sin techo ni ley - sandy flitteman lewis

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Sin techo ni ley, por Sandy Flitterman-Lewis. Sin techo ni ley ha sido llamada el Ulises de Agnès Varda, y con razón. La comparación con la decisiva novela épica de James Joyce va más allá de una reconocible similitud entre los dos artistas. Ambos, escritor y directora, ocupan posiciones de vanguardia en la historia de sus respectivos campos, cada uno dando a sus trabajos una vitalidad experimental que afirma la dimensión social del arte. Así como Joyce intenta describir la consciencia humana reelaborando la fundación homérica de la cultura moderna, Varda modela su simple fábula del lugar de una mujer en el complejo e irresponsable mundo de hoy- en el documento seminal del cine modernista, El Ciudadano de Orson Welles. Si contás la historia de El Ciudadano, ha dicho Varda, no hay mucho de historia. Un viejo y rico magnate está muerto. Dijo una palabra que no entendemos. No descubrimos mucho, solo algunas piezas de su vida y finalmente es simplemente un trineo. ¿Esa es la historia? No es mucho. Lo que hace que El Ciudadano sea tan interesante es la manera en que [Welles] nos cuenta sobre el hombre intrigándonos acerca de lo que la gente piensa de él.Y, con la misma perversidad y travesura Varda nos ofrece una total inversión de la obra maestra de Welles en Sin techo ni ley: una joven y pobre vagabunda está muerta. Murió de una manera que no entendemos. No descubrimos mucho, solo algunas piezas de su vida y finalmente es simplemente un ritual pagano del vino. Esta fina armadura de trama, “no mucho” en términos de la clase de acción a la que estamos cada vez más sometidos en el cine, se transforma en una estructura profunda alrededor de la cual Varda pinta un retrato vívido y atrapante de la textura de la vida diaria en la Francia moderna. A través de la gama de personas que la heroína de Varda, Mona, se encuentra en las últimas pocas semanas de vida (gente de todas las clases: desde trabajadores extranjeros a antiguas familias de campesinos; desde mujeres y hombres profesionales a vendedores, trabajadores de la construcción y camioneros; desde jóvenes en camino de empresarios a marginales sociales de tordas las edades), y a través de la variedad de lugares a los que conduce el viaje de Mona (desde las viviendas de inmigrantes árabes a una granja de cabras llevada adelante por jóvenes que dejaron la universidad; desde una mansión abandonada del siglo XVII vuelta lugar de reunión por hippies drogones a una conferencia profesional en un rico hotel suburbano), aprendemos una lección documental sobre la sociedad contemporánea mientras reflexionamos sobre nosotros y las posturas culturales y subjetivas que nos moldean. Pero Varda no se contenta con simplemente presentarnos un mundo digerido. Directamente relacionada con la atención específica al detalle local en cada uno de los encuentros de Mona está la demanda implícita de nuestras opiniones como espectadores. Y, a través de la brillante mezcla de documental y ficción de Varda, nuestros propios pensamientos y sugestiones parecen ser tratados como si nosotros también fuéramos participantes del mundo de Mona. (Esta estrategia de entretejer eventos y lugares realescon ficciones construidas tanto a nivel de personajes como de trama ha sido el trabajo central desde su primer film, La Pointe Courte (1954) que literalmente inauguró la Nueva Ola Francesa antecediendo las obras de Jean-Luc Godard Sin aliento y Los 400 golpes de François Truffaut -ambas de 1959- por varios años.) Cada testigoque recuerda a Mona tiene una historia que contar, pero la línea entre los verdaderos franceses y los actores interpretando personajes es siempre ambigua. Mona misma está basada en una joven vagabunda a quien Varda conoció en la ruta (quien incluso tiene un pequeño rol en la película), mientras muchas de las experiencias de Mona son evidencia de la maestría inventiva de Varda. Aunque Varda es siempre consciente del precario equilibrio entre hecho y ficción en un medio que solo puede existir por virtud de la imaginación del espectador. Desde su voz en off dirigida al espectador (que establece los parámetros para investigar la vida de Mona) a la afirmación de su mano escritora en los créditos al inicio del film (Cinécrit par Agnès Varda), la directora deja claro que mientras que lo que vemos parece realidad, nuestro compromiso con la obra requiere, como en todo trabajo artístico, nuestra capacidad imaginativa y nuestro respeto. Y mientras el largometraje tiene la casual cualidad de película documental de viaje o de un retrato apenas esbozado, nos provee de muchas oportunidades para la reflexión. Por esta razón, en este film complejo, inquietante e inexplicable hay momentos de pura gracia, deslumbrantes e inesperados instantes de lo sublime que hace que Sin techo ni ley, más que una invitación cínica a la automarginación, sea una celebración whitmaniana de lo humano.

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Sin Techo Ni Ley - Sandy Flitteman Lewis

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Sin techo ni ley, por Sandy Flitterman-Lewis.

Sin techo ni ley ha sido llamada el Ulises de Agnès Varda, y con razón. La comparación con la decisiva novela épica de James

Joyce va más allá de una reconocible similitud entre los dos artistas. Ambos, escritor y directora, ocupan posiciones de vanguardia

en la historia de sus respectivos campos, cada uno dando a sus trabajos una vitalidad experimental que afirma la dimensión social

del arte. Así como Joyce intenta describir la consciencia humana reelaborando la fundación homérica de la cultura moderna, Varda

modela su simple fábula –del lugar de una mujer en el complejo e irresponsable mundo de hoy- en el documento seminal del cine

modernista, El Ciudadano de Orson Welles.

“Si contás la historia de El Ciudadano”, ha dicho Varda, “no hay mucho de historia. Un viejo y rico magnate está muerto. Dijo una

palabra que no entendemos. No descubrimos mucho, solo algunas piezas de su vida y finalmente es simplemente un trineo. ¿Esa

es la historia? No es mucho. Lo que hace que El Ciudadano sea tan interesante es la manera en que [Welles] nos cuenta sobre el

hombre –intrigándonos acerca de lo que la gente piensa de él.” Y, con la misma perversidad y travesura Varda nos ofrece una total

inversión de la obra maestra de Welles en Sin techo ni ley: una joven y pobre vagabunda está muerta. Murió de una manera que no

entendemos. No descubrimos mucho, solo algunas piezas de su vida y finalmente es simplemente un ritual pagano del vino.

Esta fina armadura de trama, “no mucho” en términos de la clase de acción a la que estamos cada vez más sometidos en el cine,

se transforma en una estructura profunda alrededor de la cual Varda pinta un retrato vívido y atrapante de la textura de la vida

diaria en la Francia moderna. A través de la gama de personas que la heroína de Varda, Mona, se encuentra en las últimas pocas

semanas de vida (gente de todas las clases: desde trabajadores extranjeros a antiguas familias de campesinos; desde mujeres y

hombres profesionales a vendedores, trabajadores de la construcción y camioneros; desde jóvenes en camino de empresarios a

marginales sociales de tordas las edades), y a través de la variedad de lugares a los que conduce el viaje de Mona (desde las

viviendas de inmigrantes árabes a una granja de cabras llevada adelante por jóvenes que dejaron la universidad; desde una

mansión abandonada del siglo XVII vuelta lugar de reunión por hippies drogones a una conferencia profesional en un rico hotel

suburbano), aprendemos una lección documental sobre la sociedad contemporánea mientras reflexionamos sobre nosotros y las

posturas culturales y subjetivas que nos moldean.

Pero Varda no se contenta con simplemente presentarnos un mundo digerido. Directamente relacionada con la atención específica

al detalle local en cada uno de los encuentros de Mona está la demanda implícita de nuestras opiniones como espectadores. Y, a

través de la brillante mezcla de documental y ficción de Varda, nuestros propios pensamientos y sugestiones parecen ser tratados

como si nosotros también fuéramos participantes del mundo de Mona. (Esta estrategia de entretejer eventos y lugares “reales” con

ficciones construidas tanto a nivel de personajes como de trama ha sido el trabajo central desde su primer film, La Pointe Courte

(1954) que literalmente inauguró la Nueva Ola Francesa antecediendo las obras de Jean-Luc Godard Sin aliento y Los 400 golpes

de François Truffaut -ambas de 1959- por varios años.) Cada “testigo” que recuerda a Mona tiene una historia que contar, pero la

línea entre los verdaderos franceses y los actores interpretando personajes es siempre ambigua. Mona misma está basada en una

joven vagabunda a quien Varda conoció en la ruta (quien incluso tiene un pequeño rol en la película), mientras muchas de las

experiencias de Mona son evidencia de la maestría inventiva de Varda. Aunque Varda es siempre consciente del precario equilibrio

entre hecho y ficción en un medio que solo puede existir por virtud de la imaginación del espectador. Desde su voz en off dirigida al

espectador (que establece los parámetros para investigar la vida de Mona) a la afirmación de su mano escritora en los créditos al

inicio del film (Cinécrit par Agnès Varda), la directora deja claro que mientras que lo que vemos parece realidad, nuestro

compromiso con la obra requiere, como en todo trabajo artístico, nuestra capacidad imaginativa y nuestro respeto. Y mientras el

largometraje tiene la casual cualidad de película documental de viaje o de un retrato apenas esbozado, nos provee de muchas

oportunidades para la reflexión. Por esta razón, en este film complejo, inquietante e inexplicable hay momentos de pura gracia,

deslumbrantes e inesperados instantes de lo sublime que hace que Sin techo ni ley, más que una invitación cínica a la

automarginación, sea una celebración whitmaniana de lo humano.