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Slipak Las Revistas Montoneras

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historia y cultura serie el pasado presente

Dirigida por Luis Alberto Romero

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LAS REVISTAS MONTONERAScómo la organización construyó su identidad

a través de sus publicaciones

daniela slipak

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grupo editorialsiglo veintiuno

siglo xxi editores, méxicoCERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF

www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentinaGUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA

www.sigloxxieditores.com.ar

anthroposLEPANT 241, 243 08013 BARCELONA, ESPAÑA

www.anthropos-editorial.com

Slipak, DanielaLas revistas montoneras: Cómo la Organización construyó su identidad a través de sus publicaciones.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2015.272 p.; 21x14 cm.- (Historia y cultura. Serie El pasado presente // dirigida por Luis Alberto Romero) ISBN 978-987-629-593-2 1. Historia Política Argentina. 2. Montoneros.CDD 320.982

© 2015, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Diseño de colección: Tholön KunstDiseño de cubierta: Peter Tjebbes

ISBN 978-987-629-593-2

Impreso en Artes Gráficas Color-Efe // Paso 192, Avellaneda, en el mes de octubre de 2015

Hecho el depósito que marca la ley 11.723Impreso en Argentina // Made in Argentina

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Índice

Introducción 9

1. Cristianismo y Revolución: los sentidos de la violencia 23La revista y el Comando Camilo Torres 23La confección y los temas 29Las violencias revolucionarias 32La justicia del pueblo 43

2. El Descamisado: los orígenes del pueblo 55La creación de la revista en la apertura electoral 56El equipo y los temas 62Entre dos heredades 67 El pasado proyectado: peronismo y socialismo 93

3. De El Descamisado a La Causa Peronista: el cuerpo del pueblo 101

Montoneros y el tercer gobierno de Perón 101La edición de las revistas 107Entre viejos y nuevos adversarios 109Montoneros: en el pueblo y más allá del pueblo 132

4. Puro Pueblo y Movimiento: las otras revoluciones peronistas 145

La Columna José Sabino Navarro 146La edición de Puro Pueblo 150Puro Pueblo sobre Montoneros 152Peronismo y clases 154La Juventud Peronista Lealtad 164

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8 las revistas montoneras

La edición de Movimiento 169Movimiento… sobre Montoneros 171Entre instituciones y violencias 174

5. Evita Montonera: la ley de la revolución 189Montoneros antes del último golpe de estado argentino 190La edición y circulación de Evita Montonera 195El modelo del combatiente 197Los delitos, las penas y los juicios 209Del “todos-unos” al “todos-uno” 218Coda. La ley revolucionaria en el fuero interno 221

Reflexiones finales 231

Fuentes 243

Notas 245

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Introducción

El comienzo de la historia se parece al de un policial: el 29 de mayo de 1970 un grupo de jóvenes secuestra al ex pre-sidente de facto de la autodenominada Revolución Libertadora, Pedro Eugenio Aramburu. Se disfrazan con peluca y con trajes de policía, sacerdote y militar, y lo llevan a una quinta en la localidad bonaerense de Timote. Allí le hacen un juicio revolucionario. Lo acusan de crímenes perpetrados contra el pueblo: el asesinato de Juan José Valle y otros peronistas, la profanación y de saparición del cadáver de Eva Perón, la anulación de las conquistas sociales y la voluntad de acordar con el régimen militar presidido por Juan Carlos Onganía la transición hacia una falsa democracia, entre otros. El tribunal revolucionario lo condena a muerte. Una serie de comunicados que aclaran la filiación peronista de los respon-sables del asesinato anuncia su cristiana sepultura y encomienda a dios su alma. Sus restos se encuentran más de un mes después en la quinta mencionada, cuando el grupo en cuestión ya ha ganado visibilidad y se lo conoce públicamente como Montoneros.

Esta secuencia fue repetida en libros y artícu los académicos, crónicas periodísticas y testimoniales, obras literarias y fílmi-cas. Es innegable que genera un encanto peculiar, al conjugar elementos atractivos: armas, revolución, justicia, venganza, ju-ventud, religión, muerte y pueblo. Poco importa qué sucedió en realidad luego de que esos jóvenes raptaran a Aramburu del departamento de la calle Montevideo ese 29 de mayo, ya que su narración posterior en la revista montonera La Causa Peronista suscita la espectacularidad del mito. En el último número de septiembre de 1974, Mario Firmenich y Norma Arrostito rela-tan lo que habrían realizado desde el secuestro hasta el asesi-

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nato: el traslado a la quinta, la indagatoria, la deliberación del tribunal, el temor de Aramburu, sus diálogos off the record con los captores, los disparos justicieros y el entierro. Y lo hacen re-alzando la magia de la escena, sin atender a las contradicciones resultantes: como advierte Tomás Eloy Martínez en La novela de Perón, difícilmente Aramburu haya respondido con el conocido “Proceda” al “General, vamos a proceder” del jefe montonero Fernando Abal Medina si, según indica la crónica de Firmenich y Arrostito, sus secuestradores acababan de colocarle un pañue-lo en la boca justo antes de descender al sótano donde habría sido fusilado.1

Muchas investigaciones sobre la Organización político-militar Montoneros se han propuesto descubrir qué hubo detrás de tanto disfraz. Es el caso de los estudios que indagan, más allá de los mi-tos fundantes, el origen y la trayectoria de sus miembros, así como el derrotero general del grupo. Recorren los ámbitos estudianti-les, sindicales, católicos y peronistas de los cuales emergieron sus fundadores en la segunda mitad de los años sesenta, sus primeras acciones públicas a principios de la década siguiente, sus estra-tegias y transformaciones durante los gobiernos constitucionales del período, sus relaciones con Juan Domingo Perón y con otros actores, su vertiginosa popularidad, su pase a la clandestinidad, su pérdida de militantes debido a la feroz represión desatada por el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, y su caída coronada por encuentros de jóvenes con trajes, ademanes y cere-monias militares en el exterior.

Esta investigación no será original al respecto; transitará esas mismas acciones, decisiones y circunstancias. Pero lo hará desde otra perspectiva. No buscará la verdad oculta tras la máscara y el disfraz, sino que se dedicará a identificarlos, convertirlos en obje-to y comprenderlos en su especificidad. Analizará las representa-ciones, concepciones, relatos y discursos que surcaron el espacio montonero y otorgaron un sentido colectivo a sus acciones. Dada la importancia de los aspectos simbólicos en la constitución y el funcionamiento de los grupos, se revisitará la Organización Mon-toneros desde su dimensión identitaria. En especial, se examina-rán las características de dicha identidad tal como las sostuvieron

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introducción 11

las revistas oficiales que la Organización editó desde su aparición pública hasta el exilio de su conducción y la irrupción del último golpe de Estado sucedido en la Argentina.2

lecturas de las últimas décadas

Cuatro décadas después, la literatura sobre Montoneros es co-piosa. Bien atrás quedó la lectura retrospectiva de la transición democrática que obvió la adscripción política y la historia de los detenidos-de saparecidos y subrayó su condición demográfica y socio-ocupacional. Esta narrativa, propuesta originariamente por los organismos de derechos humanos durante el “Proceso de Re-organización Nacional”, buscó restituirles su condición humana avasallada y penalizar el horror perpetrado, pero renunció a un abordaje denso de las prácticas, creencias y responsabilidades de los grupos armados. A contrapelo del discurso de la “guerra con-tra la subversión” de los militares, y a distancia de los contados testimonios que explicitaron filiaciones políticas, presentó a los militantes como meros sujetos de los derechos fundamentales. Y tendió a desvincularlos, en la mayor parte de los casos, de sus conducciones, condenadas política, social y jurídicamente junto a las cúpulas militares. Así, en las miradas sobre el pasado que atravesaron la escena pública en el mandato de Raúl Alfonsín, la experiencia montonera, como la de otras organizaciones arma-das, quedó opacada por la figura de la víctima.

Como es sabido, hacia mediados de la década de 1990 esta narrativa humanitaria fue tensionada por la voz militante, que gradualmente se instaló en algunos pliegues de la memoria so-cial. Distintos trabajos, en especial testimoniales y periodísticos, nutrieron el debate público. El horizonte de esas intervenciones es también conocido: constituían obras destinadas a restituir el compromiso político de los detenidos-de saparecidos y preservar la solidaridad grupal. Es decir, prolongar en el presente las iden-tidades inicialmente borradas de las víctimas. Se entiende así que la densidad se haya escapado una vez más: antes que compren-

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der su espesura, los aportes se orientaron a homenajear discursos, símbolos y representaciones. De allí la repetición de las virtudes, la entrega, los ideales y la voluntad de transformación, además de la poca atención a la violencia implementada, el discurso bélico, la disciplina interna y las consecuencias y responsabilidades en torno a lo ocurrido. Esto no excluyó el reconocimiento de errores tácticos o circunstanciales, ni críticas a las conducciones guerrille-ras, pero siempre a partir de esquemas destinados a rememorar certezas y a evaluar la derrota del proyecto revolucionario. Algu-nos casos dejaron en evidencia la idea de responsabilidad, pero acotándola al accionar de los jefes y de sestimando los complejos entramados organizativos y simbólicos que, aun de manera disí-mil, vincularon también a “los perejiles”. Todo ello en el marco de una gramática poco factible, por su carácter vivencial y extremo, a la discusión interpretativa.3

Desde luego, en ambas décadas hubo enfoques que eludieron el tono predominante de los vaivenes de la memoria y el debate público. Se concentraron en las prácticas de los años setenta sin recurrir a la clave humanitaria ni a la voz militante. Sus enfoques son bien distintos, aunque la mayoría deja entrever una fuerte va-loración de la matriz liberal-democrática, en consonancia con los desplazamientos de las identidades políticas argentinas durante la transición. Sus orígenes se remontan a las revisiones propuestas por los propios militantes exiliados, deudoras de las críticas des-plegadas por las disidencias a lo largo de los años setenta.4 A los es-critos de periodistas como Pablo Giussani y Carlos Brocato habría que añadir varios ensayos de Punto de Vista y la contribución de Horacio Tarcus en El Rodaballo. Desde la investigación académica, aparecieron el libro de Richard Gillespie sobre Montoneros y el de Silvia Sigal y Eliseo Verón sobre la Juventud Peronista; también los trabajos de Claudia Hilb y Daniel Lutzky, de María Matilde Ollier, y de María José Moyano sobre los grupos armados en gene-ral.5 A su vez, no podría dejar de mencionarse el examen que Pilar Calveiro efectuó desde México, publicado sólo después de varios años de haberse escrito.6

Acompañando la reapertura de los procesos jurídicos contra el terrorismo de Estado y la evocación de los años setenta en el

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introducción 13

discurso oficial, esa década retorna a menudo en los tiempos re-cientes. Ya son numerosos los trabajos testimoniales, periodísticos y académicos que se concentran en diferentes aspectos de la ex-periencia montonera (los orígenes, la relación con el catolicis-mo, la trayectoria de diversos dirigentes y militantes de base, los víncu los trazados con trabajadores y sindicatos, la dinámica de las gobernaciones ligadas a la llamada “Tendencia Revolucionaria”, las decisiones y operativos implementados desde el exilio, las re-laciones de género, las dinámicas familiares, etc.).7 Y si bien algu-nos repiten esquemas precedentes y proponen nuevos olvidos, es innegable que la mirada retrospectiva se vuelve más densa. Es que la diversidad misma y la cantidad de aproximaciones contribuyen a de smontar interpretaciones lineales. Está por verse su difícil pe-netración en la memoria social, dado que además la política ofi-cial reproduce de manera tardía figuras y estereotipos de otrora, pero lo cierto es que el corpus sobre los años setenta y sobre Mon-toneros redunda ahora en preguntas y respuestas más complejas. Desde ya, esta investigación no podría haberse pensado dentro de un marco que no fuese el de este derrotero.

las claves interpretativas

Las declaraciones de Héctor Jouvé sobre su participación en el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) y el debate posterior en las revistas La Intemperie, El Ojo Mocho, Confines, Políticas de la Memoria, Conjetural, Acontecimiento y Lucha Armada en la Argentina, desplega-do desde octubre de 2004, son buenos ejemplos de las transfor-maciones del enfoque retrospectivo en la última década. Jouvé describe sin miramientos el asesinato en la selva salteña de dos integrantes de la guerrilla por orden de su líder Ricardo Masetti. Introduce la palabra “crimen” y asume las consiguientes respon-sabilidades. Un espíritu similar se palpa en la carta de Oscar del Barco, quien las extiende no sólo a los integrantes de las organi-zaciones armadas sino también a quienes apoyaron sus prácticas. Por su parte, Horacio Tarcus invita a dejar atrás la figura de la

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14 las revistas montoneras

víctima y la del héroe para pensar los grupos armados y reconocer su concepción instrumental de la política y de la violencia. Alega que estos reprodujeron en forma especular la violencia del po-der represor que pretendían cuestionar.8

Cabe mencionar que este argumento evoca líneas de trabajos precedentes sobre Montoneros. En su estudio pionero, Pilar Cal-veiro señala el deslizamiento de la lógica política y romántico-justiciera a la lógica militar, decidido por una conducción triun-falista, burocrática, bélica, despótica y dogmática. Aunque marca los rasgos autoritarios y militares del foquismo de los primeros años, afirma que con el tiempo se desvirtuaron los principios ori-ginarios ligados a la justicia social, la participación política y la inclusión. Se habría reproducido de este modo el poder que ini-cialmente se buscaba enfrentar. Concluye que la derrota se debió tanto a la represión gubernamental como a la dinámica interna y al aislamiento del grupo, ahogado en su pragmatismo y su de-sinserción popular. En su clásico libro, Richard Gillespie reco-rre con pinceladas gruesas la década de existencia montonera, también revelando la militarización del grupo hacia 1975. Como ejemplos de este proceso, enumera el proyecto del ejército mon-tonero, el encuadramiento militar de los militantes, los cambios organizacionales y el aumento de las acciones armadas.9

Señalamientos relativos a la militarización tardía de la Organi-zación, el olvido de la política bajo el imperativo de la violencia o la reproducción especular del poder establecido emergen en otras intervenciones testimoniales, periodísticas y académicas. Oscar Anzorena expresa que el chantaje político y el militarismo reemplazaron los valores y prácticas originarios. Maristella Svam-pa sostiene el pasaje de la dimensión movimientista a la inflexión militarista. Lila Pastoriza indica la sustracción de la política. José Amorín aduce que la militarización se debió al abandono de los principios originarios y la transmutación ideológica que conllevó la fusión con las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). María Matilde Ollier oscila: si bien asevera que Montoneros nace como una organización militar y que sus miembros entienden la po-lítica como guerra, afirma que en una etapa posterior habrían sustituido la primera por la segunda.10 Podría afirmarse que en

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introducción 15

la mayoría subyace una clave interpretativa que evoca, más o me-nos explícitamente, la figura del desvío, cuando no la del espejo: las características y los principios políticos defendidos en los co-mienzos se habrían transformado, de manera cualitativa, con la militarización, la burocratización y la violencia de mediados de la década de 1970. Los propósitos fundacionales se habrían perverti-do por imitación de lógicas de otros actores (las fuerzas armadas, la política gubernamental u otra organización armada). En esa coyuntura sitúan la derrota los trabajos más militantes. Como se mencionó, varios asignan la responsabilidad de este proceso ex-clusivamente a la cúpula dirigente, dada la centralización y la falta de debate con el resto de los integrantes. La pérdida del espíritu inicial radicaría entonces en los errores de una conducción dis-tanciada de los de seos y prácticas de las bases.

Cabe advertir que esta idea del desvío, presente en escritos testi-moniales, periodísticos o académicos, reproduce esquemas de los protagonistas de la experiencia.11 Como se verá, coincide con el juicio que algunos miembros o disidentes hicieron del derrotero de la Organización, sentenciando errores y derrotas con relación al proyecto que ambicionaban. En este horizonte adquiere rele-vancia la escisión y la sustitución de la política por la violencia y lo militar, pero lo cierto es que esa operación opaca el examen de un espacio que, como también se verá, originariamente los fusionó.

Este libro adopta otra perspectiva para acercarse a Montoneros. Pretende comprender las representaciones sociales que atravesa-ron no sólo a la dirigencia, con sus decisiones y responsabilida-des, sino también, aunque de distintas maneras, al resto de los integrantes. Esto supone identificar cuáles fueron los rasgos de la identidad política según los configuraban las revistas del grupo. A partir de estos rasgos cobrarán sentido la entronización de una cúpula burocrática, el incremento de las acciones armadas y la decisión de formalizar el ejército a mitad de los años setenta; y no como desvíos novedosos sino como procesos ligados a las caracte-rísticas constitutivas del espacio.

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16 las revistas montoneras

las palabras montoneras

¿Cómo abordar, entonces, la identidad y las representaciones de Montoneros? Curiosamente, a pesar de la abundante bibliogra-fía, no son tantos los aportes al respecto. Menos aún los que se centran en las revistas. En cierto modo, ese vacío es entendible: los símbolos de un grupo que recurre al uso sistemático y públi-co de las armas no parecen, en principio, muy reveladores; ni tampoco resultan importantes para la configuración identitaria. Sobre todo si se considera, además, que Montoneros se inscribió en el peronismo, al cual suele caracterizarse como carente de ideología. Ese diagnóstico, aunque ya discutido de manera con-vincente, resuena todavía en el acercamiento al fenómeno, en una deuda demasiado vieja con la performativa frase que repetía su mentor: “Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”.12

Para empezar, entonces, es de cita obligada el clásico de Sigal y Verón, que describe la posición de la Juventud Peronista frente al dispositivo de enunciación de Perón. Examinando en especial la revista El Descamisado, los autores atribuyen las dificultades de los jóvenes peronistas a su condición de vanguardia popular y su simul-tánea adhesión al peronismo. Es decir, al contradictorio intento de reivindicar la representación del pueblo, por un lado, y de adscri-bir a una tradición cuyo líder expresa de manera intransferible la voluntad de ese pueblo, por el otro.13 El texto de Hilb y Lutzky, así como los de Ollier, recorren aspectos simbólicos (la visión violenta y dicotómica de la sociedad, la concepción del peronismo anclada en la etapa de la denominada Resistencia, la gramática militar, la pre-tensión de representar un pueblo homogéneo, etc.) pero no discri-minan en el interior de la vasta gama de grupos armados ni dentro de la genéricamente llamada “izquierda peronista”. Algunos análisis sólo se apoyan en las primeras declaraciones de aquellos grupos.14 Germán Gil también repasa muchos documentos con concepciones y definiciones ideológicas hasta 1974, aunque no traza distinciones a propósito de la izquierda peronista.15 Carlos Altamirano revisa bre-vemente las narraciones montoneras, su picaresca, su fetichismo de la violencia y su recuperación del peronismo; también su imagen

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introducción 17

de la revolución como redención secular y absoluta.16 Por último, podrían incluirse algunos señalamientos de Beatriz Sarlo sobre el carácter simbólico excepcional y ordenador inherente al asesinato de Aramburu, que fusiona violencia, venganza, justicia sustancial, revolución, peronismo y representación del pueblo como principio legitimador.17 A estos clásicos habría que agregar dos obras recien-tes. La de Gabriela Esquivada acerca de Noticias sobre todo lo que pasa en el mundo, que se concentra en la trayectoria de su staff y las re-laciones con la Conducción Nacional, sin detenerse demasiado en sus representaciones.18 Y la de Giselle y Yamilé Nadra, que expone los tópicos de El Descamisado como reflejo esquemático y superficial de las características del grupo y, siguiendo a Gillespie, dictamina la ausencia de ideología montonera, esto es, de un conjunto de pau-tas programáticas que articulen un proyecto sistemático, coherente y concreto.19 Podrían mencionarse, aunque de modo más tangen-cial, los trabajos abocados al nexo entre política armada y religión. Por ejemplo, la investigación de Gustavo Morello sobre Cristianismo y Revolución, que describe los temas tratados por la revista vincu-lándolos a la radicalización político-ideológica de sus fundadores. O la de Luis Miguel Donatello, que detalla las concepciones del catolicismo renovador en el cual se gestó la Organización y los ele-mentos discursivos que, a diferencia de la escatología cristiana, ha-brían persistido hasta los últimos días (la idea del ejército popular y de guerra integral). Repite la carencia de una ideología y de un proyecto social definidos.20

A pesar de abocarse a los aspectos simbólicos del fenómeno, la mayor parte de estos trabajos no plantea como problema la identidad política de Montoneros.21 En consonancia con el res-to de la literatura, asume su evidencia. Recrea, de manera lite-ral, el argumento mediante el cual los adherentes justificaron su aproximación al peronismo. Aunque distante de la Organización, el cura Carlos Mugica brinda un ejemplo paradigmático de esta racionalización:

Yo fui antiperonista hasta los 26 años y mi proceso de acer-camiento al peronismo coincidió con mi cristianización. […] Yo sé por el Evangelio, por la actitud de Cristo, que

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18 las revistas montoneras

tengo que mirar la historia humana desde los pobres. Y en la Argentina la mayoría de los pobres son peronistas, para decirlo de una manera muy simple.22

Este libro, en cambio, se centra en el concepto de identidad, y entiende que, lejos de ser un dato o una elección individual, es un constructo social conformado por un conjunto delimitable y anali-zable de dimensiones: la reproducción y simultánea invención de una tradición; la definición de un relato prospectivo; la relación entablada con otros actores y prácticas presentes o pasadas; la re-presentación de un ámbito común; y la fijación de prescripciones y normas. Ejes que trascienden por mucho los dispositivos de enun-ciación, la explicitación de programas cerrados y coherentes, o la influencia de tópicos religiosos en la política. En términos gene-rales, plasman modos de configurar pertenencias y solidaridades estables, y de otorgar sentido, muchas veces de manera tensa o contradictoria, a las acciones públicas.23

Las páginas siguientes indagan estas dimensiones identitarias en las revistas que Montoneros editó desde su aparición hasta el inicio del último gobierno de facto argentino: El Descamisado (de mayo de 1973 a abril de 1974), El Peronista lucha por la Liberación (de abril a mayo de 1974), La Causa Peronista (de julio a septiembre de 1974) y los números iniciales de Evita Montonera (de diciembre de 1974 a marzo de 1976). Asimismo estudian, como antecedente simbóli-co, la revista Cristianismo y Revolución (editada desde septiembre de 1966 hasta el mismo mes de 1971), y contemplan las publicaciones ligadas a las dos disidencias más importantes de la Organización en el período mencionado, Puro Pueblo (publicada por la Columna José Sabino Navarro de julio a septiembre de 1974) y Movimiento para la Reconstrucción y Liberación Nacional (editada por un sector afín a la Juventud Peronista Lealtad desde abril hasta septiembre de 1974).

El primer capítulo se aboca a Cristianismo y Revolución, una voz fundamental de la trama contestataria a los gobiernos de la autodenominada Revolución Argentina. Varios de los primeros integrantes de Montoneros estuvieron vinculados, de manera más o menos directa, tanto a su edición como a los grupos que

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introducción 19

la circundaron. Se rastrea entonces su diagnóstico sobre la co-yuntura y se despliega su significación de la violencia, que distó de ser unívoca. Además, se vislumbra la importancia creciente otorgada a los grupos armados por sobre otras modalidades de intervención.

El segundo capítulo examina la construcción de la tradición peronista de El Descamisado. Se observa su interpretación del pasa-do y su definición del pueblo y de Perón. De la mano del término “revolución”, se inspecciona también su proyección del futuro. El recorrido posibilita responder al interrogante sobre el origen simbólico de Montoneros, al notar que se situaba bastante antes del secuestro y asesinato de Aramburu.

El tercer capítulo continúa con el análisis de El Descamisado, pero lo complementa con los semanarios que luego de su clau-sura lo sucedieron, El Peronista lucha por la Liberación y La Causa Peronista. La exploración ya no se sitúa en el relato diacrónico, sino en el enfrentamiento con otros actores o circunstancias. Se descubre que, más allá de las objeciones a determinados dirigen-tes políticos y sindicales, las publicaciones rechazaban cualquier invención de la tradición peronista disímil de la suya propia. La revisión final sobre el papel allí otorgado a Montoneros resuelve un conjunto de vaivenes identificados con anterioridad, y abreva en una noción particular del lazo político, más cercano a una en-carnación que a una representación política.

No sin antes reconstruir el surgimiento y el funcionamiento de la Columna José Sabino Navarro y la Juventud Peronista Lealtad, el cuarto capítulo estudia Puro Pueblo y Movimiento para la Recons-trucción y Liberación Nacional. Además de sus impugnaciones a la Conducción Nacional, se examinan sus lógicas identitarias. La in-dagación permite detectar en qué medida el espacio de pertenen-cia de la Organización se vio tensionado por una militancia más heterogénea que la reconocida en su prensa.

El último capítulo se ocupa de las prescripciones y prohibicio-nes graficadas en los números de Evita Montonera editados hasta el golpe militar de marzo de 1976. Se detallan las conductas, las faltas, las penas y los juicios escenificados, y para eso se toman en consideración los dos códigos normativos de la Organización, las

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20 las revistas montoneras

“Disposiciones sobre la Justicia Penal Revolucionaria” de 1972 y el “Código de Justicia Penal Revolucionario” de 1975. Así, se señala qué tipo de ordenamiento del ámbito común privilegió y qué ac-tividades contempló.

Este libro es resultado de un largo recorrido, que incluye mis tesis de maestría y doctorado. Debe muchísimo a distintas instituciones y personas.

Mi agradecimiento a Gerardo Aboy Carlés es enorme. Sus ob-servaciones fueron enriquecedoras e inspiradoras; su respaldo, decisivo. Su trabajo es para mí una referencia ineludible. Tam-bién agradezco a Julián Melo, quien desde hace años alienta y discute mi investigación, y a Ricardo Martínez Mazzola, Nicolás Azzolini, Sebastián Giménez y Benjamín García Holgado, del gru-po de sociología política del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM). A Gilles Bataillon, de la École des Hautes Études en Sciences So-ciales (EHESS), por su estímulo permanente.

La investigación no hubiese sido posible sin las becas del Co-nicet, del Programa Saint-Exupéry del Ministerio de Educación y la Embajada de Francia, y de la UNSAM. Tampoco sin el IDAES, donde realicé mi maestría y trabajo desde entonces. Y sin la Fa-cultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y la EHESS, donde realicé mi doctorado en cotutela.

Agradezco a Claudia Hilb, Hugo Vezzetti, Marco Estrada Saavedra, Juan Suriano y Eduardo Rinesi, jurados de mis tesis, por sus comentarios. A colegas o amigos que me facilitaron fuentes: Cacho Lotersztain, Laura Lenci, Roberto Baschetti, Ana Soledad Montero, Sara Perrig, Gustavo Armelino y Sebastián Mauro. Al CeDInCI, El Topo Blindado y (en Francia) la BDIC, que preser-van documentos invaluables. En Siglo XXI, a Carlos Díaz, Luis Alberto Romero y Caty Galdeano por confiar en mi trabajo, y a Luciano Padilla López por su cuidadosa edición.

A los entrevistados, por su amabilidad y disposición a charlar temas difíciles. Aunque ninguno lo solicitó, preferí resguardar sus nombres, ya que no son centrales para mi enfoque teórico y metodológico.

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introducción 21

A mis padres, Rubén y Silvia, y a mi hermana Valeria, por su aliento y su ayuda incondicional. Y un agradecimiento infinito a Martín Armelino: siempre dispuesto a leer, conversar, criticar y sugerir, me sostuvo y me enseñó en los momentos más difíciles. Además, con él disfruto lo más colorido de todo: Ema. A ellos dos dedico este libro.

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1. Cristianismo y Revolución: los sentidos de la violencia

No es “irracional” utilizar un arma en defensa propia. Esta violenta reacción contra la hipocresía, justificable en sus propios términos, pierde su raison d’être cuando trata de de sarrollar una estrategia propia con objetivos específicos; se torna “irracional” en el momento en que se “racionaliza”. […] Dado que cuando actuamos nunca conocemos con certeza las consecuencias eventuales de lo que estamos haciendo, la violencia seguirá siendo racional sólo mientras persiga fines a corto plazo.hannah arendt, Sobre la violencia

La revista Cristianismo y Revolución se editó en tiempos de la Revolución Argentina. Su estudio es una de las tantas puertas de entrada a los albores montoneros. Si bien no fue un órgano de pren-sa de la Organización, varios de sus primeros integrantes estuvieron ligados a ella, tanto al proceso de edición y distribución como a los grupos legales y clandestinos que la circundaron. Además, tuvo lec-tores en parte de los ámbitos estudiantiles, universitarios, peronistas y católicos que posteriormente nutrirían las huestes montoneras. Constituye, por tanto, un antecedente simbólico relevante.

la revista y el comando camilo torres

La publicación fue fundada por Juan García Elorrio en septiem-bre de 1966, en el contexto de un catolicismo renovado por el Concilio Vaticano II y su “opción preferencial por los pobres”.

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Como han demostrado otros estudios, dicho Concilio generó la revisión de posiciones teológicas, litúrgicas y pastorales en di-versas latitudes, y fomentó un compromiso activo para desterrar situaciones de marginalidad social. Dentro de este horizonte, se constituyeron o reformaron en la región y en la Argentina diversos grupos laicos y religiosos, locales y nacionales, lejanos y próximos a la institución eclesiástica: el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, la Juventud de Estudiantes Católicos, la Juventud Universitaria Católica, la Juventud Obrera Católica, el Movimien-to Obrero de Acción Católica, las Juventudes Agrarias Cristianas, el Movimiento Integralista, la Agrupación Peronista Lealtad y Lucha de Córdoba, el Ateneo Universitario, el Movimiento de Estudiantes de la Universidad Católica de Santa Fe, etc. Si bien muchos preservaron características del catolicismo integral de las décadas precedentes –como el rechazo a la autonomía de esferas característica de la matriz liberal–, saldaron la vieja enemistad con la tradición marxista y acercaron el reino de dios a la revolución. Cierto es que el discurso renovador institucional no recomendó explícitamente la violencia para resolver la cuestión social; en los casos en que no la condenaba, pululaban los silencios o ambi-güedades. Sin embargo, la Encíclica Populorum Progressio de 1967 exceptuó su condena a la insurrección para los casos de “tiranía evidente y prolongada”. En este panorama, el sacerdote, guerrille-ro y sociólogo colombiano Camilo Torres, asesinado en febrero de 1966, se convirtió en símbolo revolucionario y quedó situado en un pedestal similar al de Ernesto Che Guevara.24

El grupo articulado alrededor de Cristianismo y Revolución fue parte de esta dinámica. Luego de abandonar la carrera eclesiás-tica, García Elorrio creó y, hasta que falleció en 1970, dirigió la revista.25 A partir de ese momento su mujer, Casiana Ahumada, ocupó su lugar. Desde los comienzos, distintos jóvenes se suma-ron a la propuesta. Como es usual señalar, sus trayectorias tam-bién respondían a las transformaciones suscitadas desde la década de 1960 en colegios, universidades y sindicatos, tendientes a mirar con buenos ojos los proyectos de cambio societal y, en general, la experiencia peronista de años atrás. La clausura misma de la vida civil, política y corporativa del gobierno militar de Juan Carlos

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Onganía abonó a estas simpatías. Para evocar tempranos ejem-plos, la ley de Conflictos Colectivos Laborales los prohibió hasta la intervención y el arbitrio por parte del gobierno, y la ley de Defensa Nacional posibilitó la represión de toda manifestación disidente a lo que se considerara de interés nacional.26 Dentro de este marco, nuevos y no tan nuevos actores se hicieron visibles en los años iniciales de la Revolución Argentina: la Confederación General del Trabajo de los Argentinos (CGTA) y los sindicatos “clasistas” (paradigmáticamente, el Sindicato de Trabajadores de Fiat Concord y el Sindicato de Trabajadores de Fiat Materfer), críticos de la estrategia de “golpe y negociación” del líder meta-lúrgico Augusto T. Vandor, así como del “participacionismo” que aceptaba siempre las directivas gubernamentales;27 agrupaciones estudiantiles y universitarias peronistas como el Frente Estudian-til Nacional, la Unión Nacional de Estudiantes y las Juventudes Argentinas para la Emancipación Nacional (JAEN); “cátedras na-cionales” con actividad en villas miseria y barrios populares; inte-lectuales arrepentidos por su distancia precedente hacia las clases populares y sectores de izquierda alejados de la tradición liberal;28 espacios que defendían un “peronismo revolucionario” como el Movimiento Revolucionario Peronista fundado en agosto de 1964 por juventudes peronistas de distintas provincias y gremios “com-bativos”;29 y grupos armados rurales y urbanos de diversos tintes, antecedidos por los Uturuncos de 1959, el EGP de 1963 y el Mo-vimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara del mismo año.30 Se trataba de actores originados en la inestable historia política argentina, influidos en su mayoría por la percepción que desde la Revolución Libertadora se venía configurando del “hecho maldi-to” con ayuda de la pluma de Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Pui-ggrós, Juan José Hernández Arregui, Arturo Jauretche y Eduardo Astesano, entre otros. Y también de las declaraciones del ex dipu-tado nacional –y por un tiempo delegado de Perón– John William Cooke; o las del propio líder exiliado, que olvidaba su anterior rechazo al revisionismo histórico. En suma, según esa percepción el peronismo se convertía en un capítulo fundamental de la libe-ración del país, que encontraba raíces en el federalismo del siglo XIX y habría de concluir en un socialismo de tinte nacional.31

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Desde luego, todo eso contó con impulsos internacionales: los debates suscitados a partir de las denuncias de Nikita Jrushev en el XX Congreso Internacional del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956, la Revolución Cubana de 1959, la Guerra de Vietnam –iniciada ese mismo año-, la guerra e independencia de Argelia de 1962 y demás procesos de descolonización en Asia y África, la Revolución Cultural China de 1966, el Mayo Francés de 1968, entre otros. Es decir, procesos que mostraron que no sólo el catolicismo sino también el marxismo era capaz de renovarse, dis-tanciándose del totalitarismo soviético. La crítica al colonialismo imperialista y la defensa del nacionalismo, la figura del intelectual revolucionario, la reivindicación de la voluntad del hombre por sobre las estructuras y la teoría del foco armado lograron, de este modo, reunir adherentes para una de las religiones políticas más populares del siglo XX. Los escritos de Jean-Paul Sartre, Frantz Fanon, Régis Debray y Ernesto Guevara, y films como La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo, fueron fundamentales al respecto. Sobre esta base, buena parte de la trama contestataria del país equiparó a Perón con Fidel Castro y denunció al imperialismo como un patrón de vida irracional.32

Secundado entonces por jóvenes provenientes de estas redes, García Elorrio sostuvo, a la par de la publicación, el Comando Camilo Torres, cuya aparición pública se produjo el 1º de mayo de 1967. El grupo interrumpió la misa del cardenal Antonio Ca-ggiano en la catedral de Buenos Aires para distribuir y leer un volante que reivindicaba la lucha revolucionaria y la libertad sin-dical, y condenaba al gobierno militar. El reclamo, rápidamente silenciado, deparó una breve estadía en la cárcel para la mayoría de sus protagonistas. Sin embargo, hacia mediados de 1967, el Comando sumaba alrededor de 30 militantes, fundamentalmen-te en Buenos Aires y en Córdoba. Muchos serían fundadores de Montoneros: Fernando Abal Medina, Carlos Ramus y Mario Fir-menich, de la Juventud de Estudiantes Católicos de Buenos Aires; Norma Arrostito, ex integrante del Partido Comunista; Emilio Maza e Ignacio Vélez, ex militantes del Movimiento Universitario Cristo Obrero de Córdoba; y José Sabino Navarro, de la Juventud Obrera Católica y ex delegado del Sindicato de Mecánicos y Afines

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del Transporte Automotor (SMATA). Provenían de circuitos di-versos, en concordancia con los contactos enhebrados por García Elorrio a lo largo del país. Sus actividades eran variadas: efectua-ban volanteadas, editaban y distribuían la revista, planeaban pe-queñas acciones armadas, realizaban charlas, y se vinculaban con otros actores de la época, sobre todo con quienes levantaban la bandera peronista y la asociaban a la revolución. Con ese espí-ritu, organizaron un plenario clandestino en Quilmes, provincia de Buenos Aires, al cual asistieron cordobeses y santafesinos que también conformarían Montoneros. Allí se discutió sobre la con-veniencia de la teoría del foco. Posteriormente, García Elorrio y otros miembros del Comando viajaron con las conclusiones del encuentro a la Primera Conferencia de la Organización Latinoa-mericana de Solidaridad (OLAS) en La Habana en julio de 1967, planificada por Régis Debray para impulsar la revolución socialis-ta en la región bajo el lema “Crear dos, tres…muchos Vietnam”.33

Dos espacios con diferente nivel de legalidad estuvieron liga-dos a la actividad del Camilo: el Comando Revolucionario Uni-versitario, que organizaba actividades de superficie como reu-niones y pintadas, y los Comandos Peronistas de Liberación, de posterior aparición, abocados de manera exclusiva a la actividad clandestina. Finalmente, se sostuvo el Centro de Estudios Teil-hard de Chardin dirigido por el ex sacerdote Miguel Mascialino, que ofrecía conferencias, seminarios y cursos, tanto de teología como de política.34 A partir de marzo de 1969, el Centro pasó a denominarse Centro de Estudios Camilo Torres, y articuló tres institutos de investigaciones.35

Ahora bien, poco a poco, los recién mencionados miembros del Camilo recorrieron un camino divergente al de su líder. Para discutir sobre las posibilidades del foco en Argentina, Abal Medi-na y Ramus se entrevistaron a fines de 1967 con Envar El Kadri, quien al año siguiente organizaría el destacamento rural de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) en la localidad tucumana de Taco Ralo. Como resultado de la reunión, tomaron clases de gue-rra revolucionaria con un contacto proveniente de su círcu lo. A inicios de 1968, Abal Medina, Maza y Arrostito viajaron a Cuba para obtener instrucción y disciplina militar. Sus críticas a García

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Elorrio se completaron con las de otros militantes que habían permanecido en el país. El Encuentro Latinoamericano Camilo Torres de febrero de 1968 en Montevideo fue el detonante de la separación de los futuros montoneros. No por de sacuerdos ideo-lógicos: reclamaban que García Elorrio no concretaba el foco al cual solía referirse. Así, se dedicaron a prepararlo una vez abando-nado el espacio. Argumentaron que “la lucha armada hay que ha-cerla, no hablarla”.36 Como es conocido, la ruptura fue bautizada “la rebelión de los enanos”, por la estatura de los herejes.

A lo largo del año, algunos militantes de otros ámbitos se jun-taron con los disidentes. En principio, sus intervenciones se res-tringieron al robo de armas a las fuerzas de seguridad. Durante un tiempo, planificaron la construcción de un foco rural, pero pronto de secharon la idea. A fines de 1969 y comienzos de 1970, se sumaron grupos armados de Buenos Aires, de Córdoba y de Santa Fe con los que se habían establecido vínculos con anterio-ridad. Fue recién con su llegada que se constituyó Montoneros, aunque la aparición pública mediante el secuestro y asesinato de Aramburu haya sido decidida y ejecutada por los “ex camilos”.

Así, varios de los fundadores de la Organización (no todos) tu-vieron relación o contacto con la experiencia de García Elorrio y su proyecto de alcance regional. Este logró, amén de la escisión y de sus reiteradas estadías en la cárcel, convertir a la revista y sus espacios en una voz fundamental del entramado contestatario a los gobiernos de la Revolución Argentina. Con presencia, por ejemplo, en los encuentros nacionales del denominado Peronis-mo Revolucionario, realizados en septiembre de 1968 en Buenos Aires y enero de 1969 en Córdoba, que también contaron con la participación de sectores de la CGTA y sindicatos afines, la Acción Revolucionaria Peronista, el Movimiento Peronista Revoluciona-rio, juventudes peronistas de distintas provincias y agrupaciones del catolicismo renovador, entre otros. En estos encuentros el de-bate sobre la política de masas o el foco seguía vigente. No sin tensiones que después reaparecerían, Montoneros ya se había orientado a implementar la última alternativa.

De todas formas, la separación no se tradujo en un de sinterés de los disidentes hacia Cristianismo y Revolución, ni viceversa. La

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revista publicitó y apoyó sus intervenciones, al igual que las de otros grupos armados. Sobre todo, en el marco de la modificación editorial que imprimió la llegada de Ahumada a la dirección, lue-go de la sorpresiva muerte de García Elorrio. Desde allí se otor-gó especial atención a las armas, tanto más que a cualquier otro grupo o movilización. El último número de septiembre de 1971, confiscado por las fuerzas de seguridad, se despidió con la frase “si Evita viviera, sería montonera”. Para ese entonces, y luego de hacerse esperar, había llegado desde Madrid la sobria aprobación de Perón para quienes habían secuestrado y asesinado a Aramburu.37 A los pocos meses Ahumada fue detenida.

la confección y los temas

La revista publicó, con una periodicidad irregular, 30 números entre septiembre de 1966 y el mismo mes de 1971. Tuvo una tirada de 2000 a 5000 ejemplares. Se distribuyó artesanalmen-te a lo largo del país y se vendió en persona o en quioscos de diarios. Además, se repartió en facultades y en actividades de grupos ligados al catolicismo renovador. Dado que los ingresos por la venta eran escasos, fue financiada por Ahumada, quien provenía de una familia de buena posición económica. Jorge Luis Bernetti fue el secretario de redacción. Sólo en el núme-ro 2-3, se mencionó al resto del equipo: Ernesto Herrera, Luis García Guevara, Mario Vicente Taricco y Sofía Galindez como redactores; Luis Agustín Acuña como asesor; Oscar Pereira Dan-tas como diagramador. Sin embargo, a lo largo de los meses, el staff fue variando. Las firmas asomaron en diferentes artícu los de la revista: la de Mascialino en notas sobre el catolicismo re-novador, la de Gerardo Duejo –seudónimo de Eduardo Jorge, a partir de un anagrama– en textos económicos, la de Bernetti en análisis sobre la Revolución Argentina, la de Miguel Grinberg en temas variados, la de García Elorrio en los editoriales, la de José Ricardo Eliaschev en la columna de política internacional publicada desde el número 14 y la de Jorge Gil Solá en la columna

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de peronismo revolucionario publicada a partir del 13. Con al-gunas excepciones, estos nombres desplegaron pocos debates y diferencias de opinión. Tendieron a recrear la idea de un pro-yecto uniforme y definido. También trabajaron o colaboraron Pedro Krotsch, Sarita Magliore, Olga Hernández, José Eduardo Lamarca, Emilio Jáuregui, entre otros.38

Los números iniciales no presentaron secciones estables; sus notas se distribuyeron sin mucho orden. En todo caso, se repi-tieron esporádicamente determinadas columnas: el fragmento “Definiciones” relativo a temas variados (catolicismo, sindicalis-mo, movilizaciones, etc.), los “Apuntes de Miguel Mascialino”, los “Documentos” de diversos grupos nacionales e internacionales, las páginas dedicadas a los movimientos latinoamericanos bajo el título “América Luchando”, y los editoriales. A partir de los núme-ros 13 y 14, aparecieron cada tanto las columnas “Política Inter-nacional”, “Peronismo Revolucionario” y “Economía”. Además, se sumaron en algunos números las secciones “Actualidad”, “Signos” (que, también a modo de apuntes, reunía misceláneas), “Crónica Argentina” (que relataba acontecimientos de las redes contestata-rias que no se publicaban en los medios de comunicación masi-vos) y “Los Nuestros” (que denunciaba detenciones de militantes afines al proyecto de la revista).

Desde el número 23, con la llegada de Casiana Ahumada, el armado de la publicación fue más sistemático: se crearon las sec-ciones “Panorama Político”, “Boletín del Tercer Mundo” (que comentaba hechos de los países englobados en dicha categoría), “Comunicados” (que transcribía fundamentalmente documen-tos de guerrillas), “Cronología de la Violencia” o, más tarde, “La justicia del Pueblo” (que enumeraba los hechos armados del pe-ríodo), el correo de lectores, un espacio dedicado a comentar la situación de los presos políticos (“Ellos están presos por nosotros, ¿qué hacemos nosotros por ellos?”) y otro a publicar reportajes a miembros de las guerrillas. Se mantuvo la columna “Economía” y se agregó una de “Sindicatos” referida a los gremios “combati-vos”. Se reemplazaron los editoriales por breves comentarios, se homologó la tipografía y se añadieron ilustraciones en las distin-tas notas.

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En relación con los temas tratados, existió cierta variación. Si al principio se insistió enérgicamente en la necesidad del com-promiso cristiano frente a la pobreza, el correr de las ediciones mostró un descenso de las notas vinculadas al catolicismo. En su lugar, se priorizaron artícu los y documentos sobre el peronismo, el marxismo, el sindicalismo “combativo” y los grupos armados del país y de América Latina. Sin embargo, la transformación no fue sustantiva: todas estas problemáticas no dejaron de aparecer en la publicación. Ya en los primeros números se evocó a Eva Pe-rón y a John William Cooke, se transcribieron cartas de Perón y documentos del peronismo revolucionario (especialmente de la Acción Revolucionaria Peronista y el Movimiento Peronista Re-volucionario) y se aludió al peronismo clásico y a la Resistencia. Desde el inicio, asimismo, a pesar del silencio sobre la Unión So-viética y el régimen estalinista, abundaron las referencias al socia-lismo, al pensamiento de Régis Debray, a la Revolución Cubana, a la Guerra de Vietnam, a la Revolución Cultural China, al llamado “poder negro”, y a las distintas guerrillas nacionales o latinoameri-canas (las FAP y el EGP argentinos, el grupo liderado por Guevara en Bolivia, el Ejército de Liberación Nacional de Camilo Torres en Colombia, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria en Chi-le, las Fuerzas Armadas Rebeldes de Guatemala, los Tupamaros en Uruguay, la Acción Libertadora Nacional de Carlos Marighe-lla en Brasil, entre otras). Por otra parte, también hasta el final se publicaron las expresiones regionales y nacionales de los aires conciliares (el Mensaje de los 18 Obispos para el Tercer Mundo de 1967, la reunión del Episcopado Latinoamericano en Medellín de 1968, el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, El Encuentro Latinoamericano Camilo Torres en 1968, etc.).

Así, pese a su variación, los treinta números mencionaron a los grupos reivindicativos del peronismo, al pensamiento marxista y a las expresiones del catolicismo renovador. Como ya se señaló, la publicación fue un emergente de la trama contestataria al gobier-no militar, y en este contexto reprodujo documentos de varios de los grupos de donde surgirían las huestes de Montoneros. Pero Cristianismo y Revolución no sólo fue un buen catálogo de las ac-ciones de protesta y de los proyectos de transformación del país y

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del mundo. Simultáneamente, configuró un relato que desplazó las tradiciones y discusiones que recibía. Y lo hizo otorgando un lugar fundamental a la violencia, con la salvedad de que, en lugar de comprenderla linealmente, superpuso múltiples significacio-nes que articularon diversas tensiones.

las violencias revolucionarias

Una primera acepción de la violencia revolucionaria se vislumbra en los artícu los sobre el compromiso cristiano. Recuérdese que muchas vertientes europeas y latinoamericanas del catolicismo re-novador, así como varias voces del Episcopado Argentino, habían sido ambiguas respecto de la implementación de la violencia. La revista obvió estos reparos y expresó:

Frente a este de safío continental al que se han rendi-do sumisamente todos los gobiernos militares como el nuestro, de signados por el [P]entágono, o todas las de-mocracias reformistas, como la de Frei, permitidas por el Departamento de Estado, y expresado repugnantemen-te por la OEA, se ha levantado la voz y la acción de los revolucionarios de América Latina a través de la OLAS, señalando claramente la necesidad de oponer a la violencia reaccionaria la violencia revolucionaria.39

No de seo la violencia. Se me impone. No hay otra op-ción. Si opto por la no violencia, soy cómplice de la opre-sión, elijo la violencia de Estado.40

Se trataba de un planteo reactivo sobre la violencia que situaba su razón de ser en una violencia anterior de sentido contrario. Se explicaba su existencia en términos defensivos, como única res-puesta o consecuencia posible en una coyuntura signada por la opresión económica, política o estatal de una sociedad. Se la jus-tificaba así a partir de la identificación de una causa precedente,

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de igual naturaleza aunque de dirección opuesta. En breve: la vio-lencia “de arriba” o “del sistema” o “institucional” o “estructural” pasaba a tener su correlato en la violencia “de abajo”, “resistente” o “revolucionaria”, que era interpretada como una obligación y una necesidad antes que como una decisión libre entre diversas alternativas. Se la veía más como una reacción que como una ac-ción y por eso se la desvinculaba de la noción de responsabilidad, contracara ineludible de la libertad, que acompaña, amén de con-dicionantes y presiones, toda práctica política.

Esta idea no sólo frecuentó los artícu los sobre el mundo cristiano; las notas de coyuntura exhibieron un argumento similar. Ya fuese frente a la represión de los gobiernos castrenses de la Revolución Argentina, o a sus programas económicos, o incluso a las propuestas de salida electoral que los militares manifestaron a comienzos de los años setenta, se aseveró que la revolución violenta era una respuesta ineludible. De esta forma, se sostuvo la usual tópica de la violencia y la contraviolencia que en otras latitudes había signado reflexiones teóricas y políticas sobre los procesos revolucionarios modernos. Por ejemplo, en la tradición marxista francesa, las de Georges Sorel a principios de siglo, relativas a la distinción cualitativa entre la fuer-za represora del orden burgués y la violencia liberadora de la huelga general proletaria.41 Por supuesto, el planteo de la revista tampoco era novedoso en relación con la Argentina de la época. Por una par-te, desde el exilio Perón había llamado a la violencia para enfrentar la proscripción sostenida por la Revolución Libertadora. La carta desde Caracas de octubre de 1957, que invocaba el “camino de la insurrección” y la “salida violenta”, es un ejemplo ilustrativo. Tiem-po después, en junio de 1969, antes de involucrarse en el llamado Frente Cívico de Liberación Nacional (FRECILINA) e incidir en el proceso electoral, repetiría la propuesta, abogando por la imple-mentación de la “más dura violencia” como única resolución para el panorama argentino. Por otra parte, la idea también permeaba y permearía a actores no peronistas: a líderes del radicalismo y, como advierte Tulio Halperin Donghi, a los propios militares, quienes al final optarían por la apertura política con la creencia de que era su clausura la que originaba la violencia (para entonces, fundamental-mente armada).42

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Ahora bien, en Cristianismo y Revolución esta significación no fue exclusiva. Ciertamente, hubiese sido difícil reducir a un es-quema tan simple la representación de la violencia y las acciones de sarrolladas dentro de ese horizonte. En definitiva, las contravio-lencias podían ser varias. Siguiendo este razonamiento, la publi-cación aportó otras claves interpretativas con las cuales distinguir entre la violencia “revolucionaria” y la “reaccionaria”. Una noción dual complejizó la acepción reactiva:

Llamamiento […] a los que nos hacemos permanente violencia en nuestro corazón para convertirlo en el cora-zón del hombre nuevo capaz de hacer la nueva humani-dad, […] a los que esperamos recibir la muerte –como lo supo hacer el CHE– con un saludo de bienvenida y de esperanza, porque nuestra pequeña y humilde vida quedará incorporada definitivamente en la lucha de la humanidad que ha dicho ¡basta!43

Resulta evidente que no se puede descartar sin más la violencia como medio de solucionar las injusticias, ni se la puede contraponer simplemente, sin matices, al cristianis-mo. […] El amor se opone a la violencia opresora, no a la liberadora. Más aún, el verdadero amor es una violenta fuerza de liberación que hace saltar las estructuras que oprimen a las personas e impiden la realización completa del amor que sólo puede dar en un mundo de personas liberadas.44

Cuando la violencia la tienen que asumir los pobres, los trabajadores, el pueblo como la única vía que les queda para hacer valer su condición de hombres y hacer respetar su dignidad, entonces esa “sagrada violencia” se transforma en “terrorismo criminal”, en “extremismos sangrientos”, en “órdenes del extranjero” o en cualquiera de estos viejos y estúpidos fantasmas que se convocan para explicar lo que no se quiere comprender: la violencia de los pobres. […] Nuestro pueblo no lucha para destruir, para incendiar, para matar. Lucha para tomar el poder y para liberarse.45

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Resulta notorio que la violencia no sólo fue entendida como una reacción ante un estímulo precedente, y por ende desligada de una dimensión prospectiva. Se la graficó, asimismo, con un tinte instrumental, y se le asignó el valor de un método en pos de un proyecto. Y se la pensó como una vía para subvertir la situación existente y modificar las estructuras sociales. Para lograr la “toma del poder” había que transitar por la violencia. Podría decirse que su justificación ya no se acotaba a un elemento anterior, sino que se trasladaba a una etapa futura. Así, sus cualidades remitían al orden de la eficacia y la técnica: debía maximizarse su utiliza-ción para alcanzar los objetivos planteados. Antes que el carácter de consecuencia, adquiría el de medio. Esta es una significación evocada a menudo en la bibliografía sobre Montoneros: “El pe-ronismo como identidad, el socialismo como objetivo y la lucha armada como método”. En síntesis, la violencia como un recurso para el logro de un fin extrínseco a ella.46

Sin embargo, las páginas de Cristianismo y Revolución agregaron un enfoque sustantivo al describir la violencia como un ámbito de realización y formación para los individuos, como una esfera “sagrada” que superaba los intereses y vidas individuales. Es decir, como una instancia que subvertía el mundo profano. La violencia revolucionaria aparecía como una fuerza constitutiva de la digni-dad de los individuos, que acompañaba la llegada de un espacio colectivo de naturaleza novedosa. Se la comparó con pasiones como el amor y con principios como la libertad, y se le atribuyó un halo trascendental. “El amor es violento”, sintetizó un título del número 9, y aclaró que “el amor violento de los guerrilleros […] en el fondo es una forma sublime de amor a la verdad”.47 Para la revista, el “hombre nuevo” y la “nueva humanidad” no surgían sólo mediante ella sino en ella.

En verdad, esta oscilación entre la violencia como medio y como fin recuperaba otras discusiones sobre los procesos revo-lucionarios. Por ejemplo, las tesis de Fanon y Sartre sobre la co-lonización y la guerra en Argelia, de gran circulación en la Ar-gentina de los años sesenta. El conocido libro Los condenados de la tierra, que trasladaba la clásica dicotomía marxista entre clases a un conflicto radical entre metrópoli y colonia, había insistido

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en una concepción múltiple de la violencia. Afirmaba que la li-beración del hombre colonizado debía realizarse “por” y “en” la violencia. De un lado, era el único medio posible para el triun-fo del campesinado sobre el ejército de ocupación francés, dado que constituía el método para la emancipación nacional: debía provocarse una violencia mayor a la violencia opresora. Y ya no se optaba por la violencia liberadora de la huelga general de Sorel, sino directamente por la eliminación física del colonizador. Es famosa la proposición de Sartre “matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un opri-mido: quedan un hombre muerto y un hombre libre”, aunque es cierto que Fanon advertía que la brutalidad pura y total llevaba a la derrota. Del otro lado, el ejercicio de la violencia aseguraba, no mediata sino inmediatamente, un espacio de de sintoxicación, pu-rificación, rehabilitación y liberación en que se podía unificar al pueblo y apartar al colonizado de su complejo de inferioridad. En cuanto actividad constitutiva y creativa, configuradora de un suje-to antes inexistente, según apuntaba Sartre, “la violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha infligido”. En resumen, era simultáneamente medio y fin.48

Por su parte, la teoría del foco, que atravesó las discusiones de los grupos que rondaron la revista, también había evocado dicha dualidad. En los escritos de Régis Debray y Ernesto Guevara –con-centrados ya no en el campesinado como sujeto espontáneamen-te redentor, sino en un puñado de hombres decididos a realizar una revolución sin las condiciones objetivas necesarias–, la violen-cia aparecía desde las dos perspectivas. Los dos autores aducían que el foco rural era la táctica más eficaz para iniciar el proceso revolucionario hasta tanto pudiera de sarrollarse un ejército re-gular; pero simultáneamente le atribuían un carácter místico, ex-puesto en la mitificación de “los doce del Granma”. El foco supo-nía el heroísmo, la convicción y la ejemplaridad del guerrillero. El despojo de todo interés egoísta e individualista –como ejemplo paradigmático, la vida– habría de sellar la diferencia con el mer-cenario, venciéndolo en una correlación de fuerzas cuantitativa-mente desfavorable. El combatiente ya era –y no sólo combatía por– el hombre nuevo. Las condiciones de esa lucha le otorgaban

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una nueva moralidad. Así, el foco presentaba tanto una dimen-sión instrumental, en la cual la lucha armada era un medio para la revolución socialista, como una dimensión sustantiva, en la cual la lucha era un ámbito de realización del individuo y de la nueva moralidad. Otra vez, a un tiempo, medio y fin. Ese discurso reci-bió el contundente respaldo del triunfo cubano de fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, y que el fracaso de Guevara en Bolivia no lograría refutar.49

En varias de las páginas destinadas a homenajear a Guevara y a Camilo Torres, Cristianismo y Revolución repitió estas acepciones de la violencia como instrumento eficaz y como espacio creativo. Describió sus trayectorias como modelos de conducta ejemplares y escenificó sus asesinatos de manera sacrificial. Evocó la figura del héroe (en términos de un combate virtuoso y glorioso), así como la del martirio (ya no tanto en el sentido de una entrega pasiva, sino en el de una ofrenda máxima ante una causa irre-nunciable). Y festejó, además de sus métodos armados, sus vidas y sus muertes violentas como instancias de amor y dignidad. Nótese que así quedaban depurados los inconvenientes y las dudas que posiblemente habían surgido durante la militancia, en circunstan-cias por demás difíciles y desfavorables. Tampoco era problemati-zada la soledad de las últimas horas o minutos de quienes habían sido, en definitiva, personas de carne y hueso, acompañada quizá de incertidumbres, temores y otros sentimientos intransferibles. Nada de esto se exhibía en el relato mítico de la revista, que re-creaba una experiencia guerrillera decidida y generosa. Con el mismo espíritu, los combatientes habrían encontrado su violento final. Es interesante apreciar que con ello se retomaba la épica de la “muerte bella” –para recordar aquí un viejo texto de Beatriz Sarlo–, propuesta por el propio Guevara. La tapa del número 5 de la revista transcribió su famosa frase: “En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo”.50

Una perspectiva similar guió la mención de otros guerrilleros fallecidos y de militantes estudiantiles, católicos o sindicales asesi-nados en distintas protestas contra la Revolución Argentina. El nú-mero 16 publicó un recuadro con el título “Mártires”, que mencio-

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naba los nombres de Santiago Pampillón, estudiante y obrero en Córdoba, Hilda Guerrero de Molina, integrante de la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar, y Juan José Cabral, estudiante reformista correntino.51 Sobre Pampillón, a su vez, la revista expresó: “Nosotros tenemos un corazón como un gigantes-co fusil apuntado hacia la muerte”.52 Sobre Cabral, la contratapa del número 17 aclaró: “Dio su vida por una nueva juventud”.53 El número 18 homenajeó a Gerardo María Ferrari, miembro de las FAP, y a Emilio Jáuregui, colaborador de la revista y del Centro de Estudios Camilo Torres, de reciente vinculación con Vanguardia Comunista.54 El número 24 señaló que Ferrari “dio su vida con valentía, con coraje de patriota, con sinceridad de cristiano” y que Jáuregui “murió como vivió: combatiendo como un auténtico re-volucionario”.55 El número 21 dedicó muchas notas a la muerte de Guido “Inti” Peredo, del Ejército de Liberación Nacional en Bolivia, y a la de Carlos Marighella de la Acción Libertadora Nacio-nal de Brasil, comentando su “espíritu heroico” e indicando que continuaban aportando “la fuerza de su sangre y su coraje”.56 El número 25 reivindicó la trayectoria de los ex camilos y montone-ros Maza, Abal Medina y Ramus. Si Maza había muerto después de la ocupación del pueblo cordobés La Calera en julio de 1970, Abal Medina y Ramus habían sido asesinados en septiembre en un tiro-teo en la pizzería La Rueda de la localidad bonaerense de William Morris. En un contexto difícil para la flamante Organización, que contó con la contención de las FAP y de algunas redes en la provin-cia de Santa Fe, necesaria ante la persecución policial y la muerte de militantes, la revista elogió a los “caídos” por su “entrega total, definitiva, irrevocable, a la causa de la liberación”.57 Más tarde, el número 28 reivindicó a Diego Ruy Frondizi y Manuel Belloni, mi-litantes de las FAP asesinados en marzo de 1971 por la policía bo-naerense, y adujo que sus “nombres son nuevos eslabones que se han anudado a base de heroísmo y valentía” y que con su muerte “la Patria ha vuelto a nacer”.58 El número 29 clasificó de “mártires” a tres integrantes asesinados del Partido Revolucionario de los Tra-bajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), Marcelo Lescano, José Alberto Polti y Raúl del Valle Taborda.59 En fin, los ejemplos son muchos. Además de erigir a la violencia como mé-

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todo, la publicación mostró que las armas y fundamentalmente la muerte violenta otorgaban dignidad a los hombres. Interpretó sus vidas en términos de una militancia consagrada a la causa colecti-va. Convirtió a los asesinados en símbolos de sacrificio y heroísmo, y obvió las dificultades y grises que, más allá del compromiso y la dedicación, acompañan toda acción política. De este modo alejó cualquier apreciación de muerte sin razón, superflua o innecesa-ria. Sin embargo, sería un error postular la existencia de un “culto a la muerte”, como hace el trabajo de Giussani.60 Es sólo en el mar-co del extremo valor dado a la vida colectiva que pierde valor la vida individual y la muerte se vuelve estética o se embellece.

Claro que la significación de la violencia como un espacio sus-tantivo para los hombres poco tenía que envidiarle a la trascen-dencia de la gramática religiosa, en la cual se habían formado buena parte de los miembros de Cristianismo y Revolución. La vida individual se supeditaba a una vida grupal. Una vez más, resuena Guevara: “Aquí la única certeza es la muerte; […] consideren que a partir de ahora viven de prestado”, habría dicho, según Ciro Bustos, en el primer encuentro con el EGP. También las figuras del martirio y del sacrificio ante una causa irrenunciable se liga-ban, como es sabido, a la larga historia del cristianismo. Por últi-mo, el exitismo y el convencimiento en el triunfo final exhibían esa tintura escatológica y mesiánica de las narraciones religiosas. El número inicial de la publicación transcribió la frase de Camilo Torres: “Un pueblo que se entrega hasta la muerte siempre logra su victoria”.61 Pero es igualmente innegable que estos esquemas remitían a la “vida plena” y la exaltación propia del imaginario bélico, que otorga sacralidad al espacio común y heroicidad a sus guerreros. Eran los símbolos de dicho combate los que relegaban la vida individual del militante revolucionario. Por ende, no ten-dría por qué ocurrir nada distinto con la del “enemigo”.62

Adviértase que, según se vio, los sentidos de la violencia delinea-ban varias tensiones: reacción o elección, consecuencia necesaria o planificación instrumental, justificación retroactiva o prospecti-va, técnica o realización, medio o fin. Sin embargo, la revista no se restringió a los esquemas reactivo, instrumental y sustantivo. Los cruzó transversalmente con otro símbolo:

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Algún día, los trabajadores en el poder, recorrerán la lista de los traidores y se hará la justicia del pueblo. […] Algún día, el ejército revolucionario del pueblo, juzgará la conducta de los traidores a la causa nacional y al ejército de la patria.63

Avanzamos al costo de la sangre del pueblo. Esa sangre que estos hijos de la violencia comenzaron a derramar des-de que llegaron y de la cual tendrán que dar cuentas en el juicio del pueblo, en el juicio de la historia. […] Lo que cuenta es la causa a la que se sirve, por la cual se está dispuesto a morir. […] La nuestra es la causa del pueblo vengando, lu-chando, retomando la larga marcha hacia la liberación.64

Los cristianos que estamos comprometidos definitiva-mente –por nuestra vocación y nuestra fe– en el servicio a la causa de los Pobres, a la causa de la Revolución, a la causa de la Liberación tenemos que plantearnos las cosas como son; no tenemos que optar por la violencia o contra la violencia; tenemos que elegir por la Justicia o contra la Justicia.65

Cristianismo y Revolución vinculó el ejercicio de la violencia al con-cepto de justicia. Y no, desde luego, a una justicia reglamentada por los procedimientos del derecho y las instituciones jurídicas, sino a una justicia ligada a la figura del pueblo, de un lado, y la pasión de la venganza, del otro. Es cierto que aquí también faltó originalidad; desde el exilio, Perón había propuesto un argumen-to similar. Es conocida su frase “la violencia en manos del pueblo no es violencia, es justicia”, que la publicación transcribió a me-nudo para legitimar su llamado a la revolución. Otras intervencio-nes del ex presidente también habían tomado esa dirección: “Nos cierran el camino pacífico proscribiendo a la mayoría popular. […] ¿Qué camino le queda al Pueblo para imponer la razón y la justicia que le asisten?”, se preguntó en 1960 en una carta escrita después de romper su acuerdo con el entonces presidente Arturo Frondizi, quien mantenía la proscripción de Perón a pesar de ha-ber recibido su apoyo electoral en la contienda de 1958.66

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Sin embargo, mientras este esquema apareció en el discurso de Perón de manera oscilante e irregular, en la revista adquirió un carácter permanente. Al abordar la situación de los presos políticos en tiempos de la Revolución Argentina, esta reprodujo la noción de justicia sustancial y vindicativa, vinculada al ejercicio de la violencia y distanciada de los mecanismos formales institucionales. El caso de Héctor Jouvé y Federico Méndez del EGP, citado en la introduc-ción de este libro, es un buen ejemplo. Luego de su detención en 1964 en el monte salteño fueron acusados, entre otros cargos, de uno de los dos asesinatos cometidos por la guerrilla en aplicación de su disciplina interna, el de Bernardo Groswald. Comentando di-cha detención, el número 16 de Cristianismo y Revolución denunció la “hipocresía esencial de la justicia burguesa” e impugnó el “juicio de la oligarquía contra dos magníficos combatientes populares”. Opinó que ya llegaría la hora de “enjuiciar, con los métodos re-volucionarios evidentemente, a todos los canallas comprometidos en esta farsa que no será olvidada”. El número 23 publicó la carta redactada por Jouvé y Méndez al conocer su condena a prisión per-petua, en la cual afirmaban que los jueces “legalizan con su silencio y su asentimiento cómplice, todas las arbitrariedades cometidas en contra de los desposeídos. […] Todo ese andamiaje […] no es la legalidad a que el Pueblo aspira sino la ilegalidad que hay que des-truir”.67 Por su parte, el número 27 denunció las detenciones de los montoneros Carlos Maguid e Ignacio Vélez y del cura tercermun-dista Alberto Carbone, en cuyo poder se encontró la máquina de es-cribir utilizada para redactar los comunicados relativos al secuestro y muerte de Aramburu. La revista argumentó que todo respondía a una farsa y que la sentencia se había dictado de antemano. Aclaró que “el único veredicto válido es el que da el pueblo”. En las últimas páginas del número publicó un comunicado del Movimiento de Sa-cerdotes para el Tercer Mundo sobre la detención de Carbone, en el cual se señalaba que “el pueblo […] también es juez” y que dicho caso evidenciaba el conflicto entre la “sociedad establecida” con su “justicia legal” y “los que denuncian la injusticia de esa sociedad, sin disponer de ninguna legalidad, sino solamente apelando a una justicia real”.68 El número 30 dio a conocer un largo artícu lo de los abogados de presos políticos Rodolfo Ortega Peña y Luis Eduardo

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Duhalde que, si bien establecía matices a la hora de evaluar el sis-tema judicial argentino, lo caracterizaba de semicolonial. Indicaba que en nuestro país el derecho aparece como una “técnica directa de opresión”. Finalizaba aseverando que “el derecho[,] como la fi-losofía, llega también tarde al banquete de la liberación”.69

Como ya se mencionó, esta noción de justicia alternativa a las instituciones estatales apareció en los comunicados distribuidos por Montoneros a raíz del secuestro y asesinato de Aramburu, que Cristianismo y Revolución tampoco obvió. El número 28 trans-cribió, entre otros reportajes a guerrilleros, una larga entrevista a un montonero de identidad reservada, quien alegaba que la ejecución del ex presidente de facto había implicado el “desco-nocimiento absoluto de la justicia del régimen y el comienzo de la instauración del poder popular”.70 Una vez más, por tanto, se escindía la justicia del derecho como procedimiento, y se la aso-ciaba al concepto de pueblo y a la implementación de la violen-cia. Violencia que, además, se desplegaba, en este caso de manera explícita, no contra un estado de cosas sino contra un individuo.

Desde ya, lo obvio: estas impugnaciones al derecho estatal se enmarcaron en las permanentes violaciones al estatus constitucio-nal del ciudadano durante el régimen de facto y, en términos más generales, durante considerables períodos de la historia argenti-na. Violaciones que no sólo se ejercieron con torturas, asesinatos y de sapariciones forzadas,71 sino que en muchos casos se ampa-raron en decretos y leyes instituidas. Ya fue mencionada la ley de Defensa Nacional de inicios del gobierno de Onganía. Podrían agregarse las leyes de represión del comunismo de agosto de 1967 y la de reforma del Código Penal de diciembre de ese año, entre varias más.72 Recuérdese, asimismo, que en junio de 1970 se impu-so la pena de muerte por causas políticas, castigo prohibido por la Constitución nacional.73 Casi al final del período de edición de la revista, en el mismo mes de 1971, se constituyó la Cámara Federal en lo Penal para juzgar exclusivamente delitos de terrorismo y se habilitó la represión militar de la “subversión interna”.74 El ino-cultable asesinato de los 16 guerrilleros de las FAR, el ERP y Mon-toneros en la base Almirante Zar (cercana a la ciudad de Trelew) en 1972, tras un intento de fuga que sólo prosperó para algunos

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de sus jefes, imprimió un nuevo giro a esta línea represiva.75 Sin embargo, lo que interesa remarcar es que antes que demandar la regeneración de las instituciones jurídicas, la publicación, en consonancia con otros actores de la trama contestataria a la Revo-lución Argentina, objetó in toto dichos mecanismos proponiendo una noción de justicia popular alternativa a la justicia procedi-mental. Es decir, un nuevo concepto de justicia ligado al ejercicio de la violencia.

Es indudable, por tanto, que sus sentidos se volvían aún más densos. Los comentarios de Jacques Derrida sobre el trabajo de Walter Benjamin acerca de la violencia son útiles para vislumbrar-lo: mientras el derecho consagra un ordenamiento codificable basado sobre un conjunto de normas y prescripciones, la justicia lo desborda e inaugura una dimensión incalculable. En efecto, el argumento de Benjamin bien podría abonar a dicha distin-ción. Ya no se dedica, como los trabajos de Sorel o de Fanon, a identificar dos tipos de violencia, sino que busca introducir una tercera, y ligarla a las categorías de justicia y de revolución. Desde la perspectiva de Benjamin, esta violencia adquiere un carácter “divino” , no la violencia que funda o conserva derecho. Más allá de otras implicancias, podría pensarse que el autor advierte la intrínseca falta de control y de certidumbre que conlleva para los hombres.76 La superposición entre justicia y violencia propuesta por Cristianismo y Revolución abría, en definitiva, una serie de in-terrogantes relativos al quién, cómo y qué de una justicia siempre excedida en relación con la reglamentación. ¿Quién y cómo de-cidiría la justicia revolucionaria, y según qué tipo de violencias? Por último, ¿cómo se relacionaría con los demás sentidos de la violencia?

la justicia del pueblo

Ya se comentó al inicio del capítulo que a pesar de referir per-manentemente al catolicismo renovador, al peronismo y al mar-xismo, la revista disminuyó de manera gradual las notas sobre el

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mundo cristiano. Ese no fue el único desplazamiento. Mientras los primeros números exhibieron una variedad de formas de protesta (huelgas, movilizaciones, actos, reuniones, etc.), los últimos sim-plificaron los repertorios de acción. Con ello, cambiaron el acen-to otorgado a los diferentes grupos de la trama contestataria a la Revolución Argentina. Si al comienzo se publicaron muchas notas sobre las redes universitarias, los trabajadores, los sindicatos, el pe-ronismo revolucionario y los espacios católicos, las ediciones diri-gidas por Ahumada se concentraron principalmente en las gue-rrillas. Por supuesto, este énfasis no sólo se expresó en términos cuantitativos. El editorial de García Elorrio del número 10 había anticipado lo que vendría, acompañando o impulsando la decisión de muchos jóvenes de fundar e incluirse en espacios armados:

Estos trece años del peronismo en lucha han resultado lo bastante cargados de experiencias, de fracasos y derro-tas, de heroísmo y ejemplos revolucionarios, como para obligar a un serio replanteo de los métodos de lucha, de las exigencias organizativas y del ejercicio de una políti-ca con vocación y estrategia de poder. Todos los cami-nos recorridos por el peronismo vienen a terminar en la afirmación de una sola salida: la revolución popular; de una sola vía: la lucha armada; de una sola respuesta: la violencia revolucionaria. […] La afirmación de la ten-dencia del peronismo revolucionario, del peronismo en lucha, del peronismo en guerra, en definitiva, de todos los peronistas y de todo el peronismo, es la tarea fun-damental de esta hora para integrar la vanguardia. Si alguna responsabilidad acepta esta generación del pero-nismo que vivió con rabia la caída; si alguna responsa-bilidad tienen los que en 1955 fueron, sin saberlo o sin quererlo, aliados de los fusiladores, es la de consolidar la tendencia del peronismo revolucionario. La vanguardia que sea expresión real de las necesidades y aspiraciones del pueblo, la punta de lanza que encabece las luchas de liberación nacional.77

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Para García Elorrio, entonces, el peronismo y su juventud debían decidirse por las armas. El planteo coincidía en buena medida con la posición foquista que su grupo había tomado en la Primera Conferencia de la OLAS, en las actividades organizadas por los movimientos camilistas de la región, y en los encuentros naciona-les del peronismo revolucionario (de hecho, el número 12 publi-có el documento presentado en el plenario de enero de 1969 por la Tendencia Revolucionaria, fracción que defendía, a diferencia del Bloque de Agrupaciones Gremiales y Organizaciones Políti-cas Peronistas, la estrategia foquista).78 Pero también concordaba con la decisión de los fundadores de Montoneros. Más allá de los de sacuerdos, compartían la creencia de que la violencia revolu-cionaria se ligaba principalmente a las armas, a diferencia de la prioridad otorgada a las actividades de superficie y la política de masas de otros actores de la trama contestataria. Cabe advertir, sin embargo, que la publicación no sólo reivindicó la opción mon-tonera por las armas ni la de otros focos peronistas. En general, todos los grupos armados argentinos y latinoamericanos, rurales y urbanos, fueron ocupando el lugar de la violencia revolucionaria, subordinando el resto de las intervenciones.79

Podría incluso decirse que para Cristianismo y Revolución las armas terminaron suturando el sentido de la heterogénea trama contesta-taria desplegada en tiempos de la Revolución Argentina. Ejemplo de esto fue la cobertura del Cordobazo del 29 de mayo de 1969. Como es conocido, el acontecimiento tuvo gran visibilidad y re-percusión: la ciudad de Córdoba entró en un estado de agitación permanente durante dos días, cuando estudiantes y trabajadores ocuparon las principales instituciones del Estado municipal y des-truyeron edificios considerados símbolos del “imperialismo” y del régimen militar. La revuelta se había originado a raíz del asesinato de un trabajador de la fábrica automotriz IKA-Renault a manos de la policía, durante una huelga convocada por las dos centrales sindi-cales de ese entonces, la CGT-Azopardo y la CGTA, que reclamaban mejoras sectoriales y el cese de la represión gubernamental.80 En la edición de la revista posterior al hecho, de sus 49 páginas, sólo el edi-torial lo mencionó. Se refirió a él como un caso más de la represión gubernamental y señaló la necesidad consecuente de las guerrillas:

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La represión indiscriminada en Córdoba mostró, una vez más, que los hechos desmienten a las palabras. […] El “tiempo social” de Onganía se cerró con la vida de los compañeros caídos. Ahora comenzó el tiempo de la represión, de los bandos militares, de las guerrillas populares enfrentando todo el poder, toda la fuerza.81

En la sección “crónica argentina”, que desde el número 14 in-formaba sobre las diferentes protestas de sarrolladas en el país así como la represión del gobierno militar, no se comentaron los sucesos de Córdoba; se aclaró que estos serían tema de la sección “actualidad”, que sin embargo no figura en el ejemplar. Los números siguientes tampoco profundizaron el tema, ni ofrecieron análisis o reseñas al respecto, salvo contadas veces. Lo interesante es que en estos casos el evento fue interpretado como una “violencia popular espontánea” que convenía organi-zar bajo la “lucha armada”: en vez de ser comprendido como un hecho singular que introducía nuevas modalidades de acción, se vio inscrito en un esquema preestablecido, según el cual la guerrilla urbana debía ocupar la voz cantante. En esta línea, el editorial del número 28, escrito por Ahumada en homenaje a García Elorrio, indicó que era necesario organizar a los “mili-tantes espontáneos que pueblan el país” surgidos en “grandes manifestaciones populares” como el Cordobazo, y agregó que el ex director a lo largo de su trayectoria había buscado la “conso-lidación de las organizaciones armadas”. En el mismo número se dieron a conocer, como ya se apuntó, entrevistas anónimas a guerrilleros de las FAR, Montoneros, las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y las FAP. El dirigente de las FAL afirmó en relación con el Cordobazo: “Lo vemos como un hecho funda-mental pero que también demostró que el espontaneísmo no es suficiente. Que se necesita la organización de una vanguardia armada del pueblo”.82

Algunos artícu los y fragmentos, sin embargo, discutieron ese argumento. Una nota del número 24 refirió al carácter irrepetible y único del Cordobazo y aclaró:

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Desde otro plano de la lucha revolucionaria cabe desta-car el afianzamiento de las organizaciones armadas cuya creciente capacidad de acción no puede, sin embargo, debido a sus características específicas, sustituir la acción política y reivindicativa en el seno del pueblo.83

El número 29 publicó, entre otras notas dedicadas a los sindicatos “combativos” y grupos del “peronismo revolucionario” que cues-tionaban la opción exclusiva por el foquismo, una entrevista a un militante del Peronismo de Base cordobés, quien recuperaba el papel de la CGTA y sentenciaba:

El Cordobazo, el Rosariazo y demás movilizaciones po-pulares no son entonces sólo expresión de un esponta-neísmo de las masas sino la respuesta de un llamamiento que recoge la decisión de luchar de todo un pueblo.84

Como ya se indicó, Cristianismo y Revolución manifestó de manera esporádica algunos grises dentro de la perspectiva predominante.

Más allá de estas excepciones, lo cierto es que gradualmente la lectura de la situación política se simplificó y marcó posición en el debate sobre la prioridad de la política de masas o del foco. En el número 27, bajo el título “La violencia del pueblo”, las organi-zaciones ERP, Montoneros, FAL y FAR fueron catalogadas como las “protagonistas más importantes de 1970”.85 Con un espíritu similar, a partir del número 23 se publicaron entrevistas y docu-mentos de las guerrillas del país, peronistas y no peronistas. Como ya se marcó, las muertes de los montoneros Maza, Abal Medina y Ramus fueron presentadas como propias: “Tres hermanos muer-tos”, sentenció el número 25.86 Recuérdese, además, que desde el número 27 apareció una sección que notificaba las acciones ar-madas, “Cronología de la violencia”. El número siguiente explicó: “Los trabajadores ya están hablando un lenguaje distinto, violento y liberador. […] Para ellos su boleta electoral está representada por las armas de los combatientes de los distintos frentes armados. […] De un tiempo a esta parte, el pueblo sabe que ya tiene un representante que lo interpreta”.87 La última edición, la 30, acom-

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pañó la frase “si Evita viviera, sería Montonera” con ilustraciones de FAR, FAP y Montoneros y el epígrafe “el Pueblo los reconoce y entiende que esa juventud audaz los representa”.88 Otras expre-siones habían quedado relegadas; para la revista, los grupos arma-dos representaban mejor que nadie el hastío del pueblo y aquella justicia asociada a la violencia revolucionaria. La opinión emitida varios años después por Ignacio Vélez, distribuidor en Córdoba y uno de los protagonistas de la “rebelión de los enanos”, resulta afín a lo expuesto: “Era una época en [que] pasaban muchísimas cosas pero no las veíamos, obsesivamente dedicados a construir el foco armado. La CGT de los Argentinos y el Cordobazo son un ejemplo”.89 Una vez más: independientemente de la ruptura, una trama de sentido los acercaba.

Ahora bien, es necesario detenerse en un argumento ya mencio-nado. Junto con el protagonismo otorgado a los grupos armados en detrimento de otras formas de acción, algo más había entrado en escena. La difusión del asesinato de Aramburu mostró que la justicia de la violencia revolucionaria podía intentar saldar su ex-ceso mediante la muerte, aunque ya no la “muerte bella” de las huestes propias, sino la de los “enemigos”. Al respecto, el número 25 presentó la entrevista efectuada –aunque no publicada– por la revista Panorama al sacerdote Hernán Benítez, ex confesor de Eva Perón, con motivo del “ajusticiamiento” de Aramburu. Allí aseve-ró: “A quien pretenda justicia, sólo le queda la ley de la selva”.90 El resto de las ediciones reivindicaron el asesinato del ex presidente. El número 28 publicó la declaración del Ejército Nacional Revolu-cionario (ENR) a raíz del “ajusticiamiento” de Vandor cometido en junio de 1969, que advertía que “los traidores del movimiento obrero” serían “los primeros en caer bajo el puño de hierro de la Justicia del Pueblo”, y concluía que “nuestro puño es hoy más fuerte que cuando ajusticiamos a los traidores Augusto Timoteo Vandor y José Alonso. Para los Judas no habrá perdón”.91 El nú-mero 29 publicó el comunicado del PRT-ERP sobre el secuestro de Stanley Sylvester, cónsul inglés y gerente del frigorífico Swift, informando que estaba “a disposición de la justicia popular” y de-nunciando a dicha “empresa imperialista que goza del apoyo de la justicia reaccionaria en sus delitos contra los trabajadores”.92 El

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número 30 notificó el primer “ajusticiamiento” conjunto de FAP, FAR y Montoneros, el del ex jefe de policía y director de cárceles de Córdoba, Julio Ricardo Sanmartino, cometido el 29 de julio de 1971. La acción respondía al intento, finalmente frustrado, de conformar las Organizaciones Armadas Peronistas. El comunica-do señaló: “Sólo la guerra del pueblo salvará al pueblo”.93

Cabe notar que no todos los asesinatos fueron expuestos con un tinte ceremonial. Las secciones “Cronología de la violencia” y “La justicia del pueblo” contaron, además de los “ajusticiamien-tos” mencionados y de otras ejecuciones de integrantes de las fuerzas de seguridad, distintos asaltos y estallidos de bombas con-tra empresas, domicilios privados, patrulleros, establecimientos policiales (o militares) y otras instituciones públicas. Indicaron en algunos de esos casos el saldo de heridos y muertos, y los descri-bieron como consecuencias no buscadas e inevitables de las inter-venciones armadas. Lejos de la mística y el ritual, los enumeraron como resultados, casi banales, del proyecto revolucionario.

Paulatinamente, entonces, se desdibujó la multiplicidad y la diversidad de las formas contestatarias. Para detectar esta ope-ración y sus implicancias resulta sugestiva la siguiente distinción analítica de Hannah Arendt: disímil es una intervención violenta inmediata cuyo fin se proyecta a corto plazo de aquella atravesada por un cálcu lo estratégico que distancia considerablemente los objetivos de los medios. Dado que la acción nunca puede prever sus consecuencias y escapa al control de los actores, a mayor racio-nalización por parte de estos, a mayor distancia establecida entre los medios y los fines propuestos, menor racionalidad tendrá la violencia (ya no para quien la ejerce y racionaliza su acción, sino para el espectador, el historiador o el analista). Indudablemente, las prácticas tematizadas en los distintos números de Cristianismo y Revolución no parecen ubicarse en el mismo sitio del arco que podría trazarse con las figuras arendtianas de la violencia como conceptos límites. Con independencia del carácter espontáneo u organizado del Cordobazo y de otras “puebladas”, no presentaban idéntica planificación instrumental de la violencia que los grupos armados. Tampoco exhibían rasgos muy similares; sin embargo, la revista buscó alinearlos. Es más, derivó de las primeras la nece-

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sidad de los segundos. Así, los justificó e incentivó. Y en definiti-va condensó las ideas de reacción, medio, realización y justicia, previamente analizadas, en un modo de intervención pública que buscaba controlar y calcular la violencia allí donde eran domi-nantes la imprevisibilidad y la indeterminación. No es necesario insistir en la densidad simbólica y las tensiones derivadas de todo ello. Sólo interesa indicar ahora que de esta forma la publicación se decidió por una de las tantas perspectivas y formas de acción de la Argentina de la década de 1960. De hecho, la dinámica del escenario político de comienzos de los años setenta y la creciente gravitación de Montoneros en la política nacional dejarían en evi-dencia que esa elección se estaba popularizando.94

Resta un último señalamiento: la reivindicación de la violencia armada de los últimos números no supuso la aparición de una gra-mática antes inexistente, a saber, la de la guerra. Esa alusión pobló la mayoría de las ediciones de la revista. Valgan algunos ejemplos:

Hay una lucha, una guerra, declarada a nivel mundial. Los enemigos del género humano son los que en Viet-nam asesinan al heroico pueblo que lucha por su libe-ración. Son los mismos que sostienen a los gobiernos gorilas de nuestra América. […] Y los cristianos estamos también metidos en esta guerra sucia y definitiva. En esta última violencia en la que el imperialismo yanqui se jue-ga sus últimas cartas. Los cristianos debemos sentirnos solidarios hasta el fin en esta guerra. Y tenemos que ele-gir el lugar de nuestra lucha. […] Y saber que tenemos enfrente a los enemigos del Amor. […] En esta solidari-dad de la complicidad o de la lucha estamos todos com-prometidos. […] También esto lo aceptó el régimen y por eso estamos en lucha, en guerra, que es la misma guerra en Vietnam, en Tucumán, hasta la Liberación, hasta la Victoria.95

[Sobre el régimen de Onganía] Era necesario volcar también la represión contra la expresión política de la mayoría popular, contra el sector combatiente del

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movimiento de masas. […] Ahora saben, el gobierno y los tránsfugas del Movimiento, que la conciliación es imposible, que tendrán que pelear si quieren imponer sus planes de colonización, explotación, de socupación y miseria. Y el pueblo sabe que tendrá que defenderse y contraatacar si quiere lograr los objetivos de su libera-ción. El peronismo no ha perdido su espíritu combativo, seguirá siendo generoso en el sacrificio como ha sido fiel a su tradición de lucha, pero por sobre todo ha de-mostrado, y podrá comprobarse ahora, su cohesión en los momentos decisivos. El gobierno nos ha declarado la guerra, y se ha cavado la fosa.96

Argentina está virtualmente en pie de guerra. Pero no es, como se pretendió, una guerra civil, sino de descoloniza-ción. Es una lucha contra la violencia institucionalizada por el sistema neocolonial. […] Deben entender quie-nes se apoyan en la fuerza para gobernar que el “caos y la violencia” de que hablan con tanta generosidad de expresión, terminará cuando los trabajadores retornen al poder, en forma total y absoluta.97

Desde el principio, la publicación sostuvo un imaginario bélico. Recurrió a la figura de la guerra y sus símbolos característicos: co-raje, heroísmo, virtud, eficacia, e inscripción de los conflictos en un escenario bipolar y rígido (de hecho, como se mostró, buena parte de estos elementos atravesaron las semblanzas de los mili-tantes asesinados). Esto fue acompañado por el descarte de otros principios como el compromiso, la negociación, el debate y el acuerdo. Sería inexacto, por tanto, sostener que la creciente de-fensa de las guerrillas empapó con un lenguaje bélico el escenario político, evocando la “guerra popular y prolongada” maoísta o la concepción foquista guevarista. Si, desde luego, estas permearon la publicación, los fragmentos patentan que el universo bélico la atravesó más general y tempranamente, con el paralelo descrédito de las instituciones de la democracia liberal como el parlamento, el derecho, el poder judicial, los partidos políticos y las elecciones

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periódicas. Incluso en tiempos en que existían pocas guerrillas en el país y se reivindicaban diferentes tipos de “luchas”, se recreó dicho lenguaje. El editorial del número 4 declaró la “guerra total a la explotación, al imperialismo, al subdesarrollo, a la antipatria de adentro y de afuera”. La nota siguiente evaluó cuál debía ser el papel del peronismo en la Revolución Argentina, impugnando una definición de la política como “esgrima oral, complicada e inútil del parlamentarismo” y comprendiéndola en cambio como “las relaciones, encontradas y violentas de las clases”. Concluyó afirmando que “la violencia oligárquica obligará la respuesta: vio-lencia popular”.98 El número 13 transcribió duras declaraciones de Raimundo Ongaro, secretario general de la CGTA, advirtien-do que “no habrá pacto, no habrá acuerdo”, ni se apoyaría ningu-na salida electoral. Sentenciaba que “ni hemos arriado nuestras banderas, ni la guerra larga está perdida”.99

Podría argumentarse que tales expresiones no eran novedosas. El propio Perón había coqueteado con estos términos, mucho an-tes de otorgar su bendición a Montoneros a comienzos de 1971. Entre otras frases, había aseverado en una carta escrita desde Río de Janeiro en diciembre de 1964 tras su fracaso de retorno al país por intervención del gobierno de Arturo Illia: “Hay que comenzar la guerra integral por todos los medios, en todo lugar y en todo momento”.100 Más lejos todavía, en sus clases de la Escuela Superior Peronista en 1951, había remitido al mundo bélico: “Hay varios tra-bajos míos sobre el conductor, y un librito mío que habla mucho sobre la conducción. Es de carácter militar, pero es aplicable a la política”.101 Por su parte, el intento refundacional de la Revolu-ción Argentina, basado sobre la Doctrina de Seguridad Nacional expuesta en la Ley de Defensa Nacional, también ponía en juego, aunque de diferente forma, algo de todo esto. Como es sabido, con el objeto de eliminar al “enemigo interno”, esa doctrina, impulsada por la política exterior estadounidense durante el período de la Guerra Fría, promovía el involucramiento de las fuerzas armadas en la política. En fin, más extensamente, detrás de los dichos de la revista se levantaba la larga historia argentina, siempre atraída por las fórmulas binarias y por la presencia, de todo tipo y color, del sector castrense a la hora de dirimir los conflictos.102

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Sin embargo, las citas exhibían una vuelta más. Ya no se trataba de la guerra como un recurso de excepción, como una lógica al-ternativa, más o menos afín, más o menos distante, más o menos invasora de la práctica y los espacios políticos. Es decir, como una presencia que negaba o suspendía por un tiempo la política, tal como se afirma en el título del conocido trabajo de Liliana De Riz.103 Antes bien, en los fragmentos citados se pensaba la política con los símbolos bélicos. Se planteaban las solidaridades y con-flictos políticos a partir de sus imágenes. De modo que aunque Cristianismo y Revolución recogió discursos de la época y de otro-ra, no los reprodujo sin ninguna modificación. Erigió a la guerra como el principio de inteligibilidad con el cual ordenar la arena política. En distintos artícu los, reportajes y documentos repitió el llamado a formar un ejército, al enfrentamiento absoluto, a la entrega total y al heroísmo de los militantes. Para terminar de asir los heterogéneos significados de la violencia que la revista de García Elorrio hizo circular, retomando y desplazando tradicio-nes contemporáneas y pretéritas, no habría que obviar las conse-cuencias decisivas de esa reiteración.

Sería un error sostener que la publicación de García Elorrio deter-minó el de sarrollo posterior de Montoneros. Si bien varios lo hicie-ron, no todos sus fundadores e integrantes sostuvieron víncu los con esa experiencia. Asimismo, el derrotero de la Organización fue largo y sinuoso, con considerables transformaciones en rela-ción con la militancia inicial de sus miembros. Por lo demás, y en primer término, constituiría un problema asociar linealmente las palabras a las acciones. Pero nada de esto de sestima el valor de Cristianismo y Revolución como antecedente simbólico de la prensa de la Organización, desde una mirada retrospectiva. No sólo por-que, como se vio, la revista incidió más o menos directamente en la gestación del imaginario de la Organización. También porque, con obvias mutaciones, sus escenas y metáforas serían evocadas en las representaciones sobre la violencia, el peronismo, el enfrenta-miento con otros actores, la justicia y la disciplina desplegadas en las publicaciones montoneras. No casualmente, la Conducción Na-cional, en el marco de un crecimiento cuantitativo y cualitativo que

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dejó atrás las luces del foco para edificar una importante Organi-zación político-militar, intentó reeditarla como su voz oficial.104 Fue la negativa de Ahumada la que llevó a la creación de El Desca-misado, con una tirada ya no de 2000 o 5000 ejemplares, sino que superaba los 100 000 en sus números más vendidos. Sus páginas se preocuparían por definir y disputar, antes que la violencia revolu-cionaria, aquello que los inicios de la década de 1970 y la historia argentina en general no permitían dar por supuesto, ni siquiera con el retorno definitivo del célebre avión negro: el significado de la muy utilizada y multifacética máscara peronista. Y, junto con ella, los posibles orígenes del pueblo.