sotelo-mal art[1]. 176 la ontologización del mal
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La ontologización del malUn comentario inconveniente a La inevitable y posible teodicea Ignacio Sotelo
En el número 225 de Iglesia Viva, el reputado teólogo gallego, Andrés
Torres Queiruga, ha logrado resumir de manera clara y concisa la posición
ante el mal que ha venido desarrollando en multitud de publicaciones
anteriores. Después de tantos años de darle vueltas al asunto ha llegado a la
convicción de haber dado un paso importante, al poner de relieve que la
teodicea, de la que tanto se ha alejado la teología de nuestro tiempo, es,
como reza el título de su ensayo, por un lado, inevitable - no cabe dar la
espalda a una cuestión, como la del mal, que pone en entredicho la
existencia misma de Dios – pero, por otro, frente a la opinión más
extendida, también posible, ya que cabría aproximarse a una solución
racional satisfactoria. “Quienes afirmen lo contrario deberán mostrar la
invalidez o incoherencia de estas razones y de estos argumentos”. Ante la
hazaña de haber recuperado la teodicea se comprende que sus palabras
trasluzcan enorme regocijo y sano orgullo. Permítaseme una observación
crítica a la posiblidad de la teodicea, tratando de evitar inventarme “un
maniqueo a la propia medida”.
I
No es nada fácil enfrentarse al famoso dilema de Epicuro: si existe el mal,
Dios no es bueno, porque lo tolera, o bien no es omnipotente, porque no
puede evitarlo. La lógica parece implacable para el que, pese a la existencia
del mal, quiera defender la idea de un Dios bueno, que ama a sus criaturas, y
además es omnipotente. Si lo puede todo, podría haber creado un mundo sin
mal, y si no lo ha hecho es porque, o bien no es bueno, o bien no ha podido,
y entonces no es omnipotente. Aceptar con Cioran que Dios es malo – aún
se estaría riendo ante las consecuencias a la larga de su invitación a “creced
y multiplicaros”, o con Jonas, que es impotente para impedir un Auschwitz,
no nos saca de apuros. Torre Queiruga toma muy en serio esta dificultad
que, si bien no arranca al creyente de su confianza en un Dios, padre
amoroso, sin dejar de ser omnipotente, sabe muy bien que constituye un
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fundamento sólido del ateísmo. El creyente que ha apostado por una fe, que
puede ser todo lo razonable que se quiera, pero que al fin se instala más allá
de la rezón, no puede, sin que se debilite su creencia, permitir que el ateísmo
se fundamente racionalmente. De ahí que se incline a pensar que apostar a
favor de la creencia o contra ella, no dejarían de ser dos formas de
arriesgarse en base a razones que en ambos casos no ofrecerían una
seguridad absoluta.
Ahora bien, considerar la creencia en Dios o su negación como, en
principio, igualmente verosímil o inverosímil, podría ser imprescindible
para el creyente que, partiendo de la inseguridad y ambivalencia que
envolvería tanto la fe como su negación, ha apostado, sin embargo, por
Dios. En cambio, para el increyente esta equiparación resulta inadmisible.
Lo que se afirma es lo que tiene que ser demostrado, la existencia de Dios es
la que necesita al menos de un raciocinio de verosimilitud; en cambio, no
cabe demostrar racionalmente que algo no existe. El ateísmo es
indemostrable, pero ello no lo equipara al teísmo, igualmente indemostrable.
No cabe demostrar que no existe algo o alguien, digamos un centauro,
apelando simplemente a que biológicamente sea altamente improbable, o
porque no lo hayamos visto, ni hayamos encontrado rastro de su existencia.
Siempre podríamos argüir que no conocemos la lógica de la evolución, que
ignoramos millones de especies desaparecidas, o bien que es invisible, o que
no hemos encontrado aún sus restos. No cabe demostrar que algo o alguién
no existe; lo que hay que mostrar fehacientemente es que este algo o alguién
sí existe.
Mérito de Torres Queiruga es enfrentarse a la aporía del mal empezando por
denunciar las explicaciones baratas que utiliza la acción pastoral para la
ocasión en que los fieles se enfrenten a una gran desgracia, por lo general la
muerte de un ser querido, o bien a una catástrofe natural, terremotos e
inundaciones, o social, crímenes y guerras. No sirve apelar a que “los
caminos de Dios son inescrutables”, ni recurrir “al gran misterio de Dios del
que no alcanzamos a entender sus designios”, ni decir que “Dios escribe
derecho con renglones torcidos”, ni refugiarse en el Dios agustiniano “lo
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suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo
mal”, o sea, que no hay mal que por bien no venga, sin duda la forma más
práctica para resolver el problema del mal. “Ante dificultades serias y
reales, no cabe rendirse al fideísmo ni refugiarse apresuradamente en el
“misterio” o en la incognoscibilidad divina, sin antes someter a crítica los
prejuicios y explorar las nuevas posibilidades”. Y nuestro autor puede
desprenderse de estas fórmulas tan socorridas porque parte de la “nueva
conciencia de la autonomía de los funcionamientos mundanos, que obligó a
repensar la verdadera relación de Dios con el mundo”. Si la mayoría de los
católicos practicantes se enterasen de que Dios no interviene en el acontecer
del mundo y que, por tanto, la oración de petición, no tiene el menor
sentido, las iglesias, sin nadie durante los días de semana, se vaciarían
también los domingos. ¡A ver si va a tener razón la jerarquía eclesiástica al
culpar a los teólogos de parte de la crisis religiosa de nuestras sociedades
desarrolladas!
II
Antes de entrar en la ponerología (del griego ponerós, “malo”) que trata de
los problemas “que el mal nos plantea a todos los humanos”, y que
constituye el basamento en que se apoya toda su teodicea, Torres Queiruga
se ocupa de una cuestión previa, que a mí me parece la fundamental, y es
que “el problema del mal empezó planteándose dentre de la religión”. Es un
hecho histórico innegable, que conviene tener muy presente, pero del que el
autor no saca las implicaciones que conlleva. La principal, que no sólo “el
problema del mal”, tesis obvia que seguro acepta, sino la noción misma de
“mal” (éste puede ser el punto de discordia) han surgido, más aún,
únicamente podían haber surgido y tienen sentido en un contexto religioso.
He aquí la diferencia que me separa de Torres Queiruga: para mí el bien y el
mal son dos nociones que se suponen mutuamente, fruto ambas de la
religión.
Cabría mostrar en distintas tradiciones religiosas cómo emergen las
nociones del bien y del mal, pero quedémosnos en la nuestra. Según el
Génesis, Dios creó el hombre a “su imagen y semejanza” y, por tanto, libre
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de pecado, es decir libre del mal, incluso del más universal, el de la muerte.
Dios creó al hombre inmortal, con lo que de algún modo participaba de la
infinitud divina, pero, eso sí, vinculada a un mandato: “Puedes comer de
todos los árboles del huerto, pero no comas del árbol del conocimiento del
bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio”. En el relato
bíblico está claro que el mal llega a un mundo del que Dios, ultimada la
creación, “vió que era bueno”, únicamente por la desobediencia de Adam y
Eva.
No he consultado los miles de comentarios al respecto, pero de mi lectura
ingenua se desprende, primero, que un Dios amoroso y omnipotente creó un
mundo bueno, poniendo en la cúspide de la creación a dos criaturas que
participaban de su infinitud, en cuanto inmortales y libres de pecado, es
decir, de imperfecciones, sin por ello coartarles un ápice de su libertad. Dios
creó una criatura perfecta, sin inclinación ni conocimiento del mal que, al
ser inmortal, goza de libertad plena para siempre. Como no cabía esperar
menos de un Padre amoroso y omnipotente, Dios creó al hombre al margen
de cualquier mal y así, una vez que haya recorrido este “valle de lágrimas”
en que se convirtió la vida humana por culpa propia, ha prometido
recomponerlo en su perfección originaria en el cielo. El origen del mal no
está en el mundo, sino en el hombre, aunque al haber sido víctima del
engaño de un espíritu maligno superior complica aún más las cosas, a la vez
que explica la promesa de redención y salvación final, pero esto ya es harina
de otro costal.
En segundo lugar, encontramos en el Génesis la idea, inherente a todas las
grandes religiones, de que Dios es el único autorizado para señalar el bien y
el mal y que nadie se arrogue el privilegio de definirlos. Lo que Dios manda
es el bien y lo que prohibe el mal. Ambos conceptos van siempre
emparejados, de modo que, en rigor, no hay un “problema del mal”, sino
uno siempre en relación con el bien, es decir que hay que enunciar el
problema como el del “bien y del mal”. Tercero, de lo anterior se deriva que
la moral, hacer el bien y evitar el mal, surge vinculada a la religión. Todavía
la Iglesia defiende que no cabe otro fundamento de la moral que la religión,
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doctrina que ha sido la dominante durante siglos. En todo caso, el emerger
de una moral racional laica es un evento bastante tardío, se remonta al siglo
XVIII, aunque quepa ya rastrearla en la Antigüedad grecolatina. Cuarto, y
último punto a manera de conclusión, si el hombre comiese del árbol de la
ciencia, es decir, si pretendiese definir por sí mismo lo que es el bien y el
mal, su destino seria autodestrucción y muerte. Es éste un tema,
teológicamente significativo que, al haberse apropiado el don de definir el
mal, el autor ni siquiera menciona. A mi juicio, en estos cuatro puntos
consiste el meollo del mensaje bíblico en lo que respecta al problema del
mal en las primeras páginas del Génesis.
III
Torres Queiruga basa la posibilidad de una teodicea en una teoría del mal
que llama pomposamente ponerología y que considero el punto más débil
del edificio. Uno no se libra de la impresión de que la existencia del mal es
lo único en que con absoluta certeza racional cree el autor, creencia que
además hace extensiva a todos los mortales. El mal existe, ni creyentes ni
increyentes podrán negarlo. Padecer muy distintos males es el destino
común, avocados todos a la muerte, el mal absoluto y definitivo. “El
problema del mal es tan antiguo como el ser humano. En realidad,
constituye su problema, el problema por excelencia”. Se podrá negar la
existencia de Dios, pero nadie se atreverá a negar la del mal, que a todos
aflige con multitud de desgracias, hasta los más felices sufrirán un día con la
muerte el mal absoluto de su desaparición.
Como experiencia subjetiva, qué duda cabe que todos los hombres se ven
confrontados con el mal, pero el error “metafísico” es objetivizarlo como si
esta impresión subjetiva fuese una realidad en si, fuera de la conciencia del
que lo sufre. El autor ontologiza el mal como una realidad objetiva que
afecta a todos los humanos, y hasta tal punto le parece una evidencia
indiscutible que ni siquiera se lo cuestiona. El mal objetivamente existe,
nadie puede negarlo y basta. La ponerología falla desde sus comienzos al no
definir con rigor si el mal es una realidad objetiva, de la que sólo cabe
preguntarse de dónde viene, o, como quiso la modernidad ilustrada, una
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subjetiva, que procede de la conciencia individual y cultural, que son las que
determinan nuestra percepción del mal. “Sea cual fuere el objeto del apetito
o deseo es lo que el hombre llama bueno, y malo a lo que es objeto de su
odio o aversión, y vil o desdeñable aquello que desprecia. Por lo que las
palabras “bueno”, “malo” o “desdeñable”, hay que usarlas siempre en
relación con el uso que les da la persona que las utiliza”. (Hobbes, Leviatán,
Parte I, Cap. VI). Frente a la ontologización del mal, como realidad en sí, la
visión subjetiva de lo bueno como lo que apetezco y amo y lo malo, lo que
odio y rechazo.
Aplicar a los fenómenos de la naturaleza .la categoría de buenos o malos no
tiene el menor sentido. Morir a causa de un terremoto o un huracán, o
despedazado por un león o un oso es un mal, evidentemente para al que le
ocurre, como lo es padecer una enfermedad crónica o morir de un cáncer o
de un accidente automovilístico, no son males en sí, sino únicamente para el
sujeto que los sufren, y en este sentido algo subjetivo. El que un rayo
incendie un bosque que acaba con la flora y fauna del lugar es un mal para
los que vivan en o del bosque, pero no deja de ser un fenómeno natural, más
allá de cualquier valoración. Las categorías de bueno o malo no son
aplicables al mundo natural. El que el pez grande se coma el chico
únicamente es un mal para el chico. El mal físico no existe como entidad
real, sino exclusivamente como percepción subjetiva.
Tampoco poseen una realidad propia las categorías de bien o mal moral,
productos también de la percepción de cada individuo y de cada cultura.
Nadie duda hoy que el infanticio es un mal, pese a que lo practicara el
hombre prehistórico como modo de sobrevivencia. En la Antigüedad muy
pocos pensaban que la esclavitud fuese un mal, y hoy muy pocos consideran
un mal el que para poder subsistir, algunos estén obligados a vender su
fuerza de trabajo. El mal físico no es objetivamente un mal, en cuanto es
una categoría no aplicable a la naturaleza; el mal moral, tampoco tiene una
objetividad en sí, en cuanto es un producto cultural que va cambiando con el
devenir histórico. Se podrá acusar de relativista a esta posición que niega la
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objetividad del mal, pero ninguna ponerología puede dejar de plantear con
algún rigor el carácter objetivo o subjetivo del mal.
En su ponerología el autor echa a un lado el hecho fundamental de que haya
sido la religión la primera que definió el bien y el mal, y que ambas
categorías estan inmersas en la historia, con enormes transformaciones
según las diferentes culturas a lo largo del tiempo. Cabe muy bien aferrarse
a una religión y decir que lo bueno y lo malo es aquello que Dios ha
prescrito como tal; o bien, instalarse en el subjetivismo relativista de la
modernidad, con todos los problemas que implican ambas posiciones. Lo
que me parece por completo inadmisible es ontologizar el mal como una
realidad en sí y desde esta dimensión metafísica preguntarse de donde
viene. Y claro, la respuesta metafísica a un planteamiento metafísico no
puede ser más simple. “A la pregunta clásica unde malum, la respuesta
inmediata es, del mundo mismo”. El mal sería así constitutivo con el
mundo, no cabe, por tanto, un mundo sin mal y ello porque el mundo es
finito y la finitud no sólo es el origen del mal, es que es el mal mismo. Dios
no pudo más que crear un mundo finito, como no puede hacer un círculo
cuadrado, y la noción de finitud entronca con la de imperfección. A la
imperfectibilidad del mundo, en virtud de su finitud, es lo que el metafísico
llama mal; un mundo perfecto, un mundo sin mal, constituye una
contradicción en sí, en cuanto lo finito es por definición imperfección, que
es el otro nombre del mal. ”Un mundo finito perfecto sería un mundo finito-
infinito: un círculo cuadrado, una contradicción”. “Porque si la raíz del mal
está en la finitud, dado que cualquier mundo que pueda existir será
necesariamente finito, resulta imposible pensar un mundo sin mal”.
Tengo que confesar que este tipo de “metafísica” me saca de quicio, pero
reconozco que el que cae en sus redes necesita de un gran esfuerzo para
escapar de la luminosidad cegadora que produce tanta evidencia. Nos costó
siglos librarnos de la evidencia deslumbradora del argumento ontológico de
la existencia de Dios. Lo que resulta más inaceptable, a mi juicio, es la
conversión de la teología en metafísica, aunque la primera haya surgido por
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la influencia que desde un principio tuvo sobre ella la filosofía griega. Pero
nada me parece tan alejado del cristianismo como su helenización.
Concluyo citando por extenso la crítica que comparto de Juán Antonio
Estrada en el artículo que sigue, De la teodicea a la esperanza. “Si a esto se
añaden afirmaciones como las de que el creador no puede crear un mundo
sin mal, porque la condición de creatura implica la existencia del mal, y
Dios no puede simultáneamente ser creador y evitar el mal, el problema se
complica. Cuando se dice que la idea de una creación sin mal es imposible
y que sería como querer un círculo cuadrado, se hace un afirmación lógica y
se transforma el planteamiento histórico del mal, propio de la religión judeo
cristiana. Si esta afirmación universal que pretende conocer por principio lo
que Dios puede o no hacer, fuera cierta, habríamos encontrado la prueba
irrefutable de la no existencia del Dios de la tradición judeo cristiana”.
Lo que me gustaría preguntar al amigo Andrés es cómo compagina su
ponerología con el relato bíblico de un Dios que ha creado un mundo finito,
pero que lo considera bueno y a unas criaturas “a su imagen y semejanza”,
que son finitas, pero perfectas, es decir, sin inclinación al mal que
desconocen, incluso el de la muerte, sin haber perdido por ello un ápice de
libertad? ¿Acaso la esperanza cristiana no se cifra en un Dios amoroso y
omnipotente, dispuesto a salvar al género humano, devolviéndole un día a
su primera perfección? “Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo
ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido”
(Pablo, I Corintios, 15, 16-18). ¿Cómo, desde la metafísica que propones
podría el Dios amoroso y omnipotente salvar de la muerte a la criatura
finita, a la que ha prometido “una vida eterna” en gozo y perfección? La fe
en la salvación supone que Dios puede librarnos de la muerte (resurrección
de la carne) y dejarnos vivir para siempre en la perfección que nos creó.
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