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Año 2009Año 2009Año 2009Año 2009

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Cuéntame un cuento

Esta noche de insomnio y fantasía, por favor, cuén-tame un cuento. No me dejes a solas con mis propias ensoñaciones que pasean en silenciosa tempestad por mi cabeza, y comparte conmigo uno de esos textos que hacen soñar y estremecerse.

Elige uno para mí. Rescátalo de las entrañas de tus recuerdos y déjalo salir a mi superficie para convertirse, al beso del sol, en flor de un nuevo jardín.

Si tú, y yo, y todos, nos regalamos ese cuento, y los ponemos todos juntos, habremos hecho, entre todos, nuestro pequeño gran libro de cuentos entrañables.

Todo tenemos textos preciosos escondidos por los misteriosos rincones de la memoria, en algún cajón, o quizás incluso en el mismo corazón, acurrucado y dor-mido. Aquel, por ejemplo, que te marcó en su día, o el que tú mismo escribiste una vez, o aquel que te leyeron y no olvidas, o el que siempre quisiste escribir y vaga per-dido por tu cerebro. Vale cualquier tipo de cuento: alegre, triste, divertido, de terror, infantil,… Un cuento no es sino un relato breve, una historia corta, una leyenda. Lo importante es lo que te hizo sentir a ti.

Esta es una buena oportunidad para rescatarlo, para compartirlo y para, a modo de recompensa (por lo que te hizo pensar, o soñar, o reír, o llorar…) colocarlo en un lugar un poco más distinguido: La selección familiar de cuentos entrañables.

José Mari

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Índice de Cuentos:

EL RUISEÑOR Y LA ROSA................................................... 5 EL HOMBRE DEL SACO ..................................................... 16 LAOVEJA NEGRA………………………………………….18 MAR ANCHA ........................................................................ 22 EL GUSANO .......................................................................... 28 EL CIRCO............................................................................... 32 FIGURITAS DEL BELÉN ..................................................... 36 CALIXTO, EL CALAMAR MÁS LISTO ............................. 40 EL ENFERMERO DEL «CHACHO».................................... 48 EL ASNO Y EL BUEY .......................................................... 62 STAY HUNGRY. STAY FOOLISH...................................... 72

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EL RUISEÑOR Y LA ROSA

Oscar Wilde

(Seleccionado por José Mª Solana Deza)

Cada día me sorprende más y más lo descuidados que so-mos. Torpes incluso, me temo. Pasamos por el mundo sin percatarnos de casi nada. Nos engañan fácilmente las astutas apariencias hasta dejarnos desarmados para reconocer la propia realidad, y nos perdemos en batallas cotidianas que proporcio-nan victorias efímeras y derrotas amargas. Y sin embargo cada día ocurren infinidad de milagros a nuestro lado que nos susu-rran y nos protegen, que nos recuerdan que estamos rodeados de una magia especial. Pero lo ignoramos como becerros hasta casi dejar de ser dignos de la existencia de nuestro universo infinito.

Este cuento me hizo disfrutar hace más o menos un año, cuando él me encontró mientras yo deambulaba por la bibliote-ca de Fuencarral–El Pardo cogiendo algunos cuentos para

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Sergio y Pablo. Me pareció un verdadero placer su lectura, con esa prosa tan limpia y tan romántica. Es un poco triste, pero en verdad cada día nos regalan miles de detalles que ignoramos y que nos deberían ayudar a despertar.

Oscar Wilde es posiblemente uno de los personajes más ex-travagantes de la literatura de todos los tiempos. Nació en Irlanda, hijo de una escritora y un cirujano. Estudió en Oxford y escribió poemas, teatro, novelas y cuentos. Homosexual de-clarado, se casó y tuvo dos hijos. Fue encarcelado dos años acusado de sodomía. Salió de allí destruido. Murió de meningi-tis en París despreciado por quienes le habían adulado. También es precioso su cuento El príncipe feliz.

Cierra los ojos, que ya te lo cuento.

____________________

–Dijo que bailaría conmigo si le traía rosas rojas –

exclamó el joven estudiante–, pero no hay rosas rojas en mi jardín.

Desde su nido en lo alto de la encina, lo oyó el ruise-ñor. Miró entre las hojas y se puso a pensar.

–¡Ni una sola rosa roja en todo mi jardín! –dijo el jo-ven estudiante, y sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas.

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–¡Ah! ¡La felicidad depende de cosas tan insignifican-tes! He leído todo lo que han escrito los sabios, y son míos todos los secretos de la filosofía; sin embargo, por no tener una rosa roja, mi vida se ha vuelto desdichada.

–He aquí por fin un verdadero enamorado –dijo el ruiseñor.

–Noche tras noche le he cantado, aunque no le cono-cía; noche tras noche he contado su historia a las estrellas, y ahora le estoy viendo. Tiene el cabello oscuro como la flor del jacinto y los labios tan rojos como la rosa de sus deseos; pero la pasión ha hecho que su rostro parezca de pálido marfil, y el dolor le ha puesto su sello sobre la frente.

–El príncipe da un baile mañana por la noche –musitó el estudiante–, y mi amada estará entre los invitados. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el alba. Si le llevo una rosa roja, la tendré entre mis brazos, y reclinará la cabeza en mi hombro, y su mano estará prisionera en la mía. Pero no hay ni una sola rosa roja en mi jardín, así es que estaré sentado solo, y ella pasará desdeñándome. No me prestará atención alguna y se me romperá el cora-zón.

–He aquí ciertamente el verdadero enamorado –dijo el ruiseñor.

–Lo que yo canto, él lo sufre; lo que es para mí alegría es dolor para él. En verdad el amor es maravilloso; es más precioso que las esmeraldas y más costoso que los finos ópalos. No se puede comprar con perlas ni con gra-nates, ni está a la venta en el mercado. No lo pueden

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comprar los mercaderes, ni se puede pesar en la balanza a peso de oro.

–Los músicos estarán sentados en su estrado –dijo el joven estudiante–, y tocarán sus instrumentos de cuerda y mi amada danzará al son del arpa y del violín. Danzará tan ligera que sus pies no rozarán el suelo, y los caballe-ros de la corte, con sus trajes alegres, estarán todos rodeándola. Pero conmigo no bailará, pues no tengo una rosa roja para darle.

Y se arrojó sobre la hierba, y ocultó el rostro entre las manos y lloró.

–¿Por qué llora? –preguntó una lagartija verde, cuan-do pasaba corriendo junto a él con el rabo en el aire.

–Eso, ¿por qué? –dijo una mariposa que revoloteaba persiguiendo a un rayo de sol.

–Sí, ¿por qué? –susurró una margarita a su vecina, con una voz suave y baja.

–Está llorando por una rosa roja –dijo el ruiseñor

–¡Por una rosa roja! –exclamaron– ¡Qué ridículo!

Y la lagartija que era algo cínica, se rió abiertamente.

Pero el ruiseñor comprendía el secreto de la pena del estudiante, y permaneció posado silencioso en la encina, y pensó en el misterio del amor.

De pronto desplegó sus alas pardas para emprender el vuelo y se remontó por los aires. Pasó por la arboleda como una sombra, y como una sombra voló a través de jardín. En el medio del prado crecía un hermoso rosal, y al verlo voló hacia él y se posó sobre una rama.

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–Dame una rosa roja –exclamó–, y te cantaré mi más dulce canción.

Pero el rosal negó con la cabeza.

–Mis rosas son blancas –respondió–, tan blancas co-mo la espuma del mar, y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve a ver a mi hermano, el que trepa alre-dedor del viejo reloj de sol y te dará tal vez lo que deseas. Así es que el ruiseñor se fue volando hasta el rosal que crecía en torno al viejo reloj de sol.

–Dame una rosa roja –exclamó–, y te cantaré mi más dulce canción.

Pero el rosal negó con la cabeza.

–Mis rosas son amarillas –respondió–, tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar y más amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que llegue el segador con su guadaña. Pero ve a ver a mi hermano, el que crece al pie de la ven-tana del estudiante, y te dará tal vez lo que deseas. Así es que el ruiseñor se fue volando hasta el rosal que crecía al pie de la ventana del estudiante.

–Dame una rosa roja –exclamó–, y te cantaré mi más dulce canción.

Pero el arbusto negó con la cabeza.

–Mis rosas son rojas –respondió–, tan rojas como los pies de la tórtola, y más rojas que los grandes abanicos de coral que se mecen y mecen en la sima del océano; pero el invierno me ha congelado las venas, y la escarcha me ha helado los capullos, y la tormenta me ha roto las ramas, y no tendré rosas este año.

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–Una rosa roja es todo lo que necesito –exclamó el ruiseñor–. ¡Sólo una rosa roja! ¿No hay ningún medio por el que pueda conseguirla?

–Hay un medio –respondió el rosal–, pero es tan te-rrible que no me atrevo a decírtelo.

–Dímelo –dijo el ruiseñor–, no tengo miedo.

–Si quieres una rosa roja –dijo el rosal–, tienes que hacerla con música, a la luz de la luna, y teñirla con la sangre de tu propio corazón. Debes cantar para mí con el pecho apoyado en una de mis espinas. A lo largo de toda la noche has de cantar para mí, y la espina tiene que atra-vesarte el corazón, y la sangre que te da la vida debe fluir por mis venas y ser mía.

–La muerte es un alto precio para pagar una rosa roja –exclamó el ruiseñor–, y la vida nos es muy querida a todos. Es grato posarse en el bosque verde, y contemplar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perla. Dulce es la fragancia del espino, y dulces son las campa-nillas azules que se esconden en el valle y el brazo que el viento hace ondear en la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida, ¿y qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un hombre?

Así es que desplegó las alas pardas para emprender el vuelo y se remontó por los aires. Pasó veloz sobre el jardín como una sombra, y como una sombra atravesó volando la arboleda.

El joven estudiante todavía estaba echado en la hier-ba, donde le había dejado, y las lágrimas aún no se habían secado en sus hermosos ojos.

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–¡Sé feliz! –exclamó el ruiseñor–, ¡sé feliz! Tendrás tu rosa roja. Te la haré de música a la luz de la luna y la te-ñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que te pido a cambio es que seas un verdadero enamorado, pues el amor es más sabio que la filosofía, por sabia que ésta sea, y más fuerte que el poder, por potente que sea éste también. Del color de la llama son sus alas, y de co-lor de llama tiene el cuerpo. Sus labios son dulces como la miel y su aliento es como el incienso.

El estudiante alzó los ojos de la hierba y escuchó, mas no pudo entender lo que le estaba diciendo el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero la encina comprendió y se puso triste, porque quería mucho al pequeño ruiseñor que había hecho su nido entre sus ramas.

–Cántame una última canción –musitó–. Me sentiré muy sola cuando te hayas ido.

Así es que el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que sale a borbotones de una jarra de plata.

Cuando hubo terminado su canción, el estudiante se levantó, y sacó un cuaderno y un lápiz de su bolsillo.

–Él tiene estilo –dijo para sí, mientras caminaba a tra-vés de la arboleda–, eso no se le puede negar, pero ¿tiene sentimientos? Me temo que no. De hecho, es como la ma-yoría de los artistas, es todo estilo, sin ninguna sinceridad. No se sacrificaría por los demás. Piensa tan sólo en la música, y todo el mundo sabe que las artes son egoístas. Sin embargo es preciso admitir que hay notas

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hermosas en su voz. ¡Qué lástima que no signifiquen na-da, ni tengan ninguna utilidad práctica!

Y entró en su habitación y se echó sobre el pequeño jergón, y se puso a pensar en su amor, y al cabo de un tiempo se quedó dormido.

Cuando la luna brilló en el cielo, el ruiseñor fue vo-lando al rosal y puso su pecho contra la espina. Cantó toda la noche con el pecho contra la espina, y la luna de frío cristal, se asomó para escucharla. A lo largo de toda la noche estuvo cantando, y la espina penetraba más y más profundamente en su pecho, y la sangre, que era su vida, fluía fuera de él.

Cantó primero el nacimiento del amor en el corazón de un adolescente y de una muchacha. Y en la rama más alta del rosal floreció una rosa admirable, pétalo a pétalo, a medida que una canción seguía a otra canción. Pálida era al principio, como la bruma suspendida sobre el río. Pálida como los pies de la mañana, y de plata, como las alas de la aurora. Como la sombra de una rosa en un es-pejo de plata, como la sombra de una rosa en el estanque, así era la rosa que florecía en la rama más alta del rosal.

Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretara más co-ntra la espina.

–Arrímate más, pequeño ruiseñor, o llegará el día an-tes de que esté terminada la rosa.

Así es que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y su canto se hizo cada vez más sonoro, pues cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella.

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Y un delicado rubor sonrosado vino a los pétalos de la rosa, como el rubor del rostro del novio cuando besa los labios de la novia. Pero la espina no había llegado aún al corazón del pájaro, así que el corazón de la rosa seguía siendo blanco, pues sólo la sangre del corazón de un rui-señor puede teñir de carmesí el corazón de una rosa. Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretara más contra la espi-na.

–Arrímate más, pequeño ruiseñor, o llegará el día an-tes de que esté terminada la rosa.

Así es que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y la espina tocó su corazón, y sintió que le atravesaba una intensa punzada de dolor. Amargo, amargo era el dolor, y más y más salvaje se elevó su canto, pues cantaba al amor que se hace perfecto por la muerte, al amor que no muere en la tumba.

Y la rosa admirable se volvió carmesí, como la rosa del cielo en el oriente. Carmesí era el ceñidor de pétalos, y carmesí como un rubí era su corazón.

Pero la voz del ruiseñor se volvió más débil, y sus pequeñas alas empezaron a batir, y un velo le cubrió los ojos. Más y más débil se tornó su canto, y sintió que algo le ahogaba en la garganta.

Moduló entonces un último arpegio musical. La luna blanca lo oyó y se olvidó del alba, y se quedó rezagada en el cielo. La rosa roja lo oyó, y tembló toda de arrobamien-to, y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco se lo llevó a su caverna púrpura de las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó a través de los juncos del río, y ellos llevaron su mensaje al mar.

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–¡Mira, mira! –gritó el rosal– ¡La rosa ya está termi-nada!

Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto en la hierba alta, con la espina en el corazón. Y al mediodía el estudiante abrió la ventana y se asomó.

–¡Mira!, ¡Qué suerte tan maravillosa! –exclamó–. ¡He aquí una rosa roja! No había visto en mi vida una rosa semejante. Es tan bella que estoy seguro que tiene un lar-go nombre latino.

Y se inclinó y la arrancó. Se puso luego el sombrero y se fue corriendo a casa del profesor con la rosa en la ma-no.

La hija del profesor estaba sentada en el umbral, de-vanando seda azul alrededor de un carrete, con su perrito echado a sus pies.

–Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja. –exclamó el estudiante–. He aquí la rosa más roja del mundo entero. La llevarás prendida esta noche cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos ella te dirá cuánto te quiero.

Pero la muchacha frunció el ceño.

–Temo que no me vaya bien con el vestido –respondió–y, además, el sobrino del chambelán me ha enviado joyas auténticas, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan mucho más que las flores.

–¡Bien, a fe mía que eres una ingrata! –dijo el estu-diante muy enfadado.

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Y arrojó la rosa a la calle, donde cayó en el arroyo, y la rueda de un carro pasó por encima de ella.

–¿Ingrata? –dijo la muchacha–. Y yo te digo que tú eres un grosero, y, después de todo, ¿quién eres tú? Sólo un estudiante. ¡Pchs! No creo que tengas ni siquiera hebi-llas de plata para los zapatos, como tiene el sobrino del chambelán.

Y se levantó de la silla y entró en la casa.

–¡Qué cosa tan necia es el amor! –dijo el estudiante mientras se marchaba–. No es ni la mitad de útil que la lógica, pues no prueba nada, y siempre nos dice cosas que no van a suceder, y nos hace creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y como en estos tiempos ser práctico lo es todo, me volveré a la filosofía y estudiaré metafísica.

Así es que volvió a su habitación, y sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer.

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EL HOMBRE DEL SACO

Sutil Venganza

(Seleccionado por Ana Mari Solana de Quesada)

Cuando de niña íbamos al Pardo o a la Dehesa de la Villa, siempre me decían que no me alejara mucho pues venía el hom-bre del saco.

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Érase una vez tres niñas muy desobedientes, a pesar

de las continuas advertencias de sus padres. Cierto día se fueron, sin permiso, a una fuente. Cuando estaban allí, apareció un siniestro hombre con un saco. Las tres co-menzaron a correr pero la pequeña se quedó atrás y el

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hombre la alcanzó, la metió en el zurrón, y le di-jo:”Cuando le dé un golpe al saco, cantarás”.

Luego fueron a un pueblo y el hombre dijo:”Canta, saco”… Entonces la dulce voz de la niña dejó a todo el mundo extasiado y el malvado ganó muchas monedas. Al día siguiente fueron a la aldea de la niña, pero el hombre no lo sabía. Y cuando el saco comenzó a cantar, los padres y las hermanas reconocieron la voz de la pe-queña. Pero no dijeron nada. Cuando terminó la actuación, los padres de la chica ofrecieron cena y aloja-miento al malvado. Y cuando estaba dormido, rescataron a la pequeña y metieron en el saco un gato y un perro.

Al día siguiente, el malvado se marchó a otro pueblo a hacer su actuación, pero por más que decía “canta, sa-co”, de allí sólo salían ladridos y maullidos. La gente del pueblo se sintió tan estafada que molieron a palos al hombre del saco. Y las niñas siempre fueron obedientes y felices.

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LA OVEJA NEGRA.

Augusto Monterroso

(Seleccionado por José Enrique Solana Bajo)

Empiezo por decir: no he rescatado este cuento de ningún fondo de la memoria. Mi relación con él viene de tiempo recien-te. Y sigo: no lo tengo, aún, entrañado, ni por “entrañable”. Dudo, pues, encontrara propio lugar en la prevista “selección”, mereciera en ella figurar, rodeado, y puesto en evidencia, por tantos otros más… “cuentos blancos”. El caso es, y aquí mi “historia” comienza, que…

Andando yo un día por Ponferrada, ya usted se sitúa, y lle-gando a su plaza principal, la dicen del Ayuntamiento, a todo esto, acompañado por mi hija Cecilia, olvidé decir, damos con un rastrillo de esos de los que yo suelo huir, otros acuden pre-surosos, y mira tú, mire usted, perdón, por dónde, entre que el tiempo sobraba —y acompañaba—, y la causa pregonada al-canzaba a conmover… entrañas a que más arriba me referí,

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remover la conciencia, decir pude también o, nos acercamos. Cachivaches aquí y allá, cuesta detenerse, ya buscamos la sali-da, alcanzándola nos retienen, frente a montañas de libros que hoy se saldan: “¡Un libro, un euro!” “¡Y mire, los cuentos, por ser para usted, ya que tanto los remira, a cincuenta céntimos! Llévese los que quiera”.

Todo es libro viejo, manidísimo, procede, nos explica una voluntaria —de “Proyecto Hombre”, olvidé decir—, de una donación del Servicio de Bibliotecas de la Junta de Castilla y León. “¿Ya no hay sitio en las bibliotecas para los libros, todo son allí ya vídeos y puestos de Internet?”, pensé, no me atreví a preguntar. Ya las manos trabajaban, moviendo libros; y la vis-ta, y la memoria —la de Cecilia, más pegada al presente, apenas alcanzaba a valorar—; de pronto: “¡Augusto Monterroso!”. “¿Quién es ese, papá?”.Fogonazo, herido, “¡ay!”. “Hojee lo que quiera, no hay problema”. “La Oveja negra. En un lejano pa-ís…” “¿Qué pasa, papá?”.

Compramos, claro que compramos, ese y otros dos, euro y medio en total; seguimos el paseo, fuimos al parque, cualquiera, y ya las estatuas de ahí, que si ecuestres o no, qué más daba, y las que recordábamos de otros parques, y plazas, y avenidas, y…, parecían otras, su nunca conocida historia, otra.

¡Augusto Monterroso!, regresó su nombre a mi memoria, no lo reencontré grabado en piedra, al pie de estatua ninguna —quizá nadie, a su muerte, fuera de su Guatemala natal, se dignara hacerla, ni por ejercitarse en la escultura—, lo vi aras de suelo, a pie de calle, en descubierto, simplemente impreso, en lomo primero, portada después, de libro que, hecho almoneda, apenas asomaba bajo otros, y salvé, probablemente, de la que-ma.

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“Libros a la calle” fue, y continúa siendo, lema y marca de loable campaña, de promoción de la lectura, que nos tiene ador-nados vagones de metro, entre otros lugares públicos, y ofrecidos a la vista, y degustación, mínimos pasajes de selecta literatura. Debo a esa iniciativa mi primer encontronazo con Monterroso, y mi siguiente interés también por él. Aquel texto, enigmático para mí, en su final, durante meses, sí, ¡vaya!, que se me quedó prendido en la memoria, grabados pues ahí aquel musical estilo, aquella agudísima indagación. Sobre la “paz doméstica”, mismo tema, leo estos días que era para San Agus-tín “la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos”. Para Monterroso, sobre su texto, que ofrezco adjunto, pienso sería, aquella paz, antes que otra cosa, una artística conquista, una ardua, si que también nobilí-sima, empresa.

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En un lejano país existió hace muchos años una

Oveja negra.

Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño, arrepentido, le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas ne-gras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

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MAR ANCHA

Alberto Solana de Quesada, mestizo de cuerpo y alma

(Seleccionado por Alberto Solana de Quesada)

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Transcurría la última década del decimoquinto siglo

cuando Gonzalo Bascuñán abrió los ojos al mundo en algún lugar de la península ibérica, más al sur de Despe-ñaperros. Hijo de cristiano viejo y judía conversa, además del precedente de una bisabuela árabe, fue amamantado por una nodriza mora de la recién conquistada Granada.

Bautizado y educado en el cristianismo, crecía mesti-zo de sangre y leche, de cuerpo y espíritu, y desde joven

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aprendía hebreo y árabe, además de castellano y latín. La formación del joven Bascuñán era rescoldo de un tiempo fructífero entre distintas culturas y religiones, cuando un sacerdote cristiano, un imán árabe o un rabino judío dia-logaban de lo humano y lo divino desde la intuición de que hablaban del mismo Dios, un Dios único y para to-dos, que moraba por igual en la iglesia, la mezquita o la sinagoga. De su padre, además de depurar el español, aprendía esgrima, equitación, gestiones de despacho y diplomacia nobiliaria. De su madre, además del amor, aprendía hebreo, respeto al distinto, higiene, nociones musicales y canciones españolas y sefardíes, acompaña-das con la vihuela, que escuchaba embelesado, unas veces de su dulce voz de mezzosoprano, y otras acompa-ñando a dúo con su voz atenorada. De su nodriza y niñera, aprendía la fantasía de los cuentos árabes, así co-mo su lengua, su filosofía y sus poemas que, acaso por su sangre árabe, identificaba como propios. Del buen Padre Guzmán, además de latín, aprendía la moral del buen cristiano que, como su propio mentor decía, no es muy distinta de la del buen judío ni la del buen musulmán.

Así fue creciendo y aprendiendo Gonzalo sin que na-die fuera consciente de su amplia y abierta formación que le llevaban a adquirir saber y sentimientos de las tres ideologías. Pero las cosas eran distintas; ya no había lu-gar para la convivencia pacífica entre las distintas culturas, sino intolerancia y revancha ante la que no cabía más que convertirse o emigrar frente a un cristianismo de espada e imposición. La cultura y la fe judía y musulma-na, fueron erradicadas, pero el joven Bascuñán no las

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erradicó de su corazón ni de su mente, porque sentía que circulaban por su sangre en un mestizaje perfecto.

Gonzalo guardaba sus conocimientos y sus queren-cias, que hubieran podido ser motivo de acusación ante los tribunales de la Inquisición, y como tal riesgo se con-virtió en peligro en forma de denuncia y proceso de investigación, optó por alejarse de su tierra natal. Recien-te aún la reconquista y la expulsión de los judíos, que vivió como amputación de parte de sus raíces, necesitaba una verdad válida para todos y sintió entonces la llama-da de Compostela, a donde caminó, no armado de caballero como correspondía a la alcurnia militar y cris-tiana heredada de su padre, sino como peregrino anónimo. Guardó sus armas, su coraza plateada y su ca-pa con la cruz de Santiago, y se enfundó la saya, la esclavina y el sombrero de ala ancha, tomó su zurrón y su báculo y se puso en camino hacia Compostela.

Descubrió así que Santiago matamoros era un inven-to militar, y que la única verdad estaba en el mensaje de un judío que vino a nuestras tierras desde Palestina, una verdad para todos más allá de conquistas y monopolios. Y paso a paso, entre fatigas y cantos, comprendió el signi-ficado de "ultreia", y cuando llegó al finisterre compostelano, no quiso quemar sus ropas, rito en el que vio la treta iniciática de morir para nacer, de purificarse para merecer descubrir una verdad oculta solo para se-lectos, porque la verdad que él encontró era una verdad sencilla y para todos, una verdad que cualquiera podía ver, sin morir ni renacer, solo con abrir bien los sentidos y el corazón. No había misterios ocultos, ni enigmas que resolver, ni señales que interpretar. Había solo el sepul-

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cro de un hombre santo que renunció a todo. La verdad del Camino es una verdad de renuncia y de entrega, esa era la verdad del peregrino en la que se identificó como cristiano. El finisterre compostelano no era el final de un camino hacia el oeste, sino el centro de una actitud humana, el corazón de un saber universal fundado en el amor que hace hombre al hombre. Ante el mar tenebroso, recordó una canción que su madre le cantaba: ¡Ay, mira que el amor es una mar muy ancha!. Y se sintió llamado por el mar.

Si estaba reciente la reconquista y la expulsión de los judíos, también lo estaba el descubrimiento de un nuevo mundo, y como aún había quien deseaba su ruina, Gon-zalo decidió continuar su camino hacia el oeste, y se embarcó hacia Cuba en busca de nuevos horizontes. Allí encontró un amigo de la familia Bascuñán, Hernán Cor-tés, que ascendía como una ola en lo político y militar, quien le enroló en su proyecto de conquista. Aunque admirador de Cortés y leal soldado suyo, fue también fiel a su pensamiento y sus antecedentes mestizos, de modo que Gonzalo Bascuñán partió como militar, pero sin afán de conquista, sino de búsqueda de una vida nueva, con el sentimiento de que acudía no para tomar, sino para dar y compartir. Así lo había aprendido de su padre cris-tiano, de su educador eclesiástico, de su judía madre conversa, y de su nodriza mora. Así lo había aprendido en el Camino a Compostela, enseñanza más allá de las culturas y las religiones que idealizó en la figura del Apóstol Santiago. Nunca creyó en el Santiago matamoros sino en el peregrino, pero en honor suyo llevó consigo los hábitos de Caballero de Santiago que nunca había llega-

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do a usar: coraza y espada plateadas y capa blanca con cruz de Santiago.

Así es como Gonzalo Bascuñán acompañó a Hernán Cortés en la conquista de la Nueva España, siendo prota-gonista del encuentro de dos mundos. En su travesía por tierras mexicanas hasta Tenochtitlán, Gonzalo descubrió una vida nueva al encontrar a la princesa azteca Xuchitl, elegida para ser sacrificada al dios Huitzilopoch-tli. La liberó de su suerte, y entre ellos nació el amor que sentían como premonición. Xuchiltl vio en Gonzalo al hijo de Quetzalcoatl que la liberaba en sus sueños, y él reconoció en Xuchitl el amor que su madre le cantaba de niño: ¡Ay, mira que el amor es una mar muy ancha!. Pi-dió autorización al padre Aguilar para bautizarla, y a Cortés para desposarla. El encuentro de las dos civiliza-ciones nacía también mestizo, dando ocasión a Gonzalo de aprender nahual y ser intérprete de Cortés ante los aztecas.

Nunca olvidaría el encuentro entre las comitivas de Cortés y Moctezuma en la calzada entre aguas que se introducía en el recinto sagrado de Tenochtitlán, ni las palabras intercambiadas, que Gonzalo Bascuñán tradujo del nahual al castellano y del castellano al nahual. “Señor y heredero de Quetzalcoatl” –dijo primero Moctezuma- “habéis vuelto a vuestro país y a vuestro pueblo; aquí está vuestra ciudad, en vuestras manos la entrego”. Y Cortés respondía: “Señor, vos sois el monarca de esta tie-rra que es vuestra, habláis como soberano noble y generoso; nada vengo a quitaros, sino enviado por mi señor el rey de España; os agradezco que hayáis salido en mi encuentro.”

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Verdadera epopeya histórica llena de luces y sombras, Gonzalo Bascuñán protagonizará un suceso insólito que le marcaría para siempre. En el lugar de Otumba, con un ejército diezmado, sin apenas caballos, y las armas de fuego enmudecidas por falta de pólvora, desbordados por la fatiga, las heridas, el hambre y la falta de sueño, las escasas tropas de Cortés se resignaban a un final seguro. Gonzalo recordó entonces el uniforme de Caballero de Santiago nunca estrenado. Lo llevaba con su impedimenta militar, siendo de los pocos soldados que, ignorando tesoros, prefirió salvar su montura y su equi-paje. El suyo era un flamante caballo blanco andalusí. Intuyó que había llegado el momento de estrenar estas ropas antes de morir, y así apareció en escena un caballe-ro con coraza y espada plateadas, y su capa con la cruz de Santiago ondeando al viento, sobre un corcel blanco. Todos a una creyeron que el Apóstol Santiago venía a capitanearlos, como muchos lo creyeron en el pasado. A través de Gonzalo Bascuñán Santiago Apóstol cabalgó por tierras mexicanas. Nunca ocurrió el milagro en el que todos quisieron creer, y la victoria llegó de modo insos-pechado, fruto de un cambio de ánimo y de suerte, como tantas veces ocurrió en la historia de la humanidad.

Y nació Rodrigo Bascuñán, hijo de Gonzalo y Xuchiltl, primogénito de primogénito y mestizo de mes-tizo. El Viejo Mundo hervía en ascuas mestizas alumbrando un Nuevo Mundo mestizo desde su naci-miento. La búsqueda y el encuentro son mestizos. La verdad es mestiza. La vida y el amor son mestizos.

¡Ay, mira que el amor es una mar muy ancha!, le can-taba Xuchiltl a su hijo mestizo.

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EL GUSANO

Autor desconocido

(Seleccionado por Alejandro Solana de Quesada)

Una mañana cualquiera, de estas primeras semanas de sep-tiembre, yendo en el coche seleccioné caprichosamente un programa de radio en el que se estaba desarrollando una tertu-lia literaria en la que se comentaba la temática vital y poética de las “obras maestras”. Un tertuliano (del que no recuerdo su nombre) apuntó que el cuento, aunque obra menor, merecía las mismas distinciones y calificativos que las obras mayores y que iba a resumir un cuento (del que tampoco recuerdo el autor) que le había causado gran impresión por su belleza e intención.

La intención de este cuento es transmitir la siguiente clara y sencilla idea real o fantástica: “para conseguir lo que se pre-tende conseguir hay que desearlo con todas las fuerzas”.

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En la tertulia se continuó comentando por unos que hay autores que apuestan porque las fuerzas de la naturaleza se reordenan en función de los deseos más fuertes. Y por otros lo apropiado del cuento para temporadas con crisis personales o colectivas

Aquí va mi versión del cuento.

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En una comunidad de gusanos la vida se desarro-

llaba de una forma muy ordinaria y monótona. En general se dormía durante un periodo del día y se traba-jaba durante otro, desarrollándose además de forma metódica el resto de actividades complementarias; estan-do limitado el espacio vital a un paisaje y a una dimensión muy determinada

Un día, entre la población más joven, uno de los gu-sanos que estaba realizando una actividad cualquiera miró hacia arriba, hacia el cielo, y se quedó estupefacto al ver, al final de un tallo de la mata en la que estaba labo-rando, algo que le pareció no solo bonito sino lo más bello que había visto en toda su vida ¡una flor!

Desde ese día la vida cambió para este gusano espe-rando siempre el momento de verla.

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Al poco tiempo deseó además acercarse a ella y be-sarla, y todos esos momentos en los que la veía no se cansaba de analizar la forma de hacerlo aunque la altura a la que se encontraba hacía la operación muy difícil, y casi imposible

Se lo comentó a sus amigos, pero estos le desanima-ron unos y se burlaron otros insistiéndole en la locura de su intención y en la falta de realismo de su deseo dada la limitación inevitable que parecía imponer la cruel reali-dad

Nuestro gusano no se desanimó, sino todo lo contra-rio, y un día ni corto ni perezoso se encomendó a quien pudo y se puso a la tarea subiendo de rama en rama tra-tando de alcanzar el tallo y su flor

La primera vez no calculó sus fuerzas y cuando llegó la noche y el sueño, aunque trató de abrazarse lo más fuerte posible a la rama en la que estaba, se precipitó al suelo

Al día siguiente todo fueron risas y burlas pero él vol-vió a insistir enseguida tratando de perfeccionar su plan intentando llegar al final del día a puntos más seguros como los correspondientes al nacimiento de nuevas ra-mas o hojas en las que él se podría anillar o acodar entre dos extremos que le permitiese pasar la noche.

Pero parece que las risas fueron una constante porque a las mañanas siguientes de cada intento siempre volvía a aparecer en el suelo al precipitarse durante el sueño.

Nuestro gusano parecía como ausente de todo dado el grado de concentración en el que se encontraba per-

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manentemente tratando de dar con la solución definitiva que le hiciese realizar su deseo. Por las noches o no dor-mía o sus sueños eran versiones diferentes sobre continuas tentativas en pos de llegar a ese tallo.

Y una mañana los que se quedaron boquiabiertos fue-ron sus amigos y toda la comunidad porque nuestro gusano lo consiguió. Su deseo había sido tan grande, tan grande, que tras una noche en la que había hasta llorado le brotaron ¡alas! Y ante todos los demás se elevó con la aurora y se acercó a su flor pudiéndola besar y cumplir así lo que más había deseado en toda su vida

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EL CIRCO

Dictado por Luís Solana de Quesada a Rafael Solana de Quesada el 29 de enero de 1978.

(Seleccionado por Luís y Rafael Solana de Quesada)

Como decía Paco Gandia, esto no es un chiste sino un “echsso verídico”. Frisaba por aquel entonces la edad de 13 años, cuando con la habitual dejadez de la adolescencia dejaba para última hora los deberes que eran los de menor apetencia, y el redactar nunca fue uno de mis fuertes. Afortunadamente, el horario escolar era de jornada partida, contando con unas gene-rosas horas a mediodía para comer, y que en caso de necesidad, como este, valían también para rematar trabajos pendientes, o para hacerlos al completo. Expuesto mi problema de tener que presentar una redacción de tema libre a las cuatro de la tarde del mismo día, en el entorno de la mesa, enseguida me sentí tranquilizado, al oír la espontánea creatividad de Luís, quien a modo de dictado reveló una historia sobre el triste final de la existencia de un circo.

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A lo largo de la lectura de este “cuento” podréis adivinar que lo más difícil no fue la propia creación, que por supuesto tuvo su mérito, sino su exposición en público, sin embargo esto no me amedrentó pues a pocos minutos del límite era la única historia que podía presentar. La presentación me tocó esa mis-ma tarde. Siempre tuve fama de serio, por lo que durante de la lectura, el resto de compañeros se dividían entre sonrisas y ex-pectación, hasta que se llegó al momento cumbre, aunque sea por lo macabro o mejor dicho morboso. Cuando pronuncié “... el público se divertía..”, la audiencia estalló en carcajada, y ante el desorden, el profesor decidió interrumpir la exposición, mandándome al pupitre.

Ya sin más os dejo disfrutar de esta excelente historia, cuyo mérito es exclusivo de su autor Luís. Con estas palabras sólo quería introducir el contexto y las circunstancias que la rodea-ron.

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Estamos en el siglo

XXI.

Las ciudades ya no son como antes, son conglome-rados y bloques de

hormigón donde parece que no hay vida; y, en definitiva

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es el sitio menos indicado para la existencia de un circo. Pero he aquí que un grupo de valerosos artistas circenses siguen ejerciendo su profesión con los pocos medios de que disponen. Bueno, no tan valerosos porque en reali-dad no tienen posibilidades de hacer otra cosa.

Dejémonos de rollo y presentemos a los artistas: Mariano el enano; Carioco el payaso; Nepomuceno el tra-pecista; y Manolito alias “Sandokán”, antiguo doma-dor de los feroces tigres de la Malasia, y digo antiguo porque a los feroces tigres se los llevó una gripe el año pasado; pero todavía es domador, pues queda un león que, aunque tuerto, ruge cuando le dan algo que llevarse a la boca, que no es todos los días. Ya ven la situación del circo, que apenas tiene para satisfacer sus primeras nece-sidades. Se intuye fácilmente el final trágico al que está destinado. Parece que, además de la escasez, todas las desgracias van a caer sobre él.

Y como era de esperar llegó la última función. Ese día fue bastante gente y con el dinero recaudado tendrían, así lo parecía, unos días muy felices. Salió Mariano el enano presentando los números que se iban a realizar esa tarde. La actuación de Nepomuceno era muy brillante, el núme-ro daba a su fin con un triple salto mortal; subrayo lo de mortal, porque en verdad que fue mortal. Los hechos fueron catastróficos y mejor es no contarlo. Sus restos se los dieron al león, que se puso muy contento, y recobró todo su salvajismo de la selva y esto tuvo fatales conse-

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cuencias, pues el número de Manolito el Sandokán fue verdaderamente trágico, macabro, sangriento, sádico; el público se divertía como nunca, echaban monedas a la arena, lástima que no se pudiese repetir. Esto fue dema-siado para el pobre corazón de Carioco el payaso, que dejó de funcionar en ese momento, y por si fuera poco y para mayor recochineo, el enano ya no es tan enano, pues comenzó a crecer, y todavía no ha parado, fue el triste final del circo.

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FIGURITAS DEL BELÉN

Conchita Solana Villamor.

(Seleccionado por Carmita Solana Villamor)

Desde que leí el comunicado de la Comisión, la idea de José Mari de aportar el cuento que cada uno eligiera para nuestra particular colección, me entusiasmó y quise encontrar el mío.

Ha ido pasando el tiempo; he leído siempre con gusto los que veníais aportando y, al borde ya de la Navidad, rebuscando, me he encontrado con uno que sobre el tema había escrito Con-chita para un colegio de párvulos de Navarra, en tiempos en que ella viajaba como regional del Norte.

Creo que tiene mucho encanto y con él rindo un entrañable recuerdo a esa sensibilidad suya que tan bien escondía.

Helo aquí ….

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Mi Nacimiento es como todos. Musgo, casitas de

corcho, nieve blanca, blanquísima y escarcha como cristal ..

Tiene caminitos de serrín que no se cubren de nieve no sé por qué. Vienen de lejos y de sitios muy distintos, pero todos terminan ahí, en el Portal de Belén.

Dentro, en el portal, ante el Niño, están la Virgen y el bendito San José que contempla a los dos mudo de asombro. Andando por los caminos de serrín y delante de las casitas de corcho, hay figuritas de barro...

¿Os parece que el barro siente? Yo siempre he creído que sí. ..

Me parecía verlo reír en los pastores que se acercaban al portal, hacerse solemne en los Reyes, blando, suave y blanco en los corderillos...

Y llorar su desgracia en las figuras innobles de Hero-des y los soldados...

Esto lo creía yo siempre. Pero un día lo vi.

Yo, que llevaba ya un rato durmiendo, me había ba-jado de la cama. Quería estar junto al Nacimiento cuando no hubiera nadie. No hice nada de ruido para que no me oyeran y, pasito a paso, llegué hasta la sala en la que los mayores nos habían puesto el Belén.

Junto al riachuelo, en el lugar en que éste se ensan-chaba en un estanque de papel de plata, se oía llorar

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suavemente. La lavanderita que estaba siempre inclinada sobre el agua, levantaba a escondidas su mano para se-carse las lágrimas. Y un pastorcito, que iba alegre hacia el portal, le preguntó como en un murmullo:

- ¿Lloras en esta noche?

- Sí. Me han hecho solo para estar en el río. ¡Yo quiero llevarle mi ropita al Niño!...

- Si yo pudiera cambiarte de forma...

El pastorcillo llegó hasta el portal. Besó los pies del Niño, entregó su presente y... no pudo olvidar a la lavan-derita del río: Le dijo a la Virgen un recadito al oído. La Virgen, que es Madre, comprendió muy bien y sonrió:

- Dile que venga.

- No puede...

- Sí, yo quiero.

El pastorcillo volvió al río cuando todavía lloraba la lavandera. Esta sintió que su barro se estremecía por algo desconocido que le hormigueaba en las rodillas.

- La Virgen te llama...

- ¿Podré ir yo?

- Prueba...

Probó y ¡se podía levantar!. ... Dio un paso y ¡SUS piernas la sostenían!

Todo fue rápido. En su canastilla tenía la ropa más blanca. Tenía que ser para el Niño...

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El caminito de serrín tembló de alegría al sentirse pi-sado por aquellos pies que antes no sabían andar. La lavanderita, con su canasto a la cabeza, voló hasta encon-trarse con el Niño, junto a la Madre.

En el cielo cantaban los ángeles. En la tierra, zagales y pastoras festejaban al Niño... Ella -pobre- un poco cobar-de, no se atrevía a acercarse... La Virgen le abrió camino cuando le dijo:

- ¿Me das una camisita para mi Niño?

Ella se la dio. Y, además, le dijo al oído a la Virgen:

- ¿Tú crees que el Niño querrá también mi corazonci-to? Sólo es de barro...

- Sí lo quiere. Pónselo dentro.

¡No os riáis! La lavanderita de mi Nacimiento sigue lavando siempre la ropa...

Pasan los pastores y van al Portal. ..

Ella no llora, aunque lo que hace solo es lavar la ropi-ta en el estanque de papel de plata. Su corazón lo dejó a los pies del Niño y ahora, siempre, su barro, pintado de colores vivos, parece que ríe...

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CALIXTO, EL CALAMAR MÁS LISTO

Gloria Fuertes

(Seleccionado por Cecilia Solana González, con redacción de José Enrique Solana Bajo)

POR DELANTE, LA ANÉCDOTA: «De dónde acá nos vino…». Juntos, Cecilia y yo, hemos visitado varios acuarios. De entre ellos, el más espectacular, seguramente, el Oceanogrà-fic, de Valencia, en viaje que hicimos con la familia hace ahora, estos días, seis años, nada menos. Imposible pues que por en-tonces Cecilia leyera cuentos sola. Aunque ya iba teniéndolos. Y empezaba a tomarlos prestados, cuando no incluso los oía contar, en la biblioteca… Durante tiempo, semanas, Cecilia ha venido insistiéndome, una vez hubo elegido el cuento que que-rría compartir con todos vosotros, y cuya pista, pero, tenía, mientras, perdida, que fue en Valencia donde, casi con la nariz apoyada en el grueso cristal del enorme estanque por el que aquel pez se movía, le vino como en revelación, de una lectura

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reciente, la frase: “¡Madre del amor hermoso, qué rostro más horroroso!”. Bautizó (un decir, ¡claro!) como “pez horroroso” a aquel “bicho feo”, continuó la visita, dejó pasar seis años, y ahora… que qué cuento era aquel. ¡Casi nada! “Por el hilo se llega al ovillo”, sí, pero… “El que guarda, halla”, sí, pero… ¿Lo buscado? En la estantería de la habitación de Cecilia, lomo de libro que no hay que desempolvar: “Gloria Fuertes. Un cuento para cada día de la semana”. “¡Sí, puede ser!”. “¡Sí, sí,…, sííííííí!”. Fue solo pasar unas páginas y ya sentir buena la premonición y ya, enseguida, las figuras ayudaban, llegar a lo buscado. “¿Calixto era?”. “Pues lo sería”. “Pero este libro te lo regaló Carmita en 2004, un año después de nuestro viaje a Valencia”. “Pues no sería en Valencia”.

AHORA, LA ‘MICROCRÍTICA’: «Amor con amor se paga». La relación de Cecilia con “La Mar de Letras”, librería del barrio (más información en www.lamardeletras.com), viene de antes de hacerse lectora, de antes, pues, de 2004 y de 2003. Ahí asistió a talleres donde los libros eran protagonistas: se dejaban abrir, hojear, leer en voz alta, escenificar, …, y comen-tar, y, pues, gustar. La animación a la lectura lo era también al ejercicio de la crítica literaria: había, sí, que quedar, siempre, en disposición de contar a otros el cuento leído, recordándolo; pero también de opinar sobre él, valorándolo, de decir la impresión producida, el aprecio en que quedaba uno teniéndolo, de orien-tar a otros hacia él, señalarle los méritos, recomendarlo: “te gustará”. Un concurso de crítica literaria para niños (de hasta 12 años) se convocaba, y convoca, anualmente por esa librería. Como es propia “microcrítica” lo que buscan recibir, limitan la extensión de ella: “ni menos de 10 líneas (escritas a mano, si el microcrítico tiene buena letra, o a máquina) ni más de 30”. El caso es que después de haber dejado dicho arriba, en encabeza-miento de este largo párrafo: “Ahora, la microcrítica”, ya está

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excedido el primer prudente límite y aún no introducido ni un solo elemento crítico. Va, pues, la confesión: nunca Cecilia llegó a participar en tal concurso. Un intento hubo, sí: la obra fue seleccionada y leída (“Matilda”, de Roald Dahl), el trabajo co-menzado, oncelíneas escritas… Los plazos de presentación nos vencieron, faltó empeño, un plumazo final, no sé, algo, el ejer-cicio, con todo, al menos de ensayo, sirvió, quedaron aquellas líneas, que así empezaban: “Lo fantástico de este fantástico li-bro…”.

AHORA, EN SERIO, «¡MADRE DEL AMOR HER-MOSO!», LA ‘MICROCRÍTICA’: «¡Pasen, pasen!, ¡pasen y lean!». Gloria Fuertes es (”fue” pero para nosotros “es”) autora que, uno al otro, Cecilia y yo, nos tenemos bastante re-comendada (o tal vez solo “teníamos”, no sé). Argumentos nos hemos dado el uno al otro (insisto en el doble masculino, espe-rando no choque, como van las cosas), argumentos, decía, nos hemos dado, nos tenemos dados, intercambiados, ya a libro abierto como cerrado, nos tenemos tan insistidos, o sea, en es-tima de la autora y su estilo, que aquí, espero, en las líneas que me faltan, fácilmente podré ya glosar (como ni de uno ni de otro -insisto en el doble masculino -sino de “ambos”- por supuesto, o ¿cómo lo diría usted?-). El caso es que prometí a Cecilia es-cribir estas líneas a la manera de Gloria Fuertes, Dios la tenga en su Ídem, y no se me logra. Probaré en lo que sigue, líneas que ya me van quedando pocas, a hacerlo (escribir) a la aproxi-mada manera posible, entonces, de su buen discípulo “Calixto, el calamar listo”; cuyo apodo sin embargo era “el tintero”, ya lo leeréis enseguida, porque “tenía tinta para rato e ideas no le faltaban”; porque cuando, así, “en alta voz y en alta mar” leía los cuentos que (para) él (Gloria) escribía, “todos sus hermanos los cefalópodos” se reían del más pintado de todos los peces de colores nunca protagonista de doquiera cuento escrito, en su-

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perficie como bajo ella, en seco como en mojado; y, ya puestos, del más pintado de los que de incluso reales espinas y carne, nadadores en acuario más o menos grandioso, de esos de los que unos pagan por ver y otros por no ver, el caso es pagar. Y ahora sí, pensando ya en acabar, que no me quedan líneas, la “reco-mendación” (así, en singular, por lo dicho; ¿o era “moraleja”, que ya me he hecho un lío?): “En la línea de “Romeo y Julieta” pero con final feliz. No te lo pierdas. Corre y léelo… ¡ya!. La-mentarás, si no, que otro venga (esposo, esposa, padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano, hermana, hijo, hija, padrastro, madrastra, hijastro, hijastra, suegro, suegra, yerno, nuera), y te lo destripe. Hazlo por tu bien. Si has llegado hasta aquí leyen-do, si pudiste con esta “Introducción”, no lo dudes, ¡lánzate!, lo peor ya pasó. Ahora es música todo, y de la buena”.

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Esto era un calamar

que nació en el mar.

Nació entre rocas y erizos,

voy a contar lo que hizo.

Se llamaba Calixto el listo.

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En el colegio del fondo del mar era el primero de la clase nuestro calamar (el último era el «del-fín»).

El maestro, que era un besugo, no le llamaba «Calixto el listo», le llamaba «Calixto el tintero», porque tenía más tinta que sus compañeros.

Calixto, el calamar, era feliz por el mar, tenía los bra-zos muy largos, hubiera triunfado jugando al baloncesto, pero le gustaba escribir cuentos, tenía tinta para rato e ideas no le faltaban, el calamar era muy gracioso e ima-ginativo, escribía cuentos de sirenas-princesas, de estrellas de mar y de peces de colores… Cuando leía, en alta voz y en alta mar, todos sus hermanos los cefalópo-dos se reían de los peces de colores.

En el colegio del fondo del mar, Calixto el calamar se hizo amigo de una pulpa muy graciosa llamada Pepita, con la que salía a pasear al parque de corales y a la que quería mucho, tanto que para ella inventaba versos y le cantaba:

—Pulpa de tamarindo qué dulce eres… No crezcas que me harás daño, quédate como estás, de mi tamaño.

—¡Qué cosas más bonitas me dices, Calixto mío, pa-rece mentira que seas un calamar! ¿Es que acaso me quieres?

El calamar contestó más rápido que el mar (que era su pueblo).

—Claro que te quiero, pulpita mía, aunque no somos como Romeo y Julieta, y cuando seamos mayores no nos podremos casar, porque tú eres de la familia de los Pul-pos y yo de la familia de los Calamares, y no es que

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nuestras familias se odien, como los humanos, es cues-tión de la naturaleza, nadie tiene la culpa, pulpa, tú te harás muy grande, tus tentáculos (perdón), tus ocho bra-citos de hoy, serán el terror de los navegantes y yo, me quedaré como estoy, hecho un enano calamar… Pero ahora, cuando te veo, mi corazón me palpita, pulpita Pe-pita, daría toda mi tinta por ti.

Y así fue.

Como bajo el mar sucede lo mismo que sobre la tie-rra, cuando el calamar y la pulpa (Calixto y Pepita) más felices estaban, riendo, jugando a «hacerse un lío», entre-cruzando sus dieciséis brazos o patas (que en realidad se llaman tentáculos)…

El calamar gritó:

—¡Cuidado, Pulpa de Tamarindo!

—¿Qué hago? Lpreguntó la pulpa.

—Tú nada.

La pulpa nadó y su calamar la salvó, dando toda su tinta (casi su vida) por ella.

Porque, cuando el calamar Calixto descargó toda la tinta de su cuerpo y nubló los ojos del feroz cetáceo (pez grande), el feroz pez grande, como no veía ni gota en el mar, se enfureció y dio al calamar Calixto un fuerte cole-tazo —con la cola, claro— que le dejó sin sentido de la orientación.

Calixto no sabía dónde estaba.

—¡Ay, ay! ¡Qué dolor, qué pena!… Me veo escayola-do, ese bestia de ballenato me ha roto, por lo menos, tres

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tentáculos… ¡Ay, qué mal ando —digo—, qué mal nado! ¡No puedo girar!… ¡Ay, ay, ay!

Gracias a que pasó por allí un hipocampo (caballito de mar de alquiler) y se subió en él, el hipocampo le llevó hasta su roca.

—¿Qué habrá sido de mi pulpa, pulpita Pepita? —se preguntaba.

Nada. Nada. Nada. De su pulpa, pulpita Pepita, el ca-lamar no volvió a saber nada.

Pasó el tiempo, el mar seguía igual en su sitio como siempre, azul, con sus olas azules por arriba y sus peces rojos por abajo. Calixto, el calamar, no seguía igual, cam-bió de sitio y de estado, se casó con una calamara de su edad y tamaño y tuvieron muchos chipirones.

Hace unos días, estando el calamar Calixto «pescan-do» chanquetes, se le acercó una cosa enorme que intentaba estrangular a una serpiente de mar. Calixto, el calamar miraba la escena asustado y asombrado…

El gigantesco monstruo, al ver a Calixto, el calamar, soltó su presa.

—Soy Pepita —dijo el gigantesco pulpo (que era pul-pa) y casi llorando desapareció entre las rocas.

—¡Madre del amor hermoso, qué rostro más horroro-so! —dijo el pequeño calamarcito al ver a su exnovia hecha una vaca marina con ocho patas—. ¡Anda —digo, nada— que si me llego a casar con la pulpa Pepita hubié-ramos sido la brisa del barrio boquerón!

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El calamar Calixto tenía corazón y reconoció que la seguía queriendo.

—¡Quiero encontrarla, que seamos amigos!

Calixto pensó que ni el color ni el tamaño tiene que ver con quererse.

—Yo, ocho centímetros de alto, y pulpa ¡dos metros!, pero ¡qué importa! ¡La quiero!

—Me salvaste la vida, calamarcito dulce. Yo también te quiero —dijo la pulpa apareciendo.

Y nació la amistad.

La pulpa abrazó con sus ocho tentáculos al pequeño calamar.

Y sonó la música del mar.

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EL ENFERMERO DEL «CHACHO»

Edmundo de Amicis

(Seleccionado por Paco Solana Villamor)

Nuestro gran Cervantes dirigió a su mecenas el Duque de Lerma, una carta que comenzaba de esta manera:

Puesto ya el pie en el estribo

y en las ansias de la muerte,

gran señor, ésta te escribo.

A Cervantes se le acababa la vida y a mi se me acaba el año sin escribir la carta que decidí escribir en cuanto conocí la magnífica idea de “Cuéntame un cuento”.

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La decisión estaba tomada, pero ha pasado lo que desgra-ciadamente es habitual, que van pasando los días y la decisión no se convierte en algo real. Desde el principio no tuve duda alguna de cuál era el cuento que yo debía animar a leer: “Cora-zón”, el cuento que yo leí de niño y del que guardaba un gratísimo recuerdo, aunque no lo había vuelto a leer.

La primera dificultad consistía en que no conservaba el cuento, y al no encontrarse ya en librerías convencionales, tuve que emprender la tarea de buscarlo en librerías de viejo. Aquí me sirvió de gran ayuda una página web a la que ya había acu-dido en otras ocasiones cuando quise encontrar un libro agotado: www.iberlibro.com.

Entre las librerías que tenían este libro se encontraba una de la calle Montera, a donde me dirigí.

El librero, en cuanto oyó mi petición, me hizo una completa descripción de las sucesivas ediciones que se habían hecho de este libro y me comentó que aún es uno de los que recibe más solicitudes.

Todo contento con mi libro, me fui con él a casa y me puse a releerlo.

¡Oh desilusión…! ¿Cómo podría haberme gustado tanto aquel libro como para acordarme de él toda mi vida?. Ahora lo veía fuera de onda, blandengue, abusando de situaciones lasti-meras para suscitar emociones fáciles en espíritus sensibleros. …Pero a pesar de eso, lo acabé.

Después de releído el libro, me puse a pensar en las cau-

sas por las que al cabo de tanto tiempo me había sentido

defraudado en mi recuerdo y llegué a la fácil conclusión de

que era yo y la sociedad que me rodea los que habíamos cam-

biado.

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Pero, ¿todo ha cambiado de tal manera que hace in-servible aquello a lo que antaño concedí tanto valor?. No puede ser. Me vino a la cabeza lo que me ocurre cuando salgo de Madrid y llego a San Rafael; al salir del coche noto algo raro al respirar, mis pulmones ex-trañan la composición del aire serrano. Lo normal es el aire de Madrid, lo anormal es el de San Rafael. ¿Qué es “lo normal”? ¿Lo que más

abunda o lo mejor?. Tuve que reconocer que en las historias de este libro se enseñan una serie de valores que siguen mante-niendo su vigencia, aunque nos vayamos acostumbrando a verlos desaparecer. Es posible que el material empleado para resaltarlos haya perdido actualidad, pero los valores están ahí y deben permanecer.

El libro fue escrito en 1887 y es el diario de un niño italia-no que acude a la escuela pública y va narrando lo que le ocurre cada día. Una vez al mes, en la escuela se lee un cuento que el niño incorpora a su diario. Ante la necesidad de la brevedad, he elegido uno de estos cuentos para presentároslo, pero si podéis, leer el libro entero. No os pesará.

Aquí tenéis el cuento,

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En la mañana de cierto día lluvioso de marzo, un

muchacho vestido de campesino, calado de agua y lleno de fango, con un envoltorio de ropa bajo el brazo, se pre-sentaba al portero del Hospital Mayor de Nápoles, a preguntar por su padre, con una carta en la mano. Tenía hermosa cara ovalada de color moreno pálido, ojos ape-sadumbrados y gruesos labios entreabiertos, que dejaban ver sus blanquísimos dientes. Venía de un pueblo de los alrededores de la ciudad. Su padre, que había salido de casa el año anterior; para ir en busca de trabajo a Francia, había vuelto a Italia y desembarcado hacía pocos días en Nápoles, donde enfermó tan repentinamente, que apenas si tuvo tiempo de escribir cuatro palabras a su familia para anunciarles su llegada y decirles que entraba en el hospital. Su mujer, desolada al recibir la noticia, no pu-diendo moverse de casa porque tenía una niña enferma y otra de pecho, había mandado al hijo mayor con algunos cuartos para asistir a su padre, a su «chacho » como solía llamarle.

El muchacho había andado diez millas de camino. El portero, ojeando la carta, llamó a un enfermero para que llevase al muchacho donde estaba su padre.

—¿Qué padre? –preguntó el enfermero.

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El muchacho, temblando por temor a una triste noti-cia, dijo el nombre.

El enfermero no recordaba tal nombre.

—¿Un viejo trabajador que ha llegado de fuera? –preguntó.

—Trabajador, sí –respondió el muchacho, cada vez más ansioso–: pero no muy viejo. Sí, que ha venido de fuera –

—¿Cuándo entró en el hospital? –preguntó el enfer-mero.

El muchacho mirando la carta: Hace cinco días, creo.

El enfermero se quedó pensando un momento; luego, como recordando de pronto:

—¡Ah! –dijo–, la sala cuarta, la cama que está en el fondo.

—¿Está muy malo? ¿Cómo está? –preguntó ansiosa-mente el niño.

El enfermero le miró, sin responder. Luego, dijo:

—Ven conmigo.

Subieron dos tramos de escalera, dirigiéndose al fon-do del ancho corredor, hasta encontrarse frente a la puerta abierta de un salón con dos largas filas de camas.

—Ven –repitió el enfermero entrando.

El muchacho se armó de valor y le siguió, echando miradas medrosas a derecha e izquierda sobre los sem-blantes blancos y consumidos de los enfermos, algunos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían muertos;

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otros miraban al espacio con ojos grandes y fijos, como espantados. Algunos gemían como niños. El salón estaba oscuro; el aire impregnado de penetrante olor de medi-camentos. Dos hermanas de la Caridad iban de uno a otro lado con frascos en la mano.

Habiendo llegado al fondo de la sala, el enfermero se detuvo a la cabecera de una cama, abrió las cortinillas y dijo:

—Ahí tienes a tu padre.

El muchacho rompió a llorar, y dejando caer la ropa que traía bajo el brazo, abandonó la cabeza sobre el hom-bro del enfermo, cogiéndole con su mano el brazo que tenía extendido inmóvil sobre la colcha. El enfermo no hizo movimiento alguno.

El muchacho se irguió; miró otra vez a su padre y rompió a llorar de nuevo. El enfermo le dirigió una larga mirada, y pareció reconocerlo. Pero sus labios no se mo-vieron. ¡Pobre «chacho»! ¡Qué cambiado estaba! El hijo no le había reconocido. Tenía blancos los cabellos, crecida la barba, la cara hinchada, de color rojo encendido, con la piel tersa y reluciente, los ojos muy chiquitos, los labios gruesos, toda la fisonomía alterada; no conservaba suyo más que la frente y el arco de las cejas. Respiraba angus-tiosamente. –¡«chacho»! ¡«chacho» mío! –dijo el muchacho–. Soy yo, ¿no me reconoces? Soy Cecilio, tu Cecilio que ha venido del pueblo enviado por mi madre. Mírame bien: ¿no me reconoces? Dime una palabra si-quiera.

Pero el enfermo, después de mirarle atentamente, ce-rró los ojos.

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—¡«Chacho»! ¡«chacho»! ¿Qué tienes? Soy tu hijo, tu Cecilio –el enfermo no se movió, y continuó respirando con mucho afán.

Entonces, llorando, tomó el muchacho una silla y se sentó, esperando, sin levantar los ojos de la cara de su padre. «Pasará algún médico haciendo la visita –pensaba– y me dirá algo». Sumergido en tristes pensa-mientos, recordaba tantas cosas de su buen padre el día de la partida, cuando le había dado el último adiós en el barco, las esperanzas que la familia había fundado sobre aquel viaje, la desolación de su madre al recibir la carta;; pensó también en la muerte: veía a su padre muerto, a su madre vestida de negro, a la familia toda en la miseria. Así pasó mucho tiempo. Una mano ligera le tocó en el hombro, y se estremeció: era una monja.

—¿Qué tiene mi padre? –le preguntó.

—¿Es éste tu padre? –dijo dulcemente la hermana. Sí, es mi padre; acabo de llegar. ¿Qué tiene?

—Ánimo, muchacho –respondió la monja–. Ahora vendrá el médico.

Y se alejó sin decir más.

Al cabo de media hora se oyó el toque de una campa-nilla y vio que por el fondo del salón entraba el médico, acompañado de un practicante; la monja y un enfermero le seguían. Comenzó la visita, deteniéndose en todas las camas. Tanta espera le parecía eterna al pobre niño, y a cada paso que daba el médico crecía su ansiedad. Llegó finalmente al lecho inmediato. El médico era un viejo alto y encorvado, de fisonomía grave. Antes de separarse de

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la cama inmediata, el muchacho se puso en pie, y cuando se le acercó rompió a llorar. El médico le miró. Es hijo del enfermo –dijo la hermana de la Caridad–, y ha llegado esta mañana del pueblo. El médico apoyó una mano so-bre el hombro del muchacho; se inclinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente, e hizo algunas pregun-tas a la hermana, la cual respondió: –Nada nuevo. Quedó pensativo, y luego dijo: Continuad como antes. El chico tuvo valor para preguntar con voz lacrimosa: ¿Qué tiene mi padre?. Ten valor, muchacho –respondió el médico, poniéndole nuevamente la mano en el hombro–. Tiene una erisipela facial. Es grave, pero todavía hay esperan-za. Asístele. Tu presencia le puede hacer bien. Pero si no me reconoce, exclamó el niño lleno de desolación. Te re-conocerá mañana..., quizá. Debemos esperarlo así: ten ánimos. El muchacho hubiera querido preguntar más cosas, pero no se atrevió. El médico siguió adelante, y el niño comenzó la vida de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba la mano al enfermo, le espantaba los mosquitos, se inclinaba hacia él siempre que le oía gemir, y cuando la hermana le traía de beber, le quitaba el vaso y la cucharilla para dárselo con su propia mano. El enfermo le miraba alguna que otra vez, pero sin dar señales de haberle reconocido. Sin em-bargo, su mirada se fijaba por más tiempo, sobre todo cuando el niño se limpiaba los ojos con el pañuelo. Así pasó el primer día. Aquella noche el muchacho durmió sobre dos sillas, en un ángulo del salón, y a la mañana siguiente volvió a emprender su piadoso trabajo. Al se-gundo día se notó que los ojos del enfermo revelaron un principio de conciencia. La cariñosa voz del niño parecía que hacía brillar por el momento vaga expresión de grati-

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tud en sus pupilas, y en cierta ocasión movió algo los la-bios, como si quisiera decir algo. Después de cada período de somnolencia, abriendo mucho los ojos busca-ba a su enfermero. El médico le había visto dos veces, y notó alguna mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el vaso a la boca, creyó el chico que una ligerísima sonrisa se había deslizado por sus labios hinchados. Comenzó con esto a reanimarse y a tener alguna esperanza; así que, creyendo que le podría entender, a lo menos confusamente, le hablaba de su madre, de las hermanas pequeñas, de la vuelta a su casa, y le exhortaba para que tuviera valor, con palabras llenas de cariño. Aun cuando a menudo dudase de ser comprendido, sin embargo seguía hablan-do, porque creía que el enfermo escuchaba con placer su voz y la entonación desusada de afecto y tristeza de sus palabras. De esta manera pasó el segundo día, y el terce-ro, y el cuarto, en alternativa continua de ligeras mejorías y de retrocesos imprevistos. El muchacho, absorbido por entero en los cuidados de su padre, y sin tomar más ali-mento que algunos bocados de pan y queso, que dos veces al día llevaba la hermana de Caridad, no advertía casi lo que a su alrededor pasaba; los enfermos moribun-dos, las hermanas que acudían precipitadamente por la noche, los llantos y demostraciones de desolación de los visitantes que salían sin esperanza, todas las escenas lú-gubres y dolorosas de la vida de hospital, que en cualquiera otra ocasión le habrían aturdido y horroriza-do. Las horas, los días pasaban y él siempre firme al lado de su «chacho», atento, ansioso, conmovido por los sus-piros y las miradas, agitado continuamente entre una esperanza que le ensanchaba el alma y un desaliento que le helaba el corazón.

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El quinto día el enfermo se puso peor de repente.

El médico movió la cabeza como diciendo que era cuestión concluida y el muchacho se abandonó sobre una silla rompiendo a sollozar. Sin embargo, le consolaba una cosa. A pesar de empeorar le parecía a él que el enfermo iba poco a poco adquiriendo un poco de discernimiento. Miraba al muchacho cada vez con más fijeza y con expre-sión creciente de dulzura, no quería tomar bebida alguna, ni medicina, sino de su mano, y hacía con más frecuencia aquel movimiento forzado de los labios, como si quisiera pronunciar alguna palabra, y lo hacía tan marcado a ve-ces, que el niño le sujetaba el brazo con violencia, animado por repentina esperanza, y le decía con acento casi de alegría: ¡Ánimo, ánimo, «chacho»: te curarás, nos iremos de aquí, volverás a casa de mi madre: todavía hace falta algo más de valor!. Eran las cuatro de la tarde, momento en el cual el muchacho se había abandonado a uno de aquellos transportes de ternura y esperanza, cuando por la puerta vecina del salón oyó ruido de pa-sos, luego una fuerte voz, y tres palabras solamente: «¡Hasta luego, hermana!», que le hicieron saltar de la si-lla, dejando escapar una exclamación que se ahogó en su garganta.

En el mismo momento entró en la sala un hombre con un gran lío en la mano, seguido de una hermana.

El muchacho lanzó un grito agudo y quedó como cla-vado en su sitio.

El hombre se volvió, le miró un instante, lanzó otro grito a su vez: «¡Cecilio!», precipitándose hacia él.

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El muchacho cayó en los brazos de su padre casi ac-cidentado.

Las hermanas, los enfermeros y el practicante acudie-ron, y les rodearon llenos de estupor.

El muchacho no podía recobrar la voz. ¡Oh, Cecilio mío! –exclamó el padre después de clavar una atenta mirada en el enfermo, besan-do repetidas veces al niño–. ¡Cecilio, hijo mío! ¿Cómo es esto? ¿Te han dirigido al lecho de otro enfermo? ¡Y yo que me desesperaba de no verte después de que tu madre escribió: «¡Le he enviado!». ¡Pobre Cecilio! ¿Cuántos días llevas ahí? ¿Cómo ha ocurrido esta confusión? Yo he despachado en pocos días. ¡Estoy bien! ¿Y tu madre? ¿Y Conchita?, ¿Y la chiquitina, cómo está?. Yo me voy del hospital: vamos pues. ¡Oh, santo Dios! ¡Quien lo hubiera dicho!... El muchacho apenas po-día balbucear palabra cuatro palabras para dar noticias de la familia: ¡Oh, qué contento estoy, pero qué contento!. ¡Qué días tan malos he pasado! –Y no acababa de besar a su padre. Pero no se movía. Vamos, pues –le dice el pa-dre–. Que podremos llegar todavía esta tarde a casa. Vamos –y le atrajo hacia sí. El muchacho se volvió a mi-rar a su enfermo. Pero... ¿vienes o no vienes? –le preguntó el padre sorprendido. El muchacho, vuelta a mirar al enfermo, el cual en aquel momento abrió los ojos

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y le miró fijamente. Entonces brotó de su alma un torren-te de palabras. No, «chacho», espera... ¡Ea..., no puedo! Mira ese viejo. Hace cinco días que está aquí. Me está mi-rando siempre. Yo creía que eras tú. Le quería. Me mira, yo le doy de beber, quiere que esté siempre a su lado. Ahora está muy mal; ten paciencia, no tengo valor, no sé, me da mucha pena; mañana volveré a casa, déjame estar otro poco; no estaría bien que le dejase: ¡Ve como me mi-ra!. No sé quien es, pero me quiere; moriría solo: ¡Déjame estar aquí, querido «chacho»!. ¡Bravo chiquitín! –gritó el practicante. El padre quedó perplejo mirando al mucha-cho, luego al enfermo. –¿Quién es? –preguntó. Un campesino como usted –respondió el practicante–, que ha venido de fuera y entró en el hospital en el mismo día que usted. Cuando le trajeron venía sin sentido y no pu-do decir nada. Quizá tenga lejos a su familia, quizá tenga hijos. Creerá que éste es uno de ellos.

El enfermo no quitaba la vista del muchacho. El pa-dre dijo a Cecilio:

—Quédate. No tendrá que quedarse por mucho tiempo –murmuró el practicante. Quédate –repitió el pa-dre.

—Tú tienes corazón. Yo me marcho inmediatamente a casa para tranquilizar a tu madre. Toma este dinero para lo que necesites. Adiós, hijo mío, hasta la vista. Le abrazó, le miró fijamente, le besó repetidas veces en la frente, y se fue.

El niño volvió al lado del enfermo que pareció conso-lado. Y Cecilio comenzó su oficio de enfermero, sin llorar más, pero con el mismo interés y con igual paciencia que

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antes; le dio de beber, le arregló las ropas, le acarició la mano y le habló dulcemente para darle ánimos. Todo aquel día estuvo a su lado, y toda la noche y aun el si-guiente día. Pero el enfermo se iba poniendo cada vez peor: su cara iba tomando color violáceo; su respiración se iba haciendo más ronca, aumentaba la agitación, salían de su boca gritos inarticulados; la hinchazón se ponía monstruosa. En la visita de la tarde, el médico dijo que no pasaría de aquella noche. Entonces Cecilio redobló sus cuidados, y no le perdió de vista ni un momento, y el en-fermo le miraba, le miraba, y movía aún los labios de vez en cuando, con gran esfuerzo, como si aún quisiera decir alguna cosa, y una expresión de extraordinaria dulzura se pintaba de vez en cuando en sus ojos, cada vez más pequeños y más velados. Aquella noche estuvo velando el muchacho hasta que vio blanquear en las ventanas la luz del crepúsculo, y apareció la hermana. Se acercó ésta al lecho, miró al enfermo y se fue precipitadamente. A los pocos minutos volvió con el médico ayudante y con un enfermero que llevaba una linterna.

—Está en los últimos momentos –dijo el médico. El muchacho aferró la mano del enfermo, abrió éste los ojos, le miró fijamente y los volvió a cerrar. En el mismo ins-tante le pareció al muchacho que le apretaba la mano:

–¡Me ha apretado la mano! –exclamó.

El médico permaneció un momento inclinado hacia el enfermo; luego se levantó. La hermana descolgó un cruci-fijo de la pared. ¿Ha muerto? –preguntó el muchacho.

—¡Vete, hijo mío! –dijo el médico. ¡Tu santa obra ha concluido! Vete, y que tengas fortuna, que bien la mere-

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ces. ¡Dios te protegerá…! ¡Por el bien que has hecho a ese enfermo! ¡Adiós!

La hermana, que se había alejado un momento, vol-vió con un ramito de violetas que cogió de un vaso que estaba sobre una ventana, y se lo ofreció al chico dicién-dole:

—Nada más tengo que darte. Llévatelo para recuerdo del hospital.

–Gracias –respondió el muchacho cogiendo el ramito con una mano y limpiándose los ojos con la otra–, pero tengo que hacer tanto camino a pie... que le voy a estro-pear.

Y desatando el ramito, esparció las violetas por el le-cho diciendo:

—Las dejo como recuerdo a mi querido muerto

—Gracias, hermana; gracias, señor doctor.

Luego, volviéndose hacia el muerto:

— ¡Adiós!...

—Y mientras buscaba un nombre que darle, le vino a la boca el dulce nombre que le había dado durante cinco días.

—¡Adiós..., pobre «chacho»¡

Dicho esto cogió bajo el brazo su envoltorio de ropa, y a paso lento, interrumpido por el cansancio, se fue. Se fue dando gracias a Dios por la curación de su padre y con el consuelo de haber ayudado a bien morir al pobre “chacho”. Comenzaba a despuntar el alba.

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EL ASNO Y EL BUEY

Manuel Mujica Láinez

(Seleccionado por Juan Ignacio Solana de Quesada)

Os envío mi contribución a la iniciativa Cuéntame un cuento. He escogido un bonito cuento de Manuel Mujica Lái-nez muy adecuado para le navidad que se aproxima.

Hace ya muchos años que leí este breve cuento y me encan-tó. Ha permanecido gravado en mi memoria de forma que, en cuento oí sobre la propuesta de la comisión 2009, supe cual era mi cuento. Manuel Mujica Láinez siempre ha sido uno de mis escritores favoritos. Ha escrito varias novelas portentosas. Con toda seguridad habréis oído hablar (e incluso leído) su novela más conocida: Bomarzo. Os recomiendo a todos que no dejéis de leer otra mucho menos conocida: Los ídolos.

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Pero en este caso se trata de un cuento. El Asno y el Buey me gusto por muchos motivos. Para empezar, es una historia bonita a la vez que sencilla. Los personajes humanizados del Buey y el Asno resultan entrañables. Lo que más me agrada es la idea de la amistad y camaradería que triunfa entre ambos: el Asno sobrevive al Buey muchos años sobre este mundo tan trabajado, para terminar sus días con un alusión preciosa a como comenzaron y el recuerdo que tiene en común con el Buey. Este recuerdo común sublima las existencias de nuestros dos héroes hasta el punto de que, al final, no queda ninguna duda de que estarán trotando juntos eternamente alegres y jó-venes.

Disfrutad de la lectura.

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Estaban los dos en la hondura del pesebre, y como

al fin de cada jornada, conversan, echados y perezosos, luego del término del trabajo. El Buey es ya muy viejo, y por eso mismo, se inclina a la meditación; en cambio el Asno es muy joven, todavía pollino, y en consecuencia toma la vida con fácil frivolidad.

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Su comentario giró hasta ahora, en torno de lo que al amo le oyeron. Ha sido proclamado un edicto que ordena el censo de todos los súbditos imperiales, aun de aquellas personas, como vasallos del Herodes, que pertenecen a reinos tributarios, en apariencia independientes de Roma, aunque en la práctica no lo son. Eso ha obligado a los nacidos en Judea a trasladarse a las distintas ciudades y pueblos que conservan los registros de sus ascendientes, para empadronarse allí. Con tal motivo, Belén se llenó de gente, venida de lugares vecinos y lejanos. El bullicio re-suena en el hospedaje de ancho patio y cisterna, donde convergen caravanas, las cabalgatas y los andariegos y donde no hay sitio para uno más. Mañana no habrá labor y acaso pasado mañana tampoco: así dijo el amo. Agrá-vese la noticia. Rumia solemnemente el Buey bondadoso y el Borrico lanza coces alegres porque hace frío, y las paredes de la cueva que alguna construcción escasa transformó en establo y depósito, sudan su humedad sobre el heno.

De repente, sorprendiéndolos, entran una mujer y un hombre. Ella es delicada, tierna, casi una muchacha; se le advierten bajo los pliegues del ropaje los signos de la avanzada gravidez. Camina apoyándose en él, harto ma-yor, cuya severidad se suaviza con infinito cariño, al sostenerla. El hombre arió el cesto que trae, y de él sacó una pequeña lámpara de arcilla, que al rato se enciende para iluminar la amplitud tenebrosa del pesebre. Luego ayudó a la muchacha a tenderse. Sacó también una vasija y unos paños. El Buey y el Asno los atisban: el vacuno, con anciana dulzura; con adolescente e irónica curiosi-dad, el equino.

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Entonces el hombre se percata de su presencia. Se les acerca y los plamea, y como ni uno ni otro están habitua-dos a que los mimen, el Buey y el Asno mugen y rebuznan, cada uno según su arte y condición. Sale de la cueva José; permaneció sola María y resplandece, el esta-blo se inunda de claridad que no puede provenir de la lamparilla de barro, y por fin se distinguen níveos los cajones, los fardos, las herrumbres, las vigas, los cuernos amarillentos del Buey, las grises orejas del Asno, el acuá-tico brillo que rezuma la roca.

El Buey suspende el rumiar, pasea por el ámbito mis-terioso sus grandes ojos soñadores, y anuncia:

—Creo que un milagro está por producirse.

—¿Un milagro? No existen los milagros –responde con seguridad el joven burro—. A menos que considere-mos un milagro el hecho de que mañana no haya que trabajar. Eso sí, compruebo que hay mejor luz. La lámpa-ra es notable.

Regresó José, trayendo agua y alguna leña. Enciende fuego y la pone a calentar. Gime levemente María; pero no, no gime; está cantando por lo bajo. Nace el niño, y un perfume de jazmines aroma la cueva.

Al Buey, los ojos se le llenan de lágrimas.

—Es un niño más –declara el jumento—. Crece la po-blación.

El Niño, extendido sobre la paja, parece hecho de cristales, de marfiles y de rosas. Tanto creció la luz, que la caverna relumbra como un altar espléndido. El Buey se ha prosternado, conmovido, en silenciosa adoración.

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—Un niño más –repite el borrico— y una lámpara ex-celente. El mundo progresa.

Al otro día, al atardecer, acuden varios pastores, caen de hinojos delante de la sagrada familia, y cuentan que un ángel se les apareció y les dijo que el Cristo, el Mesías, había nacido en la ciudad de David, y que lo hallarían envuelto en pañales y en un pesebre. Lo han hallado por fin… Le brindan pan y frutas y un cabrito y entonan las palabras sabáticas que exaltan la gloria de Dios y la paz de los buenos de la Tierra.

—Este es, pues, el Niño Dios, el Rey prometido –murmura el Buey.

—Los pastores ignorantes han comprendido –replica el Asno—. Un Rey nace en un palacio. ¡Seamos lógicos! Y no pienses que me pronuncio en contra de la monarquía.

Pero algún tiempo después, surgen de lontananza unos magos orientales. Dos de ellos, el anciano barbudo y el doncel de piel dorada, viajan a caballo; el tercero es negro y se balancea en la altura de un camello. Escasos servidores los rodean. Se prosternan frente al infante que ríe, hincados sobre las sedas multicolores de sus mantos; abren sus cofres y le ofrecen oro, incienso y mirra.

—Este es el Rey de los judíos –proclaman los astrólo-gos— que nos auguró una estrella y que debía nacer en Belén de Judá.

Y juntan las manos y doblan las cabezas, con maravi-llada veneración.

—¿Ves? –señala el Buey a su escéptico amigo—. A es-tos no los puedes tildar de pastores ignorantes. Son

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grandes sabios. Conocen la marcha de los astros y el humano destino. Míralos adorar al Rey del Cielo y del Mundo.

—¡Bah! –responde el Asno—. El mucho estudiar y re-volver de las letras, nubla el discernimiento y excita la imaginación. Son unos extravagantes, en busca de rare-zas. Un rey en un establo, ¡Sólo a un mago se la puede ocurrir esa fantasía… o a un pobre pastor también ham-briento de prodigios! Creo que todos han perdido la cabeza. Debe de ser por el asunto del censo que intran-quiliza a chicos y grandes.

Hasta la noche relampaguean, en la lejanía, los colla-res del mago negro y la zampoña de un apacentador de cabras. La mirra y el incienso sahúman el establo.; el oro fulge menos que el Niño Jesús. Partieron los campesinos con sus rebaños, con sus libros.

—No se puede negar que esto huele muy bien –apunta el jumento.

María y José parten dos días después. Ella lleva al Niño en brazos y el carpintero acarrea la cesta pesada. Con ellos se va la luz. Suspira el Buey hondamente, y esa tarde cuando el amo asoma por allí, lo encuentra muerto, y al Asno compungido, pero como el Buey era muy viejo su dueño descontaba que eso podía acontecer en cual-quier instante. Parece dormir el Buey, en la paz del establo; parece una gran escultura de piedra.

El pollino tendrá que trabajar el doble. Y desde en-tonces, monótonamente, día a día, mes a mes y año a año, lo hace: el borriquito se convirtió en un burro. A veces, cuando llega la hora y se tumba molido a descansar en el

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pesebre, la fragancia de la mirra y del incienso (también de los jazmines) acaricia la sensibilidad de su olfato. En esas oportunidades recuerda al Buey ingenuo, rumiador de ficciones. Recuerda al Niño que allí nació, en medio de una portentosa claridad. “El Rey de los judíos…” y ese perfume… Sacude las orejotas incrédulas y burlonas:

—Estoy sufriendo los trastornos de la decrepitud –piensa el Asno— Pero no caeré en le chochera del pobre Buey. ¡A dormir sin sueños!

Sigue el tiempo andando. Su amo lo vendió a otro y ese a otro y así… ¿Cuánto vive un asno? Según el Gran Larrouse Universal en muchos tomos (1866 – 1876) que era de mi padre, puede alcanzar su longevidad a los treinta y hasta los treinta y cinco años, pero su existencia media no pasa de los quince a los dieciocho. Supongo que las nuevas ediciones no habrán cambiado de opinión. El asno que me preocupa cuenta ya , efectivamente, trein-ta y cinco, y es viejísimo. Lo cubren las mataduras; la patas flojas rehúsan mantenerlo en pie; está casi ciego y perdió los doce molares, los once incisivos y los dos cani-nos de cada quijada. Su último propietario lo abandonó, y ahora yace al pie del Monte de los Olivos, en las afueras de Betania, chupando unas malas hierbas.

De súbito escucha voces que provienen de dos discí-pulos del Rey que suenan contiguas.

—Este ha de ser el jumentillo que nos indicó el Maes-tro –comenta uno— cuando nos dijo: “Id a ese lugar que tenéis enfrente, y hallaréis atado un jumentillo, desatadle y traedle, y si alguien os dijese: ¿Qué hacéis?, responded

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que el Señor lo ha menester, y al momento os lo dejará traer acá.

—Sí –contesta el otro—, éste ha de ser.

—¿Quiénes estarán? –interroga el Asno caduco, que los divisa apenas, a través de la bruma de su larga edad.

—Yo no he visto ningún pollino en los alrededores.

Pero ya tercia una voz más en el diálogo. Es la de un aldeano que inquiere:

—¿Qué hacéis? ¿Por qué desatáis ese pollino?

Los discípulos le replican como Jesús les mandó, y entonces, atónito, el Burro matusaleno comprueba que tironean de su brida estropeada, maltratada, pelada; que lo obligan a levantarse. Y se lo llevan. Ana como entre despierto y dormido, sin decidirse a fiarse de lo que acaece. Por segundos, como un relámpago, atraviesa su ánimo la idea de que ha muerto, y que la muerte es así: estrafalaria, delirante. Han llegado al patio de la casa de Lázaro, quien sale con sus hermanas Marta y María, a apreciarlo. Los tres multiplican sus elogios.

—¡Qué hermoso jumento! ¡Qué gracioso es! ¡Qué bo-nito!

Hubiera querido encolerizarse, pues como todo bur-lón no tolera que de él se burlen, y se percata de que los apóstoles lo están aparejando con sus ropas, como apres-tándolo para que alguien lo pueda cabalgar.

¿Qué? ¿Tan lejos llevarán la mofa? Meterse con un Asno antañón, con un vejestorio, es cosa de malvados…

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y, sin embargo, estos bromistas conversan con un tono de tanta discreción y tranquilidad…

Monta Jesús, y lo acomodan sobre los vestidos. Talo-nea el animal livianamente, y emprenden el camino de Jerusalén, atravesando el Valle de Josafat. María le había derramado sobre sus pies un ungüento de nardo, y se los había enjuado con sus cabellos, pese a las hipócritas pro-testas de Judas Iscariote. Como en el pesebre, el Asno huele el familiar perfume, que lo estremece y hace latir su pobre corazón. Álzase en torno la gritería de la multitud que acudió al enterarse que allí estaba no sólo Jesús sino ese terrible, que él resucitó de los muertos. Van desple-gando sus hábitos, sus trapos y sus atavíos en ele polvo y formado un camino, para que sobre él pase el Asno del Señor. El Señor desliza su divina mano por las crines ayer secas y duras del Burro, que hoy tienen la lisura propia de su extrema juventud. Se inclina hacia una de sus lar-gas orejas, y le habla quedamente:

—¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas del establo en la cueva de Belén? ¿De María, virgen madre, de José, el patriarca?

Hay gentes que cortan ramas de palmeras y las agi-tan. Pasa entre ellas el jumento como en medio de un mágico bosque. ¡Ah, el perfume del nardo en el cual se arrebuja como en un manto precioso!

—¡Hosanna! –canta la muchedumbre— ¡Hosanna! ¡Gloria al Hijo de David! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! ¡Hosanna!

Gana terreno ufanamente, el Borrico, ebrio de asom-bro y de reconocimiento –deslumbrado—. La mano de Dios descansa sobre su cabeza erguida. ¡Qué felicidad! La

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cabalgadura lanzada, abre la boca que recuperó las per-didas muelas y dientes y lanza unos rebuznos con los cuales intenta repetir las notas jubilosas del ¡Hosanna! Popular. Entran así en Jerusalén, y el entusiasmo desbor-da. Flotan en derredor pálidos velos de incienso; el vaho de la mirra ¡y el nardo, el nardo, el nardo! Todos quieren tocar al Maestro; por lo menos tocar al jumento, tocar la orla de su túnica; y si no lo consiguen, tocan al jumento que lo conduce por las calles atestadas, invadidas.

Ese día, cuando salió del templo, luego de arrojar de su interior a los mercaderes, Cristo sonrió apenas, porque el Borriquito había tornado a ser el antiguo, el antiquísi-mo Asno, de las mataduras, las evidentes costillas y la atroz debilidad, y por fin se había echado muerto a la entrada del santuario, y daba la impresión de gozar de un sosiego incomparable. Sonrió Jesús, porque sabía que ahora, ahora mismo el Asno y el Buey trotaban encima de las nubes, eternamente alegres y jóvenes.

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STAY HUNGRY. STAY FOOLISH Steve Jobs, presidente fundador de Apple

(Seleccionado por Rafael Solana de Quesada)

Si bien no corresponde a la definición de cuento, me he atrevido finalmente a compartir con vosotros estas tres histo-rias de un personaje real, Steve Jobs (Presidente fundador de Apple), en un discurso a los estudiantes de la Universidad de Standford en el año 2005. Realmente me impactaron. No nece-sitan introducción, ahí las tenéis. (Si os interesa, podéis encontrar fácilmente el video en YouTube, merece la pena).

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___________________

Gracias.

Tengo el honor de estar hoy aquí con vosotros en vuestro comienzo en una de las mejores universidades del mundo. La verdad sea dicha, yo nunca me gradué.

A decir verdad, esto es lo más cerca que jamás he es-tado de una graduación universitaria.

Hoy os quiero contar tres historias de mi vida. Nada especial. Sólo tres historias.

La primera historia versa sobre "conectar los puntos".

Dejé la Universidad de Reed tras los seis primeros meses, pero después seguí vagando por allí otros 18 me-ses, más o menos, antes de dejarlo del todo. Entonces, ¿por qué lo dejé?

Comenzó antes de que yo naciera.

Mi madre biológica era una estudiante joven y solte-ra, y decidió darme en adopción. Ella tenía muy claro que quienes me adoptaran tendrían que ser titulados univer-sitarios, de modo que todo se preparó para que fuese adoptado al nacer por un abogado y su mujer.

Solo que cuando yo nací decidieron en el último mo-mento que lo que de verdad querían era una niña.

Así que mis padres, que estaban en lista de espera, recibieron una llamada a medianoche preguntando:

“Tenemos un niño no esperado; ¿lo queréis?”

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“Por supuesto”, dijeron ellos.

Mi madre biológica se enteró de que mi madre no te-nía titulación universitaria, y que mi padre ni siquiera había terminado el bachillerato, así que se negó a firmar los documentos de adopción. Sólo cedió, meses más tar-de, cuando mis padres prometieron que algún día yo iría a la universidad.

Y 17 años más tarde fui a la universidad. Pero de forma descuidada elegí una universidad que era casi tan cara como Stanford, y todos los ahorros de mis padres, de clase trabajadora, los estaba gastando en mi matrícula.

Después de seis meses, no le veía propósito alguno. No tenía idea de qué quería hacer con mi vida, y menos aún de cómo la universidad me iba a ayudar a averiguar-lo.

Y me estaba gastando todos los ahorros que mis pa-dres habían conseguido a lo largo de su vida. Así que decidí dejarlo, y confiar en que las cosas saldrían bien.

En su momento me dio miedo, pero en retrospectiva fue una de las mejores decisiones que nunca haya toma-do.

En el momento en que lo dejé, ya no fui más a las cla-ses obligatorias que no me interesaban y comencé a meterme en las que parecían interesantes. No era idílico. No tenía dormitorio, así que dormía en el suelo de las habitaciones de mis amigos, devolvía botellas de Coca Cola por los 5 céntimos del envase para conseguir dinero para comer, y caminaba más de 10 Km los domingos por

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la noche para comer bien una vez por semana en el tem-plo de los Hare Krishna.

Me encantaba.

Y muchas cosas con las que me fui topando al seguir mi curiosidad e intuición resultaron no tener precio más adelante.

Os daré un ejemplo.

En aquella época la Universidad de Reed ofrecía la que quizá fuese la mejor formación en caligrafía del país. En todas partes del campus, todos los pósteres, todas las etiquetas de todos los cajones, estaban bellamente cali-grafiadas a mano.

Como ya no estaba matriculado y no tenía clases obligatorias, decidí atender al curso de caligrafía para aprender cómo se hacía.

Aprendí cosas sobre el serif y tipografías sans serif, sobre los espacios variables entre letras, sobre qué hace realmente grande a una gran tipografía.

Era sutilmente bello, histórica y artísticamente, de una forma que la ciencia no puede capturar, y lo encontré fascinante. Nada de esto tenía ni la más mínima esperan-za de aplicación práctica en mi vida. Pero diez años más tarde, cuando estábamos diseñando el primer ordenador Macintosh, todo eso volvió a mí.

Y diseñamos el Mac con eso en su esencia. Fue el primer ordenador con tipografías bellas. Si nunca me hubiera dejado caer por aquél curso concreto en la uni-versidad, el Mac jamás habría tenido múltiples tipografías, ni caracteres con espaciado proporcional. Y

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como Windows no hizo más que copiar el Mac, es proba-ble que ningún ordenador personal los tuviera ahora. Si nunca hubiera decidido dejarlo, no habría entrado en esa clase de caligrafía y los ordenadores personales no ten-drían la maravillosa tipografía que poseen.

Por supuesto, era imposible conectar los puntos mi-rando hacia el futuro cuando estaba en clase, pero fue muy, muy claro al mirar atrás diez años más tarde.

Lo diré otra vez: no puedes conectar los puntos hacia adelante, sólo puedes hacerlo hacia atrás. Así que tenéis que confiar en que los puntos se conectarán alguna vez en el futuro. Tienes que confiar en algo, tu instinto, el destino, la vida, el karma, lo que sea.

Esta forma de actuar nunca me ha dejado tirado, y ha marcado la diferencia en mi vida.

Mi segunda historia es sobre el amor y la pérdida.

Tuve suerte — supe pronto en mi vida qué era lo que más deseaba hacer. Woz y yo creamos Apple en la coche-ra de mis padres cuando tenía 20 años. Trabajamos mucho, y en diez años Apple creció de ser sólo nosotros dos a ser una compañía valorada en 2 mil millones de dólares y 4.000 empleados.

Hacía justo un año que habíamos lanzado nuestra mejor creación — el Macintosh — un año antes, y hacía poco que había cumplido los 30.

Y me despidieron.

¿Cómo te pueden echar de la empresa que tú has creado?

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Bueno, mientras Apple crecía contratamos a alguien que yo creía muy capacitado para llevar la compañía jun-to a mí, y durante el primer año, más o menos, las cosas fueron bien. Pero luego nuestra perspectiva del futuro comenzó a ser distinta y finalmente nos apartamos com-pletamente. Cuando eso pasó, nuestra Junta Directiva se puso de su parte.

Así que a los 30 estaba fuera. Y de forma muy noto-ria.

Lo que había sido el centro de toda mi vida adulta se había ido y fue devastador.

Realmente no supe qué hacer durante algunos meses. Sentía que había dado de lado a la anterior generación de emprendedores, que había soltado el testigo en el mo-mento en que me lo pasaban. Me reuní con David Packard [de HP] y Bob Noyce [Intel], e intenté discul-parme por haberlo fastidiado tanto. Fue un fracaso muy notorio, e incluso pensé en huir del valle [Silicon Valley].

Pero algo comenzó a abrirse paso en mí — aún amaba lo que hacía. El resultado de los acontecimientos en Ap-ple no había cambiado eso ni un ápice. Había sido rechazado, pero aún estaba enamorado. Así que decidí comenzar de nuevo.

No lo vi así entonces, pero resultó ser que el que me echaran de Apple fue lo mejor que jamás me pudo haber pasado.

Había cambiado el peso del éxito por la ligereza de ser de nuevo un principiante, menos seguro de las cosas. Me liberó para entrar en uno de los periodos más creati-

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vos de mi vida. Durante los siguientes cinco años, creé una empresa llamada NeXT, otra llamada Pixar, y me enamoré de una mujer asombrosa que se convertiría des-pués en mi esposa.

Pixar llegó a crear el primer largometraje animado por ordenador, Toy Story, y es ahora el estudio de ani-mación más exitoso del mundo. En un notable giro de los acontecimientos, Apple compró NeXT, yo regresé a Ap-ple y la tecnología que desarrollamos en NeXT es el corazón del actual renacimiento de Apple. Y Laurene y yo tenemos una maravillosa familia.

Estoy bastante seguro de que nada de esto habría ocurrido si no me hubieran echado de Apple. Creo que fue una medicina horrible, pero supongo que el paciente la necesitaba. A veces, la vida te da en la cabeza con un ladrillo. No perdáis la fe. Estoy convencido de que la úni-ca cosa que me mantuvo en marcha fue mi amor por lo que hacía. Tenéis que encontrar qué es lo que amáis. Y esto vale tanto para vuestro trabajo como para vuestros amantes.

El trabajo va a llenar gran parte de vuestra vida, y la única forma de estar realmente satisfecho es hacer lo que consideréis un trabajo genial. Y la única forma de tener un trabajo genial es amar lo que hagáis. Si aún no lo habéis encontrado, seguid buscando.

No os conforméis.

Como en todo lo que tiene que ver con el corazón, lo sabréis cuando lo hayáis encontrado. Y como en todas las relaciones geniales, las cosas mejoran y mejoran según

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pasan los años. Así que seguid buscando hasta que lo encontréis.

No os conforméis.

Mi tercera historia es sobre la muerte.

Cuando tenía 17 años, leí una cita que decía algo co-mo: “Si vives cada día como si fuera el último, algún día tendrás razón”. Me marcó, y desde entonces, durante los últimos 33 años, cada mañana me he mirado en el espejo y me he preguntado: “Si hoy fuese el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?” Y si la res-puesta era “No” durante demasiados días seguidos, sabía que necesitaba cambiar algo.

Recordar que voy a morir pronto es la herramienta más importante que haya encontrado para ayudarme a tomar las grandes decisiones de mi vida.

Porque prácticamente todo, las expectativas de los demás, el orgullo, el miedo al ridículo o al fracaso se des-vanece frente a la muerte, dejando sólo lo que es verdaderamente importante.

Recordar que vas a morir es la mejor forma que co-nozco de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay razón para no seguir tu corazón.

Hace casi un año me diagnosticaron cáncer.

Me hicieron un chequeo a las 7:30 de la mañana, y mostraba claramente un tumor en el páncreas. Ni siquie-ra sabía qué era el páncreas. Los médicos me dijeron que era prácticamente seguro un tipo de cáncer incurable y que mi esperanza de vida sería de tres a seis meses. Mi

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médico me aconsejó que me fuese a casa y dejara zanja-dos mis asuntos, forma médica de decir: prepárate a morir.

Significa intentar decirle a tus hijos en unos pocos meses lo que ibas a decirles en diez años. Significa asegu-rarte de que todo queda atado y bien atado, para que sea tan fácil como sea posible para tu familia. Significa decir adiós.

Viví todo un día con ese diagnóstico.

Luego, a última hora de la tarde, me hicieron una biopsia, metiéndome un endoscopio por la garganta, a través del estómago y el duodeno, pincharon el páncreas con una aguja para obtener algunas células del tumor. Yo estaba sedado, pero mi esposa, que estaba allí, me dijo que cuando vio las células al microscopio el médico co-menzó a llorar porque resultó ser una forma muy rara de cáncer pancreático que se puede curar con cirugía.

Me operaron, y ahora estoy bien. Esto es lo más cerca que he estado de la muerte, y espero que sea lo más cerca que esté de ella durante algunas décadas más. Habiendo vivido esto, ahora os puedo decir esto con más certeza que cuando la muerte era un concepto útil, pero pura-mente intelectual:

Nadie quiere morir.

Ni siquiera la gente que quiere ir al cielo quiere morir para llegar allí. Y sin embargo la muerte es el destino que todos compartimos. Nadie ha escapado de ella. Y así tie-ne que ser, porque la Muerte es posiblemente el mejor

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invento de la Vida. Es el agente de cambio de la Vida. Retira lo viejo para hacer sitio a lo nuevo.

Ahora mismo lo nuevo sois vosotros, pero dentro de no demasiado tiempo, de forma gradual, os iréis convir-tiendo en lo viejo, y seréis apartados. Siento ser tan dramático, pero es bastante cierto. Vuestro tiempo es li-mitado, así que no lo gastéis viviendo la vida de otro.

No os dejéis atrapar por el dogma que es vivir según los resultados del pensamiento de otros.

No dejéis que el ruido de las opiniones de los demás ahogue vuestra propia voz interior.

Y lo más importante, tened el coraje de seguir a vues-tro corazón y vuestra intuición.

De algún modo ellos ya saben lo que tú realmente quieres ser.

Todo lo demás es secundario.

Cuando era joven, había una publicación asombrosa llamada The Whole Earth Catalog [Catálogo de toda la Tierra], una de las biblias de mi generación. La creó un tipo llamado Stewart Brand no lejos de aquí, en Menlo Park y la trajo a la vida con su toque poético. Eran los últimos años 60, antes de los ordenadores personales y la autoedición, así que se hacía con máquinas de escribir, tijeras, y cámaras Polaroid. Era como Google con tapas de cartulina, 35 años de que llegara Google, era idealista, y rebosaba de herramientas claras y grandes conceptos. Stewart y su equipo sacaron varios números del The Whole Earth Catalog, y cuando llegó su momento, saca-ron un último número.

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Fue a mediados de los 70, y yo tenía vuestra edad.

En la contraportada de su último número había una fotografía de una carretera por el campo a primera hora de la mañana, la clase de carretera en la que podrías en-contrarte haciendo autoestop si sois aventureros. Bajo ella estaban las palabras:

“Sigue hambriento. Sigue alocado”.

Era su último mensaje de despedida. Sigue hambrien-to. Sigue alocado.

Y siempre he deseado eso para mí. Y ahora, cuando os graduáis para comenzar de nuevo, os deseo eso a vo-sotros.

Seguid hambrientos. Seguid alocados.

Muchísimas gracias a todos.