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Chet Baker, his music and his life

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MU14

U na vida de cine, mas cine negro. La policía no había encontrado indicios de crimen. El suicidio era

una posibilidad. La caída también. Las personas más próximas a Chet Baker en sus últimos días daban su opinión sobre las hipótesis de la muerte: “Puede que olvidara sus llaves y quisiera entrar por la ventana, fue un accidente”. “Había muerto voluntariamente. Fue el último gesto romántico de alguien que en vida se había comportado como diabólica-mente humano”. “No fue un suicidio, fue una mala jugada..., Chet se merece una investigación”. “La gente siempre está dramatizando a Chet. Tenía manos fuer-tes, hombros fuertes, era capaz de defen-derse incluso drogado”... “Qué pena, bua, bua, bua. Ese tipo le ganó la baza al diablo durante veinte años. Tendría que haber muerto de sobredosis, alguien tenía que haberle pegado un tiro, debe-ría de haberse matado en coche”. Áms-terdam, madrugada del 13 de mayo de 1988, su cuerpo yace en la acera.

En 1940, Chettie (su apodo cuando niño) y su madre (Vera) emprenden un viaje de 2.300 kilómetros desde las pra-deras de Oklahoma hasta California para encontrarse con su padre. El autobús se dirigía al Oeste por la Ruta 66. El nuevo hogar familiar se alzaba en un tranqui-lo barrio residencial rodeado de colinas. Chetti empezó a ir al colegio y a demos-trar su destreza musical. Mientras Doris Day prepara su colada en una lavadora de última generación, Charlie ‘Bird’ Par-ker, con una salud ya muy deteriorada, ríe por última vez delante de un televisor

ante un ridículo show televisivo. Esta-mos en los años 50. Frente a frente las dos Américas: la exportable way of life de sofisticados electrodomésticos y el anta-gonismo negro e incómodo que inspira y enferma a la vez a un arte imperdurable. Jazz y literatura malditos, el bebop y los beatniks. Chet Baker empieza su carre-ra en Los Angeles junto a Charlie Parker. Jazz del Este y jazz del Oeste, “los negros grandotes contra los blancos pequeñitos”. En uno de sus habituales desplantes a Dizzy Gillespie, debidos a su adicción a la heroína, Parker tuvo que hacerse acom-pañar de un joven trompetista de frágil belleza masculina, en la línea de James Dean.

Moderno y enrollado: coolEran los tiempos felices del elegante y sofisticado cool jazz (“no es ninguna alternativa, sino el mismo rollo de siem-pre, otro saqueo a la cultura negra”, dijo Miles Davis de un estilo que él fundó en The Birth of the cool, entre 1948-50) cuando Marilyn Monroe y Robert Mit-chum acudían a ver en Los Angeles a Chet Baker tocando con Gerry Mulligan. Ambos se soportaron lo justo para pasar a la historia con el disco Gerry Mulligan Quartet. Gracias a los estudiados arre-glos de Mulligan, en apenas tres minutos llenos de frescura se condensaba refina-ción tímbrica, un bien trenzado contra-punto melódico de saxo y trompeta y una eficiente (Bob Whitlock) y mestiza (Chico Hamilton) sección rítmica sin piano. Bernie`s Tune, Walking shoes, Frenesi, Tea for two o Freeway sobresalen en el repertorio. Con esta grabación echaba a andar el sello discográfico Pacific Jazz, el más representativo de un estilo al que el trompetista-estrella también pondría voz

e iconografía. El célebre fotógrafo William Claxton lo inmortalizó en la cumbre de su fama, en 1954. Su foto en la cubier-ta del álbum Chet Baker sings supuso un asombroso éxito de ventas: las jovencitas lo compraban por la portada.

Por si fuera poca la popularidad que alcanzó en los tabloides de la época, de Este a Oeste, Baker también aparecía como mejor trompetista en las listas con-feccionadas por la revista Down Beat por delante de Dizzy Gillespie, Clifford Brown e incluso Miles Davis (que nunca le perdonó ser la cara bonita del cool jazz y que le compararan con él por la sua-vidad del sonido: “tocaba incluso peor que yo cuando yo era un yonqui espan-toso”). El jazz de Nueva York, el que salía del Birdland, no respetaba a estos chicos sofisticados del cool, tan blancos y tan blandos (Horace Silver, miembro del grupo de Miles a principios de los 50 dejó dicho: “No soporto a ese jazz mari-cón, a ese jazz sin... sin agallas. Y lo que más me desanima es que ese jazz mari-

cón está teniendo más popularidad que el jazz con verdadera alma”). La Costa Oeste era vista “como un símbolo de opu-lencia blanco, desprovisto de lucha y de dolor”. Nunca le perdonaron haber llega-do a lo más alto y jamás se sintió relaja-do en el escenario: “vienen a ver si toco algo vulgar o la pifio”. El sol de California no tenía cabida en el Birdland.

El fin de la edad dorada y el principio del túnel

Pese a las advertencias de ‘Bird’, su protegido cayó en la heroína. A Chet le encantaba la sensación que le producía el caballo. Nunca nada ni nadie, inclui-

da la música, le dio una sensación de placer semejante. En 1959 compartía jeringuilla con el también trompetista Lee Morgan, aunque no se llevaban bien. “Si le dabas la espalda a aquel tipo un segundo, se chutaba toda la mercancía”, se quejaba Baker. Tras ser detenido en varias ocasiones en esquinas de Harlem donde a menudo esperaba a su came-llo (un blanco en semejante entorno no pasaba desapercibido), ingresa en prisión por primera vez acusado de tráfico de drogas. En Rikers Island, en el East River de Manhattan, había tipos duros. Baker, con su aspecto de niño bonito blanco, era una presa fácil para los booty bandits, homosexuales violentos que violaban a los presos más débiles. Buscó protección compartiendo la celda con un negro del que diría, ya en libertad, “ese tipo me quería, me quería de verdad”. Mucho más poético fue su paso, en 1961, por la cárcel de Lucca, en Italia, donde era todo un ídolo: las drogas, por desconoci-das, tenían glamour. Baker representaba lo que Fellini en la Dolce Vita veía como un frenesí dantesco de decadencia moral y espiritual. Por las calles empedradas de Lucca, ciudad medieval de la Toscana, se decía que una bella melodía salía de las paredes de la cárcel y recorría las calles del pueblo enamorando a las parejas. Un canto de sirenas.

En 1965 le ofrecen realizar un disco homenaje a Billie Holiday, fallecida en 1959. El resultado sería Baker`s Holi-day (Emarcy). Decía de la cantante que le encantaba porque “nunca levantaba la voz”. Baker se acercó al mundo de Holi-day desde un delicado lirismo impregna-do de blues, pausando cada una de las palabras y alargando las líneas meló-dicas. Menos famoso que el disco Chet Baker Sings, por cuya portada suspira-ban las jovencitas diez años antes, esta grabación nos muestra al mejor Baker cantante (emulando la línea crooner de Sinatra o Mel Tormé) y tocando el fliscor-no en toda la sesión (vendió su trompeta días antes...). Una producción detallista para conjunto de metales y con músi-cos de la talla de Hank Jones al piano. El resto de esa década está condicionada por la agresión que sufrió en Nueva York en 1966 por asuntos de drogas. Este “ajuste de cuentas” le produce daños irreparables en las encías. Baker se ve obligado a partir de cero en la trompeta y en la voz. Son años en blanco en los que se anuncia una reaparición tras otra. Sus esfuerzos se ven recompensados técnica-mente, pero su inseguridad no ha des-

La melodía es sueño| MúSICA | Chet Baker

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La melodía es sueño Se cumplen 18 años de la presentación en Nueva York de la película documental Let`s get lost sobre la vida de Chet Baker. Esta obra, dirigida por Bruce Weber, penetra en la crónica negra de una de las personalidades malditas del jazz. Fue la cara bonita del moviendo cool en los años 50, lo vieron como el rival de Miles Davis y su tormentosa vida sentimental dejó tantas víctimas a su paso como la droga. El festival internacional de cine documental musical In-Edit de Barcelo-na recuperó en su reciente edición esta cinta de culto sobre el genio enfermizo y seductor de Chet Baker

| MúSICA |

aparecido sobre el escenario. Su vuelta causa expectación en el ambiente musi-cal estadounidense, también asociada a su trayectoria morbosa: la hipocresía que siempre denunció. Pero para entonces, el jazz y la sociedad americanas han cam-biado: son los tiempos del amor libre y del jazz eléctrico; Baker y sus canciones románticas son un fenómeno chapado a la antigua. En 1977 graba The best thing for you, fue su última oportunidad en el mercado estadounidense. A gran nivel, en este trabajo vuelve a demostrar sus facul-tades innatas y una versatilidad que en el largo tema El Morro lo acerca al desa-rrollo de jazz fusión de Miles Davis. El esfuerzo de la compañía Verve se traduce en una producción de estudio dividida en dos partes (You can`t go home / The best thing for you), que cuenta con grandes músicos: John Scofield, Tony Williams, Kenny Barron, Ron Carter y un enfermo Paul Desmond. Inolvidable versión de If you could see me now. La peligrosa vida que llevaba en Nueva York provocaría, poco tiempo después, su expulsión de los Estados Unidos.

El refugio europeoRenegando de su patria hasta sus últi-mos días, vuelve a Europa, donde su mala fama y las falsificaciones de recetas le obligan a errar de país en país (tuvo que abandonar Alemania, Inglaterra y Francia) hasta llegar a Holanda, el paraí-so: “un país que vive 24 horas de fiesta, 365 días al año”: su exilio de drogadicción favorito. El sonido de su trompeta, inde-ciso entre el lirismo frágil y la melancolía opresiva, se había hecho más conciso y penetrante, produciendo una atmósfe-ra envolvente y conmovedora. La voz ya era un susurro desdentado plagado de

sibilantes. Pese a sus carencias técnicas y a unas arrugas que dibujaban surcos profundos en su rostro, el Chet Baker de los ochenta aún poseía esa complicidad que hipnotizaba al culto público euro-peo. Entre 1983 y 1988 (los últimos años de su vida), de la mano del pragmático y eficaz manager holandés Wim Wigt, la vida de Chet Baker se había converti-do en “una borrosa sucesión de viajes en avión y coche, actuaciones y sesiones de grabación”.

Entre sus abundantes producciones de esta época destaca As Time goes by (Timeles Records), título grabado en 1986 en Holanda y comercializado en 1990. En él, Baker se encuentra de nuevo con el exquisito pianista Harold Danko, un fiel aliado ya en los setenta. As time goes by (Casablanca), Round Midnight, You`d be so nice to come home to, When she smiles o I am a fool to want you completan un disco refinado e íntimo, de una implica-ción emocional directa. La quintaesencia del último-gran Chet Baker queda aquí inmortalizada en un repertorio perfecta-mente escogido para las cualidades del músico. Fragilidad que hipnotiza, roman-ticismo teñido de melancolía y noctur-nidad, la grabación no estuvo carente de problemas asociados con su preca-ria salud, aunque se pudo terminar con el esfuerzo de todos. En esta época se graba el documental sobre su vida Let`s get lost, dirigido por el morboso admira-dor Bruce Weber. En él, previo pago de un dinero al que Baker le dio el debido uso, no se escatimaban detalles de su caos vital. La música, no así la voz, que-daron en segundo plano en una cinta que fue nominada al oscar en 1989 y que llegó a Cannes rodeada de una expecta-ción a la altura de la sombra que Chet Baker arrastraba tras él.

Un don desaprovechadoFue un músico sin iniciativas. Nunca tomó las riendas ni de su obra grabada ni la de los proyectos que le salían. Su carrera siempre fue a la deriva. Hubo un momento, no muy tardío, en que tuvo claro que la música sólo le servía para pagar su adicción. Si Chet tenía “la cons-titución de un toro”, dijo de él una de sus parejas en una ocasión, otros no tuvie-ron tanta suerte. La lista de personajes caídos en la droga a su paso es impre-sionante: Dick Twardzik (lamentó mucho la pérdida de este joven genio del piano que le acompañaba a mediados de los 50), Phil Urso, Tadd Dameron, Bob Whi-tlock, Jacques y Micheline Pelzer... Pese a esa estela letal, una vez salvó al des-agradecido Stan Getz (otro músico desta-cado de la era cool) de un viaje de heroína sin retorno, al irrumpir en un cuarto de baño mientras el saxofonista sufría una sobredosis. Dos décadas más tarde, ya en los ochenta, durante una gira forzada más por el interés de reunirlos de nuevo frente al público que por las ganas de coincidir ambos en un escenario, Stan Getz (limpio de toda adicción) abandonó a Baker en un aeropuerto diciendo: “no quiero saber nada de este yonqui ni de lo que lleva en su maleta”.

Su delicada música salía de una per-sona insegura y sin apetitos intelectua-les. Condicionado por la fuerte figura de su madre, posiblemente alimentada por un complejo de Edipo desde su infancia, sus tormentosas relaciones con las muje-res se basaban en conseguir la protec-ción que reclama un ser desvalido y de rostro angelical bajo el que se escondía una persona despiadada y manipulado-ra. Dos de sus relaciones sentimentales más relevantes se enfrentan en la memo-ria del músico. Baker se desentendió de su mujer y madre de sus dos hijos, Carol Jackson. Las intenciones de ésta siempre estuvieron más pendientes de la recaudación de derechos que de la per-sona. En cambio, Ruth Jackson, una de sus amantes más duraderas, aporta en sus testimonios veracidad en la balanza entre la miseria y el poder de fascinación del personaje.

Cercana ya su muerte, la carrera de Baker trascurre en Europa, el últi-mo reducto en el que aún se reconocía su arte. Y por su puesto en Italia, donde era idolatrado desde los primeros años 60 y adónde volvería una y otra vez. Allí se encontraría con un pianista que ya le acompañaba a finales de los setenta. Ele-gante y sofisticado, hábil en los tiempos

lentos y en la lectura melódica que Baker requería, Enrico Pieranunzi, en la mejor escuela de Bill Evans, graba con el trom-petista varios discos. En 1987, en Roma, el líder de Silence (Soul Note) es Charlie Haden, un título recurrente del contra-bajista. Este cuarteto de auténtico lujo se completó con Billy Higgins en la bate-ría. A Baker no le gustaba acompañarse de percusión en esta época, decía que él tenía el ritmo en su cabeza, que para qué necesitaba una batería; “además, maldi-ta sea, hacen mucho ruido”. El toque de Higgins, preciso y esquemático y a la vez de un swing aterciopelado y cadencioso, se amoldó a las mermadas capacidades de Baker. En la elección de estándares no falta Round Midnight (muy versionado por él en esa época) y su canción preferi-da, My Funny Valentine.

1988. La sensual laxitud de su sonido apenas es ya un triste susurro. El genio se apaga. My foolish things y sobre todo My funny Valentine fueron las cancio-nes que definieron la poética grotesca, la bohemia enfermiza del “Rimbaud del jazz”. Talento, seducción, admiración..., el mito se nutre de su cara opuesta, la decadencia sin fondo. Las miserias, que fueron muchas, tan sólo se ven supera-das por sus esporádicas virtudes, princi-pal y puntualmente musicales. Durante dos días se desconoce su paradero. Su cuerpo yace en la acera. La ventana de su hotel queda justo encima. La melodía se desvanece en la noche.

Testimonios extraídos de Deep in a dream. La larga noche de Chet Baker. James Gavin. Reservoir Books/Monda-dori 2004.

Jesús Gonzalo