sobre la cumbre del mediodía

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Un profundo barranco nos devoró las piernas durante variashoras. El sol caía plomizo sobre nuestras espaldas; entre lasprofundidades de las yungas anduvimos, machete y hombre,fogoneando la esperanza, abriendo paso a la columna que de a poco sedespeñaba por la gruesa estampida del calor izado desde el barrohúmedo y gredoso.

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  • Sobre la cumbre del medioda

    Alejandro Marcelo CORONA

    Un profundo barranco nos devor las piernas durante varias horas. El sol caa plomizo sobre nuestras espaldas; entre las profundidades de las yungas anduvimos, machete y hombre, fogoneando la esperanza, abriendo paso a la columna que de a poco se despeaba por la gruesa estampida del calor izado desde el barro hmedo y gredoso.

    A lo lejos una bandada de pjaros cort la quietud de la maana ya antigua. Rasaron sobre nuestros cascos, eran guacamayos azules que de pronto le devolvieron la vida a nuestro camino. Un ruido a furia de agua comenz a endulzarnos la fatiga. Buscamos su paso. Cuando encontramos el peso del ro violento algunos de nuestros compaeros se precipitaron a refrescarse.

    Era el primer contacto con agua, luego de andar por la espesura selvtica entre el barro y los animales, las enfermedades y las desesperanzas. Era esta la exigencia que nos peda la revolucin? El dolor extremo, la clandestinidad, el olvido de nuestros seres queridos? Defender la Patria Grande contra la intromisin constante del imperio, mientras el resto duerme en la tranquilidad de su casas?

    Renegaba en mis pasos consumidos por el pensamiento hurao. Recordaba las palabras de Camilo Torres, buscar a travs de medios eficaces la felicidad de todos, amar as verdaderamente a los empobrecidos de nuestro continente. Mi mente vagabundeaba, increpndome, rasgndome la conciencia cristiana, revolucionaria, socialista.

    Mir el agua con su traje de vida y recuper el optimismo. Cuatro compaeros se desprendieron de la columna, llegaron a la orilla, comenzaron a desnudarse, cuando tomaron contacto con la comisura

  • del ro una rfaga de metralla ardi desde una barricada en la otra orilla. Aquel ramalazo de fuego y plomo dej tres cadveres en la arena.

    - Carajo, los gringos! grito Arnulfo Rojas tirndose al piso

    Tomamos resguardo de inmediato. Dos hombres en el agua boqueaban su ltimo aliento sobre la corriente rojamente enardecida de muerte. Aquella lnea de fuego descarg su ensaamiento sobre nuestros cuerpos. Silbaban en nuestras cabezas como avispas enojadas las balas del enemigo. Nos cubrimos tomando una posicin de fuego favorable.

    Cuando estuve a salvo, comenc a leer los disparos buscndole el origen. De cuclillas detrs de un paraso robusto, coloqu mi ojo sobre la mira del rifle hacia la barricada. La posicin aquella permita desnudar la presencia del ejrcito de aquel dictador.

    Totalmente descubiertos, eran dos; juro que odi aquel momento. El sol se pona de azufre y descansaba su rigor sobre mi parietal. Ejecut con calma dos disparos certeros; pude observar el desplomo del primer soldado, el segundo, sorprendido, no pudo huir a tiempo y fue destrozado en la ejecucin.

    Apenas dispar, volv mi espalda para apoyarla sobre el paraso que se mantena erguido, atestiguando mi terrible miedo. Respiraba hondo, asustado; era mi primer disparo sobre un ser humano.

    - Vamos al foco Antonio! grit Ceferino Roldn, advirtindome que revisaran la zona y yo deba resguardar sus espaldas.

    Afirm con la cabeza e hice un gesto de movimiento con la mano derecha mientras sostena con el antebrazo izquierdo mi fusil caliente. El silencio azotaba junto al sol mi espinazo con un escalofro duro; la adrenalina me sala por las uas, me rascaba la cara, todo era como un pesado sueo.

    El ro increment su fuerza. Tres compaeros procuraron retener sin suerte los cuerpos sin vida de los cados por el fuego enemigo. La vehemencia del agua no permita a la pequea tropa alcanzar la otra orilla. Los soldados hacan grandes pasos para cruzar, el agua les cubra hasta las rodillas, los fusiles eran alzados con las dos manos para evitar humedecer la plvora.

    Jams mis manos haban dado muerte a nadie. No poda creer que stas manos hubieran quitado de la faz de la tierra a un ser. Con la mira puesta sobre la barricada enemiga buscaba percibir un mnimo

  • movimiento, los cuerpos yacan. Decid salir de mi escondite. Fue una psima decisin. El fusil apuntaba hacia la direccin de los cuerpos pero descuid el frente.

    - Cbrenos las espaldas, mierda! se enfureci Ceferino.

    Cuando volv mis ojos a la mira, pude observar que un tercer hombre se alzaba con las metrallas de los dos cados y grit:

    -Mueran, indios de mierda!

    En el mismo momento que gatill sobre sus armas, le acert un primer impacto sobre el hombro provocando una rfaga de metrallas como una vbora desbocada que se arrastraba por todos lados. Mis compaeros disparaban, buscaron refugio en vano sobre el corazn del ro, pero sin demora le acert un segundo impacto que le ingres por el cuello y un movimiento reflejo hizo que se cubriera de inmediato la garganta que se tea de prpura, cayendo inerme hacia adelante.

    Los ojos de ese hombre se abran grandes, yo poda verlos a travs de la distancia, quizs sorprendidos de hallar la muerte se agigantaron hasta perecer. Ese hombre no buscaba la muerte, pero la hall sobre la cumbre del medio da. Ninguno de nosotros vino a buscar la muerte. Juro que lo vi en sus ojos, ese hombre vino a buscar la gloria y encontr este final. Los ojos bien abiertos, sorprendidos, comenzaron a llenarse de moscas cuando cay duro junto a sus compaeros desvanecidos.

    Por fin la columna alcanz la otra orilla. Yo hice lo mismo, con una esperanza ciega de encontrar a aquellos hombres con vida, de no sentirme un asesino. Los soldados revisaron las pertenencias, se peleaban por ellas. Uno se prob la camisa manchada con la sangre final. Otro se guard un anillo de oro, otro tom una medalla del Jess Redentor, las botas eran reidas por dos soldados tupizeos. Cuando llegu, los tres cadveres ya estaban casi desnudos. Yo tom un cuchillo que reposaba cerca de su bota.

    Tirado junto a la mano derecha de un combatiente, una fotografa. Limpi la sangre que la cubra. Una mujer hermosa abrazaba al hombre, dos nios sonrean con una belleza parecida a la felicidad. Digo, a ese momento de la vida en que ella nos golpea la puerta y nos invita franca a su morada. Aquel hombre haba conocido la felicidad que yo anhelaba buscar con la revolucin. Con este grupo armado quera buscar algo que nos perteneca a todos.

    Aquel hombre parta desde la felicidad, tena una familia, una mujer que aguardaba su regreso. Dos nios que vean cada maana

  • intilmente el retorno de su padre. Una mujer se recostaba sobre una almohada clida pronunciando su nombre.

    Yo contemplaba la fotografa. Una lgrima quiso lacerarme. Una mujer lo soaba y yo le haba quitado la vida. Yo, que no era soado por nadie, que nadie me esperaba en un sueo, sin mujer que aguardara por las noches mi regreso. Ningn tejido del insomnio era empuado por una mujer. Al menos por la que yo amo.

    Con estos mismos dedos, con los que una vez dibuj los labios de aquella mujer dormida. Con este mismo ndice que recorra sus lunares, que los contaba, que surcaba su espalda rosada y pura. Con esta mano que le escribi los versos ms nutridos del amor, con esta misma mano pude detener la vida. Con la mano de dar amor, di tambin la muerte. Cruz un rayo negro sobre mi frente. Quise volverme Mara a tus brazos, a tu sonrisa tierna. Quise tirar el fusil, abandonarlo, correr a tu lado. Te imaginaba, t chica de bien, sin coincidir conmigo en la revolucin, juzgndome, enjuicindome por asesinar a un ser humano, por darle muerte. Enojada, explicndome una y mil veces que la violencia no soluciona nada. Y yo sollozando por tu encono.

    Me haba descubierto, sobre el ro Tupiza, como un desdeable asesino. El bautismo de fuego me haba dado un nuevo espritu. Quise hacerme fuerte.

    - Volvamos al camino - dijo Ceferino, nos aguardan en la vertiente.

    Yo dej a los hombres tirados, me persign tres veces. Te imaginaba dicindome que Dios no justifica ninguna muerte, que soy una contradiccin andante. Estruj fuerte mi fusil y segu la columna. Intent dejarte en aquel costado del ro. Fue intil. Volvera a descubrirte como una pesada mochila sobre mis espaldas algunas leguas ms adelante.

    Ya no era el mismo, el fuego me haba devorado el alma. La revolucin muri en el horizonte de mi vida. De manera egosta apareciste t y quise dejarlo todo por correr a tus brazos. Preso de mi libertad, de elegir este camino segu andando bajo el grillete del orgullo. No saba que matar tena este agrio sabor a justicia. El sol rompa con sus olas de fuego mi cuerpo dbil y tu recuerdo ardientemente vivo me incendiaba en las manos de asesino, t cada vez ms lejos y a m me daaba el oscuro olor a muerte que tiene la libertad en este continente, que sola ser un paraso.

  • Alejandro Marcelo Corona

    Crdoba, Argentina