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--t-- JOYCE EN SU CIUDAD No hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará (tu vejez·; en la misma casa encanecerás. es la ciudad siempre es la misma. Otra no busques (-no la hay-, ni caminos ni barco para ti. La vida que aquí perdiste la has destruido en toda la tierra. Kavafis Rara idea de Dublín debe de tener, golpeteando su camino por las piedras. Joyce ( « Ulises») José Ignacio Gracia Noriega L a mana del 16 de junio de 1904, un grupo de dublineses (Mr. Power, Mr. Dedalus, Martín Cunnigham -el dis- tinguido librepensador- y Leopold Bloom, que ya ha desayunado «órganos internos de animales y aves») recorren en coche su ciudad pa acompar hasta el cementerio los restos mortes de su amigo Paddy Dignam. La situación les inspira una conversación macabra, aliviada a veces por evocaciones que les traen las calles y las casas de su familiar Dublín; así, al pasar ante la casa de Brian Boroime, a Mr. Power se le ocurre acordarse de «nuestro amigo Fogarty». Mr. Dedalus le contesta: «Lo mejor es pregun- társelo a Thomas Keman». Kernan es un viejo conocido de los lectores de Joyce, que nos e presentado en el cuento « La gracia», incluido en «Dublineses». U nas páginas antes, «el coche se desvió de las vías hacia el camino más suave pa- sando la Watery Lane. El señor Bloom vio al pasar un joven delgado, vestido de luto, con an- cho sombrero. -Ahí pasa un amigo tuyo, Dedalus -dijo. -¿Quién es? -Tu hijo y heredero. ... ). -¿Estaba ese atorrante de Mulligan con él? ¿Su fidus Achates? -No ijo el señor Bloom-. Estaba solo. -Andará en lo de su tía Sly, supongo.» Es indudable que el psaje que Joyce nos pro- pone como escenario de ises (en rigor: como escenario de toda su obra), es una pequeña ciudad de provincias, donde todo el mundo se conoce y todo el mundo conoce las historias de todo el mundo. Hemos visto a Leopold Bloom recono- ciendo a Stephen Dedalus y, acto seguido, al se- ñor Dedalus acordándose de Buck Mullig, que evidentemente no le es simpático. Dublín y sus 6 Cabo Howth y Bahía de Dublín. agentes están vivos en el recuerdo y en la obra de Joyce; tanto es así, que, si Dublín desapareciera, podría reconstruirse a través de libros como Du- blineses, Ulises e incluso Finnegans Wake. Esta obra sobrecgada de simbolismo se apoya sobre las banales anécdotas, calles, casas y tabernas de una ciudad precisa. En 1912, George Roberts, ge- rente de Maunsel and Co., la editorial del «rena- cimiento iandés», se niega a edit Dublineses alegando que utiliz, como en este libro, nombres reales de tabeas, podría suponer un delito de difamación. Joyce no se olvidará de Roberts (ni de Fconer, el impresor que guillotinó su obra), y contra ellos en pticular y contra Dublín en gene- ral escribirá el poema satírico Gases de un que- mador, en el dorso de su contrato con Maunsel, mientras viajaba en tren de Flushing a Szburgo. Curiosamente, hará distribuir estos versos (sobre los que volveremos luego) entre sus conocidos de Dublín. Hry Levin atribuye a este incidente el defini- tivo alejamiento de Joyce de su ps. En rigor, es cil suponer que Joyce no se sintiera a gusto en Irlanda, país cerrado, asfixiante, provinciano, ce- rril. Tal vez la incomprensión de Roberts e la gota que colmó el vaso; mas los enentamientos con sus psanos vienen de antes. A Joyce le desagradab los nacionalistas irlandeses. El fa- tismo y la estrecha mollera de los nacionalistas deanos no pueden result aactivos a un espíritu cultivado. Joyce arremete contra el celtismo, por ejemplo, indicando que ni Lord Edwd Fitz-Ge- rald, Robert Emmet, Theobald Wolfe Tone, Nap- per Tandy, y nada digamos ya de Chaes Stewt Parnell, eran celtas. En su artículo Irlanda, isla de

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Page 1: --t--€¦ · pieza de teatro lleva por título Exiliados. Escrito res hubo que también se exiliaron voluntaria mente, especialmente los «ingleses vocacionales», -----James Joyce-----Dublín:

--t--JOYCE EN SU CIUDAD

No hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará

(tu vejez·; en la misma casa encanecerás. Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques

(-no la hay-, ni caminos ni barco para ti. La vida que aquí perdiste la has destruido en toda la tierra.

Kavafis

Rara idea de Dublín debe de tener, golpeteando su camino por las piedras.

Joyce ( « Ulises»)

José Ignacio Gracia Noriega

La mañana del 16 de junio de 1904, un grupo de dublineses (Mr. Power, Mr. Dedalus, Martín Cunnigham -el dis­tinguido l ibrepensador- y Leopold

Bloom, que ya ha desayunado «órganos internos de animales y aves») recorren en coche su ciudad para acompañar hasta el cementerio los restos mortales de su amigo Paddy Dignam. La situación les inspira una conversación macabra, aliviada a veces por evocaciones que les traen las calles y las casas de su familiar Dublín; así, al pasar ante la casa de Brian Boroime, a Mr. Power se le ocurre acordarse de «nuestro amigo Fogarty».

Mr. Dedalus le contesta: «Lo mejor es pregun­társelo a Thomas Keman». Kernan es un viejo conocido de los lectores de Joyce, que nos fue presentado en el cuento « La gracia», incluido en «Dublineses». U nas páginas antes, «el coche se desvió de las vías hacia el camino más suave pa­sando la Watery Lane. El señor Bloom vio al pasar un joven delgado, vestido de luto, con an­cho sombrero.

-Ahí pasa un amigo tuyo, Dedalus -dijo.-¿Quién es?-Tu hijo y heredero.

-{ ... ).-¿Estaba ese atorrante de Mulligan con él? ¿Su

fidus Achates? -No -<lijo el señor Bloom-. Estaba solo.-Andará en lo de su tía Sally, supongo.»

Es indudable que el paisaje que Joyce nos pro­pone como escenario de Ulises ( en rigor: como escenario de toda su obra), es una pequeña ciudad de provincias, donde todo el mundo se conoce y todo el mundo conoce las historias de todo el mundo. Hemos visto a Leopold Bloom recono­ciendo a Stephen Dedalus y, acto seguido, al se­ñor Dedalus acordándose de Buck Mulligam, que evidentemente no le es simpático. Dublín y sus

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Cabo Howth y Bahía de Dublín.

agentes están vivos en el recuerdo y en la obra de Joyce; tanto es así, que, si Dublín desapareciera, podría reconstruirse a través de libros como Du­blineses, Ulises e incluso Finnegans Wake. Esta obra sobrecargada de simbolismo se apoya sobre las banales anécdotas, calles, casas y tabernas de una ciudad precisa. En 1912, George Roberts, ge­rente de Maunsel and Co., la editorial del «rena­cimiento irlandés», se niega a editar Dublineses alegando que utilizar, como en este libro, nombres reales de tabernas, podría suponer un delito de difamación. Joyce no se olvidará de Roberts (ni de

Falconer, el impresor que guillotinó su obra), y contra ellos en particular y contra Dublín en gene­ral escribirá el poema satírico Gases de un que­mador, en el dorso de su contrato con Maunsel, mientras viajaba en tren de Flushing a Salzburgo. Curiosamente, hará distribuir estos versos (sobre los que volveremos luego) entre sus conocidos de Dublín.

Harry Levin atribuye a este incidente el defini­tivo alejamiento de Joyce de su país. En rigor, es fácil suponer que Joyce no se sintiera a gusto en Irlanda, país cerrado, asfixiante, provinciano, ce­rril. Tal vez la incomprensión de Roberts fue la gota que colmó el vaso; mas los enfrentamientos con sus paisanos vienen de antes. A Joyce le desagradaban los nacionalistas irlandeses. El fana­tismo y la estrecha mollera de los nacionalistas aldeanos no pueden resultar atractivos a un espíritu cultivado. Joyce arremete contra el celtismo, por ejemplo, indicando que ni Lord Edward Fitz-Ge­rald, Robert Emmet, Theobald Wolfe Tone, Nap­per Tandy, y nada digamos ya de Charles Stewart Parnell, eran celtas. En su artículo Irlanda, isla de

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santos y sabios (1907), escribe, sólo por citar un ejemplo de los muchos que ofrecen sus escritos sobre asuntos políticos, que son, por cierto, parti­cularmente claros y combativos:

Según los patriotas, en el calendario nacional hay dos días nefastos, el de la invasión nor­manda y anglosajona, y aquel otro, hace un siglo, de la unión de los dos parlamentos.

Plano de Dublín.

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Dublín: Nassau Street.

Ahora es importante recordar dos hechos iró­nicos y significativos. Irlanda se enorgullece de ser fiel a sus tradiciones nacionales y a la Santa Sede. La mayoría de los irlandeses consideran que la fidelidad a estas dos tradi­ciones es su cardinal artículo de fe. Pero lo cierto es que los ingleses llegaron a Irlanda ante las reiteradas peticiones de un rey irlan­dés y, es necesario decirlo, sin demasiado entusiasmo por su parte, sin consentimiento de su propio rey, pero amparados por la bula papal de Adriano IV y por una carta papal de Alejandro. Desembarcaron en la costa orien­tal con setecientos hombres, una banda de aventureros contra una nación; fueron acep­tados por algunas tribus indígenas, y, antes de un año, el rey de Inglaterra, Henry 11, cele­braba gozosamente la Navidad en la ciudad de Dublín. Además, tenemos el hecho de que la unión parlamentaria no fue legislada en Westminster sino en Dublín por un parla­mento elegido con el voto del pueblo irlandés, un parlamento corrompido y minado con gran astucia por los agentes del primer ministro inglés, pero que no dejaba de ser un parla­mento irlandés. En mi opinión, estos dos he­chos han de ser claramente expuestos, antes de que el país en que ocurrieron adquiera el más rudimentario derecho a persuadir a uno de sus hijos a abandonar la postura de obser­vador objetivo para pasar a la de convencido nacionalista.

Las posturas independientes y lúcidas son las que peor perdonan los nacionalistas iluminados.

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Dublín: Puente O'Connell.

Para el J oyce adolescente surge la figura cosmopo­lita y salvadora de Henryck Ibsen, a cuya obra Cuando resucitemos dedica una crítica entusiasta aparecida en Fortnightly Review. De Ibsen llegará a escribir ( con vanidad admirable): «En otras par­tes hay hombres dignos de mantener la tradición del viejo maestro que agoniza en Cristiania. Tiene ya un sucesor en el autor de Michael Kramer, y el tercer sacerdote de este culto no dejará de apare­cer cuando llegue su hora». Gracias a Ibsen supo mantenerse alejado del Teatro Literario Irlandés y, como nos informa Levin: «Rehusó adherirse a los estudiantes que protestaban contra La prin­cesa Cathleen, no por simpatía hacia Yeats y sus colegas, sino porque desconfiaba del intolerante nacionalismo base del ataque a esa obra. Y enton­ces, con desafiante imparcialidad, se lanzó con furia contra los dos teatros. Atacaba al Teatro Literario Irlandés por haberse sometido a la gale­ría, a la «canalla de la raza más atrasada de Eu­ropa». La fuerza de su ataque era un intelectua­lismo intransigente, ansioso de proponer compa­raciones denigrantes entre los dramaturgos irlan­deses y los autores cosmopolitas que admiraba».

Con estas actitudes, es fácil imaginar que la vida en Dublín no podía resultarle ni atractiva ni

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cómoda. Admira a Ibsen, más que nada porque puede enarbolar su nombre como bandera contra sus compatriotas más pretenciosos y aldeanos. Para él, lo más destacado de Ibsen es «su enorme poder de objetividad, su decidida resolución de arrancar su secreto a la vida, y su absoluta indife­rencia hacia las reglas del arte, los amigos y las consignas». No de otro modo habla Stephen De­dalus al final de Retrato del artista adolescente, en la larga conversación con su condiscípulo Cranly:

«No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria y mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea po­sible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y as­tucia.»

Surge la palabra «destierro». A Joyce le fasci­naba el destierro, el destierro voluntario. Su única pieza de teatro lleva por título Exiliados. Escrito­res hubo que también se exiliaron voluntaria­mente, especialmente los «ingleses vocacionales»,

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Dublín: Grafton Street.

como Joseph Conrad, Henry James y T. S. Eliot. Mas Joyce era demasiado irlandés como para

buscar refugio en Inglaterra, y estaba, asimismo, demasiado cansado de vivir en islas, lo que siem­pre produce claustrofobia. A Joyce le atraía el continente, como a su compatriota Samuel Bec­kett, exiliado más radical que él, ya que incluso se exilió de la lengua inglesa. A partir de 1912, vivirá en Dresde, Roma, Trieste, París, Niza, Zurich; en Zurich acabará falleciendo en 1941, aislado de la guerra mundial, tras declarar que un adjetivo le interesaba mucho más que aquellos espantosos sucesos que se desarrollaban al otro lado de las fronteras de Suiza.

Y sin embargo, y pese a tan prolongado destie­rro, continuará escribiendo sobre Dublín con todo detalle, recontruyéndolo en el interior de su mente. Dublín es el tema de los cuentos reunidos en Dublineses, el gran protagonista de Ulises y la obligada referencia de Finnegans Wake, donde habla de Dublín y sus alrededores (págs. 3-103), Dublín, París y Dresde (págs. 196-216) y de las calles de Dublín (págs. 403-428).

Tal persistencia dublinesa nos trae al recuerdo a otro escritor que guarda con J oyce ciertas simili­tudes externas y que, aun habiendo vivido la ma-

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11 . ...-

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yor parte de su vida alejado de su ciudad natal, situó en ésta toda su obra narrativa. Nos estamos refiriendo a Ramón Pérez de Ayala. Al igual que Joyce, Pérez de Ayala estudió en los jesuitas, y «siendo estudiante en el colegio de jesuitas de su planeta, como es allí estilo común», que escribió Voltaire en Micromegas, se hizo cosmopolita. Pé­rez de Ayala vivió la mayor parte de su vida alejado de Oviedo, mas supo plasmarlo en sus novelas con el nombre de Pilares. Su largo destie­rro (y no precisamente voluntario, tras la guerra civil española) fue el alejamiento definitivo. Ayala interrumpe su producción narrativa pronto, en la época en la que, como Joyce, era un «desterrado voluntario» en Madrid.

A Ayala no le gustaba Joyce: «páginas cons­truidas por hacinamiento de futilidades homogé­neas, de reiteraciones superfluas, de incoheren­cias e inanidades voluntarias, tan reales y vivas cuanto necesarias y excusadas». Es fácil suponer que Joyce no mantuviera ninguna opinión sobre el escritor ovetense, e incluso que no le conociera ni de nombre. No obstante, hay una fotografía de Joyce hecha por Man Ray donde el escritor, en actitud meditativa, adopta una «pose» tan falsa y rebuscada como la que se observa en tantas foto-

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Barcazas de cerveza en el Liffey.

grafías de Pérez de Ayala. Por lo demás, tanto Ayala como Joyce son dos retóricos, aunque sea evidente que la retórica de Ayala tiene menos aliento y que Pilares bulle menos que Dublín. Me resulta curioso destacar, no obstante, que dos es­critores de aficiones cosmopolitas, hayan tomado el material de sus libros de su ciudad natal. Claro que la actitud de Ayala ante Oviedo había de ser muy distinta de la de Joyce ante Dublín, pues en Asturias nunca hubo nacionalistas ni «místicos del renacimiento cultural astur» con quienes un escri­tor culto y civilizado, y naturalmente sensato, tu­viera que enfrentarse. Ayala, alejado de Oviedo, regresa a Pilares en 1927, para recibir un home­naje, lanzando retóricas. En la Epístola a mis pai­sanos, compuesta con motivo de este viaje y leída en un acto público en la Universidad, Pérez de Ayala dice versos tan altisonantes como éstos:

¿No llevo, pues, Asturias conmigo hasta la cápsula y la médula de mis huesos: montaña, valle, costa; de Pajares al mar, de Castropol a Un­quera?

¿ Y no ha de ser, por fin, esta pobre osamenta polvo asturiano, el día de la restitución suprema?

Otro es el tono de Joyce cuando se refiere a Irlanda y a Dublín. Para él, Irlanda es «la gran

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puerca que come a sus cachorros», y con Dublín ajusta cuentas en el ya referido poema El gas del quemador, que por venganza hizo imprimir a un impresor holandés y luego distribuyó entre sus conocidos dublineses. Allí dice a sus compatrio­tas:

Pero tengo un deber con Irlanda: guardo su honor en mis manos, tierra de encanto que siempre envió sus artistas y escritores al destierro y con espíritu de burla irlandesa traicionó a sus propios líderes, uno a uno. Humoradas irlandesas, secas y mojadas, arena ardida en los ojos de Parnell ... Oh, Irlanda, mi primero y único amor, donde Cristo y César son mano y guante. Oh, tierra de encanto, donde crece el trébol (permitidme, señores, que me suene la nariz ... ) Publiqué el folklore del sur y del norte por Lady Gregory de la boca dorada, publiqué a poetas tristes, tontos y solemnes, publiqué a Padraic Cómo-se-llama, publiqué al gran John Millicent Synge que vuela por lo alto en un ala de ángel con su camisa de niño que como botín tenía en su maleta el gerente de Maunsel ...

En esta sátira desliza el verso: « ... y escribiendo del querido y sucio Dublín ... ». Querido y sucio:

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Prueba de imprenta de «Ulysses», con las correcciones de

Joyce.

Dublín intolerante y Joyce intransigente. La ciu­dad aborrecida será reconstruida desde el exilio. Es más: aquel exilio no tuvo otro sentido último que el de recordar y escribir la ciudad, para que quedara única, mezquina e imperecedera, dete­nida eternamente en las 24 horas del 16 de junio de 1904. Joyce, como todo hombre, era contradic­torio; mucho más contradictorios aún son los na­cidos en un país dividido o a la deriva. Joyce huye de Dublín para no olvidarlo. En Dublineses, en Ulises, en Finnegans Wake, sustituye la casas, las

Joyce (segundo por la izquierda) en un grupo de graduados del Colegio Universitario de Dublín.

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EL�RTISTA l;\.DOLES� C�'NTE� (RE-�10)WVEL� DE-��ES JOYCEA�

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Portada de «El artista adolescente», de James Joyce.

piedras, las avenidas, las calles, las tabernas, las iglesias, los cementerios, los árboles y los parques, por palabras. Pura palaora que se torna jeroglífico en Finnegans Wake. Sin Irlanda, sin sus tensio­nes, sin su «aldeanismo nacionalista», James Joyce no hubiera podido ser un cosmopolita que escribiera el más universal censo de una ciudad. Reconstruyendo palabra por palabra a Dublín, la ciudad de Dublín desaparece para siempre: hoy Dublín no existe sino es en los cuentos de Dubli­neses o en la vasta prosa del Ulises. Lo demás, es una ciudad, hoy, como las otras. Mas Dublín es inseparable del nombre de James Joyce, que fue su mejor fundador, alcalde, arquitecto y cronista.

«James Joyce -escribe David Hayman en su «Guía del 'Ulises'»- llamó a Finnegans Wake el libro de «Doublends Jined» (del «Gigante de Du­blín»). Vises es el libro de Dublín. Dublín ha de considerarse un anagrama de Irlanda e Irlanda como un aspecto de la historia universal, cada uno de cuyos detalles es importante (aunque también impotente) en el plan general del universo creado por un dios que tal vez fuera muy parecido al mismo «Jeems Joker». A pesar de las apariencias, ni Dublín ni Irlanda son meras creaciones de la fantasía de Joyce. La Irlanda que Leopold Bloom cree importante porque quiere integrarse en ella y que Stephen Dedalus aprecia porque ya le per­tenece, no fue siempre la trastienda cultural que Joyce presenta en Ulises, una nación que alaba su

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James Joyce, por Desmond Harmsworth.

propio pasado, una tierra cuyos mejores y más valiosos productos de exportación son los «patos salvajes» (nombre dado a los soldados irlandeses auto-exiliados) y los artistas que luchan, cada uno a su modo, en suelo extranjero».

Joyce debía liberarse de esta Irlanda en busca de su identidad, de cuya ideología reniega y contra quien se enfrenta dura y alegremente. La juventud de Stephen Dedalus (Retrato del artista adoles­cente) está marcada por el recuerdo y la amargura del destino de Charles Stewart Panell, el líder nacionalista que era protestante en un país pa­pista. Joyce, desde sus posiciones laicas, llegaría a sentirse compenetrado en parte con Parnell, a si­tuarse Parnell en un ámbito alejado de la política.

Mas no todo era Irlanda y la cuestión irlandesa, en pugna con su deseo de manifestarse, en la vida y en el arte, tan intensa y libremente como le fuera posible. David Hayman, tras una breve in­troducción a la historia de Irlanda, indica: «Este es el esqueleto de esa «pesadilla» irlandesa de la historia de la que «intenta despertar» el deprimido y exhausto Stephen. Estas fueron las tensiones que dieron forma a esa Irlanda en la que J oyce vino al mundo «entre chillidos» el 2 de febrero de 1882, y que hizo posible el desarrollo de este ex-

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Caricatura de Joyce, por César Abin.

traordinario producto del «fin de siecle» irlandés. Aunque no conviene exagerar la importancia de la historia en la vida de un hombre que tenía más en común con los «sabios y los santos irlandeses» que con los irlandeses salvajes, Joyce también sufrió y fue moldeado por fuerzas conflictivas: por el antagonismo existente entre una iglesia interna­cional y un apasionado nacionalismo laico; entre una atmósfera familiar inestable, pero llena de vi­talidad y un estable sistema teológico; entre las demandas represivas de una cultura simultánea­mente enferma y abierta hacia el futuro y un cre­ciente sentido de su propia valía, acompañado de la necesidad de expresarse libremente; entre su madre, fuerte, piadosa y sufrida y un padre mara­villosamente dotado, pero manirroto, que acumuló deudas e hijos sin dejar de vivir como un verda­dero personaje dublinesco ni de frecuentar círcu­los sociales de un razonable buen tono».

Joyce se obliga a sí mismo a buscar refugio de estas contradicciones y tensiones en el continente, y allí se encuentra con que tiene que recuperar y reconstruir su ciudad desde los cimientos. Acaso; al cabo del Ulises ,. en algún momento de debilidad o de nostalgia, haya llegado a sentirse un ciudadano de Dublín de pleno derecho. e

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� En el segundo semestre de 1982 aparecerán, � entre otras, las obras de los siguientes autores:

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En "NUEVA FICCION": José FERRER-BERMEJO, Rafael COLOMA. José María MERINO.

En CLASICOS ALFAGUARA: Fernam MENDES PINTO.

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