más o menos según el caso— aislables del todo, enferman por separado y se las puede tratar se­paradamente. Esto se pone especialmente de manifiesto en la cirugía, con su operar directo y localmente delimitado en distintos órganos y su forma de tapar todo lo demás. Y esta división, que precisamente admite el cuerpo como tal, lleva consigo una cierta cosificación, que es en la que el arte mé­dico se convierte más en técnica, incluso en artesanía, hasta llegar al papel de la habilidad manual, como ya se expresa en el nombre «cirugía». Tam­poco el paciente quiere otra cosa: quiere que traten su apéndice o su frac­tura ósea, no su persona, e incluso de su cuerpo solamente esa parte.

Esto conduce a otra importante consecuencia del hecho de que el mé­dico tenga que vérselas preferentemente con el cuerpo. El valor de la per­sona no puede convertirse en escala diferenciadora de su esfuerzo por ese cuerpo. Su integridad funcional es su único objeto. Así como la responsa­bilidad del capitán de barco sobre sus pasajeros sólo se extiende a su tra­yecto seguro, comienza al zarpar y termina al atracar, y él no puede pre­guntar si el viaje se hace con buen o mal fin, para bien o para mal de su propia empresa o de la de otros, así tampoco el médico puede preguntar qué «vale» la persona cuyo cuerpo trata, cómo utilizará sus mejoradas o restablecidas posibilidades funcionales... en resumen: si el paciente «mere­ce la pena» moralmente o de cualquier otro modo (por ej. respecto a su uti­lidad social). Esta restricción del mandato médico a la finalidad de cura­ción, específica y separada, que viene dada con la referencia directa a la corporalidad divisible, ha de ser recalcada para no sobrecargar metafísica- mente la imagen del arte médico —a pesar de su reciente servidumbre a la finalidad propia de la persona indivisible— y con ello también sobrecargar la responsabilidad del médico.

Antes de volver nuestra atención al tema de la responsabilidad, hay que mencionar una cara del arte médico, divergente de la descripción anterior, que se ha añadido recientemente a la imagen tradicional, como conse­cuencia de los desarrollos técnicos y sociales, y que desvía al médico des­de el papel de sanador al de artista del cuerpo con fines abiertos. Donde decíamos que la norma para el establecimiento de objetivos del arte médi­co era la naturaleza, ahora hay que añadir que hoy hay objetivos que van más allá de esa norma, incluso contra ella, que reclaman para sí al arte médico y ponen de facto a los médicos a su servicio. Más allá de la norma natural, o por lo menos prescindiendo de ella, va por ejemplo la cirugía es­tética con fines de embellecimiento o de ocultación de las huellas de la edad. Se sirve aquí a otras necesidades distintas de la salud. Bajo la pre­sión de la discriminación racial, los negros americanos se hacen corregir sus absolutamente naturales labios hinchados para acercarse a la norma de los blancos. Lo mismo ocurre en la periferia de la medicina y de su se­riedad. Pero la transgresión de la norma natural alcanza también a regio­nes centrales. Hasta la más seria de todas las tareas médicas, la evitación de la muerte prematura, puede sustituir a la naturaleza por el arte como escala de qué es «prematuro» y extender la medida natural de la finitud humana con técnicas heroicas de prolongación de la vida o retraso de la

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muerte. Éste será uno de nuestros temas, bajo el título de responsabilidad ética. En conjunto, tales intervenciones del arte tienen ya poco que ver con la finalidad curativa originaria y el papel del médico como ayudante de la naturaleza —medicus curat, natura sanat—. Menos aún, naturalmente, tie­nen que ver aquellas que se contraponen de forma premeditada a la norma natural. Aquí entra casi todo lo que tiene que ver con el control de los na­cimientos al margen de la indicación médica, desde la contraconcepción —es decir, la inhibición en vez del fomento de las funciones normal-natu- rales— hasta la esterilización, es decir, la mutilación directa, y en realidad antimédica, de órganos, pasando por la interrupción del embarazo. Esta aplicación esencialmente negativa de la capacidad, se piense lo que se piense de ella, forma parte hoy —oficial u oficiosamente— en amplias zo­nas del mundo de la imagen de hecho del arte médico, con fundamenta- ciones axiológicas enteramente extramédicas, y abre a ese arte antaño de objetivos tan definidos horizontes de responsabilidad completamente nue­vos. Éste será el otro ejemplo principal que presentaremos en la discusión acerca de la responsabilidad médico-humana.

Con esto pasamos pues de las características distintivas del arte médi­co, que sin duda se exponen aquí de manera muy incompleta, al tema de la responsabilidad vinculada a ellas. En el título se dice: «arte médico y respon­sabilidad humana». Con ello se apunta que en el caso del médico la res­ponsabilidad va más allá de lo técnico-intraprofesional. Esto mismo está muy claro. El médico, decíamos, tiene que ver primariamente con el pa­ciente en singular. Esta relación se puede entender como una relación con­tractual privada, incluso exclusiva, como si sólo estuvieran en el mundo médico y paciente. El médico es un comisionado del paciente que quiere ser curado. De ahí se deriva la inequívoca y nada problemática responsabi­lidad profesional de tratarlo lo mejor posible, conforme a las reglas del arte, buscando lo mejor para él. Lo «mejor» para el paciente, decíamos, está de­finido para el médico por la naturaleza: integridad de todas las funciones orgánicas. Este optimum es la norma, de la que el sacrificio de partes sólo se lleva a cabo forzosamente, para mantener el todo. Pero los deseos del pa­ciente, incluso los de la colectividad, pueden entrar en conflicto con este criterio de lo «mejor». Ya hemos mencionado el ambiguo terreno del con­trol de los nacimientos. Fertilidad, embarazo y reproducción no son en ver­dad enfermedades; sin embargo, pueden convertirse en una desgracia tan­to privada como pública; y uno se hace de algún modo corresponsable de las desgracias que se podían evitar. Soy consciente de que con esto toco un tema que para muchas personas de dentro y fuera de la profesión está cer­cado por convicciones vinculantes. Pero eso no exime a nadie (ni siquiera bajo el signo de la obediencia en la fe) de la obligación de estar abierto a cualesquiera posibilidades en conflicto para todo el espectro.

Aceptemos, con fines de argumentación, que la ley pública dejara la cuestión a discreción del médico. En ese caso, su conciencia tendrá que de­cidir si y cuándo y dónde debe responder a tales deseos privados o públicos, y está claro que en ello entran en juego puntos de vista enteramente extra- médicos, responsabilidades más generales de tipo humano, social y religio-

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SO. Todas las medidas pertinentes en este caso prescinden de la finalidad curativa, excepto en el caso de estricta indicación médica. Incluso la esteri­lización operativa, como mutilación permanente, golpea tanto en el rostro al elemental nil nocere del juramento hipocrático que debería encontrar médicos dispuestos a ella como máximo en un caso límite de aguda super­población, en modo alguno en aras de necesidades privadas.

Pero al margen de esto, en esta esfera hay tantos intereses vitales serios y justificados que levantan sus voces, a menudo desesperadas, que el médi­co se siente impulsado más allá del ethos puramente médico y se ve obliga­do a justificar no menos que un sí ante su responsabilidad humana global. No anticipo su respuesta personal y de principio, pero insisto en que tiene que haberse planteado la cuestión con todos sus pros y contras. Todo lo que aquí hay que tener en cuenta desde un punto de vista humano, ya a nivel in­dividual, es demasiado bien conocido como para tener que tratarlo por ex­tenso. Mencionaré solamente la desgracia de la abundancia de niños en medio de la miseria, la tragedia de los embarazos infantiles, la futura des­gracia de los fetos con enfermedades heredadas y también, desde el punto de vista puramente médico, el mal mayor de las intervenciones no profe­sionales en las que se refugia la desesperación cuando se deniega la ayuda lege artis —aunque sea ella misma también un mal—. (Al menos indirecta­mente podemos llamar a esto responsabilidad médica.)

¿Qué se opone aquí desde el punto de vista ético a la voz de la compa­sión, del querer ayudar, de la tolerancia humana? (Dejando a un lado lo que se opone jurídicamente.) Puede ser, como sabemos, una convicción religio­sa, apoyada además por un veto enfático de la Iglesia vinculante para el médi­co creyente, con el que tal decisión no es compatible. Ello no exime al mé­dico de la responsabilidad caracterizada como comúnmente humana, pero la soporta ante Dios conforme a criterios sobrenaturales del bien humano. La ética humana intramundana tenderá de antemano a una mayor transi­gencia en una situación compleja, es decir, por lo menos a tener en cuenta las circunstancias individuales e incluirlas en el contenido de la responsa­bilidad médico-humana. Tampoco la afirmación así ampliada puede en modo alguno poner las cosas fáciles unilateralmente, también para ella hay objeciones morales a la opción permisiva autorizada en principio, que hay que ponderar en la balanza de la decisión. El feticidio, por ejemplo, es moralmente objetable en sí; existe una responsabilidad incluso por la vida humana germinal, y para superarla en su caso la responsabilidad contra­puesta debe tener un peso moral importante. En otras palabras: el ético percibe aquí una contradicción en la que toda decisión significa un sacrifi­cio de una u otra parte. Incluso contra la «píldora», de la que se puede de­cir que el médico sólo tiene que velar porque no sea nociva, pero que su uso es un asunto privado, incluso contra ella, decimos, se puede objetar la res­ponsabilidad humana de que su administración indistinta en una sociedad Por demás hedonista impulsa el libertinaje sexual, el alejamiento de la se­xualidad de la reproducción y del amor. Pero ahí estamos ya en el interés de la sociedad, no del individuo, y con ello en una dimensión hasta ahora omi- tida y totalmente distinta de la responsabilidad.

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Porque naturalmente nuestra imagen inicial era la de la relación singu­lar entre médico y paciente, como si estuvieran solos en el mundo, una fic­ción que sólo expresa la obligación terapéutica primaria del médico, pero no toda su obligación. El plural siempre está implícito. Porque el médico siempre es también comisionado de la sociedad y servidor de la salud pú­blica. Esto lo pone de manifiesto ya frente al paciente individual, por ejem­plo en el caso del aislamiento que le impone en caso de enfermedad conta­giosa, con el fin de proteger a la colectividad. Sobre todo la medicina preventiva, que pretende que las personas no lleguen si es posible a ser pa­cientes, tiene una orientación en gran medida colectiva: en la prevención de plagas, vacunación general, higiene pública, etc.; y dado que prevenir es mejor que curar, en este aspecto social se puede ver incluso la responsabili­dad superior del arte y la ciencia médicas. Las preocupaciones de esta res­ponsabilidad pueden llegar ahora, más allá de la salud, a otras dimensiones totalmente distintas del bien y el mal y alcanzar, más allá de los vivos, a las generaciones futuras, incluso afectar al destino del hombre sobre la tierra. Volvamos una vez más, desde este punto de vista, a la esfera de la repro­ducción, que por su esencia nunca es mero asunto privado de los implica­dos directamente: a través de ella prosigue su vida la comunidad, necesita suficiente de ella y se ve amenazada por su exceso. Esto último a escala mundial, es decir, la superpoblación del planeta más allá de su capacidad se ha convertido hoy, junto a la guerra atómica —y de forma alternativa a ella—, en el principal peligro para la humanidad. A la catástrofe pura y dura se opone la acumulativa. Mientras una está siempre en manos de la arbitrariedad y precisa de acciones premeditadas de determinados actores, que pueden ser cometidas u omitidas, la otra avanza sobre su curva catas­trófica, llevada por la conducta natural e impremeditada de todos, de ma­nera inconsciente y por su propia dinámica. Tampoco podrá evitarse salvo por medio de unas contramedidas mantenidas durante un largo plazo, y que han de ser tomadas oportunamente, es decir, ahora.

Aquí la ciencia y el arte médicos tienen una responsabilidad especial y, para ellos, de nuevo cuño, porque sólo pueden idear y aplicar los métodos humanos, éticamente defendibles, de limitación de nacimientos que se ade­lanten a los inmisericordes infanticidios y genocidios de una situación de catástrofe en la que sólo reine el «sálvese quien pueda». El arte médico es incluso corresponsable del surgimiento de este peligro, porque sin sus triunfos en la lucha contra las plagas y el descenso de la mortalidad en los lactantes, etc., no se hubiera producido una explosión demográfica de tan enormes dimensiones precisamente en las zonas de miseria de la tierra, las menos preparadas para ella. Esta reciente enfermedad de la humanidad —la dolencia paradójica en lo que en sí es lo más sano del ser biológico, la capacidad de reproducción— es por tanto en cierta medida iatrogénica. Tanto más obligada está la medicina a prevenir la amenazante maldición de su propia bendición, un caso especial de la general ambivalencia del éxi­to del progreso técnico, con sus propios medios. Dado que moralmente no puede hacerlo suspendiendo su propia causalidad en el problema, es decir, retirando los servicios que fomentan la vida, tiene que hacerlo con su avan­

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ce junto con contraservicios que sirvan de freno, como correctivo de su éxi­to positivo. La intervención del interés de la población eleva pues toda la cuestión de la ética individual y de la específicamente médica a otra di­mensión de responsabilidad que puede exigir cosas distintas de aquélla.

El médico que entra en conflicto con sus otras convicciones, religiosas o morales, puede tener presente que los sacrificios de conciencia que se le exigen en el estadio de prevención son juegos de niños frente a lo que se convertiría en forzoso en la fase de crisis aguda que no hubiera prevenido. Entonces se vería enfrentado, por ejemplo, a la esterilización ordenada por el Estado, en vez de a la deseada por los particulares (piénsese en la India), y el médico deliberante-codecisor se convertiría en médico de obediencia sumaria, el servidor del sujeto en herramienta impersonal de una política colectiva de emergencia. Incluso esto sería un estado de ley y orden que querría prevenir algo peor. Si también fuera demasiado tarde para eso, lo peor vendría: la aparición del caso extremo conocido por la casuística éti­ca, la llamada «situación del bote salvavidas», en la que se derrumba todo el edificio de valores de la solidaridad humana, en la que se abre paso un es­tado premoral del «yo o tú» y el dictado brutal de la supervivencia deja sin vigencia casi todas las normas de la ética humana trabajosamente adquiri­da. Prevenir, evitar, que todo el planeta, nuestra limitada nave espacial tie­rra, se convierta en un bote salvavidas así de desesperado y deshumanizado es la apremiante responsabilidad a largo plazo que le surge a todo el sín­drome tecnológico desde sus múltiples potenciales catastróficos del «de­masiado», de su rumbo inherente hacia una acción excesiva. Aquí se en­trelazan y refuerzan mutuamente las más variadas amenazas. La progresiva destrucción del medio ambiente, por ejemplo, a su vez un resultado de mu­chas causas que se nos deben a nosotros, sale por el lado de la capacidad por así decirlo al encuentro de la sobrecarga poblacional con un descenso del umbral de crisis, acortando pues el tiempo en el que aquella llegaría de todos modos a los límites de tolerancia incluso de una naturaleza sana. Por su pax'te, el crecimiento del número de consumidores impulsa la degrada­ción de la biosfera, no sólo la potencia y acelera su ritmo, sino que la hace cada vez más forzosa. Una población estática podría decir «¡Basta!» en un momento determinado, pero una creciente tiene que decir «¡Más!». La ex­plosión poblacional, vista como problema metabòlico planetario, le quita las riendas a la aspiración al bienestar y forzará a una humanidad empo­brecida, en aras de la supervivencia desnuda, a lo que si fuera por azar podría hacer o dejar de hacer: al saqueo cada vez más desconsiderado del planeta, hasta que éste diga su última palabra y se niegue al abuso.

Para volver al tema del médico: incluso sin el apocalipsis que acabamos de evocar, basta la expectativa de la miseria de masas de una humanidad hambrienta —¡sin duda también un problema de salud!— para tomar sobre las espaldas esta responsabilidad a largo plazo (que quizá ya no sea tan lar­go). En cualquier caso, la ciencia y el arte médicos forman parte nolens vo- fens del síndrome tecnológico por su contribución a la situación global, y soportan por tanto también una responsabilidad planetaria. Esto los lleva más allá del ethos puramente médico, incluso a cierta contradicción con

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sus criterios originarios, pero no es sin embargo, como ampliación de la medicina preventiva, ajeno al sentido básico de la profesión médica. Una ética de emergencia, que siempre es distinta de la normal, puede volverse actual también para el médico.

De la esfera de la reproducción, que eo ipso va más allá del individuo y es siempre asunto del interés general y del bien común, desde el principio de la vida pues, me vuelvo ahora al final de la vida, a lo más privado de todo, donde el individuo suele estar solo y el médico parece estarle obliga­do sólo a él con todo su arte. Incluso aquí no siempre se da el caso de que el máximo posible de prolongación de la vida y aplazamiento de la muerte que el arte se fija como objetivo circunscriba toda la responsabilidad del médico, incluyendo la humana. La propia voluntad del paciente puede opo­nerse a ella. No quiero entrar aquí en la cuestión, que se discutirá más ade­lante, del «derecho a morir» que hay que conceder al paciente frente a la prolongación de un estado desesperado mediante el empleo excesivo del arte médico. También el caso límite del comatoso irreversible, en el que ya no interviene la voluntad del paciente en uno u otro sentido, entra en este punto. Así, el papel del médico puede transformarse desde el de mantene­dor de la vida al de ayudante humano de la muerte.

Pero incluso en esta relación singular entre médico y paciente, en apa­riencia tan cerrada, penetra el bien común, del que el médico es corres- ponsable. Los recursos médicos de la sociedad en cuanto a personal, insta­laciones, espacio hospitalario, etc., no son ilimitados, y el médico tiene que preguntarse si el gasto desproporcionado de ciertas medidas «heroicas», como por ejemplo el trasplante de corazón (con un problemático beneficio en términos de vida incluso cuando sale bien), no va demasiado a costa de la atención médica general: un horizonte de responsabilidad enteramente nuevo, que se abre precisamente a partir del progreso de la técnica médica y de su equipamiento cada vez más exigente. Lo que se le concede a uno como máxima oferta de medios para un corto período de gracia puede ser­le retirado a muchos en servicios más modestos, pero de mayores expecta­tivas. El punto de vista de la justicia distributiva —hasta el extremo de la se­lección— se inserta aquí en la utilización, incluso en el seguimiento del progreso tecnológico. Desborda la responsabilidad individual del médico frente al paciente con una más amplia, bastante impersonal, que sin duda sólo se puede llevar con el consenso de la comunidad profesional o de una autoridad arbitral supraordenada. Al emplear el término «selección» me permito recordar las decisiones sobre prioridades, humanamente angustio­sas, que por ejemplo, dada la escasez de máquinas de diálisis, van a parar a quién debe vivir y quién morir.

Como ha surgido aquí el término «progreso», en el que también queda a la vista lo que aún no es pero podría ser si se trabaja en dirección a ello, se me permitirá para terminar cargar sobre todo lo demás que la ciencia médica soporta en el tema «fin de la vida» una responsabilidad más... a sa­ber, la cuestión, que afecta al bonum humanum en su conjunto, de si la in­vestigación debe trabajar sobre el arte de la general prolongación de la vida más allá de su medida natural. Aquí me permito repetir algunas de las co­

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sas ya dichas en El principio de responsabilidad. Supuesto que a través de ciertos progresos en la biología celular y la reproducción de tejidos llegára­mos a la situación de poder contrarrestar el proceso de envejecimiento bio­químico en su conjunto —de ralentizarlo o incluso, mediante sustitución de órganos (por ejemplo a partir de existencias propias del receptor «clo­nadas» y congeladas con anterioridad), de compensarlo—, con el resultado de que el margen vital se extendiera mucho más allá de la norma natural y, con el aumento de la capacidad biotécnica, siguiera haciéndolo: ¿cómo contemplaríamos esta posibilidad (si es que lo es)? ¿Como bendición, y por tanto como objetivo a seguir con todas nuestras fuerzas? No está lejos de esto un anhelo eterno de la humanidad, el viejo sueño de la fuente de la ju­ventud. Pero primero habría que examinar, al margen de todo anhelo y del miedo a la muerte, lo deseable del objetivo mismo, tanto para la vida indi­vidual como para la colectividad, para lo que hasta ahora, dado lo inalcan­zable del «objetivo», no habría motivo; y esto significa revisar todo el senti­do de nuestra mortalidad, que quizá no sea en absoluto la maldición como la que es percibida en general. Al respecto, incluso sin la filosofía sutil de la importancia existencial del memento mori en la existencia individual, pue­de dar información (entre otras cosas) la importancia general del equilibrio entre muerte y reproducción en la población. Porque está claro que a esca­la poblacional el precio de una edad dilatada es una ralentización propor­cional de su sustitución, es decir, un acceso reducido de vida nueva. El re­sultado sería una proporción descendente de juventud en una población cada vez mayor. ¿Cómo de bueno o de malo sería esto para la situación ge­neral del ser humano? ¿Saldría la especie ganando o perdiendo? ¿Hasta qué punto sería justo o injusto cerrar el paso a la juventud ocupando su si­tio? La muerte está ligada al nacimiento: la mortalidad no es más que el re­verso de la continua fuente de la «natalidad». La reproducción es la res­puesta de la vida a la muerte... y la continua sorpresa de un mundo de individuos ya conocidos con otros que nunca estuvieron allí antes. Quizá sea ésa precisamente la sabiduría que se esconde en la áspera disposición de nuestra mortalidad: que nos ofrece la eternamente renovada promesa de lo incipiente, directo y diligente de la juventud, junto con el continuo su­ministro de otredad como tal. No hay un sustituto para esto en la mayor acumulación de prolongada experiencia: nunca se puede recobrar el privi­legio único de ver el mundo por vez primera y con ojos nuevos, nunca vol­ver a vivir el asombro que según Platón es el principio de la filosofía, nun­ca la curiosidad del niño, que raramente pasa al ansia de saber del adulto, hasta paralizarse allí. Este continuo recomenzar, que sólo se puede obtener al precio del continuo terminar, puede muy bien ser la esperanza de la hu­manidad; su protección ante ello, hundirse en la rutina y el aburrimiento; su posibilidad, conservar la espontaneidad de la vida.

Así, podría ser que lo que por su intención sería un regalo filantrópico de la ciencia al hombre, la realización por aproximaciones de un deseo al­bergado desde tiempo inmemorial —si no escapar a la maldición de la mor­talidad, al menos arrancarle plazos cada vez más largos—, terminara yen­do en peijuicio del hombre. Pero si éste fuera el caso, conforme a una previsión

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bien fundada, sería correcto desaconsejar la estrategia de investigar en esa dirección.

No es cosa especialmente del médico, sino común a todos nosotros, res­ponder, meditando sobre lo mejor para el ser humano (lo que la reflexión anterior ha intentado un poco), a la pregunta que plantea el regalo del fu­turo progreso que hemos brindado: ¿hasta qué punto el arte médico debe perseguir la superación, que le incumbe desde siempre, de la muerte anti­cipada? Es ésta una parte de la pregunta planteada en general por la técni­ca moderna: ¿hasta qué punto debemos, en beneficio del hombre, modificar la naturaleza, incluso dónde podemos hacerlo y dónde su orden probado desde antiguo ha de ser aceptado como el más adecuado para nosotros?

Así pues —a la vista de la muerte—, se nos cierra el círculo abierto con la precedente contemplación del nacimiento y del parto, y no era arbitrario que echáramos mano de estos dos extremos, el principio y el fin de la vida, para alumbrar a partir de ellos la responsabilidad humana del arte médico. Lo que hay entre ellos permite determinar con relativa facilidad las tareas de esa responsabilidad. Pero ellas, las dos circunstancias básicas del orden biológico, la abruman con toda la carga del destino humano general y de la inseguridad de nuestros conocimientos sobre el sentido de la existencia hu­mana, y apelan así a nuestras fuentes últimas de fe.

C a p í t u l o 8

HAGAMOS UN HOMBRE CLÓNICO:DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGÍA GENÉTICA

Desde hace algún tiempo, con la aparición de la biología molecular, las ciencias biológicas han llegado a un estadio en el que el potencial tecnoló­gico o de ingeniería de toda la moderna ciencia natural comienza a ser ac­tual también para ella. Una nueva capacidad llama a la puerta del reino de la vida, incluyendo la constitución física del hombre. Las posibilidades prácticas que ofrece tal capacidad podrían revelarse tan irresistibles como lo eran en las ramas más antiguas de la técnica, pero haríamos bien en pen­sar esta vez las perspectivas desde el principio y no dejamos sorprender, como siempre hasta ahora, por nuestro propio poder. El control biológico del ser humano, especialmente el genético, plantea cuestiones éticas ente­ramente nuevas, para las que no nos ha preparado ni la práctica anterior ni el pensamiento anterior. Dado que es nada menos que la naturaleza del hombre la que entra en el ámbito de poder de la intervención humana, la cautela será nuestro primer mandato moral y el pensamiento hipotético nuestra primera tarea. Pensar las consecuencias antes de actuar no es más que inteligencia común. En este caso especial, la sabiduría nos impone ir más lejos y examinar el uso eventual de capacidades antes de que estén completamente listas para su uso. Un resultado imaginable de tal examen podría ser el consejo de no dejar madurar del todo ciertas formas de capa­cidad, es decir, no seguir ciertas direcciones de investigación... teniendo en cuenta lo extremadamente fácil de seducir por cualquier capacidad que po­sea que es el ser humano. Y podría estar indicado más que el mero consejo si la naturaleza del caso, una vez aprontada la capacidad, requiere en el cur­so de la investigación las mismas acciones (por ejemplo en forma de «ex­perimentos») de las que el examen ha establecido que no son admisibles en el uso final de la capacidad: si, en otras palabras, la capacidad sólo pue­de adquirirse en el ejercicio real con «material» auténtico. A esto se añade que ese ejercicio tiene que desarrollarse necesariamente en forma de «prueba y error», es decir: sólo mediante manipulaciones erróneas y sus enseñanzas podremos ampliar la teoría que conduce a una manipulación biológica pre­dominantemente libre de errores... lo que ya por sí sólo debería bastar para vetar la adquisición de ese arte, aunque los frutos esperados estuvieran con­firmados por los obtenidos.

La injerencia en la libertad de investigación tiene su propia objetabili- dad ética. Pero ésta no es nada frente a la gravedad de las cuestiones éticas ante las que nos sitúa el supuesto éxito de esta investigación. El que la po­sibilidad misma de una detención voluntaria aparezca aquí al principio del

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cuestionamiento del tema puede servir de medida para el carácter único de los peligros que una ingeniería biológica plenamente madurada y social­mente dotada de poderes puede traer sobre nuestras cabezas. Estemos pre­venidos al menos. Serán necesarias las máximas fuentes de ayuda de nues­tra razón moral para tratar con este objeto, el más delicado de los posibles... por desgracia en una época en la que la teoría ética está más insegura que nunca de sí misma. En esta situación, dada además la falta de precedentes del caso y su estatus aún ampliamente hipotético, la siguiente considera­ción de sus aspectos éticos sólo puede ser tentativa y provisional.

1. L a n o v e d a d d e la t é c n ic a b io l ó g ic a

Empecemos por preguntar: ¿en qué sentido se puede hablar de técnica biológica, por analogía y diferencia con otra técnica o «ingeniería»? El caso comparativo modelo es la ingeniería mecánica, que construye artefactos instrumentales de muchas piezas para fines humanos bien definidos. La confección de un todo sistemático permanente y compositivo pertinente aquí está bien expresada con la palabra «construcción»: construcción de má­quinas, construcción de puentes, construcción de barcos. El papel del dise­ño incluye la modificación de los modelos existentes, es decir, el desarrollo o la adaptación específica a un fin del plan de obras anteriores de ese arte, de modo que por ejemplo se puede hablar, en sentido figurado, de «genera­ciones» sucesivas de ordenadores, aviones comerciales o armas atómicas (en sentido de mejora u otro progreso en la sucesión). El objetivo final siempre es algún tipo de beneficio para un usuario, es decir, un supuesto bien humano, aunque sea la muerte de hombres a manos de otros hombres.

Hasta ahora la técnica había manejado materias inanimadas (típica­mente metales), con las que creaba auxiliares no humanos para el uso hu­mano. La división estaba clara: el hombre era el sujeto, la «naturaleza» el objeto del dominio técnico (lo que no excluía que el ser humano se convir­tiera en objeto directo de su aplicación). La llegada de la técnica biológica, que se extiende en sus cambios a los «planes» de las especies vivas, entre ellos en principio también al plan de la especie humana, designa una des­viación radical de esta clara separación, incluso una ruptura de potencial importancia metafísica: el hombre puede ser objetivo directo de su propia arquitectura, y ello en su constitución física heredada. Pero incluso sin aplicación precisamente a las personas y las cuestiones metatécnicas plan­teadas por ella, la tecnología orgánica es, en sí, distinta de la mecánica en importantes aspectos formales.

1. Como primera diferencia, apuntamos la dimensión de la «fabrica­ción» que está en juego por ambas partes. En la construcción mecánica con materia muerta, la fabricación recorre todo el camino desde la materia prima hasta el producto acabado y lo compone enteramente a partir de pie­zas independientes. Tanto la estructura del todo como cada una de sus piezas está fabricada a voluntad conforme a los planes; lo único dado es la mate-

ria amorfa. Así pues, aquí la planificación y fabricación son totales. La téc­nica biológica en cambio intenta transformar las extructuras existentes. Su realidad autónoma V morfología siempre completa —los organismos co­rrespondientes— son el dato precedente; su «plan» (= forma, organización) tiene que ser hallado, no inventado, para ser después objeto de «mejora» in­ventora en cualquiera de sus encamaciones individuales.1 Esto está ligado al margen de juego de un sistema de funciones alternativas interiores ya al­tamente determinado, bajo la condición de que se mantenga la capacidad para la vida. Así que aquí tenemos «fabricación» parcial (y muy marginal) en vez de total, cambio de planes en vez de planificación ex novo, y el re­sultado sólo es en una pequeña parte de su composición un artefacto, mien­tras principalmente sigue siendo la creación original de la naturaleza.

2. De aquí se desprende una importante diferencia cualitativa en la re­lación del «hacer» con su sustrato. En el caso de la materia muerta, el fa­bricante es el único que actúa frente al material pasivo. En los organismos, la actividad se encuentra con actividad: la técnica biológica colabora con la actividad propia de un «material» activo, el sistema biológico que funciona por naturaleza, al que hay que insertar un nuevo determinante. Éste se le impone, pero también se le suministra. Su integración con el conjunto del determinante originario es ya cosa del sistema mismo, que puede aceptar o rechazar el añadido y hará incluso lo primero a su manera. Su autonomía se utiliza como socio activo para la obtención de la modificación deseada. El acto técnico tiene la forma de la intervención, no de la construcción.

3. Esto tiene su influencia sobre la importante cuestión de lapredictibili- dad. En la construcción normal a partir de materiales estables y homogéne­os, el número de factores desconocidos es prácticamente cero y el ingeniero puede predecir con exactitud las propiedades de su producto (o no confiaría­mos en su puente). Sólo así es posible, viceversa, determinar calculato­riamente a partir de las propiedades deseadas la elección de la construcción. Para el «ingeniero» biológico, que tiene que asumir por así decirlo «a cie­gas» la abrumadora complejidad de los determinantes existentes y en parte ocultos, con su dinámica autónoma, el número de factores desconocidos en el plan global es gigantesco. En su mayor parte, pues, el «plan» no es en absoluto suyo y una cantidad indeterminada de él le es desconocida. Tiene que confiar a esta X a su aportación porcentual a la totalidad de la causa ac­tiva. La predicción de su destino en este conjunto está por ello limitada a la adivinación, y la planificación en gran medida a la apuesta. El cambio in­tencionado de plan, transformación o mejora de un organismo no es de he­cho más que un experimento, y de tan largo desarrollo —por lo menos en el campo genético— que su resultado final (si es que es claramente identifica- ble) está normalmente más allá de su determinación por el experimentador.

1. La fabricación de novo de organismos (inventados o copiados) a partir de los elementos

químicos primordiales no está excluida en teoría, pero difícilmente es esperable en la práctica. Un primer paso imaginable sería un virus sintético (que aún no es un ser vivo). Pero va la «más sencilla» célula procariótica es demasiado compleja como para ser construida. Así pues, no se Puede hablar de seres vivos «artificiales», como se detalla en el texto, ni en las más osadas com­binaciones. Esto debería ser tenido en cuenta en la cuestión jurídica de la patentabilidad.

DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGÍA GENÉTICA m

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4. Esto cambia a su vez completamente la relación convencional entre mero experimento y acción real. En la tecnología normal los experimentos no son vinculantes, se llevan a cabo con modelos representativos que se pueden modificar o convertir en chatarra, probar y volver a probar a vo­luntad antes de que en el proceso de producción se consiga un modelo finalmente dado por bueno: sólo entonces la cosa se vuelve vinculante. Nin­guna sustitución de este tipo «como si» fuera real es posible en la manipu­lación biológica, especialmente en personas. Para que el experimento sea válido tiene que tener lugar en el propio original, el objeto real y auténtico en el más pleno de los sentidos. Lo que hay entre el comienzo y el fin defi­nitivo del experimento es la vida real de individuos y quizá de poblaciones enteras. Esto aniquila toda la distinción entre mero experimento y hecho definitivo. La consoladora separación entre ambos desaparece, y con ello la inocencia del experimento separado. El experimento es el verdadero he­cho... y el verdadero hecho un experimento.

5. Añádase a esto el atributo de irreversibilidad que distingue los proce­sos orgánicos de los mecánicos. Todo en la construcción mecánica es rever­sible. Los cambios estructurales en lo orgánico son irreversibles. En la práctica resulta de ello que en la ingeniería convencional se pueden corre­gir los errores en todo momento, tanto en la fase de planificación y prueba como también después; incluso los productos acabados y comercializados, por ejemplo automóviles, pueden ser devueltos a la fábrica para la subsa- nación de defectos. No así en la técnica biológica. Sus actos son irrevoca­bles en cada uno de sus pasos. Cuando sus resultados se hacen visibles es demasiado tarde para hacer correcciones. Lo hecho, hecho está. No se pue­de devolver a personas a la fábrica o llevar al desguace a poblaciones. De hecho lo que se debe hacer con los inevitables fallos de la intervención genética, con los deslices, abortos —si se debe introducir el concepto de «pieza defectuosa» en la ecuación humana, a lo que nos obligarían ciertas formas en consideración de intervención genética—, son cuestiones éticas que han de ser vistas y respondidas antes de poder dar tan sólo el primer paso en esta dirección.

6. La circunstancia de que la manipulación biológica se moverá pre­dominantemente en el plano genético condiciona otra diferencia de la tecno­logía normal. En las máquinas no hay nada comparable a la reproducción y la herencia. Desde el punto de vista del «fabricante» esto significa la dife­rencia entre relación causal directa e indirecta con el resultado final. En la técnica biogenètica el camino hacia los objetivos es indirecto, a través de la inyección del nuevo factor causal en la serie hereditaria, que sólo mani­festará sus efectos en la sucesión de las generaciones. «Fabricar» significa aquí liberar en la corriente del devenir, en la que también nada el fabricante.

7. Con esto se plantea la cuestión del poder, tan íntimamente unida a la técnica. Ciencia y técnica, decía la fórmula de Bacon, aumentan el poder del hombre sobre la naturaleza. Desde luego, aumentan también —algo no previsto en la fórmula— el poder del hombre sobre el hombre, así como el sometimiento de algunos hombres al poder de otros, por no hablar de su común sometimiento a las necesidades y dependencias creadas por la téc­

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nica misma. Pero en conjunto es cierta la frase de que desde el punto de vista colectivo el poder de la humanidad ha crecido constantemente gracias a la técnica, de la manera más indudable en relación con la naturaleza ex- trahumana.2 El inminente control del hombre sobre la propia naturaleza de su especie aparece como el triunfo que corona este poder. Ahora la natura­leza incluye de pronto en la condición de dominado por la técnica al hom­bre, que se había enfrentado a ella como señor. Pero, ¿de quién es el poder y sobre quién y qué? A todas luces el poder de los actuales sobre los veni­deros, objetos indefensos de las precedentes decisiones de los planificado- res de hoy. El reverso del actual poder será la posterior servidumbre de los vivos frente a los muertos. El poder que actúa aquí es totalmente unilateral, sin la respuesta de una fuerza que contrapese en los sujetos expuestos a él, porque éstos son (presuntamente) sus criaturas, y hagan lo que hagan (o in­cluso deseen) no hacen más que ejecutar la ley que les ha impuesto el poder que mandaba sobre su origen.3 Así al menos lo querría la tesis maestra del arte genético creador. En realidad, como hemos observado antes, el poder, una vez ejercido, se escapa de la mano maestra y recorre sus propios e in­calculables caminos'en el laberinto de la rebosante complejidad de lo vivo, que se resiste al pleno análisis y predicción. Por consiguiente el poder, por orientado y predeterminado que esté, es esencialmente ciego. Pero ciego o vidente, capaz o chapucero, plantea la cuestión (de la que está exenta la téc­nica sobre materia muerta) de qué derecho tiene nadie a predeterminar de tal modo a futuros hombres; y aunque se supusiera en principio semejante derecho, qué sabiduría le capacita para ejercerlo. Se trata pues de dos cla­ses de derechos, de los que el segundo —el del ejercicio de un derecho abs­tracto quizá vigente— está ligado a la posesión de sabiduría como su con­dición necesaria. Precisamente esa posesión, en todo caso, podría llevar a desechar la suposición del primer derecho junto con los objetivos que per­sigue. Pero la arrogación misma de tal sabiduría es casi segura prueba de su ausencia.

8. Esto nos lleva al último punto de esta comparación entre técnica con­vencional y biológica, a la cuestión de los objetivos que se persiguen. Para su valoración y selección es precisa ante todo la sabiduría. En la técnica convencional el objetivo —incluso el más cuestionable por la razón que sea— está definido siempre por algún tipo de utilidad. Ninguna construc­ción técnica es su propio objetivo. Esto sigue siendo así en la técnica bioló­gica mientras se refiere a plantas y animales: también ellos, sin perjuicio de

2. Hay que admitir que «el ser humano» es una dudosa abstracción, y ha de quedar abier­to si como individuos los hombres tienen hoy un mayor control sobre su entorno (que en su

gran mayoría es el mundo hecho por hombres de la civilización técnica) del que hombres ante­riores tenían sobre el suyo, más próximo a la naturaleza. Aún es más incierto si el control del sujeto sobre sí mismo ha aumentado o disminuido; y totalmente incierto si y hasta qué punto

los hombres de hoy somos —individual o colectivamente— dueños de los impulsos, la lógica y la dinámica interna del coloso técnico. Aun así, la afirmación anterior sigue siendo cierta en conjunto para las especies, en tanto que las fuerzas colectivas no discurran con nosotros y arras- 'ren a sus propietarios a la ruina.

3. La exposición más precisa de las ideas aquí sólo esbozadas se encuentra en el brillante librito de C. S. Lewis, The Abotilion o/ Man, Macmillan, Nueva York. 1947, págs. 69-72.

114 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

su condición viva, son en este sentido cosas cuyo ser está subordinado a su utilidad, cuyo valor de uso puede ser aumentado... y debe serlo, incluso a costa de su ser. Pero «utilidad» significa «en beneficio del hombre», y ex­cepto cuando el hombre mismo es entendido como existente para el uso humano, la determinación utilitaria de toda la técnica fracasa hasta ahora en un choque tecnológico con la sustancia humano-biológica, por ejemplo de su reconstrucción genética. ¿Cuáles eran entonces sus objetivos? De he­cho hay desde antiguo una habilidad, orientada a lo físico del hombre, que podría decírnoslo: la medicina, el modelo de una técnica que ha alcanzado a ver el ser y no la utilidad de su objeto. Pero ésta es conservadora y resta- blecedora, no modificadora e innovadora. Su objetivo es la norma dada de la naturaleza. ¿Cuál puede ser pues la finalidad de una arquitectura que se libera de esta norma para inventar sobre sustrato humano? Sin duda no crear al hombre... él ya está ahí. ¿Quizá crear un hombre mejor.(en lo or­gánico)? Pero, ¿cuál sería la medida de lo mejor? ¿Mejor adaptado, por ejemplo? ¿Pero mejor adaptado a qué? Tropezamos con preguntas muy abiertas y enteramente metatécnicas en cuanto osamos poner una mano «creadora» sobre la constitución física del hombre mismo. Todas ellas cul­minan en una misma pregunta: ¿conforme a qué modelo?

2. De LAS FORMAS DE CONTROL GENÉTICO

Tenemos que descender ahora de lo general a lo particular y de la forma al contenido, y distinguir las distintas formas de tecnología antropobioló- gica por sus finalidades y procedimientos. Nos limitaremos a los esfuerzos en el campo genético, es decir, manipulaciones metódicas de la sustancia humana hereditaria para obtener propiedades deseadas o eliminar propie­dades indeseadas en la descendencia. Muy bien podría ocurrir que los ob­jetivos se introdujeran sólo mediante los nuevos caminos abiertos para ello, es decir, la disponibilidad de recursos que se abre, de forma que el método sea anterior a su posible finalidad. (En no pocas ocasiones, tanto en la téc­nica como en el resto de la práctica, los objetivos aparecen sólo cuando son alcanzables.) Pero incluso entonces los posibles objetivos pueden servir para clasificar los métodos.

Según sus procedimientos, las técnicas genéticas se pueden clasificar en tradicionales y de nuevo cuño, o también en practicadas desde hace mu­cho y principalmente futuristas, lo que coincide con bastante exactitud con la macrobiología y la biología molecular. La macrobiología tiene que vérselas con organismos completos, por ejemplo a la hora de elegir pareja en los cruces o seleccionar fetos in útero, la biología molecular con cromo­somas en el núcleo celular y sus componentes elementales, las moléculas del ADN. Su objeto específico es el «gen», el único miembro en la cadena cromosómica, formado por moléculas de ADN, que determina o codeter- mina una propiedad hereditaria del organismo. Su modificación, supresióno sustitución en el germen de un futuro organismo generará, pues, una mo­dificación genética, es decir, hereditaria, del mismo. La naturaleza provoca

DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGIA GENÉTICA115

a veces este efecto, por azar y sin planificación, en las mutaciones espontá­neas, que se someten a la selección natural; el hombre empieza ahora a pro­ducirlas de forma planificada, o también a poder fijar lo dado. Dado que los factores hereditarios críticos tienen su sede en el núcleo celular se ha podi­do hablar recientemente de «biología nuclear», siendo necesario hacer la observación de que así como la física nuclear ha abierto toda una nueva di­mensión de la física junto con una técnica que la aprovecha, lo mismo cabe decir de la más reciente biología nuclear. Ambos territorios vírgenes tienen, junto al emocionante aspecto teórico, sus aspectos prácticos siniestros. Es algo que la penetración en el núcleo de las cosas parece llevar consigo.

La clasificación de las biotecnologías por procedimientos se solapa con su clasificación por objetivos. Conforme a éstos, hay que distinguir entre arte genético conservador, mejorador y creador... una clasificación que res­ponde a la osadía de las metas y sin duda también de los métodos. Sólo el tercer objetivo, el «creador», esta reservado a la tecnología genética futu­rista. Así que avanzaremos desde formas más débiles a más fuertes de ma­nipulación, respondiendo a intenciones más modestas o más ambiciosas.

3. E u g e n e s ia n e g a t iv a o p r e v e n t iv a

Empezaremos pues por decir algo sobre el control biológico protector o preventivo, cuya forma más conocida es la eugenesia negativa: es decir, un control de apareamiento que intenta evitar la transmisión de genes patóge­nos o nocivos de cualquier otro modo apartando a sus portadores de la re­producción. El diabético congènito, por ejemplo, debe evitar tener descen­dencia. No es asunto nuestro examinar aquí los medios para evitarlo, que pueden recorrer todo el espectro de normas de conducta hasta la esteriliza­ción y desde la convicción a la coacción, y que plantean sus propios pro­blemas éticos y jurídicos, incluso políticos. Nos limitaremos a la idea de fi­nalidad motivadora, que es doble: humanitaria y evolucionista, según sea por sí sola o ligada. La fundamentación humanitaria tiene presente el bie­nestar individual del posible descendiente e impone, «en aras de él», preve­nir futuro sufrimiento no permitiendo siquiera que se llegue a una existencia lastrada por ese sufrimiento. Es un caso especial de la ética de la compa­sión: la compasión anticipada por un sujeto que se imagina en abstracto decide ahorrarle la existencia para ahorrarle con ello las dolencias que se imaginan en concreto. La decisión está en este caso libre de la carga de la consulta y el consentimiento del sujeto y hasta ahí es éticamente impecable (pero no por eso éticamente impuesta). Ningún derecho de tal potencial descendiente es infringido por dejar de engendrarlo, porque no hay ningún derecho a la existencia por parte de individuos hipotéticos que aún no han sido concebidos. Antes se podría argumentar que su derecho sería lesiona­do al engendrarlo si previsiblemente (es decir, con probabilidad apreciable) esto le llevara a una existencia desgraciada. Dejaremos esto en su ambi­güedad, en todo caso solamente aclarablepost factum. Pero aunque el des­cendiente tan sólo imaginado no tenga derecho a la existencia, sí está en

116 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

cuestión el derecho de aquellos a quienes se impide engendrar descenden­cia. A ellos se les exige la renuncia a este derecho, y ellos pueden objetar al llamamiento a su responsabilidad humanitaria, es decir, a su compasión, que ellos —víctimas de la correspondiente dolencia— son quienes mejor pueden juzgar si una vida así merece de todos modos ser vivida: que por tan­to, en caso afirmativo, podrían estar legítimamente dispuestos a correr el riesgo (normalmente no es más que un riesgo) de la herencia del descen­diente. El argumento tiene su razón de ser por lo menos en cierta clase de casos: sin duda, cuando sólo uno de los padres es portador del defecto he­reditario, y es discutible incluso cuando ambos lo son y el riesgo está pró­ximo a la certeza. Pero con independencia del riesgo individual, el llama­miento humanitario se ve reforzado por el evolucionista, muy distinto, que reclama que hay que proteger no tanto al individuo como a la especie (o po­blación), concretamente del peligro de que aumente progresivamente el porcentaje de factores nocivos en su dotación genética, crecimiento que le amenaza por la protección —individualmente beneficiosa— que la civiliza­ción (la medicina, entre otras cosas) da a tales factores hereditarios que de lo contrario serían mantenidos en jaque por la selección natural. Al dia­bético se le puede decir que debe su candidatura a la reproducción a una creación social, el arte médico, único que (mediante la administración de insulina) le ha permitido alcanzar la edad fértil: como quid pro quo se le puede exigir el sacrificio de ese derecho en interés de la sociedad y de su fu­tura integridad biológica. Esto es moralmente correcto en el plano indivi­dual: el receptor de un gran beneficio paga a la fuente del mismo el precio que le debe. A nivel poblacional, la eugenesia negativa es, desde un punto de vista literal, conservadora, orientada a la conservación y no a la mejora de la herencia biológica, y también eso parece correcto si el temor a una raza debilitada de lo contrario por efecto de la cultura es realista (lo que yo no puedo juzgar). Según esto, la eugenesia negativa parece más una extensión de la medicina preventiva que el comienzo de la manipulación biológica proyectiva.

Ciertas necesarias cautelas enturbian esta imagen demasiado clara. Puede ocurrir fácilmente, por ejemplo, que el celo preventivo a la hora de decidir qué gen o paquete de genes han de ser excluidos extienda el con­cepto de «patógeno» a «indeSeado» en un sentido más amplio, por ejemplo social, y pierda entonces la justificación de una mera compensación por la inhibición de la selección natural. Todo deslizamiento de conceptos distin­tos de los estrictamente médicos, e incluso su aceptación más allá de la cla­se más grave, minoradora de la vida, es objetable tanto desde el punto de vista biológico como ético. Algo parecido rige para la tentación de extender los controles desde la presencia manifiesta, es decir dominante, del gen a rechazar, que sólo es la punta del iceberg, al número, mucho mayor, de por­tadores recesivos, si se pueden determinar. Una sentencia de muerte gené­tica sobre ellos —mediante la exclusión de la reproducción— ya no puede afirmar estar en consonancia con la autorregulación de la mecánica de se­lección natural, que sigue arrastrando genes recesivos y sólo somete a los dominantes a su tribunal. Quererla superar entra ya en la modificación ma-

DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGÍA GENÉTICA

nipulativa del catálogo genético colectivo, biológicamente cuestionable en su efecto sobre la especie y éticamente intolerable en su exigencia de renuncia al individuo.4 La filtración y reestructuración del catálogo genético de la po­blación es distinta de su protección contra el empeoramiento, y no tenemos ningún mandato evidente para llevarla a cabo. De hecho con esta varian­te de la eugenesia preventiva, a pesar de su mecánica de exclusión, que sigue siendo negativa, ya hemos superado el límite del terreno, mucho más deli­cado, de la eugenesia positiva o meliorista, que pretende mejorar la especie.

4 . S e l e c c ió n p r e n a t a l

Un paso también insensible de la estrategia hereditaria defensiva a la meliorista es posible con el naciente diagnóstico prenatal (mediante am­niocentesis y otros métodos). Con su objetivo declarado, la exclusión del embrión dañado, entra en el terreno de la eugenesia de la compasión pre­ventiva. En su espíritu se aprueba básicamente el aborto y, para ciertos ha­llazgos, es de hecho el objetivo práctico previsto del procedimiento diag­nóstico. No nos ocupamos aquí del polémico tema del aborto en sí. Sin duda el hallazgo de un daño grave e incorregible, como el mongolismo, es la mejor de las disculpas para ese acto (naturalmente, el adversario del mis­mo siempre podrá rehusar el paso desde la indicación médica a la muerte); en lo que a nuestro tema se refiere, un filtro prenatal limitado a tales casos graves sigue claramente en el campo de la «eugenesia negativa», que sin duda deja de ser incruenta. Pero el deseo paterno de tener una descenden­cia «perfecta» puede ir más allá y establecer criterios más ambiciosos para admitir la vida (por otra parte, también la elección del sexo). Utilizado así, el diagnóstico prenatal sólo podría contribuir a que la repugnancia a la muerte del feto siga disminuyendo y se extienda como una costumbre ideo­lógicamente animada en la sociedad (con un facilitamiento emocional del paso al infanticidio): el objetivo de la temerosa prevención de un mal ma­yor se habría transformado en la insolente persecución del bien mayor... y nos encontraríamos en mitad de la zona, tan objetable moral como bioló­gicamente, de la eugenesia positiva, que además se burla de los límites de nuestro saber.

5. E u g e n e s ia p o s it iv a

Tras la espantosa prueba del reciente pasado alemán, vamos a adoptar brevemente una posición sobre la eugenesia positiva como selección gené­tica humana planificada con el objetivo de mejorar la especie. Su descrédi­to moral y político no necesita ser explicado en este país. Pero hay que de-

4. Naturalmente, se puede y se debe desaconsejar el apareamiento de portadores identifi­cados como recesivos (una tarea legítima del asesoramiento conyugal), pero eso es diferente de eliminarlos del proceso de reproducción.

118 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

cir algunas cosas sobre la esencial ceguera del intento incluso en la más bondadosa política de selección, no manchada de vanidad, maldad ni arbi­trariedad axiológica. La elección de los ejemplares de cría de ambos sexos tendría que apoyarse en su «cartografía» genética completa, pero en reali­dad sólo puede atenerse a las propiedades manifiestas del fenotipo indivi­dual: la dotación genética invisible que hay detrás y que podría ser añadida, como máximo mediante una investigación irrealizable y amplísima de los antepasados —y ello sólo parcialmente—, al estado de la generación en cada momento, tendría que ser aceptada en bloque, sin examen. No se sabe pues en absoluto qué saldrá a la luz en posteriores generaciones y tendrá que ser sometido a nueva selección en los fenotipos... por no pensar en los inevitables cambios de gusto producidos entretanto. Dado que ninguna «sección» genética individual en la serie de las generaciones es realmente cartografiable, el procedimiento tiene que ser subjetivamente ilusorio y ob­jetivamente ciego. Pero suponiendo que supiéramos más, incluso lo bas­tante para alcanzar probabilidades a largo plazo; y que tuviéramos a mano partes suficientemente considerables de la población en cartotecas genéti­cas de alguna fiabilidad; y que tuviéramos —mediante cría oficial o bancos de semen y óvulos— los necesarios controles sobre la selección y combina­ción de los donantes eugenésicamente certificados (desaparece la elección amorosa aficionada): ¿quién ha de decidir sobre la excelencia de los ejem­plares y con qué criterios? Recordemos que es mucho más fácil establecer lo que no se desea que lo deseado, lo malum que lo bonum. Es indiscutible que no deseamos —ni los dolientes ni sus congéneres— la diabetes, la es­quizofrenia o la hemofilia. Pero, ¿qué es mejor?: ¿una cabeza fría o un co­razón caliente, una elevada sensibilidad o un cuerpo robusto, un tempera­mento dócil o rebelde? ¿Y en ésta o mejor en aquella distribución proporcional entre la población? ¿Quién ha de decidirlo y basándose en qué conoci­mientos? La afirmación de tal conocimiento debería ser motivo suficiente para descalificar a quien afirma tenerlo. Y si se pudiera llegar a un acuerdo sobre los estándares de selección que fueran, por las razones que fuera... ¿es deseable la estandarización como tal? Si hacemos abstracción de los va­lores humanistas, que siempre son discutibles y están más allá de los do­minios del científico natural, los biólogos están de acuerdo en la clara ven­taja biológica del exceso de multiplicidad en el fondo genético colectivo, que con su amplia reserva de propiedades actualmente «inútiles» mantiene abierta la futura adaptación a nuevas condiciones de selección. Toda estan­darización estrecharía esta zona de sombra de la indeterminación median­te las apresuradas determinaciones de efímeras preferencias. A este aspec­to técnico de la supervivencia, «exento de valores» en sí, se añadiría la pobreza humana de una cría sobre tipos que alcanza su objetivo positivo, como toda selección, mediante la exclusión de alternativas, es decir, de los muchos indefinidos a favor de los pocos definidos. El punto biológica v me- tafísicamente fuerte de la evolución humana era que evitaba de algún modo las ventajas a corto plazo de la especialización, que por lo demás domina la evolución de las especies. £l_hecho de_que el hombre no esté especializado —el «animal no determinado», como decía Nietzsche— constituye una vir­

tud esencial de su ser. Así pues, incluso si la selección positiva no fuese cier ga, es necesariamente corta de vista. La cortedad de vista es la característi­ca inapelable de toda intervención consciente en el curso inconsciente de la naturaleza, y ha de ser aceptada normalmente como precio en riesgo, por­que tenemos que seguir interviniendo en innumerables aspectos. En el de­sarrollo, incalculablemente largo, de la genética humana, la cortedad de vista se elevaría a la enésima potencia sin la disculpa de esta obligación. Porque el superhombre es un deseo de la insolencia, no de la necesidad, como puede reclamar la eugenesia negativa. Y la deseada mejora de la es­pecie humana desconoce que ésta, tal como es, contiene ya en sí la dimen­sión en la que tienen su espacio tanto lo mejor como lo peor, tanto la as­censión como la caída, sin estar sometidos a ninguna barrera reconocible, ni impulsora hacia arriba ni protectora por debajo. Ningún sueño zoológi­co, ningún truco de cría, puede ocupar el lugar de esta opción esencial y su inmenso campo de juego. El intento de hacerlo es desmesurado, necio e irresponsable al mismo tiempo, y tiene que conducir en el mejor de los casos a desaires, y en el peor a desgracias. Esto último ya se da, política, hu­mana y éticamente (y con independencia de que termine bien), en los mé­todos de gestación asistida, con su despersonalización de la relación sexual- reproductiva, la separación del amor de la reproducción, del matrimonio de la paternidad libremente querida, la intervención desacralizadora del poder público en la secreta dimensión de futuro de la interlocución más ín­tima concedida por la naturaleza a la constitución humana. Excepto en los objetos más inequívocos de la eugenesia negativa, donde el elevado precio humano de tal injerencia aún está por justificar, y sin duda en el territorio de ensueño de la perfectibilidad genética positiva, no adquirimos mayor seguri­dad con el cambio de lo imprevisto por lo planeado.5 Ambas cosas son dile­tantes... la una en consonancia, la otra en contradicción consigo misma. Abandonar el diletantismo de la bendita ignorancia de la elección de amor personal por el del conocimiento loco de un arte arrogante es una petulancia impertinente por la que el mundo y la posteridad tendrán que pagar.

M é t o d o s fu t u rist as I

6 . C lo n a c ió n

El controLgenético por selección de la especie, ya sea desde puntos de vista negativos o positivos —es decir, la «eugenesia» en general— tiene des­de el punto de vista del planificador la falta de belleza de la reproducción

5. El lugar de la planificación con vistas a la perfectibilidad, y con ello a la cortedad de vis­ta que pende de todos los planes, es la educación. Allí de hecho imponemos nuestra imagen ine­vitablemente miope al futuro individuo, y cometemos nuestros pecados junto con nuestras bon­dades conforme a la vigente «verdad» del momento. Pero allá donde condicionamos, en parte correcta, en parte erróneamente, transmitimos al sujeto en el mismo paquete la posibilidad de la posterior revisión a cargo de sí mismo, por lo menos no la bloqueamos, dado que hemos de­jado inalterada la naturaleza heredada, la sede originaria de tal posibilidad.

DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGÍA GENÉTICA , , 9

120 t é c n i c a , m e d i c i n a y é t i c a

heterosexual como tal: lo impredecible de sus entrecruzamientos y recom­binaciones de cromosomas hace que sea siempre una lotería en la que nunca se puede saber lo que saldrá en cada caso concreto. Es a esa circunstan­cia a la que debemos que no haya dos individuos genéticamente iguales. Esta perturbadora injerencia de la naturaleza y el azar se podría evitar me­diante la intervención artificial de la clonación, por su método la forma más arbitraria de manipulación genética, y por su objetivo al mismo tiempo la más esclava: el objetivo no es la modificación arbitraria de la sustancia he­reditaria, sino precisamente su no menos arbitraria fijación, en contradic­ción con la estrategia reinante en la naturaleza. Elegimos esto ejemplo para discutirlo en detalle porque, debido a su nítida definición del resultado per­seguido, que no pretende representar un viaje a lo desconocido, sino preci­samente a lo más conocido, es especialmente adecuado para hacer un ejer­cicio de fantasía anticipatoria y de reflexión ética a ella referida. Quizá de él se pueda aprender algo cara a meditar acerca de los sueños más creado­res de la manipulación genética.

A. ¿Qué es clonar?

La clonación es una forma de reproducción no sexual, que se da en mu­chas plantas junto a la sexual y, a diferencia de ésta, produce copias genéti­camente exactas de la planta originaria. Se basa en la capacidad de germi­nación de las células diploides normales, que en condiciones adecuadas empiezan a retoñar. (Son ejemplos conocidos las patatas y las fresas.) A los animales en general les está vetada esta reproducción alternativa. Con la excepción de algunos órdenes menores, están limitados a la reproducción sexual mediante células germinales haploides especiales (gametos), cuyo núcleo cromosómico dividido en dos se tiene que unir con la mitad corres­pondiente del otro sexo en un conjunto (cigoto) para incoar el proceso de división en un nuevo individuo. Entretanto, utilizando el hecho de que to­das las demás células del organismo poseen un juego doble completo de cromosomas que define la identidad genética del individuo, se ha desarro­llado un procedimiento de laboratorio mediante el cual se puede llevar a una célula del cuerpo* adecuadamente seleccionada a empezar «por sí mis­ma» el mismo proceso que de lo contrario inicia la célula germinal fertili­zada... es decir, dado que posee toda la «información» genética que ya ha­bía regido el crecimiento del individuo originario, a producir una copia

6. Tiene que ser una célula no especializada, es decir, una en la que ninguna de las instruc­ciones hereditarias codificadas en el ADN nuclear esté bloqueada. Tales bloqueos parciales per­

manentes se producen en la diferencia ontogénica de los tejidos en la evolución fetal. Las células del cuerpo, no afectadas por esto y por tanto adecuadas para la clonación, sólo pueden obtener­

se hasta ahora de tejidos embrionales en las especies superiores. Naturalmente, esto no es lo bas­tante bueno para las ambiciones donadoras de las que queremos hablar, porque éstas exigen pre­cisamente donantes celulares adultos. Dado que es improbable que células indiferenciadas del cuerpo (con núcleos «omnipotentes» como las células germinales) se encuentren en personas adultas, primero habrá que hallar un método de «desespecialización», es decir de inhibición, de las células especializadas. Teóricamente esto es posible, ya que el bloqueo está pensado de tal manera que no modifica el gen correspondiente, sino que tan sólo inhibe su acción de forma per-

DE LA EUGENESIA A LA TECNOLOGIA GENÉTICA 121exacta (un «esqueje») del organismo madre o padre. El procedimiento, lo- giado primero en algunos anfibios, requiere la introducción del núcleo de la célula corporal correspondiente en un óvulo previamente desnucleado de la misma especie, que desde ese momento se comporta como si estuviera fertilizado. De hecho, se han engendrado ranas (también algunas mons­truosidades) de esa forma. Este prometedor comienzo vino facilitado por un sistema sexual que de todos modos prevé la fertilización y desarrollo del huevo fuera del seno materno. Con la fertilización interna y el desarrollo fe­tal intrauterino de los mamíferos la cosa se hace más difícil, pero hace poco que se ha conseguido por vez primera con un ratón. En todo caso, dado que la fertilización in vitro y el reimplante en una matriz es un hecho clínico in­cluso en el caso del óvulo humano, parece que la implantación de un óvulo con un núcleo ajeno diploide en un útero de alojamiento o nodriza —en el que no se comportaría de distinta manera que uno fecundado (es decir, como un cigoto)— sólo es un paso más, y el camino hacia la reproducción asexual en los mamíferos placentarios, incluyendo el ser humano, estaría despejado. El único resto funcional de la bisexualidad estaría en el doble hecho de que el núcleo huésped (masculino o femenino) necesita para su «alojamiento» directo un óvulo femenino de la misma especie sin núcleo propio, y éste a su vez para su alojamiento durante el desarrollo embrional una matriz en funcionamiento de la misma especie... en otras palabras: el embarazo de hecho de un individuo adulto femenino de la misma especie. Está por ver aún si estas limitaciones son superables y hasta qué punto. Dado que los óvulos sin fertilizar se pueden obtener más fácilmente y en mayor número que las nodrizas para embarazo, los ulteriores esfuerzos de la investigación se concentrarán seguramente en los cultivos embrionales extrauterinos. Los núcleos celulares diploides de ambos sexos podrían (una vez superada la inhibición de los especialistas) ser obtenidos sin esfuerzo y en el número que se quisiera de los individuos a duplicar, bien directamen­te o mediante cultivos de tejidos derivados. Pero hay que tener en cuenta el modificado papel de los sexos. Incluso en la versión «conservadora» de un embarazo pleno en vientre nodriza, la «madre» es una mera incubadora y no aporta genéticamente nada de sí al fruto, excepto si aloja a un núcleo ce­lular a clonar tomado de su propio cuerpo, en cuyo caso lo aporta genéti­camente todo y se duplica a sí misma; el óvulo privado de núcleo puede —pero no tiene que— proceder de ella; y el producto final puede repetir a un individuo conocido o desconocido por ella. Aun así, el papel femenino seguirá siendo instrumentalmente necesario mientras no se disponga de

manente por medio de un agente específico. Un contraagente adecuado podría en principio neutralizar este efecto. Así que sólo se trata de liberar al núcleo cromosómico, en sí mismo

siempre intacto, de inhibiciones secundarias: tiene que llegar el príncipe químico adecuado que despierte con un beso a las partes que duermen el sueño de la bella durmiente. En lo sucesivo

aceptamos (conforme al procedimiento de los biólogos, que ahora ya discuten los pros y contras de las futuras clonaciones) que la bioquímica lo logrará finalmente. Si esta expectativa fuera en-ónea los biólogos habrían malgastado saliva, pero los filósofos podrían de todos modos ha­ber obtenido criterios reales e incluso categóricos de la meditación sobre lo hipotético final­mente irreal.

122 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

sustitutos artificiales de la placenta in vitro. (En ese momento, el ovario sólo quedaría como proveedor de los óvulos a los que habría que quitar el núcleo.) En cambio, el papel masculino se reduciría biológicamente a la nada: una vez rehuida la única necesidad biológica para la existencia de hombres, la fecundación, la representación masculina en una población que se reprodujera clónicamente se habría vuelto prescindible... aunque quizá siguiera siendo deseable para otros objetivos y placeres no biológi­cos. La ciencia ficción y el feminismo tienen aquí un vasto campo para di­vertidas especulaciones.

B. Preguntas sobre la clonación

Las preguntas que queríamos plantear no tienen nada que ver con las presuntas dimensiones de una práctica que —si es que llega a hacerse rea­lidad— sin duda nunca alcanzaría valores numéricos con peso genético-po- blacional. Las cuestiones esenciales de su posible aplicación a los seres humanos se refieren al caso singular no menos que al plural, y han de ser res­pondidas antes de poder permitir siquiera el primer caso. Han de ser plan­teadas, por tanto, al principio.

Planteamos tres preguntas: ¿Qué se consigue con la clonación? ¿Porqué hay que conseguirlo, es decir, qué motivos hay para desearlo? ¿Debe ser conseguido, es decir, ese objetivo es aceptable o rechazable?

1. El resultado físico de la clonación. ¿Qué produce la clonación? Res­puesta: un doble genético del donante celular, con el mismo grado de simi­litud en su apariencia (en el fenotipo) que el conocido por el caso de los ge­melos idénticos. Clon y donante son de hecho gemelos idénticos con una diferencia temporal: su no simultaneidad será un importante punto de vis­ta en nuestra posterior valoración. En el caso de gemelos idénticos se pue­de hablar de imágenes contrapuestas en el espejo; el clon es unilateralmen­te la copia de un original preexistente. La distancia temporal es a voluntad: Dado que los cultivos de tejidos se pueden mantener vivos y regenerativos durante un período de tiempo indefinido, el brote clónico puede estar deri­vado de un donante que ha muerto hace mucho (¿un nuevo sentido de la in­mortalidad individual?). Asimismo se pueden derivar muchos hermanos clónicos, simultáneos o sucesivos, de la misma fuente autorregenerada; es­tas reproducciones datadas a voluntad guardarían entre sí una relación in­directa de gemelos idénticos, no distintos en cuanto al fondo del individuo padre/madre común, salvo que su caso admite cualquier dispersión de la relación temporal... desde la total disjunción hasta la total coincidencia en el tiempo, pasando por cualquier coincidencia parcial. Un gemelo así po­dría encontrarse por la calle a su propia ancianidad, quizá acompañada de su infancia. En todo caso, dado que ex hypothesi todos los genotipos multi­plicados poseen el mismo potencial hereditario, a lo largo de la carrera de un fenotipo ya se ha producido al menos una realización del mismo, y even­tualmente varias, total o parcialmente, antes que cualquier clon comience la suya.

DE LA EUGF.NF.SIA A LA TECNOLOGÍA GENÉTICA123

2. Razones para la clonación. L a ú l t im a Frase proporciona la respuesta principal a la pregunta de por qué hay que clonar: un logro vital visible es más que suficiente en una u ote a cualidad para excitar el deseo de tener más de ello, V lo bastante raro en su (presunta) base genética como para no poder esperar la deseada frecuencia de su aparición en la población de las posibi­lidades de la reproducción habitual v a su vez selectiva. De hecho, es lo que de algún modo es «único» lo que la clonación libera de su unicidad y aque­llo cuya repetición hay que asegurar. Esto tiene ventajas evidentes para la

cría de ganado. La vaca lechera premiada es reproducible de manera mu­cho más segura por vía asexual que mediante el apareamiento más cuida­dosamente escogido, además de en número incomparablemente mayor, porque no está ligado a la propia maternidad (cualquier otra vaca puede servir de incubadora de otra vaca de premio). De forma similar el caballo de carreras escogido, etcétera. Así, la perpetuación y multiplicación de la excelencia (= logro máximo) sería una de las principales razones para la clo­nación. Los ejemplares reproducidos, de equipamiento idéntico, aportarían la base numéricamente ampliada para un nuevo cruce, con la expectativa de superar incluso el logro precedente, convertido ahora en punto de parti­da, y así sucesivamente, alternando de manera adecuada ambos métodos en una curva creciente de perfección genética. De esta forma la clonación, en sí una fijación de los resultados evolutivos, se convertiría en parte de un progreso evolutivo. Otro objetivo podría ser también la ventaja de la mera uniformidad para ciertos fines, otro precisamente el centro bien pondera­do en contraposición al extremo unilateral. Todo esto dentro del ámbito, destinado a la utilidad, de la cría de animales, donde el interés propio de la especie misma no se pregunta y la «excelencia» viene determinada precisa­mente por el aprovechamiento.

Consideraciones totalmente distintas se plantean en el ámbito humano, e incluso la situación de los conocimientos es distinta aquí. El criador de ganado sabe en cada caso qué quiere de los animales. Pero, ¿sabemos no­sotros lo que queremos de los hombres? ¿Y quiénes somos «nosotros» en el caso de tal «conocimiento», es decir, de tal capacidad consciente que toma la palabra? Y quien posea esa capacidad para sí y su partido —y sin duda otro antes que otro e incluso que él mismo, ayer o mañana—, quien sepa pues qué quiere y qué se quiere a su alrededor, ¿sabe también qué se puede y debe querer de las personas? Y si cree saberlo, ¿cómo sabe que sabe realmente?

Todo lo que se puede querer y que de hecho ha sido puesto ya a debate lo muestra muy ingeniosamente una enumeración que mi amigo el profe­sor León Kass ha confeccionado en Chicago. Él la llama una «lista de la­vandería de posibles aplicaciones, que crece constantemente en espera de una técnica plenamente formada», y reza:

1. Réplica de individuos de gran genio o gran belleza, para mejorar la es­pecie o para hacer la vida más agradable.

2. Réplica de sanos para evitar el riesgo de enfermedades hereditarias con­tenido en la lotería de la recombinación sexual.

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3. Facilitamiento de grandes series de sujetos de la misma herencia para estudios científicos sobre la importancia relativa de lo innato y el en­torno en diversos aspectos de la actividad humana.

4. Proporcionar un hijo a un matrimonio estéril.5. Proporcionar un hijo a alguien con un genotipo de elección propia: de

un famoso admirado, de un fallecido querido, del cónyuge o de sí mismo.6. Control sexual de los futuros hijos: el sexo de un clon es el mismo que el

de la persona de la que procede el núcleo celular implantado.7. Producción de equipos de sujetos idénticos para utilizaciones especia­

les en la guerra y la paz (espionaje no excluido).8. Producción de copias embrionales de cada persona, congelación hasta

que sea necesaria como reserva de órganos para transplante a su geme­lo de idéntica herencia.

9. Batir a los rusos y los chinos, no dejar que se produzcan lagunas en las clonaciones.7

En el último apartado mencionaré por mi cuenta las Olimpiadas y si­milares competiciones internacionales. Y añado a la lista, como número 10: Curiosidad... vamos a ver qué sale.

La lista es menos divertida de lo que parece. Ningún deseo es tan perverso (como el de la autorréplica), o tan cínicamente utilitario (como el de los equi­pos de trabajo homogéneos), o tan científico-fanático (como el de los sujetos de investigación iguales), como para no encontrar al ser ofrecido peticio­narios y defensores entre los hijos de Adán y Eva. Pero en conjunto bien po­demos aceptar que el argumento de una excelencia merecedora de perpe­tuación y reproducción (el número 1 de la lista) predomina en el contexto humano y la práctica del método, si es que se llega a ella, se limitará a lo ex­traordinario. Sin duda es el relativamente más noble de los objetivos pro­puestos y por ello no sólo más seductor que todos los demás, sino también más adecuado para forzar el examen filosófico de su más radical explica­ción. Aquí concentraremos por consiguiente nuestra crítica.

3. Réplica de la excelencia. El argumento de la excelencia, aunque inge­nuo, no es frívolo, en tanto apela a nuestra reverencia por la grandeza y le rinde el tributo del deseo de que más Mozart, Einstein y Schweitzer adorna­ran la raza humana. Dicho sea de paso, nadie menciona a Nietzsche o a Kaf­ka en este contexto, y pocos a Beethoven o a Miguel Ángel... una prueba de la secreta felicidad de todo el sueño: uno quiere tener a su genio feliz o al menos alegre; pero sobre todo: elevador en sus «aportaciones» al bien de la cultura. Pero ese deseo es ingenuo cuando supone que más de uno de cada sería realmente bueno para la humanidad, por no hablar de si sería bueno para los Mozart o Einstein de este mundo... en general cuando supone que,

7. León R. Kass, «New Beginnings in Life», en The New Genetics and ihe Future ofM an (edi­ción a cargo de Michael P. Hamilton), Grand Rapids, Mich., 1972, págs. 14-63. La «lista de la­vandería» se encuentra en las páginas 44-45. [Todas las referencias, aquí y en adelante, a los es­critos de L. Kass se pueden encontrar en su brillante libro Toward a More Natural Science: Biology and Human Affairs, Nueva York, The Free Press, 1985.]

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si algo es bueno, más de ello sería mejor. Es un descarado argumento de consumidor, que no pregunta si el genio -—suponiendo que sea una bendi­ción para nosotros— no es para sí mismo una maldición, con frecuencia el más desgraciado de los hombres, y si tenemos derecho a condenar premedi­tadamente a alguien a pagar ese horrible precio por nuestro enriquecimien­to. Por otra parte, si dejamos decidir al propio candidato modelo si en su caso merecería la pena un da capo, podríamos obtener una selección de va­nidosos/ Además, nadie puede intuir ni remotamente qué saldrá en realidad de este genio esperado de segunda y tercera generación una vez pasada la hora estelar del primero, la constelación única de sujeto y circunstancia. Tampoco se puede prever cómo reaccionarán los contemporáneos, inclu­yendo el genio que aparece de novo entre ellos, a la presencia de este precer- tificado en medio de sus vidas. Podría ser que incluso el antaño venerado ar­quetipo fuera odiado al final por su codicioso infiltrarse mediante dobles en el negocio desconocido v abierto, aún sin decidir, del presente.

Pero todo es especulativo, y en su mayor parte externo a la cuestión éti­ca que queremos plantear, a saber: qué significa ser un clon para el propio sujeto afectado. Y aquí el caso del donante celular famoso sólo sirve para ilustrar más nítidamente lo que sería válido para todos los casos, es decir, para la propuesta de clonación en sí. No vamos a enredarnos aquí en conjeturas sobre cantidad, dosificación, méritos relativos de la selección, beneficios y costes para todos nosotros —cuestiones que sólo puede res­ponder la experiencia—, sino que podemos confiar en aquella certeza tran- sempírica del criterio que a veces concede la contemplación de la esencia. El caso X único y no especificado será tan válido como pudiera serlo cual­quier número de casos de cualquier especificación.

C. Crítica existencial

1. La simultaneidad de gemelos idénticos. La cuestión esencial central es la de la mismidad no prejuzgada, y podemos ilustrarla con la supuesta si­tuación de gemelos que son «idénticos», pero no simultáneos. Situémonos

8. «De hecho», se pregunta León Kass, «¿no deberíamos establecer el principio de que cada llamado "gran hombre" que dé su asentimiento a la clonación debería quedar precisamente por eso descalificado, al ser alguien que tiene una opinión demasiado elevada de sí mismo y de sus genes? ¿Podemos permitimos un aumento de la arrogancia?» Como es sabido, en Norteaméri­ca (naturalmente: en California) hay va un banco de esperma de Premios Nobel. Varios de ellos, se dice, no han hecho ascos a contribuir a él... un reflejo de lo erróneo que es deducir del en­tendimiento científico la existencia de razón humana (por no hablar del pudor). Conforme al criterio establecido por Kass, estarían ya descalificados. Los distribuidores de las existencias congeladas, se dice después, tendrán cuidado de que la preciosa simiente no caiga en un suelo indigno: quienes soliciten ser receptoras de semen (también hay) verán cuidadosamente exa­minadas su calidad biológica y cultural, junto con su prehistoria genética. (La muchacha de Pueblo que fue madre soltera de Leonardo hubiera tenido pocas posibilidades: tampoco el pa­dre, del que por lo demás apenas sabemos, parece haber llamado la atención por unas cualida­des de Premio Nobel.) Esto entra aún en la categoría que ya hemos tratado, tradicional por así

cirio, de la «eugenesia positiva», y comparte su carácter de lotería bisexual. Pero en punto a vanidad, necedad humana y superstición hereditaria recuerda ya al programa de duplicación

n° sexual de genios del que hemos hablado, científicamente libre del azar.

126 t é c n i c a , m e d i c i n a y é t i c a

frente a los actuales gemelos, trillizos (etc.) monoovulares. Tienen sus pro­pios problemas, de los que por regla general no se puede hacer responsable a ninguna acción humana. La coartada del capricho de la naturaleza desa­parece en cambio si la formación de gemelos es inducida, como parece ser el caso como efecto secundario de ciertas drogas fertilizadoras. Pero inclu­so este resultado semiculposo comparte con el puro azar de la naturaleza el rasgo principal que lo distingue del resultado de la clonación: los gemelos (trillizos, etc.) naturales, que tienen que tener ante sus ojos la repetición de su propio genotipo, son estrictamente simultáneos, ninguno precede al otro, ninguno tiene que volver a vivir una vida ya vivida, a ninguno se le ha pri­vado de encontrar su yo y sus posibilidades. A este respecto es indiferente hasta qué punto el genotipo determina en realidad la historia personal, si la «identidad» biológica conduce objetivamente, con independencia del cono­cimiento del sujeto, al mismo resultado biográfico, cosa que no está proba­da. De lo que se trata es de que el genotipo producido sexualmente es un no- vum en sí, desconocido para todos en su comienzo, y tiene que revelarse a su portador, no menos que a sus congéneres, sólo en el curso de su existen­cia. La total incertidumbre es aquí una condición previa de la libertad: La nueva tirada del dado, una vez caída, tiene que descubrirse a sí misma en el esfuerzo sin dirección de vivir su vida por primera y única vez, es decir, lle­gar a ser él mismo en el encuentro con un mundo que está tan poco prepa­rado para el recién llegado como éste para sí mismo. Ninguno de los geme­los, aunque confrontado permanentemente con su similitud con el otro, sufre por la presencia de uno anterior que habría manifestado ya el poten­cial de su ser y con ello habría echado a perder al siguiente su condición propia, que precisa del secreto.

Hemos hablado ex profeso de la situación de gemelos idénticos, no de la fuerza objetiva de los genotipos idénticos, que en realidad desconocemos. Así, tenemos la intención de hablar también de la situación del clon huma­no, cuestión inmanente a su experiencia y a la de los que le rodean: esto conduce a una discusión existencial, ni física ni metafísica, a una discu­sión, pues, que puede dejar enteramente al margen la delicada cuestión de las dimensiones de la predestinación biológica.

2. No simultaneidad y el derecho a la ignorancia. En contraposición a la simultaneidad de los auténticos gemelos, la copia de un genotipo dado crea condiciones esencialmente desiguales para los fenotipos correspondien­tes... desigualdad que va enteramente en perjuicio del clon. Hay que hacer aquí un inciso. Se podría, si se quiere, introducir en este punto en el dere­cho natural el concepto de derecho trascendente de cada individuo a un genotipo único solamente suyo, no compartido con nadie, y deducir de ahí que un individuo clonado vería lesionado a priori precisamente este dere­cho fundamental. Al respecto no hago más que esta observación: el hecho universal de la unicidad individual-física lo atestigua todo sistema policial de toma de huellas dactilares. El que sea un valor se expresa muy bella­mente en el siguiente midraS del Talmud: «Un hombre acuña muchas mo­nedas de una forma, y todas son iguales entre sí; pero el rey que es rey sobre

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todos los reyes, ha acuñado a cada hombre en la forma del primer hombre, y sin embargo ninguno es igual a su prójimo»." Dejaremos a un lado si este regalo de la Creación, sin duda un bien para el conjunto, es también un derecho para cada individuo, tanto más cuanto que no se sabe en absoluto cuánto o cuán poco aporta lo genético a la unicidad del individuo. Así pues, no baso mi argumento en tal derecho oculto, como máximo intuido, y pre­existente a la diferenciación física, sino sobre un derecho a la ignorancia, supremamente evidente e intraexistencial, que se niega a aquel que tiene que saberse copia de otro. Es un derecho de la esfera subjetiva, no de la ob­jetiva.

La advocación de un derecho a la ignorancia como un bien es, a mi pa­recer, nueva en la teoría ética, que desde siempre ha lamentado la falta de conocimiento como un defecto en el estado humano y como impedimento en la senda de la virtud, en todo caso como algo que hemos de superar en la medida de nuestras fuerzas. Sobre todo el conocimiento de uno mismo ha sido ensalzado desde los días délficos como característico de una vida superior, de lo que sólo se puede tener demasiado poco y nunca demasiado, ni siquiera bastante. ¿Y nosotros hablamos de un desconocimiento por sí mismo? En todo caso el conocimiento del futuro, especialmente del propio, siempre se excluyó tácitamente, y el intento de adquirirlo por cualquier me­dio (por ejemplo la astrología) estaba perseguido como vana superstición por los ilustrados, como pecado por los teólogos, en este último caso con ra­zones incluso de rango filosófico (y que, lo cual es interesante, son inde­pendientes de la cuestión del determinismo en sí). Pero desde esa discusión del derecho o permiso a saber sigue habiendo un paso hasta la afirmación de un derecho a no saber: y ese paso es el que tenemos que dar ahora en vista de una situación totalmente nueva, aún hipotética, que de hecho represen­ta la primera oportunidad para la activación de un derecho que hasta ahora había estado latente a falta de aplicabilidad.

3. Saber pernicioso. El hecho sencillo y sin precedentes es que el —hi­potético— clon sabe (o cree saber) demasiado de sí mismo, y otros saben (o creen saber) demasiado de él. Ambos hechos, el propio y supuesto ya-saber y el de los otros, son paralizantes para la espontaneidad de su llegara ser «él mismo», y el segundo hecho también para la autenticidad del trato de otros con él. El ya conocido arquetipo del donante celular, especialmente uno de prominencia pública, dictará de antemano todas las expectativas, predic­ciones, esperanzas y temores, objetivos, comparaciones, medidas del éxito y el fracaso, de la satisfacción y la decepción para todos los implicados, para el clon y los espectadores por igual. Todo esto no se toma del conoci­miento de la persona en su devenir, que se va construyendo gradualmente, sino del conocimiento acabado del modelo que ha sido. Y este presunto co­nocimiento tiene que asfixiar en el sujeto por así decirlo cartografiado de antemano toda inmediatez del experimento tentativo y el hallazgo progre­sivo de «sí mismo» con el que normalmente una vida esforzada se sorpren-

9. Véase Leon R. Kass, ibíd., págs. 46-47.

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de para bien o para mal. Todo esto es más una cuestión de saber supuesto que real, de tener por cierto que de verdad. Téngase en cuenta que no im­porta nada si realmente el genotipo es por su propio poder el destino de la persona: es convertido en él por las ideas que apadrinaron la clonación, y a través de su influencia en todos los implicados se convierte en un poder por sí mismo. Así que no importa si la réplica del genotipo signilica realmente repetición del esquema vital: el donante fue elegido con tal idea, y esa idea actúa tiránicamente sobre el sujeto. Tampoco se trata de cuál es la verdade­ra relación entre naturaleza innata y educación en la formación de una per­sona y de sus posibilidades: su interrelación está falsificada de antemano porque el sujeto y el entorno han recibido sus «instrucciones» para la re­presentación.10 Así, el reto de la vida ha sido estafado en su atractiva y tam­bién atemorizadora sinceridad. Se ha permitido al pasado intervenir en el futuro a través de un conocimiento no auténtico de él, y ello en la más ínti­ma de las esferas, en la esfera de la pregunta: «¿Quién soy yo?». Esta pre­gunta tiene que venir del secreto, y sólo puede hallar su respuesta cuando la búsqueda de la misma sigue acompañada por el secreto. Sí, el secreto, la condición misma de la pregunta y de la búsqueda, es para quien busca la res­puesta incluso la condición de la posibilidad de llegar a ser quizá precisa­mente aquello que entonces será la respuesta. La revelación inautèntica al comienzo, la ausencia subjetiva del secreto, destruye la condición de un crecimiento auténtico. Da igual que el supuesto saber sea verdadero o falso (y hay buenas razones para suponer que es esencialmente falso per se): es pernicioso para la obtención de la propia identidad. Porque lo existencial- mente significativo es que la persona clonada piensa —tiene que pensar— que no es lo que «es» objetivamente, en el sentido sustancial del ser. En re­sumen: al producto de la clonación se le ha robado de antemano la libertad, que sólo puede prosperar bajo la protección de la ignorancia. Robar pre­meditadamente esta libertad a un futuro ser humano es un crimen inexpia­ble, que no debe ser cometido ni una sola vez.

Ahora se podría objetar que el clon no tiene por qué conocer su origen. Pero una conspiración de silencio está casi con seguridad condenada al fra­caso y aún empeoraría las cosas, porque el secreto quiere salir a la luz. Por mucho tiempo que se le oculte a la persona principal, el conocimiento de los iniciados que están al comente de él es una situación moralmente inso­portable en sí y además insegura, si se tiene en cuenta el papel de la indis­creción y la charlatanería; por no hablar de la existencia de archivos, ban­cos de datos y expedientes secretos con su notoria propensión a las «lugas». Pero aparte de ser de tal modo objeto de un conocimiento ilegítimo por parte de otros, que a él le está vetado, y que es tan degradante en el éxito como en el fracaso de su mantenimiento, es casi inevitable que el clon aca­be por averiguar la verdad por sí mismo. Porque todo el sentido de la clo­nación estaba en la prominencia del donante celular, demostrada en sus lo­

10. «Por ejemplo [por volver a citar a Leon Kass], si una pareja decide clonar a un Rubins­tein, ¿puede caber duda de que el pequeño Arthur será tempranamente puesto ante un piano y

"animado" a tocar?»

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gros inusuales y certificada por la fama pública. Tiene por tanto que llegar el día en que la copia (que según las premisas no es tonta) establezca la re­lación entre sí misma y el original altamente visible. Tanto contarlo tem­pranamente como descubrirlo después por uno mismo son alternativas enojosas por igual. Contra la segunda sólo existiría seguridad si la clona­ción se hiciera de donantes anónimos y oscuros... aunque, ¿para qué ha­cerla entonces?

4. Conocimiento, ignorancia y libertad. Hemos incidido tan por extenso en la eventualidad, todavía completamente hipotética, de la clonación por­que su posibilidad ha empezado a láscinar a los biólogos, lo que en sí es alarmante, porque la capacidad puede estar ahí un día y en esta ocasión, excepcionalmente, hemos de estar advertidos ante ella para que la capaci­dad no se transforme automáticamente en acción, como ha ocurrido siem­pre hasta ahora; y porque su discusión, sacando ventaja de la pureza de un caso extremo sin analogía en la experiencia de la humanidad, abre un nue­vo territorio ético que, más allá del ejemplo, puede venir bien a todos los nuevos problemas planteados por la manipulación genética del ser huma­no. Incluso quien no coincida con la especial ética de nuestro argumento, con su acento en el aspecto del conocimiento, tendrá que estar de acuerdo con el principio sencillo e indiscutible de que no se puede experimentar con no nacidos, es decir, convertirlos en medios de la propia obtención de conoci­miento. Este principio por sí solo veta ya el primer intento realmente eje­cutivo de alquimia humana hereditaria, incluso los experimentos previos para abrir el camino hacia ello con material humano (dejo a un lado los que se hacen con material animal). Aquellos que están deslumbrados por la vi­sión del glorioso ejemplar que saldrá de la retorta deberían tener también en cuenta los inevitables productos fallidos de una técnica aún por desa­rrollar —embriones malformados que habría que liquidar, o nacimientos defectuosos de cuya existencia habría que responsabilizarse—, aunque les falte fantasía para imaginarse al glorioso engendro mismo (quizá esto an­tes que todo) como su futuro acusador por abuso de poder.

Pero donde yo veo el principal beneficio de nuestro ejemplo para la teo­ría ética es en la visualización de un derecho a la ignorancia que se viola incluso allá donde ningún infortunio físico da motivos para quejas más ex­ternas, es decir, incluso en los casos técnicamente logrados. Que el conoci­miento puede ser demasiado poco y la mayoría de las veces lo es lo sabíamos desde siempre. De repente nos aparece bajo una luz cegadora que también puede ser demasiado. A todas luces hablamos aquí de dos formas muy dis­tintas de conocimiento e ignorancia. Cuando discutimos normalmente las responsabilidades del poder tecnológico, abogamos por la modestia de una confesada ignorancia sobre las consecuencias de nuestra acción. Ahora abo­gamos por el respeto del derecho a la necesaria ignorancia por parte de la posible víctima de nuestra acción. En un caso puede ser que sepamos dema­siado poco para hacer algo que sólo un pleno conocimiento podría ju s t if ic a r ;

en el otro los productos de nuestra acción pueden saber d e m a sia d o como para hacer cualquier cosa con la adivinadora espontaneidad de un acto au­

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téntico. El mandato moral que sale aquí a la ensanchada escena del poder moderno es: nunca se puede negar a una existencia completa el derecho a aquella ignorancia que es condición de la posibilidad del acto auténtico, es decir de la libertad; o bien: respeta el derecho de toda vida humana a encontrar su propio camino y ser una sorpresa para sí misma. La cuestión de cómo ha­cer compatible esta defensa de la ignorancia de uno mismo con el viejo man­dato «conócete a ti mismo» no es difícil de responder. Sólo hay que entender que el aulodescubrimiento que nos concede aquel mandato es uno de los ca­minos del devenir de ese mismo yo: desde lo desconocido dado se hace uno con el llegar a conocerse que va ocurriendo a través de las pruebas de la vida... lo que sería bloqueado por el conocimiento previo aquí combatido.

M ét od o s futuristas II. A r q u it ect u ra d e l ADN

7. H asta ah o ra n o hay an a lo g ía estricta e n t r e e l b ió l o g o y e l in g e n ie r o

Hasta aquí las similitudes de la técnica biológica con la ingeniería clá­sica eran débiles. La estricta analogía formal incluiría la plena construc­ción de entidades biológicas, es decir organismos vivos, a partir de la ma­teria prima y conforme a un diseño propio, o también la reestructuración planificada de los tipos ya existentes con fines de mejora. La primera y ra­dical modalidad —el verdadero nuevo diseño y síntesis de organismos avanzados mediante construcción cromosómica de los elementos molecu­lares— está prácticamente excluida, dado que la enorme complejidad del sistema supera probablemente la capacidad de cualquier ordenador huma­no; además, aunque fuera posible, sería un puro despilfarro en vista de la superabundante oferta natural de material genético ya listo para su modi­ficación prácticamente infinita mediante intervención del arte. Así que no es la nueva construcción, sino la reestructuración por intervención, el ca­mino realista que se abre a las habilidades similares a la ingeniería en el campo biológico, en especial en el genético. Pero esto puede llevar muy le­jos y conducimos a analogías más estrechas con una verdaderas «hechu­ras» al estilo de la construcción mecánica.

Todos los métodos que hemos mencionado hasta ahora —la clonación no menos que la eugenesia— son conservadores en el sentido de que selec­cionan genotipos dados tal como aparecen por sí mismos en la población, es decir, que sin duda guían a la naturaleza, pero no introducen en ella ti­pos de nueva creación. De este modo se puede modificar estadísticamente la macroestructura de la especie, pero la microestructura de los individuos seguirá surgiendo del acontecer biológico y sus «caprichos». De ahí que en todos estos casos el arte sólo se haga cargo de un factor causal de la evolu­ción natural, la selección entre la variada oferta, pero no de la producción misma de las diferencias, los cambios y enriquecimientos germinales que se producen en esa oferta mediante mutaciones. ¿Se puede arrebatar tam­bién esto al azar de la naturaleza y «hacerlo» de forma planificada? Sólo esto aproximaría la biología práctica a la ingeniería.

d e l a e u g e n e s i a a l a t e c n o l o g í a g e n é t i c a 131

8. E l p o t e n c ia l d e i n g e n ie r í a d e l a b i o l o g í a m o l e c u l a r

A. El concepto de cirugía genética

El surgimiento de la biología molecular, especialmente la descodifica­ción del código genético en su escritura de ADN, ha abierto precisamente esa expectativa y con ello hecho realizables nuevos y más ambiciosos obje­tivos: intervenciones directas en los genotipos mediante «cirugía genética», que tras la selección somete también al arte al otro factor causal mutativo de la evolución natural. Por ahora pasaremos por alto la aplicación de este nuevo principio a los microbios, que ya se encuentra en marcha y de la que más adelante hablaremos por separado. De momento, aún es «futurista» su aplicación a personas. Ésta está pensada en primer término para la medi­cina y seguramente será la primera en salir a la palestra (probablemente pronto): la sustitución de genes patológicos por sanos en el núcleo cromo- sómico de las células germinales (gametos o cigotos), una curación pues en el punto inicial del futuro individuo y de su descendencia. En este caso la intención es correctiva, aún no creativa. Pero desde ahí se sigue (potencial­mente) hacia la modificación del modelo dado del ADN mediante adición, exclusión y reordenación de elementos... una reescritura por así decirlo del texto genético, que hace posible en principio su lectura completa (o incluso incompleta) con las correspondientes microtécnicas: en última instancia, una especie de arquitectura del ADN. Conduce a nuevos tipos de seres vi­vos, «desviaciones» premeditadas y series enteras de ellas. En microbios, como hemos dicho, esto ya se ha practicado con éxito. Si se intentara tam­bién con una base de partida humana, esta aventura degradaría en sus di­versos «éxitos» (fenotipos capaces de vivir, sin importar lo que valgan en sí) la imagen de la unicidad «del» ser humano como objeto de respeto últi­mo y rescindiría la fidelidad a su integridad. Sería una ruptura metafísica con la «esencia» normativa del ser humano y al mismo tiempo, dada la to­tal imprevisibilidad de las consecuencias, el más frívolo de los juegos de azar... el jugueteo de un demiurgo ciego y arrogante con el corazón más sensible de la Creación.

Aquí podemos hablar por fin del aspecto de la ingeniería convencional que hasta ahora le faltaba a la técnica biológica. Aunque siga ligada a las estructuras dadas como punto de partida, puede aplicar en su manipula­ción la libre invención en lugar del mero filtro, y ganar con ello la arbitra­riedad de la planificación al servicio de unos fines arbitrarios. ¿Cuáles pueden ser éstos? En el caso de plantas y animales, naturalmente se pien­sa en el beneficio en términos de utilidad para el hombre mediante cuali­dades nuevas o incrementadas. Pero, ¿y en el hombre mismo? Si hacemos abstracción del juego de l'art-pour-l’art con posibilidades como tal (que hay que confiar a la ardiente curiosidad y pasión por el experimento de los mvestigadores), también aquí el objetivo tendrá que ser en última instan- C1a utilitario, es decir, una proyectada utilidad de la modificación biológi­ca para ésta o aquella nueva tarea de la sociedad. No puede ser el bien de *°s individuos modificados, porque para nuevas especies de seres no po­

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demos hacemos idea de su bien o su felicidad (como mucho podemos ha­cernos idea de la infelicidad de ser diferentes). Pero bien podemos contar con que el resultado será la atrofia de determinadas cualidades y la hiper­trofia de otras, la adición en tercer lugar de una elevada habilidad para de­terminadas tareas especiales de un mundo tecnológico (viaje espacial, por ejemplo) para las que la evolución no ha adaptado hasta ahora al hombre. Me ahorro la mención de los extravagantes sueños que han sido ya mani­festados... no sólo, por lo demás, con la esperanza casi natural en los pio­neros de todo progreso, sino a veces también con temor. Bastará con hacer algunas observaciones de principio.

B. Elementos de una crítica

Primero, el aspecto conciliador de la clonación: el honor que se hace a la especie existente con el deseo conmovedor, aunque también infantil, de mantener sus logros más afortunados por encima de la fugacidad, más allá del paisaje de una vida humana, está vetado a los objetivos que aho­ra estamos ponderando. Al contrario: para ellos la especie humana, tal como es, es un mero hecho de la naturaleza material, que no tiene ningu­na sanción superior a la de otros resultados del azar evolutivo, y por tan­to, como todos, es tierra de nadie para el cultivo de alternativas elegibles a voluntad. Ninguna idea de dignidad trascendente «del» ser humano, y en consecuencia ninguna idea de obligación moral derivada de ella, pue­de sobrevivir a esta renuncia a la inviolabilidad de una «imagen» genéri­ca. Aparte de esta desvalorización interior, también se rompería la unidad de la especie como tal (que ya ahora no siempre tiene fácil ganarse el res­peto), e incluso el nombre «hombre» se volvería ambiguo. ¿Qué son las criaturas «derivadas», cuáles sus derechos, cuál su estatus en la comuni­dad humana? (Se podría formular la pregunta al revés si algún día ellos pudieran dictar las condiciones).

Más próxima y enteramente no especulativa es la consideración de que la técnica aquí empleada producirá, además de las desviaciones deseadas, inevitablemente también otras indeseadas, es decir malformaciones, de las que habrá que librarse rutinariamente. Incluso las nuevas formaciones ini­cialmente deseadas, es decir los éxitos del método, podrían revelarse des­pués como indeseadas... ¿y por qué no librarse de ellas? Lo que se creó con una finalidad puede volver a ser eliminado cuando ya no sirve a esa finali­dad; o incluso si la finalidad desaparece (quizá gracias a su pleno cumpli­miento). Una vez adquirida la costumbre de la eliminación utilitaria —la contrafigura de la adquisición utilitaria—, no hay que decir dónde y en vir­tud de qué principio no utilitario ha de detenerse. ¿Qué derecho superior puede reclamar el producto natural sobre el artificial? Sin duda no el del mero azar de su origen en el proceso de la evolución, carente de objetivos. Por definición, ninguno de los productos de la técnica biológica inventora habrá sido engendrado por sí mismo: la utilidad fue la única norma por la que fueron ideados. A partir de aquí, se extenderá de forma irresistible la opinión de que las personas están ahí sólo para ser útiles a las personas, y

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nadie seguirá siendo un fin en sí mismo. Pero si ningún miembro de la es­pecie, ¿por qué la especie? La existencia de la humanidad por sí misma pierde su razón ontológiea.

No ignoro que además de la consideración descarada de la utilidad, en esta zona de penumbra de la ciencia también se les puede ocurrir a algunos soñadores el fantasma del superhombre. Como un fin en sí. Pero a diferen­cia del duro pragmatismo de la primera categoría, esto ha de ser más bien entendido como un absurdo infantil. Porque habría que preguntar a los au­tores por su cualificación: y si pudieran demostrar saber lo que hay por en­cima del hombre (la única cualificación válida), entonces el superhom­bre, tal como lo podamos desear, ya estaría ahí en su persona, y la especie que lo hubiese producido en la figura de ese conocimiento se habría de­mostrado biológicamente adecuada. Pero si sólo se trata de la pretensión de un conocimiento (como no puede ser de otra manera), quienes de esa manera se engañan y nos engañan serían los últimos a los que habría que confiar el destino del ser humano.

9. O b s e r v a c ió n f in a l : c r e a c ió n y m o r a l

En esta parte «futurista» de nuestras consideraciones nos hemos movi­do durante largos trechos en el límite de lo humano y de la posible conver­sación sobre ello. El sentimiento de irrealidad, incluso lo fantasmal de tales consideraciones acerca de posibilidades todavía presuntas, a las que se po­drían añadir otras aún más extravagantes, no puede llevar a tenerlas por ociosas. Existe el riesgo de que nos deslicemos sin darnos cuenta a sinies­tros comienzos, de manera por así decirlo inocente, bajo el estandarte de la ciencia pura y la investigación libre. Reprimo el escalofrío metafisico que me asalta al pensar en el horror de los andróginos humano-animales que, de forma enteramente consecuente, han surgido ya entre las expectativas prácticas de la biología molecular bajo el signo de la investigación recom­binatoria del ADN. Es imaginable que el modelo genético del imago dei de una temeraria arquitectura molecular se convierta en objeto de un juego creador. El objeto no facilita mantener alejada de su discusión la categoría de lo sagrado. Pero la cientificidad no la tolera, y yo me someto a ella. Así que para terminar, y refiriéndome a todo el campo de la manipulación bio­lógica, quiero volver al más sobrio de los argumentos morales: los actos co­metidos sobre otros por los que no hay que rendirles cuentas son injustos. El dilema moral de toda manipulación biológico-humana que vaya más allá de lo puramente negativo de la prevención de defectos hereditarios es precisamente ése: queJa-posible acusación .deja descendencia contra su creador ya no encuentra a nadie quejiuedaresponder y purgar por ella, ni ningún instrumento de indemnización. Aquí hay un campo para el crimen con total impunidad, de la que las personas actuales —que serán pasadas— están seguras frente a sus futuras víctimas. Sólo esto (nos) obliga a la más extrema y temerosa cautela en cualquier aplicación del creciente poder del arte biológico sobre los hombres. Lo único permitido aquí es la prevención

134 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

de la desgracia, no la prueba de una felicidad de nuevo cuño. El objetivo es el hombre, no el superhombre. Aunque haya más cosas, y metafísicas, en juego, basta con la sencilla ética de la decencia de las cosas para prohibir ya en sus comienzos las libertades artísticas con genotipos humanos... sí, por mal que suene al oído moderno: ya en la república de la investigación ex­perimental.

C apí tulo 9

MICROBIOS, GAMETOS Y CIGOTOS:MÁS SOBRE EL NUEVO PAPEL CREADOR DEL SER HUMANO

La técnica biogenètica hoy, al comienzo de su desarrollo, esta última ampliación del poder humano procedente de la ciencia, será de nuevo nues­tro tema. No sólo por la novedad excita los ánimos como pocas cosas, y como ninguna antes promueve el pensamiento filosófico... por su forma de acción más que por la eventual magnitud de sus efectos, que aún no pode­mos prever. En el capítulo anterior habíamos analizado el aspecto «futuris­ta» y nos habíamos concentrado en el hombre mismo, tanto como objeto de estrategias hereditarias más antiguas (eugenesia) como de posibles futuras (cirugía genética). En lo sucesivo vamos a incluir lo que ya está actualmen­te en marcha en el terreno de ese «nuevo arte»; el trabajo sobre microbios, donde al haberse dado los primeros éxitos ya no se puede hablar de mera música futurista. Pero no podremos evitar avanzar desde ahí una vez más al próximo don visible de Pandora, el uso humano de ese mismo arte, en cuyas proposiciones ya creíbles (y osadas) está su verdadero desafío a la fi­losofía y a la ética. Pero dado que cada capítulo de este libro debe tener au­tonomía propia, el lector de lo expuesto anteriormente volverá a encontrar­se con algunas cosas ya dichas sobre el tema.

Enlazaremos con lo que ya dijimos (en las dos últimas páginas del ca­pítulo 2) sobre la tendencia de las creaciones técnicas a obtener fuerza propia y hacerse por así decirlo autónomas respecto de su creador. Esto se dijo aún de manera gráfica y un tanto hiperbólica. Estrictamente no se re­fería a las creaciones mismas, las cosas concretas creadas, sino al proceso de su creación y utilización, un concepto abstracto, pues, que actúa por me­dio de los hombres. Porque mientras las creaciones de la técnica —herra­mientas en el más amplio de los sentidos— sean cosas inanimadas, como ha sido el caso hasta la fecha, seguirá siendo «el hombre» el que tendrá que ponerlas en funcionamiento, el que podrá conectarlas y desconectarlas a voluntad, el que determinará a su voluntad su ulterior desarrollo, es decir, el progreso técnico, por medio de nuevas invenciones... aunque las men­cionadas coacciones del uso ya activo arrebaten de fado ampliamente sus alternativas a esa voluntad y la empujen en una dirección de avance. Sin duda aquí «el hombre» designa sujetos tan abstractos como «la sociedad», «la economía», «la política», «el Estado nacional», etc. Sin embargo el ar­che kineseos, la primera causa motriz, sigue estando en el «hombre» y en úl­tima instancia en los individuos concretos. Por consiguiente, por muy cier­to que sea que el aprendiz de brujo tecnológico colectivo ya no se libra de los espíritus que ha invocado, teóricamente el viejo maestro podría venir en

136TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

c u a lq u ie r momento y gritar: «A la esquina/ ¡Barred, barred!/ Habéis sido», y a q u é l lo s volverían a quedar inmóviles.

Pero incluso el viejo maestro brujo ya no puede gritar esto cuando las creaciones de la técnica ya no son escobas, sino nuevos seres vivos. Éstos, como decía Aristóteles, tienen en sí mismos el origen y el principio de su movimiento, y este movimiento no sólo incluye su continuo funcionamien­to —su conducta viva—, sino también su multiplicación y, a través de la ca­dena de la reproducción, incluso su eventual evolución a nuevas formas. En tales creaciones, ahora verdaderas criaturas, con las que ha superado cua­litativamente sus anteriores creaciones inanimadas, el Homo faber se en­trega a su causalidad única. Ya no sólo gráfica, sino literalmente, la obra de sus manos gana vida propia y fuerza autónoma. En este umbral del nuevo arte, el posible punto fuente de un amplio devenir, bien le conviene dete­nerse un momento a pensar a fondo.

De lo que hablamos es de la creación planificada de seres vivos de nue­vo cuño mediante intervención directa en la estructura molecular cifrada hereditaria de las especies existentes. Esto ha de distinguirse de la cría, practicada desde los comienzos de la agricultura, de especies animales y vegetales útiles. Ésta sigue su camino a través de los fenotipos y se entrega a los caprichos propios de la sustancia germinal. La variabilidad natural de la reproducción se utiliza para obtener del genotipo originario las cualida­des deseadas mediante selección de los fenotipos a través de las generacio­nes, es decir, para aumentarlas en la dirección correspondiente mediante la suma de las pequeñas desviaciones «espontáneas». Esto es evolución artifi­cialmente guiada y acelerada, en la que la elección consciente ocupa el lu­gar de la mecánica de selección de la naturaleza, que trabaja de forma len­ta y estadística, y ayuda a existir a formas completamente distintas de las que la naturaleza admitiría si sólo prosperasen en cultivo (como el maíz americano, que pronto desaparecería en la naturaleza libre). Sin embargo, sigue siendo la naturaleza la que facilita el material de selección: lo que evoluciona bajo la mano del hombre es la misma especie a través de sus propios mutantes, elegidos por el criador, y por regla general no se rompe la relación genética con la forma salvaje, la recruzabilidad con ésta. El hombre maniobra pues con aquello que el espectro de especies existentes le brinda, con la dispersión de sus existencias de mutantes y ulteriores muta­ciones.

Muy distinto es el caso en la mencionada técnica recombinatoria del ADN, que —con una antigüedad de apenas una década— ha completado con sus primeros éxitos el paso de la investigación a la producción de mer­cado y promete lo mismo para los nuevos aciertos que con seguridad hay que esperar de ella. En Norteamérica estos logros son incluso patentables, cada uno de ellos representa una forma de vida nueva, que se reproduce, v no una «criada», sino «fabricada». De un golpe, en un único paso, median­te «trenzado» de un material genético ajeno a la especie en el haz cromosó- mico de una célula reproductiva, se introduce en el paisaje de la vida toda una descendencia de organismos modificados, enriquecidos con una nueva cualidad. Se puede llamar a este procedimiento cirugía genética, manipu­

MICROBIOS , GAMETOS Y CIGOTOS137

lación genética o incluso reestructuración nuclear, todo lo cual expresa el elemento del arte mecánico, la manipulación externa de lo más íntimo, de lo parcial con el todo. De todos modos la cosa discurre derechamente, rehu­yendo el soma, literalmente en el «núcleo», es decir, el núcleo celular, que en su escritura alfabética molecular contiene la «información» causalmen­te activa para las prestaciones vitales de la célula y la constitución de su descendencia. La modificación de una letra, el cambio de una palabra (= gen), la adición de una nueva modifican el texto y ponen en marcha una nueva serie hereditaria. Precisamente esta reordenación del ADN en el punto cla­ve de la vida puede producirse ahora mediante técnica microscópica, pu- diendo tomarse la «palabra» recién introducida del texto hereditario de un organismo completamente distinto. Tenemos pues que vérnoslas con biolo­gía nuclear aplicada. Igual que la física nuclear aplicada, también conduce a un nuevo e inmenso territorio. Tesoros nunca soñados nos hacen señas desde allí, y al mismo tiempo riesgos que a su modo apenas serán menores que en aquélla.

Veamos lo que hay ya, pero más aún lo que puede haber... hacia qué po­sibilidades apuntan estos comienzos todavía relativamente inocentes. Dado que ya en éstos el ritmo del progreso ha superado hasta ahora las expecta­tivas y el más osado talento biológico joven se lanza a esta joven investi­gación, no es demasiado pronto para pensar en lo que nunca se había pen­sado antes.

En este momento (si pasamos al trabajo sobre virus) es real la recrea­ción genética de bacterias: genes animales o humanos para la producción de determinadas hormonas son implantados en ellas y dan al organismo huésped esa misma capacidad como posesión hereditaria. Dado que las bacterias se multiplican con rapidez, pronto se tiene grandes cultivos que se regeneran a sí mismos, a partir de los cuales se puede cosechar constan­temente la sustancia médicamente valiosa. La necesaria insulina, la hor­mona del crecimiento humano, el agente para la coagulación de la sangre, el raro interferón, utilizado en inmunidad, están disponibles de este modo en mayor abundancia, de forma más constante y más barata de lo que sería posible a partir de sus fuentes orgánicas naturales o mediante síntesis. El inicialmente tan discutido peligro del escape de tales microbios de nuevo cuño al mundo exterior, con su imprevisible carrera ecológica, no parece existir aquí, ya que al aire libre los organismos correspondientes perecerían pronto.

No tenemos la misma tranquilidad con aquellos neomicrobios —aún por crear— que deben hacer su trabajo bioquímico precisamente en la na­turaleza abierta, es decir, que tienen que estar preparados para sobrevivir en ella. Entre las atractivas metas de la investigación tenemos el bacilo que hace para los cereales lo mismo que la naturaleza hace para las legumino­sas con un tipo de bacteria simbiótica con su raíz: proporcionarles el nitró­geno (a partir del aire) para el que, de no ser así, necesitan abono artificial.O. todavía más esparcidas por el medio ambiente: bacterias que disgregan el petróleo, con las que se pueden controlar las gigantescas mareas negras de los accidentes de petroleros. No se puede prever si estos soñados servi­

138TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

dores de los hombres podrán emanciparse de la estrecha delimitación de su tarea, tomar su propio rumbo medioambiental y mutante y perturbar sen­siblemente el equilibrio ecológico, que no está preparado para ellos. ¿Se puede practicar semejante juego de azar con el entorno? El primer y más modesto caso experimental de esta clase de neomicrobios para liberar es el del bacilo, adaptado a un bajo nivel de temperatura, que provoca la forma­ción de cristales de hielo en la planta de la patata, es decir, retrasa su mo­dificación genética... con evidentes ventajas agrícolas. En respuesta al re­curso de unos ecologistas, un juez americano acaba de promulgar un interdicto contra la primera prueba en campo abierto, lo que naturalmente no significa más que un aplazamiento. En cualquier caso, va se ha pisado un terreno en el que sólo podemos movernos con gran cautela; y no sólo en manos de los usuarios, sino ya de los creadores biológicos, hay aquí una responsabilidad enteramente nueva.

Por volver una vez más a las bacterias hormonales cautivas ecológica­mente inobjetables, que sólo hacen llegar al mundo exterior su producto químico, es indiscutible su utilidad médica a la hora de compensar las de­ficiencias innatas o adquiridas. No todo lo realizable aquí tiene el mismo grado de importancia que la insulina, que mantiene vivos a los diabéticos; y precisamente de lo menos necesario algunas cosas tienen también su re­verso en el juego de los deseos humanos, no siempre sabios. La hormona del crecimiento puede prevenir el enanismo en los niños con el correspon­diente defecto genético, lo que sin duda no salva vidas, pero es sin duda muy deseable. Pero también se pueden cometer abusos allá donde no hay ninguna deficiencia, sino, por ejemplo, simple baja estatura familiar o ét­nica en comparación con la mayoría dominante, o primitiva vanidad pa­terna —«¡ser alto es bonito!»— y todos los prejuicios raciales, de clase v de estado posibles. Tales necedades apenas se pueden evitar cuando el asunto se convierte en una mera cuestión económica, y los eventuales daños orgá­nicos sólo se revelan con posterioridad. Cualquiera puede imaginar lo que pasaría en el caso de la producción bacteriana masiva de hormonas sexua­les de ambos tipos, como por ejemplo la extensión de la capacidad sexual y reproductora a elevadas edades, para lo que habría especialmente una viva demanda masculina... y preguntarse si es bueno y sabio, con vistas al bie­nestar individual o del grupo, chapucear con hedonismo efímero en la sa­biduría de la naturaleza, que ha marcado sus tiempos durante larga evolu­ción. Ante tales cuestiones de principio de nuevo cuño (a las que ahora no intento dar respuesta) nos coloca una capacidad en principio de nuevo cuño.

Se puede responder a todo esto que toda droga, incluso el más benéfico de los medicamentos, con receta o sin ella, puede ser objeto de abuso y la responsabilidad no es de los descubridores y fabricantes, sino de los con­sumidores y los mediadores entre ambos grupos, los médicos. Dejaremos a un lado el reparto de la responsabilidad... probablemente se extienda, con diferencias, a todos los que participan de ese síndrome social; lo que a mí me importaba era mostrar que con el naciente arte biogenètico entramos en un nuevo territorio ético para cuyas preguntas jamás planteadas carece­mos por completo de preparación.

m i c r o b i o s , g a m e t o s y c i g o t o s 139

Sin embargo, hay una cuestión que se han ahorrado las formas hasta ahora mencionadas y provisionalmente también practicadas de ese arte que trabaja en las raíces de la vida... la cuestión ética principal y funda­mental: si se hace justicia o injusticia a sus objetos directos con su recrea­ción arbitraria; porque ante los microbios nos sentimos libres de tales pre­guntas. Pero lo que es posible con unicelulares es posible también con pluricelulares, y básicamente incluso por medio del mismo arte, porque todo pluricelular empieza como unicelular, y la célula germinal que lo de­cide todo con su núcleo cromosómico no es distinta de un microbio para la técnica recombinatoria del ADN. Así, teóricamente la puerta va está abier­ta para los animales superiores, hasta llegar al hombre. Ahora queremos cruzar esta puerta, adelantándonos a la práctica —con un salto quizá pe­queño— con la idea, para lanzar al final de nuestro viaje una mirada ética sobre lo que se nos viene encima a los aprendices de brujos, pero aún de­pende de nuestra decisión.

Tengo que adelantarme a hablar de los hombres, aunque ya en los ani­males de nuestro tamaño y vecindad evolutiva la mera idea de crear «qui­meras» a partir de combinaciones de material genético de distintas espe­cies nos provoca involuntarios escalofríos. Puede que al respecto aún haya discusión, porque el respeto al orden de la naturaleza se ha vuelto algo bas­tante ajeno al espíritu occidental. Pero en el caso del ser humano el absolu­to toma la palabra y pone en juego, más allá de todo cálculo de utilidad y daño, aspectos últimos morales, existenciales, incluso metafísicos... y con la categoría de lo sagrado, último resto de la religión que para Occidente había empezado un día con la frase del sexto día de la Creación: «Y Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, a la imagen de Dios lo creó, y lo creó como hombre y mujer». Pero escuchemos las palabras de Goethe acerca de cómo el arte humano puede mejorar la obra del Creador, superar la forma de su devenir:

Fausto, II, Acto 2o, escena «Laboratorio», versos 6.834 y sigs.M f.f is t ó f e l e s : ¿Qué hay, pues?W a g n e r : Se está formando un ser humano.M e f is t ó f e l e s : ¿Un ser humano? ¿Yqué amorosa pareja habéis encerrado

en el cañón de la chimenea?W a g n e r : ¡Dios me libre! La manera de procrear al estilo de antes la de­

claramos vana simpleza. El delicado punto de donde brota la vida, la deleitosa fuerza que se lanzaba del interior y recibía y daba, destinada a darse forma a sí misma y asimilarse pri­mero lo que tiene más cerca y luego lo extraño, todo eso se halla ahora destituido de su dignidad. Si el bruto sigue aún hallando placer en ello, el hombre, con sus nobles facultades, ha de tener en lo sucesivo un origen más puro, más elevado. (...)

Lo que se ponderaba como misterioso en la naturaleza, osa­mos nosotros experimentarlo de un modo racional, y lo que

140TÉCNICA, MF.DIC1NA Y ÉTICA

ella hasta ahora dejaba organizarse, lo hacemos nosotros cristalizar. (...)

Un gran proyecto parece insensato al principio, pero de hoy más nos reiremos del azar, y así, un cerebro que deba pensar de un modo perfecto, en lo venidero será también obra de un pensador. (...)

H o m ú n c u l o : ¡Hola, querido papá! ¿Cómo va eso? De cierto, no era cosade risa. Ven, estréchame muy tiernamente contra tu corazón. Pero cuidado con apretar mucho, para que no se quiebre el vidrio. Ved ahí lo que son las cosas: para lo natural, apenas basta el universo, mientras que lo artificial sólo requiere un reducido espacio.*

De este maravilloso texto, que tanto dice, tomo la línea que lo dice casi todo sobre mi tema: «Pero de hoy más nos reiremos del azar». El azar: ésta es la fuente productiva de la evolución de las especies. El azar: ésa es en toda reproducción sexual la garantía de que cada individuo nacido es único y no es totalmente igual a ningún otro. El azar se encarga de la sorpresa de lo siempre nuevo, lo que nunca ha sido. Pero hay sorpresas agradables y de­sagradables, y si ponemos el arte en el lugar del azar bien podríamos aho­rramos las sorpresas desagradables y crear el regalo de las agradables a vo­luntad. Sí, podríamos ser dueños de la evolución de nuestra propia especie.

La erradicación del azar al hacer el homúnculo abre dos caminos con­trapuestos: técnica recombinatoria del ADN en células germinales huma­nas, y multiplicación de individuos modelo mediante «clonación» de células del cuerpo. Ambos métodos configuran al futuro ser desde la base cromo- sómica. Uno modifica lo dado por azar mediante manipulación genética mejoradora, cuando no inventora. El otro fija (en palabras de Goethe, «cris­taliza») el azar genético logrado, o lo que se tiene por tal —y lo que de lo contrario, en la lotería de la reproducción sexual, volvería a ser engullido por la corriente del azar—, para su reproducción fiel con la frecuencia que se quiera por vía no sexual.

Empecemos por el último procedimiento, que ya se ha logrado experi­mentalmente en algunos animales que nos quedan muy lejos, pero es ex- tensible en principio a los mamíferos superiores y al hombre. Se basa en que en condiciones adecuadas también el doble juego cromosómico (di- ploide) de una célula corporal puede ser movido a comportarse como el compuesto de dos mitades de origen bisexual del óvulo fecundado, es decir, a «germinar» y producir el cuerpo completo, del que contiene la «instruc­ción» genética completa. Dado que ésta es exclusiva y totalmente la del cuerpo del donante se produce, evitando la aventura de la unión de dos cé­lulas germinales haploides en la concepción sexual, un duplicado genético

* La traducción del pasaje del Fausto está tomada de la traducción de José Roviralta Bar­celona, Océano, 1982. (N. del t.)

MICROBIOS , GAMETOS Y CIGOTOS 141

del organismo padre, por así decirlo un gemelo uniovular del mismo. La cé­lula originaria precisa se puede tomar con facilidad de un tejido adecuado del donante, incluso conservarla más allá de su muerte en un cultivo nu­triente o en congelador, y el resto se hace in vitro y finalmente en un útero de alquiler.

¿Y eso para qué? Bueno, se puede lamentar la rareza del genio en la po­blación total, la unicidad de cada uno de ellos, que se extingue en la muerte y desear o desear a la humanidad más de ésta o aquella especie: poetas pen­sadores, investigadores, líderes, deportistas de alta competición, reinas de la belleza, santos y héroes. Y ese deseo se puede hacer realidad si, tras una se­lección valorativa, se clonan series o duplicados individuales de Mozart y Einstein, Lenin y Hitler, Madre Teresa y Albert Schweitzer. Tampoco falta­rán candidaturas hijas de la vanidad o la inmortalidad sucedánea, siempre que vayan unidas a la necesaria potencia financiera; ni parejas estériles amantes de la Música que prefieran un brote de rubinstein sin diluir a un hijo adoptivo genéticamente anónimo. En el punto al que hoy ha llegado la ciencia esto ya no es un chiste, sino una cuestión del progreso técnico.

En el capítulo anterior he discutido la necedad de este sueño, lo infan­til de la idea de que aquí vale el «cuanto más mejor», que sería de desear que hubiera más de un único Mozart, por no hablar de la cuestión (con la experiencia nazi a nuestras espaldas) de quién debe llevar a cabo la selec­ción de lo deseable. El azar del acontecer sexual es tanto la insustituible bendición como la inevitable carga de nuestro destino, y su impredictibili- dad sigue siendo más digna de confianza que nuestras ponderadas opcio­nes de un día. Sobre todo, sin embargo, he tratado de mostrar el atentado que se comete sobre los frutos del arte, los clones mismos. Resumo con ex­trema brevedad.

Saberse copia de un ser que ya se ha manifestado en una vida tiene que asfixiar la autenticidad de la identidad, la libertad del descubrimiento, la sorpresa para sí mismo y para los otros con aquello que uno alberga; y ese mismo conocimiento ilegítimo ahoga la inocencia del entorno frente al nuevo y sin embargo no nuevo recién llegado. Se viola aquí anticipada­mente un derecho fundamental a la ignorancia, imprescindible para la li­bertad existencial. Todo el conjunto es frívolo en sus motivos y moralmen­te despreciable en sus consecuencias, y no sólo con vistas a cantidades, a repercusiones a escala poblacional, como por lo demás ocurre con los de­safíos biológicos: una sola prueba ya sería criminal.

Dado que en toda esta empresa no apremia urgencia alguna, ningún mal grita pidiendo ayuda contra él, dado que más bien se trata de una obra de la arrogancia, la curiosidad y la arbitrariedad, pero por otra parte cada capacidad adquirida se ha revelado siempre irresistible y por tanto es de­masiado tarde para el no moral... bien se puede aquí por una vez desacon­sejar a la ciencia el seguir adelante por ese camino. No se sirve con ello ni a la verdad ni al bien.

Más serio, y consecuentemente más difícil desde el punto de vista filo­sófico, es el camino «creador» contrapuesto: la modificación de la sustancia hereditaria mediante trenzado genético. Aquí se pueden alegar situaciones

142 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

de emergencia en las que se puede prestar ayuda; por consiguiente razones le g í t im a s , en todo caso no frívolas, para la evolución del arte. Tanto ma­yor es el peligro del error, del abuso, incluso de la osadía necia, porque aquí el hombre se convierte en dueño de la muestra hereditaria misma, no sólo de la forma de su transmisión. Veamos brevemente esta posibilidad que se aproxima.

Comienza, como tantas cosas en la técnica, con objetivos muy elogia­bles. Si se pregunta al diabético al que las mencionadas bacterias abastecen de insulina si no hubiera sido mejor llevar a cabo la transferencia genética, en vez de en las bacterias, en él mismo, que al principio de su existencia se hubiera sustituido su gen dañino por uno sano, seguro que responderá que sí. De hecho, ésta parece ser la solución ideal. Para abarcar a todo el orga­nismo futuro junto a sus glándulas germinales y con ellas también a la des­cendencia, tendría que llevarse a cabo inmediatamente después de la fe­cundación, para lo que la prehistoria paterna podría dar ocasión. Quizá más adelante sería posible hacer correcciones genéticas en el embrión, ya somáticas y más localizadas, que sirvieran al individuo concreto. Pero que­démonos en la solución radical y óptima de la modificación hereditaria li­teralmente ab ovo. Dado que en el ejemplo hipotético se trata de la subsa- nación de un daño todavía no hablamos de creación, sino más bien de reparación; y sin duda la idea de curación genética en vez de somática, eli­minación de las causas en vez de tratamiento sintomático, ayuda heredita­ria única en vez de siempre repetida, es extremadamente seductora y nada embarazosa en apariencia. Pero hay graves reparos que pesan en la balan­za de la decisión:

1. Los experimentos en no nacidos son como tales no éticos. Pero por la naturaleza del caso toda intervención en el delicado mecanismo de control de una vida futura es un experimento, y con elevado riesgo de que algo vaya mal y se produzca una malformación.

2. Destruimos los productos fallidos de la construcción mecánica. ¿Va­mos a hacer lo mismo con los de la reconstrucción biológica? Toda nuestra relación con la desgracia humana y los golpeados por ella se modificaría en un sentido inhumano.

3. Los errores mecánicos son reversibles. Los biogenéticos son irrever­sibles.

4. Los errores mecánicos se ciñen al objeto directo, los biogenéticos se extienden a partir de él, tal como se espera de sus beneficios.

5. El órgano trasplantado en cirugía somática está como se sabe en in- terrelación con el resto del organismo. La forma en que el gen trasplantado mediante cirugía genética interactuará con los otros miembros del conjun­to cromosómico es desconocida, imprevisible, y sólo puede verse a lo largo de generaciones.

6. Con este arte como tal, aplicado a los seres humanos, abriríamos la caja de Pandora de la aventura meliorista, estocástica, inventora o simple­mente perverso-curiosa, dejaríamos atrás el espíritu conservador de la repa­ración genética y recorreríamos la senda de la arrogancia creadora. No es-

MICROBIOS, GAMETOS Y CIGOTOS 143

tamos facultados ni equipados para ello —ni con la sabiduría, ni con el co­nocimiento axiológico, ni con la autodisciplina__, y ningún respeto reve­rente nos protege, como desmitificadores del mundo, de la magia de la frí­vola temeridad. Por eso, es mejor que la caja de Pandora continúe cerrada.

No hace falta reseñar todo aquello en lo que se puede pensar y lo que se ha pensado ya en juguetonas fantasías de biólogo. Tampoco quiero llevar a nadie al camino de los malos pensamientos. No se retrocede ni ante la idea del intercambio de material genético entre animal y hombre, andróginos humano-animales pues... una idea ante la que se agitan conceptos tan olvi­dados como «blasfemia» y «abominación». Como en el caso de la clona­ción, lo importante aquí no son las cifras. Ya el primer intento de formar quimeras con una aportación humana, y poco menos el de la pura modifi­cación de modelos intrahumanos, cometería la abominación. De ahí que la investigación, que para averiguar lo que es posible tiene que hacerlo, se mueva ya en territorio prohibido.

¿Existe la posibilidad de mantener cerrada la caja de Pandora? ¿Es de­cir, de evitar el paso de la cirugía genética bacteriana a la humana... el um­bral en el que aún podría asentarse el principiis obsta? No lo creo. La medi­cina, que quiere ayudar, no se dejará privar a corto plazo de tan legítimas posibilidades de «reparación», y por ahí se habrá abierto el resquicio. Sin duda sería más sensato resistirse aquí incluso a la tentación caritativa, pero no es esperable bajo la presión del sufrimiento humano. Más allá de ésta ya arriesgada zona de sombra entre lo aún permitido y lo prohibido hacen gui­ños los otros dones de Pandora, hacia los que no empuja la necesidad, sino el instinto prometeico. Contra sus tentaciones, entre ellas la wagneriana del homúnculo, los hombres emancipados de hoy estamos más desarmados que todos los anteriores, y sin embargo necesitaríamos más que todos los anteriores el orgulloso dominio sobre los demonios de nuestro propio po­der. Nuestro mundo, tan enteramente privado de tabúes, tendrá que alzar voluntariamente nuevos tabúes en vista de sus nuevas formas de poder. Tenemos que saber que hemos ido demasiado lejos, y aprender nuevamente que existe un demasiado lejos. Ese demasiado lejos empieza en la integri­dad de la imagen del hombre, que para nosotros debería ser inviolable. Sólo como ignorantes podríamos poner mano sobre ella, y allí no podría­mos ser maestros. Tenemos que volver a aprender a temer y a temblar e, in­cluso sin Dios, a respetar lo sagrado. Hay tareas suficientes a este lado del límite que esto establece.

El estado del hombre clama constantemente por su mejora. Intentemos ayudar. Intentemos prevenir, aliviar y curar. Pero no intentemos ser crea­dores en la raíz de nuestra existencia, en la sede primigenia de su secreto.

Capí tulo 10

MUERTE CEREBRAL Y BANCO DE ÓRGANOS HUMANOS SOBRE LA DEFINICIÓN PRAGMÁTICA DE LA MUERTE

Lo que sigue es una carta de batalla, y por lo que parece (idea que se re­fuerza cada vez más desde la primera vez que fue publicado), por una cau­sa perdida. La expectativa de que éste sería su destino se expresaba ya en el título originario: «Contra la comente». Dado que las circunstancias de su origen y publicación forman parte del caso, se me permitirá excepcional­mente incluir el relato de las mismas en la actual versión del antiguo origi­nal. Este episodio, que sólo concierne al autor, contribuirá al tema global del presente libro como un pequeño ejemplo de la gran cuestión de lo irre­sistible o resistible del progreso técnico.

En agosto de 1968, una comisión de la Harvard Medical School forma­da al efecto publicó un informe sobre la definición de la muerte cerebral.1 Al mes siguiente, aproveché la oportunidad de una conferencia sobre «As­pectos éticos de los experimentos humanos»2 para añadir a mi contribución a este tema una primera y dura crítica a la propuesta —más que meramen­te médica— de la comisión de Harvard, aunque su objeto no formara parte propiamente del tema de los experimentos en sujetos humanos: pero yo veía en él el riesgo de un abuso de tales sujetos (pacientes) con fines médicos, no muy diferente del que había que evitar en las situaciones de experimentación.

Mi artículo, incluyendo esta disgresión, fue publicado junto con las otras conferencias3 y reeditado con frecuencia posteriormente. Su versión alemana aparece como el sexto de los artículos reunidos en este volumen (pág. 109), aunque sin la parte especial «On the Redefinition of Death», que seguía en el original al actual apartado 18 (pág. 142). Se reproduce aquí

1. «A Definition of Irreversible Coma. Report of the Ad Hoc Committee of the Harvard Me­

dical School to Examine the Definition of Brain Death», Journal o f the American Medical Asso- ciation 205, n" 6 (5 de agosto de 1968), págs. 337-340.

2. 26-28 de septiembre de 1968 en Boston, organizado en común por la American Academv of Arts and Sciences y el National Institute of Health.

3. Publicado originalmente en Daedalus, primavera de 1969 (= vol. 98, n° 2 de Proceedings of the American Academy o f Arts and Sciences) bajo el título general «Ethical Aspects of Experi- mentation with Human Subjects». Una edición de la compilación, ampliada con colaboraciones

adicionales, se publicó como libro con el título Ethical Aspects o f Experimentation with Human Subjects (edición a cargo de Paul A. Freund), Nueva York, 1969. El título de mi artículo (bajo el cual volvió a aparecer en volúmenes siguientes de la colección) era «Philosophical Reflections on Experimenting with Human Subjects». Esto sucedía en los inicios de la discusión (que des­de entonces se ha generalizado sobremanera) de los problemas éticos de los avances médicos en Norteamérica. La situación relativamente pionera de este artículo explica su amplia y extraor­dinaria repercusión dentro y fuera del ámbito filosófico.

146t é c n i c a , m e d i c i n a y é t i c a

p o r q u e pronto levantó las protestas de los médicos y después la discusión directa con ellos, que halló su plasmación en «Against the Stream», la par­te principal del presente capítulo.

Para explicar lo que sigue, bastará con decir sobre el contenido del dicta­men («Report») de Harvard: 1) Definía el coma irreversible como «muerte ce­rebral» cuando se daban los siguientes caracteres diagnósticos: ausencia de toda actividad cerebral constatable (electroencefalograma plano) y de toda actividad física dependiente del cerebro, como respiración espontánea y re­flejos. 2) Equiparaba la muerte cerebral así delinida con la muerte de todo el cuerpo, es decir, del paciente, lo que además de la declaración oticial de fallecimiento permite la interrupción de todas las ayudas luncionales artifi­ciales mediante respirador y demás medidas de mantenimiento... así como, in­dependientemente de ello (es decir, con o sin tal interrupción), la extracción de órganos con fines de trasplante: El estatus de cadáver del cuerpo que per­mite esto comienza con la determinación de la muerte cerebral como tal. In­serto en este punto mi primer comentario al respecto de septiembre de 1968:

«La recomendación de la comisión de Harvard de que se reconozca el “coma irreversible como nueva definición de la muerte” reta a replicar. No se me malinterprete. Mientras sólo se trate de cuándo debe estar permiti­do suspender la prolongación artificial de ciertas funciones (como el ritmo cardíaco) tradicionalmente consideradas signos de vida —y éste es uno de los dos propósitos declarados a los que la comisión quería servir—, no veo nada ominoso en el concepto de “muerte cerebral”. De hecho, no hace falta una nueva definición de la muerte para legitimar en este punto ese mismo resultado práctico-, si, por ejemplo, se hace propio el punto de vista de la Iglesia católica, extremadamente razonable en este aspecto: "Cuando se considera que la inconsciencia profunda es permanente, no son obligato­rios los medios extraordinarios para mantener la vida. Se puede suspender su empleo y dejar morir al paciente”.4 Es decir: si se da un estado cerebral negativo claramente definido, el médico puede permitir al paciente morir su propia muerte conforme a cualquier definición que cubra el espectro de las definiciones posibles. Pero un objetivo contrapuesto e inquietante se une a éste en la búsqueda de una nueva definición de la muerte, es decir, en el objetivo de anticipar el momento de la declaración de defunción: el permi­so no sólo para detener el pulmón artificial, sino para, a elección, volverlo a conectar (junto con otras “ayudas a la vida”) y mantener así al cuerpo en un estado que conforme a la antigua definición sería de “vida” (pero con­forme a la nueva no es más que su apariencia), para poder acceder a sus ór­ganos y tejidos en las condiciones ideales que antes hubieran constituido un supuesto de “vivisección”.5

4. Declaración del papa Pió X II en el año 1957.5. El informe de Harvard se limita a la discreta mención de esta finalidad con el segundo

de los dos motivos «por los que es necesaria una definición»: «2) Los criterios anticuados para

la definición de la muerte pueden llevar a controversias en la obtención de órganos para tras­plantes». La primera razón (finalidad) es liberarse de la carga de un coma que se prolonga in­definidamente. El informe limita sus recomendaciones a lo que entra en este campo —desco-

s OBRE LA DEFINICIÓN PRAGMÁTICA DE LA MUERTE 147

»Esto ya se haga con fines de investigación o de trasplante, me parece ir mas allá de lo que una definición (que es nuestro trabajo) puede justifi­car. Sin duda estamos ante dos cosas: cuándo dejar de aplazar la muerte y cuándo empezar a hacer violencia al cuerpo; cuándo dejar de alargar el proceso del morir y cuándo este proceso ha de contemplarse como agotado en sí mismo y por tanto ha de verse al cuerpo como cadáver, con el que se puede hacer lo que para cualquier cuerpo viviente sería tortura v muerte. Para lo primero no necesitamos saber dónde está la delimitación exacta entre vida y muerte... dejamos a la naturaleza que la cruce allá donde esté, o que recorra todo el espectro si es que hay más de una línea. Sólo tenemos que saber, como un hecho, que el coma es irreversible, para decidir ética­mente dejar de oponer resistencia al morir. Para lo segundo tenemos que conocer la línea con absoluta seguridad; y emplear una definición de muer­te menos que máxima para cometer en un estado posiblemente penúltimo lo que sólo el último permitiría significa arrogarse un conocimiento que (creo yo), no podemos tener. Como no conocemos la línea exacta que separa la vida de la muerte, no nos basta con nada que sea menos que la "defini­ción” máxima (o mejor: determinación característica) de la muerte —muerte cerebral más muerte cardíaca más cualquier otra indicación que pueda ser de interés— antes de que pueda tener lugar una violencia definitiva.

»De ello se desprende (para mi juicio profano al menos) que el uso de la definición de Harvard tiene que ser definido por su parte, y ello en un sen­tido restrictivo. Si mediante el mantenimiento artificial de la respiración, etc., sólo se puede obtener el coma permanente, deténgase (protegido por la definición, si la jurisprudencia lo quiere así) el pulmón artificial y todo lo demás y déjese morir al paciente: pero déjesele morir en toda su integri­dad, hasta que se detenga toda función orgánica. No se lleve en vez de eso (bajo la protección de la misma definición) el proceso a una detención provi­sional, mediante la prosecución de las ayudas artificiales, con un nuevo ob­jeto, que el cuerpo pueda servir como banco de órganos, mientras precisa­mente gracias a esas ayudas quizá esté todavía a este lado del en verdad último límite. ¿Quién puede saber si cuando el bisturí de disección empie­za a cortar se asesta un shock, un último trauma, a una sensación no cere­bral, difusamente extendida, que todavía es capaz de sufrir y que nosotros mismos mantenemos viva con la función orgánica? Ninguna definición por decreto puede decidir sobre esta cuestión.6 Pero recalco que la cuestión del posible padecimiento (que puede ser fácilmente dejada a un lado por un consenso especializado lo suficientemente imponente) sólo es una idea se­cundaria, y en modo alguno el núcleo de nuestro argumento. Éste —digá-

nexión de las máquinas auxiliares— y calla acerca del uso posible de la definición al servicio de la segunda causa. Pero si «el paciente es declarado muerto en función de estos criterios» el ca­mino hacia el otro uso se abre en teoría... y será recorrido si no se levanta oportunamente una especial bairera. Lo anterior es mi débil intento de colaborar en su levantamiento.

6. Sólo una visión cartesiana de la «máquina animal», que veo revolotear aquí de alguna manera, podría tranquilizamos... tal como lo hizo de hecho en su momento (siglo xvn), siendo bienvenida en la cuestión de la vivisección animal. Pero seguramente su verdad no debe esta­tuirse mediante el poder de la definición.

148 t é c n i c a , m e d i c i n a y é t i c a

m o s lo una vez más— es la indeterminación del límite entre vida y muerte, no entre sensación y falta de sensación, y significa tender, en una zona de esencial incertidumbre, más a una determinación máxima que mínima de la muerte.

»Además hay que pensar también esto: el paciente tiene que estar segu­ro a toda costa de que su médico no se convertirá en su verdugo y ninguna definición le permitirá serlo nunca. Su derecho a esta seguridad es incondi- cionado; e igualmente incondicionado es su derecho a su propio cuerpo con todos sus órganos. El respeto a toda costa de este derecho no viola nin­gún otro derecho. Porque nadie tiene derecho sobre el cuerpo de otro. Para hablar en otro espíritu, en un espíritu religioso: la defunción de un ser hu­mano debería estar rodeada de piedad y protegida contra la rapiña.

»Por eso, el entendimiento y el sentimiento me dicen que habría que aclarar desde el principio que la definición propuesta, si llega a tener fuerza legal, sólo autoriza una y no la otra de las dos consecuencias contrapues­tas: sólo interrumpir una intervención de mantenimiento y dejar que las cosas sigan su curso; no proseguir la intervención de mantenimiento con fi­nes de otra intervención definitiva de tipo destructivo».

Ésta fue mi reacción inmediata al dictamen de Harvard tras su apari­ción en el año 1968. Dado el destacado prestigio de sus autores, unido al creciente interés por los trasplantes en Norteamérica, no me cabía duda de que su recomendación, que tanto salía al encuentro de ese interés, hallaría un amplio consenso médico y finalmente también legislativo, y que mi pro­testa tenía pocas expectativas de ser escuchada. Aun así, un grupo de mé­dicos académicos, entre ellos cirujanos dedicados al trasplante, lo tomaron lo bastante en serio como para entrar en un diálogo directo conmigo en el que aprendí algunas cosas y me vi movido a hacer mi argumento tanto teó­ricamente más preciso como también más claro, haciendo un retrato de las temidas consecuencias. El resultado por mi parte fue el siguiente escrito del año 1970.

C o n t r a l a c o r r i e n t e 7

El «Report of the Ad Hoc Committee of the Harvard Medical School to Examine the Definition of Brain Death», que entretanto se ha hecho fa­moso, patrocina el reconocimiento del «coma irreversible como nueva defi­nición de la muerte». El informe no deja duda alguna sobre las razones prácticas (es decir, de finalidad) de «por qué se necesita una [nueva] defini­ción», y menciona estas dos: liberar a pacientes, allegados y recursos médi­cos de las cargas de un coma prolongado indefinidamente, y evitar las con­troversias sobre la obtención de órganos para trasplante. Al servicio de ambas razones, la nueva definición debe dar al médico el derecho de poner

7. «Against the Stream», publicado en 1974 en H. Joñas, Philosophical Essays: From AncientCreed to Technological Man, y desde entonces reimpreso en varias antologías.

SOBRE L A DEFINICIÓN PRAGMÁTICA DE LA MUERTE 149

fin al tratamiento de un e s ta d o q u e s ó lo se puede prolongar, pero no mejo­rar, pero cuya prolongación no t ie n e s e n t id o para el paciente mismo. Esta última circunstancia es, naturalmente, la ú n ic a fundamentación válida en úl­tima instancia para esa terminación (¡y s ó lo p a r a e l la ! ) , y tiene que susten­tar las otras. Lo hace también respecto a la p r im e r a categoría, porque la descarga del paciente es automáticamente la d e la F a m ilia , médicos, enfer­meros, aparatos, camas hospitalarias, etc. Pero la o t r a r a z ó n _la libertadpara la utilización de órganos— tiene posibles implicaciones que no están igualmente cubiertas por la razón primaria, que es el paciente mismo. Por­que con esta razón primaria —la falta de sentido de una existencia mera­mente vegetativa— el informe estricto sensu no ha definido la muerte, la circunstancia última misma, sino un criterio para dejar que se produzca sin obstáculos, por ejemplo mediante desconexión del respirador artificial. Pero el informe reclama haber definido con ese criterio a la muerte misma, y por medio de ese testimonio la declara no sólo admisible en calidad de no impedida, sino dada. Pero si «en función de ese criterio [la muerte cerebral] el paciente es declarado muerto», es decir, si el comatoso ya no es un pa­ciente, sino un cadáver, el camino a otros empleos de la definición, tal como la defiende el segundo motivo, queda abierto en principio y será recorrido in praxi si no es cerrado a tiempo. Los siguientes argumentos pretenden re­forzar desde el punto de vista teórico mi «débil intento» al respecto de en­tonces (véase nota 5).

Mi objeción originaria al informe de Harvard ha encontrado el rechazo del lado médico, y ello precisamente en relación con el «segundo motivo», el interés por el trasplante, que mis benévolos críticos veían amenazado por los reparos y lagunas de conocimiento de un profano. ¿Puedo considerar esto un reforzamiento de mi sospecha inicial de que precisamente ese inte­rés, a pesar de su amortiguada voz en el informe de la comisión, era y es un motor principal del esfuerzo definidor? La razón para esta sospecha la dio ya el doctor Henry K. Beecher, al asegurar en otro lugar que la sociedad mal podía permitirse «desechar» (discard) los tejidos y órganos de los pacientes incurablemente inconscientes, dado que eran necesarios para el estudio y la experimentación, para poder salvar con ellos a otros enfermos de lo con­trario carentes de esperanza.8 En todo caso, la dirección y la pasión del de­bate que ahora se traba por parte de mis expertos retadores (que pronto se convirtieron en mis amigos personales) no dejaba duda alguna de dónde es­taba el interés de los cirujanos en la definición. Afirmo ahora: por puro que este interés, salvar otra vida, sea en sí, su participación menoscaba el in­tento teórico de una definición de la muerte; y la comisión de Harvard nun­ca hubiera debido permitirse contaminar la pureza de su hallazgo científi­co con el cebo de este beneficio —aunque extremadamente respetable—

8. Esto en respuesta a la pregunta retórica, planteada por él mismo, que he señalado antes. Conocí personalmente al doctor Beecher y puedo atestiguar —en contra de la apariencia que pueda dar la jerga utilitaria empleada por él— su elevada humanidad y finura moral. Abrió caminos en el descubrimiento de abusos en experimentos humanos. (Por lo demás, el doctor Beecher fue presidente de la comisión acl hoc de Harvard y redactor de su informe sobre «muer­te cerebral» discutido en todo este capítulo.)

150TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

e x t e r n o . Pero no es la pureza de la teoría mi pretensión aquí. Lo que me ocupa son ciertas consecuencias que bajo la presión de este interés externo pueden extraerse de la definición y que disfrutarán de plena sanción una vez hayan sido reconocidas oficialmente. Los médicos no serían humanos si ciertas ventajas, importantes para ellos, de tales consecuencias posibles no influyeran su juicio sobre lo correcto de una definición que las conce­de... igual que confieso con franqueza que mi espanto ante algunas de estas consecuencias lleva mi escepticismo teórico a la máxima alerta.

El intercambio de ideas con el grupo informal que, tras una exposición escrita de sus objeciones, me invitó a ser durante una semana huésped del Medical Center de la Universidad de California en San Francisco, me forzó a una elaboración más detallada y conceptualmente más nítida de mi posi­ción, que hice circular entre los miembros del grupo como documento de trabajo (titulado ya «Against the Stream»).9 En él se basa lo demás.

Tenía que responder a tres reproches en relación con mi primera polé­mica: que mi argumento en cuanto a los «cadáveres donantes» impedía se­rios esfuerzos médicos por salvar vidas; que salía al paso de hechos cientí­ficos precisos con vagas consideraciones filosóficas; y que desconocía la diferencia entre muerte del «organismo como un todo» y muerte de «todo el organismo», a la vez que la diferencia entre respiración espontánea e in­ducida desde fuera y resto del movimiento del cuerpo.

Naturalmente, me confieso «culpable» en el sentido de la primera acu­sación, allá donde el estatus de donante del cadáver está en cuestión, que es precisamente de lo que se trataba en mi argumento. La expresión prerreso- lutiva «cadáver donante» es aquí simplemente una petición de principio y rehuye la cuestión que sólo se plantea en el tercer reproche.

En lo que se refiere al reproche de la «vaguedad», podría ser que él mis­mo refleje de forma vaga la circunstancia de que mi argumento es un argu­mento —y creo que uno preciso— en el que se trata de la vaguedad, con­cretamente de la vaguedad de un estado. Aristóteles dijo en una ocasión que era signo de un espíritu formado no exigir mayor exactitud (akribeia) al saber de lo que el objeto permite, por ejemplo la misma en la política que en las matemáticas. Ciertas formas de lo real —de las que el espectro vida- muerte quizá sea una— pueden ser «imprecisas» en sí mismas, o puede ser­lo el saber alcanzable con ellas. Pero reconocer tal estado de cosas les hace más justicia que una definición precisa, que les hace violencia. Lo que yo atacaba era precisamente la inadecuada exactitud de una definición y de su aplicación práctica en un terreno impreciso en sí.

Verdadera importancia teórica tiene la tercera objeción, planteada por el doctor Otto Guttentag, y voy a examinarla paso a paso.

9. Mencionaré de entre ellos al cirujano Samuel Kountz, por entonces el más destacado practicante de trasplantes renales; al psiquiatra Harrison Sadler y al historiador de la medicina

Otto Guttentag, portavoz filosófico del grupo. Como testimonio ilustre del esfuerzo de com­prensión mostrado mencionaré que durante varios días se me permitió observar desde la inme­diata proximidad las realidades del implante de órganos —las "artificiales" en la sala de opera­ciones, las humanas en donantes y receptores— y vivirlas como asistente a las conferencias

médicas.

SOBRE LA DEFINICIÓN PRAGMÁTICA DE LA MUERTE 151

A. «El organismo como un todo», así empieza la objeción, no es nece­sariamente lo mismo que «todo el organismo», es decir, que el organismo en todas sus partes. Admitido; y si mis planteamientos anteriores sobre este punto fueran poco claros, aprovecho la ocasión para explicar que siempre me he referido a la «muerte del organismo como un todo» y no a «todo elorganismo». Los subsistemas locales —células o tejidos aislados_ bienpueden seguir lúncionando localmente durante un tiempo (por ejemplo el crecimiento de cabellos y uñas) sin que esto afecte a la determinación de la muerte conforme a los criterios más amplios. Pero la respiración y la cir­culación sanguínea no entran en esta clase, porque el efecto de su activi­dad, aunque llevado a cabo por subsistemas, se extiende por todo el siste­ma y asegura tanto el mantenimiento funcional como el sustancial del resto de sus partes. ¿Por qué si no mantenerlos artificialmente en marcha en el caso de los previstos «cadáveres donantes», salvo para mantener a todas las demás partes, entre ellas los órganos deseados, en «buen estado» —vivos— para su trasplante final? El sistema global así mantenido en forma puede incluso, con alimentación artificial, seguir adelante con todo su metabolis­mo y con otras funciones (por ejemplo glandulares); de hecho, supongo que con todo lo que no depende del control nervioso central, es decir, la mayo­ría de los procesos bioquímicos «vegetativos». Éste es precisamente el esta­do en el que los pacientes comatosos pueden seguir «vegetando» durante meses y años con esos recursos auxiliares, y poder poner fin a esto era uno de los objetivos del dictamen de Harvard. La metáfora de los «vegetales hu­manos» (human vegetable) aparece con frecuencia en la discusión... curio­samente, a menudo a favor de una redefinición de la muerte (como si «ve­getal» no fuera también una forma de vida). En pocas palabras, lo que aquí se mantiene en marcha mediante distintas intervenciones artificiales tiene que ser equiparado —con la cautela debida en esta zona de sombra— al «organismo como un todo» objeto de la determinación tradicional de la muerte, más en todo caso que con cualquier parte aislable del mismo.

B. El viejo criterio tampoco especifica en modo alguno, hasta donde yo sé, que la actividad orgánica cuyo cese irreversible representa la muerte tenga que ser espontánea y no se considere vida cuando es inducida y mante­nida artificialmente (las consecuencias para la terapia serían devastado­ras). Para ser exactos en este punto: lo «irreversible» de la cesación puede tener una doble referencia: a la función misma o sólo a su espontaneidad. Una cesación puede ser irreversible en cuanto a su espontaneidad, pero aún reversible en cuanto a la actividad misma... en cuyo caso un activador ex­terno tiene que estar de manera constante en lugar del interno, es decir, tie­ne que producirse la pérdida de la espontaneidad. Éste es el caso en los mo­vimientos respiratorios y contracciones cardíacas del paciente comatoso (y también, recientemente, del corazón artificial). La distinción no carece de importancia. Porque si pudiéramos hacer por el cerebro —digamos sólo por el cerebelo— que ha dejado de funcionar lo que ahora podemos hacer por el corazón y los pulmones, es decir, hacerlo trabajar mediante constante acti­vación externa (eléctrica, química o cualquier otra), sin duda lo haríamos y no discutiríamos que la actividad resultante careciera de espontaneidad: lo

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importante sería la actividad como tal. Entonces se podrían desconectar respiradores y demás simuladores, porque el centro nervioso, la contracción c a r d ía c a , etc., «rige», vuelve a hacer su trabajo y h a devuelto su esponta­n e id a d a los subsistemas... exactamente igual que los sistemas dependien­tes de la circulación podrían actuar espontáneamente aunque la circulación misma funcionara no espontáneamente. Ésta es una especulación puramen­te hipotética, y sin duda irreal para siempre; pero dudo que un médico se sintiera capaz de declarar muerto a un paciente por no espontaneidad de la fuente cerebral si ésta pudiera ser puesta en marcha mediante un recurso artificial.

La finalidad de este experimento intelectual era poner un tanto en duda la aparente sencillez del criterio de la espontaneidad. Dada la superposi­ción y entrelazamiento de funciones del organismo, le parece a mi enten­dimiento profano, la espontaneidad orgánica se reparte por muchos niveles y lugares, posibilitando cada nivel superior al inferior a él ser natural y es­pontáneo, ya sea su propia actividad natural o artificial.

C. En el coma irreversible, tal como lo definía el grupo de Harvard, el punto de partida es naturalmente el de que es un estado que excluye la reac­tivación de cualquier parte del cerebro en todos los sentidos. El cerebro, te­nemos que decir entonces, está muerto. Tenemos entonces a un «organis­mo como un todo» menos el cerebro, mantenido en un estado de vida parcial mientras el respirador y otros auxiliares estén funcionando. Y en mi opinión aquí la pregunta correcta no es: ¿ha muerto el paciente?, sino: ¿qué va a pasar con el que sigue siendo un paciente? Ciertamente, esta pregunta no puede ser respondida mediante una definición de la muerte, sino que tiene que serlo con una «definición» del ser humano y de lo que es una vida humana. En otras palabras: no se puede rehuir sencillamente la pregunta decretando que la muerte se ha producido ya y el cuerpo está por tanto en el ámbito de las meras cosas; sino que la respuesta que requiere puede ser, por ejemplo, que no es humanamente correcto —por no decir obligado— prolongar artificialmente la vida de un cuerpo sin cerebro. Ésta sería mi respuesta. Si es correcta, también va en beneficio del paciente, que es la pri­mera obligación del médico. Con este fundamento filosófico, apenas discu­tible —la falta de sentido de la vegetación inconsciente para un ser huma­no—, el médico puede, incluso debe, desconectar el respirador y dejar a la muerte que se defina por sí misma mediante aquello que sucederá irremi­siblemente. (La posterior utilización del cadáver es un asunto en sí en el que no entraré aquí, aunque también se resiste a una postura solamente utilitaria.) Repito: la decisión a tomar es axiológica y no viene dada por el hecho clínico de la muerte cerebral. Empieza cuando el diagnóstico del es­tado ha hablado, pero no es diagnóstica ella misma. Según esto, como ya se ha expuesto, no se necesita una nueva definición de la muerte... sólo quizá una revisión de la supuesta obligación del médico de prolongar la vida a toda costa.

D. Pero, se puede preguntar aquí, ¿no es una definición de muerte an­clada en la ley el camino más sencillo y claro hacia el mismo objetivo prác­tico, sin la impugnabilidad de los juicios de valor y los problemas jurídicos

S O B R E LA D E F I N I C I Ó N PRAGMÁTICA DE LA M U E R T E

que podrían derivarse de ellos? Lo sería si realmente sólo sancionara la misma consecuencia que el simple principio ético y nada más. Pero la defi­nición de muerte sanciona indeterminadamente más y distinto: abre la puerta a todo un haz de otras consecuencias, cuyas dimensiones aún son imprevisibles, pero de las que algunas de ellas ya están inquietantemente próximas. El punto decisivo es éste: si el paciente comatoso está muerto conforme a la definición ya no es un paciente, sino un cadáver, con el que se puede hacer lo que la ley, la costumbre, el testamento o los allegados per­mitan hacer con un cadáver y aquello a lo que éstos o aquellos intereses en particular apremien. Esto incluye —¿por qué no?— la prolongación del es­tado intermedio (para el que tendríamos que encontrar un nuevo nombre [«¿simulación de vida?»], dado que el de «vida» se ha vuelto inaplicable por la nueva definición de muerte) para sacar de él las ventajas que podamos. Hay muchas de ellas. Hasta ahora [¡esto era en 1970!] los redefinidores sólo hablan de dejar funcionar el pulmón artificial hasta que se requiera el tras­plante de órganos (lo que depende de que aparezca un receptor tipológica­mente adecuado), desconectarlo entonces y empezar a cortar, con lo que todo habría terminado... lo que suena bastante inofensivo. Pero, ¿por qué tiene que haber terminado con eso? ¿Por qué desconectar la máquina? Una vez seguros de que tenemos que vérnoslas con un cadáver, no hay motivos lógi­cos en contra, y sí fuertes motivos pragmáticos a favor, de proseguir el rie­go artificial (simulación de vida) y mantener disponible el cuerpo del falle­cido... como banco de órganos frescos, posiblemente también como una fábrica de hormonas y otras sustancias bioquímicas de las que hay necesi­dad. No dudo de que un cuerpo así puede mantener también la capacidad natural para la formación de cicatrices y la curación de heridas de opera­ciones, así que soportaría más de una intervención. También es atractiva la idea de un banco de sangre que se autorregenera. La administración artifi­cial de nutrientes no sería un problema. Y esto no es todo. No olvidemos la investigación. ¿Por qué no iban a llevarse a cabo los más maravillosos ex­perimentos de trasplante en ese servicial sujeto-no sujeto, sin poner barre­ras a la osadía? ¿Por qué no llevar a cabo investigaciones inmunológicas y toxicológicas, infección con enfermedades viejas y nuevas, prueba de dro­gas? Tenemos la cooperación «activa» de un organismo que funciona, que ha sido declarado muerto y por tanto no puede sufrir daño: es decir, tene­mos las ventajas del donante vivo sin los inconvenientes que imponen sus derechos e intereses (porque un cadáver no tiene ninguno). ¡Qué bendición para la formación médica, para la demostración anatómica y fisiológica y la práctica sobre un material tan superior al que ofrece la sala de disección! ¡Qué oportunidad para los principiantes aprender a amputar por así decir­lo «en vivo» sin que sus errores tengan consecuencias! (Etcétera... hacia el ancho campo de las posibilidades...) Lo que se patrocina es «la plena utili­zación de medios modernos para maximizar el valor de los órganos del ca­dáver». Bien, ahí tendríamos esa maximización.

¡Pero no, protestarán los representantes de la profesión, nadie está pen­sando en una cosa así! Quizá no. Pero acabo de demostrar que se puede pensar en ello, y mi argumento es que la definición propuesta de muerte eli­

154 TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

mina toda razón para no pensar en ello y, una vez pensado, para no hacer­lo si es considerado deseable (y los allegados dan su consentimiento). Re_ c o rd e m o s que el grupo de Harvard no ha ofrecido en sus resultados una defi­nición del coma irreversible como causa para interrumpir las medidas de mantenimiento, sino una definición de la muerte mediante el criterio del coma irreversible como causa del desplazamiento conceptual del cuerpo del paciente a la clase de cosas inanimadas, sin importar si se prosiguen o interrumpen las medidas de mantenimiento. No sería sincero negar que la redefinición viene a ser lo mismo que una predatación del hecho consuma­do, comparada con criterios de signos de vida convencionales, que aún po­drían durar: que no está motivada por el exclusivo interés del paciente, sino también por ciertos intereses externos a él (siendo la donación de órganos el predominante entre ellos); y que precisamente el servir a esos intereses, es decir, el uso fáctico de la libertad que la definición procura teóricamen­te, ya estará típicamente previsto en su uso diagnóstico. Esto último sólo ya oculta en sí peligrosas tentaciones para el proceso diagnóstico. Pero por otra parte, sea cual sea el uso especial previsto, no previsto o incluso puni­ble actualmente por el gremio, sería ingenuo creer que se puede trazar en alguna parte una línea entre el uso permitido y el no permitido cuando es­tán en juego intereses lo suficientemente fuertes: la definición —que es ab­soluta, no gradual— veta todo principio para el trazado de una línea seme­jante. (Dado el ingenio de la ciencia médica, es probable que la «vida simulada» del cuerpo sin cerebro pueda incluir finalmente toda actividad extraneural del cuerpo humano, quizá incluso algunas funciones nerviosas activadas artificialmente.)

E. Conforme a todo esto, mi argumento es muy sencillo. Es éste: la línea divisoria entre la vida y la muerte no se conoce con seguridad, y una defini­ción no puede sustituir al saber. No es infundada la sospecha de que el esta­do artificialmente sostenido del paciente comatoso sigue siendo un estado residual de vida (como era generalmente considerado desde el punto de vis­ta médico hasta hace poco). Es decir, existen razones para dudar de que in­cluso sin función cerebral el paciente que respira esté completamente muer­to. En esta situación de irrevocable ignorancia y duda razonable, la única máxima correcta de actuación es inclinarse del lado de la vida presumible. De ello se desprende que las intervenciones como las que he descrito sean equiparables a la vivisección y no puedan practicarse bajo ninguna circuns­tancia en un cuerpo humano que se encuentre en ese estado equívoco o um­bral. Una definición que autoriza tales intervenciones, que estampilla como no equívoco lo que en el mejor de los casos es equívoco, ha de ser rechaza­da. Pero el mero rechazo en la disputa teórica no es suficiente. Dada la pre­sión de los —muy reales y altamente estimables— intereses médicos que aquí están en juego, se puede predecir con seguridad que el permiso general que la teoría otorga será irresistible en la práctica si la definición se recono­ce de manera jurídico-pública. De ahí que haya que impedir con todas nues­tras fuerzas que se llegue a ello. Es lo único a lo que ahora se puede oponer resistencia. Una vez abierto el camino hacia las consecuencias prácticas será demasiado tarde. Es un caso claro de principiis obsta.

SOBRE LA DEFINIC IÓN PRAGMÁTICA DE LA MUERTE 155

La precedente discusión se ha mantenido por entero al nivel del «en­tendimiento general» y la lógica habitual. Añadiremos, de manera más es­peculativa, dos observaciones filosóficas.

1. Detrás de la definición propuesta, con su motivación evidentemente pragmática, veo un extraño retomo —la reencarnación naturalista por así decirlo— del viejo dualismo cuerpo-alma. Su nueva forma es el dualismo de cuerpo y cerebro. En una cierta analogía con el antiguo dualismo trans­natural, éste considera que la verdadera persona humana tiene su asiento en el cerebro (o está representada por él) y el resto del cuerpo sólo guarda con ella una relación de herramienta útil. Por eso, si el cerebro muere es como si el alma se escapara: lo que queda son los «restos mortales». Nadie negará que el aspecto cerebral es decisivo para la calidad humana de la vida de ese organismo llamado «ser humano». Precisamente eso es lo que reco­noce la postura que defiendo, con la recomendación de que en caso de pér­dida total e irrevocable de la actividad cerebral no se detenga la subsiguiente muerte natural del resto del organismo. Pero no es menos una exageración del aspecto cerebral de lo que lo era la del «alma consciente» el negar al cuerpo extracerebral su parte esencial en la identidad de la persona. El cuer­po es tan únicamente el cuerpo de ese cerebro y de ningún otro como el cerebro es únicamente el cerebro de ese cuerpo y de ningún otro. (Lo mismo se aplicaba también a la relación del alma incorpórea con «su» cuerpo.) Lo que está bajo el control centra! del cerebro, el todo corporal, es tan indivi­dual, tan «yo mismo», tan únicamente perteneciente a mi identidad (¡hue­llas dactilares! ¡reacciones inmunológicas!), tan poco intercambiable, como el propio cerebro controlador (y recíprocamente controlado por él). Mi identidad es la identidad de todo el organismo completamente individual, aunque las funciones superiores de la personalidad tengan su sede en el ce­rebro. ¿De qué otro modo podría un hombre amar a una mujer, y no sólo a su cerebro? ¿De qué otro modo podríamos perdemos a la vista de un ros­tro? ¿Vernos conmovidos por la magia de una figura? Es el rostro, es la fi­gura de esa persona y de ninguna otra en el mundo. Por eso: mientras el cuerpo comatoso aún respire —aunque sólo sea con ayuda del «arte»—, tenga pulso y trabaje orgánicamente de algún modo, tendrá que seguir siendo contemplado como perduración restante del sujeto, que ha amado y sido amado, y como tal sigue teniendo derecho a aquella sacrosantidad que corresponde a un sujeto así conforme al derecho humano y divino. Esa sa­crosantidad impone que no se le utilice como mero medio.

2. Mi segunda observación se refiere a la moral de nuestro tiempo en el punto sangrante de su relación con la muerte. La débil negación de su de­recho cuando llega su hora se mezcla con la robusta denegación de la piedad cuando se ha producido. La citada decisión papal no teme decir: en ciertas circunstancias, dejad morir al paciente; hablaba sólo de pacientes, y no de intereses externos como los de la sociedad, la medicina u otros. La cobar­día de la moderna sociedad secular, que retrocede asustada ante la muerte como el mal incondicionado, necesita la garantía (o la ficción) de que ya se ha producido cuando hay que tomar la decisión. La responsabilidad de una

156TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

d e c is ió n cargada de valores es sustituida por la mecánica de una rutina li­bre de ellos. En tanto que los redcñnidores de la muerte, al decir «ya está muerto» tratan de superar los escrúpulos vinculados a la desconexión del respirador, salen al paso de una cobardía contemporánea que ha olvidado que la muerte puede tener su propia corrección y dignidad y el hombre tie­ne derecho a que se le deje morir. En tanto que precisamente al decir eso tratan de crearse buena conciencia al dejar el respirador conectado y utili­zar sin restricciones al cuerpo así retenido en el umbral de la vida V la muerte, sirven al pragmatismo reinante en nuestra era, que no opone el obstáculo del antiguo «temblor y temor» a una expansión cada vez mayor del reino de la pura cosificación y la utilización ilimitada. El esplendor y la miseria de nuestro tiempo habitan en esta marea incesante.

POSTSCRIPTUM DE DICIEMBRE DE 197610

Las predicciones o presentimientos expresadas en 1970 en el capítulo aquí reproducido han empezado entretanto a convertirse en realidad a la chillona luz de la sala de operaciones. El 5 de diciembre de 1976, The New York Times informaba, bajo el titular: «Muchacha con respiración artificial es declarada muerta»:

Una estudiante de 17 años... que había sufrido un grave daño cerebral en un atraco callejero fue declarada muerta el jueves, mientras aún era mantenida (susstained) con ayuda de un respirador artificial. El certificado de defunción fue firmado, con el consentimiento de los padres, por el médico de cabecera y el presidente del colegio de médicos del distrito... En el plazo de una hora, los ojos y riñones de la muchacha fueron extirpados para ser trasplantados. A indicación de los médicos, el respirador siguió en marcha para mantener la vitalidad de los órganos, y fue después [es decir, tras producirse las extirpaciones] desconectado, suspendiéndose la respiración forzada.

Obsérvese que aquí la nueva definición de la muerte se empleó de hecho para permitir la extirpación de los órganos, mientras la «donante» seguía encontrándose, gracias al respirador, en el «estado equívoco o umbral» (como lo llamé antes) del coma. El respirador fue desconectado después, no antes, de la extirpación de ojos y riñones; y probablemente sólo porque casualmente no se había previsto otra utilización de su cuerpo para ahora o más adelante (o no se podía prever, dado que sin riñones no podía seguir «vivo»), Pero no se hubiera necesitado ninguna otra legitimación o nueva decisión de principio para mantener en marcha al cuerpo más allá de las dos primeras operaciones. Así se ha abierto (al menos por medio de un pre­cedente) la puerta al acto que yo quería ayudar teóricamente a mantener cerrada... y con ello está abierto el camino a una serie indeterminada de po­sibilidades prácticas que atisbo mi horripilante fantasía y cuya elección ninguna ley, reparo o principio impide ya. El principio se ha dado: La fíe­

lo. Este texto está contenido en ediciones posteriores de «Against the Stream».

S O B R E LA D E F I N I C I Ó N P R A G M A T I C A D E LA M U E R T E 157

ción se aparta de la empresa, y el final de la misma no está a la vista. Todo lo que mi intento puede hacer aún —con escasa esperanza de que él y sus iguales lo hagan— es colaborar a que la «sociedad», el más indeterminado de los sujetos, cruce esa puerta con los ojos abiertos, y no cerrados. Por in ­consecuente que (por suerte) sea el hombre, siempre podrá trazar en algu­na parte una línea de separación sin la asistencia de una regla consecuente.

POST-POSTSCRIPTUM DE 1985

También el epílogo anterior ha quedado largamente superado por el curso de los acontecimientos. La marcha de la medicina, incesante en este caso en el que el celo médico (el altruista y otros) la impulsa no menos que el grito de angustia de tantos dolientes que piden los órganos ajenos que sal­ven sus vidas, ha dejado anticuado el intento —acometido desde el princi­pio con escasa esperanza— de este texto. Así es por lo menos en los Estados Unidos, donde conozco en alguna medida la situación: la definición de Harvard o derivados de ella han entrado entretanto en la legislación de la mayoría de los Estados de la Unión. De forma rutinaria, en todas partes se extirpan órganos para transplante de «cadáveres donantes» (cadaver do- rtors) que respiran y sangran. Por doquier se relajan los estrictos criterios de Harvard para la determinación de la «muerte cerebral». El electroence­falograma, por ejemplo, no tiene que ser enteramente plano, dado que las irregularidades pueden proceder de fuentes ambientales; a veces es incluso sustituido por el cuadro neurològico global. Se rebaja el plazo m ínim o de observación y repetición de las pruebas de 24 a 6 horas desde el momento de producirse el coma. Ya antes de que transcurra, en previsión del papel fi­nal de donante, el tratamiento (por ejemplo la hidratación) pasa del cere­bro al cuidado favorable a los órganos. En algunos lugares se levantan dos certificaciones: la médica, antes de la extracción de órganos, y la legal (vá­lida para cuestiones de herencia), después de ella. Las listas de espera de órganos para trasplante, con su presión sobre los médicos en cuanto a las «fuentes de suministro», son largas; la demanda supera siempre a la oferta; el abastecimiento (organ procurement) está altamente organizado; el empa­rejamiento de tipos de donantes y receptores informatizado. Nada de todo esto parece ser discutible; no sé que haya habido debate público alguno.

Ha ocurrido pues lo que predecía mi análisis como consecuencia de la nueva definición de muerte en caso de ser aceptada. De cualquier manera no ha ocurrido la fantasía horrorosa del mantenimiento del cadáver respi­rante para otros saqueos médicos: probablemente se nos ahorrará, no por reparos internos, sino porque dado el continuo uso (siempre exclusivo) de un equipamiento caro y escaso, resultaría demasiado irracional.

Pero en principio la batalla está perdida. En la práctica mi defensa iba encaminada a que primero se suspendiera la respiración artificial, después se dejara tiempo para establecer la definitiva ausencia de todo signo de vida, y sólo después comenzara la extracción de órganos. Dado que el retra­so es corto, esto aportaría material aún utilizable, pero las condiciones ya

158TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

no serían las óptimas, y por tanto el saqueo sería menor. Naturalmente, esto ha sido decisivo en la práctica.

Para concluir: hay facetas del progreso técnico más importantes, mayo­res, que afectan más al destino general, que este asunto de los al fin y al cabo relativamente pocos comatosos y de quienes están a la expectativa de sus órganos para el trasplante. La técnica produce desafíos mucho más ca­pitales para la ética; y la extensión por consiguiente desproporcionada de estas consideraciones podría dejar tras de sí la impresión de que el tema se trata de forma diletante. De hecho, el que no está implicado directamente no tendría por qué perder el sueño (aunque el médico implicado sí debe­ría). Pero como ejemplo de un síndrome el caso particular es instructivo. Ejemplifica la colaboración de todos esos factores que nos inclinan a dejar seguir su curso a los nuevos logros de la técnica debido a sus beneficios pal­pables, a doblegamos al dictado tecnológico de la cosificación de nosotros mismos, incluso a adaptar nuestro sentimiento irracional, nuestras sensi­bilidades profundas, a lo que en un momento se ha vuelto posible. Por tan­to el ejemplo ilustra —un ejercicio vano— también el grave estado, deses­perado a veces, de la objeción ética independiente incluso entre los mejor intencionados.

C apí tulo 1 i

TÉCNICAS DE APLAZAMIENTO DE LA MUERTEY DERECHO A MORIR

La primera reacción al título de este análisis debería ser la sorpresa. «El derecho a morir.» ¡Qué extraña combinación de palabras! Qué extraño que hoy en día debamos hablar del derecho a morir cuando desde siempre todo discurso referente a derechos se retrotraía al más fundamental de todos los derechos: el derecho a vivir. En la práctica cualquier otro derecho que se pondera, exige, concede o niega puede ser contemplado como una exten­sión de este derecho primario, ya que todo derecho especial afecta a algún patrimonio vital, al acceso a alguna necesidad vital, a la satisfacción de al­guna aspiración vital.

La vida misma no existe en función de un derecho, sino de una decisión de la naturaleza: el que yo esté aquí vivo es un puro hecho, cuya única fa­cultad natural es el equipamiento con las capacidades innatas de la autocon- servación. Pero entre personas el hecho, una vez existente, requiere la san­ción de un derecho, porque vivir significa plantear exigencias al entorno y depende por tanto de que éste las otorgue. En tanto el entorno es el huma­no y la concesión que otorga incluye un elemento de voluntad, semejante concesión sumaria como aquella en la que se basa toda vida comunitaria viene a ser el reconocimiento implícito del derecho a la vida del individuo por parte de la colectividad y naturalmente al mismo reconocimiento en lo­dos los demás por parte suya. Éste es el germen de todo ordenamiento ju­rídico. Cualquier otro derecho, ya esté igual o desigualmente repartido, en el derecho natural o en el positivo, se desprende de este derecho originario y de su reconocimiento mutuo por sus sujetos. Por eso en la Declaración de Independencia norteamericana se menciona con razón en primer término a la «vida» entre los «derechos inalienables». Y en verdad en todo momen­to (y aún hoy) la humanidad ha tenido bastante que hacer con el descubri­miento, definición, obtención, defensa y protección de los múltiples dere­chos en los que se particulariza el derecho a la vida.

¡Qué extremadamente curioso es pues que nos encontremos reciente­mente ocupándonos de la cuestión de un derecho a morir! Tanto más cu­rioso cuanto que los derechos se buscan normalmente para el fomento de un bien, y la muerte pasa por ser un mal o en el mejor de los casos algo a lo que hay que someterse. Y más curioso aún si se tiene en cuenta que con la muerte no planteamos al mundo exigencia alguna, en lo que podría caber la cuestión de un derecho, sino que, al contrario, renunciamos a toda posi­ble pretensión. ¿Cómo puede aplicarse a eso la idea de «derecho», en la que siempre tienen que coincidir varios?

160TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

Pero, ¿qué ocurre si por especiales circunstancias mi muerte o no muer­te entra en el terreno de la elección? ¿Y si aparte de un derecho a vivir fue­ra estatuible para mí una obligación de vivir? En ese caso otros (en forma de «sociedad») podrían no sólo tener una obligación frente a mi derecho a vivir, sino también un derecho a reclamar contra mí mismo mi obligación de vivir y, por ejemplo, impedirme morir antes de lo que tengo que hacerlo, aunque yo quiera. En pocas palabras: ¿qué pasa si la muerte de un ser hu­mano entra bajo control humano y su propia voz (si es la del deseo de morir) no es quizá la única que hay que escuchar? Entonces el «derecho a mo­rir» se convierte en un asunto real, digno de examen y de discusión. De he­cho siempre lo fue para la religión y la moral en el caso del suicidio, en el que más claramente se ve el elemento de la elección; y en algunos ordena­mientos jurídicos también para la ley pública, que aprueba una interven­ción obstaculizadora en ése más privado de los actos, cuando no incluso la impone (y prohíbe prestar ayuda a él), e incluso puede ir tan lejos como para convertir el suicidio en delito penal. Ésta sería la negación más clara de un derecho apelable. Pero el «derecho a morir» que hoy agita los ánimos no tiene que ver con el suicidio, el acto de un sujeto activo, sino con la si­tuación del paciente mortalmente enfermo expuesto pasivamente a las técnicas de retraso de la muerte de la medicina moderna. Aunque ciertos aspectos de la ética del suicidio también penetran en esta cuestión, la exis­tencia de la enfermedad mortal como causa de muerte propiamente dicha nos permite hacer una distinción entre no resistir a la muerte y matarse, igual que entre dejar morir y causar la muerte.

El nuevo problema es éste: la moderna tecnología médica, incluso si no puede curar, aliviar o comprar un plazo adicional de vida que merezca la pena, por corto que sea, sí puede retrasar de múltiples maneras el final más allá del punto en el que la vida así prolongada le merece la pena al pacien­te mismo, incluso más allá del punto en que él puede valorarla. Esto desig­na por regla general (aparte del caso de la cirugía) un estadio terapéutico en el que la línea divisoria entre vida y muerte coincide por entero con la que hay entre prosecución e interrupción del tratamiento: en otras pala­bras, donde el tratamiento no hace más que mantener el organismo en marcha, sin mejorar de ningún modo el estado (por no hablar de curación). Solamente se aplaza la muerte mediante prolongación del estado de pade­cimiento o de mínimos existente. Este caso del paciente que sufre sin espe­ranza sólo es el extremo en un espectro del arte médico que —en unión con el poder institucional del sanatorio y apoyado por la ley— crea situaciones en las que se vuelve cuestionable si los derechos propios del paciente (típi­camente desvalido y de algún modo «prisionero») están siendo preservados o lesionados, y por debajo de ellos habría un derecho a morir. Además, cuando el tratamiento se vuelve idéntico de forma permanente con el man­tenimiento vivo, para el médico y el hospital se alza el fantasma de la muerte por interrupción del tratamiento, para el paciente el del suicidio al exigir esa interrupción, para otros el de la culpa en una u otra cosa con la legiti­mación de la compasión. Dejaremos para más adelante este aspecto del caso, que sobrecarga su pura resolución ética con coacciones y temores ju­

APLAZAMIENTO DE LA MUERTE Y D E R E C H O A MORIR161

rídicos. En lo que se refiere a los derechos del paciente, con los desarrollos médicos indicados parece haber saltado a la palestra un nuevo «derecho a morir»; y debido a los nuevos tipos de tratamiento, que únicamente «man­tienen en marcha», este derecho subyace a todas luces al derecho eeneral de aceptar o rechazar el tratamiento. Vamos a tratar primero este otro de­recho, apenas discutido, que en caso de rechazo siempre incluye, aunque la mayoría de las veces no en forma tan directa, la muerte como un resultado posible y quizá seguro de su elección. Aquí, como en toda nuestra conside­ración, tenemos que distinguir entre derechos legales y morales (y lo mis­mo con las obligaciones).

EL DERECHO A RECHAZAR EL TRATAMIENTO

Legalmente, en una sociedad libre no hay duda de que todo el mundo (excepto los menores de edad y los enfermos mentales) es enteramente li­bre de buscar o no buscar consejo médico y tratamiento para cualquier en­fermedad, e igualmente libre de abandonar un tratamiento en todo mo­mento (excepto en medio de una fase crítica).1 La única excepción es una enfermedad que represente un peligro para otros, como hacen las enferme­dades contagiosas y ciertos trastornos mentales: en ese caso tratamiento y aislamiento, e incluso medidas preventivas como la vacunación, pueden hacerse obligatorias. Sin semejante implicación directa del interés público, mi enfermedad o salud es enteramente asunto privado mío, y alquilo los servicios médicos en contrato libre. Ésta es, creo yo, la situación legal aquí y en general en todo Estado no totalitario.

Moralmente la cosa no es tan clara. Puedo tener responsabilidad por otros cuyo bienestar depende del mío, por ejemplo como mantenedor de mi familia, como madre de niños pequeños, como titular decisivo de una tarea pública, y tales responsabilidades limitan sin duda no legalmente, pero sí moralmente, mi libertad de rechazar la ayuda médica. Son por su esencia las mismas consideraciones que restringen también moralmente mi dere­cho al suicidio, aunque en esto ya no cuenta para mí prohibición religiosa alguna. En ciertos tipos de tratamiento, como la máquina de diálisis para los casos de fallo renal, el rechazo equivale al suicidio en sus resultados. Sin embargo, hay una importante diferencia con «alzar la mano contra uno mismo», es decir, matarse violentamente: otros, incluyendo los poderes pú­blicos, de hecho cualquiera, tienen el derecho (ampliamente contemplado incluso como obligación) de impedir un intento activo de suicidio median­te una oportuna intervención, que ni siquiera excluye la violencia. Se ad­mite que se trata de una injerencia en la libertad más privada del sujeto,

1. Una «fase crítica» sería por ejemplo el intervalo entre dos operaciones planifícadamente entrelazadas o el tratamiento posoperatorio, o situaciones similares en las que sólo tiene senti­do médico la secuencia terapéutica completa. En ese caso tiene que ser contemplada como un todo indivisible, contractualmente acordado. El medico y el hospital ni siquiera hubieran dado el primer paso si el paciente no se hubiera vinculado también a los siguientes.

162TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

pero sólo momentánea y a largo plazo un acto en nombre, precisamente, de esa libertad. Porque no hace más que restablecer el statu quo de un sujeto libre al que se da ocasión de volver a pensarlo, de que él o ella puedan revi­sar lo que quizá fue la idea de un momento de desesperación... o de persis­tir en ello. La insistencia terminará por lograrlo, y sólo se habrá impedido la eventual precipitación. La intervención vinculada al tiempo trata el acto vinculado al tiempo como un accidente, del que se puede aceptar que ser salvada, incluso contra su voluntad, es el propio deseo duradero, sólo tem­poralmente puesto en duda, de la víctima (y se revela a veces como tal pre­cisamente por guardar mal el secreto del intento, lo que hace posible la in­tervención). El rescatado tiene en sus manos rebatir esta imputación. El suicida decidido siempre tiene la última palabra. No discuto aquí la ética del suicidio mismo, sino sólo los derechos (u obligaciones de otros de in­tervenir en él. Y en nuestra presente discusión cuenta precisamente esto, que la contraviolencia en el momento de la violencia suicida no obliga a la persona a seguir viviendo, sino que sólo vuelve a dejar abierta la cuestión para ella.

Es claramente algo distinto de obligar a un enfermo doliente y sin espe­ranza a seguir sometiéndose a una terapia de mantenimiento que le consi­gue una vida que él no considera digna de ser vivida. Nadie tiene el derecho, y no digamos la obligación, de imponer esto a alguien en una prolongada negación de su autodeterminación. Se impone cierta medida de aplaza­miento para proteger a lo irrevocable del apresuramiento. Pero más allá de ese breve retraso, sólo el tirón interno de la responsabilidad —«tengo que preservarme por éstos y aquellos»— puede apartar al sujeto, por su propia voluntad, de hacer lo que elegiría hacer por sí solo.2 Pero esa misma clase de consideración, tenemos que añadir, puede conducir también a la con­clusión opuesta: «El tratamiento (que no ayuda en nada) es económica­mente ruinoso para mi familia, y por ellos lo abandono». Si se puede afir­mar la existencia de una obligación —aunque no coactiva— de seguir viviendo por otros en contra del propio deseo, habrá que conceder por lo menos también el derecho a morir por ellos. ¡Pero no la obligación! Ambas direcciones contrapuestas de la responsabilidad no tienen el mismo peso moral, como podríamos aclarar si nos preguntamos por qué puede abogar decentemente alguien que tiene derechos sobre la persona: sin duda sólo por su seguir-viva, nunca por su consentimiento a morir. La muerte tiene que ser la menos influible de las opciones; la vida puede tener sus defenso­res, incluso desde el egoísmo y sin duda desde el amor. Pero incluso la cau­sa de la vida no puede ser defendida con demasiada dureza en un alegato así. Precisamente el amor tiene que reconocer, en contra de la voz del inte­rés, que ninguna obligación de vivir puede superar en mí al deseo de morir de forma que me prohíba, que realmente revoque mi derecho a optar por la

2. Por razones de su fe religiosa, el paciente puede desechar «por sí solo» la opción de la muerte, por constituir pecado de suicidio. Yo discutiría que lo constituya, porque someterse a la sentencia ya dictada por la incurabilidad es tan poco suicidio como que un condenado amuerte deje de pedir aplazamientos e indultos. Pero aquí sólo tenemos en cuenta la ética tem­poral de estas cuestiones, y dejamos abiertos sus posibles aspectos teológicos.

APLAZAMIENTO DE LA MUERTE Y DERECHO A MORIR 163

muerte en las circunstancias aquí asumidas. Sean cuales sean las preten­siones del mundo sobre la persona, este derecho es (aparte de la religión) moral y jurídicamente tan inalienable como el derecho a vivir, aunque la percepción de uno como de otro derecho pueda ser sacrificada por propia elección —y sólo por libre elección— a otras consideraciones. El empareja­miento de ambos derechos contrapuestos asegura a ambos que ninguno de ellos puede convertirse en obligación incondicional: ni en la de vivir ni en la de morir.3

¿Tiene el derecho público un lugar en todo esto? Sí, y ello en dos senti­dos que se apoyan: primero, como parte de su misión de proteger el dere­cho a la vida, la ley tiene que sancionar también el derecho a recibir trata­miento médico, en tanto que da básicamente a todos igual acceso a él; y en segundo lugar, en vista de la limitación fáctica de los recursos médicos, tie­ne que elaborar criterios equitativos de preferencia para este acceso. Esta última función de control público puede, como se sabe por el ejemplo de la diálisis, equivaler a la decisión de quién debe vivir y quién morir; y entre las prioridades que rigen esta decisión pueden estar las responsabilidades y papeles de un individuo frente a otros que dependen de él, que ceteris pari- bus pueden darle un empujón en el orden de prelación frente al individuo solo. Lo mismo pues que antes nos encontrábamos como contrapartida desde dentro al deseo y el derecho de una persona a rechazar la ayuda mé­dica, es decir, la dependencia de otros de ella, aparece ahora desde fuera como aumento de las exigencias al tratamiento... a costa del derecho a la vida de una tercera parte. Pero lo que la autoridad pública puede dar, puede tam­bién retirarlo posteriormente a favor de una pretensión mejor, conforme al mismo principio de equidad o «justicia distributiva». Volveremos sobre ello como recurso legal indirecto que sirva de ayuda al derecho a morir.

El ejemplo de la diálisis es extremo. Habitualmente el derecho a re­chazar el tratamiento o ignorar el consejo médico involucra no el derecho a morir (salvo en un sentido altamente abstracto y remoto), sino el derecho a correr riesgos, a jugar un poco un juego de azar con la salud, a confiar en la naturaleza y desconfiar del arte médico, o simplemente la disponibilidad a aceptar daños posteriores o incluso una menor expectativa de vida a cambio de la libertad frente a un régimen de vida limitativo; o tan sólo el derecho a no ser molestado. El ejemplo de la diálisis fue elegido porque en él el trata­miento continuado equivale al mantenimiento con vida y su interrupción sig­nifica la muerte segura, y la opción en su contra no representa pues «correr un riesgo», sino una inequívoca decisión de morir, de eficacia inmediata.

Aun así, no es completamente el tipo de caso en el que el «derecho a mo­rir» se presenta como el problema agobiante en que se ha convertido re­cientemente. Parque aquí lo normal es que el paciente no sufra menoscabo alguno de su capacidad intelectual para decidir por sí mismo, y esté física-

3. La ética temporal y la religiosa coinciden aquí. Ninguna religión, por estrictamente que prohíba el suicidio como pecado por considerar la vida una obligación para con Dios, convier­te con ello la autoconservación en obligación incondicional, lo que de hecho llevaría a espanto­sas consecuencias morales.

164TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

m e n te lo bastante capacitado para actuar como para desconectarse de la máquina, sin que nadie pueda obligarle a volver a conectarse. Su derecho a morir no arrastra pues consigo la colaboración de otros, y puede ser ejerci­do por él mismo. Lo mismo vale para otras terapias de mantenimiento de la vida, como el uso de insulina para los diabéticos. En tales casos existe la capacidad tanto de tomar la decisión como de ejecutarla, y el derecho a mo­rir no está ni seriamente puesto en duda ni eficazmente impedido desde fuera, sea cual sea su ética interna. Los casos «agobiantes» son los del pa­ciente más o menos «prisionero» (por ejemplo en el hospital), en estadio terminal de una enfermedad mortal, cuyo desvalimiento tísico pone a otros en el papel de ayudante en la realización de su opción por la muerte, en caso extremo incluso en el de su representante a la hora de adoptar la opción.

Vamos a discutir dos ejemplos: el del paciente consciente en el estadio terminal de una enfermedad como el cáncer y el del paciente irrecupera­blemente inconsciente en coma irreversible. El segundo ejemplo ha llegado repetidamente a los titulares de la prensa diaria debido al dramatismo legal a él vinculado, y ha dado quehacer a la imaginación pública; pero el prime­ro es, por su asunto más esencial, más frecuente y más problemático.

E l PACIENTE CONSCIENTE E INCURABLE EN ESTADIO TERMINAL

Imagínese la siguiente escena. El médico dice, quizá tras una primera o segunda operación: «Tenemos que volver a operar». El paciente dice: «No». El médico: «Entonces morirás sin duda alguna». El paciente: «Que así sea». Dado que una operación requiere el consentimiento del paciente, esto pa­rece poner fin al caso y no plantear problemas ni éticos ni legales. Pero la realidad no es tan sencilla. La negativa del paciente tiene que basarse, ante todo, en la misma condición capacitadora que su consentimiento: tiene que estar bien informado para que sea válida. De hecho su consentimiento sólo será bien informado cuando el que se decide conoce, además del «pro», también el «contra», los aspectos desfavorables y arriesgados en los que podría basarse un «no». Así que el derecho a morir (cuando ha de ser ejer­cido por el propio sujeto competente y no por un representante en su lugar) se vuelve inseparable de un derecho a la verdad y queda efectivamente anu­lado por el engaño. Pero tal engaño es casi una parte de la práctica médica, y no sólo por motivos humanos, sino también directamente terapéuticos.

Pensemos en el diálogo anterior ampliado por las siguientes preguntas del paciente, una vez que el doctor ha declarado que es necesaria una nue­va operación: «¿Qué conseguiré en caso de éxito? ¿Cuánto más viviré y qué clase de vida tendré? ¿Como paciente permanente o volviendo a una vida normal? ¿Con dolores o sin ellos? ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta el pró­ximo ataque de la dolencia, volviendo a la actual situación de emergencia?» (Téngase en cuenta que hablamos de un estado incurable, «terminal» por su fondo y sólo variable aun en sus plazos). Todas estas preguntas pueden referirse naturalmente sólo a expectativas fundadas conforme al estado del conocimiento médico... nada más, pero nada menos.

a p l a z a m i e n t o d e l a m u e r t e y DERECHO A MORIR 165

Es obvio que el paciente tiene derecho a una respuesta sincera. Pero igual de obvio que el médico está en una situación intrincada cuando la sin­ceridad significa espanto. ¿Quiere realmente el paciente la verdad sin ma­quillaje? ¿Podrá soportarla? ¿Qué le hará a su estado anímico para el valio­so resto de sus contados días, si ahora se decide a favor o en contra de un aplazamiento? ¿Desea incluso en lo más íntimo el piadoso engaño? Y aún más torturante: ¿no podría quizá la terrible verdad autocumplir la estima­ción médica, al socavar las reservas espirituales, la famosa «voluntad de vi­vir» con la que el paciente podría venir en auxilio de las medidas terapéu­ticas, de forma que su «me rindo» empeore realmente el pronóstico? Al fin y al cabo la esperanza es una fuerza en sí misma, y poner más énfasis en ella que en su contraria no sólo sirve para convencer de la terapia, sino tam­bién a la mejora real de las expectativas del paciente. En resumen: ¿no po­dría la verdad ser de hecho nociva para el paciente y el engaño serle útil en algún sentido, subjetivo y objetivo? Así que al meditar sobre el derecho a morir nos encontramos confrontados con la pregunta, mucho más antigua y bien conocida: ¿debe «decírselo» el médico? La pregunta se plantea de he­cho ya antes de la situación, imaginada aquí, de las resoluciones prácticas. ¿Hubiera debido decir el médico al paciente desde el principio que su esta­do es clínicamente incurable e incluso «final» en el sentido de que en el me­jor de los casos sólo admite breves aplazamientos?

Las respuestas rápidas a estas cuestiones demostrarían insensiblidad ante su complejidad y la falta de nitidez de sus zonas de sombra. Para mi propia persona, arriesgo esta tesis básica: en última instancia habría que honrar la autonomía del paciente, es decir, no llevarlo mediante engaños a tomar su propia decisión informada cuando se trata de la pregunta últi­ma... a no ser que quiera ser engañado. Averiguar esto es una parte del arte del verdadero médico, que' no se aprende en la formación académica. El médico tiene que apreciar correctamente la persona de su paciente, lo que requiere un no pequeño esfuerzo de intuición. Una vez convencido de que el paciente quiere realmente la verdad —su así-decirlo por sí solo aún no lo demuestra—, el médico está moral y contractualmente obligado a dársela. El engaño consolador, cuando se desea perceptiblemente, es limpio; igual que el engaño para dar ánimos con interés terapéutico directo, que presu­pone de todos modos una situación en la que no se trate de la suprema elec­ción. Pero por lo demás, y especialmente cuando hay que elegir, el derecho de la persona madura a la plena revelación debería tener —cuando es exigi­do seria y creíblemente— la última palabra in extremis frente a la mise­ricordia y toda clase de autoridad tutelar que el médico pueda tener en nombre del presunto bien de su paciente.

Este derecho a la revelación se extiende, más allá de los requisitos de la decisión informada, a una situación en la que no hay que decidir nada. Lo que está en cuestión entonces no es el «derecho a morir», una ocasión del campo práctico, sino el derecho contemplativo que corresponde a la digni­dad humana sobre la propia muerte, una ocasión reservada no al campo del hacer, sino al del ser. Esto requiere alguna aclaración. Incluso en au­sencia de opciones terapéuticas que puedan hacer entrar en juego un dere-

166T É C N I C A , M E D I C I N A Y É T I C A

,! morir, el derecho a la verdad del paciente consagrado a la muerte es u n derec ° Por S1 mismo, Y sin duda un derecho sagrado en sí y completa­mene aParte su importancia práctica para las disposiciones extramédi- cas de 'a persona para las que la verdad daría ocasión. Algo del espíritu del sacn'mento catóhco de la extremaunción es trasladable aquí a la ética mé­dica el médico debería estar dispuesto a honrar el sentido esencial de la mue!'te Para Ia vida finita (en contra de su moderna degradación a un des­tino innombrable) y no negar a un mortal como él su privilegio de entablar una pación con su próximo fin... de apropiárselo a su manera, ya sea con entrc’Sa> reconciliación o rechazo, pero con la dignidad del saber. Al con­trari'1 que el sacerdote que actúa en lugar de Dios, el médico, en su papel puramente mundano, no está facultado para imponer este saber al pacien­te pi’ro tiene que escuchar su verdadera voluntad en tanto pueda oírla tras las palabras. La verdad, y así lo tiene que reconocer el filántropo, no es aquí (más Que en cualquier otro caso) cosa de cualquiera. La misericordia pue­de permitir la indignidad del no saber. Pero no puede imponerla por su cuenía- E*1 otras palabras, aparte del «derecho a morir» está también el de­recha a «poseer» la propia muerte en la conciencia concreta de su inmi­nencia1 (no sólo en el saber abstracto sobre la mortalidad en general): de he­cho >:'n esto se perfecciona el derecho a la propia rida, ya que incluye el derech° a la muerte como «propia». Este derecho es verdaderamente ina­lienable, aunque a menudo la debilidad humana prefiera renunciar a él... lo que í* su vez es un derecho que merece respeto y concesión mediante enga­ño compasivo- Pero la misericordia no puede convertirse en arrogancia. Eng-iñar al moribundo sin respetar su voluntad manifestada de manera creíble significa estafarle en la posibilidad distintiva de su ser, estar cara a cara con su mortalidad cuando está a punto de hacerse real para él. Mi pre­supuesto aquí es que la mortalidad es una condición integral de la vida y no una ()fensa externa y casual a la misma.4

pero volvamos al derecho a morir. Aceptamos pues que el paciente sabe y ha optado en contra de la prolongación terapéutica de su estado consa­grado a la muerte v a favor de dejar que las cosas sigan su curso. En tanto ge je ha puesto con sinceridad en condiciones de tomar la decisión y se le ha concedido, su derecho a morir ha sido respetado. Pero entonces se plan­tea vii1 nuevo problema. La elección del enfermo contra la prolongación de su esta ° era cntre otras cosas también una opción contra el padecimiento;

4 Para la fundamcntación ontològica de este presupuesto, me permito remitir a lo que he

dicho í' menuc*° sobre filosofia de lo orgánico, en alemán por vez primera en Organismo y Li­bertad (1973): «Pero téngase en cuenta que junto con la vida vino la muerte, y que la mortalidad

es el ii'ec'° clue tuvo PaSar nueva posibilidad del ser... Es un ser esencialmente revocable (jesjíitible, una aventura de la mortalidad, que a partir de una materia permanente y en sus

condi>'ones — 611 condictón a corto plazo del organismo metabòlico— , consigue en préstamoi I-veras finitas de mismidades individuales» [El principio de responsabilidad (1979), y por

último «Evolución y libertad», en: Encrucijadas 13 (1983/1984)]: «Que la vida es mortal es sin duda V1 contradicción fundamental, pero forma parte inseparablemente de su esencia.y no se

df> pensar separada de ello. La vida es mortal no aunque, sino porque es vida, por su consti- tuciór más primigenia, porque ese modo irrevocable y garantizado es la relación de contenido

y forn«1 en la que se basa>>-

APLAZAMIENTO DE LA MUERTE Y DERECHO A MORIR 167

incluye pues el deseo de que se le ahorren sufrimientos —bien mediante aceleración del fin o mediante minimización de los dolores durante el tiem­po que le quede, con lo que lo último a veces repercute sobre lo primero a consecuencia de la fuerte administración de drogas que ex i se Aceptar ta­les deseos parece estar incluido en lo que ya se concedió af paciente con el «derecho a morir» como tal y la aceptación de su decisión. La misericordia apremia a igual concesión en la medida en que el sufrimiento del paciente es agudo. Pero el cumplimiento de estos deseos requiere la colaboración, quizá incluso la acción exclusiva de otro, y en este punto la institucionali- zación general de la muerte mediante hospitalización en unión del estado de desvalimiento del paciente crea problemas del tipo más grave. Descar­garlos en el cuidado doméstico es la mayoría de las veces inviable, y no hace falta discutir lo que se podría hacer o soportar privadamente en la in­timidad sin vigilancia del amor compasivo... incluso éste no está exento de poderosas inhibiciones externas e internas. Pero el hospital en todo caso si­túa al paciente directamente en el ámbito público y sometido a sus normas y controles.

En lo que se refiere a la directa e intencionada aceleración del fin, por ejemplo mediante drogas mortales, no se puede exigir al médico que tome ninguna de sus medidas positivas con este fin, ni al personal del hospital qué colabore «mirando para otro lado» cuando algún otro facilita los me­dios al paciente. No sólo lo prohíbe la ley (que puede ser modificada), sino más aún el sentido más íntimo de la profesión médica, que nunca puede atribuir al médico el papel de dador de la muerte, aunque sea a petición del sujeto. La «eutanasia» como acto médico es discutible sólo en los casos de un resto de vida que se prolonga de forma inconsciente y mantenida artifi­cialmente, y en el que la persona del paciente ya se ha extinguido. Pero si por lo demás excluimos la eutanasia ejercida por mano del médico para sal­vaguardar la integridad de su profesión incluso contra el derecho a morir de un paciente, tenemos que añadir que poner al paciente en posesión del medicamento mortal queda muy poco por detrás de su administración di­recta a petición suya. Si no otra cosa, esto contradiría la condición previa del acceso médico privilegiado a tales medios... un privilegio puesto en ries­go por el mejor intencionado de los abusos.

Sin embargo, hay una diferencia entre matar y permitir morir (hemos visto que respecto a lo primero la voluntad del pacientextiene que quedar desactivada, pero respecto a lo último tiene una pretensión que seguir), y a su vez una diferencia entre permitir morir y ayudar al suicidio. En el caso del paciente consciente que sufre, del que hablábamos, ese permiso debería estar exento del temor de represalias tanto legales (civiles y penales) como profesionales en caso de ceder al firme deseo del paciente (no al ruego de un momento de desesperación) de que, por ejemplo, se le desconecte del res­pirador, que le mantiene vivo sin otra expectativa que la perduración de ese mismo estado. Formalmente, esa exigencia es un derecho suyo y solamen­te suyo, en virtud de su posición como mandante en una relación contrac­tual de servicios; y la problemática jurídica surge solamente de la cuasice- sión de derechos a un administrador fiduciario institucional que aparece

TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

d a d o con la hospitalización. Pero tal t r a n s m is ió n en un asunto de rutina médica sigue ligada a la persistente intención primaria del sujeto y no se ex­tiende a su derecho a volver a pensarlo y adoptar otra opción: no puede conducir a su incapacitación de facto. Pero en lo que respecta (más allá de la situación legal) a la ética de la suspensión del procedimiento de mante­nimiento por deseo del paciente, sólo un sofista puede equiparar en este caso la cesación de la ulterior acción con la acción, es decir, el dejar morir con matar. Al fin y al cabo el desvalimiento que hace depender al paciente de la concesión del médico no hace peor su derecho que el del paciente mó­vil que puede simplemente levantarse y andar sin impedimentos. Tampoco a éste se le reprochará el suicidio (la enfermedad es el asesino) ni se le obli­gará a vivir; y nadie condenará ese no obligar como ayuda al suicidio (ni si­quiera quien considere erróneamente la conducta del paciente abrespecto). Sería pues tan falto de equidad como ilógico castigar al paciente «preso» por su impotencia física con la pérdida de derechos. Cuando dice «basta» ha de ser atendido; y hay que superar los obstáculos sociales que se opon­gan a esto.5

Pero, ¿qué ocurre cuando en lugar de una «cesación» tenemos que juz­gar una «acción», como por ejemplo la administración de drogas analgési­cas, que representan una acción positiva del médico? Cuando se hacen pre­cisas dosis nocivas para erradicar un dolor constante y torturador, la obligación de aliviar puede entrar en conflicto con el juramento hipocráti- co de «no dañar». ¿Qué obligación tiene prioridad? En el paciente curable o siquiera terapéuticamente influible de forma positiva, sin duda la última: el médico tiene que evitar las dosis peligrosas. Pero en un estado terminal que ya no es accesible a un tratamiento curativo —eso me parece intuitiva­mente claro— el grito que pide alivio supera la prohibición del daño e in­cluso la del acortamiento de la vida y debería ser escuchado. En todo caso, el precio del alivio ha cié ser comunicado al doliente y que él dé su consen­timiento. El daño puede repercutir, como hemos dicho, sobre la expectati­va de vida, el alivio del dolor acortar pues el margen dado: pero lo haría al servicio del margen mismo, que gana más calidad que la cantidad que pier­de. Acelerar de este modo el final, como efecto secundario del objetivo, en­teramente distinto, de hacer soportable el resto de una vida insalvable y en este sentido hacerla aún «digna de ser vivida» es moralmente correcto y debería ser considerado igualmente irreprochable por la ley y la ética pro­fesional, aunque añada otro componente mortal a la mortal situación dada. A partir de un momento determinado, el médico deja de ser sanador y se convierte en auxiliar a la muerte del paciente. La libertad cié actuación que le incumbe, tan cuidadosamente circunscrita, no abre la puerta a la «muer­

5. La actual situación jurídica en los EE.UU. parece ser que semejante «basta» del pacien­te (intelectualmente competente) no se le puede negar sin duda, pero que el médico, bajo la jus­ticia del «fallo artificial» imperante, estaría obligado a deponer el tratamiento, con lo que el pa­ciente ya no tendría que quedarse en el hospital. Dado que esto le privaría de la asistencia médica y hospitalaria que sigue necesitando para morir de forma soportable, esta elección de la interrupción del tratamiento, existente de forma abstracta, se ve bloqueada de hecho por esa

amenaza.

te por compasión» y me parece requerir una legislación sobre la eutanasia, no un refinamiento del concepto de «error médico» en la jurisprudencia que extraiga de su ámbito de aplicación semejante alivio prestado a peti­ción. Ni moral ni conceptualmente se puede confundir con «matar» este in­tercambio entre soportabilidad y duración del proceso de la muerte lleva­do a cabo con el consentimiento del paciente.

APLAZAMIENTO DE LA MUERTE Y DERECHO A MO RI R 169

El PACIENTE EN COMA IRREVERSIBLE

Consideremos por último al paciente en coma irreversible, el caso, pues, de un resto de vida prolongado mediante asistencia artificial en el que ni siquiera queda la ficción de un sujeto decisor cuya presunta voluntad pu­diera ejecutar un representante. A falta de tal sujeto virtual dotado con la posibilidad de elegir en su propio caso, no se puede hablar en sentido es­tricto de un derecho a morir, porque de todos los derechos éste presupone un poseedor que lo reclama eventualmente aunque él no pueda ejercerlo por sí mismo. No se podría indicar propiamente qué derecho se preserva o lesiona con cualquier decisión: el de la antigua persona o el del actual res­to impersonal. (Dado que sólo una persona puede ser sujeto de derechos, tendría que ser la antigua persona aquella cuyos derechos por así decirlo «póstumos» pudieran invocarse realmente. Una declaración de voluntad previamente redactada para un caso así apoyaría moralmente —si es que no también, en este momento, jurídicamente— semejante apelación.) Más bien está en cuestión la obligación o incluso el derecho de otros a perpe­tuar el estado dado, y alternativamente su derecho o incluso su obligación de ponerle fin mediante retirada del apoyo artificial. Razón y humanidad, se puede afirmar como consuelo, favorecen abrumadoramente la segunda alternativa, ya sea como derecho o como obligación: dejad morir a esa po­bre sombra de lo que antaño fue una persona tal como su cuerpo está dis­puesto a hacer, y poned fin a la degradación de su forzada existencia. Pero poderosas resistencias, tanto internas como externas, se oponen a este con­sejo de la razón. Está el espanto humano ante el acto de matar, que es como —sin duda erróneamente— puede ser interpretado el dejar morir en este caso, dado que la suspensión de su impedimento activo implica de to­dos modos un acto por mi parte. Luego está el criterio profesional de que el médico tiene que estar de parte de la vida en cualquier circunstancia. Y luego está la ley, que prohíbe causar intencionadamente la muerte e inclu­so inculpa por causarla mediante cesación de su cuidado. Aunque todo esto no afecta propiamente al derecho a morir y en el mejor de los casos a un derecho a vivir expandido de forma problemática —dado que ya no hay ningún sujeto que reclame siquiera implícitamente uno u otro derecho y lo vea violado por una negativa—, de todos modos en el debate público el caso del paciente en coma permanente se enreda con el «derecho a morir», y se puede oír citar este derecho en apoyo de la exigencia de no oponerse a la muerte. Por esta razón hemos incluido el problema en nuestras consi­deraciones.

170TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

Hay dos escapatorias del callejón sin salida ético-legal que hemos des­c r ito . Una es una redefinición de la «muerte» y su sintomatología, según la cual un coma de determinado grado significa muerte: la llamada «definición de muerte cerebral»,6 que (dado que la muerte es ya un hecho consumado) saca todo el asunto del ámbito de la decisión y lo convierte en mero asunto de constatación de si se cumplen los criterios de la definición. Si se cum­plen, la interrupción de las ayudas funcionales artificiales es no sólo per­mitida, sino obvia e incluso obligatoria, dado que el despilfarro de costosos recursos médicos en un cadáver no sería justificable. ¿0 quizá sí? ¿No po­dría la interrupción —es decir: hacer aún más plenamente cadáver al cadá­ver— significar un derroche en otra dirección? ¿No es el cuerpo del falleci­do, si la circulación se sigue manteniendo en marcha, un valioso recurso médico por sí mismo, como banco de órganos para posibles trasplantes? La continuación del riego mantiene los órganos en estado vivo y asegura al de­finitivo receptor un trasplante de pleno valor, igual al de un donante vivo. En relación a ese valor de uso, la declaración de muerte conforme a crite­rios cerebrales y la prosecución de la vida vegetativa del resto del organis­mo (mediante respirador, etc., en caso de larga duración también median­te alimentación artificial) no estarían en modo alguno en contradicción, más bien serían partes acordadas de una acción global con fines fuera del paciente: en favor de otro paciente o incluso de la investigación médica. Precisamente ese beneficio de uso externo ha sido alegado desde el princi­pio por los patrocinadores del «coma irreversible como nueva definición de la muerte». Sin embargo, debería resultar evidente que la intervención de un interés, y más aún el del interés de otro paciente, no sólo roba a la defi­nición su pureza teórica, sino que también sitúa su aplicación en una pe­ligrosa zona de sombra de tentación bienintencionada. He expuesto en el capítulo anterior mis graves reparos contra este tipo de «solución» del pro­blema del coma, es decir, contra su difuminación en una cuestión semánti­ca decidida mediante la definición: una definición ad hoc, es decir, cortada a la medida de la situación especial y su confusión práctica, cargada con la sospecha de un motiva de uso y dando así motivo a temores referentes al uso ajeno al sujeto al que la definición se presta, y de los que la obtención de material fresco para el trasplante de órganos sólo es el más evidente. No hace falta decir que mis advertencias —muy concretas— fueron vanas (aunque «Against the Stream» se reedita una y otra vez en las antologías de ética médica). Algunos de esos temores, precisamente los más obvios, se han vuelto ya práctica general en medio del progreso irresistible: «Extrac­ción de órganos de «cadáveres donantes» bajo respiración artificial, prose­guida tras la declaración de defunción con este fin. En un caso notorio, algo distinto, el caso Quinlan,7 la definición misma se reveló insuficiente para

6. «Muerte cerebral» y las cuestiones vinculadas a ella son el tema del capítulo precedente. Para el lector de este capítulo se recuerdan brevemente las consecuencias pcrtienentes de la «re­definición de la muerte», extensamente discutida allí.

7. El famoso caso de Karen Quinlan, que se arrastra ya desde hace años: la muchacha,' en coma profundo, fue mantenida en vida orgánico-vegetativa mediante respiración, alimentación y otros servicios auxiliares artificiales. A petición de los padres, el tribunal autorizó (por lo de-

APLAZAMIENTO DE LA MUERTE Y DERECHO A MORIR 171

salir al paso del reto del coma irreversible: porque cuando se suspendió la respiración artificial con permiso judicial, comenzó sorprendentemente la respiración espontánea, de manera que según los criterios de muerte ce­rebral de la «definición de Harvard» (ampliamente aceptada en Norteamé­rica) la paciente no estaba muerta, pero aun así seguía en coma profundo... y la cuestión del mantenimiento artificial de las funciones (por ejemplo, la introducción de líquidos nutrientes) volvió a plantearse con su dureza ori­ginaria, sin poderse decidir ahora recurriendo a la definición ad hoc. El desplazamiento del plano moral al técnico disminuye nuestra capacidad de dar respuesta a la pregunta en su contenido existencial.

Pero hay otra escapatoria del callejón sin salida que no es la semánti­ca definitoria sobre vida y muerte, y es abordar directamente la cuestión de si es justo prolongar tan sólo mediante nuestra intervención artificial lo que quizá —en el estado actual de nuestros conocimientos o de nuestra ignorancia— pueda llamarse aún «vida», pero sólo es ese tipo de vida, y ello enteramente gracias a nuestro arte. Aquí estoy de acuerdo con la ya ci­tada decisión papal, que reza: «Cuando se considera que la inconsciencia profunda es permanente, no son obligatorios los medios extraordinarios para mantener la vida. Se puede suspender su empleo y dejar morir al pa­ciente». La sencilla posibilidad de morir en tales circunstancias límite no necesita una redefinición de la muerte y del momento de producirse. Avanzo un paso más y digo: no sólo se pueden suspender tales medios ex­traordinarios, se deben suspender, en aras del paciente, al que se debe per­mitir morir; la suspensión del mantenimiento artificial no es facultativa, sino obligatoria. Porque al fin y al cabo algo como un «derecho a morir» se construye en nombre y para la protección de la persona que el pacien­te fue un día, y cuya memoria se ve disminuida por la degradación de tal «pervivencia». Este derecho «postumo» al recuerdo (por extralegal que sea) se convierte en un mandamiento para nosotros, que por un dominio unilateral y total sobre este bien jurídico nos hemos convertido en guar­dianes de su integridad y mandatarios de su pretensión. Pero si esto es de­masiado «metafísico» como para convencer a nuestra conciencia positi­vista de cuál es nuestra obligación, un sobrio principio de justicia social —sin duda externo al paciente, pero ilustrativo para el legislador— hace que esta razón íntima venga en ayuda de la obligación de desconectar: el re­parto limpio de los escasos recursos médicos (¡sin contar al paciente mis­mo entre ellos!).

más sin invocar la definición de la muerte y la defunción) la interrupción de la respiración arti­ficial. Se produjo respiración espontánea. Los padres insistieron entonces en que se prosiguie­

ra con la alimentación artificial, cuya interrupción hubiera requerido un nuevo fallo judicial. Es cuestionable que los padres hubieran podido conseguirlo. En cualquier caso, sin él había que

proseguir, conforme al derecho vigente, con la alimentación artificial y demás servicios auxilia­res mientras el organismo, que respiraba por sí mismo, mantuviera en marcha gracias a ellos su metabolismo y demás actividad vital. Hasta la fecha, el cuerpo de la muchacha vegeta en ese es­

tado inconsciente. Sin embargo, están en curso modificaciones de la situación jurídica inde­pendientes de la defunción, conforme a las cuales en casos similares, con el consentimiento de los parientes próximos, se puede suspender el mantenimiento sin especial decisión judicial. [En junio de 1985, Karen Ann Quinlan falleció tras diez años de coma. H.J.]

172TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

Hemos hablado antes de las penosas decisiones sobre la vida y la muerte a las que nos obliga la escasez de medios. Esto se dará con espe­cial probabilidad en los caros aparatos (más el espacio hospitalario y el personal sanitario) cuya aplicación mantenedora tiene que ser perma­nente. Nuestra anterior consideración se refería a la inicial admisión a es­tas instalaciones cuando la demanda de ellas supera la oferta (nuestro ejemplo era la máquina de diálisis). Para las decisiones que sean precisas, las normas de prioridad tienen que ser tan «justas» como podamos esca­lonarlas. Incluso las mejor ideadas tendrán siempre que ser imperfectas, dada la naturaleza del caso. El primer ejemplo histórico de tal regla de se­lección fue el sumario sistema de ayuda de emergencia del tríage que los hospitales de campaña franceses siguieron en la carnicería masiva de la Primera Guerra Mundial. En condiciones no catastróficas, la gradación de exigencias más fuertes y más débiles será una cuestión compleja y siempre discutible, que a menudo —dados los muchos imponderables— sólo se podrá decidir con una cierta arbitrariedad en el extremo superior de la escala. Pero aunque tenga que seguir siendo discutible qué caso me­rece más consideración en un espectro de competidores, no es discutible cuál merece la mínima consideración en su extremo inferior y simplifica- dor: aquel que menos pueda beneficiarse de los escasos recursos existen­tes, es decir, el que tenga menos expectativas de éxito. Una vez admitido esto, queda la cuestión de si tal principio de selección se extiende, más allá de la admisión, al curso restante de las cosas y posteriormente se aplica también al mantenimiento del paciente en el tratamiento si aparece un candidato «mejor». En general hay que decir que no, reconociendo aquí un derecho de prelación al que primero lo recibió. Una vez en marcha el tratamiento, sería una innombrable monstruosidad revocar la ayuda otor­gada en favor de cualesquiera intereses externos, mientras el paciente siga deseándola. Igual que el lugar en el mundo del individuo no es inter­cambiable una vez nacido, la plaza otorgada al paciente no está disponi­ble para ser subastada al mejor postor. Pero al comatoso irreversible ya no le alcanza monstruosidad alguna, como tampoco beneficio alguno, y «su» provecho del tratamiento es literalmente cero si «su» se refiere a un sujeto que pueda cosechar un beneficio. Ninguna voluntad por su parte desea la prosecución, como ya la admisión originaria tuvo lugar sin el concurso de su voluntad. En este caso límite único el criterio del «menor provecho» puede ganar fuerza fáctica y disponer éticamente la interrup­ción de lo que se inició para no negar a otros un mantenimiento en vida del que podrían sacar provecho. Para mí, como he dejado claro, esta consi­deración es secundaria frente a los méritos internos del caso, que con­templo como razón suficiente y obligatoria para la terminación del pro­cedimiento, incluso como la auténtica razón. Pero como es notorio que este aspecto interno no está por encima de las opiniones en disputa, la justicia social distributiva —un principio más pragmático y por ello con un más amplio asentimiento asegurado— puede ser invocada con el mis­mo efecto. A mis ojos esto es lo que Platón llamaba «segunda vía» (deute- ros plous): el segundo mejor camino.

APLAZAMIENTO DE LA MUERTE Y DERECHO A MOR IR

L a t a r e a d e la m e d ic in a

Una reflexión sobre el «derecho a morir» no debe concluir con este caso especial, que en el mejor de los casos pertenece de manera marginal al tema. El caso del paciente en coma es raro y demasiado extremo en sí mis­mo como para servir de paradigma, incluso si el dejar morir se puede con­templar aquí como un —al menos latente— interés jurídico de la persona. (Habíamos aceptado esto en sentido «retrospectivo».) El verdadero y actual lugar de tal derecho, y el escenario de los conflictos y luchas espirituales que da a luz, es la mucho más frecuente y escurridiza zona de penumbra del paciente terminal plenamente consciente que reclama la muerte, pero no puede dársela él mismo. Es él —no el cuerpo privado de toda concien­cia— aquel cuya necesidad plantea los agobiantes problemas éticos. Aun así, a ambos les es común que más allá del espacio de los «derechos» plan­tean la cuestión de la tarea última del arte médico. Nos fuerzan a preguntar: ¿está la mera contención postergadora ante el umbral de la muerte entre los auténticos objetivos u obligaciones de la medicina? En lo que con­cierne a los objetivos servidos de hecho por el complaciente arte, hay que constatar que en un extremo del espectro la antaño estricta definición de los objetivos médicos se ha relajado mucho, y hoy en día incluye servicios (especialmente quirúrgicos, pero también farmacéuticos) que no están «mé­dicamente indicados», como la contraconcepción, el aborto, la esteriliza­ción por motivos no médicos o el cambio de sexo, por no hablar de la cirugía plástica al servicio de la vanidad o las ventajas profesionales. Aquí el «ser­vicio a la vida» se ha extendido, más allá de las viejas tareas de curar y aliviar, al papel de un «técnico de cabecera» general para variados fines de elección social o personal. Sin existir un estado patológico, hoy es suficiente para el médico que el cliente (= paciente) exija los servicios correspondientes y la ley los permita. Nuestro juicio al respecto no viene a cuento aquí.

Pero en el extremo superior, patológicamente crítico, del espectro, que es donde tiene su lugar nuestro «derecho a morir», la tarea del médico si­gue estando sometida a las augustas obligaciones tradicionales. Por eso, es importante definir uno mismo la «obligación para con la vida» que subya- ce a ellas y determinar desde ahí hasta qué punto puede o debe llegar el arte médico en su entendimiento de las mismas. Ya hemos establecido la regla de que incluso una obligación trascendente de vivir por parte del paciente no justifica ser forzado a vivir por parte del médico. Pero actualmente el médico mismo está forzado a tal coacción, en parte por la ética de la profe­sión y en parte por la ley vigente y la jurisprudencia predominante. A con­secuencia de la hospitalización del enfermo (especialmente del enfermo de muerte), que se ha convertido en regla, también el médico —una vez ha conectado al paciente a los aparatos de mantenimiento de la vida del hos­pital— está por así decirlo enjaulado con él y ya no es alguien que opera li­bremente desde fuera. Es notoriamente más fácil conseguir un auto judicial que fuerce al tratamiento (ejemplo: los hijos de «Testigos de Jehová») que uno para interrumpir el proceso de mantenimiento (ejemplo: caso Quin- lan). Por eso, en defensa del derecho a morir hay que afirmar de nuevo la

174TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

verdadera vocación de la medicina para liberar tanto al médico como al pa­c ie n te de su actual servidumbre. El fenómeno, de nuevo cuño, de la impo­tencia del paciente conectado al poder de técnicas que retrasan la muerte bajo tutela pública exige semejante reafirmación. Yo creo que se puede alcanzar la unanimidad en torno a que la administración fiduciaria que hace la me­dicina tiene que ver con la totalidad de la vida o, en la mayor aproximación posible a ella, con su condición de aún-deseable. Mantener su llama ar­diendo, no sus brasas encendidas, es su verdadero mandato, por mucho que tenga que proteger también las brasas. Lo que menos puede hacer es causar dolor y humillación que sólo sirvan para el indeseado retraso de su extinción. Se traduzca como se traduzca tal confesión de principios en la práctica legal, será sin duda un difícil capítulo de por sí; y por bien que ha­gamos nuestra tarea, no discurrirá por su naturaleza sin zonas de sombra en las que en el caso concreto habrá que tomar apremiantes decisiones.8 Pero una vez afirmado el principio existirá mayor esperanza de que el mé­dico vuelva a ser un servidor humano en vez de un señor tiránico del pa­ciente, tiranizado a su vez por él.

Así pues, es en última instancia el concepto de vida, no el de muerte, el que rige la cuestión del «derecho a morir». Hemos vuelto al comienzo, don­de hallamos el derecho a vivir como fuente de todos los derechos. Correcta y plenamente entendido, incluye también el derecho a morir.

8. La historia alemana hace que no sea superfluo decir aquí expresamente que ni el asesi­nato de enfermos mentales ni cualquier otra erradicación de la «vida indigna» entra ni de lejos en las posibles zonas de penumbra de esa confesión de principio: son inequívocamente críme­nes, y si algo como la «utilidad pública» tiene algún derecho en esta esfera, sólo lo tiene en el

sentido de que estampilla su comisión como digna de la pena capital.

C apí tulo 12

DE CONVERSACIONES PÚBLICAS SOBRE EL PRINCIPIO DE RESPONSABILIDAD

Desde la aparición de su libro El principio de responsabilidad (1979), el autor fue puesto a menudo, tanto en simposiums como en entrevistas en prensa, radio y televisión, en situación de seguir desarrollando en la con­versación aspectos del tema general «Técnica y ética» o aclararlos nueva­mente en respuestas a preguntas directas. Algunas de estas ocasiones fue­ron publicadas con posterioridad. Junto a sus conocidas desventajas (el azar, la suerte, la taita de sistemática y la expresión relajada), el diálogo (si hay suerte) tiene también las ventajas de la réplica retadora y el estímu­lo al otro y de la ocurrencia —a menudo insospechada para la propia per­sona que habla— en respuesta a ellos. A veces he deseado que tal o cual idea se me hubiese ocurrido antes. En cualquier caso, al revisar el material me ha parecido que parte de él merecía, para poner fin a este libro, ser someti­do al juicio del lector, en el que siempre (de manera invisible, como inter­locutor) se ha pensado.

A. M e s a r e d o n d a (1981):

«P o s ib i lid a d e s y l ím ite s de l a c u l t u r a t é c n ic a » 1

R O s s le r : El principio de responsabilidad es una ética para la era técnica, o en todo caso este libro se puede leer así. ¿Qué, y ésta es la primera pre­gunta al autor, es lo peculiar de esta era técnica? ¿Qué es lo verdaderamen­te especial y distintivo en ella, aquello que exige una nueva ética? ¿Por qué la ética tradicional no basta? ¿qué impide su función o la hace pasada de moda? O en general: ¿qué es lo nuevo en la nueva era?

La segunda pregunta no puedo esbozarla más que de manera un tanto vaga. ¿En qué sentido es la «responsabilidad» el concepto que responde a los retos dé la nueva era, y en qué sentido puede ser la «responsabilidad» el

1. Simposio en el Hotel Schloss Fuschl, Austria, 7-10 de mayo de 1981. Publicado como

Móglichkeiten und Grenzen der technischen Kultur (edición a cargo de D. Rossler y E. Linden- lonb), Stuttgart, Nueva York, Schattauer, 1982 (Symposia Medica Hoechst, 17); la «Mesa re­donda con Hans Joñas» se encuentra en las páginas 265-296. En los extractos ofrecidos aquí to­man la palabra los siguientes participantes: Prof. doctor W. Hennis (ciencias políticas). Prof. doctor G. Jakobs (derecho penal), R. Kaufmann (periodista), Prof. doctor H. Maier-Leibnilz (fí­sica), Prof. doctor C. Razim (tecnología de materiales), Prof. doctor G. Rohrmoser (filosofía so­cial), Prof. doctor D. Rossler (teología), Prof. doctor E. Samson (jurisprudencia), Prof. doctor W. Wild (física), Prof. doctor H.-L. Winnacker (bioquímica).

176TÉCNICA, MEDIC INA Y ÉTICA

f u n d a m e n t o de esa ética que el presente requiere? ¿Qué quiere decirse con esta r e s p o n s a b i l i d a d , s i no se trata de repetir simplemente un concepto tra­d i c i o n a l ? ¿Qué, se podría decir también aquí, es lo nuevo en un concepto c o n t e m p o r á n e o de la responsabilidad? Quizá estas indicaciones le basten para adoptar una posición.

Jo ñ a s : Muchas gracias, sí, me basta y me sobra. Es aproximadamente todo lo que se puede preguntar al respecto. La primera pregunta es algo más fácil de responder que la segunda. La primera es: «¿Qué es lo peculiar de nuestra era o de nuestra civilización?». Hablamos siempre de la civiliza­ción occidental, que en todo caso desde hace algunos siglos, en su crecien­te expansión tanto en cuanto a recepción como a repercusiones, comienza a convertirse en global... pero naturalmente sigue sin ser total, porque sigue habiendo grandes partes del mundo que no están del todo afectadas por ella. Pero hoy se puede hablar más que en épocas anteriores de que es la ci­vilización técnica, una creación del espíritu occidental, en realidad de un pequeño rincón del mundo, la Europa occidental y central, la que repre­senta hoy día el destino mundial: en su faceta activa, en lo que los hombres pueden hacer y de hecho hacen, en lo que sucede de hecho bajo el signo de esta civilización, y en su faceta pasiva, en el volumen de aquellos que tienen que sufrir las repercusiones de esta acción, beneficiarse de su bendición o padecer su maldición. En otras palabras: una peculiaridad de la era técni­ca es el puro volumen como tal. Esto tiene ciertas consecuencias también para las consideraciones acerca de qué se puede y debe hacer. De lo que la técnica produce no sólo son característicos el equipo técnico, los aparatos, la maquinaria, los medios de intervención en el mundo, sino también los objetos del poder, es decir, aquello a lo que el poder se puede extender o aque­llo que el poder puede producir: esto ha añadido a la acción humana provin­cias enteramente nuevas, que antes ni siquiera estaban en el círculo del poder humano y en gran parte ni siquiera en el círculo de los deseos huma­nos. En otras palabras: no sólo las dimensiones del poder humano frente a la naturaleza y también dentro del mundo humano han aumentado de for­ma cuantitativamente enorme, también su contenido ha cambiado cualita­tivamente. Esto se puede ilustrar del modo más sencillo señalando ciertos actos o pi'ocesos de actividad de la moderna civilización técnica con los que antes nadie había soñado nunca. Por ejemplo todo el sistema de comunica­ciones, el sistema de información e informatización microelectrónica, ha añadido a la acción humana una dimensión verdaderamente nueva. No bas­ta con decir que ahora se pueden hacer ciertas cosas mejor o con menos tra­bajo o más deprisa, sino que se pueden hacer cosas completamente distintas.

Quizá una ilustración aún más eficaz sea aquella de la que esta maña­na se habló por vez primera: la manipulación genética mediante operacio­nes microbiológicas. La biología molecular ha abierto realmente una nueva dimensión al control humano. Tampoco aquí el asunto es tan sencillo como que ahora se puedan hacer ciertas cosas mejor y más eficazmente o en mayor cantidad o con menos trabajo, sino que se trata en parte de co­sas enteramente distintas. Pero sobre todo su alcance hacia el futuro se ha prolongado enormemente. A partir de ciertos procesos iniciados bajo el es-

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tandarte de nuestra economía técnico-industrial, ahora se puede prever—no exactamente predecir, pero sí prever en su orientación general_que in­fluirán en su efecto a cadenas enteras de generaciones y que a la conside­ración de lo que hacemos, a los efectos próximos, que en gran parte cono­cemos (naturalmente, tampoco nunca por completo, pero sí lo suficiente como para fundar decisiones acerca de qué se puede y debe hacer o no ha­cer), se añadirá ahora en muchas de las cosas que acometemos un aspec­to completamente nuevo, a saber: ¿cómo repercutirá esto acumulativa­mente en el futuro lejano? Éstas son algunas de las peculiaridades de la era o de lo nuevo en la nueva era en la que vivimos. La nueva era misma ya no es tan enormemente joven, ha necesitado su propio tiempo para crecer. Pero sus períodos de crecimiento fueron bastante inofensivos y provincia­nos e inocentes en su conocimiento de sí mismos comparados con lo que hoy se nos viene encima como producto de nuestra propia acción. Lo que se nos viene encima es el futuro. Se puede decir, muy en general, que se trata de un fenómeno del poder, de la magnitud del poder y de las cualida­des del poder, es decir, de a qué se refiere, qué clase de cosas puede hacer y en qué medida. Ahora, para pasar a la segunda pregunta, se puede esta­blecer la sencilla frase —en todo caso yo he partido de ella como una hi­pótesis de trabajo en mi libro— de que la responsabilidad es una función del poder. Quien no tiene poder no tiene responsabilidad. Se tiene respon­sabilidad por lo que se hace. Quien no puede hacer nada, no tiene que res­ponsabilizarse de nada; en cierto modo se puede decir pues que aquel que sólo tiene una muy escasa influencia en el mundo está en la feliz situación de poder tener una buena conciencia. No tiene que estar dispuesto a res­ponder ante ninguna instancia, ni la de su propia conciencia ni la de la his­toria universal o el Juicio Final, a la pregunta: «¿Qué has hecho?». Res­puesta: «Casi nada, porque, ¿quién soy yo?». Esto es válido para la mayoría de nosotros aún hoy en día. Creo que cada uno de nosotros puede permitir­se tener una conciencia buena y pura, porque lo que cada uno de nosotros hace es casi igual a cero en la cuenta global de la inmensa suma de acto­res, de fuerzas actuantes. Se nos puede eliminar a cada uno de nosotros y —les ruego me disculpen— creo que ninguno de nosotros puede decir que eso cambiaría sustancialmente algo en el curso de las cosas. Pero en con­junto todos actuamos, incluso por mero desgaste, incluso sin hacer nada. Ya con participar en los frutos de este sistema somos fuerzas causales en la configuración del mundo y del futuro; y lo que he dicho del ampliado poder de la gran técnica, es decir, que la humanidad como tal —el «ser hu­mano» como especie— tiene enorme influencia en el mundo, significa que todos somos sin que tenga que serlo un individuo. Para volver al sen­cillo principio fundamental: la responsabilidad es conmensurable al po­der: mensurable por tanto. Pero además está codeterminada por las cuali­dades del poder, por el tipo de cosas que entran en el círculo de la acción humana y le están sometidas. Y esto determina también la eventual res­puesta a la pregunta: ¿necesitamos, aparte de la magnitud de nuestras ac­ciones, una nueva ética debido a la novedad de sus objetos y de nuestra si­tuación por ellos condicionada, o esto es simplemente una magnificación

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de lo Que siempre ha tenido validez, sólo que por así decirlo ahora ha de ser observado con mayor urgencia?

Yo creo que si se plantea el argumento de que nuevas formas de poder exigen también nuevas normas éticas ello no priva de validez a nada que siempre haya tenido vigencia ética, por ejemplo en las categorías del amor al prójimo o de las relaciones interpersonales, en las que la lista de las vie­jas virtudes ha sido válida y sigue siéndolo: que uno se comporte decente­mente, honradamente, con justicia, limpieza, sin crueldad, etc. En resu­men: no habría nada que cambiar ni en la lista de las cuatro «virtudes cardinales» ni en lo expresado en los diez mandamientos. No se trata pues de que una ética haya de reemplazar a otra, sino que hay que añadir al catá­logo de obligaciones y a la forma de las mismas otras nuevas, que nunca han sido tomadas en consideración porque no ha habido ocasión para ello. Porque nadie tenía que romperse la cabeza sobre si está permitido o no, si es deseable o no, por ejemplo, modificar algo en la composición genética del hombre. No veo cómo podría responder a esto la ética tradicional. En todo caso, si puede hacerlo es eventualmente con ayuda de la religión, y en­tonces estamos con toda certeza ante otro planteamiento. De esos nuevos planteamientos tenemos sin duda un gran número, y por eso es preciso re­considerar las obligaciones y llegar quizá a que a nuestro catálogo de obli­gaciones o a las tablas de los mandamientos y prohibiciones haya que aña­dir otros nuevos sin que ello derogue los antiguos. Es una respuesta muy provisional, pero me gustaría decir algo más al respecto. He mencionado antes que el poder de cada uno de nosotros, es decir, lo que concierne a su parte en la determinación de las cosas y del destino de su entorno, no ha au­mentado ni siquiera relativamente. Dada la enorme masificación de la so­ciedad, casi se puede afirmar lo contrario: quizá el poder del individuo ha disminuido incluso proporcionalmente. Pero lo que ha crecido sin duda al­guna es el poder relativo del colectivo, es decir, de los sujetos colectivos de actuación, como por ejemplo «la industria»: se trata de un cuerpo colectivo que integra innumerables actantes individuales en su actuación global. Di­gamos, por ejemplo, Hoechst AG o la industria farmacéutica, la industria química, pero también la moderna agricultura con sus métodos, el moder­no urbanismo. A donde quiero ir a parar es a esto: el tipo de obligaciones que el principio de responsabilidad estimula a descubrir (y ésta es ya la pri­mera obligación del principio de responsabilidad) es el de la responsabili­dad de instancias de actuación que ya no son las personas concretas, sino nuestro edificio político-social, una oscura y vaga palabra, pero que desig­na algo que se puede concretar más. Esto significa, pues, que la mayoría de los grandes problemas éticos que plantea la moderna civilización técnica se han vuelto cosa de la política colectiva. En parte son claros problemas de supervivencia, pero en parte también problemas mucho más sutiles, porque la supervivencia de la humanidad no está en cuestión cuando, por ejemplo, se llevan a cabo experimentos genéticos aislados en personas que numéri­camente no representan nada para la especie. El tipo de cosas que entran bajo el control de las nuevas obligaciones a formular, tareas, no sólo man­datos, sino también prohibiciones, es un tipo tal que la decisión está más en

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la esfera pública que en la privada. En otras palabras: la mayoría de las ve­ces la pregunta moral que tenemos que plantearnos no es tanto: ¿cómo guiar mi vida de manera sensata y decente? (esto seguirá existiendo siem­pre) cuanto: ¿qué podemos hacer —«nosotros», es decir, todo este gran su- per-sujeto que actúa como un todo, la actual humanidad técnico-civilizada— qué podemos hacer para que no se comporte de tal modo que las futuras posibilidades de seres humanos como nosotros, o como sean en un supues­to mundo, sean puestas en cuestión de antemano? ¿Para que siga habiendo estas posibilidades de existencia, en el doble sentido de permitir la supervi­vencia como tal y de una existencia humanamente digna y sana? Y de esto se desprende ya que en este momento lo apremiante no es la idea de un gran logro, sino más bien la preocupación de qué hay que preservar y qué mantener.

W ild : Estoy de acuerdo con usted en que el concepto de poder tiene una importancia central, en que el poder ha ganado una dimensión cualitativa­mente nueva y también en que nuestra responsabilidad es una función de ese poder. Ahora me parece bastante importante que pensemos si hay lími­tes a ese poder, si se pueden prever algún tipo de limitaciones. Que hay cier­tas limitaciones es algo que como científico me parece evidente, por lo me­nos desde el punto de vista de nuestras actuales teorías. Por ejemplo, no podemos enviar ninguna señal con más rapidez que la velocidad de la luz. Conforme a nuestra comprensión, la velocidad de la luz parece ser un límite absoluto. Esto tiene notables consecuencias: así, por ejemplo, es muy pro­bable que siempre estemos solos en el Cosmos, que nunca podamos esta­blecer una comunicación interestelar. A todas luces, en nuestro sistema so­lar sólo hay vida en la tierra. Además, la finitud de la velocidad de la luz limita las posibilidades de nuestros ordenadores. Si queremos desarrollar un proceso en una fracción de segundo, una señal sólo puede avanzar un fragmento de un milímetro. Aquí existen a todas luces límites objetivos. Otro punto es la relación de desenfoque de Heisenberg. También aquí exis­te un límite objetivo: no podemos desconectar la observación del proceso mismo, y por eso sólo tenemos la posibilidad de influir sistemas físicos den­tro de una cierta banda de oscilación. Quizá haya un tercer límite de una importancia casi tan fundamental, sólo que no lo sabemos con tanta certe­za. Y es el de que en los sistemas complejos pequeñas causas pueden tener grandes efectos. Esto se demuestra por ejemplo en el juego de los dados o en la máquina extractora de las cifras de la loto; la mejor reproducción po­sible que pudiéramos conseguir llevaría de todas formas a resultados com­pletamente distintos. Manfred Eigen ha dicho que sin duda hoy creemos entender qué condiciones previas físicas y químicas tendrían que cumplir­se para poner en marcha un proceso evolutivo, y creemos entender cómo en un sistema se pueden producir reproducciones e incluso perfecciona­mientos sin influencias externas, pero no entendemos en absoluto —por­que depende de acontecimientos azarosos, imprevisibles y no manipula- bles— cómo ha sido la marcha concreta de la evolución. Bien podría ser que los resultados de la tecnología genética converjan en cero, que aquí haya también un límite objetivo de lo factible dado por la naturaleza.

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Un último punto: creo que nuestro poder también tiene un cierto límite f i ja d o por los puros costes. S i se miran los gastos en investigación y el pro­d u c to interior bruto de la era Kennedy y se extrapolan linealmente sus ten­d e n c ia s , antes del año 2000 todo el producto interior bruto se habría con­sumido en gastos de investigación. En la medida en que entramos en dimensiones cada vez más exóticas aumentan también los medios que te­nemos que aportar para poder investigar experimentalmente con éxito. Esto es muy evidente en la física de partículas elementales y en la astrofísi­ca, donde los equipamientos resultan extremadamente caros. Por otra par­te, es completamente seguro que la sociedad, mucho antes de emplear todo el producto interior bruto en investigación, pondrá un punto íinal. Creo pues que hay límites a nuestro poder, y que deberíamos determinar esos lí­mites con algo más de precisión.

H e n n is : Me parece enormemente fascinante que el señor Wild, a todas luces intentando una cierta desdramatización de nuestra situación, remita como físico a los límites puestos a los hombres, a las leyes de la naturaleza. Las leyes de la naturaleza no han impedido que en las últimas décadas el hombre haya exterminado innumerables especies animales y vegetales. ¿Qué consuelo pueden ofrecernos las leyes de la naturaleza para la conser­vación de nuestra propia especie? Nuestro poder, basado en la aplicación de las leyes de la naturaleza, es ya hoy tan grande que apretando un par de botones estamos en condiciones de aniquilar a nuestra especie. Sencilla­mente, no entiendo cómo se pueden alegar las leyes naturales como con­suelo en una situación así.

W in n a c k e r : Yo quisiera decir algo más respecto a su planteamiento, se­ñor Joñas, de qué es lo nuevo en la nueva era, y también respecto a los ejemplos que ha puesto, y quizá también sobre la tecnología genética y la cuestión de si sus posibilidades no se sobrevaloran hoy en general. El gran temor existente se refiere a la modificación del material genético del hom­bre, la pretendida modificación del pool genético humano. Hay que distin­guir aquí entre una sencilla corrección de un defecto genético y la correc­ción (genética) de un defecto, y que sea de tal modo que se transfiera a la descendencia. Porque primero es conceptualmente difícil, después se ob­tiene realmente influencia, y sólo después entra en juego ese largo brazo, ese nuevo poder de las ciencias naturales del que se habló ayer. Aquí me gustaría hacer la reflexión de que algo similar ha ocurrido siempre como efecto secundario de la medicina. Quizá lo hemos pasado por alto durante mucho tiempo. Así por ejemplo se expresó ayer que hoy los diabéticos con una predisposición genética a su enfermedad alcanzan una edad en la que son capaces de reproducirse. También de este modo se lleva a cabo mani­pulación genética, y con ello se modifica a largo plazo toda la estructura ge­nética de la población. En este sentido quizá los métodos actuales, que son más específicos y orientados, estén sobrevalorados.

R o h rm o se r : Señor Joñas, quisiera plantearle algunas cuestiones de com­prensión. Las posibilidades de acción técnica de que hoy día disponen los hombres han crecido de forma inimaginable cuantitativa y cualitativamen­te. Hay a disposición del hombre un poder como nunca hubo antes. ¿Qué sig­

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nifica poder en este contexto? La expansión de las posibilidades de influir y modificar está vinculada a lo que usted llama sistema. ¿Quién es el sujeto concreto al que podría dirigirse? Ha hablado usted de magnitudes colecti­vas, de política, y por tanto de Estado. Pero, ¿el proceso de posibilidades ex­pansivas no va acompañado del ejercicio del poder precisamente de una de­cadencia de la capacidad de actuación de las estructuras institucionales que lo hacen posible? Finalmente, planteaba usted en este contexto la exi­gencia de una nueva ética, o más exactamente de la ética en general.

Jo ñ a s : En la discusión entre Hennis y Wild, el diálogo planteado en for­ma de preguntas dirigidas a mí ha dado ya en el fondo una respuesta. Des­de luego que hay límites dados por la naturaleza. El poder del ser humano no sólo está limitado por toda una serie de motivos evidentes, sino también por la vigencia de las leyes de la naturaleza. En cualquier caso, tenemos asegurado que los árboles no crezcan en el cielo. Pero eso no es motivo para la tranquilidad, porque hasta que se alcancen esos límites pueden haber sido largamente rebasados otros, que es de los que se trata realmente y al respecto de los cuales ya no merece la pena preguntar si más allá hay lí­mites que hubieran podido frenar el asunto, suponiendo que hubiera ido más lejos. Naturalmente, al hacer referencia a la muerte atómica el señor Hennis ha invocado un caso extremo en el que la cosa, mucho antes de que se alcance límite natural alguno, podría aniquilarse a sí misma. Pero inclu­so si dejamos a un lado esta perspectiva dramático-apocalíptica, digamos que si confiamos en que no ocurrirá, que con una mezcla de cautela, temor y disuasión mutua no se producirá (y todos tenemos que esperarlo así), en la dinámica del progreso de nuestro poder y su choque con todas las con­diciones y la sustancia de nuestro ser siguen quedando longitudes, tiempos, dentro de los cuales pueden ocurrir cosas que desde el punto de vista de la naturaleza sean absolutamente digeribles y supongan poca diferencia, pero desde el punto de vista del destino humano signifiquen quizá catástrofes o empeoramientos decisivos. Aun así, la cuestión de los límites de la natura­leza sigue siendo relevante para la perspectiva humana. En mis propias consideraciones me he encontrado, al pensar en las posibilidades de la uto­pía, con la simple consideración de qué podemos esperar de este planeta en cuanto a abastecimiento de una humanidad muy, muy numerosa, en cons­tante crecimiento, con todos los bienes vitales que hoy consideramos parte de una existencia satisfactoria, y de los que el Tercer Mundo debe recibir su parte. Y en el que todos podríamos vivir no sólo suficientemente, sino en plenitud. E incluso sin trabajar, dada la creciente exención de los seres hu­manos de la plaga del trabajo, aquella maldición de los expulsados del Pa­raíso de tenerse que ganar el pan con el sudor de su frente. De ello nos li­bera la máquina, primero del trabajo físico pesado, después incluso del ligero. La plena automatización crearía pues toda una humanidad de pen­sionistas del Estado dedicados a consumir, a devorar lo que produce la eco­nomía automatizada. Entonces se presentan dos límites, y dos límites muy distintos:

Uno se desprende de la pregunta: ¿es esto físicamente alcanzable, es de­cir, se le puede exigir «físicamente» al planeta? Y ahora es cuando yo creo

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q u e lo Qu e usted ha dicho, señor Wild, entra realmente en vigor. Probable­m e n te hay límites puramente físicos, biológicos, atmosféricos y químicos a Jo que se puede exigir al agua, al aire, etc. de este planeta, que dirán alto con mucha antelación y condenarán de antemano a esta visión paradisíaca a seguir siendo un sueño infantil. Ahora se podría decir: entonces podemos confiar en esos límites. Pero entonces se añade otra consideración muy dis­tinta: ¿cuánto sería deseable incluso de aquello que es alcanzable? ¿Es la as­piración a ese ideal —hasta donde es realizable— lo correcto, aquello en lo que debemos emplear nuestras fuerzas sin más reserva, confiando precisa­mente en que los límites se pondrán por sí mismos? Y en este punto yo ten­go la convicción de que una determinada imagen —que ahora no vamos a definir— del hombre y de la dignidad del hombre y de lo que es el conteni­do de una vida humana que merezca el nombre de «vida humana» nos pro­híbe mantener y fomentar este tipo de visión. Péro puede haber opiniones muy diversas al respecto, y la medida del esfuerzo y el trabajo humano que es posible y soportable liberar puede ser evaluada de forma muy distinta. Entonces se plantea una cuestión que ya no tiene nada que ver con los lí­mites de la naturaleza, a no ser que se incluya en la naturaleza humana, y es la cuestión, totalmente distinta: ¿qué es conveniente para el hombre? Ésa ya no es la pregunta: ¿qué se puede hacer eventualmente?, sino: ¿qué se debe hacer realmente dentro de lo factible? Y ahí tengo que confesar —y supon­go que muchos tienen parecida sensación— que la mera idea de un ocio ge­neral, que en principio tiene sus aspectos atractivos —todo el mundo se puede dedicar a sus aficiones, el uno hace maquetas, el otro pinta, el terce­ro compone, el cuarto escribe libros, el de más allá los lee—, que esa visión en su conjunto conduce a algo totalmente grotesco, a un absurdo. Pero si esto es así no hace falta ir hasta el estado utópico. Hay que preguntarse: ¿hasta dónde hay que impulsar entonces la automatización? En última instancia eso está en nuestra mano. No podemos decir simplemente: la cosa está en mar­cha, no hay nada que hacer, hay que seguir adelante porque lo que no haga­mos nosotros lo harán otros, por ejemplo los rusos o los chinos; al que no lo haga lo devorarán los lobos, así que estamos obligados a seguir avanzando. Si decimos eso ya hemos capitulado. En última instancia estas cosas son obra nuestra. Es un puñado de hombres el que trabaja en estos límites, en los pues­tos de cabeza de las técnicas de automatización e información. Que eso no se pueda poner bajo control sólo porque hay una dinámica en marcha, que en parte estamos viendo... de lo que primero deberíamos guardamos es de esa declaración determinista de renuncia.

Y ahora voy a las preguntas del señor Winnacker y el señor Rohrmoser. Hay entre estos nuevos tipos de poder y de factibilidad algunos tales como la manipulación genética de la sustancia humana hereditaria, por ejemplo mediante recombinación del ADN: esto abre posibilidades completamente propias, de las que el señor Winnacker decía que en el fondo llevaban pro­duciéndose todo el tiempo. Ya el arte médico como tal propicia una modifi­cación del pool genético de la población al mantener, por ejemplo, geno­tipos que en la selección natural o fuera de una sociedad con estado del bienestar, altamente desarrollada desde el punto de vista médico, y sin duda

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alguna en condiciones naturales, desaparecerían, y cuya protección y man­tenimiento tienen pues influencia en la composición genética de la pobla­ción. Y eso se puede ver como un cambio a largo plazo. Pero hay una dife­rencia importante entre este tipo de influencia genética sobre el futuro humano, que resulta sin planificación alguna del principio de la protección de los individuos, y las modificaciones planificadas del tipo humano me­diante técnicas microbiológicas como la recombinación del ADN, demos­trables primero en ejemplos concretos experimentales y elegidas conforme a ciertos criterios de curiosidad o incluso a ciertos intereses pragmáticos de uso: por ejemplo, para el viaje espacial necesitaríamos quizá un organismo humano dispuesto de manera algo distinta, con cualidades algo diferentes de las que la evolución ha producido para la vida en la tierra. Si se empieza con eso, se pueden por lo menos considerar intervenciones completamente distintas que no son del mismo tipo que las que usted ha caracterizado. Aquí se trata de algo que se hará caprichosamente. Nada ni nadie obliga a hacerlo, tampoco el mandato de mantener vivos y por tanto capaces de re­producirse a individuos con ciertos defectos hereditarios. Este imperativo, que deriva de toda nuestra cultura, de que hay que compensar las desven­tajas de la naturaleza y dar a cada cual su oportunidad en la vida, es un ar­gumento que no tiene efectos cuando nos entregamos a experimentos ca­prichosos. En vista de la osadía de ciertos sueños de nuestros pioneros biológicos, que ya están a la espera con ideas de qué se podría hacer con los hombres y de lo grandioso que sería que pudiéramos probar, en mi opinión se desprende para la ética una especie de derecho de veto. Esto no tiene nada que ver con el miedo a las consecuencias para la especie humana en su conjunto y para su supervivencia, sino que lleva a dimensiones esencia­les en las que incluso el caso concreto sería una monstruosidad tan grande como un experimento masivo, y por eso recalco también la novedad de nuestro poder. Esto significa que no sólo cuantitativamente tenemos una influencia tan grande en el curso de las cosas a escala planetaria; también cualitativamente adquirimos posibilidades que podemos y tenemos que mi­rar con lupa. Y aquí viene la pregunta final del señor Rohrmoser: ¿qué es poder y quién es su sujeto? Las posibilidades de actuación han crecido enormemente. Este poder hacer es transformado en hacer por... sí, ¿por quién? ¿No está una parte del poder que tenemos basada precisamente, y caracterizada por ello, en que los órganos del poder propiamente dicho ya no se conocen? ¿Que este se ejerce en un anonimato que para el individuo —y para aquellos que plantean consideraciones al respecto— es ya algo así como un destino, de forma que por así decirlo puede desarrollarse a partir de él una especie de ciencia determinista si sólo vemos suficientemente cla­ra la mecánica de cómo seguirán avanzando las cosas? A esto sólo puedo contraponer lo que tiene que replicar cada uno de nosotros: tua res agitur, y no sólo tua res agitur, sino también: tu agis, tú también actúas. Este asunto ha de ser controlado, hay que tomar sus riendas. Es cierto que las institu­ciones del poder que habría que movilizar ya contra el automatismo de éste aún no son visibles. Pero si hay algo de visionario o utópico en el principio de responsabilidad es precisamente eso: hacer visibles tales instituciones,

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quizá contemplarlas en sus contornos y colaborar en su realización, de for­ma que se supere esa separación entre un ejercicio del poder que se auto- rreproduce automáticamente y los verdaderos titulares del poder, que en última instancia hemos de ser nosotros. Y es cosa de fe o de temperamento personal el creer que se llegará o no a hacerlo. Si se piensa que no se con­seguirá se es un pesimista, y si se cree que podemos hacerlo se es un opti­mista. Pero con independencia de si se"es optimista o pesimista: ni siquie­ra el pesimista puede estar tan seguro de su pesimismo como para decir: «No hay ni que intentarlo».

W ild : Sin duda las posibilidades de destrucción, de autodestrucción, que tenemos son inmensas, y han adoptado una dimensión cualitativa­mente nueva: la bomba atómica es un ejemplo de esto. Y es segurísimo que para este brazo enormemente prolongado de que hoy disponemos necesi­tamos un nuevo tipo de ética que va más allá de lo que nos ha sido legado. Pero, ¿cuáles podrían ser los componentes de esta nueva ética? Tengo que decir que en primer término he venido aquí para aprender quizá algo sobre tales componentes de una nueva ética. Yo mismo opino que un componen­te podría ser la obligación de hacer con absoluta rectitud estimaciones de consecuencias paralelas al desarrollo de tecnologías; así por ejemplo en la tecnología de reactores, tomar las estimaciones de consecuencias tan en se­rio como las evoluciones mismas de esta tecnología. Éste es un componen­te que tenemos que insertar en una nueva ética. Y esto implica natural­mente la limitación de aquello que podemos hacer, de manera inequívoca; porque tenemos que poder evaluar exactamente que se van a producir éstas y aquellas consecuencias; pero que con toda probabilidad éstas y estas otras no se producirán, por lo que podemos dejarlas a un lado en un análisis pro­visional. Y a ese respecto pienso que de hecho debemos tener siempre en cuenta las limitaciones de nuestro poder. Si tenemos claros los límites de lo factible, de lo factible en el marco de las leyes de la naturaleza, podremos tener menos escrúpulos de lo que hoy es el caso en algunos problemas, qui­zá también en el de la tecnología genética.

H e n n is : L o que acaba de decir el señor Wild se limita a la problemática cognitiva, es decir, a la pregunta: «¿Qué puedo hacer realmente?». Pero en­tonces es cuando empieza el problema ético. Sé que puedo hacer esto y aquello, pero no lo hago. Sólo aquí se plantea la cuestión ética. Evaluar si el hombre será capaz en el futuro de no hacer lo que podría hacer no me pa­rece una cuestión de optimismo o pesimismo. Primero tendríamos que analizar los factores que quizá podrían ayudarnos a no hacer lo que podría­mos hacer. Toda la ética anterior presuponía esas limitaciones fácticas. ¡La ética del «corto brazo» bastaba porque el brazo era corto, pero eso estaba incluido en el razonamiento! Creo que en esta situación tendríamos que pensar en todo ello de manera apremiante, y volver a traer a nuestra con­ciencia, lo que quizá podría impedirnos hacer lo que podríamos hacer. ¿Quedan hechos que pongan límites a la autonomía del ser humano si quie­re seguir siendo humano? En su gran libro, el señor Joñas habla una y otra vez de la eventual irrenunciabilidad de la religión y el «respeto reverente». Cuando hayan caído todos los límites externos, heterónomos, me cuesta

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trabajo pensar que la ética, abandonada a sus propias fuerzas, esté en con­diciones de trazar otros nuevos.

R o h r m o s e r : Se puede discutir el problema de la ética tal como usted, señor Wild, lo ha hecho. Pero la exigencia de una ética de la prohibición y de la limitación de lo factible a la medida conveniente para el hombre plan­tea también cuestiones fundamentales, por filosóficas. ¿Cuáles son los cri­terios o medidas en función de las cuales puedo decidir lo que es favorable o conveniente para el hombre? Esta es una pregunta que se tiene que plan­tear todo aquel que no haya olvidado a Platón. Si no hay consenso en los va­lores básicos, no quedará más que el interés por la supervivencia. Pero, ¿es obvio este interés por la supervivencia? ¿Puede servir como fundamento para la ética o requiere a su vez un fundamento ético? Esto no suena muy pragmático a los oídos de los científicos naturales, pero tiene una enorme importancia práctica y política si logramos hacer éticamente resistentes a la decepción a los hombres. Así pues: ¿podemos desarrollar una ética que renuncie a la cuestión de la buena vida, movilice al mismo tiempo el inte­rés por la supervivencia y haga posible el sacrificio sin el que no podremos sobrevivir? No me parece evidente que sea posible.

K a u fm a n n : Mi pregunta, y especialmente para el señor Joñas, es ésta: ¿no es cierto que todo lo que ocurre en el ámbito de las ciencias naturales ocurre públicamente? ¿No es la propia opinión pública una parte del con­trol del poder? El colectivo delega una de las más difíciles tarcas de la épo­ca, la investigación científico-natural, en los eruditos concretos o en insti­tutos. Lo que hace el erudito es conocido y discutido constantemente, también en sus posibilidades; y yo veo en esto —por lo demás también, por ejemplo, para la fabricación industrial de recursos que se aplican en perso­nas— el verdadero control de la época: que los eruditos saben entre sí lo que hace el otro, y a uno de ellos se le tiene que ocurrir que algo podría ser nocivo y que tendría que advertir frente a determinados desarrollos. Creo que no es un problema de prescribir «qué se puede hacer, qué no se puede hacer», sino de la constante discusión tanto entre los propios eruditos como entre los eruditos y la opinión pública.

M a ie r- L e ib n itz : L o que acaba de decir me ha suscitado muchas pre­guntas. Señor Joñas, he leído su libro con gran aprobación por mi parte, y opino también que somos responsables de las futuras generaciones, igual que los padres son responsables de sus hijos. Me gustaría volver sobre este punto. De él se deriva la primera pregunta: ¿quién puede ostentar hoy esa responsabilidad, quién tiene que ostentarla? Después se plantean cuestio­nes que afectan a la responsabilidad del propio científico. Antes ha dicho usted, y lo siento, algo que viene a ser como la renuncia a la investigación. Renuncia a la investigación... Creo que usted se refería, naturalmente, a una investigación o aplicación de la investigación muy determinada. Usted dijo: no debemos hacerlo, aunque digamos que entonces los rusos «lo» ha­rán. Y por ese «lo» he entendido la investigación. Y con esto hemos llegado a un terreno terriblemente difícil, porque la investigación penetra en el campo de lo d e s c o n o c id o y porque hay razones para creer que necesitamos la investigación para super arlo todo mejor y sin grandes problemas. Hasta

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ahí la primera pregunta. La segunda pregunta se refiere a cómo podemos conseguir algo de lo que pensamos que podría ser bueno para nuestro fu­turo. Podría haber por ejemplo un movimiento de un sólo hombre... y se­guro que habría adeptos a ese hombre que dice: ahora tenemos que hacer algo muy concreto para no gastar las reservas que tenemos en el mundo, por ejemplo de energía o materias primas, en las próximas dos generacio­nes, porque con eso estamos robando su existencia a las generaciones que vengan tras ellas. Y yo me he preguntado: ¿qué puede hacer alguien así y, si simpatizo con él, qué puedo hacer yo? Puede fundar un club de gentes que no consuman energía, o consuman poca. Lo he llamado el club 10'9, porque cada uno de sus miembros aplaza en un 10’9 de su vida la catástrofe de la que hablan, es decir, la desaparición de las materias primas o energías. Esto representa un segundo, si no recuerdo mal. Si hablamos de países en desa­rrollo, un 10‘10. No me parece un buen método.

Lo segundo que pueden hacer es multiplicar este efecto intentando ejer­cer influencia en la política. Y esto lo intentan hoy las minorías con un éxi­to que no hay que subestimar. Seguro que el retraso que se consigue es su­perior al 10'9, y puede pues entrar en la magnitud de porcentajes de la vida de un movimiento así. Tampoco esto es decisivo. Y luego hay una gran difi­cultad: ¿qué se puede exigir a un político, a un Statesmanship, para un fu­turo lejano? Yo estaba presente cuando Helmut Schmidt declaró: Tenemos que tener la energía atómica porque la acumulación de CO, en la atmósfe­ra puede conducir a un calentamiento del mundo. Pero si se analiza no era más que una forma de decir: «Estoy a favor de la energía atómica». No sé si sabe exactamente que la cuestión aún está en debate, pero sabe muy bien que el argumento llega en su momento a la opinión pública y que por eso es útil decir algo así. Luego hay otro camino: la creación de hechos consu­mados por medio de líneas laterales. Así que tomamos ese movimiento, ex­traordinariamente simpático, que dice: tenemos que llevar una vida más tranquila. Tenemos que hacer más confortable el progreso. Éstos, natural­mente, pueden fundar también un club 10'9, y lo harán. Pero por esta vía tratarán de crear hechos consumados, es decir, si en algún sitio se constru­ye una central nuclear, intentarán impedirlo todo el tiempo que puedan o conseguir que en su lugar se construya una más pequeña, por ejemplo una central hidroeléctrica. O intentarán crear una ingobernabilidad en alguna parte; si no ocurre nada, eso también retrasará el progreso. Lo mismo pasa con ese movimiento tan encantador del small is beautiful, que tiene cierta difusión. Confieso mi simpatía por ellos, y me alegraría de que una cosa así fuera más eficaz. Sólo que aún no veo el camino. Y vuelvo a la investiga­ción: la renuncia a hacer cosas que pueden tener consecuencias para el fu­turo es una declaración vaga, a menudo demasiado vaga. Creo que en su li­bro —que también me ha gustado mucho— decía usted que de las cosas que pueden pasar en el futuro teníamos que prestar especial atención a las que pueden tener una repercusión negativa. No podemos, por las buenas repercusiones que esperamos, correr riesgos que puedan conducir a algo negativo. Ésta es en mi opinión una pauta de actuación de la que un nú­mero relativamente alto de personas debería tomar nota. Pero los límites de

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la posible renuncia son tan múltiples y tan estrechos que me siento algo confuso.

Jo ñ a s : Espero que nadie crea que tengo una respuesta para todas estas preguntas.

Jak ob s : Tengo dos observaciones que hacer a lo expuesto por el señor Joñas respecto a la responsabilidad. No sólo existe responsabilidad en tan­to que determinadas personas tengan que garantizar que no se producirán determinados conflictos; la responsabilidad existe más bien cuando a pesar de eso se produce un conflicto: entonces la persona competente se hace res­ponsable de él.

Ahora bien, el señor Joñas ha dicho que la responsabilidad está relacio­nada con el poder. Esto se puede formular, yendo más lejos, diciendo que la responsabilidad está relacionada con la libertad, en el sentido de un mar­gen libre, un ámbito en el que el responsable decide y otras personas no in­terfieren. Referido al tema de estas jomadas, esto significa: ¿debe cargar la propia «técnica» con la responsabilidad de que no haya determinados con­flictos? Si en caso necesario, cuando de todas formas se produce un conflic­to, se le quiere cargar con la responsabilidad, hay que darle también el po­der, el margen de libertad, que corresponde a la responsabilidad. Si es deseable conceder este poder, este margen de libertad, y si no es preferible una técnica esencialmente determina'da desde fuera, es algo que aún habría que decidir.

La segunda observación está relacionada con las dificultades que se deri­van del hacer-responsable tras un conflicto. La responsabilización tiene que producirse con una claridad adecuada a la medida del conflicto, de lo contra­rio es superflua. Un ejemplo trivial: si alguien mata a otra persona, este con­flicto no se puede despachar con la observación de que el autor es un gambe­rro; el autor tiene que ser responsabilizado de manera mucho más fuerte.

Hoy existe el problema de que el poder, que el señor Joñas ha señalado acertadamente como presupuesto de la responsabilidad, no está deposita­do en personas concretas, sino en instituciones. Así que no se puede res­ponsabilizar adecuadamente de un conflicto a personas concretas. Pero hasta ahora no hay ni siquiera modelos de cómo hacer responsables a las instituciones y especialmente cómo hacerlo con la fuerza requerida, excep­ción hecha de las formas, no trasladables, del derecho internacional (gue­rra de represalia). La situación se vuelve aún más difícil si se incluye en ella que las instituciones posiblemente ya no tienen su forma originaria cuando se produce el caso conflictivo. Por ejemplo, un Parlamento responsable sólo estará a mano con otra composición. Aunque la institución esté a mano, una adecuada reacción se verá impedida porque la institución —al contrario que una persona concreta responsable— es constitutiva en toda regla de todo el sistema y es por tanto irrenunciable. En esta situación so­lamente podemos sacarnos el ojo que nos ha indignado, pero el daño cau­sado por un acto semejante puede ser mayor que sus beneficios.

En resumen, hay pues un triple problema: no se ha puesto a prueba la responsabilidad de la s instituciones por los conflictos; las instituciones no suelen ser a c c e s ib le s tras un conflicto en la forma en que habrían de res-

1 8 8TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

o n s a b i l iz a r s e de é l; finalmente, a pesar de su responsabilidad suelen se r

f i r e n u n c ia b le s .

Jo ñ a s : Quisiera empezar por la situación jurídica que ha dibujado el se­ñor Jakobs. Cuando se produce la responsabilización por ciertas cosas el responsable que ha de responder, que debe rendir cuentas, ya no está even­tualmente ahí. E incluso si se le pudiera nominar, no es una persona o un sujeto determinado, sino una institución, y en cierto modo se encuentra uno pedaleando en vacío cuando se habla aquí de responsabilidad. Ahora bien, he dedicado algún esfuerzo para distinguir entre dos conceptos com­pletamente distintos de responsabilidad; el concepto puramente formal, por asi decirlo jurídico de la responsabilidad: que cada uno es responsable de lo que hace y se le puede responsabilizar de lo que ha hecho si se le tie­ne a mano. Esto mismo no es un principio de la acción moral, sino sólo de la responsabilización moral posterior por lo hecho. Cuando el sujeto de la responsabilización ya no está ahí, no hay por así decirlo nada que hacer. Pero hay que distinguir de esto un concepto completamente distinto de la responsabilidad, el que acabo de ilustrar en particular en la relación padre- hijo, y es la responsabilidad por lo que hay que hacer: no pues la responsa­bilidad por los actos cometidos, sino estar obligado por la responsabilidad a hacer algo, porque se es responsable de una cosa. Pero se es responsable de la cosa porque la cosa está en el ámbito del propio poder, es decir, de­pende de la propia acción. Si esta cosa, por ciertas razones que en todo caso han de ser indicadas, tiene un especial derecho a mi acción o al menos a mi omisión en el curso de lo que hago, me vuelvo responsable de hacer o no hacer ciertas cosas en aras de ella. Ahora bien, si tal cosa fuera la supervi­vencia de la humanidad, y se ha planteado la pregunta: ¿podemos estar tan seguros del interés de la humanidad en su supervivencia?, habrá que dis­tinguir de antemano entre la cuestión de si tal interés existe de facto en los sujetos y la de si debe existir. ¿Debemos sentirnos responsables por el futu­ro de la humanidad, por lo que será cuando llevemos mucho, mucho tiem­po muertos? Y en caso afirmativo: ¿se puede construir este deber sobre una sensación dada? Dejemos a un lado la delicadísima cuestión de lo que se debe o no hacer. Yo creo en todo caso —y he hecho el intento correspon­diente de sentar una especie de fundamento teórico para ello con los des­validos medios que ofrece el actual filosofar, que ha abjurado de la metafí­sica— que la humanidad, y por tanto cada miembro de la humanidad, cada individuo concreto, tiene de hecho una obligación trascendente o metafísi­ca de que también en el futuro haya en la tierra hombres, encarnaciones de este género humano —y en condiciones de existir—, que aún permitan ha­cer realidad la idea del ser humano. Pero dejémoslo a un lado, es un terre­no en el que yo mismo no tengo de mi parte actualmente a mis colegas fi­lósofos y aún menos puedo esperar convencer a científicos positivos de que se puede construir un argumento semejante. El creyente, quiero decir, aquel para el que, por ejemplo, significa algo que Dios creara el cielo y la tierra y dijera de la Creación al sexto día: «Es buena» y con ello confirmara lo que había creado, lo que incluye la creación del hombre como un espe­

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cial punto final de la Creación... para este creyente, decía, la respuesta es fácil, su fe le dice que sería un grave pecado contra el orden de la Creación ser, por ejemplo, corresponsable de que esta «imagen de Dios» (se le llame como se quiera) desaparezca o sea menoscabada, amputada, desgarrada, se convierta en una caricatura de sí misma. Considero posible que también desde el punto de vista estrictamente filosófico —cuando la filosofía se haya liberado del pensamiento puramente analítico-positivista— se pueda desarrollar un argumento que vaya en una dirección similar. Pero, como hemos dicho, quizá esto sea música futurista. Aún así, podemos decir algo respecto a si existe tal sentimiento de responsabilidad con el futuro, si se constata un interés de este tipo como hecho de la existencia humana sobre el que se pudiera construir. Bien, para establecerlo quizá sea bueno hacer un cierto experimento intelectual. Supongamos que la reproducción hu­mana trabajara como en ciertas especies de insectos en las que siempre existe una población de la misma edad, es decir que simultáneo = contem­poráneo, cada generación existe por sí misma, no se solapa con ninguna otra, ninguno de sus miembros tiene al próximo como contemporáneo. Na­cen en primavera, tienen su margen de vida durante el verano, ponen sus huevos, y en la próxima estación todo empieza de nuevo. Supongamos que la humanidad estuviera formada por personas de la misma edad... y enton­ces se produce una cesura, y entonces viene la próxima generación, de la que no sabemos absolutamente nada. Sólo sabemos que habrá una. Pode­mos dejarle ciertos documentos para ilustrarla sobre lo que pensábamos. Pero la vinculación no está más que en que nosotros, los antepasados, la hemos engendrado, y no hay sólapamiento. Entonces se podría preguntar seriamente: ¿se puede contar, en el hombre pensante, si no está condicio­nado por el puro instinto, con que tendrá un interés abrumador en que haya esta próxima generación? La medida de ello sería qué sacrificio está dispuesto a hacer a cambio. Y entonces tenemos la famosa frase cínica, no sé si se conoce aquí, en inglés dice: What has the future ever done for me? (¿Qué ha hecho el futuro por mí?). Como todas las obligaciones de actuar son recíprocas, una especie de do ut des, no veo por qué tengo que sacrifi­carme para que el año o el siglo que viene haya el mismo tipo de escara­bajo que yo soy. Pero de hecho las cosas son muy distintas. La humanidad no consiste en personas de la misma edad, sino en cada momento en miembros de todas las edades, todas las edades están representadas, están todas al tiempo en este instante, desde el anciano balbuceante hasta el chi­llón recién nacido. Esto significa que en cada momento tenemos ya una parte del futuro ahí y una parte del futuro con nosotros (¡así que ya ha he­cho algo por mí!). No sé cómo se plantearía todo el concepto y el hecho de la responsabilidad como experiencia de la responsabilidad si no hubiera esta relación padre-hijo o generacional en la que de hecho se nos ha im­puesto el deber de proteger a la generación venidera y prepararla para ocu­par nuestro lugar. Creo, pues, que la cuestión del interés por la superviven­cia de la humanidad no tiene por qué empezar con la pregunta: ¿está realmente interesado todo el mundo en que siga habiendo seres humanos dentro de mil años? Cada uno de nosotros (exceptuando siempre las excep-

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dones) tiene normalmente una vaga idea de que el futuro ya está perma­n e n te m e n te con nosotros, ya vive con nosotros, crece lentamente, y de que la c o n t i n u id a d de la existencia humana se expresa ya en la presencia de re­p re s e n ta n te s de to d a s las edades en cada p r e s e n te humano. En eso t e n g o de h e c h o cierta esperanza, en eso se basa en parte mi confianza de que la ape­lación a un sentido de la responsabilidad para con el futuro no caiga en el vacío, sino en algo muy concreto, que se muestra en la simple protección con que la madre toma en sus brazos al recién nacido y el padre les acom­paña. Creo que en esto se manifiesta algo en lo que por así decirlo el orden de la Creación nos ha quitado una parte de la motivación ética y también de la carga especulativa, a saber: fundamentar p o r qué hay que responsabi­lizarse del futuro. Algo de esto está continuamente activo, y s in ello proba­blemente no tendríamos gran parte de la preocupación que tanto nos ocu­pa y quizá quita el sueño a alguno. Porque si en la hora de la muerte realmente se acabara todo con cada individuo, cada uno podría sencilla­mente: a) aceptarla para sí y b) multiplicado por algunos miles de millones — ta n to s como personas hay— extenderlo a los actualmente vivos. Y esto significaría el final de toda vida. Pero nadie que esté inmerso en el proceso en el que ve crecer a los niños y tiene algo que hacer al respecto querrá re­almente que tal fantasía se haga realidad. Esto es para mí una razón para suponer que incluso sin la prueba de que el hombre tiene una obligación trascendente de seguir en la tierra (como especie, como género), de esta vi­vencia cardinal de la «no simultaneidad» de la contemporaneidad humana sobre la tierra se desprende por así decirlo por sí misma una continuidad y un impulso de continuidad en el que ya está incluida la responsabilidad sentida.

Sam son: Me gustaría plantearle la pregunta de cómo decidir éticamen­te en el siguiente caso extremo: sentado el valor de que la pervivencia de la especie sólo podrá mantenerse si esta pervivencia, la pura existencia física, es posible a un nivel fuertemente reducido. ¿Podría estar permitida en una situación así la postura que dice: yo no acepto la aniquilación, pero sí la amenaza a la pervivencia de la especie, en aras de otros determinados valo­res? Como tales valores se podría pensar en la cultura tecnológica, la civili­zación, la libertad del pensamiento. ¿Hay que calificar de no ético que al­guien diga que la reglamentación del pensamiento, de la investigación, del libre trato con la naturaleza le resulta más objetable que el riesgo de exis­tencia física de la especie? ¿Es ésta una postura posible, o es no ética desde su mismo origen?[-]

Razim : Debo decir que también yo estoy muy impresionado por lo que acaba de exponer usted, señor Joñas. Sólo que no puedo seguir el camino que usted' ha recorrido para llegar hasta aquí sin hacer una objeción o al menos plantear una pregunta. Es la siguiente: ha expuesto de forma clara y penetrante que el poder hoy en día corresponde menos, o no corresponde en absoluto, al individuo, sino más bien al colectivo. Ha elegido conceptos como «comunidad», «la farmacia», y otros, y después ha dado un salto y ha dirigido su apelación al individuo. Yo veo aquí una dificultad, casi diría que

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un callejón sin salida. Ha reconocido usted que el poder es un monstruo, pero ha hecho la propuesta de que el individuo se apoye en él.

Cuando miro a esta mesa redonda, parto de la base de que de hecho aquí sólo se sientan individuos, estoy c o n v e n c id o de ello, de que en relación a la cuestión que llevamos discutiendo aquí dos días y medio sin duda al- guna no se puede hablar de un colectivo. Por eso tengo dificultades cuando me pregunto: ¿cómo va a ser posible querer influir desde la reacción indi­vidual sobre el monstruo de la masa, del colectivo?

Jo ña s : Puedo intentar responder a eso en pocas palabras. Quizá me lleve a entrar en otros dos o tres puntos. El monstruo o, como decía Hobbes, el Leviatán, es decir, el colectivo organizado, es una realidad innegable. Man­tengo enteramente lo que he dicho: que las acciones sobre cuyo control nos rompemos la cabeza parten esencialmente de ese Leviatán y no de los indi­viduos. Pero aún así no se debe perder de vista que ese Leviatán está com­puesto por todos nosotros, y que cada uno de nosotros despliega de uno u otro modo su propia acción en formas institucionales. Creo que es muy raro que hoy en día alguien no sea más que persona privada. En muchas accio­nes, por lo menos en los momentos en que se emite el voto, pero también en muchos otros contextos vitales mucho más continuados, se es miembro de colectivos institucionalizados, y en modo alguno existe una absoluta dico­tomía. El Leviatán no es simplemente un monstruo que está ahí, mientras nosotros estamos al otro lado y vemos cómo se comporta, sino que nosotros mismos somos factores suyos. Y entonces hay dos problemas. El uno es la maximización de la posible influencia del criterio correcto, que siempre está presente en los individuos, sobre la reacción de este organismo colosal del que parten los actos de poder. Y el otro problema es ver que este abrirse paso de la voluntad y de los deseos del individuo que está en los puestos clave del poder recaiga en el individuo correcto, y no en el equivocado.

En otras palabras: surge la cuestión de las élites de poder y cómo han de ser educadas para que puedan guiar correctamente este monstruo o Le­viatán o, dicho de manera simple y neutral, el colectivo. Es decir, hay que empezar por que estén animadas por el criterio correcto y la buena volun­tad. Así que volvemos al viejo problema de Platón respecto a quién ejerce el poder en el Estado. Y su solución utópica se mantiene como regulador, a pe­sar del utopismo que el propio Platón admitía. El lo expresaba así: si los fi­lósofos fueran reyes o los reyes filósofos, quizá se pudiera confiar en que se guiara correctamente la colectividad. Pero el hecho de que tales élites sur­jan y empiecen por ser el tipo correcto de élites, es decir, no simples polit- burós que lleguen a esas posiciones clave a través de un mecanismo de po­der, sino seleccionadas por cualificaciones en las que la calidad del criterio represente un papel, es uno de los problemas de la política, problema que tiene que abordar muy, muy en serio e incluso sin miedo a un eventual me­noscabo de los métodos democrático-parlamentarios puramente igualita­rios. No tengo absolutamente ninguna respuesta a la pregunta de cómo se podría hacer. Pero una cosa está clara: que la división entre el individuo y las grandes organizaciones de masas en modo alguno significa que el indi­

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viduo no pueda alcanzar una influencia enorme. A veces demasiada, quizá con decisiones fatales y erróneas. En otras palabras: en última instancia el c a m in o hacia la salvación, o digamos por lo menos hacia la seguridad rela­tiva, el aseguramiento de nuestro futuro, pasa por el individuo. Y no veo contradicción, o en todo caso enormes cuestiones y dificultades, en ver cómo se podría organizar eso. Pero diré una cosa más: encuentro muy atractivo el ejemplo del «diluvio». Veamos el texto un momento. Primero dice Dios, según el texto, que se arrepiente de haber creado a los hombres. Dios se arrepiente de haber creado a los hombres, porque ve las maldades que comete sobre la tierra. Y decretó el diluvio, etc., y después dice Dios, y esto precede justo al arco iris, a la nueva alianza con Noé: «Los deseos del corazón humanó, desde la adolescencia, tienden al mal». Hay que confor­marse con eso, y con ello tiene que persistir el mundo. Hay que hacer lo me­jor que se pueda. Y en esta nueva alianza Dios promete: «No volveré ya más a maldecir la tierra por el hombre». Es decir, Dios mismo ha aceptado un objetivo más modesto que el del hombre perfecto, y creo que también no­sotros tenemos que aceptarlo. Y esto significa para la ética por la que me esfuerzo, de la que en modo alguno digo que la poseo, sino sólo que traba­jo en dirección a ella, un cierto rechazo de la ética de la perfectibilidad, que de alguna manera tiene sus especiales riesgos en las actuales relaciones de poder del hombre y puede conducirlo a lo que durante un momento antes del diluvio Dios mismo puso en vigor: Fiat justitia et pereat mundus. Una ética del temor a nuestro propio poder sería en vez de esto más bien una éti­ca de la modestia, de una cierta modestia. Ésta me parece una de las ense­ñanzas que quizá se puedan sacar de este ejemplo del diluvio. Naturalmen­te, la palabra «modestia» no inspira. «El hombre perfecto» o «el hombre nuevo» sí que inspiran, y han llevado a las personas a una entrega absolu­tamente extraordinaria y al mayor sacrificio propio, mientras que es muy difícil despertar entusiasmo por un objetivo de humildad que incluye ya la falibilidad y los límites del ser humano. Y aun así, ésta es una posibilidad de ser adultos surgida de la cuasi utópica, peligrosa plenitud del poder de la humanidad actual: que quizá renunciemos a ciertos sueños del «bien su­premo», del supremo bien realizable sobre la tierra, nos libremos de ellos y apostemos por lo alcanzable para el hombre falible. Esto presupone en todo caso —no sé quién ha planteado el asunto, en todo caso estoy total­mente de acuerdo— que hay que comprender en lo más íntimo que el hom­bre merece la pena tal como es, no como podría ser conforme a una concep­ción ideal libre de escorias, sino que merece la pena continuar con el constante experimento humano. Esto no es demostrable. Pero creo que ten­dría que subyacer, como una especie de premisa, a todos los esfuerzos que aún dejan mucho margen para la mejora del destino humano y también para la mejora del hombre, sin que nadie espere que se pueda alcanzar la absoluta justicia, la absoluta igualdad, la parte igual de todos los miembros de la familia humana en la felicidad, pero no sólo en la felicidad, sino tam­bién en la posible perfección del hombre, la elevación de sus miras, la pro­fundidad de su experiencia... que todo esto es alcanzable al mismo tiempo y de forma permanente.

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E n lo que c o n c ie r n e a la novedad de la ética que daría r e s p u e s ta a la no­vedad de nuestros actos, el señor Schwan ha lanzado aquí, con razón, la pregunta: ¿no nos bastaría con la vieja ética, si nos la tomáramos en serio? Quizá, pero no estoy del todo seguro de si bastará con apelar a las catego­rías del juego limpio, de la justicia y de la bondad, del amor, del compro­miso, del respeto, etc., sino que creo que probablemente se necesite algo más, que naturalmente contenga ya en su germen todos esos conceptos, a saber: que además de para con los congéneres se tienen obligaciones para con la humanidad. Y entonces podría ser que se planteen tales alternativas como las suscitadas por el señor Samson: ¿qué ocurriría si la supervivencia de la humanidad sólo fuera posible en condiciones que violen en lo más sensible los derechos o incluso la dignidad del ser humano? No tengo claro si dentro de la ética que conocemos hay prescripciones que den respuesta a esta cuestión. No es en modo alguno un asunto artificial y lejano, un asun­to ideado. El ejemplo clásico en la ética tradicional es la situación del bote salvavidas. Creo que todo el que se dedique a la casuística ética, es decir a la filosofía moral, ha topado ya con él. ¿Qué pasa cuando en un bote salva­vidas que sólo tiene capacidad para x personas no queda sitio para otras que aún están en el agua y que tienen el mismo derecho a salvar su vida? Si se les acoge a bordo, el bote se hundirá. Así que no queda más remedio que rechazarlas. E n nuestra situación actual, la respuesta sólo puede ser: ¡No podemos permitir que la humanidad llegue a una situación de bote salvavi­das! Si se llega a ella, dejarán de regir toda una serie de determinaciones morales que nos parecen obvias. Recuerdo un caso espantoso, que se co­noció también aquí en Europa, en el que en una cordillera de alta montaña —creo que en Chile— un avión sufrió un accidente y un grupo de personas quedó aislado entre los hielos durante semanas y llegó finalmente al cani­balismo. Creo que incluso desde el lado católico se les otorgó posterior­mente la absolución. No se puede crear una moral para situaciones extre­mas. Sólo se puede, en todo caso desde principios éticos muy fundamentales, convertir en suprema obligación que la humanidad nunca llegue a una si­tuación de bote salvavidas que, al contrario que en los casos del barco o el avión, no sería consecuencia de un accidente repentino, sino de un largo proceso de acción propia. Con esto confieso en todo caso cierto desvali­miento, un desvalimiento ante las situaciones extremas que eventualmen­te podrían sernos deparadas. Pase lo que pase, no se puede preguntar a na­die qué debe o puede ocurrir. No debemos llegar a ello; para eso sí se puede hacer algo, y ha de ser hecho hoy, mañana y una y otra vez.

B. E n t r e v is t a (1981):« ¿ E n c a so d e d u d a , a favor d e la l ib e r t a d? »2

R e d a c c ió n : Desde su último libro, El principio de responsabilidad, aboga usted por una ética de la responsabilidad; y desde la Segunda Guerra Mun-

2 Nachrichten aus Chemie, Technik und Laboratorium, 29 (1981), n° 1. págs. 434-439.

194TÉCNICA, MEDICINA Y ÉTICA

dial la responsabilidad se ha convertido en un término muy popular entre los c i e n t í f i c o s naturales. La ética es propiamente una ciencia atemporal. •H asta qué punto los acontecimientos específicos del siglo XX han repre­

s e n t a d o un papel en que usted aborde este concepto precisamente ahora? ¿Se ha dejado el filósofo dictar el tema por las presiones fácticas?

Jo ñ a s : Decididamente sí. La evolución del poder humano ha planteado a la ética tareas enteramente nuevas y le ha proporcionado objetos comple­tamente nuevos a los que dedicarse. ¿A qué se dedica la ética? Puede decir­se que a regular nuestra actuación. Nuestra acción es una función de nues­tro poder, de aquello que podemos hacer. A partir de su enorme desarrollo con ayuda de la ciencia, la técnica ha llevado al hombre moderno a una am­pliación del ámbito de las capacidades humanas. El hombre puede hacer muchísimo más, en sentido positivo y negativo, de lo que nunca pudo. El campo de influencia de su actuación se extiende por todo el globo terrá­queo, tiene quizá importancia para futuras generaciones. Puede modificar de forma decisiva, y eventualmente dañar, el estado de la tierra, de la vida en la tierra, del hombre, de la atmósfera. Antes incluso de entrar en cues­tiones concretas y decidir qué es útil, qué nocivo, qué es deseable e indesea­ble, queda claro que se abren dimensiones de la responsabilidad que antes no se daban en absoluto. Antes el hombre, y también el ético, no tenía que romperse la cabeza por muchas cosas porque ni siquiera estaban dentro del ámbito de la capacidad humana. Piense usted por ejemplo en el campo de la manipulación genética: como antes no la había, no había ni que pensar en la ética de una modificación de las cualidades hereditarias humanas me­diante intervención artificial —en inglés se dice, y es muy bonito, genetic engineering, «ingeniería genética»—, ergo quizá ni siquiera existan las cate­gorías éticas con las que valorar una cosa así. Y esto vale para muchas otras cosas, por ejemplo también para un campo que sólo indirectamente tiene que ver con el biológico: la creciente automatización aleja cada vez más al hombre de los procesos de trabajo que hasta ahora habían satisfecho su ne­cesidad de actividad, habían estructurado su vida y le habían dado un con­tenido, y que naturalmente también representaban ciertas coacciones. Aho­ra hay que imaginarse una sociedad del ocio eventualmente traída por una automatización que vaya muy lejos. En la antigua ética de la virtud el tra­bajo era naturalmente una virtud, y la pereza un vicio. Pero no se plantea­ba la cuestión de qué se le hace al ser humano cuando se le permite o in­cluso obliga a estar inactivo o tener que inventarse actividades para tener algo que hacer. Así que a todas luces la evolución de la técnica en este siglo ha marcado nuevas tareas a la ética. Ésta es de hecho una situación ente­ramente nueva para la humanidad, que plantea a la ética —y dicho sea de paso también a la psicología y la antropología— cuestiones enteramente nuevas y muy serias.

R e d a c c ió n : ¿Vale esto solamente para la técnica y la investigación apli­cadas o surgen tales problemas ya en la investigación básica?

Jo ñ a s : Lo que he dicho hasta ahora se refiere a la aplicación de los co­nocimientos científicos, su transformación en posibilidades de poder hu­mano, en capacidad humana. La experiencia habida hasta la fecha muestra

CONVERSACIONES PÚBLICAS 195

que parece casi una ley forzosa el que todo lo que se puede hacer se hace, que los objetivos en los que antes ni siquiera se había pensado se transforman de pronto en necesidades vitales extraordinariamente fuertes en cuanto se da la posibilidad de llevarlos a cabo. Antes la gente podía vivir muy feliz sin televisión; hoy ya no pueden hacerlo, y no porque se haya trabajado en con­seguirla a partir de una fuerte necesidad. No: cuando se desarrolló la capa­cidad se desarrolló una especie de necesidad —por razones comerciales, pero no sólo por ellas— de llevarla a la práctica. Con ello se crearon formas de vida y costumbres enteramente nuevas. Por tanto, cuando se sabe que el conocimiento conduce a la capacidad y la capacidad a la acción y esta acción a un tener que hacer, y cuando se prevé que ciertas consecuencias de esta cadena son ominosas, se plantea la cuestión de dónde habría que parar. Su pregunta era si esto se debería hacer ya en la fuente, en la investigación bá­sica. Naturalmente, ahí es donde la resistencia es mayor.

R e d a c c ió n : Normalmente dentro de las ciencias naturales hay una ética propia, marcada por conceptos como veracidad, seriedad metodológica, quizá también comunicación abierta. Ahí el científico natural pone punto final. Todo lo que sobrepasa esto es su vida privada y ya no tiene nada que ver con su profesión.

Jo ñ a s : Sí , y se dice que los científicos no son responsables de lo que otros hacen con los resultados de su investigación. Si la investigación fuera en realidad puramente contemplativa, puramente intelectual, este punto de vista se podría defender en su caso. Incluso entonces sería problemático, pero aún así se podría defender. Pero de hecho la investigación básica ya es en gran medida una acción. Piénsese en los enormes equipamientos que se aportan para ella, y en la colaboración de la sociedad en ellos. Piense usted simplemente en un ciclotrón. Ningún investigador aislado puede hacer in­vestigación nuclear en su cuarto de estudio, sino que esta investigación es ya una empresa en la que también se crea o al menos se prepara la tecno­logía que lleva de lo puramente teórico y gnoseológico a la acción. Es decir, que la acción es ya en sí misma una parte de la moderna investigación. No es así como Aristóteles veía la naturaleza, ni tampoco Copérnico y Kepler, que contemplaban el universo y la marcha de las estrellas, en la que no po­dían interferir, y que sólo querían conocer. Hoy, todo conocimiento y pene­tración en los secretos de la naturaleza es ya una manipulación de la natu­raleza. Hay pues que decir al investigador básico que siempre hace algo. A esto se puede objetar que esta acción ocurre en un ámbito delimitado, en un laboratorio, en un equipamiento científico, y que sólo se trata del au­mento del saber y del conocimiento. Pero una vez que se han invertido mi­llones y miles de millones en estos procesos de investigación no se puede esperar que aquellos que los han hecho posibles, es decir, en última instan­cia los contribuyentes, se conformen con que todo sirva tan sólo para satis­facer el ansia de saber y de conocer del científico. Siempre se preguntará: ¿qué se puede hacer con esto? ¿Qué saldrá de ello? Es algo plenamente jus­tificado, al fin y al cabo todos lo hemos pagado de nuestro bolsillo. Aun así, mi respuesta seguiría siendo que el proceso de conocimiento como tal debe seguir adelante hasta que la obtención de conocimientos exija que la cosa

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se aplique a Práctica en tQdo su alcance. Los investigadores atómicos son un ejemplo excelente. Lo descubierto por Olto Hahn condujo a ciertas afir­maciones acerca de que el átomo se podía fisionar y eso liberaba energía. Pero lo que sabemos hoy, y va mucho más lejos, sólo se ha obtenido al pro­bar realmente la cosa en toda su furia, ya sea en Hiroshima o en algún lu­gar del desierto. Esto también es conocimiento: saber cómo el organismo humano y otros organismos reaccionan de inmediato o —si sobreviven— en una o dos generaciones a la influencia de la radiación. Hay que decir que sería mucho mejor que no tuviéramos estos conocimientos si sólo se podían adquirir a ese precio. Es realmente difícil decidir si se deben detener hoy ciertos tipos de investigación básica. Me inclino a decir que no, si se pue­den establecer medidas de seguridad que impidan que los resultados de la investigación se vean arrastrados por intereses totalmente distintos —mili­tares, políticos, económicos— a la esfera práctica, que los convertiría en­tonces en destino general. Pero no se puede establecer con seguridad, me­diante una proposición general, dónde está el límite.

R e d ac c ió n : Sin duda la cuestión de la pronosticabilidad es difícil, pero decisiva. En los casos de Otto Hahn, Strassmann y Meitner, se puede decir que la evolución no llegó al pecado original. En una visita a Estocolmo a prin­cipios de los años cuarenta Otto Hahn declaró: «Nos hemos cuidado de que los árboles no crezcan demasiado». Es una cita literal. Durante ese período, en los Estados Unidos ya se impulsaba con mucha fuerza el desarrollo de la bomba atómica. Pero en las prácticas de la ingeniería genética se puede pro­nosticar ya hoy que podrían conducir a desarrollos que ninguno de nosotros quiere. Quizá se pueda aprender de la historia que en algunos puntos decisi­vos hay encarrilamientos que se pueden adivinar lo bastante a tiempo.

Jo ñ a s : Estoy de acuerdo con usted. También yo lo creo. Se puede espe­cialmente cuando la investigación no está impulsada por intereses teóricos últimos, sino que interviene un cierto afán de juego. No hay duda de que a la hora de probar todas las recombinaciones posibles del ADN no sólo se trata de acrecentar el saber y de entender mejor la vida, sino que también está en juego la pulsión o el gusto por probar las posibilidades. Las posibi­lidades de combinación que hay son enormemente atractivas: vamos a ver qué sale de ahí. Yo ya no considero esto una auténtica empresa teórica. Veo en ello una especie de sentimiento diabólico-fáustico que conjuga Fausto y Mefisto: la Creación entera a nuestro alcance. Todo está permitido... o en todo caso podemos probarlo todo. Sólo que algunas experiencias de este si­glo han enturbiado un tanto la buena conciencia de la mera aspiración fáustica. Yo también opino que hay puntos en los que hay que decir hasta aquí y no más allá. No hay ningún auténtico interés científico legítimo en seguir adelante en este punto.

R e d a c c ió n : ¿Con cuánta exactitud se pueden indicar estos límites?Jo ñ a s : Con ninguna exactitud. En lo que respecta a la clonación, se me

ha preguntado si hay reparos éticos a llevarla a cabo en animales. Yo no veo especiales reparos éticos, pero puedo imaginar que los protectores de los animales sientan un escalofrío al pensarlo. Para los animales la reproduc­ción sexual está en cierto modo prevista por la naturaleza, y crear duplica­

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dos no sexuales de animales concretos es en sí mismo una intervención que no se justifica en el orden de la Creación o en el derecho autónomo del ani­mal a reproducirse a su modo. Ya que es cuestionable que los animales sean seres personales, es difícil responder a la pregunta de si un animal resulta dañado porque haya un duplicado de otro individuo ya existente. Habría que empezar a hablar del alma de los animales, y ahí se aventura uno en te­rritorios muy oscuros. Pero en los hombres se puede decir de manera evi­dente: un hombre clonado de un individuo ya existente ha visto vulnerado sus derechos existenciales fundamentales, concretamente el derecho a no saber de sí mismo, sino encontrarse, abrirse su propio camino, probar sus posibilidades y sorprenderse a sí mismo, etc., en vez de saberse copia de un ser que ya ha vivido, en el que han sido ya demostradas todas las posibilida­des. Aquí se puede decir con absoluta evidencia —con independencia de si se hace una o cien veces, de si es socialmente relevante para la población o para el caso concreto— que ya en el caso concreto es un crimen injustifica­ble contra un derecho existencial básico del individuo. Hay un pasaje del Talmud que dice: «Un hombre acuña muchas monedas de una forma, y to­das son iguales entre sí; pero el rey que es rey sobre todos los reyes, ha acu­ñado a cada hombre en la forma del primer hombre, y sin embargo ningu­no es igual a su prójimo». Ahí está expresado que es un privilegio especial del hombre que cada uno sea su propia personalidad y no una repetida. Na­turalmente que hay gemelos monoovulares que son en cierto modo idénti­cos, lo que sin duda tiene sus problemas, pero normalmente nadie es res­ponsable de ello. Recientemente en todo caso el asunto parece haber sido estimulado por el empleo de ciertas drogas fertilizantes, y ahí hay ya una responsabilidad que quizá habría que evitar. Pero en cualquier caso, incluso en un juego así de la naturaleza que produce gemelos y trillizos, las personas viven simultáneamente. Ninguna precede a la otra, ninguna le ha quitado por así decirlo de antemano a la otra lo que podría ser. El genotipo produci­do sexualmente es en cada caso un novum del que nadie sabe: ni su propie­tario, el portador del genotipo, ni el entorno. Nadie sabe y todo tiene que producirse, incluso en los gemelos, incluso en los trillizos. Pero en los clones sería distinto... y aquí tenemos una aplicación de la reflexión ética a una po­sible tecnología, e incluso de antemano, antes de que la tecnología haya lle­gado. Quizá no llegue a hacerse realidad. La cuestión es si se logrará revocar la inactivación de los genes en las células especializadas para hacer posible algo así en personas adultas. Ya se ha conseguido en anfibios, en ranas. Con ratones se han hecho experimentos, pero en ellos se han utilizado células de embriones y no de un ratón adulto. La cuestión es: ¿se debe seguir experi­mentando? En mi opinión, esto ya no corresponde a la investigación básica.

R e d a c c ió n : Se fundamentan los experimentos en que de este modo se pueden estudiar de forma óptima determinados procesos de diferenciación celular que hasta ahora sólo se podían estudiar muy mal o no se podían es­tudiar en absoluto.

Jo ñ a s : Bueno, siempre hay una superestructura teórica.R e d a c c ió n : Quizá podríamos ir ahora a algo más fundamental: lo que

usted decía antes do la libertad de poder hacerlo todo, por así decirlo in du-

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bio pro libertate, ha sido desde hace tres o cuatro siglos un principio de la modernidad que quizá ahora esté siendo puesto en cuestión.

J o ñ a s : Me hace dudar. El miedo, un temor muy real quizá le lleve a uno a p o n e r en duda todo el principio... es una expresión muy bella esa de in du- bio pro libertate.

R e d a c c ió n : La expresión es de Spamann.Jo ñ a s : Magnífica... Uno quisiera evitarlo todo lo posible, porque pon­

dría en riesgo algo muy preciado: la libertad de investigación teórica. Pero veo que hay límites trazados; a veces —como en el último ejemplo— será una cuestión por una parte de lo amenazador de las consecuencias, pero por otra de la importancia para lo teórico mismo. Si uno ha averiguado cómo encontrar en las células desarrolladas especializadas del cuerpo al príncipe químico correcto que despierte con un beso a los genes de su sue­ño de bella durmiente —y así naturalmente se despeja el camino para la clonación de individuos humanos adultos—, ¿sigue siendo éste un objetivo o interés científico legítimo? Quizá habría que llegar a una redefinición de qué es lo que importa en la gran aspiración humana al conocimiento, al sa­ber. Qué forma parte de la dignidad y de la nobleza del ser humano y qué parte de ello es mera, realmente mera curiosidad. Si se puede hacer tal dis­tinción entre aquello que uno dice que mantiene la cohesión íntima del mundo, lo que es la esencia de las cosas, lo que es la vida, con qué meca­nismos funciona... y todo aquello que aún se podría hacer. Si esto último es aún un legítimo interés del conocimiento, si forma parte de aquello de lo que se dice que pertenece propiamente al oficio del hombre de avanzar desde la ignorancia al conocimiento. Como verá, le devuelvo la pregunta. ¿Diría usted que se pueden hacer distinciones?

R e d a c c ió n : Sin duda hay que hacer distinciones, pero la dificultad es, naturalmente, encontrar los criterios para ellas. Es una dificultad entera­mente práctica del investigador de la naturaleza. Es bueno formular prin­cipios éticos; es bueno también verificarlos con ejemplos extremos, como usted ha hecho con el ejemplo de la clonación humana, pero el científico normal, profesionalmente curioso, preferiría probablemente tener una es­pecie de lista de control, una lista de control ético en la que poder poner cruces en esto y aquello... es decir: puedo hacer el experimento, o no puedo hacerlo.

Jo ñ a s : Pero también hay siempre una justificación práctica, aparte de la teórica. Por ejemplo en la investigación sobre recombinación del ADN se ha dicho una y otra vez que podía ser útil para el conocimiento de los procesos cancerosos, y eso es ya un cebo... que de ello podría salir algo magnífico.

R e d a c c ió n : Hasta ahora había consenso en la sociedad en que si los in­vestigadores tienen nuevos conocimientos es obvio que pueden aplicarlos.

Jo ñ a s : Era un doble consenso: a) todo conocimiento es bueno, y b) de todo conocimiento se pueden derivar buenos frutos para la práctica y para el bien común.

R e d a c c ió n : Pero, para volver a la pregunta, ¿sería practicable formular una lista de control así? ¿Podría usted imaginar qué puntos debería conte­ner esa lista?

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Joñas : Sí, puedo imaginar varios. Naturalmente, no se puede hablar de una lista de control completa. Pero al menos tengo algunos ejemplos de aquello que sé que sería mejor detener. La «libertad» de investigación depende mu­cho de todos modos de las dotaciones de la caja pública; a$í que se puede ejercer una fuerte influencia simplemente por la vía del reparto de recur­sos. Un punto en mi lista es que ni siquiera se produzcan las pruebas de clo­nación en personas. Éste es un punto completamente claro para mí. Hay otros, por ejemplo la prolongación de la vida. Supongamos que los recursos biotécnicos van camino de detener el proceso de envejecimiento, que es un proceso intracelular hasta donde sabemos, o de intervenir de algún modo regenerador, de forma que se pueda prolongar indefinidamente la vida hu­mana. No quiero decir eternamente pero, por ejemplo, duplicar la vida me­dia del ser humano. No es una idea imposible. Creo que muy bien se puede meditar con antelación hasta qué punto es deseable que los hombres vivan mucho más —no me refiero a vegetar, sino a vivir activamente— y si la lon­gitud natural de la vida humana no es una medida correcta. Esto lleva a consideraciones muy interesantes, no sólo sobre lo que es bueno para el in­dividuo, sino también sobre lo que es bueno para la humanidad. No sé si conoce usted Retomo a Matusalén, de Bernard Shaw, un drama futurista. Esta prolongación de la vida lleva, entre otras cosas, a que el acceso a la ju­ventud tenga que reducirse proporcionalmente. Así que lo que afluya como fresco y renovador será cada vez menos. Si se consigue que todos los seres humanos que ahora viven no mueran, no podría nacer ninguno más. Esta­ríamos ante una humanidad formada solamente por viejos. Es fácil imagi­nar lo que se pierde con eso, y que no es nada deseable. Hubo otro pensa­dor anglosajón mucho antes que Shaw, y al contrario del optimista Shaw muy pesimista: Jonathan Swift, que en Los viajes de Gulliver habla de un pueblo en el que a veces nacen personas que sufren la maldición de no po­der morir. Esto tiene espantosas consecuencias y está considerado una gran desgracia. Gulliver los encuentra ridículos: cualquiera de nosotros conside­raría que semejante cosa es la máxima felicidad. Y entonces se nos pinta la clase de vida que lleva esa gente, que ya lo saben todo y lo tienen todo a sus espaldas, que ya no se soportan mutuamente, que cada vez tienen que vivir más aislados y son un tormento para sí y para los demás. El ejemplo suena muy fantasioso, pero quizá no lo sea en absoluto. Aquí yo también diría que una investigación que persiga hacer realidad el viejo sueño del hombre de no morir o no tener que morir tan pronto es una dirección de la investigación que habría que detener. Naturalmente, habrá que orientar la investigación a cómo se puede hacer la vida dentro de sus límites tan buen y quizá tan libre de enfermedades como sea posible. Pero la investigación con el objetivo do prolongar la vida es también un punto de la lista de control en el que habría que decir: no. Y dado que tampoco es obligatoria, dado que no es necesario perseguir esa meta, no sucedería ninguna desgracia si no lo hiciéramos, ya que en última instancia es —en inglés se dice a gratuitous goal— un «ob­jetivo gratuito», así que se puede renunciar a él. Distinto es el caso, por ejemplo, del aumento del rendimiento de nuestras plantas útiles. ¿Hay que seguir impulsándolo siempre? Se conocen también inconvenientes muy

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p e lig ro s o s , que llevan, entre otras cosas, a que los aditivos químicos que c o n d u c e n a los elevados resultados obtenidos sean cada vez mayores, y ade­más las plantas criadas de este modo sean cada vez más frágiles. En todo c a s o aquí se podrá fijar un límite si se limita la reproducción humana. Si al tratar de ciertos desarrollos se dice que no se deberían proseguir, se asume al mismo tiempo el hacer algo para que desaparezcan las presiones que fuerzan a semejante progreso. Pero mientras haya tanta hambre sobre la tierra y tanta infraproducción de alimentos en ciertas regiones, habrá que empezar por impulsar una evolución de la que ya ahora se sabe que tam­bién tiene sus riesgos. No siempre se está libre de ellos. Quién va a decir a las gentes del Tercer Mundo: no podéis practicar este tipo de irrigación in­tensiva y cultivo del suelo, la energía no es suficiente, ciertas relaciones de equilibrio en el mundo vegetal van a verse tan trastornadas que a la larga el asunto va a ser una catástrofe para la humanidad. La gente diría: ¡qué nos importan los que vengan detrás de nosotros; tenemos hambre!

R e d a c c ió n : Hasta ahora ha mencionado usted casos de los que la cien­cia debería en lo posible quitar las manos. Pero también se puede pregun­tar a la inversa: ¿puede usted, como filósofo, dar a los científicos ciertas in­dicaciones de en qué campo habría que comprometerse más de lo que lo han hecho hasta ahora? Es decir: ¿una ética positiva?

Jo ñ a s : Confieso que no estoy preparado para esa pregunta. Tendré que pensarlo. Tiene usted razón, hasta ahora todo se dirige a rastrear dónde ha­bría eventualmente que decir no o llamar a la cautela. Pero, ¿no hay quizá, a partir de los mismos principios de la ética de la responsabilidad, una asig­nación de direcciones de investigación positivas? Esto incluye sin duda todo lo que se dedica —pero no sé si esto es una ciencia— a lo referente a la naturaleza moral del hombre, es decir, a averiguar en qué condiciones el hombre prospera mejor como hombre. Se trata de un objeto de investiga­ción enormemente importante, en el que estoy convencido de que nuestra actual psicología no está en el camino correcto. Tiene una idea de una exis­tencia sin tensiones o gratificada por el placer que tiene muy poco que ver con la verdadera felicidad y la verdadera plenitud del ser humano. Puedo imaginar ciertas direcciones de la investigación que se dedican a la natura­leza del ser humano. No me reñero tanto en este momento a la naturaleza biológica, sino más bien a la naturaleza espiritual o psicológica del ser hu­mano. Quizá habría que reanimar ciertas direcciones de la investigación que hoy han caído un tanto en el descrédito por culpa de la preferencia de las ciencias naturales analíticas.

R e d a c c ió n : ¿De dónde salen pues estas dificultades que tenemos hoy, y las en parte aún más espantosas que vemos ante nosotros? A todas luces esto tiene algo que ver con las ciencias naturales analíticas, que eran un método muy eficaz para examinar segmentos simplificados de la naturale­za y del ser humano de forma que la mente humana pudiera entenderlos, y con las que ha llegado al punto de poder intervenir en ellos. Pero posterior­mente nunca ha tenido claro que sólo eran segmentos. Lo otro —el todo complejo— se ha quedado, como usted dice, en algún lugar del camino.

Jo ñ a s : Bravo, no puedo sino aplaudir a lo que dice. La cuestión es si no

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volverá a ser necesaria una especie de visión de conjunto que nos lleve fue­ra de la intervención aisladora y analítica. Existe la expresión totalidad. Por desgracia es un concepto vago, pero quisiera decir que expresa un instinto, una intuición, de que con el conocimiento de las interacciones de las partes y partículas o de las partículas de las partículas quizá no registramos lo real, sino que éste es más de naturaleza i esumidora, es decir integral, lo que en rigor sólo es registrable mediante otia foima de acceso al conocimiento. Cuando uno se mueve en esta dirección siempre corre el riesgo de caer en especulaciones un tanto místicas. Pero hay que guardarse de ello, porque entonces se vuelve a abrir un margen para la arbitrariedad que tampoco queremos. No sé cómo será esto posible como ciencia, como saber real­mente disciplinado. Si lo supiera sería uno de los grandes de la historia de la filosofía. Pero me atrevo a decir que ha existido algo así en la antigua for­ma de filosofar, que en modo alguno era indisciplinada, sino que tenía su propia severidad. Por lo menos como posibilidad no se debería perder de vista. No puedo decir más que eso.

R e dac c ió n : ¿No sería tarea de los filósofos, de los científicos —cuya comprensión de la propia historia de las ciencias de la naturaleza siempre es tal que todo lo contemplan como prehistoria de la ciencia actual—, mos­trar que la filosofía natural aristotélica no ha sido, como a menudo se pien­sa hoy, mera especulación, sino que se desarrolló a partir de la normalidad y no tenía esa forma idealizadora y abstracta? Puede haber imágenes del mundo igualmente correctas, de manera que por lo menos hoy siempre vi­bra en el aire la idea de que junto a esa imagen del mundo de nuestras cien­cias naturales también podría haber otra. No se puede formular, como us­ted dice, pero quizá habría que reforzar la conciencia de ello.

Jo ñ a s : Estoy de acuerdo. Pero lo curioso es que la filosofía que hoy do­mina el escenario representa precisamente una total capitulación ante los criterios del conocimiento científico-natural. Puede usted ver una autocas- tración de la filosofía, que se ha negado por completo no sólo el valor, sino incluso el derecho a manifestarse como antes se manifestaba la filosofía. Quiere ser todo lo analítica posible. En consecuencia, en este momento hay que esperar muy poca ayuda de la filosofía en este sentido. Las dos cultu­ras, tal como las ha entendido C. P. Snow, son hoy de un lado las ciencias na­turales y las matemáticas más la filosofía analítica y, de otro, la literatura, las bellas artes, la música, la filología, la historia, etc. Pero naturalmente la filosofía debería estar justo encima de ambas direcciones. Cuando digo la filosofía es como cuando se habla de la investigación, pero la investigación la hacen los investigadores y la filosofía los filósofos. Para muchos de mis colegas, lo que yo hago es pura especulación y no filosofar científico. El fi­losofar científico analiza las estructuras del saber y el decir humanos, la semántica, las manifestaciones verbales y los presupuestos lógicos de las afirmaciones con sentido o verificables. Las afirmaciones son verificables cuando son justificables mediante datos sensoriales. Los datos sensoriales se consiguen, consisten en última instancia en lecturas de indicadores. Son proporcionados por experimentos científicos; en otras palabras: se ha alza­do una ley como máximo juez sobre la verdad o lo que es sensato: los re­

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sultados y experiencias de la ciencia natural. Naturalmente, con esto la fi­l o s o f í a ha renunciado a la posibilidad de plantearse por su parte la cuestión de si esto agota el universo del registro intelectual de la realidad por parte del h o m b r e . Yo creo que decididamente no. Se ha limitado por completo a una cosa. Esto es lo que yo llamo la miseria de la filosofía actual, que no sólo no cumple la tarea que acaba usted de apuntar —lo que no se le podría repro­char, porque quizá sea enormemente difícil cumplirla, si es que es posible hacerlo—, sino que ha apartado de sí enteramente esa tarea como tal. Pero siempre hay reaccionarios como yo que insisten en que lo que hay que aprender de la filosofía clásica es cómo preguntar y pensar.

R e d a c c ió n : N o sólo aquí, en Alemania, sino igualmente en Norteaméri­ca, entre el estrato dirigente de los científicos naturales se extiende el mie­do a una gran hostilidad contra la ciencia. Se podría imaginar que algunos de los miedos de los que se desprende esa hostilidad van en la misma di­rección que usted, aunque quizá no se reflejen así. ¿Podría usted decir algo al respecto?

Jo ñ a s : Considero peligrosa la propia hostilidad a la ciencia. Es muy comprensible, y a veces entre la juventud va unida a un gran énfasis moral. Es muy seria, pero sin duda la huida hacia los gurús y la astrología no es el camino correcto. Creo que hay que conseguir el control sobre la caja de Pandora del conocimiento científico que hemos abierto sin volverse hostil a la ciencia.

R e d a c c ió n : La cuestión nuclear es si podemos desarrollar métodos sufi­cientes para ello. Sin duda esta hostilidad a la ciencia es comprensible, pero no correcta, porque es un legítimo objetivo del conocimiento humano pro­ceder de una manera racional y científica. Pero si la ciencia —quizá sólo en unos pocos puntos— está hoy desacreditada, ¿cómo quiere usted contrapo­nerle un ideal positivo?

Jo ñ a s : Sí, a veces me pregunto qué pensaba Oppenheimer en los últi­mos años de su vida. Realmente a él le acometió el espanto ante la propia obra de su vida y ante la propia entrega de su vida a la descodificación de la naturaleza hasta las esferas nucleares subatómicas. No se puede imagi­nar que jamás haya estado a favor de suspender por completo la empresa científica. El matrimonio entre ciencia y tecnología se ha vuelto de tal modo indisoluble que la marcha de la ciencia significa también forzosa­mente que la tecnología siga proliferando. La pregunta me excede. Quizá habría que hacer una pausa y pensar realmente dónde estamos, y entonces decidir con ayuda de la sabiduría en qué dirección se debe continuar, qué clase de ciencia hay que seguir impulsando y en qué punto se puede decir: ya sabemos bastante, no hace falta seguir investigando aquí.

R e d a c c ió n : ¿Cree usted que sería posible, para poder salir al paso a la hostilidad a la ciencia, desarrollar un método científico racional que no lle­ve a cabo ese registro reduccionista de la naturaleza sino uno que en lo po­sible vea el conjunto y al mismo tiempo no sea explotable en forma técni­ca? Usted mismo dice que sería una tarea para un rey. Precisamente hoy, la filosofía es también en gran medida historia de la filosofía: ¿no se puede, en analogía con los modelos premodemos, fortalecer al menos la conciencia

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de que hay una imagen del mundo distinta a nuestra imagen científico-téc­nica? ¿Hay determinadas ciencias que no se orienten a la explotación sino que procedan más bien fenomenológicamente? y si es así, ¿no habría que fomentarlas?

Jo ña s : Estoy de acuerdo, sólo que con una limitación. Algo así ha de ser animado, fomentado y quizá renovado. Pero nuestro mundo es plural, y to­das las cosas avanzan juntas. Las unas no disminuyen a las otras. Siempre encontrará mentes que vayan en esa dirección... pero no serán las mismas personas, los científicos en el sentido actual. Hay gente suficiente para ocu­par todas las posiciones. Y nosotros aún no nos hemos desprendido de la carrera de la ciencia en sus propias direcciones. Sólo hemos añadido un complemento. Quizá sea así: filosofía significa amor a la sabiduría: sabidu­ría no es lo mismo que saber. La sabiduría juzga, entre otras cosas, lo que se debe hacer con el saber. Ahora bien, desde Bacon tenemos la fórmula de que saber es poder. Esto se ha convertido en realidad en una forma que su­pera con mucho todas las expectativas de Bacon. El conocimiento de la na­turaleza da realmente poder al hombre, y este poder se ejerce. Pero la cues­tión de si se debe ejercer el poder que se tiene está en otro plano que la obtención de esa posibilidad. La ciencia que se necesita es la de la eventual contención, la de renunciar por tanto conscientemente y por inteligencia a ciertas posibilidades de ejercicio del poder. La cuestión sólo es si se debe llegar a obtener el poder, y entonces si se puede lograr controlar qué se ejer­ce de ese poder y qué no. Pero lo verdaderamente demoníaco en la tecnolo­gía almacenada por la ciencia es que conduce de poder a poder, y el poder sólo está en el ejercicio. El verdadero poder sólo se realiza cuando se apli­ca realmente la posibilidad abstracta. Tenemos que volver a un concepto de contemplación, de teoría, que esté separado de la orientación hacia el po­der y lo que se puede hacer con él. Necesitamos un restablecimiento del concepto clásico originario de teoría, de la visión que no hace nada a sus objetos de conocimiento, sino que los observa y los deja ser lo que son. El fomento de la actitud reverentemente contemplativa del ser humano es una de las tareas de la filosofía, de la ética, que podría repercutir en el trabajo de la ciencia. Pero quizá éste sea uno de los sueños de un fantasioso.

R e d a c c ió n : ...especialmente tres o cuatro siglos después de que el otro modelo haya tenido tanto éxito.

Jo ñ a s : Superando todas las expectativas. Ninguno de los filósofos de en­tonces podía soñarlo, ni Bacon ni Descartes. Sin duda Descartes habló, cuando por primera vez se traslució realmente la mecánica de la naturaleza —y él opinaba que en una generación se sabría todo sobre la naturaleza—, de que se podría hacer todo y sólo entonces el hombre sería señor de todas las cosas. Pero ninguno de ellos podía soñar lo que vino. Hoy estamos ante la pregunta: ¿es compatible la ciencia con el respeto y el aprecio por lo sagra­do? Aparentemente la ciencia es algo que en principio tiene que dejar a un lado un cierto respeto por lo dado, porque quiere penetrar en todo. Hay un triunfo en este tipo de desnudamiento... se cree que el emperador está des­nudo, y efectivamente está desnudo, todos lo vemos. Eso se puede averi­guar también, por ejemplo, con un proceso mental —estamos en ello— con

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ciertos modelos, modelos electrónicos. Pero creo que se llega a un punto en el que quizá se ve que hay vestidos a través de los cuales hay que ver sin a r r a n c a r l o s . No puedo imaginar que la forma científica de ver la realidad Jo sea todo. Porque nuestra vida se desarrolla al margen de la ciencia; de ella vienen las cosas importantes, los entusiasmos y las desesperaciones. Que esto se pretenda ver como una realidad de menor rango frente a lo que es «realmente», es decir, los quarks, los electrones y los agujeros negros, es una injusticia contra el dominio humano y es en última instancia absurdo. Cuando se tope con la desnudez última quedará claro que eso no puede ser todo.

R e d a c c ió n : Un campo actual de investigación de las ciencias naturales se ocupa del oiigen de la vida. ¿Cree usted que se puede investigar sensata­mente algo así con métodos científicos?

Jo ñ a s : El último hallazgo es que las formas preliminares a las molécu­las orgánicas se forman ya en los espacios interestelares. Se han constata­do ya precursores de los aminoácidos en la materia interestelar. Se podría decir pues que el mundo, que la materia tienden hacia la vida, que se mue­ven hacia ella. Con esto, en realidad, Aristóteles se vuelve cada vez más ac­tual. Si es cierto que estos compuestos moleculares surgen espontánea­mente en ciertas condiciones, es muy difícil seguir diciendo que no hay ahí ninguna tendencia. Pero si se admite una tendencia, se tiene lo que Aristó­teles tenía siempre presente, que hay principios teleológicos en la naturale­za; y el hecho de que la vida es muy rara en el universo, que por ejemplo en nuestro sistema solar sólo existe, aparentemente, aquí en la tierra, no hace más que mostrar que tiene que haber condiciones muy favorables para al­canzar este nivel. Pero si se dan las condiciones, parece ser en cierto modo irresistible llegar a él, y en algún punto de este proceso aparece la concien­cia o el sentimiento, el deseo, la aspiración, etc. Esto forma parte de la na­turaleza. Esto tiene que ser atribuido a la esencia de la materia igual que la fuerza de gravedad y las fuerzas eléctricas o las energías débiles y fuertes en el ámbito atómico. Sin embargo, volver a hacer a partir de esto una verda­dera imagen del mundo, no como el «azar y la necesidad» de Jacques Mo- nod, tiene que ser algo enteramente distinto: volver a integrarlo en nuestro esquema, en nuestra idea categorial-conceptual de la realidad, es realmen­te una tarea que se está abriendo paso poco a poco. La hemos suspendido durante algunos siglos, pero vuelve a llamar a la puerta.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Publicaciones originales de los artículos en inglés y en alemán.

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Con las referencias previas se agradece la autorización de la impresión de los artículos citados.