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Sobre la decadencia del arte de mentir Mark Twain Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Sobre la decadenciadel arte de mentir

Mark Twain

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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EL CUENTO DEL NIÑO MALO

Había una vez un niño malo cuyo nombreera Jim. Si uno es observador advertirá que enlos libros de cuentos ejemplares que se leen enclase de religión los niños malos casi siempre sellaman James. Era extraño que éste se llamaraJim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estu-viese enferma, que no tuviese una madre pia-dosa y tísica que habría preferido yacer en sutumba y descansar por fin, de no ser por el granamor que le profesaba a su hijo, y por el temorde que, una vez se hubiese marchado, el mun-do sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los li-bros de religión se llaman James, y tienen lamamá enferma, y les enseñan a rezar antes deacostarse, y los arrullan para que se duermancon su voz dulce y lastimera; luego les dan elbeso de las buenas noches y se arrodillan al pie

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de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de estemuchacho las cosas eran diferentes: se llamabaJim, y su mamá no estaba enferma, ni tenía tu-berculosis ni nada por el estilo.

Antes por el contrario, la mujer era fuerte ymuy poco religiosa; es más, no se preocupabapor Jim. Decía que si se partiera la nuca no seperdería gran cosa. Sólo conseguía acostarlo apunta de cachetadas, y jamás le daba el beso delas buenas noches; antes bien, al salir de su al-coba le jalaba las orejas.

Este niño malo se robó una vez las llaves dela despensa, se metió a hurtadillas en ella, secomió la mermelada y llenó el frasco de breapara que su madre no se diera cuenta de lo quehabía hecho; pero acto seguido... no se sintiómal, ni oyó una vocecilla susurrarle al oído:“¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No esacaso pecado? ¿Adónde van los niños malosque se engullen la mermelada de su santa ma-dre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodi-llas y prometió no volver a hacer fechorías, ni

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se levantó, con el corazón liviano, pletórico dedicha, ni fue a contarle a su madre cuanto habíahecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendi-ción acompañada de lágrimas de orgullo y degratitud en los ojos. No; este tipo de cosas lessucede a los niños malos de los libros; pero aJim le pasó algo muy diferente, como cosa rara:se devoró la mermelada, y dijo, con su modo deexpresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “derechupete”; metió la brea, y dijo que ésta tam-bién estaría de rechupete, y muerto de la risapensó que cuando la vieja se levantara y descu-briera su

artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando,en efecto, la descubrió, aunque se hizo el quenada sabía, ella le pegó tremendos correazos, yfue él quien lloró. Todo lo de este chico era cu-rioso… le resultaba diferente a como les sale alos chicos malos de los libros.

Una vez se encaramó en un árbol, dondeAcorn, el granjero, a robar manzanas, y la ramano se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el bra-

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zo, ni el enorme perro del granjero le destrozóla ropa, ni languideció en su lecho de enfermodurante varias semanas, ni se arrepintió, ni sevolvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanasque quiso y descendió sano y salvo; se quedóesperando al gozque, y cuando éste lo atacó, lepegó un ladrillazo. Qué raro... nada así aconte-ce en esos libros sentimentales, de lomos jas-peados e ilustraciones de hombres en sacoleva,sombrero de copa y pantalones hasta las rodi-llas, y de mujeres con vestidos que tienen lacintura debajo de los brazos, y que no se ponenaros en el miriñaque. Nada parecido a lo quesucede en la clase de religión.

Una vez le robó el cortaplumas al profesor,y temiendo ser descubierto y castigado, se lometió en la cachucha a George Wilson... el po-bre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, elniñito bueno del pueblo, el que siempre obede-cía a su madre, el que jamás decía una mentira,al que le encantaba estudiar y le fascinaban lasclases de religión de los domingos. Y cuando se

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le cayó la navaja de la gorra, y el pobre Georgeagachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndoseculpable, y el maestro ofendido lo acusó delrobo, y ya iba a dejar caer la vara de castigosobre sus hombros temblorosos, no apareció depronto para pasmo de todos, un juez de paz depeluca blanca, que dijera indignado: “No casti-gue usted a este noble muchacho... ¡Aquél es elsolapado culpable!: pasaba yo junto a la puertadel colegio en el recreo, y aunque nadie me vio,yo sí fui testigo del robo”. Y, así, a Jim no loreprendieron, ni el venerable juez les leyó unsermón a los compungidos colegiales, ni se lle-vó a George de la mano y dijo que tal mucha-cho merecía un premio, ni le pidió después quese fuera a vivir con él para que le barriera eldespacho, le encendiera el fuego, hiciera sus re-cados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara asu esposa con las labores hogareñas, emplearael resto del tiempo jugando, se ganara cuarentacentavos mensuales y fuera feliz. No; en loslibros habría sucedido así, pero eso no le pasó a

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Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó yarmó un lío, de manera que George, el niñomodelo, recibió su buena zurra y Jim se regoci-jó porque, como bien lo saben ustedes, detesta-ba a los muchachos sanos, y decía que éste eraun imbécil. Tal era el grosero lenguaje de estemuchacho malo y negligente.

Pero lo más extraño que le sucediera jamás aJim fue que un domingo salió en un bote y nose ahogó; y otra vez, atrapado en una tormentacuando pescaba, también en domingo, no lecayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse abuscar en todos los libros de moral, desde estemomento hasta las próximas Navidades, y ja-más hallaría algo así. Oh, no; descubriría queindefectiblemente cuanto muchacho malo sale apasear en bote un domingo se ahoga: y a cuan-tos los atrapa una tempestad cuando pescan losdomingos infaliblemente les cae un rayo. Losbotes que llevan muchachos malos siempre sevuelcan en domingo, y siempre hay tormentas

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cuando los muchachos malos salen a pescar ensábado. No logro comprender cómo diablos seescapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado?Sí..., ésa debe ser la razón.

Nada malo le pasaba. Llegó incluso hasta elextremo de darle una tableta de tabaco a un ele-fante del zoológico, y éste no le dio en la cabezacon la trompa. Esculcó la despensa buscandoesencia de hierbabuena, y no se equivoco ni setomó el ácido muriático. Robó el arma de supadre y salió a cazar el sábado, y no se voló treso cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazoa su hermanita en la sien, y ella no quedó en-ferma, ni sufriendo durante muchos y muylargos días de verano, ni murió con tiernas pa-labras de perdón en los labios, que redoblaranla angustia del corazón roto del niño. Oh, no; laniña recuperó su salud.

Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a lamar, y al volver no se encontró solo y triste eneste mundo porque todos sus seres amados

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reposaran ya en el cementerio, y el hogar de sujuventud estuviera en decadencia, cubierto dehiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió acasa borracho como una cuba y lo primero quele tocó hacer fue presentarse a la comisaría.

Con el paso del tiempo se hizo mayor y secasó, tuvo una familia numerosa; una noche losmató a todos con un hacha, y se volvió rico apunta de estafas y fraudes. Hoy en día es elcanalla más pérfido de su pueblo natal, es uni-versalmente respetado y es miembro del Con-cejo Municipal. Fácil es ver que en los libros dereligión jamás hubo un James malo con tanbuena estrella como la de este pecador de Jimcon su vida encantadora.

EL CUENTO DEL NIÑO BUENO

HABÍA UNA VEZ UN NIÑO BUENO, lla-mado Jacob Blivens, que siempre obedecía a

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sus padres, por absurdas y poco razonables quefueran sus exigencias, que siempre se estudiabala Biblia y jamás llegaba tarde al cursillo dereligión de los domingos. No le gustaba volarsede clase, aunque silo pensara bien sc daríacuenta de que era el mejor negocio para él. Fratan extraño su modo de comportarse que nin-guno de los demás muchachos lo comprendía.No decía mentiras, aunque le conviniera. Opi-naba que mentir era malo, y que eso le bastabapara no hacerlo. Y era tan honesto que rayabaen la ridiculez.

Las curiosas costumbres de aquel Jacob holas igualaba nada: no jugaba a las canicas losdomingos, no robaba nidos de pájaros, no lesdaba monedas calientes a los monos de los or-ganilleros; no parecía interesado en ninguna delas diversiones normales. Los demás mucha-chos se devanaban los sesos tratando de averi-guar cómo era esto posible, pero no llegaban aninguna conclusión satisfactoria. Como dijeantes, sólo se les ocurrió la idea vaga de que era

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“chiflado”, por lo que lo tomaron bajo su pro-tección, y nunca permitieron que le sucedieranada malo.

Este muchacho bueno se leía todos los librosde moral, pues eran su mayor delicia. He ahí elsecreto. Creía firmemente en los niñitos buenosque ponen de ejemplo en esos libros; tenía granconfianza en ellos. Ansiaba encontrarse a algu-no vivo, pero nunca lo consiguió. Todos moríanantes de tiempo, quizás. Cada vez que leía so-bre alguno particularmente bueno pasaba laspáginas a la carrera hasta llegar al final, paraver qué había sido de él, porque estaba dis-puesto a viajar cientos de millas para poderloobservar; pero era inútil: el muchachito buenoinexorablemente moría en el último capítulo,donde había una ilustración del funeral, consus parientes y los niños de la clase rodeando latumba, en pantalones que les quedaban dema-siado chicos y sombreros que les quedabandemasiado grandes, y todo el mundo mo-queando en descomunales pañuelos, como de

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yarda y media de tela. Siempre salía derrotadode esta manera. Nunca pudo llegar a ver a nin-guno de esos muchachitos buenos, pues éstosirremisiblemente morían en el último capítulo.

Jacob albergaba la noble ambición de quetambién a él lo metieran en un libro de moral,con ilustraciones que lo representaran negán-dose a mentirle a su madre, y a ella sollozandode dicha

por tal motivo; o en grabados que lo repre-sentaran de pie, en el umbral de la puerta, dán-dole un centavo a una pobre limosnera con seishijos, y diciéndole que lo gastara como a bientuviera, pero sin derrocharlo, porque la extra-vagancia es pecado; o un dibujo mostrando sumagnanimidad al negarse a acusar al granujaque siempre lo acechaba a la vuelta de la esqui-na cuando salía de la escuela, y que le blandíaun garrote sobre la cabeza y luego lo perseguíahasta la casa amenazándolo. Hete aquí la ambi-ción del joven Jacob Blivens: quería que lo pu-sieran en un libro de moral.

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A veces se sentía un poco incómodo cuandopensaba que los muchachitos buenos morían. Aél le encantaba vivir, como es obvio, y ése era elpeor momento si uno era un personaje de unlibro de moral. Jacob sabía que ser de buenaconducta era malo para la salud; sabía que serde una bondad tan increíble como la de los mu-chachos de los libros era más mortal que tenertuberculosis; sabía que ningún niño de ésoshabía sobrevivido por mucho tiempo, y le dolíaen el alma pensar que si lo ponían en un libro,no lo llegaría a ver, o, peor, si llegaran a publi-car el libro antes de que él muriera, no alcanza-ría la popularidad por no llevar algún dibujo desu funeral en la solapa trasera. No valía la penacomo libro de moral si no podía narrar el conse-jo que él le habría dado a la comunidad en suhora de muerte. Pero al final, claro está, hubodc resignarse a sacarles partido a las circuns-tancias: a vivir con rectitud, a durar cuanto pu-diera, y a tener listas sus últimas palabras por si

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llegaba el momento.Pero por alguna razón nada le salía bien a

este muchacho bueno; nada le resultaba como alos muchachos buenos de los libros, que siem-pre la pasaban de maravilla, mientras a los ma-los se les quebraban las piernas; pero en su casohabía algún tornillo flojo en algún lado y lesucedía exactamente lo contrario. Cuando des-cubrió a Jim Blake robando manzanas, se paródebajo del árbol para leerle la historia del niñomalo que se cayó del manzano de un vecino yse quebró el brazo; Jim también se cayó del ár-bol, pero justo encima de él, y le quebró el bra-zo, y Jim salió ileso. Jacob no podía entenderlo.En los libros no decía nada así.

Y una vez unos muchachos malos guiaron aun ciego hasta hacerlo caer en un pantano, yJacob salió en su ayuda, esperando recibir subendición; pero el ciego no sólo no le dio nin-guna bendición sino que le propinó un golpe enla cabeza con su bastón y dijo que pobre de él silo volvía a empujar para después fingir que le

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estaba ayudando a levantarse. Así no sucedíaen los libros. Jacob buscó en todos para ver.

Otra cosa que Jacob siempre había queridohacer era encontrar un perro callejero cojo,muerto del hambre y perseguido, para llevarloa casa, cuidarlo y granjearse la imperecederagratitud del animal. Al fin encontró uno y sepuso feliz; lo llevó con él a casa y le dio comida,pero cuando lo fue a acariciar, el can se le aba-lanzó y le destrozó la ropa, excepto la partedelantera, y lo hizo hacer un ridículo impresio-nante. Examinó los textos que había leído, perono logró comprender el asunto. Era de la mis-ma raza de los perros que figuraban en los li-bros, pero éste no actuaba como aquéllos.

Hiciera lo que hiciera, este pobre muchachosiempre se metía en un lío. Hasta las mismascosas por las que los muchachos de los librosreciben más recompensas, le resultaban a él lasmenos rentables en que pudiera invertir. Undomingo, camino de su clase de religión, vio aunos muchachos malos, felices zarpando en un

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bote de vela. Se llenó de consternación, puespor sus lecturas sabía que los muchachos quevan a navegar los domingos invariablementemueren. Entonces salió a toda velocidad en unabalsa para prevenirlos, pero un tronco se dio lavuelta, lo hizo rodar y se fue al río. Un hombrelo rescató a tiempo, y el médico le sacó el aguacon una bomba, y le dio un nuevo aire con unfuelle, pero Jim atrapó un resfriado y guardócama nueve semanas. Pero lo más inexplicablede todo fue que los muchachos malos del botepasaran un día fabuloso y lo más extraordina-rio fue que regresaran a casa sanos y salvos.Jacob Blivens dijo que cosas como éstas no su-cedían en los libros, que eso lo dejaba ano-nadado.

Cuando se alivió se le bajaron un poco losánimos, pero de todos modos resolvió seguirhaciendo esfuerzos por ser bueno. Sabía quehasta ahora sus experiencias no servirían paraconsignarlas en un libro, pero todavía no sehabía cumplido el lapso de vida asignado a los

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niños buenos, y albergaba la esperanza de batirun récord, si podía aferrarse a la vida hastacompletar el tiempo que le tocaba vivir. En elpeor de los casos podía acudir al discurso quehabía preparado con sus últimas palabras.

Un buen día descubrió que ya era hora dehacerse a la mar en calidad de grumete. Visitóal capitán de un barco y solicitó su ingreso, ycuando este le pidió recomendaciones, conenorme orgullo esgrimió su Biblia y señaló ladedicatoria: “A Jacob Blivens, con afecto, de sumaestro”. Pero el capitán, hombre burdo y vul-gar, dijo:

—iAl carajo con eso! Así no demuestra quesabe lavar platos ni fregar pisos.

Fue lo más extraordinario que le sucediera aJacob en toda su vida. Una alabanza de un pro-fesor, escrita sobre una Biblia, nunca había de-jado de conmover y suscitar las emociones mástiernas en los capitanes de navíos ni dejado deabrirle las puertas de todos los oficios honora-bles y lucrativos. Esto jamás había sucedido en

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ningún libro que hubiese leído. No podía creerlo que sus sentidos le dictaban.

A este muchacho siempre le iba mal. Nada lesalía según decían los libros de moral. Un día,dedicado a buscar niños malos para sermonear-los, encontró unos cuantos en una fundición dehierro haciéndole una pilatuna a unos catorce oquince perros, a los que habían atado en unalarga procesión, y estaban adornando con ta-rros vacíos de dinamita pegados del lomo. Elcorazón de Jacob se conmovió. Se sentó sobreuno de los tarros (porque no le importaba en-grasarse cuando el deber lo llamaba), agarró alperro delantero por el collar, y volvió su mira-da de reproche sobre el malvado de Tom Jones;pero en aquel preciso instante entró el viejofundidor hecho una hiena. Todos los mucha-chos malos salieron espantados, pero Jacob seincorporó, con su inocencia inconsciente, y em-pezó a echarse uno de esos discursos moralistasque comienzan con “¡Oh, señor!” en total opo-sición al hecho de que ningún muchacho, ni

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bueno ni malo, jamás empieza un comentariocon “Oh. señor”. Pero el tipo no esperó a escu-char el resto. Tomó a Jacob Blivens por unaoreja, le hizo dar la vuelta y le pegó una nalga-da con la palma de la mano; en un abrir y cerrarde ojos, el buen muchachito, todo untado depólvora, estalló y salió como una bala por elentejado, derecho al sol, con los fragmentos deesos quince perros colgándole detrás como lacola de una corneta. Y sobre la faz de la tierrano quedaron ni señas del fundidor ni de la viejafundición y, en cuanto a Jacob Blivens, éste notuvo oportunidad de decir sus últimas palabrasdespués de tanto trabajo que le costó escribir-las, a menos que se las hubiera dicho a los pája-ros porque la mayor parte de su cuerpo cayó entoda la copa de un árbol en un condado vecinoy el resto quedó disperso entre cuatro pueblosmás o menos cercanos, y fueron necesarias cin-co pesquisas para descubrir sí había muerto ono, y cómo había ocurrido. Jamás había visto lagente un muchacho tan desparramado.

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Así pereció el niño bueno, que si bien todolo hacía de la mejor manera posible, nada leresultaba según los libros. Todos los mucha-chos que hacían lo mismo prosperaban, menosél. Su caso es de veras sorprendente. Y proba-blemente jamás podrá ser explicado.

EDWARD MILLS Y GEORGE BENTON:UNA HISTORIA

HABÍA UNA VEZ dos parientes lejanos...primos séptimos, o algo por el estilo. Cuandoaún eran niños de brazos quedaron huérfanos yfueron adoptados por los Brants, una parejaque no podía tener hijos, y que muy pronto lestomó cariño. Los Brants solían decir:

—Sed puros. honestos, abstemios, diligentesy considerados, y tendréis garantizado el triun-fo en la vida.

Los niños oyeron esta frase miles de vecesantes de entenderla, fueron capaces de repetirla

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mucho antes de aprender a rezar, la tenían pin-tada sobre la puerta de su cuarto, y fue lo pri-mero que aprendieron a leer. Estaba destinadaa ser el lema invariable de la vida de EdwardMilis. Algunas veces los ancianos cambiabanun poco la formulación y decían:

—Sed puros, honestos, abstemios, diligentesy considerados, y nunca os faltarán los amigos.

El pequeño Edward Milis hacía las deliciasde quienes lo rodeaban. Cuando quería unagolosina y no se la daban, escuchaba razones yse resignaba contento a no tenerla. Cuando elniño Benton, su primo, se antojaba de un dulce,chillaba hasta que se lo daban.

El chico Milis era cuidadoso con sus jugue-tes; Benton los destruía recién se los regalaban,para después armar una terrible pataleta, hastaque, a fin de lograr algo de paz en la casa, con-vencían al niño Milis de que le prestara los su-yos.

Cuando se hicieron mayorcitos, Georgie seconvirtió en una fuente grande de gastos por

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una razón adicional: no cuidaba su ropa. Enconsecuencia, a cada rato le tocaba estrenar, loque no sucedía con Eddy.

Los muchachos crecieron de forma paralela.La docilidad de Eddy aumentaba con el pasode los días, al mismo ritmo en que disminuía lade Georgie. Como respuesta a las peticiones deEddy bastaba un “Preferiría que no lo hicieras”,refiriéndose a los permisos para ir a nadar, es-quiar, salir de paseo, recoger bayas, ir al circo ocualquiera de esas actividades que suelen fas-cinar a los muchachos. Pero tal respuesta no leservía a Georgie: había que darle gusto encuanto se le antojara, pues en caso contrario seponía a despotricar con altanería. Como es ob-vio, a ningún muchacho le daban tantos permi-sos para ir a nadar, a esquiar, a recoger bayas,etc., como a él, y nadie la pasaba mejor.

En las noches de verano los buenos de losBrants no les permitían a los chicos jugar en lacalle después de las nueve, hora en que losmandaban a la cama. Eddy les hacía caso y se

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quedaba acostado, pero hacia las diez Georgiese escabullía por la ventana y salía a divertirsede lo lindo hasta la media noche. Parecía impo-sible quitarle aquel mal hábito, pero al fin losBrants consiguieron que se quedara en la camasobornándolo con manzanas y bolitas de cristal.

Los buenos ancianos le dedicaban todo sutiempo y atención a la empresa fútil de disci-plinar a Georgie. Decían, con lágrimas de agra-decimiento en los ojos, que Eddy no necesitabasu esfuerzo, pues era muy considerado, y per-fecto a más no poder.

Con el paso del tiempo se les llegó a los mu-chachos la hora de trabajar, de manera que losmandaron a aprender un oficio: Edward se fuepor su propia voluntad; a George lo llevaron ala fuerza y mediante sobornos. Edward se de-dicó a laborar con juicio y entusiasmo, y dejó deser una carga par los buenos de los Brants. Deellos recibía sólo elogios, al igual que de su pa-trón. Pero George escapó. La labor de darlecaza y obligarlo a regresar le costó a Mr. Brant

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una sustanciosa suma de dinero y múltipleslíos. Al cabo de un tiempo volvió a fugarse.…más dinero y más tribulaciones. Una terceravez huyó... después de hurtar algunas cosaspara llevárselas... más problemas y gastos paranuestro buen Brant. Además, con gran dificul-tad logró convencer al patrón de que no lo lle-vara ante la ley.

Edward, que siguió trabajando con constan-cia, al cabo de un tiempo se hizo socio en pie deigualdad del negocio de su patrón. George nose componía; por el contrario, era un constantedolor de cabeza para sus ancianos benefactores,que tenían la constante necesidad de ingeniarseestrategias para protegerlo de la ruina.

Desde niño Edward se interesó por las clasesde religión, las sociedades de debates, las mi-siones religiosas para conseguir dinero, las or-ganizaciones de lucha contra el tabaco y contrala irreverencia, y por otras empresas semejan-tes; ya de hombre se convirtió en un confiable yparticipativo servidor de la iglesia, de las so-

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ciedades de alcohólicos, y de todo cuanto mo-vimiento apuntara a mejorar y ayudar a loshombres. Esto no suscitaba ningún comentarioni llamaba la atención, pues era “su inclinaciónnatural”.

Al cabo de los años la pareja de ancianos fa-lleció. El testamento le dejaba la constancia desu amor y orgullo a Edward, pero las pocaspropiedades a George... porque éste “las necesi-taba”, mientras que, “merced a la generosidadde la Providencia”, tal no era el caso de Ed-ward, pero a George le dejaron la herencia conuna condición: con ella debía comprarle su par-te al socio de Edward; de lo contrario pasaría auna organización caritativa llamada la Sociedaddel Amigo del Presidiario. Los viejos dejaronuna carta en la que le rogaban a su querido hijoEdward que los reemplazara en la vigilancia deGeorge, ayudándole y protegiéndolo de lamisma manera que lo habían hecho ellos. Ed-ward aceptó su deber de buena gana, y Georgese convirtió en socio. Pero como socio no sirvió

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para nada, porque si bien antes había tenidosus coqueteos con la bebida, ahora estaba con-vertido en un borrachín consuetudinario, loque sus ojos y su piel revelaban de manera des-agradable.

Edward llevaba algún tiempo haciéndole lacorte a Mary, una noble y dulce joven, y ambosse amaban tiernamente. Por aquella épocaGeorge comenzó a frecuentarla y a hacerle sú-plicas desgarradoras, y al fin, llorando, la jovense dirigió a Edward, y le dijo que tenía muyclaro cuál era su magnánimo y sagrado deber, yque no debía dejar que sus deseos egoístas in-terfirieran con éste: debía casarse con el “pobreGeorge’ y “reformarlo”, que seguramente se leiba a romper el corazón, etc., pero que el deberera el deber. De modo que se casó con George,y a Edward casi se le rompe el corazón, lomismo que a ella.

No obstante, al cabo de un tiempo Edwardse recuperó, y se casó con otra muchacha... unexcelente Organizaron luego una imponente

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congregación mística de abstemios, y despuésde algunos discursos conmovedores, el presi-dente dijo:

—No vamos a llamar a ningún firmante;creo que les espera un espectáculo que muypocos de los presentes en este recinto seráncapaces de mirar con los ojos secos.

Hubo una pausa elocuente, y luego, GeorgeBenton, escoltado por una comitiva de las Da-mas del Refugio, vestidas de rojo, subió a laplataforma y firmó el compromiso. Los aplau-sos fueron atronadores y la gente lloró de emo-ción. Cuando la reunión terminó cada uno delos asistentes le dio la mano al recién reforma-do, y le aumentaron el salario; al día siguientetodo mundo hablaba de él y se convirtió enhéroe. Una crónica de esto fue publicada.

George Benton comenzó entonces a recaercada tres meses con toda regularidad, pero in-variablemente lo rescataban y le volvían a con-seguir trabajo. Por último, empezaron a llevarloa todas partes a dar conferencias, como alcohó-

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lico reformado, y llenaba teatros y hacía muchobien.

En su ciudad era tan popular, y confiabantanto en él —durante sus intervalos de absti-nencia— que falsificando el nombre de uno delos ciudadanos principales consiguió unaenorme suma de dinero en el banco. La gentepresionó con fuerza para librarlo de las conse-cuencias de su estafa y obtuvo

éxito parcial: le tocó “purgar” sólo dos años.Cuando, al final del primero, los esfuerzos in-cansables de los benévolos fueron coronadoscon el éxito, y el hombre salió de la penitencia-ría con un perdórn entre el bolsillo, la Sociedadde Amigos del Presidiario lo recibió en la puer-ta con un empleo y un muy buen sueldo, y lademás gente de bien vino a darle consejos,alientos y puestos.

Una vez Edward Mills había hecho una soli-citud a la Sociedad de los Amigos del Presidia-rio para colocarse, cuando más necesitado sehallaba, pero la respuesta negativa a la pregun-

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ta “¿Ha estado usted preso alguna vez?” no leconvino nada para la petición.

Mientras sucedían todas estas cosas, EdwardMills, en silencio, había superado la adversi-dad. Aún era pobre, pero recibía un salario su-ficiente y regular, como cajero respetado y con-fiable de un banco. George Benton jamás se leacercaba, y nunca se oyó que preguntara por él.-

Por aquella época, a George le dio por au-sentarse del pueblo por temporadas prolonga-das. Se oían reportes malos sobre él, pero nadadefinido. Una noche de invierno, un grupo deladrones enmascarados ingresó por la fuerza albanco, y encontraron a Edward Milis solo. Loobligaron a revelar la “combinación” para po-der entrar en la caja fuerte, pero éste se negó.Lo amenazaron con darle muerte, pero dijo quesus patrones confiaban en él, y que no podíatraicionar aquella confianza; que estaba dis-puesto a morir si era el caso, pero que mientrasviviera sería leal, y no aceptó darles la “combi-

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nación”. Los ladrones lo asesinaron. Al cabo deun tiempo, los detectives dieron caza a los de-lincuentes, el principal de los cuales resultó serGeorge Benton. La gente se apiadó de la viuday el huérfano del muerto, y los periódicos de laregión les suplicaron a los bancos dar testimo-nio de su aprecio por la fidelidad y heroísmodel cajero asesinado haciendo una contribucióngenerosa de dinero para ayudarle a la familia,ahora privada de su sustento. El resultado fueuna suma de dinero en efectivo de más o me-nos quinientos dólares... un promedio de casitres octavos de dólar por banco de la Unión. Elpropio banco del cajero demostró su gratitudemprendiendo la tarea de demostrar (pero su-friendo un humillante fracaso) que las cuentasdel sin igual dependiente nO cuadraban, y quese había volado sus propios sesos con una ca-chiporra a fin de evitar que lo detectaran y cas-tigaran.

A George Benton lo llevaron a juicio. Enton-ces, en su interés por el pobre hombre, la gente

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se olvidó de la viuda y de los huérfanos. Todolo que pueden hacer el dinero y la influencia sehizo por él, pero fue inútil; lo sentenciaron amuerte. Enseguida le llovieron al gobernadorpeticiones de perdón por parte de jóvenes mu-chachas llorosas, viejas solteronas acongojadas,delegaciones de viudas patéticas, impresionan-tes manadas de huérfanos. Pero no; el goberna-dor —por primera vez— no quiso ceder.

Entonces George Benton se volvió profunda-mente religioso. Las buenas nuevas volaron pordoquier y desde aquel momento su celda semantuvo llena de muchachas, mujeres y floresfrescas; todo el día había oraciones, cánticos,ceremonias de gracias a Dios, homilías, lágri-mas, con la sola excepción de un intermedio decinco minutos ocasionales para refrigerios.

Esta situación continuó hasta el propio ca-dalso, y George Benton se marchó orgulloso alcielo, en la capucha negra, ante un públicoacongojado, compuesto por los mejores y másnobles hombres que la región podía producir.

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Su tumba tuvo flores frescas todo el día por untiempo, y la lápida llevaba la siguiente inscrip-ción, debajo de una mano que señalaba a lasalturas: “Fue un valiente luchador”.

La lápida del cajero heroico llevaba, a suvez, la siguiente: “Sed puros, honestos, abste-mios, diligentes y considerados, y jamás se-réis...”. Nadie sabe quién dio la orden de dejar-la inconclusa, pero se conoce que fue dada.

La familia del cajero está pasando por penu-rias terribles, según dicen, pero no tiene impor-tancia, pues una multitud de gente de esa quesabe apreciar las cosas y no desean que acto tanvaliente y honesto como éste se quede sin re-compensa, consiguió cuarenta y dos mil dólaresy construyó una iglesia para conmemorar suhazaña.

HISTORIAS QUE MUESTRAN EJEMPLOSDE MAGNANIMIDAD

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TODA MI VIDA, desde que era un mu-chacho, he tenido el hábito de leer el tipo deanécdotas escritas en la vena del ingenioso fa-bulista de El Mundo, por las lecciones que meenseñaban y el placer que me proporcionaban.Siempre las tenía a mano, y cada vez que pen-saba mal de la humanidad recurría a ellas, yellas lograban desterrar aquel sentimiento; cadavez que me sentía egoísta, sórdido y mezquino,recurría a ellas, y ellas me decían qué hacerpara volver a ganarme el respeto de mí mismo.Muchas veces deseé que las maravillosas anéc-dotas no acabaran con su clímax feliz, sino quecontinuaran la maravillosa historia de los di-versos benefactores y sus beneficiarios. Este de-seo surgía en mi alma con tanta persistenciaque al fin resolví satisfacerlo, rebuscándome yomismo las segundas partes de esas anécdotas.Me dediqué, pues, a hacerlo, y tras ingente can-tidad de trabajo y tediosas investigacionescumplí con mi cometido. Expongo ante ustedes

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los resultados, narrándoles primero la anécdotay luego el epílogo de cada una, tal como lo con-seguí por medio de mis pesquisas.

El perro agradecido

Un día, un médico benévolo (que había leí-do las historias de moral) se topó con un perrovagabundo que tenía una pata quebrada. Llevoal pobre animal a su casa, y después de arre-glarle la pata y vendársela, le devolvió al pe-queño vagabundo su libertad, y no volvió apensar en el asunto. Mas cuál no sería su sor-presa, cuando una mañana, algunos días des-pués, al abrir la puerta encontró que el agrade-cido can lo estaba esperando allí con paciencia,en compañía de otro perro vagabundo, al cualuna de sus patas, quién sabe por qué accidente,se le había roto. El bondadoso médico corrió adar alivio al animal adolorido, y no olvidó ob-servar la inescrutable bondad y misericordia deDios, que había tenido a bien emplear un ins-

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trumento tan noble como el pobre perro calleje-ro para inculcar, etc.

Continuación

A la mañana siguiente, el bondadoso médi-co se encontró a los dos perros, pletóricos degratitud, esperándolo en la puerta, y con ellosotros dos... inválidos. Los alivió sin tardar, y loscuatro tomaron su rumbo, dejando al bondado-so galeno una vez más sobrecogido por suspensamientos piadosos. Pasó el día y llegó lamañana. En la puerta estaban ahora los cuatroperros reconstruidos, y con éstos, otros cuatroque requerían serlo. También transcurrió esedía, y llegó una nueva mañana; y ahora erandieciséis los perros, ocho de ellos recién lesio-nados, que ocupaban toda la acera, y obligabana la gente a dar un rodeo. Por la tarde, ya todaslas patas rotas habían sido compuestas, peroentre los pensamientos piadosos del buen mé-dico estaban comenzando a intercalarse obsce-

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nidades involuntarias. El sol volvió a salir unavez más, para exhibir treinta y dos perros, die-ciséis de los cuales tenían alguna pata quebra-da, que ocupaban la acera de la mitad de esacuadra, mientras los espectadores humanos sellevaban el resto del espacio. Los aullidos de losanimales heridos, los cánticos de los aliviados,y los comentarios de los ciudadanos novelerosformaban un gran e inspirador alborozo, peroel tráfico hubo de ser interrumpido en aquellacalle. El buen médico contrató un par de ciruja-nos asistentes, y consiguió concluir esta obra debeneficencia al anochecer, no sin antes tomar laprecaución de abandonar la iglesia a la quepertenecía, a fin de poderse expresar con lalaxitud requerida por el caso.

Pero algunas cosas tienen su límite. Cuandouna vez más amaneció y el buen médico seasomó

para ver una muchedumbre de perros supli-cantes y clamorosos, dijo:

—Debo darme por vencido y reconocerlo:

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los libros moralistas me engañaron. Sólo cuen-tan la parte bonita del cuento, y ahí paran.Tráiganme la escopeta. Esto ya ha ido demasia-do lejos.

Y diciendo estas palabras, salió corno unatromba con su arma, con la mala suerte de quele pisó la cola al primer perro que había curado,el cual, ni corto ni perezoso, lo mordió en lapierna. Lo que sucedió fue que el grandioso ynoble trabajo en que este perro se había com-prometido había engendrado en él un entu-siasmo tan poderoso y creciente que se le debi-litó la mollera y al fin enloqueció. Un mes des-pués, cuando el benévolo médico yacía en sulecho de muerte, en las garras de la hidrofobia,citó a sus acongojados amigos a su alrededor yles dijo:

—Cuídense de los libros. Sólo cuentan la mi-tad de la historia. Cuando un pobre gozquedesgraciado les pida ayuda y ustedes no esténseguros de los resultados que pueden derivarsede su benevolencia, dense el beneficio de la

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duda y asesinen al suplicante.Y diciendo estas palabras volvió su rostro

hacia el muro y entregó su alma.

El escritor benévolo

Un joven y pobre escritor principiante habíaintentado muchas veces que le aceptaran susmanuscritos. Por último, cuando sólo le espe-raban los horrores de la inanición, le expuso sucaso a un célebre escritor, implorándole consejoy ayuda. El generoso hombre, de inmediatohizo a un lado sus propios asuntos y procedió aleer con detenimiento uno de los manuscritosrechazados. Concluida su altruista tarea, le dioun cariñoso apretón de manos al joven y le dijo:

—Veo calidad en esto. Vuelva el lunes.El día señalado, con una sonrisa dulce pero

sin decir palabra, el célebre autor desplegó unarevista todavía húmeda por lo recién salida dela prensa. Cual no sería la sorpresa del pobre

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joven al descubrir su propio artículo sobre lapágina impresa.

¿Cómo podré —dijo, hincándose de rodillasy estallando en lágrimas— expresar mi gratitudpor su noble conducta?

El escritor célebre era el famoso Snodgrass, yel pobre escritor principiante, rescatado así dela oscuridad y de la inanición, se convirtió en eligualmente famoso Snagsby. Sirva este hermo-so incidente para enseñarnos que debemosprestar un oído caritativo a los principiantesnecesitados de ayuda.

ContinuaciónA la semana siguiente, Snagsby regresó con

cinco cuentos rechazados. El escritor célebre sesorprendió un poco, porque en los libros demoral el joven luchador solamente necesitabaun empujoncito. Sin embargo, revisó minucio-samente los papeles, retirando flores innecesa-rias y desenterrando algunos acres de adjetivos

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truncos, y luego consiguió que le aceptaran dosartículos.

Transcurrida más o menos una semana, elagradecido Snagsby llegó con otra carga. Elescritor célebre había albergado un profundosentimiento de satisfacción dentro de sí la pri-mera vez que le había dado muestras de amis-tad al empedernido novel, y al compararse conlas personas generosas de los libros salía bienlibrado. Pero ahora estaba comenzando a sos-pechar que se había topado con algo nuevo enel renglón de los episodios de nobleza. Peroaunque su entusiasmo se fue enfriando, fueincapaz de rechazar al novel y luchador escritorque se aferraba a él con una llaneza y confianzatan bellas.

Pues bien, el resultado fue que el escritor cé-lebre fue apabullado por el pobre novel. Denada sirvieron sus débiles esfuerzos para li-brarse de la carga. Todos los días tenía que es-tarle dando consejo y aliento; permanentemen-te debía procurar que las revistas lo aceptaran,

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y luego, refaccionar los escritos para volverlospresentables. Cuando el joven aspirante por finarrancó, alcanzó la fama súbita describiendo lavida privada del escritor célebre con un humortan cáustico y tal lujo de detalles hirientes, queel libro se vendió en cantidades astronómicas yal célebre escritor se le rompió el corazón porhaber sufrido tamañas mortificaciones.

Con su último suspiro dijo:—Qué dolor, los libros de moral me decep-

cionan, pues no relatan la historia completa.Amigos míos, cuídense de los escritores princi-piantes que luchan por ser aceptados. Aquél aquien Dios considera digno de morir de ham-bre, que no lo rescate el hombre presuntuoso,pues será a costa de su propia ruina.

El esposo agradecido

Un día una dama paseaba en coche por lacalle principal de una gran ciudad acompañadapor su hijito, cuando algo espantó a los ca-

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bal1os, que salieron a toda carrera, arrojando alcochero de pescante y dejando a los ocupantesdel coche paralizados del terror. Pero un jovenvaliente que iba manejando una carreta de aba-rrotes se puso enfrente de los animales desbo-cados y logró frenar su carrera, poniendo enpeligro su propia vida La dama agradecidaapuntó sus datos, y al llega a casa le relató elacto heroico a su esposo (que había leído loslibros de moral). Éste escuchó con ojos anega-dos en lágrimas el conmovedor recital, y des-pués de darle las gracias —junto con sus bienamados vueltos a la vida— a Aquél para quienni la caída de una golondrina pasa inadvertida,envió por el joven valiente y, poniéndole en lamano un cheque de quinientos dólares le dijo:

—Toma esto como recompensa por tu nobleacto, William Ferguson, y si alguna vez necesi-tas un amigo, recuerda que ThompsonMcSpadden no es un ingrato.

Apréndase de aquí que un buen acto nopuede sino beneficiar a quien lo hace, por

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humilde que sea.

ContinuaciónA la semana siguiente William Ferguson los

visitó y le pidió a Mr. McSpadden que emplea-ra su influencia para conseguirle un empleomejor, pues se sentía capaz de hacer muchomás que manejar una carreta de abarrotes. Mr.McSpadden lo colocó como empleado, con unbuen salario.

Poco después la madre de William Fergusonenfermó y éste.., bueno, para no alargar elcuento. Mr. McSpadden aceptó llevársela a sucasa. Al poco tiempo comenzó la buena mujer aextrañar a sus hijos menores; entonces Mary yJulia también fueron admitidas, al igual que elpequeño Jimmy. Pero resulta que Jimmy teníauna navaja, y un día salió a pasearse por el sa-lón con ella, solo y en menos de tres cuartos dehora redujo los muebles, que valían diez mildólares, a un valor indeterminable. Uno o dos

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días más tarde se cayó por las escaleras y serompió la nuca, y diecisiete parientes suyosvinieron a la casa para asistir al funeral. Coneso cogieron confianza y después de aquel díala cocina se mantenía llena de gente a todahora, y los McSpadden se mantenían ajetreadosbuscando puestos para los diferentes miembrosde la familia, y buscándoles otros cuando se lesacababan los presentes. La vieja resultó ser muybebedora y muy mal hablada, pero los agra-decidos McSpadden consideraron que su deberera reformarla, y como no olvidaban que suhijo les había hecho a ellos un bien, se dedica-ron con nobleza a su generosa tarea. Williamvenía a menudo a que le dieran sumas de dine-ro cada vez mayores, y pedía empleos más ymás lucrativos, los que el agradecidoMcSpaddcn más o menos prontamente lo pro-curaba. Además, McSpadden aceptó, despuésde un poco de vacilación, ayudarle a William aingresar en la universidad, pero cuando llega-ron las primeras vacaciones y el héroe pidió

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que lo mandaran a Europa por razones de sa-lud, el perseguido McSpadden se alzó contra eltirano e hizo la revolución: de manera tajante ycontundente se negó a hacerlo. La madre deWilliam Ferguson se quedó tan sorprendidaque se le cayó la botella de ginebra, y sus labiosprofanos se negaron a ejercer su oficio. Cuandovolvió en sí, dijo medio ahogada:

—¿Es ésta su gratitud’? ¿Dónde estaríanahora su esposa y su hijo si no hubiera sido porel mío?

Y William dijo:—¿Es ésta su gratitud? ¿Le salvé la vida a su

esposa o no? ¡Dígamelo!Varios parientes entraron y salieron de la

cocina y cada uno dijo:—¡Vaya gratitud!Las hermanas de William miraron con los

ojos abiertos, impresionadas, y dijeron:—Y ésta es su grat... —pero fueron inte-

rrumpidas por su madre, que estallando enlágrimas exclamó:

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—¿Y pensar que mi santo hijo botó su vidaal servicio de tal reptil!

Entonces los ímpetus del revolucionarioMcSpadden no se quedaron cortos con respectoa la ocasión, y replicó con fervor:

—¡Fuera de mi casa toda esta tribu de li-mosneros!, los libros me engañaron, pero jamáslo volverán a hacer... con una vez me basta.

Y volviéndose hacia William le gritó:—¡Sí, usted salvó la vida de mi esposa, y el

que lo vuelva a hacer que muera pisoteado!*Como no soy sacerdote, coloco mi texto al fi-

nal del sermón en lugar de hacerlo al principio.Aquí está, tomado de “Recuerdos del presiden-te Lincoln”, por Noah Brooks, de la revistaScribner’s Monthly:

J. H. Hackett, en su papel de Falstaff, fueun actor que una vez hizo las delicias delpresidente Lincoln. Con su acostumbradodeseo de darles importancia a los demás ex-

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presándoles sus agradecimientos, Mr. Lin-coln le escribió una genial esquela al actorexpresando lo mucho que su representaciónle había gustado. Mr. Hackett, en réplica, leenvió un libro, a lo mejor de su propia auto-ría, además de varias notas. Una noche, muytarde, cuando el episodio ya se me había ol-vidado, llegué a la Casa Blanca respondien-do a un llamado urgente. Al pasar por la ofi-cina del presidente advertí, para mi sorpre-sa, que Hackett estaba sentado haciendo an-tesala a la espera de ser atendido. El Presi-dente me preguntó si había alguien afuera.Al contarle quién, dijo, con un dejo de triste-za:

—No lo puedo ver, no puedo; tenía la es-peranza de que ya se hubiera marchado —yluego añadió—: Mira, esto ilustra lo difícilque es tener buenos amigos y conocidos eneste lugar. Tú sabes cuánto me gustaba Hac-kett como actor, y te enteraste de que le es-cribí diciéndoselo. El me envió este libro, y

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pensé que ahí acabaría el asunto. Él es el me-jor en su profesión, supongo, y le va muybien; pero sólo por el hecho de que hubiéra-mos tenido una pequeña correspondenciaamable, como cualquier par de hombres pu-dieran tener, él ya quiere algo. ¿Qué suponesque quiere’?

Como no lo pude adivinar, Mr. Lincolnagregó:

—Pues quiere ser cónsul en Londres. ¡Ay,Dios!

Para concluir sólo me resta observar que elincidente de William Ferguson ocurrió en lavida real, y que yo mismo lo conocí... aunquecambié la naturaleza de los detalles, para evitarque William se reconociera en él.

Los lectores del presente artículo seguramen-te han desempeñado el papel, en alguna horaromántica y sentimental de su vida, de héroesde incidentes que muestran magnanimidad.Quisiera saber cuántos de ellos están dispues-

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tos a hablar de esos episodios, y a cuántos lesgustaría que les recordaran las consecuenciasque se derivaron de los mismos.

SOBRE LA DECADENCIA DEL ARTE DEMENTIR

Ensayo para ser leído y discutido en reunióndel club de historiadores y anticuarios de hartford,propuesto para el premio de treinta dólares1. Ahorapublicado por primera vez.

OBSERVEN BIEN, NO PRETENDO insi-nuar que la costumbre de mentir haya sufridodecadencia o interrupción algunas... no. Y esque la mentira, en tanto virtud y principio, eseterna; la mentira en tanto recreación, respiro y

1 No acepté el premio.

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refugio en tiempos de necesidad, la CuartaGracia, la Décima Masa, la mejor y más seguraamiga del hombre, es inmortal, y no desapare-cerá de la faz de la tierra mientras exista esteclub.

Mi queja se refiere sólo a la decadencia delarte de mentir. Ningún hombre de principios,ninguna persona en sus cabales, puede ser tes-tigo de la forma de mentir torpe y descuidadade la época presente, sin dolerse de ver tan no-ble arte así prostituido. En presencia de tannutrido grupo de veteranos, naturalmenteabordo el terna de manera tentativa; soy comouna solterona tratando de enseñar puericulturaa quienes han sido madres por milenios. No mequedaría bien criticarlos a ustedes, caballeros,pues todos son mayores que yo —y superioresa mí en este asunto— y, por ende, si de vez encuando parezco hacerlo, confíen en que, en lamayor parte de los casos, lo hago con espíritude admiración más que por buscarles los defec-tos. Es más, si ésta, la más bella de las bellas

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artes, hubiera recibido en otras partes la aten-ción, el aliento, la práctica consciente y el desa-rrollo que ha recibido en el presente club, nonecesitaría yo pronunciar este lamento o derra-mar lágrima alguna. No lo digo para adularlos:lo digo en un espíritu de reconocimiento yapreciación justos.

(En este punto había tenido la intención demencionar nombres y dar ilustraciones de es-pecimenes precisos, pero los indicios observa-bles a mi alrededor me aconsejaron evitar losdetalles y ceñirme a las generalidades.)

No existe hecho más firmemente establecidoque el de considerar la mentira como una nece-sidad de nuestras circunstancias…por tanto, ladeducción de que es una virtud, por sabida secalla. Ninguna virtud puede llegar a su máxi-mo esplendor sin ser cuidadosa y diligente-mente cultivada...; por ende, se cae de su pesoque ésta debería enseñarse en las escuelas pú-blicas, al calor del hogar, y hasta en los periódi-cos. ¿Qué posibilidades tiene un mentiroso ig-

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norante y poco cultivado al lado de un expertoeducado? ¿Qué posibilidades tengo yo con Mr.Pe.... un abogado? Mentiras juiciosas es lo queel mundo necesita. A veces pienso que seríaaún mejor y más seguro no mentir en absoluto,que hacerlo con falta de juicio. Una mentiratorpe y poco científica suele ser tan poco efecti-va como la verdad.

Veamos ahora qué opinan los filósofos. Ob-serven este venerable proverbio: “Los niños ylos tontos siempre dicen la verdad”. La deduc-ción es obvia: “Los adultos y los sabios nunca ladicen”. Parkman, el historiador, comenta: “Elprincipio de la verdad se puede llevar hasta elabsurdo”. En otro lugar del mismo capítuloescribe: “Es viejo el dicho de que no se debedecir la verdad todas las veces, y aquéllos cuyaconciencia enferma los preocupa y los lleva a laviolación habitual de la máxima son imbéciles ylatosos”. Las palabras son fuertes, pero verda-deras. Nadie podría vivir con alguien que todoel tiempo ande diciendo la verdad; pero, gra-

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cias a Dios, nadie tiene que hacerlo. Alguienque a toda hora dice la verdad es simple y lla-namente un ser imposible e inexistente; jamásha existido.

Claro que hay quienes piensan que jamásmienten: pero se equivocan... y esta ignoranciaes uno de los aspectos que nos hacen sentirvergüenza de nuestra mal llamada civiliza-ción.Todo el mundo miente, todos los días, atoda hora; despierto, dormido, en los sueños,en medio de la dicha, en su hora de dolor; aun-que no mueva la lengua, ni las manos, ni lospies, ni los ojos, con la actitud expresa el enga-ño... y lo hace ex profeso. Aun en los sermo-nes... pero basta ya de la cantinela.

En un país distante, donde viví hace tiem-pos, las mujeres solían salir a hacer visitas conel pretexto humanitario y noble de querersever, y cuando regresaban a sus casas exclama-ban con voz de contento:

—Hicimos dieciséis visitas y he aquí que ca-torce personas habían salido.

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Con ello no querían decir que les había pare-cido malo que las catorce hubieran salido; no,ésta era sólo una manera de querer decir que noestaban en casa... y su modo de decirlo expre-saba lo mucho que les había gustado el hecho.Ahora bien, su pretensión de querer ver a lascatorce —y a las otras dos con las que habíantenido menos suerte— es la forma de mentiramás común y más suave, que se ha descritomuchas veces como desviación de la verdad.¿Fue justificable? Claro que sí: fue hermosa yfue noble, pues su objetivo no fue obtener bene-ficios propios sino procurar un placer a las die-ciséis personas.

El traficante de verdades empedernido ma-nifestaría con franqueza que no quería ver aesas personas... y sería un burro, pues infligiríaun dolor del todo innecesario. Y, además, esasmujeres de aquel lejano país... pero, no importa,tenían miles de agradables maneras de mentir,producto de sus impulsos nobles, que dabancrédito a su inteligencia y honor a sus corazo-

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nes. Qué importan los detalles.Los hombres de aquel lejano país eran, sin

excepción, mentirosos. Hasta su saludo era unamentira, porque a ellos no les importaba cómoestuviera uno, a no ser que fueran empresariosde pompas fúnebres. Al preguntón normal ledaban una respuesta mentirosa también, puesuno no hace un diagnóstico concienzudo de suestado sino que contesta al azar, y por lo gene-ral se equivocaba de cabo a rabo. Le mentían alempresario de pompas fúnebres, diciéndoleque la salud les estaba flaqueando... mentiratotalmente loable, pues no cuesta nada y com-place al otro. Si un extraño lo visitaba a uno y lointerrumpía, con los labios uno pronunciaba uncaluroso: “Encantado de verte” y con el cora-zón, un más caluroso: “Ojalá estuvieras con loscaníbales y fuera hora de la cena”. Cuando seiba alguien, se decía con lástima: “í,Ya te tienesque ir?”, seguido por un ‘Volvemos a hablar”,pero no se hacía ningún daño con ello, porqueno se engañaba a nadie ni se infligía lesión al-

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guna, mientras la verdad los habría hecho des-graciados a los dos.

Me parece que esta forma cortés de mentires un arte amable y fascinante, que debe culti-varse. La perfección más elevada de la cortesíano es más que un hermoso edificio, construido,desde la base hasta el techo, con las modalida-des doradas y graciosas dcl embuste altruista ycaritativo.

Lo que me parece execrable es la incidencia,cada vez mayor, de verdades brutales. Haga-mos lo que esté en nuestras manos para erradi-carlas. Una verdad injuriosa no vale más queuna mentira injuriosa. Ninguna debe ser enun-ciada jamás. El hombre que dice una verdadinjuriosa por miedo a que no se salve su alma sihace lo contrario, debería pensar que esa clasede alma estrictamente hablando no vale la penasalvarse. El hombre que dice una mentira parasacar a un pobre diablo de un lío, es aquel delque los ángeles sin duda dicen: “Loor, he ahíun alma heroica que pone en peligro su propio

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bienestar para socorrer al vecino; exaltemos aeste mentiroso que muestra tanta magnanimi-dad”.

Una mentira injuriosa no es digna de enco-mio; así como, y también en el mismo grado, nolo es una verdad injuriosa.., hecho reconocidopor la ley del libelo.

Entre otras mentiras comunes tenemos la si-lenciosa: el engaño que se hace simplementequedándonos callados y ocultando la verdad.Muchos defensores a ultranza de la verdadcaen en tal defecto, al imaginarse que no estánsiendo mentirosos si no dicen expresamenteuna mentira. En aquel país lejano donde algunavez residí, existía una persona encantadora,una dama cuyos impulsos eran siempre eleva-dos y puros, y cuyo carácter les hacía honor. Undía que estaba comiendo allí, comenté, de mo-do general, que todos mentimos. Ella se sor-prendió y dijo:

—No todos.Como esto sucedía en tiempos posteriores al

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Pinafore, no respondí lo que naturalmente lia-ría, sino que dije con franqueza:

—Sí, todos.., todos somos mentirosos; nohay excepciones.

Aparentando estar muy ofendida, dijo:— ¿Me incluyes también a mí?—Ciertamente --dije—, creo que tú hasta cla-

sificas como experta.Entonces respondió;—¡Cá1late! ¡Los niños! —de modo que cam-

biamos el tema en consideración a la presenciade los infantes, y seguirnos hablando de otrascosas. Pero tan pronto se retiraron éstos, la da-ma muy entusiasmada volvió al tema y dijo:

—Tengo por regla de vida nunca decir unamentira, y jamás me he apartado de ella ni enun solo caso.

Yo le contesté:—No quiero herirla o faltarle al respeto de

ninguna manera, pero es imposible haber dichomás mentiras que las suyas desde que ha esta-do aquí. Y mc ha ocasionado mucho dolor,

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porque yo no estoy acostumbrado a eso.Ella me pidió un ejemplo.., sólo uno. Enton-

ces dije:—Bien, aquí tiene el duplicado vacío de un

formulario que el hospital de Oakland le enviócon una enfermera que vino aquí a cuidar a susobrinito en su grave enfermedad. En este for-mulario hacen toda clase de preguntas relacio-nadas con la conducta de la enfermera: ¿Sedurmió alguna vez en su vigilia? ¿Alguna vezolvidó dar la droga?, etc. Le advierten que seamuy cuidadosa y explícita en sus respuestas,porque la buena marcha del servicio dependede que las enfermeras sean multadas o se lascastigue por las faltas cometidas. Usted me con-tó que estaba fascinada con esa enfermera, puestenía mil cualidades y un solo defecto: que nopodía confiarse en que arropara a Johnny losuficiente mientras él esperaba en el aire frío aque ella le tendiera la cama caliente. Usted lle-nó el duplicado de este papel y lo envió al hos-pital por conducto de la enfermera. Cómo res-

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pondió usted a la pregunta “¿Fue culpable al-guna vez la enfermera de un acto de negligen-cia que pudiera dar como resultado que el pa-ciente se resfriara?”. Vamos, aquí en Califor-nia..., todo se decide con una apuesta: diez dó-lares contra diez centavos a que usted mintiócuando contestó esa pregunta.

—¡No la contesté; la dejé en blanco! —dijoella.

—Eso mismo… usted dijo una mentira silen-ciosa; dejó que se infiriera que no había encon-trado ningún defecto en ese punto.

-¿Oh, era eso una mentira? ¿Y paraqué mencionar su único defecto siendo ella tanbuena...? Habría sido cruel —dijo ella.

Contesté:—Uno siempre debe mentir cuando puede

hacer un bien con la mentira, y su impulso fuecorrecto, pero su juicio pobre; esto es el produc-to de una práctica poco inteligente. Ahora ob-serve el resultado de esta desviación inexpertasuya. Usted sabe que Willie, el hijo de Mr. Jo-

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nes, está gravísimo, pues padece de fiebre es-carlata. Resulta que su recomendación fue tanentusiasta que esa muchacha está allá cuidán-dolo, y sus familiares, que estaban exhaustos,se confiaron y se quedaron profundamentedormidos las últimas catorce horas, dejando asu hijo querido con plena confianza en esasmanos fatales, porque usted, al igual que eljoven George Washington, tiene reputaciónde... sin embargo, si usted no tiene mejor pro-grama, mañana vengo para que asistamos jun-tos al entierro, porque, claro está, supongo queusted sentirá un peculiar interés en el caso deWillie...; un interés personal, de hecho, como lapersona que lo llevó a la tumba.

Pero todo eso se perdió. Antes de que yollegara a la mitad de lo que iba a decir, la mujerse montó en un coche y a treinta millas porhora se embocó hacia la mansión de los Jonespara salvar lo que quedara de Willie y relatarcuanto sabía de la enfermera fatal. Todo lo cualera innecesario, pues Willie no estaba enfermo;

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yo había mentido. Pero en todo caso, ese mismodía envió unas palabras al hospital para llenarel espacio vacío que había dejado sin contestar,y estableció los hechos, además, de la maneramás franca y directa.

Bien; como ustedes pueden ver, el problemade esta mujer no estaba en que mintiera, sino enque no lo hiciera de manera juiciosa. En esecaso debió haber contado la verdad, y haberlecompensado a la enfermera con una alabanzafraudulenta más adelante. Podría haber dicho:“En un aspecto, la enfermera es el non plusultra de la perfección: cuando está de guardia,jamás ronca”. Casi cualquier mentirilla agrada-ble le habría sacado el veneno a esa complicadapero necesaria formulación de la verdad.

La mentira es universal.., todos mentimos;todos tenemos que hacerlo. Por tanto, lo sabioes educarnos con diligencia a fin de mentir demanera juiciosa y considerada; a fin de mentircon un buen propósito y no con uno pérfido; a

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fin de mentir para ventaja de los demás y nopara la nuestra; a fin de que nuestras mentirassean aliviadoras, caritativas y humanitarias, yno crueles, letales o maliciosas; a fin de mentirde manera agradable y graciosa, no torpe ytonta; a fin de mentir con firmeza, franqueza ydesfachatez, con la cabeza en alto, sin vacila-ciones ni torturas, sin actitudes pusilánimes,como si nos avergonzara el gran deber que te-nemos de hacerlo. Sólo así nos desharemos dela verdad hedionda y pestilente que está corro-yendo la tierra; sólo así seremos valiosos, bue-nos y bellos, moradores meritorios de un mun-do en el que incluso la naturaleza benigna suelementir, excepto cuando promete mal tiempo.Sólo entonces..., pero no soy más que un pobreestudiante nuevo de este arte gracioso, y no soynadie para instruir a este club.

Hablando en serio, creo que es imprescindi-ble examinar con inteligencia qué tipos de men-tiras son las mejores y más saludables, dado

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que todos tenemos que mentir y que todosmentimos; y qué tipo de mentira es mejor evi-tar. Considero que esto es algo que con todaconfianza puedo poner en las manos de esteclub de expertos, una entidad madura, a la quepuede ponérsele el epíteto a este respecto, y sinadulación inmerecida, de “Maestra Emérita”.

* No acepté el premio.