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102 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO El texto o poema en prosa “Borges y yo” es de una claridad deslumbrante. Al mismo tiempo es misterioso, difícil, insondable. Borges y el otro, yo y él, la figura pública y el escritor privado, son, todas y cada una, fórmulas insuficientes, inútiles para expli- carlo o aclararlo. Por el lado del rimbaudia- no “Je est un autre”, tan a menudo mal ci- tado (“Je suis un autre” es la reproducción equivocada más frecuente), “Borges y yo” desborda, como un rizoma, el tema de la identidad propia y sus desdoblamientos: todo lo complica; estamos ante una proli- feración, un espejeo incesante. En poco más de una página —tengo a la vista la cuarta reimpresión de El hacedor (1967), el libro donde lo leí por vez prime- ra—, los nudos del poema se multiplican, se aprietan, parecen dar la vuelta sobre su propio y movedizo centro, se enredan.Todo está presentado, además, en sus distintas facetas —hábitos, peculiaridades de la re- lación de los “dos Borges”, destinos contras- tantes—, con el tono distante de la ironía, como si se tratara de una broma. He aquí un oxímoron descriptivo de esta minúscula obra maestra: se trata de un quieto paroxismo. Las equis de “oxímoron” y de “paroxismo” parecen un entrecerrar de los ojos, un guiño cómplice, un cruce es- trábico —y por lo tanto, desorientador— del pensar y de la lectura; son como cruces micrométricas, semejantes —pero de una magnitud infinitesimal— a las de las cru- cifixiones de los leones en Salambó. El lec- tor “se hace cruces”; implanta una mirada leonina en el Cartago arrasador del texto, se multiplica él mismo en los otros virtua- les de la lectura: los otros, es decir: los mis- mos. Ésa es la literalidad de Borges; ir más allá significa perderla: el texto no dice nun- ca “esto significo”; si nosotros lo decimos, el poema se esfuma en la interpretación, en la minería de la crítica o en la espeleo- logía exegética, ansiosa, y como obsesiona- da por tocar una profundidad siempre elusiva. Al mismo tiempo, es una de las ac- tividades, la interpretativa, más seductoras ante la escritura de Borges. Por el lado de la enajenación o de las in- terpretaciones freudianas o clínicas, tam- poco encontramos la menor claridad. Pero el texto no busca una claridad así —tie- ne la propia, deslumbrante—; no anda detrás de esas explicaciones ni de esa cla- ridad simple, ni un honrado lector les en- contraría la menor utilidad a una y a otras. El texto huye, pues, de esa claridad enga- ñosa y unidimensional; más bien le inte- resa adentrarse en las alucinantes conviven- cias (o coexistencias), misteriosa quietud, de los dos personajes enfrentados o pues- tos uno al lado del otro, nunca se sabe bien; son relaciones, por fuerza, empapa- das de sombra, un poco lúgubres, acaso amenazantes. Recorre todo el texto de Borges una sen- sación manifiesta de hurto o de expropia- ción: “Poco a poco voy cediéndole todo”, dice el autor, con una especie de diáfana resignación o de admirado estoicismo; ocu- rre ahí algo semejante a lo acontecido en las páginas de la numinosa “Casa tomada” de Julio Cortázar. Hay un avance irresisti- ble de lo otro y eso otro es uno mismo, lo leído es uncanny, unheimlich, como nos ha enseñado a decir el propio Borges (lo deci- mos, claro está, con un alemán titubeante, con un inglés enfático y germánico); si no el otro, el mismo, la proliferación de todas esas voces y su condensación en una sola voz, la voz estilizada —y de una asombro- sa naturalidad— de un clásico, de un hé- roe de la mente metido en la mente misma del lenguaje —su estilo, hecho de reticen- cias y tantas veces descrito como articula- do con tonos maliciosamente menores—, las densidades ligeras y las derivas de cada una de sus frases. ¿Adversidad entre “Borges” y “yo” (“él”)? Sí, desde luego: es el paroxismo de una tran- quila batalla por el espacio y por la con- ciencia. Sería fácil, simplificadoramente fácil, hablar de una “personalidad escindi- da” o dividida, empapada de esquizofrenia; de una dualidad psicológica. Ese espacio, objeto de la disputa inmó- vil, es el lugar mínimo para vivir, para sub- sistir: este metro cuadrado donde me sien- to en el Café Tortoni a tomarme un café con leche, pero con una reserva sustancial, un caveat espantoso: el otro también puede llevarse ese tazón a los labios, ya lo está ha- ciendo en este preciso momento, me ha dejado con una sed opaca, insufrible; de- beré levantarme para caminar entre milla- res de desconocidos —como yo, y tam- bién como él: “argentinos y desganados en el espejo”—por Florida hasta la calle Maipú y el edificio y el piso del edificio y el sitio mullido de la familiaridad protectora. Do- ña Leonor Acevedo está en su sitio ahí, co- mo una deidad. “Georgie, Georgie, ¿dónde estabas?”. La respuesta aparece en unos labios extraños. La calle Maipú se fuga bajo la sombra del ombú en el jardín cercano y Borges se alaberinta en los cristales de la memoria y de sus invenciones. Una de esas invenciones es él mismo: el otro. Esa batalla del texto tiene la forma de una charada, de un juego: adivina, lector, la identidad de la primera persona en el curso de referirse a “sí mismo” con la ter- cera persona. ¿No adivinas? Peor para ti. O mejor. Aguas aéreas Los otros y los mismos David Huerta

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Page 1: sec 04 ok.qxp:Revista UNAM 3/1/10 5:43 PM Page 102 Aguas ... · Esa batalla del texto tiene la forma de una charada, de un juego: adivina, lector, la identidad de la primera persona

102 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO

El texto o poema en prosa “Borges y yo” esde una claridad deslumbrante. Al mismotiempo es misterioso, difícil, insondable.Borges y el otro, yo y él, la figura pública yel escritor privado, son, todas y cada una,fórmulas insuficientes, inútiles para expli-carlo o aclararlo. Por el lado del rimbaudia-no “Je est un autre”, tan a menudo mal ci-tado (“Je suis un autre” es la reproducciónequivocada más frecuente), “Borges y yo”desborda, como un rizoma, el tema de laidentidad propia y sus desdoblamientos:todo lo complica; estamos ante una proli-feración, un espejeo incesante.

En poco más de una página —tengo ala vista la cuarta reimpresión de El hacedor(1967), el libro donde lo leí por vez prime-ra—, los nudos del poema se multiplican,se aprietan, parecen dar la vuelta sobre supropio ymovedizo centro, se enredan.Todoestá presentado, además, en sus distintasfacetas —hábitos, peculiaridades de la re-lación de los “dos Borges”, destinos contras-tantes—, con el tono distante de la ironía,como si se tratara de una broma.

He aquí un oxímoron descriptivo deesta minúscula obra maestra: se trata de unquieto paroxismo. Las equis de “oxímoron”y de “paroxismo” parecen un entrecerrar delos ojos, un guiño cómplice, un cruce es-trábico —y por lo tanto, desorientador—del pensar y de la lectura; son como crucesmicrométricas, semejantes —pero de unamagnitud infinitesimal— a las de las cru-cifixiones de los leones en Salambó. El lec-tor “se hace cruces”; implanta una miradaleonina en el Cartago arrasador del texto,se multiplica él mismo en los otros virtua-les de la lectura: los otros, es decir: los mis-mos. Ésa es la literalidad de Borges; ir másallá significa perderla: el texto no dice nun-ca “esto significo”; si nosotros lo decimos,

el poema se esfuma en la interpretación,en la minería de la crítica o en la espeleo-logía exegética, ansiosa, y como obsesiona-da por tocar una profundidad siempreelusiva. Al mismo tiempo, es una de las ac-tividades, la interpretativa, más seductorasante la escritura de Borges.

Por el lado de la enajenación o de las in-terpretaciones freudianas o clínicas, tam-poco encontramos la menor claridad. Peroel texto no busca una claridad así —tie-ne la propia, deslumbrante—; no andadetrás de esas explicaciones ni de esa cla-ridad simple, ni un honrado lector les en-contraría la menor utilidad a una y a otras.El texto huye, pues, de esa claridad enga-ñosa y unidimensional; más bien le inte-resa adentrarse en las alucinantes conviven-cias (o coexistencias), misteriosa quietud,de los dos personajes enfrentados o pues-tos uno al lado del otro, nunca se sabebien; son relaciones, por fuerza, empapa-das de sombra, un poco lúgubres, acasoamenazantes.

Recorre todo el texto deBorges una sen-sación manifiesta de hurto o de expropia-ción: “Poco a poco voy cediéndole todo”,dice el autor, con una especie de diáfanaresignación ode admirado estoicismo; ocu-rre ahí algo semejante a lo acontecido enlas páginas de la numinosa “Casa tomada”de Julio Cortázar. Hay un avance irresisti-ble de lo otro y eso otro es uno mismo, loleído es uncanny, unheimlich, como nos haenseñado a decir el propio Borges (lo deci-mos, claro está, con un alemán titubeante,con un inglés enfático y germánico); si noel otro, el mismo, la proliferación de todasesas voces y su condensación en una solavoz, la voz estilizada —y de una asombro-sa naturalidad— de un clásico, de un hé-roe de la mente metido en la mente misma

del lenguaje —su estilo, hecho de reticen-cias y tantas veces descrito como articula-do con tonos maliciosamente menores—,las densidades ligeras y las derivas de cadauna de sus frases.

¿Adversidad entre “Borges” y “yo” (“él”)?Sí, desde luego: es el paroxismode una tran-quila batalla por el espacio y por la con-ciencia. Sería fácil, simplificadoramentefácil, hablar de una “personalidad escindi-da” o dividida, empapada de esquizofrenia;de una dualidad psicológica.

Ese espacio, objeto de la disputa inmó-vil, es el lugar mínimo para vivir, para sub-sistir: este metro cuadrado donde me sien-to en el Café Tortoni a tomarme un cafécon leche, pero con una reserva sustancial,un caveat espantoso: el otro también puedellevarse ese tazón a los labios, ya lo está ha-ciendo en este preciso momento, me hadejado con una sed opaca, insufrible; de-beré levantarme para caminar entre milla-res de desconocidos —como yo, y tam-bién como él: “argentinos y desganados enel espejo”—por Florida hasta la calle Maipúy el edificio y el piso del edificio y el sitiomullido de la familiaridad protectora. Do-ña Leonor Acevedo está en su sitio ahí, co-mo una deidad. “Georgie, Georgie, ¿dóndeestabas?”.

La respuesta aparece en unos labiosextraños. La calle Maipú se fuga bajo lasombra del ombú en el jardín cercano yBorges se alaberinta en los cristales de lamemoria y de sus invenciones. Una de esasinvenciones es él mismo: el otro.

Esa batalla del texto tiene la forma deuna charada, de un juego: adivina, lector,la identidad de la primera persona en elcurso de referirse a “sí mismo” con la ter-cera persona. ¿No adivinas? Peor para ti.O mejor.

Aguas aéreasLos otros y los mismosDavid Huerta

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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 103

LOS OTROS Y LOS MISMOS

* * *

El Señor Cogito (pronúnciese “cóguito”)aparece en ocupaciones innumerables. Suscostumbres de pensamiento, sus reflexio-nes abundantes yminuciosas y sus percep-ciones son sometidas a un escrutinio deli-cado y al mismo tiempo inmisericorde. Esmeditativo pero intempestivo, ingenuo yperverso, ingenioso y además obtuso. Losextremos lo tocan, como a André Gide.

Pan Cogito es su nombre original, lode “señor” es nadamás una aproximación,como “mister” en las traducciones al inglés,Mister Cogito; se antoja llamarlo a veces“don Cogito”. Este personaje es indiscuti-blemente polaco. Conoce en detalle los pa-tiosmedievales de laUniversidadYaguelo-niana en la ciudad de Cracovia. Ha leído aDescartes con voracidad y se parece a Bus-ter Keaton asediado y fagocitado por Sa-muel Beckett (Beckett también fagocitó yasedió, en su momento, unmomentome-tódicamente poético, a Descartes).

Se agita el Señor Cogito sin motivo ocon demasiados motivos. En los poemasdonde lo encuentro, lo imaginode espaldas,como Keaton en la mayor parte de Film,película diminuta, película inmensa. Unpoeta irlandés lo ve como coartada, disfraz,voz segunda y primera, simultáneamente,de su inventor, de su confesor pagano, laico,y confesado él mismo. ¿Poesía confesional,escala espiritual de un desahogo lírico? Deninguna manera: Cogito no es patético; obien es tan patético como cualquiera de no-sotros.Y aun así no es representativo denin-gún HombreModerno, pues ha sido calca-do de una mente antimoderna, clasicista,cartesiana; una mente crítica y enamoradade la belleza, exploradora de las calles deSiena, de los paisajes de Zelanda y de loscuadros de maestros olvidados y descubier-tos por él y sólo para él, y de las pinturas enla caverna deLascaux: lamente de unpoeta.

* * *

El licenciadoTomé de Burguillos mira có-mo las mujeres lavan la ropa en el río. Unade ellas, una muchacha, se levanta; es unsol inmenso en la pobreza del arroyo. Enesas orillas pedregosas, lucen como astros

la insinuación de los muslos bajo la telatosca, las mejillas morenas y bruñidas, loshombros de campesina, los ojos negros yagitanados. Burguillosmira en la imagina-ción la metamorfosis del humilde parajecastellano en una Arcadia llena de luz y deflores, lugar de su enamoramiento, de suscontemplaciones líricas, de sus extraños ase-dios petrarquescos.

—Juana, Juana —llama a la joven la-vandera—.Mira, te traigo un requesón, unpan recién horneado.

La muchacha lo ve con recelo pero seacerca a saludarlo; le da la mano, apenas laestrecha, la retira, la extiende una vez máspara recibir los regalos y este homenajemu-do: la mirada de Burguillos.

—¿Cuándo te podré ver a solas, sin lasdueñas fisgonas, sin tus tías, tus primas, tushermanas? —pregunta Burguillos.

Ella no contesta; se pone seria, un sí esno es adusta, corre y se aleja con un balan-ceo de gamo. Burguillos, ¡oh tormento!, vela vibración de las caderas y el revoleo delasmanos durante la carrera, movimientostan expresivos como los de una danza ri-tual. Recuerda un romance de su poeta almismo tiempomás admirado ymás detes-tado acerca de una visión de bailarinas rús-ticas en los pinares de Júcar.

Suspira. Siente cómo se comienza a es-cribir en el pensamiento un poema en ho-menaje a la muchacha, esa jovencita vistade cerca durante medio minuto, recrea-da en los recuerdos con un encarnizadodetenimiento.

Tomé de Burguillos regresa a su casa deMadrid. Desvía sus pasos y se mete en elBuen Retiro. Piensa en Juana como micerFrancesco Petrarca pensaría en Laura, des-truida por la Peste Negra, en medio de esevendaval destructivo, matador de mediaEuropa. Perfecta sublimidad del sentimien-to amoroso: la mujer más bella y distante,su muerte trágica. Pero Juana está viva y esuna llama trémula bajo el cielo español,frente a las aguas hoscas de sus faenas delavandera. Juana está viva y él, en cambio,se lamenta de su propia inexistencia.

El licenciado Tomé de Burguillos noexiste; mejor dicho: solamente existe o debeexistir para la celebración de Juana. Qui-zás es suficiente; quizá no lo es.

El licenciado Burguillos llega a su casa.El tiempo se detiene o da vuelta sobre símismomientras las imágenes se derramanen la mente y se adelgazan en series de pa-labras exactas y se ordenan en ritmos, enversos, en estrofas. En ese momento, al di-solverse y convertirse en un nombre iróni-co, Burguillos alcanza a ver cómo Lope deVega, ese impostor, ese personaje inespe-rado y fatal, toma la pluma y comienza aescribir el poema.

* * *

Demasiadas veces aparece aquí la palabramente, dando vueltas como un derviche.Debo tratar de borrarla, de atenuar sus apa-riciones, de quitarle fuerza. ¿La fuerza de lamente, ese fenómeno sin huesos y sin mús-culos, intangible software del mundo insta-

Borges y su bastón

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lado en esta criatura, el sermortal puesto enmedio deTodo para percibir lamisma tota-lidad, sin otro objetivo sino ése, y sólo ése?

La fuerza de la mente forma una espe-cie de mundo paralelo: no sólo la mente,sino su fuerza; como la fuerza de la mentedivina, de la sabiduría de Dios, en los epí-grafes proverbiales de Muerte sin fin. Unafuerza inmaterial: inmaterialidad de la fuer-za; lo más intangible convertido en puñosde masas irresistibles, en mazos de un po-der tenebroso.

Pero la mente no es el tema: el tema esel otro, es elmismo. ¿Obien lamente se con-figura, en los planos y en las profundidades(había escrito “profanidades”) de la escri-tura, en el devenir literario y en la fenome-nología de los autores, como el tema másprofundo de esos desdoblamientos, la he-teronomía, la pseudonomía, el desdobla-miento, la enajenación, la esquizofrenia?

La mente se observa a sí misma comootra. Ahí comienza todo.

* * *

“Yo no escribo esta historia”, dice el alca-laíno a su manera del siglo XVII, desde lapágina equívoca. “La transcribo, la copio”,dice, afirma, declara: sencillamente. El autorde la página es un árabe llamado CideHamete Benengeli, embelecador, falsario yquimerista, como todos los árabes, segúnse sabe… o según dice saber ese reescritor,ese transcriptor. O lo dice su personaje, elhidalgo loco, ese lector abismal e inventorde su propia vida, una vida desplegada a lavez dentro y fuera de los libros.

Podría el alcalaíno decir también, a lamoderna: “soy el editor de este libro”, deesta novela; pero el vocablo “novela” nocasa con la historia de Cide Hamete, estáen otras esferas; las novelas eran las italiani-zantes fábulas de costumbres conmensaje,con moraleja, y él habría de ser el primeroen escribirlas en lengua española. Despuésel término cambiaría de perspectivas y se-ría aplicado a las narraciones largas.Mien-tras escribe, el “padrastro” de la historia,no su padre, entra en el tiempo y va haciaadelante, va hacia atrás.

En uno de sus viajes hacia adelante, seasomó a una velada en la Francia de tres si-

glos después. Era una reunión extraña, inin-teligible para sus ojos de Miles gloriosus, se-gún la consabida expresión de Plauto.

La velada francesa estaba a punto deconcluir. Una mujer voluminosa conver-saba con un hombre de una delgadez alar-mante; él o ella, no lo supo con exactitud,dijo su nombre, agregó el deCideHamete,y dos segundos más tarde ambos se rieron,con una risa tenue, desganada. Pero eso eraimposible: estos relamidos descendientesde Carlomagno yVercingétorix no podíanconocer su nombre, todo le parecía extra-ño, ajeno hasta el delirio, falsificado hastala extenuación; sin embargo, en los viajescontinuos —los viajes hacia adelante, ha-cia el porvenir; no los paseos hacia el mun-do de los godos y el Rey Rodrigo— se ha-bía enterado de este hecho sorprendente:era famoso, sería famoso, célebre; su nom-bre sería puesto a un lado del nombre delDante y del nombre de un oscuro inglés,empresario teatral y litigante en pleitos pro-vincianos, también convertido en figura ve-nerable. Él hubiera preferido, tratándose deitalianos, la comparación con el Ariosto ocon Petrarca. Pero así eran las cosas en eseporvenir estrafalario.

El francés esquelético se despidió de ladama gorda; tomó un bastón con puño deplata y se dispuso a caminar por la brumay la oscuridad. Él lo siguió por las callesnocturnas hasta su casa y lo vio entrar ensu gabinete, abrir un tomo de encuader-naciones doradas, luego otro y otro, y otromás; el hombre flaco pasaba con rapidezlos ojos por las páginas. ¿Leía?No era posi-ble. Parecía reconocer signos de pasada. Oquizá releía. Una palabra diminuta, un ras-go tipográfico, una frase corta pescada alvuelo le permitiría reconstruir el teatro tex-tual y recrearlo en su memoria sin necesi-dad de detenerse morosamente en el pala-deo literario.

El hombre encendió una lámpara juntoa una mesa grande hecha de roble, profu-samente tallada. Se sentó ante un rimerode papeles blancos, tomó una pluma y co-menzó a escribir. Entonces él, viajero deltiempo, se asomó a ver los rasgos caligráfi-cos por encima de un hombro escuálido deese quídam remoto.

En ese momento hubiera preferido serotro, cambiar su lugar con alguno de los

aprovisionadores de la Armada Invenci-ble, con cualquiera de esos contadores ceni-cientos o torvos catarriberas. El individuoflaco estaba escribiendo en castellano y noen francés; escribía con trazos fluidos en lalengua prodigiosa de Garcilaso. Eso eraalarmante. Era todavía más alarmante leeresas escrituras.

Reconocía con dificultades las palabraspues los rasgos eran diferentes de las escri-turas acostumbradas, suyas o ajenas; peropodía leerlas, al fin. Sintió unmareo. ¿Có-mo era posible?

Por encima de su propio hombro, sin-tió una mirada turbia y tersa: la de un ter-cer hombre, un hombre de edad indefini-da, de rasgos vagos, demirada transparente,vestido con un traje elegante y ajado. Peroese hombre, dueño, acaso, de todas las cla-ves, tímido y sabio, fue llamado, convocadopremiosamente, desde un lugar incompren-sible: “Georgie, Georgie”.

* * *

La literatura, sueño dirigido, se convierteen una tenue pesadilla. Nos perdemos enella: ¿escribo o leo?

Afuera llueve: el agua del cielo se trans-forma en el agua de la tierra, de la calle; yano es la misma agua. En San Cristóbal deLas Casas vimos una vez, ¿lo recuerdas?, elmás extraño fenómeno: la lluvia horizon-tal. Era la misma lluvia, era otra lluvia. Erala imagen de una abundancia, de una dis-persión formidable; era una forma del des-concierto: la lluvia concertada debe ser ver-tical; pero en San Cristóbal de Las Casas,en sus frías alturas, en la mágica bruma deLos Confines, el mundo parecía dar vuel-ta sobre sí mismo, transformarse y meta-morfosearse, desplegar sus fenómenos enla dirección equivocada.

Era elmismomundopero era otromun-do: elmundo extrañode la lluvia horizontal.

* * *

La eternidad—si la eternidad procede co-modice el poema—puede cambiarlo a unoen unomismo: eso hizo con Edgar Poe, se-gún el poema.

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