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Este Salón dedicado al arte que producen actualmente los artistas sonorenses, no persigue hacer un diagnóstico sino más bien captar una diversidad de intereses y múltiples modos de configurar imágenes, objetos y sentidos. Esta muestra cuestiona y toma distancia respecto a cualquier intento por apelar a formas auténticas de lo local y, por el contrario, busca mostrar la versatilidad de procedimientos, selección de materiales y experimentación simultánea con varios medios que es propia de una comunidad artística que se afianza. Los trabajos en este salón han sido propuestos por los artistas mismos. Si bien ha habido un proceso de síntesis, no existe una premisa que rija o anteceda la selección. Sin embargo destacan, para mí, tres líneas que interpreto como modos de proceder, investigar, capturar e inventar. El primer eje es la interrelación entre el tiempo, el territorio y el paisaje culturalmente determinado. Aquí los artistas confrontan su experiencia subjetiva con el curso geológico; esta confrontación deriva en meditaciones y cuestionamientos filosóficos traducidos en formas. Juan Carlos Coppel convierte la inmensidad del campo abierto, la rutina del trabajo agrícola y la identificación de las condiciones de la tierra en ejercicios casi performativos en los que la labor de muestreo empírico se tornan en una composición hecha de trayectos y paradas. Tino Varela decanta, amplifica y acentúa imágenes y sonidos extraídos de sus tomas frente a un paisaje del que sólo se descifra el sistema de alumbrado y el paso efímero de algún vehículo (reconocible sólo por la luz en movimiento); progresivamente la imagen se vuelve más abstracta y distante del espacio urbano sugerido en un inicio. Sutil pero incisiva, la fuerza transformadora del desierto se manifiesta en varias de estas obras. Pablo Hurtado bosqueja con luz la representación de la coincidencia en lo distinto (de acuerdo con la teoría de conjuntos); incidentalmente también presenta una  paradoja al enviar och o horas capturadas d e luz del sol desértico que sólo podrá ser visto de n oche. En sus esculturas, Alfredo Káram, remarca la proliferación e implantación de formas vivas en fragmentos artificiales y viceversa; lo natural y los residuos humanos se fusionan y modelan recíprocamente. Miguel Fernández de Castro fabrica objetos oxímoron o dispositivos metafísicos con los que imaginar los límites de la intervención humana en el espacio; a la par, registra la imposibilidad de pensar tal espacio como abstracción absoluta pues éste es, antes que nada, fenómeno. Son los cuerpos los que captan, reciben y adoptan esta inescapable condición; y de ella surge una segunda línea de exploración en estos trabajos. En sus dibujos, Alejandra Dessens equipara los pliegues de la piel con la topografía siempre cambiante del desierto. Ethel Cooke emplea la figura del sudario—un trozo de tela convertido en sello y signo del calor y desgaste de un cuerpo—como tropo sobre el campo (y tiempo) de acción pictórica. Oliver Yocupicio, por su parte, cuestiona la pintura en tanto relato convertido en canon y transmitido, más o menos efectivamente, mediante ciertos aparatos académicos como el libro o la enciclopedia. Yocupicio muestra la ironía de ciertas reproducciones que persiguen ser didácticas,  pero en las que la materia, el color, la escala y hasta la orien tación han sido canceladas, reduciendo las imágenes a un espectro. Javier Ramírez Limón presenta un proyecto en dos partes (y dos medios) con los que también expone una ironía y desfasamiento. Limón trabajó por años en el guión de una película con la que transformar en imágenes sus memorias juveniles sobre un lugar idílico al cual volver. El guión sufrió progresivas reducciones hasta quedar como un proyecto de cortometraje del cual sólo una escena fue filmada: una toma fija de seis segundos cuyo pasmoso estatismo es interrumpido cuando una araña atraviesa la pantalla. En su serie de agitadores antropomorfos, Griselda Benavides presenta una suerte de teatro de marionetas donde los gestos de distintos personajes—expresados a través de sus pequeñas indumentarias—dispone al espectador a intuir interacciones y micro-dramas. Alejandra Avilés también utiliza la vestimenta como soporte de sus caricaturas en las que una especie de escorpiones son, a la vez, ornamentos ocultos. Miriam Salado presenta una triple alegoría sobre la desaparición por efecto de la

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Este Salón dedicado al arte que producen actualmente los artistas sonorenses, no persigue hacer un

diagnóstico sino más bien captar una diversidad de intereses y múltiples modos de configurar imágenes,

objetos y sentidos. Esta muestra cuestiona y toma distancia respecto a cualquier intento por apelar a

formas auténticas de lo local y, por el contrario, busca mostrar la versatilidad de procedimientos,

selección de materiales y experimentación simultánea con varios medios que es propia de una comunidad

artística que se afianza.Los trabajos en este salón han sido propuestos por los artistas mismos. Si bien ha habido un proceso

de síntesis, no existe una premisa que rija o anteceda la selección. Sin embargo destacan, para mí, tres

líneas que interpreto como modos de proceder, investigar, capturar e inventar. El primer eje es la

interrelación entre el tiempo, el territorio y el paisaje culturalmente determinado. Aquí los artistas

confrontan su experiencia subjetiva con el curso geológico; esta confrontación deriva en meditaciones y

cuestionamientos filosóficos traducidos en formas. Juan Carlos Coppel convierte la inmensidad del

campo abierto, la rutina del trabajo agrícola y la identificación de las condiciones de la tierra en ejercicios

casi performativos en los que la labor de muestreo empírico se tornan en una composición hecha de

trayectos y paradas. Tino Varela decanta, amplifica y acentúa imágenes y sonidos extraídos de sus tomas

frente a un paisaje del que sólo se descifra el sistema de alumbrado y el paso efímero de algún vehículo

(reconocible sólo por la luz en movimiento); progresivamente la imagen se vuelve más abstracta y

distante del espacio urbano sugerido en un inicio. Sutil pero incisiva, la fuerza transformadora del desierto

se manifiesta en varias de estas obras. Pablo Hurtado bosqueja con luz la representación de la

coincidencia en lo distinto (de acuerdo con la teoría de conjuntos); incidentalmente también presenta una

 paradoja al enviar ocho horas capturadas de luz del sol desértico que sólo podrá ser visto de noche. En sus

esculturas, Alfredo Káram, remarca la proliferación e implantación de formas vivas en fragmentos

artificiales y viceversa; lo natural y los residuos humanos se fusionan y modelan recíprocamente. Miguel

Fernández de Castro fabrica objetos oxímoron o dispositivos metafísicos con los que imaginar los límites

de la intervención humana en el espacio; a la par, registra la imposibilidad de pensar tal espacio como

abstracción absoluta pues éste es, antes que nada, fenómeno.

Son los cuerpos los que captan, reciben y adoptan esta inescapable condición; y de ella surge unasegunda línea de exploración en estos trabajos. En sus dibujos, Alejandra Dessens equipara los pliegues

de la piel con la topografía siempre cambiante del desierto. Ethel Cooke emplea la figura del sudario—un

trozo de tela convertido en sello y signo del calor y desgaste de un cuerpo—como tropo sobre el campo (y

tiempo) de acción pictórica. Oliver Yocupicio, por su parte, cuestiona la pintura en tanto relato convertido

en canon y transmitido, más o menos efectivamente, mediante ciertos aparatos académicos como el libro

o la enciclopedia. Yocupicio muestra la ironía de ciertas reproducciones que persiguen ser didácticas,

 pero en las que la materia, el color, la escala y hasta la orientación han sido canceladas, reduciendo las

imágenes a un espectro. Javier Ramírez Limón presenta un proyecto en dos partes (y dos medios) con los

que también expone una ironía y desfasamiento. Limón trabajó por años en el guión de una película con

la que transformar en imágenes sus memorias juveniles sobre un lugar idílico al cual volver. El guión

sufrió progresivas reducciones hasta quedar como un proyecto de cortometraje del cual sólo una escena

fue filmada: una toma fija de seis segundos cuyo pasmoso estatismo es interrumpido cuando una araña

atraviesa la pantalla. En su serie de agitadores antropomorfos, Griselda Benavides presenta una suerte de

teatro de marionetas donde los gestos de distintos personajes—expresados a través de sus pequeñas

indumentarias—dispone al espectador a intuir interacciones y micro-dramas. Alejandra Avilés también

utiliza la vestimenta como soporte de sus caricaturas en las que una especie de escorpiones son, a la vez,

ornamentos ocultos. Miriam Salado presenta una triple alegoría sobre la desaparición por efecto de la

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devastación humana (material y cultural): primero de una técnica de talla en madera a punto de

abandonarse, luego la de la representación de varias especies de animales endémicos de Sonora

amenazadas y, finalmente, la de un material que caracteriza dichas artesanías—la madera de Olneya

tesota —por su dureza llamada popularmente “palofierro”, también en vías de extinción.

Una tercera aproximación artística en esta selección se deriva de un poderoso impulso documental,

etnográfico y autobiográfico que lleva a estos artistas a registrar el paso de distintos individuos—ellosmismos, por ejemplo—por un territorio cultural y políticamente configurado. Aquí, Carlos Iván

Hernández entiende y captura los espacios construidos, habitados y abandonados como un palimpsesto, es

decir, como capas de historias, usos y apropiaciones que se sobreponen unas a otras sin llegarse a

cancelar, como pone de manifiesto su registro del connotado inmueble que fuera residencia del finado

líder del cártel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes, “El Señor de los Cielos”. Nahatan Navarro, por su

 parte, establece una relación con migrantes centroamericanos que utilizan las vías del tren como canal de

orientación en su camino hacia Estados Unidos; estos sobrevivientes toman espacios abandonados en

Sonora como su páramo—muchas veces prolongado—antes de intentar cruzar la frontera. La interacción

que el fotógrafo propicia le permite capturar los gestos de la espera y la expectativa. Las fotografías de

Jimena Camou generan un profundo contraste, pues con su cámara aprehende las formas sociales y

familiares de un estrato específico: la clase media alta sonorense. David Vera también inspecciona su

historia familiar, convirtiéndose en biógrafo e intérprete de la vida de su padre: un sujeto apasionado por

las imágenes fotográficas cuya profesión le mantuvo observando detrás de la lente de un microscopio

hasta que perdió la vista como efecto de la diabetes. Vera recrea los distintos modos de leer el mundo de

su padre a lo largo de su vida. Paula Martins crea una serie de piezas cromadas mediante distintos

 procedimientos con el tinte amarillo de la flor del nopal que ella misma produce artesanalmente. Su

 propia diáspora voluntaria y arraigamiento en una tierra ajena pero apropiada es el antecedente de la

alegoría que nos ofrece cuando combina un nudo marino como signo de la historia e ingeniería náutica

 portuguesa “contaminada” con el color que produce la flor del desierto.

Lo que esta exposición sí persigue representar es un momento de intensa actividad y vitalidad

artística, y un conjunto de posibles asociaciones y coincidencias entre las obras y sus autores.Los artistas que participan en este salón son: Alejandra Dessens, Alfredo Káram, Alejandra Avilés,

Carlos Iván Hernández, David Arturo Vera Ibarra, Ethel Cooke, Griselda Benavides, Javier Ramírez

Limón, Jimena Camou, Juan Carlos Coppel, Miguel Fernández de Castro, Miriam Salado, Nahatan

 Navarro, Oliver Yocupicio, Pablo Hurtado, Paula Martins y Tino Varela.

Carmen Cebreros Urzaiz