senora de la fuente - luis arturo ramos

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    La novela corta. Una biblioteca virtual

    www.lanovelacorta.com

    colecc inNovelas en Campo Abierto

    Mxico: 1922-2000

    coordinac in y ed ic in

    Gustavo Jimnez Aguirrey Gabriel M. Enrquez Hernndez

    La Seora de la Fuente

    Luis Arturo Ramos

    D. R. 2012, Universidad Nacional Autnoma de MxicoCiudad Universitaria, Del. CoyoacnC. P. 04510, Mxico, D. F.Instituto de Investigaciones FilolgicasCircuito Mario de la Cueva, s. n.

    www.lologicas.unam.mx

    D. R. 2012, Fondo Nacional para la Cultura y las ArtesRepblica de Argentina 12, Col. CentroC. P. 06500, Mxico, D. F.

    Diseo de la coleccin: Patricia LunaIlustracin de portada: D. R. Abraham Bonilla

    ESN: 3930412102925706379

    Se permite descargar e imprimir esta obra sin nes de lucro.Hecho en Mxico.

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    ndice

    I. Aunque pocos lo hacen... 5

    II. Esa madrugada no la despertaron... 25

    III. Ni gatos ni zanates... 45

    IV. Ni el agua, ni los zanates... 67

    V. La ceremonia siempre tena... 89

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    I

    Aunque pocos lo hacen, a ella le gustara que to-dos la llamaran as. El nombre la protege con unasensacin de ortaleza que le dura todo el da.Apenas la oscuridad desdibuja las azoteas de los

    edicios cercanos, se desliza por la estrecha aber-tura que da acceso al compartimiento que res-guarda la bomba de agua que garantiza la vidade la uente. Ah, arrullada por su incesante ron-roneo, se acurruca y aquieta para que sueos y

    recuerdos se agolpen en un montn tan apretadocomo las sombras que manchan la ciudad entera.

    Y en las cada vez ms recuentes ocasionesen que los avejentados gargajeos de la bombala devuelven a la vigilia, se re a solas con la cer-

    teza de que de ella depende segar el petulantechorro de agua que escurre por el cuerpo de lamadona de piedra, luego de horadar el espaciopor brevsimos segundos. Empotrada en el ce-

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    mento, tan cerca de su cuerpo que suele asti-diarle la espalda en la agitacin de los sueos,

    brota la manivela que estrangula el lquido en al-gn sitio de las remotas gargantas de la tubera.Muchas veces ha observado a los trabajadoresde Parques y Jardines rerenar el chorro para ali-viar las paredes de la uente del verdn que em-

    bija la piedra. Pero aunque sabe cmo hacerlo,se reprime a tiempo y aguarda humilde a quelos huecos carraspeos de cobre limpien de femaslas mltiples vueltas en los entresijos de la uente.

    La certidumbre y magnitud de ese poder no

    utilizado la tienta con la posibilidad de rebau-tizarse como la Seora del Agua; mas tambinsuele contenerse a tiempo porque acepta que esenombre sonara todava ms pretencioso que elanterior, adems de extremadamente blasemo.

    Slo Mara, la virgen nia, merece tal apelativo:se lo ha ganado tras milenios de lgrimas que llo-ran al hijo, primero martirizado y luego muertoa golpes de martillo y clavo. Aunque tal vez, y

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    concediendo mucho, lo merezca tambin su con-traparte: la bestia que asesinara a sus propios

    hijos y que en espera de la sentencia denitiva,entretiene su culpa con la encomienda de lavarropa ajena en todos los manantiales del mundo.Ella misma convertida en uente inagotable deun agua pervertida por la sal de su pecado.

    Fueron los empleados de Parques y Jardinesquienes le pusieron nombre al permitirle vivirdonde lo hace. La dejan dormir ah con la con-dicin de que todos lo ignoren. Pero los secretosson ms diciles de guardar que el pan que le

    roban de su guarida. Y ambas cosas las com-prueba a diario luego de su laborioso recorridopor los vericuetos de la ciudad.

    Ah va la vieja de la uente le gritan sinpudor viejas ms viejas que ella misma.

    Pide pan y no le dan rematan los mu-chachos en otro tono.

    Y ella se incomoda porque todos deberansaber que al menos una de tales armaciones es

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    mentira. Jams ha pedido nada. Para eso recorrelas calles y levanta las cosas que vender o canjea-

    r por otras ms tiles o simplemente ms hermo-sas. Y aunque lo ha recibido, no le gusta aceptardinero. Pero el tiempo pasa tan rpido que conslo cruzar una calle ya se ha convertido en otro.Y la evidencia del cambio queda demostrada con

    el hecho de que cada vez existen menos cosas quepuedan cambiarse por otras. Ahora todo hayque comprarlo con dinero, tal es el abusivo ar-gumento de la Seora de la Escalera, que no pier-de ocasin para invitarla a vivir con ella.

    No podr guardarle el lugar por muchotiempo la amenaza y con razn. El sitio esel ms indicado para vivir de las monedas quecaen por s solas sin necesidad de andar vaga-bundeando y a riesgo de que cualquier perdula-

    rio la oenda o le haga dao. Pero la Seora de laFuente no sabe vivir as, y preere subir y bajarlas calles, meterse en los callejones, explorar loszaguanes, convencer a sus clientes, platicar con

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    sus allegados y, por la tarde, bajar la cuesta a lahora en que los zanates doblan la curva del cielo

    para irse a dormir en las arboledas del parque.Todas las maanas, el aspaviento de los za-

    nates que afojan las plumas en los charcos de lauente (aunque la gente arme lo contrario, sonms limpios que los gatos y duermen menos que

    los sacristanes de Catedral) la despierta a tiempopara rerse de los deportistas que apresuran elpaso con el n de modelar con el loso cuchillode la luz naciente, cuerpos que ya nunca volverna ser jvenes. Y mientras reblandece las legaas

    en el agua helada y combate el spero sabor desueos tan caprichosos como voltiles, rememo-ra la tibia charla que sostuvo antes de dormirsecon el avejentado motor de la bomba. Ese car-comido pero an potente corazn que mantie-

    ne viva a la mujer de piedra, a la uente con susvenas de agua y a todos sus habitantes.

    Entonces le da por cantar melodas que lebrotan con una espontaneidad similar a los lim-

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    pios resoplidos de los zanates. Y el cristaleo deljoven sol sobre la piel del agua, le permite acor-

    darse de Mara, descolorida y llorosa en aqueltemplo hmedo y oscuro. Y para consolarladesde lejos, levanta la cara al cielo y recuperanavidades tan remotas que una memoria cadavez ms descuidada hace que las conunda con

    la original. Y primero mira las pastoras y luegoa ella misma llevando en su costal regalos pepe-nados en sus correras. Siempre prxima al pe-sebre, pero nunca tanto como para ver la caradel nio o la sonrisa de la madre en ese portal

    que, aunque de paja, se parece tanto al suyo.Y la vaca muge su tibio aliento con un ronroneode gato parecido al de la bomba que le calientalos pies y le platica en sueos. Y en stos, o talvez en sus memorias (no consigue precisarlo),

    atuas campesinas y malolientes pastores le im-piden el paso. Y ella se enada, insulta, y paraconsolarse un poco, canta ya muy prxima ala vigilia aquello de que la virgen lavaba y san

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    Jos tenda los paales de un nio nunca vistoms que en los retratos de la Catedral. Enton-

    ces resbala el enado y se pone triste y buscaropa ajena para lavar y termina llorando comola mujer que mat a sus hijos, mientras los za-nates se burlan de ella y la salpican con gotasde agua ms ra que sus lgrimas, hasta que los

    primeros autos pasan a la carrera y ahuyentana los maleducados; pero manchan a cambio laluz que por unos instantes haba cristalizado ennaranja sobre el pavimento.

    Es cuando la Seora alza los ojos y contem-

    pla un ltimo baldazo de luz sobre la cabeza dela mujer que corona la uente, mientras levantaa un niito regordete y pataleante hasta dondesus rmes brazos se lo permiten. Y no atina acomprender si el muchachito trata de escapar

    volando, o si la mujer de piedra y corazn delata, lo muestra a todo el mundo, elevndolopor encima de su cabeza como si uera un sol deorgullo que le hubiera amanecido adentro.

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    La Seora de la Fuente sabe que el sol se haconvertido en agua para resbalar por las ormas

    de aquella madre que con ser de piedra pari unhijo con sangre verdadera y (se lo ha contado lavoz que se oculta en la bomba), en ocasiones, llo-ra como la otra, la perversa que se bautiz a smisma por tanto llorar y lamentarse por lo que

    ya no tiene remedio. Por algo ha sido sta la queel municipio puso aqu, para reugio, consuelo ydescanso de los necesitados. Incluidos los traba-jadores de la limpia que acostumbran devorar susalmuerzos apoyados en los pretiles de la uente;

    o los noctmbulos, que orinan contra el agua encompetencias que slo los hombres disrutan; yhasta ella misma, que desde hace tantos aos queno atina a enumerarlos, acurruca su cuerpo y suspertenencias en el boquete que protege a la bom-

    ba que propulsa el agua como si uera un coraznenorme que latiera para muchas personas.

    Almidonada por la suciedad y el trajn de losaos, la Seora de la Fuente hace mucho que

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    dej de ser nia, tanto, que en ocasiones duda dehaberlo sido alguna vez. Est convencida de que

    existen seres que aparecieron tan sbitamentecomo el musgo en los bordes de la piedra y quesu caso es uno de ellos. Por eso no se oende conlos gritos de los muchachos y malabarea con suspalabras para devolvrselas hechas rima.

    La vieja de la uente le gritan.La sopa est caliente contesta.La loca del portal.Envuelta en un tamal.Recoge la basura.

    Como si ueran criaturas.Y siempre es aqu donde la rima se vuelve

    lgrima. Los muchachos lo saben pero a ellase le olvida, y cuando lo recuerda ya es dema-siado tarde y llora sin saber la razn. Sin em-

    bargo, se cuida muy bien de proteger su caracon las trenzas mochas porque sabe que espeligroso. Podran conundirla con la bestiaque llora porque mat a sus hijos.

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    Por eso, cuando el juego se esquina en ese va-co que de pronto le sube desde la barriga, rea-

    comoda en el hombro el costal, apoya su propiopeso en el bastn de guayabo para que nadie seentrometa con una pobre vieja que apenas pue-de caminar, y reanuda un itinerario que siemprese vuelve distinto gracias a su mala memoria y

    a lo que se encuentra por el camino.Quien vive con la vista en el piso aprende

    a descubrir un paisaje tan voluble y caprichosocomo el que ocurre en el cielo. El curso y dibujode las nubes, la anticipacin de las tormentas,

    la amenaza de nieblas repentinas pueden desci-rarse en el mltiple alabeto de la calle. A laSeora de la Fuente le basta con estudiar la con-dicin del polvo en las orillas de la acera paradecidir si resulta sensato continuar su camino o

    atenerse al amparo de la mujer de piedra. Ha to-mado precauciones certeras contra la sinrazndel tiempo, cuando los meteorlogos de la radioestejan domingos soleados.

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    La vida le ha enseado que la sabidura noconsiste en saber buscar sino en recoger lo que se

    encuentra al paso. La convivencia con la gente dela calle le ha indicado que no le pertenece nadaque no aparezca en su camino. Por eso levantalo que descubre a sus pies con la nica condicinde que tenga orma, peso y sea capaz de contener

    o transportar algo. No necesita ms justicacin.Reconoce que lo prescindible y aun despreciablepara unos, representa un tesoro para otros. Sinembargo, algunos hallazgos valen por s mismos:el pan, por ejemplo, o las golosinas, las rutas ca-

    das de la canasta del mandado. Otras, las vasijas,ahora casi todas de plstico, los juguetes (coche-citos sin ruedas y muecas sin brazos: jams seatrevera a levantar una sin cabeza. Sabe que traenmala suerte) suelen cambiarse y hasta venderse a

    buen precio a los borrachos (siempre y cuandolos sorprenda en la etapa del arrepentimiento) y alas otras mujeres que viven de la calle. Pero el pannunca lo cambia. Lo conserva para compartirlo

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    con los zanates, con los perros sin collar o conotros ms necesitados que ella, nios, por ejem-

    plo. A veces, especialmente cuando llueve, suelehospedarlos en su cuartito, uno o dos a la vez,ms no cabran. Y cuando los siente tan cercade s que hasta pareciera que le hubieran salido deadentro, duerme ms a gusto, metidos todos en

    ese agujero hmedo que poco a poco se entibiacon el olor penetrante de los cuerpos y el calorci-to que trasuda el corazn de la seora de piedra.Entonces todos juntos suean que duermen enun pesebre y que una vaca gorda y pasmada les

    echa encima su aliento pastoso y caliente.Al otro da remoja a sus huspedes en el agua

    helada. Les quita las costras de mugre, les tallade los dientes la ptina verdosa como ha visto alos de Parques y Jardines hacerlo con las pare-

    des de la uente, y luego, ya limpiecitos, les metepedazos de pan en la boca como si ueran picho-nes. Entonces se siente eliz: rodeada de zana-tes y escuincles olorosos que se dejan querer con

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    la boca abierta. Pero se marchan muy pronto yhasta hubo uno que regres acompaado para

    sacarla de su casa. Es entonces cuando toma lapalabra el garrote de palo de guayaba que le rega-l la Muda. Ella le ense a blandirlo con eca-cia y puntera. De canto cuando el enemigo estlejos, propinando mandobles volados al cuello

    y a la cabeza; de punta cuando se acerca: pican-do uerte para ensartar o sacarle el aire al agre-sor. Y para medir el aprendizaje, ueron las dosmuy decididas a probarlo contra los borrachosdel callejn. No hubo necesidad. Los ebrios re-

    renaron sus impulsos cuando las vieron entrar ala callejuela apestosa a orines recalentados, dis-puestas a responder con algo ms que insultos asus insinuaciones y manoseos a distancia.

    Su mayor problema es que suele conundir el

    placer con el negocio con tanta recuencia, que susinadecuados hbitos se han convertido en temade conversacin entre sus amistades. No duda endetenerse a observar lo inslito o a malgastar lo

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    poco que tiene con animales o personas. Cons-ciente de sus manas, la Seora de la Fuente pro-

    cura dejar para el nal la pltica con los amigos yel recuento del ruto de su trabajo. Sin embargo,de un tiempo a la echa, el espectro de la mujerque asesin a sus hijos regresa en los momentosms inesperados, a distintas horas y oculta tras

    los disraces ms inverosmiles. Pero la Seorade la Fuente tiene tanta experiencia como aosy no se impresiona con su alsa amabilidad ni seconunde con sus huidizas respuestas. Sin impor-tar la acha con que se la encuentre, termina por

    identicarla como la bestia que mat a sus hijos;aunque siempre a destiempo para reclamarle suproceder como se merece y castigarla con algoms ejemplar que su gimoteante recorrido porlos vericuetos de una ciudad que, de tanto verla,

    ya no la toma en cuenta. Y quienes lo hacen, seasustan tanto que hasta se mueren de la impre-sin como si ellos ueran los culpables del crimenms atroz de que se tenga recuerdo.

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    Y mientras gira por la ciudad en un viaje quemuchos juzgan errtico, la Seora de la Fuente

    deambula acomedida y dispuesta a resolver pro-blemas que no son suyos. Siempre tiene tiempopara detenerse y preguntar a los extraviados elsitio que buscan con la intencin de reorganizarsus pasos. Pero todos la miran como si uera a

    pedir limosna y le dan la espalda o la despidengroseramente antes de que puedan enterarse deque orece ayuda aunque parezca que la solicita.Si se lo permitieran, orientara a los despistados,los conducira por rutas exactas y desenredara

    la apretada madeja de la ciudad ante sus ojospara acomodarlos en su destino con la sapien-cia de una pjara que sabe dnde se encuentrael voraz piquito del cro. Conoce al dedillo losvericuetos de la ciudad, la ubicacin de pues-

    tos y mercaderes y el gnero de mercancas conque tracan. Sabe quines orecen los mejoresprecios y los que comercian con artculos incon-venientes o mal habidos. Pero pocos la miran

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    y casi nadie le habla. Slo la Muda y la Seorade la Escalera conan en ella. Bueno, ellas y los

    zanates que se desayunan en la uente.En algn momento de su recorrido, la Seora

    de la Fuente pasa por la Catedral. Y en parte por-que quiere volver a verla, y en parte porque de-sea saludar a su otra nica amiga, se da el tiempo

    para entrar y contemplar una vez ms la estampade aquella mujer que es madre simultnea de unnio, de un hombre y de un muerto. Todo eso,lo ha comentado con su amiga, no sera extraosi no se tratara del mismo. Pero encontrarla con-

    tenta en un nicho con el pequeito en brazos, yen otro triste con el muchachote a cuestas, le im-prime una desazn mayor que la que reconoce alverla sola y vestida de reina pobre.

    La Seora de la Escalera insiste en que son tres

    momentos distintos aunque sea el mismo hijo.A poco no ha visto usted dice y con ra-

    zn retratos de los muchachitos donde apare-cen con muchas edades.

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    S concede la Seora de la Fuente,pero ninguno de ellos es amoso. Y aqu y con

    un golpe de jeta seala hacia el desacato, entodos los retratos lo es.

    Pues para eso es Dios termina de nuevacuenta su amiga en un tono que pone n a ladiscusin.

    Y para distraerla del tema tanto como parasatisacer su irredenta curiosidad, la Seora dela Escalera le pide que le muestre el mejor ha-llazgo de su recorrido. Y ella, sin reprimir sudisgusto por la respuesta de siempre, saca del

    costal los ms preciados ejemplos de la laborde un da, ante cuya apariencia va cediendo sumalhumor y renovndose el asombro. Y entreambas terminan calculando precios, posibilida-des y discutiendo si aquel cacharro de peltre

    valdr el arete que le hace alta para completarel juego.

    Si orece usted tambin la cobijita acon-seja la Seora de la Escalera.

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    Y la Seora de la Fuente levanta las tiras deestopa de su cabello para que su ya envidiosa

    amiga admire con la imaginacin lo que muypronto ver con sus desteidos ojos pendientede sus orejas, porque ambas saben que el ro seaproxima y que tanto la caetera de peltre comola cobija de huata aumentan su valor da con da.

    Evaluadas las posibilidades, la Seora de laFuente deja a resguardo algunas de sus posesiones.Intercambian pan, trapos y alguna que otra mer-canca necesaria para cualquiera de ellas. Y aun-que reconoce que por lo general el trato le resulta

    injusto, se conorma porque la reposada voz desu amiga, ya contagiada del tonito conminatorioque procede del interior de la iglesia, llena esa ne-cesidad de pertenencia que no ha podido conjurar.

    No obstante, y para equilibrar de alguna ma-

    nera la inconveniencia del trato, la Seora de laFuente se da tiempo para volverse a mitad delas escaleras que la alejan de la puerta principal,para aclararle que ella hubiera actuado de mane-

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    ra distinta: ni asesinado a sus hijos, ni permitidoque lo sacricaran como la mujer que vive en el

    templo. Si en verdad era virgen, por qu no selo llev al cielo antes de que se lo maltrataran?

    Ella todo lo hubiera hecho dierente. Y sesiente cada vez ms segura de su armacin,cuando admira a la mujer de piedra, ms llena

    de ormas que de ropa que oculte lo que tiene demujer. Formas y sobre todo un hijo que en losdescuidos de las tardes acostumbra volar entrelos brazos de su madre y esa luz color naranjaque lo llama desde el ondo del cielo. Un hijo

    vivo y que nadie visita a pesar de ser ms lindo.Cuando la Seora de la Fuente regresa lle-

    vando al hombro el costal atiborrado, disrutavindolo volar contra el cielo jugoso y anaran-jado, libre de manos que lo contengan, ajeno

    al peso que da orma a su regordete cuerpeci-to, entretenido con los zanates que revolotean asu alrededor y lo invitan a un vuelo ms alto yprolongado. Pero la mujer, aunque de piedra, es

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    tambin su madre y lo detiene. Y un poco portravesura y otro poco para comprobar el lo del

    abandono, la Seora de la Fuente imagina la es-capatoria del muchachito para que al instanteel gusto se le vuelva tristeza, porque la mujer depiedra colma la oquedad de los brazos en vilocon plegarias que se vuelven amenazas. Sin el

    nio, su vecina se vuelve una de esas estatuasmetidas en los rincones de la Catedral, compa-era de esa otra, demacrada y ojerosa, que nosupo proteger a su hijo cuando lleg la ocasin.

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    II

    Esa madrugada no la despertaron los zanates.Los empleados de Parques y Jardines llegaronprimero y le jalaron los pies hasta sacarla delsueo. El atrevimiento la puso de malhumor, y

    no porque la hubieran despertado, que eso siem-pre tendra que ocurrir, sino porque lo habanhecho entre las risas que slo usaban para diver-tirse entre ellos.

    Sac el costal, el bastn de guayabo, los ca-

    charritos de la cena, la bolsa del pan y se enredentre hombres conocidos y desconocidos, vie-jos y jvenes, jees y patanes que miraban lospretiles, trepaban a los soportales, pasaban lamano por los tobillos de la mujer como si le to-

    maran el pulso, y sin pedir permiso, se metan asu covacha para maniobrar con la manivela dela bomba. Pero eran los dueos de la casa y talvez consideraban que ya era tiempo de cepillar

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    el limo o de reparar el enredijo de venas quegarantizaban el agua para la mujer y el nio.

    Por eso dej de gruir, acopi sus pertenen-cias, moj los dedos en el agua que ya se vaciabapor las coladeras, se tall la cara an tibia por elcalor del ltimo sueo y se alej con sucientelentitud como para detenerse a cada paso, vol-

    ver la cabeza y mirar a aquellos hombres aa-narse en las vueltas de la uente. A pesar de suscmicas y atolondradas maniobras, haba mu-cho de respeto en la orma en que untaban lamano en las caderas de la mujer de piedra, y

    un cuidado no exento de ternura en la maneraque palpaban la carne del pequeito. As quese alej conorme y segura de que a su regresoencontrara la casa limpia y olorosa a gasolina,colmada por el sedoso rezumbar de la bomba.

    Y mientras ascenda la cuesta, la maana crecirente a sus ojos tan lentamente como sus pasos.Y muy pronto, la reconocida certeza de que laciudad la esperaba como un regalo al que poco

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    a poco ira despojando de sus mltiples y varia-das envolturas, volvera a causarle el gusto y el

    estupor de siempre.Pero esta vez no ue as. Los zanates la al-

    canzaron y pasaron volando rumbo a sus pro-pios sitios de avo. Al divisarla soltaron graz-nidos burlones que le salpicaron el pelo como

    la caca de los pichones de la plaza mayor. Quculpa tena ella de que no hubiera agua para susgargajeos matutinos. Que ueran y cagaran a losde Parques y Jardines, nicos culpables de estedesatino que ya le haba echado a perder la jor-

    nada. Blandi el guayabo sobre su cabeza a ma-nera de amenaza que las aves conundieron conun saludo, y continu el camino. El da habacomenzado distinto pero ya encontrara la cau-sa al doblar alguna esquina.

    Levant lo que le atrajo y resguard lo con-veniente en el costal de yute. Muy pronto se per-cat de que ejerca la proesin sin ms cuidadoque el que exige un acto refejo y sin sentido. Sa-

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    queaba los tachos sin otra consideracin que elpeso y el tamao como si quisiera colmar lo ms

    aprisa posible el voraz estmago de su costal.Se dio cuenta de que no tena ganas de traba-jar, lo cual se maniestaba en el desprecio de lostesoros que comenzaron a pasar bajo sus piescomo las nubes por el cielo. Igual de sucias pero

    convertidas en ormas inverosmiles que serantambin un regalo para quien las viera desdelo alto. La virgen, por ejemplo, metida en unviaje que slo terminara cuando recuperara a suhijo. Consider que a pesar de que pagaba una

    culpa pequeita, sta pesaba lo suciente comopara tenerla ojerosa y desvelada. Pero nada ms.Siempre en un rincn y a oscuras; eternamentearrepentida por el descuido con que haba en-tregado a su hijo a aquellos hombres empena-

    chados como gallos de carnaval. Siempre en as-censo y en una sola direccin, la virgen penabaa su manera igual que la mujer que vagaba sindestino por calles y callejones.

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    Se divirti por adelantado al imaginar la carade su amiga cuando le hiciera la comparacin.

    La beata de la escalera. Sin embargo, los mu-chachos del rumbo no le gritaban loca comoa ella. Al contrario, le daban monedas y cobijascomo si uera capaz de hacer milagros. Si a ella legritaran vieja beata, contestara: te dejo como

    piata. Y para demostrarlo, mandara dos o tresmandobles a una cticia que colgara del cielocomo la luna de algunas noches, y deseando detodo corazn que uera el atrevido quien guin-dara del pescuezo y a su alcance. A su amiga del

    callejn le gritaban ms y cosas peores. Pero ellacomo si nada. Como si uera sorda en lugar demuda. Y al no poder asustarlos con unas buenascoplas, slo les haca seas con las manos comosi estuviera amasando el nixtamal reseco y gris

    de la tarde.Entonces se le ocurri visitarla a deshoras.

    Anud la boca del costal como el tendero lepone candado al establecimiento, y se encamin

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    hacia el mercado. Aquellos eran otros territoriosy nadie deba meterse con los negocios ajenos.

    La vio desde lejos, en la y contra la pared.Entre los puestos de rutas y verduras de bara-tijas y remedios contra la enermedad y la magianegra, esperando sin gritar a dierencia de losgritones que siempre alababan su mercanca.

    Descubri a su amiga sentada en un quicio mi-rando su cuaderno de guritas.

    Muda la salud.Su amiga levant la cabeza y se sorprendi de

    verla. Cuando se puso de pie, la alda encarna-

    da se peg ms a sus muslos prietos y gordos, yocasion que sus rodillas se proyectaran al rentecomo si una poderosa mano hubiera oprimidosu cuerpo entero. La Muda le devolvi el saludocon un movimiento de cabeza. Atraves en rollo

    la revista tras su grueso cinturn de pirata y laencar con los ojos muy abiertos.

    Estn limpiando la uente explic.Por toda respuesta, su amiga se toc repetida-

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    mente los labios con los cinco dedos vueltosuno y la Seora de la Fuente respondi que no.

    La Muda la invit a seguirla con un movimientode cabeza. Caminaron a lo largo de la prolongadahilera de aldas policromas que exhiban rodillasresecas como si ueran trenzas de ajos.

    Sentadas rente a rente, remojaron el pan en el

    ca con leche. La leche siempre le provocaba unasvergonzosas ganas de llorar; pero ante la Muda nohaba que dar explicaciones y se sec las lgrimascon el dorso de la mano mientras su amiga simu-laba indierencia, ayudada por la degustacin de

    su propio desayuno. Terminaron de sopear el pande dulce y con un violento y denitivo trago aca-baron con los residuos pegados al ondo del vaso.Entonces la Muda levant las manos a la alturadel pecho e interrog con la mirada.

    Llegaron los de Parques a limpiar.La Muda sostuvo el gesto y las manos palma

    arriba a lo largo de la breve respuesta. Luegorecost la cabeza en una de ellas.

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    Ah mismo... No creo que se dilaten mucho.De buenas a primeras, el dilogo con la Muda

    la pona rente a la posibilidad de un peligro cer-cano y preciso. Y si no la dejaran volver? Elsabor del miedo le sali a la boca revuelto conel gusto amargo del ca. La atrap en un es-pacio que haba que romper de alguna manera.

    Tuvo ganas de levantarse y regresar corriendo.La Muda reconoci el espanto, y para prevenir-lo coloc una mano sobre su brazo. Neg con lacabeza mientras propinaba golpecitos en el bra-zo de su amiga.

    La Seora de la Fuente sinti que el temorabandonaba su estmago y volvi a descubrirhambre en el sitio donde haba nacido el miedo.Su vientre responda espontneamente a esas dossensaciones undamentales y a veces resultaba

    dicil dierenciar una de la otra. Pero esta vezambas volvieron a reconocer las ronteras y laMuda pidi ms pan y un vaso de ca aunqueesta vez sin leche.

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    As se haban conocido. En una ocasin enque el hambre y el miedo se haban conundido

    tanto que se volvieron una mancha que se ex-tendi por todas direcciones como un baldazode aceite sobre el pavimento. Pero entre ambassupieron convertir todo aquello en un rencor quelas volvi todopoderosas, al menos durante el

    tiempo suciente para desbaratar la conjura quepretenda despojarlas de sus pertenencias. Laspiedras de la loca de la uente, las losas dagas enque sbitamente se haban convertido los pun-tiagudos tacones de las zapatillas de la del calle-

    jn, atajaron a los hombres en su propia impo-tencia. stos sopesaron largamente la situacinpara replegarse despus, protegindose las espal-das con una andanada de insultos. Las aliadasno respondieron, temerosas de que sus propias

    palabras resquebrajaran el cerco que con tantoesuerzo haban logrado levantar. A juzgar por lareciedumbre con que su amiga haba enrentadolos amagos, ntas e insultos de los enemigos, el

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    silencio no slo resultaba la mejor estrategia,sino una bandera de honor y dignidad.

    Sin abandonar las armas, los vieron retirarsey dar la vuelta en la primera esquina. Aguarda-ron en posicin de combate hasta que la quietudque llen el espacio les aconsej bajar la guar-dia. Entonces, amparadas por aquel silencio de

    conesionario, decidieron echarle una ojeada alcampo de batalla donde el botn de todo un dayaca esparcido entre las lajas de la callejuela.

    La desconocida busc el sostn de una pa-red para calzarse las zapatillas. De pie, apoya-

    da apenas contra el muro, levant una piernaregordeta y morena hasta donde la estrechez dela alda se lo permita. Luego inclin el torsopara que sus brazos alcanzaran unos pies extra-amente blancos por la alta de sol. La torpeza

    de sus movimientos no ayud a la Seora de laFuente a reconstruir el sbito y elegante movi-miento con que la vio aparecer, de pronto y asu lado, armada de aquellos puales seguramen-

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    te alados en las piedras de la calle. Conmovi-da por aquella mujer deseosa de alcanzarse a s

    misma, se aproxim para sostenerla del codoy con su largo y faco brazo de cigea, ajus-t delicadamente la destartalada zapatilla en unpie rechoncho y plido. Cuando levant la carase dio cuenta de que la mujer estaba llorando.

    Y se dio cuenta tambin de que tampoco saballorar porque lo haca en silencio, como no valela pena hacerlo, como si cantara muy bajito yslo para ella, o como si en lugar de una victo-ria, hubiesen perdido la batalla.

    La mujer agradeci el gesto con una sonrisaque ignor por completo los lagrimones que lehacan brillar el rostro moreno, y se desplazentre las piedras del callejn con torpes bambo-leos de equilibrista para ayudarla a recoger los

    tesoros regados por el piso. Curiosa, la Seo-ra de la Fuente atestigu el eectivo remate conque le torci el pescuezo al costal y el eleganteimpulso con que se lo llev al hombro. Dueas

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    de la situacin, caminaron en direccin haciadonde haban huido los ugitivos como si qui-

    sieran conrmar con su paso la victoria sobre elenemigo. Impresionada con el soberbio silenciode su aliada, la Seora de la Fuente supuso queste las alejaba de todo mal como si estuvierandentro de una iglesia. Por eso lo respet y con-

    tribuy a sostenerlo durante varias cuadras delcamino compartido.

    Le cost trabajo percatarse de que era muday de que lo que consideraba tcticas de com-bate aladas en los arduos das de guerra, eran

    simplemente eecto del estupor que le caus lacertidumbre de nacer en un mundo donde noera bienvenida. Para lidiar con l bastaban lasmanos y los gestos, que la lengua, en su ocio,bien poda servir para cosas ms lucrativas.

    La Muda la acompa hasta la uente.Y desde entonces, a raz de un tcito compro-miso que sin saber por qu se convirti en cos-tumbre, acudi a visitarla todas las noches slo

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    para preguntarle si estaba bien, con un ademnpreciso que exiga una rpida respuesta. Y la Se-

    ora de la Fuente se acostumbr a orla aparecerdescendiendo la cuesta como si uera un pja-ro de largas uas, equilibrando el peso sobre unpar de zapatillas resquebrajadas por los charcosy el trasiego. Un clic-clic solitario y decidido que

    rebotaba en la piel siempre tensa de la oscuri-dad, o se adormeca humedecido por la neblina.Y justo cuando el tren de las once clavaba supitido largo y triste en las jorobas de la noche,apareca la cabeza de la Muda en la puerta del

    agujero para inquirirle con un gesto inconundi-ble su Cmo ests? Se te orece algo?

    Nada... muchas gracias agradeca la Seo-ra de la Fuente a una silueta que ya se marchabaa buscar la vida en el otro extremo de la ciudad.

    Y una noche dej de acudir porque la Seo-ra de la Fuente haba aprendido a cuidarse sola.Y entonces la amistad se volvi de iguales y no uncompromiso que a la larga termina por corrom-

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    perse. Y ese borde exacto lo marc con un regalo:el garrote de palo de guayabo. Y para celebrar el

    acontecimiento, salieron ambas a vericar en su-percies slidas y blandas, erectas y horizontales,la vigorosa rmeza del bastn, digno represen-tante de un rbol que brinda sustento y contentoadems de apoyo y seguridad, como ambas tuvie-

    ron ocasin de comprobarlo tantas veces.Y aquella vez en la onda, la Seora de la

    Fuente comprob que el palo de guayabo no ser-va solamente para deender y sostener su propiopeso, sino que representaba la recta amistad de

    la Muda a pesar de los nudos y jorobas que co-rran desde el puo hasta el puntero. Y por ellono le ue dicil conesarle su temor igual que siuese su hermana o una de esas maquilladas es-tatuas en los templos.

    Si me corren de ah, quin va a cuidar alnio?

    La Muda rompi el rechoncho betn de sucara con una sonrisa y coloc la mano en medio

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    de los pechos. Y para subrayar lo obvio, entre-teji los brazos para abricar un nido bajo sus

    pechos vastos apretados en polyester, y arrullun vaco que poco a poco adquiri orma de in-ante. Y cuando la Muda estuvo segura de quela Seora de la Fuente lo haba visto todo, sepa-r un brazo para sealar a su amiga y despus a

    ella misma y termin por dejar que el dedo via-jara repetidamente entre ambas para dejar bienen claro que las dos. S, que las dos lo cuidarancomo madre y comadre.

    No decidi la Seora de la Fuente,

    mejor seremos sus madrinas.Y en ese instante tambin descubri que era

    incapaz de entender si acababan de nombrar-se madrinas en ese momento o ya lo eran des-de que ambas ueron a conocer su casa. Y lo

    que su amiga intentaba con aquel premeditadogesto era recordarle que para algo ms que parasostener su peso le haba regalado el garrote deguayabo.

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    La Seora de la Fuente correspondi con unvestido de algodn lo sucientemente holgado

    como para cubrir las cabezas de ajo de sus rodi-llas. La Muda se lo haba agradecido con abun-dantes muecas y sonrisas pero nunca se lo puso.Para ella era importante entallarse el cuerpo conlos tres brosos vestidos que le conoci, y sacar

    al balcn del escote los pechotes prietos comonalgas de chamaco sentado en un barandal.Y para demostrarle que no era grosera sino ne-cesidad, le haba enseado una de esas revistasque tan detenidamente miraba, en las que muje-

    res aldicortas, voluminosas y chamorrudas, secontoneaban en el dibujo por obra de esas ondi-tas que los dibujantes suelen poner alrededor delas nalgas y las tetas.

    La Seora de la Escalera es la nica de sus

    amistades que sabe de letras; conocimiento en elque aposenta la petulancia de su ngida humil-dad y que termina por echarle en cara cada vezque sus argumentos la aprietan todava ms con-

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    tra el prtico de la Catedral. Pues porque aslo he ledo, remata recuperndose del asedio.

    Y para la trompa como si levantara una cruzen el calvario. La Seora de la Fuente acepta laderrota porque la ha visto leyendo las letritasde las estampas con un metlico sonsonete desacristn, al mismo grupo de atentas viejas que

    slo se dierencian de ella en que tienen casa.De regreso a la suya, la Seora de la Fuente

    volvi a sentir la desazn que le provoc rompercon su rutina. Aunque las visitas a la Mudaeran recuentes, la de aquella vez tuvo mucho de

    improvisado. Jams haba ido a buscarla tantemprano aunque a ella pareci gustarle verlaah tan a deshoras. Sin embargo, senta que que-brantar el orden de una manera tan abrupta,traera consecuencias que ya se dejaban sentir

    en ese vaco que le suba por las piernas y queno se deba al hambre sino al desasosiego. Se re-volvi incmoda en s misma como si no llevaramedias o algo peor, calzones.

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    Salir de la rutina la obligaba a pensar. Y loque resultaba peor, a pensar en el pasado. Algo,

    mucho, estaba segura, haba sucedido antes deque encontrara en la uente la casa que habaperdido por descuido o por culpa. Algo enor-me y conuso, extraviado en algn sitio oscu-recido por la lejana, se aproximaba a ella cada

    vez que el da la atosigaba con una novedad.Hasta hoy, ayer haba sido el nombre deese olvido sin orillas que lo avasallaba todo. Y eseolvido la reconortaba en su agujero y la orta-leca en las ocasiones en que la alta de pan di-

    bujaba su orma en la barriga y el ro levantabala piel de puntitas. Mas de pronto, slo porquea un grupo de extraos se le ocurra reunirse alos pies de la mujer de piedra, y observarla con losojos de quien estudia las vetas blancuzcas de la

    carne en los ganchos de las carniceras, la callele haba amanecido a destiempo, y la haba con-ducido por una ciudad que ya no comenzabaen sus manos. Una ciudad donde el miedo y el

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    hambre se volvan a conabular para tejer unenredijo que sacaba los nudos ms all de su

    garganta.Al bajar la cuesta que remataba a los pies

    de la mujer de piedra, descubri el impetuosovuelo del nio contra las ltimas humedades de latarde. La imagen reblandeci un poco el estro-

    pajo del pecho y la reconort como slo puedehacerlo una tonada conocida. Haba llegado acasa y los zanates, en represalia por el despojode la madrugada, resoplaban con mpetu de b-alos en el minsculo ocano de la uente, salpi-

    cando con agua la luz entre sus plumas.

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    III

    Ni gatos ni zanates. Ni ruido de autos ni carrerasde deportistas. El corazn de la mujer de piedrahaba dejado de latir. Estaba muerto. La Seorade la Fuente aguz el odo y la conmovi el si-

    lencio del agua. Las entraas de la uente resecascomo un cuero puesto al sol. Palp el motor dela bomba y comprob su rialdad, la vibrante ti-bieza de otras veces haba perdido el aliento.

    Abandon el agujero y gir alrededor de la

    uente en busca de alguna razn. El limo chupabala tierna luz de la maana Y la pona de verde en lapunta de los lamentos. Sucios manchones subanpor los platos y escudillas hacindole carantoasdesdentadas. Nada. El agua haba escapado por

    los agujeros de las pichanchas y el agotado cora-zn de cobre no haba podido hacerla regresar.

    Levant la vista y volvi a mirar en el cuello dela mujer el letrero que tal vez apuntaba su nombre.

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    CONDENADA

    Ayer no le haba dado importancia. Tampo-co era la primera vez que algn malcriado laataviaba con trapos o la disrazaba con colla-res, caretas o serpentinas. Pero haba llegadotan cansada que se meti a su agujero sin to-

    marse la molestia de despojarla de los aeitesque otra vez le haban endilgado. Sin embargo,ahora, huido el cansancio, la tabla de maderacon aquellos dibujos pintados signicaba algoque no alcanzaba a entender. Por ortuna no se

    haban metido con el muchachito. Continuabamanoteando al cielo como si a gatas quisieraascender los escalones de luz que el amanecerabra en el viento.

    Entr en su agujero y sali con un trocito de

    lpiz y un pedazo de papel. Con dedos adiestra-dos en el prolijo desenredo de piolas y mecates,copi los dibujos respetando el tamao, igualan-do los espacios que los separaban, manteniendo

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    el orden de las lneas pintadas de rojo y recti-cando con saliva los tropiezos de sus dedos gor-

    dos por el ro de la maana.Luego de tres ensayos que sopes minucio-

    samente sobre el reborde principal de la uente,se decidi por uno. Se retir hasta alcanzar elmedio de la calle, y desde ah, lo compar con

    el que penda del cuello de la mujer de piedra.Asinti complacida aunque sin desentenderse deltemor que ya le pulsaba en todas las esquinas delcuerpo. Regres al agujero, orden sus pertenen-cias en el costal, se meti el dibujo entre los trapos

    del pecho y volvi a salir sin percatarse de queolvidaba el bastn de guayabo en el ondo de lacovacha.

    Por el camino el letrero se balance colgadode su recuerdo como si uera ella misma quien

    lo trajera guindado del pescuezo. Reconstru-y la noche anterior y volvi a torcer la bocadisgustada por lo que continuaba imaginandootro atentado contra la dignidad de la mujer

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    de piedra. Lo que ayer le haba parecido unabuanda enrollada al cuello para protegerla del

    ro cada vez ms apremiante, le semejaba ahorauna carta no recibida a tiempo. Apur el pasoajena a lo que encontraba en su camino, aun-que desquitando el desconcierto con empellonese insultos malintencionados en los borrachines

    adormilados al sol de la maana. Le preocu-paba la prontitud con que se acumulaban losacontecimientos. La intuicin la obligaba a co-locar en una misma lnea a los hombres que ha-ba visto seguir con minuciosidad de hormigas

    los vericuetos de las grietas en el cuerpo de lamujer, y ese letrero que hasta hoy adverta a ca-balidad. Ahora, los dibujos agitaban las patasdentro de su crneo y hasta crea or voces queno entenda pero que seguramente gritaban las

    palabras del letrero. Y por aplacarlas un poco,traz de memoria las rayas curvas y las lneasrectas con tan mala ortuna, que no empatabancon los que haba dibujado en el papel como

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    poda comprobarlo cada vez que se lo sacabadel pecho para colocarlo ante sus ojos.

    Se top con las campanadas de la prime-ra misa antes de bajar la cuesta que la dejararente a una de las puertas laterales de la Cate-dral. Contuvo el tranco porque deseaba evitarque su amiga la mal atendiera con tal de recla-

    mar ayuda a los eles que ya estaran entrando ala iglesia. Sera mejor esperar hasta que la calmade la misa en proceso convirtiera al portalnen un inmenso conesonario. A salvo de carre-ras y preocupaciones, su consejera descirara el

    mensaje que haba encontrado, no a la puertade su casa como acostumbran los carteros, sinojusto encima de ella, colgada del pescuezo de lamujer, escurriendo por su cuello como esa babaque provoca en los dormidos el mal del resuello.

    La encontr agradeciendo una caridad yaguard a que aprisionara su ganancia deba-jo de los chales que le protegan, ms que elpecho, lo mejor de su tesoro. Se acerc sin darle

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    los buenos das, le encaj bajo los ojos el papelarrugado por el trajn de la caminata.

    Qu cosa dice? exigi.La respuesta ue como un sonoro escupitajo

    que la oblig a bajar la vista. La vio golpear lalosa del piso y extenderse luego como una babo-sa. La vio deslizarse por la pulida supercie de

    la piedra y entrometerse en las junturas comoun animalucho avergonzado de su propia apa-riencia.

    La Seora de la Escalera la miraba escanda-lizada. El gesto se le volvi repugnancia cuando

    la interrog.Quin te mand esto?No lo s... Lo encontr en mi casa.La Seora de la Escalera recuper la com-

    postura con proesionalismo de actriz. Humill

    los ojos. Chasque la lengua compungida y co-menz el leve movimiento de cabeza que sacabapor el cuello aquel olor que le suba desde quinsabe dnde, como un cacharrito que ascendie-

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    ra desde las proundidades de un pozo oscuroy rancio. Pero no tard en levantar la cara y la

    Seora de la Fuente pudo advertir todo el odioque se le acumul en los ojos.

    Merecido te lo tienes... No se insulta envano a la Santsima Virgen.

    La Seora de la Fuente sinti el miedo ex-

    tenderse a chorros desde su ombligo. Desde ahllenarle el tringulo de la entrepierna y la brechaentre los pechos con una mancha de hambre yhielo. Pens en la Muda, en su garrote de guaya-bo olvidado por las prisas en la covacha de ce-

    mento. Dnde estaba todo que nada hallaba?La Seora de la Escalera tall la quemadura

    del terror con sabia conciencia.Arrepintete mucho... Hblale a la Virgen-

    cita... Dile que no lo hacas adrede...

    La Seora de la Fuente asinti ms atemori-zada que contrita. Estaba dispuesta a hacer cual-quier cosa. Regalarle sus tiliches, sus cobijitas,darle ms pan por menos dinero.

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    Su consejera sonrea oyndola con un pudorque disrazaba la mueca mordaz.

    Dile que evitars las malas compaas...La Seora de la Fuente resping alarmada.

    La Muda. Hablaba de su amiga como si uerauna maldicin.

    ...que te apartars de las mujeres malas

    que tanto dao te hacen.Se puso de pie diciendo que s con la ca-

    beza para evitar que continuara aadiendocargas a la promesa. Mintiendo con el gestoapenas un poquito porque su disposicin no era tan

    grande.Ve, ve...La invit su consejera con un sostenido ade-

    mn que equivala a una bendicin. Y la siguicon los ojos hasta que desapareci en aquella

    oscuridad colmada por los unnimes murmullosde la misa de seis.

    La Seora de la Fuente luch con el enredi-jo de cuerpos hasta que alcanz los pies de la

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    virgen. Se dej caer de rodillas y se retir conagilidad de pjaro. Las baldosas anunciaban el

    invierno. Estaban heladas y el ro era tan mal-dicin como el hambre y el miedo: la trinidadenemiga que instala su reino en la tierra. Colocel costal rente a s y se acogi a la muelle suavi-dad de los trapos. A la virgen no le importara.

    Ya entraran en componendas a la hora de laspromesas y de los cumplimientos. Si le garanti-zaba el perdn, estara dispuesta a arrodillarseen el vidrio.

    Levant la vista y encar el rostro de la vir-

    gen. Sus ojeras, sus cachetitos pintados, la son-risa maliciosa de quien invita al regateo. La cunade sus brazos donde un nio granduln hacaequilibrios en aquellas manecitas de manicu-ra. Entonces los malos pensamientos regresaron

    azuzados por la bienvenida certidumbre de quesu culpa no daba para tanto. Volvi la cabezapara reconrmar su idea y lo vio en la pared deenrente, grandote y maltratado, colgado de la

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    cruz como el letrero de la mujer de piedra, des-nudo y sangrante, suriendo a diario una muer-

    te que an no terminaba a pesar de que habacomenzado haca muchsimos aos. Y sta, tanesculida, tan enclenque, no haba sido capaz dedeenderlo. Permiti que se lo llevaran soldadoscon sombreros de carnaval. Los mir otra vez,

    alternativamente, al nio y al hombre, cada unoen su pared, rente a rente aunque distantes yajenos, como si se contemplaran en espejos sinmoldura.

    Qu poda pedirle entonces. Cul era su

    poder. Volvi a estudiar su cara de virgen: susojeras, la mirada perdida en tanto azul. Viola orma en que sostena al hijo chiquito. Dosdescoloridas manos de monja donde el niotehaca equilibrios para no caer y reventarse en el

    suelo. Manos que no haban sido lo suciente-mente uertes para deenderlo contra los solda-dos; pero que sin duda alguna tendran poderbastante para condenarla al inerno.

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    Junt las manos a la altura del pecho y lepidi perdn con una voz que descubri muy

    parecida a la de la Seora de la Escalera.Virgencita, no lo vuelvo a hacer... Te pro-

    meto no hablar mal de ti ni volver a comparartecon la otra que mat a sus hijos. Pero qutamela culpa, no me mandes a tus ngeles a dejarme

    recados...Levant la vista y trat de descubrir el eec-

    to de sus palabras en el paranado semblantede la virgen. Una chispa de luz resquebraj laazulina y jabonosa supercie de su ojo derecho

    y se proyect hasta reventar con un guio decomplicidad en los suyos. Fue como si hubieraencontrado una moneda en su camino y sonripara agradecerlo.

    ... Y tambin Virgencita, ya que andamos

    en stas, haz que regrese el agua a la uente yque vuelva a latir su corazn... Gracias.

    Se levant y se dej caer de nuevo para per-signarse. Abandon la iglesia por una puerta

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    lateral. No quera darle cuenta de sus tratos a lade la Escalera. Que se retorciera con la curiosi-

    dad mordindole las tripas. Deseaba conservarpara s misma el secreto del perdn. Caminarcon la seguridad del cielo no resultaba cualquiercosa. Era como la historia de aquel pordioseroque andaba las calles de la ciudad con un milln

    de oro en la bolsa.No obstante, a pesar de su deseo, no logr

    convencerse del todo. De vuelta a su agujero,el miedo de antes se diluy hasta reducirse a ungoteo de preocupacin que puls y puls duran-

    te todo el camino. Su pltica con la virgen habaresultado un jarabito que removi las raspadu-ras de su garganta; pero sin eliminar del todo lacarraspera del remordimiento. A dierencia delhambre, la culpa no remorda en el estmago

    sino en el alma, donde quiera que anduviera esapizpireta que no pona pie en rme por ms deuna noche. Pero no era para tanto y slo ejem-plicaba con sus innecesarios temores el princi-

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    pio del mucho temer por el mucho deber. Peroqu poda ella deber y a quin? Como no uera

    hablar de ms en ocasiones o echarle al costalun bocado cuyo dueo conoca. Pero jams lohaba engordado a costa de los dems sino desus desperdicios y en eso no exista culpa. LaSeora de la Escalera tena razn. Se haba ido

    de la lengua y ahora estaba pagando por sus ha-bladas y no cobrando, como ella, por las suyas.

    Antes de alcanzar el principio de la cuestacuyo descenso la pondra a los pies de la mujerde piedra, la Seora de la Fuente advirti la es-

    candalera de los zanates. Los vio tejer una guir-nalda con su vuelo negro y concntrico. Nuncalos haba visto por ah a esa hora del da, en queandaban procurndose la subsistencia comotodo animal decente. Supuso que la virgen le ha-

    ba devuelto el agua y que su culpa comenzabaa reblandecerse, despacito, como la escarcha delos ltimos das en las maanas soleadas. Loszanates estejaran el regreso con vueltas y zam-

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    bullidas; sin embargo, la carraspera no ceda ensu garganta a pesar de los mltiples pujidos, y el

    golpeteo de su propia sangre continuaba ah, pi-cndole en las verijas como una comezn malsa-na. La desconanza la traa pegada a la entretelaigual que una mancha enraizada ya para siempreen los sitios donde nadie alcanza a mirar.

    No le all la intuicin. Desde la curva de lacuesta, sitio desde donde acostumbraba estejarel regordete vuelo del muchacho, descubri suausencia. Las manos de la mujer haban queda-do convertidas en muecas, empequeecidas por

    la alta, iguales a las de la modosita, slo bue-nas para lavar paales benditos por la caca delnio. Mir el letrero colgndole del cuello comola prueba de una asquerosa enermedad. Sin em-bargo, un agua lerda y gruesa escurra por las

    curvas de la mujer y caa con torpor de gotera enlos platillos de la uente. Baj a trompicones. Al-canz el primer pretil y advirti aquella pasmosaplacidez que nadaba sin ruido y sin oleaje en el

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    ancho pozo de la uente. Era agua mala, incapazde ser cortada por el poderoso pico de los zana-

    tes o el acerado lo de sus plumas. Los zanateschocaban contra aquella dureza, enloquecan elaire con la ceniza de sus plumas y levantabanel vuelo hasta ormar un negro tizn que hu-meaba a media altura. La virgen la haba trai-

    cionado, y tal haba sido el engao, que mien-tras platicaba con ella no slo haba mandado asus ngeles a envilecerle el agua, sino tambina arrebatarle al nio.

    Los zanates la miraron meter la mano, lle-

    vrsela a los labios y escupir asqueada. Era unagua metlica, apestosa a orn. Sobrevolaron sucabeza y ciertos ya de que haba advertido el es-cndalo, se alejaron carcomiendo el viento consus graznidos. La Seora de la Fuente qued

    sola y silenciosa a los pies de aquella mujer sinhijos y sin corazn, de cuyo cuerpo escurra unanata enmohecida que inundaba el curso de lasgrietas en la piedra.

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    La mir a la cara.Dnde est tu hijo?... Por qu dejaste

    que se lo llevaran?Y la mujer respondi con el doloroso vaco

    que antes haba sostenido el vigor del mucha-chito. Sin embargo, a pesar del evidente dolorque la enverdeca, las lgrimas que pegosteaban

    su cara eran babas que no invitaban a la piedadsino al asco.

    Sac del agujero el garrote olvidado y lo aco-mod dentro el costal semivaco.

    Levant la cabeza.

    Por qu no lo deendiste? Por qu dejas-te que se lo llevaran?

    El letrero en el cuello se convirti en unatriste mueca de dientes enrojecidos. La amenazcon el bastn.

    Puta le dijo.Y se march a buscar a su comadre para que

    la ayudara a encontrar a aquel nio que deberaestar en algn lado.

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    Encontr a la Muda sentada en un quicio.La llam desde el otro lado de la calle. La Muda

    se puso de pie, dio un violento tirn a su vesti-do colorado y se lanz al arroyo a bordo de suszancudas zapatillas. Evit las embestidas de losautos como quien esquiva tarascadas de lagar-tos en un pantano y se coloc rente a ella. Le

    pregunt la causa de su visita con un rpido mo-vimiento de cabeza.

    Los soldados se llevaron al nio.La Muda pareci no entender. Concentr la

    piel de la rente en dos proundos surcos verti-

    cales. Luego abri los ojos en un movimientoque desencaden todos los msculos de su cara.Palp su grueso cinturn de pirata y sac un su-cio envoltorio de papel peridico. De un manota-zo descabez uno de los extremos para que una

    hoja de metal relampagueara en un lo elctrico.Abri los brazos y la invit a mostrarle el camino.

    No s dnde lo tienen... No s cundo selo llevaron.

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    La Muda amuec la cara y su boca se volteen un insulto. Blandi la punta y le reproch

    su descuido con el repetido movimiento de susmanos. La Seora de la Fuente inclin la cabe-za, pero la baja estatura de su aliada le impe-da escapar de esos ojos engrandecidos por laalarma. No haba sitio donde pudiera ocultar

    su vergenza. Conmovida, la Muda ue recupe-rando la compostura y someti la ira a uerza deatenazar las mandbulas y el cabo encordeladode la punta metlica. Cerr los ojos y la llama desu clera dej de martirizarle la cara. Aspir la

    mitad del mundo mediante un abismal golpe depecho y ech a caminar amparada en la seguri-dad de que la otra la seguira.

    Arribaron a la onda y tomaron asiento ren-te a rente. La mudez obligaba a la verdad. A ha-

    blarle siempre a los ojos y a la cara como quiense mira en un espejo. Y si ella, la Muda, podaengaar a quien quisiera, la Seora de la Fuenteconsideraba imposible que alguien pudiera men-

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    tir ante aquellos ojos de piedra pmez, speros ydulces a la vez, amasados en la ceniza del ham-

    bre y el miedo.Le cont lo sucedido. La conmocin del

    sueo; el inadvertido deslatir del corazn de lauente; la resequedad del agua; la acusacin col-gando del cuello de la mujer. Le mostr el dibu-

    jo en un papel ya humedecido por el sudor. LaMuda lo mir como si pudiera leerlo y luego locoloc sobre la mesa. Lo alis contra la super-cie de madera con su mano basta y ptrea comosi de ello dependiera su comprensin. Pero daba

    igual.Quiere decir que estoy condenada... Eso

    dice... Condenada.La Muda inquiri con un movimiento de ca-

    beza.

    La de la Escalera... Ella me lo ley.La Muda agit la cabeza en una insistente

    negativa. Con un dedo que reproduca en peque-o la orma de sus piernas, picote varias veces

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    sobre la palabra escrita y luego lo levant porencima de su cabeza para lanzarlo en direccin

    de la mujer de piedra. La Seora de la Fuenteconrm lo que pensaba cuando le puso el mis-mo dedo en el pecho y lo agit en una negativaque reprodujo con la cabeza.

    La Seora de la Fuente abri los ojos al ta-

    mao de la boca.Entonces se equivoc la de la Escalera.La Muda dijo que s mientras con la manos

    a ambos lados de su cabeza pona entre admira-ciones su certidumbre.

    Entonces es ella y no yo la condenada.La Muda continu asintiendo mientras la Se-

    ora de la Fuente saltaba de un descubrimientoa otro.

    Entonces la virgen no est enojada conmi-

    go.La Muda movi la cabeza y cancel el tema

    cubriendo con una mano el papelito arrugado.Entonces quin tiene al nio?

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    La Muda construy con el ndice y el cordialuna escoba que barri por dos veces consecuti-

    vas el papelito arrugado.Los de Parques y Jardines exclam la

    Seora de la Fuente eliz de que todo parecieratan claro... Y a dnde se lo llevaron?

    Pero esta vez la Muda dej que su inmovili-

    dad respondiera por ambas.Deambularon en una bsqueda sin razn ni

    sistema. Subieron y bajaron callejones y callejasconscientes de que el azar era el mejor aliadoen aquella ciudad alrevesada, enemiga del re-

    suello y propicia al extravo. No podan hacerms mientras no supieran a dnde se lo habanllevado, porque al que preguntaron respondicon la incredulidad, el desconcierto, el asombroo la burla. Quin habra de querer un niote de

    piedra, incapaz de caber en un nacimiento porenorme que uera.

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    IV

    Ni el agua, ni los zanates ni el nio regresaron ala uente. Tampoco lo hicieron los hombres deParques y Jardines. Dejaron que el limo crecieraen los resecos platones de la uente y hornea-

    ran al lerdo sol del otoo su pan de organo.Y cada vez que la Muda y la Seora de la Fuenteregresaban de otra de sus pesquisas por los en-redijos de la ciudad, comprobaban el transcur-so de los das en la cobriza baba que descenda

    por las grietas en el cuerpo de la mujer, sacandoa la supercie su intrincada red de venas. Muypronto, el escurrir sin vida se cuaj en una cos-tra amasada por el tiempo. El corazn de latano ue ms un rumor que le entibiaba el cuerpo

    sino un estorbo que le molestaba la espalda yque una maana la oblig a cerrar con tres nu-dos la boca del costal. La Muda le procuraba elpan y la leche y acostumbraban beberlo senta-

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    das en el reborde de la uente, cobijadas por unsol cada vez ms enclenque. Y cada quien lagri-

    meaba por separado sus propios recuerdos paraterminar llorando juntas bajo las manos vacasde la mujer de piedra.

    Decidieron solicitar ayuda a alguien ms po-deroso. La bruja las recibi de inmediato y les

    abri las esperanzas con la inmediata demos-tracin de su sabidura: para que algo aparezcaslo se requieren dos condiciones: que ese algoest perdido, y que alguien lo quiera lo sucien-te como para hacerlo regresar.

    Porque agreg la bruja con opulenciaproesional, las cosas no se pierden nada msporque s, sino que se van por voluntad propia.Y para que vuelvan, primero hay que encontrar-las, y luego, hacerlas regresar. Y eso termin

    con una beatca sonrisa desdentada, slo elamor puede lograrlo.

    La Muda la seal con el dedo y la Seora dela Fuente conrm apresurada.

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    S... No hay nadie que lo quiera como yo.Pues entonces t sers la madrina del tra-

    bajo... Pero conste que si no lo hallas, no serpor mi culpa, sino porque no lo quieres comopiensas que lo quieres... Qu es lo que se busca?Hombre, animal o cosa?

    La Muda se dispona a describir lo buscado

    pero la bruja la detuvo con un gesto enrgico.Djala a ella aclar. Slo quien ms

    lo quiere puede decrmelo...Es un hombre dijo la Seora ...un

    hombre que tambin es un nio.

    La bruja se molest por la sinrazn del caso.Y la Muda la mir sin entender.

    Explcate la reprendi. O es un hombreo es un nio... Es importante que lo sepas por-que no es lo mismo buscar una cosa que otra...

    Y no es lo mismo quererlo para tenerlo, que pa-ra dormir con l. Entiendes?

    Y la Seora de la Fuente, para no conesarsu conusin, aclar:

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    Es un nio.La bruja la mir extraada mientras la Muda

    asenta rmemente con la cabeza.Nio perdido o no tenido.Perdido respondi.Desde cundo...?La Seora de la Fuente se volvi para apo-

    yarse en la Muda. La bruja reconoci el proble-ma y dej que sta interviniera.

    Con los das no hay problema aclar...cuntos?

    La Muda extendi una mano completa y se-

    par un dedo de la otra.Das o meses? exigi la bruja en de-

    mostracin de curia proesional.Das concluy la que poda hablar.Puestas en palabras, las instrucciones pare-

    can sencillas aunque diciles de cumplir.Debers atrapar un pjaro justo cuando

    el sol anda alto. Negro, si buscas a un hom-bre

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    Busco a un nio aclar la Seora de laFuente mientras la Muda asenta solidaria.

    ...colorado si quieres recuperar una cosacontinu sin hacerle caso ...y blanco si bus-cas a un nio. Si es un nio vivo, tiene que serpjaro macho. Si es un nio sin nacer, tiene queser pjaro hembra... cmo lo buscas?... vivo o

    por nacer?La Seora de la Fuente se qued perpleja. La

    Muda tampoco supo qu responder.La bruja se impacient.Cmo lo quieres? exigi la bruja inc-

    moda con la situacin.Es de piedra se decidi la Seora de la

    Fuente. Pero est vivo.La bruja amuec la cara. El silencio llen la

    trastienda y acrecent la pesada ragancia de las

    yerbas.Traen con qu pagarme?Las dos dijeron que s.A ver, ensenme...

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    La Muda extrajo del cinturn de pirata unapretado tamal de billetes. Lo separ en dos

    montones y se lo mostr en ambas manos en unintento de que parecieran ms de lo que eran.La bruja respir aliviada y control su crecientehasto.

    A ver, explcame cmo est eso de que es

    de piedra.Es un mueco de piedra aclar la Seo-

    ra de la Fuente.Entonces es una cosa decret la bruja.

    La Seora de la Fuente pidi aclaraciones.

    Cosa?... Cmo la que se mete en uncostal?

    Como la que se mete en un costal con-rm la bruja.

    La Seora de la Fuente neg con la cabeza.

    No, entonces no se trataba de una cosa. No eraalgo que pudiera venderse o cambiarse por unpan aunque uera ms grande que el hambre opor una cobija mucho ms gruesa que el ro.

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    No... Es un nio de verdad aunque depiedra.

    La bruja mir a la acompaante en solicitudde ayuda. Se llev un dedo a la cabeza para ha-cerla girar justo en la sien, pero la expresin dela Muda le aconsej conormarse con rascarse elcrneo. A su espalda, las estampas de los santos

    tutelares entristecan el rostro avergonzados porla situacin o la increpaban con mirada admo-nitoria. Decidi que ambas tenan la razn.

    Bueno... Entonces necesitars tres pjarosal mismo tiempo... Uno colorado por si el nio

    es una cosa, otro blanco y macho por si est per-dido, y otro blanco y hembra por si todava nonace.

    La solucin gust a las comadres que asintie-ron complacidas. Ya en dominio de la situacin,

    la bruja continu impartiendo sus instruccionescon la adolorida voz de las proesionales.

    Envolvers los pjaros en un pao... delcolor que quieras aclar antes de que se hi-

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    cieran de preguntas. Y los echars en el aguams cercana al sitio donde desapareci lo que

    buscas... Si el pjaro se ahoga... Resgnate,que lo buscado, o est muerto, o no te pertene-ce. Si el pjaro logra liberarse de su mortaja,sguelo, que te conducir al sitio donde se en-cuentra lo que buscas...

    Y si no lo alcanzo? aclar la Seora dela Fuente.

    Entonces querr decir que no lo queras losuciente como para volver a encontrarlo... Seacab la consulta.

    Y extendi la mano para exigir lo estipulado.Abandonaron el estanquillo con la determi-

    nacin de hacerse de los pjaros lo ms prontoposible. La Muda abri la marcha y orient suspasos rumbo a la parte baja de la ciudad. Por

    el camino agit varias veces los brazos como sipretendiera volar, mientras se pasaba las manossobre el vestido rojo. La mano convertida en bo-tella sobre los gruesos labios de la Muda, no de-

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    jaron duda respecto a la identidad de quieneshabran de ayudarla a cumplir sus pretensiones.

    La Seora de la Fuente se mantuvo a su lado apesar de que le costaba trabajo igualar su trancocon el de su amiga. La Muda picoteaba la ban-queta con su andar resuelto, rebasaba peatonesy esquivaba a ociosos sin compadecerse de sus

    apuros y resoplidos.Arribaron a la parte baja de la ciudad y ca-

    llejonearon hasta encontrar a los borrachos quese espulgaban el cuerpo cobijados por la man-chas de sol entre los caserones humedecidos. Las

    vieron aparecer tan decididas y resueltas que su-pusieron entraban en son de guerra. Se incorpo-raron tambaleantes, recularon hasta apoyar laespalda en la pared ms propicia y se organiza-ron en orden de batalla. No era la primera vez

    que la parejita apareca con ganas de desquitarpasadas oensas o desvanecer rencores momen-tneos en sus reblandecidas personas.

    Los borrachos las esperaron contritos, apun-

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    talados por un olor rancio y caliente, dispues-tos a deenderse de la manera ms digna que les

    uera posible. Pero la Muda abri los brazos ymostr las manos vacas en demostracin de paz.La Seora de la Fuente coloc el garrote de gua-yabo a su espalda en aval del gesto de buena vo-luntad. Los borrachos las dejaron aproximarse

    sin romper su lnea de combate e hicieron plenaostentacin de las piedras aprovisionadas para ladeensa. Mas cuando las intrusas estuvieron a tiro,la Muda comenz a hacer aspavientos de pjaroa manera de introduccin a las negociaciones.

    Necesitamos un pjaro colorado conr-m la Seora de la Fuente.

    Los borrachos se miraron a las caras y comen-zaron a rer. Uno de ellos se llev violentamentelas manos a la entrepierna y atrap entusiasma-

    do el suyo. Lo sopes con parsimonia para versi era del agrado de las solicitantes. Todos carca-jearon la broma; pero los regordetes brazos dela Muda en pleno vuelo, y la subsecuente caricia

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    sobre los aldones del vestido colorado, les hi-cieron saber que no se trataba de una tctica de

    distraccin para quebrantar su precaria lnea dedeensa. Se miraron otra vez a la cara y pondera-ron las posibles intenciones. Pero ni las razonesni las consecuencias les interesaban tanto comolo que pudieran obtener por ellas.

    Necesitamos un pjaro colorado insis-ti la Seora de la Fuente cerrando los proleg-menos.

    Y qu llevamos de ganancia? preguntel capitn de los borrachos.

    La Muda oreci lo que ms tena a su al-cance. Golpe en repeticiones sucesivas los ndi-ces por el costado y seal despus a cada unode ellos. Los cuatro borrachos humearon bajo elmedio da de otoo mientras les daban la espalda

    para conerenciar. Las encararon transormadosen una abierta sonrisa desdentada. El mun delas lenguas vibrando en las bocas como el torpebadajo de las campanas.

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    La Muda acept el regateo y se chupete elpulgar, para repetir despus el ademn anterior

    y sealarlos a todos con un movimiento similaral recorrido de un dedo sobre las teclas de unpiano. Esta vez los borrachos respondieron concarcajaditas roncas que los obligaron a escupirsonoramente contra las piedras del callejn.

    Nones a alta de limones respondi elcapitn entre las risas y los gargajeos de sus re-presentados. No queremos de las de aqudijo imitando el chupeteo de la Muda. Sinode las de ac termin luego de haber conver-

    tido su mano en una botella; larga y plena, ajuzgar por el brillo que la imaginacin les saca los ojos.

    La Muda asinti repetidas veces y se volvipara mirar a su amiga. La Seora de la Fuente

    aprob la transaccin a pesar de que no enten-da del todo lo que estaba sucediendo.

    Eso... y cuatro cobijitas...Y cada uno de los borrachos se apret a s

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    mismo con los brazos para enatizar la necesi-dad de calor.

    Una, dijo la Muda con un prieto y gordodedo apuntando al cielo.

    Tres dijeron con la boca y con las manosel pelotn de borrachos.

    Dos, coincidieron todos haciendo el signo de

    la paz y del amor que ya se respiraba en ese oto-o humedecido en la neblina.

    Dos cobijas y un cacharro de aguardiente porun pjaro colorado, que de los otros, ellas sabancmo encargarse. Los pichones abundaban y no

    sera la primera vez que la Muda cazara algunopara conjurar el hambre a costa de las palomasque buscaban saciar la suya. Aunque ahora no setrataba de hambre sino de un hijo. Hambre porhambre e hijo por hijo, que cada quien busca el

    alimento indispensable para su peculiar manerade sentirla.

    En la plaza central, los trabajadores de Par-ques y Jardines colocaban aparatosos adornos

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    de navidad en los sitios estratgicos. Trenzabanristras de oquitos coloridos en las ramas de los

    pinos y colgaban guirnaldas verdes y estrellas deplata en las aristas de los edicios cercanos. LaSeora de la Fuente no logr reconocer a nin-guno de los que acostumbraban limpiar la uen-te para preguntarles si la mujer de piedra haba

    sido castigada por alguna culpa; mas de prontodescubri que aquello era algo que haba deja-do de importar. Lo que s segua importando erasu descuido y su incapacidad para deender a suhijo. Al igual que la mustia del templo, tambin

    haba permitido que se lo arrebataran.Se acomodaron en una de las bancas y es-

    peraron a que el sol se detuviera encima de lasaraucarias. La plaza crepitaba con las palomasque anidaban en los tejados de los edicios cer-

    canos y bajaban a comer lo que la voluntad o eldescuido de los transentes ponan a su dispo-sicin. Un oleaje de plumas bulla a los pies delos paseantes cuando las puntas de las arauca-

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    rias hicieron blanco en el corazn del sol. Me-dioda. Un macho se esponjaba detrs de una

    hembra humilde y cabizbaja ajenos a la bara-hnda. La Muda los atrajo con un caminito demigas empapadas en alcohol que los alej mstodava. Las cazadoras apreciaron la ronda y elcortejo sin desatender a los guardias que vigi-

    laban el bien comn. El macho se despreocupde la hembra y propin engolosinados pellizcosa la carnada. La hembra tambin juzg oportu-no entretener el hambre y se uni a su consorteen el estn. La pareja se dedic a asestar pre-

    meditados picotazos y a levantar la cabecita enuna rpida secuencia que aceler los eectos delmigajn ensopado en aguardiente. Obesos bajoel sopor del sol y de su minscula ebriedad, lospichones entornaron los ojitos rosados y aquie-

    taron el paso sumergidos en una dulce beatitud.A la seal continu la accin y costal y co-

    bija se conundieron en una red ecaz sobre laparejita. Lo dems tambin result cil. Reco-

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    gieron los trapos. Clausuraron las salidas contres dobleces y se alejaron caminando, apresura-

    das aunque discretas, denunciadas por la torvamirada de las madres y el eliz asombro de losescasos nios testigos.

    Antes de alcanzar el extremo opuesto de laplaza, las aliadas terminaron huyendo a la carre-

    ra. Cobijadas ya en los vericuetos de la parte bajade la ciudad, la Muda se permiti el tiempo paradesenrollar el envoltorio y soplar en las cabecitassoocadas por el cautiverio y la borrachera. Losanimales abrieron los ojos para cerrarlos despus

    adormecidos por el potente aliento de la Muda.sta volvi a cubrirlos con la razada pero dej alviento las atribuladas cabecitas. Somnolientos porel clido abrazo, los pichones aceptaron la situa-cin y ronronearon con acento elino una meloda

    en su propio idioma. Ahora slo haba que espe-rar a que los borrachos cumplieran con su tarea.

    Los borrachos tardaban en aparecer y laSeora de la Fuente tuvo que acondicionar un

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    rincn en su agujero con hojas y ramas. Ali-mentarlos no ue dicil. Y estuvo segura de que

    nunca haban tenido almuerzos ni cenas tan ex-quisitos como los que les preparaba. Los migajo-nes ms rescos y las costras azucaradas del pande dulce. Arroz y maz crudo o cocido. El alpis-te desperdiciado por los canarios en los zagua-

    nes de las casas ricas. En la tarde, los sacaba delagujero para que dieran puntillosos paseos porel jardincillo alrededor de la uente. Aseguradospor las patas con un cordel, los miraba deambu-lar por el pasto con solemnidad de aristcratas

    y detenerse muy serios a mirar con displicenciatodo lo que suceda a su alrededor.

    La Muda apareca tambin a esa hora y con-tribua a la manutencin de los pichones con se-millas y atoles. Y mientras esperaban el arribo

    de los borrachos, aprovisionadas ya con su partedel trueque, colocaba al macho sobre su regazo,le soplaba el pico y le rascaba la cabeza como siuera un juguete. El macho se acostumbr a los

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    arrumacos y se dejaba consentir con soberbia depreerido. La hembra se dedicaba a sus quehace-

    res. Vigilada por la atenta mirada de la Seorade la Fuente, hunda minuciosa el pico entre lahierba y la sacuda con aspavientos de gallina.Pero los borrachos tardaban y la impacienciacomenz a carcomer el optimismo de las amigas.

    La Seora de la Fuente ocupaba las maanasen vigilar las grietas en el cuerpo de la mujerde piedra. La nata de los primeros das se habaconvertido en un barniz que a lo lejos semejabalas mordeduras de la lepra, o el hinchado mo-

    retn de la gangrena. Los pies aprisionados porcuarteaduras que se enrollaban a sus tobilloscomo serpientes venidas de quin sabe dnde.Supo que el interior de su cuerpo era una ma-raa maloliente y verde. Donde antes corra el

    agua limpia, se cuarteaba la piedra y supurabaun caldo sucio. Fue entonces cuando la Seorade la Fuente supo que ya no poda devolverle alnio. Que deba protegerlo ella misma, sola o

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    con ayuda, pero lejos de ah, en un sitio dondenadie pudiera ocasionarle dao.

    Los ebrios aparecieron una tarde reblandeci-da por la neblina. Las dos amigas los vieron des-cender la cuesta en ormacin militar. Obesos ymelenudos, hinchados por andrajos tiles paramantener el ro lo ms lejos posible de su cuer-

    po. Astrnomos de la miseria, medan el paso deltiempo con los harapos que se echaban encima enun ejercicio que habra de invertirse en la medidaen que el arribo de la primavera lo ameritara.

    Los esperaron sentadas en el borde de la

    uente acariciando cada una la cabecita de su pi-chn preerido, nica parte que sobresala de lostrapos con que aliviaban el clima. Sin embargo,ninguno de los borrachos pareca cargar algoque pareciera un pjaro colorado. Cuando estu-

    vieron rente a ellas se colocaron en la, hombrocon hombro, para que con una orden de su ca-pitn, el ms obeso sacara de los andrajosos al-dones del chaquetn un desteido envoltorio de

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    papel peridico. Sin decir palabra lo coloc a lavista de las amigas y lo despleg hasta mostrar

    el contenido: un pajarraco adormilado y mustiode color rub. El borracho lo puso bajo los ojos dela Muda con la soberbia de un sultn que tientacon una gema a la princesa de sus apetitos.

    Un pjaro colorado dijo el capitn.

    La Muda sopl en la cabecita encarnada quese aviv como un carbn encendido. El pajarra-co levant cansadamente los prpados como sidespertara de su propia borrachera. La Mudalevant un dedo y seal el sitio donde debera

    estar el sol al medioda.El capitn dijo que s.Un trato es un trato sentenci el capi-

    tn. La Muda ech un brazo atrs y alcanz elenvoltorio que ocultaba con su cuerpo. Lo abri

    con un ademn circunspecto: dos cobijas y unpomo de alcohol. Los borrachos chasquearon lalengua repentinamente humedecida. Y mientrasel capitn reciba en sus manos el trueque, la Se-

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    ora de la Fuente acoga con una sonrisa vastay clida, aquel adormilado montn de plumas

    coloradas.

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    La ceremonia siempre tena que ver con el sol,uera amanecido o justo en lo ms alto de lacurva del cielo. Esta vez deban acudir hasta elagua ms prxima al sitio del extravo y hun-

    dir las aves amortajadas en paos de cualquiercolor. Se cit con la Muda en los diques al pie dela colina que sostena a la ciudad y no durmien toda la noche. De vez en cuando constatabacon la mano el silencio de la bomba de agua,

    en un intento por adelantarse al lejano rumorque anunciara la vida en las venas de la mujerde piedra. Sera la seal del perdn aunque talvez, como era su caso, tampoco tuviera culpaque pagar. Y para llamar a la buena suerte, ima-

    gin el transparente correr del agua mientrasuna tibieza igual a la que asienta el sol sobre elcemento, suba desde aquel corazn atribuladopor el silencio.

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    Abandon el agujero antes de que el sol su-brayara la curva de las montaas. Se palme

    las mejillas para activar el calor y chasque lalengua en un inructuoso intento por eliminar elsabor amargo que la prolongada expectacinhaba dejado en su boca. La Muda estara salien-do de su propio agujero. Sin embargo, la Seo-

    ra de la Fuente, custodia por derecho propio delas aves mensajeras, tena cosas ms importan-tes que hacer adems de la mera recuperacindel cuerpo luego de una larga noche de vigilia.Despertar a los pichones, por ejemplo, soplar-

    les a los ojos cachitos de calor para desenredarla neblina de sus propios sueos. Alisar con lamano los paos que habran de aprisionar suvuelo en el entrecielo del agua, y, sobre todo,apresurar el camino para esperar el amanecer

    justo en el broquel del lago. Protegi a los men-sajeros bajo el gabn y enrent el ro de aquelda todava manchado por la oscuridad con untranco sostenido y uniorme que dejaba sin uso

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    y en la covacha, al pulido bastn de guayabo.Por el camino, los pichones latieron como otro

    corazn y muy pronto el ritmo de su paso losvolvi solamente uno.

    La Muda la esperaba en el muro que prote-ga las vueltas del dique. La salud con la manoaun antes de que ella pudiera hacerlo con la voz.

    Apretujada por su vestido amarillo, se adelan-taba a la mancha solar que ya desbordaba lospretiles de la montaa con un derrame del mis-mo tono. Entre las dos envolvieron los pjaroscon las tres vueltas prescritas y aguardaron, la

    Muda con el colorado, y la Seora de la Fuentecon un pichn en cada mano, a que el sol dierasu aprobacin con el portento de su luz sobre lapiel del agua.

    Arrojaron los paos contra la calva del sol

    y los vieron precipitarse sobre el agua con pe-sadez terrestre. Los miraron fotar unos segun-dos y hundirse despus sin que movimiento al-guno diera razn de la lucha que debera estar

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    librndose en la entretela del agua. Los envol-torios desaparecieron y las amigas aguardaron

    por el mnimo temblor que rompiera el slidobarniz dorado. Sbitamente, en un bostezo quedesgarr la pasividad del agua, brot el pja-ro colorado aplomado en su propia rigidez. Diouna vuelta sobre s mismo y clav el pico en el

    estanque, mientras a su alrededor, una manchaaceitosa y encarnada, comenzaba a pintar ondasconcntricas. Slo el silencio irradiaba de aque-llas ondas minuciosas. Y cuando ya todo pare-ca perdido, el vigoroso empuje de los pichones

    quebrant la parsimonia del agua y les salpicla cara con astillas de luz.

    Semiciegos por el extenso amanecer que losacompaaba en su vuelo, los pichones girarona media altura y enrumbaron despus hacia

    los verdes los de las araucarias del parque. Enlas aguas del dique, el desteido pjaro colora-do derivaba en un aceitoso resplandor como silo hiciera en su propia vergenza. Las dos ami-

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    gas corrieron en pos de las palomas como si stasueran cometas que se elevaran con la mirada.

    Trompicaron en las desigualdades del ca-mino y buaron en las cuestas tras el perdedizovuelo que pareca resbalar en el jabn de la nebli-na. La Seora de la Fuente comenz a quedarseatrs. La Muda la alentaba con su propio aleteo

    pero muy pronto tuvo que aminorar el paso con-vencida por la evidencia. Jams lograran empa-tar su carrera con el vuelo de las palomas. Pen-sarlo siquiera era, y haba sido, una locura. Labruja les haba vendido la trampa del amor que

    se mide contra las uerzas. La detuvo el lloriqueode su amiga y la esper para acompaarla. Impo-tentes, miraron a las palomas desvanecerse en elvaco de la luz y abrir luego un hondo agujero pordonde se les extravi la mirada. De acuerdo con

    las leyes de la bruja, ninguna de las dos quera losuciente a ese nio como para quedarse con l.

    Se sentaron en un quicio hasta que la respi-racin se les acomod en los pulmones sin cau-

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    sarles dolor. El cielo era un espacio abroque-lado por una enceguecedora densidad dorada.

    Auscultarlo equivala a lagrimear sin causa al-guna. De pronto, un rumor persistente y cerca-no las distrajo de sus preocupaciones. Levanta-ron la vista y descubrieron a los pichones picotearla esquina. Con aparente indierencia las espera-

    ban cobijadas en el disimulo de quebrar el ayu-no con migajas slo evidentes a sus ojos.

    La Muda se puso de pie y de un tirn levan-t a su compaera. La violencia del movimientoprovoc el espanto de las palomas que levanta-

    ron el vuelo con un aletear sonoro. Reiniciaronla persecucin y convencidas de que era imposi-ble alcanzar con los pies a quien escapa con lasalas, prerieron contener el paso y aguzar la vistapara no perderlas entre la humosa transparencia

    que emborronaba el espacio. Las siguieron conlos ojos mientras caminaban con paso seguro.Y cuando encontraban un sitio que les permitaproyectar la mirada entre los edicios y las em-

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    palizadas de los anuncios comerciales, vigilabandesde ah hasta que algn giro o la momentnea

    detencin en tejados, postes o aleros les permi-ta ganar terreno sin peligro de perderlas en laacuosa luminosidad del horizonte. Muy prontolas vieron alcanzar el cielo del parque, perdersemomentneamente tras las araucarias y reapa-

    recer rente a la torre de la Catedral como unamano que regresara para llamarlas. Las palomasremontaron la espiga de la torre, giraron en unpremeditado esguince, y sesgaron el rumbo paradescender en la pequea plazoleta sobre la que

    caan en holanes las escaleras de la Catedral.Las perseguidoras se comunicaron su decep-

    cin con la mirada. Los pichones no las habanconducido hasta el nio sino que haban vueltoa su casa, a los nidos practicados entre las juntu-

    ras de los viejos edicios del centro de la ciudad.Sin embargo, ascendieron la cuesta que las deja-ra rente al parque, y cuando estuvieron ah, lasavasall la marea de palomas que desayunaban

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