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EN TORNO AL PROBLEMA DE JESÚS Claves de una cristología

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Page 1: Schillebeeckx, Edward - En Torno Al Problema de Jesus

EN TORNO AL PROBLEMA

DE JESÚS Claves de una cristología

Page 2: Schillebeeckx, Edward - En Torno Al Problema de Jesus

ACADEMIA CHRISTIANA

1. E. O. James: Introducción a la historia comparada de las religiones. 353 págs.

2. L. Boff: Gracia y liberación del hombre. Experiencia y doctrina de la gracia. 2.a ed. 340 págs.

3. E. Lohse. Teología del Nuevo Testamento. 286 págs. 4. J. Martín Velasco: Introducción a la fenomenología de la religión.

3.* ed. 340 págs. 5. M. Meslin: Aproximación a una ciencia de las religiones. 267 págs. 6. F. Bockle: Moral fundamental. 324 págs. 7. M. Benzo: Hombre profano-hombre sagrado. Tratado de Antropología

Teológica. 277 págs. 8. G. Baum: Religión y alienación. Lectura teológica de la sociología.

318 págs. 9. R. H. Fuller: Fundamentos de la cristología neotestamentaria. 286 págs.

10. J. B. Metz: La fe, en la historia y la sociedad. Esbozo de una teología política fundamental para nuestro tiempo. 253 págs.

11. W. Zimmerli: Manual de teología del Antiguo Testamento. 287 págs. 12. X. Léon-Dufour: Los Evangelios y la historia de Jesús. 510 págs. 13. M. Eliade: Tratado de Historia de las Religiones. Morfología y dialéc­

tica de lo sagrado. 47'4 págs. 14. X. Léon-Dufour: Estudios de Evangelio. Análisis exegético de relatos

y parábolas. 366 págs. 15. Ch. Perrot: Jesús y la historia. 268 págs. 16. X. Léon-Dufour: Jesús y Pablo ante la muerte. 302 págs. 17. X. Léon-Dufour: La fracción del pan. Culto y existencia en el NT.

318 págs. N 18. M. Gesteira: La Eucaristía, misterio de comunión. 19. J. Gómez Caffarena: Metafísica fundamental. 2." ed. 510 págs. 20. M. Delcor/F. García: Introducción a la literatura esenia de Qumrán. 21. E. Schillebeeckx: En tomo al problema de Jesús. Claves de una cristolo­

gía. 175 págs.

EDWARD SCHILLEBEECKX, OP

EN TORNO AL PROBLEMA DE JESÚS

Claves de una cristología

EDICIONES CRISTIANDAD

Huesca, 30-32 Í J A T M 3 T n

Page 3: Schillebeeckx, Edward - En Torno Al Problema de Jesus

Este libro fue publicado por

UITGEVERIJ H. NELISSEN B. V., Baarn 1978

con el título TUSSENTIJDS VERHAAL OVER TWEE

JEZUS BOEKEN

* Traducción de

EMILIO PALACIOS Revisión de

MANUEL FRAIJO

Derechos para todos los países de lengua española en EDICIONES CRISTIANDAD, S. L.

Madrid 1983

Depósito legal. M. 7.970.—1983 ISBN: 84-7057-331

Printed in Spain

CONTENIDO

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Page 4: Schillebeeckx, Edward - En Torno Al Problema de Jesus

Prólogo 11 Introducción 13

1. El camino hacia el cristianismo en un mundo mo­derno 17

2. Todo comenzó con una experiencia muy precisa. 23

I. Revelación y experiencia 25

I I . Experiencia e interpretación 28

III . Experiencia interpretativa y modelos de pensamiento 33

3. La experiencia de salvación realizada en Jesús y las primeras denominaciones cristianas 37

I. Estructura de la denominación neotesta- . mentaría de Jesús: falso dilema entre cris-tología funcional y cristología ontológica. 39

II . La investigación histórica sobre Jesús ... 46 1. No al neoliberalismo .. 46 2. Ni preferencia por la tradición Q ni

olvido del Evangelio de Juan y de la tradición eclesiástica 57

3. Consecuencias del reconocimiento de la importancia teológica de una inves­tigación histórica sobre Jesús 73

4. Cómo entender hoy a Jesús: tradición viva y ex­periencia renovada 75

I. Correlación crítica entre el ayer y el hoy. 75 1. Principios de estructuración 76 2. La experiencia actual y su estructura­

ción cristiana 80

II . Realización práctica de la correlación crí­tica 87

5. Vuntos fundamentales de discusión 91

I. Jesús, el «profeta escatológico» mosaico-mesiánico 91

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10 Contenido

II. Valoración de la cristología pascual 103 III. Prolegómenos para una cristología 129

1. Equívocos sobre los enunciados de fe de «primero» y «segundo orden» ... 129

2. Prolegómenos y el problema de I, 541-627 136

IV. ¿Ausencia de la Iglesia? 142

6. Reino de Dios: creación y salvación 145

I. La creación como acto de confianza divina en el hombre 147

II. La confianza que Dios deposita en el hom­bre no será definitivamente frustrada 151

III. Creación: permanencia amorosa de Dios en la realidad finita y limitada 155

IV. La reserva del Dios creador 164 V. Inagotable sobreabundancia creadora 167

VI. Sobreabundancia escatológica 169

Una pregunta clave: la divinidad de Jesús 171

PROLOGO

El acontecimiento revelado, transmitido a través de una experiencia de fe, nos impulsa a la reflexión. Como conse­cuencia de ello, el contenido de la fe cristiana nos viene ya dado en proposiciones teológicas (Escritura, magisterio ecle­siástico, teologías diversas y articulaciones de las experien­cias de fe). Por tanto, sólo se hablará responsablemente, a nivel teológico-científico, del contenido de la fe si se refle­xiona también simultáneamente sobre ese hablar del conte­nido de la fe. En efecto, el contenido de la revelación jamás se nos presenta en estado puro, sino siempre en un lenguaje de fe que, hasta cierto punto, implica ya una reflexión (teo­lógica). Nunca es tan sólo expresión de experiencias inmedia­tas de fe. Por tanto, el que busca, en el plano teológico, lo que la tradición viva denomina el valor revelado de Jesús de Nazaret habrá de tener en cuenta la estructura de ese dis­curso de fe sobre Jesús. En otros términos: una reflexión sobre el contenido de la fe debe ser, al mismo tiempo, una reflexión sobre la forma en que se ha pensado y hablado (siempre desde determinados puntos de vista teológicos) de dicho contenido.

Se ha dicho a menudo que únicamente al final de una investigación, es decir, a cierta distancia, podemos dar razón de los caminos y rodeos que el pensamiento se ha visto obli­gado a recorrer en el transcurso de la investigación. Sólo es posible una metodología, cuando se reflexiona sobre el mé­todo de interpretación empleado en una obra, en este caso en mis dos obras sobre Jesús: Jesús. La historia de un Vi­viente (citado como I) y Cristo y los cristianos. Gracia y libe­ración (citado como II).

En estas reflexiones intento, sobre todo, aclarar los pre­supuestos, los principios de comprensión y el método inter-

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12 Prólogo

pretativo de que he partido y a tenor de los cuales fueron escritos mis dos libros. Deseo abordar al propio tiempo los puntos que han sido objeto de crítica o que han dado pie a que se presentara una imagen deformada, especialmente del primer tomo sobre Jesús. Deseo advertir que no me ocuparé, como es obvio, de escritos no científicos, sobre todo de aque­llos que cabe incluir en el género literario del panfleto y la caricatura, que nada tienen de cristiano.

EDWARD SCHILLEBEECKX, OP

INTRODUCCIÓN

Bajo el título Jesús. La historia de un Viviente x se publi­có en holandés, en 1974, la primera parte de una trilogía, y, en 1977, la segunda: Cristo y los cristianos. Gracia y libe­ración 2. El primero es, en pocas palabras, un libro sobre Jesús, que no olvida a Cristo, mientras que el segundo es un libro sobre Cristo, que no olvida a Jesús de Nazaret (II, 16).

En cuanto hecho lingüístico objetivado, un libro jsuede remitir a su autor mientras éste vive. En efecto, el texto se convierte en una realidad sustantiva, al margen e indepen­dientemente del autor, quien, al igual que los demás, se con­vierte en lector de su libro. Sin embargo, mientras vive el autor, el texto no queda definitivamente objetivado: además del acceso al libro, siempre queda la posibilidad de un contac­to con el propio autor. Pero también yo, lo mismo que mis críticos, al interpretar esos dos volúmenes, estoy ligado a mi texto tal y como objetivamente se presenta, no puedo apelar a otras posibles intenciones, a no ser que los propios libros den pie para ello. El autor, por consiguiente, también está atado al texto. Se sigue de ahí que, al menos desde un punto de vista programático, es posible establecer una correcta dis­cusión basada en un denominador común: mi texto.

Sin embargo, los lectores, cuando toman un libro en sus manos, tienen ya ciertos interrogantes. Están en su derecho. Téngase presente, con todo, que en el transcurso de la lec­tura puede acentuarse lo que el autor no pretendía acentuar y que luego, apoyándose precisamente en ello, se enjuicia el libro. Por lo demás, no me parece que la diversidad de pun-

1 Edición española: Jesús. La historia de un Viviente (Madrid, Ed. Cristiandad, 1981).

2 Edición española: Cristo y los cristianos. Gracia y liberación (Ma­drid, Ed. Cristiandad, 1983).

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14 Introducción

tos de vista con los que hoy vivimos en nuestras Iglesias constituya un verdadero y auténtico pluralismo dogmático, sino más bien un «pluralismo de temores y preocupaciones». Desde ahí se explica la variedad de acentos, las diversas pro­blemáticas y finalmente la pluralidad de doctrinas. Estamos obligados a aceptar esta diversidad de preocupaciones. Pero nadie tiene derecho a monopolizar sus temores y preocupa­ciones considerándolos como los únicos válidos. La preocupa­ción por la «ortodoxia» es legítima, como igualmente justi­ficada resulta, y en ciertos períodos incluso más urgente, la preocupación por transmitir de forma íntegra y comprensible a la vez la buena nueva. Y el mejor modo de hacerlo puede ser una introducción que se articule en varias etapas. Esta fue la intención que me animó al escribir mis dos libros so­bre Jesús.

Las reacciones ante mis dos volúmenes sobre Jesús, tanto por parte de las Iglesias reformadas como del lado católico, arrojan, en cuanto yo las conozco, un balance globalmente positivo. No se aprecian, en dichas reacciones, diferencias es­pecíficamente confesionales. En las diferentes confesiones hay aprobación y crítica. Falta tan sólo una reacción típicamente hebrea. Por eso, a pesar de ciertas críticas marginales, que no afectan a la orientación general de este proyecto cristo-lógico, puedo constatar un acuerdo de fondo en lo que a los dos libros se refiere. Ello no excluye que se hayan formulado observaciones críticas fundamentales, que también yo abor­daré críticamente. Pero la intención fundamental de este libro es, sobre todo, exponer las claves hermenéuticas que me han servido de base para escribir los dos volúmenes sobre Jesús. De este modo, quien me haya leído de forma equivocada, esto es, en una perspectiva ajena a la que me ha guiado, en­contrará de inmediato la respuesta a sus numerosos interro­gantes. Este libro no pretende ser una apología o una oratio pro domo. Si la crítica es justa, la aceptaré. Por lo demás, yo mismo manifestaba en el prólogo al primer volumen mi agra­decimiento a toda crítica (leal). Sorprende, no obstante, que la crítica de fondo no proceda de los exegetas, sino de los teólogos sistemáticos, cuando yo esperaba, casi con impacien-

Introducción U

cia, una crítica de tipo exegético. Precisamente han sido los exegetas alemanes y anglosajones quienes me han escrito car­tas de elogio y aliento. Quizá ello baste para mostrar el desa­sosiego que existe entre los teólogos sistemáticos, perplejos, sobre todo, ante los resultados críticos a los que ha llegado la exégesis. A pesar de ello, y paradójicamente, habré de admitir quizá que valoro de forma diferente la crítica de los exegetas y la que me dirigen los teólogos sistemáticos, aun­que agradezca ambas. La razón estriba en que, por lo que a los detalles se refiere, entre los exegetas existe gran variedad de opiniones y su crítica sólo resultaría importante desde el punto de vista sistemático en caso de que invalidara mis tesis fundamentales. Resulta marginal, en cambio (aunque siempre de agradecer), cuando se refiere a detalles que no afectan sustancialmente a la auténtica orientación y realización de este proyecto cristológico. Por tanto, no deseo entrar aquí en esos detalles, aunque la crítica pueda ser justa. El problema fun­damental que me planteo es si este proyecto soteriológico y el cristológico que de él deriva encuentran un fundamento razonable en la Escritura3.

3 Tras algunas vacilaciones, me he decidido a no responder a algu­nas críticas que, aun cuando aporten algo, identifican el verdadero cristianismo o la ortodoxia con su articulación romano-helenista, hasta el punto de convertir la filosofía griega en criterio para juzgar las interpretaciones de la fe. Por este motivo no aludiré a críticas como la de C. de Vogel, De grondslag van onze zekerheid (Assen-Amsterdam 1977), cuya refutación exigiría un análisis particular.

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1 EL CAMINO HACIA EL CRISTIANISMO

EN UN MUNDO MODERNO

Antes del concilio Vaticano II, la teología cristiana, es decir, la reflexión de los creyentes sobre la acción de Dios sobre nosotros los hombres, en y a través de Jesús, experi­mentó una renovación general entre los católicos. Pero en una sola dirección: el retorno a las fuentes de las que todo ha brotado. Esta renovación enriqueció a la teología, pero unos años después del concilio la teología ha atravesado un nuevo umbral crítico: con más intensidad que nunca se ha llegado a la convicción de que la teología cristiana brota siempre no de una sino de dos fuentes, que habrán de man­tenerse continua y críticamente enlazadas entre sí: por un lado, toda la tradición experiencial del gran movimiento ju-deocristiano; por otro, la nueva experiencia humana que hoy realizan cristianos y no cristianos. En este terreno, las cien­cias humanas e incluso las ciencias naturales aportan su con­tribución, puesto que también ellas condicionan nuestras ex­periencias concretas, actuales. Personalmente, en mis dos libros sobre Jesús, estudio la relación entre las dos fuentes en los siguientes términos: la situación en que vivimos —se­gunda fuente— es un elemento interno y constitutivo de nuestro modo de comprender el lenguaje de ese Dios que se manifiesta en la historia de Israel y en la historia de Jesús, al que los cristianos confiesan —primera fuente— como salva­ción de Dios y para los hombres. No se trata, por tanto, como en algunos tiempos se pensó, de aplicar a la situación contemporánea aquello. que de antemano creemos conocer muy bien de la tradición bíblica. Nos hemos ido convencien-

2

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18 Hacia el cristianismo en un mundo moderno

do, por el contrario, de que nadie está en condiciones de son­dear lo que significa para nosotros hoy el mensaje evangélico, a no ser en referencia a la situación actual. Podemos emplear con sentido el término «Dios» en nuestra vida, término que Jesús colocó en el centro de su mensaje de salvación para los hombres —y quizá deberá ser empleado por algunos en un sentido nuevo—, únicamente en el caso de que la palabra «Dios» se experimente como respuesta liberadora a nuestros problemas vitales. Si esto es así, nuestras experiencias actua­les deberán ofrecernos ocasiones reales para hablar de Dios en forma humana y razonable. De lo contrario, nos limitare­mos a repetir en los esquemas tradicionales lo que hemos aprendido de otros. Pero en ese caso, antes o después nues­tros contemporáneos abandonarán esas adquisiciones en las que no palpitan los problemas cotidianos y profundamente humanos de su vida. El hombre de nuestros días exige una presentación razonada de la fe.

En realidad, el problema de la relación esencial entre fe y experiencia o mundo vital propio (Lebenstuelt) no es nue­vo: toda la historia de la teología, a partir del Nuevo Testa­mento, puede comprenderse en esa clave. En el pasado se trataba de una experiencia elitista realizada por teólogos a través de sistemas y métodos académicos continuamente reno­vados y en los que siempre estaba presente el modo de sentir propio de la época. En nuestros días, nos encontramos frente a las experiencias de la vida diaria, frente al modo de sentir la vida de los hombres que se encuentran en el mundo, fren­te a los profundos problemas que afectan a lo humano, a la vida y a la sociedad.

Pero una ruptura entre fe práctica y experiencias contem­poráneas resulta problemática, sobre todo en un mundo en el que la religión no sirve ya de aglutinante social y, por tanto, no encuentra confirmación alguna en la vida sociocultural. Sin embargo, en este nuevo contexto, las religiones están expuestas a algunos riesgos nuevos, por ejemplo, a la tenden­cia a retirarse al coto de lo privado, donde parece que toda­vía queda espacio, o a reducir la religión a una escuela ética para la sociedad (en el sentido de un despertar ético o en

Hacia el cristianismo en un mundo moderno 19

la línea de una crítica social). De este modo se pretende recuperar, con ayuda de la macroética, esa fuerza integradora sin la que ninguna religión puede vivir. Por último, se tiende a volver nostálgicamente a la antigua imagen de la Iglesia, cuando la religión era el factor social que todo lo integraba.

Actualmente se discuten todos los aspectos institucionales de las religiones, pero ningún estudio sociológico ha demos­trado que la dimensión religiosa de la existencia humana haya dejado de fascinar a los hombres. Y por más que las insti­tuciones y los dogmas representen aspectos esenciales de la religión, permanecen siempre subordinados a la experiencia religiosa referida a Dios, es decir, a la apertura religiosa de la fe.

Se aprecia, por otra parte, que precisamente en un mun­do secularizado surge de nuevo y con toda claridad la expe­riencia de la alienación. Esto se debe, sobre todo en nuestros días, a que la fe secular en el progreso, basada en la ciencia y la tecnología, ha sufrido un rudo golpe. Tendremos que concluir que raras veces o nunca pueden interpretarse inequí­vocamente las experiencias como religiosas. Pero una religión que no quiera autodestruirse no podrá renunciar a su capaci­dad de integración definitiva, aunque tenga que comportarse de modo distinto que en el pasado. De hecho, la fuerza reli­giosa de integración no coincide nunca con ia función que antes se consideraba válida: la necesidad de las religiones para garantizar los valores fundamentales de una sociedad o legitimar las instituciones sociales incapaces de sustentarse por sí mismas. Diremos, más bien, que esas experiencias que hacen secular al hombre moderno lo sitúan frente a nuevas experiencias y decisiones. En un mundo desacralizado no experimenta ya el hombre lo religioso como un pathos, de forma pasiva, en una especie de experiencia privilegiada (o que, a priori, resulta sospechosa). El actual comportamiento religioso manifiesta claramente una respuesta personal y re­flexiva a experiencias que apuntan a diversas direcciones, religiosas y no religiosas. Pese a su apariencia de inmediatez, la religión tenía y tiene siempre algo de reflexivo, sin que deba por ello perder su propia espontaneidad. Eso es, sobre

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20 Hacia el cristianismo en un mundo moderno

todo, lo que sale a flote en un mundo secularizado. El hom­bre moderno reflexiona sobre determinadas experiencias y las interpreta —con frecuencia con gran circunspección y caute­la— en términos religiosos. Las experiencias ambiguas que él hace son tanto positivas {la esfera de las experiencias de la infinitud) como negativas (las de la finitud). Ambas sitúan al hombre contemporáneo frente a una decisión, es decir, son una invitación a esas experiencias y una «experiencia con­comitante» 1. La vida vivida en un vacío que puede abrirse en cualquier momento, y la libertad como provocación con­tinua y carga permanente nos hacen entrever, quizá hoy con más intensidad que nunca, la precariedad de nuestra existen­cia. Más aún: precisamente en medio de sus logros sociales, los hombres se sienten particularmente amenazados. La pro­pia amenaza adopta formas «trascendentes». En cuanto tales, esas experiencias no son religiosas (algunos incluso renuncian a la antigua fe), pero llevan siempre al hombre a un límite, a algo definitivo: o bien al convencimiento de que la facticidad desnuda y vacía de la existencia es la última, amarga y defi­nitiva palabra, o bien a la fe positiva en una realidad tras­cendente y misericordiosa. Estas experiencias ambiguas pro­vocan una decisión: no una decisión cerebral, sino una expe­riencia al lado de esas experiencias ambivalentes, para estar en condiciones de ofrecer una interpretación con sentido. Sin embargo, el tránsito de unas experiencias vagas, ambiguas o carentes de orientación, a una experiencia religiosa positiva

1 La expresión «experiencia concomitante» (Erfahrung mit Erfahr-ungen) fue empleada por vez primera —en forma independiente uno de otro, según tengo entendido— por E. Jüngel y G. Ebeling. El primero, en Unterwegs zar Sache (Munich 1972) 8 y en su nuevo libro Gott ais Geheimnis der Welt (Tubinga 1977) 25; G. Ebeling, en Das Erfahrungsdefizit in der Theologie, Wort und Glaube III (Tubinga 1975) 22. Con esta expresión acentúan ambos autores que la experiencia de Dios o de la fe implica esencialmente también una experiencia de sí mismo y del mundo. Me uno a esta opinión, hoy bastante compartida (cf. II, 48); pero, como se deduce del contexto, doy un significado ligeramente distinto a la expresión «experiencia concomitante». Ambos significados ponen de relieve que la teología no puede prescindir de la experiencia (cf. II, 21-57).

Hacia el cristianismo en un mundo moderno 21

conduce (en toda interpretación de carácter religioso) a inte­grar esas primeras experiencias ambivalentes en una experien­cia nueva, la de una totalidad conscientemente anticipada: la religión. El hombre dispone así de una experiencia alternativa respecto a las experiencias ya realizadas.

Pero esta «experiencia concomitante» no se produce nun­ca, de hecho, en forma abstracta ni a través del individuo aislado, sino siempre mediante alguien que vive en una deter­minada cultura y en una tradición religiosa, como la cristiana o la budista. Esta experiencia religiosa con experiencias hu­manas ambivalentes sólo se convertirá en una experiencia cristiana de fe cuando alguien, a la luz de lo que ha oído sobre el cristianismo en esta «experiencia concomitante», llega al siguiente convencimiento: «efectivamente, es así». Lo que las Iglesias proclaman en su mensaje como posibilidad vital que también otros pueden experimentar, lo que consideran provisionalmente sólo como un «proyecto de búsqueda»2 , llega a ser en esta experiencia concomitante (dentro del pro­yecto de búsqueda) un acto enteramente personal de fe cris­tiana, una convicción personal de fe con un contenido concreto y cristiano. En el mundo moderno, los hombres no podrán ya aceptar por mucho tiempo el credo cristiano ba­sándose simplemente en la autoridad ajena: lo acogerán en y a través de la «experiencia concomitante» interpretada a la luz de lo que la Iglesia les transmite de su larga historia de ex­periencia cristiana. Parece que es éste el camino que muchos seguirán para llegar a la religiosidad y al cristianismo, y no el de ser cristianos desde su nacimiento.

Las consecuencias que de ahí emanan para la catequesis y la teología son extraordinariamente importantes. Y consti­tuyen también los presupuestos fundamentales que me han servido de punto de partida para escribir mis dos libros so­bre Jesús. Si mi análisis de las premisas sobre las que se apoya la fe para un mundo moderno es correcto, se sigue que

El concepto de «proyecto de búsqueda» procede de H. Kuitert, Wat heet geloven? Structuren en berkomst van de christelijke geloof-suitspraken (Baarn 1976) espec. 115-119.

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22 Hacia el cristianismo en un mundo moderno

la catequesis y la predicación no están llamadas únicamente a iluminar las actuales experiencias humanas, sino que deben desarrollar responsablemente, de la manera más concreta y sugestiva posible, el significado concreto para los hombres de nuestro tiempo de una orientación cristiana de la existen­cia. El hombre debe saber en qué «proyecto de búsqueda» se ocupa y en qué confía. Pero si las Iglesias expresan su anti­gua tradición de experiencia cristiana en un sistema concep­tual ajeno al hombre moderno, privarán a la mayoría de los humanos del placer de entender este proyecto de búsqueda como posible interpretación de sus experiencias. Por otra parte, una catequesis experiencial que no se preocupe además de desarrollar la historia de Jesús resulta cristianamente in­eficaz. Según la tradición cristiana de fe, Dios mismo nos ha mostrado quién es y cómo quiere ser experimentado a través de una historia singular, en un acontecimiento que se funda­menta en Jesús y su prehistoria. Y esta historia deberá na­rrarse de la forma más clara posible, para que los hombres puedan realizar una experiencia cristiana «con sus experien­cias humanas». La experiencia de Dios se comunica por me­dio de las historias experienciales que comprometen a los oyentes, hasta el punto de que aceptan hacer con y en las experiencias humanas otras experiencias análogas, esto es, cristianas.

Esta es la perspectiva en que han sido redactados los dos libros sobre Jesús, aunque no en el plano catequético, sino teológico.

2 TODO COMENZÓ

CON UNA EXPERIENCIA MUY PRECISA

En los orígenes del cristianismo tenemos una experiencia muy precisa. Todo empezó, efectivamente, con un encuentro. Unos hombres, judíos, entraron en relación con Jesús de Na-zaret y, fascinados, permanecieron a su lado. En virtud de ese encuentro, y a causa de lo que aconteció en su vida y, más tarde, en su muerte, su vida adquirió un sentido nuevo, un nuevo significado. Se sintieron regenerados y comprendi­dos. Su nueva identidad se expresó en un entusiasmo renovado por el reino de Dios y, por tanto, en una solidaridad análoga con los demás, con el prójimo, tal y como Jesús la había vivido ante ellos. Este cambio de conducta fue fruto de su encuen­tro concreto con Jesús, sin el cual hubieran seguido como eran, según confesarán más tarde (cf. 1 Cor 15,17). No fue una iniciativa suya, sino algo que les salió al encuentro.

Este sorprendente y transformador encuentro de algunos hombres con un miembro de su estirpe y religión, Jesús de Nazaret, suministró al Nuevo Testamento el punto de partida para comprender la salvación. Esto significa que gracia y sal­vación, redención y religión no tienen por qué expresarse ne­cesariamente en conceptos inusuales, marcadamente «sobrena­turales», sino más bien en el lenguaje humano corriente, en el lenguaje del encuentro y la experiencia y, sobre todo, en el de imágenes, testimonios y relatos; lenguaje que nunca deberá aislarse del acontecimiento concretamente liberador. Y precisamente aquí está en juego la revelación divina.

Encontramos así tácitamente formulados los principios hermenéuticos fundamentales en los que se fundan los dos

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24 Una experiencia muy precisa

libros sobre Jesús, es decir, los polos en torno a los que gira toda la historia que narran.

Es precisamente ese trasfondo, en el que ambos libros han sido concebidos y elaborados, el que intento poner en primer plano. Este desplazamiento —del trasfondo al primer plano— puede ayudar al lector imparcial a situarse en el ca­mino recto, enfrentándose críticamente con todo prejuicio subjetivo.

I

REVELACIÓN Y EXPERIENCIA

Los dos libros sobre Jesús fueron escritos desde el con­vencimiento, tan propio del Antiguo y Nuevo Testamento, de que revelación y experiencia no se contradicen entre sí. La revelación de Dios pasa por el camino de las experiencias humanas. La revelación —pura iniciativa de la libertad de un Dios que ama a los hombres— trasciende por su misma esencia cualquier experiencia humana, es decir, no deriva de una experiencia o reflexión de carácter humano-subjetivo; pero, por otra parte, tan sólo puede percibirse a través de las experiencias humanas y en ellas. No se da revelación alguna al margen de la experiencia. La revelación de Dios es algo completamente distinto de un producto o proyecto humano; pero esto no excluye que abarque también proyectos y expe­riencias humanas. Es decir: no se realiza al margen de nues­tra experiencia. La revelación se muestra en toda una serie de acontecimientos, experiencias e interpretaciones. Pero, si los cristianos afirman que Jesús es la revelación decisiva de Dios, encontramos en su convencimiento un doble aspecto: objetivo y subjetivo. Por una parte, hay hombres (cristianos) que afirman: así lo vemos nosotros. Se nos remite aquí, ante todo, a determinadas repercusiones que Jesús ha tenido sobre esos discípulos que, en su propio lenguaje, afirman contun­dentemente: hemos experimentado a Jesús como la salvación decisiva y definitiva de Dios. Por otra parte, según la convic­ción de los discípulos, esta afirmación presupone una inten­ción: hay que verlo así, porque él es así. Se afirma, por con­siguiente, algo sobre Jesús: que es la suprema autoexpresión de Dios. Según el Nuevo Testamento, la particular relación de Jesús con el reino de Dios es la que lo convierte en nues­tra salvación, ya que nos hace partícipes de esa relación y nos abre al viejo sueño de Israel: el reino de Dios como salva­ción para los hombres. Es verdad que lo primario fue la

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26 TJna experiencia muy precisa

experiencia de salvación; pero es precisamente esta experien­cia la que de modo inevitable desencadena la pregunta: ¿Quién es éste que puede hacer semejantes cosas? En otros términos: el Nuevo Testamento habla de la persona de Jesús de forma que quede claro por qué fue capaz de hacer lo que hizo. La fe de los discípulos no ha constituido a Jesús en revelación decisiva de Dios, aunque sin esa experiencia de fe no habrían podido decir nada sobre la revelación: la expe­riencia interpretativa pertenece esencialmente al concepto de revelación. Pero si Jesús hubiera sido realmente insignifi­cante, y si en el Nuevo Testamento dispusiéramos tan sólo de juicios subjetivos sobre él, no tendríamos ya ningún mo­tivo, en mi opinión, para hacernos cristianos o continuar siéndolo (aunque el Nuevo Testamento estaría aún en condi­ciones de ofrecernos abundantes estímulos). Del Nuevo Tes­tamento se desprende con claridad que la soteriología es el camino que conduce a la cristología.

El hombre sabe que existe una distinción entre el ser auténtico de las cosas y el modo en que éstas se nos mues­tran. Esto no equivale a afirmar un dualismo entre «aconte­cimiento» y «experiencia subjetiva». El que alguien realice una experiencia es un hecho nuevo y, en cuanto tal, distinto del modo en que esos hechos son experimentados por otro, o incluso por él mismo en otro momento. En cuanto experi­mentados por nosotros, esos hechos no quedan estructurados exclusivamente a través de nuestra perspectiva personal; son como se nos muestran en nuestra perspectiva, pero condicio­nados por su «propia aportación». Nuestra experiencia de las cosas y de los acontecimientos, en la naturaleza y en la his­toria, no se adecúa, por tanto, a esas cosas y acontecimientos. Esto explica por qué «el comportamiento de las cosas» se opone con frecuencia diametralmente a todas nuestras expec­tativas. El análisis de nuestros proyectos, concepciones y es­peranzas, es decir, el análisis de la adecuación de nuestras afirmaciones con los hechos de experiencia es, en principio, posible y, hasta cierto punto, humana y significativamente realizable. «Lo que se anuncia» trasciende en sí nuestra per­cepción y experiencia, como el hombre mismo trasciende, en

Revelación y experiencia 27

cierto modo, incluso su propia perspectiva. Si esto es así, se impone afirmar que la revelación se realiza en un largo pro­ceso de acontecimientos, experiencias e interpretaciones y no en una «intervención» sobrenatural o especie de truco má­gico, aunque de ningún modo se reduce a un mero producto humano. Viene «de arriba». La autorrevelación de Dios no es fruto de nuestra experiencia, sino que se manifiesta en ella como referencia interior a lo que esta experiencia y este len­guaje interpretativo de fe han producido. En la respuesta de fe que damos en la experiencia se transparenta, en última instancia, la interpelación divina, aunque por medio de ges­tos humanos.

No son, pues, los hombres quienes fundamentan la reve­lación, sino ésta la que provoca nuestra respuesta de fe. La conciencia de fe, aunque ejerce una función constitutiva, se experimenta a sí misma como constituida. Sin embargo, son los hombres quienes afirman que hablan en nombre de la revelación y quienes, por tanto, deben asumir esa responsabi­lidad. De lo contrario, resulta demasiado fácil hacer pasar por «palabra de Dios» —¡que procede de lo alto!— las pa­labras y opiniones propias.

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II

EXPERIENCIA E INTERPRETACIÓN

El segundo polo en torno al que giran mis dos libros so­bre Jesús se refiere a la relación —en las experiencias huma­nas y, por tanto, en el aspecto experiencial de la revelación— entre el elemento experiencia y el elemento interpretación o articulación de la misma (aquí lo llamaremos interpretament, al margen de cómo lo entiendan otros autores; cf. I, 644).

La interpretación no comienza en el momento mismo en que nos preguntamos por el sentido de lo que experimenta­mos. La identificación interpretativa es ya un momento inter­no de la experiencia misma, primero no articulada y luego conscientemente refleja. Pero en nuestras experiencias se dan elementos interpretativos que encuentran su fundamento y su fuente inmediatamente en el experimentar en cuanto tal, como contenido de una experiencia consciente y, por lo mis­mo, bastante transparente; y hay elementos interpretativos que proceden del exterior de esta experiencia, aunque no po­demos recalcar demasiado esta distinción o considerarla siem­pre adecuada. Así, por ejemplo, una experiencia amorosa contiene en su misma dinámica elementos interpretativos su­geridos por la misma experiencia concreta del amor. El amor experimentado sabe ya qué es el amor, sabe incluso más de lo que es capaz de expresar en ese momento. La identifica­ción interpretativa es, pues, un momento interno de la expe­riencia del amor. Esta experiencia amorosa se expresará quizá posteriormente en un lenguaje que puede estar toma­do de Romeo y Julieta, del Cantar de los Cantares, de los himnos de Pablo al amor o de cualquier composición poética moderna. Esta tematización posterior no es una superestruc­tura indiferente y sin sentido. La interpretación y la expe­riencia se condicionan mutuamente. El auténtico amor vive de la experiencia amorosa y de su continua expresión (en I, 513-514, considero las afirmaciones extraídas de la expe-

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riencia primaria, original, interpretativa, como afirmaciones de primer orden, first order). Sólo esta autoexpresión cada vez más intensa permite profundizar en la experiencia origi­naria. Gracias a la nueva experiencia se manifiesta de manera progresivamente explícita la experiencia original (en I, 513-514 considero estas afirmaciones extraídas de una experien­cia más desarrollada, refleja e interpretativa, como afirmacio­nes de segundo orden, second order, que no deben tener el significado despectivo de «segundo rango», sino todo lo contrario).

También así, la primera experiencia que algunos hombres han tenido al encontrarse con Jesús se convierte en auto-expresión, que ha ido desarrollándose poco a poco hasta lle­gar a lo que hoy llamamos cristología. Una crístología (que se mantenga ceñida a su objeto) es, por tanto, la historia de una particular experiencia de encuentro, que identifica lo que experimenta, es decir, que da un nombre a lo experimentado.

Estas experiencias identificativas de los primeros cristia­nos se fijaron por escrito al cabo de cierto tiempo. En reali­dad, todo escrito neotestamentario trata de la salvación expe­rimentada en y a través de Jesús. Las experiencias de gracia que aquí se expresan reproducen el mismo acontecimiento fundamental y una experiencia fundamental que todos reco­nocemos, aunque cada escrito del Nuevo Testamento repro­duce la experiencia radical, compartida por los cristianos, desde su propia óptica. Tanto los sinópticos como la corrien­te paulina o joánica (por recordar tan sólo tres corrientes fundamentales del Nuevo Testamento) contaban ya con una prehistoria en la que estaba implícita la experiencia de sal­vación y de gracia y su correspondiente interpretación: la veterotestamentaria, intertestamentaria y protocristiana o pre-neotestamentaria.

Una rápida visión de este proceso histórico nos permite comprender que no estamos en condiciones de actualizar de manera absolutamente directa la teología neotestamentaria de la salvación y redención, lo cual significa que esta concepción bíblica no nos interpela de modo directo o «inmediato». De ahí se sigue que un análisis teológico de los conceptos neo-

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testamentarios sobre la salvación únicamente podrá inspirar y orientar en realidad a los hombres de hoy si va acompa­ñado de la conciencia de las mediaciones históricas, las de entonces y las de ahora. En el Nuevo Testamento nos encon­tramos con una experiencia fundamental que ensambla todos los escritos y que, precisamente por eso, pudo ser recogida en un «Nuevo Testamento» canónico: Jesús, experimentado como el acontecimiento salvífico decisivo y definitivo, la sal­vación de Dios, el antiguo sueño de Israel. Pero, precisa­mente porque se trata de experiencia, los autores expresan esa salvación sirviéndose de los conceptos propios de su mun­do vital (Lebenswelt), de su ambiente y de sus problemas y, por lo mismo, del mundo de su experiencia. Y es aquí donde surgen interesantes diferencias en el Nuevo Testa­mento. Como ésa es también la razón de que en la Escritura se hable en forma tan diversa del significado salvífico de Jesús.

Mi intención era, en rigor, diseñar esas variaciones, tanto preneotestamentarias (sobre todo en I) como neotestamenta-rias (especialmente en II). La pregunta era: ¿cómo interpre­tan los diversos autores neotestamentarios su experiencia fundamental con Jesús? De hecho, las experiencias privadas se realizan siempre en determinados contextos interpretativos. Por eso es también preciso buscar los diversos marcos inter­pretativos en los que la experiencia cristiana fundamental se ha articulado. Pues los hombres no experimentan nunca la salvación en abstracto, sino siempre en sus contextos vitales (diversos entre sí). Hay que analizar, pues, constantemente ese contexto, ya que la relación con su presente fue también decisiva para establecer la manera en que ellos experimenta­ron y comprendieron la salvación de Jesús, si bien hay que añadir que los problemas permanentes de la vida reaparecen de continuo, aunque experimentados de formas diversas.

Pero no podemos limitarnos a analizar ese horizonte. En efecto, nosotros mismos vivimos en un mundo vital diverso, que plantea problemas e interrogantes también diversos y que, en un contexto histórico y sociocultural distinto, aborda los problemas siempre presentes en la humanidad. Lo que

Experiencia e interpretación 31

hayamos encontrado en la Biblia no podremos, pues, «apli­carlo» sin más a nuestro mundo vital, como si nos fuera posible extraer de la cascara histórica un fruto atemporal. Los autores neotestamentarios no nos ofrecen el mensaje cris­tiano en estado puro, sino teñido por el mundo de entonces. Nos preguntamos, por consiguiente, hasta qué punto esa his­toria de su experiencia de salvación en Jesús —salpicada de motivos biográficos, tanto personales como colectivos— pue­de inspirar y orientar todavía a los hombres de nuestro tiem­po. ¿Estamos acaso ligados, como cristianos, a todos los Ínterpretament, es decir, a todos los conceptos experienciales judíos y griegos del mundo de entonces? En la tradición de la experiencia cristiana, que abarca ya casi dos milenios, se han ido acumulando sin cesar estos elementos interpretativos. ¡Y con toda razón! En cada época, en efecto, los cristianos se esfuerzan por expresar su experiencia de la salvación en Jesús, utilizando conceptos experienciales característicos de su mundo contemporáneo. Pero entonces se corre el riesgo de que los cristianos de nuestros días se aferren a un deter­minado «Ínterpretament» del pasado más que a la realidad salvífica, que se traduce, mediante él, en múltiples lenguas. Para los cristianos del pasado, muchas de esas interpretacio­nes constituían una expresión vital de las experiencias coti­dianas realizadas en su ámbito sociocultural (por ejemplo, el rescate de los esclavos, el sacrificio cultual de los animales, la posibilidad de disponer de un poderoso intercesor en las altas esferas, de un señor del mundo, etc.), mientras que, para nosotros, hoy, ya no lo son. No se puede, ciertamente, obligar para siempre a cristianos que creen en el valor salví­fico de la vida y muerte de Jesús a creer también en todas esas interpretaciones. Ciertas imágenes e interpretaciones, su-gerentes y plenamente legítimas en una época, pueden resul­tar irrelevantes en una cultura distinta. Hay que preguntarse si, en una cultura como la nuestra, que se horroriza ante las matanzas de carácter sacro, puede todavía considerarse el sig­nificado salvífico de la muerte de Jesús como un sacrificio cruento, exigido por un Dios airado para aplacar su-ira. Así es como se desacredita, en las actuales circunstancias, la

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32 Una experiencia muy precisa

auténtica fe en el verdadero significado salvífico de esa muerte: es algo que choca con experiencias modernas crítica­mente asumidas.

El Nuevo Testamento se siente libre para hablar de la experiencia de salvación realizada con Jesús utilizando con­ceptos diferentes, con tal de que en estas diferentes inter­pretaciones se exprese lo que realmente sucedió con Jesús. Y esto nos confiere también a nosotros la libertad para ex­presar, de manera inédita, la experiencia de salvación que realizamos con Jesús y traducirla a un lenguaje extraído de nuestra cultura moderna y contemporánea, con sus proble­mas, expectativas y necesidades, aunque tenga que permane­cer abierto a la crítica de la espera de Israel tal y como se ha cumplido en Jesús. Es más, deberemos hacerlo así para permanecer fieles a lo que los cristianos neotestamentarios experimentaron, anunciaron y prometieron como salvación en Jesús. El próximo párrafo pondrá aún más de relieve esta necesidad.

III

EXPERIENCIA INTERPRETATIVA

Y MODELOS DE PENSAMIENTO

Esta breve exposición sobre revelación, experiencia e in­terpretación nos ofrecería una imagen deformada del proceso real de la revelación si nos limitásemos a afirmar que toda experiencia va acompañada de articulaciones conceptuales y metafóricas. En nuestros días se abre camino la convicción de que concepto y modelo no son la misma cosa. A partir de Kant y de las actuales discusiones sobre teoría de la cien­cia en torno a K. Popper, Th. Kuhn, L. Lakatos, P. K. Fe-yerabend, escuela de Erlangen, etc. (cf. bibl. II , 23, n. 1), se concede actualmente una cierta primacía de la teoría o del modelo sobre la experiencia, al menos en el sentido de que, por un lado, no puede darse experiencia alguna que no lleve consigo, al menos implícitamente, una teoría y, por otro, que las teorías no se obtienen inductivamente a partir de la expe­riencia, sino que constituyen una iniciativa creadora del espí­ritu humano.

En consecuencia, tampoco los enunciados de fe bíblicos y eclesíales son puras y simples expresiones o interpretaciones de «experiencias religiosas inmediatas» (como las realizadas con Jesús). De modo más o menos consciente, también ellas expresan teorías. El llamado momento interpretativo de la experiencia queda enmarcado en un contexto más amplio, es decir, teórico, de interpretación. Y dichos contextos teóricos podemos encontrarlos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Ambas series de escritos no sólo expresan expe­riencias religiosas inmediatas, sino que emplean también mo­delos teóricos, desde los que intentan comprender un frag­mento de la historia experiencial vivida por Israel. Así, en el Antiguo Testamento el yahvista interpreta la historia expe­riencial judía en forma distinta de como lo hacen la tradición sacerdotal y la deuteronómica. Recurren, por tanto, a mode-

3

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34 Una experiencia muy precisa

los interpretativos diversos o, para expresarnos en términos modernos, a diferentes teorías. Y lo mismo hace, aunque quizá con menos claridad, el Nuevo Testamento; incluso los dogmas conciliares han brotado de un determinado «pensar-por-modelos». En II , 23-71, no he hecho más que esbozar este aspecto fundamental (II, 26-28), pero es un problema que merecería un tratamiento más profundo y cuidadoso. La persuasión de que los modelos teóricos acompañan siempre a los enunciados religiosos, bíblicos y dogmáticos me ha ins­pirado también en la elaboración de mis dos libros sobre Jesús.

En la fe y en la teología sucede exactamente lo mismo que en la ciencia y las experiencias humanas normales: las experiencias articuladas subyacen siempre a una teoría (tema-tizada o no). En nuestros días las discusiones sobre la recí­proca influencia entre experiencia y teoría han dejado bien claro que una dogmatización de la experiencia es tan infun­dada como una dogmatización de la teoría; por otra parte, también ha quedado claro que ningún enunciado de fe es pura y simple reproducción de una experiencia religiosa (tan­to si utiliza conceptos propios como ajenos), sino también teoría (necesitada, por tanto, de revisión). Por eso me parece que la ingenua confianza en las denominadas experiencias in­mediatas es una forma de neoempirismo. Como hemos dicho, una teoría, en cuanto tal, no brota nunca de la inducción de determinadas experiencias. Es una realidad autónoma del es­píritu humano creador, mediante la cual el hombre (con la impronta ya, por supuesto, de una larga historia experiencial) sale al encuentro de las experiencias. En lo que algunos lla­man «experiencia religiosa» se oculta, pues, no sólo la inter­pretación (en el sentido de determinados conceptos e imáge­nes), sino también un modelo teórico a partir del cual se sintetizan diversas experiencias.

Un enunciado de fe, es decir, todo lenguaje religioso que hable de revelación, elabora al mismo tiempo un modelo teó­rico que, en cuanto tal, permanece hipotético, por más que designe íntimamente lo experimentado y lo revelado en su articulación concreta. Los enunciados de fe son, por consi-

Modelos de pensamiento 35

guíente, enunciados teóricos y no sólo «enunciados de expe­riencia». Como cualquier teoría, intentan aclarar e iluminar al máximo el mayor número posible de fenómenos de expe­riencia. Y eso lo consigue una teoría mejor y de forma distin­ta que otra. Así, en el Antiguo Testamento, la tradición sacer­dotal emplea un modelo de interpretación de la experiencia histórica completamente distinto —se apoya en la estabili­dad— del modelo interpretativo profético, que apunta hacia el cambio y el futuro (cf. N. Lohfink, Unsere grossen Wórter. Das Alte Testament zu Themen dieser ]ahre, Friburgo de Br. 1977, espec. pp. 44-56, 76-91 y 156-189). La interpretación sacerdotal de las experiencias históricas de Israel utiliza el modelo de un mundo ideal estable, mientras que el modelo deuteronómico interpreta los hechos de experiencia partiendo del modelo del Éxodo: salir de la estabilidad para adentrarse en un futuro siempre mejor. Los modelos y teorías son hipó­tesis o invenciones humanas, un «marco» en el que se intenta dar sentido a los diversos datos. Su importancia reside en su capacidad para situar de manera comprensible y lo más sen­cilla posible los diversos datos de una determinada esfera de la realidad.

La revelación, en su conjunto, se nos da a través de la mediación de un largo proceso no sólo de acontecimientos, experiencias e interpretaciones, sino también de interpretacio­nes según determinados y distintos modelos o teorías. La re­velación, en cuanto inefable, es decir, en cuanto fundamenta la fe e induce a los creyentes a actuar y pensar, sostiene y abarca no sólo la experiencia de fe, sino también su interpre­tación según modelos o teorías diferentes. Las cristologías del Nuevo Testamento nos lo demuestran con claridad. Tanto a través del momento interpretativo como también, y quizá sobre todo, a través del momento teórico (fruto del pensar a base de modelos), el dato revelado, en cuanto articulado lingüísticamente por los creyentes, pasa a ser un aconteci­miento perfectamente humano del que, sin embargo, no de­penden ni el contenido ni el acto de fe. Todo esto nos garan­tiza que la revelación no se basa en nosotros, pero al mismo tiempo nos pone en guardia contra toda interpretación funda-

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36 Una experiencia muy precisa

mentalista, tanto de la Biblia como del dogma eclesial. De este modo, una interpretación auténticamente cristiana no es, de hecho, más fácil, puesto que también quien interpreta piensa siempre mediante modelos. Pero el análisis de esa es­tructura de la revelación y del acto de fe responde mejor a los datos reales del proceso revelador y nos mantiene así más an­clados en la realidad.

3 LA EXPERIENCIA DE SALVACIÓN

REALIZADA EN JESÚS Y LAS PRIMERAS DENOMINACIONES CRISTIANAS

En mi primer libro, Jesús. La historia de un Viviente, planteo el problema del origen de los primeros nombres cris­tianos utilizados para designar su persona; pregunto incluso por las denominaciones utilizadas por los primeros cristianos, de ascendencia judía, y que, con cierta seguridad histórica, pueden rastrearse en el período preneotestamentario. Eso no significa que dichos nombres fuesen también los de mayor garantía o los más definitivos. Lo excluyo expresamente: « [ . . . ] tampoco puede servir como norma o factor constante de unidad la más antigua imagen reconstruible de Jesús» (I, 45) y: «por importante que pueda ser la tradición más an­tigua [... ] la primera formulación de una experiencia de re­conocimiento no es necesariamente la más rica ni la más ma­tizada» (I, 45-46). Da la impresión de que algunos críticos no han leído estas afirmaciones. Lo que digo es que tales tradiciones siguen siendo «una pauta importante para el pro­ceso ulterior en que se intenta articular, cada vez con mayor claridad, la riqueza de las auténticas experiencias» (1,46); por último: «las formulaciones antiguas y las más recientes de una experiencia ejercen muchas veces una crítica mutua» (I, 46). Esto significa que, a causa de la estructura de la ex­periencia interpretativa y de su posterior interpretación expe-riencial (cf. supra, c. II , B), es importante reconstruir las más antiguas denominaciones cristianas de Jesús (pero sin recono­cerles preeminencia alguna), dado que la posterior tematiza-ción presenta también un aspecto «histórico-ideológico», es

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38 La experiencia realizada en Jesús

decir, está guiada por la experiencia original, articulada ya de manera muy precisa. En esta compleja situación se corre el peligro de que una tematización posterior haga prevalecer el aspecto interpretativo, en detrimento del aspecto experiencial, y se construya incluso una «historia de las ideas» desligada de la experiencia. Eso es precisamente lo que entiendo cuan­do hablo de «advertencia limitadora» 1 que puede derivar de las más antiguas interpretaciones de Jesús.

1 La expresión indica la «prioridad», aunque mediante reconstruc­ciones de carácter histórico, de la persona de Jesús frente a la res­puesta del creyente, aunque en el Nuevo Testamento ambos aspectos están tan vinculados que no es posible distinguirlos con claridad; cf. también la nota 2 del epílogo.

I

ESTRUCTURA DE LA DENOMINACIÓN NEOTESTAMENTARIA

DE JESÚS: FALSO DILEMA ENTRE CRISTOLOGIA FUNCIONAL

Y CRISTOLOGIA ONTOLOGICA

Cada hombre recibe al nacer el nombre que le imponen los demás. El recién nacido inicia así su perfeccionamiento y, como persona inconfundible, entra en la red de las relaciones humanas. Se le reconoce en lo que tiene de específico por la imposición del nombre. Es aceptado por sus padres y familia­res. Puede existir. Con su aceptación en una pequeña comu­nidad da comienzo la integración del niño en la gran comu­nidad humana. De forma absolutamente original, ese nuevo ser, con su insustituible nombre, se incorpora a la vieja «his­toria humana» y le añade un nuevo capítulo. Podrá hablarse de los términos concretos en que se desenvuelve su historia únicamente después de muerto, dado que, mientras viva, ha­brá que contar siempre con la posibilidad de que se altere el curso de su vida o, por lo menos, adquiera nuevos acentos.

De este modo, cierto judío de Nazaret, apenas nacido, re­cibió el nombre de Jesús (es decir, «salvación»). Pero lo que ese nombre realmente significaba se manifestaría plenamente, como resultado de su vida, en el momento de la muerte.

Es interesante observar que, para expresar lo que deter­minados individuos significan en realidad para los demás, en virtud de sus acciones concretas, se les impone frecuentemen­te un segundo nombre. Así, por ejemplo, Abrán se transfor­ma en Abrahán, Jacob en Israel, Saulo en Pablo y Simón en Pedro, la piedra sobre la que se edifica la comunidad del cris­tianismo primitivo. El segundo nombre es, pues, funcional o de servicio (1,458). De esta manera, hay personas que reci­ben un segundo nombre debido al significado que revisten para los demás. En la esfera religiosa, ese segundo nombre revela justamente una entronización o vocación que proviene de Dios.

Así, Jesús fue llamado «Cristo», o incluso «el Cristo»,

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40 La experiencia realizada en Jesús

por los judíos que le «siguieron» y para quienes representó un significado fundamental en su vida. Cristo significa Ungido (Mesías), es decir, ungido por el Espíritu de Dios (Is 61,1; cf. 52,7) para salvar a su pueblo, para traer salvación, reden­ción y liberación. «Entérese bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías al mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36); y en otro pasaje: gracias a una «unción» (Hch 4,27, que se basa en Is 61,1-2; cf. también 52,7). _"

«Jesús es el Cristo» es ya una confesión de fe. Este enun­ciado implica que los que ie llaman con ese nombre han ex­perimentado y siguen experimentando, en y por medio de Jesús, la salvación decisiva de Dios. No se trata, pues, de un enunciado meramente descriptivo, como si se dijese: «Jesús, a quien los cristianos llaman el Cristo».

Ese proceso de reconocimiento y denominación de Jesús comenzó en una atmósfera de ambigüedad, de preguntas y suposiciones. Y, en la estructura material de los cuatro evan­gelios, los autores nos lo dejan entrever con bastante claridad, aunque el lector (y también el autor) conozca ya el desenlace. Las atribuciones explícitas del nombre, a partir de las cuales fueron escritos los cuatro evangelios, tuvieron lugar no al co­mienzo, sino más bien después o hacia el final de la relación experiencial tenida con Jesús, que duró un año o como máxi­mo dos, es decir, desde el bautismo de Jesús a orillas del Jor­dán hasta su muerte. Al principio, se desconoce todavía el verdadero nombre o identidad de Jesús (desde el punto de vista judío, ambas realidades se identifican), igual que sucede con todos los hombres: «¿Qué será de este niño?» es una pregunta que explícita o implícitamente se formula cada vez que nace un pequeño. Incluso en los evangelios, que fueron escritos partiendo de la imposición identificadora del nombre, se recurre al camino «indirecto» del proceso de reconocimien­to (cf., sobre todo, II, 809-815, donde se habla del proceso de identificación de Jesús en los cuatro evangelios). De ahí se infiere que el propio Jesús se mostró más bien reservado cuando se trataba de desvelar directamente su identidad (a excepción del Evangelio de Juan, que más bien tematiza la

ha denominación neotestamentaria de Jesús 41

imposibilidad de comprender a Jesús). Precisamente por eso es poco lo que podemos afirmar, en el plano histórico, sobre la psique de Jesús. Los demás pueden conocerlo identificándolo a través de lo que dice y hace. Esa llamada vía indirecta es seguida sugestivamente por el Evangelio de Mateo, donde Juan el Bautista, desde la cárcel, envía a Jesús algunos discí­pulos para que le pregunten: «¿Eres tú el que tenía que ve­nir o esperamos a otro?» (Mt 11,3). Su respuesta es: «Los ciegos ven [... ] a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11,5). Jesús responde remitiendo a sus palabras y accio­nes. Así como en Ex 3,14 no se revela directamente el nom­bre o identidad del Dios de Israel, sino que se remite a lo que Dios hace con el pueblo de Israel: «Os tengo presentes» (Ex 3,16), que significa: «Me solidarizo con el pueblo», del mismo modo, en el relato de Mateo, Jesús dice: «Yo soy el que lleva la buena noticia a los pobres, el que acaba con la desventura». También para Jesús vale: «Me solidarizo con mi pueblo». Esta función es su esencia, lo mismo que en 1 Jn 4,8 y 16b la esencia de Dios es «amor a los hombres». La moderna distinción entre cristología funcional y cristología ontológica es totalmente ajena a las categorías neotestamen-tarias. La misma esencia de Jesús es salvación de Dios.

Pero en esta denominación «indirecta», tal y como la en­contramos en Mt 11,5, hay algo más. Mediante esa denomi­nación identificativa, se reconoce que en Jesús se cumple una promesa de Isaías (Is 29,18-19; 35,4-6; 61,1-2, que aquí im­plícitamente se cita). Resulta entonces clara la estructura de la denominación neotestamentaria de Jesús: se trata de un conocimiento (y reconocimiento) explícito de lo que antes «se conocía ya» vagamente, al menos como promesa. Existía ya un cierto modelo de expectativa en la tradición experiencial judeo-religiosa. Sin embargo, la identificación explícita no re­sulta, de hecho, tan evidente, ya que a renglón seguido se añade: «Dichoso el que no se escandalice de mí» (Mt 11,6). Conocer a Jesús como el Cristo no es una comprobación de tipo objetivo (como tampoco es posible ninguna prueba de carácter histórico-científico); ese conocer exige, al mismo tiem­po, una metanoia fundamental, en virtud de la cual queda

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42 La experiencia realizada en Jesús

transformado quien conoce a Jesús como el Cristo. Conocer a Jesús, el Cristo, conlleva siempre una nueva comprensión de sí, en y a través de una renovación de la propia vida. Lo primero no puede separarse de lo segundo, ya que de lo con­trario la fe cristiana quedaría reducida a una fórmula muerta (claro que esto no significa tampoco que arabas cosas se confundan). Este aspecto de la metanoia, esencial y necesario para una verdadera profesión de fe en Cristo, lo encuentro también en el reconocimiento apostólico definitivo de Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, que el Nuevo Testamento nos describe en forma de apariciones (cf. I, 360-362 y 350-360). Pues llamar a Jesús «el Cristo» es, efectivamente, im­ponerle un nombre a partir de una concreta experiencia de salvación, redención y liberación, que viene de Dios a través de Jesús.

Esta denominación identificativa de Jesús se presenta, pues, como una realidad con dos aspectos: a) un aspecto de proyección, es decir, los nombres que los judíos y luego los cristianos procedentes del paganismo conocían ya por su tra­dición cultural y religiosa fueron proyectados sobre Jesús (la exégesis habla de títulos de soberanía como: Cristo, Hijo de Dios, etc., o también metáforas como: agua viva, pan del cielo, buen pastor, etc.); y b) un aspecto de donación, un elemento de oferta del Jesús histórico. El estímulo, el des­encadenante de estas proyecciones denominativas es el propio Jesús, lo que él fue, teniendo en cuenta su vida y muerte (I, 41-46). En este proceso de denominación «la prioridad co­rresponde a la oferta real que es Jesús» (I, 48). Pero encon­tramos también en este proceso de denominación un elemento crítico: los nombres ya conocidos (Cristo, Hijo de Dios, etc.) y las expectativas salvíficas presentes en ellos no determinan quién es Jesús, sino a la inversa: «la historia singular y con­creta de Jesús asume esas expectativas, pero las transforma, reestructura o corrige» (I, 16). Se enlaza de nuevo con mode­los precedentes, pero bajo la presión de lo que realmente era Jesús, de lo que decía y hacía, todos los modelos quedan hechos añicos: «si utilizaron ese modelo no fue por razón del modelo como tal, sino por lo que se había manifestado

La denominación neotestamentaria de Jesús 43

en Jesús, porque el modelo expresaba la impresión que Jesús les había producido» (I, 448) y recurren «a conceptos un tan­to ajenos a la realidad que pretendían expresar» (I, 43). De esta manera, no se niega el carácter proyectivo de la denomi­nación, sino que se regula y explica. Jesús no es un descono­cido sobre el cual puedan los hombres proyectar arbitraria­mente sus necesidades y expectativas. ¿Por qué habríamos de necesitar aún a Jesús, si nos limitamos a proyectar sobre él todo lo que ya conocemos? Es la novedad que aparece en él la que a) nos permite volver a lo que, en cierto modo, ya conocemos para articular lo nuevo en un lenguaje propio que nos resulte suficientemente comprensible, y b) destruye, al mismo tiempo, el significado ya conocido de esos nombres. Jesús es el Mesías, pero no como lo esperaban muchos judíos de la época y, al principio, incluso los discípulos. En la deno­minación neotestamentaria de Jesús se oculta un vestigio de teología negativa. Jesús es el Señor, pero no como eran kyrios los déspotas de su tiempo: él es el Señor que considera nega­tivas todas las relaciones que se basan en el binomio siervo-amo: «Pero entre vosotros (seguidores de Jesús) no debe ser así» (Le 22,24-27; Me 10,42-43; Mt 20,25-26). A pesar de todos los nombres judíos y «paganos» que los cristianos uti­lizan para identificarlo, Jesús sigue siendo, «para los judíos, escándalo; para los paganos, una locura» (1 Cor 1,23). Esto demuestra una vez más que la denominación cristiana de Je­sús implica una renovación de la propia vida aun en el plano cognoscitivo, una metanoia incluso del conocimiento, es decir, implica je.

A causa precisamente de esta tensión en los nombres que se aplican a Jesús «pueden intercambiarse, ser sustituidos por otros e incluso desaparecer» (I, 39). Pueden también sur­gir otros nuevos. No mucho después del Nuevo Testamento, los Padres de la Iglesia llaman a Jesús el «verdadero Orfeo», que con su música alivia y sana el corazón de los hombres. Eso debió de sonar muy bien a los cristianos griegos. He teni­do ocasión de observar a menudo que algunos cristianos reac­cionaban instantáneamente con un profundo rechazo, como diciendo: «Eso no puede ser», cuando yo hablaba de «Cristo

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44 La experiencia realizada en Jesús

como Orfeo», mientras les parecía obvio que el Evangelio de Juan hable de Jesús como «Logos». Pero, visto desde el am­biente cultural y religioso de su época, los Padres de la Igle­sia hicieron lo mismo que el Evangelio de Juan al llamar a Jesús «el Verbo» (Logos). Naturalmente, todas esas denomi­naciones son algo arriesgadas.

En la denominación neotestamentaria de Jesús (compara­ble con los «nuevos nombres» que los cristianos han dado a Jesús a lo largo de la tradición) se manifiesta así un prin­cipio hermenéutico, a saber: el origen del nombre que expre­samente damos a este Jesús —partiendo de una experiencia concreta de salvación realizada con él— está, por una parte, en nuestro mundo actual y concreto de experiencia, es decir, en las experiencias que tenemos hoy con otros hombres den­tro de una cultura como la nuestra, que cambia y se transfor­ma continuamente; por otra, incluso las palabras claves que adquirimos en nuestra experiencia actual de la vida y del mundo y que luego «proyectamos» sobre Jesús —por ejem­plo, Jesús el liberador— deben ser sometidas a la crítica de lo que era realmente Jesús. Ni para el Nuevo Testamento ni para nosotros puede hablarse de una pura correlación entre nuestras expectativas y lo que Jesús fue en realidad. Toda denominación cristiana de Jesús de Nazaret habrá de ser, pues, fundamentalmente crítica, tanto frente a cualquier re­ducción de Jesús a un fenómeno histórico concreto cuanto frente a la tradición cultural y las experiencias de las que extraemos los nombres que nos parecen más adecuados para él. De este modo, apoyándonos en nuestras profundas expe­riencias humanas de Jesús, quizá podremos, en nuestro si­glo xx, calificarlo de liberador más que de redentor. Esto es algo que está ocurriendo. Pero una investigación histórica sobre el Nuevo Testamento nos enseña (y sin una búsqueda de este estilo puede fácilmente olvidarse) que el recurso a palabras clave, tomadas de nuestra tradición humana de expe­riencia, puede ofrecernos los nombres más adecuados para calificar a Jesús, pero al mismo tiempo esos nombres habrán de ser transformados radicalmente si han de ser válidos para él. De lo contrario, reconoceremos en él exclusivamente lo

La denominación neotestamentaria de Jesús 45

que ya sabemos por otro conducto, es decir, por nuestra cre­ciente experiencia humana. Cuando se trata de designar a Je­sús no encuentro a veces, en la literatura cristiana de nues­tros días, ese aspecto crítico. Aunque el origen de nuestras denominaciones actuales de Jesús sea la así llamada experien­cia «secular» que tenemos de la vida y del mundo, la impo­sición del nombre (si pretende ser auténticamente cristiana) tendrá que someterse a la crítica de lo que Jesús fue en su realidad histórica (y para comprender lo que Jesús verdadera­mente fue hay que contar con la gran prehistoria judía de Jesús y su poshistoria). Puede que, partiendo de nuestra ex­periencia, Jesús admita mejor el calificativo de liberador que el de redentor, pero teniendo en cuenta la estructura de los nombres neotestamentarios que se aplican a Jesús, nos encon­tramos frente al problema de saber en qué consiste la autén­tica liberación y, por tanto, de saber cuál es el fundamento, el origen de la alienación y esclavitud humanas, así como qué clase de salvación esperaba Israel y cuál es la que Jesús ofre­ce a los hombres: el reino de Dios como salvación de y para los hombres. La crítica transformadora del Mesías de Israel, Jesucristo, preside, por consiguiente, lo que nosotros los hombres, mediante la teoría y la práctica, podemos ahora ex­perimentar y formular. Esta es una de las razones por las que el paulinismo y los himnos protocristianos sostienen que a Jesús le ha sido dado un nombre «que sobrepasa todo título» (Flp 2,9; Ef 1,21). Ningún nombre extraído de nuestro co­nocimiento humano y de nuestras tradiciones experienciales es del todo adecuado; cada nombre debe ir acompañado de calificaciones que sólo podemos encontrar en la obra entera que Jesús llevó a cabo en el transcurso de su vida y, por su­puesto, dentro del horizonte veterotestamentario. Nuestros intentos de proyectar con ayuda de denominaciones —y como hombres no podemos actuar de otro modo— deben someterse siempre a la crítica de lo que Jesús fue. Precisa­mente por eso, dentro de ciertos límites, la pregunta histórica por Jesús posee un significado teológico y religioso.

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II

LA INVESTIGACIÓN HISTÓRICA SOBRE JESÚS

1. No al neoliberalismo

Hay un fondo de verdad en el recelo que muestra Rudolf Bultmann frente al «Jesús histórico» (del que cabría contar muchas cosas, también según Bultmann, desde el punto de vista puramente histórico), a quien no concede importancia dogmática alguna. Lo cierto es que no existen datos históri­cos sobre Jesús que prueben que él fue el Cristo. Esto me parece evidente y creo que, sobre este punto, reina también el acuerdo entre los teólogos de nuestros días. Ya he dicho que llamar a Jesús «el Cristo» no es fruto de ninguna recons­trucción de carácter científico; semejante enunciado implica una autocomprensión transformada como elemento de una metanoia y renovación de vida. A Jesús, el Cristo, no pode­mos aproximarnos en el plano meramente científico y objeti­vante. Sin una «recepción» de fe no sería el Cristo para na­die. Y en esta recepción y denominación neotestamentarias, el recuerdo de lo que fue Jesús en el plano histórico se con­vierte en un relato kerigmático (que no hay que confundir con un «reportaje» histórico de tipo moderno). Al narrar sus recuerdos sobre Jesús de Nazaret, los evangelios lo confiesan como el Cristo que vive entre ellos en la Iglesia. Bultmann no tiene razón, por el contrario, cuando vincula todo interés teológico por el problema del Jesús histórico con el intento, ciertamente ilegítimo (e imposible), de demostrar histórica­mente el kerigma neotestamentario, eclesial, de que Jesús es el Cristo. Pero si es posible el saber histórico sobre Jesús (cosa que también Bultmann admite y que difícilmente podrá negarse en nuestros días), toda imagen de Jesús diseñada des­de la fe —es decir, toda identificación creyente de Jesús como salvación decisiva de Dios— únicamente será legítima si tal interpretación identificativa incluye también, de forma

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consistente, ese saber de carácter histórico. Precisamente por­que el cristiano parte del presupuesto de que eso es así, es decir, que el relato kerigmático sobre el Jesús neotestamen­tario, aunque narrado por otros, está lleno de recuerdos refe­ridos a las palabras y acciones, a la vida y muerte de Jesús —recuerdos que impulsaron a aquellos hombres a formular su denominación cristiana—, adquiere también un relieve cristológico propio la pregunta histórica por la vida y mensaje de Jesús. Sólo habría que negar su significado teológico si se afirmara (cosa que algunos hacen, a mi juicio incorrectamen­te) que también es válido para Jesús lo que vale para ciertas personalidades históricas, a saber: lo de menos es qué fueron a nivel histórico; lo que interesa es que a determinadas figu­ras históricas se les dan dimensiones simbólicas que son re­presentativas para posibilidades de vida humanas y concre­tas; otros los convierten por completo en un símbolo repre­sentativo2. Con otras palabras: de los dos elementos que he­mos mencionado en la denominación cristiana de Jesús sólo permanece el elemento proyectivo. Del análisis de la denomi­nación neotestamentaria de Jesús resulta que ese modelo cul-tural-antropológico, es decir, esa proyección, desempeña desde luego un papel; pero también queda claro que ese modelo, a causa de la intencionalidad religiosa de la Escritura y la tra­dición, está sometido al correctivo crítico de lo que histórica y realmente apareció en Jesús por obra de Dios. No se trata sólo de un acontecimiento humano en el que los hombres, a través de Jesús, descubrirían su más profunda concepción de la vida —Jesús como intérprete de las más profundas y deci­sivas experiencias existenciales humanas—, sino de confesar al mismo tiempo que, en Jesús, nos sentimos interpelados por los planes de Dios sobre él. Pero, entonces, Dios no da su aprobación a un modelo o proceso de tipo cultural-antro-pológico, sino al hombre Jesús. Y lo que este hombre haya

2 Así, entre otros, Ch. Davis, Religión and the Sense of the Sacred, en C. T. S. A., Proceedings of the Thirty-First Annual Convention (Nue­va York 1976) 87-105, y también, aunque con algún matiz diverso, D. Tracy, Blessed Rage for Order (Nueva York 1975) 214-223.

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sido realmente en el plano histórico tendrá su importancia. No se trata aquí de una reconstrucción histórico-psicológica de los estados psíquicos de Jesús; sobre este tema hay bien poco que decir, y aun ese poco no posee excesiva importan­cia teológica.

Se trata más bien de intentar percibir, con la mayor preci­sión histórica posible, las líneas maestras del mensaje y vida de Jesús, de su actuación pública y de su muerte, ya que en ellas se nos manifiesta la forma en que Jesús comprendía a Dios, al hombre, al mundo y sus recíprocas relaciones. Pues, en realidad, son este mensaje y estos hechos, todo el compor­tamiento histórico de Jesús, los que indujeron a ciertos hom­bres a reconocer en él, con un acto de fe, al «Cristo» —sal-' vación decisiva de Dios— que les reconcilió consigo mismos. A Jesús se le llama Cristo no a pesar y al margen de lo que real e históricamente fue. Una reconstrucción histórica nos ayuda a entender de manera más profunda tanto el aspecto «objetivo», de invitación, como el subjetivo, «proyectivo», que encontramos en la denominación neotestamentaria de Je­sús, aunque ambos aspectos nunca podrán separarse clara­mente. No existe ningún «Jesús en sí», no interpretado, que pudiésemos reconocer en el Nuevo Testamento. Calificar mi planteamiento de neoliberal, o afirmar que intento llegar a un Jesús prekerigmático3, es algo que se opone a la declara-

3 W. Kasper, Libérale Christologie: «Evangelische Kommentare» 6 (1976) 357-360, no lo dice expresamente y hasta parece que el título no es suyo. Pero, con todo, afirma que mi proyecto teológico «asume, aunque en forma renovada, la intención fundamental de la teología liberal, especialmente la de W. Herrmann» (360). Se da aquí un des­conocimiento del peculiar interés de saber teológico que ha inspirado mi investigación sobre Jesús, y de la propia tendencia de mi libro; interés que dimana de un horizonte de experiencia, de problemática y de comprensión completamente distinto del de Herrmann. A juicio de Kasper, yo intentaría, a pesar de solemnes declaraciones de fondo y de la tendencia real del libro, llegar a un «Jesús prekerigmático y predogmático», como criterio de toda cristología (op. cit., 359). Y aña­de: de este modo, los estratos preneotestamentarios y especialmente Q, que no contiene kerigma pascual alguno, pasan a ser teológicamente normativos (olvida que Q sólo puede ser comprendido a partir de un kerigma de la parusía, I, 379). Esto significa desconocer por completo

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ción de fondo y a toda la exposición práctica de mis dos li­bros sobre Jesús. La fe que busca una comprensión históri­ca 4 es consecuencia intrínseca de que en el cristianismo no se trata sólo de un mensaje decisivo de Dios, sino también de la persona de Jesucristo, de alguien que apareció en nues­tra historia (y que, por lo mismo, debe ser relacionado tam­bién con la totalidad de la historia de Dios con nosotros). Esto plantea un interrogante fundamental a una exégesis de cuño puramente científico-literario que sólo preste atención a los «textos», restando así importancia, como es usual en la moderna investigación científica, a la pregunta por el Jesús histórico. Se trata de una postura exegética que, en virtud de lo específico del dato cristiano —el judío Jesucristo—, es re­ligiosamente insostenible si se entiende como algo definitivo.

Por otra parte, diversos motivos concretos me han obli­gado a conceder bastante espacio, en mi primer libro sobre Jesús, al problema del Jesús histórico. Recordaré tan sólo uno. Un año antes de la publicación del libro Jesús. La histo­ria de un Viviente apareció el de Rudolf Augstein, Jesús Menschensohn5. Se ocuparon de él ampliamente diarios, se­manarios y revistas. Algunos se quedaron con la impresión de que, hasta entonces, la Iglesia les habría narrado fábulas y leyendas y que la «ciencia histórica» mostraba ahora que el Jesús histórico no es capaz de sostener todo el andamiaje y superestructura que la Iglesia ha levantado sobre ese fenóme­no histórico. Alguien me preguntó entonces, con toda serie­dad, cómo podía seguir siendo cristiano después de haber leído el libro de Augstein. Los teólogos pueden ignorar esta obra, pero al precio de no darse cuenta de la influencia que ese escrito y otros parecidos ejercen sobre muchos cristianos. Se comportan como si la fe concreta viviese en el hortus conclusus de la Iglesia, sin compartir las alegrías y sufrimien-

los motivos por los que analizo precisamente Q, sin atribuir a esta tradición ninguna prioridad teológica.

4 Así puede verse en mi respuesta a la reseña de H. Berkhof a mi primer libro sobre Jesús, Vides quaerens intellectum historicum: «Ne-derlands Theologisch Tijdschrift» 29 (1975) 332-349.

5 Gütersloh 1972.

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tos del «mundo». Como no quiero entablar polémica con libros como el de Augstein, he procurado mostrar con toda claridad a los cristianos que la utilización teológica de las ciencias históricas no vacía necesariamente la fe, sino que, por el contrario, le sirve de ayuda, aunque la acompañe tam­bién como instancia crítica. La historia de los dogmas, que tanto contribuye a la comprensión cristiana de un dogma, no comienza después del Nuevo Testamento, sino antes y en el Nuevo Testamento mismo. Una cristología planteada según el esquema clásico, que no profundice en todos estos proble­mas, originará inevitablemente conclusiones precipitadas en los fieles. El problema debe ser abordado de una forma cris­tiana y no convencional, profundizando en las preguntas críti­cas tal como se plantean, al menos a la conciencia occidental. Hacer auténtica teología tiene sentido sólo dentro de una conciencia real de los problemas, históricamente determinada, que no siempre y en todas partes es la misma. Nadie defen­derá que para las culturas asiática y africana la conciencia histórica tenga el mismo significado que para el Occidente moderno. Además, si todos estuvieran de acuerdo en que el Nuevo Testamento, en su interpretación creyente de Jesús, parte con toda seguridad de un hombre histórico y sumamen­te concreto, cuyo modo de obrar, a grandes rasgos, resulta históricamente determinable, desaparecería de la teología oc­cidental la excesiva problematización de la pregunta por el Jesús histórico. Todo esto confiere inevitablemente al pensa­miento teológico un factor temporal absolutamente propio, mas también relativo: está determinado histórica e incluso geográficamente. Pero una teología que se escribiese para la eternidad, es decir, una teología desencarnada de la historia, se convertiría en algo intrascendente para los hombres que vi­ven en la temporalidad. Con frecuencia son otros los que dic­tan al teólogo lo que debe hacer en cada momento y lugar. Si quiere significar algo para la vida de los demás, el teólogo tendrá que contrastar permanentemente su «proyecto teoló­gico» con los problemas reales que preocupan a los hombres. Si esto no sucede, los «libros teológicos» no los leerá nadie, mientras que es bien sabido que los lee mucha gente si llevan

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a cabo dicho contraste. Por esta razón procuré, sobre todo en mi primer libro sobre Jesús, seguir el método histórico-crítico más riguroso e incluso radical, con el fin de averiguar qué puede afirmarse con seguridad científica o con gran proba­bilidad sobre el fenómeno histórico de Jesús. Todo ello con la esperanza de que fuera posible captar algún destello de por qué supuso Jesús una conmoción tan grande (positiva y negativa) para sus contemporáneos. Debió de tratarse de una auténtica conmoción, si se tiene en cuenta, por una parte, que Jesús fue ejecutado, y por otra que, al principio, sus discí­pulos quedaron totalmente desconcertados creyendo que se había desvanecido toda esperanza para Israel. Naturalmente, no pretendí demostrar la fe cristiana basándome en una in­vestigación de carácter histórico, empresa por lo demás bas­tante absurda. Mi intención era, más bien, la siguiente: «Quiero buscar posibles signos en la imagen de Jesús que nos ofrece la crítica histórica, signos capaces de orientar la búsqueda humana de salvación hacia la respuesta cristiana que habla de una peculiar acción salvífica de Dios en ese Je­sús» (I , 28; 93s; 235). Calificar esto de neoliberalismo o, peor todavía, de herejía, significa no tomar en serio al autor y atender tan sólo a corrientes de pensamiento o a una vaga «historia de las ideas», en las que lo peculiar de un autor no cuenta para nada. Es verdad que mi proyecto se basa en un planteamiento distinto del de la cristología tradicional y clá­sica. Sin embargo, el canon de la Escritura y la tradición ecle­siástica conservan, también para mí, toda su validez, ya que esa investigación histórica sobre Jesús se orienta «hacia la oferta cristiana de respuesta», como muestra el pasaje que acabamos de citar. No es, por tanto, la investigación histórica la que puede dar esta respuesta6. Precisamente porque tam-

6 Cf. I, 44-53, y espec. I I , 58-63. El canon y la tradición han sido mis guías, la meta hacia la que intento orientar a mis lectores de ma­nera gradual. Sólo por no haberlo entendido así se explica la crítica infundada que me dirige W. Loser: «Theologie und Philosophie» 51 (1976) 257-266, por no hablar de la interpretación —inconcebible des­de el punto de vista científico— que ha dado de mi primer libro L. Scheffczyk, Jesús für Philanthropen: «Theologisches» 77 (1976)

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bien hoy, partiendo de la Escritura y sirviéndonos de toda la tradición eclesiástica, seguimos creyendo en la palabra del testimonio apostólico, una investigación sobre el origen his­tórico de esta fe neotestamentaria conservará una especial im­portancia para la fe. La Escritura y el dogma pueden ilumi­narse mutuamente, pero el origen de la Escritura no puede interpretarse a partir del dogma posterior. Lo que yo intento es hacer «historia de los dogmas» sirviéndome de la investi­gación histórica; con otras palabras: seguir con mis lectores el itinerarium mentís de los primeros discípulos, que entraron en contacto con un correligionario, lo siguieron y, tras su muerte, lo confesaron como Cristo e Hijo de Dios. Si los cristianos confiesan que Dios mismo realiza, de forma deci­siva y definitiva, en la historia de Jesús de Nazaret, la salva­ción para la liberación de los hombres, entonces (ya en virtud de esa confesión) la vida histórica de Jesús no podrá disipar­se en la bruma. Habrá que identificar los rasgos proféticos de la vida pública de Jesús, pues, de lo contrario, todo lo que se narre sobre su muerte y resurrección se convertirá en una formalización abstracta. Me intereso por el fenómeno histó­rico y terreno de Jesús de Nazaret precisamente por razones de carácter teológico y pastoral, aunque ese fenómeno sólo resulte perceptible a nivel de una reflexión, es decir, en su reflejo en la primera comunidad de fe (I, 38).

Por lo demás, con frecuencia se han contrapuesto, de ma­nera incorrecta, los conceptos «Jesús de la historia» y «Jesús de la fe». En otros casos no se da esa contraposición. Así, por ejemplo, ningún discípulo de Freud o de Jung —que aplique un determinado contexto interpretativo o una teoría hipotética, como hace el creyente en Cristo, que asume el obrar de Dios en la historia como contexto interpretativo— distinguirá nunca entre el «Lutero histórico» y el «Lutero de la interpretación freudiana o jungiana»: para él, el Lutero

2080-2086; 78 (1976) 2097-2105, y 79 (1976) 2129-2132, tomado de «Entscheidung» 69 (1976) II , 3ss. La reseña fue traducida al italiano bajo el título L'ultimo libro erético di Schillebeeckx: «Chiesa Viva» 6 (1976) 14-17; 7 (1976) 14-16, y 8 (1976) 19-21; tampoco este título será del autor, pero refleja perfectamente la línea del trabajo.

La investigación histórica sobre Jesús 53

histórico es el mismo Lutero que interpreta con categorías freudianas. De igual modo, el Jesús histórico es, para el cris­tiano, precisamente el Jesús de la fe. El enunciado de fe «Je­sús es el Cristo» implica la pretensión de que el Jesús de la fe es la imagen más adecuada para expresar a Jesús. No es posible, ciertamente, fundamentar la confesión cristiana sobre bases histórico-críticas, pero una investigación de esta índole, originada por un interés cognoscitivo y creyente, puede decir algo con sentido sobre esa confesión, no como revelación de Dios, sino como determinada interpretación de Jesús de Na­zaret. Precisamente aquí reside el significado teológico de una investigación histórica sobre Jesús guiada por un interés cog­noscitivo y creyente.

Según A. C. Danto7 y su intérprete H. M. Baumgartner 8, la historia es «un orden (o construcción) narrativo de acon­tecimientos pasados, basado en un interés fundamental» 9. La narración histórica describe y explica simultáneamente. De este modo, la historia se construye mediante la narración. Se trata de algo que se aprecia también claramente en los relatos kerigmáticos del Antiguo y el Nuevo Testamento. Toda re­construcción histórica se apoya en una «perspectiva» y en un interés. La perspectiva creyente es una entre muchas posibi­lidades. No veo por qué la perspectiva creyente habría de ser «menos objetiva» o «más subjetiva» que una reconstrucción histórica basada en otras perspectivas e intereses, por ejem­plo, «profanos». Y, sin embargo, la interpretación creyente sobre Jesús (Jesús es el Cristo) ha de ser una interpretación plausible, contemplada en el contexto de una reconstrucción histórico-científica del mensaje y praxis de Jesús, de su vida y muerte. En Jesús. La historia de un Viviente, la investiga-

7 A. C. Danto, Analytical Philosophy of History (Cambridge 1965). s H. Baumgartner, Kontinuitat und Geschichte. Zur Kritik und

Metakritik der historischen Vernunft (Francfort 1972). A esta obra tan instructiva le ha añadido algunos matices importantes D. Mieth, Moral und Erfahrung. Beiirdge zur theologischetischen Hermeneutik (Friburgo 1977) espec. 67-72 y 97-100.

9 H. Baumgartner, op. cit., 249-294, espec. 282.

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ción histórico-científica sobre Jesús se inserta en esa perspec­tiva y, por tanto, en un interés cognoscitivo y creyente.

Lo afirmo expresamente: «La tradición de la historia ecle-sial de Jesús es el presupuesto para afrontar la pregunta histórico-argumentativa sobre Jesús» (en una mirada retros­pectiva del II al I, cf. II , 17). Sin embargo, con ello no niego el modesto, pero siempre peculiar, significado de una recons­trucción de carácter histórico-crítico. Reconstrucción que re­sulta incluso más significativa desde el momento en que se afirma que el cristianismo no es «una religión de libro», sino más bien, y esencialmente, la referencia religiosa a un acon­tecimiento histórico, a una personalidad histórica, Jesús de Nazaret, y que el trasfondo histórico del Nuevo Testamento resulta ahora problemático para muchos, influidos por publi­caciones sensacionalistas. En semejante situación, continuar haciendo cristología con toda tranquilidad como en el pasado (entonces se podía hacer) significa desconectarse de antemano de los lectotes de nuestros días e incapacitarse para íormular una cristología plausible. Esto no implica, en modo alguno, que la reconstrucción histórica de la imagen de Jesús se con­vierta en norma y criterio de la fe cristiana. Esto sería com­pletamente absurdo, dado que los primeros cristianos no se enfrentaron nunca con este «abstracto histórico» al que equi­valdría la imagen histórico-científica de Jesús (I, 28-29). En este sentido existe una diferencia entre el «Jesús de la his­toria», es decir, el Jesús que vivió en Palestina en contacto con sus contemporáneos, y el «Jesús histórico», resultado abstracto de una investigación histórico-crítica. En el procedi­miento histórico-argumentativo se realiza una inversión cuali­tativa respecto al relato espontáneo, vivo, que se ha hecho de Jesús en el transcurso de los siglos (I, 28-29). Al principio no tenemos la imagen histórica de Jesús, sino el Jesús vi­viente de la historia, que es fuente, norma y criterio de lo que los primeros cristianos experimentaron en él al interpre­tarlo. Pero teniendo en cuenta precisamente esa estructura de la primitiva fe cristiana, una investigación histórico-crítica podrá aclararnos cómo el contenido concreto del primer cris­tianismo fue «llenado» por el Jesús de la historia. Así, una

ha investigación histórica sobre Jesús 55

reconstrucción histórica nos servirá entonces para seguir el itinerañum mentís que recorrieron los primeros discípulos de Jesús, desde el bautismo a orillas del Jordán hasta des­pués de su muerte. Y en ese caso, los lectores actuales, al seguir el relato, podrán también llegar a descubrir: «¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con nosotros por el camino?» (Le 24,32). Se trata, por tanto, de una fides quae-rens intellectum historicum y, simultáneamente, de un in-tellectus historicus quaerens fidem. Calificar todo esto de teo­logía liberal decimonónica o de cristología para filántropos equivale a no querer ver.

En este contexto pude escribir: «Con una actitud de fe, pero recogiendo las dudas sobre el "Cristo de la Iglesia' que escuchaba a mi alrededor —en Holanda y en todos los países que he visitado—, formuladas unas veces con agresividad y otras con tristeza, e incluso con la angustia existencial de quien 'no puede aguantar más', he querido proceder de modo 'metadogmático', es decir, prescindiendo metódicamente del dogma (aun siendo consciente de que ese mismo dogma es lo que me impulsaba a investigar) y buscando pistas sin saber adonde me conducirían, sin saber si tal intento estaría con­denado al fracaso» (1,28). Algunos críticos parecen fascina­dos por el concepto de «metadogmático» y olvidan el con­texto global de mi primer libro sobre Jesús en el que tal concepto se sitúa. ¿Cómo es posible hacer dogmática sin dog­ma? Expresado así, se trata, efectivamente, de una contra­dicción interna. Pero también un no creyente puede ofrecer­nos un magnífico estudio sobre la historia de los dogmas. Por lo demás, puede muy bien comenzarse tematizando el dogma, aunque yo en esta «cristología no convencional» (I, 11) prefiero hacerlo al final (una tercera parte que seguirá). Comienzo con una historia de los dogmas preneotestamenta-ria y neotestamentaria, tomando como ayuda la investigación histórica sobre Jesús. Un exegeta de la talla de A. Descamps considera este procedimiento exegético mejor que el que si­guen muchos otros exegetas (como F. Hahn, V. Taylor, O. Cullmann y otros), demasiado sistemático, a su entender,

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y centrado, sobre todo, en los títulos cristológicos de sobe-' 10

rama . Con este procedimiento genético, me encontraba frente a

dos concepciones fundamentales: por una parte, es absoluta­mente necesario, al menos para nuestros contemporáneos oc­cidentales, buscar una imagen de Jesús que resista cualquier crítica histórica. Y, en la duda, no se puede invocar el prin­cipio in dubio pro tradito, ya que, en tal caso, neutralizaría­mos desde el principio el rigor de una investigación imparcial. Ello implica incluso, a veces, aunque sea provisionalmente, que no puedan resolverse problemas exegéticos concretos y queden, por consiguiente, abiertos. Por otra parte, tenía tam­bién presente que cada hombre, en su irreductible singula­ridad, se sustrae a la investigación científica. Frente a la suma de todos los resultados críticos, nos encontramos siempre con un «plus» de sentido: «A una persona sólo se la conoce y reconoce en una experiencia de desvelamiento, experiencia que para unos es de apertura y para otros de cerrazón, con o sin motivos reales y comprobados» (I, 77). La confianza en una persona, por válidos que sean los motivos en que se basa (también aquí vislumbramos la importancia de una in­vestigación histórica sobre Jesús), no puede nunca ser racio­nalizada por completo, pero tampoco ser impuesta por la fuerza, sobre todo en nuestro tiempo. Si se quiere creer incon-dicionalmente en Jesús, habrá que realizar, en algún sentido —con el «proyecto de búsqueda» de la predicación eclesial como guía—, una experiencia cristiana con las experiencias humanas de nuestros días (cf. supra, pp. 17ss). Y precisamente una investigación histórico-dogmática sobre el origen de esta confesión eclesial de fe puede convertir ese «proyecto de búsqueda», ofrecido a todos, en un proyecto lleno de sentido y recibido con aceptación, como base de posibles experiencias. Algunos llamarán a esto «apologética». Personalmente pien­so que no hay que tener miedo a la apologética, pero además veo este «rodeo» (¿se trata realmente de un rodeo?) como

10 A. L. Descamps, Compte rendu: «Revue Théologique de Lou-vain» 6 (1975) 212-223, espec. 216-217.

La investigación histórica sobre Jesús 57

una tarea pastoral, que la «teología dogmática» contemporánea debe afrontar si quiere llegar a todos los hombres y no sólo a los especialistas. En mis dos libros sobre Jesús he intenta­do precisamente cubrir ese «déficit de experiencia» en la teo­logía, aunque considero dicho intento tan sólo como un co­mienzo («prolegómenos»).

2. Ni preferencia por la tradición Q ni olvido del Evangelio de Juan y de la tradición eclesiástica

Es algo que se sigue claramente de todo lo dicho. No obstante, tendremos que profundizar más en la crítica que, en este contexto, me han dirigido algunos teólogos.

a) Ante todo quiero pronunciarme sobre la crítica ge­neralizada de algunos exegetas. En una conversación me vino a decir uno de ellos (y ciertas recensiones manifiestan la mis­ma idea, aunque en forma más mitigada): antes de lanzar se­mejante proyecto teológico deberías haber esperado a que los exegetas llegaran a un consenso más general. A esto sólo pue­do responder que, con semejantes presupuestos, la teología sistemática hubiera tenido que permanecer inactiva hasta el fin de los tiempos o limitarse a reflexionar sobre la tradición posbíblica, eclesiástica. Esto último es sin duda una tarea esencial de la teología, pero la Biblia no puede quedar fuera del ámbito de investigación del teólogo hasta que los exege­tas lleguen a posturas unánimes; esto sería una forma extra­ña de concebir la teología, que no hace sino ahondar el fu­nesto abismo que media entre exégesis y dogmática. Por lo demás, me parece que suponer que llegará un momento en que por fin se agotará el arsenal exegético, literario, y el tra­bajo exegético quedará definitivamente cerrado, equivale a desconocer, tanto en el plano hermenéutico como en el cien­tífico-literario, las posibilidades de una «relectura» no cerrada de textos del pasado. Se sigue, como consecuencia, que toda teología sistemática, como tematización, permanece provisio­nal, en principio, tan incompleta como la interpretación de los textos cuya historia se sigue narrando siempre «de nue-

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vo», como transformación de la antigua historia. Todo esto no impide que en cada época, y en las situaciones concretas en que se vive, se pueda e incluso se deban expresar los lo­gros alcanzados, aunque basándose en un material que se pre­senta en parte (todavía) como hipotético. Pues una teología transhistórica, atemporal, es absolutamente imposible. La teo­logía patrística, con su exégesis alegórica, a menudo tan ge­nial, pero que desdeña lo que para el exegeta actual es deber sagrado, sirvió en su época de mediación a la fe cristiana de manera realmente fecunda. Esto nos mueve a reflexionar so­bre la relatividad y condicionamiento históricos de la auténti­ca mediación de la fe cristiana a lo largo de los tiempos (cf. I, 33) y no nos dispensa de la tarea de ser también hoy un elemento de mediación.

b) He reconocido como algo obvio, desde el punto de vista hermenéutico, la imposibilidad de llegar a una deno­minación actual de Jesús —«¿y vosotros quién creéis que soy?»—, pasando directamente del Nuevo Testamento al mo­mento presente, sin tener en cuenta toda la tradición eclesiás­tica que media (I, 29 y 32-33). También he afirmado que el punto de partida de la cristología es, desde luego, la irrup­ción del hombre Jesús en nuestra historia, pero sin desvincu­larla de su historia precedente (el Antiguo Testamento) ni de su historia posterior (es decir, toda la vida de la Iglesia: I, 37-38). De este modo quedaba fundamentalmente afirmada la necesidad de la mediación de la tradición cristiana de la Igle­sia (Escritura y tradición). Afirmar, como W. Lóser ", que niego la importancia del canon y la tradición para la teología cristiana no puede encontrar el mínimo respaldo en mis dos libros sobre Jesús. Parece olvidarse que también en teología son posibles diversos «géneros literarios» y se juzga a los de­más según el prisma personal de una «teología desde arriba». Pero ¿por qué una «teología desde abajo» habría de implicar la negación del significado teológico del canon y la tradición?

La pregunta es si en la redacción final de un libro hay que incluir necesariamente todo el material de la investiga-

Cf. W. Loser, op. cit., n. 6, 263.

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ción realizada. Yo mismo afirmaba que en la redacción de mi primera obra sobre Jesús (por haberme ocupado anterior­mente del tema en las clases) tenía siempre presente las cris-tologías patrísticas, carolingias, medievales y postridentinas (1,29).

La objeción de un crítico, que considera que una cristo­logía contemporánea que parta exclusivamente del Nuevo Testamento y descuide la gran tradición eclesial conduce in­evitablemente a conclusiones precipitadas 12, puede ser correc­ta, pero no afecta a mis dos libros sobre Jesús. Un teólogo luterano ha comprendido esto mejor que mi colega católico, al escribir en su recensión: «El teólogo dogmático está siem­pre presente, y sólo de este modo abarca y ordena un material tan amplio» 13. Por lo demás, si hubiera recogido en mis dos libros todo el material (prescindiendo de las desmesuradas proporciones que habría adquirido el volumen), hubiera que­dado claro que en la historia de la tradición cristiana siempre nos encontramos con los cuatro principios estructurales (II, 615-627) que, gracias al método empleado en mis dos libros sobre Jesús, he logrado deducir del Nuevo Testamento, a veces con un desplazamiento de acentos. El método empleado es, por tanto, un servicio para el progreso de la tradición eclesial, servicio que una teología «repetitiva» pierde de vista con frecuencia. Si hubiera incluido el material de las inves­tigaciones realizadas sobre la tradición eclesial, que por lo demás va incluido en gran parte en la bibliografía, habría quedado claro que en la historia de la espiritualidad cristiana existen altibajos cuando, a veces, algunos de estos cuatro principios estructurales caen en el olvido. No obstante, se da una permanente continuidad en la gran tradición cristiana, a pesar o precisamente en el progreso de la tradición experien-cial cristiana. También se habría puesto de manifiesto que la estructura neotestamentaria de la denominación de Jesús, con su tensión interna entre el elemento proyectivo (Jesús Cristo, Jesús Logos, Jesús Orfeo, Jesús luz de luz, Jesús verdadero

12 W. Loser, op. cit., 263-264. 13 W. Dantine: «Luterische Monatshefte» 15 (1976) 212.

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hombre y verdadero Dios, Jesús Sagrado Corazón, Cristo Rey, etc.) y lo que se «impone» y «arraiga» partiendo de lo que Jesús mismo fue históricamente, reaparece siempre en la auténtica tradición cristiana; en cambio, dicha tensión o co­rrección crítica está ausente o, con frecuencia, no aflora con suficiente claridad para los contemporáneos, en las corrientes que en el cristianismo son calificadas de heréticas.

Quedaría también claro que denominaciones de Jesús ex­traídas de experiencias actuales, pero no reflexionadas crítica­mente (por ejemplo, las procedentes de la espiritualidad de Cristo Rey en el siglo xx), después de un corto período de tiempo, desaparecen de la liturgia y caen en el olvido.

Se objetará lúcidamente que, en realidad, todo esto no aparece, dado que se ha eliminado ese material. Es cierto. Pero tampoco era ésa mi intención al escribir los dos libros sobre Jesús. En cambio, queda claro que su finalidad era con­ducir, poco a poco y a través de fases sucesivas, a los fieles que hoy atraviesan una crisis a la fe de la gran tradición cristiana, tal y como surgió del Antiguo y del Nuevo Testa­mento. Me pareció que el mejor método para ello era investi­gar la génesis histórica de la fe cristiana, que es el tema en el que la literatura no eclesial más inquieta a los cristianos. Por diversas manifestaciones (expresadas sobre todo en car­tas) de seglares no formados teológicamente y no afectados por los escritos de la teología clásica ni por el desarrollo de la teología a partir del siglo xix, tengo la impresión de que este método ha «ayudado» efectivamente a descubrir una fe cristiana integral. El desconcierto surgió cuando algunos ecle­siásticos, que sólo conocen el «género clásico» y se aferran a él, comenzaron a utilizar por todas partes la etiqueta de «herético». Los cristianos están demasiado poco acostumbra­dos al pluralismo que aparece en mis dos libros y que ya está presente en el Nuevo Testamento. Aceptarlo es para ellos una liberación cristiana, porque elimina la idea que preocupa a muchos cristianos actuales, la de que todo vendría «simple­mente llovido del cielo». Me parece que mostrar que precisa­mente lo que viene «de arriba» se manifiesta en un proceso de experiencia e interpretación extremadamente humano ayu-

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da más que cualquier «teología del Denzinger» a aceptar en la fe que todo está bajo la guía del Espíritu de Dios. Además, la situación en que se encuentran la religión, el cristianismo y el mundo no está exigiendo tanto lo que «uno debe creer como cristiano», desde el punto de vista cuantitativo, cuanto una concentración cualitativa en los planes de Dios sobre nos­otros en y a través de Jesucristo. Por último, existe también, como recuerda el concilio Vaticano II en el Decreto sobre el Ecumenismo, una hierarchia veritatum y, por tanto, un men­saje central. Conducir a los hombres, o a los creyentes que se encuentran en crisis, a decir «sí» a tal mensaje es más de lo que un teólogo puede desear. Me consta, por las numerosas cartas de agradecimiento recibidas, que es así.

Esta breve digresión no debe, sin embargo, desviarnos de la auténtica pregunta, es decir, de si nuestra intención pasto­ral no nos habrá llevado, aunque sin pretenderlo, a exponer de forma equivocada la auténtica fe cristiana. Por esta razón no puedo dar por terminada esta serie de reflexiones, sino que tendré que desarrollar más los principios hermenéuticos de mis dos libros sobre Jesús y, ante todo, analizar más de­tenidamente las objeciones y críticas que los colegas me diri­gen por mi forma de utilizar la exégesis.

c) Una objeción, que se me hace con frecuencia, se re­fiere a lo que denominan mi predilección por la tradición Q. Respondo sencillamente que se trata de una ilusión óptica. De ninguna forma cabe hablar de «predilección». Pero quien busca las imágenes cristianas más antiguas sobre Jesús tendrá que utilizar consecuentemente los métodos que pueden con­ducir a dicho objetivo. Habrá que examinar, en primer lugar, el Evangelio de Marcos y la tradición común a Mateo y Lu cas, la llamada tradición Q, además de la tradición propia de Mateo y Lucas y algunas tradiciones presentes en el Evange­lio de Juan, así como antiguos himnos cristológicos y la cita del credo de Pablo (1 Cor 15,3-5). Todo este material ha sido detenidamente analizado en mi primer libro sobre Jesús. La función que desempeña la tradición Q, al menos en mi pri­mera obra, y que desaparece casi por completo en la segunda, es, en ambos casos, la consecuencia lógica de lo que se pre-

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tende en el primer libro y de lo que se persigue en el segun­do. Hay que juzgar a un autor en el plano en que se halle un libro o una determinada secuencia del mismo: histórica­mente, si se trata de una secuencia histórica; teológicamente, si se trata de una secuencia teológica. Lo cual nada tiene que ver con una predilección personal. Pero precisamente una investigación de carácter histórico puede llegar a un resultado importante en el plano teológico o en el de la historia de los dogmas. Esto es lo que ocurre, a mi entender, con la tradi­ción Q; como tradición inicial, con su carácter peculiar (igual que la tradición joánica), es el centro de interés teo­lógico de mi primer libro sobre Jesús.

Precisamente porque intento averiguar cómo se manifes­tó realmente Jesús, hablo a menudo de «retoques de la co­munidad», concepto que algunos críticos han interpretado equivocadamente como «por tanto no-histórico» o «por tanto no-verdadero». En cualquier caso, estas conclusiones no son las que yo extraigo. Retoque, en definitiva, no significa más que reactualización; por ejemplo, una palabra pronunciada por Jesús en una situación determinada se emplea luego en el Nuevo Testamento en una situación diversa, en un contexto eclesial, donde dicha palabra muestra su fecundidad. Es lo que hace, por lo demás, cualquier buen predicador que inten­te hablar a hombres de hoy sobre Jesús. Sólo en aquellas secuencias de mis libros sobre Jesús (sobre todo del primero) en las que se pretende identificar y, a ser posible, experimen­tar la situación concreta en la que Jesús mismo pronunció por vez primera la palabra, hablo a menudo de «retoques neotestamentarios» y, por tanto, no en sentido peyorativo. Lo que ocurre es que mi interés no se centra en la fecundi­dad de esta palabra para la vida cristiana de las generaciones futuras, sino en el contexto originario en el que Jesús pro­nunció la frase, aunque con frecuencia sólo logramos com­prender cómo Marcos, la tradición Q, Mateo y Lucas aplican la frase a sus situaciones concretas. «Retoques» es, por con­siguiente, una expresión que sólo tiene sentido en un proyec­to en el que se busca lo que he llamado «autenticidad his­tórica de Jesús». Por otra parte, precisamente en los llama-

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dos «retoques de la comunidad» encontramos el modelo que nos enseña cómo hacer fecundas en nuestras situaciones, y en otras diferentes, las palabras y acciones de Jesús. Una crítica que menosprecie el término «retoque» está, pues, completa­mente fuera de lugar.

Sin embargo, sé muy bien que existen diversos interro­gantes sobre la tradición Q. Los más importantes han sido formulados por un especialista en dogmática, P. Schoonen-berg, y por un exegeta, A. L. Descamps M. Su crítica se refie­re a dos puntos: a) la tradición Q, reconstruida científica­mente, no contiene anuncio alguno de la pasión, muerte y resurrección. La pregunta crítica es, sin embargo, si la autén­tica tradición Q no lo presupone; b) resulta problemático, además de superfluo, deducir de la tradición Q la existencia de una comunidad Q 15.

Se trata de interrogantes claros, aunque me parecen aprio-rísticos y abstractos, es decir, desvinculados de los hechos concretos y muy determinados, en los que posibles preguntas abstractas adquieren sentido o no parecen apropiadas. La tra­dición Q es sólo una hipótesis científica, pero con la que se puede trabajar, mientras que no es posible (al menos por ahora) afirmar lo mismo de otras muchas hipótesis. Y desde el punto de vista teorético-científico esto es más de lo que se puede esperar 16. En la tradición Q, que los exegetas re­construyen, no se habla de soteriología de la cruz ni de cristo-logia de la resurrección, pero sí de cristología de la parusía. Sobre este punto, Schoonenberg coincide conmigo, pero plan­tea la cuestión de si el argumentum e silentio aquí emplea-

14 P. Schoonenberg, Schillebeeckx en de exegese: «Tijdschrift voor Theologie» 15 (1975) 255-268. A. L. Descamps, Compte Rendu: «Re-vue Théologique de Louvain» 6 (1975) 212-223.

15 P. Schoonenberg, op. cit., 256-259. A. Descamps, op. cit., 219. 16 Últimamente, M. Devisen, La source dite des Logia et ses pro-

blémes: «Eph. Théol. Lov.» 51 (1975) 82-89 (véase también el escrito aún más reciente de A. Polag, Die Christologie der Logienquelle, Neu-kirchen-Vluyn 1977), nos ofrece una síntesis breve y muy matizada del estado actual del problema Q (sin aludir, sin embargo, a una comunidad Q).

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do no resulta problemático. Yo me pregunto, sin embargo (por lo demás con muchos exegetas), si el argumentum e silentio puede ser empleado aquí con sentido. De hecho, en los relatos sinópticos de la pasión y de las apariciones no se encuentra rastro alguno de la llamada auténtica tradición Q, mientras que Lucas y Mateo han empleado obviamente no la tradición Q «reconstruida por los exegetas», sino la tradición real. ¿Dónde está entonces el silentium? Ello indica que en la auténtica tradición Q no se habla de soteriología de la cruz ni de cristología de la resurrección.

Sin embargo, sigue en pie todavía una cuestión: ¿No po­dría esta tradición Q haber estado presente en las comunida­des al mismo tiempo que una predicación cristológica más directamente soteriológica y referida a la Pascua, predicación que habría ocupado el primer plano en las mismas comunida­des en otras circunstancias? En abstracto, se trata de una posibilidad real. Esto nos lleva a la segunda objeción, es de­cir, al innecesario y problemático «salto» que yo efectuaría desde la tradición Q a una comunidad Q con su propia cristo­logía claramente referida a la parusía. A mi juicio, los pre­supuestos apriorísticos pueden desempeñar aquí un papel. Schoonenberg y Descamps parten, al parecer, del punto de vista, usual sobre todo desde Bultmann y Kásemann, de que sólo existió un único kerigma originario, el de la resurrec­ción, del que habrían derivado después distintos desarrollos. O también de la hipótesis, propuesta anteriormente por T. W. Manson, de que los logia habrían sido algo así como «a manual of instructions in the duties of Christian life» (un manual de instrucciones para los deberes de la vida cristiana) y, por consiguiente, un componente esencial de una «tradi­ción cristológica» sobre la resurrección, todavía viva en la misma comunidad. Pero precisamente esta concepción ha sido refutada por H. E. Todt y por la mayoría de los estudiosos de Q posteriores a él. Q es una tradición con intenciones dogmáticas muy precisas, de naturaleza teológica y cristo-lógica. No nos ofrece una cristología explícita de la resurrec­ción, sino una cristología sumamente refleja y acabada, a pesar de las múltiples incertidumbres sobre el alcance de ese estadio

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precanónico de tradición. Apoyándome, sobre todo, en los estudios de W. Lührmann, H. E. Tódt y muchos otros, pongo en tela de juicio precisamente los dos presupuestos, desde los cuales resultan, en efecto, comprensibles las objeciones críticas y al mismo tiempo parece superflua la (hipó)tesis de una comunidad Q. En este punto me han servido de especial ayuda los detallados análisis de J. Robinson y de H. Kóster, que rehusan tratar de modo científico la literatura vetero-testamentaria sobre la base del concepto de canon, aunque es un concepto cristianamente legítimo. Dichos autores per­ciben así una continuidad en el cristianismo preniceno, hasta el siglo ni , entre las diversas fases de la tradición precanó-nica y poscanónica. Su método me ha revelado claramente que tradiciones muy circunscritas exigen determinados porta­dores con premisas socioculturales y religiosas propias. No obstante las diferencias fundamentales que aparecen en la historia posterior, es posible trazar una línea que parte de Q, pasa por Mateo y desemboca en el Evangelium Thomae y en los Acta Thomae, que efectivamente muestran algo parecido a comunidades Q que perduran (aunque más evolucionadas).

Schoonenberg observa que en Pablo y en los Hechos de los Apóstoles algunos textos hablan únicamente de una cris­tología de parusía (por ejemplo, Hch 2,46; 1 Cor 11,26), cuando es de todos sabido que en esos escritos se habla tam­bién, en otros pasajes, de una cristología de Pascua. Pero na­die negará que en la predicación del cristianismo neotesta-mentario cruz y resurrección constituyen una unidad compacta, y que a pesar de ello, o precisamente por eso, Pablo, por ejemplo, habla en ocasiones exclusivamente de la muerte sal-vífica de Jesús, sin mencionar la resurrección, y en otros pa­sajes parece ver la salvación sólo en la resurrección, sin men­cionar la muerte (por ejemplo, compárese 1 Cor 1,17-2,5 con 1 Cor 15,12-18 y, en las cartas deuteropaulinas, Ef 1,17-2,10 con Ef 2,11-22). Efectivamente, aquí no podemos apelar a un argumentum e silentio. Pero también ello refleja la si­tuación de los libros canónicos. En su origen, y por tanto independientemente de su aceptación canónica, éstos presu­ponen un largo proceso durante el cual va creciendo, por

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motivos cristianos muy diversos, una conciencia eclesial co­mún sobre la unión existente entre la muerte de Jesús y el período en el que va surgiendo la Escritura. En este período, la «experiencia pascual», común a todas las tradiciones, se interpreta de diferentes formas y no siempre, de por sí, en la forma del kerigma paulino de la resurrección, al menos si nos atenemos a las reconstrucciones históricas con su mayor o menor grado de probabilidad.

Por todo ello, más bien existen desde el punto de vista científico motivos para suponer (más no afirmo yo) que el punto de partida del Nuevo Testamento está constituido por un pluralismo de tradiciones cristianas y quizá también de comunidades que disponen de cristologías completas, aunque «abiertas», en lugar de suponer que existía al comienzo una comunidad cristiana única (por ejemplo, la de Jerusalén) con el «credo canónico de la resurrección» existente ya desde el comienzo". De ninguna forma nos basábamos en el argu-

Por desgracia, los ejemplos que aduce Schoonenberg para negar una comunidad Q no resultan convincentes. El hecho de que Pablo y los escritos deuteropaulinos anuncien algunas veces la muerte del Señor sin aludir a la resurrección en la que Pablo, sin duda alguna, cree, no parece un argumento en contra, ya que la mayoría de las veces se trata de textos citados por él (con frecuencia en un contexto litúr­gico) y que naturalmente están integrados en la cristología pascual de Pablo. No obstante, eso no significa que hayan sido integrados de igual modo en su contexto originario no paulino. Con frecuencia, las inter­polaciones y retoques paulinos en textos citados por él indican lo con­trario. Tampoco puede partirse de la premisa de que la teología de la cena del Señor haya sido la misma en todas las comunidades del cris­tianismo primitivo. En tal caso, se presupone ya una regula fidei que se encontraba aún en proceso de formación. Las dificultades para aceptar o rechazar la canonicidad de ciertos escritos neotestamentarios muestran cómo muchas comunidades tuvieron, en la edad posapostóli-ca, una teología propia, hecho que se explica por el contexto geográfico y cultural en que dichas comunidades vivían. Todo esto, evidentemen­te, no excluye los desarrollos teológicos incluso dentro de una misma comunidad. En efecto, también la relación entre elevación y resurrec­ción es muy compleja desde el punto de vista histórico (cf. I, 502, n. 51). Por otra parte, suponer que la idea de resurrección deba ser el fundamento de la elevación y que esta última lleve consigo la pri­mera (como afirma J. Lambrecht, De oudste christologie: verrijzenis

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mentó de que la diferencia entre cristología de parusía y cris­tología de Pascua era tan grande que exigiría dos grupos de comunidades como soporte. Es un argumento que precisa­mente rechazo. Sostengo explícitamente que cuando estas tra­diciones o grupos cristianos se relacionan entre sí, o bien con tradiciones o comunidades de distinta orientación que tienen un explícito kerigma de la resurrección, pueden expe­rimentar fácil y espontáneamente una explicitación de su pro­pia fe (I, 437s). Que esto no era posible a todas se deduce de la existencia (muy posterior en el tiempo) de comunidades que presentan todos los rasgos de la cristología Q. ¿Se trata de comunidades que más tarde se separaron de la gran Igle­sia ortodoxa? ¿No es acaso más probable que cristologías precanónicas, mantenidas por grupos de cristianos, sobrevi­vieron aun después de que empezara a configurarse la regula fidei común en la Iglesia? Los datos históricos sobre ello son escasos, ya que sabemos muy poco del cristianismo primitivo siro-oriental, con sus rasgos —al menos los que conocemos— de tradición Q, al igual que del primer cristianismo egipcio, silenciado por los Hechos de los Apóstoles. Pero los datos que existen sobre este cristianismo vivo más bien apuntan hacia la hipótesis de una determinada teología de la comuni­dad con un fuerte matiz judío centrado en la llegada del rei­no de Dios en la parusía de Jesús. El resentimiento, todavía vivo, de la cristiandad egipcia por el «silencio neotestamen-tario» sobre su antigua tradición cristiana no es infundado.

Puedo, en cambio, hasta cierto punto, compartir la afir­mación de que la teología sistemática no se interesa por la pregunta sobre los portadores de la tradición Q (por tanto,

of verhoging?: «Bijdragen» 36 [1975] 118-144) delata más un deter­minado planteamiento cristológico-sistemático que una reconstrucción de carácter puramente histórico-exegético. Típico resulta en Lambrecht, a este propósito, el añadido de «al menos lógicamente» (p. 138). Esto equivale a argumentar partiendo del concepto de Pascua, convertido ya en canónico, o de determinados presupuestos dogmáticos. Pero la pregunta es: ¿Qué entienden verdaderamente por experiencia real de la Pascua las tradiciones precanónicas?

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por el problema de las comunidades Q). Desde el punto de vista del contenido, esto significa realmente poco. A pesar de ello, la pregunta no es del todo superflua, porque la res­puesta que se le da nos ofrece un perfil histórico-dogmático de la génesis del kerigma primitivo de la resurrección. Las primitivas interpretaciones sobre Jesús no parecen ser, por tanto, un desarrollo puramente inmanente dentro de una co­munidad, sino que más exactamente contienen, desde los comienzos, un intercambio recíproco o una crítica evangélica entre las diferentes comunidades. Esta reconstrucción histó-rico-dogmática, aun con toda su relatividad científica, nos ayuda a comprender mejor, desde el punto de vista sistemá­tico, el significado de la única Ekklesia y de las muchas Ekklesiai locales. Veo en esta evolución la presencia activa de un principio «ecuménico» (cf. I, 51, nota 6), y ello es importante en el plano sistemático.

Por el contrario, debo considerar como «ciencia ficción» la crítica de Lóser sobre mi forma de utilizar la tradición Q. En opinión de dicho crítico, concedo a la tradición Q y a la premarcana, es decir, a todo el material presinóptico, una prioridad respecto a las posteriores corrientes, con el fin de relativizar de este modo la cristología de la resurrección IS. Más adelante, al analizar la cristología pascual, trataré con mayor profundidad y detalle el tema. Aquí puedo afirmar ya que en todo mi primer libro sobre Jesús he intentado preci­samente integrar la cristología pascual en el mensaje, vida y praxis de Jesús, pues de lo contrario una cristología pascual se convertiría en un kerigma «formal» sin fundamento en la vida de Jesús. En todo el Nuevo Testamento, la cristología pascual se refiere a Jesús, «profeta escatológico», y no a un señor X. En vez de rejudaizar a Jesús a costa del kerigma cristiano, reconozco que las primeras interpretaciones cristia­nas de Jesús fueron judías (judeocrístianas), realizadas por hombres que no sólo se encontraron frente al. drama de la muerte de Jesús, sino que se sintieron también fascinados por su mensaje, su comportamiento y vida pública. Nos en-

W. Loser, op. cit., 263.

La investigación histórica sobre Jesús 69

contramos ante tradiciones que nos transmiten recuerdos de cómo Jesús vivió en Palestina. Esto no significa en modo alguno tener prejuicios frente al posterior desarrollo dogmá­tico en las cristoíogías preneotestamentarias y neotestamenta-rias. Yo mismo he repetido con frecuencia que no es posible emitir un juicio definitivo sobre Jesús antes de su muerte. Más bien se podría afirmar que algunos críticos muestran tener prejuicios frente a las interpretaciones cristianas de Jesús en el judaismo primitivo. En estos pasajes de mi primer libro sobre Jesús a los que se refiere tal crítica no pretendo ofrecer el estadio final (siempre provisional) de la cristología, sino que me limito a recorrer algunas de sus fases histórico-dogmáticas. Incluso el hecho de que el credo citado por Pablo en 1 Cor 15,3-5 sea más antiguo, por ejemplo, que la tradición Q, tampoco significa que en este antiguo credo prepaulino esté contenida toda la cristología paulina y que además tenga que ser válido para todos los cristianos.

d) Varios críticos me reprochan, finalmente, que, deján­dome influir por la exégesis alemana, muestro cierto escepti­cismo respecto a la historicidad del Evangelio de Juan, hasta el punto de que mi imagen histórica de Jesús sería unilate-ralmente sinóptica. Por una parte, acepto esta observación; por otra, pienso que tal crítica se basa en un malentendido.

Es cierto que cuando escribía mi primer libro sobre Jesús no conocía todavía suficientemente el Evangelio de Juan. Lo estudié con mayor profundidad durante la preparación del segundo libro. Gracias a ello pude completar la imagen his­tórica de Jesús que muestra el primer volumen, aunque sin modificar por ello las líneas maestras. Por otra parte, al pla­nificar lo que originariamente iban a ser mis dos libros sobre Jesús (sólo durante la redacción del segundo volumen me di cuenta de que debía componer una trilogía) estaba previsto que el estudio de la cristología neotestamentaria (prescindien­do, por tanto, del dato preneotestamentario) quedase reser­vado, sobre todo, a la segunda obra. No puede, pues, repro­charse a la primera parte no haber tratado lo que se estudia en la segunda. Pero, por otro lado, esta crítica se basa en un malentendido. Los detallados análisis, sobre todo de J. Ro-

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binson, hacía tiempo que habían denunciado la unilateralidad, especialmente en la exégesis alemana, de una investigación sobre Jesús realizada según esquemas puramente sinópticos. En su libro sobre Jesús, H . Braun había escrito: «El Evange­lio de Juan, el cuarto evangelio, no sirve en absoluto para resolver la pregunta por el Jesús histórico» 19. Su argumenta­ción estriba en que este evangelio se aparta completamente de lo judío y lo palestinense y tiene un origen helenístico-oriental. Esta forma de entender el Evangelio de Juan ha sido profundamente cuestionada sobre todo por la exégesis anglo­sajona de esta última década. Es, sobre todo, mi segundo libro sobre Jesús el que pone de manifiesto que para mí el Evangelio de Juan no presenta una estructura diversa de la de los sinópticos: como éstos, también él elabora, de modo evangélico o kerigmático, los recuerdos históricos sobre Jesús. Juan se basa decididamente en tradiciones antiguas, incluso de origen palestino, y conserva un interés histórico, aunque tal vez con otra articulación, por determinados aspectos de la vida de Jesús y sobre todo por su marco geográfico. Por esta razón, ya en mi primer libro el Evangelio de Juan era para mí fuente de conocimiento histórico sobre Jesús, exactamente igual que los tres primeros evangelios (aunque entonces igno­raba todavía que este evangelio históricamente es incluso más fiable que los sinópticos en lo que concierne a algunos aspec­tos de la vida de Jesús). «Las dos corrientes evangélicas se iluminan mutuamente, tendiendo un puente entre los sinópti­cos y Juan»3 0 , y también: «El 'problema sinóptico' necesita ser reformulado como 'problema evangélico'» 21. Mientras re­dactaba el primer libro sobre Jesús, ya tenía presentes estas afirmaciones de J. Robinson. Debo, por consiguiente, recha­zar una crítica que pretenda situarme en la línea de H . Braun. La aceptación de fondo de la historicidad global —que de-

19 H. Braun, Jesús, el hombre de Nazaret y su tiempo (Salamanca 1975) 48.

20 J. M. Robinson y H. Koerster, Trajectories Tbrough Early Chris-tianity (Filadelfia 1971) 267.

21 Op. cit., 238.

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fiendo no a priori11, sino a posteriori ( I , 65 , 76-78)— se aplica, pues, a los cuatro evangelios y no sólo a los sinópti­cos. Precisamente el Evangelio de Juan (I , 40, donde se habla de Pneuma y anamnesis) contribuyó sustancialmente a acep­tar esa presunción.

Aunque rechazo decididamente la acusación de escepticis­mo respecto a la historicidad del Evangelio de Juan, manten­go que existe un fondo de verdad en la interpretación unila­teral que de Jesús da la exégesis alemana basándose en los sinópticos. Precisamente en este punto radica el malentendi­do de mis críticos. Al contrario de lo que ocurre con los sinópticos, para muchos detalles del Evangelio de Juan el material comparativo es escaso o nulo. Por eso, en la prác­tica, es difícil establecer, por lo que a los detalles se refiere, si tal o cual dato del Evangelio de Juan es realmente histó­rico. De ahí que sea completamente legítimo declarar, por una parte, que Juan posee, en principio, el mismo valor que los sinópticos en lo que a información histórica se refiere y, por otra que, en la praxis, no es posible formular un juicio histórico sobre muchos detalles del Evangelio de Juan. Nos encontramos ante la pobreza del método histórico, por eficaz que éste sea. Por ejemplo: yo afirmo que el dato, referido sólo por Juan, de que también Jesús bautizaba, podría ser históricamente exacto. Pero ¿cómo se puede garantizar su exactitud histórica? Hay que dejarla abierta. Por el hecho de no remitirme a Juan en muchos detalles, los he dejado, en efecto, abiertos. Pero no podemos considerarlos históricos a priori cuando los criterios históricos no lo permiten; de lo contrario, procederíamos según la consigna del «hacer como si . . .». A este respecto resulta plenamente válido lo que dice B. van Iersel: la aceptación de una historicidad global no decide nada sobre los detalles, a no ser que se asuma el onus

22 La afirmación en I, 73: «Frente a lo que algunos seguidores de la historia de las formas consideran obvio, la presunción no está en contra, sino a favor del interés histórico de las primeras tradiciones cristianas sobre Jesús», y no es de carácter apriorístico ni un mero punto de partida, sino el resultado de una seria investigación.

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probandi23. Sin embargo, también en Juan pueden conseguir­se muchos resultados recurriendo al principio de la consis­tencia. Personalmente lo he utilizado al tratar, por ejemplo, el tema del mensajero de los últimos tiempos en Juan (I, 503-506 y 521-522), precisamente porque en este punto dispo­nemos de un material en categorías joánicas o prejoánicas susceptible de ser cotejado con los sinópticos. Admito de buen grado que podrían extraerse, con toda probabilidad, más datos históricos del Evangelio de Juan de los que yo extraigo (como, por lo demás, también de los sinópticos). Sin embargo, sigo pensando que la acusación de escepticismo carece de fundamento.

De la inevitable relatividad del método histórico —aun­que conserve su validez— se sigue, por un lado, que puedo afirmar, en principio, que lo que en un determinado testigo, por ejemplo en Marcos, es «secundario» o «redaccional», puede ser un auténtico dicho de Jesús en el conjunto de las comunidades orientadas hacia otros intereses, mientras por otro lado la aplicación de este principio a los detalles es, en la práctica, casi insignificante en mi exégesis (crítica de Schoonenberg)24. Sin embargo, no se trata de una incon­gruencia, sino de la lógica de un principio mantenido conse­cuentemente: hay que aceptar el onus probandi histórico. En el acontecimiento histórico de Jesús sucedieron muchas más cosas de las que podemos probar en el plano histórico. Por

23 B. Van Iersel, Onontbeerlijke prolegomena tot een verhaal over Jezus: «Kosmos en Oecumene» 7 (1974) 174-179, espec. 176.

24 P. Shoonenberg, op. cit., n. 14. Schoonenberg aduce un ejemplo que, por desgracia, no resulta pertinente, ya que yo defiendo en el texto secundario mencionado precisamente la autenticidad de Jesús. En I, 281s digo que Me 14,25b (la segunda parte «hasta el día en que...») es secundario. Si nos atenemos a mi explicación, eso no signi­fica que no sea auténtico. Afirmo expresamente: «el segundo miembro 'hasta que' tiene otro origen; también en otras ocasiones se alude al banquete escatológico» (op. cit.; para lo que luego se analiza en I, 279s, cf. I, 281, n. 95, y I, 187-198). Con otras palabras: también el segundo miembro «hasta que» es auténtico de Jesús. Lo que afirmo, por tanto, es que sólo la «combinación» de dos datos auténticos de Jesús es secundaria (I, 281).

La investigación histórica sobre Jesús 73

su misma naturaleza, cualquier reconstrucción histórica nos ofrece una imagen algo deformada, pero sin embargo es sufi­ciente para considerar la tradición creyente, incluso ante el foro del pensamiento crítico, como una experiencia e inter­pretación de la realidad apropiadas y plenamente fundadas; es también suficiente para caracterizar la relación de Jesús con el reino de Dios futuro e incluso para hacer inteligible en su calidad de dato histórico la predicación y la praxis reli­giosas de Jesús, en su crítica al mundo y ala sociedad.

3. Consecuencias del reconocimiento de la importancia teológica de una investigación histórica sobre Jesús

La pregunta por el Jesús histórico, planteada por un in­terés teológico, ha producido, entre otras cosas, la nueva valoración teológica de la vida profética de Jesús, de su men­saje y de su consecuente praxis de vida; además, la muerte y resurrección de Jesús no están estructuradas formalmente desde el punto de vista kerigmático. Se trata de un énfasis distinto del de las primeras cristologías, centradas casi exclusi­vamente en la muerte y resurrección de Jesús y en la «unión hipostática», y opuesto asimismo a la vieja cristología, por ejemplo, la de un Tomás de Aquino que, aunque guiado por un interés de tipo medieval, dedica la mayor parte de su cris­tología a los mysteria carnis Christi, es decir, a toda la vida pública de Jesús: bautismo, predicación y praxis25. En esta nueva valoración teológica, muerte y resurrección de Jesús se relacionan más estrechamente, mientras que también su muerte vuelve a concebirse como implicación de la radica-lidad de su vida: de su mensaje, de sus parábolas y de su praxis (II, 777-781). Esto significa que se toma muy en serio todo el cristianismo primitivo y no sólo el paulinismo o joa-nismo; de este modo, estas dos tendencias adquieren mayor relieve. Para Pablo y el paulinismo, la muerte de Jesús es efectivamente el compendio de su mensaje y vida. Pero esto

25 Tomás de Aquino, Sutnma Theologiae I I I , q. 30-q. 59.

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74 La experiencia realizada en Jesús

sólo se pone de manifiesto gracias al método empleado en los dos libros sobre Jesús —sobre todo en el primero—, en el que desempeña un notable papel la reconstrucción del «Je­sús de la historia» y de las más antiguas denominaciones cris­tianas (como, por ejemplo, del «profeta escatológico»), ínti­mamente vinculadas a él, a diferencia de lo que nos han mostrado y nos muestran todavía incluso las «cristologías clásicas» de cuño progresista.

Precisamente este planteamiento metodológico nos mues­tra con claridad por qué una imagen histórica de Jesús tiene que quedar incompleta, mientras permanezcan oscuras las cir­cunstancias históricas de la ejecución de Jesús, y con ello el nexo íntimo entre su muerte, su mensaje y toda su vida pú­blica (I, 304-333; II , 777-785). El hecho de que la muerte de Jesús haya desalentado tanto a sus discípulos es, histórica­mente, la mejor prueba de que ya antes de su muerte espera­ban grandes cosas de él. Ya la lastimosa situación en que se encontraban supone una primera e incluso acentuada iden­tificación personal, anterior a la muerte de Jesús, cuando todo parecía perdido y toda esperanza para Israel desvane­cida para siempre: «nosotros esperábamos que él (a saber, «Jesús de Nazaret, que resultó ser un profeta poderoso en obras y palabras», Le 24,19b) fuera el liberador de Israel» (Le 24,21). Puede que la formulación de Lucas esté influida por la «posterior» confesión de fe cristológica. Pero debemos concluir también que los discípulos esperaban cosas extraor­dinarias de Jesús aun antes del acontecimiento pascual, como nos lo confirma, por otra parte, el hecho de que los enemigos quisieran eliminarlo. En mi opinión, estas suposiciones pre-pascuales se mueven en la dirección del concepto «intertesta­mentario» del profeta escatológico igual a Moisés, mayor que él (cf. infra, pp. 91ss).

4 COMO ENTENDER HOY A JESÚS:

TRADICIÓN VIVA Y EXPERIENCIA RENOVADA

Lo que ayer fue experiencia para otros es hoy tradición para nosotros, y lo que para nosotros es hoy experiencia será mañana nuevamente tradición para otros. Ahora bien, lo que en un tiempo fue experiencia sólo podrá transmitirse, al me­nos como tradición viva (II, 23-57), a través de nuevas expe­riencias. Sin una permanente renovación de la experiencia surge una ruptura entre el contenido experiencial de la vida presente y la articulación de las experiencias del pasado; se daría así un hiato entre experiencia y doctrina, entre hombre e Iglesia. Esto quiere decir que el cristianismo no es tanto un mensaje que hay que creer cuanto una experiencia de fe que se transforma en mensaje y que, como mensaje anuncia­do, quiere ofrecer nuevos horizontes de vida a quienes se abren a él en su experiencia vital.

I

CORRELACIÓN CRITICA ENTRE EL AYER Y EL HOY

El tercer polo en torno al que se mueven mis dos libros tiene que ver con la correlación crítica —de la que ya hemos hablado— entre las dos fuentes de la teología, es decir, con la tradición experiencial cristiana y con nuestras experiencias actuales.

Por lo dicho se ve ya claramente que no podemos limi-

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76 Cómo entender hoy a Jesús

tamos a aceptar todas las interpretaciones sobre el significado salvífico de Jesús que nos transmite la tradición. Por otra parte, este significado salvífico de Jesús no es tampoco un dato atemporal, suprahistórico, abstracto. Y, finalmente, en cuanto cristianos, no podemos manipular a capricho la figura de Jesús ni reducirla a una especie de «clave» para nuestras propias experiencias humanas. Se trata más bien de una correlación crítica en la que confrontamos nuestra fe y acción en el mundo que nos ha tocado vivir con lo que se expresa en la tradición bíblica. Dicha correlación exigirá, por tanto: 1) un análisis de nuestro mundo actual de experiencia; 2) una búsqueda de las constantes estructurales de la experiencia cristiana fundamental de la que habla el Nuevo Testamento y también la posterior tradición cristiana; 3) una compara­ción crítica entre esas dos «fuentes». De hecho, estos ele­mentos bíblicos habrán de servir a los cristianos de hoy para estructurar las experiencias que realizan, como sirvieron tam­bién a los diversos autores bíblicos para estructurar cristiana­mente las que ellos tuvieron. Sólo así habrá continuidad en la tradición cristiana. Continuidad que exigirá atender a los cambios de horizonte en que los problemas se plantean.

1. Principios de estructuración

Habrá que describir, ante todo, las diferentes interpreta­ciones que da el Nuevo Testamento para compararlas luego entre sí e iniciar la búsqueda de las constantes estructurales que encontramos en cada libro neotestamentario y que sirven de enlace a esas diferentes interpretaciones. Gracias a esa ex­periencia fundamental, diversamente interpretada, pero siem­pre única, se pondrán de relieve los elementos estructurales en que se articula una experiencia neotestamentaria. La nues­tra, es decir, el actual modo de pensar y vivir la fe, de actuar según el espíritu cristiano, tendrá que estructurarse con los mismos elementos, si lo que creemos y hacemos aspi­ra a ser calificado de cristiano. Pero tendrá que traducirse a un mundo experiencial diferente, es decir, a nuestro propio

Correlación crítica entre el ayer y el hoy 77

mundo, tan distinto del mundo del cristianismo neotesta­mentario.

Los cuatro principios estructurales que, a partir de la misma experiencia fundamental, enlazan entre sí internamen­te las diversas interpretaciones del Nuevo Testamento, a pe­sar de sus diferencias, y aparecen claros al compararlos entre sí, son los siguientes (II, 615-627):

— el principio teológico y antropológico; es decir, creer que Dios desea ser salvación de y para los hombres e inten­ta serlo con la ayuda de nuestra historia, en medio del absur­do que reclama un sentido. Hallar la salvación en Dios significará entonces que el hombre se encuentra a sí mismo, que se reconcilia con su propia historia.

— la mediación cristológica, es decir, creer que es preci­samente Jesús de Nazaret quien desvela plena y definitiva­mente lo que se refiere a Dios y al hombre.

— la historia y la praxis eclesiológica, es decir, creer que esta historia de Dios en Jesús se narra de continuo para incluirnos también a nosotros en ella. También nosotros po­demos y debemos seguir a Jesús, escribiendo así nuestro capí­tulo en esa historia viva y permanente de Jesús.

— la plenitud escatológica, es decir, creer que esa histo­ria no puede alcanzar su meta en el marco terreno de nuestra historia y que tiene, por tanto, un desenlace escatológico para el que resultan demasiado estrechos los límites de nuestra historia. Es decir, creer en el «ya» y el «todavía no».

Frente a cuestiones y problemas tan complejos, los dis­tintos autores neotestamentarios no hacen sino recomponer continuamente esos cuatro datos de la historia fundamental, darles nueva forma sin ser infieles a la historia fundamental. Deseo analizar más detenidamente los tres primeros princi­pios (el cuarto cerrará mi análisis más adelante).

a) La experiencia cristiana con Jesús, hecha por un grupo de hombres, de origen judío, creció hasta transformar­se en la confesión de que para estos hombres, llamados al principio «cristianos» sólo por los extraños, la dolorosa pre­gunta, humanamente insoluble, por el origen y sentido de la vida humana en la naturaleza y en la historia, en un contexto

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78 Cómo entender hoy a Jesús

de sentido y absurdo, de sufrimiento y alegría, obtuvo una «respuesta» positiva y singular que superaba toda expecta­tiva: Dios mismo garantiza que la vida humana tiene sentido. Para ello pone en juego su propia gloria; gloria que consiste en su identificación con el hombre marginado y explotado, con el que carece de libertad, especialmente con el pecador, es decir, con quien aflige al prójimo y a sí mismo de tal modo que esta aflicción «llega basta Dios» (cf. Ex 2,23-25; 3,7-8). Y entonces «Dios baja» (Ex 3,8): «Tanto amó Dios al mun­do que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él» (Jn 3,16). Por últi­mo —y esto es al mismo tiempo «un comienzo»—, Dios decide sobre el sentido y la vida del hombre en favor del mismo hombre. No deja esta decisión en manos de los pode­res cósmicos e históricos, caóticos y demoníacos, sobre cuyas líneas torcidas sabe escribir recto, además de desear endere­zarlas. Como creador, Dios promueve el bien y lucha contra el mal, el sufrimiento y la injusticia, es decir, contra los ele­mentos que hunden al hombre en el absurdo. En su expe­riencia de sentido y plenitud, los discípulos de Jesús, al en­contrarse con él, experimentan la salvación de Dios. Y, al tratarse de una iniciativa de Dios, que trasciende todas las expectativas, el sentido y la plenitud se experimentan como don inmerecido, como gracia. El Antiguo y el Nuevo Testa­mento coinciden en que Yahvé es un Dios de los hombres, que se autodefine como «yo soy», (Ex 3,14), es decir, como el que «nos tiene presentes» (Ex 3,16). El nombre de Dios significa: «solidario con mi pueblo». La gloria de Dios está en la felicidad y bienestar, en la salvación de los hombres, que, a su vez, encuentran la salvación en Dios. La predestina­ción divina y la experiencia humana del sentido de la vida son dos aspectos de la misma y única realidad salvífica. Por tanto, en la Escritura se muestra ya la correlación crítica en­tre religión y experiencia humana. La salvación de Dios tiene que ver con la integridad y felicidad humanas, y éstas, a su vez, están esencialmente vinculadas a la solidaridad del hom­bre con un Dios vivo que ama a la humanidad.

b) El sentido trazado y deseado eternamente por Dios,

Correlación crítica entre el ayer y el hoy 79

o la vocación del hombre, se ha manifestado y hecho percep­tible en la experiencia que unos creyentes realizaron en la persona, vida y vocación de Jesús de Nazaret: en su mensaje y vida, en su praxis y en las circunstancias concretas de su muerte. Una vida y muerte de este género tienen valor en sí mismas, previamente a cualquier ratificación o confirmación posterior. Pero, precisamente por eso, tienen valor ante todo para Dios, que reconoce en ellas la propia solidaridad con su pueblo, el propio nombre, y se identifica no sólo con los ideales y visiones de Jesús, sino con su persona. Así, la voca­ción de Jesús llega a su plenitud, más allá de la muerte, en su resurrección, en el amén de Dios a su persona y obra, en la aceptación divina del propio ser: «solidario con el pue­blo» es tanto como decir «Dios es amor» (1 Jn 4,8 y 4,16). En la historia religiosa de la humanidad Dios puede asumir muchos nombres, pero para los cristianos revela su verda­dero rostro en la opción desinteresada de Jesucristo, el buen pastor, que busca la oveja descarriada, perdida y pisoteada.

En Jesús se manifiestan plenamente los planes de Dios sobre el hombre y el sentido de toda la existencia humana: alentar lo bueno y luchar contra todo mal. Por eso, su des­tino fue objeto de una especial preocupación por parte de Dios. El es el amado especial de Dios, su mejor don a la humanidad. La vida de Jesús es cumplimiento y manifesta­ción del amor de Dios a los hombres, pero siempre en y a través de la iniciativa misma de Jesús, una iniciativa respon­sable, humana y religiosa, mantenida en el conflicto y en la resistencia que su defensa de la causa del hombre como cau­sa de Dios provocó. Jesús se convierte así en símbolo de la problemática humana y del carácter definitivo de la voluntad salvífica de Dios.

c) La evocación «bíblica» de la historia de Dios con los hombres en Jesús no se agota en un mero recordar lo que sucedió en el pasado. Se evoca narrativamente el pasado, pero con la mirada puesta en lo que Dios hace ahora en favor de un futuro de liberación. Dios «recuerda» sus obras salvíficas del pasado realizando nuevas acciones liberadoras. De este modo, la fe cristiana es un recuerdo de la vida y muerte de

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80 Cómo entender hoy a Jesús

Jesús resucitado, un recuerdo que conduce al seguimiento. No se trata de imitar lo que él hizo, sino de afrontar las nue­vas situaciones como él, desde una intensa experiencia de Dios. La vida cristiana puede y debe ser recuerdo de Jesu­cristo. La auténtica ortodoxia es la expresión de una vida verdaderamente cristiana como «recuerdo de Jesús». Sepa­rada de esta praxis, propia del reino de Dios, el credo cris­tiano pierde de antemano su mordiente y «credibilidad». La comunidad viviente es la única reliquia auténtica de Jesús. El cristiano coopera libre y responsablemente en la realiza­ción del proyecto divino que otorga sentido último a la rea­lidad. Así se actualiza la relación recíproca entre la salvación universal de Dios en Jesús y la salvación y felicidad humanas para todo hombre.

En último término, sólo podemos hablar sobre la historia de Jesús —primera fuente de la teología— empleando con­ceptos de la historia de la comunidad cristiana, presente en las experiencias de nuestro tiempo (segunda fuente de la teo­logía). Resurrección, formación de la comunidad y adaptación del mundo a las exigencias del reino de Dios constituyen, por tanto, un único acontecimiento con una vertiente pneumática y otra histórica. Pero ¿cuáles son nuestras experiencias mo­dernas?

2. La experiencia actual y su estructuración cristiana

Sólo tras haber analizado, a la luz de estos cuatro princi­pios estructurales, el contenido de sus experiencias, proble­mas e interrogantes, podrán los cristianos articular de forma creyente, creativa pero fiel al evangelio —en una correlación crítica—, cómo experimentan hoy en Jesús la salvación di­vina. Las experiencias actuales poseen un significado herme-néutico, es decir, favorecen la comprensión del contenido cris­tiano en su doble vertiente de experiencia y conocimiento; y, a la inversa, las experiencias específicamente cristianas y sus interpretaciones, tal y como fueron expresadas en la Es­critura y en la larga tradición experiencial cristiana, poseen

Correlación crítica entre el ayer y el hoy 81

una fuerza propia originaria, capaz de identificar crítica y efi­cazmente las experiencias universales y humanas de nuestro mundo.

Si la tradición —en este caso la tradición judeocristia-na— sólo puede transmitirse como tradición viva gracias a nuevas experiencias, ello implica necesariamente que nuestra actual situación es parte integrante de lo que significa para nosotros el mensaje cristiano. Llama, por tanto, la atención que las épocas en las que se insiste con renovado énfasis en las propias experiencias, tanto individuales como colectivas, sean siempre épocas de crisis en las que se vive una ruptura entre tradición y experiencia en lugar de una continuidad en­tre la tradición experiencial (por ejemplo, cristiana) y la expe­riencia que la actualiza. Naturalmente, también las experien­cias del pasado poseen una fuerza crítica y transformadora. Es algo que nos recuerdan constante y críticamente los cuatro principios de estructuración. Pero también las nuevas expe­riencias tienen su fuerza productiva y crítica; de lo contrario, el recurso a las «interpretaciones» de viejas experiencias sólo ejercería sobre nuestra historia una función ratificadora y pa­ralizante.

¿Cuál es hoy nuestro mundo de experiencia? Es lo que he intentado analizar, sobre todo en la cuarta parte de mi segundo libro. Estudio allí la nueva sensibilidad del hombre actual. Para ello, centro mi atención en dos puntos nuclea­res: por una parte, en la esperanza, tan hondamente arraiga­da, de un futuro más humano; por otra, en el fuerte miedo que todos experimentamos ante ese futuro, ya que constan­temente nos vemos enfrentados al candente exceso de sufri­miento de tantos hombres y a la absurda injusticia bajo la que gime la mayoría de la humanidad. ¿Y por qué, precisa­mente en nuestros días, se vive tan ¿olorosamente esta expe­riencia?

Los análisis modernos han mostrado con toda claridad que, en realidad, nuestra sociedad occidental ha vivido y vive bajo el lema del «individualismo utilitarista». Esta concep­ción fue formulada por vez primera, y de forma crasa, por T. Hobbes durante la Ilustración; más tarde fue suavizada

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por J. Locke (ocultando así su contradicción con el evange­lio); A. Smith la volvió a proponer valiéndose de conceptos económicos. La versión de Locke es el alma de toda la mo­derna sociedad occidental: un Estado neutral, en el que cada cual puede y debe tender hacia la máxima satisfacción de los propios intereses. El resultado final sería la prosperidad para todos, tanto a nivel privado como público. Es verdad que semejante tendencia exige un cierto autocontrol y sentido ético, que, sin embargo, no pasan de ser simples medios. En este autocontrol se valoraba también el papel de la religión, pero en realidad ésta sólo servía como medio para elevar al máximo el propio interés que, gracias al duro trabajo, a la diligencia y al ejercicio de las virtudes cívicas (mito de Nixon), terminaría triunfando. También la ciencia y la tecno­logía se convirtieron en medios para elevar al máximo los intereses particulares. El valor central de este individualismo utilitarista es la libertad, pero se procura suprimir cuidado­samente la fundamental diferencia que existe entre este tipo de libertad y el concepto bíblico de la misma —libertad del pecado, del egoísmo y de la codicia; libertad para hacer el bien; libertad solidaria— favoreciendo así una «libertad libe­ral», es decir, la libertad de perseguir sin trabas los propios fines e intereses. En realidad, se imponía la ley del más fuer­te. A ella se sometía todo, incluso la naturaleza, sometida a una contaminación ilimitada; también se le sometían las rela­ciones sociales e interhumanas, y hasta las sensaciones de tipo personal, que debían ser controladas para que no obstaculi­zaran el incremento del bienestar y la satisfacción de los pro­pios intereses. Pero la meta final, el sentido de la libertad humana, quedó vacío de contenido y la racionalización de los medios se convirtió en un monótono trajín, justo lo contrario de lo que significa libertad.

Las Iglesias oficiales, con frecuencia inconscientemente, se aliaron con esa sociedad de signo utilitario e individualista y exaltaron sus virtudes cívicas. Pero precisamente esta socie­dad sufrió de repente, en los años sesenta, una crítica ma­siva, tanto por parte de los movimientos sociales revolucio­narios como por parte de nuevos movimientos religiosos que

Correlación crítica entre el ayer y el hoy 83

emigran de la sociedad (ejerciendo así una función crítica). Todas las instituciones estrechamente vinculadas a semejante modelo de sociedad quedaron afectadas.

Las protestas éticas revelan una antropología implícita. No resultaba ya tan evidente que el continuo desarrollo de la prosperidad y del poder fueran un valor en sí. ¿Acaso la acumulación ilimitada de poder y riqueza no destruye la cali­dad y el sentido de la vida humana, tanto en el plano ecoló­gico y sociológico como en el personal? Las cosas y relaciones que habían estado supeditadas a la racionalización instrumen­tal cobraron de repente un nuevo significado. Se comenzó a valorar de nuevo como fines una naturaleza incontaminada, unas relaciones sociales auténticas y unas genuinas sensacio­nes personales. Se desea liberar estas fuerzas del control re­presivo de una razón tecnológica que todo lo avasalla y sirve tan sólo al utilitarismo individualista. No puede negarse que esta reacción fue acompañada de ciertos excesos. Pero antes de señalar las desviaciones habría que valorar el carácter ético de esta protesta contra el utilitarismo y el individua­lismo, presentes en todos estos movimientos. Se trata, en el fondo, de una nueva forma ética de percibir los valores que, en su entraña, es también bíblica, mientras que la «ética» de la sociedad dominante, por su misma naturaleza, es ajena a lo bíblico, egoísta y opuesta a toda solidaridad.

Lo que en el pasado parecía interesar casi únicamente a hombres religiosos es hoy objeto de diversas ciencias huma­nas, técnicas y acciones: todas aspiran a la salud, integridad o salvación del hombre y su sociedad. Es difícil negar que la pregunta por una humanidad sana, que viva en condiciones dignas, es hoy más actual que nunca; y que, en nuestro tiem­po, la respuesta a esta pregunta se hace tanto más urgente a medida que constatamos que, por una parte, el hombre falla, no está suficientemente en el centro y, sobre todo, es explotado y, por otra, experimenta ya atisbos de realización humana y autoliberación. La pregunta por la integridad del hombre y por una humanidad que pueda vivir dignamente (problema vivo también en los nuevos movimientos «religio­sos») se plantea en las situaciones reales de desarraigo y des-

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integración, de alienación y de las más variadas violaciones de la dignidad humana. El tema de la salvación, en otras épocas tema exclusivo de las religiones, se ha convertido más que nunca en el gran acicate y fermento de toda la existencia humana moderna, al margen de cualquier religiosidad. El pro­blema de la salvación no es, pues, exclusivamente religioso o teológico, sino que se ha convertido, incluso a nivel cons­ciente, en algo universal, en el gran estímulo de toda la his­toria humana.

Es dentro de esta nueva visión del mundo donde plan­teo la pregunta por la aportación específica del cristianismo. Las nuevas experiencias nos permiten contemplar el cristia­nismo desde otra perspectiva, a no ser que lo consideremos como mero resto del pasado. Las religiones que no se abren a nuevas experiencias ni están en condiciones de integrarlas críticamente envejecen y, a la larga, mueren. Mi intención es mostrar que el cristianismo sólo gana en credibilidad y com­prensión cuando y en la medida en que es capaz de acoger los impulsos de una humanidad que vive, lucha y ora, descu­briendo en ellos semejanzas con los propios impulsos cristia­nos y siendo solidariamente crítico con ellos, movido por la convicción cristiana de que Dios no quiere que el hombre sufra. Más aún: lo que nosotros experimentamos hoy como salvación de Dios en Jesús es que la gloria de Dios coincide con la salvación del hombre. ¿En qué consiste la salvación de y para el hombre en el mundo actual?

Dado que la salvación cristiana es una salvación de y para los hombres —hombres dotados de espíritu, corazón, senti­miento y corporeidad, hombres que necesitan la naturaleza para construir su propio mundo y que se necesitan también mutuamente para aceptarse unos a otros en la justicia y en el amor, logrando así una sociedad en la que puedan vivir humanamente (cf. II , 860-872)—, habremos de concluir que la salvación cristiana no podrá ser sólo «salvación del alma», sino liberación integral del hombre y de la sociedad en la que vive. Por tanto, la salvación cristiana comprende también aspectos ecológicos, sociales y políticos, aunque no se agota en ellos. Es más que eso, pero también es eso. Con excesiva

Correlación crítica entre el ayer y el hoy 85

frecuencia a lo largo de la historia, los cristianos han acepta­do situaciones de esclavitud remitiéndose al «bien común», al amor y a actitudes místicas y contemplativas, en las que el sufrimiento queda paliado gracias a la presencia mística de Dios. Es posible que esto último sea verdad, pero pierde su carácter cristiano cuando sirve para afianzar la injusticia, a veces incluso con legitimaciones teológicas. Todavía hoy se puede escuchar cómo algunos cristianos proclaman que la fe cristiana se refiere sólo al corazón, a la conversión personal, y que Jesús invitó a la conversión del corazón, a la interio­ridad, pero no a reformar las estructuras que esclavizan a los hombres. Un análisis más preciso de las mediaciones históri­cas en la Escritura nos muestra que esta visión unilateral no es cristiana, sino tan sólo una verdad a medias sacada de la Biblia. Un testimonio significativo a este respecto es Le 22, 25: «Jesús les dijo: Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Pero vosotros nada de eso», y más crudamente todavía Mt 20, 25-26: «Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros» (cf. también Me 10,42-43). En las comunidades cristianas no tiene cabida la humillante relación esclavo-amo. El Nuevo Testamento reconoce claramente que la praxis del reino de Dios implica, además de una renovación interior, una refor­ma y mejora de las estructuras sociales. Y los cristianos neo-testamentarios la realizaron en el ámbito en el que podían actuar, es decir, en la estructura de la propia comunidad, que, por tanto, fue experimentada como una primera realiza­ción del reino de Dios sobre la tierra, como un espacio de libertad y de paz, de justicia y amor. Dadas las relaciones sociales y políticas de la época, muy poco o nada podían ha­cer, como minoría, fuera de la propia comunidad. Su distan-ciamiento de la política social no era una elección consciente, sino efecto de una presión externa. Y cuando esta presión cesa, o mejor, cuando los cristianos, junto con otros, están en situación de modificar la sociedad, ello se convierte en una obligación cristiana urgente que brota del evangelio de Cristo.

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86 Cómo entender hoy a Jesús

Se aprecia, en esta perspectiva, la importancia sociopolí-tica del evangelio. La política queda así sometida a crítica, en el sentido de que la identificación del cristiano con la polí­tica, como sistema totalizante de salvación, no es cristiana. El cristianismo rechaza toda absolutización de la política y su ideologización; pero, por otra parte, radicaliza también el compromiso político en favor del hombre y la sociedad. Pre­cisamente a este compromiso radical en favor del hombre y la sociedad se le ha prometido una particular presencia de Dios. En efecto, si el símbolo fundamental de Dios —«ima­gen de Dios»— es el hombre, entonces también el lugar don­de el hombre es escarnecido, humillado y esclavizado, tanto en el corazón como en la sociedad, se convierte en el lugar privilegiado donde se hace posible la experiencia religiosa en y a través de una praxis de vida que quiere dar forma a este símbolo, sanarlo y liberarlo. La verdadera liberación, re­dención y salvación desemboca siempre, por tanto, en la mís­tica, ya que para el creyente el fundamento último y la fuente del bien y de la salvación para vivos y muertos sólo se en­cuentran en Dios. Su gloria es la salvación del hombre. Fuera de él no podemos mantener esperanza «fundada», pues la historia no puede ofrecernos garantías, salvo en la historia de Jesús, el Cristo.

Sólo quien resiste a la injusticia en todas sus variantes y, por ese motivo, padece a causa de otros, puede sufrir por los demás, es decir, por una buena causa. Entonces, el com­promiso es tan radical que sus repercusiones sobre la propia vida carecen de importancia. Ahí reside precisamente el valor salvífico de la muerte de Jesús, que nos remite a la radica-lidad de su mensaje y de su correspondiente praxis, al carác­ter incondicional de su entrega y de su compromiso, a la bondad de toda su persona, mensaje y acción.

II

REALIZACIÓN PRACTICA DE LA CORRELACIÓN CRITICA

Si observamos ahora críticamente los dos polos de la correlación, podremos hacer algunas afirmaciones.

En el Nuevo Testamento se vive la historia de Jesús como el símbolo que irradia y transforma, que nos revela la dimensión más profunda de nuestra existencia finita. Lo que se manifiesta en las palabras y obras de Jesús, en su vida y muerte, resulta evocador para nuestras propias experiencias humanas, ya que nos descubre nuestra propia existencia e ilu­mina lo que puede ser una auténtica vida humana, si es consciente de que está en manos del Dios vivo. Además, gra­cias a esta «coincidencia» entre lo que se nos revela en Jesús y lo que el hombre experimenta en lo hondo de su existen­cia cotidiana, el lenguaje cristiano desvela a los creyentes, de modo decisivo y definitivo, el sentido humano del mundo. Y de este modo, se (re)conocen en Jesús Señor. La fuerza transformadora de este gran símbolo invita al mismo tiempo a la conversión. Con otras palabras: la «coincidencia» se rea­liza únicamente en una metanoia o conversión y no en una simple correlación.

Los hombres que buscan los símbolos más adecuados para expresar la dimensión profunda de su existencia —sólo expresable en símbolos, parábolas y metáforas, es decir, en una historia— no encontrarán, en cuanto cristianos, un sím­bolo más adecuado y pertinente, más eficaz que la Palabra como Palabra de Dios: Jesús, como el símbolo representa­tivo y eficaz de la auténtica existencia humana en un mundo que pertenece a Dios. La manifestación más adecuada de la dimensión profunda, presente en todas nuestras experiencias humanas cotidianas —la que, con toda justicia, podemos lla­mar confianza originaria o fe fundamental—, la encuentran los cristianos en Jesucristo. Precisamente por eso se unen en Jesús la irreductibilidad individual histórica y la universali-

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dad humana. Así como en una relación especial e irreductible de amor entre dos personas se realiza un acontecimiento um­versalmente humano (la mayoría de los hombres tiene esta experiencia), también lo irreductible, lo históricamente con­creto de Jesús revela algo de lo universalmente humano. La particularidad histórica no suprime la universalidad, sino que la pone de manifiesto. Este es el motivo de que el encuentro de algunos hombres con Jesús se convirtiera en una religión universal, con un mensaje capaz de interpelar a todos los hombres.

La estructura de la fe cristiana explica, por consiguiente, que la verdad de Jesucristo, todo lo que desvela las más pro­fundas dimensiones de nuestra existencia —nuestra confianza práctica fundamental y Dios como su hontanar—, puede ser escuchada por todos los que, cultos o ignorantes, se enfren­tan a la misma problemática vital. No es preciso ser exegeta para ser un buen cristiano, aunque la función de los especia­listas resulte necesaria para la comunidad de fe. La idea de que el profundo sentido humano, extraído exegéticamente de la vida y muerte de Jesús, sólo sería experimentable en el contexto del pensamiento crítico, se basa en un malentendido intelectualista de la realidad de fe. Sólo es necesario prestar atención a la estrecha afinidad existente entre las palabras, obras, vida y muerte de Jesús y nuestra propia experiencia existencial. En ambos casos se trata de los mismos problemas existenciales. La vida y muerte de Jesús pueden abrir nues­tra experiencia existencial, expresando así críticamente que podemos descubrir en ellas posibilidades de vida auténtica­mente humanas. Vivir así significa vivir auténticamente. Se da entonces una coincidencia entre la vida de Jesús y la nues­tra. Y aparece el don de una nueva «justicia», que se atreve a correr el riesgo de vivir en el límite, en presencia del Dios misericordioso y justo que se reveló en Jesucristo.

Como cristianos, en Jesús no únicamente nos sentiremos confrontados con Dios, hontanar de nuestra existencia y sal­vación, sino que en él también nos sentiremos interpelados por Dios. La opción por Jesús, desde nuestras experiencias humanas, será vivida como un ser elegido por Dios en Jesús,

Realización práctica de la correlación crítica 89

que me revela mi propia identidad manifestándome mi fun­damento y mi salvación. Por este motivo, los cristianos con­sideramos a Jesús intérprete decisivo y definitivo de Dios, Palabra de Dios, y no sólo intérprete de nuestra existencia humana: Dios como salvación de los hombres y para los hombres. El cristianismo tiene mucho que ver, por tanto, con la integración de lo humano en y a través de la expe­riencia de un hontanar en el que —confrontados con el hom­bre Jesús— el mundo, el nosotros y el yo están unidos con el fundamento absoluto, con el Dios viviente, con nuestra salvación.

Para el cristiano que, a la luz de la tradición experiencial cristiana, ha tenido esta experiencia de vida cristiana junto con las demás experiencias ambiguas de la vida, el credo cris­tiano deja de ser un proyecto de búsqueda para convertirse en una firme convicción de vida, que se desarrolla hasta desembocar en la mística y en la correspondiente praxis de vida. Pero también en ese caso deberá estar dispuesto «a dar razón de su esperanza» (1 Pe 3,15b) y, además, deberá tener presente que, mientras la historia continúe, sus experiencias resultarán limitadas y sometidas al rito de nuevas experien­cias. A pesar de todas sus convicciones, el cristiano debe permanecer abierto. En otras palabras: ante la posibilidad de nuevas experiencias, la convicción firme se convierte conti­nuamente en «proyecto de búsqueda», que tiene que pasar por la criba de nuevas experiencias.

No es posible separar soteriología, cristología y antropo­logía; se trata de dimensiones que se hacen recíprocamente comprensibles. El problema de la identidad cristiana está esencialmente vinculado al de la integridad humana; este problema de identidad no puede resolverse de forma pura­mente teórica, sino que exige, esencialmente, una praxis determinada, contemplativa y política. Dios y Cristo deben ser comprendidos en conexión con el tema de nuestra praxis.

Ireneo expresó estas ideas de manera penetrante: «Glo­ria Dei, vivens homo. Vita autem hominis, visio Dei» (Adv. Haereses IV, 20,7). Esta cita patrística resume con exactitud el contenido de aquello que puede alcanzar una relación crí-

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90 Cómo entender hoy a Jesús

tica entre las experiencias del pasado y las contemporáneas. La gloria de Dios estriba en la felicidad y en la elevación del hombre pobre y humillado. Pero la gloria y felicidad del hombre residen, en última instancia, en Dios. Evidentemente, esta convicción cristiana asume en Ireneo —dentro de su concepción de la vida propia de la Antigüedad tardía— un matiz helenista, para nosotros demasiado formal y abstracto. En la formulación de Ireneo, la mediación concreta e histó­rica de Jesús de Nazaret —que culminó en un fracaso hu­mano— se sitúa en primer plano, aunque más desde un punto de vista formal que de contenido. En mis dos libros sobre Jesús he intentado dar mayor concreción a esas ideas, partiendo de una investigación sobre Jesús planteada en clave predominantemente histórica, y también en estrecha conexión con los problemas de la vida contemporánea: nuestra vida y aspiraciones, nuestros sufrimientos, luchas y sueños utópicos en una historia de sentido y absurdo vivida de modo suma­mente real. Debería haber quedado claro que la fe cristiana en Jesús —el profeta escatológico que anuncia el reino inmi­nente de Dios y que fue ajusticiado por los hombres, pero llamado a la vida por Dios— presenta dos momentos: 1) Ante todo, es una confesión de fe en el obrar de Dios específicamente orientado hacia este Jesús. Dios se muestra solidario con este profeta de salvación rechazado y eliminado por los hombres y ratifica definitivamente su modo de vivir. 2) La fe consecuente en Jesús, el Cristo resucitado, exige también de nosotros una praxis conforme al reino de Dios, es decir: a) la persuasión de que quien cree en esta resurrec­ción habrá de atreverse, si quiere seguir a Jesús, a optar generosamente por los oprimidos y humillados; b) sabiendo, por una parte, que también él, como Jesús, corre el riesgo de ser oprimido y eliminado por «este mundo», y c) conven­cido, por otra, de que también él —siguiendo a Jesús— será irrevocablemente aceptado por Dios (aunque el Estado y la Iglesia lo rechacen). «El compartir sus sufrimientos es señal de que compartiremos también su gloria» (Rom 8,17). Esta es la fe neotestamentaria en Dios, que a pesar de todas las apa­riencias mundanas y eclesiales, «vence al mundo» (1 Jn 5,4).

5 PUNTOS FUNDAMENTALES DE DISCUSIÓN

I

JESÚS, EL «PROFETA ESCATOLÓGICO»

MOSAICO-MESIANICO

a) Una de las tesis fundamentales de Jesús. La historia de un Viviente afirma que es más que probable que la pri­mera interpretación de Jesús propuesta por el cristianismo preneotestamentario fuera la del profeta escatológico seme­jante a Moisés, y que esta tendencia aparece en diversos es­tratos protocristianos ya en el Nuevo Testamento (I, 439-465; II , 284-293).

Este concepto religioso protojudío, intertestamentario, co­necta con una concepción «deuteronómica» (Dt 18,15-19; 30,15-20; 32,2). «Voy a enviarte a un ángel por delante para que te cuide en el camino y te lleve al lugar que he preparado. Respétalo y obedécele. No te rebeles, porque lleva mi nombre y no perdonará tus rebeliones. Si le obede­ces fielmente y haces lo que yo digo, tus enemigos serán mis enemigos y tus adversarios serán mis adversarios. Mi ángel irá por delante» (Ex 23,20-23; cf. 33,2). «Un profeta de los tuyos, de tus hermanos, como yo (Moisés), te suscitará el Señor, tu Dios: a él le escucharéis» (Dt 18,15).

En su origen, la tradición del profeta de los últimos tiempos no estaba unida a la vuelta de Elias (Mal 3,23-24; cf. también Eclo 48,10-11). Pertenecía a la tradición de Moi­sés, ya que está claro que en Mal 3,23-24 el precursor, Elias, es una figura incluida posteriormente (cf. Mal 3,1, que

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92 Puntos fundamentales de discusión

vuelve a enlazar con el profeta originario semejante a Moi­sés). En el primitivo judaismo, la figura de Elias asumió la función de precursor del Ungido. Pero esta tradición secun­daria se apoya en una tradición más antigua, la deuteronó-mica, según la cual Moisés es un profeta, un anunciador de la palabra. Esencialmente, el Deuteronomio está estructurado como un discurso de Moisés (Dt 5,1.5.14; 6,1). Moisés es mediador entre Dios y el pueblo (Dt 5,5); al propio tiempo, es un mediador sufriente, pues además de interceder por su pueblo (Dt 9,15-19; 9,25-29), sufre por él, por Israel (cf. Jr 1,37; 4,21-22). Según el Deuteronomio, Moisés es el pro­feta sufriente. Por este motivo, los profetas posteriores sue­len presentarse con los rasgos proféticos de Moisés (compá­rese Jr 1,7 con Ex 4,10; Jr 1,9 con Ex 18,18; cf. Jr 15,1, donde se nombra expresamente a Moisés; cf. también Elias y Elíseo, 1 Re 19,19-21; compárese 2 Re 2,1-15 con Dt 34,9 y Nm 27,15-23: el dúo Moisés-Josué). En esta tradición se afirma también: «Cuando hay entre vosotros un profeta del Señor, me doy a conocer a él en visión y le hablo en sueños; no así a mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos. A él le hablo cara a cara» (Nm 12,6-8); «el Señor hablaba con Moisés cara a cara como habla un hombre con un amigo» (Ex 33,10-11). La tradición dice asimismo del Moisés pro-fético que es el «Ebed» de Yahvé, el siervo de Dios (Ex 14, 31; Nm 12,7-8; Dt 34,5; Jos 1,2.7; Sab 10,16; Is 64,3-11). Moisés es, además, un siervo de Yahvé sufriente «que lleva la carga del pueblo» (Nm 11,17; Is 53,4).

¡Moisés, siervo de Dios sufriente y profeta! Pero quizá podremos decir algo más. Probablemente, incluso el tema del «justo sufriente» (un tema con consistencia propia) se funde en el Deuteroisaías con el tema de «Moisés siervo pro-fético y sufriente de Dios»: el siervo de Dios sufriente del Deuteroisaías (cf., sobre todo, Is 42,1-4; 49,1-6; 50,4-1 la; 52,13-53,12). En la redacción final de Isaías, efectivamente, no pueden yuxtaponerse, como bloques diversos, el primero, segundo y tercer Isaías; se impone una visión de conjunto. Desde ella, el Moisés profético y real, que lleva la carga del pueblo, es el siervo de Dios del segundo Isaías. Así, el Deu-

Jesús, el «profeta escatológico» 93

teroisaías habría hablado del siervo de Dios sufriente con una terminología que recuerda mucho la imagen del «profeta esca­tológico» igual y mayor que Moisés (II, 298-311). Como Moi­sés, también él trae la ley y el derecho (Is 42,1-2), pero ahora a escala universal: el «Ebed» sufriente igual a Moisés es la «luz del mundo» (Is 49,5-9; 42,1-6); como Moisés, es media­dor de la alianza (Is 42,6; 49,8), guía del nuevo éxodo, esta vez del exilio de Babilonia. A través de este éxodo se con­gregan de nuevo las doce tribus (Is 49,5-6; 40,3). También ahora el profeta escatológico mayor que Moisés hace brotar agua de la roca y ofrece a su pueblo el «agua viva» (Is 41, 18; 43,20; 48,21; 49,10; cf. el Evangelio de Juan). El siervo de Dios sufriente es el Moisés del nuevo éxodo (Is 43,16-21). Es quien expía los pecados, quien sufre por su pueblo; es el siervo de Dios, que lleva efectivamente en sí todos los rasgos que en el judaismo primitivo se atribuían esencialmente al profeta mesiánico-escatológico semejante a Moisés. Además, este motivo (inmediatamente antes del tiempo de Jesús) se convirtió en una mística de Moisés (denominada también «si-naitismo»; cf. Eclo 45,1-5): ¡Moisés profeta real y mesiánico, el «divino»!

Llama la atención que el concepto de «profeta mosaico-escatológico» se encuentre claramente documentado en las más diversas primitivas tradiciones cristianas: en la más an­tigua (Marcos) y en el último evangelio (Juan), en el discurso lucano de Esteban, en la tradición Q, etc.

Me 1,2 comienza el evangelio con una alusión implícita a los textos clásicos de la tradición del profeta escatológico (Ex 23,20; Mal 3,1 e Is 40,3): «Mira, te envío mi mensajero por delante» (Me 1,2); «por delante», es decir, Juan el Bau­tista, encargado de anunciar al «profeta que viene después de Moisés» y que es «mayor que él», es enviado por delante de Jesús. «Un profeta de entre sus hermanos, como tú» (compárese Dt 18,15-18 con Me 6,4). Además, en Me 6, 14-16 se descartan tres falsas identificaciones proféticas de Jesús: a) Jesús no es Juan el Bautista resucitado (el cadáver de Juan yace en el sepulcro, Me 6,29); b) ni tampoco es Elias, identificado entonces con el Bautista (Me 1,2 y 9,

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94 Puntos fundamentales de discusión

11-13); c) por último, Jesús no es tampoco «un profeta com­parable a los antiguos» (Me 6,15). Elias, Moisés y Jesús (Me 9,2-9); a esta enumeración sigue: «Escuchadlo» (Me 9,7; Dt 18,15 y Ex 23,20-23). En todos los evangelios encontramos el tema: Jesús es profeta, pero «no como los otros». En nin- . gún lugar se polemiza contra la concepción de Jesús como profeta, sino contra aquella que lo entiende como un profeta igual que los demás. En nuestra predicación cristiana, esta concepción originaria de Jesús profeta —un concepto que, por lo demás, no invalida otros títulos— casi ha desaparecido. De este modo, puede hacerse de Cristo una imagen celeste, e identificarla hasta tal punto con un Dios, previamente ale­jado del mundo de los hombres, que pierda toda su carga A

profética y crítica en nuestro mundo. Algunos críticos mantienen que «profeta escatológico»

(que no significa tan sólo el «profeta último») sería un título cristológico de soberanía excesivamente genérico, incapaz de canalizar los demás títulos neotestamentarios, quizá más im­portantes. Pero entonces se minusvalora el significado de «es­catológico». El concepto de «profeta escatológico» implica (desde luego en el Nuevo Testamento) que dicho profeta tie­ne significado universal e importancia para la historia entera, prescindiendo de cómo lo hayan concebido Jesús y los suyos. «Profeta escatológico» significa, pues, un profeta que pretende anunciar un mensaje definitivo, válido para toda la historia. Que Jesús estaba convencido de ello, más aún, que atribuía a su persona un significado universal, se deduce de los textos de la tradición Q, en los que, con toda garantía, nos encon­tramos con el eco histórico de la autocomprensión de Jesús: «dichoso el que no se escandalice de mí» (Le 7,23 = Mt 11, 6), dicho desarrollado ulteriormente en otro texto Q: «Y os digo que, por todo el que se pronuncie por mí ante los hom­bres, también este Hombre se pronunciará ante los ángeles de Dios. Y si uno me niega ante los hombres, será negado él ante los ángeles de Dios» {Le 12,8-9 = Mt 10,32-33; cf. Le 7, 18-22 = Mt 11,2-6; y Le 11,20 = Mt 12,28), que se des­arrollará posteriormente en los sinópticos (Mt 12,32; Le 12, 10; Me 3,28-29). La afirmación de una relación positiva en-

Jesús, el «profeta escatológico» 95

tre la decisión del hombre frente a Jesús y su destino defi­nitivo (recalcada especialmente en el Evangelio de Juan) se remonta, sin duda, en su núcleo histórico, a la autocompren­sión misma de Jesús. Los primeros cristianos expresaron esta autocomprensión manifestada por Jesús en su vida, con el concepto de «profeta escatológico»: mediador en la realiza­ción del reino de Dios. Por tanto, la convicción cristiana de que, con la venida de Jesús irrumpe Dios mismo en medio de nosotros, tiene su origen, en definitiva, en la autocom­prensión de Jesús.

Si el futuro o la influencia histórica de un hombre perte­nece a la identidad de su persona (I , 37-38), esto se aplica de manera totalmente singular a Jesús, pues las comunidades cristianas actuales no pertenecen, históricamente, por simple casualidad, a la perfecta identidad personal de Jesús. En tal caso, la influencia histórica de una persona pertenece, de mo­do especial, a su identidad. Es precisamente lo que los pri­meros cristianos intentaron expresar con el concepto de «pro­feta escatológico». A través de su persona, su palabra y ac­ción, Jesús remite, más allá de sí mismo, a toda la historia de la humanidad como advenimiento del reino de Dios.

Si no se confía en Jesús, se puede naturalmente afirmar que en esta autocomprensión se equivocó o sobrevaloró. Des­de el punto de vista histórico, podemos probar que él pensó así, pero no que haya tenido razón. Confesar esto es un acto de fe cristiana, que no puede transmitirse de manera teórico-apodíctica. Sólo la praxis viviente de los cristianos en el trans­curso de los tiempos podrá en alguna medida mostrar que la actividad liberadora y conciliadora de las Iglesias, como «mi­nisterio de reconciliación» (2 Cor 5,19), no es un aconteci­miento fortuito, sino la realización histórica del mensaje de Jesús, que, de este modo, manifiesta algo de su verdad en la historia. Un judío justo, Gamaliel, lo formulará más tarde enérgicamente a propósito de la primera persecución sufrida por los cristianos: «No os metáis con esos hombres, soltadlos. Si su plan o su actividad es cosa de hombres, fracasarán; pero si es cosa de Dios, no lograréis suprimirlos» (Hch 5, 38-39). Este prudente consejo presenta también afinidades

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con la idea del «profeta mayor que Moisés»: «Voy a enviarte un ángel por delante [...] No te rebeles [...] porque lleva mi nombre» (Ex 23,20-23; cf. 33,2).

Ahora bien, ¿qué afirman mis críticos de esta exposición? Llama la atención que A. Descamps, que analiza cuidadosa­mente toda la parte exegética de mi libro, no formule crítica alguna sobre el significado del profeta escatológico tal como aparece en mi primer libro sobre Jesús. Exceptuando un par de teólogos, parece que los exegetas consideran correcto su enfoque. Por lo demás, la creciente bibliografía (cf. II , 304 n. 8; 236 n. 19) sobre el profeta escatológico, como trasfondo cristiano preneotestamentario del Nuevo Testamento, atesti­gua un amplio consenso. La idea del profeta escatológico no es tema de discusión, sino hasta qué punto esa idea existía en la época precristiana y en tiempos de Jesús y, más exacta­mente, cuál fue el contenido concreto de esa representación. J. Nützel, que adopta una actitud más bien crítica respecto a posiciones tan tajantes como las de R. Peseh y Kl. Berger, se ve obligado a conceder que en tiempos de Jesús existía la esperanza no sólo de profetas escatológicos, sino incluso de profetas muertos y resucitados, pero que regresan a la tierra; aunque esta idea no estaba muy difundida, sin embargo, se conocía en Egipto y Asia Menor, aunque por influjo palesti-nense \ En mi opinión, esta discusión está excesivamente influida por la búsqueda de claros paralelismos precristianos y por el inconfesado temor apologético de que el modelo del profeta escatológico muerto, pero resucitado, pueda menosca­bar el carácter absolutamente peculiar de la resurrección y ascensión de Jesús. En mis dos libros sobre Jesús no sigo ninguno de los dos caminos; pretendo únicamente identi­ficar en el Nuevo Testamento las denominaciones cristianas preneotestamentarias de Jesús y concluyo que, en el centro,

1 J. Nutzel, Zum Schicksal der eschatologischen Propheten: «Bibl. Zeitschrift» 20 (1976) 59-94, en relación con R. PescK, Zur Entstehung des Glaubens an die Auferstehung ]esu: «Tübinger Theol. Quartal-schrift» 153 (1973) 201-228, que podía ya utilizar el libro, publicado más tarde, de Kl. Berger, Die Auferstehung des Propheten und die Erhóhung des Menschensohnes (Gotinga 1976).

Jesús, el «profeta escatológico» 97

se encuentra la idea del «profeta» y del que «está por ve­nir» . Con otras palabras: en la literatura exegética se perfila un creciente consenso acerca de una cristología palestinense originaria, centrada en la figura del profeta. La verdadera crítica no se refiere, pues, a lo que hasta aquí hemos venido diciendo, sino a lo que sigue.

b) A mi modo de ver, el concepto de «profeta escato­lógico» mesiánico-mosaico es una matriz de la que nacieron cuatro modelos neotestamentarios de «credo», recogidos des­pués bajo el tema unificador de la cristología pascual. Dichos modelos son:

1) Las cristologías del maranatha, que confiesan a Jesús como Señor del futuro, como el que vendrá.

2) Una cristología que considera a Jesús como «el tau­maturgo», inspirándose no tanto en las teorías del theios aner, entonces poco difundidas, cuanto en el taumaturgo sa­lomónico, bueno y sabio., que no realiza milagros en provecho propio, sino para salvar a los demás y que, precisamente por ello, es eliminado, aunque Dios lo rehabilita gloriosamente.

3) Las cristologías sapienciales, que ven a Jesús como enviado (lo sapiencial genérico) por Dios a través de la sabi­duría, o lo identifican con la sabiduría personificada que anun­cia (en las supremas formas sapienciales) los misterios salví-ficos de Dios.

4) Por último, las diversas formas de cristología pascual, en las que la muerte y resurrección de Jesús ocupan el primer plano (I, 372-407).

Cada uno de estos cuatro credos muestra un interés par­ticular por determinados aspectos históricos de la vida de Jesús: Jesús, que anuncia el futuro reinado de Dios, cuyo reverso es el juicio final; Jesús, que recorre los caminos de

2 Después de mi primer libro sobre Jesús han sido publicados (además de los que se citan en la bibliografía de II , 304, n. 8; 236, n. 19) los escritos de Fr. Schnider, Jesús, der Prophet (Friburgo-Go-tinga 1973); F. Mussner, Ursprünge und Entfaltung der neutestament-lichen Sohneschristologie, en L. Scheffczyk (ed.), Grundfragen der Christologie heute (Friburgo de Brisgovia 1975) 77-113.

7

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98 Puntos fundamentales de discusión

Palestina haciendo el bien; Jesús, que revela a Dios al hom­bre y al hombre a sí mismo; Jesús, el condenado a muerte.. De aquí se sigue que todos los credos y concepciones del cristianismo primitivo sobre Jesús se dejan siempre guiar y regular por aspectos reales e históricamente verificables de la vida de Jesús. Precisamente este aspecto ha sido acogido fa­vorablemente por muchos de los exegetas que han hecho recensiones de mi libro.

El que estos cuatro intentos de interpretación cristológica del «acontecimiento histórico de Jesús» hayan podido con­fluir, corrigiéndose y completándose mutuamente, en la única Escritura canónica, dentro de la concepción evangélica y neo-testamentaria fundamental del crucificado resucitado, indica que en todas estas interpretaciones de Jesús debe haber esta­do presente una identificación personal común, desarrollada más tarde en varias direcciones. Esto significa, a mi juicio, que Jesús es el profeta escatológico que la tradición profética de Cristo interpreta como el «inspirado por Dios», el que «está lleno del Espíritu de Dios», el que trae «la buena nueva de que Dios reinará» (una fusión entre Dt 18,15 y los textos del segundo y tercer Isaías del judaismo), el profeta escato­lógico mayor que Moisés, que habla con Dios «cara a cara», «boca a boca» (Nm 12,6-8; Ex 33,10-11), el Hijo querido de Dios, a quien envía en último lugar (Me 12,6): él es el profeta escatológico mayor que Moisés. De hecho, este con­cepto clave, que luego se llena con la vida y muerte de Jesús, es capaz de apoyar todos los demás títulos de soberanía y mostrar su profundo significado salvífico. Podemos decir que la continuidad entre el Jesús prepascual y pospascual queda garantizada mediante el reconocimiento de que Jesús es el profeta escatológico, una primitiva interpretación cristiana de la autocomprensión de Jesús.

Algunos han criticado mi tesis de que el profeta escato­lógico es la base de los demás títulos de soberanía que se desarrollarán más tarde. Pero, antes de entrar en este tema, quisiera aclarar un equívoco de fondo. Las reacciones de los demás manifiestan con frecuencia lo que uno mismo pensaba y no logró formular con precisión. Este es precisamente nues-

Jesús, el «profeta escatológico» 99

tro caso. Es cierto que considero a Jesús, profeta escatológico, como el vínculo que mantiene unidas las cuatro corrientes de credo (se trata de «tendencias») en la naciente Iglesia. Tam­bién es verdad que una vez llamo a esta concepción preneo-testamentaria «credo más antiguo» de todo cristianismo (I, 375). Sin embargo, también es cierto que, al catalogar las cuatro corrientes de credo preneotestamentarias, no menciono el credo de Jesús profeta escatológico. Esto significa que, para mí, «profeta escatológico» no constituye una corriente de credo. Si he hablado una vez de «credo fundamental», lo hago en el mismo sentido en que E. Kásemann, por ejemplo, habla de la apocalíptica como «madre de todo cristianismo». Por eso hablo yo también de «matriz». Precisamente porque ya en el período prepascual existía la sospecha de que Jesús, el que ha de venir, era el profeta escatológico, no hablo de un específico credo del cristianismo primitivo, referido al pro­feta escatológico. Esto significa que este concepto, o mejor, este estrato previo a las cuatro corrientes de credo, se nutre siempre en el período pospascual de uno de los que he llama­do cuatro credos. Yo mismo considero la cristología del ma-ranatha o de la parusía como «el credo probablemente más antiguo» (I, 375 y, espec, I, 379).

Mi tesis es, por tanto (aunque no la haya aclarado sufi­cientemente)3 que, después de la muerte de Jesús, su identi­ficación con el profeta escatológico debió adoptar en seguida la forma del kerigma de la parusía, es decir, que a pesar de la muerte y aparente fracaso de Jesús, el gran héroe del fu­turo reino de Dios, este reino vendrá. He afirmado repetidas veces que la tradición Q, si bien desconoce la resurrección, se adhiere a una cristología del maranatha (I, 374). El exegeta A. Descamps considera esta concepción, es decir, la cristo­logía de la parusía del profeta escatológico, la cristología de aquel que vendrá —cristología anterior al kerigma de la re-

3 P. Schoonenberg, Schillebeeckx en de exegese: «Tijdschrift voor Theologie» 15 (1975) 258; a esta obra se remite también L. Bakker, Het oudtestamentisch tegoed van de christelijke theologie, en Proef en Toets. Theologie ais Experiment (Amersfoort 1977) 86-102, espe­cialmente 90.

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100 Puntos fundamentales de discusión

surrección desde el punto de vista cronológico—, como «el logro de mayor novedad» de mi primer libro sobre Jesús, y le otorga una favorable acogida4.

Completando así más explícitamente mi intención, insu­ficientemente aclarada en mi primera obra sobre Jesús, com­prenderemos la razón por la que considero a Jesús, el profeta escatológico dentro del kerigma de la parusía, como la matriz de todos los títulos cristológicos de soberanía. Es cierto que esta idea no aparece con el debido relieve en mi libro. Sin embargo, ésta era mi intención. Por lo cual, expresándome más exactamente, podría afirmar que la cristología de la pa­rusía es la madre de todo cristianismo: Jesús es «el que ven­drá». Con otras palabras: la madre de todo cristianismo no es la apocalíptica como tal, sino la convicción de fe de que, a pesar de las apariencias en contra, el reino de Dios se acer­ca. Por eso, la petición fundamental del cristianismo es: «Venga a nosotros tu reino». Queda así más clara mi afirma­ción (I, 375) de que los que anunciaron esta cristología de la parusía pudieron y tuvieron que experimentar de modo espontáneo y personal, como explicitación de su propio ke­rigma de parusía, otro kerigma de la resurrección, también antiguo y de distinta procedencia, basado en las «apariciones» (apariciones que vinculo históricamente con el segundo mode­lo de credo, centrado en la figura del bienhechor: I, 393-397): «el que ha de venir» vive ya junto a Dios, dispuesto a inter­ceder por nuestra salvación. La cristología de la parusía del profeta escatológico se desarrolla enteramente bajo el signo del reino de Dios, anunciado por Jesús, y de la función me­diadora de Jesús en esta venida; está, por tanto, menos cen­trada en la persona de Jesús que la cristología explícita de la resurrección, que acentúa el señorío actual de Jesús.

Esta aclaración es ya una primera respuesta a otras obje­ciones que se me han hecho y, en especial, a la que me re­procha haber atribuido al «profeta escatológico» la capacidad

4 «Creemos que esta tesis puede defenderse, y ésa será —al menos para muchos— la aportación más nueva de la lectura de este 'Jesús'» (A. Descamps, Compte rendu: «Revue Théologique de Louvain» 6 [1975] 220).

Jesús, el «profeta escatológico» 101

de aclarar todos los demás títulos cristológicos de soberanía, que no serían sino variantes de lo que ya contiene implícita­mente el concepto de «profeta escatológico» (I, 409-417). Habría que tener presente que, en tiempos de Jesús, las figu­ras escatológicas, proféticas, no eran tenidas en tan escasa consideración como tal vez tendemos a suponer hoy; se trata­ba de algo más que de «grandes profetas». No hay que olvidar que la hipótesis de que ese concepto pueda dar lugar «por sí mismo» a todos los demás títulos de soberanía se apoya en algunos datos bastante fiables. Pero no se puede sostener que su desarrollo haya sido totalmente lineal; por tanto, mi afirmación de que el profeta escatológico es la fuente prin­cipal (I, 446) de todos los títulos de soberanía no está toda­vía suficientemente confirmada, por lo menos fuera del con­texto de su asunción en una cristología de la parusía 5. La pre­gunta crítica es si Marcos combinó dos tradiciones indepen­dientes al vincular a Jesús, el profeta más grande que todos los demás, con Jesús como Hijo de Dios. Lo cierto es que Marcos, precisamente por su consideración escatológica de Jesús, el profeta enviado por Dios, distingue a Jesús Hijo de Dios de los restantes profetas, como sugiere claramente Me 12,1-12 en relación con Me 11,27-33: todos los siervos en­viados son perseguidos y asesinados; entonces, el señor de la viña envió ton éschaton, al último de todos, «a su hijo que­rido» (Me 12,6). ¿Nos encontramos ante dos tradiciones in­dependientes, o pudo deducir Marcos la filiación basándose en el carácter escatológico del profeta Jesús? Es algo que debemos investigar más detenidamente. Sin embargo, dado que la manera totalmente peculiar de invocar a Dios con el nombre de Abba constituye una realidad fundamental e indu­dable en la vida de Jesús, tampoco podrá ponerse en duda la consecuencia obvia de este hecho: Jesús tenía conciencia de ser hijo de ese Padre de un modo peculiar. Aunque el Nuevo Testamento no ofrece ningún pronunciamiento de Je­sús sobre este tema, su modo de hablar sobre su Padre debió

5 Esta es la crítica expresada por H. Berkhof, Over Schillebeeckx' Jezusboek: «Nederlands Theol. Tijdschrift» 29 (1975) 322-331.

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102 Puntos fundamentales de discusión

de revelar a los demás algo de su autocomprensión. En este sentido, la denominación cristiana de Jesús como Hijo de Dios se remonta claramente a la autocomprensión de Jesús, aun­que ello no signifique que Jesús se haya predicado a sí mis­mo como Hijo de Dios. Sobre todo en II , 418-423, he recor­dado las diversas tradiciones en que se habla de Jesús el Hijo. Pero incluso los conocidos títulos de Mesías, Hijo de Dios, Siervo de Dios y similares podían relacionarse fácilmente en aquel tiempo con el concepto de «profeta mosaico escatoló-gico». Tendremos que reconocer, pues, que la cristología pa-lestinense, centrada en la figura del profeta, se ha unido con otras tradiciones cristianas primitivas y con sus títulos de so­beranía que, al menos para nosotros, resultan más relevantes. Se trata, por tanto, de títulos desarrollados no sólo de forma inmanente a partir de la cristología del profeta, aunque tam­poco se puede negar que haya sido así. No hay que olvidar, en efecto, que precisamente el «profeta mosaico» podía estar internamente relacionado con la experiencia del Abba propia de Jesús. Dios habla con su siervo Moisés «boca a boca», «cara a cara» (Ex 33,10-11; Nm 12,8), «como un hombre habla con su amigo» (Ex 33,11), a diferencia de como lo hace con los demás profetas. La naciente concepción de «aquel que vendrá» (identificado terminológicamente con el profeta esca-tológico) se vincula también a esa tradición. La peculiar expe­riencia de Dios es, pues, central en el concepto de «profeta escatológico» mosaico. Este es el motivo de que, en la cuarta parte de mi libro Jesús. La historia de un Viviente, a causa de la idea fundamental de «profeta escatológico», haya toma­do la experiencia de Abba como punto de partida de la siste­matización provisional que allí se ofrece (volveremos sobre el tema).

A mi entender, la comprensión que Jesús tiene de Dios como Padre, junto con su manera de vivir y actuar, fue la fuente que permitió a sus discípulos reconocer en él la mani­festación del profeta escatológico que habrá de juzgar a vivos y muertos.

I I

VALORACIÓN DE LA CRISTOLOGÍA PASCUAL

A diferencia del exegeta A. Descamps, que, aun expre­sando algunas reservas de carácter histórico frente a mi inter­pretación del sepulcro vacío y de las apariciones, ha dicho repetidas veces que con mi interpretación no minimizo en modo alguno la cristología pascual y, por tanto, tampoco la fe cristiana6, otros teólogos, como W. Lóser7 y, en forma más mitigada, W. Kasper8, sostienen que la cristología pas­cual de mi primer libro es, por lo menos, demasiado estrecha y deformada. ¿Qué se dice, en cambio, en mi texto?

Debo admitir, ante todo, que, contra mis propósitos, he podido dar pie, al menos en las dos primeras ediciones en lengua holandesa, a algunos equívocos. Al darme cuenta de ello, disipé esos malentendidos en un artículo, publicado pri­mero en Kultuurleven y luego en Tijdschrift voor Theologie9, y recogido sustancialmente por la tercera edición holandesa. Es un artículo reproducido también, desde la primera edición, en las diversas traducciones, por tanto también en la espa­ñola («Significado salvífico de la resurrección de Jesús», I, 604-609). Se trata, pienso, de la auténtica interpretación de mis intenciones y no de su corrección. Con todo, debo admi­tir que la distinción entre «apariciones» (como expresión de la experiencia pascual) y «relatos evangélicos sobre aparicio-

6 A. Descamps: «Revue Théologique de Louvain» 6 (1975) 212-223, espec. 218, 220, 221. Cf. también A. Descamps, Résurrection de Jésus et «croyable disponible», en Savoir, ¡aire, espérer: les limites de la raison I I (Bruselas 1976) 713-737.

7 W. LSser: «Theologie und Philosophie» 51 (1976) 257-266, es­pecialmente 264-266.

s W. Kasper: «Evangelische Kommentare» 9 (1976) 357-360, espe­cialmente 360, nota.

9 «Kulturleven» 42 (1975) 81-93, y «Tijdschrift voor Theologie» 15 (1975) 1-24, espec. 19-23.

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104 Puntos fundamentales de discusión

nes» no se mantuvo de forma totalmente consecuente en los textos de la primera edición. Por eso algunos han podido pensar que la fe en la resurrección quedaba aislada de lo que en el Nuevo Testamento se entiende por «apariciones». En I, 604-609 queda expresamente eliminado ese malentendido (que mi primera redacción pudo favorecer): es cierto que el kerigma de la resurrección precede a los relatos sobre las «apariciones» de Jesús, pero no puede negarse, por otra par­te, que en el Nuevo Testamento existe un vínculo intrínseco entre resurrección de Jesús y experiencia cristiana de Pascua, expresado en el modelo de las «apariciones». Sigue siendo un misterio para mí cómo algunos críticos alemanes, que dispo­nían únicamente de esta versión (que no corregía, sino más bien explicaba), han podido interpretar mi tesis de modo equivocado. A. Descamps sostiene con razón que la tesis se­gún la cual la tradición de las apariciones sería posterior a la de la fe en la resurrección y que, por tanto, la fe en la resu­rrección sería independiente de las «apariciones» (esto signi­fica para mí: de lo que con ellas se indica) es históricamente insostenible; con otras palabras: es históricamente seguro que la experiencia de la presencia del Resucitado precede crono­lógicamente a la posterior estructuración del kerigma pas­cual 10. Pero ésta es precisamente mi tesis, como pone de ma­nifiesto más claramente el añadido (I, 604-609) que Descamps, a diferencia de algunos críticos alemanes, desconocía cuando formulaba su crítica.

A mi juicio, el problema desemboca en la pregunta: «Ho'w do you know?», es decir, ¿cómo llegaron los primeros cristianos al convencimiento de que Jesús había resucitado y de que no resucitaría sólo al fin de los tiempos? La resurrec­ción en sí, como acontecimiento no empírico de Jesús, y que afecta a Jesús mismo después de su muerte, es transhistórica, pero la je en la resurrección de Jesús es un suceso de nuestra

10 A. Descamps, op. cit., 218. Evidentemente, Descamps tiene ante los ojos no la tercera, sino las dos primeras ediciones holandesas. Pero el mismo autor añade: «La tesis del autor no es incompatible con la fe» (218). Su non liquet (223) sólo se explica teniendo en cuenta el equívoco a que han dado origen las dos primeras ediciones holandesas.

Valoración de la cristología pascual luí

historia y en nuestra historia y, en cuanto tal, fundamental­mente accesible a un análisis de carácter histórico-genétíco. Este análisis es precisamente lo que yo he intentado realizar. Mi tesis con el primer libro sobre Jesús es: cualquiera que sea el valor histórico del «sepulcro vacío» y del acontecimien­to psicológico de las visiones (volveré sobre el tema), la fe en Jesús resucitado, que vive junto a Dios y en medio de nosotros, no puede cimentarse en un sepulcro vacío ni tam­poco en elementos visuales que puedan haber existido en las «apariciones» de Jesús; esto no implica necesariamente la negación de la historicidad del sepulcro vacío ni de las apa­riciones. ¿Cuáles son entonces los factores reconstruíbles, como mediación histórica de la gracia de Jesús resucitado, que condujeron a los discípulos a esta fe? Los descubro en un proceso de conversión, en el que resulta determinante el elemento cognoscitivo. Tras analizar las críticas, no encuentro razón alguna para cambiar de opinión. El Nuevo Testamento muestra un vínculo intrínseco entre la confesión cristiana de la resurrección de Jesús y lo que manifiestan los relatos sobre las apariciones. En otros términos: existe un nexo no con estos relatos como tales, sino con lo que ellos pretenden ex­presar. Es interesante observar, en efecto, que el contenido verbal de las «apariciones», narrado por diversos autores neo-testamentarios, queda coloreado por la cristología y eclesio-logía propias de los evangelistas, y que Pablo, que empleaba la misma terminología clásica (ophthe: se ha mostrado a la vista), no vio nunca a Jesús. Vio únicamente un resplandor y escuchó una voz (por lo demás, en los tres relatos que los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen, esa voz habla, en cada ocasión, de cosas completamente distintas: Hch 9, 22 y 26). Ello basta para indicarnos que no podemos hacer decir a la Escritura lo que ella, en realidad, no quiere decir. De ahí que sea necesario precisar, ante todo, qué es lo que el Nuevo Tes­tamento intenta afirmar en cada caso. Y ello es, sin duda: a) la fe en la resurrección no es una invención humana, sino una gracia debida a la revelación divina en y a través de Jesús mismo (Gal 1,1.16; Mt 16,16-18); b) esta gracia no cae, de improviso, de lo alto, no es arte de magia, sino algo presente

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106 Puntos fundamentales de discusión

y activo en y a través de las realidades y experiencias psíqui­cas de los hombres. Se entienda por aparición lo que se en­tienda, la experiencia de una «aparición» es una realidad psí­quica. Precisamente por eso, sostengo que lo que se entiende por apariciones no es, sin más, puro fruto de una reflexión de los discípulos sobre el Jesús prepascual, aunque tal refle­xión haya desempeñado inevitablemente un importante papel en la génesis histórica de la fe en la resurrección de Jesús. En los relatos de las apariciones, el carácter gratuito de la fe en la resurrección aparece de una manera que podríamos ca­lificar de «vertical»: Jesús mismo da a entender a sus discí­pulos que él es el que vive. ¿Cómo acontece esto? Aquí la investigación del creyente no puede poner barreras a las posi­bilidades de Dios ni tampoco atribuir a los autores bíblicos representaciones simplistas. Es innegable que ha habido ju­díos y cristianos que identificaron la resurrección del cuerpo con la resurrección de un cadáver. Sin duda, se vieron indu­cidos a ello por la aparición del tema del sepulcro vacío, o —suponiendo histórico el hallazgo del sepulcro vacío— por el significado teológico que los evangelistas le atribuyeron (compárese Me 6,10 con 6,29). Pero, en el hallazgo de un sepulcro vacío no puede fundamentarse una fe razonable en la resurrección, aunque el sepulcro vacío sea símbolo gran­dioso de la no presencia de Jesús entre los muertos, de su resurrección (I, 351-353)". No se busca en un cementerio a quien está vivo.

La muerte puso fin a la comunión de vida entre los dis­cípulos y el Jesús histórico. Hay que añadir que, de algún modo, abandonaron a su maestro, es decir, no lo siguieron como es obligación de todo discípulo de Jesús. Algún tiempo después, esos discípulos consternados anuncian que su maes­tro ha resucitado de entre los muertos. Surge en seguida la pregunta: ¿qué sucedió en el período comprendido entre la

11 Me pregunto qué teoría del símbolo tiene W. Kasper si, según él, puede considerarse el sepulcro como un «signo real» para la fe en la resurrección, y, cuando yo expreso lo mismo con el término «símbolo», Kasper lo reduce, de antemano, a «puro símbolo» (op. cit., 359, nota).

Valoración de la cris tolo gía pascual 107

muerte de Jesús y ese anuncio eclesial? La resurrección es un acontecimiento real, realizado por Dios en Jesús, pero, como tal, es un acontecimiento que se realiza más allá de la muer­te; por tanto, los discípulos no pudieron «experimentar» ese acontecimiento metahistórico. A diferencia de ciertos apócri­fos, el Nuevo Testamento renuncia a narrar el acontecimiento de la resurrección.

Quien primero se escandaliza por el prendimiento y muer­te de Jesús y después lo anuncia como el único y universal portador de la salvación ha realizado un cambio, ha tenido una experiencia de conversión. Esto es una realidad histórica­mente verificable. Es necesario aceptar históricamente un pro­ceso de conversión —de la desilusión respecto a Jesús a la metánoia y al reconocimiento de que éste era y es efectiva­mente el «profeta escatológico», aquel que viene, el redentor del mundo, el Cristo, el Hijo del hombre e Hijo de Dios— si se quiere comprender en alguna medida, como hecho histó­rico, el cambio experimentado por los discípulos. Ya el Evan­gelio de Marcos encuentra una conexión entre «negación» y «aparición de Jesús» (Me 14,28 -» 14,29-31 -» 16,7). No se trata sólo de arrepentimiento por haber abandonado a Jesús, puesto que Marcos dice, refiriéndose a Pedro, que lloró amar­gamente antes de que Jesús muriese. Se trata del proceso de conversión por el que llegan a ser cristianos en el pleno sen­tido de la palabra: en esto reside la gracia de la Pascua. En todo el Nuevo Testamento, esta última se encuentra íntima­mente vinculada a la conversión, cuya radiante plenitud se encuentra en el bautismo cristiano: photismos, bautismo como iluminación. En este proceso intervienen muchos factores: el recuerdo del mensaje fundamental de Jesús sobre un Dios misericordioso, atento a las necesidades de la humanidad, y que ama sin condiciones; la sospecha, tenida en otro tiempo, de que debía de ser el profeta escatológico; la reflexión sobre el destino del Siervo de Yahvé y del profeta sufriente, etc. ¿Es posible que Dios se identifique con lo que los hombres rechazan? Este había sido el núcleo del mensaje y de la praxis de Jesús. También la espiritualidad judía, que Jesús confirma e intensifica desde su relación íntima con el Padre, atestigua

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108 Puntos fundamentales de discusión

que la comunión con Dios es más fuerte que la muerte. Todo esto es un proceso de gracia: los discípulos reconocen en Je­sús al Cristo y experimentan su presencia viva en medio de ellos.

Añádase a ello que, en tiempos de Jesús, existían mode­los de relatos de conversión: con frecuencia, la conversión de un pagano al judaismo se exponía según el modelo de las «apariciones», sobre todo de apariciones luminosas. La con­versión es fruto de una iluminación de lo alto. Por último, los discípulos de Jesús (e históricamente parece que Pedro fue el primero) experimentaron en sí mismos una total reno­vación de vida. A través de esta renovación y de la experien­cia de la presencia pneumática de Jesús, los discípulos llegan a entrever lo que Dios ha realizado en Jesús: lo ha rehabili­tado resucitándole de entre los muertos. Verdaderamente Je­sús ha resucitado. La resurrección no puede, por tanto, inter­pretarse únicamente como confirmación del mensaje de Jesús. Según la mentalidad semítica, los mensajes proféticos encuen­tran su confirmación a través de su cumplimiento. La fe en la resurrección, como se nos refiere en el Nuevo Testamento, sólo tiene sentido si se atribuye a Jesús, a su predicación y vida pública un significado fundamental para la venida del reino de Dios, si se le reconoce un espacio que ocupará siem­pre, a pesar del rechazo de sus correligionarios. Por tanto, la fe en la resurrección está esencialmente ligada a la fe en el significado permanente y constitutivo de Jesús para el ad­venimiento del reino de Dios: es aquí donde encuentra su fundamento único y suficiente. Este es el núcleo de la cristo-logia de la parusía.

En las publicaciones protestantes actuales, e incluso, aun­que no con tanta claridad, en algunos escritos católicos, pre­domina la tendencia a identificar la resurrección de Jesús con la renovación de vida y la fe de los discípulos y con lo que ellos predican. En mi libro me distancio decididamente de esta identificación. Pero, antes de acusar de unilateralidad a esta tendencia, es necesario preguntar si no contiene algún núcleo de verdad que otros pasan injustamente por alto. En el pasado no era extraño considerar la resurrección como un

Valoración de la cristología pascual 109

«acontecimiento en sí», desprovisto de toda referencia salví-fica para el hombre. Se trataba de una explicación «objeti-vista» de la resurrección. No podía faltar la reacción frente a ese objetivismo empirista, en virtud del cual se accedía a la resurrección de Jesús fuera del acto de fe y, por tanto, al margen de la experiencia de fe. En los relatos sobre las apari­ciones, Jesús no se «aparece» al mundo o a los incrédulos, sino sólo a los creyentes (cf. Jn 14,19). Se trata de un dato que nos debe hacer reflexionar. Resurrección y fe en la resu­rrección no son una misma cosa, pero tampoco son realidades separables. En mi libro afirmo: «Algunos teólogos parecen suponer que la resurrección y la fe en la resurrección son una misma cosa, es decir, que la resurrección no se realizó en la persona de Jesús, sino exclusivamente en los discípulos cre­yentes. Así, la resurrección sería una expresión simbólica de la nueva vida de los discípulos, si bien en virtud de la ins­piración proveniente del Jesús terreno» (I, 605). Y, a pro­pósito de esta tesis, digo expresamente: «Creo que esta inter­pretación es ajena tanto al Nuevo Testamento como a la gran tradición cristiana. Con ella estoy en pleno desacuerdo (ibíd.). Tras haber leído estas frases, W. Loser se atreve todavía a escribir: «En Schillebeeckx la experiencia pascual es una ex­periencia cuyo 'objeto' son los discípulos mismos y su nuevo estado de conciencia tras la muerte de Jesús» 12, y, según mi exposición, la experiencia pascual «no (sería) la experiencia de una acción creadora de Dios en Jesús crucificado» (ibíd.). Al leer esto, uno se queda perplejo. Mi libro pretende preci­samente subrayar tanto el aspecto objetivo de la fe en la resurrección como el subjetivo; hace así frente a todas las unilateralidades objetivantes y subjetivistas, de forma que resulten inseparables entre sí el «objeto» —la resurrección personal-corpórea de Jesús y su elevación a Dios— y el «su­jeto» —la experiencia de fe que la Escritura expresa en el relato de las apariciones 13—. Sin la experiencia cristiana de

12 W. Loser, op. cit., 265. " Sobre esta conexión esencial ha llamado la atención, sobre todo,

P. Schoonenberg, Wege nach Emmaus. Unser Glaube an die Aufer-stehung Jesu (Graz 1974).

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fe carecemos de toda instancia que nos permita penetrar en la resurrección de Jesús. Pero también es cierto que, sin la resurrección de Jesús, no es posible experiencia alguna cris­tiana de fe pascual. La resurrección de Jesús no significa, por tanto, únicamente que ha sido resucitado de entre los muer­tos por obra de Dios, sino, al mismo tiempo, y de manera igualmente esencial, que Dios le concede en la dimensión de nuestra historia una comunidad o Iglesia. Esto significa tam­bién que ese Jesús elevado al cielo está activamente -presente en medio de nosotros. De ahí procede el significado salvífico de su resurrección. Precisamente al experimentar esta nueva presencia en medio de ellos, los discípulos vivenciaron que Jesús había resucitado. Resurrección es, pues, simultáneamen­te, envío del Espíritu y congregación de los discípulos disper­sos, reunidos ahora en el surgir concreto de una Iglesia, de una fraternidad. Jesús, por obra del Padre, está presente y vivo en medio de los suyos de una forma nueva. En la expe­riencia pascual (la nueva presencia de Jesús y la renovación que ella comporta) se habla de lo que ha sucedido al propio Jesús: de la resurrección.

He querido, por tanto, evitar en mi libro ambos escollos, el del empirismo y el del fideísmo. Resurrección y presencia salvífica de Jesús en medio de los suyos sobre la tierra son una misma y única realidad con diversos aspectos, de suerte que, en la experiencia de la presencia salvífica, se manifiesta la resurrección de Jesús, que se «muestra» a los creyentes. Esta es la estructura que se pone de manifiesto con toda cla­ridad en los relatos sobre las apariciones: «Aquel día cono­ceréis que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros» (Jn 14,20; cf. 14,23b). Para los discípulos, el acon­tecimiento pascual es el bautismo con el Espíritu Santo a través del cordero (el «profeta») que quita los pecados del mundo, mas también el momento en que los discípulos son enviados al mundo para continuar «ayudando a la reconcilia­ción» (las «apariciones» son también, y en su forma actual esencialmente, visiones de misión). Ahora bien, si considero la experiencia pascual como un proceso de conversión, no se puede olvidar el aspecto cognitivo que ello implica, es decir,

Valoración de la cristología pascual 111

la experiencia de la nueva presencia (pneumática) de Jesús resucitado, en la comunidad que vuelve a congregarse. Para mí, se trata del punto esencial de todo este proceso de con­versión.

Me parece claro que el Nuevo Testamento, con el fin de expresar todo este conjunto de experiencias, fruto de la gra­cia de Dios en Jesús resucitado, emplea un modelo de conver­sión que ya existía y que utilizaba el concepto de «aparición». Pero hay que tener en cuenta que los elementos constantes y los estereotipos de un modelo no sólo pertenecen por sí mismos al modelo, sino que pueden también formar parte de los sucesos narrados M. En otros términos: la existencia de

14 A este punto aluden con razón A. Descamps, op. cit., 222 (donde se distingue entre «visiones» como procedimiento literario y como documento histérico-psicológico), y P. Schoonenberg: «Tijdschrift voor Theologie» 15 (1975) 262. Sin embargo, Descamps olvida decir que en los relatos evangélicos sobre las «apariciones» falta por completo la estructura psíquica de lo que bíblicamente se llama visión; aquí no se habla, en efecto, de elementos extáticos ni propiamente visionarios. El Jesús que se aparece es descrito como un Jesús que habla, e incluso come con los suyos, un Jesús presente como lo están Pedro y los demás, aunque algo más «débilmente». No me parece, pues, muy apro­piada la alusión a las visiones bíblicas. La narración evangélica se mueve más en la línea de la aparición del ángel en el libro de Tobías o de los tres extranjeros (tres y, sin embargo, uno) a Abrahán. Más que de una «cristofanía» se trata de una «epifanía» de Cristo. Debo admitir, con todo, que también mi interpretación del elemento visual en el proceso de conversión (que es igualmente cognoscitivo) de los discípulos y, por tanto, como aspecto de redundancia de un aconteci­miento de tipo cognoscitivo y emotivo, se mueve en la dirección de las «visiones». Tampoco esta interpretación respeta, por lo mismo, el específico género literario de los cuatro evangelios. Lo que a mí me interesa es explicar teológicamente al hombre de nuestro tiempo por qué los primeros cristianos eligieron el modelo de las apariciones vete-rotestamentarias de Dios y de los ángeles para expresar su experiencia pascual. Admito, con todo, que éste no tiene por qué ser necesaria­mente un mero modelo y que puede implicar un acontecimiento histó­rico. No obstante, remito al análisis (que entonces desconocía) de J. Lindblom, Geschichte und Offenbarungen (Lund 1968) 66 (cf. tam­bién A. Trobel, Vision im. NT: RGG VI, 1410-1412), del que se deduce que tampoco en el Nuevo Testamento el elemento visual es nunca fuente del kerigma, sino sólo un medio que sirve para recibir

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coincidencias totales, por ejemplo en la literatura intertesta­mentaria, no significa necesariamente que los elementos con­tenidos en el Nuevo Testamento no sean históricos; dichos paralelismos pueden ayudarnos bastante a interpretar el ca­rácter singular de experiencias como la de las apariciones, sepulcro vacío, etc. Teniendo en cuenta la mentalidad del hombre primitivo —y quisiera añadir con Descamps: tenien­do en cuenta los datos de la historia de la salvación «desde el Génesis al Apocalipsis»—, ni siquiera me parece necesario negar los elementos visuales en la experiencia pascual de los primeros cristianos. La gracia pascual se apodera del corazón y de los sentidos, llegando a éstos a través del corazón y el espíritu. Sería un racionalismo unilateral eliminar de este acontecimiento experiencial todo aspecto emocional. La exis­tencia de efectos secundarios o incluso visuales es normal para hombres insertos en la cultura de entonces (el modelo existente nos orienta ya en esta dirección; con otras palabras: también los modelos se forman a partir de determinadas experiencias históricas). Pero no se trata de esas apariciones visuales secundarias; a lo sumo, ellas constituyen un signo emocional de lo que real y sorprendentemente les aconteció: la experiencia de la nueva presencia salvífica de Jesús entre

y articular una revelación. En el Evangelio de Juan, el ver creyente se convierte incluso en una categoría de pura reflexión teológica. En este sentido, también el análisis de Kl. Kienzler, publicado más tarde, Logik der Aujerstehung (Friburgo de Brisgovia 1976), que interpreta las apariciones de Jesús como autotestimonio, representa una notable contribución. ¿Cuál es la lógica particular de nuestro lenguaje sobre la resurrección de Jesús? Para él, se trata de un testimonio performa-tivo. Yo pongo más el acento en el fundamento experiencial de ese testimonio, pero Kienzler se aproxima bastante a lo que pretendo decir. Desde el punto de vista histórico, me parece segura esta afir­mación: poco después de la muerte de Jesús, algunos hombres afirma­ron haberlo visto. Y no hay motivo alguno para dudar de ello. Es justo, en cambio, investigar críticamente qué pretendieron afirmar con ello, ya que «revelación», articulada en términos de «ver», es un dato fundamentalmente bíblico, en el que debe comprobarse siempre, te­niendo en cuenta su correspondiente contexto, qué se entiende por «ver». Es lo único que afirmo (cf. también J. Lindblom, op. cit., 101-104, que yo desconocía cuando escribí mi primer libro sobre Jesús).

Valoración de la cris tolo gía pascual 113

los suyos. Se trata de lo que en esta experiencia se anuncia. Pero la experiencia de la presencia del Señor y, con ella, de la singular experiencia de «conversión» de los discípulos des­pués de la muerte de Jesús, experiencia que les llevó, por medio de la gracia, a convertirse en cristianos, ¿no es por sí misma también un acontecimiento «patético» muy emocional? Si en algún lugar se ha dado una experiencia inefable de lo divino fue precisamente aquí. A esta experiencia se debió que surgieran nuevas comunidades a través de Jesús resucitado, presente entre sus discípulos de nuevo reunidos. Esta nueva congregación de los discípulos, dispersos tras la muerte de Jesús, es fruto de la nueva presencia de Jesús, ahora glori­ficado. El elemento visual de la experiencia pascual asume, como elemento de redundancia, un denso significado cuando se destaca (como hicimos en el capítulo 2, I) el aspecto cog-nitivo del proceso de conversión, implícito en la denomina­ción cristiana o identificación de Jesús. En mi primer libro me interesé por ese aspecto cognitivo del proceso de conver­sión. No sostengo en modo alguno que lo que significa en el Nuevo Testamento «ver a Jesús» sea igual que la conquista de una nueva autocomprensión. El elemento cognitivo, con su redundancia visual, se refiere intencionalmente al Jesús muer­to y resucitado; se abre así camino a una renovación de vida y a una nueva autocomprensión.

Partiendo de esta visión de conjunto, me gustaría analizar ahora algunas críticas referidas a detalles concretos, ya que en un tema tan central cualquier detalle me parece impor­tante. Se trata, sobre todo, de las reflexiones de A. Descamps, el exegeta que con más minuciosidad se ha ocupado de la problemática de fondo de mi primer libro sobre Jesús. Su crítica afecta sólo a algunos aspectos de carácter histórico, pero no a mi tesis de fondo. Más aún: no existe diferencia sustancial alguna entre su exégesis y la mía por lo que se refiere al contenido de los textos sobre las apariciones. Ade­más del elemento visual, Descamps acepta los otros elementos esenciales de la experiencia pascual: el proceso de conver­sión, el recuerdo de la actividad terrena de Jesús, la com­punción por el comportamiento durante la captura y muerte

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de Jesús, la confianza en Dios como un Dios de los hom­bres, la tradición del profeta humillado y exaltado y, final­mente, el papel de Pedro en la congregación de los discípu­los 15. La única diferencia entre nosotros estriba en que Descamps, en su condición de exegeta, concede, histórica­mente, un lugar más preciso que yo al aspecto visual, en el conjunto de lo que yo llamo «proceso de conversión»; pero tampoco él admite en modo alguno que Cristo resucitado «se haya mostrado físicamente» 16 en un signum —ya se trate del sepulcro vacío, de las apariciones o de un proceso (cog­noscitivo) de conversión (mi tesis)—. Esa era también mi intención. Y ése fue el motivo de que prescindiera conscien­temente de posibles elementos visuales contenidos en el pro­ceso de conversión o en la experiencia pascual. Pretendía dis­minuir la considerable importancia dogmática que algunos atribuyen a dicho elemento visual, considerándolo como el fundamento de toda la fe cristiana 17. Ahora caigo en la cuenta de que hubiera sido preferible tratar también de este elemen­to visual, señalando su indudable valor histórico-psicológico, pero también su escaso relieve dogmático. Descamps parece suponer, en forma un tanto apresurada, que, por fortuna, ya no existen creyentes para los que la verificación empírica de un Cristo que se ve físicamente sea la base de la fe cristia­na 1S. Sin embargo, lo que Descamps califica de tesis anticua-

15 A. Descamps, op. cit., 221-222. 16 «En efecto, desde el punto de vista de la fe, 'tumba vacía' y

'apariciones' no son signos que pertenezcan a un orden totalmente dis­tinto de 'experiencia de conversión'. Ninguno de estos signos 'mues­tra' físicamente al resucitado» (Descamps, op. cit., 221).

17 Cuando, tras la publicación de Jesús. La historia de un Viviente, se me preguntó si yo negaba todos los elementos visuales, como acon­tecimiento histórico-psicológico de los hechos que en el Nuevo Testa­mento se denominan «apariciones de Jesús», respondí negativamente, añadiendo, no obstante, que ese elemento visual no puede constituir el fundamento de la fe cristiana en la resurrección. Cf. «De Bazuin» 58 (1975) 18 de marzo, p. 2, y H. Kuitert/E. Schillebeeckx, Jesús van Nazaret en het heil van wereld (Baarn 1975) 51-52. (Se trata de la crónica de un debate televisivo).

18 A continuación del texto ya citado (n. 16), A. Descamps afirma: «A no ser que se suponga —como se ha hecho con frecuencia, pero

Valoración de la cristología pascual 115

da es considerado por algunos panfletos, escritos contra mi libro, como «la norma cristiana» y la ortodoxia desde la que hay que juzgar mi libro.

Con todo, entre Descamps y yo sigue habiendo ciertas diferencias. Para él, el elemento visual es lo que nos ofrecen los textos escriturísticos en una lectura directa, mientras que la hipótesis del proceso (también cognoscitivo) de conversión no es inmediatamente reconocible en dichos textos, aun sien­do una deducción rigurosa y correcta. Desde el punto de vis­ta histórico-literario, le asiste la razón más a él que a mí. Pero, en el plano sistemático, ello no implica diferencia algu­na. E incluso puede detectarse ahí una legítima diferencia en­tre el exegeta y el teólogo sistemático. Yo mismo admito que en el Nuevo Testamento se habla efectivamente de «ver» (visiones, apariciones); sólo un ciego podría negarlo. Concedo también que, a excepción de los relatos sobre la conversión de Pablo, en los evangelios no se encuentra nunca, al hablar de las apariciones a Pedro y a los demás, una terminología de conversión. A pesar de ello, hay textos que nos ofrecen ciertas indicaciones en ese sentido (cf., entre otros, I, 360-363). Por tanto, prefiero no hablar, como lo hace Descamps, sólo de una deducción bien fundada, sino más bien del eco de un acontecimiento originario de conversión que, en el pro­ceso de desarrollo de los relatos de las apariciones, transfor­madas más tarde en auténticas y explícitas apariciones de misión, pasa a un segundo plano. Podemos encontrar una clara analogía con la línea seguida por Hch 9; 22 y 26, don­de, a juicio de algunos exegetas, un proceso de conversión (Hch 9 y 22) se transforma en un acontecimiento casi exclu­sivamente de misión {Hch 26). Admito que estos tres relatos son los que me han orientado —también por lo que se refiere a los relatos sobre las apariciones a Pedro y a los once—

muy raramente en nuestros días— que la visión del resucitado fue, no un acto de fe, sino la percepción experimental de una evidencia, en cuyo caso la resurrección sería no un dogma, sino el fundamento in­discutible de los dogmas» (op. cit., 221). Mi interés se centra precisa­mente en esa tesis a la que se tacha de anticuada, pero que conserva una gran actualidad.

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116 Puntos fundamentales de discusión

hacia las «apariciones» que, en su origen, podrían haber pre­sentado rasgos de conversión más pronunciados que los que encontramos en la redacción bíblica final. Sin duda, desde el punto de vista histórico, podrán acentuarse las cosas de ma­nera distinta de como yo lo he hecho, pero en el plano teo-lógico-sistemático no alcanzo a ver cómo la formulación de mi hipótesis sobre la conversión pueda significar una reducción de la cristología pascual. Por lo demás, en esta hipótesis toda la iniciativa parte del Cristo resucitado; cf. I, 606, donde se afirma expresamente la prioridad lógica y ontológica de la resurrección personal y corporal de Jesús frente a la fe en la resurrección. Pero Descamps, en modo alguno me reprocha semejante reducción.

Además, me llama la atención que, según Descamps, el logro de mi primer libro sobre Jesús estriba en que ahora queda más claro que la idea general de «vida eterna» del crucificado, junto con el convencimiento de que este crucifi­cado volverá pronto «con poder» (la cristología de la parusía del profeta escatológico; cf. Hch 1,6) precede históricamente a la representación más precisa de la resurrección corporal de Jesús 19. Esta era, en efecto, la tesis de mi primer libro. Descamps, sin embargo, añade que esta representación poste­rior se efectuó muy pronto, y ello en virtud de la comproba­ción histórica del sepulcro vacío y de las apariciones. No tengo razón alguna para contradecirle, puesto que, según mi libro, la cristología de la parusía contiene también implícitamente lo que la cristología de la resurrección articula de manera ex­plícita. Al reconstruir mi esquema, Descamps ve la génesis de la fe en la resurrección, descrita por mí en el libro, en los siguientes términos: a) tras la muerte de Jesús se dio la ex­periencia de la conversión, que condujo a ver, en el Jesús muerto, al resucitado; b) sigue la identificación de Jesús con el profeta escatológico humillado y exaltado en la que todavía no se distingue el modo peculiar de vida de Jesús tras su muerte y elevación al cielo; c) vienen luego las cuatro ten­dencias protocristianas de credo (Descamps habla de «cre-

A. Descamps, op. cit., 220.

Valoración de la cristología pascual 117

dos»), de las que sólo la cuarta —la cristología pascual, que también, según mi opinión, sería la más reciente— precisa por primera vez la idea exacta de resurrección; d) sólo más tarde se expresó esta representación en las imágenes de las «apariciones»; e) más tarde aún se convirtió en objeto de los relatos sobre apariciones, tal como nos las refiere el Nuevo Testamento, es decir, anacrónicamente situadas en los días que siguen inmediatamente a la muerte de Jesús y en los posteriores 20. Descamps afirma que este esquema de repre­sentación cuadra perfectamente con la fe cristiana; con otras palabras: está totalmente fuera de lugar hablar de «herejía» u «ortodoxia» en esta interpretación. En cambio, discute la validez histórica de tal reconstrucción y añade que la negación de ciertos aspectos históricos puede influir en la compren­sión cristiana de fe. Admite, sin embargo, que en Pedro, que desempeña el papel más importante en los relatos sobre las apariciones, la fe en el Cristo vivo está subordinada a la fe en una «resurrección física» 21. Niega únicamente que esa re­presentación más precisa sea fruto de un largo proceso, cosa que tampoco yo he afirmado nunca.

Con todo, no me reconozco plenamente en este modo de reconstruir mi libro. Puedo aceptarlo como esquema abstrac­to, prescindiendo, por tanto, de la sucesión cronológica que Descamps inserta22. Descamps olvida, sin embargo, que dicho esquema no es para mí el desarrollo de una comunidad homo­génea del primer cristianismo, sino que parto de comunidades primitivas originariamente diversas, al menos en el sentido de tradiciones del cristianismo primitivo de los distintos rinco-

20 Op. cit., 220-221. 21 «... más acá de la idea precisa de resurrección física» (op. cit.,

221). 22 Sobre todo, si se prescinde de b). Descamps, en su reseña, no

profundiza en mi idea fundamental del «profeta escatológico», quizá porque la comparte. Pero, de algún modo, deforma la imagen, ya que la suposición de que Jesús es el profeta escatológico aparece como «prepascual» en mis dos libros sobre Jesús. Una reconstrucción más exacta de mi pensamiento la ofrece L. Bakker, Het oudtestamentisch tegoed van de christelijke' theologie, en Proef en Toets. Theologie ais Experiment (Amersfoort 1977) 86-102, espec. 89-96.

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118 Puntos fundamentales de discusión

nes de Palestina en los que se movió Jesús. Una crítica ade­cuada tendría que atacar, ante todo, este presupuesto. A este problema he dedicado, además de algunos pronunciamientos ocasionales, un tratamiento específico en mi libro, al hablar de la «experiencia pascual» (cf. sobre la ambigüedad del tér­mino «experiencia pascual», I, 363-367). También la cristo-logia del maranatha es una auténtica experiencia pascual, aun­que carezca de ideas explícitas sobre la resurrección. Admito que la afirmación de que desde el principio existían diversas «comunidades cristianas» y que, por tanto, no se puede par­tir de una única Iglesia madre de Jerusalén, sigue siendo hipotética, al menos por lo que a los orígenes del cristianis­mo se refiere. Me parece, sin embargo, que no puede negarse desde el punto de vista histórico que aquí y allá, en los lu­gares que Jesús frecuentó, se formaron particulares tradicio­nes sobre Jesús. Y esto es lo esencial. Mi manera de com­prender el acontecimiento no excluye, por consiguiente, en modo alguno (más bien lo implica) que en determinadas tra­diciones del cristianismo primitivo la fe en la resurrección de Jesús haya sido el punto de partida de todo el proceso a , mientras en otras tradiciones la fe en «el que ha de venir» estaba en el origen de los ulteriores desarrollos, de forma que aquí la resurrección no era inicialmente objeto de predica­ción. En esta cristología del maranatha, la resurrección se pre­suponía implícitamente, pero no explícitamente, como algunos, sin motivo, parecen suponer. Esta es la razón de que algunos defensores de una cristología de la parusía, al entrar en con­tacto con otras tradiciones explícitas de resurrección, creyeron poder reconocer en ellas espontáneamente la propia concep­ción de fe. Pero esta influencia recíproca entre diversas tradi­ciones constituyó también el presupuesto para que la resu­rrección fuese considerada objeto de predicación (I, 367). Ha­blo, pues, de una «experiencia pascual» común a todas las tradiciones del cristianismo primitivo, pero niego que el ele-

23 Esta idea se expresa —a mi juicio, de modo excesivamente siste­mático— en un estudio publicado cuando mi libro sobre Jesús se encontraba ya en prensa: G. Schille, Osterglaube (Stuttgart 1973).

Valoración de la cristología pascual 119

mentó de articulación o interpretación fuese el mismo en to­das las tradiciones originarias. Así, por ejemplo, en el ámbito judío e intertestamentario, la resurrección corporal era tan sólo una posible representación de la llegada a Dios de un profeta torturado hasta la muerte (I, 482-488). Por tanto, lo que Descamps considera en mi libro como un desarrollo cro­nológico dentro de una comunidad cristiana única, yo lo veo más bien como la convergencia de diversas tradiciones origi­narias que, con frecuencia, apenas se dejan reconstruir crono­lógicamente. Y de este modo, lo que para una tradición re­sultaba un añadido, para otra era un dato más antiguo. Una reconstrucción precisa de la cronología es a menudo imposible y, la mayoría de las veces, permanece en un estadio casi hipo­tético. Es lo que ya, a nivel de principio, enuncié en mi libro, al enfrentarme con el problema de las ipsissima verba et jacta Jesu; pues lo que en un determinado texto (por ejemplo, en Marcos) es secundario o redaccional, en otras tradiciones puede ser «auténtico de Jesús» (1,74).

Nos quedaría todavía, respecto a la cristología pascual, un tema que hasta ahora no ha sido profundizado lo suficien­te, al menos de forma explícita: el significado histórico real del «sepulcro vacío».

También el exegeta (o el teólogo que profundiza en este punto más que los demás exegetas) A. Descamps afirma con razón: «un cadáver desaparecido no es aún un cuerpo resu­citado» 24 (adviértase en todo caso que tal expresión, sin ir acompañada de una mención de la persona física, es un dua­lismo insoportable). Con otros términos, a los que yo mismo he recurrido en mi libro: el sepulcro, que históricamente fue encontrado vacío, no podrá nunca constituir el fundamento de la fe cristiana en la resurrección. En el problema neotesta-mentario del sepulcro vacío no se trata, pues, directamente de cosas de fe, sino más bien de lo que real e históricamente sucedió en el sepulcro de Jesús. Yo mismo, en oposición a una determinada tendencia de la exégesis, afirmo en mi libro que la tradición del sepulcro debe ser muy antigua (I, 305,

24 A. Descamps, op. cit., 218.

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120 Puntos fundamentales de discusión

n. 32). No debiera negarse con excesiva precipitación la im­portancia neotestamentaria de esta declaración. Es verdad que, para mí, un sepulcro vacío no constituye, desde el punto de vista filosófico, ninguna prueba de la resurrección; esto desempeña un cierto papel en la manera de comprender el Nuevo Testamento. Pero no se trata de un factor determi­nante, aunque orienta la búsqueda y la interpretación. No podrá objetarse nada en contra mientras esa precomprensión no nos lleve a proceder arbitrariamente con los datos del texto bíblico.

Tras larga indecisión opté, en mi primer libro sobre Je­sús (cf. I, 305, n. 30), por una conocida exégesis: la de una leyenda cultual (peregrinos que vienen a visitar la tumba del «héroe» venerado; la Antigüedad nos ofrece gran número de ejemplos en este campo). Pero sólo lo hice después de pro­longada vacilación, ya que el material aducido por algunos exegetas modernos me pareció insuficiente y demasiado tardío (en todo caso, no quiero excluir del todo esta hipótesis). En mi interpretación ha desempeñado sin duda un papel el con­vencimiento teológico-filosófico de que la pregunta por el sepulcro vacío a no tiene importancia teológica. Pero concluir de esta carencia de importancia para nosotros que el tema del sepulcro tampoco tuvo importancia para los primeros cris­tianos, me parece irresponsable. La antigüedad y persistencia del tema del sepulcro muestran su importancia para los pri' meros cristianos. Por esta razón, en mi primer libro analicé qué clase de importancia habría podido tener un sepulcro vacío en aquel tiempo. Y encontré dos elementos: a) una determinada tradición judaica, que vinculaba con toda natu­ralidad, apoyándose en razones antropológicas, la resurrec-

25 Sigue en pie, con todo, el problema histórico de si Jesús pudo ser sepultado en un sepulcro individual. Esto no sucedía generalmente en las crucifixiones practicadas por los romanos, pero parece que se dieron excepciones. La iniciativa de José de Arimatea, que pide a Pila-to el cadáver de Jesús y —según la tradición sinóptica de Me 15, 43-45; Mt 27,58; Le 23,50-56, al igual que la de Juan, Jn 19,38— lo consigue, posee ciertas garantías de historicidad, a pesar de que este relato posee paralelos en aquel tiempo.

Valoración de la cristología pascual 121

ción corporal o ascensión a Dios con la «desaparición del cadáver»; b) la posibilidad de una leyenda cultual en torno a un sepulcro, como hipótesis plausible, pero (en el caso de Jesús) con poco fundamento real; en cambio, tal vez podrían encontrarse otras explicaciones con una base más sólida, aun­que, históricamente, no estemos aún en condiciones de for­mularlas.

Mientras tanto, ha aparecido un estudio de John E. Alsup que arroja un poco de luz sobre el tema, pero que deja to­davía abierta la discusión exegética M. El autor nos ofrece una explicación del texto, sin necesidad de remitirse a una leyen­da cultual. Esto me parece una gran ventaja, dado el carácter peculiar de los textos neotestamentarios. Gracias a su análi­sis, se ve todavía con más claridad que el motivo del sepul­cro es muy antiguo, pero se infiere también —y ésta es la novedad— que, al principio, no desempeñaba función algu­na dentro de un contexto de resurrección. Al contrario, el sepulcro vacío provocó únicamente efectos negativos; no con­dujo a la esperanza triunfante en la resurrección, sino a la perplejidad y a la tristeza. En su trabajo, Alsup ha identi­ficado tres estratos presentes en el tema neotestamentario del sepulcro. Ciertas partes del texto de Juan (Jn 20,1-2 y 20, 11-13) nos transmiten, con toda probabilidad, la forma más antigua del motivo del sepulcro (esto coincide con mis afir­maciones en el segundo libro sobre Jesús, donde constato que, en lo referente a los últimos días que Jesús pasó en Je-rusalén, el Evangelio de Juan contiene elementos históricos más fiables que los sinópticos). En su forma más antigua, este motivo se vincula tan sólo a María Magdalena y quizá a otras mujeres. La forma sinóptica del mismo relato la en­contramos en Me 16,1-6, donde se ha añadido reflexión teo­lógica. Y, finalmente, contamos con el relato del sepulcro centrado en la figura de Pedro (Jn 20,3-10 y Le 24,12). Alsup sostiene que el dato más antiguo de la tradición es el del motivo del sepulcro desprovisto de ángeles, y que el ha-

26 John E. Alsup, The'post-Resurrection Appearance Stories of the Gospel Tradition (Stuttgart 1975).

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122 Puntos fundamentales de discusión

Uazgo del sepulcro vacío no provocó la fe en la resurrección, sino únicamente miedo. Desde el punto de vista histórico, ésta parece ser la primera «experiencia del sepulcro». Esta antigua tradición fue integrada posteriormente en algunas tra­diciones de apariciones, es decir, por medio de las apariciones de Jesús, y no de un ángel o joven que se aparece a las mu­jeres (Mt 28,9-10). Lucas conoce ambas tradiciones, pero las deja coexistir. Habremos de concluir, pues, que la tradición de las apariciones es históricamente independiente de la tradi­ción del sepulcro y de la tradición del kerigma pascual27. Di­cho de otro modo: según el análisis de Alsup, no podrá ne­garse, desde el punto de vista histórico, el hallazgo de un se­pulcro vacío, algo sobre lo que también insiste Descamps M; pero también resulta históricamente evidente que este hecho no tuvo una importancia decisiva para el nacimiento de la fe en la resurrección. El hallazgo del sepulcro vacío adquirió esa importancia sólo porque quedó integrado en otras tradi­ciones del cristianismo primitivo. Este análisis deja muchos problemas sin resolver, pero nos hace ver que un dato his^ tórico, que para nosotros carece de importancia teológica, al integrarse en otras tradiciones puede haber tenido un signi­ficado muy especial para los hombres de aquel tiempo. Aun­que la primera reacción fuera de miedo y desorientación, se puede afirmar con Descamps s que ello provocó un primer shock que, si bien no condujo a la fe en la resurrección, se relacionó con tradiciones de apariciones independientes en su origen (es el punto que destaca Alsup), y que podían servir, en aquella época, como apoyo simbólico de la fe en la resu­rrección, sobre todo para ciertos judíos que relacionaban la resurrección corporal con el destino mismo del cadáver. Se­gún otra tradición judía, al final de los tiempos o en la resu­rrección universal, el nuevo cuerpo celeste que desciende del cielo es el don de gracia de los santos 30.

27 J. Alsup, op. cit., 147. 28 A. Descamps, op. cit., 217-218. 29 A. Descamps, op. cit., 218. 30 Las observaciones de Descamps (op. cit., 218) ponen de manifies­

to que descuidé demasiado el relato de Marcos sobre la sepultura de

Valoración de la cristología pascual 123

Una última observación, para precisar mejor la respuesta que debo a la cordial crítica que Descamps ha hecho de la parte exegética de mi primer libro. Tiene palabras de elogio incluso para mi exégesis en detalle, pero sostiene que está demasiado orientada hacia una sistematización teológica pos­terior; en otros términos: que se trata de una «exégesis com­prometida» 31, o más aún, de una exégesis al servicio de una cristología preconcebida32, que lleva al teólogo, «que con toda razón no quiere someterse al magisterio del exegeta», a so­meter la exégesis al magisterio del teólogo. Quisiera respon­der ante todo que, en todo caso, esto está en contradicción con mi declaración programática de principio. Descamps exige del exegeta que se lance a la búsqueda: «sans savoir exacte-ment oü il aboutira». Pues bien, he dicho expresamente que en el plano exegético intento lanzarme a la búsqueda «sin saber adonde me conducirá» (I , 28), es decir, haciendo exactamente lo que Descamps exige de una exégesis honrada. Es verdad que, a pesar de esas solemnes declaraciones de principio, puedo haber actuado de manera inconsecuente. Pero entonces, el onus probandi incumbe a quien me acusa. En realidad, no podía seguir los esquemas de una cristología preconcebida, es decir, de la cristología de la parusía del pro­feta escatológico (punto de partida de mi primer libro), por­que ésta sólo la tuve clara al final de la obra, y aun entonces con cierta vaguedad, como muestra el libro. Pero cuando tuve claro el resultado, inserté en la redacción final algunos com­plementos a las partes anteriores, como preludio a la con­clusión, para dar al libro una mejor estructura interna. Esto es legítimo en toda redacción final, ya que el ordo exposi-tionis se distingue del ordo inventionis. Tales reproches ge-Jesús (Me 15,38-47); pero, también según este exegeta, nos encontra­mos aquí frente a muchos elementos hipotéticos (op. cit., 218). A mi juicio, el problema histórico del tema del sepulcro vacío no ha sido suficientemente aclarado desde el punto de vista exegético, aunque cualquier otra aclaración habrá de partir del relato, históricamente muy antiguo, de esta tradición neotestamentaria.

31 A. Descamps, op. cit., 215-216. 32 Op. cit.

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124 Puntos fundamentales de discusión

néricos apenas contribuyen a una clarificación objetiva. Añá­dase a ello que Descamps olvida un dato fundamental, que aclaré explícitamente en I, 29-33; allí distingo entre una exégesis crítico-literaria y una exégesis «teológica», que (uti­lizando el método crítico literario, científico) se consagra a la búsqueda de las manifestaciones salvíficas de Dios (I, 31-33; cf. todo el contexto). No digo que Descamps, como creyente, no haga en definitiva lo mismo, pero entonces vale también para él la pregunta crítica que me dirige y que un crítico, a su vez, le plantea a él: «Descamps mismo depende también de presupuestos filosóficos y dogmáticos» M. Por eso quisiera añadir —por lo que respecta al llamado magisterium exegético y teológico— que la «exégesis teológica», aun cuando depende de una honrada exégesis de tipo científico-literario, rechaza cualquier tutela de la ciencia como respuesta última. La cien­cia como tal desconoce la categoría de un obrar salvífico de Dios en nuestra historia; únicamente puede constatar el he­cho y la forma en que los hombres hablan de Dios y hasta qué punto ese lenguaje está condicionado por la propia cul­tura. Sin ánimo de reducir á priori, desde el punto de vista humano, las posibilidades de Dios, una exégesis teológica actual podrá, por tanto, llegar a distintas conclusiones de aquellas a las que llega quien analiza los mismos textos lite­rarios partiendo de otro punto de vista teológico frente a las manifestaciones de Dios, aunque ambos habrán de reco­nocer lo que de hecho digan los textos y la manera en que hablan de Dios. En una exégesis teológica moderna desempe­ñan, por tanto, un papel particular, como ocurre en todas las épocas —¿cómo sería posible de otro modo?—, las concep­ciones teológicas propias del momento. Pero esto, a mi enten­der, es sustancialmente distinto de la manera como los ma­nuales de teología utilizan la exégesis; únicamente se sirven de ella para «ilustrar» una cristología preestablecida. Rechazo, por tanto, decididamente la observación incidental de Des­camps, cuando afirma que mi exégesis estaría al servicio de una cristología establecida de antemano, y puedo asegurar

B. Lauret, op. cit.: RSPT 61 (1977) 601.

Valoración de la cristología pascual 125

que precisamente este procedimiento abierto del análisis de los textos originarios del cristianismo me conduce a la for­mulación de una síntesis cristológica, cuyos perfiles no alcan­zo todavía a definir por completo; es difícil, por tanto, que tal síntesis haya podido ser el presupuesto de mi exégesis.

Quisiera ahora desplazar la atención de la crítica de los exegetas, más bien positiva, a la que los teólogos dedican a esta parte central de mi primer libro. Me refiero, sobre todo, a W. Kasper y W. Loser. Este último, en especial, sostiene que doy preferencia a la tradición Q y a la tradición pre-marcana para poder relativizar luego el kerigma pascual (cf. todo lo dicho anteriormente). Esta interpretación no en­cuentra apoyo alguno en mi libro, aunque sí en los de suyo legítimos temores y preocupaciones de estos críticos, que pa­recen ver por todas partes cristianos que niegan la resurrec­ción de Jesús e intentan seguir junto a él sólo por el sendero «moralizante», es decir, el de la crítica social34. Sólo después de algún tiempo llegué a comprender cómo había sido posi­ble que teólogos de la talla de Loser y Kasper hubieran inter­pretado torcidamente mi libro: lo habían leído bajo el im­pacto de la polémica desencadenada por R. Pesch, a finales de 1973, en la revista de Tubinga «Theologische Quartal-schrift» 35. Tanto Kasper como Loser remiten a esta publica­ción 36. A ninguno de los dos se le ocurrió que yo no podía conocer aún esas aportaciones (y, por tanto, no podía citarlas, hecho que Kasper califica de «sorprendente»), ya que por entonces mi primer libro estaba ya en prensa. La polémica de Tubinga no ha ejercido, pues, influjo alguno sobre mi prime­ra obra sobre Jesús; sin embargo, ambos críticos leen mi

34 W. Loser coloca mi presunta reducción del kerigma pascual di­rectamente en relación con la «moralización de la fe» (op. cit., 264) y con la frase: «El hombre que actúa tendrá ahora que descubrir la sal­vación, que le ayuda en sus dificultades, en la misma ortopraxis» (op. cit., 264). Si nos atenemos tanto al primero como al segundo libro, esta interpretación raya en lo increíble. ¿Un pluralismo de te­mores? Además, la ortopraxis se identifica aquí con toda claridad con la frase «por tanto, sin la gracia».

35 «Tübinger Theologische Quartalschrift» 153 (1973) 201-228. 36 W. Kasper, op. cit., 359; W. Loser, op. cit., 266.

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126 Puntos fundamentales de discusión

libro influidos por tal polémica. Esto los incapacita para en­tender lo que escribo y, por tanto, para captar las diferencias esenciales que existen entre R. Pesch y yo. Me acusan de reducir la fe en la resurrección a una simple interpretación del Jesús prepascual. Es verdad que no niego —algo que tam­bién Descamps admite— que en el origen de la fe en la re­surrección este dato haya desempeñado un papel importante; incluso insisto mucho en ello. Pero también he afirmado que eso es absolutamente insuficiente: después de la muerte de Jesús tienen que haber existido nuevas experiencias, incluso un nuevo ofrecimiento de salvación, para poder fundamen­tar cristianamente la cristología de la parusía y la pascual (I, 604s). ¿Cómo se compagina todo esto con las acusaciones de W. Lóser y W. Kasper? 37 Sólo puedo entenderlo pen­sando en el miedo, no del todo ilegítimo, con que se lee mi. libro y en el influjo que tendencias ajenas a él han ejercido38. Ya había expuesto, además, cómo el concepto neotestamen-tario de euangelion incluye tanto la nanatio de la obra que Jesús realizó en vida como el kerigma eclesial de Pascua (I, 97-103, y espec. 100). ¿Por qué un crítico ha de suponer que el autor se aparta constantemente de lo que él mismo estableció como principio fundamental, a no ser que pueda acusarle de incongruencias?

Pero existe otro equívoco. No se puede identificar la «cristología pascual» con la paulina. En muchos pasajes, Pa­blo se opone a una cristología pascual ajena a la suya: la de

37 Prosiguiendo sus reflexiones, Kasper admite que «se trata más bien de un acontecimiento nuevo y distinto del de su pasión y muer­te, de un acontecimiento que fundamenta un modo de existir comple­tamente nuevo, en virtud del cual Jesús, definitivamente unido a Dios, se encuentra de manera nueva entre nosotros» (op. cit., 359 B). Pero evidentemente eso no influye para nada en su valoración negativa.

38 No quiero, en absoluto, negar aquí la fecundidad de tesis como las de Pesch para nuestro problema. A mi entender, si se comprenden en forma crítica, constituyen un componente esencial de lo que llamo en mi libro experiencia pascual. Yo mismo insisto en que la inter­pretación de la obra realizada por el Jesús terreno es un elemento esencial de la experiencia pascual (I, 363-365), pero acentúo también que dicha experiencia es más amplia.

Valoración de la cristología pascual 127

aquellos cristianos que creían que con la resurrección de Je­sús también ellos habían resucitado, y que nada quedaba por esperar en el plano escatológico (1 Cor 15,12; el propio Pablo tendría dificultades con Ef 2,6 y Col 1,13) (I, 401-407; cf. II , 183-185). Y estas cristologías pascuales, atacadas por Pablo, no son rebrotes tardíos, sino una corriente con la que Pablo tuvo que enfrentarse muy pronto. Precisamente el con­texto completo de 1 Cor 15, donde Pablo asume el kerigma prepaulino de la resurrección, revela que Pablo convierte dicho kerigma en parte integrante de la más antigua cristolo­gía de la parusía (1 Cor 15,12-19; 15,20-28 y, sobre todo, 15,23). Más aún: Pablo es el único que, en el Nuevo Tes­tamento, se atreve a decir que, en último término, Jesús mismo devolverá su reinado a Dios Padre (1 Cor 15,24-25; pero esto no tiene consecuencia alguna para nuestra historia terrena desde el punto de vista de la salvación cristiana, ya que la entrega del reinado de Jesús es un acontecimiento de los últimos tiempos y, por tanto, no implica una reducción del significado intrahistórico de Jesús). En mi libro defiendo la tesis de que no son realmente canónicas ni la tradición Q, es decir, una cristología que probablemente no conoce la cristología de la resurrección, sino sólo una cristología de pa­rusía, basada en el mensaje y praxis vital de Jesús, ni una cristología pascual, interpretada en el sentido de que el men­saje profético de Jesús, sus milagros y praxis, no tendrían ningún significado dogmático (I, 404; cf. I, 601-604). El auténtico canon abarca muchas corrientes del primer cristia­nismo, que he resumido en cuatro tendencias de credo; y en dichas corrientes resultan esenciales tanto el mensaje, los logia, milagros y praxis de Jesús, como su muerte y la expe­riencia que tuvo, después de ella, la comunidad (y que tema-tizó en la cristología' de la parusía y de Pascua). Un mensaje y una praxis de Jesús, desgajados de la cristología de la paru­sía o de Pascua, son el exponente de una utopía desesperada, sin perspectiva alguna de esperanza {así lo afirmo en I, 603, y II , 826). Pero también es cierto que una cristología pas­cual, desvinculada de este mensaje y praxis, se convierte en un mito (I, 603s; I, 404; cf. I, 45, y I, 372ss). El canon

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128 Puntos fundamentales de discusión

bíblico se ha propuesto una síntesis, y ésta es la norma de toda teología cristiana. No se trata, en modo alguno, de pre­ferir a «Jesús de Nazaret» en lugar del «Cristo pascual». Esto sería una contraposición ajena a mi pensamiento. Se trata más bien del hecho histórico de que la «cristología pas­cual» fue aplicada a Jesús de Nazaret, es decir, a este hom­bre concreto, con su mensaje, su praxis de vida y su muerte, y no a un señor X. Debido precisamente a que la cristología pascual se separó del mundo concreto en el que surgió ese credo (es decir, la obra de Jesús y la expectativa veterotesta-mentaria del reino de Dios, con la necesaria mediación de las figuras escatológicas), ha sido posible neutralizar, en el trans­curso de los siglos, la fuerza crítica del cristianismo y con­vertirlo en aliado de los «poderes de este mundo». A este peligro sí que hago referencia explícita. Pero no logro des­cubrir dónde se encuentra en mi libro una reducción del mis­terio pascual39, cuando precisamente mi intención es vincular la cristología pascual con lo que Jesús histórica y realmente fue, dijo e hizo.

Kasper y Loser propugnan, en definitiva (el primero en franca oposición a lo que ha escrito en otras publicaciones), una cristología pascual formal, más bultmaniana incluso de lo que ellos quisieran. Pero una cristología pascual formali­zada, tanto si es religiosa como política, es ajena al Nuevo Testamento.

Así W. Loser, op. cit., 264.

III

PROLEGÓMENOS PARA UNA CRISTOLOGÍA

1. Equívocos sobre los enunciados de fe de «primero» y «segundo orden»

Algunos críticos han puesto objeciones a esta terminolo­gía (I, 511-516)*. Quisiera decir, ante todo, que semejante distinción nada tiene que ver con la triple distinción que he hecho en otro lugar entre historia fáctica, coyuntural y es­tructural (I, 542-549). Ya anteriormente, en el epígrafe «ex­periencia e interpretación», he aclarado el contexto en el que debe entenderse esa distinción lingüística. En algunos ha producido equivocadamente la impresión de que los enuncia­dos de «segundo orden» equivaldrían, en un juicio de valor, a enunciados menos importantes. Pero esta interpretación es la que intentaba evitar expresamente cuando afirmaba: «no nos referimos con ello a proposiciones de fe de 'segundo rango'» (I, 515). Y, a pesar de ello, se ha interpretado, pour le besoin de la cause, de distinta manera. Por este motivo, en mi segundo libro sobre Jesús he evitado la terminología adoptada en el primero, al tratar de profundizar con más detalle en el tema «experiencia e interpretación» (II, 21-71). Las conclusiones que, sobre todo W. Loser y W. Kasper, extraen de dicha terminología no encuentran en mi libro la mínima fundamentación. Su falsa interpretación depende, pues, esencialmente de su equivocado modo de entender lo que yo llamo cristología pascual (cf. anteriormente). De he­cho, si ésta es tan sólo una interpretación creyente de la obra

40 Especialmente W. Loser, op. cit., 263; W. Kasper, op. cit., 358 B, y en menor medida, A. Weiser: «Lebendiges Zeugnis» 31 (1976) 73-85, espec. 82s; W. Breuning: «Theologische Revue» 73 (1977) 89-95, espec. 91-92; y L. Renwart: «Nouvelle Revue Théolo-gique» 109 (1977) 224-229.

9

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130 Puntos fundamentales de discusión

realizada por Jesús durante su vida41 y no se funda en expe­riencias peculiares y nuevas, realizadas después de su muerte (a saber, en la experiencia de fe de la presencia del Jesús resucitado, en la comunidad, como núcleo cognoscitivo de lo que llamo experiencia pascual como proceso de conversión), entonces todos los enunciados de fe que califico «de segundo orden» son también inferiores en valor. Pero, en mi libro, la experiencia de la presencia gloriosa de Jesús en la comuni­dad tiene una estructura propia, que no coincide con la es­tructura de la interpretación creyente de la obra realizada por Jesús en vida (cf. más arriba). Por otra parte, tampoco nos resulta comprensible esa peculiaridad si se desconecta del re­cuerdo que los discípulos tuvieron e interpretaron del Jesús prepascual. A pesar de la específica estructura de la expe­riencia pascual, ésta no puede ser considerada como una se­gunda fuente, adecuada y distinta, de la aproximación cre­yente a Jesús, como si la narratio de la obra terrena de Jesús y la experiencia pascual constituyesen una doble fuente del conocimiento creyente. Precisamente ahí me parece que radi­ca el núcleo de verdad de la tesis defendida por R. Pesch en la «discusión de Tubinga», publicada después de mi primer libro. Núcleo que, por tanto, debe ser aceptado. Una sepa­ración estricta de lo prepascual y lo pospascual nos llevaría a la cristología kerigmática «formal» que yo combato y en la que la narratio o el recuerdo de la obra profética realizada por Jesús durante su vida queda casi relegada a un segundo plano y no parece.tan importante. Debido precisamente a la peculiaridad y, al mismo tiempo, a la íntima trabazón entre las llamadas «dos fuentes» del conocimiento creyente sobre Jesús o, en otros términos, a causa de la singular estructura de la fe en el Jesús terreno, predicado como el Jesús que viene, pero ya resucitado y glorificado, el empleo de la ter­minología analítico-lingüística de enunciados de «primero» y «segundo» orden puede originar malentendidos, al menos

Así W. Kasper: «La verdadera experiencia pascual consiste en el conocimiento y aceptación de toda la vida de Jesús como revelación de Dios» (op. cit., 359). Para mí es éste, sin duda, un aspecto esencial de la experiencia pascual, pero no el único.

Prolegómenos para una cristología 131

cuando no se tiene en cuenta la peculiar estructura de la fe. Pero en el capítulo en que utilizo esta terminología (I, 511-516), parto de la «identificación de la persona de Jesús» (I, 515), que implica ya, por tanto, la experiencia de Pascua. A este respecto, sostengo que la identificación de una per­sona «puede ser intensificada» (I, 515) y que «en esta se­gunda reflexión no aparecen propiamente conocimientos com­pletamente nuevos» (ibíd.). Sólo después de estas precisiones hablo de la distinción entre enunciados de «primero» y «se­gundo orden». Con otras palabras: los enunciados pascuales básicos —desde el punto de vista histórico-genético la cris­tología de la parusía, a la que sigue poco después el kerigma de la resurrección— pertenecen, a mi entender, al ámbito de los enunciados de «primer orden». Además, todo el análisis de la muerte y resurrección de Jesús precede, en mi libro, al capítulo en que hablo de una teología de «segundo grado» (I, 511). Cualquier enunciado esporádico, y muchas veces sintético, sobre un tema determinado debe interpretarse a la luz de los enunciados fundamentales sobre dicho tema. Por eso, en mi libro se entiende claramente por «teología de Je­sús», como fundamento de una cristología, el reconocimiento de la venida del reino de Dios en las palabras y obras de Jesús, tal como llegó a concienciarse explícitamente en y a través de la experiencia pascual. Hablo, en cambio, de cris­tología, en el sentido de «teología de segundo grado», cuando la atención por el reino de Dios gira en torno a la persona misma de Jesucristo, y cuando el mediador histórico del reino de Dios es identificado con el Hijo preexistente que trae la salvación de Dios a la tierra.

En mis libros sobre Jesús intento expresar que la sote-riología —reino de Dios como salvación para los hombres, el núcleo de la predicación de Jesús— precede a la cristología por lo que se refiere a la forma como surge el conocimiento cristológico. También la específica experiencia pascual es un acontecimiento de carácter soteriológico 42. Sólo entonces ad-

42 Evidentemente, W. Kasper entiende lo que yo denomino «teo­logía de Jesús de Nazaret» (I, 514) en un sentido que excluye equi-

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132 Puntos fundamentales de discusión

quiere la pregunta «¿quién es éste, capaz de hacer seme­jantes cosas?» su pleno significado. Con otras palabras: la explícita «religión del quién» sigue a la «religión del qué», utilizando una moderna distinción judía, aunque ya desde los comienzos la «cristología del quién» estaba implícitamente contenida en la «cristología del qué». Desde este punto de vista, la pregunta soteriológica por la cristología es una pre­gunta de «segundo orden», ya que presupone un primer acontecimiento, la experiencia salvífica con Jesús. Pero pre­cisamente esta pregunta revela que la identidad personal de Jesús es el fundamento de su obra redentora, no ya en el orden del conocimiento, sino en el de la realidad; de este modo, la «cristología» precede a la soteriología. En este con­texto, no logro entender cómo Kasper me pregunta precisa­mente a mí si es posible una cristología que no sea al mismo tiempo soteriología43. Mis dos libros muestran que se trata de dos dimensiones inseparables. Mi intención es construir una cristología que parte de la soteriología y se mantiene dentro de ella **. En la tercera parte de mi anunciada trilogía,

vocadamente de este concepto el peculiar elemento soteriológico de la experiencia pascual.

43 W. Kasper., op. cit., 360. Es interesante señalar que W. Dan-tine, Tendenzwende oder adaptative Beharrung? Gedanken zur ge-genwartigen katholischen Christologie: «Materialdienst des Konfes*-sionskundlichen Instituís Bensheim» 26 (1975) 108-113, afirma que yo sitúo la soteriología en el centro y, partiendo de ahí, intento llegar a una cristología. Lo cual se opone radicalmente a la interpretación que Kasper ha dado de mi libro.

44 R. Michels confiesa que tuvo bastante dificultad en entender la verdadera intención de mi libro, pero que, tras la lectura del segundo sobre Cristo, ha comprendido que en las dos obras aflora una sote­riología con la mirada puesta en una cristología («De Standaard» del 23-XII-1977). Se trata de una intuición muy lograda. Estas dificul­tades que surgen al leer mi texto demuestran que mi investigación no parte de una idea preconcebida, sino que estuvo siempre «abierta», atenta al resultado final. Cuando el trabajo se encontraba ya en fase avanzada e iban aclarándose las perspectivas, reorganicé el material en la redacción final. Pero ésta no puede hacer olvidar al lector el ordo inventionis, en el que también para mí quedaban —obviamen­te— muchos puntos oscuros. Pueden detectarse algunas huellas de esa oscuridad incluso en la redacción definitiva. Me parece, por consi-

Prolegómenos para una cristología 133

que estudiará el tema de la experiencia de la salvación de Dios en Jesús, mostraré que el vínculo intrínseco entre sote­riología y cristología es de carácter pneumatológico. Pero, incluso sin ese tercer volumen, mis dos libros son ya sufi­cientes para demostrar que el juicio según el cual en mi primer libro se aprecia la tendencia a derivar en «una futura jesuología con intenciones ortopráxicas» 4S, es una caricatura. En Jesús el Cristo, Kasper nos presenta una cristología que incluye, desde el principio, una tematización completa del dogma. En cambio, mis dos libros pretenden «conducir» a los fieles a una cristología. Ambas perspectivas son legítimas. Pero no se puede absolutizar la propia perspectiva como la única posibilidad teológica válida, despreciando por completo las demás. Ciertamente, lo mejor que pueden hacer los teó­logos no es contribuir también ellos a polarizar los frentes, dando la impresión de que una determinada teología se pre­ocupa más que otra de mantener intacta la fe. Esto sería contribuir a aumentar los temores.

La experiencia de la salvación (soteriología) nos impulsa necesariamente a preguntarnos por la identidad de Jesús (cristología). Por tanto, lingüísticamente es lícito considerar la cristología como un plano de «segundo orden» en relación con la soteriología. Ello no significa que la cristología se si­túe únicamente en el plano de los «enunciados abstractos» *\ Yo mismo he dicho: «No obstante, tampoco se trata simple­mente (en esta segunda reflexión) de un 'metalenguaje', es decir, de un lenguaje sobre 'el lenguaje creyente acerca de Jesús' en el sentido del análisis lingüístico» (I, 514). Dicho

guíente, infundada no cualquier interpretación errónea de mi escrito (especialmente del primero), sino sólo la que nace de una ortodoxia cerrada.

W. Kasper, op. cit., 360. Expresiones parecidas en W. Lóser, op. cit., 264. Es significativo que M. Lohrer: «Schwizerische Kirchen-zeitung» 145 (1977) 7-12, que compara las cristologías de Küng, Kasper y Schillebeeckx, afirme de Kasper y de mí: «La cristología no queda, en modo alguno, reducida a una jesuología» (10b), y así, tanto para Kasper como para mí, la unidad del Jesús terreno y del Cristo elevado es el principio fundamental de toda cristología (art. cit., 10b).

46 W. Kasper, op. cit., 360 A.

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134 Puntos fundamentales de discusión

de otro modo: la explicitación de la pregunta por la verda­dera identidad de Jesús, como experiencia de la salvación de Dios, no es sólo objeto de la teología, sino ante todo de la fe que experimenta la salvación. También los textos concilia­res son homologías litúrgicas. Y ¿qué teólogo no sabe que el fundamento del dogma trinitario reside históricamente en la fórmula litúrgica bautismal? Me pregunto tan sólo cómo W. Kasper y W. Loser, teniendo en cuenta el uso que hago de la terminología de los enunciados de «segundo orden», se atreven a suponer que yo niego semejantes evidencias teoló­gicas. El texto no ofrece base alguna para ello, como explí­citamente reconocen otros críticos. Admito, no obstante, que de haber podido prever tales malentendidos habría formulado de manera distinta determinados pasajes, es decir, de modo que contuviesen ya la respuesta a dichas objeciones 47. Esto revela que también entre los teólogos se advierte un pluralis­mo de preocupaciones, temores e intenciones que llevan a destacar ciertas cosas y a colocar otras en segundo plano. Cuando se desarrolla genéticamente una cristología, los acen­tos serán obviamente distintos de los que refleja un proyecto cristológico que, desde el comienzo, presenta una «cristología completa». Pero si nosotros hoy, con la mediación de la Igle­sia, seguimos creyendo realmente en el testimonio de los Apóstoles (y sobre este punto insisten, con razón, W. Lóser, W. Kasper y otros), será también sumamente necesario que consigamos entender la génesis de esta fe apostólica. Seme­jante modo de proceder podrá desempeñar una función crí-

47 Evidentemente en mi libro pueden encontrarse, aquí y allá y en pasajes no esenciales, afirmaciones sintéticas en las que se dice que la cristología es una interpretación de la vida de Jesús (¡también en Je­sús el Cristo de W. Kasper, Salamanca 1976, cabe encontrar afirma­ciones parecidas!). ¡Pues también esto es cristología! Con ello ni Kas­per ni yo intentamos negar la peculiar estructura de esa compleja interpretación y, por tanto, el elemento específico de la experiencia pascual. Quiero decir que una interpretación cristológica sólo puede comenzar después de la muerte de Jesús, y no que esa tal interpreta­ción sea pura reflexión sobre el Jesús prepascual, sin ninguna expe­riencia formalmente nueva. Esto equivaldría a negar la importancia que atribuyo a la metanoia tras la muerte de Jesús.

Prolegómenos para una cristología 135

tica respecto a las llamadas «evidencias» que nos han sido iransmitidas. Desde el punto de vista teológico, esto no sig­nifica desconfianza en el Espíritu Santo que guía a la Iglesia, sino más bien buscar, por respeto al Espíritu, las mediacio­nes históricas en las que se concreta esa guía pneumática en la evolución de la Iglesia. El mismo aspecto socioeconómico de este proceso —demasiado descuidado por mí— podría hacer­nos comprender mejor cómo actúa el Espíritu Santo en los «altibajos» de la Iglesia. Precisamente por eso, el método histórico-genético adquiere en mis dos libros sobre Jesús pro­porciones relativamente amplias como prolegómenos para una cristología. Por el mismo motivo llamo a mi segundo libro prolegomenon, no por retórica, sino consciente de la proble­mática real (II, 17-18). En ese contexto, la distinción entre enunciados de fe de «primero» y «segundo orden» adquiere su sentido. Nada de esto tiene que ver con un romanticismo de los orígenes.

Me juzgan, por último, equivocadamente quienes piensan que contrapongo el modelo sinóptico al joánico. En un análi­sis muy objetivo que B. Lauret ha hecho de mi primer libro48, tiene razón al afirmar que no contrapongo ambos modelos, sino que intento devolver su significado, dentro de una cristología pascual, a los sinópticos y la tradición pre-nicena, para provocar luego la pregunta real (y yo añado: pregunta que ya había sido planteada en la gran obra en tres volúmenes, Das Konzil von Chalkedon. Geschichte und Ge-genwart [El concilio de Calcedonia. Historia y presente], editada por A. Grillmeier y H. Bacht) por modelos tal vez nuevos (I, 525-536, y las reflexiones que siguen, I, 536s). El autor insiste repetidamente en que para mí la cristología no es únicamente interpretación de la obra realizada por Je­sús durante su vida, sino que implica también, desde el co­mienzo, el reconocimiento de la fuerza que emana del Jesús resucitado que vive entre nosotros (aquí remite a I, 607) y triunfa sobre la muerte. Me complace que uno de mis lecto-

48 B. Lauret, Bulletin de christologie, n.° 8: E. Schillebeeckx: «Re-vue des Sciences Phil. et Théol.» 61 (1977) 596-604, espec. 602.

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136 Puntos fundamentales de discusión

res críticos formule esta concepción que para mí es evidente y que él ha encontrado en mis libros.

2. Prolegómenos y el problema de I, 541-627

Respecto a la última parte, la sistemática, de Jesús. La historia de un Viviente, se dan las más diversas reacciones. Por un lado, algunos descubren en ella la confesión de una. inesperada y elevada ortodoxia cristiana en abierto contraste con las partes precedentes. Al no seguir, en la cuarta parte,, la estructura interna del libro, presente en las tres primeras, habría recaído en una «cristología clásica» (que algunos aco­gen favorablemente, pero dando a entender que hubiera sido mejor no tratar de las tres primeras). Por otra parte, los en­tusiastas de las tres primeras partes se desilusionan con la cuarta, que no mantendría el peculiar dinamismo y las pro­mesas de las primeras.

Ambas reacciones son comprensibles. Aun sin conocer la prehistoria del primer libro sobre Jesús, parecen haberla in­tuido (el texto da pie para ello). Me veo, por tanto, obli­gado a explicar dicha prehistoria. En mi plan original estaba prevista la publicación de Jesús. La historia de un Viviente, sin esta cuarta parte (o por lo menos sin I, 541-627) para llegar a una síntesis cristológica que respondiera a las necesi­dades de los tiempos, sólo después del análisis de las sote-riologías y cristologías neotestamentarias, al final de mi se­gundo libro sobre Jesús. A última hora alteré el plan per­suadido de que, sin una síntesis cristológica, el primer libro suscitaría muchos interrogantes de fondo. Únicamente por eso añadí, a toda prisa y con carácter provisional, una «parte sistemática» (I, 589-627, unas cuarenta páginas). En el plan primitivo, el libro terminaba con I, 588. En otras palabras: I, 541-588 debía constituir la conclusión del primer libro sobre Jesús. Su finalidad era sacar a luz los verdaderos pro­blemas que servirían de introducción al segundo libro sobre Jesús. Muy a mi pesar añadí I, 589-627, siendo consciente

Prolegómenos para una cristología 137

de que así no respetaba el esquema de una cristología que se desarrolla progresivamente (en las últimas páginas, I, 628-632, he intentado restablecer el nexo con la «cristología de búsqueda» de las partes precedentes). Por tanto, soy el pri­mero en admitir que el lector, después de tanta fatiga para seguir las primeras partes (más I, 541-588), se sentirá un tanto frustrado al leer esa interpolación clásica (provisional) de I, 541-627. En efecto, todo nuestro esfuerzo por tender un puente entre la teología académica y la fe del cristiano en el mundo contemporáneo queda interrumpido con dicha interpolación, para reanudarse de nuevo en el segundo libro. Se trata de una opción muy consciente, cuyo precio he asu­mido por dos motivos. Primero porque soy consciente de que si hubiera publicado el libro sin una breve reflexión sobre el dogma de Calcedonia y, por tanto, confrontando a muchos lectores creyentes únicamente con la génesis de la fe neotesta-mentaria, los habría intranquilizado de manera irresponsable. El hecho de que ahora incluso unos cuantos teólogos no de­claradamente «conservadores» —si es que tiene sentido utilizar estos términos— hayan entendido mal mi libro con­firma que mi temor a perturbar ilegítimamente la fe no era infundado, aunque pienso que pueden existir legítimos moti­vos cristianos para «perturbar la fe». En segundo lugar, por­que hubiera existido el peligro de que, sin una reflexión sobre el concilio de Calcedonia, el énfasis que pongo en el significado teológico de un análisis histórico-genético de la fe quizá hubiera parecido a muchos aún más sospechoso. Sabía muy bien que con dicha interpolación el intento de diseñar progresiva y consecuentemente mi proyecto cristoló-gico sufriría un frenazo. Pero pienso que «la misericordia de la fe» (cf. II, 579-580) debe caracterizar también al teólogo. Se me podrá criticar, quizá con toda razón, pero por amor a la causa que el teólogo cristiano defiende, asumo de buen grado este inconveniente.

Ello no significa que esta interpolación anticipada y sin­tética me lleve, de repente, a tomar un camino completamen­te distinto. Como fundamento de esta síntesis provisional he escogido precisamente un núcleo de la concepción del profeta

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138 Puntos fundamentales de discusión

escatológico mosaico-mesiánico, es decir, de Moisés, el guía del pueblo que «habla con Dios cara a cara», «como un hombre habla con un amigo», lo que en el Nuevo Testa­mento, referido a Jesús, se expresa en su experiencia del Abba. He insistido en que esta experiencia del Abba no pue­de disociarse de la praxis liberadora de la vida de Jesús, ya que únicamente en ella encuentra su especificidad. Más que predicar una nueva doctrina sobre Dios, en contraste con la tradición yahvístico-judaica, Jesús tuvo una mirada particu­larmente aguda y profética para la efectiva resonancia social que ese concepto de Dios tenía en la sociedad judía de la época en perjuicio de los «pequeños». Denunció un concepto de Dios que esclaviza a los hombres y predicó un Dios que los libera. Como he dicho, su experiencia del Abba es total­mente singular dentro del mensaje liberador que anuncia y de la praxis que sigue. Jesús invoca a Dios con el nombre de Padre fundándose en su actuar liberador y moviéndose en tal contexto. Quien disocia la experiencia del Abba de Jesús de su acción liberadora y encaminada a la reconciliación desco­noce la realidad histórica de Jesús.

No me parece justo, pues, afirmar que esta «interpola­ción clásica» de la cuarta parte de mi primer libro sobre Je­sús habría olvidado, de repente, la cristología de parusía del profeta escatológico, aunque es cierto qué me he limitado ex­clusivamente a aclarar un aspecto de ella. En el Nuevo Tes­tamento se trata de la particular relación de Jesús con el futuro reino de Dios como salvación de y para los hombres en la que Jesús quiere hacernos participar. En mi síntesis (I, 589-628) no he hecho otra cosa que relacionar ese dato fundamental, que extraigo de los análisis de mi libro, con el dogma cristológico de Calcedonia. Soy muy consciente, por tanto, de que las posibilidades y promesas de mis tres prime­ras partes no han sido actualizadas en esa síntesis y de que esta última se encuentra desplazada. Sobre todo no se halla elaborado todavía a nivel sistemático (como espero hacerlo en mi tercer libro sobre Jesús) el resultado fundamental de los precedentes análisis, es decir, la cristología de parusía del profeta escatológico del futuro reino de Dios como «madre

Prolegómenos para una cristología 139

de todo cristianismo»49 y, por tanto, como criterio que guía e inspira toda «cristología de segundo grado» (I, 511-516).

No tiene, por consiguiente, demasiado sentido tratar aquí detenidamente las objeciones que me reprochan semejante deficiencia, puesto que me vería obligado a anticipar dema­siado lo que diré en el tercer libro. Por otro lado, no puedo tampoco prescindir de que existe esta cuarta parte del libro. Me centro, por tanto, en la crítica referente al contenido real de esta parte.

Un reproche frecuente: en la exposición de la historia del dolor humano (I, 561-589), donde se habla por extenso de sentido y absurdo, justicia e injusticia, amor y odio en nues­tra sociedad humana, ¿se evoca también el pecado y la cul­pa? ¿Cuál es la naturaleza específica de la salvación que Jesús nos ofrece? Se trata, en efecto, de problemas funda­mentales para una cristología que quiere desarrollarse a partir de una soteriología. Pero a dichos interrogantes ya he res­pondido detalladamente en mi segundo libro sobre Jesús, de acuerdo con mi plan de un progresivo paso de la soteriología a la cristología. En el primer libro todo esto está presente, de modo provisional, en el término clave «salvación de Dios» a través de la mediación de Jesús, el profeta escatológico del reino de Dios futuro. Mas ¿por qué se supone a priori que intento reducir la salvación a la prosperidad humana y a la libertad emancipadora, negando la salvación de tipo religio­so?En todo caso, mis críticos encuentran la respuesta a sus dudas en el segundo libro sobre Jesús.

Una objeción aún más importante la encontramos formu­lada, en términos casi idénticos, en W. Kasper y W. Lóser ^r para mí las experiencias parciales ya no serían una participa­ción implícita en el sentido global de la realidad, sino más

49 Quisiera corregir así la referencia a la apocalíptica tal como aparece recientemente en J. B. Metz (espec. en La fe, en la historia y la sociedad [Ed. Cristiandad, Madrid 1979] 178-192, y en Las órde­nes religiosas [Barcelona 1978]). La apocalíptica no es «la madre del cristianismo», sino más bien la interpretación cristiana de la venida del reino de Dios: la cristología de parusía del profeta escatológico.

50 W. Loser, op. cit., 264; W. Kasper, op. cit., 358 B.

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240 Puntos fundamentales de discusión

bien la anticipación de un sentido total en medio de un mundo todavía en devenir (I, 582s). Ninguno de los dos autores precisa qué tiene que objetar a esta postura. Se limi­tan a afirmar, como tesis, que hablar de anticipación, como yo hago, en lugar de participación es «más bien superficial desde el punto de vista filosófico». Quisiera exponer aquí en forma más positiva cuál es el sentido de esta distinción, a primera vista bastante sutil. Y, ante todo, quisiera asegurar la apertura de nuestra historia en devenir y, por tanto, la realidad de una historia que continúa aún después del acón-, tecimiento de Cristo. Esto significa que la redención, cumpli­da en Jesús, debe exponerse de tal modo que nuestra historia siga siendo efectivamente historia humana. Mientras continúe en devenir, la historia no constituye una totalidad en sí mis­ma y su sentido sólo puede consistir en una anticipación glo­bal, por ejemplo, en las anticipaciones de sentido de tipo marxista, cristiano u otras (por lo demás, especialmente Kas-per, parece haber olvidado de repente que también él recurre, en otras obras, al concepto de «anticipación de sentido»). Pero el fundamento y, sobre todo, la específica forma de realidad de estas diversas anticipaciones son de la más diver­sa naturaleza. Para el cristiano son lo que se ha realizado en Jesucristo; pero también esto puede expresarse de diversa forma. ¿Quién negará que, con frecuencia, la idea de «reden­ción objetiva» —todo se ha cumplido en Jesucristo— ha neutralizado la fuerza crítico-profética del cristianismo? No es casual que, entonces, el lugar del cristiano sea tan sólo el edificio de la iglesia, donde se celebra la redención, mientras el mundo y su historia de sufrimiento e injusticia quedan abandonados a sí mismos. Naturalmente, en y por medio de Jesús, el cristiano sabe que, a pesar de todo, el reino de Dios, como salvación para los hombres, se acerca; se lo ga­rantiza lo que se ha realizado ya en Jesús. La promesa del sentido total no es, pues, tan sólo una simple promesa, sino una realidad hecha vida en el «primero» de muchos herma­nos. La idea de una «redención objetiva» recibe así su evi­dente significado dogmático. No se puede escatologizar unila-teralmente la salvación cristiana. Con otras palabras: la sal-

V role gómenos para una cris tolo gia 141

vación final, en última instancia, no está en el aire51. La fe nos lo asegura. Pero, en mi opinión, no es posible aclarar ulteriormente, en el plano teórico-teológico (I, 609s), de qué modo puede armonizarse esto con la historia de sufrimiento y de culpa que la humanidad continúa viviendo52. Para mí, esta incompatibilidad teórico-argumentativa entre la salvación dada en Jesús y la realidad de una historia aún abierta (algo que muestra claramente los límites de la razón humana) es la razón para hablar no de participación implícita en un sen­tido total ya dado, sino más bien de una anticipación «orto-práxica»; y esto no a pesar de, sino incluso en el sufrimiento, gracias a lo que se ha realizado en Jesús el Cristo y que se celebra también en la liturgia (para más detalles cf. II , 788-821). Me distancio así de las concepciones en las que la sal­vación en Cristo queda del todo escatologizada. Tales con­cepciones, al parecer cada vez más extendidas, privan —a causa de su unilateral carácter escatológico— a Jesucristo del significado definitivo que reviste para nuestra historia. No veo, sin embargo, cómo puede identificarse incluso lo que yo escribía en mi primer libro con una «jesuología de inten­ción ortopráxica» (la formulación es de Kasper). He dado por supuesto que incluso la Ilustración cristiana del siglo xvni consideró el mito de un «Rabbi Yeshúa» como demasiado insuficiente para su cristianismo burgués. ¿Habremos de limi­tarnos ahora, olvidando una vez más la enseñanza de la his­toria, a ofrecer a nuestro mundo un «Rabbi Yeshúa» disfra­zado de progresista?

51 Cf. también J. B. Metz, La je, en la historia y la sociedad (Ed. Cristiandad, Madrid 1979) 143, que critica justamente una «sote-riología condicional».

52 Cf. también J. B. Metz, op. cit., 143s, que fundamenta aquí la necesidad de un cristianismo práctico-narrativo. Cf. B. Wacker, Ñarra-tive Theologie? (Munich 1977) y las importantes preguntas críticas de D. Mieth, Erfahrung und Moral (Friburgo 1977).

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IV

¿AUSENCIA DE LA IGLESIA?

Sólo unos cuantos críticos me reprochan que en los dos libros escritos sobre Jesús no hablo de la «Iglesia».

Ya antes he dicho que, en mi interpretación cristiana, toda la tradición eclesial desempeña un papel hermenéutico. En el primer libro repito con frecuencia: sin la mediación histórica de la Iglesia no estaríamos en condiciones de decir algo razonable sobre un tal Jesús de Nazaret (I, 14; también I, 28s). Admito, sin embargo, que muy raras veces he utili­zado el término «Iglesia». Se trata de una «omisión cons­ciente» que pretende reaccionar cristianamente contra un determinado eclesiocentrtsmo que debilita el cristocentrismo orientado hacia el reino de Dios. Otro motivo de esta omi­sión radica en que en el tercer volumen de esta trilogía sobre Jesucristo (cf. II , 823) pretendo tratar explícitamente el tema de la pneumatología y la eclesiología, implícitamente contenidas en los dos primeros libros; pero lo pienso hacer con la mirada puesta en el reino de Dios y en el significado mesiánico que Jesús reviste para la llegada del reino de un Dios preocupado por la salvación del hombre.

Es interesante observar que el concilio Vaticano II, por ejemplo, nos ha presentado una amplia Constitución dogmá­tica «sobre la Iglesia» (Lumen gentium), pero no ha sabido darnos un mensaje gozoso acerca de lo que hoy puede signi­ficar Jesucristo para nuestra búsqueda de un Dios preocupa­do por los hombres. Con otras palabras: el concilio nos ofrece una eclesiología explícita, mientras la cristología per­manece más bien implícita. Y esto tal vez sea comprensible desde el punto de vista histórico, pero teológicamente no representa ninguna ganancia. De ahí la dificultad para rebatir la acusación de que, detrás de palabras tan elevadas y sagra­das sobre la Iglesia (pronunciadas por sus propios jerarcas), se esconde el deseo de salvaguardar las propias posiciones de

¿Ausencia de la Iglesia? 143

poder. En cambio, una Iglesia que anunciase más a Jesucristo y menos a sí misma sería acogida por muchos cristianos muy favorablemente.

Mi intención, expresada en la manera misma de escribir los dos libros, es favorecer la nueva concentración eclesial en el reino de Dios y en el papel que Jesucristo desempeña en éí. Un colega protestante expresa un juicio correcto cuando, a propósito de mi segundo libro sobre Jesús, afirma: «Tal vez parece que el libro, al situarse críticamente frente a la Iglesia como institución, se distancia de la Iglesia. Pero el 'no' se inserta en un 'sí' más profundo» B. En definitiva, na­die escribe una cristología para la eternidad, sino para ser útil a los hombres que viven en nuestro tiempo, con la espe­ranza de hacer oír, de algún modo, el eco de la fe apostólica.

Muchos cristianos se sienten interpelados enérgicamente por este Jesús, pero buscan un modelo de identificación. Sin ese modelo, en efecto, no puede vivir el hombre, tampoco como cristiano. En realidad, la identidad personal cristiana y la identidad eclesial son correlativas: ambas necesitan de confirmación recíproca. Y, cuando ésta falta, cuando única­mente son posibles las identificaciones parciales —de los cre­yentes con la Iglesia universal o de la «Iglesia oficial» con los creyentes o de las Iglesias cristianas entre sí—, la historia de la tradición experiencial cristiana entra en crisis.

Quien conozca algo la historia y la «antihistoria» sabe que esa crisis no se la ahorra ninguna época del cristianismo. Aunque resulte seductor un poderoso idealismo (religioso) de los orígenes —si bien la historia del cristianismo primitivo nos muestra sus inconvenientes—, una de las tesis funda­mentales, persistentemente defendida por la Iglesia católica, afirma que la Iglesia también es, en todos sus aspectos, una

53 A. Geense, Het vijfde evangelie: «De Tijd» del 16-XII-1977, p. 47. Por eso encuentro un poco precipitado el juicio de J. B. Metz sobre todas las cristologías contemporáneas (junto a las de K. Rahner, W. Kasper y H. Küng nombra también la mía), que, según él, pre­sentan un carácter «idealista» (es decir, una relación no dialéctica entre teoría y praxis). Cf. J. B. Metz, La fe, en la historia y la socie­dad (Ed. Cristiandad, Madrid 1979) 67, n. 6.

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144 Puntos fundamentales de discusión

Iglesia de pecadores, y que una de las intenciones fundamen­tales de Jesús era la de oponerse a la idea de una comunidad del «resto santo», es decir, a la idea de Qumrán, que parece estar presente en todas las épocas del cristianismo. La salva­ción en Jesús, experimentada y acogida por hombres que, partiendo de la misma inspiración y experiencia salvífica, forman esencialmente una comunidad, la Iglesia, es vivida por esta comunidad y sus pastores en la condition humaine. Y tal «deficiencia humana» no constituye ninguna coartada para la culpa y la infidelidad, sino que es la llamada auténti­camente cristiana que nos viene de Jesús, invitándonos a per­manecer siempre en guardia y a no mostrarnos nunca menos generosos que nuestro Dios, que «murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el amor que nos tiene» (Rom 5,8). Pero con ello estoy anticipando ya la parte eclesiológica del libro que espero publicar, que será el ter­cero de la obra.

6 REINO DE DIOS: CREACIÓN Y SALVACIÓN

Algunos mantienen que en la cuarta parte de mi segundo libro sobre Cristo he hablado demasiado de liberación socio-política y excesivamente poco de liberación mística del hom­bre. Creo que semejante juicio valora la importancia de una cuestión por el número de páginas que se le dedican. Por su complejidad, un tema puede exigir una exposición más am­plia, sin que eso signifique que es más importante. Por lo demás, rechazo la alternativa: liberación política o liberación mística. La intención de esta cuarta parte es la salvación del hombre, y esta salvación tiene dimensiones tanto sociopolíti-cas como místicas que no pueden contraponerse entre sí. La nueva estructuración y la conversión interior son un proceso dialéctico. Es un hecho, además, que los siglos o las épocas de la mística también pueden determinarse socioeconómica­mente.

En el evangelio cristiano, el «símbolo» DIOS y el «sím­bolo» JESÚS adquieren una fuerza particularmente crítica y eficaz. Una religión que —poco importa cómo— produzca efectos deshumanizantes es una falsa religión o una religión que se entiende a sí misma de forma equivocada. Una mís­tica que permanece indiferente frente a situaciones de injus­ticia, o que intenta superarlas exclusivamente a través de la mística, demuestra una estrecha concepción del hombre. Pero un pathos de liberación carente de mística es sólo una brizna de humanidad y, si excluye toda mística, produce efectos igualmente alienantes. Este criterio de «humanización» no reduce el verdadero cristianismo, sino que constituye, en la actualidad, el primer presupuesto de posibilidad y credíbíli-

10

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146 Reino de Dios: creación y salvación

dad humanas. En toda la Biblia, la llegada del reino de Dios es la venida de Dios como salvación de y para los hombres. Jesucristo es el gran símbolo de ese Dios y de ningún otro: «imagen de Dios invisible» (Col 1,15). Esta concepción bí­blica exige que los cristianos se preocupen incondicionalmente de cada hombre, sobre todo de aquel que se encuentra en dificultades de orden personal o estructural. Esto exige que se esfuercen por mejorar las estructuras y por satisfacer las verdaderas necesidades de los hombres concretos, necesidades que no coinciden con las que la propaganda burguesa nos presenta. Sobre este punto tendrá mucho que decirnos el con­cepto bíblico de «señorío de Dios».

I

LA CREACIÓN COMO ACTO DE CONFIANZA DIVINA EN EL HOMBRE

Tanto la concepción deuteronómica del reino de Israel como la yahvista —reino instaurado en el siglo x antes de Cristo con Samuel y Saúl— tienen su importancia para en­tender el concepto judeocristiano de señorío y reino de Dios, aunque tal concepto adoptará más tarde, sobre todo en la apocalíptica, nuevos matices que influirán en el Nuevo Tes­tamento.

Cuando la teología deuteronómica, unos cincuenta años después del comienzo del reino de Israel, reflexiona, en su grandiosa visión histórica, sobre estos grandes acontecimien­tos del pasado, el reino ya no existe. La concepción deutero­nómica es que sólo Yahvé «reine en Israel» y que, donde Yahvé reina, debe cesar todo poder del hombre sobre el hom­bre (cf. también, para el Nuevo Testamento, Mt 20,25-26; Me 10,42-43; Le 22,25). Cuando 1 Sm 8,11-18 nos describe el señorío humano, oímos hablar únicamente de explotación, gravámenes fiscales, guerras, expropiaciones- y esclavitud. Por eso se dice al pueblo, que quiere un rey como los demás pueblos: «entonces gritaréis contra el rey que os elegisteis, pero Dios no os responderá» (1 Sm 8,18). Precisamente por­que sólo Yahvé es Dios de Israel (1 Sm 12,12), la instaura­ción de la monarquía no podrá significar sino esclavitud y explotación. A Israel le sucederá lo que a todo el mundo. Sin embargo, la monarquía llegó. La teología deuteronómica no puede negar este hecho y resuelve el problema con un compromiso. «Si respetáis al Señor y le servís, si le obedecéis y no os rebeláis contra sus mandatos, vosotros y el rey que reine sobre vosotros viviréis siendo fieles al Señor, vuestro Dios» (1 Sm 12,14). Entonces reina, en última instancia, sólo Dios. Y habrá salvación y paz para los hombres en Is­rael. Según esta teología, señorío de Dios equivale a libera-

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148 Reino de Dios: creación y salvación

ción del hombre. Más aún: el acontecimiento histórico de la «liberación de Israel de Egipto» por mano de Yahvé consti­tuye, según los conceptos jurídicos de la época, el funda­mento jurídico del señorío de Yahvé sobre Israel. Por eso, Israel debe «seguir» a su libertador, es decir, servir tan sólo a Yahvé y no tolerar ninguna otra servidumbre: la obligación de servir a Yahvé significa que se está libre de todas las demás sumisiones. Se sirve sólo a un Señor. Así, el reino de Dios es efectivamente señorío, pero en cuanto señorío de Dios es, al mismo tiempo, eliminación de todo señorío ajeno, de cualquier servidumbre que los hombres imponen a otros hombres y a sí mismos. Libres de todo «para el reino de Dios»: éste es el único señorío que hace libres, porque signi­fica el señorío de la justicia y del amor, un dominio que exalta a los pequeños (Dt 7,6-9). Más tarde, también para Pablo el hecho de que los cristianos se liberen de la ley signi­ficará un en-nomos, un estar bajo la ley de Cristo (1 Cor 9,21), que es una ley de amor y no arbitrariedad sin límites. El natural desagrado que sentimos frente a todo lo que se asocia al término «dominio» —también frente a la «omnipo-. tencia de Dios», término tan instrumentalizado— debe des­aparecer cuando se trata de la omnipotencia salvífica de Dios, que se muestra solidaria con la impotencia humana y desea exaltar a los humillados. Esto es lo que realmente significa «señorío de Dios».

La teología yahvista tampoco cerraba los ojos ante los fallos del rey de Israel y, mucho antes que la teología deute-ronómica, había elaborado una teología completamente dis­tinta, la teología real. Según esta tradición, la instauración de la monarquía en Israel, en el siglo x, con todo su sincretis­mo, es el acontecimiento completamente nuevo, casi seculari­zante, de este siglo, que, en cierta medida, rompe con el pa­sado sacral de Israel (cf. II , 709, n. 3; 710, n. 5). También David, como más tarde Jesús, transgrede las prescripciones rituales. Acuciado por el hambre, se come el pan consagrado (1 Sm 21,1-6; cf. Me 2,23-28). No observa las prescripciones rituales en la muerte de su propio hijo (2 Sm 12,16-23), y lo mismo que Jesús permite que se derroche el perfume de

La salvación, confianza divina en el hombre 149

nardo en la unción de Betania, también él rehusa beber del agua preciosa de Belén, que uno de sus soldados había traído, con riesgo de su vida, de la ciudad ocupada, y la derrama «absurdamente» para mostrar su solidaridad con las tropas (2 Sm 23,13-17; cf. 5,13-25; Jn 12,1-8). Este hombre inte­ligente, rey e hijo del hombre, obra así porque es consciente de que Dios tiene puesta una confianza incondicional en él, el rey; David se toma incluso la libertad de recordar a Yahvé su promesa (2 Sm 7,25). El rey, fiel a Yahvé, es el libre lugarteniente de Dios, que habrá de recrear según sus sabios criterios —siguiendo el modelo de la creación divina, que pone orden en lo caótico— la historia humana, llevándola del caos al orden o shalom. David, ese hombre insignificante, «sacado de los apriscos, de andar tras las ovejas» (2 Sm 7,8c; 7,18b), «sacado del polvo» (1 Re 16,1-3; cf. 1 Sm 2,6-8; Sal 113,7; Gn 2,7) y no merecedor de confianza alguna, es elevado del polvo y en él deposita Dios su incondicional con­fianza (2 Sm 7,8-12): sacado del polvo o de la nada es exalta­do a la condición de rey (se trata de una antigua y estereoti­pada fórmula empleada en la ceremonia de entronización del rey). Basándose en esa confianza divina y siguiendo los dic­támenes de su propia sabiduría, David, libre y responsable­mente, habrá de realizar la historia en favor de su pueblo. La prosperidad de este pueblo depende de la sabiduría del rey, fuente de vida para todos.

El yahvista sabe que David falta a ese deber. Dios ten­drá, pues, que corregirlo y castigarlo (2 Sm 7,14), pero «no le retirará su lealtad» (2 Sm 7,15). Dios no retirará nunca la confianza depositada en el rey.

El rasgo peculiar de esta tradición yahvista consiste en que intenta comprender la historia de los hombres, desde Adán en adelante, partiendo de las experiencias realizadas con la casa real de David. Lo que aquí sucede es típico de nuestra condición de hombres. Lo que sucede con David es la clave para comprender la condición humana. El yahvista ve «al Adán» del (segundo) relato de la creación como el «hombre real» o «hijo del hombre», que significa simple­mente: todo hombre, pero entendido según el modelo del

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250 Reino de Dios: creación y salvación

rey David, que Dios saca del polvo o de la nada y le consti­tuye virrey o visir sobre la tierra (cf. Gn 2,7). El creador deposita en ese hombre —que no cuenta para nada y que, como David, es «sacado del polvo»— su plena confianza. A ese hombre, representante de Dios, se le confía el paraíso. Deberá comportarse responsablemente, con honor y concien­cia, determinando con toda libertad lo que ha de hacer, aun­que siempre dentro de los límites puestos por Dios («no comeréis de este árbol»; en esta teología real se modifican antiguos mitos). El hombre, responsable de esta historia terrena, deberá transformar, igual que el rey David, el caos en orden y shalom. A él se le confían el mundo y la historia en sus límites creaturales; de este modo, Yahvé confía en el hombre.

Pero, lo mismo que David, también «el hombre», cada Adán, cada hijo del hombre, falla. Y Dios lo castiga, siempre menos de lo que merecería, pero sin retirar nunca la confian­za que ha depositado en él. A pesar de todo, Dios no deses­pera del hombre. Este es el mensaje yahvista de la creación; no se trata de una doctrina «caída quién sabe de dónde», sino de una experiencia histórica concreta, interpretada se­gún el «modelo davídico». Dios confía al hombre la misión de transformar el caos de nuestra historia en shalom y orden, en salvación de y para los hombres. Y por eso, con un decre­to soberano y real de Dios, se otorga al hombre la bendición divina de la creación. La fidelidad de Dios es mayor que todo fallo humano. Su reino viene, y un día se constituirá. Dios confía también en el hombre de cara al futuro.

II

LA CONFIANZA QUE DIOS DEPOSITA EN EL HOMBRE

NO SERA DEFINITIVAMENTE FRUSTRADA

Para el Nuevo Testamento, el hombre Jesús —el Hijo del hombre, el hijo de David, el segundo Adán— son la cla­ve definitiva y última para la comprensión de esa existencia humana en la que se cifraba el viejo sueño de Israel: la pro­mesa final de la fidelidad incondicional de Dios a la humani­dad y la respuesta plenamente humana a esa confianza divina. En Jesús, la fidelidad de Dios al hombre y la respuesta del hombre a Dios adquieren históricamente su configuración de­finitiva. Jesús es Alfa y Omega. Este es el mensaje del Nue­vo Testamento.

En vida de Jesús, los discípulos le habían preguntado: «Señor, ¿cómo estaremos cuando comience ese reino final?». Pero la situación cambiará radicalmente en las Iglesias neo-testamentarias. La pregunta pasó a ser: Señor, ¿cómo hemos de vivir los cristianos en medio de este mundo? A este inte­rrogante responde sobre todo el Evangelio de Mateo con su sermón de la montaña, recordando la inspiración de Jesús y muchas de las orientaciones dadas por él. En este sermón y en el contexto de las bienaventuranzas dirigidas a los po­bres, a los que lloran y son oprimidos (Mt 5,3-12), tenemos la gran profecía veterotestamentaria de Isaías que Jesús hace suya: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad... para consolar a los afligidos... para cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos» (Is 61,1-3; cf. I, 156-163). Un mensaje para los pobres, para los que lloran y para los que viven en la opresión: éste es el núcleo del sermón de la mon­taña y la ley fundamental del cristiano en este mundo. ¿Cuál

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152 Reino de Dios: creación y salvación

es el contenido de este mensaje dirigido a los pobres? «El mensaje que trae la buena nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: 'tu Dios es rey'» (Is 52,7), es decir, que ahora la justicia y el amor habitan en medio de los hombres: «Yo, el Señor, te he llamado para la justicia... luz de las naciones» (Is 42,6). Aquí confluyen diversas tradiciones ve-terotestamentarias.

Hasta tal punto se identifica Jesús con este mensaje, que para el Nuevo Testamento el evangelio de Jesús no puede disociarse de su persona. Eu-angelion, evangelio, no es sola­mente Jesús de Nazaret, sino también, y de manera esencial, la confesión de fe en Jesús que viene: «Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». Ningún evangelio sin Jesús, mas tam­bién ningún evangelio sin el Cristo que viene. Este es el dato fundamental del Nuevo Testamento. Pero con la modalidad de que todo el contenido de lo que Cristo es queda íntima­mente determinado por la persona de Jesús de Nazaret, por lo que dijo, hizo y, como consecuencia de su mensaje y de su actuación, tuvo que padecer. Desde el punto de vista neo-testamentario, evangelio significa buena noticia, porque es salvación divina manifestada en y a través de Jesucristo: la llegada del reino de Dios.

De este modo, el mensaje y la persona de Jesús —en el transcurso de una larga historia— se unen con la gran espe­ranza salvífica judía del próximo reino de Dios, mas también con las expectativas mesiánicas de Israel, como modelo de esperanza humana y, por último, también con la creación, entendida como punto de partida de este acontecimiento fu­turo en el que Dios confía al hombre la lucha contra los poderes del mal. Y, en esta lucha, el hombre es el lugarte­niente de Dios sobre la tierra. Dios confía realmente en el hombre a pesar de las pocas garantías que éste le ofrece; se trata de una confianza incondicional, de un don libre. En definitiva, el «hombre» o el «Hijo del hombre» —en primer lugar el rey, luego todo hombre— es «Jesús de Nazaret» (cf. también Heb 2,8-9 para esta transformación del «hom­bre» en «Jesucristo»). En él no quedó frustrada la confianza que Dios se arriesgó a depositar en el hombre. A pesar de

La confianza de Dios en el hombre no será frustrada 153

todo —incluso a pesar de la muerte del profeta escatológico que anuncia el reino inminente de la salvación—, dicho reino viene en forma de resurrección. La promesa de la creación, a menudo en abierta contradicción con la historia real que viven los hombres, es llevada a su plena consumación. El viejo sueño, alimentado por Israel, de un reino venidero que es shalom para los hombres y se deja en sus manos, consti­tuye también el horizonte de espera y de experiencia en el que hay que ver e interpretar a Jesús. El es el hombre que realizó felizmente el proyecto de la creación, aunque some­tido a las condiciones de una historia de sufrimiento. De ahí se sigue que la confianza en este hombre es la concretización de la fe en Dios, creador del cielo y de la tierra, que, por medio de la creación, deposita una confianza incondicional en el hombre. Sin esta confianza divina en el hombre, la creación no tendría verdaderamente sentido. El hombre Jesús hace posible la fe en un Dios que ha depositado su con­fianza incondicional en el hombre, mientras que nuestra his­toria de sufrimiento es para muchos el motivo que les impide creer en Dios. Después de Auschwitz, la fe en un Dios que confía en el hombre ha sido puesta terriblemente a prueba. «Y, sin embargo, es así», atestigua la tradición experiencial judeocristiana.

Se ve entonces que no es posible la fe en Dios sin fe en el hombre. El cristianismo expresa esta idea en su símbolo de fe: «Creo en Dios, creador del cielo y de la tierra, y en Jesús, el Cristo, su único Hijo, nuestro Señor». Esta fe tanto en la confianza de Dios en el hombre como en el hombre Jesús es hasta tal punto paradójica, que únicamente nos re­sulta posible gracias a la fuerza del Espíritu de Dios: «Creo en el Espíritu Santo». La paradoja estriba en que creemos que Dios tiene confianza en el hombre, mientras nosotros apenas tenemos motivos para confiar en él: ni en los demás ni en nosotros mismos. Es lo que Pablo expresa en una frase que revela muchas reminiscencias veterotestamentarias: «El Mesías murió por nosotros cuando éramos aún pecadores» (Rom 5,8).

El mensaje neotestamentario es, por tanto, universal por

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154 Reino de Dios: creación y salvación

el hecho de estar anclado en el acontecimiento universal de la creación: en la fe en Dios creador de cielo y tierra, que juzgará a «vivos y muertos». Creación y salvación se ilumi­nan así recíproca y esencialmente. Cualquier otra concepción —alienante— de la creación, es decir, del acto de confianza de Dios en el hombre, deformará, por consiguiente, la con­cepción cristiana de Jesús o la hará incluso imposible. De hecho, la fe en la creación sólo es liberadora —lo deducimos de la confianza de Jesús en su creador, el Padre— si la crea­ción misma no se entiende de manera dualista o emanantista.

I II

CREACIÓN: PERMANENCIA AMOROSA DE DIOS EN LA REALIDAD FINITA Y LIMITADA

En dicho contexto, el dualismo nace de la ira del hom­bre frente a los sufrimientos y al mal, frente a la injusticia y al absurdo, presentes en nuestro mundo, en la naturaleza y la historia. El dualismo niega, por tanto, que Dios haya querido crear al mundo en su mundanidad y al hombre en su humanidad. La finitud no es la condición normal de la creatura, sino algo debido a una catástrofe ocurrida en los orígenes o a un misterioso pecado original. Si se interpreta así la situación de las creaturas, la salvación, es decir, la ver­dadera e íntegra imagen de nuestro ser humano, se encuen­tra o en un paraíso pasado, ahora perdido, o en una nueva tierra y humanidad de los tiempos apocalípticos, que Dios creará tan sólo más tarde, es decir, sobre las ruinas de nues­tro mundo y en un futuro imprevisto e inesperado que —dado el cúmulo de miserias en que vivimos— llegará pron­to. Desde este punto de vista, el mundo creado es una espe­cie de compromiso entre Dios y un cierto poder tenebroso.

El emanantismo, en cambio, por su propia naturaleza, no se distingue mucho del dualismo, pero procede de un modo completamente distinto de ver la vida, es decir, de la pre­ocupación por garantizar la trascendencia de Dios. Dios es tan grande y excelso que sería indigno de él ocuparse direc­tamente de las criaturas y comprometerse en su causa. Confía así la creación a un mandatario, a un primer lugarteniente de rango ligeramente inferior. En tales concepciones, el hom­bre y el mundo son degradaciones de Dios, una divinidad disminuida, dado que esa emanación divina de las cosas se concibe como un proceso necesario.

En ambos casos —tanto en la concepción dualista como en la emanantista de la creación—, la salvación y el bienestar del hombre consisten en elevarse por encima de sus condi-

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156 Reino de Dios: creación y salvación

cionamientos humanos y mundanos, superando su propia condición humana, para alcanzar así un status supracreatural. Pero esto deforma por completo la buena nueva de la crea­ción. El relato veterotestamentario del Génesis no ve el lla­mado pecado original del hombre en que éste quiera ser tan sólo hombre en un mundo que es sólo mundo, sino más bien en que el hombre no quiere aceptar su propia estructura fini­ta y contingente; anhela lo infinito, es decir, la inmortalidad y la omnisciencia, para hacerse así igual a Dios.

En deliberado contraste con este modo de entender la creación, la fe judeocristiana, tras una larga historia de ma­duración, atestigua, en cambio, que Dios es Dios, el sol sol, la luna luna y el hombre hombre, y precisamente en ello con­siste la bendición divina de la creación: es bueno que sea así. Es bueno que el hombre sea sólo hombre, el mundo sólo mundo, es decir, no-Dios, contingente. Podrían no haber exis­tido, pero es bueno que sean como son. Y ello sin explicación alguna o razón que resida en ellos o en algo que se encuemie en el mundo, en la naturaleza o en la historia. Precisamente por eso, la fe en Dios creador no puede ser una explicación, ya que el acto creador divino es, a su vez, incondicionado y ab­solutamente libre. Finitud significa, pues, que la criatura no es previamente necesaria, ni tampoco encuentra explicación en parte alguna de este mundo: en cuanto puro don, permanece inexplicable. En ningún sitio —tampoco en Dios— se prescri­be, por consiguiente, cómo deben ser el hombre, la sociedad y el mundo; la forma en que deba existir el mundo debe deci­dirla el hombre con dignidad y conciencia; tendrá que proyec­tarlo y realizarlo como criatura dentro de los límites del uni­verso material y de las inestables situaciones en que éste se presenta.

El error de fondo en el que incurren algunos enfoques de la creación radica en considerar la finitud como una lacra que no debería ser inherente a la realidad. De ahí que, al buscar la causa especial de esa finitud, se la sitúe en un cierto poder tenebroso y maléfico o en una especie de pecado ori­ginal. Con otras palabras: se identifica finitud con lo negativo, con el mal, incluso con el pecado o la caída; es considerada

Creación: permanencia de Dios en la realidad finita 157

como un desgarrón en el ser del hombre y del mundo. Como si el movimiento, la muerte, el fracaso, el error y la ignoran­cia no perteneciesen a la constitución normal de nuestra con­dición humana, y como si, al principio, el hombre hubiese poseído ciertos dones «sobrenaturales», como la omnisciencia y la inmortalidad, que luego habría perdido con el pecado original. Una lectura atenta del relato del Génesis muestra que éste rechaza tales concepciones, aunque utilizando con­ceptos míticos. Puesto que Dios es creador, es él quien crea lo no divino, lo completamente distinto de él, es decir, lo finito. Las creaturas no son copias de Dios. Y esto lo ha visto con exactitud la fe judeocristiana en la creación, aunque hay que conceder que, con frecuencia y debido a influencias ex­ternas, se han mezclado bastantes elementos falsos en la con­cepción cristiana sobre la creación. Intento iluminar aquí lo específico de esta fe en la creación, sobre todo desde dos as­pectos:

a) Lo primero que esta fe atestigua es que no necesita­mos trascender nuestra contingencia o finitud, ni evadirnos de ella, ni considerarla como un mal. Nuestra obligación y nuestro deber consiste en ser sólo hombres en un mundo que sólo es eso, mundo. Un mundo fascinante, pero siempre so­metido a la muerte, a la contingencia y al sufrimiento. Que­rer trascender la finitud significaría ser megalómanos y alie­nar al hombre en relación consigo mismo, el mundo y la naturaleza. El ser humano y el mundo no son una caída, un alejamiento de Dios, una catástrofe, ni tampoco fundamental­mente una prueba, a la espera de tiempos mejores. Si Dios es creador, la criatura es esencialmente no-Dios, algo distinto de Dios; la criatura es distinta de Dios, y esto implica igno­rancia, sufrimiento y muerte, así como movimiento, fracaso y error. La finitud o contingencia significa que el hombre y el mundo, abandonados a sí mismos, están suspendidos en el vacío sobre la nada absoluta. Entre Dios y el mundo no hay nada a lo que pueda recurrir se para interpretar su relación. Este es el significado de la expresión simbólica «crear de la nada».

b) Pero la consecuencia de esta fe en la creación es que

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158 Reino de Dios: creación y salvación

la amenaza de la nada y del vacío llevan consigo la presen­cia absoluta de Dios en lo finito. El ser finito es una mezcla de soledad y presencia; por eso, la fe en Dios creador no suprime la finitud ni la considera erróneamente como pecado o caída, sino que la acepta en la presencia de Dios sin elimi­narla del mundo ni del hombre o considerarla negativamente. La fe cristiana en la creación se diferencia también de las concepciones de tipo panteísta; en efecto, si la presencia de Dios significa que todo lo que se encuentra fuera de él se reduce a ilusión o forma parte de la definición de Dios, se seguiría que Dios no está suficientemente presente en la crea­ción de seres autónomos, pero no divinos. Desde el punto de vista cristiano, el mundo y el hombre son totalmente distintos de Dios, pero requieren la presencia del Dios creador. Lo que es distinto de Dios no podrá nunca, por tanto, sustraerse al acto creador divino. Dicho de otro modo: Dios sigue presente en la contingencia, en lo diverso de Dios, en el mundo con su mundanidad y en el hombre con su humanidad autónoma, pero finita.

Esta doble peculiaridad implica (en contraste con las pers­pectivas dualista y emanantista) que la salvación divina no consiste nunca en que Dios nos salve de nuestra finitud y de todo lo que ella comporta. Ahí reside precisamente la im­potencia de un Dios creador. Y él, de manera absolutamente libre, quiere esa impotencia. Pero esto significa también que quiere ser nuestro Dios en medio de nuestra humanidad y finitud; por tanto, nos es lícito ser hombres, aunque some­tidos a la muerte y al sufrimiento. Pero, al mismo tiempo, este pesado lastre significa también que Dios está cerca de nosotros y con nosotros, incluso en nuestras deficiencias, su­frimientos y muerte, al igual que en nuestras experiencias positivas de sentido. Está presente también en el pecado con su perdón. De hecho, la frontera entre Dios y nosotros es nuestra frontera, no la de Dios. De aquí se siguen consecuen­cias importantes. Al reconocer y aceptar nuestros límites y los de la naturaleza y la historia, aceptamos también la divini­dad de Dios; el reconocimiento de la finitud del hombre y del mundo lleva a reconocer lo que confiere al hombre y al

Creación: permanencia de Dios en la realidad finita 159

mundo su peculiaridad y, al mismo tiempo, su no divinidad y, por lo mismo, su limitación; después se pasa a actuar en consecuencia.

Puesto que sólo es posible hablar de Dios creador indi­rectamente, a través de la mediación cristiana, es decir, a través de la contingencia de la naturaleza y de la historia, esas mediaciones se experimentan ipso jacto como no divinas, y no pueden ser absolu tizadas ni divinizadas. Aquí reside la fuerza crítica de la fe en la creación; una fe que es, al mismo tiempo, salvación de y salvación para, mas también juicio so­bre el hombre y el mundo. Querer eliminar esa frontera que nos separa de Dios es, para la Biblia, el pecado fundamental del hombre, pecado que se repite continuamente a lo largo de la historia. Por otra parte, esta fe en la creación nos libera para desempeñar nuestra tarea en el mundo. Gustar y amar lo que en el mundo hay de mundano y en el hombre de hu­mano significa gustar y amar lo que en Dios hay de divino. La gloria de Dios está en la felicidad y prosperidad del hom­bre en el mundo; ésta me parece la mejor definición de crea­ción. La creación no constituye entonces un acontecimiento único, realizado en los orígenes, sino algo dinámico y perma­nente. Dios quiere ser, aquí y ahora, el origen de la munda­nidad del mundo y de la humanidad del hombre. Quiere per­manecer con nosotros, apoyando nuestra tarea finita en este mundo.

La fe en Dios creador nunca es una explicación ni pre­tende serlo. Es una buena nueva que nos habla de Dios, del hombre y del mundo en sus relaciones recíprocas. No es un anuncio que provenga de una autoridad ajena a las experien­cias del hombre. Por el contrario, es una invitación, un eco que el hombre puede percibir en el mundo de su experiencia familiar: en la naturaleza y en la historia. Naturaleza e his­toria son medios gracias a los cuales Dios se revela como creador, en y a través de nuestras experiencias fundamentales de finitud.

Si la fe judeocristiana en la creación no pretende ser una explicación de nuestro mundo ni de nuestro ser humano, nos permite plantear preguntas completamente distintas a las que

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plantearíamos si la considerásemos, equivocadamente, como explicación. Si Dios fuera la explicación de que las cosas y los acontecimientos son como son, cualquier intento de modificarlos sería blasfemo. En tal caso, sólo existiría la obli­gación de adaptarnos a un universo concebido y determinado de antemano. Y Dios vendría a ser el garante del orden esta­blecido; no sería salvator, como lo llamaron los cristianos, sino conservator, como lo denominaban las religiones romano-helenistas. La consecuencia de esta errónea concepción sería que, si algo funcionase mal, la única transformación legítima del mundo y de la sociedad consistiría en una restauración o retorno de las cosas a su orden ideal. Que luego ese orden ideal se sitúe al comienzo del tiempo —en el paraíso terre­nal— o al final de los tiempos —en una edad de oro futu­ra— carece de importancia desde el punto de vista estructu­ral. En ambos casos, el concepto de creación queda falsificado como una explicación inapropiada, en lugar de ser buena nue­va para los hombres que se sienten oprimidos por su finitud y por la amenaza de la nada absoluta. En cuanto esquema explicativo, no existe diferencia alguna entre concebir la his­toria como desviación de un estado original ideal o concebir­la como un proceso evolutivo que tiende hacia ese estado ideal; en ambos casos, se ignora la contingencia como carac­terística esencial del hombre y del mundo. El carácter histó­rico se atribuye al desarrollo genético de una planificación previa, o bien a una progresión cronológica de tipo lógico-evolutivo, o al mismo progreso. Se olvida aquí el aspecto más esencial de toda historicidad: la finitud. Todo habría po­dido no ser, o ser de otro modo.

Esto puede aplicarse a todo lo que existe en el mundo, en la naturaleza y en la historia. Las instituciones, las realiza­ciones históricas y concretas —como el lenguaje, la cultura y la civilización, e incluso determinadas formas de religión— son perecederas, pueden surgir y desaparecer. No debe extra­ñarnos que un día desaparezcan. Todo es contingente. Apli­cado a la materia: también ella, en cuanto fruto del concurso entre el azar y la necesidad, es un resultado fáctico que no tiene por qué existir necesariamente o que podría existir de

Creación: permanencia de Dios en la realidad finita 161

otro modo. La finitud de cualquier proceso evolutivo queda anulada si se concibe la creación como explicación de los fe­nómenos en la naturaleza y en la historia. Esto vale también del hombre. Si somos creados, es decir, si somos creados a imagen y semejanza de Dios, el hombre ya no será un mero conservator, restaurator y descubridor de lo que previamente existe en la naturaleza. Se convierte, más bien, en el prin­cipio de sus propias acciones y de todas las transformaciones que realizará en el mundo y en la sociedad; se convierte in­cluso en el principio de todo aquello que podría también no ser, pero que de hecho existe gracias a la voluntad humana libre y finita. Dios crea al hombre como principio de la ac­ción humana; acción que originará, por tanto, el despliegue del mundo y de su futuro, llevándolo a la práctica en medio de situaciones cambiantes. Dios, en efecto, no podrá ser nun­ca el origen absoluto de la humanidad del hombre; no será, por consiguiente, creador si el hombre es mero ejecutor de un plan divino preconcebido. Por el contrario, Dios crea al hombre como ser libre que proyecta su propio futuro humano y debe realizarlo en las situaciones contingentes, gracias a su voluntad humana libre y finita; voluntad que puede elegir entre diversas soluciones, incluso entre el bien y el mal. Esta distinción entre lo bueno y lo malo no es previa a la libertad, sino que es obra del hombre mismo que elige libremente. En caso contrario, se suprimiría, aunque de modo sutil, la mun­danidad del mundo y la humanidad del hombre.

Todavía a principios del siglo xix, un documento pontifi­cio condenaba la vacunación contra la viruela, considerada en aquel tiempo como castigo divino. Esta condena se debió, una vez más, al erróneo modo de concebir y explicar la crea­ción. Incluso en nuestros días, el nacimiento de un hijo de­forme, si bien no se considera como castigo de Dios, se inter­preta con frecuencia como una forma de pedagogía divina; también en esto se observa un falso modo de concebir y ex­plicar la creación. Estas interpretaciones blasfemas no hubie­ran sido necesarias si se hubiera profundizado más en la fe cristiana sobre la creación y, con ello, en las incalculables po­sibilidades que encierra nuestra contingencia. Ni Dios ni la

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criatura son responsables de esas posibilidades, aunque no permanecen indiferentes ante ellas. Se trata de fenómenos que exigen una toma de postura.

La tarea de transformar el mundo y de alcanzar una so­ciedad mejor y más humana, una tierra nueva, está confiada al hombre finito; éste no podrá, por tanto, esperar que Dios resuelva nuestros problemas. Una fe correcta en la creación no nos permite delegar en Dios lo que constituye nuestra misión en el mundo, a la vista de la inexorable frontera que existe (para nosotros) entre lo infinito y lo finito; en virtud de tal frontera, Dios vive en su propia realidad y el hombre en este mundo. Vencer el sufrimiento y el mal dondequiera que se encuentren, recurriendo a todos los medios científicos y técnicos posibles, con la ayuda de otros hombres, y si es necesario, cuando no quede otra salida, recurriendo quizá también a la revolución, es nuestra tarea y nuestra cruz en toda finitud. Sólo es tarea de Dios en el sentido de que la realizamos en su presencia, y se trata de un tema humano que le afecta profundamente. El aspecto que ofrece el mundo, con todos sus azares y concatenaciones causales, ha de ser comprendido a partir de la voluntad histórico-social de la humanidad misma en su relación dialéctica con la naturaleza.

Ello implica también, en principio, la posibilidad de una negación extrema, entendida como anticipación o proyecto de futuro del mismo hombre. La fe en la creación no nos infor­ma sobre la naturaleza íntima del hombre, del mundo y de la sociedad: descubrirla es tarea de la filosofía y de las cien­cias naturales. No obstante, la fe nos revela la contingencia de todas sus formas y el hecho singular de que el mundo ha sido confiado al hombre como posibilidad para que, según su conciencia, lo transforme dentro de las posibilidades de la contingencia. El mundo es una posibilidad de proyectos hu­manos de sentido a realizar en libertad, aunque el futuro nunca sea mero resultado de la planificación y realización del hombre; de ahí que la vida contingente del hombre exija una notable disponibilidad para la aceptación y, en este sentido, también para la sumisión. Se impone, en beneficio de la li­bertad humana, un cierto escepticismo frente a la historia

Creación: permanencia de Dios en la realidad finita 163

de la libertad humana. De hecho, no es posible interpretar el futuro en términos puramente teleológicos, según el esque­ma causa-efecto, ni tampoco de modo meramente tecnológico o lógico-evolutivo. También el futuro es contingente y, por tanto, no será nunca posesión estable de hombres igualmente finitos en un mundo contingente. Según la fe en la creación, sólo Dios es, por tanto, Señor de la historia. El fue quien inició esta aventura, que es, por tanto, su empresa más origi­naria. Pero éste es su ámbito, no el nuestro.

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IV

LA RESERVA DEL DIOS CREADOR

La fe religiosa en la creación posee, pues, una fuerza es­pecialmente crítica y eficaz frente a las concepciones pesimis­tas y optimistas, en última instancia irreales, de la historia y de la sociedad. Así como las transformaciones beneficiosas no acontecen necesariamente según el patrón lógico-evolutivo, tampoco las transformaciones por antonomasia pueden redu­cirse a una desviación humana o a algo antinatural. Tanto la tendencia restauracionista como la de un desarrollo progresi­vo son ahistóricas y representan, en definitiva, una negación de la contingencia y de la caducidad de las formas sociales, políticas, económicas y, por último, de las formas eclesiales que la historia adopta. Desde el punto de vista teológico, hay que hacer valer siempre aquí la reserva del Dios creador, con frecuencia erróneamente reducida a una reserva de tipo esca-tológico. Desde nuestra frontera, esto significa: aceptación de la mutabilidad finita del hombre, del mundo y de la historia. Si creemos en la reserva de Dios no haremos demasiado hin­capié en la finitud del hombre: reserva divina y finitud del hombre y del mundo son dos caras de la misma moneda. Esta reserva no supone un golpe mortal para el hombre (algo que más bien denotaría dualismo o emanantismo), pues más bien nos asegura que la eventual desesperación que la finitud de nuestra existencia podría provocar, queda neutralizada por la presencia absoluta de Dios en el mundo finito de su crea­ción. Es esa presencia la que no cesa de infundirnos esperan­za. El, el Creador, es creador de todo el saeculum, de modo que no existe época alguna, siglo, alguno, ni siquiera una hora, en los que él no esté presente.

Esto significa, además, que el inicio de la historia humana de la libertad coincide con el comienzo de la creación. De ahí se sigue que la sustancialización del futuro, que juzga el pa­sado precrítico y premodemo como una prehistoria irracional,

ha reserva del Dios creador 165

es difícilmente localizable desde un punto de vista filosófico y teológico. También aquí la fe cristiana en la creación puede ejercer su función crítica, recurriendo a lo específico del con­cepto cristiano de Dios. En muchas religiones, la tendencia dualista, que parece congénita al hombre, se resuelve atribu­yendo el origen del bien y del mal, en igual medida, a Dios. Este Dios dispensa con el mismo derecho y en la misma me­dida tanto la vida como la muerte. Ya Job se rebeló contra este modo de ver las cosas. Pero, según la concepción cris­tiana, Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22, 32). Con otras palabras: esta visión teológica únicamente atri­buye a Dios lo positivo, es decir, por su misma esencia, Dios promueve el bien y combate el mal, la injusticia y el sufri­miento. Estas ideas están expresadas, en términos mitológicos, en los salmos de la creación, donde el Dios creador entabla una lucha contra el monstruo demoníaco del mal, contra Le-viatán. Por tanto, para el hombre que cree en Dios, la inspi­ración y orientación de todo su obrar residen exclusivamente en una llamada a promover el bien y la justicia, combatiendo el mal, la injusticia y el sufrimiento en todas sus formas. Pues Dios debe concebirse de tal modo que no puede redu­cirse a mera idea. Nuestro lenguaje sobre Dios está bajo la primacía de la praxis y de la pregunta: ¿hacia dónde nos diri­gimos? He afirmado que esta tarea, en toda su finitud, com­pete a la humanidad: ¿por qué tipo de hombre nos decidi­mos en definitiva?, ¿hasta qué punto tiene el hombre en cuenta su status de criatura, es decir, no sólo el status de su humanidad, sino también, dentro de éste, y por su vincula­ción con la naturaleza, su status de creatura y los límites que la naturaleza le impone? Por la forma irresponsable en que nos hemos acercado a la naturaleza, hemos llegado a entender lo que significa concretamente su finitud. Nos hemos perca­tado de los límites a los que están sometidos los recursos na­turales, la utilización de la energía, la explotación de la natu­raleza y nuestro medio vital. Como consecuencia de ello, hemos comprendido también que la expansión económica tie­ne límites. Hemos visto, por los daños que ha producido, que el desarrollo no es ilimitado.

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166 Reino de Dios: creación y salvación

Propiamente, hemos caído en la cuenta de que nos hemos comportado, aunque dentro de las características del mundo moderno, del mismo modo que el dualismo y el emanantismo del pasado. Hemos buscado la salvación sobrepasando los límites de nuestra condición de criaturas, privando así, de manera egoísta, a las generaciones venideras de su posible futuro. Todo esto es una llamada a lo que podríamos deno­minar urgencia de una ascesis colectiva que responda a nues­tro status de criaturas; nos es lícito ser sólo hombres en un ámbito que es sólo mundo.

V

INAGOTABLE SOBREABUNDANCIA CREADORA

Lo que en el pasado era sólo una tarea de las religiones y del cristianismo, se experimenta hoy como tarea común a todos los hombres. Sin embargo, esto no debilita la fe cris­tiana, sino todo lo contrario. ¿Desde cuándo un modo de entender la realidad es menos verdadero por unlversalizarse, es decir, por ser compartido por muchos? Más bien se con­firma así su verdad. Mas podría argumentarse también del siguiente modo: aun admitiendo que la introducción de mu­chos valores, sobre todo en Occidente, sea un mérito de la tradición experiencial cristiana, hoy, sin embargo, han pasado a formar parte del patrimonio común y, por lo mismo, agra­deciendo al cristianismo los servicios prestados, podremos también prescindir de la fe cristiana (una idea que encontra­mos, a veces, en los más diversos ambientes). Pienso que, en este caso, se reflexiona demasiado poco sobre la inagotable capacidad de esperanza e inspiración que encierra la fe cris­tiana en la creación. La llamada tendencia secularizadora, que considero correcta si se la entiende como progresiva universa­lización de inspiraciones originariamente religiosas, me parece, sin embargo, una funesta conclusión precipitada si se afirma como tesis totalizante. Y ello por dos razones fundamentales.

La primera radica en la finitud misma. La finitud, que, propiamente, es la definición de toda secularidad, no se deja secularizar por completo, pues entonces el mundo moderno tendría que inventar un hechizo para liberar al hombre y al mundo de su esencial finitud. La segunda tazón estriba en el modo de autocomprenderse las religiones y, sobre todo, el cristianismo. Al menos en la tradición experiencial cristiana, las relaciones interhumanas, el verdadero ámbito en el que se realiza la experiencia del «mundo», no se entienden como una orientación exclusivamente ética, sino también, y sobre todo, teologal (la tradición habla de virtus tteológica). La

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168 Reino de Dios: creación y salvación

tradición cristiana ve, pues, en el tejido de las relaciones in­terhumanas, una profunda dimensión religiosa que se vincula con la convicción creyente de que la finitud no es algo aisla­do, sino que se apoya en la presencia absoluta del Dios crea­dor. Y esta presencia se mantiene como fuente inagotable que nunca podrá ser secularizada.

Estoy convencido de que la fuerza crítica y fecunda de la verdadera fe en la creación nos garantiza que lo que en ella hay de valores universalizables y, en ese sentido, susceptibles también de secularización en calidad de inspiración y orienta­ción para el bien de todos los hombres, «escapa» al monopo­lio o particularismo de las religiones y del cristianismo, y no puede nunca agotar el potencial de esperanza e inspiración que contiene la fe en la creación. Secularidad significa, en efecto, finitud. Y aunque la secularidad no religiosa sólo ve en ella finitud, la secularidad religiosa y cristiana descubre en esa finitud la presencia inagotable y absoluta de Dios. Por eso, la finitud o secularidad remitirá siempre a su fuente y causa, a esa inspiración y orientación que trasciende toda secularidad, y que los creyentes llaman Dios vivo, no sujeto a secularización alguna. Precisamente por eso, la fe en la crea­ción es el fundamento de la oración y de la mística. En la creación se oculta un «plus» que no se deja reducir a ningún género de secularidad. Y por eso, tampoco la plenitud de la salvación se deja reducir a lo que los hombres hagan de ella. La salvación del hombre es Dios mismo. Ello implica que la experiencia de fe —nosotros la llamamos «mística», sin alu­dir con ello a cosas extraordinarias— constituye el núcleo de toda salvación humana; se trata de una mística que, partien­do de una experiencia interior de Dios, se orienta hacia el hombre. Así, incluso según el testimonio dé un místico como Eckhart, el modelo de la mística no es María, que se vuelca en la contemplación, sino Marta, que se preocupa activamente por el prójimo. De este modo, la mística se convierte en fuen­te de permanente mejora para la vida humana y para la so­ciedad, en manantial de salvación para el hombre.

VI

SOBREABUNDANCIA ESCATOLOGICA

La salvación cristiana, que abarca también la salvación terrena, se resiste a todo intento de definición; la salvación terrena se convierte así en un gran misterio. No podemos reducir las posibilidades de Dios a nuestras limitadas esperan­zas de salvación. Todo intento de definir concretamente la salvación definitiva se expone a caer en la megalomanía o a reducir las posibilidades de Dios, otorgando así al hombre menor importancia de la que Dios le otorga (II, 774-788).

Dada esta imposibilidad de definir la salvación, es decir, la integridad perfecta y universal de todos los hombres, vivos y muertos, nadie puede vivir plenamente o narrar en su inte­gridad el desenlace de esta historia de Dios con el hombre, en Jesús. En el mejor de los casos, la muerte del hombre sig­nifica el final de una historia de liberación. ¿No existe, pues, posibilidad de salvación ni siquiera para quien ha transmitido a los demás la antorcha de la liberación y la ha mantenido encendida entre los hombres, sufriendo quizá por ello el martirio? La realización final del itinerario salvífico de Dios con el hombre no podrá ser, por tanto, «de este mundo», aunque la irrupción liberadora de Dios entre los hombres, que él quiere salvar y liberar, pueda y deba asumir un con­tenido perceptible en imágenes que se repiten e integran siempre en nuestra historia.

Aunque la salvación definitiva es de naturaleza escatoló-gica y, como tal, no puede ser experimentada como contenido de una experiencia ya presente, la conciencia de fe, que cree en la promesa de una perspectiva salvífica y definitiva, está contenida efectivamente en una experiencia actual, es decir, en los fragmentos de experiencias salvíficas particulares, gra­cias a Jesucristo. Sólo por estas experiencias parciales de sal­vación, la «promesa y anuncio» de salvación definitiva, que realiza la Iglesia, adquieren un significado real a partir de

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170 Reino de Dios: creación y salvación

la historia de Jesús. Si se prescinde de esta historia religiosa de Jesucristo, nos encontramos, como mucho, frente a una utopía liberadora, que sugiere quizá algunas posibilidades de vida y salvación para hombres alejados del horizonte de nues­tra historia, pero que excluye de esta prehistoria al resto de la humanidad, en beneficio de una utopía futura. La salvación definitiva trasciende nuestra experiencia actual —en definiti­va, nadie experimenta su propia salvación—, pero si ese anuncio de salvación puede y debe ser considerado como vá­lido, es porque tiene su fundamento en un contexto expe-riencial presente: Jesús, los que le siguen «en este mundo» y todos los que actúan como él. La promesa escatológica no puede apoyarse exclusivamente en una revelación verbal —por lo demás, la «palabra», desde el punto de vista antro­pológico, expresa siempre una experiencia y una praxis hu­manas—; por tanto, no puede ser un simple anuncio de la salvación futura, definitiva y universal. Pues, ¿qué valor real tendría, de hecho, semejante «anuncio»? Como intérprete de Dios y realizador de su reino, Jesús no actuó siguiendo un concepto preciso de salvación escatológica y definitiva. Vio, en cambio, en y a través de su praxis histórica y, por consi­guiente, limitada, en su «pasar haciendo el bien», curando, liberando de los poderes demoníacos y reconciliando a los hombres, diseñarse la remota visión de una salvación definiti­va, perfecta y universal: «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará con ellos y ellos serán su pueblo; Dios en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (Ap 21,3-4). Así interpre­ta el Apocalipsis cristiano la visión de la venida de Jesús: el reino de Dios en su forma definitiva, que el propio Jesús nos garantiza ya positivamente.

EPILOGO

UNA PREGUNTA CLAVE: LA DIVINIDAD DE JESÚS

Después de todo lo dicho, considero superfluo que se me pregunte si creo en la divinidad de Jesús. Tal pregunta sólo puede brotar de la pusilanimidad o de una exagerada pre­ocupación por la ortodoxia. Pero tomemos en serio incluso esos temores.

Cuando se trata de exponer gradualmente la experiencia de salvación que se realiza en Jesús, orientada hacia una cris-tología explícita, semejante pregunta resulta, en efecto, pre­matura. También es cierto, sin embargo, que, con todos sus proyectos cristológicos, un teólogo es siempre un creyente, pues de lo contrario su mismo proyecto carecería de sentido; el teólogo busca aquello que realmente puede y debe creer, mientras cree cristianamente gracias a la mediación histórica de lo que he llamado «la gran tradición cristiana». Me limito aquí a repetir el contenido de mis dos libros sobre Jesús, con­tenido que habrá quedado suficientemente claro para cual­quier lector sin prejuicios.

Ante todo, pienso que podría tratarse de un falso plan­teamiento del problema. Naturalmente, es obvio que el men­saje de Jesús es incomprensible si los oyentes carecen de una cierta idea de quién es Dios. También los judíos que estu­vieron en contacto con Jesús y «le siguieron» tenían una idea de lo que significa «Dios». Pero, según los cuatro evangelios, en los que se narra una historia kerigmática de Jesús, el sig­nificado total del hombre Jesús, que para los judíos era un correligionario, reside en que, al manifestarse como hombre en medio de los hombres, indicó de un modo especial quién, qué y cómo es Dios, en cuanto salvación para el hombre, y precisamente en la línea de lo que yo quisiera llamar «la gran tradición religiosa judía». En definitiva, el Nuevo Testamen­to no trata de aplicar un concepto extraño de Dios a lo que aconteció en Jesús, sino de exponer el nuevo concepto

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172 Una pregunta clave

—dentro de la tradición judía de Yahvé 1— revelado por Jesús.

Pero la revelación de Jesús, que condujo a los hombres a experimentar en él la salvación decisiva, la salvación de Dios, mantiene viva la pregunta: ¿quién es éste, capaz de hacer tales cosas? Si está en condiciones de comunicarnos una nueva relación con Dios y con su reino, es lógico preguntarse: ¿cuál es su relación con ese Dios? y —sirviéndonos de la respuesta que demos— ¿qué relación tiene Dios con él? En este sentido, la pregunta que nos hacemos no sólo es legítima, sino necesaria, a partir del mismo «acontecimiento Jesús».

Es decir, resulta claro que Jesús cobra «significado» en su ser humano, se define, merced a su relación con Dios. Dicho de otro modo: la esencia más profunda de Jesús con­siste en su vínculo personal con Dios (se aprecia así una afi­nidad con el concepto de «profeta escatológico», que habla con Dios «directamente», «cara a cara», «como con un ami­go»). Indudablemente, nuestra relación creatural con Dios es también esencial para nuestro ser humano. Pero dicha rela­ción no determina a nuestro ser humano en su humanidad (nada, ninguna criatura, puede prescindir de tal relación, pero con esto nada se dice aún sobre la peculiaridad de esa cria­tura). En Jesús las cosas son distintas. Del Nuevo Testamen­to se infiere ya que Dios sólo puede ser definido mediante los conceptos de la vida humana de Jesús, y que Jesús mis­mo, en cuanto hombre, sólo puede ser definido en su huma­nidad plena mediante los conceptos de su singular relación con Dios y con los hombres (también ésta era una nota carac­terística del profeta escatológico). Según el Nuevo Testamen­to, Dios entra de manera totalmente peculiar e incomparable en la definición de qué y quién es el hombre Jesús.

Dios, no obstante, es mayor que su autorrevelación su­prema, decisiva y definitiva en Jesús («el Padre es más que yo», Jn 14,28). El ser humano de Jesús remite, por tanto, esencialmente a Dios y a la venida del reino de Dios por el

' Cf., entre otros, L. Dequeker, Le dialogue judéo-chrétien: un défi a la théologie: «Bijdragen» 37 (1976) 2-35.

La divinidad de Jesús 173

que él mismo sacrificó su propia vida, es decir, «apenas la tuvo en cuenta». Por consiguiente, para Jesús, la causa de Dios —el reino de Dios como salvación para los hombres— era más importante que su propia vida. Ninguna teología po­drá minimizar este dato, amparándose en lo que podríamos llamar un ataque de los hombres contra Dios. Por más que haya hombres que atenten contra Jesús y se conviertan así en culpables a los ojos de Dios, Jesús mismo ha considerado su propia vida menos importante que aquello por lo que lu­chaba: la llegada del reino de Dios como salvación de y para los hombres, y, por consiguiente, menos importante que Dios. La definición, es decir, el auténtico significado de Jesús, radi­ca en esa referencia a Dios —a quien Jesús llamaba creador y Padre— y completo olvido de sí. Según la fe cristiana, Jesús es: a) la revelación decisiva y definitiva de Dios; b) con ello nos muestra qué y cómo podemos y deberíamos ser los hombres. La gloria de Dios se hace visible en el ros­tro de Jesucristo; en ese mismo rostro se nos revela lo que debería ser el hombre. Esta es la interpretación de la fe cris­tiana. De ahí se sigue que la trascendencia de Dios no puede disociarse de su inmanencia ni de su presencia en medio de nosotros. La esencia de Dios es libertad absoluta: ella deter­mina, con total libertad, cómo desea estar entre nosotros, es decir, como salvación para los hombres en Jesús, dentro de esa historia más amplia de salvación que abarca toda la crea­ción, desde el protón hasta el eschaton; todo ello partiendo de nuestra historia, en la que apareció Jesús, ya que no dis­ponemos de una óptica diferente. No es posible separar la esencia de Dios de su revelación. Por tanto, el hombre Jesús, por definición, tiene que ver efectivamente con la esencia de Dios,

Sigo estudiando si podemos o debemos precisar mejor, a nivel teórico, esta realidad y de qué modo. Personalmente, siento miedo de definir, por así decir, hasta el tuétano, el misterio de una persona, máxime cuando se trata de la per­sona de Jesús 2. Cuando los hombres se ven obligados a de-

2 Anteriormente he afirmado que en toda experiencia hay que distinguir (aunque nunca adecuadamente) entre elemento experiencial

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174 Una pregunta clave

cir más de lo que pueden expresar racionalmente, comienzan a narrar relatos o parábolas. La evocación simbólica desbor­da la impotencia conceptual. Y no se trata de ningún agnos­ticismo cristológico. Pero definir (horismós, definición) es también delimitar, y obviamente se corre el riesgo de com­prometer el misterio, de deformarlo bien por abajo (arria-nismo, nestorianismo), bien por arriba (monofisismo) o en la dirección de una mera paradoja atemporal3, eliminando así, en ese Jesús de Nazaret que vivió un tiempo en forma histórica entre nosotros, su aparición histórico-temporal de hombre entre los hombres.

En Jesús, Dios revela su propia esencia, porque en él quiere ser salvación de y para los hombres. Por esta razón he acentuado en mis dos libros sobre Jesús dos aspectos:

1) La salvación del hombre radica en el Dios viviente («vita hominis, visio Dei»).

2) La gloria de Dios estriba en la felicidad, liberación y salvación o integridad del hombre («gloria Dei, vivens ho­mo»; cf. I, 569; II , 629ss, título y reflexiones siguientes). En el hombre Jesús, la revelación de la divinidad y la apertura

y elemento interpretativo, y que un efecto posterior de esta experien­cia debe partir de ambos aspectos. No obstante, dado que existe cierta diferencia (aunque inadecuada), el desarrollo inmanente del elemento interpretativo de los problemas que el mismo modelo de interpreta­ción desencadena puede, desde luego, tener vida propia sin vincularse a la experiencia. Considero, por tanto, que en toda la historia teoló­gica de la cristología han surgido problemas que sólo son consecuen­cia interna del modelo interpretativo utilizado. A la larga, este desarro­llo (puramente inmanente) del modelo conduce a aporías insolubles. Todos los demás perfeccionamientos del modelo pierden su fuerza; ha llegado, por tanto, el momento de que, partiendo de la experiencia originaria, se busque un nuevo modelo que tenga en cuenta la historia originaria. En otros términos: una cristología especulativa debe hacer sitio a la evocación simbólico-religiosa.

3 Lo que J. B. Metz, La fe, en la historia y la sociedad (Ed. Cris­tiandad, Madrid 1979) 145, considera como elemento «rememorativo-narrativo de la soteriología» debe, a mi juicio, repercutir también en una cristología sistemática, problema del que Metz, que es un teólogo fundamental, no se ocupa expresamente, aunque aquí es donde en realidad empiezan las dificultades.

La divinidad de Jesús 175

de un verdadero ser humano, bueno y auténticamente dichoso (en definitiva, la suprema posibilidad humana) coinciden por completo en una única e idéntica persona. Es legítima, pues, la tradición cristiana de la mística de Cristo, que encontró una expresión apropiada en Nicea y Calcedonia, aunque den­tro de las categorías conceptuales de la Antigüedad tardía.