sangre joven - simon scarrow

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Annotation

La batalla de Waterloo (1815) convirtió en dos de lamayores figuras históricas a dos hombres: Wellington

apoleón. Dos hombres nacidos curiosamente en mismo año (1769) y cuyas trayectorias guardan curiosoaralelismos.

Esta primera entrega de la serie, Simon Scarrowelata las trayectorias de las vidas cruzadas de amboersonajes y narra los apasionantes y trascendentales añ

de formación de dos militares y políticos cuynfrentamiento cambiaría por completo la faz de Europa. odo ello con el fondo de los movimientos revolucionarion Francia.

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SIMON SCARROW

SANGRE JOVEN

 Napoleón vs Wellington I

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 Para el tío John Cox

que inspira respeto y afect

a todos los que le conoce

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CAPÍTULO I

Irlanda, 1769

Tras dirigir una última mirada a la habitación pocluminada, la partera se retiró y cerró la puerta al salir. S

volvió hacia la figura del otro extremo del pasillo. «¡Pobrhombre!», pensó, en tanto que, de forma inconscientecaba sus fuertes manos en los pliegues del delantal. N

había una manera fácil de comunicarle la mala noticia. Eequeño no sobreviviría a aquella noche. A ella, que habíraído al mundo a más bebés de los que podía recordar, lesultaba evidente. La criatura había nacido al menos u

mes antes de tiempo, y apenas tenía una chispa de viduando por fin la señora lo había sacado de su vientre co

un penetrante grito de dolor, poco después de medianochEl resultado había sido una cosita pálida que no dejaba demblar, ni siquiera después de que la comadrona la hubier

impiado, le hubiera cortado el cordón umbilical y se hubiera entregado a su madre envuelta en los limpioliegues de una manta de bebé. La señora había estrechadl niño contra su pecho, inmensamente aliviada de que argo parto hubiera terminado.

Así fue como la había dejado en la habitación. Quiz

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uviera unas cuantas horas de consuelo antes de que naturaleza siguiera su curso y convirtiera el milagro dnacimiento en una tragedia.

Con un susurro de la falda al rozar con los tablone

del suelo, se dirigió afanosamente hacia el hombre qusperaba, inclinó rápidamente la cabeza y le informó de ituación.

 —Lo siento, milord. —¿Que lo siente? —Dirigió la vista más allá de

artera, hacia la distante puerta— ¿Qué ha ocurrido? ¿Annstá bien?

 —Ella está bien, señor, está bien. —¿Y el bebé? ¿Ha llegado ya?La comadrona asintió con la cabeza.

 —Es un niño, milord.

Garrett Wesley sonrió con almo y orgullo por unstante, antes de recordar las primeras palabras de artera.

 —¿Entonces qué ocurre? —La señora está bien, pero el niño está delicad

Usted disculpe, señor, pero no creo que sobreviva a esnoche. Incluso si lo hace, será cuestión de días antes de que reúna con su Creador. Lo siento mucho, milord.

Garrett meneó la cabeza. —¿Cómo puede estar segura?

La partera tomó aire para contener su enojo an

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emejante afrenta a su criterio profesional. —Conozco los indicios, señor. No respira como e

debido y tiene la piel fría y húmeda al tacto. El chiquitín niene fuerzas suficientes para vivir.

 —Algo habrá que podamos hacer por él. Hagamovenir a un médico.La partera meneó la cabeza en señal de negación.

 —No hay ninguno en el pueblo, ni tampoco en lolrededores.

Garrett se la quedó mirando mientras discurrebrilmente. En Dublín podría encontrar la atención médic

que necesitaba para su hijo. Si se ponían en marchnseguida, podrían llegar a su casa de Merrion Street ante

de anochecer y solicitar los servicios de un médicnmediatamente. Garrett asintió para sí. La decisión estab

omada. Agarró a la partera del brazo. —Vaya abajo, a los establos. Dígale a mi cochero qu

njaece los caballos y que se prepare para ponerse eamino lo antes posible.

 —¿Van a marcharse? —Lo miró con unos ojo

desmesuradamente abiertos—. No puede ser, señor. Leñora todavía está muy débil y necesita descansar. —Puede descansar en el coche, de camino a Dublín. —¿Dublín? Pero, milord, eso está... —La comadron

runció el ceño mientras intentaba imaginarse una distanc

mayor de la que ella había recorrido en toda su vida—. E

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un viaje demasiado largo para su esposa, señor. No está eondiciones. Tiene que descansar, tiene que hacerlo.

 —Ella estará bien. Es el niño el que me preocupecesita un médico; usted ya no puede hacer nada más po

l. Ahora vaya a decirle a mi cochero que prepare earruaje.La mujer no dijo nada; se limitó a encogerse d

hombros. Si el joven lord quería poner en peligro la vida du esposa por un bebé enclenque que sin duda iba a moria decisión era suya. Y tendría que vivir con laonsecuencias.

La partera hizo una reverencia, salió corriendo hacas escaleras y descendió por ellas pisando fuerte con suotas. Garrett lanzó una última mirada de desprecio e

dirección a la mujer, antes de darse la vuelta y apresurars

asillo abajo hacia la habitación que ocupaba su esposa. Sdetuvo un instante frente a la puerta, preocupado por alud de su mujer en el dificultoso viaje que iban mprender. En aquel momento, se preguntaba si estab

haciendo lo más adecuado. Quizá la comadrona tuvie

azón después de todo, y el niño muriera mucho antes dque pudieran encontrar a un médico lo bastante cualificadomo para salvarle. En tal caso, Anne habría sufrido e

vano la incomodidad del traqueteo del coche por el caminleno de surcos que conducía a Dublín. Y lo que era aú

eor, el Viaje también podía poner en peligro su propi

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alud. Una muerte segura si se quedaban allí. Dos posiblemuertes si se marchaban a Dublín. Una certeza contra unosibilidad. Visto así, Garrett decidió que debían correr eiesgo. Movió la manija de hierro para abrir la puerta

ntró en la habitación.El mejor aposento del mesón era una reducidstancia de húmedas paredes de yeso con un arcón, un ase

y una cama grande, por encima de la cual había colgada unencilla cruz. A un lado de la cama, había una mesa sobre l

que descansaba un candelabro de peltre. La llama de las trevelas medio derretidas tembló levemente con el aire que sriginó al abrirse la puerta. Anne se movió bajo loliegues de las mantas y abrió los ojos con un parpadeo.

 —Amor mío —murmuró—, tenemos un hijo, mira.Ayudándose con el brazo que tenía libre, se incorpor

poyándose en el cabezal y con un gesto señaló el pequeñulto que sostenía con el otro brazo.

 —Ya lo sé. —Garrett se obligó a devolverle la sonris—. Acaba de decírmelo la comadrona.

Se acercó a la cama, se arrodilló junto a su esposa y l

omó la mano entre las suyas. —¿Adonde ha ido? —A avisar para que nos preparen el coche. —¿Para que lo preparen? —Anne parpadeó y mir

hacia los postigos, pero no se colaba ni un atisbo de luz po

os bordes— Aún es de noche. Además, estoy cansada, m

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mor. Muy cansada. Tengo que descansar. Seguro quodemos quedarnos un día aquí, ¿no?

 —No. El niño necesita un médico. —¿Un médico? —Anne parecía confusa. Le soltó la

manos a su esposo y con mucho cuidado retiró un pliegudel suave lino que envolvía al bebé. Bajo el cálidesplandor de las velas, Garrett vio el rostro hinchado debé, que tenía los ojos cerrados y los labios inmóviles. Eítmico movimiento de las aletas de la nariz era el únicndicio de vida. Anne acarició la frente arrugada del niñon el dedo—. ¿Por qué un médico?

 —Está débil y necesita atención adecuada lo anteosible. El único sitio donde podemos conseguirla coeguridad es en Dublín.

Anne torció el gesto.

 —Pero eso está como mínimo a un día de viaje. —Precisamente por eso he dado órdenes de qu

reparen el coche. Debemos marcharnos enseguida. —Pero, Garrett... —¡Calla! —Le puso un dedo en los labios co

uavidad—. No debes esforzarte. Descansa, querida. Nmalgastes tus fuerzas.Se puso de pie. Al otro lado de los postigos se oía e

rajín que había abajo, en la cochera; uno de los mozos duadra soltó una maldición y las puertas chirriaron sobr

as oxidadas bisagras. Garrett hizo un gesto con la cabez

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hacia la ventana. —Debo irme. Hará falta mano dura si queremo

onernos en camino a tiempo.Abajo, en el patio adoquinado de la posada, había do

aroles encendidos colgados de unos soportes en xterior de la cochera. Habían puesto una cuña en lauertas para que no se cerraran y, en el interior, unaiguras borrosas estaban poniendo los arreos a los caballo

 —¡Dense prisa! —les gritó Garrett mientras cruzabl patio—. Tenemos que ponernos en marcha enseguida.

 —Pero si todavía es de noche, mi señor. —Uhombre salió de las dependencias de los sirvienteoniéndose el abrigo, y Garrett desechó la protesta de sochero con un seco gesto de la mano.

 —Nos iremos en cuanto mi esposa se haya vestido

sté lista para viajar, O'Shea. Encárguese de que bajenuestro equipaje. Y ahora saque a esos caballos ahí afuera ngánchelos al coche.

 —Sí, milord. Como desee. —El cochero inclinó abeza y entró en el establo a grandes zancadas—. ¡Vamo

muchachos! ¡Daos prisa, haraganes!Garrett alzó la mirada hacia la ventana de la habitacióde su esposa, y se sintió culpable por no estar a su ladero reconoció que estaba en buenas manos. Volvió a mira

hacia el establo y frunció el ceño.

 —¡Vamos, hombre! ¡Empiecen de una vez!

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CAPÍTULO II

El carruaje salió ruidosamente del patio una hora ante

del alba. Las calzaduras de hierro de las ruedas traquetearoruscamente al dar la vuelta hacia la calle toscamendoquinada y rompieron el silencio de la noche. Los doaroles del carruaje alumbraron momentáneamente scura masa de casas apiñadas a ambos lados. El interio

del coche se hallaba iluminado por una única lámpara sujel mamparo de detrás del cochero. En el asiento, Garreodeaba a su esposa con el brazo y miró la quieta forma du hijo, que ella sostenía en su regazo. La comadrona tenazón. El chiquillo tenía un aspecto débil y laxo. Anne mir

su marido, interpretando acertadamente su expresióreocupada. —La partera me lo explicó todo antes de salir. Sé qu

hay pocas posibilidades de que sobreviva. Debemos confian el Señor.

 —Sí —asintió Garrett.El carruaje abandonó el pueblo y el traqueteo de lo

doquines dio paso al más suave rumor del camino de posin pavimentar que atravesaba la campiña en dirección

Dublín. Garrett echó atrás una de las cortinillas de ortezuela del carruaje y bajó la ventanilla.

 —¡O'Shea!

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 —¿Milord? —¿Por qué no vamos más rápido? —Está oscuro, mi señor. Apenas distingo el camin

or delante. Si vamos más deprisa podemos salimos de

alzada y volcar el carruaje. Ya no falta mucho para qumanezca, señor. Avanzaremos más rápido en cuanto hayun poco de luz.

 —Muy bien. —Garrett arrugó el entrecejo, cerró ventanilla y se dejó caer nuevamente en el asientcolchado. Su esposa le cogió la mano y le dio un ligerpretón.

 —O'Shea es un buen hombre, querido. Sabe que debpresurarse.

 —Sí. —Garrett se volvió hacia ella—. ¿Y tú? ¿Qué tstás?

 —Bastante bien. Nunca me había sentido tan cansadaGarrett se la quedó mirando con los labios apretados

 —Debí dejarte en la posada para que descansaras. —¿Cómo dices? ¿Y hubieras llevado a nuestro hijo

Dublín tú solo?

Él se encogió de hombros y Anne se rio. —Querido, por mucho que piense que eres umagnífico esposo, hay ciertas cosas que sólo una madruede hacer. Tengo que estar con el niño.

 —¿Ha tomado el pecho?

Anne asintió con la cabeza.

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 —Poco antes de salir de la posada ha estadanteando. Pero no ha comido suficiente. No creo quenga fuerzas. —Llevó el dedo meñique a los labios debé y los estimuló suavemente, tratando de provocar un

eacción. Pero el pequeño arrugó la nariz y volvió la car—. Parece que no tiene muchos deseos de vivir. —Pobre muchacho —dijo Garrett en voz baja—

Pobre Henry. —Notó que su esposa se ponía tensa cuanddijo su nombre—, ¿Qué ocurre?

 —No lo llames así. —Ella se volvió hacia la ventana. —Pero, si es el nombre que acordamos ponerle. —Sí. Pero puede que no... viva. Había reservado

nombre para un hijo que fuera fuerte. Si muere, entonceno podré utilizar ese nombre para otro. No podría.

 —Comprendo. —Garrett le apretó suavemente

hombro—, Pero un niño cristiano no puede morir snombre.

 —No... —Anne bajó la vista hacia el diminuto rostrSe sentía impotente; sabía que tal vez faltaran escasas horaara el momento en que el bebé expirara, puesto que apena

espiraba en éste. El dolor sería enormemendesproporcionado con respecto a la duración de la vida dequeño. El hecho de darle un nombre a esa criaturinferma sólo serviría para empeorar las cosas, motivo pol que Anne rehuía su obligación.

 —Anne... —Garrett seguía mirándola—. Necesita u

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nombre. —Más adelante. Ya habrá tiempo para eso má

delante. —¿Y si no lo hay?

 —Debemos confiar en Dios para que lo haya.Garrett meneó la cabeza. Eso era típico de ella. Anndetestaba que la vi da le planteara dificultades. Garreespiró hondo.

 —Quiero que tenga un nombre. No tiene por qué seHenry, si no quieres —accedió—. Pero debemos acordauno ahora, mientras aún viva.

A Anne se le crispó el rostro y volvió a mirar por lventana. Pero lo único que podía ver eran las trepidantemágenes de ella misma, su esposo y el niño queflejadas, le devolvían la mirada.

 —Anne... —Está bien —dijo con irritación—. Si te empeña

Pongámosle un nombre. Por el bien que pueda hacerlCómo le llamamos?

Garrett se quedó mirando al niño un moment

maravillándose de la intensidad de sus sentimientos hacl bebé y temiendo al mismo tiempo el veredicto de artera. Que Anne lo hubiera llevado en su vientre tanto

meses; que hubiera notado sus primeras sacudidas; quhubiera sabido que llevaba una vida en su interior... Cuand

e había dicho a Garrett la horrible quietud que sentía en

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vientre, habían salido a toda prisa hacia Dublín cegados pol pánico, pero Anne se había puesto de parto por eamino. El niño había nacido vivo y Garrett se sinti

henchido de alivio, pero la sensación se había esfumad

uando la comadrona le explicó con delicadeza que el bebra demasiado débil para sobrevivir. Intentó contener edolor que le inundaba el corazón.

 —¿Garrett? —Anne alzó el rostro para mirarle a lojos—. ¡Oh, Garrett! Lo siento muchísimo. No te estoyudando demasiado, ¿verdad?

 —Yo... Estaré bien. Dentro de un momento.Se enderezó, estrechó más a su esposa y, a pesar de

raqueteo del carruaje, notó la tensión de su cuerpo. Fuera primera luz trémula, pálida y gris del amanecer manchabl borde de las montañas del este. El cochero hizo restall

a fusta en el aire por encima de las cabezas de los caballoque acrecentaron el paso.

Anne se obligó a concentrarse. Hacía falta unombre... enseguida.

 —Arthur.

Garrett sonrió y miró a su hijo. —Arthur —repitió—, Como el rey. El pequeñrthur. —Acarició la sedosa frente del niño—. Bonit

nombre. Algún día será tan valiente y aguerrido como shomónimo.

 —Sí —repuso Anne con voz queda—, Justo lo que y

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ba a decir.

* * * 

Un amanecer gris y con llovizna despuntó por ampiña irlandesa; el camino lleno de surcos no tardó e

quedar embarrado y el fango succionaba las ruedas dvehículo, que avanzaba salpicándolo todo. Al mediodíhicieron una breve parada en una pequeña ciudad para quos caballos descansaran. Anne se quedó en el coche con e

niño e intentó volver a darle el pecho. Igual que ante

rthur abrió los labios buscando el pezón que le ofrecíaero, tras dar unas pocas chupadas convulsas, apartó ostro, atragantándose y babeando, y ya no quiso más.

Cuando la luz del día se desvanecía y, una vez más, scuridad volvía a ceñirse en torno al carruaje, el camin

de posta serpenteó rodeando una ladera y, allí delantGarrett distinguió el lejano titileo de las luces de laventanas: la capital estaba ya a la vista. O'Shea tuvo quminorar la marcha una vez más y se puso en pie para ver amino, de modo que no fue hasta dos horas después dnochecer cuando el carruaje entró en la ciudad y recorri

as calles ruidosamente hacia la casa de Merrion Street.

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Garrett ayudó a bajar a su mujer y al niño y locompañó al interior, donde dio órdenes de quncendieran un fuego en el salón enseguida; también pidi

que prepararan un poco de comida caliente para él y s

sposa. Luego mandó a unos sirvientes a buscar a un ama dría y al doctor Kilkenny, el médico más reputado de iudad.

Hicieron pasar al médico al salón justo cuando Anne Garrett estaban terminando el caldo. Garrett se puso en pide un salto y saludó al doctor estrechándole su mannguantada.

 —Gracias por venir tan pronto. —Sí, bueno, me han dicho que era urgente. —A

doctor le olía el aliento a vino—. ¿Dónde está mi pacientWesley? ¿Es esta joven señora?

 —No. —Anne hizo un gesto hacia la cuna, que shallaba al calor del fuego—. Se trata de nuestro hij

rthur. Nació anoche. La matrona dijo que estaba mal euanto lo vio. Aseguró que podíamos esperarnos lo peor.

 —¡Ah! —El médico meneó la cabeza—. ¡Esta

omadronas! ¡Qué sabrá de medicina una mujer! ¡Y encimuna mujer irlandesa! No habría que permitir que sronunciaran sobre asuntos médicos. Sus atribucioneonsisten puramente en atender partos. Bueno, ¿qué le pasl niño?

 —No quiere tomar el pecho, doctor.

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 —¿Cómo? ¿Nada en absoluto? —Sólo ha dado unas cuantas chupadas. Luego s

traganta y no quiere más. —¡Hum! —El doctor Kilkenny dejó su maletín junto

a cuna, se quitó el abrigo y se lo entregó a Garrett antes dnclinarse sobre el bebé y retirarle los pañales con cuidadrrugó la nariz ante aquel olor que le era tan familiar—, A

menos no le pasa nada en los intestinos. —Lo cambiaré. —Un momento, espere a que lo haya examinado.Anne y Garrett observaron preocupados y en silenci

l médico que, inclinado sobre su hijo, examinabminuciosamente su diminuto cuerpo bajo el temblorosesplandor de las velas de la araña. En la cuna se oyó u

débil llanto cuando el doctor presionó suavemente

stómago del pequeño y Anne se sobresaltó, alarmada. Edoctor Kilkenny miró por encima del hombro.

 —Tranquila, querida señora; eso es perfectamentnormal.

Garrett le tomó las manos a su esposa y se las sostuv

on firmeza hasta que el médico terminó su examen y snderezó.Garrett lo miró.

 —¿Y bien? —Puede que viva.

 —Puede que viva... —susurró Anne—. Creí que uste

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odría ayudarnos. —Mi querida señora, un médico sólo puede hace

iertas cosas para ayudar a sus pacientes. Su hijo está débiHe visto a muchos como él. Algunos se pierden mu

deprisa. Otros aguantan días, incluso semanas, antes ducumbir. Incluso algunos sobreviven. —Pero, ¿qué podemos hacer por él? —Mantenerlo caliente. Intentar amamantarlo tan

menudo como pueda. También debe hacerle fricciones coun ungüento que le dejaré. Una vez por la mañana y otra poa noche. Es un estimulante. Podría suponer perfectamena diferencia entre la vida y la muerte. Puede ser que

niño llore cuando se lo aplique, pero usted olvide laágrimas y siga con el tratamiento. ¿Entendido?

 —Sí.

 —Y ahora, tráiganme el abrigo, por favor. Lemandaré la factura por la mañana. Les deseo buenas noche

En cuanto el doctor se hubo marchado, Garrett se dejaer en una silla cerca de la cuna y se quedó mirando ebé con impotencia. Arthur abrió los ojos un momento

ero el resto de su cuerpo parecía igual de flojo y exánimque antes. Garrett lo observó durante un rato y luego srotó los ojos: estaba agotado.

 —Deberías irte a la cama —le dijo Anne con vouave—. Tienes que descansar. Debes ser fuerte en lo

róximos días. Voy a necesitar tu apoyo. Y él también.

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 —Se llama Arthur. —Sí. Ya lo sé. Ahora vete a la cama. Yo me quedaré

quí con él. —De acuerdo.

Cuando Garrett abandonó la estancia, su esposa mirl bebé y le acarició la frente con aire cansino.

* * * 

Al día siguiente, Anne siguió intentando amamantar niño, pero éste no tomaba casi nada de su leche y parec

onsumirse ante los ojos de sus padres. Al principio, eequeño berreaba cuando le aplicaba el ungüento; pernne descubrió que, al cabo de unos momentos, una ve

untado con aquella pomada que olía débilmente a alcohol niño buscaba rápidamente el consuelo de su pecho.

Anne y Garrett mantuvieron en secreto el nacimientuesto que no querían recibir interminables visitas dmigos y parientes preocupados. Ni siquiera hicieron llega noticia a su casa en Dangan para que sus otros hijoonocieran la existencia de un nuevo hermano.

Al cuarto día del nacimiento del pequeño, una Ann

xcitada irrumpió en el estudio de su marido para decir

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que, por fin, Arthur mamaba como era debido. Y comontinuó mamando, lentamente fue ganando peso y color mpezó a moverse y retorcerse tal como tienen que haceos bebés. Hasta que al fin quedó claro que iba a vivir. Sól

ntonces, el primer día de mayo, más de tres semanadespués de su venida al mundo, los padres anunciaron nacimiento de Arthur Wesley, tercer hijo del conde dMornington, en los periódicos de Dublín.

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CAPÍTULO III

Córcega, 1769

El archidiácono Luciano acababa de empezar onsagración cuando Letizia rompió aguas. Ella estaba die bajo el haz de luz que un sol brillante proyectaba ravés de la alta ventana arqueada, situada detrás del altar da catedral de Ajaccio. Era un caluroso día de agosto, y luz traía con ella un calor abrasador que le provocaba unensación de sofoco y picazón bajo los pliegues de s

mejor ropa, la que llevaba únicamente para ir a misLetizia notó las gotas de sudor que le corrían por debajo d

os brazos, lo bastante frías para hacer que se estremecierY como en respuesta a todo ello, el bebé que llevaba en lnorme hinchazón de su vientre había empezado a daatadas.

Letizia sonrió. ¡Qué distinto era de su primer hijo

Giuseppe había permanecido tan quieto en su útero quhabía temido tener otro bebé muerto. Sin embargo, ahora un niño perfectamente sano. Dócil como un corderito como el que llevaba en sus entrañas, que en aqureciso momento parecía estar forcejeando para salt

obre el mundo. Tal vez se debiera a la naturaleza de s

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oncepción y a la vida que Carlos y ella se habían vistbligados a llevar durante su embarazo. Habían pasado má

de un año combatiendo a los franceses: largos meses daminatas por las escarpadas montañas y los valles oculto

de Córcega, mientras preparaban emboscadas contra laatrullas francesas, o atacaban uno de sus puestos dvanzada y mataban a la guarnición, para luego huir hacia nterior antes de que llegara la indefectible columna dnfantería con la intención de darles caza. Meses dsconderse en cuevas en compañía del tosco grupo dampesinos que Carlos comandaba. Patriotas, cazadoomo si fueran animales.

El niño había sido concebido en una de esas cuevaecordó ella. Fue en una glacial noche de invierno, pocntes de Navidad, cuando ella y Carlos yacían en una cam

de ramas de pino, tapados con unas mantas sucias y raídaEn torno a ellos, sus seguidores habían continuaddurmiendo, o lo habían fingido, mientras el jefe y su jovesposa se movían sin hacer ruido bajo las mantas. Ella n

había sentido ninguna vergüenza. No cuando el día siguient

odía traer consigo la muerte para uno de los dos, o parmbos, dejando huérfano a Giuseppe en casa de subuelos.

Habían luchado contra los invasores durante todo nvierno hasta las primeras floraciones de la primavera,

durante todo ese tiempo Letizia sintió que la vida crecía e

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u interior. Con los primeros éxitos de la rebelión, Carloy los demás patriotas habían estado tan seguros de victoria que el general Paoli abandonó su guerrilla dncesantes escaramuzas y condujo a sus fuerzas a la batal

n Ponte Nuovo, donde habían sufrido una derroplastante a manos de las ordenadas filas y las descargamasivas de los soldados profesionales. Murieroentenares de hombres; su pasión por la independencorsa era inútil contra las balas de plomo de los mosquete

que atravesaban sus filas como una exhalación. Uderroche de hombres magníficos, pensó Letizia. Paohabía desperdiciado sus vidas para nada. Después de Pont

uovo, los patriotas supervivientes se rieron obligados etirarse a las montañas, y allí permanecieron hasta qu

Paoli huyó de la isla y los triunfantes francese

oncedieron la amnistía a los hombres abandonados por sgeneral.

Para entonces, Letizia ya estaba de siete meses Carlos, que temía por su salud y no estaba dispuesto eguir viviendo como un salvaje, había aceptado la ofer

del enemigo. En cuestión de una semana, habían regresadsu casa en Ajaccio. La lucha había terminado. Córcegque había sido propiedad de Génova durante mucho tiemphabía probado fugazmente la independencia y ahora estabn poder de Francia. Así pues, el hijo que llevaba en su

ntrañas nacería siendo francés.

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Sin previo aviso, Letizia notó una explosión de fluidontre los muslos, dio un grito ahogado de sorpresa y sapó la boca con la mano en un instante de confusión emor.

Carlos se volvió hacia ella rápidamente. —¿Letizia?Ella le devolvió la mirada, con los ojos muy abiertos.

 —Tengo que marcharme.Los rostros más cercanos se volvieron hacia ellos co

xpresiones reprobatorias. Carlos intentó no hacerles caso —¿Marcharte? —El bebé —susurró ella—. Ya viene. Ahora.Carlos asintió, le pasó el brazo por sus delgado

hombros y, tras dirigir una rápida inclinación de cabezhacia la enorme cruz dorada del altar, condujo a su muje

or el pasillo hasta la entrada de la catedral. Letizia apretos dientes y se encaminó hacia las puertas anadeandigeramente. Bajo la deslumbrante luz del sol del exterio

Carlos llamó a voces a los porteadores de una silla dmanos que había cerca de allí. Al principio n

eaccionaron, pero en cuanto vieron que la mujer sufría susieron en movimiento. Carlos la ayudó a meterse dentry en tono cortante dio las indicaciones necesarias palegar a su casa. Los porteadores alzaron la litera del suel

y se pusieron en marcha. Carlos fue trotando a su lad

dirigiendo miradas de preocupación a su esposa, que iba e

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l estrecho asiento apretando los dientes y agarrándose couerza a los marcos de las ventanillas. Los porteadoreesoplaban bajo su carga, y su respiración no tardó e

volverse jadeante mientras sus pasos resonaban en las casa

lanqueadas que abarrotaban las estrechas calles djaccio.Carlos oyó un fuerte grito, se acercó más y mir

terrorizado el rostro crispado de su esposa. —Letizia —dijo con un jadeo, y se obligó a sonre

mientras ella lo miraba de reojo—. Ya falta poco, mi amorLetizia bajó la cabeza y soltó un quejido:

 —¡Ya viene! —¡Más deprisa! —les gritó Carlos a los porteadore

—. ¡Más deprisa, por el amor de Dios!La silla de manos dobló una esquina dando bandazos

llí, delante de ellos, estaba la casa: un edificio grande encillo de tres pisos.

 —¡Allí! —señaló Carlos—, ¡Esa de ahí!Los porteadores dejaron la litera en el suel

esadamente, lo cual hizo que su pasajera gritara una ve

más, y Carlos los maldijo mientras abría la endebortezuela de un tirón y sacaba a su esposa de allí. Arrojunas cuantas monedas a los porteadores, hurgó en olsillo del chaleco para sacar la llave, que metió en erradura de hierro con un traqueteo, y empujó la puerta.

Dentro de la casa, la atmósfera era fresca y olía

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humedad. Letizia respiraba con dificultad, con rápidos ntensos jadeos, y recorrió desesperadamente con

mirada el oscuro interior. —Esa silla. —Hizo un gesto con la cabeza hacia un

aja y gastada butaca que había en un rincón—. Ayúdame umbarme.En cuanto se recostó en el brazo del sillón, Letiz

largó las manos para cogerse los bajos de la faldEntonces se detuvo, miró a su esposo, cuya expresióstaba colmada de miedo y preocupación, y supo que él nodría hacer frente a lo que se avecinaba. Su marido sól

había presenciado uno de sus partos, el de un bebé qunació muerto, y al mirar aquel pálido e inerte bulto darne ensangrentada lo había consumido una incontrolabngustia. Iba a tener que hacerlo sin él. Lo haría sin ayud

de nadie. La casa estaba vacía; todo el mundo había ido misa.

 —¡Vete! —Letizia señaló la puerta con un gesto—Ve a buscar al doctor Franzetti.

Tras una mínima vacilación, Carlos se dio la vuelta

e dirigió a la puerta. La cerró tras de sí, y Letizia oyó uido de sus botas resonando calle abajo para ir a buscayuda. Carlos se desvaneció completamente de sensamiento cuando los músculos del estómago se

volvieron duros como el hierro, aferrándola en un crisol d

dolor. Soltó aire entre dientes, luego abrió la boca en u

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grito silencioso y el dolor pareció durar una eternidahasta que por fin fue disminuyendo de intensidad. Sespiración se entrecortaba, y sintió una terrible presión ea ingle. Sus manos tiraron de la orilla de su falda y frunci

os pliegues por encima de la piel suave y estirada de svientre.Letizia soltó un grito al sentir otra contracció

uando ésta llegó al punto culminante, la mujer tensó lomúsculos del estómago y, con un esfuerzo sobrehumanobligó al bebé a salir de su vientre. Por un momento ncurrió nada, sólo una oleada tras otra de dolor y, con un

última reserva de fuerzas, la mujer empujó de nuevo.La tensión desapareció con un rumor resbaladizo,

Letizia se sintió vacía. Se sintió inmediatamente inundador la euforia cuando alargó las manos entre los muslos

erró los dedos suavemente en torno al pegajoso cuerpdel bebé que estaba allí tendido. La criatura se estremecil tocarla y, con lágrimas de alivio y alegría en los ojo

Letizia se llevó al bebé contra su pecho, arrastrando ordón umbilical, de un color gris pálido.

Era un niño.El bebé abrió un poco la boca y una pompa de baba fureciendo en sus labios hasta reventar. Unos dedo

diminutos se movían y se cerraban en pequeños puñomientras Letizia desataba apresuradamente las tiras qu

ujetaban el canesú de su vestido y cortaba con los diente

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l cordón umbilical. Sus pechos hinchados eran mucho mágrandes de lo habitual y, cogiendo su carne pálida con mano ahuecada, le ofreció el pezón al niño. El bebé fruncios labios, empezó a hacer ruidos de succión y luego cerr

a boca en torno al pezón. Letizia sonrió. —Eres un chico muy listo.Cuando Carlos y el doctor Franzetti entraron a tod

risa en la estancia poco después, Letizia los miró con unonrisa.

 —El bebé está bien. Mira, Carlos, un niñerfectamente sano.

Su esposo asintió con la cabeza y el doctor se acercnseguida y dejó su maletín junto al sillón. Examinápidamente al bebé y asintió con satisfacción antes d

darse la vuelta hacia su maletín, de cuyo interior sacó un

inza de acero con la que sujetó el cordón umbilical dequeño cerca del estómago; a continuación, cogió unaijeras y recortó el resistente tejido fibroso del cordón

Cuando terminó, el doctor Franzetti se puso de pie y squedó mirando al pequeño, a su padre y a su madre. Carlo

onreía radiante de orgullo a su nuevo hijo mientraujetaba a su esposa por los hombros. El bebé, aunque shabía saciado de leche materna, no paraba de moverse erazos de Letizia.

 —Está lleno de vida —comentó el doctor Franzet

on una sonrisa que se fue desvaneciendo cuando record

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os dos bebés que Letizia había tenido anteriormente y quno habían sobrevivido—. Es un niño fuerte y sano. Todendría que ir bien y no debería haber problemas. M

marcho.

Carlos retiró el brazo con el que sujetaba a su esposy se levantó. —¡Gracias, doctor! —¡Bah! Si no he hecho casi nada. Fue Letizia aq

resente la que hizo todo el trabajo duro. Tiene una esposmuy valiente, Carlos.

Carlos la miró y sonrió. —Lo sé.El doctor Franzetti cogió su maletín y se dirigió hac

a puerta. Al llegar al umbral se detuvo, se dio la vuelta miró a la mujer y a su hijo en la butaca.

 —¿Ya tienen pensado un nombre? —Sí. —Letizia levantó la vista—. Va a llamarse com

mi tío. —¿Ah sí? —Naboleone.

El doctor Franzetti se puso la gorra y se despidió coun gesto. —Pasaré dentro de unos días a ver qué tal está el niñ

Me despido de ustedes hasta entonces, Carlos, Letizia —ajó la mirada hacia aquel movido bebé y se rio—. Y d

usted también, por supuesto, joven Naboleone Buona Part

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CAPÍTULO IV

En los años que siguieron, Carlos Buona Parte n

odía creer su buena fortuna. No sólo habían confirmado smnistía en la Corte Real de París, sino que además habonseguido un puesto de ayudante en los tribunales djaccio con un salario de 900 libras. El sueldo no era nor asomo una fortuna, pero le permitía alimentar y vestir

u familia y mantener la gran casa que había heredado en entro de la ciudad. Con otro hijo en camino, Carlo

necesitaba el dinero. El nuevo gobernador de Córcega, onde de Marbeuf, le había tomado afecto a aquncantador joven abogado, y ahora actuaba como protecto

de Carlos utilizándolo en su misión de consolidar laelaciones entre Francia y su recién adquirida provincidemás de conseguirle un puesto en los tribunale

Marbeuf también había prometido apoyar la petición quCarlos había presentado a la corona francesa para queconociera su derecho al título nobiliario que ostentaba sadre. En aquellos momentos, había muchas peticioneomo aquélla, pues la aristocracia corsa intentaba que suradiciones se incluyeran en el sistema francés. D

momento, la respuesta a su solicitud se estaba retrasando, ada vez que Carlos sacaba el tema con Marbeuf, el ancian

e daba unas suaves palmaditas en la mano y sonre

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ríamente mientras le aseguraba a su joven protegido que scuparían de ella a su debido tiempo.

Carlos se preguntaba el porqué de aquel retraso. Hacpenas unos días habían aprobado la petición del abogad

Emilio Bagnioli, a pesar de que ésta se había presentado menos seis meses después de la de Carlos. Cierta tardvolvió a su casa acongojado y subió las escaleras hasta rimer piso. El tío de Letizia, el archidiácono de Ajaccio

vivía en la planta baja. En aquel entonces rara vez salía dasa, pues afirmaba estar demasiado enfermo para hacerlo obstante, su familia ya sabía que la verdadera razón e

que no se atrevía a separarse del arcón lleno de dinero quenía escondido en su habitación. Carlos no tenía tiempara aquel hombre adusto, y se limitó a saludarlo con abeza al pasar por delante de aquel hombre, que estab

poyado en la jamba de la puerta. Carlos subió a toda prishasta el primer piso por las escaleras que crujían bajo suies, entró en las dependencias de su familia y cerrápidamente la puerta tras él. Desde la cocina, al fondo dasillo, oyó el ruido que armaban sus hijos, sentados par

enar, junto con el traqueteo de los platos y cubiertos quhacía Letizia al poner la mesa.Letizia lo miró con una sonrisa afectuosa que s

desvaneció en cuanto vio la expresión agotada de ssposo.

 —¿Carlos? ¿Qué pasa?

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 —Todavía no hay noticias de mi petición —contestCarlos al tiempo que retiraba una silla y tomaba asiento.

 —Estoy convencida de que se ocuparán de ella muronto. —Se colocó detrás de él y le acarició el cuello—

Ten paciencia.Carlos no le respondió; en vez de ello, volvió stención hacia sus hijos, que lo miraban fijamente con lontensos ojos de su madre. Entonces, mientras Giuseppeguía mirando a su padre, el más pequeño se llev

hábilmente una gruesa rodaja de salchicha del plato dGiuseppe. En cuanto éste se dio cuenta del robo, hizdemán de agarrar la carne. Naboleone fue demasiadápido para él y le atizó un puñetazo en los dedos

Giuseppe antes de que éstos llegaran a su plato. Shermano mayor soltó un grito y dio un salto en la silla, co

o cual volcó su vaso de agua, cuyo contenido se derramor la mesa. Carlos sintió que perdía los estribos y golpea mesa con los puños.

 —¡Id a vuestra habitación! —ordenó—. ¡Los dos! —¡Pero, padre —exclamó el más pequeño co

ndignación—, es hora de cenar! ¡Tengo hambre! —¡Silencio, Naboleone! ¡Haz lo que te digo!Letizia dejó el cuenco que llevaba en las manos y s

cercó a sus hijos a toda prisa. —No discutas con tu padre. Ve. Ya os llamaremo

uando hayamos hablado.

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 —¡Pero yo tengo hambre! —protestó Naboleone, ruzó los brazos. Su madre soltó un resoplido de enojo y ropinó un fuerte bofetón—. ¡Harás lo que se te dice! ¡hora vete!

Giuseppe ya se había levantado de la silla y, con sigilasó nerviosamente junto a su padre en dirección a uerta y luego corrió por el pasillo hacia el dormitorio quos chicos compartían. Su hermano se había quedadasmado con el golpe y había empezado a llorar, luegontuvo las lágrimas y, con los ojos centelleantes, echó lilla hacia atrás tirándola al suelo y se levantó. Lanzó un

mirada desafiante a sus dos progenitores, antes de salir da habitación dando grandes zancadas con sus cortaiernas. Mientras se alejaba, la puerta se cerró tras él, per

no antes de que oyera decir a su padre en voz baja:

 —Algún día habrá que darle una lección a esmocoso... —Luego bajó la voz, y en la cocina ya sólo s

yó una ininteligible conversación apagada. Naboleone se cansó enseguida de intentar escuchar l

que decían y se alejó con paso suave. No obstante, en luga

de reunirse con Giuseppe en la habitación que compartíaajó sigilosamente y salió de casa. El sol se hallaba bajo el oeste y proyectaba unas sombras alargadas en la calle;

niño se dirigió hacia allí y puso rumbo al malecón djaccio. Con un paso arrogante que no le sentaba bien a s

uerpo pequeño y flacucho, recorrió la avenida adoquinad

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on aire resuelto y los pulgares metidos en los calzoneilbando alegremente para sus adentros.

Cuando salió a la calle que corría a lo largo del puertaboleone se encaminó hacia el grupo de pescadores qu

cuclillados sobre sus redes, las examinaban buscandndicios de desgaste antes de plegarlas y dejarlareparadas para la pesca de la mañana siguiente. Los olore

del mar y de las tripas de pescado en descomposiciórrumpieron en el olfato del pequeño, pero hacía ya tiemp

que se había acostumbrado al hedor y saludó con la cabezmientras se acercaba y se situaba en medio del grupo dhombres.

 —¿Qué tal? —exclamó.Un anciano, Pedro, levantó la vista y esbozó un

onrisa casi desdentada.

 —¡Naboleone! ¿Ya has vuelto a escaparte de tmadre?

El niño asintió con la cabeza y se acercó al pescadomostrando una amplia sonrisa.

Pedro meneó la cabeza.

 —¿Qué ha sido esta vez? ¿No has hecho tus tareasHas robado bizcochos? ¿Has estado intimidando al pobrde tu hermano?

 Naboleone sonrió burlonamente y se agachó al laddel anciano.

 —Pedro. Cuéntame una historia.

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 —¿Una historia? ¿No te he contado ya bastantes? —¡Eh! ¡Pequeñajo! —Uno de los hombres má

óvenes le guiñó un ojo a Naboleone—, ¡Algunas de esahistorias son hasta ciertas! —El hombre se rio y los demá

o imitaron afablemente. —¡Siempre y cuando no tengan nada que ver con amaño de su pesca! —añadió alguien.

 —¡Silencio! —gritó Pedro—, Jóvenes idiotas! ¿Quabréis vosotros?

 —Lo suficiente como para no creerte, viejo. No dejes engañar por sus cuentos chinos, pequeñajo.

 Naboleone le dirigió una mirada fulminante al quhablaba.

 —Yo creo lo que quiero creer. No te atrevas urlarte de él o te...

 —¿Qué? —El pescador lo contempló sorprendido—Qué me harás, enano? ¿Me vas a tumbar? ¿Quiererobarlo?

Se levantó y se acercó al pequeño. Naboleone lo mirde arriba abajo con los ojos entornados, pues el so

oniente bordeaba con una brillante luz anaranjada la mode aquel hombre de aspecto imponente: un pecho anchrazos y piernas musculosos... y pies descalzos. El chiconrió e hizo frente al pescador alzando sus diminutouños. Los demás pescadores se rieron a carcajadas

mientras el hombre les dirigía una sonrisa burlona a su

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migos, Naboleone se abalanzó hacia él y le estampó acón del zapato en los dedos del pie con toda la fuerza da que fue capaz.

 —¡Ayyy! —El hombre retrocedió presa del dolor

chó el pie hacia atrás mientras daba saltitos con su otierna—. ¡Pequeño cabrón! Naboleone dio un paso hacia adelante, levantó la

manos y le propinó un fuerte empujón al pescador, querdió el equilibrio y cayó hacia atrás en una banasta descado. El infortunio del pescador divirtió a suompañeros y el muelle estalló en carcajadas.

Pedro le puso una mano en el hombro a Naboleone e dijo:

 —¡Bien hecho, muchacho! Puede que seas pequeño —dio unas palmaditas en el huesudo pecho del niño—, per

ienes corazón.El hombre estaba intentando levantarse del cesto y s

acudía las escamas de la camisa y los bombachos. —Pequeño cabrón —masculló entre dientes apretado

—. Necesitas que te den una lección.

 —Será mejor que te esfumes. —Pedro empujó aboleone para que se alejara y el chico saltó por encimde las redes y corrió hacia la entrada del callejón máróximo, moviendo sus piernecitas a más no poder, eanto que el pescador salía tras él. Pero el pequeño llegó

allejón cuando su perseguidor todavía estaba sorteando la

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edes y, antes de perderse de vista, le sacó la lengua coire desafiante. Naboleone no quiso arriesgarse omprobar si el hombre había abandonado su persecucióor lo que atajó por una calleja lateral y volvió a salir

muelle a cierta distancia de los pescadores. Aquella tardno podría volver por allí.En el extremo del muelle, se hallaba la entrada a

iudadela en la que el conde de Marbeuf tenía su residencficial.

Al acercarse a la ciudadela, Naboleone vio a un grupde soldados sentados a la sombra de un árbol junto a uerta. Al verlo, los soldados saludaron con la mano y

voces al niño que se había convertido en algo parecido una mascota para ellos. Naboleone les sonrió y se unió a sírculo. Aunque apenas entendía el francés y sólo hablab

un dialecto corso del italiano, había unos cuantos soldadoque hablaban un poco de italiano y más o menos podíamantener una conversación con él. El niño, a su vez, habprendido unas cuantas palabras en francés, entre las que sncluían la clase de maldiciones que los soldados solía

nseñarles a los niños porque les resultaba divertido.Por lo visto lo habían estado buscando, y le indicaroor gestos que se sentara en un taburete junto a ello

mientras uno de los soldados entraba en la ciudadela orría hacia los barracones. Naboleone miró a lo

ranceses y vio que le observaban divertidos y expectante

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Uno de ellos estaba cortando unas gruesas rodajas dalchicha; el pequeño lo llamó, le señaló primero alchicha y luego su boca. El hombre sonrió y le dio unauantas rodajas junto con un pedazo de pan, que arrancó d

una hogaza recién hecha. Naboleone le dio las gracias entrdientes y empezó a embutirse la comida en su bocdiminuta. Se oyó el ruido de unas botas claveteadas sobros adoquines, y el soldado que había ido a los barraconeegresó con unas prendas de ropa cuidadosamente dobladaajo el brazo. En la otra mano, llevaba una pequeña espad

de madera. Se acuclilló frente al pequeño, dejó la espadau lado y desplegó con cuidado la ropa para revelar uequeño uniforme y un sombrero de tres picos para u

niño. El soldado señaló su propio uniforme. —Mira —le dijo en italiano con un marcado acent

rancés—. Son iguales. Naboleone abrió unos ojos como platos de

moción. Dejó la comida que le quedaba en la mano a todrisa y masticó y tragó la que tenía en la boca. Se puso die y cogió la chaqueta blanca con sus bien cosidas vuelta

zules y sus lustrosos botones de latón. Metió los brazon las mangas y dejó que el soldado se la abrochara, tras lual le puso un pequeño cinturón. Al terminar, el hombrmpezó a abotonarle unas polainas negras que llegaba

hasta los bajos de la guerrera, a la altura del muslo. Otr

oldado colocó con cuidado el sombrero de tres candile

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n la cabeza de Naboleone y luego lo rodearon todos panspeccionar los resultados. El niño cogió la espada y se

metió en el cinto, tras lo cual irguió la espalda y los saludóLos franceses se rieron a carcajadas y le dieron una

ariñosas palmaditas en el hombro.Uno de los que hablaba italiano se inclinó hacia él. —Ahora ya eres un soldado como es debido. Pero aú

debes prestar juramento. —Se enderezó y alzó la manderecha—, Monsieur Buona Parte, levante la mano, poavor.

 Naboleone vaciló por un momento. Al fin y al caboquellos hombres eran franceses, y a pesar de la amistad du madre con el gobernador, ella tenía tendencia a expresa

unas opiniones bastante sombrías sobre los nuevogobernantes de Córcega. No obstante, Naboleone bajó

mirada a su bonito uniforme con el mango de la espadintado de color dorado, que le sobresalía del cinturó

Luego levantó la vista hacia los rostros sonrientes de lohombres agrupados a su alrededor y sintió un ávido desede formar parte de ellos. Levantó la mano.

 —¡Bravo! —gritó alguien. —Ahora, pequeño corso, repite después de mí. Jurbediencia eterna a su muy católica majestad el rey Luis..

 Naboleone repitió las palabras sin pensar, mientras sdeleitaba en la alegría de convertirse en soldado y en

dea de todas las aventuras que podría correr, de todas la

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guerras en las que podría combatir; se imaginó como uhéroe que conduciría a sus hombres en una valiente cargeniéndolo todo en contra y triunfaría para oír loesonantes vítores de sus amigos y familiares.

 —¡Bueno! Ya está, jovencito —decía el soldadrancés—. Ahora eres uno de los nuestros.Pero Naboleone seguía pensando en su familia. Volvi

a vista hacia el puerto y vio que ya habían encendido larimeras farolas a lo largo de la calle y las primeraámparas en las casas.

 —Tengo que marcharme —dijo entre dientes con ugesto en dirección a su casa.

 —¡Oh! —se rio el soldado—, ¡Qué pronto desertas! Naboleone empezó a desabrocharse la guerrera, per

l soldado le detuvo la mano.

 —No. El uniforme es para ti. Quédatelo. Ahora yres un hombre del rey y esperamos volver a verte dervicio muy pronto.

 Naboleone miró el uniforme con incredulidad. —¿Es mío? ¿Para quedármelo?

 —¡Pues claro! Y ahora vete corriendo.El niño cruzó la mirada con el soldado. —Gracias —le dijo en voz baja mientras sus pequeño

dedos se cerraban en torno a la empuñadura de la espada duguete—. Gracias.

Cuando avanzó hacia el borde del pequeño grupo d

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oldados, éstos se apartaron ante él como si fuera ugeneral y, cuando se dio la vuelta, alguien gritó una orden odos se pusieron firmes con unas amplias sonrisas aludaron. Naboleone, con expresión severa, les devolvi

l saludo, luego se dio la vuelta y marchó calle abajo hacu casa, sintiéndose tan alto como cualquier hombre y tagrande como cualquier rey.

Por detrás de él, los franceses volvieron a acomodarson su ración nocturna de salchicha, pan y vino. El soldad

que había vestido a Naboleone observó al pequeño mientraste bajaba ufano por la calle y sonrió con satisfaccióntes de volver a unirse a sus compañeros.

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CAPÍTULO V

Cuando Naboleone llegó a su casa ya hab

nochecido, y la bravuconería lo había abandonado nfrentarse a la posibilidad de volver a entrar a hurtadillan su habitación sin que lo descubrieran. Esperó u

momento en el vestíbulo, aguzando el oído para captaualquier sonido de la casa. Desde el primer piso, se oía

as voces de sus padres. El niño se dirigió poco a pochacia las escaleras y, una vez allí, se pegó todo lo que pud

la pared para que las tablas del suelo crujieran lo menoosible y empezó a ascender. Llegó a lo alto con eorazón palpitante por la tensión de su cuerpo; se meti

or la puerta que daba a las dependencias de su familia miró por el oscurecido pasillo hacia el dormitorio quompartía con Giuseppe. No llegó a él. De pronto, spada de juguete que llevaba metida en el cinturón chocontra el rodapié.

Antes de que pudiera lanzarse a recorrer los últimoasos hasta el dormitorio, la puerta de la cocina se abrió d

un tirón y un débil resplandor inundó el pasillo. —¿Dónde diablos...? —empezó a decir su padre, qu

ntonces hizo una mínima pausa en la que su ira dio pasoa sorpresa—. ¿Qué llevas puesto? ¡Ven aquí, chico!

 Naboleone se dirigió con recelo a la cocina, se detuv

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ara quitarse el tricornio, levantó la mirada hacia su padrque se alzaba ante él, y entró en la habitación. Su madrstaba sentada a la mesa y apretó los labios cuando vio

uniforme.

 —¿De dónde has sacado eso? —Fue... fue un regalo. —¿De quién? —De los soldados de la ciudadela.Letizia se levantó y apuntó con el dedo a su hijo.

 —¡Quítatelo! ¿Cómo te atreves a llevar eso? Naboleone quedó impresionado por el tono de su vo

Se desabrochó el cinturón y los botones apresuradamentacó los brazos de la casaca y la dejó sobre la mesa. Luegiguieron las polainas, junto con el sombrero de tres pico

y la espada de juguete. Sus padres no dejaron de mirarl

ijamente. Al final, su padre rompió el silencio. —Dime que no anduviste por las calles vestido co

se uniforme. —Sí lo hice.Carlos puso los ojos en blanco y se dio una palmad

n la frente. —¿Te vio alguien? —preguntó Letizia bruscamente—Contesta! Con la verdad, si no te importa.

 Naboleone hizo memoria. —Estaba cada vez más oscuro. Me crucé con una

uantas personas.

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 —¿Te reconocieron? —Sí. —Estupendo —dijo Letizia con amargura—, ahor

orrerá la voz de que han visto a nuestro hijo vestido con u

uniforme francés. Eso acabará con la reputación qunuestra familia tuvo una vez en esta ciudad. Ya es bastantmalo que tu padre trabaje para los franceses, Naboleone. hora nuestro hijo marcha por la ciudad con un uniformrancés. Los paolistas cubrirán de fango el nombre d

nuestra familia por esto.Carlos se acercó a la mesa y examinó el pequeñ

uniforme. —Estás exagerando, Letizia. Esto es un juguete. U

disfraz. Se lo hicieron como una broma. —Fue un regalo —terció Naboleone—. Es mío.

 —Calla, pequeño idiota —le espetó Letizia corialdad—. ¿No entiendes lo que has hecho? ¿El ridículo el que nos has dejado?

El pequeño negó con la cabeza, apabullado por la ide su madre.

 —Bueno, pues intenta comprenderlo antes de qurruines aún más nuestra reputación. ¿Sabes que siguehabiendo grupos de patriotas corsos ahí afuera luchandomo maquis contra los franceses? ¿Sabes lo que les hacelos colaboradores que capturan?

 Naboleone dijo que no con la cabeza.

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 —Les cortan el cuello y dejan los cadáveres aldonde otros puedan verlos, como advertencia. ¿Quieres qu

nosotros nos ocurra lo mismo? —N-no, madre.

 —¡Basta! —Carlos alzó la mano—. Estás asustando niño, Letizia. —¡Bien! Es necesario que se asuste. Por su bien, a

omo por el nuestro. —Pero no estamos ya en los maquis. Estamos en

iudad. La guarnición está aquí para protegernos. Parestablecer el orden. Los paolistas son poco más quorajidos. Acabarán con ellos antes de que termine el año

Los franceses han venido para quedarse, y cuanto antes lcepte la gente, mejor. Yo ya lo he hecho.

Ella adoptó un aire despectivo.

 —No creas que no me he dado cuenta. No creas quno me indigna que hayamos tenido que vender nuestrderecho inalienable como corsos para salvaguardar uturo de nuestra familia.

 Naboleone observó el enfrentamiento entre sus padre

on inquietud y casi no le salió la voz cuando lonterrumpió. —Yo sólo estaba jugando con ellos, madre. —¡Bueno, pues no lo hagas! ¡Nunca más! ¿EntendidoEl movió la cabeza en señal de asentimiento.

 —En cuanto a esto —hizo un lío con el uniforme y

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ombrero—, hay que deshacerse de ello. —¡Pero, madre! —¡Silencio! Debe desaparecer. Y no tienes que habla

de esto nunca con nadie.

El niño bullía de furia por dentro, pero sabía que debceptar lo que decía su madre o tendría que afrontar unaliza que no olvidaría en mucho tiempo. Dijo que sí con abeza.

 —En cualquier caso —terció Carlos en tono calmad—, has pasado demasiado tiempo correteando por iudad. Casi pareces un salvaje. Mírate. Hay que peinarse pelo. No, mejor aún, hay que cortártelo. Te hace falt

una buena limpieza y un poco de disciplina. Ya es hora dque empieces a ir a la escuela.

A Naboleone se le cayó el alma a los pies y notó u

nudo en el estómago. ¿La escuela? Era como si lo enviarala cárcel.

 —Tu madre y yo hemos estado hablando de elloecesitas recibir educación. Mañana hablaré con el aba

Rocco para que os admita a ti y a Giuseppe en su escuel

Eso supondrá tener menos dinero en casa pero, a juzgar poos acontecimientos de esta noche, no creo que podamoermitirnos el lujo de dejar de enviarte allí.

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CAPÍTULO VI

Irlanda, 1773

Anne se sirvió otra taza de té y miró a través de lauertas del invernadero al lugar donde los niños estabaugando en la hierba. Los dos mayores, Richard y William

ya estaban otra vez dándoles órdenes a Anne y Arthumientras disponían toda una serie de tendederos y sábanade modo que formaran el contorno de un barco. Por habitación de los niños había circulado un libro de pirataque, uno detrás de otro, todos habían devorado ávidamentor lo que en aquellas últimas semanas de verano no había

ugado a otra cosa. El tranquilo Arthur, que había cumplidya cuatro años, no hablaba mucho, como siempre, sino quhacía lo que le pedían y ejecutaba sus órdenes cooncentrada intensidad. Anne lo observó con un graentimiento de lástima. El niño había desarrollado u

ostro delicado. Su nariz describía una leve curvdescendente y sus ojos eran de un brillante azul claro, todllo rodeado por unos cabellos largos y rubios que s

mecían con la suave brisa mientras él se afanaba con sarea.

Anne alzó la taza y bebió delicadamente posando su

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abios en el borde. Junto a ella, en el suelo, dormía su hijmenor, Gerald, que había nacido un año después de Arthuy estaba esperando otro más al que iba a llamar Henry si erun varón.

Garrett estaba sentado al otro lado de la mesa con uliego de partituras extendido sobre ella. Estaba trabajandn una nueva composición y, de vez en cuando, levantaba s

violín y punteaba las cuerdas para probar un nuevo arreglLuego bajaba el instrumento de pronto, agarraba una plumy empezaba a anotar modificaciones de las notas escritan el pentagrama.

Anne tosió ligeramente. —Garrett, ¿qué crees que será de él? —¿Eh? —gruñó su esposo con el ceño fruncid

Mojó la pluma y tachó varias notas con irritación.

 —Arthur.Garrett levantó la vista, ceñudo.

 —¿Qué le pasa? —Antes de continuar con esta conversación deja es

luma, por favor.

 —¿Qué? Ah... de acuerdo está bien. —Se recostó eu asiento y entrelazó las manos con una sonrisa—. Soodo tuyo.

 —Gracias. Me estaba preguntando qué pensabas drthur.

 —¿Qué pienso de él? —Garrett se volvió para mirar

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os niños que jugaban en el jardín, como si se acabara ddar cuenta de que estaban allí—. Bueno, le irá bien.

 —¿En serio? ¿Y qué clase de futuro crees que podrener?

 —Bueno, no lo sé. Algo en el clero, diría yo. —¿El clero? —Sí. Al fin y al cabo no ha dado muestras de posee

dotes intelectuales. No como Richard y William. Inclusquí el pequeño Gerald parece tener una comprensión má

viva de los números y las letras que Arthur. Haremos lmejor para él, por supuesto, pero me atrevería a decir qununca irá a Oxford o a Cambridge.

 —Sí, claro. Tienes razón.En aquel preciso momento, su conversación se vi

nterrumpida por un penetrante grito procedente del jard

y ambos volvieron la cabeza rápidamente. Arthur habaído de rodillas y se agarraba la cabeza. Había una espad

de madera en el suelo junto a él y William miraba a shermano pequeño con irritación.

 —¡Oh, por favor, Arthur! ¡Si sólo fue un golpecito

demás, te dije que te defendieras.Garrett meneó la cabeza y bajó la mirada a su músicDe repente se le ocurrió una idea y volvió a levantar vista.

 —¡Arthur! Ven aquí, hijo mío. —Garrett sonri

uando Arthur entró desde el jardín con paso inseguro—

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Creo que ha llegado el momento de que aprendas a tocar unstrumento musical. ¿Y cuál mejor que el violín? Ven aqu

hijo. Deja que te enseñe.Mientras Anne los observaba, su esposo le ofreció e

violín de adulto con delicadeza y le nombró todas lauerdas. A continuación, cogió el arco y empezó a tocalgunas notas. Al cabo de pocos minutos, Arthur se habílvidado de su cabeza dolorida y sus ojos brillantebsorbían con avidez todos los detalles del instrument

mientras se concentraba en las instrucciones de su padrl final, Garrett retiró una silla y dejó que el niño s

entara con el violín en su regazo; Arthur empezó a serralegremente las cuerdas, que emitieron una serie dhirridos y rechinos espeluznantes. Como era de espera

Gerald se despertó de su siesta sobre los cojines y s

ncorporó rápidamente, alarmado por aquel ruiddiscordante.

Anne sonrió. —Creo que es hora de cenar. Entrad en casa, niño

rthur, devuélvele eso a tu padre y ve a la cocina. Nosotro

vendremos enseguida. —Sí, madre.Garrett extendió las manos para coger el instrumento

 —Gracias. ¿Quieres que te enseñe a tocar esnstrumento como es debido?

Al niño le centellearon los ojos. —¡Oh, sí, padre! M

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gustaría mucho. Garrett se echó a reír. —Bien. Y algún día compondremos música los do

untos.Arthur sonrió con expresión radiante y,

ontinuación, rodeó la mesa apresuradamente para ayudaru hermano a levantarse de los cojines. Se fueron andandos dos hacia la cocina con pasitos forzados, cogidos de

mano. Sus progenitores los observaron mientras slejaban, se miraron y sonrieron.

 —Creo que será músico —dijo Garrett. —Que Dios nos ayude —murmuró Anne—. Algún dí

us conciertos de caridad serán nuestra ruina. —¡Debería darte vergüenza! Podemos permitírnosl

demás, es mi deber cristiano divulgar la cultura entre lomás desfavorecidos.

 —Yo creía que tu principal deber cristiano era eienestar de tu familia.

 —Lo es, querida. —La miró fijamente—. Ahorstamos hablando del pequeño Arthur. Sin embargo, creeriamente que podría servir para una carrera musical.

 —¡Qué maravilla! —repuso Anne con ironía un tantmordaz. —Sí, bueno... Mientras tanto debemos buscarle un

scuela. He pensado en una. —¿Ah sí?

Garrett asintió con la cabeza.

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 —La escuela diocesana de Trim. Ya la conoces. Lbadía de Santa María.

Anne miró a su hijo que se alejaba. —¿Crees que es bastante mayor?

 —Querida, si no empezamos a prepararlo ahora para vida, ¿cuándo lo haremos? Si no queremos que quede atráespecto a los logros de Richard y William, debemo

hacerle trabajar duro. —Tienes razón, por supuesto. Es simplemente qu

arece tan... vulnerable. Tengo miedo por él. —No debes preocuparte. Le irá bien —añadió Garre

ara tranquilizarla.

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CAPÍTULO VII

Córcega, 1775

 —¡No iré! ¡No iré!Letizia sacudió al niño por los hombros.

 —¡Irás, y no se hable más! Ahora vístete.Fuera, la primera luz del día hacía resaltar los detalle

de las casas del otro lado de la calle. Letizia llevó a su hijhacia las prendas dispuestas en su cama y las señaló.

 —¡Ahora! —¡No! —le respondió Naboleone con un grito, y s

ruzó de brazos—. ¡No iré!

 —Irás. —Letizia le dio un bofetón—. Vas a ir a lscuela, hijo, y vas a vestirte. Vendrás, desayunarás y tomportarás impecablemente cuando te presenten al aba

O te vas a llevar la paliza de tu vida. ¿Me he explicado colaridad?

Su hijo frunció el ceño y le dirigió una centelleanmirada de desafío. Letizia se santiguó. —Santa María, madre de Dios, dame paciencia. ¿Po

qué no puedes parecerte un poco a tu hermano aquresente? —Hizo un gesto con la cabeza hacia el otr

xtremo del dormitorio, donde Giuseppe se estaba atand

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os cordones de las botas. Iba pulcramente vestido con sopa limpia y el cabello le relucía tras el recientepillado.

 —¿A él? —Naboleone se rio—. No me hagas reí

madre. ¿Quién querría ser como él? Pedazo de mariquita.Letizia volvió a propinarle otro bofetón, éste muchmás fuerte, que dejó marcados sus dedos delgados en mejilla del niño.

 —No te atrevas a hablar así de tu hermano. —Volvió eñalar la ropa—, Y ahora vístete. Si no estás listo cuandegrese, esta noche cenarás pan duro.

La mujer salió de la habitación como un vendaval y sdirigió a la cocina, donde Lucien —su último hijo—erreaba pidiendo más comida.

 Naboleone permaneció inmóvil un momento, con lo

razos cruzados, fulminando la ropa con la mirada. En tro extremo del dormitorio, Giuseppe terminó de atarsos cordones y se quedó de pie junto a su cama, mirandou hermano pequeño.

 —¿Por qué lo haces, Naboleone? —le preguntó e

voz baja. —Disculpa. ¿Has dicho algo? —¿Por qué haces que se enfade tanto contigo? ¿N

uedes hacer lo que te dice aunque sólo sea por una vez? —Pero es que yo no quiero ir a la escuela, ¿sabes? Y

quiero irme a jugar. Quiero volver a ver a los soldados.

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 —¡Pues no puedes! —exclamó Giuseppe entrdientes—. Vas a venir a la escuela conmigo. Tenemos quprender a leer y a escribir.

 —¿Por qué?

El mayor meneó la cabeza. —No se puede ser niño toda la vida. No puedes ser tagoísta. Si quieres ser una persona con éxito cuandrezcas, debes tener educación. Como padre.

 —¡Bah! ¿Y adonde lo ha llevado a él su magníficducación? A ser ayudante en los tribunales, ya lo ves.

 —El trabajo de padre nos da de comer, nos viste hora nos proporciona una educación. Tendrías que estagradecido.

 —¡Pues no lo estoy!Giuseppe meneó la cabeza.

 —Francamente, eres un desagradecido. Aveces nuedo creer que seamos hermanos.

 Naboleone sonrió. —Aveces yo tampoco. Mírate. El niño de mamá. M

das risa.

Giuseppe apretó los puños y avanzó hacia su hermanero Naboleone se mantuvo firme y se rio con desprecio. —¿Qué haces? ¿De verdad quieres pelear conmigo

Te he juzgado mal. Venga, vamos. —Separó los brazos y lhizo frente a su hermano mayor.

Giuseppe se detuvo, meneó la cabeza y salió de

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habitación para dirigirse a la cocina. Ya se había peleadon su hermano muchas veces y sabía que no valía la peno es que Naboleone pudiera con él, simplemente nunc

abía cuándo tenía que rendirse y convertía cualquier riñ

hecha en broma en una pelea sangrienta antes de qunterviniera un adulto que pusiera fin a la disputa. Giuseppno podía evitar desesperarse ante el comportamiento d

aboleone, y lamentaba que su madre no hubiera dado a luun hermano más amable y menos problemático. Al mism

iempo, sin embargo, sentía cierta admiración poaboleone. El no obedecía a nadie, y con frecuencia pagab

on la misma moneda a aquellos que intentaban domeñarldemás, el chico no tenía ni un pelo de tonto. Naboleon

enía una mente igual de aguda que una de esas dagas qulevaban los hombres, y la utilizaba con la misma rapide

En cambio, Giuseppe tenía la sensación de ser un empollóy de tener demasiado afán de agradar. Cuando las amistadede su madre alababan la buena educación de su hijo mayoLetizia apenas daba importancia a los elogios y hablabncesantemente de lo inteligente que era su hijo pequeñ

un cuando sus diabluras la volvían loca. Naboleone permaneció unos momentos de pie en shabitación, en silencio, y luego echó un vistazo a slrededor para asegurarse de que estaba completamenolo antes de quitarse la camisa de dormir y empezar

vestirse.

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Los niños salieron hacia la escuela poco después dmanecer. Aunque a Giuseppe lo llevaron inmediatamente as aulas y empezó las lecciones con los demás alumnos,u hermano lo llevaron a ver al abad, de quien Naboleon

prendía los rudimentos de la lectura y la escritura durantuna hora cada mañana antes de que le permitieran unirse esto de la clase. Luego, después de la comida de mediodíaboleone pasaría otra hora realizando ejercicios d

lfabetización elemental antes de poder volver a casa.Al principio, en cuanto terminaba la escue

aboleone regresaba a los lugares que solía frecuentaero ahora que el abad había despertado su curiosidaasaba mucho más tiempo con los soldados franceses

hacía todo lo posible por aprender el idioma de los nuevogobernantes de Córcega. Dados los sentimiento

atrióticos de su madre, Naboleone se aseguró de no decni una palabra sobre el tiempo que pasaba con los hombrede la guarnición, y le contaba que iba de pesca y a caminaor el campo de los alrededores de Ajaccio. De vez euando sí lo hacía, y volvía a casa con una pequeña pesca

on un conejo que había cazado con una trampa. Inclusntonces había tenido la oportunidad de intercambiar unauantas palabras con los miembros de las numerosaatrullas francesas, que seguían buscando a cualquientegrante de los grupos de paolistas que pudieran habers

venturado más allá de las montañas. Sólo vio a lo

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ebeldes una vez; un grupo de hombres misteriosos qurmados con viejos mosquetes, avanzaban con sigiliguiendo una distante línea de árboles. Poco despué

desaparecieron de la vista, oyó el estallido y traquete

ejano de los disparos de arma de fuego y consideró si irchar un vistazo, pero el miedo pudo más que él y, en lugade eso, volvió corriendo a casa.

 —¡Pobres diablos! —murmuró su padre después dír la historia mientras cenaban.

 —¿A quién te refieres? —preguntó Letizia— ¿A tuntiguos compañeros de armas o a tus nuevos amigos?

Carlos se la quedó mirando fijamente un momentras el cual empujó su plato a un lado y se volvió hacia su

hijos. —¿Cómo ha ido hoy la escuela? ¿Giuseppe?

Mientras su hermano mayor refería con pedanterodos los detalles de su horario, el pensamiento daboleone volvió de nuevo a los hombres que había vist

quella tarde. Muchas de las personas que vivían en Ajaccihabían llegado a considerarlos unos simples forajidos o, e

l mejor de los casos, unos molestos idealistas ilusos. Simbargo, eran corsos; hablaban el mismo idioma quaboleone. Los franceses todavía eran unos extranjeros,

l hecho de haber nacido súbdito francés le resultabxtraño. Así pues, ¿qué era él? ¿Corso o francés? Siempr

que consideraba esa cuestión obtenía la misma respuest

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l era corso. —¿Ya ti que tal te ha ido? Naboleone se dio cuenta de que su padre le estab

hablando y levantó la mirada rápidamente.

 —Me va bien, padre. En realidad, tengo una buennoticia que darte. Hemos estado leyendo acerca de loomanos y los cartagineses y he mejorado mucho. D

hecho, el abad dijo que pronto podría unirme al resto de lase durante todo el día.

 —¿En serio? —Carlos sonrió encantado—. ¡Eso excelente! Y en tan poco tiempo, además. ¡Creo quodavía haremos de ti a un magnífico erudito, jovencito! —largó la mano y le alborotó el pelo a su hijo, mientraaboleone trataba de parecer complacido con erspectiva de ser un erudito. El ya sabía que quería hace

osas con su vida, no pasarse los años estudiando las cosaque habían hecho otros.

 —Bueno, pues ahora me toca a mí dar una buennoticia. —Carlos sonrió. Su familia se volvió hacia xpectante, pero Carlos hizo un gesto con la cabeza hac

l plato vacío que había apartado—. Este estofado estabiquísimo, querida. ¿Hay más?Letizia levantó el pesado cucharón de hierro de la oll

 —Aquí tienes. Pero te voy a romper la crisma costo si no te dejas de jueguecitos y nos cuentas la noticia.

Carlos se rio.

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 —Está bien. La Corte Real de París ha confirmado ertificado del gobernador sobre mi título nobiliario. Mo ha dicho hoy Marbeuf.

 —Por fin —murmuró Letizia— Entonces ya está.

 —Mejor todavía, me he enterado de que ahorenemos derecho a solicitar una beca para que los chicovayan a escuelas francesas.

Letizia se lo quedó mirando fijamente y Naboleonuso cara de desconcierto.

 —¿Eso que quiere decir, padre? —Quiere decir que, dentro de unos cuantos año

Giuseppe y tú podríais asistir a una de las mejores escuelade Francia. Vais a recibir la mejor educación que existeClaro que tendréis que hablar francés con soltura paoder ir, pero hay mucho tiempo para eso.

 —¿Ir a la escuela en Francia? —masculló Giuseppe—Madre, ¿padre y tú vendréis con nosotros?

Ella le dijo que no con la cabeza y se volvió hacia ssposo.

 —Entiendo. Primero nos quitan nuestra tierra. Ahor

vienen a por nuestros hijos. Se los llevarán y loonvertirán en pequeños franceses como es debido.Carlos meneó la cabeza.

 —No es así, querida. Es una oportunidad, una ocasióara que se superen. Una oportunidad que nunca tendrán

e quedan aquí. Esperaba que te alegrarías.

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 —Seguro que sí. Tendré que pensar en ello.Carlos apartó la mirada y dijo en voz baja:

 —Ya he enriado la solicitud a París. Marbeuf lefrendó en cuanto se confirmó mi derecho.

 —Entiendo. —Letizia meneó la cabeza—. Merci.

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CAPÍTULO VIII

 —¡Siempre supe que él podía hacerlo! —sonri

ncantada Letizia blandiendo el informe escolar delante dos ojos de su esposo cuando éste volvió a casa duzgado. Carlos tomó el informe y lo leyó co

detenimiento, mientras su familia se sentaba en torno a mesa con expectación. Los dos años en la escuela del aba

Rocco parecían haber merecido la pena. Dos años y dohijos más, reflexionó Carlos. Además de Giuseppe

aboleone, ahora había tres bocas más que alimentaLucien, Elisa y el pequeño Louis, que todavía no dominabl uso correcto de los cubiertos y estaba ataread

ntentando meterse el mango de la cuchara por la nariz.El abad Rocco era extremadamente elogioso con rogreso de Naboleone. El chico se distinguía e

matemáticas e historia pero, como siempre, sus resultadon las asignaturas artísticas y en idiomas iban muy a la zag

Su comportamiento también había mejorado: loerrinches y peleas con otros niños no eran tan frecuente

y, en tanto que todavía tenía tendencia a cuestionar lutoridad de vez en cuando, en general no estaba causandroblemas. Carlos dejó la hoja de papel sobre la mesa

movió lentamente la cabeza en señal de asentimient

mirando a su hijo.

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 —Es de lo más aceptable. Bien hecho.Los ojos oscuros de Naboleone centellearon d

lacer. —¡Padre! —terció Giuseppe—, ¡Lee mi informe!

 —¿Dónde está? —Aquí. —Letizia lo cogió de la tabla de picar y se lasó a su marido— No hay sorpresas.

Tardó mucho menos tiempo en leer la evoluciócadémica de su hijo mayor. Giuseppe era un niño amablonsiderado y educado que hacía muchos progresos eodas las asignaturas y que parecía mostrar un interéspecial por los asuntos eclesiásticos. Carlos dejó nforme encima del de Naboleone.

 —Bien hecho, chicos. Estoy orgulloso de los doGiuseppe, ¿has considerado hacer de la Iglesia t

rofesión? Se diría que es adecuada para ti. —Ya había pensado en ello, padre.Letizia asintió con la cabeza.

 —Es una buena profesión. Tienes el temperamentdecuado.

 —¿Ah sí? —Oh, sí.Giuseppe sonrió ante aquel elogio, y Carlos se volvi

hacia su otro hijo. —¿Y tú, Naboleone, qué quieres ser de mayor?

 —Soldado —contestó sin dudarlo ni un instante.

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Carlos sonrió. —Es una meta admirable, hijo mío. Creo que serías u

oldado excelente, aunque debes darte cuenta de quendrás que obedecer órdenes.

 —Pero, padre, yo quiero dar órdenes, no obedecerlas —Pues tendrás que estar dispuesto a hacer ambaosas si quieres ser un buen soldado. —Ah...

Letizia empezó a servir la cena: un consistente guisde cabrito y avellanas cocidas; una de las recetas favoritade la familia. Cuando hubo llenado todos los cuencoomó asiento y los niños guardaron silencio, cerraron lojos y juntaron las manos mientras Carlos bendecía

mesa. Los niños empezaron a comer, y ella volvió la miradhacia su marido.

 —¿Te han dicho algo sobre la beca de los chicos?

 —No. No he tenido noticias de la academia dMontpellier. Da la impresión de que al final tendrán que

Autun.Letizia frunció el ceño.

 —¿A Autun?

 —Autun servirá para empezar —dijo Carlos—, Tieneuenos vínculos con algunas de las escuelas militares. Saboleone quiere entrar en el ejército, sería un bue

omienzo para él hasta que pueda encontrar una vacanmejor. Esta mañana he mandado una solicitud a Brienne.

 —Todo eso está muy bien —comentó Letizia en vo

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aja—, pero aunque los chicos consigan las becas, ¿cómodremos pagar el resto de la cuota?

 —Tal vez no tengamos que hacerlo —continudiciendo Carlos—, El gobernador me ha prometido paga

o que nos corresponda.Letizia se quedó helada un momento y luego meneó abeza.

 —¡Pensar que hemos caído tan bajo como para teneque aceptar caridad!

 —No es caridad, querida —repuso Carlobligándose a no alterar el tono de voz—. Él valora muchl servicio que hacemos a Francia.

 —¡Oh, estoy segura de ello! —Además, él se lo puede permitir sin problemas

nosotros no. No sería muy cortés rechazar s

frecimiento. —Ja!Letizia continuó comiendo un momento antes d

volver a dirigirse a su esposo. —¿De verdad crees que será lo mejor?

 —Sí. El futuro de los chicos está en Francia. Es smejor esperanza de mejorar. Así pues, es allí donde tieneque recibir educación.

 —Pero tendrán que marcharse de casa. ¿Cuándvolveremos a verlos?

 —No lo sé —respondió Carlos—. Cuando podamo

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ermitírnoslo, podemos hacer que vengan a casa a pasar lavacaciones, o ir nosotros a verlos.

 —¿Y cómo van a arreglárselas sin mí? —Pregúntaselo —le dijo con firmeza—. Que te diga

o que piensan. ¡Naboleone! —¿Padre? —¿Quieres ir a la escuela en Francia?El niño le dirigió una rápida mirada a su madre.

 —Si tengo que ir...Carlos lo miró y sonrió.

 —¡Bravo! ¿Lo ves, Letizia? Lo entiende. —Pero yo no. —Meneó la cabeza con tristeza—. N

ntiendo qué he hecho para que mis hijos quieran dejarmntes de haber crecido siquiera. Marcharse de casa lvidarme.

 —Madre —Naboleone habló con seriedad—, ynunca te olvidaré. Regresaré tantas veces como pueda. Luro. Y Giuseppe también. —Se volvió hacia su herman

mayor—. Júralo! —Te lo prometo, madre.

Ella encogió sus delgados hombros. —Ya veremos.

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CAPÍTULO IX

La carta llegó en noviembre. A Giuseppe y Naboleon

es habían concedido una plaza en la escuela de Autun parl próximo año, con unas generosas becas otorgadas por

gobierno francés. Para Naboleone, los días pasaron en ustado de nerviosa expectativa. Tenía ocho años y, a pesa

de su espíritu independiente y su gusto por la aventura, cad

vez le inquietaba más tener que marcharse de casa. Nhabría ningún refugio familiar al que regresar al final ddía con el consuelo de la familia a su alrededor. A pesar du buen dominio del francés, él sabía que su acento leñalaría como extranjero.

Partieron una mañana de mediados de diciembre. Toda familia se levantó para despedir a los dos chicos. Inclusl tío Luciano, a quien la gota tenía postrado en cama, salila calle con mucho dolor y les puso unas cuantas monedan la mano para sus gastos personales. Habían alquilado unarreta y un cochero para que llevaran a Letizia y a sus do

hijos al puerto de Bastía, donde ella los acompañaría hasque subieran sin ningún percance a bordo de un barco coumbo a Marsella. La familia, dando gritos de despedida gitando mucho las manos, se quedó mirando el carro quubió con estruendo por la calle, dobló la esquina

desapareció de su vista.

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Carlos se quedó allí unos momentos más, angustiadl saber que no volvería a ver a sus hijos en muchos mese

y finalmente dudando de la decisión de enviarlos a Francilo largo de todos los años transcurridos desde que hab

olicitado su título nobiliario y luego las becas, siempre lhabía parecido lo más sensato, pensando solamente en uturo de los chicos. Ahora había llegado el momento, oncreción de su plan, y se sentía como si le arrancaran orazón.

El carro salió de Ajaccio y empezó a ascender por lampiña circundante mientras el sol se alzaba en el ciel

Giuseppe y Naboleone se apoyaron en el respaldo dsiento trasero y miraron hacia el pueblo, un revoltijo dasas enclavadas junto al mar azul, hasta que finalmente arreta llegó a la cima de una colina y su casa se perdió d

vista. El cochero tomó el camino militar que los francesehabían abierto por el centro de la isla al principio de scupación de Córcega. Dicha ruta serpenteaba a través das montañas y pasaba por pequeños pueblos, algunos de louales seguían en ruinas tras haber sido incendiados por lo

oldados franceses en sus incursiones de represalia. A largo del camino, quedaban pequeños puestos de avanzadn puntos clave, señal de que al menos algunos paolista

mantenían viva la causa de la independencia de Córcega.Cuando el camino cruzó el puente en Ponte Nuov

volvieron a la memoria de Letizia unos recuerdos y

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desvanecidos de los valientes corsos cargando contra lardenadas líneas blancas de soldados franceses... en aqu

mismo lugar, desde el que se dominaba la pradera qudescendía hasta la alborotada corriente y el puente d

aballete. Allí donde pacían entonces las cabras en loastos invernales, mientras su pastor se calentaba lamanos sobre una pequeña fogata. Allí era donde habstado ella, con las demás mujeres y sus hijos, cuando rimera terrible descarga destrozó las filas que formabaus esposos, sus hijos, sus enamorados, haciéndoloedazos ensangrentados. Una tras otra, las descargas habíaesonado en las paredes de las montañas circundantehogando los llantos y gritos de los heridos. Al final, lo

disparos cesaron y por entre la humareda de la pólvorlegaron los alaridos de miedo y pánico. Ante su vist

parecían fugazmente las borrosas formas de los hombreque corrían cuesta arriba, huyendo para salvar la vida. Eorno a Letizia, las mujeres y los niños sumaron sus grito

los de los hombres y, con un miedo atroz que ldesgarraba las entrañas, ella esperó a Carlos que, gracias

Dios, se encontraba con los hombres que escaparon de arnicería de Ponte Nuovo. Pero no era el mismo CarloEste temblaba, tenía los ojos desorbitados e iba manchadon la sangre de sus compañeros. Allí era donde hab

muerto la nación corsa. Letizia se estremeció.

Giuseppe notó el temblor de su madre en el asient

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ontiguo y le tomó la mano. —¿Madre? —No es nada. Es que tengo frío. Ven, abrázame u

momento.

* * * 

Bastía había cambiado mucho desde la última vez quLetizia había visitado el puerto. Entonces ya parecía mátaliano que corso, pero ahora la impronta del gobiernrancés era evidente en todas partes; desde los soldado

uera de servicio que pululaban por las calles hasta louques de guerra franceses que había en el puerto y lonombres franceses de muchos de los comercios del centrde la ciudad.

Letizia se dirigió al domicilio de un consignatario dque Carlos le había hablado, y reservó dos literas para suhijos en un buque de carga que zarpaba rumbo a Marsella día siguiente. Luego alquiló una habitación en una posadercana al puerto y le dijo al cochero que descargara suaúles, antes de dejar que se retirara hasta el día siguiente.

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* * * 

Aunque era invierno, en el puerto había mucho trajínes costó un poco encontrar el barco en cuestión. Ya estab

bordo toda la carga y los últimos pasajeros habíampezado a embarcar cuando Letizia y sus hijos cruzaroon cuidado la pasarela y bajaron a cubierta. Tras ellos, lo

mozos trajeron penosamente los baúles y un marinero le

rdenó que los llevaran abajo, a las abarrotadadependencias destinadas a los pasajeros. El capitáomprobó que los nombres de los dos chicos constaran eu lista y se volvió hacia Letizia.

 —Vamos a soltar amarras enseguida, señora. L

gradecería que se despidiera rápidamente.Ella asintió, se agachó y abrió los brazos. Los doniños se acercaron para abrazarla y ella sintió stremecimiento del llanto a través de los pliegues de suapas.

 —Vamos, vamos —logró decir con voz tensa. En eondo, Letizia se sentía más desgraciada de lo que se habentido en toda su vida, y en aquellos momentos lo únic

que quería era darse la vuelta, llevárselos con ella y volverasa.

 —Madre —le masculló Naboleone al oído—. Madror favor. No quiero ir. No quiero dejarte. —Se apretó má

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ontra su hombro—. Por favor.Ella no sabía si sería capaz de responder y notó u

nsoportable nudo en la garganta mientras parpadeaba paontener las primeras lágrimas. A una corta distancia, e

apitán la miró un momento antes de volver la vista al maoncediéndole unos últimos instantes de intimidad antes dartir. Letizia tragó saliva y se obligó a adoptar unxpresión calmada; soltó a sus hijos y se echó hacia atrá

hasta que los tuvo frente a ella. —Calla, Naboleone. Tienes que ser valiente. Los do

enéis que serlo. Esto es para bien, ya lo veréis. No dejéde escribir tan a menudo como podáis. Ahora sécate laágrimas. —Le dio un pañuelo y él lo apretó contra sostro.

 —Ya está... Bueno, es la hora.

Se levantó y los dos chicos se aferraron a su cinturEl capitán cruzó la cubierta hacia ella y le señaló asarela.

 —Lo lamento, señora, pero...Ella asintió con la cabeza y se separó suavemente d

Giuseppe y Naboleone. Ellos siguieron abrazándola umomento, y entonces el capitán les puso las manos en lohombros.

 —Vamos, chicos, ahora vuestra madre tiene qumarcharse. Necesita que seáis valientes por ella. No

decepcionéis.

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Los niños dejaron caer los brazos a regañadientes y squedaron allí de pie, intentando no llorar. Letizia se inclinara darle un beso en la cabeza a Giuseppe; luego se volvi

hacia Naboleone y le susurró suavemente al oído

«Coraggio».

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CAPÍTULO X

Irlanda, 1776

La abadía se alzaba sobre un terreno elevado frente Boyne y, al otro lado del río, se encontraban las enormeuinas del castillo de Trim. Un foso rodeaba las torres

murallas que a Arthur, que miraba por la ventanilla dearruaje, seguían pareciéndole formidables. Luego astillo se perdió de vista cuando el vehículo cruzó ortón de la abadía y entró en el patio.

Su primera impresión de aquel austero escenario fuque se parecía a una prisión, y la añoranza que sentía por s

asa y su familia lo llenó de pena. Aquel sentimientreció en su interior mientras O'Shea descargaba su exiguaúl con ropa, libros y otras pertenencias, antes de volver

dirigir el carruaje hacia la puerta. O'Shea desapareció tralla, y el sonido de las ruedas sobre la gravilla s

desvaneció rápidamente. Arthur se quedó solo frente a ntrada principal. Todo se hallaba en calma, pero no deodo en silencio. Desde algún lugar del interior de badía, un coro de voces conjugaba un verbo en latín.

 —¡Chico nuevo! —llamó una voz.

Arthur se dio la vuelta y vio a un muchacho no much

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mayor que él que cruzaba el patio desde un edificio lateraEra un chico robusto con un grueso y abundante cabellnegro muy corto. Arthur tragó saliva, nervioso.

 —¿Yo, señor?

El chico se detuvo y echó un vistazo al patio colaborada concentración. —Parece ser que no hay ninguna otra persona a la qu

udiera dirigir mis comentarios. Te hablo a ti, idiota.Arthur abrió la boca para protestar, perdió el valor

n lugar de eso, se ruborizó. El chico mayor se echó a reír —No importa. Tú debes de ser Wesley. —S-sí, señor. —No me llames «señor». Mi nombre es Crosbi

Richard Crosbie. Me han dicho que saliera a buscarte. Tradeja que te ayude con el baúl.

Cada uno agarró una de las correas de los extremodel baúl y lo levantaron con cierto esfuerzo.

 —Por aquí —dijo Richard con un resoplido. Cargaroon el baúl hasta el otro lado del patio y atravesaron urco de piedra que daba a un claustro. En el otro extrem

un pequeño tramo de escaleras llevaba a un dormitorio decho bajo. —Ésta es tu cama. —El chico mayor dejó el baúl en

uelo frente a una sencilla cama que a Arthur le pareciorprendentemente ancha—. Vas a compartirla con Pier

Westlake. El lado izquierdo es el tuyo. El baúl va debajo.

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Arthur se quedó mirando la cama. —¿Camas compartidas? —Por supuesto. Esto no es un palacio. Es una escuel —¿Todas las escuelas son como ésta? —pregunt

rthur rápidamente. —¿Cómo quieres que lo sepa? —Richard se encogide hombros—. Nunca he estado en ninguna otra. Edirector quiere verte ahora. Te mostraré el camino. Ven.

Condujo a Arthur hacia un corto y oscuro pasillo querminaba en una gruesa puerta de roble tachonada.

 —Es aquí —le dijo Richard en voz baja—. Llama y ystá. Te está esperando.

 —¿Cómo es? —susurró Arthur. —¿El viejo Harcourt? —Richard reprimió una sonris

urlona—, Se come a los nuevos para desayunar. Te ver

después, si sigues vivo.Richard se dio la vuelta y se alejó a toda prisa, dejand

l otro niño de pie frente a la enorme puerta. Notó que emblaba la mano cuando la levantó y la acercó a la maderscura. Entonces se detuvo, solo y temeroso. Por u

momento sintió el impulso de darse la vuelta y echar orrer. Pero su determinación se fortaleció un poco, snclinó hacia delante y dio dos golpes en la puerta.

 —¡Adelante!Arthur respiró hondo para calmar los nervios, levant

l pestillo, empujó la puerta para abrirla un poco y se meti

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or el hueco rozando su grueso borde. Al otro lado, habuna amplia habitación iluminada por la luz que penetrabor un arco situado en lo alto de una de las paredes. Lhimenea estaba vacía y no había nada que cubriera la

gastadas losas del suelo. En la estancia predominaba unnorme mesa de trabajo y, tras ella, sentada en una silla despaldo alto, había una inmensa figura con sotana. Tenía uostro ancho y rubicundo, y unos ojos oscuros miraron ecién llegado por debajo de unas cejas hirsutas.

 —¿Es usted Wesley?Arthur dijo que sí acompañando la afirmación con u

eve gesto. —¡Hable más alto, jovencito! —Sí, señor. Soy Arthur Wesley. —Eso está mejor. —El padre Harcourt movió

abeza en señal de asentimiento. Miró al chico de arribbajo sin dar ninguna muestra de aprobación antes de volveu atención a una carta que tenía abierta en su mesa—. Poo visto, sus padres están preocupados por su falta drogreso académico. Bueno, pronto lo arreglaremos. ¿Ha

lgo que haga bien, joven Wesley? —Sí, señor. Sé leer música. Estoy aprendiendo a tocal violín.

 —¿En serio? Vaya, eso es estupendo. Pero aquí no lirve de nada. Esto es una escuela, chico, no una sala d

onciertos. Tenga la bondad de concentrar sus esfuerzos e

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prender lo que intentaremos enseñarle en los próximoños.

 —¿Años? —repuso Arthur débilmente.El padre Harcourt sonrió con frialdad.

 —Claro. ¿Cuánto tiempo imagina que hace falta parque los chicos como usted alcancen un nivel dompetencia aceptable en todas las asignaturas básicas?

Arthur no tenía ni idea y no podía ni imaginárseliquiera, de modo que se encogió de hombros.

 —La respuesta depende de la diligencia con la que splique en sus estudios, joven Wesley. Esfuércese, sebediente y lo hará bien. El hecho de no hacerlo tienomo resultado una paliza. ¿Lo entiende?

Arthur se estremeció y asintió con la cabeza. —Sí, señor.

 —Ésas son las reglas más importantes aquí. Lademás ya las aprenderá enseguida. Ahora debe irse sperar en el salón principal. Pronto será la hora de come

Va a incorporarse a la clase del señor O'Hare. Vendrnseguida para mostrarle quién es. Ahora, retírese.

Arthur asintió y se dio la vuelta hacia la puerta. —Joven!Arthur se volvió sobresaltado y vio que el padr

Harcourt le hacía un gesto admonitorio con el dedo. —En un futuro, cuando un miembro del profesorad

e dé una orden, va a responder: «Sí, señor». O se atendrá

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as consecuencias. —Sí, señor. —Así está mejor. Váyase. —Sí, señor.

* * * 

Los primeros días que pasó en la abadía fueron lomás duros en la vida de Arthur. Al principio, ninguno de lodemás niños le hablaba excepto Richard Crosbie, pero ausí, el chico mayor parecía deleitarse dándole informació

rrónea sobre la escuela y sus normas, por lo que Arthulegó rápidamente a no confiar en nadie y se retiraba eilenciosa soledad como medio para no meterse eroblemas y no llamar la atención de aquellos chicos, quenían tendencia a acosar a los demás. No obstante, al ser hico nuevo, era el principal objeto de su atención, y fu

víctima de toda clase de trucos y conductas maliciosas.Se levantaban cada día al amanecer. Los chicos s

avaban con agua fría extraída de los pozos de la abadía uego se vestían. Todas las comidas se servían en el salón frecían una constante dieta de gachas, caldo, carne salad

y verduras hervidas, que eran servidas con un pedazo de pa

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Se comía en silencio y los profesores patrullabaentamente por el salón con unas cortas varas de sauc

dispuestos a sacudir con ellas a cualquier niño que habla infringiera cualquiera de las reglas de precedencia

decoro en la forma en que ocupaban sus lugares o sevantaban para ir a buscar su comida.Las lecciones tenían lugar en unas celdas que daban

nclaustrado patio interior; en cada aula, veinte alumnoentados en unos bancos desnudos e inclinados sobre unoableros desgastados, lidiaban con los dictados, la

matemáticas básicas, los ejercicios de lectura y loudimentos del latín y el griego. El hecho de no dominaas tareas que imponían los profesores se recompensabon unos golpes propinados con la vara de sauce en la partosterior de las piernas o en la palma de la mano. A

rincipio Arthur gritaba, pero entonces recibía tres golpemás por no controlar su dolor. Pronto aprendió a apretaos dientes con fuerza y a mirar fijamente por encima d

hombro del profesor a un punto de la pared más alejadoncentrándose en contener el sufrimiento. A pesar d

emejantes incentivos para distinguirse en las tareas que mponían, Arthur siguió siendo decididamente un alumnmediocre que pasaba apuros con todas las asignaturas. Loufrimientos se iban acumulando, y su anhelo de volver asa se fue intensificando cada vez más, pasando de ser un

mera añoranza a una especie de sombría desesperación

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ensar que aquella vida dura y cruel no iba a terminar nuncLos sábados y miércoles por la tarde a los chicos s

es permitía salir a los terrenos de la abadía, y Arthur sdirigía directamente al puente que cruzaba el Boyne

xploraba las ruinas del castillo de Trim. A menudoequeños grupos de niños jugaban allí a caballeromedievales, arremetiendo los unos contra los otros cospadas y lanzas improvisadas y conteniendo los golpes el último momento para no infligir daño, pero destrozandsu enemigo con la imaginación, miembro a miembr

Cuando se iniciaban semejantes contiendas, Arthur spartaba silenciosamente de la refriega y los observaba a ombra de una pared cubierta de moho o un arc

derrumbado. No era sólo la perspectiva de hacerse daño lque hacía que se retirara, eran las expresiones salvajes d

us iguales, el disfrute de la violencia en sus rostros. Lsustaba ver con qué facilidad el juego cruzaba una fronte

mal definida hacia una agresión manifiesta.A finales de su primer trimestre, llegó un paquete d

u casa. Contenía un violín en un estuche delicadament

decorado y una breve nota de su padre.Mi querido Arthur:Puesto que en casa demostraste mucha capacidad pa

l instrumento, sería una verdadera pena que no continuaraon tus lecciones. Te mando el violín que me dieron a t

dad. Puede que en estos momentos sea un poco grand

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ara ti, pero no será por mucho tiempo. He hechndagaciones y he encontrado un profesor de músicpropiado cerca de Trim —un tal señor Buckleby— y hrreglado las cosas con el padre Harcourt para que pueda

sistir a clases privadas en Trim una vez a la semana. Estodeseando comprobar tus progresos cuando regreses Dangan.

Tu padre que te quiere.P.D.: Por favor, cuida mucho el violín.Así pues, cada sábado, Arthur abandonaba la abadía

e iba andando a Trim con el enorme estuche del violíajo el brazo. El señor Buckleby vivía en una cabaña diedra con tejado de pizarra situada en el extremo de iudad. Arthur encontró el lugar fácilmente en su primer

visita y, armándose de valor, alzó la aldaba de hierro de l

uerta y golpeó con ella. La puerta se abrió de un tirón cade inmediato y de un modo tan repentino que Arthuetrocedió un paso del susto.

Un hombre enorme vestido con un traje marrón llena entrada. Las medias que llevaba, y que alguna vez fuero

lancas, eran entonces grises y deformes, y le colgaban poncima de las hebillas de latón de sus raspados zapatoUna peluca empolvada se torcía por encima de surrugados carrillos. Llevaba gafas, tras las cuales unos ojoscuros escudriñaron al chico.

 —Le vi acercarse por el sendero, jovencito. ¿Qu

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uedo hacer por usted? —Buenos días, señor —dijo Arthur con voz queda—

Estoy buscando al señor Buckleby. —Doctor Silas Buckleby, a su servicio. Usted debe d

er el joven Wesley, el chico de Garrett. Pase, pase.Se apartó y Arthur entró en el pequeño salón. En tornla estancia, se alineaban montones de partituras atadas

ueltas y, apoyados contra las paredes había instrumentomusicales en distintas fases de reparación. Las motas dolvo se arremolinaban en el ancho haz de luz que entrabor la puerta, y que desapareció repentinamente cuando

doctor Buckleby la cerró de golpe, se dio la vuelta y con ugesto de la mano le indicó otra puerta que había al fondo da sala.

 —Por allí, señor. ¡Debemos empezar enseguida!

Pasó junto a Arthur rozándolo, abrió la puerta deondo de un empujón y le hizo señas para que entrara. L

habitación contigua al salón suponía un fuerte contraston éste, pues se hallaba prácticamente vacía, salvo por un

única silla y dos atriles. Una ventana emplomada daba a u

ardín lleno de maleza y unos tapices descoloridoolgaban en las otras tres paredes. Los tapices mostrabascenas basadas en mitos romanos, y Arthur clavó la miradn los detalles de una escena de las bacanales. Loerspicaces ojos del doctor Buckleby se fijaron en

xpresión del chico.

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 —Los tapices tienen únicamente un propósitcústico. Intente no hacer caso de ellos.

 —Sí, señor. —Resulta que las dotes de algunos de mis alumno

on tales que me veo obligado a amortiguar los chillidos dus atormentados instrumentos todo lo posible, de lontrario me volvería loco. —Sonrió al tiempo que dejabaer su pesada forma en la silla, que protestó con urujido—. Y bien, joven Arthur, ¿sabe quién soy?

 —No, señor. —Arthur se mordió el labio—. Lamento, señor.

El doctor Buckleby agitó la mano. —No importa. Déjeme que se lo cuente. Soy

hombre que le enseñó a tocar el violín a su padre. Tiene ugran talento, y lo ha dedicado a grandes cosas. Oí que e

atedrático de música en Trinity. —Sí, señor. —Pues bien, debemos procurar que se mantenga

radición familiar. —Extendió las manos—. ¡Ahormuéstreme lo que puede hacer con ese instrumento suyo!

* * * 

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Como su padre ya lo había iniciado en el violín, Arthuno tardó en demostrar que era un excelente alumno con ualento innato. Por su parte, el doctor Buckleby era u

magnífico profesor que lograba sacar lo mejor de aqu

niño sensible con una actitud firme pero amable. Prontno hubo nada que Arthur esperara con tantas ganas comus lecciones semanales en Trim.

Por contraste, la vida en la escuela se volvió cansoportable con sus escasas comodidades y dura

disciplinas. Cuando el otoño dio paso al invierno, las fríaaredes de piedra de la abadía estaban húmedas todas la

mañanas, y unas gélidas ráfagas de viento se abrían camintravés de todos los resquicios de puertas y ventana

currucado debajo de sus mantas compartidas, Arthur sasaba las noches temblando y se levantaba cansado par

guantar un día tras otro de memorización. A pesar de quu dominio de las matemáticas era tolerable, siguió s

mostrar ninguna aptitud por los clásicos, para la grarustración y posterior ira creciente de sus profesore

Cuanto más se esforzaba y más lo castigaban por su falta d

rogresos, más abatido e introvertido se volvía, tanto que inal incluso el doctor Buckleby lo comentó. —Arthur, está pensando en otras cosas. Tocó la últim

arte como si manejara un telar. —Lo siento —masculló.

El doctor Buckleby vio que al pequeño le temblaba

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abio, por lo que se inclinó hacia delante y le quituavemente el arco y el violín.

 —Cuénteme qué le sucede, hijo.Por un momento, Arthur permaneció en silencio.

 —Yo... odio la escuela. Quiero irme a casa. —Todos hemos odiado la escuela a veces, chiconcluso yo lo hice. Forma parte del hecho de hacers

mayor. Es lo que nos forma para enfrentarnos a futuradificultades.

 —¡Pero es que no puedo soportarlo! —Arthur levantuna mirada desafiante—, A veces... a veces me quiermorir.

 —¡Tonterías! ¿Por qué iba a querer morirse nadie? —El doctor Buckleby sonrió—. Es duro, pero scostumbrará, se lo prometo.

 —No, no me acostumbraré. No se me da bien. —rthur se sorbió la nariz—. No tengo amigos. No soueno con los deportes. No soy inteligente como m

hermanos. Sencillamente no soy inteligente —concluyon abatimiento—. No es justo.

 —Arthur, todos aprendemos a nuestro propio ritmoHay habilidades que requieren más tiempo y aplicacióHay algunas cosas que aprendemos más rápido que otraSus aptitudes con el violín, por ejemplo. Usted es como sadre. Tiene un don muy poco común. Complázcase e

llo.

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Arthur lo miró. —Pero no es más que un instrumento. No tien

ninguna importancia en el mundo.El doctor Buckleby frunció el ceño, y Arthur se di

uenta de inmediato de que había ofendido a su maestro. Svergonzó de haber sido capaz de herir los sentimientos dquel hombre que vivía para la música. Resultaba tentadoendirse a la musa, dedicarse a la música. Con el tiempodría ganarse cierto reconocimiento por su habilida

Pero, ¿adonde le conduciría eso? ¿Acaso su recompenería acabar en una pequeña cabaña de alguna ciudad drovincias ganándose el sustento enseñando a los hijos dos personajes importantes locales? La perspectivsustaba a Arthur. El quería algo más de la vida.

El doctor Buckleby suspiró.

 —¿Tan terrible es tener un don para la música? ¿Seun maestro en el arte que, por encima de todos los demános distingue de las bestias comunes y corrientes?

Arthur se lo quedó mirando, acongojado de pesaintiendo el peso de la insufrible carga de poseer un

naturaleza honesta. Tragó saliva. —No, señor. No es nada terrible. Como usted hdicho, es un don.

 —¡Eso es! ¿Lo ve? No todo está perdido. Ni muchmenos. Vamos, ahora volvamos a nuestra práctica. En año

venideros, los hombres brindarán por el gran Arthu

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Wesley... ¡maestro!Arthur sonrió forzadamente. Quizás el docto

Buckleby tuviera razón. Quizás el destino lo había elegidara esa profesión. Quizá tendría que aceptarlo. Algún dí

u música podría tener cierto renombre.En el fondo de su corazón, temía que aquello fueierto.

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CAPÍTULO XI

En Navidad, la familia Wesley se hallaba reunida e

Dangan. Anne estaba atareada organizando el calendariocial para las vacaciones. Aparte de la gran fiesta que selebraría en el salón para todos los hacendados menore

del municipio y sus familias, también estaba la habituonda por los castillos y heredades para visitar a familiare

y amigos. Se tuvo que encargar comida y bebida, quitar olvo y preparar las habitaciones de invitados; seleccion

y colocar ropa en los baúles y contratar a personal eventuara el período de las fiestas. Inevitablemente, y debido a scasez de sirvientes ingleses, tendrían que contratar

rabajadores temporales de la comunidad irlandesa. Anne sintió un poco disgustada ante la perspectiva de tener suasgos toscos y huraños corriendo de un lado a otro po

Dangan. Su acento irlandés era casi incomprensible, sctitud dejaba mucho que desear y no los considerab

mucho mejores que bestias de carga.Mientras hacía sus planes frente al escritorio co

reocupación, podía oír a Garrett, que estaba en la sala dmúsica componiendo una pieza para el pequeño conciertque había insistido en preparar para la gran fiesta. De vez euando, un breve fragmento de melodía salía d

ianoforte, luego se oía un refunfuño incomprensible o un

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xclamación de sorpresa, el débil roce de la pluma sobre apel y luego otra vez las teclas. Anne sabía que aquellodía seguir así durante días enteros, y no era la primer

vez que deseaba que su marido no tuviera tanto talent

musical. Si se hubiera hecho escritor, la carga impuestobre la familia hubiese sido mucho menor. AI fin y aabo, los costos de ser escritor se limitaban a papel luma. Un compositor —tal como le gustaba hacerslamar desde que había ocupado esa cátedra en Trinit

gastaba una cantidad exorbitante de dinero en instrumentoor no mencionar el hecho de tener que subvenir a todoos conciertos que organizaba para presentar sus nuevaomposiciones. ¡Si al menos Garrett ganara dinero con salento!, consideró ella. Pero nunca lo haría. La música eru primer amor en la vida, su verdadera amada, y él seguir

malcriándola hasta que muriera. O mientras durara ortuna familiar.

La situación económica de la familia, al igual que de muchas otras casas elegantes de Irlanda, no estabasando por un buen momento. En tanto que los ingreso

de la tierra permanecían constantes, los elevadolquileres, los atrasos en los pagos y los desahuciostaban provocando un considerable malestar por todo aís. Varios corredores de fincas habían sido asesinado

durante el último mes, y una primera oleada d

erratenientes estaba abandonando la isla para dirigirse a

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mayor seguridad de Inglaterra. Por tanto, los precios de ierra estaban cayendo. Y lo que era aún peor, reflexionnne, los problemas que estaban surgiendo en las coloniamericanas afectaban la confianza de los mercado

inancieros de Londres. Garrett había recibido algunaartas preocupantes del banquero de la familia en la capitadvirtiéndole de que los ingresos conjuntos de lanversiones de los Wesley habían caído en picado, y Annabía que debía recortar el presupuesto doméstico eonsecuencia. Todo era demasiado frustrante. Entre loroblemáticos campesinos irlandeses y esos idiota

desleales de las colonias iban a arruinar las fortunas de suuperiores. Anne frunció el ceño. ¿Qué derecho tenían

hacer eso? ¿A poner en peligro su futuro y el de sunocentes hijos?

Al pensar en ello, su atención se desvió hacia lodébiles gritos y risas que venían del salón. Puesto que iempo era lluvioso y hacía frío, les había dado permiso os niños para que jugaran allí. Habían apartado la mesa d

desayuno a un lado, habían colocado una red y los pequeño

staban enfrascados en el juego del volante. Al menos esos mantendría ocupados durante unas cuantas horas; Annuspiró y volvió a sus planes, mientras la lluvia golpeaba ea ventana.

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* * * 

Richard estaba en posición, con la cabeza inclinadhacia atrás mientras sus ojos seguían el arco que describl rehilete, que llegó a la cúspide de su trayectoria y cay

hacia él. Al otro lado, el joven Arthur se limitó a bajar laqueta y a aceptar su inevitable derrota. Por un brev

momento, Richard pensó en fallar la devolución y dejar qu

u hermano se anotara el tanto para que la derrota no fueran severa; pero entonces, antes de que pudiera evitarl

movió la raqueta en perfecta sincronización y el volantgolpeó contra el suelo al otro lado de la red.

 —Juego! —exclamó Richard—. ¿A quién le toca?

 —¡A mí! —La pequeña Anne se levantó de un saltoruzó el salón y le arrebató la raqueta a Arthur mientraste se dirigía hacia las sillas de comedor que había a uado, donde estaban sentados los demás niños. Gerastaba anotando con tiza la última victoria de Richard. N

había ninguna marca junto al nombre de Arthur. InclusGerald, que era un año menor que él, había ganado douegos. Arthur se dejó caer en el último asiento de la fila.

Contempló a su hermano mayor con envidia. Richarra mejor persona que él y Arthur sabía que debía tratar dceptarlo. Aquélla era la mano que el destino les había dad

los hermanos Wesley. Richard era mucho má

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nteligente, mucho más popular y no había duda de que sabraría un brillante porvenir profesional, en tanto qurthur seguía siendo una inadvertida entrada en el árbo

genealógico de la familia.

 —Necesito descansar —anunció Richard—, Williamuedes jugar tú con Gerald. —Richard se detuvo umomento antes de tomar asiento al lado de Arthur.

 —Espero que no estés enfurruñado. —¿Y por qué iba a enfurruñarme?Richard se encogió de hombros.

 —No todos podemos ser buenos en todo, Arthur. —Ah, has venido para ofrecerme tu compasión.Richard no pudo evitar una sonrisa.

 —¿Sabes? Es una grosería sentarse aquí e intentnturbiar la atmósfera. Tratar de evitar que los demá

disfruten del juego. Todos tenemos que aceptar la derrotn algún momento, Arthur.

 —¿En algún momento? ¿O continuamente? Creo qume sentiría muy satisfecho de tener que aceptar la victorn algún momento. Pero tú no lo entenderías, por supuest

i William, ni siquiera Gerald. Todos vosotros sois munteligentes y seguros de vosotros mismos. No como yo. —Vamos, eso no es verdad. Sé a ciencia cierta qu

adre te considera algo así como un prodigio musical. endrías que saber lo mucho que eso significa para él. N

uedes pasarte la vida compadeciéndote. Sería u

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vergonzoso desperdicio de tus habilidades, sean las quean. Sé que pasas apuros en la escuela. No todo el mundiene facilidad para el latín y el griego.

 —Tú la tienes —le espetó Arthur—. Y William,

ambién Gerald. —Cierto —admitió Richard—. Y lo que a nosotronos resulta fácil, a ti te supone un esfuerzo. Comprendo lduro que es aceptarlo.

 —¿Ah sí? ¿Lo comprendes de verdad? —Creo que sí. Puede que sea más inteligente que

mayoría, pero eso no es a costa de la empatía. —Bueno, pues cuando seas un gran estadista o u

rillante general, y estoy seguro de que lo serás, entonceya veremos cómo es tu empatía.

Richard reflexionó un momento antes de responder.

 —No niego que sueño con conseguir algún alto cargy haré todo lo que esté en mis manos para lograrlo. Pero nhay ninguna razón por la que tú no debieras albergar lamismas ambiciones.

 —¿Yo? —Arthur se volvió hacia él con las ceja

narcadas y se rio—. ¿Yo? No seas estúpido, Richard. Sque no voy a conseguir nada. Así pues, ¿para qumolestarme en intentarlo? ¿Por qué malgastar mi tiempspirando a un éxito que nunca tendré?

 —Te equivocas. Es por eso precisamente por lo qu

endrías que aspirar a conseguirlo. Supón por un moment

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que nunca lograrás igualarme intelectualmente... —Eso me resulta muy fácil. —¡Calla! Supón que sea cierto. Y que algún día sí qu

onsigues un alto cargo. Gracias a la pura determinación

l trabajo duro. ¿Acaso eso no eclipsaría cualquier logrque hubiera obtenido yo con todas mis ventajas innatas?Arthur se quedó mirando a su hermano unos instante

ntes de volver a bajar la mirada a su regazo y menear abeza.

 —Bonitas palabras, Richard, pero no son más que esoalabras. Puede que sea un idiota, pero hasta yo sé que

mundo no es así. Soy el hijo menor de un aristócrata doca importancia, y mi falta de posición social se vmpeorada por no tener ningún talento que la compense.

 —Tienes tu música.

 —Justamente. Tengo mi música. —Arthur se levantdel asiento—. Ahora, si no te importa, creo que mresencia aquí no tiene ningún sentido. Subiré a m

habitación. Para estar con mi música. Será mejor que mvaya acostumbrando.

Abandonó la sala y el ruido de sus pasos se desvaneciápidamente en la distancia, mientras sus hermanomayores intercambiaron unas miradas divertidas.

 —¡Vaya! ¿A qué ha venido eso? —preguntó William. —A nada. —Richard se quedó mirando uno

momentos la puerta por la que había salido su herman

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sperando que Arthur cambiara de opinión. Pero no se oyningún sonido de pasos que regresaran—. Olvídalo. Buencómo vamos?

* * * 

Arthur notó la picazón de las lágrimas en la comisude los ojos mientras subía por la escalera principal. Echun vistazo a su alrededor, pero no vio a nadie y se enjugápidamente las lágrimas con los puños de las mangas. Eo alto de la escalera, el rellano se extendía a lo largo d

oda la casa. Las habitaciones de la izquierda se estabareparando para los invitados y, desde el pasillo, se oían lavoces amortiguadas de los sirvientes. Arthur giró a derecha y se encaminó a las dependencias familiares. Luerta de la sala de música estaba abierta y la luz s

derramaba por el oscuro pasillo. Cuando fue a entrar, sadre, que seguía frente a las teclas del pianoforte, lo vio.

 —Arthur, ¿no juegas con los demás?El dijo que no con la cabeza.Garrett se lo quedó mirando.

 —¿Qué ocurre?

 —Nada.

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 —¿Nada?Arthur volvió a menear la cabeza e hizo ademán d

eguir andando hacia su habitación. —Espera. Entra. —Garrett se levantó y arrastró

aburete hacia otra silla situada junto a un atril—. Necesitu ayuda. —¿Mi ayuda? —Sí. Ven aquí.Arthur entró poco a poco en la sala de música y s

cercó a su padre, que estaba buscando una partitura en tril.

 —¡Aquí está! Esta es. Voy a incluir una de las piezaque Buckleby te pidió que aprendieras en nuestro recitnavideño. Pensé que podríamos tocarla a dúo.

 —¿A dúo? ¿Yo?

Garrett se rio. —Tú, sí. ¿Cómo puedes pensar ni por un moment

que les confiaría algo así a tus hermanos? Son muy torpeon las manos. Además, creo que ya es hora de qu

nuestros amigos sean conscientes de tu talento. Así pue

me he tomado la libertad de ir a buscar tu violín a thabitación. Está ahí, en la butaca. Y ahora, jovencito, ¿mharías el honor de acompañarme en esta pieza?

Le sonrió, y Arthur no pudo evitar responderle de misma manera.

Arthur cogió el arco y el violín, se colocó frente

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tril y adoptó la postura correcta bajo la aprobadora miradde su padre. Garrett tomó asiento para estar al mismo nivque su hijo y preparó su instrumento. Respiró hondo, sumiradas se cruzaron y Garrett musitó:

 —Un... dos... tres... —y movió la cabeza.Mientras tocaba, Arthur dejó la mente en blanco y soncentró en sus dedos, que se movían con rapidez recisión a lo largo del mástil del instrumento. Los dedo

de la otra mano controlaban el arco que rozaba las cuatruerdas con movimientos magníficamente calculado

Había tocado tantas veces aquella pieza que se la sabía dmemoria. Cerró los ojos, y la melodía llenó su cabeza. no sólo su cabeza, sino también su corazón, que se henchn armonía con las notas que flotaban por el aire, de mod

que el sonido se convirtió en un sentimiento, en un estad

de ánimo que lo inundaba de deleite.La pieza llegó a su fin y su arco dejó de movers

rthur abrió los ojos y vio a su padre que lo miraba coorpresa y admiración.

 —¡Vaya, Arthur! Esto ha sido hermoso, muy hermoso

Estoy muy orgulloso de ti. —Entonces, como si svergonzara de haberlo admitido, Garrett rebuscó entre laartituras del atril—. ¿Tocamos algo más?

 —Si quieres, padre. —Sí, sí. Me gustaría. Mira, ¿qué me dices de ésta? ¿L

onoces?

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Arthur asintió con la cabeza. —¿Preparado?Empezaron. Se trataba de una pieza desenfadad

écnicamente desafiante pero en última instancia bastant

rivial; no obstante, la pieza animó al joven. Mientras durl se sintió bien allí, en la sala de música, tocando con sadre, consciente todo el tiempo del placer y el orgull

que le proporcionaba su habilidad musical.Era una lástima que no pudiera pasarse la vida tocando

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CAPÍTULO XII

Las Navidades habían llegado a su fin, las fiestas s

habían terminado y una vez más, Dangan había vueltranquilamente a su vida cotidiana. Los tres chicos mayore

de los Wesley estaban atareados empaquetando las cosaara pasar el próximo trimestre en sus respectivascuelas. Mientras Richard y William cubrían el fondo d

us baúles con gastados ejemplares de los clásicos, Arthulenaba la base del suyo con partituras que le había dejadu padre.

Garrett estaba encantado con los progresos que habhecho su hijo. Era evidente que Buckleby no había perdid

acultades como profesor. Arthur sería un músicxcelente, eso era seguro, y Garrett ya estaba haciendlanes para su perfeccionamiento. Claro que Irlanda era uscenario demasiado pequeño para Garrett, y con los añoo sería para Arthur. Londres ofrecería mayoreportunidades y un público más cualificado. O mejoodavía París, o incluso Viena. Garrett puso freno a santasía con una sonrisa de desaprobación. Por muchalento que tuviera Arthur, y por mucho que el chicrometiera, no podían esperar poder compararlo con alento en bruto y la virtuosidad técnica de los músicos d

Viena. Londres tal vez, pero no Viena.

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Así pues, la semilla estaba plantada, y en cuanto lohicos hubieron regresado a la escuela, Garrett fue libre dermitirse dar rienda suelta a su imaginación. Cuanto máensaba en ello, más seductora le parecía la perspectiva d

mudarse a Londres. La violencia que fermentaba en Irlandra cada vez peor. Los campesinos sufrían la carga, siemprresente, de la absoluta miseria mientras que, entre la clas

media, los católicos irlandeses se encontraban excluidode toda clase de privilegios y cargos públicos. Sesentimiento se estaba haciendo oír cada vez más, y loprimidos empezaban a atreverse a denunciar públicamentas flagrantes iniquidades de la sociedad irlandesa. Hubrrestos, pero la terrible suerte que corrió el padre Sheehl que ahorcaron, destriparon y descuartizaron hacía dieños por osar defender a los pobres, estaba perdiendo s

fecto. Se les había agotado la paciencia y recurrieron a violencia con un sangriento deseo de venganza en suorazones. En aquellos momentos, los corredores dincas viajaban por la isla en compañía de guardias armadoues temían por sus vidas, y con razón. Garrett concluy

que solamente era cuestión de tiempo antes de que spíritu rebelde de aquellos desdichados irlandeses sradujera en ataques manifiestos contra la aristocracia.

Luego estaba su propia frustración con el absolutrovincianismo del lugar. Los chicos ya estaba

dquiriendo un acento que identificaba sus orígenes de u

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modo absolutamente preciso, y Garrett sabía muy bien qui dicho proceso continuaba, su familia se ver

menospreciada por la sociedad londinense. Y eso sería unarga insoportable, en particular para el joven Arthur, qu

arecía del ingenio y la sutileza de sus hermanos. Lohicos se beneficiarían de una mejor educación. Annendría una vida social más emocionante y él un públic

mucho más numeroso para sus composiciones. Con estolegres pensamientos, emprendió la tarea de hacer surimeras indagaciones.

* * * 

Aunque estaban en lo más crudo del invierno, scuela de Trim no le causó tanta aprensión a Arthur a segreso de Dangan. A pesar de que tenía pocos amigos, l

mayoría de los chicos parecían contentos de volver a verly él sintió la cálida oleada de aceptación, la sensación dncontrar un lugar para sí mismo en el pequeño mundo da escuela. Pero Arthur sólo se sentía lo suficientementibre para expresarse sin tapujos cuando estaba con

doctor Buckleby, y eso sólo porque sus conversacione

giraban en torno a asuntos tan ajenos a la escuela que n

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había posibilidad de que llegara hasta ella ni una soalabra de sus discusiones. Su profesor de música —tomo deben ser los profesores de música— resultó sabescuchar muy bien y permanecía sentado y en silenci

mientras el chico le hablaba de su desesperación porqununca llegaría a dominar sus estudios y lograr nada dignde elogio.

 —¿Por qué ansia tanto los elogios, Arthur? —lreguntó el doctor Buckleby en una ocasión.

 —¿Por qué? —Arthur se lo quedó mirando—. ¿Qutra cosa hay?

 —¿Qué quiere decir, jovencito? —Sólo tengo esta vida. Cuando termine, miraré atrás

me preguntaré qué he logrado. Quiero poder dar unespuesta satisfactoria.

 —¿Acaso no es lo que queremos todos? —El doctoBuckleby sonrió—. Y la pregunta es un tanto mápremiante en un hombre de mi avanzada edad.

 —Entiendo. —Arthur lo miró de hito en hito—, ¿ómo la respondería, señor?

 —Dejando de lado la impertinencia juvenil demejante pregunta, diría que he hecho aquello que más mmporta. Cada vez que cojo un instrumento, creo u

momento de orden y belleza sublimes. ¿Se puede logralgo mejor en este mundo?

Arthur frunció el ceño.

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 —No lo entiendo.El doctor Buckleby suspiró.

 —Soy de sangre plebeya y eso me impide tener speranza de dejar mi impronta en el mundo. Frente a ell

qué puede conseguir un hombre como yo? Hubo unpoca en que en Londres no se hablaba más que de malento con el violín. Sin embargo, ¿qué valor tenía eso? Nambié el mundo. Las artes y las ciencias son las únicaalestras en las que a los de mi clase se les permite hacelarde de sus logros. ¿Y por qué? Porque las primeraroporcionan placer a nuestros gobernantes y las segundaomodidades diversas y las herramientas del poder. D

modo que me he retirado del mundo y vivo aquí, en Trimdonde tengo mis necesidades satisfechas y mis logros soara mí solo. ¿Responde esto a su pregunta?

Arthur lo consideró un momento antes de responder: —No del todo. ¿Cómo puede estar seguro de que u

ogro vale la pena a menos que otras personas estén dcuerdo en que es así? ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si sstaba engañando al pensar que había logrado algo qu

valiera la pena cuando no lo había hecho? ¿Cómo lo sabría —Sé que he logrado la grandeza con mi música. Ess todo lo que puede hacer un hombre de mis orígenes. —

El doctor Buckleby le dio unas palmaditas en el hombro—Para usted es mucho más difícil, Arthur. Usted es u

ristócrata. Tiene oportunidades que yo nunca tuve. Pued

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legir su camino hacia la grandeza. No tiene que semúsico. Pero al final tendrá que dar cuenta de sudecisiones. Y luego vivir con la eterna preocupación de somó la decisión equivocada... Lo único que tendrá pa

liviar dicha preocupación será la palabra de otrohombres. Y ahora, dígame, ¿sigue estando seguro del valode semejantes elogios?

Arthur se quedó mirando fijamente al doctor Bucklebunos instantes y reflexionó. Por primera vez, llegó omprender bien el carácter de su padre, que había elegidomponer un universo ordenado en torno a sí mismo d

que la fealdad y la discordancia estaban desterradas. Bajó mirada al brillante barniz de su violín y preparó el arco.

 —¿Podemos proseguir ahora con la lección, señor?El doctor Buckleby asintió con la cabeza.

 —Con mucho gusto.

* * * 

Antes de que terminara el trimestre, Arthur recibiuna carta de su padre informándole de que habíancontrado una casa para la familia en Londres. Su madr

ndaba atareada con el traslado desde Dangan. En cuanto s

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hubieran instalado en Londres, buscarían escuelas para él us hermanos y enviarían a alguien a buscarlos. Arthu

quedó impresionado con aquella noticia, y no estaba mueguro de cómo se sentía al respecto. La perspectiva d

vivir en Londres era, sin lugar a dudas, emocionante, perso significaría dejar atrás la casa y los terrenos de Dangaugares que había conocido desde que tenía memoria y quonsideraba como parte de sí mismo. También abandonara escuela de Trim, cosa que lamentaba un poco, puesto quntonces se sentía cómodo allí y tendría que repetir toda ngustiosa experiencia de entrar en una nueva escuela e

Londres. Pero lo peor de todo era que la mudanzupondría perder al doctor Buckleby.

Arthur se guardó la noticia y siguió asistiendo a lalases de violín, concentrándose en mejorar su técnic

odo lo posible antes de que llegara el momento dbandonar Trim para dirigirse al distante mundosmopolita de Londres. Por su parte, el profesor d

música quedó desconcertado por la repentina e intensoncentración del chico, pero la rapidez con la que mejor

u habilidad distrajo la atención del doctor Buckleby, quno pensó que pudiera haber problema alguno. Así puedurante los pocos meses que les quedaban de estar junto

rthur continuó aprendiendo a dominar el violín y smaestro siguió deleitándose con los progresos del chico.

Hasta un día en que Arthur se presentó en la cabaña

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lamó a la puerta. Las fuertes pisadas de unos zapatonunciaron que el doctor Buckleby se acercaba por el otrado y se abrió la puerta. Por los inexpresivos rasgos d

hombre, Arthur supo de inmediato que algo iba mal. Alg

había cambiado. Su maestro lo acompañó a la sala dmúsica sin pronunciar ni una palabra y tomó asientesadamente en su silla, mientras Arthur sacaba snstrumento.

El doctor Buckleby tosió. —Como ésta va a ser nuestra última clase, se m

currió que podríamos probar algo distinto.Arthur notó que la sangre se le helaba en las venas.

 —¿Cómo dice, señor? —Nuestra última clase, Arthur. Ya sabe de lo que l

hablo. Ayer recibí una carta de su padre. Para darme la

gracias por enseñarle y saldar las cuentas. Por lo vistdentro de poco se marchará de Trim para irse a LondreMe entristecerá perder a un alumno tan prometedor, poupuesto. Los chicos de su calibre son contadísimos.

 —Yo... No olvidaré lo que me ha enseñado. Todo l

que me ha enseñado... —Eso espero, sinceramente. Bueno... —El doctoBuckleby se inclinó hacia delante, le quitó la partitura

rthur y la reemplazó por una nueva composición—Probaremos esto.

Arthur recorrió las hojas con la mirada y enseguida s

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dio cuenta del reto que se le había planteado. La digitacióy el ritmo eran mucho más sofisticados de lo que habvisto nunca. No obstante, había leído bastante música paraptar el sentido de la melodía, e inmediatamente le llam

a atención su tono melancólico. —No lo reconozco. —No me sorprende. Venga, veamos cómo se la

rreglas con esto.Finalmente, y al cabo de una hora de esforzarse con

omposición, el doctor Buckleby cedió y permitió que slumno bajara el instrumento.

 —Parece ser que todavía queda mucho por aprender. —Sí, señor. —Arthur tenía la sensación de habe

defraudado a aquel hombre. —Bueno, se nos ha acabado el tiempo. Guarde s

nstrumento.Arthur volvió a colocar el violín en su estuche e

ilencio, mientras el doctor Buckleby retiraba la nuevieza musical del atril y se quedaba de pie junto a la puertcompañó a Arthur desde la habitación hasta la entrada d

a casa y mantuvo la puerta de la calle abierta. Arthur saliuera de la casita; luego se dio la vuelta con vacilación y endió la mano al doctor Buckleby.

 —Adiós entonces, señor. —Adiós, joven Wesley. —El maestro le dio un fuert

pretón de manos—. Recuerde, mantenga la espalda recta

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a partitura alta. —Sí, señor. —Y... esto es para usted. —Las toscas mejillas de

doctor Buckleby se ruborizaron cuando éste le entregó

nueva pieza de música a su alumno. Arthur la aceptó y ldio las gracias con un movimiento de la cabeza. —Es usted muy amable. ¿Puedo preguntar quién

ompuso, señor? —Fui yo —respondió el doctor Buckleby con un

onrisa—. La escribí para usted. Quizás algún día, cuandhaya logrado dominarla, pueda venir a tocarla para mí.

A Arthur se le partió el corazón, henchido de gratituor la amabilidad de aquel hombre.

 —No sé qué decir. —En ese caso, le deseo un buen día, señor. Deb

repararme para mi próximo alumno.Ambos sabían que eso no era cierto. Los sábados n

había más alumnos. Arthur se despidió, enfiló hacia eendero y oyó que la puerta se cerraba suavemente a suspaldas.

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CAPÍTULO XIII

Francia, 1779

La escuela de Autun era una institución mucho mayoque el establecimiento del abad Rocco en Ajaccio, Giuseppe y Naboleone la contemplaron con una mezcla dobrecogimiento y temor mientras cruzaban la verjeguidos de un mozo que llevaba sus baúles. Él les indicl camino hacia la sala de profesores, situada a un lado dmponente vestíbulo de entrada.

 Naboleone se acercó a la puerta y llamó con unonérgicos golpes sobre el reluciente barniz. La puerta s

brió y el niño se vio frente a un hombre alto, de aspectevero, vestido con traje oscuro y medias. —¿Sí?

 —Soy Naboleone Buona Parte —dijo Naboleone cou mejor francés—. Este es mi hermano, Giuseppe.

El hombre frunció el ceño ante aquel chirrian

cento. —¿Cómo dices? Naboleone repitió su presentación y el hombr

areció entenderlo un poco mejor al segundo intento. Sdio la vuelta hacia la sala de profesores.

 —¿Monsieur Chardon? Creo que éstos deben de se

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os chicos que esperaba. ¿De Córcega? —Sí —respondió Naboleone—, De Córcega.El hombre se hizo a un lado y al cabo de un moment

tro individuo bajo y fornido, vestido con sotana, los mir

on una sonrisa. —Bienvenidos a Autun. Soy el abad Chardon. —Pasa mirada de uno a otro niño y le hizo un gesto con abeza al más pequeño, el de rasgos más morenos—. T

debes de ser, déjame pensar... sí, ya lo tengo: Napoleone. —Naboleone, señor. —Sí, bueno, puesto que vuestro padre fue mu

ategórico en cuanto a que la principal prioridad fuerhacer que habléis francés como los franceses, yodríamos empezar ahora mismo con la versión frances

de vuestros nombres. Giuseppe será Joseph, y el tuy

ovencito, me ha costado un poco más. Lo más aproximadque se me ocurre es Napoleón.

 —¿Napoleón? —repitió el chico. No estaba seguro dque le gustara una versión francesa de su nombre, perstaba claro que el primer profesor había tenid

dificultades con el nombre corso y lo mismo ocurrirínevitablemente, con toda la demás gente de la escuela. Ye sentía bastante extranjero. Levantó la mirada hacia bad y se encogió de hombros—. Como quiera, señor. Serapoleón.

 —¡Bien! Pues está decidido. Permitidme que o

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compañe a vuestro dormitorio.Los condujo hacia unas escaleras en la parte de atrá

del vestíbulo y ascendieron tres tramos para llegar a uasillo que se extendía hasta la parte más baja del tejado,

mbos lados. Napoleón vio que el espacio estaba bordeadde camas con un arcón a los pies de cada una. —De momento, no hay nadie —explicó el abad—. E

esto de los chicos tienen clase hasta la hora de la cenEntonces tendréis oportunidad de conocerlos. Puesto qua primera tarea es mejorar vuestro francés, hemo

decidido acomodaros en extremos opuestos ddormitorio, con un compañero nativo, para que así podáorregir vuestro acento, que todavía es un tanto marcado,

me permitís que lo diga. Napoleón se puso colorado al oírlo, pero su herman

e dio un ligero golpe con el codo y, cuando Napoleón lmiró de reojo, Joseph le hizo un gesto de advertencia coa cabeza. El abad movió la mano.

 —En cuanto lleguen vuestros baúles, sacad vuestraosas, por favor, y luego volved a la sala de profesores. O

levaré a ver a vuestros maestros y os presentaré a vuestroompañeros de clase. —Sí, señor —contestó Joseph— Gracias, señor.El abad esbozó una breve sonrisa, se dio la vuelta y s

lejó pasillo abajo a grandes zancadas.

En cuanto volvieron a quedarse solos, Joseph s

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dirigió a su hermano menor. —Bueno, ¿qué te parece? —Parece bastante cómodo. —No me refería a eso. Napoleón... ¿y bien? Te hac

arecer un francés de verdad. —Sí, lo sé —repuso él con tristeza—. Napoleón... oseph. ¿Qué diría madre si pudiera oírme ahora?

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CAPÍTULO XIV

El abad Chardon se hallaba de pie en su estudio co

vistas al patio de la escuela en Autun. Era la hora del recrematutino, y los chicos jugaban fuera en la nieve. Envuelton abrigos, bufandas y mitones, disfrutaban con las pelea

de bolas de nieve, como era habitual, y unos estridentehillidos de excitación y sorpresa llenaban la atmósfera

ran audibles incluso al otro lado del cristal de la ventanEntonces, le llamó la atención una figura que se hallabunto al portón de la escuela y su sonrisa se desvaneció. Lígida postura de aquel distante niño era inconfundible. Eequeño Napoleón Buona Parte volvía a estar solo.

Había pasado más de un mes desde que los dos chicoorsos habían entrado en la escuela y, en tanto que Josephabía empezado a adaptarse y a hacer algunas amistades, equeño se mantenía resueltamente alejado y sólo selacionaba con su hermano, y eso cuando éste no estabugando con sus nuevos amigos. A Chardon le sorprendí

que el hermano mayor pareciera tan tímido y claramentntimidado por Napoleón. Pero claro, el más joven pose

una personalidad fuerte y feroz como nunca antes se habncontrado el abad. A pesar de estar en Autun para aprenderancés y beneficiarse de la que quizá fuera la mejo

ducación que Europa podía ofrecer, el chico er

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nsolentemente corso y estaba más que dispuesto a recurrescandalosas diatribas o a los puños si alguien ponía e

ntredicho su tierra natal. Cosa que, por supuesto, lo habonvertido en el objetivo principal de todos los chicos qu

enían propensión a intimidar o burlarse de cualquiera dus compañeros que destacaran del resto.

* * * 

 Napoleón cruzó los brazos y se puso las manos debajde las axilas para mantenerlas calientes. Llevaba tanto rat

in moverse que los dedos de los pies empezaban ntumecérsele y se puso a caminar lentamente de un ladotro frente a la verja. Odiaba aquel frío que te atería y

humedad que tenía pegada en la cara y en la ropa de cama evantarse cada mañana. En aquella época del año, e

Córcega el aire era frío pero seco, y los vientos quoplaban del Mediterráneo mantenían el cielo de Ajaccizul y despejado. No dejaba de pensar en su casa, y dichoensamientos lo atormentaban de un modo terrible, sobrodo aquel último momento antes de que el barco zarpa

de Bastía. Casi podía oler a su madre, notar su tacto y

alidez de su aliento en el oído cuando le había susurrad

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us últimas palabras de despedida.Apretó las manos y tensó los labios. No iba a dejars

vencer por la añoranza. No iba a dejar que vieran que era tadébil y autocompasivo como los demás.

Una bola de nieve le dio en la parte de atrás de abeza y se oyó un coro de vítores que se apagó al instanuando Napoleón se dio media vuelta rápidamente con lojos centelleantes y sacó las manos enguantadas de debaj

de los brazos. —¿Quién ha sido? —gritó—, ¿Quién ha sido?Alguien empezó a reírse tontamente de su expresió

uribunda, y la risa se extendió como una corriente entros chicos que lo estaban mirando hasta que las carcajadae resonaron en los oídos.

 —¿Quién ha sido? —exclamó— ¡Decídmelo

Decídmelo o pelearé con todos vosotros!Pero la risa continuó, de modo que Napoleón s

balanzó contra el grupo de chicos más próximo. Ellos separaron de inmediato y se alejaron a todo correr sin dej

de reírse nerviosamente. Napoleón corrió tras ello

evantando pequeños cúmulos de nieve, pero era demasiadequeño y demasiado lento, y a los demás no les resultdifícil mantener la distancia. Tras dar unos cuantos pasomás, se rindió y se detuvo, con la respiración agitadmientras les gritaba:

 —¡Venid aquí y pelead! ¡Cobardes! ¡Cobardes

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Cobardes... —¡Napoleón!Se volvió y vio a su hermano que se acercaba co

autela. Joseph tenía la mano levantada y una expresió

reocupada en su rostro. —Napoleón. Tranquilo... Cálmate. Napoleón siguió respirando profundamente mientra

ajaba los puños y notó que la tensión del pecho empezabdisminuir, fluía fuera de su cuerpo como un veneno y l

dejaba con una sensación de frío y cansancio. Joseph scercó a su lado y le pasó el brazo por los hombros a s

hermano. —Estás temblando. Ven adentro. Iremos al cuarto d

as botas... allí hay un fuego y podremos calentarnoVamos.

Condujo a su hermano hacia las edificaciones anexasa escuela, alejándolo de los chicos del patio. Algunos dllos seguían burlándose con la esperanza de provocar otrstallido de ira, pero perdieron interés rápidamente cuandapoleón permitió que se lo llevaran. Entraron en el cuart

de las botas y Joseph cerró la puerta. A un lado de lhabitación, se extendían unos estantes de madera para laotas, todos con un número para cada uno de los alumnol otro lado, flanqueando la chimenea, había unas hileras derchas. Allí era donde podían secarse el calzado y lo

brigos mojados y la atmósfera era cálida y húmeda. Olía

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moho. Joseph cogió un par de taburetes, los colocó frentla chimenea encendida e hizo sentar a su hermano.

 —Ayer te saltaste la cena. Debes de estar hambriento—Joseph se sacó un pedazo de pan de un bolsillo y u

equeño trozo de queso seco del otro. Sonrió—. Lo guardara ti. Napoleón se quedó mirando un momento lo que

frecía su hermano, antes de aceptarlo a regañadientes gradecérselo con un movimiento de la cabeza. Empezóomer; el apetito enseguida pudo más que él y royvidamente el queso. Joseph le observó unos instanteuego cogió otro leño del montón y lo colocó sobre larasas en la chimenea.

 —¿Te sientes mejor? —Sí. Gracias.

 —¿Para qué están los hermanos? —Joseph sonriurlonamente—. Se supone que tengo que cuidar de ti.

 —Sé cuidar de mí mismo. —Sí. Ya me he dado cuenta. Lo estabas haciendo mu

ien...

 Napoleón lo fulminó con la mirada; su hermano nudo evitar reírse y le hizo un gesto admonitorio con dedo.

 —¡No empieces otra vez! Sólo estaba bromeando.Los ojos de Napoleón ardieron por un momento co

u habitual expresión salvaje. Luego se ablandó y volvió

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mirada hacia el fuego, mientras Joseph continuabhablando:

 —En serio, tienes que dejar de reaccionar como uoco cada vez que alguien dice algo. Tienes que controla

se genio. Pensaba que querías ser soldado. —Así es. —Pues no puedes volverte loco en medio de un

atalla. No tienes que perder la cabeza, sobre todo quieres ser oficial.

 Napoleón pensó en ello y asintió a regañadientes. —Algún día aprenderé a controlar mis sentimientos. —Será mejor que aprendas a hacerlo cuanto antes —

e dijo Joseph en voz baja.Su hermano lo miró con curiosidad.

 —¿Por qué dices eso?

 —Porque el mes que viene te marcharás de Autuoseph esbozó una sonrisa forzada.

 —¿De qué estás hablando? —Padre nos ha enviado una carta. La encontré en m

ama al empezar el recreo. Por eso fui a buscarte fuer

usto a tiempo, al parecer. Napoleón irguió la espalda y extendió la mano. —Déjame ver la carta.Los fríos dedos de Joseph hurgaron en el interior d

u abrigo, antes de salir con una hoja de papel doblada qu

levaba un sello de oblea roto. Se la dio a Napoleón y

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niño abrió la carta y empezó a leer; sus ojos recorrían covidez las líneas de trazos delgados e inseguros de la letr

de su padre. —Brienne. —Se volvió para mirar a Joseph y sonri

—. Una escuela militar. —Justo lo que tú querías. —Sí... —La sonrisa de Napoleón se desvaneci

uando volvió a mirar la carta y la leyó de nuevápidamente—. No dice nada de ti.

 —No —a Joseph le tembló la voz—, Al parecer voyquedarme aquí.

 —¿No nos vamos juntos? Debe de haber algún erroo pueden separarnos. —Napoleón le agarró la mano co

uerza a su hermano—. No quiero estar solo. —Lepentina idea de estar tan lejos de su casa y de su familia

ncima verse privado de la presencia tranquilizadora de ompañía de su hermano, llenó de terror a Napoleón—, N

quiero estar solo —repitió con voz queda.Joseph abrió la boca para responder, pero al principi

no le salieron las palabras. ¿Qué consuelo podía brindarle

Trató de parecer persuasivo: —Yo tampoco quiero que me dejes. Pero es lo mejoPadre quiere darte la oportunidad de convertirte eoldado. Brienne es el lugar indicado para ti. Yo... yo m

quedaré aquí y estudiaré para sacerdote.

 Napoleón sintió un nudo en su garganta mientra

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volvía a doblar la carta y se la devolvía a su hermano. Tosiy luego intentó hablar con voz firme.

 —¿Me escribirás? —¡Por supuesto! —Joseph volvió a pasarle el braz

or los hombros a su hermano y en esta ocasión notó quapoleón se inclinaba hacia él. Napoleón se dio cuenta dque muy pronto ninguno de los dos obtendría consuelhumano que aliviara el dolor de la añoranza. Ambos sverían obligados a soportar la vida de unos extraños en unnueva cultura. Sintió que lo invadía una oleada de cariñhacia su hermano mayor y le cogió la mano.

 —Quiero irme a casa. —Lo sé. Yo también. —¿Crees que si escribiéramos a padre podríamo

onvencerlo para que nos llevara a casa?

Joseph era lo bastante corso como para estremecersnte la perspectiva de que lo consideraran débil de espíritu

 —No. No lo toleraría. Napoleón se esforzó por contener las lágrimas. Sab

que su hermano decía la verdad y se debatió entre el odi

or la fría determinación de su padre y el amargo desprecique sentía por sí mismo al ser presa de semejantemociones impropias. ¡Ojalá no se hubieran marchad

nunca de Ajaccio! —¿Joseph? ¿Qué va a ser de nosotros?

 —No tengo ni idea —respondió el chico mayor co

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batimiento—. Sencillamente, no lo sé. Napoleón cerró los ojos con fuerza y murmuró: —Tengo miedo.

* * * 

A finales de abril, Carlos Buona Parte fue a visitar us hijos. Al principio, tanto el padre como los hijostuvieron encantados de verse de nuevo. Luego, cuando nardó en hacerse evidente lo desconsolados que estabaoseph y Napoleón, y lo mucho que deseaban volver a cas

a actitud de Carlos hacia ellos se enfrió y se volvidesdeñosa y enojada. Dijo que eran unos ingratos. Unodesagradecidos por todos los sacrificios que Letizia y habían hecho para asegurarse de que los dos chicos tuvieraun futuro del que la familia pudiera enorgullecersTeniendo en cuenta todo lo que habían hecho por ellos, lmínimo que Joseph y Napoleón podían hacer era sacarovecho de las oportunidades que se les habían brindado.

Ellos permanecieron de pie frente a él, con la cabezgacha de vergüenza y desesperación, y por un momento determinación de Carlos se debilitó y les puso las mano

n los hombros a sus hijos.

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 —Vamos, vamos, no puede ser tan malo —se riorzadamente—. Cuando yo tenía vuestra edad, me parec

que esto sería una aventura emocionante. Una oportunidade viajar, de ver más mundo, de aprender de los mejore

rofesores que podían encontrarse. Especialmente taboleone. —Aquí me llaman Napoleón —dijo el pequeño en vo

aja. —¿Napoleón? —Carlos frunció el ceño un instant

ras lo cual se encogió de hombros—. Bueno, ¿y por quno? Suena más francés.

 —Pero yo soy corso, padre. —Pues claro que sí. Y deberías estar orgulloso d

llo. —¡Lo estoy! —repuso el chico con vehemencia.

 —Eso está bien. Pero no dejes que se convierta en unxcusa para que otros se burlen de ti —añadió con astuc

—. Antes de venir a veros, estuve hablando con el abaChardon. Dice que ha habido ciertos... incidentes.

 —¡Empezaron ellos! Pero se lo hice pagar.

Carlos no pudo evitar soltar una carcajada. —Estoy seguro de que sí. Como corso, aplaudo spíritu. Pero como padre me preocupo por ti. No quier

que te hagas la vida más difícil. De modo que compórtat—Carlos le alzó el mentón a su hijo para que le mirara

os ojos—. Prométemelo.

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 Napoleón permaneció en silencio y se limitó a movea cabeza en señal de asentimiento.

 —Me lo tomo como una promesa. —Carlos lborotó el pelo lacio y oscuro al chico—. De todo

modos, estoy seguro de que agradecerás el cambio dscenario. Brienne es una de las reales escuelas militareEn ese lugar harán de ti un hombre, y si lo haces bieodrías ganar una plaza en la Real Escuela Militar de Parísí algún día serás el coronel Buona Parte, al mando de u

egimiento de magníficos soldados. ¿No sería estupendo?El chico se lo quedó mirando mientras las ideas s

golpaban en su cabeza. Era cierto, él quería todo lo que sadre había mencionado, y por un instante una pequeñarte egoísta de él quiso abarcarlo todo enseguida. Perstaba la horrible perspectiva de estar solo en Brienne. Lo

últimos tres meses en Autun habían sido muy malos, aues, ¿cuánto peor sería sin la compañía de Joseph?

Tragó saliva y miró a su padre con nerviosismo. —¿Puede venir también Joseph?Carlos le dijo que no con la cabeza.

 —En Brienne sólo había una beca disponible y tuvuerte de poderla conseguir para ti.El pequeño se volvió hacia él y lo miró a los ojos u

momento antes de mover levemente la cabeza en señal dsentimiento. Carlos sonrió y le rodeó la mejilla

apoleón con la mano.

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 —Buen chico. Ahora ve y mete tus cosas en el baúmientras yo hablo con tu hermano.

* * * 

Al cabo de una hora, el coche de alquiler salía por

ortón de la escuela con un traqueteo y enfilaba el caminleno de rodadas. Mientras su padre miraba rígidamente rente, Napoleón volvió la cabeza para mirar la escuela y s

mirada se detuvo enseguida en la figura solitaria de Josepde pie a un lado de la torre de entrada. Joseph levantó

mano y la agitó lentamente para decirle adiós. Su hermanmenor le devolvió el saludo, y entonces apareció el abaChardon, que le puso la mano en el hombro a Joseph couavidad y lo condujo de nuevo por la torre de entrada has

que ambos se perdieron de vista.

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CAPÍTULO XV

La escuela militar se hallaba en las afueras de

equeña ciudad comercial de Brienne. La academia somponía de unos edificios funcionales dispuestos d

manera ordenada en torno a un patio interior. Carlos lxplicó a su hijo que estaba diseñada para acomodar iento veinte cadetes, la mitad de los cuales eran chico

on beca como Napoleón. De manera que no tenía quentirse excesivamente fuera de lugar. Cuando el cochtravesó el patio y se dirigió a la cochera y a los establoituados en la parte de atrás del edificio principaapoleón observó minuciosamente el entorno.

Mientras uno de los mozos de cuadra de la escuela shacía cargo del coche, otro mozo se acercó a la carrerara descargar el baúl de Napoleón, y luego acompañó

Carlos y a su hijo al departamento de administración que shallaba en el corazón de la escuela. Dentro, había un pasillque se extendía por toda la longitud del edificio y en el qul parquet barnizado relucía con la luz que entraba inclinadtravés de unas altas ventanas con postigos que había a l

argo del corredor, enfrente de los despachos. Uenetrante olor a abrillantador inundaba la atmósfera, y onido de sus zapatos resonó en las lisas paredes enlucida

 —Por aquí, señor. —El mozo señaló una puerta qu

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había a un lado. Un rótulo pulcramente pintado indicaba ququél era el despacho del director de la institución. Juntoa puerta, había un sencillo banco pegado a la pared.

Carlos inclinó la cabeza.

 —Gracias. —Llevaré el baúl del joven caballero a su celda, seño —Muy bien.Cuando el mozo, cargado con el equipaje, se alej

esadamente por el pasillo, Carlos y su hijo intercambiarouna breve mirada. Carlos le dirigió una rápida sonrisa a shijo y le susurró:

 —Bueno, aquí estamos, Napoleón.Levantó la mano para golpear el panel de made

ulida, se detuvo para respirar hondo y luego llamnérgicamente a la puerta.

Se oyó una tos amortiguada en el interior y luego unvoz débil y aflautada exclamó:

 —¡Adelante!Carlos hizo descender la manivela y empujó la puer

ara abrirla. Era más pesada de lo que se esperaba y s

esistió a sus esfuerzos con un débil chirrido de laisagras antes de ceder. Dentro había un despachspacioso con las paredes cubiertas de estanterías en la

que brillaban los lomos dorados de unos libros tan bieolocados que daba la impresión de que rara vez, por n

decir nunca, los habían sacado de su sitio. La luz de un

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gran ventana que daba al patio interior bañaba el despachFrente a la ventana, había un modesto escritorio de nogaSentado tras él, vieron a un hombre enjuto que llevaba unencilla levita negra y una peluca empolvada. El hombr

levaba puestas unas gafas que hacían que sus ojoarecieran mucho más grandes de lo que eran en realidad,apoleón notó que se posaban en él mientras aqu

ndividuo lo sometía a un intenso escrutinio. Hubo unonstantes de quietud, tras los cuales Carlos soltó una to

nerviosa y empujó suavemente a su hijo para que entrara. —Carlos Buona Parte, para servirle. —Enarc

igeramente las cejas—. Usted debe de ser el director, ¿noeñor?

El hombre desvió lentamente la mirada de Napoleóara dirigirla hacia su padre. Esbozó una débil sonrisa

espondió en su débil tono forzado: —Sí, creo que eso es lo que pone en el rótulo de

uerta, signar Buona Parte. —Sus ojos se volvieron dnuevo a Napoleón—. Y éste es el chico nuevo.

La expresión de Carlos se tornó glacial cuando

hombre se dirigió a él al estilo italiano, pero contuvo srritación e inclinó la cabeza. —Sí, señor. Es mi hijo, Napoleón. —Les esperábamos hace dos días. —Una tormenta me retrasó en Bastía. Recuperé u

oco de tiempo antes de poder traer a mi hijo de Autun. L

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ido disculpas.El director hizo un breve gesto con la cabeza, com

ara indicar que apenas podía tolerar sus disculpas. —Muy bien, señor. Me parece justo decirle que

dmisión de su hijo en la escuela se ha permitido de magana. —¿De mala gana, señor? ¿A qué se refiere? —Me refiero a que tenemos la costumbre de facilit

as plazas a los hijos de la nobleza francesa. Esta es nuestrrimera solicitud de Córcega.

 —Que ahora es francesa, como usted bien sabe, señoEl director encogió sus hombros huesudos.

 —Eso parece. En cualquier caso, preferiría no dilua calidad de nuestro cuerpo estudiantil admitiendo lguien de fuera de Francia. —Hizo una pausa y sonrió—

De la Francia peninsular, en todo caso. —¿Diluir? —Carlos sintió que la ira le oprimía

echo—, ¿Ha dicho usted «diluir»? —Eso he dicho, señor. Pero sin ninguna intención d

que fuera una afrenta a su isla, ni a su hijo, naturalment

Estoy seguro de que, con el tiempo, los habitantes dCórcega se aclimatarán a su nueva nacionalidad. A su nuevultura. Hasta que llegue ese momento, mi opinión es qua mezcla de nuestras respectivas culturas sólo puedonfundir el espíritu pedagógico de la escuela. Es un

reocupación que concierne tanto al bienestar de su hij

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omo al del resto de los alumnos que hay aquí. Y de no seor las bienintencionadas aunque equivocadas protesta

dirigidas por el conde de Marbeuf a la Corte Real, estarn mis manos evitar esta desafortunada situación. Así está

as cosas, por ahora... —Volvió a encogerse de hombros brió sus pálidas manos.Carlos le puso una mano en el hombro a Napoleón y

dio un apretón para tranquilizarlo mientras respondía director.

 —Pero resulta que usted tiene instrucciones ddmitir a mi hijo en este establecimiento.

 —Sí, señor. Estoy seguro de que comprende ldelicado de la situación.

Carlos se quedó mirando fijamente al director umomento, antes de responder:

 —Lo comprendo.El director sonrió, aliviado.

 —Estoy seguro de que Napoleón se encontrará coque continuar con sus estudios en Autun será lo mejor.

 —El chico se queda aquí —dijo Carlos con firmez

—. Le han otorgado una beca real. Usted lo educará, comstá concertado. —Ya veo. Bien, si usted no quiere reconsiderar s

deseo de que lo eduquemos aquí... —No quiero.

Un repentino gesto de inspiración cruzó por el rostr

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del director. —Me pregunto qué piensa él de la situación. —S

nclinó hacia delante, por encima del borde de la mesa lavó una intensa mirada en Napoleón— ¿Y bien, chico

Quieres quedarte aquí? ¿O regresar con tus amigos utun? —Con su permiso... señor. No lo sé. —Napoleón —le dijo su padre en tono severo

iempo que le daba la vuelta al chico para que sus ojos sncontraran—, Recibirás educación aquí. Estás en

derecho. Y no dejes que nadie te diga lo contrario. ¿Mntiendes?

 Napoleón notó que se le formaba un nudo en stómago con una mezcla de orgullo herido y un deseo d

marcharse de aquel lugar y volver con su hermano. Pero n

ba a decepcionar a su padre. No se echaría atrás frente quel francés arrogante. Napoleón tragó saliva co

nerviosismo y movió la cabeza en señal de afirmación. —Lo entiendo, padre. —Bien. —Carlos le dio unas palmaditas en el hombr

y se volvió de nuevo hacia el director—. Solucionadntonces. —De acuerdo. —El director tuvo que conformarse—

Bueno, supongo que le espera un largo viaje de vuelta a sasa, en Córcega. Por favor, no deje que lo entretenga ni u

momento más. Me encargaré de que su hijo... —le dirigi

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una débil sonrisa al niño— me encargaré de que se ocupedel joven Napoleón.

Carlos se lo quedó mirando un momento y luegsintió con la cabeza.

 —En ese caso, con su permiso, me despido de usteLe agradezco que le haya ofrecido un lugar en BriennEstoy seguro de que demostrará ser un digno estudiante.

 —Parece un chico bastante decidido. No dudo quntentará demostrar su valía. Y ahora, si me perdona, tendr

que terminar con este registro de inscripciones. Si es tamable de llevarlo a intendencia, que está al final dasillo, allí le entregarán el uniforme. Que tenga un bue

día, señor.Carlos guió a su hijo hacia la puerta y volvieron a sal

l pasillo. Cuando la pesada puerta se cerró tras ellos co

un débil chirrido de las bisagras, padre e hijo se miraron uno al otro en silencio. Carlos aún notaba la ira corriéndolor las venas, pero la expresión herida que vio en los ojo

de su hijo hizo que se sintiera culpable. —Padre, ¿tengo que quedarme aquí?

 —Sí. Sé que será difícil. Sin embargo, es la mejoportunidad que tendrás nunca de labrarte un futuro. Teoraje, Napoleón.

«Coraje», pensó el chico. Sí, coraje. Ahora eso serío único que lo protegería. Por primera vez iba a esta

eparado de toda su familia. Estaría solo. Un corso entr

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os altaneros hijos de la aristocracia francesa. Sólo oraje lo salvaría.

 —Venga —su padre sonrió—, vamos a buscar lntendencia. ¡Me muero por verte con ese magnífic

uniforme nuevo!

* * * 

 —¡Listo! —Carlos se enderezó y retrocedió doasos—. Pareces todo un joven caballero.

 Napoleón puso la espalda recta y le sonrió a su padr

Se sentía bien con el uniforme. Aquella ropa hacía que sintiera mayor, con más experiencia y, de alguna maneraun poco más valiente. Con aquella casaca no era tan distint

los demás alumnos que pasaban por el pasillo frente a uerta de intendencia, ahora que las clases matutinas habíaerminado. Al menos no parecería tan diferente. Perapoleón era consciente de que ahí terminaría cualquietra similitud. En cuanto abriera la boca, sus orígenes s

harían dolorosamente patentes. ¿Y entonces qué?Su padre lo examinaba con expresión satisfecha.

 —Te queda bien. Estoy seguro de que algún día será

un magnífico soldado. Uno del que podré estar orgulloso.

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 Napoleón notó que se le hacía un nudo en la gargantano se vio capaz de responder inmediatamente, por lo qumovió la cabeza y dijo entre dientes que haría todo lo quudiera.

 —Estoy seguro de que lo harás, hijo. —La sonrisa sdesvaneció de los labios de Carlos—, Ahora, debmarcharme.

Se quedó mirando a su hijo y, por un momento, viúnicamente al niño de tersos rasgos cuyo nacimientarecía haber sido ayer. Parecía haber pasado muy pociempo. Quizá demasiado poco, reflexionó coulpabilidad, y por un instante sintió el impulso de coger

niño en brazos y llevárselo de vuelta a casa con la familiTrató de no obviar aquel sentimiento. No podía proteger ahico de este mundo para siempre. Lo mejor era qu

apoleón se familiarizara con sus retos lo antes posiblY qué mejor oportunidad que una beca en una de lacademias más prestigiosas de Francia? Carlos había hechodo lo que estaba en su mano para conseguir mejorar osición de sus hijos. Todo era por ellos, se dijo a

mismo, y aquella separación sólo era uno de los muchoacrificios que había hecho. Carlos extendió la manormalmente.

 —Le daré recuerdos a tu madre. Pórtate bien sfuérzate.

 Napoleón vaciló un momento antes de alargar la man

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y estrecharla contra la palma de su padre, sintiendo el caloque pasaba brevemente entre su carne pegada antes de quu padre retirara la mano.

 Napoleón tragó saliva.

 —¿Cuándo volveré a verte?Carlos frunció el ceño. No lo había considerado, perdebía tranquilizar a su hijo.

 —Pronto. Vendré a visitarte en cuanto los asuntos da familia estén en orden.

 —¿Y cuándo será eso? —Pronto, Napoleón. Entonces volveré a veros a ti y

oseph. Quizá tu madre venga conmigo. —Eso me gustaría —dijo Napoleón en voz baj

quería que su padre se comprometiera a una fecha concretero sabía que era imposible—. ¿Me escribirás?

 —¡Pues claro que sí! Tan a menudo como me seosible. —Carlos exhibió una de sus amplias sonrisas—. spero que me correspondas de la misma manerovencito.

 —Lo haré, te lo prometo.

 —Muy bien... Entonces... debería marcharme ya. —Sí.Carlos le dio unas palmaditas en el hombro a su hij

una última vez, se dio media vuelta y se dirigió hacia la grantrada del final del pasillo que daba al patio de lo

stablos. Mientras su padre se alejaba caminand

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ígidamente a grandes zancadas, Napoleón sintió udesesperado impulso de retenerlo y levantó la mano dorma instintiva. Sin embargo, cuando se dio cuenta de s

gesto ardió de vergüenza y, furiosamente, metió la mano e

uno de los huecos entre los botones de la chaqueta de suniforme y la mantuvo allí, contra su estómago, donde nudiera traicionarlo.

Al cabo de unos diez pasos, su padre se detuvo y sdio la vuelta. Le hizo un gesto tranquilizador con la cabezy le gritó:

 —¡Recuerda, Napoleón! ¡Coraje! Napoleón asintió. Su padre se marchó con pas

nérgico entre las filas de alumnos que correteaban por ahEl chico se quedó mirando hasta que Carlos cruzó

ntrada y se perdió de vista. Una parte de él quería echar

orrer por el pasillo, ver un último atisbo de su padre, perntonces se dio cuenta de que algunos de los chicos qu

había en el corredor lo estaban observando con curiosidaapoleón respiró hondo, se dio media vuelta y se fu

ndando sin prisas hacia su celda.

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CAPÍTULO XVI

 Napoleón se dio la vuelta en la cama y se llevó la

odillas al pecho, en un esfuerzo por mantener el calounque era el mes de junio, las noches de los últimos día

habían sido frías y la única manta que se les permitía tenelos cadetes durante todo el año no era ni mucho meno

uficiente para poder dormir sin pasar frío. La cama en

que estaba tumbado era rudimentaria: un jergón relleno daja que descansaba sobre unas simples correas que s

habían hundido con el tiempo, y que hacían que todo onjunto pareciera más una hamaca que una cama como er

debido. En torno a la cama, las lisas paredes enlucidas de

elda se alzaban hacia las vigas del techo, que bajabanclinadas desde el tejado en pendiente. Una única strecha ventana situada en lo alto de la pared que daba xterior proporcionaba iluminación durante el día y, equellos momentos, con la salida del sol, un débil rayo duz grisácea penetraba en la habitación y alumbraba ungrávido remolino de motas de polvo.

Masculló una maldición, se incorporó bruscamente el colchón y empujó el cabezal contra la pared. ontinuación, metió la mano en el pequeño armario qu

había junto a la cama y hurgó en él en busca del ejemplar d

Tito Livio que había tomado en préstamo de la bibliotec

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de suscripción local. Sus conocimientos de latín erademasiado limitados para intentar leerlo en el idiomriginal, y había optado por una reciente traducción. Hablegado a hablar y escribir francés con bastante soltura,

ien no había conseguido librarse de su acento corso, niquiera disimularlo. De hecho, Napoleón estabmpezando a fingir que eso le enorgullecía, como parte da identidad que lo hacía distinto de los hijos de ristocracia francesa.

Se recostó en la almohada, abrió la cubierta del librasó las páginas hasta el capítulo que tenía marcado con u

viejo trozo de pergamino y empezó a leer. Desde lrimera vez que fue a la escuela en Ajaccio y supo de

historia de los antiguos, el tema había entusiasmadervientemente a Napoleón. Algo que tenía en común co

tro chico —Louis de Bourrienne— que era lo máarecido a un amigo que tenía Napoleón. Louis comparton mucho gusto su colección de libros con el pequeñorso. Napoleón pasaba largas horas enfrascado en laampañas de Aníbal, César y Alejandro. Así pues, tapad

on la manta, siguió leyendo y se sumergió en la guerrntre Cartago y Roma, hasta que el retumbante golpeteordo del tambor anunció su llamada.

 Napoleón volvió a dejar el libro en el armario y salide la cama de un salto. Ya llevaba puestos los bombachos

as medias y la camisa, pues se había metido en la cam

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vestido para paliar el frío de la noche. En cualquier casso le dio ventaja cuando el tambor convocó a los cadetesa reunión matutina. Se calzó las botas, se ató los cordonee puso de pie y echó un vistazo a su ropa, que en alguno

itios estaba muy arrugada, por lo que tuvo que frotar laeores arrugas para alisarlas: la ventaja se habdesvanecido. Luego agarró la casaca, metió los brazos poas mangas y cogió el sombrero antes de abandonar

dormitorio y unirse al último de los cadetes que bajaban oda prisa al patio interior.

Cuando salió del edificio, casi todos los demás chicohabían formado y se hallaban de pie, en silencio. Napoleóvanzó apresuradamente por los adoquines, plenamenonsciente de que sería el último en ocupar su lugar. Llegsu posición en el extremo de la primera línea de su clas

dada su baja estatura, y rápidamente irguió la espalda, tensa columna y clavó la vista al frente.

 —¡Cadete Buona Parte! —bramó el padre Bertillon, upervisor de turno, desde el otro extremo del patio—. E

último en formar. ¡Una sanción!

 —¡Sí, señor! —respondió Napoleón a voz en cuello.Se dio cuenta de que, a su lado, algunos de los chicode su quinta le lanzaban miradas enojadas y una voz usurró por detrás:

 —Es una sanción de más, Napoleón, pagarás por ello

 Napoleón torció el gesto en una amarga sonris

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Conocía perfectamente aquella voz. Alexander de Fontainl alto y rubio hijo de un hacendado aristócrata de Picardy

Desde la llegada de Napoleón a Brienne, Alexander habdejado muy claro su desprecio por el corso. Al principio

o había hecho mediante leves desaires y comentariodesdeñosos sobre la pobreza del nuevo cadete. Alexandestuvo encantado de descubrir un blanco fácil para suravuconadas que siempre mordía el anzuelo, reaccionandon incandescentes explosiones de ira que provocabataques de risa en todo aquel que las presenciaba. Habíantercambiado golpes, ese tipo de peleas desganadas qufrecían muchas posibilidades para que otros interviniera

y los separaran, pero ambos sabían que algún día tenía qulegar la hora de la verdad. Un día en el que Alexande

ganaría sin lugar a dudas, puesto que era el más corpulent

de los dos, con diferencia, además de ser más fuerte y estmás en forma. Napoleón sabía que iba a recibir una palizero era mejor pelear y resultar vencido que ser tachado dobarde.

El director salió del edificio de administración y s

dirigió hacia los cadetes a grandes zancadas. Saludó con abeza al padre Bertillon y, sin más preámbulos, empezó snspección de la primera clase, recorriendo lentamente lailas y encontrando fallos allí donde podía. Una sanción po

haber perdido un botón de la guerrera. Otra por una manch

de hierba en los bombachos de un cadete. Empezó con

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lase de Napoleón y avanzó desde atrás. Napoleón oyó que imponía una sanción a uno de los chicos por llevar u

desgarrón en el cuello de la casaca, y luego ya no oyó nadmás, aparte del roce de las botas del viejo sobre lo

doquines. —Cadete De Fontaine. —¡Sí, director! —Su atuendo está inmaculado, como siempre. L

oncedo una distinción. —Gracias, director. Napoleón no pudo evitar esbozar una sonrisa amarg

El uniforme de Alexander, como de costumbre, lo habíimpiado uno de los muchachos de la cocina que por

noche lo había dejado calladamente en la celda del joveristócrata, mientras éste dormía. El servicio costaba u

uen dinero y no estaba totalmente permitido por scuela. Pero claro, Alexander provenía de una clase soci

que estaba por encima de las normas que se aplicaban muchos de los demás cadetes.

El director pasaba junto a la primera fila y Napoleó

e mantuvo tan inmóvil como pudo, fijando la vista en lahimeneas del lado opuesto del patio para que su mirada nSaqueara ni un instante mientras el director inspeccionaba

 —Ah, y aquí tenemos a mi pequeño adversariavorito —se rio el director—, Monsieur Buona Part

cómo estamos hoy?

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 —Estoy bien, director. —¿Lo está? ¿Lo está, en serio? —El director fue

ituarse frente al chico más pequeño de su clase y snclinó levemente hacia delante, mirando a Napoleón

ravés de sus gruesas lentes—. Puede que esté bien, señoero lamentablemente su ropa está en terribleondiciones. Parece que haya dormido con ella puest

Bien, ¿lo ha hecho? —¿Si he hecho qué, señor? —No se me ponga impertinente, chico. ¿Ha dormid

on esta ropa? —No, señor. —Entonces se ha arrugado ella sola de un mod

spantoso, ¿no? Seguro que se ha encogido al entrar eontacto con su áspera piel de corso.

 Napoleón contuvo su furia. —¡Eso parece, señor! —Ya veo. —El director se enderezó y llamó a

upervisor por encima del hombro—. Cadete Buona Partuna sanción por desaliño... y otra por deshonestidad.

Se dio la vuelta y fue a inspeccionar a la siguienlase. Napoleón notó la hostilidad de sus compañeros dlase y por un instante se maldijo por adoptar ese tonnsubordinado con el director. Dos sanciones significaba

que su clase estaría en la última posición de la tabla d

méritos. Se acercaba final de mes y, si dicha posición s

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mantenía, la clase quedaría confinada en el colegio, eanto que a los demás cadetes se les permitiría pasar un dn la ciudad: un rudimentario pero efectivo sistema decompensas que era implacable con los que no cumplía

os dictados de la escuela.La inspección finalizó y el director subió loscalones de un pequeño estrado de madera para ofreceas plegarias matutinas. Como siempre, la mente dapoleón borró el sentido de las palabras que resonabaor el patio interior. No tenía tiempo para la religión, puea consideraba una de las mayores inutilidades ququejaban a la Humanidad. Imaginad, cavilaba él, cuánto

más zapatos podría hacer un zapatero, cuántas más páginaodría escribir un historiador, cuantos más kilómetroodría marchar un ejército sólo con que se ahorraran la

horas que la Iglesia les exigía. La vida ya era lo bastanreve, y uno tenía que aprovechar al máximo su tiempo.

Las plegarias llegaron a su fin y, en cuanto el directodesapareció de nuevo en el edificio de administración, adre Bertillon ordenó romper filas a los cadetes para ir

desayunar. Entraron nuevamente en tropel a la sala situaddebajo de sus celdas, y se dirigieron en silencio a suugares en las dos hileras de largas mesas de mader

Cuando todos estuvieron presentes, el padre Bertilloendijo brevemente la mesa y les dijo que podían sentars

La sala se llenó del ruido ensordecedor del roce de los pie

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y el chirrido de los bancos al ser arrastrados sobre el suelLos cadetes empezaron a hablar, al principio en voz baja, ueron aumentando el volumen hasta que las voceesonaron en las paredes.

La puerta de la cocina se abrió y varios chicoudorosos entraron en la sala llevando unas humeantellas de gachas. Colocaron las ollas delante del cadetuperior sentado a la cabecera de cada una de las mesas. Ea mesa de Napoleón, dicho cadete era Alexander d

Fontaine, y Napoleón se hallaba a varios asientos ddistancia de él. Todos los cadetes tenían delante un tazóde madera, una cuchara y una copa. En el centro de la meshabía una jarra de cerveza aguada que, mientras llegaban lagachas, se fue pasando para llenar las copas. Nadie habhablado todavía con Napoleón, pero el ambiente entre su

ompañeros era hostil y no abundaba el habitual parlotedespreocupado. Aquello no era buena señal y Napoleón sreguntó qué castigo le impondrían por situar a su clase inal de la tabla de méritos.

 —¡Id pasando los tazones! —gritó Alexander, qu

staba de pie junto a la olla y removía su contenido con ucharón, levantando una nueva voluta de vapor. Loadetes empujaron los tazones hacia él, que los iblenando uno tras otro antes de volverlos a pasampezando con los que estaban más próximos a la cabecer

de la mesa. Napoleón, al que todavía se consideraba

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hico nuevo, era el último de la fila y, cuando Alexandeogió su tazón, miró hacia él y sus labios se separaron e

una sonrisa maliciosa. Levantó el cucharón para que todo mundo pudiera ver lo que ocurría y luego vertió en

uenco de Napoleón una ración mucho más exigua que que les había dado a los demás cadetes. A continuación, snclinó sobre el tazón y escupió en él.

 —Esto es un detalle a cambio de las sanciones que tagentilmente nos has conseguido.

 Napoleón apretó los puños en el regazo y apretó loabios hasta que éstos no fueron más que una fina líne

Sintió que le hervía la sangre de dolor y odio. Entonceodos los cadetes fueron escupiendo en su tazón, mientrao iban pasando por la mesa. El último de los cadetes mirNapoleón, torció el gesto y escupió antes de empujar

azón hacia un lado. Napoleón le dirigió una miradulminante a Alexander y, como no estaba seguro de podeontrolar sus sentimientos, bajó nuevamente la vista a sazón. Las gachas formaban un espeso montón en el centr

del cuenco, y sobre ellas brillaba una capa de esputo

lancos y burbujeantes. Sintió náuseas y estuvo a punto dvomitar.Alexander se rio.

 —¡Come, Buona Parte! O nunca serás más que urdinario alfeñique corso.

 Napoleón sacó rápidamente las manos de debajo de

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mesa y agarró el tazón. Al mismo tiempo notó un golpe ea espinilla; un golpe brusco y violento. Lanzó un grithogado de dolor y su mirada se dirigió rápidamente al otrado de la mesa, donde Louis de Bourrienne le decía que n

on la cabeza. —¡No lo hagas, Napoleón! —exclamó entre diente—. Harás que nos pongan otra sanción. Como mínimo.

 Napoleón le devolvió una mirada furibunda, con lamanos todavía agarradas al tazón y el rostro blanco como iza por la ira que lo consumía. Alrededor de la mesa, lo

demás cadetes hicieron una pausa en su desayuno bservaron con ávida anticipación a que estallara ormenta.

 Napoleón cerró los ojos con fuerza y respirrofundamente por la nariz, mientras se esforzaba po

ontrolar una oleada de emoción que parecía demasiadgrande para su cuerpo. Lentamente, al parecer, luchó poontrolar su ira y dolor, venció y empezó a pensa

nuevamente con lógica. Louis tenía razón. Aquél no era emomento de reaccionar. Pelearse entonces, cuando lo ten

odo en contra, era una tontería. Hacerlo delante del padrBertillon sería una absoluta estupidez. Aquélla era unatalla que era mejor evitar, por mucho que su corazón lmpujara a la acción. Mientras se le despejaba la cabezapoleón se concentró en el dolor de la espinilla. Lou

enía razón. Napoleón abrió los ojos, miró a su amigo

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sintió con la cabeza. Sus dedos se relajaron, soltó el tazóy volvió a bajar las manos al regazo.

 —¿Qué pasa? ¿No tienes hambre? —le gritlexander—. Debería haberme imaginado que no

petecería.Una cascada de risas se extendió entre los otroadetes y por un instante Napoleón sintió renacer su ira

verse acusado de cobardía. Pero entonces supo lo que tenque hacer. Iba a demostrarles a esos deleznableristócratas franceses que era mejor que ellos. Que él tenl coraje de afrontar y superar sus intentos por intimidarl

Se armó de valor, respiró hondo, y llenó su cuchara con lagachas y los esputos. Miró a Alexander y le sonrió. Lodemás cadetes volvieron a ponerse tensos, esperando qu

apoleón explotara. En vez de eso, el chico abrió la boc

lzó la cuchara y cerró los labios sobre ella. Su lenguetrocedió de asco, pero Napoleón se obligó a comerse la

gachas, lentamente y sin pausa, y luego volvió a bajar uchara para coger más.

 —Asqueroso... —oyó que mascullaba alguien.

Siguió comiendo hasta que se terminó las gachas, dejó la cuchara tranquilamente. Al levantar la vista, vio qua mayoría de los demás cadetes lo estaban mirando coxpresiones de horror e incredulidad. Desde la cabecera da mesa, Alexander le lanzó una mirada fulminante y llen

de odio, y sus cuidados dedos se ovillaron en torno a

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uchara. Cuando sus miradas se encontraron, a Napoleón se ocurrió una manera de vengarse. Una venganza que ser

de lo más apropiada.

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CAPÍTULO XVII

 —Siéntense.

Los alumnos retiraron los bancos y tomaron asientn silencio, a la espera de que el padre Dupuy empezara lase. El profesor juntó las manos, miró las filas de rostro

y empezó como de costumbre. —¿Dónde nos quedamos en la última clase? —

reguntó. Paseó la mirada por los alumnos, que hacían todo posible por ser invisibles, como de costumbre. El padr

Dupuy le hizo una señal con la cabeza al chico de la últimila—, ¿Alexander de Fontaine?

 —¿Sí, señor?

El padre Dupuy sonrió. —Si fuera tan amable de indicarme hasta dóndhabíamos llegado.

 —Sí, señor. Estábamos hablando del asedio derusalén.

 —En efecto. Recuérdenme qué obra estaba citando describir el asedio... —Su mirada se volvió hacia otradete—, Buona Parte.

 —La de Josefo, señor. —Josefo, exactamente. —El padre Dupuy cogió

rimer cuaderno y lo abrió—. Por lo cual me dej

igeramente perplejo la tarea de anoche del alumno D

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Fontaine en la que cita en cierta medida el relato presencide Suetonio sobre el asedio.

Alexander de Fontaine tenía una ligera idea de lo que avecinaba y se revolvió nervioso en su banco mientras

adre Dupuy hacía una pausa para lograr un efectdramático. —No hay duda de que Suetonio tenía la suerte d

gozar de un talento de lo más precoz, puesto que cuanduvo lugar el asedio de Jerusalén él contaría con un año ddad. A menos, claro está, que se esté usted refiriendo a u

historiador anterior desconocido cuyas obras traducidaólo han estado disponibles en Brienne.

Alexander se ruborizó. —No, señor. —Entiendo. Así pues, ¿está usted en un error?

 —Sí, señor. —En cuyo caso, lo justo es que le conceda un

anción. Le sugiero que de ahora en adelante prestención a mis clases. —Tomó una pluma, la mojó en intero y anotó algo junto al nombre de Alexander en e

egistro de la clase, antes de levantar de nuevo la mirada—Venga a recoger su cuaderno.Alexander empujó hacia atrás el extremo de su banc

e encaminó rígidamente hacia el frente de la clase y subil estrado para coger el cuaderno que el padre Dupuy

endía, tras lo cual se dio la vuelta y regresó a su asient

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Desde su mesa, Napoleón estuvo encantado de ver lontentos de Alexander por ocultar la vergüenza que sentí

El padre Dupuy tosió. —En contraste con el entretenido aunque imprecis

rabajo del cadete De Fontaine, me complace decir que menos algunos alumnos han conseguido escribminuciosas narraciones del asedio. En particular Louis dBourrienne, que tiene un estilo magnífico; claro, sucinto ulcramente escrito. Por lo cual se le concede un

distinción. Tome. —Levantó el siguiente cuaderno y lostuvo en alto. Louis miró a Napoleón con una sonrisadiante y, a continuación, se levantó de su asiento y fue ecoger su cuaderno a toda prisa.

 —Y ahora llegamos al trabajo de otro cadete. Al iguaque De Fontaine, parece haber tenido cierta dificultad par

ír las instrucciones. En lugar de relatar locontecimientos del asedio, este cadete decidió ofrecer eambio una crítica de los defensores de Jerusalén. —unque no miró a Napoleón mientras hablaba, éste sncogió un poco detrás de su mesa. El padre Dupuy cogi

l siguiente cuaderno del montón y lo sopesó en la manmientras seguía hablando—: Claro que me costó un grasfuerzo entender la letra, que sería una vergüenza hasara el niño más pequeño que nunca hubiera sostenido unluma. Pero una vez descifré esos garabatos me ve

bligado a admitir que el análisis de la defensa de Jerusalé

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ue de lo más sagaz para un cadete de su edad. El estilrosístico no era perfecto, pues el tono tendía a seutoritario, pero el argumento era convincente. —Entonceijó la mirada en Napoleón—. Cadete Buona Parte, algú

día será usted un buen oficial de Estado Mayor, suponiendque aprenda a escribir de manera legible. Le concedo dodistinciones por su trabajo, pero le resto una por resentación. Venga a recoger su cuaderno, por favor.

 Napoleón se había esperado como poco una invectivontra su deliberada desviación de la tarea que se le habsignado a la clase. Tardó un momento en aceptar que, eambio, su trabajo había sido admirado. Y no sólo eso, sin

que había ganado una distinción. Eso serviría para paliahasta cierto punto el mal ambiente que había provocado ea formación de aquella mañana. Se puso en pie y se oblig

caminar con paso reposado para recoger su cuaderno dmanos del padre Dupuy. Al regresar a su mesa pasó junto

lexander, y sus miradas se encontraron con mutuhostilidad. Napoleón se dio cuenta de que al menos uno dus compañeros cadetes le deseaba más mal que ante

lexander y sus amigotes aristócratas le iban a hacer la vidmposible.

* * * 

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Aquella noche, tumbado en la cama, Napoleóeflexionó sobre los meses que habían transcurrido desdu llegada a Brienne. No había pasado ni un solo día sin quensara en Joseph y el resto de la familia. Lejos d

costumbrarse a su nueva vida, tal como le había prometidu padre, cada vez estaba más abatido y anhelaba xistencia libre de preocupaciones que entonces le parecu vida anterior en Ajaccio. Se hallaba alejado de la cómodonfianza de su hogar, en un mundo extraño, rodeado d

gente que lo menospreciaba por considerarlo urovinciano ordinario y lo trataban con altivo despreci

Sólo un amigo, y un profesor, lo separaban de aquel terribislamiento.

 Napoleón sintió que se le endurecía el corazón. Habque darle una lección a Alexander de Fontaine. Había qu

hacerlo caer del pedestal de suficiencia desde el qumiraba por encima del hombro al resto del mund

apoleón había decidido su plan aquel mismo día, y pulios detalles durante las horas transcurridas desde que s

había metido en la cama; en aquellos momentos, aguardab

que el reloj de la torre diera las dos, lo más profundo da noche, cuando todo el colegio se hallaría en calmDebajo de las sábanas llevaba puesta la ropa que trauando llegó de Córcega. No podía arriesgarse a manchau uniforme de Brienne con la tarea que tenía en mente. A

ues, permaneció tumbado mientras las ideas se

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golpaban en la cabeza, en parte por su temperamentnquieto y en parte para impedir que lo venciera el sueñ

Entonces, cuando el reloj dio las dos, se levantó de ama, abrió la puerta de su celda con cuidado y salió a la

ranquilas y silenciosas sombras del colegio.

* * * 

Cuando el débil resplandor rosáceo del amaneceerfilaba ya el borde de los tejados, los cadetes salieron atio interior para la formación matutina. Napoleó

ermaneció erguido en el extremo de la línea, intentandon todas sus fuerzas parecer un cadete modelo. Habprendido la lección del día anterior, y se había asegurad

de que su uniforme estuviera limpio y planchado para mañana siguiente. Dirigió la mirada con aire indiferenthacia los últimos cadetes que salían de sus dependencias, or debajo de la ropa sintió un cosquilleo en la piel dnsiosa expectación: su pulso se aceleraba. De moment

nadie había notado nada fuera de lo normal; Napoleón sbligó a permanecer quieto y dejó de mirar a los últimoadetes que cruzaban el patio al trote.

 —¿Dónde está Alexander? —oyó que murmurab

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lguien. —Ni idea. No lo he visto. Va con el tiempo justo. Ser

l último... ahí está... —¡Dios santo! ¿Qué le ha ocurrido a su uniforme?

Cuando los murmullos se intensificaron en torno a éapoleón creyó que ya no había peligro en volverse y mirahacia el lugar donde lo hacían los demás cadetes. Alexanderuzaba el patio hacia ellos. Su rostro era una máscara dría furia y su uniforme estaba cubierto de manchas oscura

de algo que parecía barro pero que, en cuanto se aproximsus compañeros de clase y les llegó el olor, quedó clar

que se trataba de algo mucho más desagradable. Era unplicación especialmente acre de excrementos de cerdomo Napoleón sabía muy bien. No es que a él le quedarandicios de ello. Había raspado aquella inmundic

maloliente de una pocilga que pertenecía a un granjerocal, y la había traído en un cubo de madera, dentro dual había metido el uniforme pulcramente doblado dlexander y lo había removido antes de dirigirs

igilosamente al abrevadero de los establos del colegi

ajo la luz de la luna para limpiar el cubo y asegurarse dque no quedara ninguna mancha en su vieja ropa. Sóluando se convenció de que no había ninguna marca quudiera delatarlo, Napoleón regresó a su celda y volvió

meterse en la cama, excitado y aterrorizado por lo qu

cababa de hacer, de modo que se durmió cuando apena

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altaba una hora para que el tambor hiciera sonar slamada.

En torno a Napoleón, el asombro de los cadetes sstaba convirtiendo en una creciente oleada de risas y d

urlas susurradas. La expresión de Alexander se vino abajy las lágrimas brillaron en las comisuras de sus ojouando se volvió hacia sus compañeros de clase.

 —¡Dejad de reíros! —chilló—. ¡Basta!Pero las risas no hicieron más que aumentar d

ntensidad y, con un convulsivo temblor en el pechoapoleón se unió a ellas, por una vez en el lado de

mayoría. De modo que era eso lo que se sentía al formaarte de la multitud. Le guiñó el ojo a uno de los demá

muchachos, y movió la cabeza en dirección a Alexander. Ehico, que no había intercambiado más que unas poca

alabras con Napoleón desde que éste había llegado Brienne, asintió y le devolvió la sonrisa.

 —¿Quién ha hecho esto? —gritó Alexander, que dabvueltas paseando rápidamente la mirada por los otroadetes, buscando a su enemigo con ojos de loco—

Quién me ha hecho esto?Alexander se detuvo y extendió el brazo señalando apoleón.

 —¡Tú! ¡Tú lo hiciste! ¡Tienes que haber sido tú! —¡Silencio! —gritó el supervisor de turno mientra

ruzaba el patio a toda prisa y se dirigía hacia su unidad—

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Ustedes, alinéense! ¡Deprisa!Por un momento, Napoleón vio que Alexander cerrab

os puños y parecía a punto de abalanzarse sobre él. Pero hico mayor se dio cuenta de que se acercaba el profeso

ollo que controló su ira y ocupó su posición. Antes de qul supervisor llegara hasta ellos, el director salió de sdespacho.

 —¡Alinéense! —ordenó el supervisor a voz en cuell—, ¡Todos ustedes! ¡Formen!

Se extinguieron las risas de los últimos cadetes, que apresuraron a ocupar sus puestos mientras el director s

dirigía a ellos cruzando el patio a grandes zancadas coxpresión de enojo.

 —¿Qué significa esto? —gritó—. ¿Qué es esto? ¿Unormación formal o un maldito mercado de verduleras

Silencio! Permanezcan quietos para la inspección.Cuando todos se pusieron firmes, con la vista

rente, el director asintió con expresión sombría y empeza familiar rutina de recorrer las filas de cada clase scudriñar el aspecto de todos los cadetes. Al llegar por fi

la unidad de Napoleón, no había dado más que meddocena de pasos cuando se detuvo en seco y torció gesto.

 —¿Qué es ese hedor? ¿Cuál de ustedes es esponsable? —Siguió andando hasta llegar a Alexander

e detuvo bruscamente.

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 —Cadete De Fontaine, ¿qué demonios hace eemejante estado?

 —Señor, yo... —balbució Alexander— Yo no... —¡Huele usted a mierda! —El tono del director pas

de la furia al asombro cuando prosiguió— ¡Dios mío! Emierda. Está cubierto de mierda. ¿Qué significa estadete? Parece que haya estado revolcándose en ellCómo se atreve a presentarse a la formación en estaondiciones? ¿Qué es usted, un caballero o un vulgaerdo? ¿Y bien? ¡Responda!

Alexander abrió la boca para responder, pero volvió errarla, meneó la cabeza y mantuvo la mirada al frente.

 —Está bien —siguió diciendo el director cospereza—. Tres sanciones para el cadete De Fontaine. Y

dos meses de confinamiento en el colegio.

Siguió adelante rápidamente para continuar con nspección y Napoleón hizo todo lo que pudo par

mantenerse impertérrito cuando el director dio la vuelta el extremo de la fila y se dirigió hacia él deteniéndose d

vez en cuando para mirar con más detenimiento a alguno d

os cadetes. Al llegar junto a Napoleón se detuvo, miró codureza al pequeño corso y asintió a regañadientes: —Mucho mejor, cadete Buona Parte. Parece que po

in está aprendiendo las costumbres de sus superiores. Sigsí.

 —¡Sí, señor!

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En cuanto finalizaron las plegarias matutinas y loadetes rompieron filas, Napoleón empezó a andar hacos miembros de su clase, pero una mano lo agarró d

hombro y le hizo dar la vuelta. Napoleón se vio frente

nrojecido rostro de Alexander de Fontaine. —¡Tú, pequeño cabrón! —exclamó Alexander entrdientes—. ¡No sé cómo lo hiciste!

 —¿Yo? —Sé que fuiste tú. No finjas lo contrario. Napoleón sonrió dulcemente. —Demuéstralo. —No me hace falta. ¿Quién más se rebajaría a hace

lgo así? —No lo sé. —Napoleón se rascó la barbilla, como

onsiderara seriamente la pregunta. Entonces se

luminaron los ojos—. ¿Alguien como tú, tal vez?El otro chico separó los labios, emitió un gruñido

mpezó a levantar el puño para golpear a Napoleón a plenvista del supervisor de turno. Napoleón esperó cobsoluto deleite a que su enemigo dejara caer el golpe, qu

esultaría en un castigo mucho mayor del que habecibido hacía unos momentos, pero en el último instanuno de los amigos de Alexander lo frenó agarrándolo derazo.

 —¡Ahora no! Aquí no. —Le dirigió una mirada

apoleón y añadió en voz baja—: Más tarde, cuando n

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haya testigos. Vamos, Alexander.De Fontaine permitió que se lo llevaran, y le dirigió

apoleón una sonrisa forzada. —Más tarde entonces, corso.

 —Por supuesto. —Napoleón se encogió de hombro—. Si eres lo bastante hombre. —¿Lo bastante hombre? —Alexander se rio—, ¡O

í! Seré lo bastante hombre. La cuestión es: ¿lo serás tú? —Estaré preparado.

* * * 

 Napoleón se despertó con un sobresalto. Por unstante, captó la presencia de varias sombras oscuralrededor de su cama. Luego le arrojaron algo oscuro sobra cabeza y, antes de que pudiera tratar de quitárselo, una

manos agarraron su cuerpo y un puño golpeó contra sstómago dejándolo sin respiración. Mientras él s

quejaba, lo pusieron boca abajo, lo sujetaron y alguien tó las manos a la espalda con rudeza.

Entonces una voz le susurró al oído: —Mantén la boca cerrada si no quieres que te corte

engua.

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 —No te atreverías —repuso Napoleón con un jadeo. —¡Calla! No quiero oír ni una sola palabra más. O

no... Napoleón notó un pinchazo en la parte baja de

spalda, lo bastante fuerte como para penetrar en su pieSoltó un grito y fue recompensado con un fuerte manotazn su cabeza tapada.

 —Un sonido más y la hoja entrará del todo.Entonces lo pusieron de pie, lo arrastraron hasta

uerta de su celda y lo sacaron al pasillo. Se movían coapidez y de manera silenciosa, y Napoleón supuso qu

debían de ir descalzos. Recorrieron el pasillo hasta lo altde las escaleras y, a continuación, descendieron por ellas oda velocidad, con lo cual los pies de Napoleón chocaro

dolorosamente contra el borde de cada escalón. Se abri

una puerta y notó una ráfaga de aire helado. Habían salido xterior; avanzaron junto a los edificios del colegio y luegruzaron una zona cubierta de hierba.

 —Metedlo dentro —dijo una voz entre dientes, y laviejas bisagras de una puerta chirriaron débilment

apoleón rozó la tosca jamba de una puerta y ontinuación lo arrojaron al suelo. Un penetrante olor arne de caballo y a estiércol le inundó el olfato. Debía dstar en un establo. Se oyó el sonido de un pedernal qu

golpeaba y luego el leve crepitar de una astilla antes de qu

a llama fuera trasladada a una vela, cuya tenue iluminació

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penas era visible a través del basto material de su capuchapoleón notó que el corazón le palpitaba en el pecho, y sído se aguzó para captar los sonidos que lo rodeaba

Estaba aterrorizado. Por primera vez desde que lo había

rrancado de su cama, temía por su vida. ¿Quién podrírlo en aquel establo, aunque gritara pidiendo ayuda? —Esta noche vas a aprender una lección. Si dices un

ola palabra de lo que ocurra, pagarás por ello. ¿Entendido —Dejadme ir. —Todo a su tiempo. Después de que nos hayamo

divertido. Levantadlo y llevadlo hasta ese banco. —Volvieron a agarrarlo y a arrastrarlo por el suelo destablo para empujarlo de cabeza contra un banco baj

Unas manos lo sujetaron por los hombros, al tiempo qulguien le levantaba el camisón por encima de la espald

ara dejarle las nalgas al descubierto. Napoleón pataleó notó que alcanzaba a alguien.

 —¡Ay! ¡Vas a ver, enano de mierda! —Al cabo de umomento, recibió un fuerte golpe en un lado de la cabeza or un instante el mundo se volvió brillante. Napoleón hiz

un gesto de dolor y su pecho se agitó de manera convulsiv —Las lágrimas no van a salvarte, Buona ParteEmpezamos, caballeros?

 —Espera. El todavía no ha venido. —Mala suerte.

 —Alguien ha ido a despertarlo. Vendrá. No querr

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erderse la diversión.Durante un rato, nadie más habló y el único sonido er

l de la respiración agitada del joven corso. Entonces syó el roce de la puerta que se abrió por detrás de él.

 —Por fin. Ya pensaba que no venías. ¿Vas a participar —No —respondió el recién llegado, y Napoleóeconoció la voz al instante: Alexander de Fontaine—. Sól

miraré. —Como quieras. Pásame esa vara. Napoleón percibió que alguien se le acercaba por

spalda. Luego oyó un silbido, y al momento notó el golpontra sus nalgas y un dolor punzante que le escoció com

una quemadura cuando la vara descendió en lo que sería rimero de muchos más golpes. Al recibir el segundzote, Napoleón gritó.

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CAPÍTULO XVIII

Londres, 1779

A principios de primavera, Arthur y sus hermanodesembarcaron en Bristol y tomaron un coche hasLondres. Al llegar a Windsor, vieron por delante una sucineblina que se cernía sobre el paisaje como una pelusnauseabunda. Cuando el carruaje se acercó aún más a apital, empezaron a distinguir las siluetas de Saint Paul

Westminster entre las columnas de humo que se alzabahacia el cielo tranquilo. La campiña dio paso a las primeraalles pavimentadas, y los chicos empezaron a percatars

de la verdadera magnitud de la ciudad y se maravillaron du inmensidad, que eclipsaba completamente laretensiones de Dublín. Después, los edificios se alzaronmbos lados y les taparon la vista, mientras el coche sbría camino a través del tráfico cada vez más denso. E

uido de ruedas y cascos sobre el pavimento de las calles a confusión de gritos de los transeúntes y los charlatanesaltaron los oídos de los muchachos. No obstante, eso nontribuyó a disminuir su excitación y su ansiosamentsperada reunión con el resto de la familia.

Al final, el carruaje se metió en un gran patio cerca d

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King's Cross, donde ya había varios coches más, algunoque acababan de llegar y otros que se preparaban para partiHabía montones de estiércol desparramados por todo atio y el olor que desprendían se mezcló con el hedor má

enetrante del humo y el hollín cuando los chicos bajarodel vehículo. —¡Señor Richard! —Una voz hendió el aire y Arthu

vio a O'Shea que agitaba la mano para llamar su atención, iempo que corría por el patio, abriéndose camino entre lo

montones de estiércol. Se acercó jadeando y tosió emedio de aquella acre atmósfera—. He venido parlevarlos a casa. ¿Qué tal ha ido el viaje, señores?

 —Bien, gracias —respondió Richard con una sonris—. Me alegro de volver a verle O'Shea. ¿Quién más está ea casa?

 —¡Oh! Del viejo Dangan sólo estoy yo, señor. Eesto del personal fue contratado en Londres. Con uueldo mejor del que yo nunca he tenido, seguro.

O'Shea llamó a unos mozos para que se acercaran argaran los baúles escolares de los chicos en un pequeñ

oche tirado por un solo caballo, tras lo cual emprendierol camino a través de las calles en dirección a la viviendque su padre había arrendado en Knightsbridge. La puesde sol se tradujo únicamente en una disminución gradual da luz en aquella neblina que flotaba sobre la ciudad y, par

uando llegaron a las escaleras que conducían a la puerta d

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ntrada, una profunda penumbra se había cernido sobrllos, iluminada únicamente por el pálido resplandor de laámparas y velas de las ventanas de los edificios qu

dejaron atrás. Sólo unas cuantas farolas de luz parpadean

roporcionaban una iluminación adicional en algunas de laalles más anchas. —¡Hemos llegado, señores! —anunció O'Shea, que s

detuvo frente a un tramo de escaleras que llevaban a uórtico con columnas—. Esta es su nueva casa.

Subió las escaleras delante de ellos, llamó a la puery se hizo a un lado respetuosamente mientras esperaban que alguien fuera a abrir. La puerta se abrió hacia adentron un traqueteo del cerrojo que les resultó extraño y uacayo de rostro cetrino los inspeccionó.

 —¿Sí, señor? —Se dirigió a Richard antes de ver

O'Shea y a los mozos—, ¡Ah! Ustedes deben de ser lohijos de su señoría.

 —En efecto, así es —dijo Richard, que hizo entrar us hermanos. O'Shea les hizo una seña a los mozos, qu

dejaron los baúles en el vestíbulo, esperaron la propina

iraron del ala de sus gorras como muestra dgradecimiento, antes de volver a la calle. La puerta serró tras ellos.

Richard echó un vistazo al vestíbulo revestido coaneles y empapelado con muy buen gusto.

 —Muy bonito. Por favor, informe a mis padres de qu

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hemos llegado.El lacayo inclinó levemente la cabeza.

 —Lo lamento, señor. El señor y la señora Morningtono están en casa. Han asistido a una recepción. Dejaro

nstrucciones para que les diéramos de cenar en cuantlegaran y hay preparado un bufet frío en el comedor. —¿Cuándo van a volver? —preguntó Arthur co

xpresión preocupada. —Mucho más tarde, señor. Y ahora, si me permite

us abrigos, les acompañaré al comedor. —¡Anímate, Arthur! —Richard le dio un suave apretó

n el brazo—. Los esperaremos levantados. —Me temo que eso no va a ser posible, señor —

dijo el lacayo por encima del hombro mientras colgaba lobrigos en las perchas de un armario con poco fondo, qu

había junto a la puerta de entrada—. La señora dijo qustarían cansados del largo viaje y que debían irse a dormn cuanto terminaran de cenar. Están deseando verles a

hora del desayuno, señor. —Entiendo. ¿Y dónde están Anne, Gerald y Henry?

 —Ya se han ido a la cama, señor. —Oh... —¿Es todo, señor? ¿Puedo acompañarlos ya

omedor? —Sí... supongo que sí.

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* * * 

Aunque los chicos comieron con apetito, una peculiaensación de desaliento reinaba en la mesa y, en cuanto eacayo les hubo servido sus lonchas de carne y se retiró da estancia, William se inclinó hacia sus hermanos usurró:

 —Tendrían que haberse quedado a recibirnos. Al fin

l cabo, hace siglos que no nos ven. —No habrán calculado bien. —Richard se encogió d

hombros—. Suele pasar. Además, ha sido un largo viaje y amenos yo estoy absolutamente exhausto. Una buena nochde sueño obrará maravillas y así estaré fresco para ver

nuestros padres en cuanto me levante. —Supongo que sí —repuso William entre dientes—De todos modos...

Arthur se sentía demasiado cansado para comer máque unas pocas lonchas de carne de cerdo, tras lo cu

olocó el cuchillo y el tenedor juntos, se recostó en ssiento y esperó a que sus hermanos terminaran de cenaPaseó la mirada polla estancia, y vio que era bastantómoda y estaba bien conservada, pero su tamaño era un

mínima parte del comedor de Dangan. Luego desvió la vishacia la ventana. El comedor se hallaba en el primer piso daba a la calle. Fuera, en la oscuridad, un coche de alquile

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asó trotando como un pez gris en un sucio acuario a travédel cristal sucio y picado.

Después de cenar, lo acompañaron a un estrechdormitorio que daba a un corto pasillo del cuarto piso de

asa, en el que había una cama de latón situada bajo unventana de guillotina. Ya habían sacado su ropa del baúl sta se hallaba doblada y pulcramente colocada en un grarmario ropero. Arthur se desvistió, se puso el camisón, s

metió bajo las mantas y se tumbó en la cama. El sueño lehuyó durante un rato, y permaneció sentado, atento ualquier indicio del regreso de sus padres. Pero la casa s

hallaba en calma y el único ruido que oyó fue mortiguado chacoloteo y traqueteo de algún que otroche de caballos que pasaba por la calle. A lo lejos, unejana campana señaló el paso de otra hora.

* * * 

Al despertar, Arthur se encontró con un rayo de luque le daba directamente en la cara. Por un momento sobresaltó, confundido por el entorno. Entonces le vinoa memoria la llegada de la noche anterior, retiró la

ábanas y se vistió a toda prisa. No tenía una idea precisa d

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a hora que era, y temió que el resto de la familia ya hubierdesayunado. La perspectiva de reunirse con sus padres hizque lo invadiera una cálida sensación de bienestar y, euanto se hubo atado las botas, corrió escaleras abajo co

una cascada de golpes sordos. En el primer piso se deslizhasta detenerse, cambió de dirección y se encaminó hacl comedor. La puerta se hallaba ligeramente entreabierta abrió de un tirón y entró corriendo, jadeante y sonriente

 —Buenos días, Arthur —le dijo Richard en voz bajEra la única persona de la habitación. La mesa estaba puesara el desayuno, pero todos los cubiertos estaban en sugar.

 —¿Dónde está todo el mundo? —Siguen en la cama. —Ah... —Podrías desayunar conmigo. He dicho que trajera

é y unas costillas de cordero.Arthur cruzó la estancia y retiró una silla frente a s

hermano mayor. —¿Qué hora es? —Las siete y media. O lo eran cuando lo pregun

hace un momento. —¡Las siete y media! —Arthur no pudo ocultar ssombro. En Dangan, todo el mundo habría terminado d

desayunar mucho antes—, ¿Crees que están todonfermos?

 —William tiene el sueño pesado, pero los demás... —

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Richard se encogió de hombros.Una sirvienta de edad entró en el comedor por un

equeña puerta de servicio que había en una esquina. Llevuna bandeja hasta la mesa y la dejó al lado de Richard s

hacer ruido. Le quitó la tapa a un plato y dejó al descubiertunas costillas de cordero todavía humeantes. —¿Quiere alguna otra cosa, señor? —No, gracias.La mujer levantó la vista.

 —¿Necesita alguna cosa el otro caballero? —Un poco de té, por favor. Y pan. Y, ¿sabe a qué hor

e reunirán con nosotros nuestros padres? —Té y pan. Muy bien, señor. En cuanto al otro asunto

no sabría decirle. No llegaron hasta bien pasada medianoche. En tales ocasiones, rara vez desayunan ante

de las nueve. —¡Las nueve! —exclamó Arthur—, Pero si eso e

asi media mañana. —Ya puede decirlo, señor. —¿Y Anne y Gerald?

 —Desayunaron antes que usted, señor. Su niñera sos ha llevado a dar un paseo. Y ahora, si me permite, iré or su desayuno.

La mujer se dio la vuelta y desapareció por la puerde servicio. Arthur miró a su hermano con gesto d

mpotencia.

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 —No puede estar en lo cierto. —Ya veremos.Richard se comió las costillas y luego permaneci

entado esperando, mientras Arthur masticaba su pan. Poc

ntes de las ocho, William entró en el comedor y quedó tadesconcertado como los demás por la ausencia del resto da familia. Finalmente, a las ocho y cuarto, se oyeron la

voces de sus padres y, al cabo de un momento, éstontraron en el comedor, todavía en camisón. Lad

Mornington se llevó las manos a las mejillas. —¡Mis niños!Rodeó la mesa a toda prisa para besar a sus hijos

uego tomó asiento con una sonrisa, en tanto que lorMornington ocupaba su lugar en la cabecera de la mesambién sonriente.

 —Me alegro de volver a veros, chicos. —Llegamos anoche —dijo Richard de maner

ortante—. Y no estabais. —Es verdad —repuso su madre—. Había un baile e

asa de los DeVries, en Mayfair. Sencillamente n

udimos negarnos. Por favor, no te lo tomes así. Y menouando hace tantos meses que no os vemos. —Motivo por el cual pensé que tendrías muchas gana

de vernos. —Y así era, Richard, querido. Pero debes entende

que es muy importante establecer las relaciones adecuada

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n Londres. De verdad, si hubiéramos podido evitar dlgún modo la velada de anoche, lo hubiéramos hecho. ¿Ns cierto, Garrett?

 —Sí. Y creo que Richard podría mostrar un poco má

de gratitud por todos los esfuerzos que hacemos parllanarles el camino a la buena sociedad a él y a suhermanos.

Richard tragó saliva. —Estoy agradecido, padre. De verdad. —¡Ahí lo tienes! —dijo Anne con una sonrisa—. T

dije que estaría contento. Chicos, os va a encantar estaquí. Pasan muchas cosas. Hay muchas personanteresantes a las que conocer. Me muero por presentaros

mis amistades. —Lo estoy deseando, madre.

 —Y, por favor, no hables de esa manera, Richard.El chico puso cara de perplejidad.

 —¿De qué manera? —Con ese acento. No es adecuado en la alta socieda

ondinense, ni mucho menos. Te hace parecer tan

rovinciano. —¿Provinciano? —Richard pareció sorprendido—sí es como he hablado siempre.

 —Precisamente —intervino su padre—. Y es por ellor lo que esto debe cambiar. No querrás que la alt

ociedad saque conclusiones precipitadas. Y eso tambié

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va por vosotros dos. Estoy seguro de que no tardaréis ecostumbraros. Aquí las cosas son distintas y debéis haceodo lo posible por encajar, a menos que queráis que todl mundo os tache de su lista. Estoy seguro de que n

querréis que eso nos ocurra a vuestra madre y a mí, menos aún debido a algún error que pudierais cometer. —Garrett miró fijamente a su hijo mayor.

 —Lo comprendemos, padre. —¡Bien! Solucionado. Ahora podemos divertirno

Ah, casi se me olvidaba! Arthur, te he encontrado unnueva escuela. El seminario de Brown, en Chelsea. Erimestre empieza la semana próxima. Estoy seguro de quienes muchas ganas de ir.

Arthur sonrió débilmente. —Supondrá un magnífico cambio respecto a ese lug

an atrasado de Trim —añadió su padre. —A mí me gustaba mucho estar en Trim —replic

rthur—. En cuanto me acostumbré. Y el doctor Bucklebra un profesor estupendo.

 —Sí, sí, lo era. ¿Cómo estaba cuando te marchaste

Ya debe de tener sus años. —Es viejo, pero tiene la mente muy despierta. —rthur levantó la vista alegremente—. Escribió una piez

de música para mí. La tengo arriba. ¿Quieres que vaya uscarla?

 —Ya habrá tiempo de sobras para ver su cancioncill

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más tarde, Arthur. Tal vez podamos buscar un sitio dondentarnos juntos y tocarla.

 —Me gustaría mucho. —Pero hoy no. Tengo la cabeza como una olla d

grillos y esta mañana necesito echarme un rato.Anne hizo sonar la campanilla que había en la mesCuando apareció la sirvienta, pidió que le subieran café dormitorio y se levantó de la mesa.

 —Bueno, chicos, debo prepararme para emprender día. Sois libres de explorar vuestra nueva casa. Cuandegresen vuestros hermanos, podéis jugar con ellos en uarto de los niños. Luego, después de comer, podemoomar un coche para ir a Cortfields; deben tomaro

medidas para haceros ropa como es debido. Hasta luego. —Se dio la vuelta y los saludó con la mano por encima d

hombro sin volver la mirada. —Bueno —dijo Garrett con una sonrisa—. Necesit

descansar la cabeza. Me alegro de volver a veros.En cuanto Garrett salió de la habitación, los tre

hicos volvieron a quedarse solos. Arthur tuvo la sensació

de que se había roto un importante vínculo con su padre, emió que nunca volviera a restablecerse.

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CAPÍTULO XIX

El seminario de Brown, en Chelsea, era una mediocr

scuela primaria privada situada en la periferia de una zonde moda. O'Shea acompañaba a Arthur a la escuela cadmañana. El director era un repugnante ex oficial djército, el comandante Blyth, cuya filosofía educativonsistía en que un plan de estudios debía limitarse

menor número de materias posible impartidas del modmás repetitivo. A William lo habían mandado a Eton Richard había empezado su carrera en Oxford en cuanto se encontró una plaza en uno de los colegios universitario

En consecuencia, la casa parecía extrañamente vacía y

uesto que era alquilada, muy impersonal. Cuando rimavera dio paso al verano, la densa y arenosa atmósferde la ciudad se hizo aún más espesa y la casi permanentneblina que se cernía sobre el centro de Londres envolvíaus habitantes en una sofocante penumbra que deprimía rthur.

Al regresar de la escuela, ya era la hora de cenar y lamás de las veces comía con sus hermanos menoremientras sus padres se vestían para otro compromisCuando no se trataba de un baile o una fiesta, era el teatrde vez en cuando la ópera o incluso algún combate d

oxeo. Su padre seguía componiendo y había programad

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una serie de conciertos públicos gratuitos en varios lugarede la ciudad. No obstante, el atareado ambiente de la alociedad le dejaba muy poco tiempo a Garrett para haceecitales con su hijo, y Arthur tenía que practicar solo en s

habitación. Al principio hizo un gran esfuerzo para aprendea composición del doctor Buckleby, pero pasó el tiempo u padre no daba muestras de reservarse unos momentoara oír la pieza.

De vez en cuando, realizaban una salida familiaormalmente asistían a alguno de los conciertos de Garre

on el propósito de aumentar el número de espectadores,nne les hacía aplaudir como locos tras cada pieza. Etras ocasiones, llevaban a los niños a las carreras o riquet y con frecuencia los dejaban al cuidado de algun

de los miembros del personal, mientras sus padre

irculaban entre los demás aristócratas e intercambiabanvitaciones. Cuando lord y lady Mornington recibían easa, los niños tenían que mantenerse discretamenpartados en sus dormitorios o en el cuarto de juegos. Co

motivo de la guerra en las colonias americanas, la capit

staba llena de los vistosos uniformes de los oficiales qu bien iban de camino a luchar contra el traidor generWashington y su variopinto ejército, o habían vueltecientemente de la campaña. A juzgar por lo que Arthuía en boca de dichos individuos, la guerra no iba tan bie

omo la prensa londinense daba a entender.

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En cualquier caso, aquel verano de 1780, la gente de apital estaba preocupada por acontecimientos mucho máróximos. Lord George Gordon, un ferviente opositor a glesia de Roma, había estado agitando al populach

ondinense. En una serie de reuniones públicas, afirmó quxistía una conspiración tras la ley que se había aprobadhacía dos años y que restablecía algunos derechos civilede los católicos. Cierto domingo, Arthur y su padre estabaaseando por Hyde Park cuando se toparon con un

multitud que escuchaba uno de los feroces ataques dGordon contra los católicos que conspiraban para hacerson el poder en Inglaterra. Gordon, con el rostro colorad

y resoplando, hendía el aire con los puños mientrarotestaba furiosamente contra sus enemigos, y manejabau audiencia como a un violín barato. Los murmullos d

sentimiento de los presentes no tardaron en convertirse euna hirviente expresión de odio. Era la primera vez qu

rthur presenciaba las emociones primarias de la multituy la experiencia lo asustó.

 —Padre —le tiró de la mano a Garrett—. ¿Podemo

rnos a casa, por favor? Ese hombre me está asustando.Una anciana de dientes negros y torcidos oyó omentario y le dirigió una mirada lasciva a Arthur:

 —¡Pues claro, jovencito, eso es lo que quierTenemos muchos motivos para estar asustados. Eso

atólicos se nos van a desayunar, ¡a menos que nos lo

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omamos nosotros primero!Garrett se puso entre los dos.

 —Deje tranquilo a mi hijo, por favor.La mujer lo fulminó con la mirada.

 —Sólo le estoy diciendo la verdad, señor. Mejor qua sepa antes de que sea demasiado tarde.Garrett agarró firmemente de la mano a Arthur y s

ue alejando poco a poco de la mujer. Se detuvo umomento más para escuchar el apasionado desvarío dGordon, evaluando la reacción del gentío. Entonces le dij

su hijo: —A mí también me está asustando. Venga, vámono

ntes de que haya problemas.A principios de junio, una multitud se congregó frent

l Parlamento y gritó su furia a los políticos, en tanto qu

Gordon y sus seguidores avivaban su ira con aún mádiscursos y panfletos. Inevitablemente, el populachecurrió a la violencia y, en los días que siguieron, Arthu

vio unas gruesas volutas de humo que se alzaban hacia ielo mientras la muchedumbre expresaba su furia por la

alles del East End. La mañana del 7 de junio, de caminoa escuela, Arthur había tenido que detenerse frente a unienda para dejar pasar a una horda de borrachos que iba

gritando consignas anticatólicas, mientras se apresurabaara unirse a los alborotadores. Se los quedó mirando co

os ojos muy abiertos hasta que hubieron pasado, y lueg

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hizo todo el camino hasta la escuela corriendo.

* * * 

 —¿Y esto qué significa? —Anne le enseñaba la notdel comandante Blyth a su hijo agitándola en el aire.

La mujer llevaba un vestido de terciopelo y estabentada frente a la mesa de maquillaje del tocador, donde estaba aplicando lunares postizos para la fiesta dquella noche. Asistiría ella sola, puesto que Garrelevaba una semana confinado en la cama con tos. E

médico le había prescrito reposo y sanguijuelas. Garrehabía accedido al primer tratamiento, pero se empeñó eque, en cuanto al segundo, ya tenía más que suficiente cous banqueros.

A Arthur lo habían ido a llamar a su habitación euanto su madre acabó de leer la nota y, en aquello

momentos, se hallaba de pie en la puerta, con la miradgacha.

 —¡Vamos, explícate! —Hubo una pelea, madre. Son cosas que pasan en la

scuelas.

Ella le clavó una mirada fría.

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 —No te atrevas a dirigirte a mí en ese tono. —Lo siento. —El comandante Blyth me informa de que

mpezaste la pelea.

 —Sí, madre. —¿Por qué? —Me insultaron. —De modo que pensaste que lo arreglarías a gritos. —No, simplemente le pegué un puñetazo. —¿Le pegaste un puñetazo? —Anne miró el déb

uerpo de su hijo—. Me sorprende que el otro chico no tartiera en dos. Tuviste suerte de que el comandante Blytstuviera cerca para separaros.

Arthur se encogió de hombros. —Parece que mi fortuna está cambiando.

 —¿Y qué quieres decir con eso exactamente?Por un momento, Arthur sintió que sus emociones s

recipitaban hacia la superficie y tuvo que hacer una pauara controlarlas.

 —Esto no me gusta, madre. Nunca me ha gustado. N

me gusta la escuela. No me gusta Londres. No me gusentirme abandonado por padre y por ti... —¡Oh, crece de una vez, Arthur! —le espetó su madr

que dejó bruscamente la nota del comandante—. No puedeasarte la vida escondido en un páramo ventoso irlandés. E

n Londres donde ocurren las cosas. Aprovéchalo a

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máximo. —Estoy harto de Londres. —Arthur —prosiguió ella en un tono más amable—

hora ésta es tu casa y será mejor que te acostumbre

También es mi hogar, y el de tu padre, y nos gusta estaquí. Por favor, trata de no estropeárnoslo. —¿Y qué pasa si se acaba el dinero? —¿Cómo dices? —No soy idiota, madre. Sé lo que es un descubiert

Te oí hablar de ello con padre la otra noche. ¿Qué pasaruando le exijan el pago inmediato de sus deudas?

 —Eso no va a ocurrir. A nadie le interesa arruinar a uord. Y puesto que has decidido tomarte tanto interés en losuntos financieros de otras personas, deberías saber que signación sólo se ha visto reducida temporalmente. E

uanto termine la guerra en las colonias americanas, lomercados recuperarán la confianza y nuestros ingresovolverán a su nivel anterior. Así pues, no te preocupes poso, por favor.

Arthur se la quedó mirando unos instantes.

 —¿Eso es todo, madre? —¡No, por supuesto que no es todo! —Blandió la no—. Esta pelea tuya no es lo único que me ha comentado omandante Blyth. Por lo visto, eso no es más que uíntoma de un fracaso mayor. Dice que eres... «soñado

holgazán, descuidado y displicente». Dice que no está

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rogresando en ninguna asignatura y que tienes escaselación con tus compañeros y profesores. Bueno, ¿qu

dices a eso? —Es verdad.

 —Ya veo... Entonces debes ser castigado. —¿Se lo dirás a padre? —No. De momento no. No se encuentra bien. Parec

que no se ha quitado de encima ese resfriado que cogió erimavera. No tengo ningún deseo de hacer que su salumpeore hablándole de tus lamentables resultadoscolares.

Arthur intentó disimular su decepción. En realidaquería que su padre se enterara de su descontento; tal vesí reconsiderara su traslado a Londres. Quizá su padrntendería lo que no entendía su madre.

 —Ahora vete. —Anne señaló la puerta compaciencia—. Tengo mucho que hacer antes de irme.

Arthur asintió con la cabeza, salió calladamente docador de su madre y cerró la puerta tras él. Se dirigió a scalera para subir de nuevo a su dormitorio pero, al llega

l primer escalón, oyó un extraño sonido proveniente de alle, frente a la casa, un rítmico y discordante rumor. Euido ganaba en intensidad, por lo que el chico se alejó da escalera, se dirigió a las puertas del balcón del primeiso, que daba a la calle, y salió al aire nocturno. Abajo, un

arga columna de soldados marchaba por la cal

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doquinada y eran sus botas claveteadas las que provocabal fuerte ruido que Arthur había oído desde el interior. Treficiales iban a caballo a la cabeza de la columna y, en u

momento de ánimo infantil ante una visión tan soberbi

rthur sonrió y los saludó con la mano. Sólo lo vio uargento que no le devolvió el saludo: su expresión ergrave y crispada antes de volver la mirada al frente. Arthuiguió contemplando la columna que pasaba serpenteandntentó contarlos, pero abandonó cuando llegó

doscientos, ya que seguían viniendo más. Centenares mál final pasó la cola de la columna y él siguió mirand

hasta verlos desaparecer calle abajo. Sólo entonces fuonsciente de una presencia a sus espaldas y, al darse

vuelta rápidamente, vio a su padre envuelto en un gruesbrigo, apoyado en el marco de la puerta para sosteners

Hacía días que Arthur no lo veía y quedó horrorizado anta palidez de su piel y lo hundidos que tenía los ojos.

Garrett esbozó una leve sonrisa. —¿Soldados, eh? Por lo visto, finalmente el gobiern

e ha decidido a poner a Gordon y a su chusma en su sitio.

 —¿Habrá enfrentamientos, padre? —Tal vez. Pero lo dudo. —¿Los soldados les dispararán? —No. —Garrett se rio y alborotó los rubios cabello

de su hijo—. Por supuesto que no. No será necesario. Sól

on verlos el populacho saldrá corriendo para salvar la vid

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Mientras el ruido de las botas se desvanecía, oyeroun débil sonido a lo lejos: el confuso bramido de unmultitud que se elevaba y declinaba como una brisaprichosa. Intercalados con los gritos, se oía algún qu

tro estallido de un arma de fuego. Garrett salió al balcónpoyó la mano en el hombro de su hijo, mientraoncentraba la atención en los distantes sonidos. Arthu

notó que a su padre le temblaba la mano y lo atribuyó río del aire nocturno. Su padre tosió. Volvió a toser y suerpo se convulsionó con un acceso de tos. Arthur levanta mano y le golpeó suavemente la espalda, tras lo cual se carició hasta que el acceso remitió.

 —Deberías volver a la cama, padre. —¿Qué pasa, que ahora eres médico a la vez qu

úgil? —sonrió—. Oí parte de vuestra conversación.

Arthur le devolvió la sonrisa con aire de compliciday, por un momento, le pareció que su relación era comntaño, como antes de que se mudaran a Londres.

 —Hace días que no te veo —siguió diciendo su padrque entonces frunció el ceño—. Da la sensación de que h

ido más tiempo. En realidad, no recuerdo la última vez quuvimos una conversación como es debido. —Yo sí. Fue hace dos años. En Dangan.Su padre se rio y empezó a toser otra vez por uno

momentos.

 —Eso fue hace mucho tiempo. La vida entonces er

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mucho más tranquila. —La vida era mejor, padre.Garrett se volvió para mirar a su hijo, y vio que

xpresión de infelicidad del rostro del pequeño er

almaria. Le dio un apretón en el hombro a Arthur. —No te gusta nada estar aquí, ¿no es cierto? —Lo es.Garrett movió la cabeza en señal de asentimiento.

 —Debería haberme dado cuenta. Últimamente no he prestado mucha atención.

 —No. —Lo lamento... Debo admitir que estoy un poco hart

de la vida de aquí. Es demasiado ornamental. Con muy pocustancia. Y muy cara. La atmósfera tampoco me sient

nada bien. Quizá tendríamos que marcharnos durante u

iempo. Tomarnos unas vacaciones. Regresar a Dangan asar unos cuantos meses. ¿Te gustaría?

 —Sí. —Arthur habló en voz baja, pero tenía el corazóhenchido de esperanza—. Podríamos aprender juntos ieza del doctor Buckleby.

 —¿Qué? ¡Ah, sí! Esa dichosa composición... Sernteresante ver si todavía conserva su habilidad. En cuantme sienta mejor, hablaré con...

Lo interrumpió el traqueteo de una descarga dmosquetería y ambos se volvieron en la dirección d

distante griterío. Un horrible ruido agudo se alzó de

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multitud invisible y Arthur sintió que un escalofrío lecorría la espalda cuando se dio cuenta de que lo qustaba oyendo eran chillidos. Una enorme concentració

de personas que gritaban aterrorizadas.

 —¿Qué está ocurriendo, padre? —No estoy seguro. —Aguzó el oído—. Parece unatalla. O una masacre.

Permanecieron allí un rato más, escuchando. Sdispararon más descargas y los gritos continuaron sesar, subiendo y bajando de intensidad.

 —¿Qué demonios pasa ahí afuera? —gritó Anne desddentro. Al cabo de un momento salió al balcón—, ¡GarretDeberías estar en la cama. No estás...

 —¡Calla! ¡Escucha!Los sonidos de la violencia llegaban claramente po

ncima de los tejados y Anne abrió desmesuradamente lojos, sorprendida.

 —¡Dios mío! Parece que hay un buen altercadEspero que no llegue hasta aquí. —Le dio un beso en mejilla a su marido—. Ahora me voy a la fiesta. H

mandado a O'Shea a buscar el carruaje. —¿Crees que es sensato salir de casa? —¿Y por qué razón no iba a serlo? Los disturbio

stán en dirección contraria. —Por ahora.

 —¡Oh, vamos! No hay por qué preocuparse. Ahor

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vuelve a la cama.De repente, se oyeron unos gritos desde más arriba d

a calle. Entonces empezaron a ver unas sombras oscuraque pasaban fugazmente de una farola a otra. Mientra

miraban aparecieron más, como ratas huyendo para salvar vida, algunas de ellas dando chillidos de pánico. Luegyeron unos gritos ásperos y el sordo rumor de las bota

del ejército que se abalanzaba calle abajo en dirección a asa.

 —¡Cójanlos! ¡Atrapen a esos cabrones! —bramó unvoz.

Entonces Arthur pudo distinguir las formas de looldados entre la gente que huía por la calle. Habían caladas bayonetas y sus siniestras puntas brillaban a la luz de laarolas, mientras ellos corrían tras su presa. Arthur aguant

a respiración cuando vio que uno de los soldados golpeabun hombre con la culata de su mosquete en la par

osterior de la cabeza; cuando su víctima cayó al suelo, oldado le dio la vuelta a su arma con calma y clavó ayoneta en el pecho de aquel hombre, la retorció y la sac

ntes de seguir con la persecución.De repente, les llegó un grito desde debajo mismo dalcón. Una mujer había visto a la familia que miraba alle y los estaba llamando.

 —¡Déjennos entrar! Por compasión, déjennos entra

Aquí afuera nos están matando!

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La mujer corrió hacia la puerta y empezó a golpear eluciente pintura. Un soldado se detuvo en mitad de alle y Arthur vio que era el sargento al que había vistasar anteriormente, sólo que entonces iba empuñando un

spada. El hombre cruzó la calle dando grandes zancadas ubió a la acera. Con la mano que tenía libre agarró a mujer del pelo, tiró de ella para apartarla de la puerta y rrojó dando tumbos al sumidero. Ella profirió un grito d

dolor que se transformó en terror cuando el brazo de spada se alzó en el aire. Entonces la hoja descendió co

un centelleo atravesando la pálida mano que ella habevantado para intentar rechazar la hoja, y al cabo de unstante se oyó un crujido cuando la espada penetró en sráneo. La mujer quedó tumbada en la calle, mientras unureola oscura se encharcaba lentamente en torno a su car

 —¡Adentro! —ordenó Garrett, que empujó a ssposa e hijo hacia las puertas. Ellos no se resistieron y setiraron enmudecidos por el horror que había fuer

Garrett cerró las puertas y corrió las cortinas, impidiendsí que se viera la calle.

 —¡Oh, Dios mío! —murmuró Anne—, ¿Lo has vistoViste lo que le hizo a esa mujer? Creo que voy a vomitaGarrett... ¿Garrett?

Arthur se dio la vuelta y vio que su padre se agarraba echo. Emitía unos leves resoplidos desesperados mientra

ntentaba respirar.

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 —¿Padre? —Arthur lo agarró del brazo—, ¿PadreQué te ocurre?

Garrett meneó la cabeza, su rostro se crispó en unxpresión de terrible sufrimiento. Anne dio un grito y él s

desplomó en el suelo.

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CAPÍTULO XX

 —Me temo que su esposo tiene una constitució

débil, mi señora. —El doctor se puso el abrigo mientras lrindaba sus conclusiones—, Su corazón earticularmente susceptible a su condición generaecesitará todo el reposo posible durante el resto de s

vida. No debe esforzarse bajo ningún concepto. ¿Es

laro?Anne dijo que sí con la cabeza y se volvió hacia s

marido tendido en la cama, recostado en unas almohadaSus brazos descansaban sin fuerzas a ambos lados de suerpo, sobre las sábanas. Ella le tomó la mano y le dio u

pretón afectuoso. —Se te han terminado los conciertos, querido. Ya haído al doctor. Debes descansar.

 —Ya lo creo —añadió el doctor Henderson movienda cabeza para dar énfasis a sus palabras—. Su estado lxige, señor.

Garrett Wesley sonrió débilmente. —De acuerdo. Estoy en minoría. Me rindo. —Bien —dijo Anne con una sonrisa, y se levantó de

illa—. Acompañaré al doctor hasta la puerta. —Espera. —Garrett levantó una mano—. ¿Doctor?

 —¿Qué se le ofrece, señor?

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 —Esta mañana ha hecho sus visitas a domicilioCómo están las cosas en las calles?

El doctor había cogido su maletín y su bastón, con que se puso a dar fuertes golpes contra los tablones d

uelo. —Terribles, señor. Hay cadáveres por todas partes, ropas... Detienen a todo el mundo, sea cual sea su posicióocial, y exigen saber qué están haciendo. Es una situacióntolerable.

 —Ya lo creo. —Garrett puso mala cara—Cadáveres, dice?;Se ha informado de cuántos?

 —Debe de haber centenares de muertos, señor. millares de heridos. Por no mencionar la destruccióausada por esa maldita chusma. Docenas de capillas

viviendas católicas han ardido hasta los cimientos, o ha

quedado dañadas de manera irreparable. Hasta tuvieron descaro de atacar las prisiones de Newgate y Fleet, y deja

los internos sueltos por las calles. El mismísimo Bancde Inglaterra fue asaltado. De no haber sido por JohWilkes y su milicia, hubieran incendiado el banco. Se l

seguro, señor, la cosa estuvo muy reñida. Hemos escapadla anarquía por los pelos.Anne se lo quedó mirando.

 —No es posible que estén tan mal las cosas.El doctor frunció la boca.

 —Estoy seguro de ello. Si no hubiera sido por

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jército, la ley y el orden también se hubieran desvanecidY ahora, si me disculpa, mi señora, tengo asuntos muurgentes que atender esta mañana. —Se volvió hacGarrett y le hizo una reverencia formal—. Le deseo u

uen día, mi señor. —Gracias, doctor. —Más tarde mandaré a mi ayudante para recoger m

honorarios.Garrett sonrió.

 —Cuyo recibo garantizará una rápida recuperación.Ambos se rieron, pero entonces a Garrett se l

ontrajo el rostro de dolor y se encorvó con los puñopretados, presa de un acceso de tos. Se le pasó enseguid

y volvió a recostarse con la frente perlada de sudor. Edoctor le hizo un gesto de advertencia con el dedo, tras l

ual se dio la vuelta y salió de la estancia, echándose a uado cuando vio a Arthur y Gerald, que habían estadbservando la consulta a escondidas por el marco de uerta.

Los niños sonrieron con expresión culpable y estaba

punto de marcharse cuando su madre los llamó. —Más vale que entréis, dado que me imagino quhabéis oído nuestra conversación.

Ambos entraron en la habitación arrastrando los piese quedaron a los pies de la cama de su padre. El les sonrió

 —No pasa nada, chicos, el doctor dice que no voy

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morirme.Anne respiró hondo y le lanzó una mirada fulminante

u esposo. —¡Pues claro que no vas a morirte! No si eres sensat

y haces lo que te ha dicho el doctor. Lo que necesitas eeposo. Muy pronto podrás volver a levantarte. —Eso espero. —Yo también —terció Arthur en voz baja. No habí

lvidado el momento de compañerismo que habompartido con su padre antes de que le diera el ataque el balcón. Levantó la mirada y le sonrió a su progenitor—

Después de todo, tenemos que aprender juntos la pieza dBuckleby.

Garrett movió la cabeza en señal de afirmación. —Lo estoy deseando.

Anne agitó el dedo en el aire a modo de reprobacióhacia su esposo.

 —Todo a su debido tiempo. Te prohíbo que le pongaa mano encima al violín hasta que el doctor diga que estáo suficientemente recuperado. ¿Me has entendido, espos

mío? —Sí, querida. Tienes mi palabra. Arthur, de momentendrás que practicar sin mí. Me uniré a ti en cuanto pueda

 —Sí, padre. —Arthur bajó la vista—. Pero debeumplir tu promesa.

 —¡Oh, por el amor de Dios! —Anne dio una patada e

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l suelo—. ¡No seas tan egoísta! Tu pobre padre esnfermo y lo único en lo que eres capaz de pensar es en treciosa práctica del violín...

 —Anne... —Garrett la interrumpió—, Anne, querid

or favor. Es suficiente. —¡No, no lo es! —replicó ella con enojo—. Hacmeses que anda alicaído. Gimoteando que no le prestamoastante atención. Y luego esa carta del comandante Blytobre la pelea y su mala actitud en el colegio. E

demasiado. —Sí, lo es —asintió Garrett—, Es demasiado. Esto

de acuerdo contigo. Ahora cálmate. —Se fue incorporandenta y dolorosamente—. Tengo hambre. No he comid

desde anoche. Me iría bien un poco de sopa. ¿Podríancargaros de eso Gerald y tú, por favor?

 —¿Cómo dices? ¿Por qué iba a...? —Por favor, querida. Estoy famélico. Y me gustarí

ener una pequeña charla con Arthur. A solas.Anne se lo quedó mirando y contuvo su irritació

sintió con la cabeza, tomó a Gerald de la mano y salió d

dormitorio. Padre e hijo se quedaron escuchando el ruidde los pasos que cruzaban el rellano y tableteaban luego poa escalera, mientras Anne y Gerald se dirigían al piso dbajo, hacia la cocina.

 —Eso está mejor —dijo Garrett con una sonrisa,

dio unas palmaditas en la silla donde Anne había estad

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entada junto a la cama—. Siéntate aquí, Arthur.Cuando su hijo hubo rodeado la cama y tomad

siento, Garrett se movió ligeramente para poder ver mejoArthur. Se sonrieron el uno al otro, incómodos mientra

l silencio se alargaba. Al final, Garrett tomó aire mpezó a hablar. —Tu madre y yo hemos estado hablando de ti. En vis

de la carta de ayer. —Ya me imaginaba que lo haríais. —Arthur, por favor, no adoptes ese tono conmigo

Estoy preocupado por ti. Preocupado por lo que va a ser di. Francamente, no hay muchos indicios de que sistencia a esa escuela te sea de mucho provecho. Tuonocimientos de las lenguas clásicas son, como muchscasos.

 —Lamento decepcionarte, padre. —Arthur frunció eño—. Es que el latín y el griego no me entran en abeza. No es culpa mía.

 —Bueno, podrías esforzarte más. —¿Para qué? ¿Para que pueda ser la mitad de buen

que Richard? ¿Y seguir viviendo eclipsado por él? No tienentido, padre. —Aprender siempre tiene sentido. Si sigues con es

ctitud, no serás apto para nada que no sea el ejército. Y yno te eduqué para que pertenecieras a esa clase de gandule

y petimetres que decoran los márgenes de la sociedad co

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us uniformes chillones. Eres mejor que eso, Arthur. —¿Lo soy? —masculló el niño con amargura. —¡Ya basta! —le espetó su padre, pero antes de qu

udiera continuar, fue presa de otro acceso de tos. Arthu

e observó con preocupación y agarró su mano con fuerzhasta que el ataque remitió. —Lo siento, padre. No era mi intención disgustart

Lo siento mucho.Garrett meneó la cabeza.

 —No es culpa tuya... Resulta que yo estoy orgullosde ti. Tienes talento para el violín, de modo que valóralo

lgún día tocarás mejor de lo que yo he tocado nunca. —No. —Lo harás. Confía en mí. —Garrett alargó la mano

e dio unas palmaditas en el pecho a su hijo—. Confía en

mismo. Llevas el éxito dentro de ti. Lo sé.Arthur ladeó la cabeza y no respondió.Garrett observaba la expresión de su hijo co

detenimiento, intentando leer los pensamientos quasaban tras la máscara de su rostro enjuto, cuya larga nar

e daba un aspecto aún más delgado. Al chico lo consumíaas dudas, eso era evidente, y Garrett lamentó no podehacer más para consolarlo. Pero él sólo podía ofrecerle mor y el afecto de un padre y eso no era ni con muchuficiente para sustentar a un niño de la edad de Arthur, qu

oncedía mucha más importancia a la aprobación de su

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hermanos e iguales, con quienes se comparaba para medu valor como persona. Era muy triste, reflexionó Garret

que la gente tuviera que implorar la buena voluntad de otroy dar por sentado el sentimiento, mucho más profundo, d

os padres. Le apretó la mano a su hijo. —No he sido un buen padre para ti, ¿verdad? Estoúltimos años... Nunca tendría que haberme permitiddesatenderte de este modo.

 —Calla, padre. No debes alterarte. —Ojalá pudiera compensarte. Mientras todavía hay

iempo. —¿Qué quieres decir? —Arthur sintió que se

onían los pelos de la nuca de punta—. El doctor dijo quólo necesitabas reposo.

 —Eso es lo que dijo, y quizá tuviera razón sobre m

onstitución. Aun así, ya hace meses que no me sientien. Me he ido sintiendo cada vez más débil. Ahora tem

que, sea lo que sea lo que me pase, puede que no se curimplemente con el descanso. Y estoy preocupado por tuturo, y por el futuro del resto de la familia.

 —No debes inquietarte —repuso Arthur en tono dreocupación.Garrett se dejó caer de nuevo sobre sus almohadas

erró los ojos. —Tengo la sensación de que las cosas está

ambiando, y no precisamente para mejor. Las noticia

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obre la guerra en las colonias americanas empeoran de umes a otro. Vamos a perder esa guerra, Arthur. Y si loebeldes pueden desafiar al rey, ¿qué clase de ejemplo ese para todos los descontentos del mundo? —Tosió u

momento, y luego se aclaró la garganta antes de continuahablando—. Incluso aquí, en Londres, el orden establecide halla amenazado. Ya oíste al doctor, ha habidentenares de muertos. Edificios públicos saqueados ncendiados. Soldados en las calles. Te lo aseguro, Arthu

yo nunca he visto nada igual, y tengo miedo. Temo poodos nosotros. Cuando llegue el momento en que más s

me necesite, puede que no esté aquí. O al menos, quizá nsté en situación de poder protegeros.

Arthur sólo estaba escuchando a medias y tenía mirada clavada en la brillante saliva ensangrentada que hab

mpezado a descender por la comisura de los labios de sadre, poco después del último acceso de tos. Su men

hizo una rápida asociación y llevó su pensamiento a aquelmisma mañana, poco después de amanecer, cuando habermanecido en la entrada de su casa mirando a la cal

mientras uno de los lacayos limpiaba la sangre pegajosa dos escalones donde habían matado a la mujer la nochnterior. Ya habían retirado su cadáver, que fue recogidoor un carro del ejército que había pasado antes del albrthur había notado la extraña sensación en la atmósfer

matutina. La calle estaba casi desierta y el miedo y

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xpectación resultaban evidentes en los pocos rostros qusomaban a puertas y ventanas, y en las expresiones duñado de londinenses que pasaban evitando la mirada dos pelotones de soldados apostados en los principale

ruces de las calles de la capital. Su padre tenía motivoara estar asustado. La ley y el orden eran cosas murágiles. Más frágiles de lo que Arthur hubiera podidmaginar. Un mero velo de damasco sobre un mund

mucho más alarmante y violento que nunca dejaba dmenazar con un sangriento caos. A menos que hubieruficientes hombres responsables para contener dicherspectiva, las cosas se desmoronarían. La nación que

habían enseñado a venerar ya no sería capaz de mantenersunida. ¿Y entonces qué? Arthur casi no se atrevía a pensan ello.

Su pensamiento regresó con su padre, que seguumbado en la cama a su lado. Todavía tenía los ojoerrados, pero entonces estaba farfullando cada vez co

más incoherencia mientras se sumía en un sueñntranquilo. Al final, dejó de hablar entre dientes, sus dedo

e relajaron en la mano de Arthur y empezó a respirar a uitmo suave y reposado. Arthur le soltó la mano y, cuandstuvo del todo seguro de que su padre dormía, le acariciuavemente la frente. Sintió una peculiar ternura en sorazón ante aquella inversión de papeles, del niñ

onsolando al padre. La plácida expresión del rostro de s

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rogenitor le daba un aspecto mucho más joven y mánocente del que Arthur había visto nunca en él.

Un débil sonido de pasos en la escalera anunció egreso de su madre. Cuando entró en la habitació

levando una bandeja con un cuenco de sopa humeante, sobresaltó al ver a su marido tumbado e inmóvil en la cam —¡Garrett! —La bandeja se inclinó y el cuenc

mpezó a deslizarse hacia el borde. —¡Madre! —Arthur señaló la bandeja—. Ten cuidadoLa mujer bajó la vista y equilibró la bandeja justo

iempo de evitar que el cuenco se cayera. Luego cruzó habitación a toda prisa, dejó la bandeja sobre un tocador e acercó a la cama con paso suave.

 —Lo siento —susurró—. No quería gritar. Perensé, cuando lo vi dormido, por un momento pensé qu

staba... —Sólo está durmiendo, madre. Eso es todo. —Sí. —Le sonrió a su hijo y luego miró a Garrett co

l ceño fruncido—, Pobrecito. No está bien. —Se pondrá bien, madre.

Ella le dio unas palmaditas en la mejilla a Arthur. —Por supuesto que sí.

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CAPÍTULO XXI

A medida que iba transcurriendo el verano, el estad

de Garrett fue mejorando lentamente y hacia finales dgosto pudo acompañar a su familia a dar cortos paseos po

Hyde Park. El ambiente en la capital todavía era tenso traos disturbios del mes de junio. Algunos de los cabecilla

habían sido ahorcados frente a los muros dañados por

uego de la prisión de Newgate, y el hombre que habstado en el corazón de la muchedumbre anticatólic

Charles Gordon, estaba siendo procesado bajo pena dmuerte, lo cual dividía a la sociedad londinense entre suartidarios, quienes lo consideraban un héroe y un patriot

y aquellos que querían ver al agitador colgado de la horcmás alta a modo de advertencia para los que se sintieraentados por el peligroso juego de burlarse de Londres. Embiente de la alta sociedad empezaba a volver a

normalidad, y los teatros y salas de baile empezaron a abrde nuevo, con lo que el goteo de invitaciones para lord ady Mornington aumentó de volumen progresivamente.

Pero Garrett no tardó en descubrir que cualquientento de bailar lo fatigaba rápidamente, y ya no era capa

de aguantar más de una o dos horas en los acontecimientoociales sin sucumbir al agotamiento. La llegada del otoñ

rajo consigo un nuevo agravamiento de la enfermedad d

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Garrett que, una vez más, lo dejó postrado en la cama coesfriados y una tos de la que nunca parecía recuperarse dodo. Empezó a perder el apetito y, a pesar de todos losfuerzos de la cocinera, se fue quedando cada vez má

delgado y demacrado a medida que se aproximaba el nuevño, cuando el invierno afianzó en Londres sus gélidagarras. Al principio, Anne fue muy comprensiva con éero cada vez le molestaba más tener que restringir sarticipación en la vida social londinense. Empezó a asistola a fiestas y representaciones, mientras Garrett s

quedaba en casa.Cuando llegó el mes de mayo y empezaron a aparece

os brotes en las ramas de los árboles de Hyde Park, Arthuonvenció a su padre para que saliera a dar un pase

Garrett se alegró de dejar la densa atmósfera de s

dormitorio, donde las paredes se habían vuelto demasiadamiliares y opresivas durante los meses de invierno. Eoche los dejó en las puertas y se dirigió a la zona dondsperaban otros vehículos. Arthur sostuvo a su padre derazo y caminaron lentamente por el sendero de grava baj

as ramas salpicadas de verde de los árboles que bordeabal camino. A medida que avanzaban, Garrett funtercambiando saludos con unas cuantas personas a las qu

hacía meses que no veía. Encontraron un banco libre y sentaron. Mientras recuperaba el aliento y notaba que lo

atidos de su corazón volvían poco a poco a ser má

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compasados, Garrett levantó la vista hacia el despejadielo de primavera y sonrió. El aire fresco le sentaba bienus pulmones y una desacostumbrada oleada de energluyó por sus miembros. El canto de los pájaros le inundab

os oídos, y fue casi como si la primavera lo estuvieenovando del mismo modo que renovaba el mundo eorno a él y a su hijo.

 —Me siento bien —dijo—. Mejor de lo que me hentido en una eternidad.

Su hijo sonrió alegremente y dio unas palmaditas en mano enguantada de su padre.

 —Gracias por convencerme para salir a dar un paserthur. Me alegro mucho de haber venido.

 —Yo también —asintió Arthur. A continuación sevolvió hacia su padre, esperanzado—, ¿Crees que querrá

ocar el violín cuando regresemos a casa? ¿Un dúo, tal vez —Sí. ¿Por qué no? Creo que me gustaría mucho. —

Garrett se levantó del banco con cuidado—. De hecho, ¿poqué retrasarlo un momento más? Ya hace demasiadiempo que no tocamos juntos. Venga, vamos.

Arthur sintió que el corazón se le henchía de júbilnte aquella perspectiva. Toda la desilusión y la sensacióde abandono que había soportado desde que habían ido vivir a Londres quedaron olvidadas en un instante. El padrque hacía años que sólo podía recordar volvía a ser de carn

y hueso. El niño se levantó y corrió unos cuantos paso

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ara alcanzar a Garrett, que volvía por el sendero a grandeancadas hacia la distante puerta, tras la cual aguardaban loarruajes.

Garrett se rio.

 —¿Qué ocurre, padre? —Me estaba acordando de cuando solíamos hacer unarrera hasta la entrada de Dangan siempre que íbamos

dar un paseo por el campo. ¿Te acuerdas? —Pues claro que sí. Lo recuerdo muy bien. —¿En serio? —Garrett le dirigió una sonrisa travies

—. Vamos a verlo. Preparados, listos... —Se lanzó al troty gritó sobre su hombro—: ¡Ya!

 —¡Padre! —gritó Arthur alarmado—. No estás lastante recuperado. ¡Detente! ¡Por favor!

 —¿Qué pasa? ¿Es que tienes miedo de perder

Vamos, Arthur, corre!Su hijo ya estaba corriendo, corriendo a tod

velocidad para alcanzar a su padre, si bien no era porgullo, sólo por temor a las consecuencias del repentinuen humor de Garrett.

 —¡Para! ¡Tienes que detenerte! —¿Ah, sí? —dijo Garrett, jadeante, al tiempo quntentaba prolongar su zancada torpemente sobre unaiernas que habían perdido la costumbre de semejanjercicio.

 —¡Detente, padre! ¡Te lo ruego! —Arthur lo alcanzó

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largó la mano para agarrarlo del hombro. Sus dedos sosaron sobre la tela y apretaron, cerrándose en torno

hombro huesudo que había debajo. Garrett aminoró el pasy se detuvo. Se estaba riendo cuando se dio la vuelta hac

u hijo. —¡Ah! Soy demasiado viejo para estos juegosdemasiado viejo. —Hizo una pausa, con la respiracióntrecortada, y luego fue presa de un acceso de tos y s

dobló en dos mientras intentaba combatirlo con el puñpretado contra la boca. La tos empeoró, le sacudió echo y las primeras salpicaduras de sangre mancharon endero. Notó que le temblaban las piernas, le flaqueaban

hasta que perdieron su fuerza y se desplomó. —¡Padre! —gritó Arthur, que se echó al suelo junto

l.

Garrett notó que su hijo lo agarraba por debajo de lohombros y lo incorporaba suavemente, sosteniéndole abeza contra su pecho. Seguía tosiendo cuando fue pres

de una oleada de mareo y náusea. Se le enturbió la vistodo se volvió oscuro y le pareció oír que su hijo l

lamaba en la distancia. Luego no hubo nada.Arthur vio que su padre parpadeaba y quedaba luegon el cuerpo laxo. Todavía respiraba, pero su alientroducía un forzado sonido bronco. Al mirar a slrededor, Arthur vio dos sucias figuras con ropa de trabaj

que bajaban por el sendero en su dirección. Iban charland

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n voz alta y todavía no se habían dado cuenta del pequeñdrama que tenía lugar a un lado del camino, por delante dllos.

 —¡Eh, ustedes! —les gritó Arthur—, ¡Vengan aqu

Rápido, maldita sea!Por un instante, los dos hombres se quedaroaralizados antes de darse cuenta de la urgencia en la vo

del chico y de su tono autoritario. Entonces echaron orrer y se apresuraron hacia el lugar donde Arthur snclinaba sobre su padre.

 —Tengo que llevar a mi padre a casa. Ayúdenme levarlo hasta el coche que está fuera, al otro lado de uerta.

* * * 

Cuando se detuvieron frente a la casa, O'Shea dejó un lado su fusta y bajó de su asiento de un salto para abrir uerta del carruaje de un tirón.

 —Traiga, señor Arthur. Déjeme a mí.Con cuidado, sacó por la portezuela a Garrett y l

evantó como si no pesara más que un bebé durmient

rthur se apeó de un salto tras él, siguió a O'Shea por la

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scaleras hasta la entrada y alargó la mano en torno ochero para girar el pomo y empujar la puerta de paneles

un lado. —Llévelo al salón —ordenó Arthur—. Luego vaya

uscar al doctor. ¿Conoce la dirección? —En Wardour Street, señor. El doctor Henderson. —El mismo.Cruzaron el vestíbulo hacia la pequeña sala que

amilia utilizaba para ocasiones informales. O'Shea llevóGarrett hacia un diván y lo dejó en él con cuidado. Uostro apareció en la puerta; una de las sirvientas habcudido a ver la causa de aquel alboroto. Echó un vistazo ostro ceniciento de su señor y se llevó la mano a

mejilla, alarmada.Arthur se volvió hacia ella cuando O'Shea pas

ozándolo por su lado y salió apresuradamente de stancia.

 —¿Dónde está mi madre, Sarah? —Di-disculpe usted, señor, pero se ha llevado a lo

demás niños de compras.

 —¿De compras? —casi gimió Arthur, desesperado—Adonde? —A Davis Street, señor. Dijo que no los esperáramo

hasta la tarde.Arthur se mordió el labio mientras los pensamiento

e agolpaban en su cabeza con un pánico ciego y s

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sforzaba por decidir lo que debía hacer. Al menos yhabían ido a avisar al médico. Miró a su padre, se fijó en alidez cerosa de su rostro y en su dificultosa respiració

Entonces se volvió de nuevo hacia la sirvienta.

 —Trae ropa de cama. Luego ve a Davis Street e intenncontrar a mi madre. Dile que regrese lo antes posiblDile que hemos mandado a buscar al doctor. ¿Lo hantendido?

 —Sí, señor. —¡Pues venga! —Arthur se volvió de nuevo hacia s

adre, empezó a desabrocharle el abrigo y se lo quitó couidado de la espalda antes de sacarle el pañuelo de sed

del cuello y aflojarle los botones superiores de la camisDurante todo ese tiempo, el cuerpo de su padre siguinerte, como el de una muñeca de trapo, y las única

eñales de vida eran los fatigosos sonidos de su respiracióy el parpadeo del pulso bajo la piel del cuello. Arthuutilizó el abrigo para taparlo y luego se acercó a himenea para encender el fuego.

Sarah regresó con unas cuantas mantas y almohadas

e levantó la cabeza a su señor con cuidado para colocar lalmohadas en el brazo del diván. Luego extendió la manobre su cuerpo.

 —Gracias. —Arthur logró esbozar una sonrisa dgradecimiento—. Ahora ve a buscar a mi madre.

Ella asintió con la cabeza y salió a toda prisa. La

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lamas chisporrotearon y silbaron en el hogar, mientras euego prendía; Arthur echó unos trozos de carbón a umbre antes de dejar de nuevo el fuelle en su sitio egresar con su padre. Comprobó que mostrara signos d

vida, acomodó la manta en torno a su cuerpo inmóvivolvió al vestíbulo a toda prisa y abrió la puerta de la callEl doctor Henderson vivía a más de tres kilómetros ddistancia y era imposible que O'Shea hubiera llegado aún partamento del médico, por lo que Arthur se sentó juntou padre a esperar. El fuego había caldeado la habitación as mejillas de su padre habían recuperado un poco olor, pero su respiración seguía siendo trabajosa y Arthu

deseó con todas sus fuerzas que el doctor llegara lo máápido posible.

Al fin, al cabo de media hora de que O'Shea hubie

alido, se oyó el roce de unos pasos por las escaleras de asa y luego en el vestíbulo. Arthur se levantó de un salt

del lado de su padre y corrió hacia la puerta. —¡Aquí! —Lo siento, señor —dijo O'Shea con un jadeo— S

artió la rueda del carruaje contra el bordillo de Park RowTuvimos que hacer el resto del camino corriendo.O'Shea se hizo a un lado respetuosamente y dejó pasa

l doctor Henderson. El médico llevaba una maltrecholsa negra en la mano y tenía el rostro colorado por

sfuerzo de la carrera para llegar al lado de su paciente.

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 —¿Dónde está? Ya veo. Apártese, jovencito.Pasó con aire resuelto y dejó la bolsa junto al divá

Le tomó la mano a Garrett y le buscó el pulso antes ddirigirle una mirada a Arthur.

 —El cochero me explicó lo que sabía de la situacióTu padre es un maldito descerebrado. Le dije qudescansara. No que practicara atletismo, maldita sea. Tienuerte de seguir vivo. A duras penas, pero vivo al fin y aabo. Bueno, tú ya has hecho tu parte, jovencito. Ahora dej

que me ocupe yo. —Por primera vez miró directamente rthur y vio el terror y la preocupación en el rostro dehico. Su tono se suavizó—: Lo has hecho bien. Ahora y

no puedes hacer nada más. Tu padre está en buenas manos uedes confiar en que haré todo lo que pueda por él. —L

guiñó un ojo a Arthur como señal de complicidad—. Ve

eber algo. Dile a tu cocinera que te he recetado un tazóde chocolate con un poquito de ron.

 —Sí, señor. —Arthur le dirigió una última mirademerosa a su padre y abandonó la estancia, cerrando uerta al salir. En lugar de entrar en la cocina, pasó de larg

y se dirigió al salón formal, donde se sentó en una silunto a la ventana para ver si volvían su madre y suhermanos. Aguzó el oído por si oía algo en el salón traseroero no le llegó ni un sonido.

Las horas transcurrieron lentamente. Llegó mediod

y todavía no había ni rastro de su madre. Pasó otra hora

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ntonces, por fin, vio a Sarah que doblaba la esquina a todrisa, seguida de cerca por los demás. Arthur se levantó aminó lentamente hasta la puerta, sin saber muy bien qu

decir, o cómo reaccionar. Se temía lo peor, pero no querí

que los demás se lo vieran en la cara. Así pues, se tragó lreocupación e intentó recuperar la compostura cuandyó sus pasos apresurados por la acera y luego el traquetel subir las escaleras hasta la puerta de la calle. Su madr

había adelantado a Sarah. Corrió hacia él y lo agarró por lohombros.

 —¿Dónde está? —En el salón, madre. —Arthur vio que a la mujer

emblaban los labios. —¿Sigue... vivo? —Sí. Lo estaba cuando llegó el doctor.

 —¿El doctor está aquí?Arthur le dijo que sí con la cabeza.

 —Mandé a buscarlo enseguida. —Buen chico.Gerald, Anne y Henry subieron por las escaleras, est

último agarrado de las manos de Sarah y con el rostrolorado por las lágrimas y el cansancio. La madre drthur se volvió brevemente hacia Sarah.

 —Llévate a los niños al cuarto de juegos y cuida dllos, por favor.

 —Sí, señora.

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Los dejó al cuidado de la sirvienta y, tras una cortausa para recuperar el aliento y la compostura, entró en alón trasero y cerró la puerta tras ella.

Los tres pequeños y la sirvienta se quedaron mirand

a puerta en silencio desde el pasillo hasta que Sarah tosiy esbozó una sonrisa forzada. —Vamos a jugar. Sé algunos juegos nuevo

stupendos. Nos divertiremos. —¿Sarah? —preguntó Gerald en voz baja—. ¿Padre s

va a morir? —¿Morir? —Sarah arqueó las cejas—, ¡Pues clar

que no, cariño! Ha venido el doctor. El lo curará. Antes dque te des cuenta, estará como nuevo. Venga, vamos, ¿quiéquiere jugar?

Sin esperar una respuesta, la mujer se los llevó arrib

l cuarto de los niños y sacó la primera caja que encontrdel armario de los juguetes: una colección de soldadodiminutos que representaban los bandos que tomaban partn la guerra en las colonias americanas.

 —¡Perfecto! —sonrió—. Y ahora, si pudiéramo

ncontrar unas canicas...Mientras los cuatro niños aguardaban, la sirvienebuscó en el armario hasta que encontró una pequeñolsa de fieltro llena de canicas de loza.

 —Ahora ya sólo nos hace falta un campo de batalla. L

lfombra servirá. Ven, Arthur, ayúdame. Si metemos uno

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apatos debajo podemos hacer unas cuantas montañas. —¿Por qué? —¿Por qué? ¡Válgame Dios, no se puede hacer un

atalla sin montañas! ¡No se parecería en nada al mund

eal! Los engatusó a todos para que la ayudaran a crear unurda aproximación de un valle rodeado de montañas uego empezaron a disponer las tropas en ambos lado

Cuando todo estuvo preparado, Sarah se puso al lado dGerald y Henry, Arthur se quedó con su hermana mayo

nne, y se acuclillaron en el lado de la alfombra en que jército de casacas rojas se extendía a lo largo de unadena montañosa formada con toallas enrolladas y metida

debajo de la alfombra. Sarah les dio unas cuantas canicasada uno y explicó las reglas: cada bando dispararía po

urnos lanzando las canicas con el dedo índice y el pulgar, l bando en que quedara el último soldado en pie sería

ganador. Sarah resultó ser una experta con las canicas y lrimera batalla terminó rápidamente. Una victoria rotundor parte del ejército colonial de uniforme azul. Lo mism

currió con la segunda batalla. Las derrotas hirieron rgullo de Arthur y, tras la segunda, el chico miró a Sarah. —Coloca tú primero. —De acuerdo, señorito Arthur.La sirvienta, Gerald y Henry dispusieron sus fuerzas

o largo de las montañas más alejadas, igual que antes, e

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anto que Arthur y su hermana esperaron pacientementEntonces, cuando el último de los colonos estuvo eosición, Arthur empezó a colocar su propio ejército. Simbargo, en aquella ocasión, los casacas rojas se alinearo

detrás de la cima de la montaña. —¡Eh! —protestó Sarah—, ¡Eso no es justo! —Sí, lo es —replicó Arthur con una sonrisa—. Sigue

stando en el campo de batalla. Me limito a sacar partidde la topografía. Es lo justo, puesto que está claro que tú yenías práctica con las canicas.

Sarah frunció el ceño y luego asintió moviendo abeza con resolución.

 —Como quiera, señorito Arthur. Pero ganaremogualmente.

 —¿De verdad? Veámoslo, ¿de acuerdo?

En cuanto empezó la tercera batalla no tardó ehacerse evidente que los casacas rojas tenían ventaja. Pomucho que lo intentaran, Sarah y los pequeños nncontraban un ángulo directo para lanzar sus proyectiles,l final tuvieron que recurrir a arrojarlos por lo alto en u

ntento por alcanzar las figuras invisibles que había detráde la cadena de montañas. La última de las figuras azules nardó en ser derribada y Arthur dejó escapar un grito driunfo.

Antes de que el sonido muriera en sus labios, se oy

un chillido penetrante procedente de abajo. Se repitió d

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nmediato y entonces reconocieron la voz de su madre qugritaba: ¡no!

Anne le dio un suave codazo a su hermano y usurró:

 —¿Qué ha pasado, Arthur?El no respondió de inmediato, pero aguzó el oído aptó el sonido de unos desesperados sollozos quesonaban en las escaleras. Se levantó del suelo del cuart

de juegos, consciente de que los demás lo miraban de hitn hito.

 —Quedaos aquí —dijo—. Iré a ver.Salió del cuarto, cruzó el rellano y empezó

descender por las escaleras mientras una gélida sensacióde terror le aferraba con fuerza el corazón. En el piso dbajo, oyó los sollozos de su madre y la voz más grave d

doctor que le brindaba unas indistinguibles palabras donsuelo.

Entonces fue consciente de la absoluta e irrevocablerteza de lo que había ocurrido y, por un momento, s

mareó, por lo que tuvo que aferrarse a la barandilla pa

vitar caerse. La sensación pasó y siguió bajando doramos más de escalera hasta el vestíbulo. Allí estaba uerta del salón, cerrada como antes, pero atravesadntonces por el sonido del llanto de su madre. Arthu

vaciló, luego hizo girar el pomo y entró. Ella estaba sentad

n el suelo junto al diván, aferrando la mano de su espos

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ontra su mejilla. El doctor se hallaba de pie a su lado, cospecto incómodo mientras consideraba la corrección dfrecer un poco de consuelo físico a una mujer dondición social muy superior a la suya. Miró a Arthur co

xpresión de alivio y se hizo a un lado, indicándole al chicque ayudara a su madre.Anne percibió su presencia, por lo que volvió

abeza hacia él y Arthur quedó horrorizado por la expresiónimal de dolor y pena que había hecho estragos en laacciones de su madre.

 —¡Oh, mi niño!... Mi pobre niño. Ven conmigo.Arthur se acercó a ella y, cuando la mujer lo apret

irmemente contra su pecho, el chico notó que el cuerpde su madre se convulsionaba con una nueva oleada ddolor. Por encima del hombro de la mujer, Arthur miró e

ostro de su padre. El cuerpo se hallaba absolutamentnmóvil; la respiración irregular que no mucho antes habustentado su vida lo había abandonado. Tenía los ojoerrados y la cabeza inclinada sobre su pecho, como

durmiera. Sólo las salpicaduras de sangre que había en su

abios y en la pechera de su camisa delataban la enfermedaque finalmente se lo había llevado. —Se ha ido —sollozó Anne, llorando en el ondulad

abello de su hijo— Se ha ido... Nos ha dejado...

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CAPÍTULO XXII

El funeral de Garrett Wesley, conde de Mornington

ue una ceremonia grave, aun cuando al servicio asistieronumerosas personas para presentar sus respetos, o esdecían ellos. La viuda y sus hijos, todos ellos vestidos dnegro, se hallaban en la entrada del cementerio, esperandara aceptar las condolencias de los asistentes que, e

quel preciso momento, se dirigían lentamente por endero de grava hacia ellos.

 —Miradlos a todos —dijo Richard entre dientes—Una verdadera plaga de langostas. Acreedores, parienteejanos y los que se llaman amigos; todos con la esperanz

de recibir una parte del botín. —Ya basta, Richard. —La madre le dio un levpretón en el brazo al hijo mayor—. Este no es el moment

ni el lugar.Arthur tiró de la manga de su madre.

 —¿A qué se refiere Richard con eso de una parte deotín?

 —¡Chsss, niño! Muestra un poco de decoro. Quédaquieto e inclina la cabeza como hace tu hermano Gerald.

Arthur miró a su hermano menor que se hallaba orde del camino con la cabeza gacha y una expresió

olemne en el rostro.

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 —Se enterará muy pronto, madre —dijo Richard evoz baja—. No tiene sentido ocultarle la verdad, y no hade qué avergonzarse.

 —¿Que no hay de qué avergonzarse? —replicó s

madre entre dientes—. Ya veremos lo bien que te larreglas cuando al final nos echen a la calle. —Madre —le dijo Richard en tono cansino—. T

misma lo dijiste. Nadie va a echarnos a la calle. —¿Ah, no? —La mujer arqueó las cejas—. Tu padr

ra una especie de prodigio despilfarrando su fortunamiliar. Esos buitres ni siquiera han tenido la decencia dsperar a que su cuerpo se haya enfriado bajo tierra.

 —Calla, madre, ya vienen.El obispo dio los últimos pasos hacia la famil

doliente con una sonrisa en los labios. Le ofreció la mano

nne primero. Ella sonrió. —Mi señora, ¿puedo ser el primero en ofrecerle m

ondolencias? —Una ceremonia magnífica. Estoy segura de qu

Garrett lo habría agradecido.

El obispo siguió adelante siguiendo la línea quormaban el resto de la familia, ofreciendo sus tópicaalabras de consuelo de un modo muy bien estudiad

Luego se acercó el resto de la comitiva: una continurocesión de aquellos miembros de la sociedad londinens

que se sintieron lo bastante conmovidos como para asist

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y no tenían en su agenda nada más preciso que hacer aqudía. En cuanto hubo pasado el cortejo de mejor clasocial, los siguieron una sucesión de compositores

músicos, algunos de los cuales fueron tan obsequiosos qu

us esfuerzos por asegurarse un continuo mecenazglegaron a incomodar a la familia Wesley. Cuando el últimde ellos hubo pasado frente a la línea de familiares, uhombre de expresión adusta se acercó a lady Mornington nclinó la cabeza.

 —Thaddeus Hamilton, mi señora. —Ah.El hombre sonrió.

 —Fui el último sastre del conde. De Coult e Hijos eDavis Street, ¿sabe? Puede que se acuerde, honró nuestrstablecimiento con su presencia la pasada primavera. —

Como ella seguía perpleja, el hombre enarcó las cejas—

Su esposo adquirió cuatro camisas y dos abrigos, si lecuerda.

 —¿Ah, sí? Lo siento, señor... señor... —Hamilton, mi señora. Thaddeus Hamilton. —Por supuesto. Lo lamento, parece que fue hac

mucho tiempo. —Estoy seguro, mi señora. Es absolutamenomprensible. —El sastre movió la cabeza en señal dsentimiento—. Es una pérdida muy trágica. Estoy segur

de que toda clase de cosas quedan olvidadas cuando s

ontraponen al fallecimiento de un hombre tan noble. U

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ompositor de tanto renombre. —Se pasó la lengua por loabios con nerviosismo—. Un cliente tan magnífico

Estoy seguro de que el difunto conde habría tenido mabilidad de seguir siendo cliente de nuestr

stablecimiento y habría satisfecho la cuenta por laamisas y los abrigos que he mencionado. De no ser por srágica mala salud durante los últimos meses de su vida.

Lady Mornington se lo quedó mirando con frialdad. —Gracias por haber venido a presentar sus respeto

eñor Hamilton. Tenga la seguridad de que pagaremos todo que se les debe a los acreedores de mi difunto maridn cuanto hayamos terminado de llorar su muerte.

El sastre se ruborizó. —Mi señora, no era mi intención ofenderla. Lo qu

asa es que hemos mandado varios recordatorios y...

 —Se le pagará, señor Hamilton. Que tenga un buedía, señor.

El sastre era simplemente el primero de muchaersonas que los abordaron solicitando que se les pagaraus facturas y, cuando la familia regresó a casa, la madre d

rthur estaba en un estado de enojo y desesperación. Sue directamente al salón, se sentó y no tardó en quedadeshecha en llanto delante de sus hijos, por lo que GeraldHenry siguieron el ejemplo de su madre de inmediatRichard se los llevó a la cocina y se encargó de que le

dieran de comer antes de volver al salón. Lady Morningto

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había recuperado el dominio de sus emociones y se estabecando el rostro con un pañuelo de encaje, mientras qurthur permanecía de pie junto a la silla y, con air

vacilante, le sostenía la mano libre entre las suyas.

 —Estaremos bien, madre —le dijo con una sonrisorzada—. Ya lo verás.Ella levantó la vista para mirarlo.

 —No seas idiota, Arthur. ¿Acaso no lo entiendesEstamos enterrados en deudas. Tu padre nos ha arruinado.

La sonrisa de Arthur se desvaneció y empezaron emblarle los labios.

 —No creo que se gastara todo el dinero él solmadre.

 —¿Qué has dicho? —Se dio la vuelta en su asientara mirarlo; en su expresión ya no quedaba ni rastro d

dolor, que había sido reemplazado por la furia—. ¿Cómo ttreves? ¿Cómo te atreves a hablarme así?

 —Es verdad —le espetó Arthur—. Todos tumagníficos vestidos. Esos bailes a los que ibas mientras staba enfermo. ¿Quién pagaba todo eso, madre? La

deudas son tanto tuyas como suyas. —¿En serio? —Apartó la mano de las de su hijo—, u escuela, y tu ropa, y esas malditas partituras que tu padr

no dejaba de darte. Supongo que todo eso lo pagaste tverdad?

 —¡Dejadlo ya! —exclamó Richard con aspereza desd

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a entrada—. ¡Los dos! Se acercó a grandes zancadas y sos quedó mirando—. Las deudas son responsabilidad dodos nosotros. Esta discusión no tiene sentido. Arthur —e señaló una silla—, siéntate. Tengo que hablar contigo.

Richard se unió a él en el largo asiento y apoyó arbilla en sus manos juntas mientras empezaba sxplicación.

 —He revisado las cuentas de padre. He leído lonformes del agente en Irlanda y, en general, la economíamiliar es bastante mala. Desde que nos mudamos

Londres, hemos estado viviendo de dinero prestado y, poo que he visto, ni siquiera podemos pagar el interés, par

qué hablar de devolver el capital principal. Sencillamentno podemos permitirnos el lujo de seguir viviendo comhasta ahora.

Miró a los demás para asegurarse de que comprendíaa importancia de la situación y siguió hablando:

 —Para asumir las responsabilidades de nuestro padrendré que abandonar mis estudios en Oxford. Con eshorraremos algún dinero. William puede quedarse dond

stá por ahora. Las cosas le van bien y sería una pena frenau talento en estos momentos. En cuanto a ti, madre, debeaber que ya no podemos permitirnos los gastos d

mantenimiento de una propiedad de este tamaño, nodemos permitirnos tener tantos sirvientes. Tendrás qu

lquilar unas habitaciones en alguna otra parte. Alg

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sequible.Lady Mornington se sintió avergonzada.

 —Me imagino que lo próximo que harás sermpeñarte en que me ponga a hacer de lavandera. ¿Es qu

no tienes vergüenza, Richard?El hizo caso omiso de su comentario y continuhablando.

 —Por ahora, Anne y Henry pueden vivir contigo, perengo otros planes para Gerald y Arthur. —Se volvió haciu hermano—. Tengo entendido que no has progresad

mucho en el seminario de Brown. A juzgar por lo que hído sobre la escuela, no me sorprende. De modo que h

decidido mandarte a ti y a Gerald a Eton. La familia puedagarlo con lo que nos ahorremos del alquiler. Pero deberometerme que aprovecharás la oportunidad al máxim

rthur. —¿Y qué pasa si no quiero ir?Richard se encogió de hombros.

 —Tus deseos no tienen nada que ver con esto. Ahoryo soy el cabeza de familia y yo decidiré lo que más t

nteresa. —Entiendo. —Bien. Entonces está decidido.

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CAPÍTULO XXIII

Brienne, 1782

 Napoleón dejó lentamente la carta de su padre sobre mesa de lectura de la biblioteca. Se encontraba solo en stancia, y era domingo por la mañana. Desde el otro lad

de la ventana, le llegaban los sonidos amortiguados de lodemás alumnos que jugaban en el patio. Había nevaddurante la noche y una gruesa capa de un blanco brillantubría el paisaje desnudo de los alrededores de Brienne. Equellos precisos momentos, una nueva ráfaga de copoasaba arremolinándose frente a la ventana. Napoleó

entía el peso de la desesperación en su corazón.Un mes antes, se había hartado finalmente de ser

lanco de las bromas y demás crueldades mezquinas coas que Alexander de Fontaine y sus amigos le colmabanunque lo de aquella noche en los establos no se hab

epetido, el mero hecho de pensar en ello llenaba apoleón de terror y asco, y de un amargo odio por loristócratas anónimos responsables de su tormento. Poc

después de Navidad, se vio obligado a actuar.Le había escrito una larga carta a su padre. En ella

xplicaba la situación con la máxima delicadeza posibl

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uesto que no quería que su padre supiera la vergüenza quo amargaba. Sería un acto de lo más cruel hacer que sadre pensara que se avergonzaba de la posición social du familia, aun cuando ésa fuera la verdad. Por lo tant

apoleón trató de expresarse en términos pragmáticonotó todas las actividades de las que estaba excluido evirtud de su situación económica. Le explicó que desgaste de la vida escolar hacía sentir sus efectos en sopa, y que sin dinero no podía reemplazar sus prendaaídas, por cuyo motivo se veía obligado a tener un aspectstroso. Le preocupaba el hecho de hacer muy poco honosu familia y desacreditarlos. Se sentía culpable por ell

Como consecuencia, Napoleón se veía empujado a solicitque su padre arreglara las cosas para que le pagaran unsignación mucho más sustancial o tendría que sacarlo d

Brienne para que recibiera su educación en casa, dondncajaría y haría más justicia a las nobles tradiciones de samilia.

La respuesta de Ajaccio fue una negativa rotunda. Sadre le dijo que, sencillamente, no podía disponer de má

dinero. Había cosas más importantes que el dinero para seun caballero, y si Napoleón se conducía de manerdecuada y se comportaba de un modo apropiado para uaballero, entonces su padre estaba seguro de qurosperaría en Brienne. En su interior, Napoleón maldijo

u padre por no haber sabido ver, a través de las cuidadosa

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rases de la carta de su hijo, la cruda agonía de la vida quo habían obligado a soportar en la escuela. Quizá tendr

que haber escrito con un estilo más directo para que srogenitor pudiera comprender el alcance de s

ufrimiento. Así pues, ¿debía escribir otra carta? Napoleóonsideró la idea un momento antes de desecharla. Con esólo conseguiría parecer aún más débil y patético ante sadre. Había perdido la oportunidad de un ruego efectivhora a Napoleón sólo le quedaba sacar el mayor provechosible de la situación.

Sus dedos se cerraron impulsivamente en torno a espuesta de su padre y la arrugaron, convirtiendo el papn una apretada bola. Napoleón se dio la vuelta en la mes

de lectura, apuntó a la papelera y lanzó la bola de papel poo alto hacia ella. El proyectil dio en el borde de la papeler

y cayó al suelo junto a su base. —¡Buona Parte! ¡Recoja eso! Napoleón saltó en su asiento al oír la voz y luego s

volvió a mirar por encima del hombro. El padre Dupucababa de entrar en la biblioteca para supervisar a lo

usuarios matutinos. —¡Recoja ese papel! —¡Sí, señor! —Napoleón bajó de su taburete de u

alto. Se apresuró a recoger la carta arrugada y la depositápidamente en el cubo.

 —Lo siento, señor. No volverá a ocurrir.

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El padre Dupuy, acostumbrado al mal humor del chicorso y a sus arrebatos de mal genio, quedó sorprendidor su dócil reacción.

 —¿Ocurre algo?

 —No, señor. —¿Qué era ese trozo de papel? —Era personal, señor. —Eso ya lo juzgaré yo. Déjeme verlo.Era imposible evitar la orden. Napoleón recuperó

pretada bola de papel y la depositó en la mano extendiddel maestro. Mientras el chico permanecía de pie frentel, el profesor desplegó el papel con cuidado y leyó sontenido. Al terminar, le devolvió la carta a Napoleón.

 —Siéntese —ordenó. Napoleón retiró la silla con un chirrido y tom

siento, con los hombros flojos y hundidos mientramiraba acongojadamente al profesor por encima de mesa. El padre Dupuy se sentó en la silla de enfrente, cruzos brazos y le devolvió la mirada al chico.

 —Por lo que veo, quiere dejarnos, Buona Parte.

 Napoleón movió la cabeza en señal de afirmación. —Sí, señor. —Ya veo. —El padre Dupuy contempló un moment

l chico antes de proseguir—: Sería un idiota si dejarBrienne, Napoleón. Esta institución es la única oportunida

de mejorar para las personas como usted y como yo.

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 —¿Señor? —Esto. —Movió la mano en torno a él—. El colegi

Es uno de los pocos lugares de Francia donde la gente dnuestros orígenes puede prosperar. Por lo que respecta

os aristócratas, en cuanto dejen Brienne y algún parienes encuentre una buena posición, segura y bien pagadlevarán la voz cantante. —Se encogió de hombros—. Aon las cosas aquí en Francia. Debe acostumbrarse a ell

Buona Parte. O se volverá loco bajo el peso de toda esnjusticia.

 Napoleón se erizó. —Pero no es justo, señor. Yo soy mejor que ellos

Mucho mejor que ellos. ¿Por qué tengo que soportar ser snferior?

 —Porque no hay nada que pueda hacer al respect

Tampoco hay nada que pueda hacer yo. Esa es la cruz dnuestra clase social, Buona Parte. Créame, sé cómo siente. A pesar de llevar el mismo uniforme, de comer ea misma mesa y de aprender en el mismo pupitre, tiene ensación de que entre ellos y usted hay un inmens

bismo. Se hace sentir en cuanto abren la boca. Hablan dorma distinta, piensan de forma distinta y viven de formdistinta. Usted se sienta ahí y desea que todo lo que elloienen sea suyo. Sin embargo, sabe que eso nunca poder. Así pues, aceptemos que el mundo es injusto. ¿Qu

hace entonces?

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 Napoleón se encogió de hombros. —Cambiarlo. —¿Usted solo? Eso es mucho pedir para un sol

hombre.

 Napoleón sonrió. —Ya lo han hecho antes, señor. He leído bastanthistoria como para saberlo. Alejandro, César, Augusto.llos tomaron el mundo y lo moldearon de acuerdo con sureencias.

 —Lo sé. El primero murió joven, el segundo furaicionado y asesinado por unos hombres a los quonsideraba sus amigos, y el último convirtió su repúblicn una tiranía. No son precisamente buenos modelos donducta. Además, todos ellos eran aristócratas, Buon

Parte. Lo cual demuestra todavía más que la historia e

implemente la historia de los de su clase. —Sonrió—. ¿s que acaso aspira usted a su posición? ¿Cree usted quodría ser un hombre de destino? ¿Qué me dice?

 Napoleón se ruborizó. Aquella sincera charla sobrus ambiciones privadas, que él tanto valoraba, le estab

esultando enormemente embarazosa. —Yo... No es a mí a quien corresponde decirlo, señoSomos los siervos del destino.

 —No, no lo somos. —El padre Dupuy meneó abeza con tristeza—. Somos los siervos de unos idiota

omo Alexander de Fontaine. Les toca a ellos hacer

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historia. Nosotros no somos más que la materia primutilizada en el proceso. —Miró a Napoleón codetenimiento, esperando su respuesta.

 —Yo no soy materia prima, señor. Soy mejor que eso

Creo que mi expediente académico lo demuestra. —Sé que es así, Buona Parte. He estado siguiendo derca sus progresos. —Sonrió—. Supongo que usted me vimplemente como a un profesor, y es lo que soy, peroseo otros intereses y me gusta promover la aptitud, seual sea la clase social en la que la encuentre. Puede que lorprenda saber que hay algunos aristócratas que se sientegual que usted sobre esta situación.

 Napoleón enarcó las cejas. —¿En serio? Todavía no he conocido a ninguno. —Bueno, no debería juzgar a Francia por es

nstitución. Al fin y al cabo, no es más que eso, una mernstitución. Si quiere encontrarse con las grandes mente

de la época, tendrá que ir a París. —¿Cree que allí podría conseguir algo, señor? —

apoleón sintió que se le alegraba el corazón. Por primer

vez desde que llegó a Brienne se sentía como si lstuvieran tomando en serio. Se sentía como si el potencique sabía que tenía era reconocido por fin.

El padre Dupuy le dijo que sí con la cabeza. —Creo que sí. Para serle sincero, cuando llegó

Brienne pensé que era usted un pequeño cerdo precoz, per

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hora lo conozco lo suficiente como para darme cuenta dque posee una mente de primer orden. A pesar de suobres resultados en la mayoría de mis asignaturas.

 Napoleón se rio. Era cierto. Si bien había lograd

dominar el francés, aunque sin eliminar su acento corsólo era mediocre en latín y pésimo en alemán, una lenguque a sus oídos sonaba como si alguien hiciera gárgaras scupiera grava.

 —Lo siento, señor. Me esforzaré más. —Debería hacerlo. La fluidez en varios idiomas e

una habilidad de vital importancia. En ocasiones, se pierdlgo más que el significado en la traducción.

 Napoleón asintió con la cabeza. Creía haberlntendido. Tal vez no. La solución era evidente: en algú

momento, los hombres tendrían que verse obligados

hablar el mismo idioma. —En cualquier caso, Buona Parte, sus conocimiento

de historia son excelentes y es usted una especie drodigio con las matemáticas. Pero debo confesarle que stributo más admirable es su fuerte personalidad. Claro qu

ambién es su mayor defecto. Hará bien en recordarlo. Napoleón frunció el ceño. No se había consideradnunca una persona terca. No se le había ocurrido verlo esos términos. Más bien le había sorprendido mbecilidad que a menudo encontraba en otros. El hab

chacado la incapacidad de sus compañeros de comprende

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un principio matemático a la pereza o a cierto grado dbstinada estupidez, típica de esos aristócratas. Al mismiempo, había comprendido que aquellos a los que podntimidar para doblegarse a su voluntad, lo hacían por un

debilidad de carácter. La idea de que era innatamente mejoque los demás le resultó divertida por un momento, antede que empezara a convencerse de ello en cierta medidQuizá fuera superior a algunas personas... a la mayoría de gente. Era una perspectiva halagüeña, una idea quustificaba implícitamente la solidez de sus opinioneobre las de los demás.

 —¿Qué tienes pensado hacer con tu vida? —reguntó el padre Dupuy—. Cuando dejes Brienne.

 —No lo he decidido, señor. Mi padre pensó quodría alistarme en el ejército.

 —Para eso tendrá que conseguir una plaza en la ReEscuela Militar de París.

 Napoleón lo miró con entusiasmo. —¿Cuándo puedo presentar lo antes posible un

olicitud para la escuela militar, señor?

El padre Dupuy frunció la boca mientras pensaba. —El inspector de la escuela realiza su evaluación para matrícula del próximo año en otoño. El mínimo de edaara la admisión es de quince años. Eso le da menos de doños desde ahora. Dudo que esté preparado para entonces.

 —Lo estaré, señor. Le doy mi palabra.

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 —Bien. Hasta entonces, debe tolerar a esoristócratas. Debe aprender que la falta de dinero ompensa usted con otras riquezas. Tiene un potencial qu

no se puede comprar con dinero, Buona Parte. —Se inclin

obre la mesa y le dio un suave puñetazo en el pecho hico—. Vamos, salga fuera y diviértase. No sé usted, peryo encuentro que la nieve tiene algo que refresca mi almque me hace sentir el doble de fuerte y la mitad de viejDe modo que, ¡venga!

 —Sí, señor. —Napoleón empujó su silla hacia atrás e levantó. Se metió la carta arrugada de su padre en olsillo y empezó a andar hacia la puerta. Entonces s

detuvo, se volvió a mirar al padre Dupuy y le sonrió cogradecimiento—. Gracias, señor.

 —Una cosa, Napoleón.

 —¿Señor? —Si ve a Alexander de Fontaine ahí afuera, asegúres

de lanzarle una bola de nieve por mí. Napoleón se rio. —¡Puede contar con ello!

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CAPÍTULO XXIV

Una gruesa capa de nieve cubría el suelo, pero la

huellas de cientos de chicos ya se entrecruzaban por todl patio. Napoleón se envolvió el cuello con la bufanda

metió los extremos por la parte superior de su gabán. Suso los mitones antes de dirigirse a grandes zancada

hacia los chicos que jugaban en el campo de al lado, una

equeñas figuras oscuras en un paisaje en blanco y negrl acercarse, vio que unos cuantos se habían agrupado e

una esquina del campo para lanzarse bolas unos a otros: sugudos gritos de excitación quedaban amortiguados por

nieve.

 —¡Eh! ¡Napoleón!Vio que Louis de Bourrienne le hacía señas desde loímites de la pelea de bolas de nieve. Napoleón sncaminó hacia su amigo y la nieve crujió suavemente bajus botas. Los chicos de la esquina del campo detuvieron ucha y se agruparon en círculo. La estridente voz dlexander les decía que se callaran cuando Napoleólcanzó a su amigo y lo saludó brevemente con la cabeza.

 —¿Qué pasa? —Alexander quiere organizar las cosas. Hacer un

atalla como es debido.

 —Así que quiere una batalla, ¿eh? —Napoleón adopt

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un aire pensativo y se fue acercando a la multitud hasta qustuvo delante de ellos, donde ninguno de los chicos máltos pudiera impedirle la visión. Allí, en un espacio abiertn el centro del grupo, se hallaba la figura autoritaria d

lexander de Fontaine. —Haremos dos bandos. Uno a cada extremo dampo. Nos daremos tiempo hasta que el reloj del colegi

dé las doce para preparar las defensas, y entonces empezara batalla.

 —¿Cómo sabremos cuándo ha terminado? —preguntlguien.

Alexander lo consideró unos instantes. —Deberíamos tener banderas. El ganador será

rimero que capture la bandera del otro bando. —Echó uvistazo a su alrededor y alargó la mano hacia uno de lo

hicos que estaban más cerca—. Tu bufanda. Dámela. —Pero, hace frío, Alexander. La necesito. —He dicho que me la des. —Extendió la mano—

hora.El chico se quitó rápidamente su bufanda amarilla y s

a entregó a Alexander, que sonrió. —Bien. Ahora necesitamos otra... —Paseó la miradaus ojos se detuvieron en Napoleón—. La tuya. El rojo e

un buen color. Yo me quedaré la tuya. —Muy bien —dijo Napoleón—, Toma. Con

ondición de que no estemos en el mismo bando.

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Alexander se rio. —Si crees por un momento que lucharía junto a u

ampesino corso, es que eres más idiota de lo que yensaba. Pues claro que lucharemos en bandos opuesto

De hecho, voy a nombrarte general de tu bando. Yomandaré a los demás. Napoleón asintió. —Por supuesto.Alexander contó cabezas y luego eligió a sus amigos

la mayoría de los chicos más corpulentos y dejó el restara Napoleón. Se acercó a su enemigo y le sonribiertamente.

 —Hasta el mediodía, corso. Entonces empezará atalla y no habrá piedad.

 —No esperaba que la hubiera —repuso Napoleón co

alma— Ni tú tampoco deberías esperarlo. —Valientes palabras. Veamos si eres capaz de estar

u altura. —Alexander le metió la bufanda amarilla entras manos a Napoleón y se volvió hacia sus seguidores—Vamos! ¡Por allí!

Mientras ellos se alejaban, Napoleón sonrió y luege volvió hacia los de su bando. Había casi cincuenta chicogrupados en torno a él. Se percató enseguida de xpresión incierta en la mayoría de sus rostros. Establaro que a algunos de los chicos les molestaba estar baj

u mando, y se dio cuenta de que debía actuar rápidament

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ara establecer su autoridad. —Defensas. Nos van a hacer falta unas buena

defensas. Empezad a hacer grandes rocas de nievnseguida. Traedlas a la esquina del campo. Allí situaremo

nuestras fortificaciones. ¡A trabajar! —La mayoría slejaron, pero unos cuantos permanecieron aldevolviéndole la mirada con hosca desobediencia—Moveos!

Cuando se dieron la vuelta y se inclinaron paronerse a la tarea, Napoleón soltó un suspiro de alivio uego buscó a su amigo con la mirada.

 —¡Louis! Ven aquí. Ayúdame con la munición.Ambos trabajaron con rapidez, apretando la nieve pa

ormar esferas que iban colocando a lo largo del muro quapoleón había elegido como base. Cuando los primero

miembros de su bando avanzaban penosamente hacia xtremo del campo empujando sus rocas de nievapoleón dejó que Louis siguiera haciendo bolas mientra

l se dirigía a organizar la construcción de las defensas.La primera línea de defensa consistía en un arco qu

e extendía por la esquina del campo. Frente a dicho arcapoleón dejó un hueco, y luego hizo construir dos hileramás de rocas de nieve en las que se abrían dos estrechohuecos que llevaban al espacio abierto frente al primemuro. En cuanto estuvieron listos los cimientos, s

olocaron encima más rocas de nieve y las uniones s

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ellenaron con nieve suelta, apretándola para obtener unuperficie firme y plana. Napoleón partió una rama larga asi recta de uno de los árboles que sobresalían por encim

de la pared, ató un extremo de la bufanda en una punta

lantó la bandera detrás del primer muro, de manera que slzara por encima de éste. —La verán sin problemas —señaló Louis. —Ésa es la idea —repuso su amigo en voz baja—. Le

erá difícil resistirse. Napoleón levantó la mirada hacia el reloj de la torr

del colegio. —Queda un cuarto de hora. Ya casi estamos listos

Sólo nos falta colocar unas cuantas rocas de nieve más eu sitio y luego daré las órdenes a nuestros soldados.

 —¿Soldados? —Louis lo miró con expresió

divertida—. Te lo estás tomando un poco en serio, ¿noSólo es un juego.

 —¿Un juego? —Napoleón frunció la boca—. Everdad. ¿Pero acaso en los juegos no se trata de intentahacer todo lo posible por ganar?

 —Yo creía que en un juego de lo que se trata es ddivertirse —lo reprendió Louis suavemente. Napoleón le dirigió una sonrisa. —Y sin duda lo divertido es ganar. Ahora vuelve a

rabajo con esas bolas de nieve. Quiero más reserva

montonadas dentro de los muros. Vamos, Louis. No qued

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mucho tiempo.Mientras los demás chicos daban los últimos toques

as defensas, Napoleón se retiró detrás del primer muro mpezó a hacer su propio alijo especial de bolas de niev

Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nado observaba, cogió pedazos sueltos de la mampostería, loubrió con la nieve apretada y los dispuso en fila al pie da pared, justo frente la bandera. Al terminar, Napoleón s

dirigió rápidamente al terreno despejado que había en entro de sus defensas, respiró hondo y llamó a los de sando.

Tenía una idea aproximada de la táctica que querplicar en la inminente batalla y, mientras hablaba, se diuenta de que los demás chicos, incluso aquellos que ante

habían parecido estar dispuestos a desafiar su autoridad, l

scuchaban atentamente y movían la cabeza en señal dsentimiento al oír sus planes. En su fuero internapoleón se hinchió de orgullo y, al mismo tiempo, elacer de estar al mando, de ejercer su voluntad sobre lo

demás, le proporcionó un gran deleite. Cuando hub

erminado, se cruzó de brazos. —Ya sabéis cuáles son vuestras órdenes. Esperad laeñales, ejecutadlas con precisión y la victoria será nuestrVamos a darle una paliza a Alexander de Fontaine que nlvidará fácilmente!

Ante aquellas palabras, alguien vitoreó y el grito fu

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etomado por el resto de los chicos que rodeaban equeña y delgada figura del centro. Por un instantapoleón estuvo tentado de demostrar su alegría, per

hora que era un líder debía controlar sus emocione

Debía presentar una máscara de compostura. Así pues, simitó a mover la cabeza en señal de asentimiento y ledejó un momento para que lanzaran sus estridentevaciones antes de levantar los brazos para silenciarlontonces dijo:

 —¡A vuestras posiciones!

* * * 

Cuando dieron las doce en el reloj, un breve silenciayó sobre el campo. Incluso aquellos que no tomabaarte se volvieron a observar lo que sucedía. Algunorofesores que habían visto a los chicos construir suortificaciones se aventuraron a salir para presenciar contecimiento. Desde el extremo más alejado del camp

un agudo desafío atravesó el terreno abierto hacapoleón. Este esbozó una sonrisa forzada y,

ontinuación, hizo bocina con las manos y gritó su prime

rden:

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 —¡Avanzadilla!Un pequeño grupo de chicos, escogidos por s

velocidad, avanzó a través de los estrechos huecos dmuro exterior. El más rápido de ellos llevaba la bander

que Napoleón le había metido entre las manos cuando sonl último repique de campanas. Se desplegaron por ampo y avanzaron hacia el lado de Alexander con uuñado de bolas de nieve sujetas contra el pecho. Cuandapoleón examinó las defensas del otro bando, meneó abeza al ver la simplicidad de su enemigo. Alexander hab

hecho poco más que levantar una muralla circular con unntrada principal. Por encima del muro, Napoleó

distinguió las diminutas cabezas negras de los miembrodel equipo de Alexander y, al otro lado de la pared, vio ldelgada línea roja de su bufanda atada en el extremo de u

alo que alguien agitaba de un lado a otro. No errecisamente una defensa formidable, y era inútil, pue

daba la casualidad de que Napoleón no tenía intención ddejar que los chicos más menudos y débiles de su bandntentaran un asalto. De puntillas, con las manos apoyada

n lo alto de la pared interior, estiró el cuello para seguir vance del destacamento.Avanzaron a un ritmo constante por el campo, con

andera amarilla a cierta distancia de la retaguardia de ínea. Cuando se acercaron a las fortificaciones d

lexander, las primeras bolas de nieve se alzaron de la

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defensas enemigas describiendo un arco en el aire ayeron sin causar daños a varios pasos de distancia de subjetivos. La avanzadilla se acercó más y cogieron suropias bolas de nieve, preparándose para lanzarlas por l

lto sobre el muro. Por lo visto, el bando contrario todavno podía alcanzar la línea de Napoleón. Entonces Alexandeos sorprendió con su trampa.

Un repentino aluvión de bolas de nieve cayó sobre lomiembros de la avanzadilla que habían sido atraídos coxito hasta ponerse a tiro. Pero Napoleón ya había previst

un truco tan evidente y no pudo evitar sonreír. Con uugido sordo, el otro equipo salió en tropel de la alejadortificación y echó a correr por la nieve hacia vanzadilla de Napoleón. Pero estos últimos ya estaba

dando la vuelta y huyendo, regresando a toda prisa hacia s

ropia base. Algunos se detuvieron para lanzar rápidamentas bolas de nieve que les quedaban antes de darse la vuel

y echar a correr de nuevo, para ponerse a cubierto. Otros simitaron a soltar sus bolas y huyeron a toda prisa. El chic

de la bandera hizo su papel como un profesional, huyend

de sus perseguidores lo bastante rápido como pamantener la delantera, pero no tanto como para que nemigo abandonara la persecución: debían mantener speranza de capturar la bandera amarilla y ganar la batal

de golpe.

 —¡Ya vienen! —gritó Napoleón—, ¡Alerta!

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Los chicos de su equipo cogieron bolas de nieve lzaron los brazos para arrojarlas. Los primeros miembro

de la avanzadilla ya estaban atravesando los huecos dmuro; haciendo crujir la nieve, corrieron hacia lo

xtremos de su primera línea de defensas y formaron mbos lados de Napoleón y Louis. El chico que llevaba andera fue el último en entrar, e inmediatamente ocupó sosición detrás de Napoleón, donde alzó la bandera poncima de su cabeza y la agitó lentamente de un lado a otrara provocar al grupo de Alexander.

Al otro lado del muro exterior, una densoncentración de chicos se había acercado a poca distanc

de la pared y estaba arrojando bolas de nieve contra lodefensores. Siguiendo las instrucciones de Napoleón, lodefensores empezaron a responder lanzando bolas por l

lto, pero de un modo más lento y menos deliberado, lque provocó un rugido de triunfo y desprecio por parte dos seguidores de Alexander. La aguda vista de Napoleó

distinguió rápidamente a su líder, mientras Alexander sbría camino a la fuerza hacia el frente levantando

andera roja que llevaba en una mano. Señaló la bufandmarilla que se hallaba dentro de las paredes de nievmientras les gritaba a sus chicos que arremetieran contra

bjetivo y la capturaran.Con un grito estridente, avanzaron a todo correr e

dirección a los dos huecos abiertos en el muro exterio

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Los atravesaron en tropel y se metieron en el espacio quhabía detrás del muro, donde se toparon con la primerared que Napoleón había construido.

 —¡Atacadles! —gritó Napoleón que, en medio de

xcitación, perdió el control ahora que la batalla establegando a su punto culminante—. ¡Abrid fuegoDisparadles!

A ambos lados de él, sus compañeros soltaron unluvia de bolas de nieve y gritaron de deleite con cadmpacto. A medida que más miembros del equipo contrarie iban apiñando en el espacio abierto y comprimían lailas de los que tenían delante, fueron ofreciendo un blancnequívoco y las bolas de nieve se estrellaban contra ello

desde todas partes a bocajarro. Unos cuantos de los chicomás valientes no se protegieron el rostro e intentaro

lcanzar a los que asomaban la cabeza por las paredes eorno a ellos. Napoleón tomó aire y atisbo por encima d

muro. Vio que casi todos los miembros del bando dlexander se hallaban entonces entre sus muros y abrió oca para gritar su siguiente orden. De pronto, una bola d

lanco polvo cristalino estalló en su mejilla, y el impactntumecedor lo sorprendió, silenciándolmomentáneamente.

Entonces, respiró hondo y gritó por encima dstridente barullo de la lucha de bolas de nieve:

 —¡Rocas, ahora!

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Los chicos que estaban esperando la orden colocaroos hombros contra las grandes rocas de nieve que s

habían dispuesto a ambos lados de los huecos y lompujaron para cerrar las aberturas y atrapar a los del otr

ando entre los dos muros. Ahora Alexander y sus amigostaban atrapados, sin salida, y la poca nieve que quedaba el suelo enfangado bajo sus pies no era adecuada pa

utilizarla como munición y lanzarla contra sus torturadoreunto a Napoleón, Louis se reía con deleite mientraanzaba una bola de nieve tras otra contra los rostros de lo

del otro bando. Napoleón le dirigió una mirada y vio que stención estaba concentrada en la acción que tenía lugar tro lado del muro. Se agachó, recogió unas cuantas de suolas de nieve especiales y, sosteniéndolas contra eecho, seleccionó una y buscó a Alexander con la mirad

El otro líder miraba a su alrededor con consternación, col antebrazo alzado por encima de su cabeza. Napoleópuntó y lanzó. Masculló una maldición al ver que la bo

de nieve le daba en la cabeza a un chico que estaba detrás dlexander y se oyó un agudo grito de dolor cuando

iedra oculta le hizo un corte en la sien. Napoleón agarró iguiente bola, apuntó y lanzó. En aquella ocasión, logró umpacto directo y la bola de nieve se hizo pedazos contra aballete de la nariz de Alexander. Con un grito quapoleón oyó claramente, Alexander cayó al suelo

garrándose firmemente la cara con las manos, y se perdi

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de vista. La bandera roja cayó a su lado entre la multituapoleón lanzó de inmediato el resto de su alij

lcanzando e hiriendo a otros dos chicos antes de salorriendo. Los gritos y chillidos de los heridos hiciero

que los demás se desanimaran, por lo que se dieron vuelta y echaron a correr, abriéndose camino a patadas ravés de las rocas de nieve para poder escapar.

Los profesores se acercaban a toda prisa desde lodificios del colegio, alarmados por los chillidos de dolo

que provenían del interior de las fortificaciones dapoleón.

Era evidente que el combate había terminado, por lque Napoleón trepó por el muro de nieve, llevándose uedazo de él cuando cayó rodando al suelo del otro lado. Suso de pie apresuradamente y corrió hacia el lugar dond

lexander se hallaba sentado de rodillas, sujetándose nariz con una mano mientras la sangre roja y brillantgoteaba sobre la nieve fangosa frente a él. Con la otra manuscaba a tientas el delgado palo en el que había atado andera roja.

 —¡Ah, no, de ninguna manera! —Napoleón se puso u lado de un salto y le pisó los dedos a Alexander con lota—. ¡Es mía!

Cuando Alexander retiró los dedos de golpapoleón cogió la bandera y la aferró firmemente en s

ostado. En torno a él oyó los vítores de sus compañeros,

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asó un momento antes de que todo el mérito de la victoro inundara y se viera arrastrado por la alegría del triunf

Bajó la vista hacia Alexander y vio que éste lo miraba coos ojos centelleantes de puro odio. Todas las burlas y e

ormento que había sufrido a manos de aquel joveristócrata se desvanecieron cuando contempló codesprecio a su enemigo derrotado.

 —La victoria es mía, creo. —Me las pagarás, corso. Fuiste tú quien me tiró

iedra. —Demuéstralo. —Napoleón tomó la bandera, coloc

l extremo en el estómago de Alexander y lo empujó dnuevo contra la nieve medio derretida. Napoleón alzó xtremo del palo de nuevo y apuntó al rostro de snemigo, pero antes de que pudiera asestar el golpe alguie

o agarró del brazo. —¡Detente! —le dijo Louis entre dientes al oído—

Qué crees que estás haciendo? —Vae victis —repuso Napoleón mirando co

desprecio a Alexander—, Suéltame el brazo. Se lo tien

merecido. —¡No! Ya ha tenido suficiente, Napoleón. Recuerdque sólo es un juego. Y que tú has ganado. Eso es lo únicque importa. Ahora ya ha terminado.

 —No ha terminado —le espetó Napoleón—. ¿Cree

que esto compensa todo lo que me ha hecho?

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Louis frunció el ceño. —No lo hagas, Napoleón. Además, ya es demasiad

arde. Mira.Louis señaló hacia el campo y Napoleón vio que uno

uantos de los profesores más ágiles ya se abrían caminor el muro exterior. Cuando treparon hasta el espacierrado y vieron al montón de chicos aturdidos y al puñad

de ensangrentadas víctimas de los proyectiles especiales dapoleón, se horrorizaron, y luego se enojaron.

 —¿Qué está pasando aquí? —La voz del director lelegó a través de las paredes. Al cabo de unos momentopareció, jadeante por el esfuerzo y con el rostro envueltor los efímeros zarcillos de su rápido aliento—. ¿Quiés el responsable de este baño de sangre? ¿Ha sido uste

Buona Parte?

 —¿Yo, señor? —Napoleón lo negó con la cabeza eñaló a Alexander que seguía tendido en el barro siesuello—. Fue idea de De Fontaine, señor. Pregúntele l.

El director miró a Napoleón con desconfianza u

nstante antes de desviar su mirada hacia Alexander. —¿Es verdad?Alexander se incorporó en el suelo. Era consciente d

a presencia de los demás chicos que se amontonaban a slrededor, lo bastante cerca como para oír todo lo que l

dijera al director. No tenía elección. Tuvo que admitir l

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verdad. —Sí, señor. —Entiendo. En tal caso sólo puede culparse a

mismo por esta... carnicería. Le prohíbo salir durante

esto del trimestre, y sus privilegios especiales quedanulados. —El director se irguió y señaló a los demáhicos heridos—. El resto de ustedes, lleven a esos chicola enfermería lo antes posible.

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CAPÍTULO XXV

En los meses subsiguientes, Alexander y sus amigo

ya no se metieron con Napoleón. La mayoría de los hijode los aristócratas que pagaban las cuotas todavía lonsideraban un inferior en la escala social, pero ssnobismo quedó suavizado por un indefectible respeto pou victoria en el campo. De hecho, la victoria fue ta

bsoluta que el padre Dupuy le pidió a Napoleón que elatara delante de su clase, y se utilizó como ejempluando estudiaron el antiguo arte del asedio. Naturalmentlexander sugirió unas cuantas mejoras de su proposecha, lo que provocó el apenas disimulado desdén d

apoleón, quien demolió completamente la contribucióde su rival al debate.Ahora que ya no lo acosaban, Napoleón fue libre pa

oncentrarse en su educación, y sus profesores quedaroomplacidos con la mejora de su actitud, así como de suesultados. Napoleón centró su atención todo el tiempo ea próxima evaluación para lograr una plaza en la]¡le

Escuela Militar de París. Estudió el programa de la escuey revisó a conciencia los temas apropiados. Consciente du pequeño tamaño, se esforzó por hacer más ejercici

Con su naturaleza brillante aunque irritable, parecía quema

nergía nerviosa, lo cual le impedía ganar peso, aunque s

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entía constantemente frustrado por su baja estatura.A medida que se iba aproximando la evaluación d

toño de 1784, Napoleón pasaba largas horas en el caloviciado de la biblioteca, leyendo y memorizando cuant

odía. Siempre tenía presente el consejo del padre Dupun cuanto a que, para los que no pertenecían a ristocracia, el único camino para lograr algo era a travé

de la Escuela Militar de París. Cuanto antes recibiera ertificado de graduación y una oficialía al servicio de orona francesa, antes podría forjarse una carrera.

El día de la evaluación, los chicos que habían sideleccionados para la prueba esperaron en la biblioteca

que los llamaran por turno. Napoleón nunca había dudadque lo propondrían para aquel momento, y mientras algunode los demás se preocupaban y hablaban con nerviosism

l permaneció sentado, absolutamente inmóvil, con lorazos cruzados hasta que al final dijeron su nombre.

El inspector de escuelas militares que los habvisitado era un veterano oficial, monsieur Keralio. Era uhombre delgado y acartonado que llevaba una peluc

mpolvada y que le dirigió una prolongada y escrutadomirada de penetrantes ojos azules a Napoleón, antes dndicarle la silla situada frente a la mesa del director. Tení

una carpeta abierta frente a él en la mesa, carpeta quontenía un fajo de notas.

 —Cadete Buona Parte, ¿no es así?

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 —Sí, señor.El inspector dio unos golpecitos en las notas que ten

delante. —Sus orígenes son interesantes. Un francés cors

debe de ser algo así como una especie rara en un lugaomo éste. Napoleón sonrió. —Sí, señor.El inspector lo miró con detenimiento.

 —¿Qué es usted? ¿Corso o francés? —Ambas cosas, señor —respondió Napoleón si

ensárselo—. Igual que otro podría ser normando, rancés de Borgoña.

 —Pero esas regiones hace mucho tiempo que formaarte de Francia, a diferencia de Córcega. Ellos no tienen

ningún Paoli que los incite a obtener la independencia. Sadre luchó con Paoli, ¿no es cierto?

 —Sí, señor. Eso fue hace mucho tiempoctualmente, está al servicio del conde de Marbeuf ejaccio, y es un francés leal. Lo mismo que yo, señor.

 —Bien. Eso me satisface —dijo el inspector en voaja—. Veamos, joven, ¿por qué quiere servir en el ejércitde Su Majestad?

Era la pregunta inevitable que Napoleón había estadsperando y, al igual que todos los demás aspirantes, s

había esforzado mucho para preparar su respuesta.

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 —Es una vida propia de hombres, señor. Unportunidad para vivir aventuras, tal vez para obtenelgunos honores, y amo lo suficiente a mi país como par

querer protegerlo con mi vida.

 —¿Ya qué país se refiere, cadete Buona Parte? Da lmpresión de que evita ser explícito. —¡A Francia, señor, por supuesto!El inspector se lo quedó mirando unos instantes

uego se echó a reír. —Muy bien. Una respuesta prudente, cadete Buon

Parte. Tiene usted la astucia necesaria para llegar lejos este mundo.

 —¿Astucia? —Napoleón se ruborizó. —Astucia, tal vez. Pero, al parecer, no tiene pacienci

ni verdadero autocontrol.

 Napoleón inclinó la cabeza, avergonzado de habeaído tan fácilmente en la trampa.

El inspector se recostó en su asiento y barajó loapeles para formar un pulcro montón.

 —Puede marcharse.

 —¿Marcharme, señor? ¿Esto es todo? —Sí. Napoleón tragó saliva con nerviosismo. Lantrevistas de casi todos los demás cadetes se habíarolongado mucho más que aquélla. ¿Cómo se atrevía nspector a despacharlo después de un interrogatorio ta

orto y superficial?

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 —¿He pasado la evaluación, señor? —Eso me corresponde a mí saberlo y a uste

veriguarlo a su debido tiempo, cadete Buona Parte. Poavor, dígale al siguiente candidato que venga, es el cadet

Poilieaux. Napoleón regresó a la biblioteca y, después dransmitir el recado, volvió a tomar asiento y esperó a quoncluyera el procedimiento de evaluación. El últimandidato regresó a la biblioteca cuando los rayos de sol d

media tarde entraban inclinados por la ventana.Se oyó el sonido de unos pasos que se acercaban po

l pasillo, se abrió la puerta y el padre Dupuy entró en iblioteca.

 —Caballeros, el director quiere ver a los siguienteadetes: Boureillon, Pardedieu, Buona Parte, Salicere

Bresson. El resto pueden retirarse.En tanto que los demás cadetes salían en fila de

stancia, Napoleón sintió que una oleada de dicha recorrus venas. Lo habían aceptado. Tenían que haberlo hecho. A

menos que los que hubieran pasado fueran los que estaba

aliendo de la habitación y que ahora el director fuera omunicarles la mala noticia a los que habían sidechazados. Cuando sólo quedaron los cinco chicos qu

había nombrado, el padre Dupuy sostuvo la puerta abierta es indicó con un gesto de la mano que salieran al pasillo.

Al pasar por su lado, Napoleón susurró:

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 —¿He pasado? —Todo a su debido tiempo —le respondió el padr

Dupuy cansinamente—. El director le informará desultado.

Se dirigieron al despacho del director en un silencique no dejaba de traslucir su nerviosismo. Cuando scercaban a la puerta, ésta se abrió y el inspector salió asillo.

 —Gracias de nuevo, señor. —Hizo una reverencia—Siempre es un placer visitar Brienne.

 —El placer es nuestro, monsieur Keralio —respondil director desde dentro.

El inspector se dio la vuelta al oír el ruido de pasos aludó a los cadetes con la cabeza, mientras éstos ocupabau sitio en un banco que había fuera de la habitación y

adre Dupuy desaparecía en el interior del estudio ddirector.

 —Caballeros, espero volver a verlos algún día. —Gracias, señor —dijo Napoleón.El inspector sonrió, se dio la vuelta y enfiló el pasill

on paso resuelto hacia la entrada principal. El padre Dupualió por la puerta y miró a Napoleón. —Usted primero. Napoleón se levantó rápidamente, respiró hondo

ntró dentro. El director levantó la vista cuando el cadet

e puso en posición de firmes delante de su mesa.

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 —Por lo visto ha impresionado usted un poco a mmigo el inspector. —Levantó una hoja de papel de la mes

y empezó a leer—: «La constitución y salud del cadeBuona Parte son excelentes; posee un carácter obedient

dócil, honesto y agradecido; su comportamiento eerfectamente normal. Es muy bueno en los estudios perstá muy flojo en esgrima y baile». —El director sonrió—o todo son buenas noticias.

 Napoleón se encogió de hombros. Tendría que evitaos combates con espada y los prolegómenos sociales

quería tener éxito en su carrera. —Claro que el inspector ha basado casi toda s

valuación en los informes de sus profesores y no podonocer su... esto... su carácter tan bien como yo. Así pueo ha aprobado. Se le concederá una plaza en la Escue

Militar de París y empezará el próximo otoño. Esto euponiendo que desee aceptar el puesto.

 —Sí, señor. —Muy bien, cadete Buona Parte. Esto es todo. Pued

etirarse.

En la puerta del despacho, cuando entró el siguientadete para recibir su informe, Napoleón le estrechó mano al padre Dupuy con una sonrisa de oreja a oreja en sdelgado rostro.

 —Por lo que veo ha tenido éxito, ¿no? —le dijo

adre Dupuy, bromeando—. Estoy orgulloso de usted

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Buona Parte. Ha recorrido un largo camino. Ha llegado máejos de lo que cree.

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CAPÍTULO XXVI

Cuando la noticia del éxito de Napoleón llegó a oído

del resto de la familia, hubo más felicitaciones de Ajacciy Autun. Joseph fue el primero en contestarle, abrumado dlegría y orgullo por el logro de su hermano. Tanto quhora su mayor ilusión era también la vida militar. Su padre escribió desde casa para decir que esperaba grande

osas de su hijo. Carlos añadió que iría a ver a un médicspecialista de Montpellier por un dolor de estómagersistente. Al mismo tiempo, les haría una visita a su

hijos.Al leer la carta de su padre, Napoleón sintió que u

árrago de sentimientos inundaba su pecho. Habían pasadmás de cinco años desde que había visto a su padre poúltima vez —más tiempo aún desde que había visto al restde la familia en Ajaccio—, y todos los vínculos con shogar y sus parientes que llevaba tanto tiempo reprimiendinalmente lo abrumaron. Aquella noche, lloró largo endido en su almohada y sus huesudas mejillas sacudieron con sollozos amortiguados.

Al saber que su padre visitaría Brienne en primaverapoleón no pensó en otra cosa durante los mese

iguientes. El tiempo parecía transcurrir más despacio qu

nunca.

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Finalmente, llegó la primavera. Una tarde, a primerode mayo, a Napoleón lo hicieron salir de la clase dmatemáticas para que acudiera al despacho del directo

llí, sentado frente al director, estaba su padre.

Carlos se levantó lentamente de la silla y Napoleóquedó horrorizado por su aspecto enjuto y envejecido, perus ojos centelleaban desmintiendo vivamente su frágondición y sonrió mientras abría los brazos.

 —Hijo mío... Ven aquí. —Hijo mío... Ven aquí. Napoleón cruzó la estancia. Entonces, consciente d

a mirada del director sobre él, extendió el brazo y strechó la mano a su padre con una educada reverencia.

 —Padre, me alegra verte de nuevo. —Sí. —Carlos frunció el ceño mientras contemplab

os cambios que los años habían causado en su hijo. El niñhabía desaparecido y en su lugar había un páliddolescente. Por las cartas que Letizia y él habían recibid

ya sabía que Napoleón era muy inteligente y que habdesarrollado una amplitud de pensamiento que ya superab

la suya. Carlos se volvió hacia el director. —¿Podrían concedernos unos momentos a solaeñor?

 —Por supuesto. —El director hizo un gesto hacia ventana—. Tal vez les gustaría dar un paseo por el huerto

Está muy hermoso en esta época del año.

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Carlos dijo que no con la cabeza. —Me temo que ya no tengo fuerzas para tale

xcursiones. No quiero abusar de su amabilidad, perpodríamos quedarnos aquí?

El director se lo quedó mirando un instante antes dsentir. —Claro, monsieur Buona Parte. Faltaría más. Aunqu

engo un poco de trabajo que debo terminar antes de la horde la cena. Estoy seguro de que lo comprende.

Carlos le hizo una reverencia para agradecérselo. —Es usted muy amable, señor. Estoy seguro de qu

no lo mantendremos alejado de su trabajo durante muchiempo.

 —Entonces no les molestaré ni un momento más —epuso el director.

La puerta se cerró; Carlos se volvió hacia su hijo couna sonrisa y extendió los brazos hacia él.

 —Demuéstrale un poco de afecto a un viejo que hecorrido un largo camino.

 Napoleón se rio y corrió a abrazar a su padr

poyando la mejilla en su pecho. Carlos se rio a carcajaday de pronto se detuvo con el rostro crispado de dolor. —¿Qué ocurre? —preguntó Napoleón alarmado—

Padre?Carlos levantó una mano.

 —No es nada. Se me pasará.

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Se sentó en la silla y cerró los ojos, respirando coalma sin soltarle la mano a su hijo. Napoleón miró s

mano y se fijó en la cérea palidez de la piel y la forma eque ésta colgaba sobre los huesos, como vieja estopilla.

ravés de la piel y el músculo atrofiados, notó un temblor or primera vez, sintió el terror de la muerte. Su padre, quien Napoleón había dado por sentado toda su vida, eeligrosamente mortal. Nunca se le había pasado por abeza que su padre moriría. La muerte sencillamente habido un hecho que distaba mucho de su experiencia. Hasntonces. La frágil criatura que levantaba la mirada hacia eguía conservando la esencia de Carlos Buona Parte, perhora su cuerpo era un quebradizo armazón y no el sólid

monumento a la buena y entusiasta vida que había sido etro tiempo. Napoleón se sintió mareado y temeroso.

 —Te estás muriendo... —No. Todavía no. —Carlos sonrió—. Estoy enfermo

apoleón. Muy enfermo. Es por eso que he venido Francia a recibir tratamiento. —Le dio unas palmaditas ea mano a su hijo—, Y para verte, por supuesto. Espero qu

uedan tratarme y hacer que me recupere de nuevo. Al finl cabo, todavía no tengo cuarenta años... ¡Todavía soy lastante joven como para darte un sopapo cuando mncuentre mejor!

 Napoleón sonrió.

 —Incluso creo que lo estoy deseando.

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 —Claro que no podría hacerlo tan bien como madre.

 —¿Cómo está? —Está bien. El resto de la familia también. Pero

cha de menos más que a nada ni a nadie. Napoleón tragó saliva. —Iré a verla en cuanto pueda. —Buen chico. Bueno, tengo que hablar contig

Siéntate. Napoleón retiró una silla y tomó asiento cerca de s

adre, intentando no demostrar el dolor que le causaba sstado.

 —¿De qué tenemos que hablar, padre? —Se trata de Joseph. —¿Qué le pasa?

 —Dice que quiere ser soldado. —Carlos miró a shijo a los ojos—. Dime, ¿tú crees que debería convertirsn un soldado?

 —No —respondió de inmediato Napoleón—, Niene el temperamento adecuado. Padre, yo le quiero, es m

hermano mayor, pero es demasiado dulce, demasiadeflexivo para una profesión así. Pensaba que quería entran la Iglesia.

 —Así es. Ahora creo que todas las cartas que lscribiste le han hecho cambiar de opinión. —Carlo

onrió—. Quiere ser como tú.

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 —¿Como yo? —Napoleón estaba atónito. Haboportado tanta hostilidad por parte de la mayoría de lo

demás cadetes de Brienne a lo largo de los años, que pensque alguien quisiera ser como él le resultaba sorprendent

Se sintió halagado por la idea de que Joseph quisiemularlo. Sin embargo, en un instante fugaz de fríazonamiento, Napoleón se dio cuenta de que su hermanería un desastre como oficial del ejército. Había qu

disuadir a Joseph. —Napoleón, puede que no seas consciente de ell

ero él te ha admirado desde que empezaste a andar. Tdora, y posee la cualidad poco común de no haber tenid

nunca celos de ti porque fueras mejor que él. Debemoener cuidado en cómo hablamos con Joseph. Yo volveré

visitarlo de nuevo en Autun antes de irme a Montpellier. T

ido que le escribas. Convéncelo para que se quede allí studie para sacerdote. En última instancia, siempre podrstudiar leyes. Estoy seguro de que podría tener muchxito.

 —Sí, padre.

Carlos colocó una mano temblorosa en el hombro du hijo. —Eres un buen chico. Pero me complace poder habl

ontigo como con un adulto. —Gracias, padre.

Carlos se recostó pesadamente en la silla y suspiró.

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 —Bueno, estoy cansado. Necesito descansar antes dviaje de mañana. ¿Acompañarías a un viejo hasta sarruaje? Tengo uno esperando en el patio.

 —¿Te marchas? —A Napoleón lo acometió l

ensación de haber sido traicionado—, ¿Tan pronto? Pensque tal vez pasarías unos cuantos días aquí.Carlos bajó la vista a su regazo.

 —Lo lamento. No puedo quedarme. Debo ponerme eratamiento lo antes posible... —Le brillaban los ojos

mirar a su hijo—, Pero cuando lo haya hecho, cuando mhaya recuperado, regresaré a Brienne y te llevaré a Parersonalmente. Nada me enorgullecería más que verntrar por las puertas de la Real Escuela Militar con t

magnífico uniforme nuevo. —Lo estaré deseando.

 —Bueno, ayúdame a levantarme. Napoleón sostuvo a su padre por el brazo mientra

aminaban por el pasillo hacia el patio, y el chico notó ldelicado que se había vuelto aquel hombre; no parecía pesmás que un niño. Al llegar al coche, ayudó a su padre

ubir al estribo. Carlos se dejó caer en el asientesoplando y sudando. —¡Ya está! Gracias, hijo. No te robaré más tiempo d

us clases. Vamos, vete. —Dentro de un momento. —Napoleón cerró

ortezuela y echó el pestillo—. Déjame decirte adiós co

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a mano.Carlos sonrió.

 —De acuerdo. ¡Cochero! Adelante.Con un restallido de las riendas y un grito, el cocher

uso al paso a los caballos. El coche avanzó lentamenunto a los establos, y Napoleón se quedó allí, mirándolLuego el vehículo viró y el muchacho vio a su padre en ventanilla, agitando la mano. Napoleón levantó rápidamenl brazo y le devolvió el saludo, antes de que el cochodeara el extremo del edificio de los establos

desapareciera de la vista.

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CAPÍTULO XXVII

 Napoleón y los otros cuatro cadetes de Brienn

legaron a la Escuela Militar de París a finales de octubrLa academia estaba situada en un elegante edificio dCampo de Marte. Al igual que en Brienne, el alumnado eruna mezcla de aristócratas que pagaban la cuota y doseedores de una beca real viviendo bajo el mism

égimen. Napoleón y sus compañeros de Brienne tuvierouna breve entrevista con el capitán comandante, un hombrlegante que se había retirado recientemente de una largarrera en el ejército. Los felicitó por haber conseguido laza en la escuela y los animó a estudiar mucho, a ganars

a oficialía en el ejército y servir a su rey y a su patria cohonor. El capitán comandante hizo hincapié en qumientras permanecieran en la escuela, serían tratados com

iguales, fueran cuales fueran sus orígenes. La escuestaba allí para prepararlos para la vida militar. No era unstrambótica academia para caballeros. Allí pondrían rueba su habilidad, no su linaje. Napoleón asintió coatisfacción al oír aquello. Por fin podría demostrar salento innato sin que lo frenaran, o le hicieran sent

vergüenza por sus orígenes.En cuanto terminó la entrevista, acompañaron a lo

ecién llegados a sus habitaciones. Después del mobiliari

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spartano de Brienne, Napoleón quedó sorprendido ncantado con aquella luminosa y pulcra habitación en

que había una gran ventana que daba a los jardines tapiadode la escuela. Henchido de una embriagadora mezcla d

rgullo y deleite, se arrojó sobre la cama y se puso bocrriba. Cerró los ojos con una sonrisa en los labios. Erasi demasiado bueno para ser cierto. Una plaza en scuela más prestigiosa del país con la perspectiva de un

magnífica carrera por delante. ¡Si su familia pudiera verlhora! Estarían muy orgullosos de él. Les escribiría lntes posible, en cuanto hubiera tenido tiempo de exploraa escuela y, mejor aún, la gran capital que se extendía poodas partes a su alrededor. Pronto sería un oficial, darrdenes y sería responsable de la vida de los soldados qustuvieran bajo su mando. Sería un hombre por derech

ropio, con el destino en sus propias manos. —Hola. Napoleón abrió los ojos de golpe y se incorporó

oda prisa, balanceando las piernas para no tocar con laotas la elegante cama. Apoyado en la entrada había u

adete vestido con el uniforme de la escuela. Era un pocmás alto que Napoleón, pero más corpulento. Tenía eabello y los ojos oscuros y, como tuvo la sensación d

que el recién llegado lo aquilataba rápidamente, se rievelando una buena dentadura.

 —No te preocupes. No me han mandado para espiart

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Y no muerdo. Napoleón se sonrojó y entonces, enojado porque l

hubieran hecho sentirse incómodo, su expresión se volvieñuda de inmediato. El chico se apartó del marco de

uerta y entró en la habitación con la mano extendida. —Alexander des Mazis, a tu servicio. Napoleón lo miró con recelo antes de tenderle

mano y estrechar la suya brevemente. —Napoleón Buona Parte. —Un nombre poco común. Así como el acento. ¿D

dónde eres? —De Córcega. —Ah... Córcega. Entiendo. —¿Y eso qué significa?El chico se encogió de hombros.

 —Nada.Des Mazis percibió la expresión desconfiada del otr

y siguió hablando: —No, en serio. No es nada. Nunca había conocido

ningún corso. Eso es todo.

 —Bueno, pues no te preocupes. No mordemos. menos que tengamos que hacerlo.Des Mazis se rio.

 —¡Bien dicho! Vamos, corso. Te mostraré la escuelai quieres.

 Napoleón no contestó inmediatamente, pues todav

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no estaba seguro de si aquel chico le gustaba, y menos aúde si confiaba en él. Pero, ¿qué perdía con ello? Ademástaría bien saber moverse por los edificios y jardines lntes posible. Le dijo que sí con la cabeza.

 —Gracias.La escuela resultó ser todavía más imponente de lque le había parecido al entrar por la puerta principal. Habuna magnífica capilla, una biblioteca con más libros de loque él había visto en toda su vida, establos, una escuela dquitación, plaza de armas y jardines de recreo. Aparte destupendo alojamiento, la escuela contaba con los mejorerofesores, toda una colección de cocineras, enfermera

mozos de cuadra y otros sirvientes. Des Mazis le dijo qua comida era igual de buena que la que podía encontrarsn cualquier escuela de Francia.

 —No tardarán en engordarte —comentó Des Mazon una sonrisa—. Te pondrán un poco de carne en lo

huesos. —Yo ya como bien —replicó Napoleón con frialda

—. Estoy aquí para aprender a ser un soldado, no un glotón

 —Tal vez. Pero puedes combinar la ambición con elacer, ¿sabes?Des Mazis le dio unas palmaditas en el hombro

ondujo al chico nuevo hacia un grupo de estudiantes quban andando por el sendero hacia ellos.

 —Ven, deja que te presente a unas cuantas personas.

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* * * 

Los únicos aspectos estrictamente militares del plade estudios proporcionado por la escuela eran la esgrimaas fortificaciones. La equitación, el tiro y la instrucción s

nseñaban en los cuarteles de los regimientos que tenían sase en París y sus alrededores. Al igual que antes, el éxitde Napoleón fue desigual. A pesar de los mejoresfuerzos de sus profesores, éstos no consiguierorradicar su acento corso. Tras un pobre comienzo en latí

inglés, Napoleón pudo abandonar ambas asignaturas y damás clases de matemáticas e historia, en las cualempresionó a sus maestros. Sin embargo, su horribaligrafía era una fuente de desesperación para los quenían que corregir sus trabajos.

 Napoleón se encontró con que, fuera de las aulaeguía siendo el blanco de las bromas. A pesar de l

magnífica devoción del capitán comandante por el espíritde la escuela, Napoleón no tardó en descubrir que mayoría de sus compañeros lo trataban coondescendencia y, en ocasiones, con desdén.

Sólo Alexander des Mazis se consideraba amigo d

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apoleón, e incluso así, había ocasiones en las que usceptible corso explotaba por algún comentarinconveniente sobre sus orígenes, y entonces se pasab

unos días enfurruñado y resentido hasta que se recuperab

de su arrebato. En una de dichas ocasiones, los dos chicostaban trabajando en la biblioteca, buscando materiobre el asedio de Malta. Les habían dicho que preparara

un resumen detallado del asedio para exponerlo delante desto de la clase. Alexander había estado leyendo acerca da dura geografía de la isla y tenía curiosidad por sabe

hasta qué punto se podía comparar con Córcega. —No estoy seguro de que tengan comparación —

epuso Napoleón—. Por lo que he leído sobre Malta, erida en su mayor parte. Mi país es montañoso y verde. Ha

nieve en las montañas en invierno y pastos exuberantes e

rimavera... —Miró por la ventana hacia la sucia calle dbajo, atestada de gente, por la que los carros circulabaesadamente; los habitantes más pobres de la ciudalevaban ropa hecha jirones, y sus rostros mugrientostaban señalados por el hambre. Sintió nostalgia y, al igua

que otras muchas veces, tuvo unas repentinas e intensansias de regresar. De volver a casa y no regresar nunca Francia. Le dio la espalda a la ventana y vio que Alexandeo miraba con expresión divertida.

 —¿Qué?

 —Nada.

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 —¿Entonces por qué me miras así? —Es tan sólo que has dicho «mi país». Tenía

mpresión de que actualmente formaba parte de Francia. —Actualmente —asintió Napoleón—. Pero no par

iempre. Algún día volveremos a ser libres. —¡Anda! ¡Vamos, Napoleón! —Alexander le dio uuave codazo—. Hablas francés, estás en una escuerancesa en la capital francesa. Dentro de diez años seráapitán o, si eres realmente bueno, comandante del ejércitrancés, y estarás obligado por juramento a ser leal al rerancés. ¿Acaso puedes ser más francés?

 Napoleón se lo quedó mirando fijamente unonstantes, con los ojos desmesuradamente abiertos y sestañear. Luego cerró el puño y se dio un leve golpe en eecho.

 —Aquí soy corso. Siempre lo seré. De todos mododudo que todos tus amigos aristócratas me dejen olvidarlnunca.

 —¿Mis amigos aristócratas? —Alexander sonrió—Entiendo. Es tu país por culpa de mis amigos. ¿Es eso

Escucha, Napoleón, no puedes hacerte esto. —¿Hacer el qué? —Cultivar este orgullo testarudo por tus orígenes. E

u manera de desquitarte con los que te atormentan. Cuandves a aristócratas franceses ves privilegios y riquezas. Se

orso es lo único que tú tienes, por lo cual lo ha

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onvertido en una especie de virtud inestimable. —Es inestimable por que es mi identidad. Ser cors

s lo que me hace ser como soy. —¿En serio? A mí me parece que es el hecho de n

er un aristócrata francés lo que te hace ser como eres. —lexander hizo una pausa para que sus palabras calarantes de proseguir—: Lo cierto es que no puedeoportarlo. No puedes soportar no tener dinero ni un título

 —¡Tonterías! —Napoleón se recostó en la silla y sruzó de brazos.

 —Me pregunto... —continuó diciendo Alexander coerspicacia—. Me pregunto qué ocurrirá cuando disponga

de algún dinero en tu haber. Dinero y quizás un título, unaierras. Entonces, finalmente serás tan francés como esto de nosotros.

 —No, no lo seré. Soy corso y eso significa muchmás para mí que cualquier fortuna o título. Significa quoy mejor que esos petimetres cuyos padres pagan para qullos vengan aquí. Córcega volverá a ser libre algún dí

Gracias a hombres como yo. Y lo que es má

onseguiremos la libertad por nosotros mismos endremos un país libre con libertad para todos. No seromo esto —hizo un amplio movimiento con el brazo par

desestimar el mundo que lo rodeaba—, una tiranía apoyador unos parásitos aristócratas que tratan con prepotencia

una nación de mendigos hambrientos...

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Alexander se lo quedó mirando. —Dios mío, lo dices en serio. Bueno, com

epresentante de la clase de los parásitos me gustaría sabeor qué te has aprovechado de nuestra hospitalidad esto

últimos seis años. Si Córcega es un país tan magníficntonces, ¿por qué estás aquí? —Le sonrió con frialdad—Por lo visto hace falta un parásito para desenmascarar

tro parásito. Napoleón se quedó quieto un momento, atrapado entr

l deseo de dar rienda suelta a su furia con Alexander y lomprensión de que gran parte de lo que había dicho sompañero era verdad. Y la verdad era demasiado dolorosara contemplarla. Demasiado dolorosa para disculpars

Soltó un resoplido y abandonó airado la estancia, recorril pasillo, cruzó el patio, pasó frente a la guardia de

uerta principal y salió a la calle.Durante algunas horas, vagó por anchas vías

allejuelas laterales con aire ofendido y con expresióeñuda y enojada, mientras los pensamientos se agolpaban su cabeza en un revoltijo de argumentos

ustificaciones sobre la posición que había adoptado frenAlexander. Pero a cada paso se topaba con el simplhecho de que se estaba aprovechando de un sistema qufirmaba despreciar. A pesar de sus declaraciones dealtad hacia Córcega, cada día que pasaba estudiando en

Escuela Militar lo acercaba un poco más a adoptar

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uniforme de la nación que se había hecho con el control dCórcega mediante la bayoneta y el fuego de sus mosqueteLo mejor que se podía decir es que era un hipócrita, y leor un traidor. Esa palabra le provocó un nuevo arrebat

de ira y negación y, al doblar una esquina, se topó con uhombre que estaba pegando un cartel en una mugrienared enyesada. La jarrita de engrudo se derramó sobre echera de Napoleón. El hombre echó un vistazo

uniforme del muchacho, soltó el pincel y salió corriendon toda la rapidez que sus piernas le permitieron.

 —¡Eh! —le gritó Napoleón—, ¿Qué pasa con mhaqueta? ¡Vuelva aquí!

El hombre miró por encima del hombro, se escabullhacia un lado y desapareció por un estrecho y oscurallejón.

 —¡Cabrón! —le chilló Napoleón, y entonces se diuenta de que algunas de las personas que había en la cal

habían vuelto su atención hacia el escándalo y sonreían anu desgracia. El les puso cara de pocos amigos y se volvi

hacia la pared para ver lo que estaba pegando ese hombr

Uno de los extremos colgaba flojamente y Napoleón tuvque echarlo hacia atrás con la mano para poder leer.Estaba impreso de un modo rudimentario, pero una

lamativas letras negras proclamaban que el pueblo de Parya había sufrido bastante. La recompensa por todo s

gotador y duro trabajo consistía en un salario de hambr

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unas viviendas insalubres y unos alimentos que no eraptos para el consumo. La gente ya no podía tolerarlo má

Debían hacer oír su voz en una manifestación frente a lauertas de las Tullerías el próximo domingo. Sólo la fuerz

de su presencia en masa conseguiría que sus amos tomaraonciencia del peligroso sentimiento de frustración ebelión que henchía los corazones de todas las personaonscientes.

 Napoleón meneó la cabeza. Ya había visto muchoarteles como aquél en las paredes de París. Detrás dllos había un puñado de agitadores: hombrensignificantes e impotentes que luchaban por

desesperada causa de la mejora de las condiciones para lamasas. A la protesta, como ya había ocurrido en todas lanteriores, acudiría muy poca gente, unas cuantas tropas s

os llevarían por delante, dejando las calles cubiertas duerpos destrozados y manchas de sangre, y todo seguiriendo como hasta entonces. Aquellos rebeldes eran muoco numerosos, se hallaban demasiado dispersos comara desafiar al Estado y, siempre y cuando el Estad

udiera respaldar su posición con un suficiente despliegude fuerza, nada cambiaría. Era inútil resistir, concluyó oco Napoleón. La gente de París ya estaba vencida. Nenían a nadie que los guiara. Sólo se tenían a ello

mismos: una impasible concentración de oprimido

habitantes de los barrios bajos.

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* * * 

Cuando regresó a la Escuela Militar, Napoleón sncontró con que Alexander lo estaba esperando en s

habitación. Napoleón se quedó en la puerta y ladeó

abeza. —¿Has venido a disculparte? —No. No es eso. —Alexander se levantó de la sil

ituada debajo de la ventana y caminó lentamente hacia smigo—. Me mandaron a buscarte.

 —¿Quién te mandó? —El capitán comandante. Napoleón sintió que lo embargaba una tedios

ensación de indefectibilidad, como un peso enorme. —¿Quién se ha quejado de mí ahora? ¿Ese cabrón d

rofesor de baile? ¿Uno de los alumnos?... ¿Tú? —No, no se trata de eso. —La mirada de Alexande

vaciló por un momento—. El capitán comandante hecibido una carta. De tu madre. Puesto que soy el únicmigo que tienes aquí, pensó que sería mejor que tuscara y te acompañara a su despacho para que él pued

xplicártelo con más detalle.

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 —¿Una carta? —Napoleón notó una gélida sensacióde terror que le recorría la espalda—, ¿Qué ha ocurrido?

Alexander se mordió el labio un instante antes desponder.

 —Tu padre ha muerto. —¿Muerto? —Napoleón frunció el ceño—. ¿Esmuerto? ¿Cómo puede estar muerto? ¿Hubo un accidente?

 —Fue de enfermedad. —Eso es imposible. Iba a ver a un especialista. M

scribió después para decirme que estaba recibiendratamiento para su problema. Me escribió... ¿Qué hasado? Cuéntamelo.

 —Es lo único que sé, Napoleón. —Alexander lo tomuavemente del brazo—. El capitán comandante xplicará los detalles. Vamos.

 Napoleón se quedó un momento inmóvil y luegedió y dejó que su amigo lo condujera al despacho dapitán comandante.

* * * 

Lo trataron con mucha comprensión y, tal como

Escuela Militar tenía por costumbre, le ofrecieron lo

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ervicios de un sacerdote para que lo ayudara a superar srágica pérdida. Napoleón dijo que no con la cabeza. Aún nstaba muy seguro de sus sentimientos como para quere

desahogarse delante de un desconocido. Su padre hab

muerto. Carlos Buona Parte estaba muerto. Le parecmposible. Sin embargo, la última vez que había visto a sadre no le había quedado la menor duda sobre suroblemas de salud. Pero ahora que la muerte hablegado, Napoleón no era capaz de asimilar la realidad d

que su padre se había ido. Las imágenes de su progenitofluyeron a su pensamiento. De repente, Napoleón se sintiulpable por no haberle expresado a su padre su gratituor todo lo que éste le había dado en su corta vida.

Treinta y ocho años. Ese fue el alcance de sxistencia, y nunca vería la concreción de todos los plane

que tenía para su familia. No estaría ahí para recibir apoleón en su casa de Ajaccio, y contemplar con orgull

l uniforme del ejército de su hijo. ¡Qué terrible destindebía de ser morir con tantas cosas por hacer!, reflexion

apoleón. Ahora, todos aquellos planes y sueños había

muerto con su padre. Ya hacía tiempo, semanas, qustaban muertos y enterrados. Ahora ya era inútamentarlo, se dijo. No debía dejar que aquella noticia lmedrentara. Lo utilizaría como prueba de su fortaleza darácter. Napoleón contuvo su dolor y levantó la vista hac

l capitán comandante.

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 —Señor, le agradezco el ofrecimiento, pero nnecesito consuelo.

El capitán comandante sonrió con amabilidad. —Sentir dolor no es ninguna vergüenza, Buona Part

La muerte está siempre con nosotros y necesitamos lguien que esté ahí para ayudarnos y consolarnos. —Yo no —repuso Napoleón con firmeza—, ¿Pued

volver ya a mi habitación, señor?El capitán comandante lo miró con lástima y asinti

on la cabeza. —Como quiera. Pero la oferta sigue en pie. Si camb

de opinión... —Gracias, señor, pero no lo haré. ¿Ordena usted alg

más, señor? —No... No, puede irse.

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CAPÍTULO XXVIII

 No hubo pausa para el duelo. Napoleón se enfrascó e

us estudios con renovado esfuerzo y no volvió mencionar la muerte de su padre. Los que lo rodeabancluso los alumnos que lo habían atormentado en asado, se mantuvieron a una respetuosa distancia y l

dejaron tranquilo. Incluso Alexander tuvo la sensación d

que Napoleón se había retraído y su amistad se enfrió hasque tuvo lugar el examen para aspirantes a oficial aquel mede agosto de 1785. Aunque llevaba en la escuela menos dun año, Napoleón insistió para que le permitieraresentarse al examen. El capitán comandante le record

que la mayoría de alumnos hacían el examen después ddos o incluso tres años de estudio en la escuela militaun así, Napoleón y Alexander hicieron el examen junto tros casi sesenta chicos. Cuando les leyeron loesultados a los alumnos, Napoleón había quedado euadragésimo segundo lugar y su amigo en

quincuagésimo sexto. Les concedieron a ambos la espadde graduados de la escuela militar y aguardaron compaciencia la noticia de sus primeros destinos.

 —El Regimiento de la Fére —leyó Napoleón dablón de anuncios que había junto al despacho del capitá

omandante. Sus ojos miraron más abajo en la lista

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onrió—. Tú también, Alexander. ¿Sabes algo sobre eegimiento?

 —¡Por supuesto! —A Alexander le centelleaban lojos— Mi hermano, Gabriel, es capitán de dich

egimiento. —Aparte de la relación familiar —dijo Napoleóacientemente—. ¿Qué más sabes sobre el regimiento?

 —Forma parte del Real Cuerpo de Artillermplazado en Valence. —Alexander le tiró de la manga—

Vamos a ser artilleros. —Eso parece —asintió Napoleón moviendo la cabez

on satisfacción. Napoleón se recordó que, aunque aballería era un arma con más encanto que la artillerísta tenía mucha más fama de profesionalidad. Y al meno

no era un destino de infantería, el coto exclusivo de lo

desechos sociales e intelectuales de los hombres ququerían conseguir una oficialía en el ejército. Un hombrmbicioso podía hacerse un buen nombre en la artilleríeflexionó Napoleón, y no tendría tanta necesidad doseer rango social e ingresos personales para intent

scender en la cadena de mando. Leyó los últimos detallen el tablón de anuncios, y se volvió hacia su amigo con unonrisa.

 —Será mejor que nos preparemos. El regimientspera nuestra llegada el diez de septiembre. Faltan meno

de dos semanas.

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El Regimiento de la Fére, como unidad de artilleríontaba con cuartel propio. Había sido construidspecialmente para la unidad, y allí vivían los soldados y s

guardaban los cañones, la munición y otros pertrechos

quipo. Napoleón y Alexander presentaron sdocumentación al centinela de la puerta principal, y lendicaron el camino al edificio de la comandancia que dabl parque de artillería. Los recién llegados dejaron suaúles en el cuerpo de guardia y se dirigieron hacia ntrada de la comandancia. Al pasar, Napoleón miró loañones con creciente excitación. Pronto servirían algun

de esos cañones de cuatro y ocho libras que se extendíaor el parque de artillería en filas ordenadas.

Los dos nuevos oficiales subieron las escalerantraron en la comandancia y preguntaron por el despach

del ayudante. Napoleón llamó a la puerta e, inmediatamente, una vo

spera les gritó: —¡No se quede ahí parado! ¡Abra la maldita puerta

ntre!

En el interior había una habitación pequeña, apenas lastante grande para los dos armarios, la mesa y la silla quontenía. Al otro lado de la mesa, un hombre levantó

vista con expresión severa. —¡Gabriel! —exclamó Alexander—, ¡Granuja! ¿És

s forma de recibir a tu hermano menor?

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 —¡Teniente Des Mazis! Esta no es manera de dirigirsun oficial superior. ¡Póngase firmes, maldita sea! Y s

miguito también.Ellos reaccionaron de inmediato y se cuadraro

ígidamente, con la mirada fija al frente, hasta que apitán Des Mazis no pudo seguir manteniendo su serieday se echó a reír.

 —¡Es suficiente! Descansen, caballeros. Napoleón y Alexander se relajaron y cruzaron una

miradas vacilantes sin saber cómo dirigirse al hermanmayor de Alexander. Pero Gabriel, que ya había conseguidacar su robusto cuerpo de detrás de la mesa, abrazó a s

hermano y lo besó en ambas mejillas. —¿Cuándo habéis llegado? No os esperábamos has

dentro de dos días.

 —Teníamos muchas ganas de incorporarnos ervicio lo antes posible. De manera que aquí estamos —espondió Alexander con una sonrisa radiante—. Ahorreséntanos a nuestros soldados, muéstranos nuestroañones y nos enfrentaremos a quien sea que nos diga

ey.  —No tan deprisa, Alex. —Su hermano le dio un suavuñetazo en el pecho—. Estás en la artillería; somooldados como es debido, no como esa gentuza de aballería. Aquí uno tiene que ganarse el mando.

 —¿Ganarse el mando? —Napoleón arqueó una ceja—

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A qué se refiere, señor?El capitán se volvió hacia él y lo saludó con un

onrisa afectuosa. —Usted debe de ser Buona Parte, el cors

usceptible. —Sí, señor. —Napoleón intentó disimular unxpresión ceñuda.

 —No se preocupe. Eso no me ha llegado por las víaficiales. Me lo indicó mi hermano en una de sus cartas.

 —Entiendo —Napoleón le dirigió una miradulminante a su amigo, y Alexander se movió concomodidad mientras su hermano continuaba hablándoles

 —Aquí todo el mundo empieza de nuevo. Bueno, caodo el mundo. El joven Alex, aquí presente, se va ncontrar sometido a un riguroso examen, puesto qu

ecuerdo perfectamente el sinvergüenza travieso que era dniño. Imagine qué podría hacer si le confiamos un cañón.

 —Señor —terció Napoleón sin alterarse—, estabdiciendo algo sobre ganarse el mando.

 —Todos los oficiales nuevos tienen que servir duran

un período de prueba. Supongo que eso ya lo sabían, pero Regimiento de la Fére va un poco más allá. Durante lorimeros tres meses, servirán como soldados rasos drtillería hasta que aprendan cómo funciona tod

Entonces, si nuestro comandante está satisfecho co

ustedes, puede que les deje asumir sus funciones com

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enientes. —¡Venga ya! —se rio Alexander—. ¿No estará

hablando en serio? —Pues sí. —La expresión del capitán se endureció u

oco—. La artillería es un asunto muy serio además dmuy complicado, y no vamos a dejar que un par de chiconuevos utilicen nuestro equipo, que es muy caro, hasta quepan cómo tratar el material y a los hombres que l

manejan. Es una cuestión de respeto. —Comprendo —respondió Alexander—. ¿Signific

so que también tenemos que compartir los dormitorioon la tropa?

 —¿Cómo dices? Por supuesto que no. —El capitáareció escandalizado—. Eso sería llevar las cosa

demasiado lejos. No queremos darles ideas igualitaria

verdad? —Pasó la mirada del uno al otro. —No, señor —coincidió Napoleón, que habló en vo

aja—. No deberían albergar ideas por encima de sondición.

Alexander se echó a reír.

 —No le hagas caso. Parece ser que los corsos tieneun apetito insaciable por la igualdad. Con el tiempo costumbrarás.

El capitán se quedó mirando brevemente a Napoleón. —No estoy seguro de que quiera hacerlo. No import

Me han ordenado que os instale. ¿Dónde está vuestr

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quipaje? —Lo dejamos en el cuerpo de guardia. —Vamos a por él y os acompañaré a busca

lojamiento en la ciudad.

Al igual que ocurría en otros regimientos, se esperabque los oficiales de la Artillería Real recurrieran a suropios medios para alojarse y sustentarse. Napoleólquiló una pequeña habitación por diez francos al mes easa de monsieur Bou, un bondadoso anciano que vivía cou hija y que solía sentir mucho apego por los jóveneficiales a los que alojaba. Napoleón comía en la posad

Three Pigeons por otros treinta y cinco francos al mes, coo cual, sumando los pagos del dinero que había pedidrestado para comprarse el uniforme y los libros, poco

quedaba de los noventa francos de paga que recib

mensualmente.Sus obligaciones como soldado raso de artiller

mpezaron la mañana después de su llegada. Se levantabada día antes del alba, se vestía con la guerrera y loantalones de artillería, unas sencillas prendas de colo

zul, y se dirigía a toda prisa al cuartel para reunirse con lodemás soldados a los que sus cabos despertaban con enguaje más grosero que Napoleón había oído desde quugaba con los soldados de la guarnición de Ajaccio cuandra niño.

El sargento responsable de su entrenamiento era u

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hombre bajo y demasiado gordo, con un enorme bigotCuando la compañía se hubo reunido en la plaza de armal sargento recorrió la línea, se detuvo delante de Napoleóon las manos en las caderas y dijo con desdén:

 —¿Qué tenemos aquí? ¿No será un caballero nuevo? —Sí, sargento. —¿Nombre? —Teniente Buona Parte, sargento. —¡Y una mierda! Es usted el soldado Buona Part

hasta que el coronel diga lo contrario. ¿EntendidoMientras tanto, me llamará señor, y yo lo llamaré señor. Ldiferencia es que usted lo dirá en serio.

 —Sí, sarg... señor.El sargento se llevó la mano a la oreja.

 —¡Hable más alto, señor! No oigo ni una palabra.

 —¡He dicho, sí, señor! —gritó Napoleón al tiempque pensaba que las historias que había oído sobre lortilleros sordos eran ciertas al fin y al cabo.

 —Así está mejor. Bueno, señor. En el Magdalene malta un hombre, que está enfermo; usted ocupará su luga

Eso significa que es usted el número dos de ese cañón, ncargado de la lanada. ¿Entendido? Bien. Ha venido euen momento. Hoy toca instrucción con cañones.

Se dio la vuelta y se alejó para inspeccionar a lodemás soldados de la compañía, y Napoleón se quedó s

nterarse de cuáles eran sus obligaciones.

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La compañía marchó hacia el parque de artillerítaron unas cuerdas a cuatro de los ocho libras mpezaron a tirar de ellos por el campo de instruccióapoleón, con sólo dieciséis años de edad y d

omplexión menuda, no tardó en empezar a sudaopiosamente a causa del esfuerzo de tirar de la cuerda que había atado al brazo derecho de la cureña. Pero loufrimientos del día acababan de empezar. En cuant

Magdalene estuvo en posición, el sargento le puso un largalo en las manos. En uno de los extremos, estaba la lanad

un taco de lana de oveja muy apretada. En el otro extremhabía un sólido zoquete de madera.

 —Esto es suyo. Cuídelo, señor. Tiene que ponerse al—señaló el suelo del lado derecho del tubo y le propinó urusco empujón a Napoleón para que se situara en posició

—. Usted es el número dos. Cuando yo diga su númeriene que mojar la lanada en ese cubo de allí y meterla pol tubo hasta donde llegue. Hágala girar hacia ambos lado

y sáquela. Entonces grite: «¡Listo!». El número tres, que el cargador, colocará una carga en el extremo del tubo

Cuando lo haya hecho, gritará: «Cargado». Entonces vuelve a tocar a usted. Meta el extremo de madera de sarra en el tubo y ataque la carga todo lo que pued

Entonces saque el palo, vuelva a su posición y grite: «Listara disparar». —Miró a Napoleón con detenimiento—

Lo ha entendido, señor?

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 —Creo que sí, señor. —Muy bien. Veámoslo.El sargento retrocedió y ocupó su posición muy po

detrás del timón de la pieza.

 —Instrucción de batalla estándar. El cañón está unto de disparar... ¡Bang! Retroceso... ¡Número dos! Napoleón se acercó al tubo y metió en él la baque

on la feminela por delante. —¡Alto! —El sargento se acercó a toda prisa—. No

ha mojado, señor. —Le señaló un cubo vacío que colgabde la gualdera—. Ahí.

 —Pero aquí no hay agua, señor —observó Napoleón. —Y el cañón tampoco tiene una maldita carga, seño

Limítese a fingirlo, por la instrucción, digamos. —Entiendo. —Napoleón retiró la baqueta e introduj

a lanada en el cubo. Levantó la vista hacia el sargento y vique el hombre lo miraba con expresión ceñuda—. ¿Chohof? —se aventuró a decir.

El sargento sonrió. —Ahora ya le está cogiendo el tranquillo, seño

Continúe. Napoleón limpió el alma del cañón con la lanada y shizo a un lado.

 —¡Listo!El cargador fingió colocar una carga por la boca.

 —¡Cargado!

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 Napoleón le dio la vuelta al palo y apretó la cargmaginaria con el atacador y regresó a su sitio.

 —¡Listo para disparar! —¡Bang! —bramó el sargento—. Buen intento, seño

Pero esta vez hagamos girar bien la lanada. Al fin y al cabono queremos que los brazos nos salten por los aires cuandmpecemos con el fuego real, ¿verdad?

* * * 

Además de los ejercicios de tiro, Napoleón aprendió

mbragar y desembragar la pieza, a limpiar y ocuparse dmantenimiento del equipo, a mantener pulcro el uniformesegurarse de que sus botas relucieran. Luego estaba

vigilancia, los servicios de guardia, las marchas dntrenamiento y las técnicas de acampada. Estas últimaesultaron ser una experiencia interesante tras habersasado el año anterior comiendo bien en la Escuela Milital final de la jornada, el sargento mayor ordenaba que s

acaran las ollas del carro de abastecimiento. Longredientes para el guiso se los compraban a los granjeroocales con el dinero de un bote al que tenían qu

ontribuir todos los servidores del cañón, incluidos lo

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ficiales a prueba. En cuanto la comida estaba lista, lortilleros se servían por orden de antigüedad. Puesto quapoleón era el recluta más reciente en el regimiento, e

l último y le tocaban los restos. Al principio, hab

ensado en protestar y hacer valer su rango, pero entoncee dio cuenta de que en cuestión de meses estardirigiendo a aquellos hombres y no podía permitirse el lujde ganarse su animadversión. Los soldados enseguida guardaron respeto y, a medida que transcurría el tiempolguien acuñó un mote cariñoso para el joven oficiuando éste pasó a la segunda fase de su período de prueba

y lo nombraron suboficial: el «pequeño cabo».Al principio Napoleón había simplemente soportad

quella parte del entrenamiento, pero cuando llegó onocer a los hombres y a trabajar a su lado, aprendió s

ficio con más detalle. A finales de año, hubiera podidntercambiar el puesto con cualquier soldado de ompañía y cumplir con sus obligaciones con el mism

nivel de eficiencia y efectividad. Alexander, en cambiooleraba el período de prueba sin ocultar el disgusto qu

entía por tener que realizar tareas ordinarias y versbligado a relacionarse con los soldados rasos. En cuanterminaba el trabajo del día, regresaba a toda prisa a iudad para cambiarse de ropa y salir a beber con los demáficiales. Napoleón solía quedarse en el cuartel, habland

on los soldados y asegurándose de que entend

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ompletamente todo lo que había aprendido aquel dídemás, no disponía de dinero suficiente para malgastarln bebida y mujeres.

Finalmente, a inicios del nuevo año de 1786,

oronel mandó llamar a Napoleón a la comandancia. Habaído una leve nevada que cubrió el cuartel con una finapa pulverulenta, y Napoleón se tapó bien los delgado

hombros con el gabán mientras subía los escalones grandes zancadas e intercambiaba un saludo con entinela, un hombre al que reconoció de la compañía en

que había servido. —Hace una mañana muy fría, Gastón. —Sí, señor. Si no me relevan pronto se me van a cae

ongelados. —Sería una lástima. Eso borraría la sonrisa de la hij

del molinero.Ambos se rieron, luego Napoleón entró y se dirigió

despacho del comandante. La puerta estaba abierta apoleón dio unos golpecitos en el marco. Dentro,

oronel estaba sentado cerca de la chimenea, calentándos

as manos sobre las ascuas. Se volvió para ver quiélamaba. —¡Ah, Buona Parte! Pase. Coja una silla.Cuando el joven hubo tomado asiento y empezó

entir el calor del fuego, el coronel le sonrió.

 —A estas alturas, es probable que ya lo hay

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divinado. El período de pruebas ha terminado y lo huperado airoso.

A partir de ahora, puede asumir todas las obligacionede un teniente.

 —Gracias, señor. No le defraudaré. —Me alegra oírlo. Lamentablemente, el granuja dDes Mazis va a tener que servir durante otro mes más menos, antes de que me sea posible justificar el fin de seríodo de prueba. Interpreta de forma muy peculiar onducta adecuada de un oficial. Pero lo pondremos unto enseguida, en cuanto vea que usted ha completado seríodo de prueba antes que él.

 —Esperemos que así sea, señor —dijo Napoleón couna sonrisa—. En el fondo, Des Mazis es un buemuchacho. Estoy seguro de que será un magnífico oficial.

 —Espero sinceramente que tenga razón, chicBueno, en cuanto su amigo haya superado su prueba, tengun trabajo para unos cuantos oficiales jóvenes. Erimavera, tendrá lugar un ensayo con fuego real en rsenal de Nantes. Se van a probar unos nuevos diseños d

añones y el ministro de Guerra me ha pedido que mandelgunos observadores. He elegido al capitán Des Mazara que asuma el mando del grupo. Hay sitio para cuatrficiales más, de modo que lo incluiré a usted y al jove

Des Mazis. Todavía no he decidido cuáles serán los otro

dos oficiales. ¿Le interesa?

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 Napoleón movió la cabeza en señal de afirmación. —Me honra que me haya elegido, señor. —Le irá bien ver otros aspectos más amplios d

ficio —repuso el coronel, que a continuación chasque

os dedos al recordar algún detalle—: ¡Casi se me olvidabHay una invitación del director de una academia militar da región de Anjou. Ofrecen cierta capacitación paróvenes caballeros de toda Europa. El director tiene muchnterés en que conozcan a oficiales franceses de su mismdad para forjar una pequeña amistad. Cree que eso podrontribuir de algún modo a evitar guerras en el futuro. —Eoronel meneó la cabeza—. Hay muy pocas esperanzas d

que sea así... De todos modos, existe la perspectiva duena comida y buen vino. Quizá lo pase bien, y podrsistir sin problemas cuando vaya de camino a Nantes.

 —Sí, señor. —Napoleón asintió con la cabeza—Dónde se encuentra exactamente esta academia?

 —Un momento... —El coronel se dio la vuelta, buscunos instantes en su mesa y se volvió de nuevo con unarta en las manos—. Aquí está. La Real Academia d

Equitación, en Angers. Napoleón frunció el ceño. Ya le resultaba bastantdifícil tolerar a los hijos de la aristocracia francesa y ahorendría que soportar la compañía de aristócrataxtranjeros, por lo que desde el primer momento empezó

emer aquella visita a Angers.

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CAPÍTULO XXIX

Eton, 1783

A medida que iban transcurriendo los meses, Arthur sue asentando con inquietud en su nueva escuela. Era rimera vez que vivía lejos de casa desde que los Wesley s

habían trasladado a Londres, y sospechaba que su madrstaba más que contenta con la nueva disposición de laosas. De hecho, las cartas que recibía de su casa conteníaocas muestras de un verdadero afecto hacia éimplemente, eran una interminable letanía de quejas sobrl alojamiento que Richard le había proporcionado. ¿Cóm

ba a arreglárselas con tan pocos sirvientes? Su madre decque la mayor parte de sus antiguas amistades de la alociedad ya la habían eliminado de sus círculos. Por todo cual culpaba a sus desagradecidos hijos y rresponsable de su esposo. La única esperanza que l

quedaba era que su hija se casara bien, o que sus hijos, si ssforzaban con sus estudios, pudieran alcanzar algún duna posición de importante influencia y riqueza y pudieraermitirse hacer que su madre anciana disfrutara domodidades después de toda una vida de trabajo dur

rivaciones y sacrificios. Hasta que no terminaba de recit

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u lista de quejas, lady Mornington no preguntaba por ienestar de Arthur y Gerald, por cómo progresaban en sustudios y si necesitaban alguna cosa. Cada vez que leía suartas, Arthur las dejaba a un lado acongojado y con un

nueva determinación de desafiar a su madre.En tanto que concentraba todos sus esfuerzos pomejorar su técnica con el violín, descuidaba sus estudios dun modo fríamente deliberado. Aún peor, se negaba uscribir el conjunto de valores que Eton exigía a sulumnos. Mientras que los otros chicos se lanzaban racticar deporte, Arthur los miraba con un gélid

distanciamiento e incluso les gritaba insultos y críticadesde fuera del campo, hasta que los profesores se hartabade su cansina presencia y le pedían que se marchara.

Al mismo tiempo, Bobus Smith, uno de los chico

mayores, se las arreglaba para aprovechar cualquieportunidad de amargarle la vida al chico nuevo, lo exclupropósito de cualquier juego que tuviera lugar en

dormitorio y se burlaba de su larga nariz y sus rasgodelicados. Incluso se mofaba de la habilidad de Arthur co

l violín, asegurando que era el objetivo de un enclenqudemasiado susceptible. Si Arthur hubiera tenido ensación de poseer un hogar afectuoso al que regresar, ta

vez hubiese sentido nostalgia y hubiese anhelado lavacaciones en las que podría disfrutar del calor y segurida

de su familia. Pero la cuestión era que lady Mornington s

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negó a permitir que pasara las vacaciones con ellduciendo que no tenía suficiente espacio para un

«colonia» de niños. En lugar de eso, al término drimestre, cuando Gerald regresó con su madre, prepararo

l baúl de Arthur y a él lo mandaron a Gales para vivir en islada y destartalada casa de su abuela.Cuando finalizaron las vacaciones, Arthur regresó

Eton, a la habitual rutina de las burlas de Bobus y sumigos y de no suscitar la admiración de sus profesore

que cada vez se sentían más inclinados a considerarlo uoco retrasado. Sobre todo al compararlo con Gerald, qudquirió un pronto conocimiento de los clásicos y no tardn progresar, superando el nivel de su hermano mayor. Dste modo, iban transcurriendo los meses interminables yon una creciente sensación de desarraigo y abandon

especto a su familia, Arthur se sumió en un profundetargo que exasperaba a todos los que le rodeaban. De unorma extraña, obtenía una perversa satisfacción en ncumplimiento de las expectativas de los demás. Puest

que estaba destinado al fracaso, a no hacerse querer y a qu

nadie lo quisiera, al menos sería bueno en eso.

* * * 

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Pasaron dos años en los que apenas mejoraron ni sctitud ni su habilidad académica, excepto por un bue

dominio del francés. La suerte de la familia no habmejorado durante aquel tiempo. En realidad, la naturalez

aberíntica de los asuntos económicos de su padronsumían la mayor parte del tiempo de Richard, por lque a éste lo exasperaba la falta de progreso en lonformes escolares de Arthur. Quería lo mejor para s

hermano, y estaba convencido de que el chico era capaz dograr cierto éxito, aunque su madre no pensara lo mism

Ella consideraba que el decepcionante rendimiento de shijo sencillamente ratificaba su opinión de que estabondenado al fracaso, tal como le dejó muy claro a su hij

mayor cuando éste fue a visitarla poco después de Navidan el modesto apartamento que tenía alquilado en Chelsea

 —Es un caso perdido, Richard. Y es un desagradecidorthur sabe que apenas podemos permitirnos tenerlo e

Eton. Y yo, con lo cara que está la vida en Londrectualmente, es un milagro que pueda sobrevivir. Eealidad, he estado pensando seriamente en trasladarme

Bruselas. Por lo visto, es posible vivir bien con una mínimarte de lo que cuesta en Londres. Hasta entonces, tú y yenemos que pasar sin ello para que Gerald y Arthur estén Eton. Y así es como nos corresponde. Tienes que hablaon él al respecto.

 —¿Por qué? ¿Porque tú no vas a hacerlo?

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 —Porque no puedo. Ya no me escucha. —¿Y acaso puedes culparle por ello? ¿Cuándo fue

última vez que lo viste, madre?Lady Mornington hizo una pausa en un esfuerzo po

ecordar el último encuentro. —¡Ya lo tengo! En Pascua. Comimos en Hills antes dque se fuera a Gales a pasar las vacaciones.

 —De eso hace más de seis meses. Sin embargo, pasamucho más tiempo con Gerald, Anne y Henry.

 —Bueno, disfrutamos de nuestra compañía. Arthur ediferente. Ha dejado muy claro que está contrariadonmigo. Aunque los motivos por los que puede estarlon un completo misterio.

 —No, no son ningún misterio —replicó Richard coirmeza—. A mí me resulta evidente que se sient

xcluido. Se siente así desde que la familia se mudó Londres. Padre y tú estabais tan ocupados haciendontactos sociales que lo desatendisteis. Al menos padrlegó a darse cuenta hacia el final, e intentó compensarlor ello. Pero tú... —Meneó la cabeza—. Tú le ha

bandonado. Y ahora, por lo visto, él mismo se considerun caso perdido. Lo compadezco. ¿Puedes imaginarómo debe de ser sentirse tan solo? Tan excluido.

Lady Mornington se llevó la mano a la boca y smordió el dedo suavemente.

 —¿Es eso cierto? ¿Es lo que piensa?

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 —Creo que sí. Nos necesita, madre. Ya ti más que nadie. Alguien ha de tener fe en Arthur o sencillamente sdará por vencido.

Lady Mornington permaneció unos momentos e

ctitud pensativa y luego asintió con la cabeza. —Muy bien. Debo esforzarme más por verle. Harque venga a pasar esta Pascua conmigo.

 —Eso sería un buen comienzo —comentó Richaron tacto—. Y mientras tanto, escríbele más a menudo, obre todo muestra interés por sus asuntos. Puede que a

veamos alguna mejora. —¿Y si no es así?Richard bajó la mirada a sus manos y por primera ve

nne rio en él al hombre en el que se había convertidargado con responsabilidades que le habían cerrado

uerta de su niñez para siempre. Sus bien definidos rasgoya estaban surcados de arrugas. Richard levantó la vista coxpresión afligida.

 —Si este año vemos que no mejora, entonces memo que tendré que sacarle de Eton. Nos hará falta hasta

último penique para conseguir que Gerald acabe sustudios. Le va bien... muy bien... y el dinero estará mejonvertido en él.

 —Si sacas a Arthur, ¿qué será de él? —Hay pocas opciones al respecto. Si no puede logr

nada en la escuela tendrá que ser en la Iglesia, o en

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jército. Créeme, quiero algo mejor para él, pero tenemoque ser realistas. Podemos intentar salvarlo de sí mismero no puedo evitar tener el presentimiento de que ya e

demasiado tarde. El daño ya está hecho.

 —Entiendo. Así pues, ¿todo depende de su progresste año?Richard dijo que sí con la cabeza.

 —Es su última oportunidad.

* * * 

Faltaba apenas una semana para el final del segundrimestre, el día era caluroso para la época y la mayoría dos chicos ya se habían despojado de los abrigos mientraugaban a orillas del Támesis. El sol caía sobre ellos desd

un cielo despejado color turquesa, y Arthur miraba a lodemás chicos desde la sombra de un roble. Estaba apoyadn el tronco y había estado leyendo una compilación doesía que había sacado de la biblioteca de la escuela. Peras sencillas palabras de sus páginas pronto habían perdidu atractivo comparadas con la magnífica magia estétic

que había obrado la llegada de la primavera en un día ta

spléndido como aquél, y su atención se desvió del libro

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e extendió por el césped hacia el río que se deslizabuavemente más abajo.

Por primera vez desde hacía meses, Arthur sintió quo invadía una oleada de placer y satisfacción. Dentro d

unos días, se iría a casa con su madre y no se vería exiliadn las sombrías colinas de Gales para pasar las vacacionede Pascua. Ya había planeado una serie de excursiones parvisitar los lugares de interés de Londres y asistir a lomejores recitales públicos que la capital ofrecía. Arthustaba ansioso por volver a formar parte de la familia y ner para ellos únicamente un estorbo.

Una mancha de blanco y plata desvió su atención hacl río, y Arthur vio que un grupo de chicos se habíaambullido en el agua y nadaba a toda prisa hacia la otrrilla. Sus ropas formaban montones desordenados en

ibera más próxima del Támesis. Por un instante, Arthustuvo muy tentado de unirse a ellos.

 —¿Por qué no? —dijo en voz alta—, ¿Por qué ndebería hacerlo?

Cerró el libro de poesía de golpe, se puso de pi

ápidamente y, antes de que pudiera cambiar de opinión, sncaminó hacia la orilla del río dando grandes y resueltaancadas. Delante de él los chicos que estaban en el agu

habían alcanzado la otra orilla y Arthur los reconoció acercarse: Bobus Smith y sus amigos. Antes de pode

ambiar de dirección hacia algún otro lugar de la orill

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ste llamó a Arthur desde el otro lado. —¡Wesley! ¡Eh, Wesley! ¿Vienes a nadar?A Arthur se le cayó el alma a los pies. Lo único qu

quería era darse un agradable baño él solo. Ahora Bobu

Smith lo había visto y no había duda de que no le dejardisfrutar del momento en paz. Muy bien, tendría quncontrar otro lugar para nadar, fuera de la vista de lo

demás chicos. —¿Vienes? —volvió a gritar Smith.Arthur dijo que no con la cabeza. Luego, par

segurarse de que lo entendían, le respondió: —No. Tengo un libro para leer. —Alzó el tomo d

oesía como prueba de sus intenciones. —¡Ratón de biblioteca! —exclamó alguien, y lo

demás se le unieron enseguida, coordinándose de form

nstintiva en una consigna que se oía claramente desde tro lado del río, lo que hizo que quienes estaban en la otrrilla cerca de Arthur volvieran la cabeza. A Arthur le ardíl rostro de vergüenza y furia cuando se dio la vuelta parlejarse del río y empezó a andar por el sendero, dejand

trás a sus torturadores. No había llegado muy lejos cuandyó un alborotado chapoteo por detrás de él. Miró poncima del hombro y vio que Bobus Smith y sus amigo

nadaban siguiendo el curso del río, intentando alcanzarlmientras algunos de ellos seguían gritando al tiempo qu

gitaban la corriente:

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 —¡Ratón de biblioteca! ¡Ratón de biblioteca!Arthur apretó los dientes y se detuvo de pronto. No e

que le importara que lo consideraran un ratón de bibliotecobre todo dado su pobre historial académico. Más bien

ontrario, puesto que le proporcionaba una excusa parnegarse a tomar parte en juegos físicos. Lo que lo enojntonces fue darse cuenta de que Smith no lo dejaría eaz. Lo seguiría río arriba y, si Arthur se daba la vuelta e ibn otra dirección, ellos irían detrás como chacaledemás, si se alejaba del río y regresaba a la escuelnotaría otra insignificante victoria en la campaña dntimidación de esos chicos.

 —Maldito seas, Smith —gruñó—. Maldito seas tú odos esos idiotas; os podéis ir todos al infierno.

 —¿Qué has dicho, Wesley? —le gritó Bobus desde e

ío, acercándose a la orilla a nado—. ¡Suéltalo! Si eres lastante hombre, claro.

Sin pensar, Arthur se agachó, agarró un puñado dgrava del camino y se la lanzó a su torturador. Una dispersluvia de guijarros y arenilla golpeó el agua en torno

Smith, y algunos le dieron en la cara. El chico soltó ugrito que fue más de sorpresa que de dolor y, profiriendun alarido de ira, nadó directamente hacia Arthur.

A Arthur se le helaron las entrañas y se quedó mirandhacia el río. No tenía ganas de pelearse con Smith en un d

omo aquél y la perspectiva de que echaran por tierra s

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uen humor lo llenó de furia y resentimiento. —Muy bien, de acuerdo —masculló para sus adentro

Dejó el libro en la hierba y apretó los puños en tanto quSmith afirmaba los pies como podía en el fondo del río

vadeaba hacia la orilla como una roca que surgiera del mao hubo preámbulos, ni ocuparon sus puestos de formstudiada, fue simplemente un desenfrenado intercambi

de golpes que se desató cuando Smith, desnudo horreando, se abalanzó contra él. Arthur se agachó par

que descendiera su centro de equilibrio y alzó los puñoEn el último momento, se echó a un lado y sacó el pie, coa esperanza de hacer tropezar a su enemigo. Pero calcul

mal el movimiento. En lugar de ponerle la zancadilla Smith, el pie aplastó los dedos del otro con un fuertrujido y Smith cayó de bruces con un alarido de dolo

rthur quedó tan impresionado por su error que por umomento no pudo hacer nada. Relajó los puños y estaba unto de disculparse, cuando vio la despiadada mirada ddio en la expresión de Smith. Ahora, cualquier vacilacióodía resultar fatal. Arthur volvió a apretar los puños y s

cercó a Smith. Echó el pie hacia atrás y le dio una patadn la rodilla, lo que provocó un nuevo grito de dolor, luegvolvió a darle en la rodilla antes de pisarle el otro piCuando Smith, que ya estaba gritando, fue a agarrarse lodedos de los pies, Arthur lo rodeó, le propinó varios golpe

un lado de la cabeza y, para terminar, con toda la fuerza d

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a que fue capaz, le pegó un puñetazo en su chata nariCuando sus nudillos se estrellaron, Arthur notó que egolpe le sacudía el brazo hasta el hombro. A Smith se le fua cabeza hacia atrás bruscamente y el chico se desplom

n la hierba y quedó inmóvil.Arthur se lo quedó mirando. —¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho?En torno a él hubo un momento de calma antes de qu

os demás chicos que estaban en la orilla empezaran vanzar, vacilantes, en su dirección. Desde el río se oyó ehapoteo de los amigos de Smith, que nadaron hasta rilla y salieron del agua. Se formó un círculo en torno rthur y la inmóvil forma de Smith, despatarrado en

hierba. Los muchachos miraron a Smith y luego a Arthuque vio el nerviosismo en sus expresiones. Uno de ellos l

miró directamente a los ojos y movió la cabeza en señal dprobación. Uno de los pequeños, de primer año, se metintre el gentío y se quedó mirando con la boca abierta.

 —¡E-es Bobus Smith! —exclamó con una voz agudor la emoción. Miró a Arthur, sobrecogido, y añadió—

Está... está muerto?

* * * 

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Arthur llamó a la puerta. —¡Entre, Wesley! —dijo el asistente del director co

voz de trueno desde el interior de su estudio. Arthur, quien habían llamado directamente desde el aula, hizo gir

l pomo y empujó la pesada puerta de paneles de roblDentro, la estancia era amplia y estaba cómodamenmueblada. Sentado a su mesa estaba el señor Chalkcrafl otro lado, en dos sillas más pequeñas, se hallaban lad

Mornington y Richard. Arthur no tenía ni idea de quuvieran intención de ir a Eton e inmediatamente se temio peor. Los saludó con un mínimo movimiento de abeza antes de bajar la mirada al suelo.

 —Venga aquí, acérquese a la mesa, chico. Y endereca espalda.

Arthur hizo lo que le decían, terriblemente incómod

ajo la mirada de su madre y hermano. —Ya sabe por qué está aquí —dijo Chalkcraft. Er

mposible saber si se trataba de una pregunta o de unfirmación.

 —¿Tiene que ver con Smith, señor?

 —Por supuesto. ¿Qué otra cosa iba a ser? Smith sigun la enfermería. Tiene tres dedos del pie rotos. Tiene lnariz rota y se resiente de ese golpe en la cabeza. No es unvisión agradable.

 —No, señor —repuso Arthur con sentimiento—

Pero no puedo atribuirme todo el mérito de su repugnant

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specto.Su madre se revolvió incómoda en el asiento

Richard lo fulminó con la mirada. Sólo el asistente ddirector pareció un tanto divertido, y se esforzó po

eprimir una leve sonrisita. —Sí, bueno. Este es un asunto serio, Wesley. Nuedo permitir que los chicos se destrocen de un modo taplastante. Caray, pronto no quedarían alumnos. Esto es un

maldita escuela, no un club de boxeo. —Lo lamento, señor. —Espero que sí. Tuve que pedirles a su madre y a s

eñoría que acudieran a la escuela para discutir sobre estsunto. No tiene sentido andarse con rodeos, de modo que lo diré directamente. Va a abandonar la escuela aérmino del próximo trimestre.

Arthur paseó la mirada por los tres adultos. —¿Me van a expulsar? —Lo invadió la indignación—

Pero yo me estaba defendiendo. —¡Silencio! —Chalkcraft levantó una mano—. N

vamos a expulsarle. Yo no he dicho que se le fuera a pedi

que se marchara. Además, no es únicamente una cuestióde su trato hacia Smith. Después de discutir sus progreson Eton, o mejor dicho, su falta de ellos, su hermano, s

madre y yo estamos de acuerdo en que es inútil que siga ea escuela. Así pues, su hermano nos ha comunicado con u

rimestre de antelación su intención de sacarle de Eton.

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Arthur miró a Richard, esforzándose por ocultar srgullo terriblemente herido.

 —Entiendo.Richard sostuvo su mirada acusadora co

cuanimidad. —Llevas aquí tres años, Arthur. He visto txpediente. No solamente no alcanzas el nivel de tu cursino que tus notas son incluso más bajas que la de

mayoría de los alumnos de cursos inferiores. Francamenta familia puede utilizar el dinero que hemos estad

gastando en tus cuotas escolares de mejor manera. Ademáé que no eres feliz aquí.

Era cierto, admitió Arthur. Todo lo que había dichoSin embargo, ahora que se enfrentaba con laonsecuencias de tres años de lasitud, se sentía herido po

a acusación de que no había estado a la altura de lo que ssperaba de él. De repente, sintió un vehemente deseo dermanecer en Eton antes que aceptar que su marchupondría otra prueba de su ineptitud.

 —Quiero quedarme —contestó Arthur en voz baja.

Richard sonrió. —No, no quieres. Sé que te gustaría pensar que sí. ¿i te quedaras aquí, qué? Por lo que a tu profesor y a lo

demás alumnos respecta, ya tienes una tacha en xpediente. Por mucho que intentaras cambiar, ello

eguirían teniéndote en cuenta el pasado. Después d

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ltercado con Smith, difícilmente podrías culparlos pollo.

 —Y puedes estar seguro de que esa despiadadmojigata de Sidney Smith se está encargando de que toda

lta sociedad londinense conozca en detalle lo que ArthuWesley le ha hecho a su hermano pequeño —terció ladMornington con desdén.

 —Sí, madre —la interrumpió Richard—, Pero nhemos venido a hablar de tu enemistad con Sidney SmitEstamos hablando de lo que es mejor para Arthurecuerdas?

 —Sí, por supuesto que lo recuerdo —replicó ella corusquedad, y de pronto Arthur se dio cuenta de que y

habían discutido muchas cosas antes de aquella reunión el estudio del asistente del director. Dijera lo que dijera, y

no iba a cambiar nada. Las decisiones sobre su futuro ystaban tomadas. Su madre se volvió hacia él y sonrió.

 —Arthur, querido, quiero que vengas a vivir conmigoPor lo visto te he desatendido demasiado tiempo. ¿Tgustaría? Estoy segura de que sí. En cualquier caso, hemo

decidido que ya es hora de marcharnos de Londres. —¿Dejar Londres? —repuso Arthur, y en su cabeza sgolparon las imágenes de un retorno a Dangan— Eso m

gustaría. —Ya lo sabía —le dijo lady Mornington con un

onrisa—. Me alegro mucho. Así pues, ya está decidido. E

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uanto termines aquí en Eton, haremos las maletas y nomarcharemos. Me aseguraré de encontrar un sitio agradabara nosotros mientras tú terminas el último trimestre.

 —¿Encontrar un sitio? —Arthur estaba confuso—

Qué sitio? —Bueno, unas bonitas habitaciones —continudiciendo su madre—. En Bruselas. —¿Bruselas?

 —Sí. Una ciudad preciosa, según tengo entendido. —nne le tomó la mano a su hijo—. Arthur, querido, vamos asarlo muy bien allí, ¿verdad?

Arthur se quedó mirando a su madre y luego bajó vista hacia la mano enguantada que se aferraba a sus dedolojos. Trató de reprimir la ira y frustración que lo invadía

—Sí, madre, lo que tú digas...

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CAPÍTULO XXX

 —¡Ahí Veo que tienen a un músico en la familia —

omentó monsieur Goubert al ver un estuche de violntre los bultos que se estaban descargando del cochpilados frente a la puerta de la casa del abogado hab

varias maletas, una colección de sombrereras, un arcón drtículos de tocador y algunas cajas de libros y partitura

El edificio era una soberbia residencia situada a pocdistancia del centro de Bruselas, y monsieur Louis Goubehacía varios años que alquilaba habitaciones a loxtranjeros que acudían atraídos por el razonable precio dlquiler y los servicios en la ciudad. La mayoría de su

nquilinos eran aristócratas venidos a menos que ibauscando un lugar más asequible donde vivir y, al mismiempo, mantener las apariencias de pertenecer a la

mejores familias europeas. Como resultado de ellBruselas se había convertido en un lugar mucho mánteresante durante los últimos años, y monsieur Goubegradecía la llegada a la ciudad de personas que figuraban la sociedad, cuyo brillo ya podía contagiársele a él y a ssposa. Personas como aquella dama inglesa y su jove

hijo. —Sí, en efecto. —Lady Mornington contempló

stuche del violín—, A mi hijo Arthur le gusta rasguear e

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nstrumento de vez en cuando.A Arthur se le crispó el rostro ante aquella burla, per

mantuvo la boca cerrada y esbozó una sonrisa forzada. Nenía sentido morder el anzuelo. Desde que había dejad

Eton para ir a vivir con su madre, Arthur había aprendido laeglas del juego enseguida. Si se le antojaba, su madrodía ser tan sumamente hiriente y sarcástica con lonemigos como con los amigos y con la familia. Si uno sfendía, ella acusaba a su víctima de ser demasiadusceptible y de carecer de sentido del humor. Si el blanc

de su maldad optaba por replicar del mismo modo, ella smostraba dolida y rompía a llorar. Y, como Arthur no habíardado en descubrir, a ello seguiría una larga diatriba sobra ingratitud filial y el sufrimiento de una viuda que pasabstrecheces por culpa de un esposo despilfarrador y u

nútil hijo violinista. Tales acusaciones le resultabaarticularmente dolorosas a Arthur que, en consecuenci

hacía todo lo posible por no provocar a su madre.Monsieur Goubert se dirigió al chico.

 —Bueno, debo decir que sería un placer oírle toca

eñor. En realidad, en mi casa hay otro chico de su mismdad que se precia de que le gusta la música. El honorabohn Armitage. Tengo que presentárselo a usted en cuante haya instalado.

 —Hágalo, por favor —dijo lady Mornington—,

rthur le iría bien hacer amigos. Sabe Dios que tiene mu

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ocos. —¡Ajá! —monsieur Goubert se echó a reír y se di

una palmada en el pecho—, ¡El saludable humor inglés!Anne frunció el ceño.

 —¿Qué quiere decir con eso de humor? —Yo, esto... pensé que la señora... —El abogado sncogió bajo aquella mirada y se volvió de nuevo hacrthur—. Más tarde entonces, si lo desea.

 —Gracias, señor. —Arthur inclinó la cabeza—. Lstaré de lo más agradecido por las presentaciones.

 —Bien. —Monsieur Goubert sonrió—. Ahora debrme a trabajar. Confío en que estarán bien instalados.

 —Haremos todo lo posible —repuso Anne—, La casiene aspecto de estar en buen estado, confío en que lojamiento será como el que se me describió.

 —Estoy seguro de que estará muy cómoda, mi señor—Monsieur Goubert se levantó el sombrero—. Hasuego.

Bajó las escaleras anadeando y enfiló la calaminando con un rígido balanceo.

 —Parece un hombre muy agradable —comentó Arthuon una rápida mirada hacia su madre—, para ser un casero —Sí. —Anne se dio la vuelta y levantó la vista a

achada de la casa del abogado—, ¡Y pensar que en otriempo teníamos una casa más grande que ésta en Dublín,

tra mejor en Londres!

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 —Las cosas han cambiado, madre —le dijo Arthuon suavidad—, No podemos esperar conservar un estil

de vida que no podemos permitirnos. Nuestra suertambiará algún día, ya lo verás.

 —¡Ja! Y tal vez los cerdos vuelen. —Se volvió dnuevo hacia los hombres que descargaban el carruaje y lerdenó, en francés, que subieran el equipaje enseguida. ontinuación, tomó a su hijo del brazo—. Vamos, Arthurntremos a inspeccionar nuestro pequeño refugio.

El conjunto de habitaciones que había alquilado shallaban en el segundo piso y comprendían un vestíbuldos dormitorios, un salón y un estudio. Había un baño inal del descansillo que se compartía con los ocupantes das otras dependencias del segundo piso: un mercade

noruego y su familia. Las habitaciones eran todas d

dimensiones aceptables, y estaban amuebladas de maneonfortable, aunque no muy lujosa. Aun así, Arthur observsu madre mientras ésta andaba por ahí, pasando los dedo

nguantados por los accesorios y palpando la tapiceríhasta que finalmente se encogió de hombros y se volvi

hacia él. —De momento, servirá.

* * * 

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Lady Mornington hizo todo lo que pudo por adaptarsla alta sociedad de Bruselas lo antes posible. A los poco

días de su llegada, Arthur y ella fueron invitados a un bailn la Chambre de Palais, un acontecimiento formal co

vestidos de seda, joyas centelleantes y condecoracionemilitares. En tanto que su madre se lanzaba hacia la esquinde la habitación ocupada por el contingente inglés dBruselas, Arthur subió a la galería que recorría los lados da sala de baile y, apoyado contra la columna, contemplos centenares de invitados que se arremolinaban abajo. D

vez en cuando, la aguda lisa de las mujeres rasgaba el fuertgorjeo de la conversación, pero él no entendió ni una soalabra de lo que se decía. Se pregunt

despreocupadamente si en realidad estaban diciendo alglgo que valiera la pena escuchar, por lo menos. Divisó a s

madre, enfrascada en una animada conversación con uficial del ejército. Este último era un hombre que tenía uire digno y circunspecto; calzaba unas botas reluciente

que le llegaban a las rodillas y terminaban con una bordorada. Era un hombre alto y delgado de cabello muy cort

astaño y rizado, sobre un rostro enjuto en el que dominabuna larga y prominente nariz.Arthur se dio cuenta, con un sobresalto, de que e

ños venideros podría llegar a tener el mismo aspecto quse hombre. Lo observó con creciente fascinación, y vi

que conversaba con otro hombre de un modo dignificado

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ontenido que no dejaba entrever en absoluto lanterioridades de sus pensamientos y emociones. Aunquu uniforme color escarlata, con sus vueltas blancas y su

galones dorados lo hacían resaltar entre la multitud,

hecho de que no llevara una peluca empolvada, a diferencde la mayoría de hombres allí presentes, lo hacía parecemenos afectado y más impresionante en cierto sentido. Eruna figura que llamaba la atención, desde luego. El oficiarecía estar escuchando atentamente a la madre de Arthu

y, con una punzada de vergüenza, el chico entendió que elmpezaba a flirtear con aquel hombre. Allí mismo, delant

de todo el mundo.Un movimiento en el extremo más alejado de la sa

de baile llamó la atención de Arthur. Los músicompezaron a ocupar sus puestos. Mientras sacaban lo

nstrumentos de sus estuches y empezaban a afinar lauerdas y poner resina en los arcos, el director distribuyas partituras. Se trataba de una orquesta pequeña para ucontecimiento de aquella magnitud, lo cual reflejaba

naturaleza menos próspera de los círculos sociales d

Bruselas.Al final, pareció que la orquesta estaba lista; director se colocó de cara a los músicos e, impaciente, sdio unos golpecitos en el muslo con la batuta. Entonce

rthur se dio cuenta de que uno de los dos asientos en

ección de violines estaba vacío. El director paseó

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mirada por la estancia con una expresión furiosa, hasta quus ojos se detuvieron en dirección a la discreta puerta dervicio que había en una esquina. Arthur siguió su mirada

vio a un hombre que, aferrado a un estuche de violí

ruzaba la puerta tambaleándose, seguía andando junto a ared y empezaba a subir las escaleras. No había duda dque, o estaba muy enfermo, o muy borracho, y hubo umomento en que estuvo a punto de caerse de espaldascaleras abajo, pero hizo girar desesperadamente el brazomo las aspas de un molino, con lo que consiguiecuperar el equilibrio y subir los últimos peldaños de

galería a trompicones.Sus payasadas habían llamado la atención de alguno

de los invitados, que estallaron en carcajadas cuando hombre avanzó por la galería dando traspiés; se disculp

on el director con un gesto de la mano, el estuche deviolín se le enganchó entre las piernas y el hombre cayó druces, se golpeó la cabeza contra una columna y s

desmayó. Arthur se sumó a las risas mientras observaba adirector que, indignado, se ponía las manos en la cadera

e daba con el zapato al hombre inconsciente. Luego svolvió hacia la orquesta y los llamó al orden. El violinisque quedaba meneó la cabeza a modo de protesta, y señal

su compañero inconsciente.La disputa subía de tono y se iba convirtiendo en un

uriosa pelea cuando Arthur se sintió aturdido por un

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descabellada idea. Era una mera fantasía, se reprendió. ontinuación, miró hacia la sala de baile y notó la crecientmpaciencia de los que habían salido a la pista.

Arthur respiró hondo, se apartó de la columna en

que estaba apoyado y empezó a andar por la galería hacia rquesta. Sabía que era una estupidez, que lo más probabra que lo rechazaran o que, si lo dejaban sustituir

violinista inconsciente, lo harían quedar como un absolutrincipiante. Pero a ello se contraponía la idea de que t

vez pudiera hacerlo. De hecho, podría conseguir algo de lque estar orgulloso, y lo que era más importante, de lo quu madre pudiera enorgullecerse. Así pues, se obligó eguir andando hacia la orquesta cuyos miembros s

hallaban agrupados en torno al cuerpo inmóvil dviolinista.

Cuando el director notó que se acercaba, se dio vuelta hacia el chico con una ceja enarcada.

 —Lo lamento, señor, pero ahora mismo estamos uoco preocupados.

 —Tal vez yo pueda ayudar —repuso Arthur en francé

Señaló al hombre que había en el suelo al tiempo quercibía un hedor a coñac—. Puedo ocupar su lugar. —¿Usted? —El director sonrió—, Gracias por

ferta, pero creo que ya tenemos bastantes problemas. —No voy a tocar solo —declaró con firmeza

violinista que quedaba.

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El director se dio la vuelta rápidamente y apuntó hombre con la batuta.

 —¡Tocará, maldita sea! —No. —Caballeros. —Arthur se interpuso entre ellos co

as manos alzadas—. Caballeros, por favor. Tienen uúblico que les está esperando. Una público que cada vestá más impaciente...

El director se asomó a la galería y se fijó en laxpresiones inequívocas de abajo, en la sala de baile. S

volvió de nuevo hacia Arthur. —De modo que sabe tocar el violín. ¿Lo hace bien? —Lo suficientemente bien para lo que ustede

necesitan. —¿En serio? —le preguntó el director— ¿Piezas d

aile?

 —Puedo arreglármelas, señor.El director consideró la oferta un momento y se di

una palmada de frustración en el muslo. —¡Oh, está bien! No tengo nada que perder aparte d

os honorarios de esta noche y quizá mi reputación. —

Señaló al borracho con un movimiento de la cabeza—Puedes coger su instrumento.Arthur esbozó una breve sonrisa, se inclinó, cogió

stuche del violín y abrió los cierres. En el interior brillabl instrumento toscamente barnizado. Lo sacó y, bajo

tenta mirada del director, punteó cada una de las cuerda

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ara comprobar la afinación y realizó un mínimo ajuste a del mi, tras lo cual se colocó el instrumento entre hombro y la barbilla, deslizó la mano izquierda por mástil, flexionó los dedos y alzó el arco.

 —Listo. —Muy bien. Toma asiento. Empezaremos con algento y sencillo. Toma. —Colocó una partitura en el atr

de Arthur—, ¿La conoces?Arthur echó un vistazo a la notación: una gavota d

Rameau. —Sí, señor. Ya la he tocado otras veces. Seguiré e

itmo. —Eso espero —masculló el director—. Por el bie

de todos nosotros.El director llamó la atención de su orquesta, marcó

ompás y empezó. Era una pieza corta, pensada solamentara indicar que el baile estaba a punto de comenzar y parfrecer al público la oportunidad de relajarse con unencilla serie de pasos. Arthur conocía aquella pieza luficientemente bien como para seguir el ritmo de lo

tros músicos y, cuando llegó al final, el director lo miró movió la cabeza en señal de asentimiento. —Bien hecho, señor. ¿Está listo para algo con má

itmo?Arthur asintió con la cabeza, y el director pasó a

iguiente danza del programa. Al empezar la segunda piez

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rthur se encontró con que se sentía más contento de lque había estado nunca desde que su padre murió. El tactamiliar del instrumento y el placer que le proporcionabocarlo hicieron que el muchacho tocara como si fuera un

arte absolutamente integrada de la orquesta. Cuandevantó la mirada hacia el director y recibió un gesto deconocimiento de que lo estaba haciendo bien, Arthuonrió y siguió adelante con un deleite cada vez mayor. Unieza siguió a otra y el público magníficamente ataviado s

movía por el suelo de la sala de baile con una gracincronizada. Pasaron las horas con un breve descanso

medio programa, durante el cual Arthur compartió unaotellas de vino con los demás miembros de la orquesta e regodeó con la apreciación de su talento.

La última pieza llegó a su fin, el director se volvi

hacia el público y éste aplaudió con estruendo. Cuando loúltimos ecos de los aplausos se desvanecieron, el hombrevantó la mano para llamar la atención de lospectadores.

 —Damas y caballeros, mi orquesta y yo le

gradecemos con toda humildad su reconocimiento, perntes de que finalice la velada desearía que se fijaran euno de nosotros en particular. —Se dio la vuelta y le indic

Arthur que se levantara.Por un instante, Arthur se quedó demasiad

vergonzado para reaccionar, pero cuando el director l

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volvió a hacer señas, se puso de pie con vacilación. —Esta noche hemos tenido mucha suerte de que es

oven caballero se contara entre el público —explicó director—, Ante la... repentina incapacidad de uno de mi

violinistas, este joven ofreció sus servicios. Admito quunque tenía mis dudas y era renuente a aceptar sfrecimiento de ayudarnos, no tardó en quedar claro que e

un violinista de mucho talento. Damas y caballeros, poavor, únanse a mí para expresar nuestra gratitud a... —S

volvió rápidamente hacia Arthur y le susurró—: ¡Dioanto! No le pregunté su nombre.

 —Arthur Wesley, señor.El director extendió un brazo para señalar al chico

nunció: —Les presento a Arthur Wesley.

El público aplaudió y Arthur se ruborizó al tiempo qugradecía su reconocimiento.

Entonces se oyó un fuerte grito de sorpresroveniente de la pista de baile.

 —¿Arthur? ¿Mi Arthur?

Al mirar hacia abajo, Arthur vio a su madre que seguunto al oficial del ejército. Parecía estar furiosa, peruando se dio cuenta de que la gente sonreía a su alrededo

hizo un gesto con la cabeza hacia su hijo con una expresióadiante, como cualquier progenitor deleitándose en

riunfo que le acredita el logro público de un niño. Arthu

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intió que el corazón se le henchía de orgullo y la saludon la mano. A continuación, dejó el violín en la silla y trastrechar la mano al resto de la orquesta y recibir muchaalmaditas en la espalda, abandonó la galería y bajó a la sa

de baile. Al pasar por entre el gentío, respondió a algún qutro comentario de elogio o gratitud hasta que se reunion lady Mornington.

Ella le sonrió, lo abrazó rodeándolo por los hombroy le susurró al oído:

 —¡Bien hecho, Arthur! Me imagino que todo emundo piensa que somos la clase de familia que tiene quantar para ganarse la cena. En mi vida me había sentido tavergonzada.

Se apartó de él con una sonrisa gélida. El chico se quedó mirando con una expresión sorprendida y dolida qu

ontrastaba marcadamente con la de su madre. Antes de qurthur pudiera responderle, el oficial del ejército avanz

hacia él y le cogió la mano. —Bien hecho, Wesley. Fue muy valiente por tu parte

o hay muchos chicos de tu edad que hubieran tenido

erenidad suficiente para hacer eso. —¿Valiente? —Sí. —El oficial del ejército iba a continu

hablando, pero se detuvo con una sonrisa de desaprobacióhacia sí mismo—. Mis más profundas disculpas, no me h

resentado. Perdóname. —Levantó la mano y estrechó

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de Arthur con firmeza—.Coronel William Ross. Soy un agregado en

mbajada. Encantado de conocerte. —Lo mismo digo, señor. —Arthur inclinó la cabeza.

 —Un trabajo estupendo, muchacho. No me extrañque a tu madre se la vea tan orgullosa de ti. —¡Oh, qué vergüenza! —Anne fingió sentirs

ncómoda—. ¡Va a hacer que me ruborice, coronel! —Lady Mornington me lo ha contado todo sobre ti. —¿Ah, sí, en serio? —Sí, chico. Parece ser que de momento no tiene

ensada ninguna profesión. —Es cierto, señor. Estoy tratando de mejorar m

rancés mientras estamos en Bruselas, pero aparte de esólo tengo mi música.

 —Tienes un talento poco común para el violínWesley, eso está claro, pero creo que estarás de acuerdn que eso no basta para alguien de tu posición. —Snclinó levemente y clavó sus penetrantes ojos azules erthur—, Me imagino que, a pesar del placer qu

bviamente te proporcionan tus habilidades musicaledeseas algo un poco más emocionante, ¿no? —Sí, señor —respondió Arthur con educación

unque no estaba seguro de que en realidad quisiera nadmás emocionante que dedicarse a tocar el violín. Pero all

rente al coronel Ross, se empapó del magnífico estilo d

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quel hombre y volvió a sentir que le gustaría emanar misma seguridad de sí mismo cuando llegara a una edaimilar a la suya.

Como si le leyera el pensamiento a Arthur, el corone

e sonrió y le preguntó con aire despreocupado: —¿Has considerado alguna vez forjarte una carrera el ejército?

 —¿El ejército? No, señor. Al menos de momento. —Tal vez deberías hacerlo. Lady Mornington me h

xplicado que eres uno de sus hijos menores. Sé por propxperiencia la carga que supone no tener prioridad en

herencia.Las opciones que tienen los hijos menores de lo

ristócratas son matarse con la bebida, convertirse eacerdotes o alistarse en el ejército, o las tres cosas, si so

masoquistas, aunque no precisamente en ese orden, poupuesto. —Se rio alegremente y Arthur se rio con él ante

de que el coronel Ross siguiera hablando—: No te veo nomo a un borracho ni como a un sacerdote, de manera qul ejército parece la opción más segura. Tu madre es de l

misma opinión. —Sí. Se le da bien eso de tomar decisiones por lodemás —repuso Arthur con ecuanimidad.

Anne hizo caso omiso del tono irónico de su hijo. —Vale la pena considerarlo, Arthur. Richard —s

volvió hacia el coronel para explicárselo— es mi hij

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mayor, el conde de Mornington. —Se volvió de nuevhacia Arthur—. El seguro que cuenta con algunos contactoútiles que puedan ayudar a encontrarte un puesto en jército. Le escribiré pronto y veré lo que puede hacer.

 —Y si el conde no puede ayudarles, me complacermucho hacerlo yo —añadió el coronel gentilmente. —Es usted muy amable, señor —le contestó Arthu

La conversación se le estaba escapando de las manos y, no intentaba dominar el rumbo que estaba tomando, smadre lo tendría vestido de uniforme y destinado a algunspantosa parte del mundo antes de que terminara el me

—. Bien pudiera ser que una carrera en el ejército fuera lmejor para mí, pero uno siempre tiene que considerar la

pciones con detenimiento. —Ya lo creo —asintió el coronel—. ¡Has hablad

omo un verdadero soldado! Quizá la mejor solución serasar un tiempo en alguna escuela militar. Familiarizarson la vida militar sin verse comprometido de ningun

manera. ¿Qué te parece? —¿Una escuela militar? —Anne parecía recelosa—

Eso es muy caro? —No más que cualquier otro tipo de escuela. —Ah, ya veo.El coronel intuyó inmediatamente lo delicado de

ituación.

 —Claro que la mayoría de los alumnos sólo asisten

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sas escuelas durante un corto período de tiempo, no máde un año, diría yo, y las cuotas varían mucho. En Francior ejemplo, pueden conseguirse buenas ofertas. Si uste

quiere, lady Mornington, hablaré con algunos de m

ontactos militares de las otras embajadas para ver si sabede algún lugar donde su hijo tuviera posibilidades de entraLa madre de Arthur sonrió.

 —Le estaría de lo más agradecida. Gracias. —Y ahora, mi señora, me temo que debo dejarla.Anne le puso una mano en la manga.

 —¿No me dirá que va a dar por terminada esmagnífica velada a una hora tan temprana?

 —De ningún modo, mi señora. Tengo un compromison otros oficiales en un club, y lamento decir que ya llegarde a esa cita, gracias a su interesante conversación.

Ella sonrió. —Me imagino que echarán de menos su excelen

ompañía y estoy siendo egoísta. Quizás en alguna otrcasión...

El asintió con la cabeza.

 —Este mismo mes se celebrará un baile en mbajada prusiana. Haré que le manden una invitación a slojamiento. Puedo preguntarle dónde...

 —Tenemos unas habitaciones en casa de monsieuGoubert, en la Rué de Poincon.

 —Rué de Poincon. De acuerdo, lo arreglaré. —Hiz

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una reverencia—. Buenas noches, mi señora. Estoy segurde que volveremos a vernos pronto, Arthur.

 —Sí, señor. Eso espero.En cuanto el coronel ya no pudo oírla, Anne se volvi

hacia su hijo. Manteniendo un rostro falto de expresióajó la voz y le habló en un quedo tono enojado. —Dime, ¿qué crees que estabas haciendo? —¿Madre? —Arthur se encogió de hombros—. No

ntiendo. —No te hagas el tonto conmigo. Puede que otro

rean que eres un simplón, pero a mí no me engañas. ¿Quignificaba esa vergonzosa demostración en la galería?

 —Les faltaba uno. Yo podía ocupar su puesto con eviolín y se me ocurrió que podría echarles una mano.

 —Se te ocurrió que podrías echarles una mano... —l

mitó ella con despecho—. Entiendo. Así pues, supongque la próxima vez que a alguien se le quede el caballojo, aparecerás tú, te pondrás los arreos y le ayudaráno?

 —Madre, estás siendo injusta.

 —No —le espetó ella—, tú eres el injusto. Te traje Bruselas para que aprendieras un poco de francés. SabDios que no has aprendido nada más durante estos últimoños. Y creía que teníamos que pasar más tiempo juntos. Ysta noche, a la primera oportunidad, te largas por ah

bandonando a tu pobre madre entre el gentío.

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 —A mí no me parecías abandonada precisamente. —No seas insolente. —Se lo quedó mirando u

momento y siguió hablando en tono dolido—. Sólo mhubiera gustado saber dónde te habías metido. Eso es tod

rthur. Hubiera sido lo más considerado.

* * * 

Tras su improvisada actuación en la Chambre dPalais, Arthur y su madre recibieron muchas mánvitaciones para acontecimientos sociales. El se adapt

nseguida a la atención que le prestaban y pronto adquirioltura en las conversaciones intrascendentes y una actitunatural, casi encantadora. Anne se sorprendió al descubrque su hijo impresionaba a otra gente, hasta el punto en ququedó claro que un sector de la alta sociedad de Bruselarefería la compañía del hijo a la de la madre. Se consolensando que, aun así, no era un muchacho bien parecido n

mucho menos.El coronel Ross realizó indagaciones sobre la

scuelas militares más reputadas de Europa, teniendo euenta la relación entre la calidad y la accesibilidad. A

inal, recomendó la institución de un viejo amigo de s

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amilia, Marcel de Pignerolle. La Real Academia dEquitación de Angers, a pesar de su nombre, no erolamente una escuela de equitación y ofrecía un amplirograma que cubría las matemáticas, las humanidades y

manejo de la espada. La clientela era lo bastante exclusivomo para impresionar a lady Mornington, y las razonableuotas también serían muy de su gusto. Una combinacióerfecta para Arthur Wesley. Poco antes de Navidad, Annnunció que había inscrito a Arthur en la academia dngers. Empezaría su formación allí en enero. El

egresaría a Inglaterra. Bruselas, anunció, era demasiadequeña y provinciana para mantener su interés ni u

momento más. Además, echaba de menos a su familia.Artur escuchó todo aquello con el mismo sentimient

de triste vacío que había tenido en Eton. Volvían

bandonarlo. Decidió que en aquella ocasión no iba ntristecerse ni a adoptar la actitud malhumorada que

había caracterizado en Eton. Entonces había albergado speranza de que si mostraba suficiente sufrimientrovocaría cierta culpabilidad en su madre y ella le daría

fecto que necesitaba y ansiaba. Pero concluyó que ahostaba absolutamente claro lo limitado que era el afecto dquella mujer por su tercer hijo. El, a su vez, no le deb

nada a su madre. Además, se hallaba en la cúspide de ugran cambio en su vida. Lo presentía. Por primera vez en s

xistencia, Arthur veía un camino por delante. La música y

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no era su único propósito en la vida. Ahora iba a bailar a uon distinto: al grave redoble de los tambores del ejércitol estridente toque de las trompetas.

En enero, viajaría hacia Angers y empezaría su vid

omo soldado.

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CAPÍTULO XXXI

Angers, 1786

Cuando el carruaje pasó por la torre de entradapoleón se echó a un lado y miró ansiosamente por

ventanilla. Las herraduras de hierro de los cascos de loaballos repiqueteaban por los adoquines del patio, que sbría por un extenso espacio frente a la entrada principal da academia. Un escuadrón de caballería recibía instrucción el centro del patio. Napoleón los contempló cotención. Sin duda eran los hijos de varios aristócratarusianos, austríacos y británicos, diletantes vestidos co

us guerreras de color escarlata con botones amarillos vueltas azul claro. No eran soldados de verdad. No erarofesionales como él, adiestrado por las mentes militare

más brillantes de Europa. Aunque había recibido sficialía y completado su período de pruebas, en los mese

venideros tendría que someterse a más adiestramientntes de que pudiera considerarse un oficial de artilleron todas las de la ley. Y cuando no estuviera de serviciendría que asimilar manuales, leer historias, aparte de lorabajos de filosofía y la literatura que leía por place

Comparado con dicha experiencia, Napoleón se inclinó

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onsiderar aquella academia de moda como un merolegio privado para aprender a comportarse en socieda

dirigido por el cultivado Marcel de Pignerolle y su esposaLa invitación que el coronel le había dado a Napoleó

sí como a los cuatro oficiales que compartían el carruajstaba escrita con muy buena letra. En un primer momentapoleón había estado tentado de reconsiderar

nvitación. Estaba harto de que los hijos de los nobleranceses lo miraran por encima del hombro por surígenes corsos. Convertirse en objeto de curiosidad dos nobles de otras naciones suponía otra carga más. Eoronel, que parecía haberse encariñado un poco con srillante aunque difícil teniente, le aconsejó pacientemen

que se uniera a sus compañeros y visitara Angers por lúnica razón de que resultaría útil conocer a los hombres

os que quizás algún día tendría que enfrentarse en batalldescubrir la clase de hombres que eran; discernir lountos fuertes y débiles de su carácter nacional. Era urgumento convincente y al final, no sin ciertas muestra

de renuencia, Napoleón aceptó la invitación, despertando

allado regocijo de su coronel. —Y ahora, Buona Parte, recuerde lo que le he dicho bserve atentamente a sus anfitriones —había concluido oronel—. Puede que aprenda algo. Al mismo tiempoenga en cuenta que es un caballero entre caballero

Divertirse no es una traición. Controle esa veta exaltada d

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rgullo corso y tal vez disfrute con la experiencia. Nuncviene mal tener todos los contactos que se puedan hacer este mundo.

 Napoleón sonrió al recordarlo y lo acometió u

entimiento de vergüenza ante la imagen de groseuventud que debía de haberle mostrado a su coroneBueno, ahora estaba allí y no había manera de escapar dquella situación. Tendría que tener cuidado y procurar n

decir ninguna estupidez. Por mucho que lo provocaran.El carruaje se detuvo frente a la entrada principal de

cademia y un lacayo se acercó corriendo al vehículo coun escabel, y les abrió la puerta a los jóvenes oficiales drtillería. Napoleón agachó la cabeza y fue el primero ealir del carruaje, dando un salto para caer a un lado dscabel. Se enderezó y, rápidamente, se arregló e

uniforme, quitándole las arrugas que se le habían hecho ea ropa durante el viaje. Delante de él se alzaba unmponente fachada clásica: las puertas de madera pulida poas que se entraba al vestíbulo estaban rodeadas por un

majestuosa columnata que llegaba hasta las ordenadas teja

de un bello tejado abuhardillado. La academia se parecmás a un palacio que a un establecimiento militar rradiaba una exclusividad nacida de doscientos años dormación de jóvenes caballeros en las artes básicas de

guerra.

Alexander des Mazis echó la cabeza hacia atrás par

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ontemplar los remates decorativos de las columnas qunmarcaban la entrada.

 —Está bien, ¿eh, Napoleón?El sonido de los pasos de unas pesadas botas reson

or el vestíbulo de entrada y un joven salió a grandeancadas del edificio y los saludó con una amable sonrisEra alto, con el rostro amplio, el cabello oscuro peinado tado hacia atrás y unos brillantes ojos azules. Llevabuesto un uniforme de cadete e hizo una grácil reverenc

delante de los oficiales de artillería. Al hablar, su acentra inconfundiblemente británico, pero con una peculiaadencia.

 —Caballeros, madame De Pignerolle me ha enviadara darles la bienvenida y acompañarles a nuestroalones. Mi nombre es Richard Fitzroy.

El capitán Des Mazis dio un paso al frente, inclinó abeza y le tendió la mano.

 —Capitán Gabriel des Mazis, del Regimiento de Fére. Permítame que le presente a los tenientes Alexandedes Mazis, François Duquesne, Philippe Foy y Napoleó

Buona Parte. —Encantado. —Fitzroy sonrió mientras estrechaba mano de todos aquellos hombres—. Si son tan amables deguirme, caballeros...

Se dio la vuelta y los condujo hacia el interior de

cademia. El suelo era de mármol y, aunque estaba pulido

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enía las marcas del paso de cientos de miles de cadeteso largo de los siglos. El vestíbulo estaba pintado de azuon el arquitrabe resaltado con pan de oro. Colgados en laaredes a intervalos regulares había unos grandes retrato

de hombres de aspecto distinguido vestidos con uniformy, al mirar aquellas pinturas, Napoleón sintió una punzadde envidia entre la ardiente ambición que le henchía orazón. Tal vez algún día un retrato de Napoleón adornaras paredes de la Real Escuela Militar de París y todos lo

que lo vieran se lo pensarían dos veces antes de reírse dCórcega.

Al llegar al otro extremo del vestíbulo de entrada, adete los condujo por una amplia escalera hacia un

galería. Varias puertas se abrían a dicha galería y, cuando egrupo cruzó con paso resuelto frente a ellas, Napoleón vi

que se trataba de salones comunes, todos los cualeontenían un magnífico mobiliario. En uno de ellos vio a uadete alto y delgado, que tenía aspecto de tener su mismdad, recostado en un diván. El cadete, que tenía el cabell

de un castaño desvaído, estaba leyendo un periódico. Un

igura salió de la última puerta y, al levantar la miradapoleón vio a una esbelta mujer de avanzada edad que schaba a un lado con gracia, les sonreía y les indicaba co

un gesto de la mano que pasaran.Los oficiales de artillería se detuvieron al instante

hicieron una reverencia al estilo que les había enseñado

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rofesor de baile de la Escuela Militar. La dama los saludon una inclinación de la cabeza antes de dirigirse adete.

 —Señor Fitzroy, sea tan amable de acompañar a esto

eñores adentro. Las presentaciones formales puedehacerse cuando el director vuelva de los establos. Hrganizado un refrigerio mientras esperan.

 —Sí, madame.Madame De Pignerolle se volvió de nuevo a lo

ficiales de artillería. —Bueno, lo lamento pero tengo que ocuparme de m

vestuario, caballeros. El señor Fitzroy cuidará de ustedes. Napoleón volvió a hacer una reverencia. —Muy bien, madame.La mujer se alejó majestuosamente por la galería,

Fitzroy se apartó para dejar que sus invitados entraran en habitación. Las botas de Napoleón pisaron suavemente ungruesa alfombra azul con un ornamentado estampado dlor de lis en blanco. A un lado, había una percha parombreros y dejó su tricornio en uno de los colgadore

gastados por el uso. La estancia era amplia, con el techlto y unos grandes ventanales que daban a otro extensatio. En torno a las paredes de la habitación, hab

dispuestos pequeños grupos de sillas tapizadas y elaboradamesas de bar. Tras la percha de los sombreros había un

arga mesa llena de comida. Detrás de la mesa, dos lacayo

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guardaban con rigidez para servir a los invitados. —Caballeros —Fitzroy señaló el bufet con un gest

de la mano—, por favor, tomen un refrigerio mientras yvoy a buscar a los cadetes que completarán nuestro grup

—Hizo una reverencia y salió de la estancia.Mientras los pasos del cadete resonaban en la galeríapoleón y los demás oficiales se regalaron la vista con ufet. La comida en la Escuela Militar era, con mucho,

mejor cocina que el joven corso había probado nunca, perl despliegue que se extendía sobre aquella mesa la dejabn ridículo. Había grandes fuentes de carnes finamentortadas; lonchas de salmón puestas a enfriar; fuentes d

queso y de salchicha curada cortada en lonchas finas coml papel de fumar; pequeñas hogazas de pan con distintaormas y empanadas frías con representaciones de sable

mosquetes y un cañón en las glaseadas cortezas de masEn el extremo más alejado de la mesa, había variaicoreras con diversos vinos y licores.

 —¿No hay postres? —comentó Napoleón secamenl tiempo que le dirigía un rápido guiño a Des Mazi

vanzó y se detuvo frente al lacayo más próximo—. ¿ien? —Señor, madame De Pignerolle ha organizado un

ena formal que se servirá más tarde. —El tono era muorrecto, pero contenía un ligero dejo de desdén hacia u

ficial que había tenido la desfachatez de considera

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quejarse del servicio ofrecido por su anfitrión. —Entiendo. —Napoleón alzó la barbilla y miró

acayo por debajo de la nariz—. Bien, en tal casendremos que esperar para una comida como es debid

Mientras tanto, puede servirme una selección de carnes, dmomento. —Sí, señor. —El lacayo cogió con destreza una

inzas de plata, tomó un plato muy ornamentado y empezcubrirlo con una selección de las carnes. Napoleón cogi

l plato y un tenedor, y caminó lentamente hacia las largaventanas del otro lado de la estancia. Tras él, los demáficiales aguardaron a que los sirvieran. A través del cristaapoleón miró hacia el segundo patio donde montones d

óvenes cadetes repasaban los ejercicios de esgrimLlevaban puestas unas guerreras blancas acolchadas e iba

rmados con finos estoques. Formando largas líneaermanecían en posición delante de sus instructores mitaban sus movimientos: marchar, romper, entrar a fond

y luego marchar para realizar un ataque en flecha. Napoleóo observó todo con cierto desconcierto, mientras dab

uenta de unas deliciosas lonchas de salchicha ahumadunca se había distinguido con la espada, una deficiencque se había hecho notar en sus informes de la EscueMilitar. Napoleón no sentía ninguna necesidad de intentadominar ese arte, al menos hoy por hoy. Notó un

resencia junto a su hombro y Alexander se reunió con é

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unto a la ventana. Napoleón hizo un gesto con la cabeza en dirección

atio. —¿A quién creen que están engañando?

 —¿Cómo dices? —Clases de esgrima... ¿De qué sirve un estoque en ampo de batalla? Todo este entrenamiento tan caro nignificará nada cuando se topen con un mosquete.

 —Napoleón, el dominio de la espada no tiene nadque ver con el campo de batalla. Se trata simplemente de uequerimiento para ser oficial y caballero —dijo Alexanden tono cansino—. Ya hemos hablado de esto.

 —Sigo creyendo que si a un soldado se le entrena para guerra, debería ser entrenado para la guerra. Este... estallet armado no es más que pura afectación. Está pasad

de moda y no sirve para nada. —¿No sirve para nada? —Alexander arqueó las ceja

—. ¡Pues claro que sirve! Es una de las artes que nodistingue de la plebe.

 —¿Nos? —Napoleón clavó sus ojos oscuros en él—

Eso me incluye a mí? —Por supuesto —respondió Alexander con rapideunque no con convencimiento—. Eres un oficial.

 —Pero no pertenezco del todo a la alta burguesía. Noy hijo de un conde, como tú y los demás.

Alexander se lo quedó mirando un momento, tratand

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de contener su irritación. —¿Cuándo tienes pensado desistir de esa manera d

ensar, Napoleón? No puedes guardar rencor al mundo eque vives para siempre. Tienes que cambiar. No seas tan.

ensible. —¿Por qué tendría que cambiar? ¿Por qué no puedambiar el mundo y dejar que prosperen los hombres coalento? Sean cuales sean sus orígenes. Te lo asegurolexander, el viejo orden está estrangulando a los qu

ienen capacidad, en tanto que distribuye todas laecompensas entre los hijos estúpidos de aristócratandogámicos. —Napoleón se detuvo y esbozó una sonrisorzada—. Lo siento, no pretendía...

 —¿Aristócratas endogámicos como yo? —Alexandeetrocedió un paso y dejó su plato en una de las mesas d

ar—, ¿Es eso? —Por supuesto que no, Alexander. —Napoleón se ri

—, ¿De verdad crees que me haría amigo de un idiota? —No —contestó Alexander en voz baja—. Es

upondría rebajarte.

Los dos hombres se miraron el uno al otro en un tensilencio, tras el cual Napoleón frunció la boca en una débonrisa.

 —¿Y ahora quién es el sensible? —¡Caballeros!

Se dieron la vuelta y vieron a Fitzroy, que se dirig

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hacia ellos con paso resuelto, caminando sin hacer ruidobre la alfombra. Lo seguían una docena de otros cadetencluyendo al lánguido joven del periódico que Napoleó

había visto antes. Fitzroy notó la tensión existente entre lo

dos oficiales de artillería y una expresión de preocupacióruzó fugazmente su rostro. —Caballeros, confío en que no haya ningún problem

La comida...? —La comida es excelente —afirmó Des Mazis co

una sonrisa. —¿Entonces? —Estábamos mirando a nuestros colegas practicand

a esgrima y simplemente hemos tenido una diferencia dpinión, eso es todo. Y ahora, ¿podría presentarme a suompañeros?

 —Naturalmente.Los oficiales de artillería y los cadetes se situaro

unos frente a otros y se saludaron con una reverencia medida que Fitzroy iba presentando a cada uno de ello

apoleón apretó los labios cuando no pronunciaron bien s

pellido. Si iba a pasarse la vida entre franceses, tendría quambiar eso; quizás alterar la ortografía para que a lodemás les resultara más fácil de pronunciar. Aquemomento de preocupación supuso que no captara lonombres de sus anfitriones, y se maldijo por su falta d

tención.

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En cuanto se terminaron las presentaciones, loadetes se dirigieron al bufet a toda prisa para que los doacayos empezaran a llenarles los platos. Sólo se quedó adete del periódico, quien miró a Napoleón con un

xpresión curiosa y le tendió la mano que tenía libre. —Teniente Buona Parte, ¿verdad? Napoleón asintió con un movimiento de la cabeza y

strechó la mano. —Buona Parte. —El cadete ingles repitió el nombr

on exactitud, y luego añadió—: Es un nombre pocomún, señor. ¿No es francés?

 —Es corso —respondió Napoleón con una sonrisa—Pero dado que yo nací después de que Francia adquiriera sla, resulta que a fin de cuentas soy francés.

 —Claro. Aunque me atrevería a decir que alguna

ersonas de mentalidad cerrada tienden a utilizarlo comxcusa para mirarlo por encima del hombro —repuso adete con sentimiento.

 Napoleón se sorprendió de que el francés del cadetuviera apenas un leve acento. Ese hecho y el últim

omentario despertaron su curiosidad. —Lo lamento, señor. Me temo que no oí su nombre. —Me llamo Wesley, señor. Arthur Wesley. De

astillo de Dangan, en Meath.

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CAPÍTULO XXXII

 —¿Meath? —Napoleón frunció el ceño.

 —Está en Irlanda, señor. —Ah, creo que ahora entiendo su sensibilidad frente

mis orígenes, señor. —Napoleón sonrió afectuosament—. Tiene que aguantar la misma asunción de superioridaor parte de los del continente.

El cadete se puso tenso y ladeó ligeramente la cabeza —Es culpa suya. Algún día se darán cuenta. Napoleón se rio, alargó la mano y le dio una palmad

n el hombro. —Es usted un hombre con el que me identifico. Bie

or usted.El cadete miró la mano de Napoleón con una brevxpresión de desagrado ante aquella familiaridad n

deseada por parte del oficial de artillería, luego recuperó ompostura y asintió con la cabeza.

 —Gracias, señor.Alexander, de pie junto a ellos, no pudo evitar que l

hiciera gracia el contraste entre ambos. Su amigo Napoleóra bajo y flacucho, con un largo cabello oscuro atad

detrás que revelaba una frente ancha. Tenía los ojoímpidos y sensuales y un leve mohín en los labios. Po

tro lado, aquel cadete era alto, de tez blanca, con cabell

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astaño claro, unos penetrantes ojos azules, nariz larga abios delgados e inexpresivos. Su piel poseía una palidenfermiza. No obstante, ambos poseían un sentido dorte que indicaba un fuerte orgullo.

El inglés señaló unos asientos dispuestos a amboados de la ventana más próxima. —¿Nos sentamos?Tomaron asiento y Wesley volvió de nuevo s

tención a los dos oficiales de artillería. —Tengo curiosidad por la naturaleza de su desacuerd

obre las clases de esgrima.Alexander le dirigió una rápida mirada de advertencia

u amigo, pero Napoleón no le hizo caso, pues estabbsolutamente concentrado en el cadete sentado frente a é

Se inclinó un poco.

 —Dígame, ¿qué valor tienen las clases de esgrima? Eu opinión.

El joven inglés miró hacia el patio y frunció la boca ectitud pensativa antes de responder.

 —Enseñan a tener unos reflejos rápidos, buen porte

oncentración. Y en asuntos de honor, pueden salvarte lvida. —¿Y ya está, no sirven para nada más? —¡Por supuesto que sí, señor! —respondió Wesle

de inmediato—, Son una parte esencial de la formació

ara convertirse en caballero y oficial.

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 Napoleón sonrió. —¿En ese orden? —¿Señor? —Ha dicho: «En caballero y oficial».

 —Sí —admitió Wesley—. Quiero decir en oficial aballero, claro. En ese orden. Napoleón levantó la mano. —No. Tenía razón la primera vez. Ese es el problem

Los oficiales deberían dedicar su tiempo a aprender iencia de la guerra y cómo aplicarla en el campo. No haugar para los duelistas en el campo de batalla.

 —¿Ni para los caballeros? —replicó Wesley. Napoleón se encogió de hombros. —La guerra no es cosa de caballeros.Wesley meneó la cabeza.

 —Al contrario, señor, la guerra es forzosamente usunto de caballeros, de lo contrario es mera barbarie. Sl liderazgo y ejemplo de los caballeros, los soldados rasoon poco más que una muchedumbre armada. Como taonstituyen una amenaza al orden civilizado. Puede esta

eguro de que la aristocracia es la única garantía de orden el campo de batalla, y fuera de él. —¿Ah sí? Dígame, cadete, ¿por qué piensa que posee

sta exclusividad del talento? —Porque han nacido y se han criado para ser lídere

eñor. Es evidente. Lo llevamos en la sangre. Lo hemo

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levado en la sangre durante siglos. Puede adiestrar a umono para que sea un soldado, señor, pero sólo uristócrata nace con las cualidades necesarias para dirigira masa.

Alexander respiró hondo y esperó a que su amigxplotara, pero Napoleón se quedó quieto un momentntes de que una gélida sonrisa le crispara los labios.

 —Una tesis interesante, señor. Pero creo que va descubrir que hay talento y capacidad en abundancia entros que viven al otro lado de los muros de esta academi

ninguno de los cuales tiene ni una gota de sangrristócrata en sus venas. Exigen reconocimiento. Exigeambios. Es algo que se siente en las calles de todas laiudades. Me imagino que les llegará el día, y que nardará mucho.

Wesley lo miró fijamente al responder. —Cuando llegue dicho momento, será el principio d

in del mundo civilizado, señor. Esas personas serán loíderes del populacho. No aprecian el orden ni el valor de radición. No tienen más que pura ambición.

 —Y aptitudes. No lo olvidemos. Preferiría vivir en umundo gobernado por hombres que se han ganado utoridad por méritos propios, que en un mundo donde sunción de la misma dependa de en qué cama haya

nacido.

Sus palabras fueron recibidas con un silencio glacia

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y Alexander temió que la confrontación pudiera estropeal ambiente para el resto del día, a menos que actuarnseguida. La gente ya empezaba a mirar hacia ellos. Serntolerable que esos dos idiotas amargaran las relacione

ntre los oficiales de artillería y los cadetes. Se le ocurriuna idea. —No hay duda de que están diciendo lo mismo. Napoleón y Wesley se volvieron hacia él co

xpresiones sorprendidas, y a Alexander se le agolparon ladeas en la cabeza mientras elaboraba un argumento quudiera aplacarlos a ambos.

 —A mí me parece que los dos aceptan la necesidad dlguna forma de autoridad sobre la gente común orriente. Tanto si se determina por el nacimiento y la cun por cierto grado de capacidad innata, es una aristocrac

n ambos casos. A la larga, el destino de la gente corrientno cambiará, Napoleón, aunque tus meritócrataeemplacen a los aristócratas. Si les parece que ha llegadu momento, sólo arrebatarán el control mediante

violencia, y las masas morirán al servicio de los dos bando

ntes de que se zanje el asunto. Entonces todo queda iguque antes... —¿Y? —dijo Napoleón con el ceño fruncido. —Pues que el único camino entre las dos posicione

s acomodar la una a la otra. Por el bien de la gente.

 —Entiendo. Así pues, aquellos a los que la naturalez

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ha dotado de cualidades superiores tienen que alimentarsde las sobras de la mesa de hombres a quienes el destiniego ha colocado en el poder, ¿no? —Napoleón meneó abeza con desprecio en tanto que Wesley asentía.

 —Hay que recompensarlos, por supuesto —dijo nglés—, siempre y cuando sepan cuál es su lugar y nntenten cambiar las cosas. ¡Dios mío! ¿Se imaginan un

nación gobernada por una multitud de intelectuales? Napoleón le dirigió una mirada maliciosa. —Por lo que veo nunca fue usted un alumn

destacado, ¿verdad? —Lo cierto, señor —Wesley se ruborizó—, es qu

no. Pero hay valores mucho más importantes en un hombr —En efecto —repuso Napoleón—, y ninguno ta

rrelevante como la cuestión de sus orígenes.

Wesley se echó hacia delante en la silla y retiró loies con intención de levantarse. En aquel momento, la vo

de Fitzroy resonó desde el otro extremo de la estancia. —¡Caballeros! Por favor, pónganse en pie para recib

l director y a su esposa.

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CAPÍTULO XXXIII

Los oficiales de artillería y los cadetes se levantaro

de un salto y se pusieron en posición de firmes, mientras director de la academia entraba en la habitación con ssposa cogida de su brazo. Madame De Pignerolle llevabntonces un vestido de seda color carmesí con bordados dlata, se había empolvado el rostro y puesto una peluc

Desde lejos, Napoleón vio que aparentaba la mitad de dad que parecía tener cuando les había hecho pasar a

habitación. Su esposo llevaba el uniforme de gala doronel, el último rango que tuvo en el ejército antes dsumir la dirección de la academia. Se dirigieron con pas

esuelto al centro de la estancia, como si fueran miembrode la realeza, y el director hizo un gesto con la mano hacos jóvenes que había invitado.

 —Descansen, por favor, caballeros.Sus invitados relajaron la postura, pero guardaro

ilencio a la espera de que el director continuara hablandapoleón vio que era un anciano de rostro arrugado bajo seluca empolvada. Y usaba gafas. No obstante, por debaj

del uniforme su complexión era robusta y se movía con ungil seguridad fruto de una buena salud, un buen estadísico y una buena educación. Tomó aire y empezó a habla

 —Confío en que nuestros invitados del regimiento d

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rtillería hayan sido bien atendidos. Napoleón y los demás asintieron educadamente con

abeza. —¡Bien! Para mi esposa y para mí siempre es u

lacer invitar a los profesionales a las pequeñas reunioneque celebramos aquí de vez en cuando. Estoy seguro dque, a pesar de su juventud y rango subalterno, ya contaráon cierta experiencia útil que transmitirles a nuestroóvenes caballeros. A cambio, confío en que agradecerán lportunidad de conocer a hombres que no tardarán eegresar a sus propios países para emprender sus carrera

militares. Todos ustedes comparten una noble profesión ymientras que su objetivo fundamental es la competencia eatalla, hoy nos reunimos como amigos, una hermandanternacional de caballeros. Confío en que la concordia qu

e establece aquí garantizará, en cierta medida, la paz entrodas nuestras naciones en el futuro. Y ahora —el directoonrió—, estoy seguro de que no tienen ningún deseo dír los cotorreos de un viejo durante el resto del día...

Una cascada de risas recorrió las filas de los cadetes

os oficiales de artillería, que al no estar seguros del gradde frivolidad permitido, sonrieron con educación antes dque monsieur De Pignerolle prosiguiera:

 —Si son tan amables de seguirme hasta el comedor..El director los condujo hacia un par de puertas doble

ituadas en un extremo de la estancia. No tenían marco

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odrían haberse confundido con parte de la pared de no seor un juego de discretos tiradores y por los dos lacayo

que se habían dirigido calladamente hasta ellas paruadrarse, uno a cada lado. Cuando el director se acerc

iraron suavemente de las puertas para abrirlas. Al otrado, Napoleón vio otra estancia más pequeña, cuyo suelde madera tenía incrustaciones de ornamentada taraceUna mesa larga, puesta para un banquete, se extendía pooda la longitud de la habitación, y una docena damareros se hallaban alineados en una de las paredes. E

director condujo a su esposa hacia un asiento en una de laabeceras, tras lo cual se dirigió hacia el otro extremo y sentó. A un lado de la estancia, había un pianoforte.

 Napoleón y los demás jóvenes buscaron sus nombren la mesa y se colocaron detrás de sus correspondiente

illas. El director aguardó hasta que todo el mundo estuvn posición.

 —Tomen asiento, por favor.Una desigual cacofonía de sillas que se deslizaba

obre el suelo inundó la estancia mientras sus invitados s

entaban. Inmediatamente, los camareros avanzaroogieron las servilletas de la mesa y las colocaron en loegazos de los jóvenes. Al mirar los nombres de loomensales que tenía a ambos lados, Napoleón vio qustaba sentado entre un prusiano y uno de los cadete

ngleses. Frente a él había otro inglés, y los demá

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ficiales de artillería estaban distribuidos por la mesa dmodo que resultaba imposible conversar con ellos. Aqueislamiento de sus compañeros puso nervioso a Napoleón

que cuando empezó el ágape se encontró con que hab

erdido el apetito por completo y apartó la mayor parte da comida a un lado del plato. El francés del prusianesultaba casi incomprensible y lo único que Napoleóntendió fue que era un firme defensor del sable comrma para los duelos. El resto fue un torrente ininteligibl

de vocales y consonantes embrolladas. El inglés casi no restó atención a Napoleón, y parloteaba en su propidioma. Así pues, pudo observar furtivamente a suompañeros de mesa y se encontró con que su mirada s

desviaba de nuevo hacia Wesley. El inglés estaba sentado a derecha de madame De Pignerolle, y estaba claro que er

uno de sus favoritos. La mujer se reía alegremente de suromas y miraba atentamente cuando Wesley emprend

una discusión más profunda.Al otro lado de las grandes ventanas, iba cayendo

noche y la comida llegó a su fin. Los camareros despejaro

a mesa y, con la ayuda de unas largas baquetancendieron las velas de las arañas que colgaban poncima de la mesa. Luego dispusieron licoreras con brand

y unas copas de magnífico cristal tallado, y se retiraron dnuevo a un lado de la estancia. Cuando todo el mundo tuv

a copa llena, madame De Pignerolle se levantó de s

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siento. —Caballeros, si pudieran prestarme atención...La charla se apagó rápidamente.

 —Gracias. Espero que me obsequiarán con su amab

tención para dar comienzo al entretenimiento de la nocheSe acercó al pianoforte y se sentó. La partitura ystaba colocada delante de ella y, tras un momento parolocar bien los pies en los pedales, se volvió hacia

mesa. —¿Quiere unirse a mí, Arthur?Wesley sonrió, se levantó enseguida de su silla y s

cercó a ella con paso resuelto. Se inclinó detrás dianoforte y salió con un violín. Napoleón se dio cuenta d

que todo aquello había sido concertado de antemano entru anfitriona y el favorito de ésta. El cadete se colocó

violín bajo la barbilla, alzó el cuello y sostuvo el arco eosición sobre el puente. Madame De Pignerolle movió abeza tres veces y empezaron a tocar un minué.

 Napoleón quedó cautivado de inmediato. Toda snterior hostilidad hacia el inglés se desvaneció en u

nstante. La variedad de sonidos que salían del violín y ureza de las notas eran sublimes. La música siempre habonstituido un placer distante para Napoleón, que sabpreciar su orden cuasi matemático y las pautarremolinadas y variaciones de tema y melodía. La mayo

arte de la música que había oído hasta entonces la había

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nterpretado personas que poseían competencia técnica yde vez en cuando, un poco de sentimiento, pero aquadete tocaba su instrumento como si hubiera nacido parllo. De hecho, a juzgar por la expresión de su rostro

arecía que para Wesley no había nada mejor en la vida quocar el violín. Napoleón echó un vistazo alrededor de mesa y vio que todo el mundo estaba absorto en aquelvirtuosa exhibición de talento, y observaban y escuchaban embelesado silencio. Y así continuaron durante más d

una hora, cada pieza de música interpretada casi a erfección, y hasta Napoleón se sintió inusitadamenonmovido con la última interpretación, un solo, una tristieza que lentamente fue perdiendo intensidad hasta quólo quedó una última nota que Wesley pareció prolongancreíblemente antes de apagarse y dejar sólo el silenci

El público permaneció inmóvil unos instantes. Entonceuna silla chirrió.

 —¡Bravo! —El director aplaudía—. ¡Bravo, Wesley!Los demás invitados se sumaron al aplauso y el cadet

e ruborizó de placer e hizo una reverencia antes de volve

su asiento.Más tarde, cuando los comensales empezaban etirarse, Fitzroy empezó a reunir a los oficiales drtillería para acompañarlos a los dormitorios que le

habían preparado.

 —Un minuto. —Napoleón levantó la mano. Se acerc

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Wesley y, con una expresión ligeramente avergonzada, lonrió—. Le debo una disculpa por lo que le dije antes da comida. No era mi intención ofenderlo.

 —No me ha ofendido, señor.

 —Bien. ¿Puedo preguntarle dónde aprendió a tocar violín de un modo tan admirable? —Me enseñaron los mejores. Mi padre, Garre

Wesley, entre otros. —Y esa última pieza. No la había oído nunca. ¿Qu

s? —Una composición de un amigo. Creo que se basó e

una canción tradicional, popular entre alguna de nuestrgente en Meath. La escribió poco antes de morir.

 Napoleón se estremeció mentalmente ante eferencia a «nuestra gente».

 —Es hermosa. Muy hermosa. Y muy bienterpretada.

 —Gracias, señor. —Wesley le hizo una reverencia—Es mi pieza favorita.

 Napoleón sonrió y le tendió la mano.

 —Nos marchamos al alba. Así pues, me despido dusted de momento.Con una mínima vacilación, el inglés le estrechó

mano y le devolvió la sonrisa. Napoleón se dio la vuelara marcharse, dio un paso y entonces se detuvo y se di

a vuelta.

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 —¿Puedo darle un consejo? —Por supuesto, señor. —A un hombre que posee un talento tan divino par

ocar un instrumento musical no le corresponde se

oldado.Wesley movió la cabeza en señal de asentimiento mbos intercambiaron una sonrisa educada, tras lo cuapoleón se dio la vuelta y siguió a Fitzroy y a los demáara irse a la cama.

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CAPÍTULO XXXIV

Londres, Navidad de 1786

 —Creo que ése es mi feo hijo Arthur. —LadMornington señaló discretamente hacia el otro lado dbarrotado vestíbulo del teatro Haymarket.

 —¿Dónde está? —preguntó su amiga Sarah Ponsonbstirando el cuello.

 —Ese muchacho alto, allí, en las escaleras. El quharla animadamente con esos calaveras.

 —Ah, ya le veo. —Sarah siguió mirando un momentorprendida—, ¿Ese es Arthur?

 —Sí, ahora estoy segura. —¿Ese es el mismo Arthur del que me has estad

hablando? Creo que me lo describiste como «delgadhosco y muy aburrido». Bueno, Anne, te aseguro que no eomo me lo había imaginado.

 —No. —Anne pareció confundida—. SíguemVamos a hablar con él. Me interesa saber cuánto tiemphace que regresó de Francia.

Se abrieron paso entre el gentío en dirección a lascaleras. La multitud salía de una reposición de Lo

Rivales, todavía de buen humor por la representación d

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oven y gallardo actor principal. Después de muchompujones refinados y disculpas ofrecidas entre dientelegaron al pie de la escalera y Anne agitó una mannguantada para atraer la atención de su hijo.

 —¡Arthur!Al oír su nombre, el joven volvió la mirada hacia ellTras dirigirles unas palabras de disculpa a sus amigos, bajas escaleras con paso resuelto y tomó las manos de s

madre. Ella le ofreció la mejilla para que la besara y luego miró de arriba abajo.

 —Has cambiado. No sé cómo pero estás más alto, ienes mucho mejor porte.

 —Gracias, madre. —Inclinó la cabeza gentilmente—Me alegra tu aprobación. Por lo visto, te gastaste bien dinero al mandarme al establecimiento de monsieur D

Pignerolle. —¿Cuándo volviste de Francia? —El diez de diciembre. Vine con Simpson, ése de ah

—Señaló hacia uno de los jóvenes que observaban eunión desde la escalera—. Me invitó a quedarme uno

días con su familia en Mayfair. Tenía intención de venontigo después. —Entiendo.Era imposible no ver la expresión dolida de Anne, y s

ompañera intervino rápidamente.

 —Estoy encantada de conocerte, Arthur. He oíd

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hablar mucho de ti. Soy Sarah Ponsonby. —Le tendió mano y Arthur hizo una bonita reverencia y le besó la manntes de erguirse de nuevo con una alegre sonrisa en loabios.

 —Confío en que no todo lo que haya dicho mi madruera despectivo. —¡Oh, no! —Sarah miró a su amiga—. Todo no

unque cuesta reconocerte por sus descripciones. —¡Sin duda! —Ambos compartieron una ris

spontánea, y Anne se ruborizó. Al mirar a Arthur le costreer lo distinto que estaba. Tan seguro de sí mismo y cose encanto natural que ya estaba surtiendo efecto en Sara

Ponsonby. Cuando las risas se apagaron, volvió a dirigirseu hijo.

 —Bueno, Arthur, dime, ¿qué tal Francia?

 —Muy agradable, madre. Mi francés ha mejoradonsiderablemente, monto de primera, mis modales so

mucho más elegantes y he aprendido a beber hasta dejaumbado debajo de la mesa al instructor más duro de lo

veteranos.

 —Tus logros son sumamente admirables —respondilla en tono mordaz—. Sólo te lo pregunté para saber si lhabías pasado bien en Angers.

 —Estupendamente, madre. —Eso está bien. ¿Y ahora qué? ¿Has considerado

dea de emprender alguna carrera?

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 —El ejército. Creo que me gustará muchísimo la vidmilitar. En cuanto pasen las Navidades, le preguntaré Richard si puede valerse de alguna influencia pancontrarme una oportunidad. Creo que todavía trabaja e

l Departamento del Tesoro, ¿no?Anne se estremeció interiormente al oír mencionar ldel trabajo, pero era cierto: Richard había conseguido unlaza dentro del gobierno y lo habían recompensado con uuesto superior en el departamento del Lord Canciller. S

decía que tenía por delante un futuro político murometedor, y por lo tanto estaría en situación dontribuir a mejorar las perspectivas de su hermano meno

que tenía mucho menos talento. —Sí, puedes hablar con él al respecto lo ante

osible.

Arthur frunció el ceño. —Lo antes posible no, madre. Ahora mismo me esto

divirtiendo demasiado. Deja que aborde a Richard cuandhaya tenido un poco más de tiempo para disfrutar dLondres. Habrá tiempo de sobras para considerar m

arrera profesional en año nuevo. —¿Para qué esperar? Richard va a venir a vernos el dde Navidad. Puedes hablar con él entonces.

 —El día de Navidad... —Arthur lo consideró—. Esien. Si eso te hace feliz.

Anne se volvió hacia Sarah Ponsonby y le brindó un

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onrisa radiante. —Dime, ¿qué te ha parecido la obra? —Bueno, es una buena pieza de ficción, pero no tien

mucha semejanza con la vida real.

 —¿Eso cree? —Arthur enarcó una ceja y se volvihacia su amigo que estaba en la escalera—. ¡ChristopheEse tipo, Sheridan. Dijiste que te contó que el personajdel capitán Absolute estaba basado en una persona real, uonocido suyo, ¿no es cierto?

 —Así es. —No es posible. —Sarah se negó a creer ni una so

alabra—. No puede ser cierto. —Lo es. —Arthur bajó la voz y se inclinó par

cercarse más a ella—. Absolutamente cierto.Arthur empezó a reírse con un peculiar gruñido sec

que siempre exasperaba a su madre, que le dio unos suavegolpecitos en el hombro.

 —Ya está bien, Arthur. Parece que no has crecidanto como esperaba. Así pues, dejaremos que te diviertaon tus amiguitos. Avísame cuando estés listo para volver

asa. —En cuanto me haya divertido un poco, madre. —En todo caso en Navidad.

* * * 

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El día, cuando llegó, era frío, húmedo y ventoso, rthur se alegró de cerrar la puerta tras él al llegar a equeña casa de su madre en Chelsea, no muy lejos deminario de Brown donde había pasado unos cuantos año

muy tristes de niño. Le dio el abrigo y el sombrero a uirviente y siguió el sonido de la conversación por u

vestíbulo alfombrado hacia una puerta abierta que había e

l otro extremo. El salón era de dimensiones aceptableero parecía más grande debido a la pequeña cantidad d

mobiliario que contenía. Un fuego ardía en una grahimenea y, sentados en torno a ella, se hallaban su madr

Richard y William. Los demás hijos de lady Mornington s

habían quedado en casa de sus amigos a celebrar la NavidaO eso decía ella, pensó Arthur. Era mucho más probablque los hubiera mandado fuera con el propósito de poderamar una pequeña reunión de los miembros más adulto

de la familia para hacer que Arthur se estableciera e

lguna profesión lo antes posible.Richard se levantó de la silla con una sonrisa y cruza estancia para estrecharle la mano.

 —¡Bienvenido, Arthur! Me alegra verte de nuevdespués de, ¿cuánto tiempo? ¿Más de un año?

 —Año y medio, para ser exactos. —Madre me ha dicho que tu estancia en Francia h

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ido fructífera. Eso es bueno. Y lo mejor de todo es que thayas decidido por una carrera militar.

 —Sí, es lo que tengo intención de hacer, finalment—respondió Arthur—, Me gustaría mucho ser soldado.

 —¡Excelente! Entonces veré lo que puedo hacer paravorecer ese objetivo. —Richard se hizo a un lado y ndicó a su hermano una silla vacía colocada junto a himenea—. Siéntate, podemos hablar hasta que la comidsté lista.

En cuanto Arthur tomó asiento, le tocó a Williamniciar la charla sobre temas triviales.

 —Cuéntame, Arthur, ¿qué te han enseñado en FranciaA Arthur le habían preguntado lo mismo muchas vece

desde que regresó de Angers, normalmente los parientes migos de su madre, y no pudo resistir la tentación d

mostrarse frívolo. —Veamos. Además de francés, equitación y esgrima

me he hecho todo un experto en empinar el codo.Su intento de trivializar fue recibido con un silenci

epulcral. El se encogió de hombros.

 —¿Y cómo van las cosas por Oxford? ¿Sigues con tuscarceos con los clásicos? —¿Escarceos? —William sonrió—. Ya veo, me está

omando el pelo. —¿Ah sí? —Arthur puso cara de estar sorprendido—

Válgame Dios! ¡Creo que tienes razón!

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Se rio y, con un breve retraso, los demás lo imitarontes de que William parara y se dirigiera a su herman

menor. —La verdad es que me va muy bien. Me han dicho qu

debería tener una cátedra en una de las facultades antes dque finalice el próximo año. —Felicidades. Estoy muy orgulloso de ti.William se recostó en su asiento con una cariños

onrisa de satisfacción, entonces se fijó en la expresióontrariada del rostro de su madre y volvió a incorporars

de golpe cuando ella intervino en la conversación. —Tanto William como Richard son un orgullo para l

amilia. También el joven Gerald. No me sorprendería quiguiera el ejemplo de William y se convirtiera en urudito. —Clavó la mirada en Arthur—, Quedas tú, Arthu

Careces de propósito en la vida. Siempre ha sido iguaTocar el violín y estar de juerga con los amigos no es mugratificador.

 —Sí que lo es, te lo aseguro. —Arthur —terció Richard en tono cansino—, no sea

an pesado. No finjas que no sabes de lo que estamohablando. Ya es hora de que sigas tu propio camino en lvida. Madre y yo no vamos a continuar costeando turivolidades. Tienes que hacer algo de provecho vistiend

uniforme, eso ya está decidido. Me he tomado la liberta

de mencionarle el asunto a un amigo mío, el duque d

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Rutland, que resulta que es el lord lieutenant de IrlandTiene cierta influencia en el Ministerio de Guerra y estntentando conseguirte una oficialía. Tendremos que actua

deprisa, antes de que olvide su promesa.

 —No estoy seguro de que esté del todo preparadara comprometerme todavía —dijo Arthur—, Unouantos meses más en Londres me permitirían madura

hasta el punto en el que pueda ser un soldado como edebido.

 —Arthur, tienes casi dieciocho años. Conozco montones de jóvenes que hace más de un año que llevan uniforme. Si quieres compensar el tiempo perdido ompetir con ellos, debemos conseguirte una oficialnseguida.

 —¿Y si supusiéramos, pongamos por caso, que n

quisiera alistarme en el ejército todavía? —¡Arthur! —espetó lady Mornington con frustració

—. ¡Cállate! Vas a entrar en el ejército tanto si te gustomo si no. ¿Y sabes por qué? Porque es para lo único quirves. Tienes tan pocas aptitudes para cualquier otra cos

que nos hemos visto obligados a elegir por ti.Arthur sintió que algo cedía dentro de su pecho y uorrente de orgullo herido y furia fluyó finalmente por su

venas y se hizo oír. —¡Basta! Ya he tenido suficiente. Llevo toda la vid

scuchando tus reproches. Cierto, no soy tan inteligent

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omo Richard y William. Nunca he prometido tanto comGerald. Y nunca seré un músico con tanto talento comadre. ¡Todo eso ya lo sé, madre! ¿Y sabes una cosa? E

hecho de saberlo pesa en mi corazón como una roca.

 —Cálmate. —Richard levantó la mano—. Esto no vaesolver nada. ¿Acaso puedes culparnos por la imagen quhas creado de ti mismo, Arthur? Yo, al menos, creo quienes cierto potencial.

 —¡Vaya! Gracias, hermano. —¿Y por qué actúas como un lechuguino?Arthur adoptó una expresión dolida.

 —Creía que actuaba como un petimetre.Richard sonrió.

 —En cualquier caso, no puedes seguir actuando pariempre.

 —Ya veremos. Estoy dispuesto a probarlo. —No me cabe duda, Arthur. Pero la cuestión e

cuándo vas a dejar de castigarnos por lo que ves como turopios fracasos? Actuar de la manera en que lo haces n

va a cambiar las cosas. Te hace parecer estúpido

rresponsable. Y desacredita al resto de la familia. Asues, ya lo ves, nadie sale ganando. En realidad, todoerdemos. Tú más que nadie. Seguro que te das cuenta dllo.

Arthur se encogió de hombros.

 —¿Y qué debería hacer?

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 —Lo que dice madre. Entrar en el ejército. Dedicartesa profesión. Estoy seguro de que lo harás bien. Y, s

urge alguna oportunidad fuera del ejército para la que onsidere apto, entonces tal vez quieras seguir otro camin

distinto. —Ya entiendo. Me apartáis calladamente metiéndomn el ejército para que así deje de ser una vergüenza para amilia. Si tenéis suerte, puede que incluso haya otr

guerra, o algún destino azaroso en la otra mitad del mundara el cual podría ser considerado apto. Sería una maner

muy satisfactoria de deshaceros de mí. —Nadie intenta deshacerse de ti, Arthur. Sól

queremos lo mejor para ti. Si hay guerra, quién sabe, puedque eso sea decisivo en tu vida.

De repente, Arthur se sintió muy cansado de todo

Había albergado la esperanza de conseguir una especie deconciliación con su familia, cierto reconocimiento d

que podía hacerlo tan bien como ellos, en el campo que ligiera personalmente.

 —Necesito pensar en ello. Necesito un descans

lgún lugar tranquilo. ¿Madre? —Arriba —contestó ella—. La primera puerta a zquierda. Asegúrate de quitarte los zapatos antes d

meterte en la cama. Mandaré a buscarte cuando la comidsté servida. Que tu humor sea más sociable en la mes

or favor.

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 —Gracias. —Arthur salió de la habitación. Cuandmpezó a subir las escaleras, la conversación en el salón seanudó en voz baja. Estuvo tentado de quedarse scuchar", pero no tenía ningún sentido. Ya sabía lo qu

dirían.Como para confirmar sus expectativas, la voz dWilliam subió de volumen de pronto.

 —¡Nunca he visto una ingratitud tan monstruosTener el descaro de culparnos por sus defectos!

 —Gracias, William —lo interrumpió Richard—, perhora mismo necesitamos ser un poco más productivos e

nuestras contribuciones.Arthur sonrió con aire cansino y siguió subiendo la

scaleras. La habitación que su madre le había sugerido erscura y fría, pero la cama era cómoda y estaba hecha co

gruesos edredones. En cuanto se hubo quitado los zapatometió los pies con calcetines bajo los cobertores, se hizun ovillo y cerró los ojos. Estuvo dando vueltas a suerspectivas durante un rato. Lo cierto era que estaba hart

de andar sin rumbo fijo. Las diversiones de las que hab

disfrutado en Londres no eran más que eso. Tanto su mentomo su corazón ansiaban algo más nutritivo, y no estabbsolutamente convencido de que la vida en el ejércituera a satisfacer esa necesidad. Aunque el coronel Rosenía una elegante presencia que Arthur emularía co

mucho gusto, no podía evitar sospechar que el régime

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militar estaba tan supeditado a la rutina como los aburridoolegios mayores de Eton, si bien era un tanto máeligroso.

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CAPÍTULO XXXV

El 17 de marzo de 1787 llegó un mensaje a casa d

ady Mornington. Iba dirigido al Honorable Arthur Wesley, si bien no había ninguna indicación externa que revelara procedencia del mensaje, ella supuso enseguida de qu

debía de tratarse, por lo que, en cuanto llegó su hijo, hizque se lo subieran a la habitación. Al oír que llamaban a s

uerta, Arthur dejó el libro que estaba leyendo. —Adelante.La puerta se abrió y uno de los dos lacayos que lad

Mornington podía permitirse tener entró en la habitaciónLlevaba una pequeña bandeja de plata en la que había un

arta. Arthur intentó no sonreír. La bandeja para lorrespondencia era una de las últimas afectaciones que smadre había adoptado en el ocaso de una moda que habrrasado en las mejores casas de la capital.

 —Es para usted, señor. —El lacayo le ofreció andeja con una leve reverencia—. Acaba de llegar ahor

mismo. —Gracias, Harrington. —Arthur cogió la carta—

Puedes retirarte.El lacayo volvió a inclinarse, salió de la habitación

erró la puerta tras él. Arthur no perdió el tiempo, rompi

a oblea que sellaba la carta y la desplegó. El mensaje er

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acónico y formal, como él ya se esperaba, y le informabrevemente de que se había publicado en la gaceta militu nombramiento como alférez del 73 Regimiento Escocé

de Infantería. No era un regimiento muy exclusivo qu

digamos, pero Richard había hecho todo lo que habodido. Arthur hubiera preferido un empleo en uegimiento de caballería con toda la elegancia quomportaba, pero Richard había sido categórico aludiend

que conseguir un nombramiento así habría resultadxcesivamente costoso y caro de mantener. La artiller

quedaba descartada, puesto que sus exigencias seríanjustas para la capacidad intelectual de Arthur. Además

dicha arma del ejército tendía a ser tan profesional que suficiales bien podrían estar empleados en algún tipo dficio. Así pues, tendría que ser oficial en un regimiento d

nfantería. Pero, ¡por Dios! ¿Tenía que ser precisamente eun regimiento escocés? ¿Significaba eso que tendría qulevar una de esas malditas faldas ridículas? ¿O acaso a loficiales se les permitía vestir de un modo más civilizadorthur siguió leyendo.

El regimiento se hallaba temporalmente agregado a guarnición de Chelsea Barracks. Se solicitaba y requerque el alférez Wesley acudiera a dicho cuartel el 24 dmarzo para aceptar formalmente su nombramiento. A partde entonces, el instructor del cuartel le asignaría la

unciones de oficial de infantería.

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Arthur plegó la carta y se dio unos golpecitos con eln la barbilla pensando que su carrera militar estaba a punt

de empezar, finalmente. Durante los meses que habíaranscurrido desde Navidad, se había resignado a tomar es

amino, por lo que se había dedicado a hacer todas laecturas preparatorias sobre temas militares que habodido. A pesar de todas las cosas en las que podía haberacasado en su vida hasta entonces, Arthur estaba decidid, al menos, ser un buen soldado. Uno que incluso samilia llegara a admirar, aunque fuera de mala gana.

El uniforme y demás guarnición que había encargadlegó de la sastrería la víspera del día que debía presentarsn Chelsea Barracks. Con una sensación de entusiasmo ques resultaba palpable a todos los que compartían la cason él, Arthur se vistió de gala, se puso delante del espej

de cuerpo entero de la habitación de su madre y contemplu imagen reflejada. Decidió que su aspecto llamabastante la atención. Sacó brillo a los relucientes botone

de la casaca con la manga, salió de la habitación y bajó strecha escalera hasta el vestíbulo para dirigirse co

grandes y resueltas zancadas hacia la puerta del salónDentro, su madre y su hermano mayor se volvieron mirarlo.

 —¡Esto sí que es digno de ver! —exclamó Richaron una amplia sonrisa—. ¡Pareces todo un hombre!

Anne levantó las manos y le hizo señas para que s

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cercara. —¡Arthur, no tenía ni idea de que pudieras tener u

specto tan... tan gallardo! Tendrás que utilizar esa espadque llevas para sacarte a las jovencitas de encima.

 —En tal caso, tienes mi palabra de que la hoja nuncverá la luz del día. —Arthur se rio—, Pero dudo que puedermitirme mucho entretenimiento con la paga de ulférez. ¡Ocho chelines al día! Es un milagro que el ejércitogre atraer a nuevos oficiales. No tenía ni idea de quuchar por el país de uno fuera una obra de caridad.

Richard le dio un suave puñetazo en el hombro. —Estoy de acuerdo contigo. Ocho chelines al día n

s precisamente una fortuna. Así pues, debes ganarte escenso deprisa, acostarte y casarte con una mujer rica endremos que buscarte todos los poderoso

atrocinadores que podamos. El actual duque de Rutland nva a estar con nosotros mucho más tiempo. Pero hay otroque me deben favores.

 —Bien —contestó Arthur—. Porque, en ausencia dguerra, necesito toda la ayuda de la que pueda disponer.

* * * 

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A las nueve de la mañana del día siguiente, el alférerthur Wesley se presentó a las puertas del cuartel con sarta de presentación oficial. Un cabo lo acompañó hasta omedor de oficiales, de donde lo condujero

nmediatamente al despacho del ayudante del 73. El capitáBraithwaite era un hombre de mediana edad y de pesmedio con una expresión avinagrada y un rostro lleno dmanchas a causa de los vasos sanguíneos reventados por xceso de bebida. Cuando Arthur entró en su despacho, eapitán caminaba de un lado a otro de la habitación

grandes zancadas. Levantó la vista hacia el recién llegadl tiempo que se daba la vuelta y volvía a cruzar la estancia

 —Botas nuevas —explicó— El zapatero afirmoseer una técnica para hacerlas más cómodas, pero yo n

noto absolutamente nada. —Se detuvo cerca de Arthur

runció el ceño con enojo—, ¡Ese hombre es un malditmbustero!

 —Sí, señor. —¿Quién diablos es usted? —Se presenta el alférez Arthur Wesley, señor. —

rthur le tendió su documento. —¿Y dónde está el saludo, Wesley? Soy su oficiauperior. ¡Vamos, hombre, salúdeme!

Arthur reprodujo el esfuerzo que había hecho a lauertas del cuartel, y el capitán dio un resoplido de desdén

 —Tiene que mejorarlo, Wesley. Antes de que conozc

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l coronel. —Sí, señor. ¿El coronel se encuentra en

omandancia? Me dieron a entender que tenía quresentarme a él.

 —El coronel no está. Anoche fui con él a una fiesta desapareció con una muchachita. Conociéndolo, todavdebe de estar tirándosela hasta dejarla sin sentido. —Ah...

 —De modo que tendrá que permitirme que lo inscribn el registro. Será el sustituto de ese idiota del alfére

Vernon. Lo aplastó un carro de munición. Fue hace tremeses. Solicitamos un nuevo alférez y, bueno, ya ve lápido que giran los engranajes burocráticos en el ejércit

Es un milagro que tengamos sustituto, supongo. Así pueo recibimos con mucho gusto, señor Wesley.

 —Sí, señor. Gracias, señor.

 —Y ahora, si no le importa, tengo que devolver unaotas a mi zapatero. Mi sargento segundo se encargará dapeleo.

Luego le mostrará el cuartel y podrá presentarle a eshusma que va usted a comandar. —Volvió la cabeza y grit

or encima del hombro—: ¡Phillips! —¡Si, señor! —respondió una voz desde otra entrady, al cabo de un momento, un sargento alto, delgado erfectamente vestido se cuadró dando una patada en uelo.

 —Este es el alférez Wesley. Inscríbalo com

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una pequeña habitación de la parte de atrás. Phillips anotl nombre de Arthur en el libro diario e inmediatamentñadió la cifra de dos chelines en el haber.

 —Es la cuota de socio —le explicó—. Se paga cad

mes, o parte de ella. —Entiendo. ¿Hay otras cargas que deba conocer?El sargento Phillips las contó con los dedos.

 —El fondo funerario, el fondo para bodas. ¿Usteaza, señor?

 —Déjeme adivinar. ¿La cuota de la jauría? —Sí, señor. La pagamos a medias con los de

Guardia. Contribuye a mantener bajos los precios. —¿Es obligatorio inscribirse? —Sólo si necesita amigos y un poco de vida socia

eñor.

Arthur frunció el ceño. —¿Alguna otra cosa? —Sólo la comida, el alojamiento y el equipo. Por l

demás, la paga es suya, señor. —Es un gran consuelo. Creo que tenemos qu

onocer a mis soldados. —Sí, señor. Por aquí.Arthur fue conducido a los alojamientos de la tropa y

mientras esperaba fuera, el sargento Phillips entró y diunas órdenes a voz en cuello para que los hombres saliera

formar con uniforme de gala. Hubo un caos de gritos

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hirridos de los arcones para la ropa antes de que el primeoldado saliera por la amplia entrada, ocupara su puesto oda prisa y se quedara allí en posición de descanso. Arthue aseguró de inspeccionar a cada uno de los hombres co

detenimiento y se fijó en la hosca expresión de la mayorde aquellos rostros a los que había sacado de la cálidtmósfera viciada de sus aposentos para hacerlos salir a unría y húmeda mañana de finales de invierno. Entonceeñaló a uno de los cabos.

 —¡Usted! Venga aquí.El cabo se acercó a toda prisa y se puso firmes delan

de Arthur. —¿Cómo se llama? —Campbell, señor. —Bien, Campbell, ¿ve usted esa báscula que hay allí?

 —Sí, señor. —Muy bien, Campbell, esto es lo que quiero que hagMientras se explicaba, el sargento Phillips se asomó

os barracones y lanzó un grito a los pocos hombres quodavía estaban dentro:

 —¡Vamos, hermosuras! ¡Daos prisa! ¡O el último ealir tendrá una sanción!Cuando el último soldado ocupó su posición, Arthu

acó pecho y echó a andar con paso resuelto siguiendo rimera fila de la compañía. De modo que aquéllos eran lo

oldados del 73 Regimiento Escocés de Infantería: d

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ostro adusto la mayoría, mal afeitados y oliendo a humedad, el sudor y el humo de un abarrotado barracóTodos ellos tenían aspecto de ser mayores que el alférein experiencia que los miraba por encima de su larga nari

rthur se quedó petrificado por un momento mientrarataba desesperadamente de hacer acopio de la enterezuficiente para dirigirse a aquellos hombres, un tipo dersona que rara vez se había encontrado antes, y nunca e

masa.Se aclaró la garganta, se irguió y empezó a hablar:

 —¡Buenos días a todos, caballeros!Silencio y setenta y tantos rostros inexpresivos.

rthur le entraron ganas de darse la vuelta, marcharse hacer que el sargento Phillips despachara a esos hombreQuizá podría enfrentarse a ellos en otro momento. Otr

día. ¡No! Arthur apretó los puños. Ahora se habíomprometido. O representaba el papel de un oficial

dejaba el ejército inmediatamente. Volvió a carraspear. —Soy el honorable Arthur Wesley, recién nombrad

lférez de esta compañía. Aspiro a cumplir con mi deber

aprender las técnicas del oficio... nuestro oficio, taronto como humanamente pueda. Por lo tanto, les pidaciencia en las semanas venideras mientras llego a se

digno de servir junto a unos magníficos soldados comustedes. Tengo intención de saber exactamente qué pued

xigir de los hombres que están bajo mi mando. Cuánt

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ueden marchar, lo bien que disparan y lo duro que puedsperar que luchen. —Hizo una pausa para ver si sualabras tenían algún efecto, pero los hombres mantenían

vista al frente como antes, sin muestras de ninguna ot

eacción. Arthur sonrió. Sin duda algunos de ellos habríaído a tantos oficiales nuevos durante su servicio que lveían simplemente como el último rostro en una cadena dóvenes caballeros por cuyos labios salían a borbotones loópicos de la primera vez que se dirigieron a ellos de esorma. Bueno, hoy las cosas iban a ser un poco distintaban a recordar al alférez Wesley.

 —Tengo intención de iniciar mi aprendizaje aquí hora —Arthur dirigió una mirada hacia el lugar donde abo estaba atareado sujetando un gran barril de agua vacíla báscula. A continuación, Arthur recorrió la primera fil

on la mirada y sus ojos se posaron en un hombre que shallaba más o menos en la mitad de ésta, un individuo bieroporcionado de alrededor de treinta y cinco años con un

mata de cabello negro. Arthur lo señaló. —¿Cómo se llama?

 —Stern, señor. —Stern, vaya a coger el equipo de marcha completo,l mosquete. —El soldado miró al sargento Phillips comi le pidiera confirmación. Arthur le espetó—: ¡HágaloAhora!

 —¡Sí, señor! —El hombre rompió filas y volvi

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orriendo a los barracones. Arthur se volvió hacia eargento—: Quiero que le dé la munición reglamentar

que lleva un soldado en campaña. —Sí, señor. —El sargento se dio la vuelta y corri

hacia el arsenal. Cuando el soldado Stern y el sargentegresaron y el primero hubo colocado los cartuchos en inturón, Arthur lo examinó rápidamente para asegurarse d

que todo el equipo que se esperaba estaba allí—. ¿Dóndstá su taza?

 —No la he encontrado, señor. —Pues usaremos la de otro soldado. —Arthur agitó

dedo señalando los barracones. El soldado salió al troton un tintineo de la guarnición. Regresó al cabo de unstante con una taza de cuero que se sujetó al cinturón.

 —Así está mejor —asintió Arthur—. Ahora métase e

l barril de agua de ahí, el que el cabo ha sujetado a alanza. ¡Vamos, soldado! ¡Deprisa!

El soldado cruzó el patio a paso ligero, se encaramó arril y se agachó dentro, de modo que sólo la cabeza, lo

hombros y el cañón de su mosquete sobresalían por

orde. —Ahora ya puede pesarlo, cabo. —Sí, señor.Arthur hizo que pesara al soldado con todo el equipo

uego sin la mochila, para que tuviera el mismo peso qu

uando estuviera en batalla, y finalmente ordenó al soldad

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que se despojara de todo, quedándose únicamente con uniforme y las botas antes de pesarlo por última vez. Arthuestó el peso del hombre en uniforme del peso total con quipo de marcha y obtuvo el peso del equipo. Se volvi

hacia los soldados allí reunidos. —Treinta y cuatro kilos y medio. Eso es lo que llevaada uno de ustedes en la espalda cuando están en campaña

 —¡Sí! —exclamó una voz desde el fondo de la líne—. ¡Como si no lo supiéramos, muchacho!

Arthur sonrió y se inclinó hacia el sargento. —¿Conoce esa voz? —Es Overton, señor. Me jugaría la vida. —¡Overton! —gritó Arthur—. ¡Salga aquí, ahora!Se oyó un arrastrar de pies en las filas mientras u

hombre grandote se abría camino apretadamente entre ella

ara dirigirse hacia el nuevo alférez. Se quedó mirando rente por encima del hombro de Wesley, con los labiopretados en una expresión despectiva. Arthur entornó lojos al tiempo que se dirigía al soldado.

 —Como tiene una voz tan magnífica, Overton, quier

que vaya a buscar todo su equipo. Luego marcharlrededor de este patio hasta que haya recorrido veintkilómetros. Cuando haya terminado, el sargento Phillipvendrá a buscarme y entonces veremos cuántos más puedehacer. Será un experimento interesante. Espero entende

on precisión las variables de peso y distancia que puede

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plicarse al movimiento de tropas. —Sonrió—, Y graciaor sus servicios en este experimento. ¡Sargento Phillips!

 —Sí, señor. —Ordene retirarse a los hombres. Excepto a Overto

quí presente, por supuesto.Mientras la compañía regresaba a sus barraconerthur recorrió el patio con la mirada e hizo algunoálculos.

 —Ciento siete vueltas a la plaza de armas. Pongamoiento diez. Procure que se mantenga en el perímetro. ¡Ah

y saque a ése del barril.

* * * 

Durante los meses siguientes, el nuevo alférez sonvirtió en una fuente de considerable interés para looldados y oficiales del cuartel, puesto que n

desaprovechaba ninguna oportunidad de aprender más sobros hombres, el equipo y la organización del Ejércit

Británico. Era este último aspecto el que mádesconcertaba a Arthur. En lugar de poder dirigir suropios asuntos, el ejército estaba absolutamente atrapad

n una red de jerarquías oficiales. El Tesoro era e

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esponsable del comisariado del ejército, que proveía domida y transporte al 73 de infantería; los servicio

médicos estaban bajo la supervisión del cirujano generaas tropas recibían su paga a través del pagador general; lo

uministros de campaña los organizaba el proveedogeneral y el maestre del Departamento de Armamento Material era el responsable del mantenimiento del cuarteSi alguna vez el regimiento tenía que ir de campaña, louncionarios del intendente general se sumarían a una ser

de registros que atrapaban al regimiento en una maraña durocracia que hubiera destrozado los nervios de inmediatun ayudante más entregado que el capitán Braithwaite.

 —Imagínese lo que pasaría si alguna vez entráramon combate, joven Wesley se quejó un día—. No notreveríamos a disparar ni una sola descarga por miedo

desatar una avalancha de papeleo. A veces me pregunto ssos tipos de Whitehall no estarán trabajando en secretara una potencia extranjera en un intento de sabote

nuestra capacidad ofensiva.Si los soldados del regimiento estaban impresionado

on el nuevo oficial, su conducta fue como una revelacióara su familia. Tanto fue así que Richard incluso dotó a shermano con unos ingresos privados de ciento veinticincibras al año para compensar su exigua paga. Al mismiempo, Richard siguió presionando a sus amigos político

ara que promovieran la carrera de Arthur.

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En noviembre, llegó una carta al comedor de oficialeque le fue entregada a Arthur cuando éste se hallabomiendo con los demás oficiales del regimient

Mientras masticaba un pequeño trozo de pan recié

horneado, Arthur rompió la oblea y abrió la carta. —¡Dios santo! —exclamó entre dientes.El capitán Braithwaite levantó la mirada.

 —¿Qué ocurre, Wesley? —Bueno, por lo visto van a nombrarme ayudante d

ampo del nuevo virrey de Irlanda, con el rango de tenient —¡Qué suerte la suya! Eso le supondrá dos cheline

más al día. Y un nuevo regimiento. —Braithwaite estrujó lervilleta—. ¡Maldita sea, hombre! Significará quendremos que buscar a otro alférez para el 73. Podr

habérmelo dicho antes.

Arthur levantó la carta. —Es la primera noticia que tengo al respecto, seño

Mi hermano lo ha arreglado. —¿Su hermano? Un hombre no puede tolerar que lo

malditos parientes hagan su carrera por él. ¿Hace este tip

de cosas a menudo? —Ni se lo imagina —contestó Arthur con una sonrisansina.

 —Todavía, ¿eh? Irlanda. Va a estar en el castillo dDublín. Pero, claro, lo olvidaba. —Braithwaite apuntó

rthur con el tenedor—. Usted es de Irlanda. Es irlandé

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Me imagino que será como volver a casa, ¿no?Arthur se puso tenso.

 —Señor, haber nacido en Irlanda no me convierte eun irlandés más que haber nacido en un establo lo conviert

uno en un caballo. —Entonces sonrió—. Pero sí, supongque se podría decir que es mi casa.Volver a Irlanda. Hacía más de ocho años que se habí

marchado de allí. Los recuerdos se agolparon en su mentmágenes fugaces de Dangan, del doctor Buckleby, de sadre golpeando con torpeza el volante en el gran salónarecía muy lejano. Cuando regresara a la isla, lo hariendo una persona muy distinta del niño que se hab

marchado tan a su pesar tantos años atrás.

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CAPÍTULO XXXVI

Francia, 1786

El entrenamiento con fuego real y los nuevos cañonen el arsenal de Nantes resultó una diversión interesantara Napoleón. Casi todos los demás países de Europstaban equipados con cañones de mayor calibre. Uno dos generales del Ministerio de Guerra había decidido qul ejército necesitaba investigar la posibilidad de volver quipar a la artillería para estar a la altura del nivredominante. Una tarea como aquélla era cara, poupuesto, y se les había pedido a unas cuantas fundicione

que presentaran un cañón para probarlo. Durante casi doemanas, Napoleón y más de un centenar de otros oficiale

de distinto rango procedentes de todo el ejércitbservaron las demostraciones de las armas presentadas.

Las armas probadas respondieron bastante bien, e

articular un cañón diseñado para ir tirado por caballos col objetivo de lograr una mayor rapidez de despliegue en ampo de batalla. Napoleón sintió una inmediata curiosidaor las posibilidades de un arma semejante. Aunque loficiales de artillería quedaron impresionados por la

rmas ofrecidas, los de caballería e infantería no parecía

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muy entusiasmados. Cualquier programa para reemplazaas armas existentes acabaría resultando en una reducció

del gasto en los demás elementos del ejército. Como nhabía acuerdo posible, las pruebas concluyeron y todo

mundo regresó a su unidad. Napoleón se fue acostumbrando rápidamente a la vidn la plaza fuerte de Valence. La serie de obligacione

diarias se volvió menos pesada a medida que él se volvmás eficiente en su trato con los soldados y el equipoCuando no estaba de servicio, la falta de unos ingresorivados constituían una constante fuente de frustració

Sencillamente, no podía permitirse el lujo de pasar caada noche bebiendo con Alexander y los demás oficialeo cual se convirtió en una especie de tema polémico entrllos, sobre todo después del ascenso de un oficial a otr

atallón. El hombre en cuestión no poseía un talentmilitar evidente, pero lo compensaba con un pedigrí sarangón que lo vio ascender al rango de teniente coronel

una edad indecentemente temprana. —Así son las cosas. —Alexander se encogió d

hombros; estaban sentados en el comedor de oficiales de omandancia del regimiento—. No tiene sentido enfadarsy amargarse por ello.

 —¿Por qué no? —le espetó Napoleón—. Es absurdY está mal.

 —¿Mal?

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 —Sí. —Napoleón se inclinó hacia delante en su sil—, Y esto no tiene nada que ver con la envidia, antes de quo incluyas en tu argumento. Se trata de simple justicia y, l

que es más importante, se trata de lo que es bueno para

jército. —¿En serio? ¿Le importaría al teniente Buona Partxplicar por qué su criterio es superior al de todos lo

generales y ministros de Su Majestad?Algunos de los oficiales que había en el comedor s

staban volviendo a mirarlos, y Napoleón estuvo tentado doner fin a la discusión allí y en ese momento. Pero algú

demonio interior lo indujo a continuar. —Ya lo verás, Alexander. No se puede permitir qu

sto continúe así. Y no solamente en el ejército. Llegará udía en que los aristócratas tendrán que renunciar a todas su

ventajas y darles la oportunidad a otros franceses de qudemuestren su valía.

 —¿Y si no lo hacen? —Entonces tendrán que ser despojados de su

oderes.

 —¿Ah sí? —Alexander se rio—, ¿Y quién lo haráLos campesinos? ¿Los propietarios de las fábricas? ¿quedará todo en manos de un corso con un particular afáeformista?, me pregunto.

 Napoleón se obligó a no responder al desaire

etornó a su argumento original.

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 —Lo que digo es que la situación actual entolerable. Las cosas no puede seguir así, y no lo hará

Tienes las mismas oportunidades que yo de leer lanoticias que llegan de París. La gente está harta. Lo únic

que tiene importancia para nosotros es decidir de qué ladstamos. —¿Lado? —dijo Alexander, riéndose—. Haces qu

arezca como si esto fuera a conducir a la guerra. —Podría ser. —En cuyo caso, ¿del lado de quién te pondrías t

apoleón?Era una buena pregunta, y ahora que se la había

lanteado, Napoleón no estaba seguro de la respuesta. Suimpatías estaban con la gente que aspiraba a moderniza

Francia; a través de ellos, el sueño de una Córceg

ndependiente podría hacerse realidad algún día. Por otrado, había hecho un juramento al rey de Francia, y se dabuenta de que cualquier cambio fundamental en la forma d

gobierno de Francia podía acabar en el caos... o peor aún la guerra civil a la que Alexander había aludido.

 —¿Y bien, Napoleón?El se revolvió en la silla. —No lo sé. Tendría que esperar a ver lo que está e

uego antes de tomar partido.Alexander volvió a reírse, y en aquella ocasió

lgunos de los oficiales lo imitaron.

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 —¡El exaltado del regimiento se ha encogido! —xclamó alguien, y la risa se intensificó en tanto que unouantos empezaron a abuchearlo. Napoleón se puso rojo dra. Un año antes se habría abalanzado sobre ellos con lo

uños apretados, pero semejante conducta era intolerabn compañía de adultos. Además, los riesgos quomportaban ese tipo de confrontaciones eran entonce

mucho mayores. Si ofendía mucho a alguno de los otroficiales, era posible que lo desafiaran. Napoleón era luficientemente realista como para ser consciente de quenía muy pocas posibilidades de vencer en un duelo coistola o espada. Así pues, contuvo su furia, se levantó de illa y le tendió la mano a Alexander.

 —He de irme. Tengo trabajo que hacer. Que tengauna buena noche, Alexander.

Su amigo se lo quedó mirando un momento antes devantarse y estrecharle la mano.

 —Buenas noches, Buona Parte.Los demás oficiales guardaron silencio mientras

ruzaba el comedor con paso resuelto hacia la puert

apoleón notó sus miradas clavadas en él como agujas, uvo que resistir la tentación de caminar más deprisodavía. Abandonó la habitación, bajó las escaleras hasta e

vestíbulo del edificio y salió al frío aire nocturno. Eonido de voces del comedor fue recuperando lentament

l volumen anterior, mientras él se alejaba de regreso a s

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habitación en casa de mademoiselle Bou, que habheredado la casa de su difunto marido.

* * * 

 Napoleón pasaba la mayor parte de su tiempo libr

eyendo. La historia era su pasión favorita, perúltimamente se había interesado en teoría política ilosofía. Las obras de Rousseau aparecieron en sustantes junto a las de Plinio, Tácito y Herodoto. Inclus

había espacio para unos cuantos libros de historia inglesa,

apoleón estaba fascinado por la manera en que Parlamento inglés había conseguido ejercer ascendientobre el trono. Si se podía hacer algo así en una nacióntelectualmente atrasada como Inglaterra, ¿por qué no e

Francia? Guando no estaba leyendo, Napoleón escribnsayos sobre táctica de artillería, réplicas a Platón y, euanto descubrió un ejemplar de la historia de Córcega d

Boswell, empezó a planificar su propia historia de la isla.Escribía deprisa, con sus garabatos de trazos largos

nseguros, hasta altas horas de la noche a la luz de una únicvela, que era lo máximo que podía permitirse. De vez e

uando, lo distraían los gritos escandalosos de los qu

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ebían en el café Corde, que estaba al lado, y sentunzadas de ira y desesperación cada vez que reconocía la

voces de los otros jóvenes oficiales del regimiento.

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CAPÍTULO XXXVII

Los meses transcurrían con una lentitud que

apoleón le resultaba insoportable; él desempeñaba sumonótonas obligaciones con un creciente sentimiento drustración, hasta una mañana en que lo despertaron uno

golpes en la puerta. Se incorporó, parpadeando mientras ssforzaba por espabilarse. Al otro lado de la ventan

odavía era de noche. —¿Qué demonios pasa? —¿Teniente Buona Parte? —lo llamó una voz desde e

tro lado de la puerta. —¡Adelante!

La puerta se abrió y dejó ver a uno de los soldados drtillería de su compañía. El hombre inclinó la cabeza modo de disculpa.

 —¿Qué quiere? —le preguntó Napoleón con uostezo.

 —Traigo un mensaje urgente de la comandancieñor.

 —¿Cuál es? —El coronel quiere que todos los oficiales de nuestr

atallón acudan lo antes posible a la comandancia, señor. Napoleón balanceó las piernas por el lateral de

ama y alargó la mano para coger la ropa.

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 —Dígale que voy enseguida.En la calle, las oscuras figuras de los hombre

uniformados se apresuraban bajo la tenue luz previa manecer, en dirección a la comandancia del regimiento

apoleón se preguntó si no se trataría de algún elaboradjercicio para ver con cuánta rapidez podía prepararse egimiento para marchar. Al llegar al cuartel y cruzaápidamente las puertas vio, a la luz de docenas dntorchas colocadas en los soportes de la paredes, que looldados de su batallón ya estaban reuniendo su equipo d

marcha y formando por compañías en la plaza de armas. Lauces brillaban en las ventanas del edificio de omandancia, y Napoleón apretó el paso al aproximarse as escaleras que llevaban a la entrada. En el comedor, s

hallaban los demás oficiales, sentados o de pie por

habitación. Napoleón vio a Alexander apoyado en la pared e abrió camino por entre el gentío hacia él.

 —¿Qué ocurre?Alexander se encogió de hombros.

 —Ni idea. Sólo recibí el aviso de acudir.

 —¿Dónde está el coronel? —No lo he visto. Aunque espero que esto sea ujercicio. Hay cierta cama a la que quiero volver antes d

que alguien me quite el sitio.Les llamó la atención un alboroto en un extremo de

stancia y un sargento mayor entró en el comedor y bramó

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 —¡Oficial al mando presente!El estruendo de sillas se apagó cuando el coron

ntró por la puerta y se dirigió con brío al fondo de stancia, donde se dio la vuelta para dirigirse a su

ficiales. Se aclaró la garganta y empezó a informar. —El batallón va a ponerse en marcha de inmediatHace tres días, estallaron graves disturbios en Lyon. Por lvisto se iniciaron en el distrito de los trabajadores de eda a raíz de un conflicto salarial. Quemaron la fábricuego siguieron adelante y entraron en un almacén de vinontes de que las autoridades locales pudieran hacerse col control de la situación, los disturbios se habíaxtendido por toda la ciudad. Parece ser que hay un fueroco de radicales que afirman estar al frente de la multitu

Han ocupado el ayuntamiento y han empezado a lanza

roclamas pidiendo un levantamiento más general de loobres de la campiña de los alrededores. De manera que lcalde ha llamado al ejército. El 34 regimiento dnfantería ya está de camino desde Saint Etienne. Tenemo

que unirnos a ellos para desempeñar un papel de apoyo. N

necesitaremos el cañón. La visión de nuestros uniformes unos cuantos mosquetes debería bastar para hacer entrar eazón a esos alborotadores. ¿Alguna pregunta?

 Napoleón echó un vistazo a los demás oficiales antede levantar la mano.

 —¿Sí, teniente?

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 —Señor, si esa gente no entra en razón o si notacan, ¿qué fuerza se nos permite utilizar? ¿Cuáles son laeglas si hay un enfrentamiento?

El coronel asintió con la cabeza.

 —Buena pregunta. Si se encuentran en una situacióque pone en peligro a sus tropas, tienen permiso parutilizar la bayoneta. Si eso falla pueden disparar con fuegeal. Obviamente, ustedes deben juzgar el nivel despuesta apropiado. Pueden golpear unas cuantas cabezai les lanzan insultos, pero si les lanzan cualquier otra coe convierten en un blanco legítimo. —Apartó la mirada dapoleón y contempló brevemente a sus oficiales—

Caballeros, parece que hay una oleada de disconformidaque se levanta por toda Francia. Las clases serviles se hamantenido controladas durante muchos siglos. N

odemos permitirnos el lujo de que la situación en Lyoiente precedente. Cuando se restablezca el orden, quier

que todo el país sea consciente de la rapidez y igurosidad con las que nos ocupamos de semejante

disturbios.

¿Me he explicado con claridad?

* * * 

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El batallón salió de Valence al romper el alba. Eapitán Des Mazis salió de la comandancia para despedirs

de su hermano y arrancarle la promesa a Napoleón de quuidaría de él. Luego la columna se puso en marcha

bandonó el cuartel en silencio, puesto que el coronel nquería arriesgarse a que su partida llamara la atención. Slegaba a las calles de Valence una sola palabra sobre eropósito de su misión, era posible que muchos exaltadoadicales en la ciudad siguieran el ejemplo de lolborotadores de Lyon.

Les llevó tres días de marcha por el valle del Ródanlegar a Lyon, y, al acercarse a la línea de las murallas de liudad, los hombres del Regimiento de la Fére vieron una

delgadas columnas de una neblina que parecía humo, que slzaban desde varios puntos del interior de la ciudad. A la

uertas de la ciudad los recibió un capitán del 34, que sresentó al coronel con aspecto de estar cansado ontento de ver los refuerzos.

 —Señor, sus hombres deben desplegarse dnmediato. Mi regimiento está despejando las calles d

tro lado del Saona, pero ha habido problemas en esrilla. Hay una muchedumbre saqueando el distritomercial. El alcalde quiere que se ocupe de ellos.

 —Muy bien —asintió el coronel—. Salude al alcaldde mi parte. Dígale que avanzaremos contra la multitud d

nmediato.

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El capitán saludó y se dio la vuelta para regresar a todrisa con su regimiento. El coronel llamó a sus oficialeara darles las órdenes, en tanto que el resto de soldado

dejaban sus mochilas en el suelo y se preparaban para

cción, cargando con cuidado los mosquetes. No habiempo para trazar un plan detallado y el coronel se limitódecirles a sus oficiales que atacaran con dureza a cualquieiudadano que se atreviera a oponerse a ellos.

Con las bayonetas caladas, los hombres dRegimiento de la Fére entraron en la ciudad. La calle quenían delante estaba prácticamente desierta. Sólo unouantos individuos osaron aventurarse a salir de sus casas,

volvieron a escabullirse en su interior al oír el sonido das botas claveteadas recorriendo pesadamente las calledoquinadas. Napoleón distinguió algunos rostro

tisbando desde las ventanas para echarles un rápido vistazlos soldados que pasaban. Al llegar al barrio rico, junto a

ío, las casas se volvieron más grandes e impresionantes ydesde cierta distancia por delante de ellos, llegaba onido de muchas personas gritando con furia. Napoleó

levó la mano a la empuñadura de su espada y se dio cuende que tenía la garganta totalmente seca.La columna salió de entre los edificios a una gra

laza con un pequeño parque central. Las ventanas de todoos edificios que daban a la plaza estaban hechas pedazos,

asi todas las puertas habían sido derribadas. Cientos d

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ersonas se estaban llevando alegremente de allí muebleoza, cacerolas y hatos de ropa. Aquí y allá, algunos de lo

dueños de los inmuebles, los más valientes, o los mástúpidos, luchaban por recuperar su propiedad, sólo pa

que la multitud los abatiera a golpes. El cadáver de uhombre demasiado gordo y magníficamente vestidolgaba de la rama de un árbol en el centro del parqu

Cuando la muchedumbre se dio cuenta de la llegada de looldados, retrocedió hacia el extremo opuesto de la plaz

El coronel desplegó a sus hombres en línea de cara gentío, y ocupó su puesto detrás del centro de la compañíUn silencio tenso reinó en la atmósfera hasta que la hojdel coronel salió de su vaina con un ruido áspero y apuntóa multitud.

 —¡Adelante!

El pesado avance de la línea rompió el hechizo y uoro de gritos airados se alzó de la densa concentración d

gente de la ciudad. Napoleón, que marchaba detrás de sompañía, apretó los dientes y desenvainó la espada. Looldados arrollaron el botín que se había abandonado en

alle. Entre las prendas de ropa destrozadas y el mobiliarioto, había unos cuantos muertos y muchos heridos, perapoleón no podía detenerse a ayudarles. Un hombr

entado sobre un maltrecho arcón levantó la vista cuandos soldados lo rodearon poco a poco. Tenía el rostr

magullado y unos arañazos en la mejilla que sin duda

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había hecho uno de los alborotadores. Miró a Napoleóon expresión perdida durante un instante, y la línea doldados pasó de largo.

 Napoleón oyó un ruido cercano y vio que un trozo d

iedra rebotaba en los adoquines antes de hacerlo en sota. A continuación, llegaron volando más proyectileuando los soldados quedaron al alcance de la multitudoquines, botellas y trozos de madera describían arcoor el aire. Un pequeño tarro se hizo pedazos contra ostro de uno de los soldados próximos a Napoleón, que s

detuvo con un grito de dolor, apoyó el mosquete en euelo y se llevó la mano libre a la cara mientras la sangr

manaba de un gran corte que tenía en la frente. A medidque los soldados se aproximaban al tumulto, los gritos sonvirtieron en un estruendo terrible y más proyectile

lcanzaron sus objetivos, derribando a algunos de looldados y dejando pequeños huecos en la línea, quápidamente eran ocupados por los hombres de laiguientes filas.

 —¡Alto! —bramó el coronel—, ¡Alto!

La línea se detuvo mientras la orden se transmitía coapidez. La multitud abucheó y siguió bombardeando a looldados.

 —¡Presenten mosquetes!Las puntas de las bayonetas descendieron hacia

multitud, y los alborotadores se dieron cuenta de pront

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del peligro que corrían. Los que se encontraban más cercde los soldados se alejaron poco a poco, retrocediendo mpujones entre el gentío.

 —¡Preparados para disparar!

Los soldados levantaron los mosquetes y miraron a largo de los cañones de sus armas a los rostros de multitud que tenían delante. Hubo un instante de silenciepulcral, que fue roto por el gemido aterrorizado de un

mujer que se encontraba en algún lugar por delante dapoleón.

 —¡Fuego!La descarga estalló por las bocas de las armas con u

denso remolino de humo y una miríada de pequeñoogonazos. Napoleón se encogió cuando el fragor dientos de mosquetes resonó en sus oídos y retumbó en lo

dificios que bordeaban la plaza. El coronel no esperó a veos efectos de la descarga, sino que inmediatamente grita orden de atacar y sus hombres bajaron las armas vanzaron a todo correr a través de la masa de humo. L

descarga se había disparado a quemarropa contra una dens

oncentración de personas, y apenas se había fallado uolo disparo. Los cuerpos yacían apretados y retorcidoor toda la orilla de la multitud: hombres, mujeres y niño

Sin embargo, no había tiempo para reflexionar sobre arnicería, y Napoleón y sus hombres avanzaron co

dificultad por encima de los muertos y heridos y s

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recipitaron contra el gentío. La descarga había borradualquier idea de desafío y la gente corría para salvar

vida, empujándose los unos a los otros y tropezando coos caídos. Los soldados arremetieron con sus bayoneta

ontra la muchedumbre con absoluto desenfreno, matandmontones de alborotadores que intentaban escapaapoleón pasaba por encima de los muertos lentament

on la espada alzada, preparado para defenderse. Segudominado por el primer arrebato de horror frente a arnicería que lo rodeaba, y no tenía más remedio queguir mirando mientras los demás soldados continuabaon la matanza.

 No duró mucho tiempo y, en cuestión de minutos, multitud se había dispersado, dejando la plaza para looldados del regimiento de Napoleón y para los muertos

heridos del populacho de Lyon. Los soldados permanecíantre los cuerpos con los ojos desmesuradamente abierto

de la excitación, mientras la sangre goteaba de suayonetas. Un sargento que se hallaba cerca de Napoleó

meneó la cabeza, como si quisiera despejarla de un

neblina roja, y se quedó mirando la maraña de miembros manchas de sangre que había a sus pies. —Dios mío —masculló—. Dios mío, ¿qué hemo

hecho?

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* * * 

Los desórdenes terminaron en cuanto la noticia de lcurrido se extendió por las calles de Lyon. El alcaldmpuso un toque de queda estricto en los distritos de lalases obreras, en tanto que destacamentos de tropaegistraban casa por casa en busca de los cabecillas. Teníaus nombres, puesto que siempre había alguien dispuesto

vender a sus vecinos a cambio de una pequeña recompensy de esta forma se restauró el orden en la ciudad.

El alcalde no permitió el regreso del batallón Valence hasta que no tuvo la seguridad de que lonsurrectos habían aprendido la lección. Los soldados s

legraron de dejar aquel lugar y respiraron máranquilamente cuando hubieron salido de las puertas de iudad y dejado atrás a la desdichada población. Napoleóra consciente del ánimo apagado de su compañía, que srolongó durante toda la marcha de vuelta a Valence,

ncluso después de haber regresado a los alrededoreonfortablemente familiares del cuartel. En cuanto looldados se hubieron instalado, se apresuró a regresar a suposentos.

Allí le estaba esperando una carta con la direccióscrita por la conocida letra desigual de su madre. Sostuva carta en sus manos un momento, antes de abrirla y leer

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ontenido.Al día siguiente, Napoleón le pidió permiso pa

usentarse al coronel. Le habló de la carta y le explicó qudesde la muerte de su padre, la economía familiar se hab

esentido enormemente. Su familia lo necesitaba courgencia. —¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que estuv

n casa, teniente? —Más de siete años, señor.El coronel miró al oficial y se dio cuenta de que par

ntonces no debía de ser más que un niño. Tantos añoejos de su casa. Lejos de su familia. No había visto a lo

hermanos y hermanas que habían nacido después de qudejara Córcega de pequeño. El coronel era lo bastanthumano como para suponer las consecuencias personale

de tan prolongada ausencia y le concedió permiso dnmediato.

 —Le doy hasta marzo del año que viene. ¿Bastará coso?

 —Es muy generoso por su parte, señor. Gracias.

 —Asegúrese de aprovecharlo al máximo, Buona PartDespués del asunto de Lyon, me temo que en los próximoños van a requerir nuestros servicios mucho más

menudo. —Sí, señor.

 —¿Cuándo se irá?

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 —En cuanto pueda, señor, si es posible. —No veo por qué no. Mañana se incorpora al batalló

un nuevo oficial a prueba. El puede ocupar su puesto. Puedrse en cuanto lo desee. Lo mejor sería que se fuera a hace

l equipaje ahora mismo.De vuelta en sus dependencias, Napoleón contemplas escasas pertenencias que había acumulado a lo largo dos años pasados en Francia. Estaba su uniforme, algunarendas de recambio, la mayoría de ellas raídas; dos pare

de botas, un par de zapatos de baile de segunda mano y sspada de graduación de la Real Escuela Militar de Parí

En la librería, descansaban los únicos objetos que de verdapreciaba: montones de tomos técnicos, históricostudios científicos y tratados filosóficos de los cuales nodía separarse. De manera que los metió en su baúl ante

que nada, llenándolo del todo, por lo que tuvo que apretujaodas sus demás pertenencias en una pequeña maleta d

mano.Había varias barcazas preparándose para bajar por

Ródano hacia Marsella, y reservó un pasaje en la que iba

alir primero. Mientras la tripulación alejaba mbarcación del muelle y se adentraba en la corrientapoleón subió al techo de la cabina y se sentó. Se qued

mirando Valence, que se alejaba en la distancia, y sintió uurioso vacío en su interior. Regresaría al regimient

dentro de unos cuantos meses. No obstante, tenía

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ensación de que estaba dejando algo atrás, y de que erara bien. Estaba dejando atrás los años que lo habíaransformado de niño a hombre. Volvía a casa, aunque al

nada sería igual que el recuerdo que había albergado en s

memoria durante todo este tiempo.Había otro sentimiento que lo atormentaba. Intentdefinirlo mientras la barcaza seguía el curso del río hacia ejano mar. Al final, entendió la fuente de su profund

melancolía. Se dio cuenta de que, a decir verdad, se sentdefinido por negativos. No era el niño que fue antaño ni hombre que deseaba ser, no era francés ni corso, no erristócrata ni obrero. El mundo todavía tenía que encontra

un lugar para él. Hasta entonces, intentaría hallar un pocde consuelo en el seno de su familia, en su casa dCórcega.

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CAPÍTULO XXXVIII

El bergantín entró en el golfo de Ajaccio a med

arde y el capitán de la embarcación bramó la orden deducir velas. Los marineros treparon pausadamente poos flechastes de ambos mástiles y se desplegaron por la

vergas. Cuando estuvieron en posición, el contramaestrdio la orden y los marineros empezaron a cobrar las vela

ecogiendo y plegando la pesada y gastada tela en las vergay sujetándola bien. Napoleón se hallaba de pie en la promirando hacia el otro extremo del bergantín. Su perspicamirada observaba todos los aspectos del manejo de mbarcación, y ya entendía bastante bien el funcionamient

de cada una de las velas y los nombres y funciones de mayoría de las escotas que las controlaban. El viaje desdToulon había durado solamente tres días y, como sus librostaban guardados en la bodega, Napoleón no tenía muchaosas que hacer aparte de permanecer en cubierta similar los detalles de la vida en el mar.

Se dio la vuelta y notó que el pulso se le aceleraba distinguir la baja masa de piedra de la ciudadela quobresalía en el golfo. A la izquierda, una delgada franjmarilla reveló la playa que se extendía desde el revoltij

de edificios pálidos con tejados de tejas rojas de Ajaccio

llí, a un paseo de unos cuantos minutos del mar, estaba e

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hogar donde había crecido de bebé a niño. De eso hacmuchos años, pensó con creciente emoción. Lproximación que ahora hacía el bergantín al puerto la hab

hecho muchas veces en botes de pesca, pero entonces l

esultaba tan poco familiar como si se estuvierproximando a una tierra extraña. De repente, sintió érdida de todos aquellos años que podría haber tenido ejaccio. Un tiempo que podría haber pasado con su padr

que no hubiera muerto siendo casi un desconocido para shijo.

Con sólo la vela triangular desplegada, el barco avanzin viento por las tranquilas aguas del puerto y se dirigió

un tramo de muelle vacío. Había varios pescadoreentados en los adoquines con las piernas cruzadacupándose de sus redes, y casi todos ellos hicieron un

ausa en su trabajo para observar al bergantín que sproximaba.

Los mozos que holgazaneaban a la sombra de la aduane movieron y se dirigieron hacia el muelle para coger lamarras que la tripulación del bergantín estaba a punto d

anzar a tierra. Los cables serpentearon por el estrechhueco de agua abierta; los cogieron, los engancharon eorno a un bolardo y, a continuación, los hombrecercaron el bergantín al muelle hasta que topó suavemenontra el saco de arpillera lleno de corcho. Napoleón, qu

había pedido que le subieran el equipaje cuando entraron e

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l golfo, se sentó en el baúl de equipaje y esperó compaciencia a que la tripulación completara el amarre ajara la pasarela para poder desembarcar. Tras un brevetraso, el capitán gritó la orden y los hombres deslizaro

a estrecha rampa por encima del costado, la apoyaron en muelle y ataron bien el extremo en el barco. Napoleón hizo señas a uno de los mozos.

 —Consígueme una carretilla. —Sí, señor.Mientras esperaba a que el hombre descargara s

quipaje, Napoleón cruzó la pasarela y pisó el muellSintió una oleada de felicidad al notar una vez más el firmacto de su tierra natal. Recorrió lentamente el muell

hacia el más próximo de los pescadores. El rostro esultaba familiar y lo relacionó en un instante. Aquel er

l hombre al que había pisado hacía años. El pescadoevantó la mirada hacia el joven delgado vestido co

uniforme francés. Napoleón sonrió y saludó al hombre el dialecto local.

 —¿Pedro todavía trabaja con los barcos de pesca?

 —¿Pedro? —El hombre frunció el ceño. —Pedro Calca —explicó Napoleón—. Estoy segurde que se llamaba así.

 —No. Murió hace cuatro años. Ahogado. —Oh... —Napoleón se entristeció. Había albergad

revemente la esperanza de impresionar al anciano con s

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legante uniforme.El pescador lo estaba mirando atentamente.

 —¿Lo conozco? Su cara me resulta familiar. No habomo un francés.

 —Nos conocimos, pero fue hace mucho tiempo.El hombre se quedó mirando a Napoleón unomomentos más y luego meneó la cabeza.

 —Lo siento. No me acuerdo. Napoleón le quitó importancia con un gesto de

mano. —No importa. Otro día, quizá.Volvió la vista hacia el bergantín y vio que el mozo

yudado por uno de los marineros, bajaba penosamente ierra con el baúl. Cuando llegaron al muelle, lo alzaroara cargarlo en la carretilla y lo dejaron con un fuer

uido seco mientras Napoleón se acercaba a ellos. —¿Qué lleva ahí dentro, señor? —Al mozo

alpitaba el pecho debido al esfuerzo de levantar el baúl—Oro?

 —En cierto modo. El oro de los pobres —se ri

apoleón—, Libros. Son sólo libros. —¿Libros? —El mozo meneó la cabeza—. ¿Y parqué quiere los libros un joven como usted?

 —Para leerlos, quizá.El mozo se encogió de hombros, dudando un poco d

a cordura del joven oficial del ejército.

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 —¿Dónde se hospeda, señor? —No soy un huésped. Regreso a casa.Cargaron la maleta pequeña en la carretilla y s

usieron en marcha, con Napoleón en cabeza. El sol estab

ajo en el cielo y las calles se llenaban de sombras bajo uerte luz que perfilaba los tejados. Subieron la suavuesta que llevaba desde el malecón al corazón de la viejiudad, enclavada junto a la sólida e irregular forma dstrella de la ciudadela. Napoleón conocía a fondo aquellaalles y callejones, pero tenía la sensación de esta

viéndolos como lo haría un extraño. Las ruedas con llantade hierro de la carreta repiqueteaban en los adoquinemientras se acercaban a la esquina de su casa. Una verente a la casa, Napoleón levantó suavemente el pasador da puerta principal y ayudó al mozo a descargar el equipaj

y a llevarlo al vestíbulo, en la planta baja. Luego le pagó erró la puerta tras él sin hacer ruido. Percibía un olor qu

no le era familiar. Sonrió al darse cuenta de que era aomo había olido siempre, aunque nunca se había paradoensarlo antes. Le llegó el sonido de voces del piso d

rriba y reconoció la de su madre, fuerte y autoritariTambién la voz de Joseph, tan baja que no se entendían sualabras. Las otras voces le resultaban desconocidas.

 Napoleón respiró hondo, se quitó el sombrero dandil y lo dejó en el diván que había junto a la puert

Entonces empezó a subir las escaleras, pisando con toda

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uavidad posible hasta llegar al rellano del primer piso. Loonidos de su familia provenían del otro lado de la puer

que daba al gran salón en el que él había jugado de pequeñColocó una mano en el pestillo, lo levantó y empujó

uerta para abrirla. Dentro, las grandes ventanas quecorrían una de las paredes estaban abiertas y los últimoayos de sol entraban a raudales, bañando el interior de stancia con un cálido brillo anaranjado. En el centro de

habitación, había dos largas mesas que iban de un extremotro. La familia se hallaba sentada en torno al extremo de

mesa más cercana. Su madre estaba de espaldas a la puertsu izquierda estaba Joseph, Lucien y un jovencito al qu

no reconoció pero que sabía que debía de ser Louis. A lderecha de su madre había dos chicas, a ambos lados de uniño pequeño: sus hermanas, Pauline y Caroline, y s

hermano más pequeño, Jeróme.La chica de más edad levantó la vista y vio a Napoleó

n la puerta. Abrió desmesuradamente los ojos, alarmada. —¡Mamá! —Señaló con la mano—. ¡Hay un soldado —¡Pauline! —Su madre arremetió con una cuchara d

madera y le propinó un fuerte golpe en los nudillos a hica—. ¡Por última vez, no quiero ninguno de tustúpidos juegos en la mesa!

Joseph miró hacia la puerta, con la cuchara preparadobre un cuenco de estofado. Su mirada de sorpresa s

ndureció con una expresión de susto.

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 —¿Napoleón? —murmuró su hermano. Napoleón vio que su madre erguía la espalda u

nstante y se volvía rápidamente a mirar por encima dhombro con unos ojos como platos. Se lo quedó mirando

continuación, se oyó el golpeteo de la cuchara de maderl caérsele de la mano con la que se había tapado la bocLa silla cayó al suelo cuando la mujer se levantó y corrihacia él con un susurro de su falda negra. Una amplonrisa de felicidad surcó el rostro de Napoleón, que abrios brazos mientras ella corría a abrazarlo. Aunque era un

mujer menuda, tenía fuerza en los brazos, entre los quapoleón se sintió estrujado al instante. Entonce

etrocedió y lo sujetó a distancia, empapándose de smagen, con los labios temblorosos.

 —Naboleone... ¿Qué estás haciendo aquí?

 —Solicité un permiso, madre. —¿Un permiso? —Su expresión se tornó preocupad

—. ¿Cuánto tiempo tienes? —¡Menuda bienvenida! —le dijo Napoleó

omándole el pelo—. Apenas llevo aquí un minuto y ya m

reguntas cuándo me marcho. —¡Oh! No era mi intención... —No pasa nada, madre. —Se inclinó para darle u

eso en la frente—. Sólo bromeaba. —¡Vaya! Te has pasado ocho años fuera y todavía n

has crecido. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

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 —Hasta abril del año próximo.Su tensión se desvaneció al responder:

 —Siete meses. Eso está bien. Muy bien... ¿Qué estodiciendo? —Se dio la vuelta hacia los demás que seguían e

a mesa—. Este es vuestro hermano Naboleone, al quadre se llevó a Francia hace casi ocho años. Venaboleone, o Napoleón, como te llaman ahora.

El sonrió. —En mi corazón, siempre seré Naboleone.La mujer lo condujo hacia la mesa y levantó su silla.

 —Siéntate.Mientras ocupaba su asiento, Joseph dejó la cuchara

e cogió la mano a Napoleón entre las suyas. —No puedo creer lo que veo. Eres tú. Después d

antos años. Cuando te marchaste de Autun, no sabía cuánd

volvería a verte. Nunca pensé que fuera a pasar tantiempo. ¡Dios! ¡Me alegro de verte!

 —¡Y yo de verte a ti, Joseph! —Le sonrió con cariñ— No tienes ni idea de lo mucho que te he echado dmenos. —Recorrió con la mirada los demás rostros que l

bservaban con atención—. Luden ya casi es un hombrLouis no era más que un bebé cuando me marché. ¡Mírahora! Casi la misma edad que yo tenía cuando me fui

Francia. Pero vosotros tres, Pauline, Caroline y Jerómvosotros sólo habéis existido en las cartas... ¿No vais

darle un beso a vuestro hermano?

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El abrió los brazos, pero las niñas se sonrojaronecelaban demasiado de Napoleón como para acercarse l. Su madre chasqueó la lengua con impaciencia, se dirigil otro lado de la mesa con un correteo y las empujó hac

u hermano. Ellas todavía estaban nerviosas y se aferraronu madre cuando su hermano fue a cogerlas de la manapoleón frunció el ceño, herido y un poco enojado por s

eticencia, pero se dio cuenta de que aquello era normao lo conocían. Tendría que darles tiempo para que s

costumbraran a él. En aquel momento, sintió que lmbargaba una dolorosa tristeza por los años perdidos. Poo visto, algunos de los sacrificios que se hacían por el bie

de una carrera nunca se podrían justificar. Notó eosquilleo de las lágrimas que afloraban a sus ojos. Se laimpió con el puño de la chaqueta y de pronto se inclin

hacia delante y les alborotó el pelo a las niñas con unlegría forzada.

 —¡No importa! Pronto llegaremos a conocernos. ¡s podré contar muchas historias sobre Francia!

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CAPÍTULO XXXIX

Más tarde, cuando los niños se habían ido a la cam

apoleón se sentó con su madre y con Joseph al extremde la mesa. Letizia había cerrado los postigos y la estancstaba iluminada por un par de velas que sumían en un

densa sombra el gran espacio que los rodeaba. La mujehabía traído una botella de vino de la bodega y llenó tre

opas. —Vuestro padre y yo la reservábamos para celebrar t

nombramiento como oficial. —Sonrió con tristeza y lueglzó la barbilla—. Por ti, teniente Napoleón Buona Parte.

 —No —Napoleón meneó la cabeza—, no brindemo

or mí. Por padre. —Todos alzaron y juntaron las copas, ebieron del magnífico vino. Napoleón deslizó el pie de opa entre sus dedos y rodeó el cuenco con la palma de

mano—, ¿Ha habido problemas desde que padre murió?Letizia se encogió de hombros.

 —A duras penas nos las arreglamos. —¿Dejó mucho dinero? —¿Si dejó dinero? Lo único que dejó fueron su

deudas. —La verdad es que no fue culpa suya —interrumpi

oseph—, Lo engañaron.

 —¿Qué ocurrió? —preguntó Napoleón—. ¿Quién l

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ngañó? —El gobierno. Hace cuatro años, padre firmó u

ontrato con unos funcionarios a quienes habían mandaddesde París para encontrar formas de desarrollar

conomía de Córcega. Dijeron que tenían potestad parubvencionar toda clase de proyectos agrícolas, en uno dos cuales se había dado participación a nuestra famili

Padre compró una plantación de moreras con vistas ultivar los árboles para venderlos al cabo de cinco año

Los funcionarios le dieron la garantía de que el gobiernompraría los árboles adultos a un precio elevado.

Letizia meneó la cabeza. —Es como si lo oyera: «No podemos perder». Buen

l final descubrimos cómo podíamos perder exactamente. Napoleón hizo un gesto con la cabeza hacia s

hermano. —¿Y qué pasó luego? —Hace dos años, cuando tocaba hacer efectivo

rimer pago del subsidio, el gobierno canceló el contratin previo aviso. Sencillamente, padre recibió un

notificación de que ya no se necesitaban los árboles. Tratde encontrar otro comprador, pero le dijeron que por emomento no había mercado para las moreras, al menos umercado que pagase lo suficiente para cubrir los costes dmontar la plantación. Hasta su muerte estuvo intentand

que el gobierno le pagara una indemnización, pero no logr

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nada. Mientras tanto, no podíamos permitirnos emplear os hombres que se ocupaban de los árboles, y, desdntonces, nadie se ha ocupado del mantenimiento de lantación. Cuando padre murió, el banco de Génova, que

restó el dinero para levantar la plantación, exigió devolución del préstamo. —Lo cual no podemos hacer —añadió Letizi

ncogiéndose de hombros—. No hay dinero. El alquileque nos paga el tío Luciano ni siquiera alcanza parlimentar a la familia y procurar que vayan al colegio coms debido. Si no fuera por las pequeñas cantidades con la

que nos obsequia Luciano, tendríamos que vender la casvender nuestras tierras y esa maldita plantación. Aun asdudo que reuniéramos dinero suficiente para cancelar réstamo del banco.

 —¿No podemos vender sólo las tierras? —sugiriapoleón—. ¿Devolver parte del dinero y pedirles que no

den tiempo para pagar el resto? —No —respondió Joseph con una débil sonrisa—

hí está la trampa. Para que podamos recurrir la negativ

del gobierno a pagar la subvención, tenemos que estar eosesión de la tierra sobre la que se aplica el contratEstamos atrapados entre el gobierno y el banco. La únicsperanza que tengo es que el mercado se recupere ncontremos compradores para esos árboles.

 —¿Es probable que se recupere?

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 —Es imposible saberlo —repuso Joseph—, Pero no empezamos a cuidar de la plantación enseguida, nvaldrá nada.

 —Entiendo. —Napoleón rumió unos momentos e

ilencio. Miró a su hermano—. Entonces debemos arreglaa plantación, Joseph. Tú y yo. ¿Dónde está? —No muy lejos de aquí. Cerca de la casa de madre, e

Mellili. —¡Bien! Podríamos vivir allí mientras recuperamos

lantación. —La casa está abandonada y casi en ruinas. —Estupendo. Entonces repararemos también la cas

Vamos, Joseph! ¡No me digas que te asusta un poco drabajo duro!

 —Por supuesto que no. Pero no puedo quedarm

mucho tiempo. Tengo que retomar mi formación combogado.

 —De acuerdo, pero hagamos lo que podamos antes dque te vayas. ¿Qué me dices, hermano?

Joseph miró a su madre, pero Letizia tenía la vis

lavada en sus manos y no dijo nada. Joseph parpadeó miró de nuevo a su hermano. —¿Por qué no? Hagámoslo. Quizás el mercado s

ecupere, después de todo. —¡Así me gusta! —Napoleón se rio y volvió a llen

as copas de los dos—. Por los hermanos Buona Part

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hijos de la tierra.Joseph también se rio y golpeó levemente su copa e

a de su hermano. —¡Muerte a los banqueros!

 —¡Muerte al gobierno francés! —replicó Napoleóque apuró la copa mientras su madre y hermano lo mirabaon expresión de sorpresa.

Joseph carraspeó. —No es precisamente el tipo de brindis que uno s

spera de un oficial de Su Muy Católica Majestad, el reLuis.

 —Oficial francés por fuera, corso leal por dentrhasta la médula. —Napoleón sonrió—. No os dejéngañar por el uniforme.

 —Puede que yo no lo haga, pero hay otras persona

que se lo tomarán en serio.Letizia le puso la mano en el brazo.

 —Deberías tener cuidado, Naboleone. En Córcega hamucha gente que no ha aceptado el dominio francés.

 —Incluido yo.

 —Dudo que eso sirva de mucho si te pillan con esuniforme, aunque sea a poca distancia de Ajaccio. Laosas han cambiado mucho en los últimos ocho años. Loaolistas han estado revolviendo las cosas. Parece ser qulguna potencia extranjera les está proveyendo de oro par

mantener vivo el espíritu de la resistencia. Puede que lo

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ranceses controlen las ciudades y las carreteras, pero haerdido su poder en gran parte del corazón de la isla. Suropas y sus oficiales tienen miedo de aventurars

demasiado lejos de la costa; lo cual ha dado cier

onfianza a los rebeldes. Incluso ha habido emboscadas atrullas francesas que se podían oír desde Ajaccio. Asque, por favor, quítate el uniforme mientras estés aquhazlo por mí.

 Napoleón ocultó su enojo. A pesar de su declaradpoyo a la independencia corsa, estaba orgulloso de s

uniforme. Entonces más que nunca estaba convencido dque había nacido para ser soldado y llevaba la casaca azumarino con ribetes rojos como si fuera su segunda piel. Nbstante, entendía que su madre estuviera preocupada

necesitaba tranquilizarla.

 —Tengo ropa de recambio en mi maleta. Me pondrsa.

Letizia se relajó un poco y de su rostro desapareciarte de la tensión.

 —Gracias. Sé que significa mucho para ti, pero ha

que tener en cuenta tu seguridad, y la nuestra. No te metan líos, por favor. Napoleón le dijo que sí con la cabeza. La tradición d

a vendetta en la isla suponía que el deshonor de undividuo se extendía a toda su familia. Lo irónico era qu

n su fuero interno, Napoleón sentía un ardiente deseo d

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a independencia corsa. Pero cualquier rebelde qustuviera escondido vigilando un camino de montaña pamboscar a los transeúntes seguramente le dispararía ante

de que Napoleón tuviera la oportunidad de explicarse.

 —No te preocupes, madre. Seré muy reservaddemás, tengo en mente unas cuantas tareas que debmpezar. Quiero escribir una historia de Córcega. Es

debería mantenerme ocupado. —¿Una historia? —Letizia enarcó las cejas y dij

ntre dientes—: ¿Y de qué va a servir eso?Joseph se quedó mirando a su hermano menor u

momento y luego se echó a reír. —¿Qué? —preguntó Napoleón, ceñudo—. ¿Qué pasa —Nada, en serio. Es que hacía mucho tiempo que n

e veía, desde que eras un mocoso malhumorado. Ahor

omo tú mismo dices, eres un hombre; y un hombrdinámico, con una mentalidad seria, además. Lo que ocurrs que me está costando un poco adaptarme a los cambio

que has experimentado. —Joseph tiene razón —asintió Letizia moviendo

abeza—. Has cambiado. Por lo visto he perdido a mequeño para siempre.Se levantó de golpe y se dirigió apresuradamente hac

a puerta. No empezó a llorar hasta que no hubo salido de habitación.

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* * * 

Al día siguiente, después de que los niños se hubierado a la escuela, Joseph ayudó a su hermano a desempacl equipaje. Cuando levantaron la tapa del baúl, dejó escap

un grito ahogado de sorpresa al ver que prácticamente nontenía nada más que libros y un pequeño juego dscritorio. Mientras sacaban los libros y les buscaba

spacio en un viejo armario para la vajilla, Joseph quedmaravillado por la variedad de las lecturas de su hermano.

 —¡No puedes habértelos leído todos! —Todos. Sólo he guardado los libros que m

nteresaban. Es una de las ventajas de vivir en Francia. —

apoleón sonrió—. Tienes oportunidad de leer todo lo quhay que leer y decidir qué conocimientos vale la penetener y cuáles no. Aquí —le dio unas palmaditas al baúl—stán los buenos.

 —Algún día tu historia de Córcega estará en un baú

omo éste. Napoleón se rio. —Eso espero. Sería estupendo dejar alguna suerte d

mpronta en el mundo. ¿Y qué me dices de ti, JosephCuáles son tus ambiciones?

 —¿Yo? La verdad es que no he pensado en ello. Dmomento estoy estudiando para ser abogado, pero, ¿qué e

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o que quiero hacer? —Lo pensó unos instantes—Supongo que mis ambiciones son tener una esposa, hijos un hogar confortable.

 —¿Eso es todo? —Sí.

 Napoleón meneó la cabeza, en parte porque no dabrédito a lo que oía y en parte por lástima. No es que fuedecirle eso a su hermano. Joseph tal vez no tenía much

mpuje para conseguir las cosas, pero debajo de todquello había un hombre de una bondad innata, una cualida

que Napoleón reconocía y valoraba.Seleccionó unos cuantos libros y los puso en un gra

morral junto con una muda de ropa. Entonces miró oseph, que seguía sacando libros del baúl.

 —Bueno, si queremos que tus ambiciones se cumplaenemos que saldar las deudas de padre. En cuanto me hay

nstalado, iré a pasar unos días a Mellili, a ver lo que hacalta hacer para recuperar el lugar. No me gusta tener qurme de casa tan pronto, pero necesitamos algunongresos. Si tenemos suerte, puede que sea posible alquilaa granja. Mientras estoy allí echaré un vistazo a

lantación. —Vendría contigo, pero tengo que estudiar para uxamen —le dijo Joseph a su hermano con una sonrisa—

En cuanto lo termine, me reuniré contigo.

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CAPÍTULO XL

La proximidad del otoño se hizo evidente d

nmediato cuando Napoleón, con aire resuelto, tomó amino que salía de Ajaccio y se adentraba en las montaña

La atmósfera era más fresca y las hojas de los árbolempezaban a adquirir unos tonos amarillos y de un marróeja. Sin embargo, la experiencia de encaminarse hacia la

montañas que no había visto desde la niñez llenaba apoleón de pura alegría, de una alegría que hacía años qu

no sentía, y todos sus sentidos se empaparon de lodetalles del paisaje circundante. Al llegar a una curva deamino que rodeaba una empinada colina, se detuvo, s

entó en una losa de piedra y dirigió la mirada cuesta abajhacia Ajaccio y el centelleante mar de más allá. Después dParís, su ciudad natal parecía pequeña y de provincias.

Comprendió por primera vez lo que debía de habeentido su padre. Si hubiera permitido que sus hijos sducaran en Ajaccio éstos nunca habrían tenido portunidad de conseguir gran cosa. Aunque la ciudad er

un lugar hermoso y atrasado en el cual formar una familiodía convertirse en una trampa si permitía que sus hijos s

quedaran allí. Pero al mirar los tejados de tejas rojamontonados en torno al puerto, a la sombra de los grueso

muros de la ciudadela, Napoleón no pudo evitar sentir qu

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ertenecía a aquel lugar, que su padre se había equivocadl mandarlos fuera. Quizás una vida tranquila de un encant

y belleza bucólicos podría resultar muy gratificante.Se levantó, dirigió una última mirada a Ajaccio y fij

a vista en la ciudadela, donde la bandera de los Borbonerillaba bajo la clara luz del sol. Unas diminutas figuras duniforme blanco patrullaban las murallas. Napoleón fruncil ceño al fijarse en las piezas de artillería repartida

uniformemente en torno al muro interior. Tendrían quhaberlas montado en los bastiones exteriores, dondudieran enfilarlas hacia cualquier atacante. Detuvo esínea de pensamiento con una sonrisa divertida. Estaba dermiso. No hacía falta que se preocupara de asunto

militares en muchos meses. Que el comandante de guarnición colocara sus cañones donde se le antojara. D

momento, el mundo estaba en paz y no había que cuidarsde ningún atacante. Y sin duda, Napoleón tenía cosamejores en las que ocupar su mente que la clásicdisposición de las piezas de artillería.

Ajaccio se perdió de vista por detrás de la mole de

montaña y Napoleón pasó caminando tranquila legremente junto a pequeñas granjas y olivares que ecordaban su niñez. Se saludó con las pocas personas quncontró por el camino, pero la mayoría de ellas habíaonocido al niño Naboleone, y el joven delgado con larg

abello oscuro y unos ojos grises peculiarmente atractivo

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no era un conocido para ellos, por lo que respondieron us sonrisas con la típica reserva corsa.

Poco después del mediodía, el camino llegó al crucon el sendero que conducía al pueblo de Alata. A una cort

distancia, se alzaban los pilares de la entrada de la pequeñinca que su familia había poseído durante generaciones. Atro lado de los pilares, el sendero que llevaba a la casstaba lleno de hierba y maleza, y sólo quedaba definidor la hilera de álamos que crecían al borde del camin

que ascendía serpenteando por una ladera de bancales dlivos. Al llegar a lo alto de la colina, Napoleón pudo veinalmente la casa, una baja estructura de piedra codificaciones anexas a un lado. No vio señales de vid

mientras se acercaba, y se fijó en las tejas que faltaban, lagrietas en el enlucido de las paredes y la pintur

descolorida y desconchada de los postigos de las ventanaEstaba claro que haría falta mucho trabajo para que el lugauera lo bastante habitable para un arrendatario.

Subió por el corto tramo de escaleras hacia la puerde entrada, levantó el pestillo y empujó la puerta par

brirla. El interior olía a tierra y a humedad, y se oyó udébil susurro en el suelo embaldosado cuando un graagarto se escabulló para ponerse a cubierto. Napoleó

dejó su morral en una mesa y exploró la casa, abriendo loostigos a medida que iba de una habitación a otra. Faltaba

ejas encima de casi todas las habitaciones y la lluvia s

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había filtrado y había manchado el suelo. Parte del tejade había derrumbado en uno de los dormitorios, aplastanda cuna que había debajo. La hiedra había crecido tapandlgunas de las ventanas, y sus fuertes zarcillos había

mpezado incluso a abrirse camino hacia el interior y sxtendían por las paredes.Fuera, el patio estaba lleno de maleza y los arriate

habían desaparecido entre la hierba.Llevaría tiempo, pero la finca podía volver a dejars

n condiciones de ser alquilada. Había que empezar por asa, decidió, y volvió adentro.

Empezó rompiendo algunos de los muebles que habíaquedado inservibles para usarlos como leña. Al final dedía, había barrido la mayoría de habitaciones, cortado hiedra de las ventanas y sacado los escombros de

habitación del techo desplomado. Cuando en el exteriompezó a caer la noche, Napoleón encendió el fuego acó del morral una salchicha, pan y el odre de vin

Mientras comía y bebía junto al vacilante resplandor dhogar, el estridente canto de los grillos en los olivares l

hizo sonreír. De niño solía quejarse de que no le dejabadormir. Ahora parecía que le daban la bienvenida a casa.Durante la semana siguiente, Napoleón trabajó d

manera constante y metódica, limpiando una habitación tratra, reemplazando las tejas que faltaban y reparando lo

ostigos y las puertas dañadas. Al tercer día, cuando s

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hallaba cenando junto a una pequeña fogata mientras fuenochecía, oyó unos fuertes golpes en la puerta. Napoleóe estremeció con aquel ruido. No había oído ningúonido de pasos que se acercaran por el sendero de piedr

ni por los escalones de la entrada. Dejó el pan y alchicha encima de la pequeña mesa, se limpió las manoe dirigió con paso suave a la puerta y la abrió.

Fuera, bajo el pálido resplandor de la luz que se ibpagando, había un hombre alto y cubierto con una de esaapas de lana engrasada que llevaban los pastores de oveja

Sólo que aquel hombre iba calzado con botas de cuerlando y llevaba un mosquete. No era un arma para cazves, sino la de un soldado. Napoleón asimiló todo aquellntes de concentrarse en el rostro de aquel individu

Debía de tener unos treinta y cinco años, con un cabell

scuro y rizado y unos brillantes ojos azules.De manera desconcertante, el hombre saludó

apoleón con una amplia sonrisa al tiempo que inclinaba abeza y le preguntaba:

 —¿El señor Napoleón Buona Parte?

 —Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudaros, señor...? —La gente me conoce como Benito. —Puso énfasn el nombre, como para dar a entender que Napoleó

debería estar familiarizado con él—, ¿Puedo entrar? —¿Por qué? —Napoleón sintió que el corazó

mpezaba a latirle más deprisa—. Es tarde.

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 —Lamentablemente, no me resulta fácil desplazarmon la luz del día. —Benito volvió a sonreír—. Digamo

que los franceses no aprecian mi existencia. Además, nuedo permitir que se demore el asunto que tengo qu

ratar con usted. Napoleón se lo quedó mirando un momento y se diuenta de que el hombre era mucho más corpulento que édemás de ir armado.

 —Está bien. Pase, por favor.En la cocina se volvió hacia Benito y le indicó

mesa. —Siéntese ahí. Iré a buscar otra silla. Coja un poco d

omida, si lo desea. —Gracias, señor. Estoy hambriento. La naturaleza d

mis obligaciones a veces me obliga a pasar días sin comer

 —Entiendo. —Napoleón fue a buscar un taburete omó asiento enfrente de aquel hombre. Benito apoyó couidado el mosquete contra la pared que tenía a suspaldas y se echó la capa hacia atrás por encima de sunchos hombros, dejando que cayera en el respaldo de

illa. Del cinturón sacó una daga larga y recta y, sin apartaa mirada de Napoleón, cortó un trozo de embutido y de umordisco arrancó un buen pedazo del extremo.

 Napoleón se aclaró la garganta. —Dijo que tenía un asunto que tratar conmigo.

Benito asintió con un gesto mientras masticaba

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ragaba. —Me dijeron que había un hombre trabajando aqu

Cuando consiguieron su nombre en el pueblo, hice algunaveriguaciones sobre usted en Ajaccio.

 —¿Y? —Pues que por lo visto es usted un oficial de rtillería francesa que supuestamente se encuentra aquí dermiso.

 —Si la información de su espía era buena, tambiéabrá que soy hijo de Carlos Buona Parte, que luchó juntl general Paoli en Ponte Nuovo.

 —Estoy al tanto de eso. Conocí a su padre. —Benitonrió—. Esa es la razón por la que sigue usted con vid

De momento.Por un instante la tensión se adueñó de los do

hombres, y a Napoleón le palpitó el corazón con fuerzmientras intentaba pensar en algún modo de someter quel individuo. De repente, Benito soltó una carcajada y sortó otro trozo de embutido.

 —Relájese, teniente. Sólo estoy interesado e

veriguar más cosas sobre el hijo de un patriota corso que ha puesto el uniforme de nuestro enemigo. —No soy un traidor, ni un espía, si es eso lo qu

nsinúa —respondió Napoleón con enojo—. Soy uoldado de permiso. Resulta que intento ayudar a m

amilia a superar la crisis en la que los ha sumido

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gobierno francés. De modo que agradeceré que no pongn duda mis motivos ni mi patriotismo. ¿Y usted? —apoleón se lo quedó mirando fijamente, mientra

ecordaba algo que le había dicho su madre a su regreso—

Supongo que es uno de los hombres de Paoli. —Por supuesto. —Entonces sabrá que el general está respaldado po

una potencia extranjera.Benito frunció los labios.

 —Es cierto. —¿Sabe de qué potencia extranjera se trata? —No. —Afirma ser un patriota, y sin embargo podría est

rabajando para alguien que bien pudiera resultar ser unemigo de la independencia corsa. Se me ocurren uno

uantos países que podrían estar interesados en que ueblo corso se librara del dominio francés para así pode

quedarse con la isla. —Le hizo un gesto con la cabeza Benito—, Diría que eso nos pone a ambos más o menos ea misma situación.

 —La misma no... pero bastante aproximada. Muy bieaboleone, acepto que es usted un patriota, pero, ¿qucurriría si los franceses lo llamaran para luchar contra loorsos?

 Napoleón se quedó unos instantes en silencio.

 —Rezo para que eso no ocurra nunca.

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 —Podría ocurrir perfectamente, y antes de lo quusted piensa.

 —Tal vez. Pero mientras tanto, seguiré persuadiendoodos los franceses que me encuentre para que apoyen

ndependencia de Córcega. Si nos concedieran eseríamos su aliado más incondicional.Benito se echó a reír.

 —Tendremos que seguir trabajando con los franceseUsted siga intentando convencerlos y yo seguiré matandoos que no quieran escuchar. Puede que entre los dos ainal consigamos lo que queremos. —La expresió

divertida se desvaneció de su rostro como se extingue unvela—. Pero si alguna vez lo veo uniformado onduciendo a las tropas contra nosotros, lo mataré

mataré a toda su familia. ¿Lo ha entendido?

 Napoleón movió la cabeza en señal de asentimiento.Benito tomó el odre de vino.

 —En ese caso, brindemos por Córcega, orgullosa ibre. —Quitó el tapón y tomó un largo trago antes dasarle el odre a Napoleón.

 —Por Córcega, orgullosa y libre —repitió Napoleóy echó un trago. —¡Listos! Estoy cansado. Tengo que irme. Napoleón lo acompañó fuera de la cocina, de vuelta

a puerta de entrada. Al abrir la puerta, percibió u

movimiento en las sombras del exterior. A una cort

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distancia de la casa, bañados por la luz de la luna, habuatro hombres armados con mosquetes. Napoleón arqueas cejas al verlos y Benito se rio con ganas.

 —¿No esperaría que me pusiera a su merced? Sól

necesitaba ponerlo a prueba, eso es todo. No tenía sentidrriesgar encima mi vida. Volveré a verlo algún díaMientras tanto, considérese advertido. Siempre y cuandsté aquí para ver a su familia, estará a salvo. Pero si algú

día vuelve a Córcega como un oficial francés de servicintonces lo destriparé sin el más mínimo remordimiento.

 —Comprendo. —Entonces adiós, Naboleone Buona Parte. Hasta qu

nos encontremos en una Córcega libre. —Hasta entonces. —Napoleón le tendió la mano y s

dieron un apretón. Luego Benito se dio la vuelta, se dirigi

hacia sus hombres con paso resuelto y marchó en cabezdentrándose todos en la oscuridad de los olivos.

* * * 

 Napoleón regresó a Ajaccio a finales de semana y leontó a su madre y a Joseph los progresos que había hech

Tras meditarlo un poco, había decidido no comentarles s

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ncuentro con Benito. Sólo serviría para preocuparlonnecesariamente. Adquirió algunas herramientas en cas

de un ferretero local, y convenció a Joseph para quvolviera con él a Mellili y lo ayudara con las reparaciones

 —Pero yo tengo que estudiar mi libro de leyes —squejó Joseph. —Puedes hacerlo todas las tardes, en cuant

erminemos de trabajar. —Supongo que sí. —Joseph consideró la perspectiv

un momento y luego movió la cabeza para indicar qustaba de acuerdo—. Así tendremos más tiempo para estauntos.

 —Cierto, pero esto no son unas vacaciones, JosepDebemos reparar la casa lo antes posible si queremos qugenere algún ingreso para madre.

Mientras el otoño daba paso al invierno, los dohermanos trabajaron duro con las reparaciones y, cuandlegó la época en que las frías lluvias azotaron la

montañas, pudieron refugiarse dentro con comodidad. Yno hubo más visitas de Benito y, al cabo de un me

apoleón dejó de buscarlo a él y a sus hombres entre lolivares y concentró toda su atención en restaurar la fincaCon el frío cortante del nuevo año y nuevas lluvia

apoleón y Joseph se retiraron a Ajaccio para preparar eapeleo de su solicitud de indemnización. L

dministración local afirmó no tener autoridad sobre

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materia, y les aseguraron que la única esperanza de que somara una decisión sobre su caso era llevar el asunt

directamente al gobierno de París.Cuando el invierno llegó a su fin, Napoleón se di

uenta de que necesitaba mucho más tiempo parsegurarse de que las dificultades económicas de su familquedaran resueltas. Solicitó una prórroga de su permisduciendo que su estado de salud no era bueno y que l

habían aconsejado descansar y recuperarse plenamentntes de volver al servicio. El permiso le fue debidamentoncedido y, en tanto que el trabajo continuaba en Mellilapoleón completó los documentos que respaldaban s

olicitud y los mandó a París. Mientras la familia aguardabuna respuesta, Joseph regresó a Italia para retomar sormación legal y Napoleón pasó las tardes trabajando en

omienzo de su historia de Córcega, escribiendo hasta altahoras de la noche para recuperar así el tiempo que haberdido renovando la casa y las tierras.

Finalmente, les llegó una respuesta de París; Letize reunió con él en el salón de la casa de Ajaccio

apoleón leyó la carta. Era breve, educada e iba al grano. Empleado del Tesoro que se ocupaba de los conflictoontractuales les daba las gracias a la familia por su

documentos, pero lamentaba decir que no podíamprenderse más actuaciones a menos que el demandant

nviara un representante a París para seguir con el caso e

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ersona. —¿Por qué? —preguntó Letizia—. ¿Qué iba a cambi

so? Estaba todo en los documentos. —Pues claro que sí, madre —repuso Napoleón.

 —¿Entonces por qué nos piden que enviemos lguien? ¿Acaso creen que podemos permitirnos el tiempy el dinero necesarios?

 —Por supuesto que no. Tienen la esperanza de quengamos que quedarnos en Córcega y el caso se demore luficiente para que todo el mundo se olvide de él.

Letizia se recostó en su asiento. —Así pues, ¿qué podemos hacer? —Puedo ir a París; obligarles a que sigan adelante co

l proceso de indemnización y no cejar hasta que solucione.

Letizia se lo quedó mirando unos instantes antes dsentir con la cabeza.

 —Ojalá pudiera ir contigo. Pero están tus hermanos hermanas. Ellos me necesitan aquí... ¿Cuándo irás?

 —Lo antes posible. —Le tomó la mano a su madre

e dio un suave apretón—. Entonces podrán solucionarsas cosas y tendrás todo lo que se te debe.

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CAPÍTULO XLI

 Napoleón llegó a París a finales de otoño. El tí

Luciano le había proporcionado dinero suficiente parobrevivir en la capital hasta año nuevo, si era necesari

Pero Napoleón esperaba haber resuelto las cosas parntonces y regresar al ejército, puesto que su período dermiso habría expirado. Por entonces, llevaría quinc

meses lejos de su regimiento, y no imaginaba que pudiebusar de la paciencia del ejército mucho más tiempo.

Consciente de la necesidad de asegurarse de que suscasos fondos duraran todo lo posible, Napoleón alquil

una habitación en uno de los hoteles más baratos qu

ncontró: un edificio antiguo y lleno de mugre al lado dío, cerca de Notre Dame. Si el frío viento soplaba en madirección, la fetidez del río llenaba todas las habitacionedel Pays Normande, incluso la pequeña habitación ddesván donde el teniente Buona Parte dedicaba sus días tender sus asuntos en las oficinas del Tesoro y pasear pol centro de la ciudad con los brazos agarrados a la espald

y la cabeza gacha, sumido en sus pensamientos. Napoleón encontró una pequeña biblioteca d

uscripción cerca del hotel, donde pudo elegir entre umplio abanico de novelas, obras de teatro y filosofía. L

iblioteca de monsieur Cardin ocupaba la planta baja de u

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dificio que, por lo demás, estaba destinado a una empresque empleaba a costureras que confeccionaban vestidoara clientas adineradas. Monsieur Cardin era un hombrnjuto de carnes que vestía ropa vieja y llevaba una peluc

de la que todos los polvos habían desaparecido hacía añosque ahora parecía relleno de colchón. Llevaba unas gafas dmontura de alambre con unos cristales gruesos que hacíaque sus ojos castaño oscuro parecieran diminutos puntode tinta. El motivo de su descuidado aspecto era sbsesión, su verdadero amor: los libros que cubrían todaas paredes de su establecimiento. Cuando el joven ofici

de artillería recorrió con la vista las hileras de libros, sintiuna vertiginosa alegría al verse expuesto al más eclécticbanico de escritores que podía imaginar. En aquello

momentos, estaba de lo más interesado en la

dquisiciones más recientes de monsieur Cardin en ección dedicada a la filosofía política, en particular en un

nueva obra, poco más que un panfleto, con el lacónicítulo de Un nuevo orden, y Napoleón había empezado eer la introducción.

La capital se había visto inundada de panfletos desdque el rey Luis había anunciado que iba a convocar rimer parlamento desde hacía casi doscientos año

Francia estaba quedando aplastada bajo el peso de uistema de gobierno corrupto y obsoleto que daba todas la

ventajas a los aristócratas y extraía hasta el último sueld

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de los monederos de los pobres. Era sumamente necesarilgún tipo de reforma, pero los aristócratas y la iglesia s

negaban a renunciar a sus privilegios y el rey —rodeador todas partes de nobles aduladores— no quiso poner e

ráctica las reformas que la inmensa mayoría de su pueblstaba pidiendo a gritos. La voz del pueblo se hizo oír eas enojadas multitudes que se congregaban en todas laiudades y en la enorme avalancha de breves tratadoolíticos que llenaban las librerías y bibliotecas. La mayoarte de dichas publicaciones era poco más que jerigonza,apoleón se concentró en aquel último panfleto con poca

xpectativas de aprender algo que valiera la pena. En urimer momento, su estilo seco estuvo a punto d

disuadirlo, pero al cabo de unas cuantas frases el autoxponía con audacia que la era de los reyes hab

erminado. Eran tantos los avances en las ciencias, ducación, la filosofía y las relaciones sociales que ropio concepto de monarquía era un anacronismo qu

ningún Estado que se considerara civilizado debía tolerar.Aquélla era una posición que superaba el propi

ensamiento de Napoleón. Muy recientemente, él haboncluido que muchas de las casas reales europeas eran taorruptas que era necesario que desaparecieran y fueraeemplazadas por algo más eficiente, honesto y justo. Perl había imaginado dichos reemplazos en términos de u

istema de monarquía más ilustrado. La idea de que

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roblema fuera la monarquía en sí misma cayó sobre smaginación como un rayo.

Se llevó el delgado libro a una mesa junto a la ventany se sentó a seguir leyendo con la luz que penetraba a travé

del sucio cristal. Al final de la introducción, figuraba eutor: «[...] por el ciudadano Schiller, con el espíritu de ibertad, la fraternidad y la igualdad».

Ciudadano Schiller. Napoleón fijó la vista en aquellaalabras. Un ciudadano, no un súbdito. ¿Cómo sería vivir e

un mundo donde los hombres vivieran con libertad gualdad? ¿Un mundo donde las aptitudes innatas y no rosperidad heredada determinaran las posibilidades de undividuo? Todos los mezquinos desprecios y tormento

que Napoleón había soportado a manos de los aristócratadurante los años que pasó en Brienne, en la Escuela Milita

de París y en el comedor de oficiales en Valence, sgolparon en su mente como una enorme ola negra. Sintió arrollado por la vergüenza de ser tratado como a unferior social. Ciudadano Schiller...

¿Y por qué no ciudadano Buona Parte algún dí

uando pudiera mudar la piel de sus orígenes y ser juzgador lo que había debajo? Siguió leyendo toda la mañanhasta que pasó la última página; entonces miró por ventana, hacia el mundo frío y gris de la sucia calle del otrado.

 —Una lectura que te hace pensar, ¿no es cierto?

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Al volverse, Napoleón vio que monsieur Cardin habdejado la pequeña mesa de la tarima que le proporcionabuna visión general de la biblioteca y se hallaba a pocoasos de distancia, colocando en las estanterías unos libro

que habían devuelto. El hombre sonreía y sus ojos brillabaras sus lentes. —Este tal Schiller escribe con el cerebro además d

on el corazón —coincidió Napoleón—. Eso me gusta. —Sí, es poco frecuente que las dos facetas trabaje

odo con codo y no se contradigan la una a la otra. —De todos modos —reflexionó Napoleón—, un

osa es escribir sobre un futuro así en términos abstractoEl verdadero problema es hacer que suceda. Me pregunto ste hombre lo ha pensado detenidamente; este tiudadano Schiller, si es que éste es su verdadero nombre

 —No lo es. —Monsieur Cardin le dirigió una brevonrisa—. ¿Cree usted que un hombre que propugnarbiertamente el contenido de ese panfleto se libraría de ersecución bajo nuestro sistema actual?

 —Es una lástima. Me gustaría discutir con él es

ema más a fondo. —¿Y por qué no lo hace? —le dijo monsieur Cardin voz baja.

 Napoleón lo miró y, a continuación, echó un vistazor la biblioteca. Había unos cuantos clientes leyendo

urioseando las existencias, pero ninguno se hallaba l

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astante cerca como para poder oírlos. Volvió de nuevo ltención hacia monsieur Cardin.

 —¿Usted sabe quién es? —Lo he conocido, y sé dónde va a hablar pasad

mañana. Napoleón entornó ligeramente los ojos. —¿Por qué me está contando esto? —Dijo que le gustaría discutir el panfleto con él. —

Monsieur Cardin se encogió de hombros—. Está de visin la capital durante unos días. Creí que podría interesarle

 Napoleón receló de inmediato. ¿Acaso se trataba dlguna especie de prueba a su lealtad? En ese caso, l

mejor que podía hacer era representar el papel que ssperaba de él.

 —Soy un oficial del rey. Podría informar de esto a la

utoridades. De hecho, por lo que usted sabe, podría ser unformante de la policía.

Monsieur Cardin se rio. —Teniente Buona Parte, usted es poco más que u

niño. No es ningún espía. Lo he visto venir aquí casi

diario durante las últimas tres semanas. No lee otra cosque no sean textos políticos radicales, y yo he disfrutadon las palabras que hemos intercambiado durante esiempo. Creo tener buen ojo para la gente, y puedo dec

que usted es un alma gemela, políticamente habland

Partiendo de esta base, no, no creo que informara sobre m

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demás, ¿de qué hay que informar? Se trata de una pequeñeunión, poco más que un círculo de debate y discusió

donde se intercambian ideas. Admito que las autoridadeodrían no aprobarlo, pero eso es todo. Siempre y cuand

stas cosas se mantengan en la intimidad y no suponganinguna amenaza, pueden tolerarse. Así pues, ¿le interesonocer a Schiller?

 Napoleón cogió el panfleto mientras consideraba ferta. Para un oficial de tan baja categoría que apena

había iniciado su carrera, sería una imprudencia que lvieran asistiendo a una reunión de radicales, por poca gentque ésta pudiera convocar. Al ejército no le parecería nadien, y toda perspectiva de una carrera brillante s

desvanecería para siempre. —No, no puedo correr el riesgo. —Napoleón s

evantó y se alisó la chaqueta del uniforme—. Debmarcharme, monsieur. Tengo una cita a la que no puedermitirme el lujo de fallar.

 —Estoy seguro —repuso el otro hombre con unonrisa—. Pero si cambiara de opinión, vuelva a las och

de la tarde, pasado mañana. Napoleón se dio la vuelta para abandonar stablecimiento, consciente de que estaba siendbservado durante todo el camino hacia la puerta. Una veuera, respiró hondo y se alejó rápidamente de

iblioteca. Al principio decidió no regresar más, no volve

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ver ni a hablar con Jean Cardin. No era prudente que lvieran con ese hombre. Entonces, un escalofrío dreocupación le recorrió la espalda. Supongamos que iblioteca ya se hallaba bajo vigilancia. Supongamos que l

habían visto entrar en la biblioteca regularmente durante laúltimas semanas. Tal vez estuviera ya en la lista de alguieomo sospechoso radical. Quizá lo estuvieran vigilando equel mismo instante.

Al pensar en ello, Napoleón sintió un fuerte impulsde detenerse allí mismo en la calle y mirar atrás conerviosismo para comprobar si lo seguían. Resistió mpulso y lo que hizo fue seguir andando hasta que llegó

una panadería. El escaparate estaba lleno de cestos de pan andejas de pastas. Entró y fingió que miraba la mercancn tanto que los demás clientes hacían cola para compra

Tenía la cabeza inclinada hacia las tartas, pero miraba haca calle. Unas cuantas personas venían por la mism

dirección en la que antes había ido él y los examintentamente, descartando a un anciano con una joven que seía agarrada del brazo y a tres pilluelos que perseguían u

ro por el sumidero. Entonces dirigió la mirada hacia uoven de rostro cetrino, unos cuantos años mayor que évestido con una insulsa chaqueta marrón y un sombrero dandil de color negro encasquetado de forma que le tapabasi toda la frente. Era el tipo de hombre que

ncontrarías en cualquier calle de París.

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Sin mirar ni una sola vez a Napoleón y sin echar niquiera un vistazo al escaparate de la panadería, el hombrasó de largo. Napoleón suspiró aliviado. Decidió que sstaba comportando como un idiota, como un paranoic

edomado. ¿Qué posible interés podría tener la policarisina en las opiniones políticas de un modesto oficial drtillería? Compró una empanada de carne, salió de anadería y regresó paseando a su hotel a través de lastrechas calles.

Se detuvo a poca distancia de la lúgubre entrada Pays Normande y observó la calle. No había más que unouantos transeúntes y ningún indicio de que lo estuvieraiguiendo o vigilando el hotel. Napoleón sintió que parte da tensión se desvanecía de su cuerpo cuando salió

descubierto, entró en el hotel y subió al desván.

En la intimidad y seguridad de su pequeña habitacióoda su anterior preocupación le pareció absolutamenrreal y se rio de sí mismo. De todas formas, cuandquella noche dejó el hotel para ir en busca de una cenrugal, no pudo resistir la tentación de mirar a uno y otr

ado de la calle antes de ponerse en marcha.

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CAPÍTULO XLII

A la mañana siguiente, Napoleón se levantó al alba. A

mediodía tenía una cita con un funcionario subalterno en Tesoro, y quería cerciorarse de tener bien grabados en memoria todos los detalles del conflicto. Sacó la carterde debajo de la mesa y, una vez más, leyó la copia deontrato de su padre por el que había entrado en pugna co

l gobierno francés para conseguir la subvención de lantación de moreras. Napoleón fue tomando notas en uequeño cuaderno mientras leía los papeles. Al final, sonvenció de que dominaba todos los detalles y de quodía utilizarlos para apoyar los argumentos que ten

reparados. Napoleón volvió a meter cuidadosamente todoos documentos y el cuaderno de notas en la cartera, fue uscar un poco de agua fría para lavarse y luego se vistion su mejor guerrera. Peinó sus cabellos lacios que llegaban hasta el hombro y los sujetó en una pulcra coleon un pequeño lazo antes de ponerse el sombrer

Complacido con lo que vio reflejado en el espejo, cogió sartera y se puso en camino hacia las oficinas del Tesorn la Place Merignon.

Un pequeño arco daba a un oscuro patio, en cuyxtremo más alejado unos cuantos peldaños conducían

vestíbulo principal, que se hallaba abarrotado de hombres

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a espera de que llegara la hora de su cita con variodministrativos y funcionarios superiores. Napoleón le diu nombre al empleado que había frente a una pequeñ

mesa situada a un lado de la escalera, y tomó asiento par

guardar su turno. Había llegado con casi una hora dntelación porque no quería perder su oportunidad dresentar la demanda de su familia si las citas anterioreerminaban antes de lo previsto. Mientras esperabbservó a la gente que lo rodeaba: un enojado sector de ociedad francesa. Allí había de todo, desde modestoenderos a prósperos comerciantes. Bueno, casi de todensó. No había aristócratas. Debían de ser demasiadoderosos como para tener que tratar con los funcionario

del Tesoro.El alboroto estaba salpicado por fragmentos d

onversación que Napoleón escuchó con atención y, eanto que había otras personas reclamandndemnizaciones, la mayoría de la charla giraba en torno a última serie de aumentos en los impuestos que exigía

gobierno. Reinaba un humor de latente indignación y

viciada atmósfera de la sala de espera le recordó apoleón a un sofocante día de verano, cuando la tormenstá a punto de estallar. De vez en cuando, aparecía umpleado en la galería de lo alto de la escalera, una mare

de rostros se alzaban para mirarlo esperanzados y él dec

us nombres.

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Llegó y pasó la hora de la cita de Napoleón, que ya nodía soportar seguir sentado en el duro asiento de mader

Se metió la cartera debajo del brazo, bien sujeta, se abriamino como pudo entre el gentío hacia la entrada d

dificio y se apoyó en una columna al lado mismo de uerta, donde pudiera respirar aire fresco y a la vez oír si llamaban. En el exterior, el cielo estaba gris y habmpezado a caer una leve llovizna. Al otro lado del arco

gente pasaba apresuradamente, hundiendo la cabeza en uello de sus abrigos para protegerse del frío y la humeda

 —¡Buona Parte! ¡Monsieur Buona Parte! Napoleón se dio la vuelta rápidamente. El emplead

de la galería estaba diciendo su nombre. Napoleón se abriamino a empujones por entre la multitud, se dirigió hacas escaleras y se obligó a subirlas de una en una par

cercarse al empleado. —¿Buona Parte? —Sí. —Sígame.El empleado lo llevó por un estrecho pasillo d

xtremo más alejado de la galería. Al final del pasillo, hiz

ntrar a Napoleón en una pequeña estancia, lo bastangrande para que cupieran en ella una mesa y dos sillas. Laaredes estaban cubiertas de estantes llenos de carpetatadas dispuestas en ordenados montones. Una de esaarpetas estaba abierta sobre la mesa y, echando un vistaz

su contenido, había un hombre delgado de avanzada edad

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abello entrecano. Llevaba unas gafas que descansaban eo alto de su cabeza.

 —Siéntese —le ordenó sin levantar la mirada. Napoleón tomó asiento en la otra silla, abrió la carter

y sacó los papeles. —Silencio, por favor. Estoy intentando concentrarme Napoleón se quedó quieto y esperó a que

uncionario terminara su lectura. Al final, el hombre cerra carpeta, se echó hacia atrás, volvió a ponerse las gafaobre el hueso de la nariz y miró a Napoleón con uarpadeo.

 —¿Monsieur Buona Parte? Creía que era usted mayo—Deslizó el dedo por las notas que había en la cubierta da carpeta—, ¿Trabaja en los tribunales de Ajaccio?

 —Ese era mi padre, Carlos —explicó Napoleón—

Murió hace unos años. Yo soy su hijo, Napoleón BuonParte. Sigo adelante con su demanda de indemnización.

 —¿Ha venido desde Córcega para ocuparse de esto? Napoleón asintió con la cabeza. —Bueno, pues me temo que todavía no he localizad

odos los documentos relacionados con su demanda. Napoleón contuvo su rabia y frustración. —Esto es intolerable. Quiero que mande a alguien

uscarlos ahora mismo. —No puedo hacer eso. Mis empleados está

umamente ocupados. La búsqueda de estos documento

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endrá que esperar hasta que uno de los hombres quedibre para llevar a cabo la tarea.

 —¿Y cuándo será eso? —No sabría decirle. Puede que sea cuestión d

emanas, o de meses. —Es inadmisible. No puedo permitirme el lujo dsperar aquí tanto tiempo.

 —Eso es decisión suya, monsieur Buona Parte. Peri no sigue con su demanda en persona no puede culpar

Tesoro por no dar prioridad a su petición. Le sugiero quvuelva en, digamos, dos semanas.

 —¿Dos semanas? —Napoleón le lanzó una miradulminante—. Mi familia ya está endeudada. Y la deuda nara de aumentar, gracias al Tesoro. Exijo que haga algo aespecto inmediatamente.

El funcionario se lo quedó mirando fríamente. —Puede exigir usted lo que quiera. Haré que uno d

mis empleados busque este archivo cuando haya tiempPero en mi despacho no me va a dar órdenes un provinciandvenedizo. Y ahora, monsieur Buona Parte, si no l

mporta, tengo otros asuntos urgentes que atender. Lugiero que concierte otra cita para venir a verme dentro ddos semanas. Puede que para entonces ya tenga noticiaara usted.

 —¿Y si no las tiene?

 —Entonces me temo que tendrá que esperar un poc

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más de tiempo. Napoleón se puso de pie, cogió bruscamente

ontrato y metió los papeles en la cartera. —Esto es un ultraje. Me quejaré a través de lo

onductos más elevados que me sea posible. —Hágalo, por favor. Y ahora, que tenga un buen díaeñor.

 Napoleón no respondió, se dio la vuelta y salió de habitación como una furia, volvió por el pasillo, bajó vestíbulo y salió a la calle, donde la lluvia se habonvertido en un constante aguacero que silbaba al caeontra los adoquines. Torció en dirección a su hotel, s

metió la cartera bajo el brazo y se marchó de allí a grandeancadas, con una expresión ceñuda, de amarga ira rustración, grabada en su rostro.

A una corta distancia por detrás de él, una figura separó de la multitud que miraba a un titiritero callejero chó a andar detrás del joven oficial de artillería.

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CAPÍTULO XLIII

Al caer la tarde, Napoleón ya se había calmado, aunqu

n su interior seguía ardiendo de indignación. Al salir de shotel para dar el paseo de todas las tardes y buscar algúugar donde comer algo, se encontró con que la lluvia habesado por fin y el aire era frío y vigorizante. Unos finoirones de nubes plateadas tapaban a medias una lun

rillante. En torno a él, la calle mojada centelleaba bajo álido resplandor de la luz que se escapaba por las ventanauntó las manos a la espalda y empezó a andar en direcciól centro de la ciudad. El apetito le había abandonado, d

modo que caminó durante largas horas, pasando junto a lo

magníficos edificios y monumentos de la capital hasta quya entibada la noche, se encontró entre el gentío qudeambulaba por la columnata del Palacio Real. Era uno dos lugares predilectos de los jóvenes de París, que seunían allí a beber y flirtear y, tal vez, si les daba la venelear. La oscura columnata que corría a lo largo dealacio también era el dominio de un pasatiempo máensual y, al pasar por allí, Napoleón hizo caso omiso das insinuaciones de las prostitutas sentadas en lascaleras o apoyadas en las columnas.

Se aproximaba al final de la columnata cuando vio un

orma menuda encorvada contra la base de un frío frontó

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de piedra. Era una jovencita de la calle que se habdormido sentada, apoyada en la piedra. La chica tenía ostro echado hacia atrás y ladeado, y la luz de la luna l

daba una belleza etérea, fría y azul que atrajo la atención d

apoleón, que se detuvo a mirarla. Se dio cuenta de que hica era una preciosidad. Su larga melena oscura ndulada caía en mechones sobre una capa de un color grpagado. Tenía los labios carnosos, los pómulos altos

unas cejas finas sobre sus largas pestañas. Napoleón sintiun repentino deseo por ella en la boca del estómago que logió desprevenido. Perturbado por su espontáneensación, estaba a punto de arrancar su mirada de ella lejarse cuando la joven parpadeó, abrió los ojos y se pasa punta de la lengua por los labios con delicadeza par

humedecerlos. Cuando se despertó del todo, la muchach

e dio cuenta inmediatamente de la delgada figura dficial de artillería que la miraba desde una corta distanc

y le sonrió. —Hola, guapo. ¿Está buscando a alguien? —dijo co

un ceceo.

 —¿Yo? —balbució Napoleón—. No, no, sólo estoaminando. —¿En serio? —ella se rio, revelando una buen

dentadura—, Creía que la gente se movía al caminar. Napoleón se ruborizó, pero tomó aire rápidamente

ecobró la compostura.

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 —Me había detenido a admirar... —A mí. Me estaba admirando a mí. —Se levantó de u

alto y se acercó a él rápidamente, señalándolo con el ded—, ¡Vamos, admítalo!

La joven se rio con un suave gorjeo tan contagiosque Napoleón no pudo evitar imitarla al cabo de umomento.

 —De acuerdo, me rindo. La estaba mirando. —Por supuesto. —La muchacha lo examinó co

stucia—. ¿Le gustaría tener un poco de compañía, señor? —Me llamo Napoleón. —Napoleón. —Ella asintió—, ¿Y cómo le gustarí

lamarme? Napoleón quedó desconcertado un instante antes d

esponder:

 —Me gustaría llamarla por su nombre.Ella se encogió de hombros.

 —Como quiera. Me llamo Annabelle. —Annabelle. Encantado de conocerla. —Le tendió

mano y ella se la tomó con una sonrisa burlona. Napoleó

e dio un apretón formal pero, cuando su mano se relajó, de la chica siguió sujetándola y no se la soltó. —Así pues, ¿adonde va a llevarme, Napoleón? —¿Llevarla? Bueno, no había pensado... —Tengo hambre. Y usted parece necesitar compañía

Vamos a buscar algo de comer primero.

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 —No sé si me lo puedo permitir. —No pasa nada. Sé un lugar donde el precio es mu

azonable. —Deslizó la mano bajo el brazo de Napoleón e sonrió—, Después... bueno, ya veremos.

* * * 

 Napoleón se despertó con un sobresalto cuando larimeras manchas grises del amanecer se extendieron poa habitación. Estaba desnudo. Lo notó enseguida. Tambié

notó la carne cálida de otra persona acurrucada contra

urva de su cuerpo, y él tenía la mano sobre su cadera. Eun primer momento, la extrañeza de la situación lo asustuego afluyeron a su mente todos los detalles de la nochnterior. La comida barata que había comprado para los don una pequeña posada. La naturalidad de la conversación l hecho de que la muchacha lo había hecho reír para luegoco a poco, arrancarle sus ambiciones, que escuchó covido interés... o eso parecía, reflexionó él. Después habíaaminado cogidos del brazo de vuelta a su hotel mientras isa de la joven y la animada charla resonaban por las callescuras. Luego, en la habitación, a la luz de una sola vel

e habían desnudado en incómodo silencio antes de qu

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apoleón contuviera el aliento ante la visión de un cuerpemenino desnudo de pie frente a él. Ella se habstremecido y metido en la cama. Tras una brev

vacilación, Napoleón la había seguido bajo la manta y s

había encogido cuando ella lo envolvió con su cuerpo. —Es su primera vez, ¿verdad? —le había preguntadn voz baja.

 —No. —Si usted lo dice. Pues venga, pedazo de amant

veamos de qué está hecho... Napoleón sonrió al recordar el acto sexual; tierno

nervioso al principio, antes de rendirse al torrente dlacer animal que fluyó por su cuerpo hasta alcanzar xtático estallido de cosquilleante energía del climax y gradable y relajante sensación de abandono despué

Luego el sueño, acurrucado con ella, con la cabeza apoyadn la suave carne entre su hombro y su pecho.

La joven se movió, abrió la boca y bostezó. Luego sasó la lengua por los labios resecos y abrió los ojos co

un parpadeo.

 —Estoy hambrienta. ¿Tiene algo de comer? —Allí hay un poco de pan. —Napoleón señaló la únicmesa de la habitación, bajo la ventana. Fuera hacía unmañana despejada y luminosa y un pálido haz de luz caobre la mesa, iluminando la caja de madera dond

apoleón guardaba la comida para protegerla de los ratone

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—. También hay un pastelito. Te lo traeré. —Ya voy yo. —Se deslizó fuera de las mantas y fu

hacia la mesa con paso suave mientras Napoleón la mirabSe comió primero la pasta, ávidamente. Luego se termin

l pan y cogió su ropa, que estaba colgada en el respaldo da silla. —¿Adonde vas? —Napoleón se incorporó apoyándos

n el codo. —A casa. Tengo que ir a casa. Mi hombre se preocup

i no vuelvo por la mañana. —¿Estás casada? —Más o menos —respondió ella, alisando su mu

aída enagua—. Dentro de pocas semanas, nos van a dar endición.

 Napoleón estaba horrorizado.

 —¿El sabe... esto? —¡Dios, pues claro! —¿Y no le molesta? —Napoleón apartó la mirada d

a joven—, A mí me molestaría, si fueras mía.Ella interrumpió lo que estaba haciendo y le sonrió.

 —Muchísimas gracias, teniente. Eso que ha dicho emuy bonito. Pero claro, para usted es fácil. Mi hombre eun tejedor de seda y el gremio tiene problemas. Hace máde un año que perdió el trabajo y tuvimos que venir a Parara intentar encontrar otro. Aquí no es que haya much

rabajo, precisamente. Uno de los dos tiene que gana

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dinero, de modo que... —se encogió de hombros— aqustoy.

 —¿De dónde eres? —De Lyon.

 —Entiendo. —Napoleón se revolvió, incómodo, y subrió mejor con las mantas—. ¿Y no puedes hacer otrosa?

 —¿Como qué? —replicó ella con un gesto dmpotencia—. No sé hacer nada, aparte de complacer a lo

hombres, y necesitamos comida, alojamiento, y eso antede que tengamos que arreglárnoslas con todos esoumentos de los impuestos. Apenas logramos sobrevivsí. No espero que lo entienda.

 Napoleón estuvo a punto de protestar. Al fin y al cabol único motivo por el cual él estaba en París era porque s

amilia se enfrentaba a la ruina a menos que pudieraonvencer al gobierno de que cumpliera su acuerdo inicia

Pero las dificultades que afrontaba la familia Buona Pardistaban un abismo de la lucha por la supervivencia a la quhacían frente aquella chica y su hombre.

Ella había terminado de abrocharse los botones dencillo vestido que llevaba, y completó su atuendo con ugrueso mantón que la pasada noche llevaba sobre lohombros, pero que entonces se sujetó bien por encima dabello. Se puso las botas, se ató los cordones y se acerc

de nuevo a la cama.

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 —Ahora tiene que pagarme, teniente. —¿Pagarte? —Napoleón se ruborizó—. Sí, po

upuesto. Discúlpame.Se levantó de la cama, envolviéndose con la manta,

ue a por su chaqueta que estaba tendida sobre el arcón dviaje.Rebuscó en el bolsillo hasta que sus dedos se cerraro

n torno al monedero. Lo sacó, abrió el cierre y miró lamonedas que había dentro.

 —¿Cuánto es? —Cinco francos, señor. Pero se agradecería algo máEl asintió con la cabeza y contó cinco francos; s

detuvo un momento y contó cinco más antes de acercarsella y colocar el dinero en su mano extendida.

 —Vete de esta ciudad, Annabelle. Regresa a Lyon

Vete al campo, pero sal de París. Busca algún lugar dondstablecerte con tu marido y deja esta vida.

Ella pareció dolida. —Creía que lo habíamos pasado bien. —Y así es. Yo me lo pasé bien. Ha sido la mejo

noche de mi vida. —Napoleón fue a tomarla de la mano e le cayó la manta, revelando su cuerpo desnudo y su penque despertaba de nuevo a la vida. Se rio, tratando ddisimular su vergüenza—, ¡Aquí tienes la prueba de minceridad!

Entonces ambos se rieron y ella se inclinó y lo bes

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n la boca. —Adiós, teniente. Le deseo lo mejor. Quizás algú

día ambos encontraremos un hogar tranquilo en el campo. —Quizás —asintió Napoleón—, Adiós.

Ella salió de la habitación en silencio, cerró la puery Napoleón oyó sus suaves pasos que cruzaban el rellano ajaban por las escaleras. Volvió a la cama y se acurrucajo la manta hasta que su cuerpo volvió a entrar en calo

La almohada todavía retenía el olor de la joven y Napoleóerró los ojos, respiró aquella fragancia y dejó que s

mente volviera a la emoción de la noche anterior.

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CAPÍTULO XLIV

 Napoleón se levantó por fin y se vistió mientras un

ampana daba las once. Se sentó a la mesa y redactó unarta para el ministro de Guerra, Jean-Baptiste d

Gribeauval, explicándole que el Tesoro le estaba ponienddificultades con la demanda de indemnización para samilia y que, por consiguiente, necesitaba solicitar otro

eis meses de prórroga de su permiso. No se haclusiones de que al ministro de Guerra lo complacieronceder otro permiso más a un oficial tan primerizo. Ain y al cabo, todavía no había servido con su regimient

más de un año. Sin embargo, era lo único que Napoleó

odía hacer a esas alturas. En cualquier caso, el dinero ne duraría mucho más tiempo y se vería obligado a regresaCórcega. No estaba particularmente deseoso de informa

de su fracaso en París. Su furia contra la corrupción y neficacia del gobierno se veía avivada por la aún máxtendida desigualdad entre la absoluta miseria de la

masas y la irresponsable suntuosidad de los aristócratas os de su círculo. Algo tenía que cambiar. No obstantequé posibilidad de cambio había cuando el ejército s

mantenía alerta, listo para aplastar cualquier expresión ddescontento por parte del oprimido y desesperado puebl

de Francia? ¿Qué se podía hacer con aquella situación?

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En cuanto terminó la carta, Napoleón la copió de umodo que resultara más legible y la selló. Se la metidebajo de la casaca y se encaminó hacia las oficinas dMinisterio de Guerra, donde le entregó la carta a u

mpleado y le facilitó la dirección de su alojamiento parque le enviaran allí la respuesta. Volvió a salir y anduvo poas calles, absorto en sus pensamientos sobre el estado d

mundo que lo rodeaba, sin ser apenas consciente dmagnífico clima que había abrazado París y que infundmejor humor a sus habitantes tras el frío y la humedad das semanas anteriores. Al levantar la mirada, Napoleóayó en la cuenta de que pasaba por la calle en la qu

Monsieur Cardin tenía su establecimiento. Se detuvo coun sobresalto y echó un vistazo a su alrededor, pero neconoció ningún rostro de la calle y siguió adelante a tod

risa.Para cuando encontró una casa de comidas bara

donde cenar, los pensamientos de Napoleón habían vueltl panfleto que había leído hacía dos días. Los argumentoluían por su mente con la fuerza irresistible de un gran rí

El autor, el ciudadano Schiller, utilizaba la lógica como suera un arma y derribaba cualquier cosa que tuviera en sunto de mira, ya fuera la monarquía, la Iglesia o ristocracia. Debía de ser una persona muy interesanteflexionó Napoleón. Y aquella noche iba a hablar en e

stablecimiento de monsieur Cardin. Lo pensó tan sólo u

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momento y la decisión llegó inmediatamente.Cuando en uno de los relojes de la ciudad dieron la

cho, Napoleón salió de entre las sombras frente a iblioteca y cruzó rápidamente la calle al tiempo qu

dirigía un último vistazo preocupado alrededor parerciorarse de que nadie le observaba. La biblioteca shallaba casi a oscuras, sólo una diminuta luz trémuarpadeaba en lo más profundo de su interior. Sin embargo

ya había otros hombres dentro. Los había visto llegar desdl otro lado de la calle, de uno en uno o en pequeño

grupos. Napoleón fue a coger el picaporte, pero sin dudlguien había estado montando guardia, porque la puerta sbrió al acercarse.

 —¡Entre, deprisa! —le susurró monsieur Cardin.Cuando la puerta se cerró tras él, Napoleón vio un

equeña vela que ardía con luz parpadeante en la mesa dropietario, situada en la parte trasera del local. Pero n

había ni rastro de los hombres que habían entrado antes qul.

 —Por aquí, teniente. —Un brazo lo empuj

uavemente hacia la vela—. Tenía la esperanza de quviniera. —Sólo para escuchar —repuso Napoleón—. M

nteresan las nuevas ideas. Eso es todo. No voy a formaarte de una conspiración.

 —Por supuesto que no. ¿Por quién nos ha tomado

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Sólo somos un pequeño círculo de librepensadoreCualquier sociedad civilizada nos toleraría. Peramentablemente, no estamos viviendo tiempos civilizado

De modo que tenemos que debatir en la intimidad. Po

quí, teniente. Arriba, por las escaleras.Su brazo ensombrecido señaló los primeros escalonen un hueco que había detrás de su mesa.

 —¿Adonde conduce esto? —preguntó Napoleón coecelo.

 —A mi almacén y oficina. Está rodeado por tres ladoor el negocio de las costureras. Sólo hay una ventana, qustá cubierta para que la intimidad sea absoluta.

 Napoleón movió la cabeza en señal de asentimiento ubió por los estrechos peldaños. La escalera dobló sobrí misma y fue a dar a una puerta por debajo de la cual s

scapaba una franja luminosa proveniente de la habitacióque había al otro lado. La puerta se abrió, bañando scalera de luz, y un hombre le hizo señas para que pasarapoleón entró en la estancia. Era, como monsieur Card

a había descrito, un sencillo almacén. Pero era grande

arecía ocupar el mismo espacio que la biblioteca situadusto debajo. Las paredes estaban cubiertas de montones dibros. En una esquina, había una pequeña prensa y unailas de hojas de papel cortado se hallaban listas para pastravés de la máquina. El centro de la estancia estab

cupado por dos mesas largas que se habían colocad

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untas, en torno a las cuales había dispuestos los asientoCasi todos estaban ocupados por hombres bien vestidos

apoleón los tomó por abogados, banqueros y gente por stilo.

 —Bienvenido, teniente —dijo el hombre que habbierto la puerta, y Napoleón se volvió hacia él. —Reconozco su cara. Usted debió de seguirme hac

dos días cuando salí de aquí. —Sí —sonrió—. Le he estado vigilando de cerc

desde entonces. Teníamos que asegurarnos de que no erusted un informante. No parece muy probable que ugente del rey fuera tan insensato como para llevar u

uniforme del ejército, pero teníamos que estar seguros. —Le tendió la mano—. Permítame que me presente, so

ugustin Duman. Tome asiento, por favor. La reunión est

punto de empezar. Napoleón se sentó cerca de la puerta. No pod

onfiar en unos hombres que se tomaban tantas molestiaara reunirse en secreto y quería tener una ruta rápida paralir de la habitación si resultaba necesario huir. Monsieu

Cardin se sentó a un lado de Napoleón y Duman en el otrla cabecera, claramente iluminado por los candeleraolocados a lo largo de las dos mesas, se sentó un hombruyos rasgos eran similares a los de Duman. Llevaba uneluca empolvada y poseía una expresión inteligent

unque severa. Apretó el puño y golpeó la mesa con él.

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 —Da comienzo la reunión.Los demás guardaron silencio al instante y s

volvieron hacia la cabecera de la mesa. El hombre de eluca asintió con la cabeza.

 —Gracias, ciudadanos.Hizo una pausa y dirigió la mirada hacia Napoleón. —¿Y éste es nuestro nuevo hombre, el teniente d

rtillería?Monsieur Cardin carraspeó y se inclinó hacia delant

ara ver mejor al hombre sentado en el otro extremo. —Ciudadano Schiller, el teniente ha venido par

scuchar y observar. No se ha comprometido de ningúmodo con nosotros.

 —De momento —repuso Schiller con una sonrisa—o obstante, espero que la fuerza de nuestros argumento

o convencerá para que pronto se una a nosotros. Napoleón no dijo nada y permaneció quieto. —Tengo entendido que leyó mi panfleto, ¿no? —Sí, señor.Schiller sonrió.

 —Aquí nos dirigimos unos a otros como «ciudadanoFuera en las calles seguimos siendo súbditos y tenemoque respetar el rango, pero aquí nos reunimos comguales. De manera que es ciudadano Schiller.

 —Sólo estaba siendo respetuoso —respondi

apoleón.

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 —Parecía deferente. No habrá deferencia en la nuevFrancia, ciudadano Buona Parte. No se tolerará deferencia. No podemos permitirnos tolerarla, no vaya rrastrarnos de nuevo al pasado, es decir, al gobierno d

muchos en manos de unos pocos. ¿Lo comprende? —Lo comprendo, ciudadano. —Napoleón movió abeza en señal de afirmación—. No obstante, está clar

que hay diferencias entre los hombres, diferenciapreciables. Es el orden natural.

 —Estoy de acuerdo. ¿Pero justifica eso las enormedesigualdades entre los hombres, y entre las mujeres, usted quiere? Si descartamos a Dios por el momento, lohombres hicieron la sociedad tal como es. Pueden hacerde otro modo sin ningún problema, hacerla mejor. Amenos eso lo admitirá usted.

 Napoleón dijo que sí con la cabeza. Era un argumentazonable. Lo que no estaba tan claro era lo difícil quesultaría convencer a la gente de Francia de que descartarDios. Entonces se le ocurrió un tema más pragmático.

 —Suponiendo que el viejo orden se venga abajo. ¿Qu

ería exactamente lo que lo sustituya?Augustin Duman se inclinó hacia delante e intervino: —La democracia. —¿La democracia? ¿Y cómo se manifestar

xactamente esta democracia?

 —Como desee el pueblo —continuó diciendo Duma

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n quien el idealismo daba más fuerza a su voz—. Surgirun orden de sus deseos y deliberaciones. Un orden que sercordado y constituirá un magnífico ejemplo para loprimidos de otros países.

 —Entiendo. —Napoleón mantuvo un tono neutro—La gente común y corriente será racional y decidirá mejor forma de gobierno.

 —Exactamente. Napoleón sonrió. —No es mi intención ser descortés pero, ¿alguna ve

han conocido a la gente común y corriente? Es que dudque ustedes comprendan cómo son.

Duman se llevó la mano al pecho. —Son personas, igual que nosotros. —No son como nosotros, ciudadano Duman. Son u

ebaño de ignorantes que necesitan que alguien los dirijEn este mundo hay cabezas más sabias a las que se debonfiar un gobierno sólido. Un gobierno ilustrad

Hombres como los que están sentados alrededor de esmesa. Usted parece un hombre culto.

Duman se enderezó un poco y miró a Napoleón. —Soy abogado.Schiller golpeó la mesa con los nudillos.

 —¡Augustin! Ciudadano Duman. Es suficiente. Eeniente no ha prestado juramento. No dará ningún detal

onfidencial sobre los miembros de nuestra sociedad. Es

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ncluye sus profesiones. Napoleón intuyó en Schiller a otro abogado,

mientras pasaba la mirada de Schiller a Duman, volvió lamarle la atención su similitud en cuanto a su aspecto

us formas.Schiller volvió la mirada hacia Napoleón. —El ciudadano Buona Parte tiene razón.Los demás se movieron incómodamente y uno d

llos empezó a hablar, pero Schiller alzó la mano parilenciarlo.

 —Tiene razón hasta cierto punto. La gente requeririerta dirección durante los primeros años del nuevo orde

Hasta que no estén totalmente politizados y educados, nueden esperar saber lo que más les conviene. Será

vulnerables a la retórica de los hombres cínicos

nteresados. Dependerá de los hombres como nosotroguiarlos a través de este período difícil y peligroso.

 —¿Peligroso? —inquirió Napoleón—, ¿En quentido?

 —Cualquier cambio en la sociedad de la magnitud d

que prevemos no llegará de forma pacífica. Es de esperaque el antiguo régimen luche para aferrarse a su poder yus privilegios. Habrá derramamiento de sangre. Es recio que debe pagarse; hay que enfrentarse a una durunque necesaria realidad. ¿No está de acuerdo, ciudadan

Buona Parte?

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Parecía una propuesta muy realista. —Si hay violencia, la cuestión que me preocupa e

semejante pérdida de vidas justifica los fines? —preguntapoleón.

 —Eso tendrían que decirlo los filósofos, ciudadanBuona Parte. A nosotros nos concierne la pragmáticaQuién se acordará de los muertos cincuenta años despué

del establecimiento de un nuevo orden? Sus muertes haráosible la prosperidad eterna para una generación tras otr

de sus herederos. Los múltiples sufrimientos de nuestrra perecerán con ellos. ¿No es un sacrificio que vale ena hacer?

 —Creo que eso tendría que decirlo la gente a la qustán pidiendo que haga el sacrificio —repuso Napoleó

—. En cuanto a mí, soy un soldado, no un civil. La muer

s una parte inevitable de mi profesión. El sacrificio elgo que se espera de un soldado.

Schiller lo apuntó con el dedo. —Razón por la cual debe estar preparado cuand

legue el momento. Necesitaremos a hombres como uste

que estén dispuestos a matar y a que los maten para logranuestros objetivos. La elección del bando en el que luchaerá suya, por supuesto. El antiguo régimen o el nuevrden. Creo que usted no es ningún zángano estúpidiudadano. Usted es un pensador a la par que soldado, y e

uanto haya considerado lo que he dicho, sólo puede llega

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una conclusión lógica. Napoleón meneó la cabeza y se levantó de su asiento —Lo siento, ciudadano Schiller. No puedo tomar es

decisión. Ahora, debo irme antes de que oiga algo qu

ueda ponerlos aún más en peligro.Duman se levantó lentamente de su asiento y sdirigió poco a poco hacia la izquierda; Napoleón se diuenta de repente de que tal vez hubiera ido demasiadejos. No se trataba de una reunión que uno pudiebandonar sin haberse alistado a la causa. Miró a Duman uego volvió la mirada hacia Schiller.

 —Tiene mi palabra de que no diré nada sobre lo dsta noche. Mis simpatías 110 están con el gobierno, com

ya debe de saber. Sin embargo, no puedo tomar la decisióque me exige. Debo irme.

Schiller se lo quedó mirando un momento. Ltmósfera de la estancia estaba cargada de tensión apoleón tuvo miedo. Tendría que habérselo imaginado

Podía haber salido del establecimiento de Cardin y nvolver nunca más. Ahora ya era demasiado tarde para eso

Su vida estaba en manos del hombre que estaba en xtremo de la mesa. Schiller frunció brevemente los labiontes de volver a hablar.

 —De acuerdo. Confío en usted. Puede irse. Napoleón se fue alejando de espaldas a la puer

mientras todos los de la habitación le observaba

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detenidamente. Cuando llegó a la puerta y se dio la vuelara abrirla, se esperó como poco un disparo de pistola

una hoja de cuchillo clavada en la espalda. Pero no sucedinada de eso y dio el primer paso hacia la escalera.

 —Una última cosa, teniente Buona Parte —le dijSchiller desde dentro—. Antiguo régimen o nuevo ordenTendrá que tomar esa decisión, y más pronto de lo quree.

 Napoleón respondió con un leve movimiento de abeza y se volvió para descender por las escaleras streverse a mirar atrás, porque oyó que Duman se dirigía a puerta tras él. La puerta se cerró, sumiendo en scuridad la estrecha escalera.

* * * 

Al regresar al Pays Normande había una carta debajde su puerta. Por un segundo pensó que tal vez fuera d

nnabelle y en su mente se agolparon imágenes de la jovebandonando a su marido para irse con él. Cuando abrió uerta, vio que se trataba de un mensaje oficial. Su nombrstaba escrito con una bonita letra redondeada y el sello d

everso llevaba el emblema del Ministerio de Guerr

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apoleón cerró la puerta tras él, se quitó la chaqueta y ombrero y se sentó a la mesa. La luz del cielo nocturn

que se filtraba por la ventana le bastó para ver la vela y saja de yesca. Encendió la vela y se sentó para romper

ello y abrir la carta. Dentro había una breve nota formal dun empleado del Ministerio de Guerra.El ministro de Guerra acusa recibo de su car

olicitando una nueva prórroga de su permiso. Su opiniós que su presencia en París es una prueba de que hecuperado del todo la salud y la capacidad para continuau servicio en el ejército de Su Muy Católica Majesta

Por consiguiente, la petición ha sido denegada. Además, solicita y se requiere su regreso al regimiento lo anteosible, a comienzos del próximo mes de marzo a lo sum

El incumplimiento de estas instrucciones implicará

deseo de no seguir ostentando el nombramiento del rey, erá dado de baja del servicio.

Su humilde servidor, J. Corbouton, secretario deministro.

 —Mierda... —masculló Napoleón al tiempo qu

ajaba la carta. Ahora ya no tendría posibilidad dolucionar la demanda de la indemnización. En cuantvolviera al servicio, seguro que el ejército no le concedmás permisos durante años. Y con ello, su familia, eCórcega, se enfrentaba a la perspectiva de una ruina segura

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CAPÍTULO XLV

Irlanda, 1788

La nevada de la noche anterior le había dado a Dublun aspecto limpio y fresco, y unos gruesos mantos blancoe aferraban a los tejados inclinados de la capital. En caodas las casas, había un fuego encendido y las nubes d

humo que salían de miles de chimeneas se sumaban a neblina ocre que cubría la ciudad. Arthur se subió el cuelldel gabán mientras se dirigía por Eustace Street hacia astillo. Había alquilado una habitación a un fabricante dotas en Ormonde Quay, a diez minutos a pie de la puer

de Cork Hill por la que se entraba al castillo. Aún era muemprano y no había mucha gente en la calle. La nievodavía no se había vuelto fangosa y crujía suavemente bajus botas.

Se encontraban a mediados de febrero y Arthur llevab

más de diez días en Dublín, de los cuales había pasado lorimeros con unos viejos amigos de la familia, mientrancontraba un alojamiento cómodo y asequible para olo. Llevaba puesto su mejor uniforme y sombrero parausar lo que esperaba que fuera una buena impresió

rthur era muy consciente de que su alta figura, sus rizo

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astaño claro y sus modales elegantes eran uomplemento perfecto para su uniforme.

Cuando se acercó a la entrada de Cork Hill, uentinela le salió al paso y saludó.

 —Buenos días, señor. ¿Qué le trae por aquí? —Vengo para ocupar un puesto de ayudante de campn el castillo.

 —¿Su nombre, señor? —Teniente Arthur Wesley. —Muy bien, señor. Si quiere seguirme... —E

entinela se dio la vuelta y marchó a través de la puerta, coo que Arthur tuvo que apresurarse para alcanzarlo. Pasarol gran patio y torcieron inmediatamente hacia la entrada da Torre Bedford. El centinela sostuvo la puerta abierta par

que Arthur pasara y, a continuación, regresó a su puest

on paso resuelto. Un sargento se levantó de detrás de unmesa.

 —¿Puedo ayudarle, señor? —Estoy citado para ver al capitán Wilmott a las och

y media.

 —El capitán no ha llegado todavía, señor. Lcompañaré a su despacho. Puede esperarle allí, si larece bien.

Arthur subió detrás del sargento por unas escaleradespués cruzaron una puerta que daba a un largo pasill

luminado por unos cuantos tragaluces. Había despachos

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mbos lados y en muchos de ellos podían verse letrerondicando que pertenecían a otros edecanes, pero sólo unouantos se hallaban ocupados.

 —Creía que la corte había regresado al castillo aye

olla tarde. —Así es, señor —asintió el sargento—. Pero virreina dio una fiesta anoche. Se alargó hasta altas horaSupongo que muchos de los jóvenes caballeros estarádurmiendo la mona.

 —¿Incluido el capitán Wilmott?El sargento se encogió de hombros.

 —Supongo que sí, señor. Al capitán le gusta su TokayHemos llegado, señor. —El sargento le indicó una hilerde sillas colocadas junto a la pared del extremo del pasill—. Puede sentarse aquí. El despacho del capitán es ése d

nfrente.Arthur le dio las gracias con un gesto y el sargent

egresó por el pasillo con paso resuelto hacia la escalerrthur se desabrochó el gabán y dejó que se deslizara po

us hombros antes de sentarse y colocarlo en la silla de a

ado. A través de la puerta abierta del despacho del capitánrthur veía la magnífica vista desde la ventana del interiode la estancia, que daba por encima del patio a ladependencias oficiales del otro lado. Permaneció sentadacientemente durante los diez primeros minutos, lueg

ruzó las piernas, se acomodó en el asiento y esperó otro

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diez.Cuando hubo pasado media hora y el capitán Wilmo

eguía sin dar señales de vida, Arthur se levantó, avanzó pol pasillo y encontró un despacho ocupado. Era un

stancia amplia y de techo alto. Unas largas ventanas dabalos tejados de Dublín hacia el río Liffey. En el despachhabía dos mesas y un oficial con guerrera roja sentadrente a una de ellas. Arthur dio unos golpecitos en e

marco de la puerta. El oficial levantó la vista de su mesdonde tenía un libro abierto. En la mesa no había nada máy, al echar un vistazo a la estancia, Arthur vio que, apartdel mobiliario, había pocos indicios de papeleo o libros degistro.

 —¿Puedo ayudarle? —preguntó el oficial; un tenientomo Arthur.

 —Mire, se supone que tengo una cita con el capitáWilmott. Hace media hora. ¿Tiene idea de dónde se hmetido?

 —¿Quién es usted? —Arthur Wesley, acaban de nombrarme ayudante d

ampo. —Ah, otro recluta para el pelotón de los torpes. —¿Cómo dice? —El pelotón de los torpes. Así es como nos llama

virreina... a los edecanes, quiero decir. Perdone, esto

iendo terriblemente maleducado. Es el resultado de tene

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un poco de resaca. —Se puso de pie y le tendió la mano rthur— Me llamo Buck Whaley.

 —¿Buck? —Así es como me llaman aquí —sonrió—. M

verdadero nombre es demasiado horrible para repetirlCómo está usted? —Bien, gracias. Bastante mejor que la mayoría d

ficiales del Estado Mayor, según parece. —¿Entonces se ha enterado de lo de anoche? —

Whaley se rio en voz alta, luego hizo una mueca de dolor e llevó la mano a la frente—, ¡Maldita sea!

 —¿Esto es siempre así? —preguntó Arthur. —Ni se lo imagina. Este lugar es mucho má

eligroso que estar en el servicio activo, Wesley, se ldigo yo. Si no te mata la bebida, lo harán los acreedores. E

ño pasado perdimos a dos ayudantes de campo. —¿En accidente? —se aventuró a decir Arthur. —No. El alcohol acabó con ellos. En accidente

erdimos a cuatro. —Oh.Unos gritos resonaron por el pasillo y Whaley hizo u

gesto con la cabeza en esa dirección. —Ahí está el capitán. Me imagino que debe de teneun poco de dolor de cabeza, de modo que ándese couidado, Wesley.

 —De acuerdo. Le veré después.

Arthur regresó a toda prisa a su silla y se sentó.

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Un hombre irrumpió por la puerta del extremo dasillo, gritando por encima del hombro:

 —¡No me importa donde haya ido, sargento! Ustesegúrese de que el café esté en mi mesa, bien caliente, e

menos de diez minutos. De lo contrario, haré que ldegraden de nuevo a soldado raso y antes de que acabe día estará sacando la mierda de los establos con una palMe ha oído?

Avanzó por el pasillo hacia Wesley, refunfuñando isando fuerte. Llevaba la casaca medio abierta e intentbrochársela entre maldiciones mientras seguía andandon vigorosas pisadas, lo cual no era tarea fácil, puesto qul capitán Wilmott estaba excesivamente gordo y la trinch

de sus pantalones penetraba en los pliegues de grasa quubría, tensando los botones por encima y por debajo de l

que alguna vez había sido su cintura. Se dirigió a sdespacho, le lanzó una mirada a Wesley y éste se puso die y saludó. Wilmott entró tambaleándose. Hubo una brevausa, se oyó una maldición y entonces su cabeza apareciunto al marco de la puerta.

 —¿Y quién demonios es usted? —El teniente Wesley, señor. —¿No será el nuevo ayudante de campo? —Sí, señor. —Llega muy pronto, hombre. Todavía no estoy list

ara recibirle.

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Arthur intentó serenarse. —Sí, señor, me gusta ser puntual. —¿Puntual? Puntual es llegar a tiempo, Wesley, n

on horas de adelanto, maldita sea.

 —¿Horas? —Bueno, prácticamente. Sea como sea, está ustequí, por lo que más vale que lo atienda. Vamos, Wesley

Pase. No se entretenga. Soy un hombre ocupado. Tengo qur a ver a mi sastre lo antes posible.

El capitán volvió a meter la cabeza dentro y Arthuogió su abrigo y entró en el despacho. El capitán le señal

una silla que había frente a su mesa. —Siéntese ahí.Arthur tomó asiento y el capitán siguió peleándos

on sus botones con creciente frustración y enojo, hasta

unto de que el rostro lleno de manchas se le pusbsolutamente colorado. Al final, lo consiguió y se sentesadamente en su silla, al otro lado de la mesa. Extendia mano.

 —Sus papeles. Démelos.

Arthur se los entregó y se recostó en el asientmientras el capitán echaba un vistazo a los documentontes de dejarlos a un lado.

 —Bueno, parece ser que están en orden. Le diré argento que le prepare un despacho. ¿Ha encontrado u

uen alojamiento?

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 —Sí, señor. En Ormonde Quay. —Bien. Eso está bien. Bueno, no quiero entretenerle —¿Señor?El capitán Wilmott le clavó la misma mirada que un

e dirigiría al idiota del pueblo y luego hizo un gesto haca puerta. —Váyase. —Señor, concerté una cita con usted para que pudier

xplicarme mis obligaciones como ayudante de campo. —¿Obligaciones? —El capitán se echó a reír—. Aqu

no hay obligaciones, señor. No hay verdaderabligaciones. Puede que lo llamen de vez en cuando par

que haga algún recado al virrey o la virreina. Aparte de esou única obligación es asegurarse de completar el grupo ea sala de baile durante la temporada de invierno y en la

omidas al aire libre cuando llegue el verano, si es que escurre algún día en esta pequeña isla sumida en gnorancia. ¿Había estado antes en Irlanda, Wesley?

 —Sí, señor —respondió Arthur en voz baja—. Nacquí. Mi familia tiene una propiedad en Meath.

 —¿Ah sí? —repuso el capitán como si aquella fuera nformación más aburrida que hubiera oído en muchos año—. Entonces ya sabrá que Irlanda es una asquerosa húmeda turbera.

Arthur se encogió de hombros.

 —Si usted lo dice, señor.

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 —Lo digo yo y es verdad. Bueno, ¿dónde está esmaldito café?

Unos pasos apresurados resonaron por el pasillomo si hubieran esperado el momento justo. Al cabo d

un instante, el sargento entró en la habitación llevando unandeja en la que se sostenían en equilibrio una cafeteruna taza y un platillo.

 —¡Ya era hora! —se quejó el capitán.El sargento, con la respiración agitada, miró al otr

ficial. —¿Quiere que traiga otra taza, señor? —¿Cómo dice? No, no quiero. El teniente ya se iba.

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CAPÍTULO XLVI

Arthur no tardó en descubrir que las cosas eran com

había dicho el capitán Wilmott. En el castillo no habíverdaderas obligaciones para los edecanes. Sin embarghabía multitud de pequeñas tareas, como entregar en mannvitaciones grabadas para bailes en las mejores casas d

Dublín. O supervisar el orden de entrada de los carruajes

astillo, pues allí el orden social se hacía cumplir con máigidez que en Inglaterra. Quizás el aspecto más pesado duesto era tener que asistir a todos los acontecimientoociales que organizaba la virreina, que iban desde laranquilas pero intensas tardes jugando al whist, a lo

scandalosos bailes donde la banda alemana residenocaba una fuerte música hasta bien entrada la madrugadLady Buckingham disfrutaba estando rodeada del grupo dóvenes oficiales adscritos al cargo de su esposo. En loailes, Arthur y los demás se veían obligados a atender

durante las primeras horas, tras lo cual eran utilizadoomo reserva de parejas de baile para todas las jóvenes

no tan jóvenes damas que habían sido invitadas. A medidque iban transcurriendo las semanas, en ocasiones Arthuenía la sensación de ser poco más que un acompañante coretensiones.

Aparte de dichas obligaciones, los ayudantes d

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ampo eran dueños de su tiempo y, como jóveneaballeros que eran, lo desperdiciaban en una orgía debida, juego, duelos y prostitutas. Estas últimaonstituían un placer que Arthur había descubierto com

miembro del comedor de oficiales en Chelsea.A lo largo de los últimos cien años, Dublín se habxpandido a un ritmo asombroso, extendiéndosápidamente por la campiña circundante al tiempo que loarrios bajos se llenaban hasta rebosar. Con establecimiento de un parlamento irlandés en Dublín, iudad había atraído a todos aquellas personas que iban eusca de favores políticos y sinecuras, la concesión de louales estaba en poder del virrey. También había atraído

multitud de abogados, médicos, constructores, dueños durdeles y demás profesiones de todo tipo que olían

dinero como los sabuesos olfatean un zorro. No hablacer, lujo o vicio que no pudiera comprarse en algúugar de la ciudad si tenías los contactos adecuados. Loficiales que servían en el castillo de Dublín estaban bieelacionados en ese aspecto y, en cuestión de semana

rthur se familiarizó con los mejores clubes y burdeles. Eroblema de Arthur era que dichas actividades tenían urecio que excedía con mucho los modestos ingresos de ueniente de infantería. No tardó en agotar la reserva qu

había acumulado con el dinero que le habían regalado lo

miembros de su familia antes de marcharse a Irlanda.

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Fue entonces cuando descubrió su primera verdaderdebilidad en la vida. Con la llegada de la primavera, volvióniciarse la temporada de carreras, y los matracaurladores y zaragateros —como les gustaba hacers

lamar a los oficiales— se lanzaron al hipódromo parbservar a los caballos, inspeccionar a las mujeres y haceus apuestas. Un día, a primeros de mayo, Arthur comparti

un coche para asistir a las carreras con Buck Whaley tros dos ayudantes de campo, Piers Henderson y Dancinack Courtney. Por una vez, el sol brillaba en un ciel

despejado y el buen tiempo parecía haber levantado lonimos del gentío que inundaba las calles en dirección

hipódromo. Los oficiales bajaron del carruaje ysgrimiendo sus bastones, se abrieron camino a la fuerzor entre la multitud y entraron en el recinto principal. Lo

gritos de los vendedores ambulantes y los corredores dpuestas, que se esforzaban por hacerse oír por encima dxcitado barullo de los aficionados, llenaban la atmósfera

Whaley empujó suavemente a Arthur hacia uno de loorredores de apuestas.

 —Ése es O'Hara. Es el hombre que necesitamos. Duenas cuotas y paga las ganancias sin demora. Tengo uxcelente pronóstico para la primera carrera. Vamos.

Se abrieron paso a empujones entre la multitud edirección a O'Hara: un hombre alto, ancho de espaldas, co

a constitución de un boxeador profesional y la

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orrespondientes cicatrices. El estaba de pie en una caja, su lado había un joven pilluelo, inclinado sobre u

uaderno, anotando las apuestas a medida que se hacían xtendiendo recibos que entregaba a los que apostaban.

 —¡Eh! —gritó Whaley— ¡O'Hara!El irlandés miró a su alrededor y vio al oficial inglénseguida.

 —¡Vaya, pero si es el señor Whaley! ¿Qué puedhacer por usted en este bonito día, señor?

 —¿Qué cuota me da para Charlemagne'? —¿Charlemagne? —O'Hara cerró los ojos u

momento y sus labios se movieron en silencio. Entoncevolvió a abrir los ojos de golpe—. Nueve a uno. Pero parusted, señor, doce a uno.

 —¡Hecho! Apostaré cinco guineas por él. —Whale

e dio la vuelta y señaló a Arthur con un gesto de la cabez—, ¡Mi amigo hará la misma apuesta!

O'Hara miró a Arthur con calculada perspicacia. —No conozco a este caballero, señor. Todavía no no

han presentado.

 —Le pido disculpas. Este es el Honorable ArthuWesley, recién llegado al castillo de Dublín.O'Hara inclinó la cabeza.

 —Señor. —Entonces tocó al chico con la bota—Liam, hijo, ¿has anotado el nombre del caballero?

 —Sí, está apuntado por cinco guineas, eso es.

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 —Buen chico. —Le alborotó el cabello al muchachntes de inclinarse nuevamente ante los dos oficiales—

Disfruten de la carrera, señores.Whaley le dijo adiós con la mano y tiró de Arthu

hacia la tribuna. Arthur le apartó la mano. —¿Por qué has hecho eso, Whaley? —¿El qué, Arthur? —Whaley frunció el ceño—. ¿D

qué me estás hablando? —De hacerme apostar esas cinco guineas. E

rácticamente todo el dinero que tengo ahora mismo. Sse tal Charlemagne pierde, no tendré dinero para pagar lquiler a finales de semana.

 —Yo tampoco —se rio Whaley—. Si perdemoendremos que hacer lo que hacen todos los demáficiales y pedir prestado un poco de dinero. Ademá

cómo puede perder con un nombre como ése? —¡Vaya, eso es muy científico, Buck! Supongo que n

e molestaste en estudiar el panorama. —¿Y por qué tendría que haberlo hecho? La fuente d

mi pronóstico es fidedigna. Venga, Arthur, vamos o

legaremos tarde y no encontraremos un buen sitio parmirar la carrera.Con un amargo suspiro de frustración ante la falta d

onsideración de su amigo, Arthur lo siguió hacia la tribuny subieron por ella hasta que tuvieron una vista de toda

ista. Ya estaban conduciendo a los caballos hasta la líne

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de salida y los jinetes, mediante rápidas sacudidas de laiendas y ejerciendo presión con las rodillas, estimulabanus monturas para situarlas en posición mientras el públicoxpectante, se iba quedando en silencio. El juez de salid

speró a que todas las monturas estuvieran lo más cercosible de la línea; entonces soltó su bandera y, con uugido gutural de la multitud, los caballos saliero

disparados y galoparon por la recta inicial. —¿Cuál es el nuestro? —le gritó Arthur al oído a s

migo. —¡El de verde y negro! Allí, en tercer... no, en cuart

ugar. —¿Cuarto? Pensaba que habías dicho que no pod

erder. —La carrera acaba de empezar, Arthur. Dales un

portunidad a los pobres caballos. Ahora calla y déjamverlo.

Charlemagne logró mantener el ritmo de la cabeza darrera cuando los caballos dieron la primera curva, per

no ganó terreno cuando retumbaron por la siguiente rec

hacia la última curva. Arthur observó con creciente desazóy desespero. Entonces los animales viraron, coCharlemagne a cinco cuerpos por detrás de los tres quban en cabeza. De pronto, el caballo que llevaba

delantera se encabritó, se fue hacia un lado y al jinete se

artieron las riendas. El segundo animal se detuvo y

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aballo que iba en tercer lugar chocó inmediatamente col con todo el impulso que llevaba.

 —¡Ahhh! —rugió la multitud, y entonces, cuandCharlemagne viró bruscamente para evitar la maraña d

aballos y jinetes y recorrió ruidosamente la recta finhacia la meta, la gente empezó a abuchear. Cuando saballo hubo cruzado la línea de meta sin más percances l jinete hendió el aire con el puño en una expresión driunfo, Whaley y Arthur gritaron con deleite y golpearoa barandilla con las manos.

 —¿Qué te dije? —gritó Whaley—, ¡Lo honseguido! ¡Venga, vayamos a ver a O'Hara!

A pesar de tener que pagarles una suma considerable os dos oficiales, el corredor de apuestas estaba muontento, puesto que se había embolsado todo el diner

postado por los tres desafortunados caballos que habíaenido problemas en la recta final.

 —¿Quieren hacer otra apuesta, caballeros? —O'Hareñaló la pizarra que tenía detrás, donde había anotado coiza los detalles de las próximas carreras. Arthur estaba

unto de marcharse cuando Whaley lo retuvo. —Aguarda un minuto. Hay una buena cuota en último nombre de la quinta.

 —Seguro que con motivo —le respondió Arthur—Vamos. Hoy ya hemos probado suerte. Cojamos la

ganancias y vayámonos.

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 —Pero, mira. Las apuestas están veinte a uno. —Sí, pero dudo que podamos confiar en otr

nesperado capricho del destino. —¡Oh, vamos, Arthur! Apostemos sólo cinco guinea

hora podemos permitírnoslo. Y si ganamos tendremoasi el doble. Venga —le suplicó—. Sólo una apuesta másArthur lo miró un momento y cedió. Al fin y al cabo

ya había ganado más de cincuenta guineas. —De acuerdo, una última apuesta. Pero yo apostaré

doble oportunidad.El caballo, que no se contaba entre los favoritos, lleg

l tercero y Arthur se golpeó la palma con el puño cuandl animal cruzó la meta, para disgusto de Whaley, que habpostado para ganar. No terminaron ahí las apuesta

Siguieron varias carreras más y, al terminar la jornad

rthur había apostado por casi el mismo número derdedores que de ganadores, pero había tenido cuidadon sus ganancias iniciales, y se alegró de abandonar

hipódromo con veinte guineas más que cuando hablegado. Fueron a encontrarse con los otros dos oficiales

egresaron al carruaje alquilado. Henderson y Courtnehabían perdido una pequeña fortuna, pero pusieron al miempo buena cara.

 —No es más que dinero. —Jack Courtney se encogide hombros—. Tendré que escribir a casa para que m

nvíen más.

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 —Ojalá yo también pudiera hacerlo —repusHenderson con tristeza—. Ya les debo varios meses daga a esos usureros de Dublín. Mi padre ya les ha pagad

una vez. Jura que no volverá a hacerlo.

Arthur sonrió. —Apuesto a que lo hace. —¿Cuánto? —Veinte guineas. —Hecho. —Pero tienes que dejar que le escriba yo la carta. —¿Cómo dices? —Yo escribo la carta o no hay apuesta.Henderson consideró unos momentos el riesgo y

ontinuación le tendió la mano a Arthur. —Trato hecho.

* * * 

Arthur quedó asombrado de ver hasta dónde se podlegar con las apuestas. En los meses que siguieron, apostobre el tiempo, el color del vestido que llevaría la virreinn el próximo baile, la medida de la cintura del capitá

Wilmott, y, en cierta ocasión, incluso apostó dinero co

Whaley a que éste no podía recorrer diez kilómetros po

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Dublín en menos de una hora. Aunque en aquellomomentos Whaley estaba bastante bebido, aceptó puesta y, tras una suprema prueba de resistencia, la ganórthur ganó otras apuestas, perdió la mayoría y cuando

verano de 1788 se asentó en la ciudad, se encontró con quenía deudas. Le debía dinero a Dancing Jack por unpuesta sobre quién podía beber más Tokay a lo largo d

una noche en el castillo. Cuando Jack presionó a Arthuara que le pagara, él no tenía dinero para darle.

 —Esto es de mala educación, Wesley le respondiack con desacostumbrada seriedad—. Una apuesta es unuestión de honor. Es como dar tu palabra. Un caballeriempre paga sus deudas.

 —Y las pagaré —dijo Arthur con firmeza—. Euanto consiga el dinero.

 —Pues asegúrate de hacerlo antes de que corra la vode que no puedes satisfacer tus apuestas.

La primera persona a la que acudió Arthur fue a sasero, el fabricante de botas de Ormonde Quay. No hub

que insistirle, pues el hombre ya les había prestado dinero

varios de sus inquilinos y sabía que éstos harían cualquiosa para pagarle antes que verse públicamendeshonrados. Además, el porcentaje de interés de dichoréstamos le proporcionaba una magnífica fuente dngresos. En el caso de Arthur, el problema fue de mal e

eor, puesto que se vio obligado a pedirle dinero prestado

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una persona para pagar a otra y las sumas que debía fueroreciendo continuamente con la misma rapidez que unarra que amenazaba con envolverlo y acabar asfixiándol

hasta matarlo. Consideró brevemente acudir a su herman

William para que le hiciera un préstamo, puesto quntonces William era un respetable miembro deParlamento irlandés, con bastantes sinecuras como parvivir holgadamente. Pero a Arthur le resultaba insoportabla perspectiva de tener que aguantar uno de los sermones d

William sobre las deudas. Llegó un momento en quuando Arthur tuvo claro que mientras permaneciera e

Dublín nunca terminaría de saldar sus deudaencillamente dejó de preocuparse por ellas y las aceptomo una realidad de la vida.

Dublín ofrecía otro tipo de placeres mucho má

arnales y sofisticados, y no había un club con más maama que el Fitzpatrick's, en Birdsall Street. De hecho, eranta su mala reputación que tenía un apéndice para él soln la última edición de la Lista de damas de Covent Garde

de Harris. Arthur y Dancingjack se dirigían precisamente a

Fitzpatrick's una húmeda tarde del mes de julio. Aunquasaban de las ocho, Dublín estaba bañado por uesplandor anaranjado que se veía acentuado por un fin

manto de niebla. Aparte de un breve chaparrón que habaído aquel mismo día, durante la última semana hab

hecho un tiempo espléndido y las calles olían a cloaca. Lo

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dos oficiales cruzaban por uno de los barrios bajos y laalles estaban llenas de niños harapientos, descalzos

demacrados por el hambre, pero que seguían jugando emedio de la basura y suciedad que cubría la calle en toda s

ongitud. Unos fuertes cantos salían de un bar que había ea esquina, en cuya pared había varios hombredesplomados, que se habían emborrachado hasta perder onocimiento. Una prostituta de rostro ojeroso ibranquilamente de un hombre a otro, desvalijándoles loolsillos.

 —¡Largo de aquí! —Jack le propinó un azote con sastón y la mujer gritó al recibir el golpe sobre lo

hombros—, ¡Maldita ladrona! —Volvió a alzar el bastón a mujer retrocedió a toda prisa, se puso de pie y sscabulló doblando la esquina.

Arthur echó un vistazo a su alrededor, y vio que gente de la calle miraba a los dos oficiales elegantementvestidos con manifiesta hostilidad.

 —Vamos, Jack, éste no es un lugar agradable. —¿Que no es agradable? ¡Bah! Estos tipos no son má

que unos cobardes —dijo dirigiendo un ademán desdeñosla gente de la calle—. Como todos los irlandeses. Unoárbaros malvados que no sirven para otra cosa que no seultivar patatas.

 —Cállate, Jack. Vas a hacer que nos maten.

La puerta del bar se abrió de golpe y por ella saliero

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odando a la calle dos hombres que, entre gruñidos maldiciones, intentaron levantarse de los mugrientodoquines a toda prisa. Uno de los dos individuos se sac

una cachiporra del abrigo y, antes de que el otro pudier

eaccionar, le golpeó la cabeza con aquel pequeño garrotSe oyó un crujido sordo y el hombre cayó de espaldanconsciente; la sangre empezó a encharcarse debajo de sabello. Su agresor no perdió ni un segundo en inclinarsobre él, y empezó a aporrear la cabeza de su víctima has

que tuvo el rostro salpicado de sangre y sesos. Levantó vista, vio a los dos oficiales que miraban y salió corriendo

Jack examinó sus pantalones blancos para comprobaque no habían sido alcanzados por ninguna de las gotas dangre que habían salido disparadas.

 —Lo que yo te digo, unos bárbaros malvados. ¿En qu

tro lugar es probable que te encuentres a una prostituadrona y a un asesino en un espacio de menos de u

minuto? Dímelo, Arthur.Arthur se acercó al hombre tendido en la calle.

 —Deberíamos llevarlo a un médico.

 —Es inútil, Arthur. Ahora ya no se puede hacer nador él, y llegamos tarde. Si no estamos en el Fitzpatrick'sa hora acordada, mi dulce Mary habrá encontrado a otron quien pasar la noche. Vamos.

Arthur le dirigió una última mirada al cuerpo e hiz

una mueca al ver la sangre que corría por los adoquine

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hacia la alcantarilla. Luego se enderezó y se apresuró trau amigo.

* * * 

Con la llegada del verano, la virreina daba meno

ailes y en lugar de eso se concentraba en planear y llevarabo comidas al aire libre por la campiña de lolrededores. Antes de empezar a asistir a dichocontecimientos, Arthur había imaginado que las comidaampestres eran en gran parte unos eventos informales qu

onsistían en preparar a toda prisa una cesta de comida eespuesta a una invitación espontánea para aprovechar uálido día de verano. Sus padres, hermanos y hermanas sbrían paso entre los campos que rodeaban Dangan has

que encontraban un lugar tranquilo junto a un río en el quudieran refrescarse los pies descalzos mientras comíaan, fiambres y queso. Por contraste, las meriendas qurganizaba la virreina eran prácticamente una complejampaña culinaria, que hubiera podido competir con ujercicio militar en cuanto a las exigencias a las que s

veían sometidos los oficiales de Estado Mayor par

oordinar el desplazamiento de los invitados y lo

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uministros de comida y entretenimiento. Dichadisposiciones solían mantener ocupados a los edecanedurante días enteros y Arthur no podía evitar pensar quran la manera que tenía la dama de vengarse del pelotón d

os torpes del castillo de Dublín.En los días de merienda, los carros y carretas dersonal contratado para preparar la comida llegaban ugar elegido antes que los invitados de la virreina. Sevantaban las tiendas, las orquestas afinaban sunstrumentos a la sombra de los árboles y se preparaba

grandes cantidades de fiambres y otras exquisiteces.Arthur se contagiaba del buen humor generalizad

ntre los que asistían a las comidas campestres, y a menude le veía hablando a voz en grito con sus amigotes. Euanto se tomaba unas cuantas copas, el alcohol

despertaba una veta maliciosamente traviesa, y muchaveces se había aguado la fiesta porque alguien habncontrado algún animal desagradable en su canasta. mpujaba a alguien al río, o informaba a sus cocheros d

que ya no se necesitaban sus vehículos, de modo que lo

ropietarios tenían que hacer frente a una larga caminaara volver a Dublín.Al final, la virreina se hartó y, a principios de agosto

hizo llamar al teniente Wesley a sus aposentos privadorthur llamó a la puerta de sus dependencias, y un lacayo l

compañó al despacho de la mujer.

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 —El teniente Wesley ha venido a veros, excelencia. —Hágale pasar.El lacayo le hizo una reverencia a Arthur, que cruzó l

uerta y se puso en posición de firmes mientras el sirvien

erraba suavemente las puertas tras él y dejaba solos a señora y al invitado de ésta. La virreina era una elegantdama unos años mayor que Arthur y considerablementmás sensata. Estaba sentada frente a su pequeño escritoriy terminó rápidamente una nota que estaba escribiendo euna hoja de papel de vitela, tras lo cual tapó el tintero dejó la pluma. La mujer se lo quedó mirando unonstantes, hasta que Arthur se incomodó; en su mente sgolpaban las ideas sobre el motivo por el que lo habíaonvocado a aquella entrevista privada.

 —Siéntese, teniente.

 —Sí, excelencia. —Retiró una de las sillas que hablineadas contra la pared, listas para los recitales privado

que en ocasiones celebraba allí. —Arthur, ¿puedo llamarlo así?El dijo que sí con la cabeza. El recurso de utilizar s

nombre de pila no auguraba nada bueno y tragó salivnervioso. —Arthur, ¿sabe por qué está aquí? —No, excelencia. —Reconoció la estrategia, y s

intió como un colegial travieso al que el profesor hab

illado con las manos en la masa.

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Ella esbozó una breve sonrisa. —Quiero hablar con usted sobre el comportamient

Concretamente sobre el suyo... el que no tiene, diría yo. —¿Excelencia? No estoy seguro de comprenderlo.

 —Espero que sí, Arthur, porque es la única manerque tiene de salvarse. Francamente, estoy harta de lancesantes bromas que gasta a algunos de los invitados

mis meriendas. —No es mi intención ofender a nadie, excelencia. —Usted hace algo peor, Arthur; usted provoc

rritación. Es como un mocoso mimado, de esos que haceodo lo posible por arruinar las fiestas de cumpleaños osas así sólo para llamar la atención. Bueno, pues ahoriene mi atención, y lo único que puedo decirle es qustoy empezando a lamentar que mi esposo consintiera a

etición de su hermano para nombrarlo a usted ayudante dampo. Es una pena, una verdadera pena, pues no hay nad

que me guste tanto como estar rodeada de hombrepuestos y encantadores como usted. Me doy cuenta de qu

usted posee potencial, pero en estos momentos lo que n

uede ser es que se comporte de un modo tan grosero. ¿Lntiende? —Sí, excelencia, y le pido mis más humilde

disculpas. —Arthur, no me interesan sus disculpas. Lo único qu

me interesa es organizar comidas campestres apacibles.

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recisamente por ello le agradecería que no asistiera a mácontecimientos sociales hasta finales de verano. Sería l

mejor para todos los interesados. Puede aprovechar iempo para considerar si de verdad se merece un puest

quí en el castillo o si tal vez estaría mejor en otro destinmás remoto. ¿Me he expresado con claridad? —Sí, excelencia. —Pues márchese. Ya me he hartado bastante de uste

or ahora.

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CAPÍTULO XLVII

Para deleite de la virreina, Arthur Wesley tuvo e

uenta su consejo y empezó a madurar para convertirse el tipo de caballero responsable que ella se enorgullecía dener en su corte. Ya no volvió a repetirse el interminablorrente de quejas relativas a su comportamiento. En unauantas ocasiones, volvió a molestar a algún que otr

dignatario local, sin duda, pero no más que el resto de lomiembros de su «pelotón de los torpes». De hecho, inales de año había tenido lugar una especie dransformación en él, y ahora Arthur volvía a ser bienvenid

los bailes, donde danzaba con gracia, bebía co

moderación y conversaba con madurez y simpatía.Se aproximaba Navidad, y Arthur quedó en encontrarson su hermano para comer en el club de Eustace Stree

del que William era socio. En cuanto entró por la puerta dCoulter's, Arthur se dio cuenta de la atmósfernusualmente tranquila y silenciosa que no concordaba ebsoluto con la mayoría de los lugares que solía frecuentaon los demás oficiales del castillo. No obstante, pens

que se ajustaba perfectamente al carácter de William. Ehombre se tomaba tan en serio sus ambiciones que se lahabía arreglado para vivir totalmente dentro de los límite

de la respetabilidad y la sobriedad.

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 —Estoy aquí, Arthur —le gritó su hermano todo luerte que se atrevió desde la mesa que ocupaba junto a

ventana. Los pocos comensales que estaban comiendo alranquilamente levantaron la mirada con irritación al o

que alguien alzaba la voz, y después siguieron comiendrthur cruzó la estancia para reunirse con su hermanWilliam se puso de pie, se estrecharon la manormalmente y tomaron asiento.

 —Bueno, ¿qué ha pasado, William? —¿Qué ha pasado? ¿Es que tiene que haber un motiv

ara que un hermano quiera comer con otro? —Ningún motivo. Lo que pasa es que nunca me había

nvitado a venir aquí, de modo que imaginé que tenías qudecirme algo.

 —En efecto —admitió William, que rebuscó en e

olsillo y sacó una carta—. Es de nuestra madre, desdLondres.

Arthur contempló la carta un momento, luego volvia cabeza y le hizo una señal al camarero para que scercara a tomar nota.

 —¿No vas a leerla? —le preguntó William. —¿Por qué tendría que hacerlo? Te escribió a ti. Dimú lo que pone. Será más rápido.

El camarero se acercó a la mesa con una deferentnclinación.

 —¿Señor?

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Arthur levantó la mirada. —Voy a comer algo. ¿Cómo hacen aquí la carne d

erdo? —Está preparada con oporto, señor. Marinada.

 —Ya me lo figuro. Tomaré un poco para empezar. —Muy bien, señor. ¿Y para beber? —William, ¿qué vas a tomar tú? —De momento nada. —Bien, entonces puedes acompañarme con u

madeira. —Sí, señor. —El camarero cerró su cuaderno d

edidos, se dio la vuelta y cruzó la sala en dirección a ocina.

 —Supongo que esto va a correr de mi cuenta, ¿no? —efunfuñó William.

 —¿Por qué no? Puedes permitírtelo. —Puedo, no voy a negarlo. La razón por la que pued

ermitirme el vino es porque yo cuido de mi dinero, diferencia del gandul de mi hermano. O debería dechermanos.

 —¿A qué te refieres? —Lee tú mismo la carta. —Cuéntamelo y ya está.William suspiró.

 —Se trata de Richard. Ese idiota se ha hecho amigo d

una mujer extranjera que le está chupando la sangre. H

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ncurrido en deudas terribles. Es un asunto muy feo. Neneficia en nada a la familia.

 —Un verdadero modelo de nobleza, nuestro Richar—repuso Arthur irónicamente.

William se lo quedó mirando unos instantes y menea cabeza con exasperación. —Un comentario insustancial, como siempre. —Pero cierto.William se encogió de hombros.

 —Es irrelevante. ¿Podría volver al tema de conomía familiar?

 —Por favor. —Sé que tienes algunas deudas, pero tenemos qu

oncentrarnos en ocuparnos de las de Richard antes de quus acreedores empiecen a tomar medidas. Yo ya h

ctuado en su nombre hipotecando la finca de Dangan. —¿Dangan hipotecado? —Había que hacerlo, Arthur. Necesitaba reunir diner

ara saldar sus deudas más urgentes. Queda capituficiente para pagar los intereses de unos diez años, quiz

Después, entre nosotros y la ruina económica sólo quedarun pequeño capital. Mira —se acercó más a Arthur—enemos que empezar a forjarnos una carrera. Todo

nosotros, si es que queremos que la familia siga adelantLa carrera política de Richard en Londres va bien. E

uanto se haga con uno de los altos cargos estatale

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endríamos que poder encontrar unas cuantas sinecuras pargarantizar un futuro estable. He decidido seguirle Westminster. En parte para prestarle mi apoyo, perambién para intentar abrirme camino allí.

 —Pero tú ya eres diputado por Trim.William asintió con la cabeza. —Y ya ha servido su propósito. Necesito progresa

Por lo tanto, renunciaré a mi escaño a comienzos de añMe llevaré la mayor parte de mis pertenencias, pero tuedes quedar lo que quede. Quizá quieras mudarte

Merrion Street cuando yo me haya ido. —Eres demasiado generoso, William.William se encogió de hombros.

 —Haz lo que quieras, te lo he ofrecido con buenntención.

 —No me cabe la menor duda, gracias. No, de verdaLo digo en serio.

William se lo quedó mirando un momento para tratade discernir si se estaba burlando de él, y luego movió abeza en señal de asentimiento.

 —Tendré mucho gusto en ayudarte siempre que estn mis manos, Arthur. —¿En serio? —Arthur sonrió—. De hecho, m

gustaría pedirte otro favor. —¿Ah sí?

 —Necesito una capitanía. No puedo sobrevivir con

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aga que tengo ahora mismo. Dicen que al nuevo virreord Westmoreland, le gusta llevar una existencia muspléndida. ¿Podríais tú y Richard mirar si se puedrreglar algo? Wilmott se retirará pronto. Ya ha dado

ntender que su oficialía saldrá a la venta. Es de caballeríde modo que hay unos cuantos complementos adicionaleque valdrán la pena.

 —¿Una capitanía? —dijo William, reflexionándolo—De acuerdo, veré lo que puedo hacer. Claro que siemprodrías intentar ser un poco menos derrochador. Mientraanto, hay algo que puedes hacer por mí, a cambio.

 —Dime qué es. —No te metas en líos. He estado siguiendo

rogreso en el castillo. No es demasiado impresionantno crees, Arthur?

 —Últimamente me he comportado mucho mejoPregunta y verás.

 —Sé que lo has hecho. Sigue así. ¿De acuerdo? Por ien de la familia.

Arthur se encogió de hombros.

 —Como quieras. —Bien. —William ya había terminado de comer dejó los cubiertos antes de limpiarse con la servilleta—

hora tengo que regresar a la cámara para la reunión domité de inteligencia.

 —Parece muy interesante.

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 —Podría ser. Nuestros agentes dicen que se avecinaroblemas entre los irlandeses. No tiene nada de raro, perin duda estarás de acuerdo en que ya hemos cedidastante con las leyes aboliendo las restricciones a lo

atólicos. Sólo han servido para causar problemaRecuerdas todo el derramamiento de sangre que hubo eLondres con los disturbios de Gordon? Si no nos andamoon cuidado, tendremos el mismo problema aquí. Parecer que esta gente no quedará contenta hasta que longleses abandonen este país. No es que vaya a ocurr

nunca, pero ellos no pueden dejar de soñar con ello. —Siempre y cuando sólo lo sueñen... —Por supuesto —dijo William con desdén—. ¿Qué

Crees que los irlandeses llegarán a tanto alguna vez? No llevan en la sangre. Son una estirpe malhumorada y s

ducación que no sirven para otra cosa que no sea trabajaduro en el campo.

 —Es un punto de vista interesante, William —repusrthur en voz baja—, Pero yo tendría cuidado dónde lxpresas. Bueno, ¡a tu salud!

Arthur se tomó otra copa de madeira de un trago William puso mala cara. —No abuses de mi hospitalidad, ¿eh, Arthur? —¿Yo? —Arthur se llevó la mano a la garganta

doptó una expresión ofendida—. Soy un tipo reformado.

 —¿En serio? Ya veremos... ya veremos.

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CAPÍTULO XLVIII

A pesar de todos los esfuerzos de William, el añ

nuevo no trajo ningún ascenso para Arthur. Al término de lguerra con las colonias americanas, el ejército había vueltl sistema de tiempos de paz y no había muchaosibilidades de ascenso, dado que las oficialías que alían a la venta lo hacían a precios muy elevados. Sólo un

guerra como era debido, o la posibilidad de que hubieuna, conduciría a una demanda de oficiales y, poonsiguiente, a un descenso en el valor de mercado de apitanía que Arthur buscaba. Aunque el ascenso le ersquivo, Arthur consiguió un traslado al 12 Regimient

Ligero de Dragones, lo cual le proporcionó mayorengresos y un elegante uniforme nuevo para exhibirlo eos acontecimientos sociales de Dublín. Sin embargo,

nuevo virrey hacía honor a su fama de extravagante y, euestión de semanas desde su llegada, la cuenta domedor de Arthur y sus otras deudas habían empezado ncrementarse de manera alarmante, puesto que se sentbligado a estar a la altura del estilo de vida que ssperaba de aquellos que formaban parte de la cor

virreinal del castillo de Dublín.Cuando el invierno dio paso a la primavera y empez

de nuevo la época de las comidas campestres, Arthur estab

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umamente preocupado por sus problemas económicos. Lúnica solución inmediata que tenía a su alcance era reducgastos, y la única manera de conseguirlo era retirarse daótico ámbito social dublinés. Empezó a declina

nvitaciones, aduciendo que tenía un compromiso previo egresaba a sus aposentos a pasar la tarde, o la nocheyendo un libro. No era un pasatiempo que hubiera querid

mencionarles a sus compañeros oficiales, pues éstos ystaban empezando a quejarse de que los abandonaba en suncursiones nocturnas por los antros y burdeles de iudad.

Sin embargo, las invitaciones del virrey y la virreinno podían rechazarse sin que ello supusiera una gravfensa. Cualquier oficial que fuera lo bastante insensatomo para buscarse su desaprobación era probable que s

ncontrara trasladado a algún destino mortal en las Antilladonde el calor o las fiebres podían arruinar completamenta salud de un hombre en cuestión de meses. Así pues, ualuroso día de mediados de junio, Arthur se encontr

viajando en el carruaje de lady Aldborough de camino a un

merienda en medio de las onduladas montañas al oeste da ciudad. Formaban parte de una larga caravana de carruajeque salieron de Dublín a última hora de la mañana. Poncima del traqueteo de las llantas de hierro de las ruedas l sordo chacoloteo de los cascos de los caballos, la

voces de cientos de invitados resonaban alegremente por

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ampiña y hacían que los campesinos hicieran una pausa eu trabajo y levantaran la vista para contemplar la magníficrocesión que pasaba por los caminos rurales.

Lady Aldborough había solicitado la compañía de un

de los oficiales más apuestos e interesantes del castillo, a virreina había elegido a Arthur. Alto, delgado y atractivorthur seguía teniendo fama de ser sociable y divertido. Lobre reputación que se había ganado bajo el mandato dnterior virrey ya había quedado olvidada hacía tiempo, y enía la seguridad de que sería una buena compañía paady Aldborough durante el día. O eso parecía.

 —¿Ha oído las noticias de Francia, mi señora? —rthur inició la discusión—. Esta mañana recibimos ueriódico londinense en el comedor.

 —¿Y qué noticias son ésas?

 —Pues que el país está en crisis. Hay disturbios poodo el territorio. El rey se ha visto obligado a convocaos Estados Generales en París para que resuelvan ituación.

 —¡No me diga! —repuso lady Aldborough co

equedad—. ¡Es fascinante! ¿Y por qué tendría qunteresarle eso a usted, teniente? O a mí, en realidad. —Si la información es cierta y la autoridad del re

stá siendo amenazada, entonces el propio régimen correligro.

 —¡Qué horror! Supongo que eso significa que

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uministro de sombreros y vestidos de París podría versnterrumpido. Eso sería una catástrofe.

Arthur se la quedó mirando como si estuviera locElla se rio al ver su expresión y le dio unos golpecitos e

l pecho con la punta del parasol que llevaba plegado. —Estaba bromeando. Le pido disculpas. Pero segurque un joven como usted tiene cosas mejores que haceque preocuparse por los acontecimientos de un país lejano

 —Puede que estemos en Irlanda, mi señora, perFrancia es el vecino más próximo a las Islas BritánicaDebería preocuparnos lo que ocurre en París.

 —¿En un día tan hermoso como éste? ¿Por qumolestarse? No podemos intervenir y, por lo tantoendríamos que concentrarnos en los placeres inmediato

que se nos ofrecen. Concretamente en esta excursión. —S

nclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en la rodil—. Vamos, Arthur... ¿puedo llamarle así? Me dijeron qura usted un tipo ingenioso y divertido y, sin embargo, mncuentro con que su conversación es apagada y centradn un tema de lo más aburrido.

 —¿Aburrido? —La política, Arthur. La política me aburre. Quierhablar de otra cosa.

 —Por supuesto, mi señora —dijo Arthur con unonrisa forzada—. ¿Y sobre qué le gustaría discutir?

Ella se lo quedó mirando un momento en silencio

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uego frunció el ceño. —No lo sé —le contestó con irritación—. Esto e

demasiado difícil, Arthur. Se supone que la conversacióiene que ser alegre y espontánea. La suya no es ni una cos

ni otra. —Le pido disculpas, mi señora. —¡Tate! Es una lástima. Una verdadera lástima. —S

volvió hacia otro lado y se quedó mirando fijamente ampiña que iba pasando. Arthur se puso tenso al notar lncomodidad de la situación, pero no estaba de humor paonversaciones vanas. Las noticias de Francia lreocupaban de verdad. Le vino a la memoria la época quasó en Angers y recordó con cariño a monsieur y madam

de Pignerolle. También recordaba una conversación quhabía tenido una vez con el elegante anciano sobre la

recientes tensiones entre las clases sociales de Francia. Sno se llegaba a un compromiso, había dicho monsieur dPignerolle, el país quedaría dividido. El antiguo régimen, que él pertenecía, quedaría arrasado en el caoubsiguiente. Arthur había respetado a aquel hombre desd

un primer momento. El encarnaba todo lo bueno de ristocracia francesa: elegancia, refinamiento y un sentidde la tradición que se remontaba a generaciones. Arthusperaba fervientemente que la crisis pasara pronto. L

mera idea de un conflicto entre las clases que formaban

ociedad lo llenaba de preocupación. Mientras permanec

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entado en el coche mirando a los campesinos en el campno pudo evitar preguntarse qué pasaría allí si a la gentomún y corriente les llegaba el espíritu revolucionari

que parecía haberse adueñado de Francia aquel último mes

Se había mandado de antemano a los sirvientes dastillo para que levantaran un entoldado y dispusieran laillas y las mesas. La banda del castillo llegó en unarreta, colocaron sus atriles y taburetes y ensayaron laiezas de baile que iban a tocar después de comer. Sobr

una larga mesa se habían dispuesto cuidadosamentmanjares fríos y vinos y ponches frescos, y cuando loarruajes llegaron pesadamente al emplazamiento todstaba preparado para los invitados. Lady Aldborough y

hacía rato que había dejado de perder el tiempo con scompañante y, en cuanto su carruaje se detuvo, permiti

que la ayudaran a bajar y se marchó apresuradamente paunirse a un pequeño grupo de otras damas que se habíaongregado junto al entoldado. Arthur la vio marcharse co

una punzada de arrepentimiento. No carecía de bellezoseía una fortuna considerable y buenos contactos. E

xactamente la clase de mujer con la que William lhubiera instado a cultivar una útil amistad a largo plazncluso aunque luego no surgiera compromiso matrimonilguno.

Sin embargo, Arthur no podía desprenderse de u

manto de creciente pesimismo que parecía haberl

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nvuelto los últimos meses. A diferencia de la mayoría dos demás oficiales, él tenía cierto sentido de una mámplia trascendencia, y la emoción del estilo de vida a larpe diern había empezado a hastiarlo. Tenía que controla

us deudas y empezar a hacer planes de futuro. Con noticia de los acontecimientos de Francia extendiéndosor toda Europa como un vaho tóxico, Arthur no podompartir el buen humor de los invitados a la meriend

Miró a las personas que tenía a su alrededor, en gran partóvenes despreocupados, como él mismo tendría que se

Sin embargo, había una ceguera hacia el mundo que loodeaba que los hacía parecer a todos completament

vulnerables. En los campos al pie de la montaña, loampesinos que se veían como puntos negros malvivían dus pequeñas y míseras granjas. Apenas podían pagar e

rriendo que les exigían los agentes del hacendado. Sólharía falta una mala cosecha para llevarlos a una situaciódesesperada, y la gente desesperada era capaz de cualquiegrado de violencia. Así pues, había algo conmovedor equel momento de inocente e ignorante placer, y Arthur s

dio cuenta de que debería saborearlo mientras pudierunque estuviera equivocado sobre los distantecontecimientos, no sería joven durante mucho tiempo.

* * * 

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Después de comer, los invitados empezaron dirigirse al entoldado, donde se había montado un suelo dmadera para la ocasión. Habían acordado que lad

ldborough le concedería el primer baile a Arthur peroor lo visto, ella ya había trasladado sus atenciones omandante John Cradock, un pretendiente de uno de loegimientos de caballería. Dado que había más hombre

que mujeres, las damas restantes ya tenían los baileeservados. Cuando la banda empezó a tocar la introducciól primer baile, las parejas se dirigieron a la pista y dejaroArthur y a unos cuantos más observando a un lado. Lo

músicos empezaron y las parejas se pusieron e

movimiento con una sincronizada muestra de juego de pieArthur estuvo un rato observando, hasta que notó unncómoda sensación de picor por debajo del cuello de s

guerrera. Se dio la vuelta y se alejó del entoldado pardirigirse hacia la mesa cubierta donde las poncheras d

lata relucían con la luz del sol. Se sirvió un vaso donche de frutas y fue paseando hacia un pequeñmontículo cubierto de castaños. El frescor quroporcionaba su sombra era agradable, y Arthur encontrl tronco de un árbol caído hacía muchos años y quntonces estaba duro y seco. Se sentó, de espaldas ntoldado y miró cuesta abajo hacia la distante manch

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orrosa de Dublín que se extendía por el paisaje. Poncima de él, el seco susurro del viento entre las hojaesultaba relajante y, por un momento, Arthur se recostóerró los ojos y respiró suavemente, percibiendo el arom

del musgo y las flores que crecían bajo los castaños.Cuando la música se detuvo y se oyeron unos débileplausos, Arthur metió la mano dentro de la chaqueta acó un delgado tomo que había empezado a leer hacía unouantos días. Movió los hombros para encontrar osición más cómoda en la que apoyarse en el troncaído, abrió el libro y pasó las páginas hasta encontrar unto en que lo había dejado. Respiró hondo, dejó escapl aire lentamente y empezó a leer. No tardó en quedabsorto y su atención estaba totalmente concentrada en

material que tenía delante. Fue por ese motivo por el qu

no se dio cuenta de la presencia de la chica hasta que uvo prácticamente a su lado. Entonces, con un sobresalte puso de pie rápidamente y cerró el libro de golpe.

 —Lo siento, señorita. No la vi acercarse.Ella sonrió.

 —Soy yo la que debería disculparme, señor. Pomportunarle en su soledad. —Sí, bueno... —Lo cierto es que tenía curiosidad. Le vi marchars

de la pista de baile y caminar hacia aquí.

 —En efecto. —La expresión de Arthur se suavizó

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ver el jovial brillo de aquellos ojos que lo miraban podebajo de un flequillo de rizos castaños. Ella volvió onreírle.

 —Ah, pero tiene un libro. Eso lo explica entonces. E

mucho más gratificante que disfrutar de la compañía dtros.Por un momento, Arthur se sintió molesto, per

ntonces se dio cuenta de que la chica había juzgado sarácter a la perfección y su rostro se arrugó en unonrisa.

Ella se rio. —Pensé que tendría sentido del humor. —Así se ha constatado en determinados círculos —

dmitió Arthur—. Pero mi sentido del humor no siemprha sido bien recibido.

 —Eso también se ha constatado.Arthur se puso tenso.

 —¿Qué puedo hacer por usted, señorita? —Kitty. Me llamo Kitty Pakenham. —Le tendió

mano y Arthur se inclinó para besársela—, Y ya sé quien e

usted, señor. Vine aquí para ver si sería tan amable dacarme a bailar. —Es usted una chica muy directa, señorita Pakenham

—le dijo Arthur con una amplia sonrisa—, Pero estarncantado de pedirle que baile conmigo la próxima pieza.

 —Y yo estaré encantada de aceptar.

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Se volvieron hacia el entoldado y empezaron a bajar uesta. Arthur no podía evitar encontrar graciosa nérgica actitud de la muchacha. Levantó el libro par

volver a meterlo por la abertura de su casaca, pero el

largó la mano y detuvo su brazo. —¿Qué es? —Nada importante.Ella ladeó la cabeza para leer el título.

 —Ensayo sobre el entendimiento humano. Lockverdad?

 —Así es. —Una elección un tanto extraña como tema de lectu

ara un joven. Más extraña todavía para un ayudante dampo del castillo. Alguien me dijo que era usted de esipo de personas serias y librescas.

 —Déjeme adivinar quién fue. Lady Aldborough. —La tiene usted calada, señor —se rio Kitty. —Igual que ella a mí.Se unieron a las demás parejas en la pista de bail

usto cuando la banda empezaba a tocar la siguiente piez

rthur no tuvo tiempo de colocar sus manos con muchdelicadeza, puesto que Kitty lo agarró y se vierorrastrados por el susurrante movimiento de las faldas y loantalones ajustados. Ella era una bailarina pasable y rthur, mucho más hábil, le resultaba difícil cambia

ontinuamente el paso para evitar los pies mal colocado

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de la muchacha. Cuando el baile terminó, ella se rio al vea expresión preocupada de Arthur.

 —¡Ay, por Dios! ¿Tan horrible he sido como pareja? —En absoluto. —Arthur intentó ser cortés— Bai

usted de un modo... exuberante. —¡Exuberante! —Ella meneó la cabeza—. Nunca lhabía oído describir de esta forma. Pero está siendo mumable conmigo, señor. Ahora me temo que ya me hoportado usted bastante.

 —¿Tiene comprometido el próximo baile? —Dada scasez de damas que había, lo más probable era que y

hubieran solicitado la compañía de Kitty Pakenham parailar. De hecho, la muchacha volvió la cabeza y frunció eeño cuando su mirada se posó en el comandante Cradocnzarzado en una animada conversación con lad

ldborough. Se volvió otra vez hacia Arthur con una nuevonrisa.

 —Parece ser que ha tenido suerte. El próximo baile euyo, si lo desea.

 —Gracias.

Pasaron el resto de la tarde juntos, bailando —lo cuuso muy a prueba la agilidad de Arthuro conversandlegremente. Resultó que los Pakenham vivían a menos dincuenta kilómetros de Dangan, y que ambos tenían

muchos conocidos comunes en la zona. Cuando terminó

aile y los invitados empezaron a regresar a los carruaje

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ya hacía rato que Arthur se había olvidado de sus anteriorereocupaciones; el carácter dulce y burlón de aquella jovee resultaba especialmente atractivo, incluso adictivo. Ainal, a la muchacha la llamó una amiga con la que hab

quedado para regresar a Dublín en su coche. —¡Dios mío! —Arthur miró a su alrededor coreocupación. Entre los vehículos que quedaban no había astro de lady Aldborough ni de su coche—. Se suponía quenía que volver en el carruaje de lady Aldborough. Debe donsiderarme terriblemente maleducado.

 —Yo no me preocuparía por ella —repuso la amiga dKitty—. Beau Cradock tuvo la gentileza de acompañarla dvuelta al castillo en su coche. Se fueron hace un rato.

 —¡Maldición! —masculló Arthur. Si aquello llegaba ídos de la virreina, ésta no iba a estar muy contenta con é

Pero su preocupación inmediata era otra—. ¿Cómdemonios se supone que voy a volver?

Kitty bajó la vista, avergonzada. —Me gustaría ofrecerle un lugar en nuestro coch

or supuesto, pero me temo que no queda sitio.

 —No importa —respondió Arthur con una sonrisa—Estoy seguro de que encontraré a alguien que me lleve. Hido una tarde estupenda, señorita Pakenham.

 —Sí, así es —sonrió—. Es una pena que mañana tengque volver a casa. De no ser así, habría disfrutado del place

de su compañía un poco más de tiempo.

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Arthur sintió una intensa punzada de desesperación ír sus palabras y volvió a embargarlo la melancolí

Esbozó una sonrisa forzada. —Estoy seguro de que volveremos a encontrarno

eñorita Pakenham. —Lo estaré deseando.

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CAPÍTULO XLIX

El Regimiento de la Fére había sido destinado

uxonne, en la región de Borgoña. Cuando Napoleón llegllí, quedó decepcionado al descubrir que Auxonne era unequeña población mercantil con muy pocas de las vistas

distracciones que lo habían cautivado en París. El cuartra una extensión de edificios destartalados situada en

xtremo de la ciudad, aunque el regimiento contaba con sropia escuela de artillería donde los oficiales franceses,

unos cuantos extranjeros, aprendían su oficio xperimentaban con toda clase de mejoras en la carga, loroyectiles y los cañones. Napoleón había sido informad

de que el comandante de la escuela era el general barón DTiel, una especie de leyenda entre los oficiales de artillermás profesionales del ejército francés. Era una oportunidamagnífica estar a las órdenes de un hombre como él,

apoleón estaba deseando conocer al general lo anteosible.

A media tarde, se presentó en el cuerpo de guardia. Euanto comprobaron su documentación, lo mandaron a omandancia. Napoleón encontró el despacho del ayudant

y llamó a la puerta. —¡Adelante!

El joven corso entró. Al otro lado de la mesa, e

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apitán Des Mazis levantó la mirada y abrió mucho los ojol reconocer al recién llegado.

 Napoleón saludó y le entregó la documentación yudante.

 —El teniente Buona Parte regresa de permiso, señor —¡Buona Parte! ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo hasado? —El capitán Des Mazis frunció el ceño mientrantentaba recordarlo—. ¿Un año? No, casi año y medio, ¿ns cierto?

 —Sí, señor. —Me sorprende verlo de vuelta. Casi habíamo

erdido la esperanza de que regresara. Una enfermedad quhace que un hombre se ausente tanto tiempo de segimiento suele ser de ésas de las que no te recuperas. —

Sonrió y se puso de pie, tendiéndole la mano.

 Napoleón se la estrechó. —Me alegro de estar de vuelta, señor. —¿Se alegra? —El capitán Des Mazis meneó

abeza con aire arrepentido—. No hay mucho de lo qulegrarse en esta ciudad, estoy seguro de que ya se habr

dado cuenta. Es todo un cambio comparado con Valence—Esbozó una débil sonrisa—. De todos modos, halgunos sitios donde beber y suficientes prostitutas con la

que salir. Servirá. Al menos tiene una habitación en eomedor de oficiales. Siga por el pasillo y tuerza a

zquierda al final, en el vestíbulo. No tiene pérdida. Es

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único lugar animado que hay en kilómetros a la redonda. Napoleón saludó, abandonó el despacho del ayudante

iguió sus indicaciones hacia el comedor. Desde evestíbulo se oían las risas y la animada conversació

apoleón le dio instrucciones al mozo para que buscara argento de rancho y le preparara una habitación, y luego agó. Se alisó el pelo, tiró de su casaca para quitar larrugas y entró en el comedor.

Las dependencias que se les proporcionaban a loficiales del regimiento tenían el mismo aspecto dbandono que el resto del cuartel. El suelo era de piedr

desnuda y unas cuantas sillas y mesas desvencijadas shallaban dispuestas a lo largo de las húmedas paredes. En entro de la estancia, unos jóvenes oficiales formaban uírculo desigual en torno a dos de sus compañeros, cad

uno de los cuales tenía una botella de vino en la cabezmbos llevaban la espada desenvainada e intentaban segul ritmo del otro cuidadosamente al tiempo que trataban d

volcar la botella del contrario. Los demás oficiales lonimaban y no prestaron atención a Napoleón cuando ést

e aproximó al círculo. Se metió entre los hombros de dode los espectadores y, al final, pudo ver que uno de losgrimistas era su amigo Alexander des Mazis. Alexandestaba rígido, con los pies clavados en el suelo y la miradija en la punta de la hoja de su oponente; era la viva image

de la concentración y la atención. Entonces deslizó el p

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hacia delante, echó el peso de su cuerpo detrás de él couidado y extendió el brazo rápidamente. Cuando el otr

hombre se movió para parar el golpe, Alexander se retiróevantó la punta y pasó rápidamente la hoja por encima de

abeza de su adversario. La botella se cayó y se estrellontra el suelo con un estallido de cristal verde y vino rojomo la sangre.

 —Touché! —gritó Alexander triunfalmente; ladeó labeza y atrapó la otra botella con la mano que tenía libr

—. Me debes medio luis.El otro oficial asintió con expresión compungid

metió la mano en el bolsillo del chaleco, sacó una monedde oro y se la tiró a Alexander mientras el grupo empezab

dispersarse. Alexander miró a sus compañeros con unonrisa radiante hasta que su mirada se posó en la pequeñ

igura que lo observaba con una sonrisa burlona. —¡Napoleón! —Alexander enfundó el arma, se acerc

su amigo a grandes zancadas y lo agarró del hombro—. Yreía que no volvería a verte. Que habías desaparecido ese refugio de Córcega y que no sabría más de ti. ¡Y aqu

stás! ¿Qué demonios te retuvo durante tanto tiempo? —Motivos de salud... asuntos familiares. —Y apostaría a que también alguna mujer. —

lexander le dio un suave codazo. —¿Ya quieres perder ese medio luis? —Napoleón s

io—. Además, tengo poco tiempo para las mujeres.

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 —Claro. —Alexander adoptó una expresión seria—Cuando hay que elegir entre acurrucarse con una mujer on un libro, el libro siempre gana.

 —Eso depende del libro.

 —Entonces es que todavía no has encontrado a mujer adecuada. Tendré que arreglar eso lo antes posibl—Alexander alzó la botella—. Vamos, tomemos una copa

Se sentaron a una de las mesas y Alexander llamó uno de los camareros del comedor para que les trajera unaopas. Mordió el extremo del corcho que sobresalía de otella, tiró de él dando un gruñido y, a continuaciónscupió el tapón al suelo.

 —Es un vino local. No es de lo mejor que hay, pernos ayudará a olvidar sus orígenes. —El camarero scercó apresuradamente con dos copas, Alexander las llen

hasta el borde y alzó la suya—. Me alegro de volver a verte —Y yo de verte a ti.Se bebieron el vino de un solo trago y Napoleó

rocuró no estremecerse con la acidez que le quemaba garganta y el estómago.

 —Un duro caldo. —Y prácticamente es lo mejor que se puedonseguir en Auxonne. —Alexander meneó la cabeza—

Creo que no es uno de los mejores momentos. Todscasea y los precios no paran de subir. Hace meses que n

ruebo un buen vino. Y gracias a la mala cosecha, apena

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hay suficiente harina en la ciudad para hornear una hogazde pan como es debido. Es como para echarse a llorar.

 —Sí... —Napoleón recordó los desmejorados rostrode los habitantes de la ciudad con los que se había cruzad

n Auxonne. En tanto que Alexander quizá tuviera quenunciar a sus lujos, ellos estaban luchando para evitar quus familias se murieran de hambre—. La situación es

misma en casi todas las ciudades por las que he pasado damino desde París. También ha habido disturbios. Estoreocupado, Alexander, te lo aseguro. Da la impresión d

que todo el país esté a punto de... —¿A punto de qué? —No lo sé exactamente. Pero no será agradable.Alexander se encogió de hombros.

 —Para eso está el Parlamento. El rey les dará a todo

a oportunidad de desahogarse un poco. En cuanto el cleros nobles y los comunes hayan tenido ocasión de ventilaus quejas, todo quedará olvidado. Ya lo verás.

 Napoleón enarcó las cejas. —¿De verdad lo crees?

 —Por supuesto. —Alexander volvió a llenar las copa—. Mira, el rey necesita los tributos. No puede obtener dinero de los nobles; sencillamente no lo tolerarán. desde que el clero se ha llenado de los hijos de la noblezdifícilmente irá en contra de los nobles. Eso deja al terce

Estado en una desventaja de dos a uno. Tendrán qu

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guantar una subida de impuestos tanto si les gusta como no.

 —Ya te digo que no les gustará. Y ya no lo tolerarámás.

Alexander soltó un resoplido. —Puede que tengan el estómago vacío, pero el restdel cuerpo lo tienen lleno de aire caliente. Tú estuviste eLyon. Viste con qué rapidez se rindieron al primer atisbde una bayoneta. Desde entonces, nos hemos ocupado d

tros dos disturbios con exactamente los mismoesultados. Lo que le hace falta a la chusma es un durecordatorio. Eso o una buena cosecha, o unas cuanta

dádivas de pan gratuito, y se calmarán enseguida. Ya lverás.

 Napoleón se quedó mirando fijamente el interior d

u copa, moviendo el vino justo por debajo del borde. Sncogió de hombros.

 —Esperemos que tengas razón. —De todos modos, ya basta de política. ¿Qu

demonios has estado haciendo desde que nos dejaste e

Valence? Napoleón le relató sus novedades, pero su meneguía estando llena de serias dudas sobre el futuro. Si toda nobleza se mostraba tan despreocupada como Alexandeespecto a la creciente furia que reinaba en las calle

hambrientas de las ciudades y en la campiña circundant

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nunca verían la tormenta que quizás algún día los arrastrarapoleón había evaluado el humor popular en París. Hab

eído los panfletos y oído los cautelosos discursos qurotestaban furiosamente por las injusticias de qu

dolecía Francia. En su opinión, estaba más claro que gua. Sencillamente, la gente común y corriente, loampesinos, los jornaleros de la ciudad, los comerciantebogados y el resto de burgueses, todos y cada uno dllos, ya no podían soportarlo más y sus voces exigirían sescuchadas el día en que se reunieran los Estado

Generales. Napoleón echó un vistazo a los demás oficialeque había en el comedor y le costó creer que pudieran sean ciegos ante las condiciones de sus compatriotas.

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CAPÍTULO L

En cuestión de semanas, Napoleón había retomado

utina de la vida militar. Los largos meses que había pasadn París con poca cosa que hacer lo habían frustrad

mucho, y era un placer positivo sumergirse de nuevo en iencia práctica de las cuestiones de artillería. Poc

después de su reincorporación al servicio, Napoleón fu

destinado a la escuela de artillería, un pequeño edificiituado a cierta distancia, a un lado del cuartel, donde

general Du Tiel y los miembros de su reducida plana mayostudiaban las últimas tecnologías y teorizaban sobre

mejor manera de desarrollar el uso táctico de la artillería.

 Napoleón tenía la responsabilidad de organizarlo todara los experimentos de campaña. Eso significaba preparos cañones en el campo de tiro y encargarse de que laargas y los proyectiles utilizados fueran lo más adecuadoosible. Contaba con los mejores servidores degimiento y seleccionaba personalmente las mejorermas del parque de artillería. Con el transcurso de lo

meses, Napoleón desarrolló una sólida comprensión dotencial del cañón que tenía a su disposición y sabxactamente el daño que era capaz de infligir.

En otoño, su creciente pericia en asuntos de artiller

había impresionado tanto al general que éste permitió qu

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l joven teniente redactara los informes oficiales de loxperimentos de la escuela de artillería. A medida que lo

días se iban haciendo más cortos, Napoleón se quedabrabajando a la luz de las velas hasta bien entrada la noch

ompletamente absorto en el tema que le ocupaba. Cuandno estaba trabajando en los informes, Napoleón volvía a sudependencias con libros y manuales técnicos que tomabrestados de la biblioteca de la escuela de artillería. Loeía sentado a su pequeña mesa, tomando notas a medid

que avanzaba, ampliando continuamente sus conocimientol mismo tiempo, leía muchos de los panfletos político

que habían llegado a las librerías y bibliotecas de AuxonnHubo una palpable sensación de excitación entre lohabitantes del lugar cuando se fijó la fecha de la aperturdel Parlamento para el 5 de mayo del año siguiente,

apoleón incluso oyó discutir a algunos de los soldadodel cuartel sobre lo que se podría conseguir para la gentde Francia si el rey y las órdenes privilegiadas tenían euenta las quejas de los diputados que representaban a loomunes. Con tanto como había en juego, ¿cómo pod

gnorar el rey el sufrimiento de la inmensa mayoría de sueblo? Los soldados, al igual que los habitantes de iudad, estaban llenos de esperanza y Napoleón, comllos, tenía la sensación de que el destino estaba de par

de los oprimidos. Sólo un idiota no accedería a la

azonables demandas de una Constitución más justa qu

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luían hasta París desde todos los rincones del paíapoleón esperaba que, en algún punto de todas la

eformas que podrían promulgarse, hubiera justicia para samilia; alguna compensación por el contrato que

gobierno había incumplido. Esto fue lo que le dijo a smadre en la carta que le escribió explicándole por qué nhabía regresado a Córcega.

Si el pueblo de Auxonne y muchos de los soldados deuartel estaban preocupados por la próxima reunión d

Parlamento, no podía decirse lo mismo de la mayoría dficiales. Ellos continuaban bebiendo, yendo corostitutas, participando en las cacerías y asistiendo a loailes que organizaban los nobles de la región. Puesto quapoleón se mantenía alejado de la mayoría de oficiale

ada vez recibía menos invitaciones para asistir a dicho

contecimientos. Aunque de vez en cuando esta soledautoinfligida lo deprimía, poco podía hacer él al respect

Ya le enviaba a su familia en Córcega todo lo que podía du paga para ayudar a su madre a alimentarlos. Si con loco que le quedaba apenas podía permitirse el lujo d

omer, para qué hablar de unirse a Alexander y a los demáy pasarse la noche bebiendo en las escasas tabernas duxonne.

Sus prolongadas ausencias del comedor de oficialerovocaron que, en las raras ocasiones en que lo visitab

trajera la atención al instante. Napoleón notaba las mirada

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de reojo, las risas apenas disimuladas y los discretoomentarios que imaginaba que iban dirigidos a él. Hizodo lo posible por hacer caso omiso de todo ello. A vecee encontraba a Alexander en el comedor y podía disfruta

de la compañía de su amigo, hasta que se sumaba a ellolguno de sus amigotes. Entonces la conversación sdesviaba inevitablemente hacia Napoleón cuando los demáficiales se daban el gusto de dedicarse a su pasatiempavorito, a saber, burlarse del joven y de sus orígeneorsos. Napoleón dominó su mal genio y soportó las burlauanto pudo.

Al llegar el nuevo año de 1789 y el invierno dio pasoa primavera, la cargada atmósfera política que se habpoderado de Francia empezó a dividir a los miembros domedor de oficiales de acuerdo con su clase social y su

rincipios.Cuando en el mes de mayo se inició el nuev

Parlamento, los miembros del regimiento escudriñabaodas las noticias que llegaban a Auxonne procedentes d

París. Se necesitaron varios días para que los m

doscientos diputados presentaran sus cartas credenciales,ntonces resultó que los ministros del rey todavía nhabían decidido si los tres estados se reunirían juntos o poeparado. De ese modo, los días pasaron a ser semanas eanto que el clero del primer estamento y la nobleza d

egundo se negaban a compartir la cámara de debate co

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os diputados que representaban al pueblo llano de FranciLa falta de un espíritu de compromiso alimentó laensiones tanto en el comedor de oficiales de Auxonnomo en las calles de dicha ciudad.

 Napoleón, que para entonces ya era muy versado eos argumentos que se habían presentado para la reformonstitucional, era un lógico partidario de la causa d

Tercer Estado. Había algunos más como él, pero la mayorde oficiales se atenían a sus orígenes nobles, proclamaba

voz en cuello su apoyo a los privilegios tradicionales da nobleza y denunciaban las aspiraciones de la gentomún y corriente.

Una noche de finales de junio en que la lluvia azotabuxonne, Napoleón cruzó a toda prisa el patio de armantre la escuela de artillería y el comedor de oficiale

Cuando estuvo a resguardo de la lluvia, se quitó el gabán l sombrero empapados y se los entregó al camarero. U

grupo de oficiales de baja graduación, entre ellos lohermanos Des Mazis, estaban jugando a un ruidoso juegde cartas en las mesas situadas a un lado de la chimenea

apoleón pasó junto a ellos y se dio la vuelta paralentarse de espaldas al fuego. Cruzó la mirada colexander y lo saludó con la cabeza.

 —¡Vaya! ¿Esta noche no estás leyendo un libro dhistoria, Napoleón?

 —Podrías aprender una o dos cosas de los libro

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sabes? —repuso él en tono cansino.Alexander se encogió de hombros.

 —¿Qué me importa a mí lo que ocurrió hace mños? Bueno, ¿has oído la noticia?

 Napoleón dijo que no con la cabeza. —Han estallado disturbios en Seurre —dijlexander—. Algo relacionado con el precio del pan. Eoronel va a mandar a un destacamento para calmar laosas.

 —¿Seurre? —Napoleón frunció el ceño—. ¿Dóndstá eso?

 —Es una pequeña ciudad a unos dos días de marcha dquí. Mi hermano comandará el destacamento. No tardan hacer que esa chusma huya corriendo.

 —Seguro que sí.

Alexander se lo quedó mirando un momento. —¿Qué significa eso? —Que esos alborotadores estarán débiles por

hambre y armados con palos y cuchillos. ¿Quosibilidades tienen contra soldados entrenados armado

on mosquetes? Saldrán corriendo a la primera descarga. —Por supuesto que lo harán, esos cerdos cobardes. —¿Cerdos cobardes? —Napoleón meneó la cabeza—

o. No son más que personas comunes y corrientes. Ehambre los ha llevado a actuar.

 —Napoleón —interrumpió el capitán Des Mazis—

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enga cuidado. Da la impresión de que está usted de sarte.

 —No. No lo estoy. No podemos permitir que esolborotadores desacaten la ley. Con todo, comprendo su

quejas y los entiendo.El capitán Des Mazis puso mala cara. —¿Que los entiende? —Por supuesto, señor. —Napoleón dirigió la mirad

l suelo con aire meditabundo—. Están sujetos a toda clasde impuestos: el diezmo, el fogaje y el impuestomunitario de capitación. Una vez lo han pagado todo, le

queda una miseria, lo cual significa que se pasan la viduchando por sobrevivir. Puedo entender su desesperación

Y puedo comprender su furia cuando miran a la nobleza y alero y los ven disfrutando de una vida de lujos, libres d

mpuestos. Lo que me asombra es que lo hayan aguantadanto tiempo. No alcanzo a imaginarme ni remotamente ufrimiento que ha llevado a esas personas de Seurre ctuar.

Levantó la mirada, y vio que la mayoría de oficiales

staban mirando con manifiesta hostilidad. Incluslexander parecía molesto por su explicación. Se hizo uncómodo silencio y entonces el capitán Des Mazis echó illa hacia atrás con un chirrido y se puso de pie.

 —Teniente Buona Parte, su parecer me result

fensivo. En este comedor no hay lugar para este tipo d

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piniones y le agradecería que no volviera a sacar el temLo ha entendido?

 Napoleón notó que le ardían las mejillas de vergüenzy furia.

 —Señor, no era mi intención ofender a nadiSencillamente, intentaba explicar los motivos de esolborotadores.

 —Usted es un soldado, teniente, no un político ni uilósofo, gracias a Dios. Hizo un juramento de lealtad ey, no a la chusma. Y este comedor no tolerará ningúntento por justificar las acciones ilegales de unoeligrosos alborotadores. ¿Me he expresado con claridad?

 —Sí, señor —respondió Napoleón en voz baja— Cobsoluta claridad.

 —Bien. Entonces le pediría que abandonara

omedor enseguida, para evitarnos cualquier otra de suoco meditadas opiniones. Ahora márchese.

 —Sí, señor. —Napoleón saludó mientras le ardían lamejillas de vergüenza. Se apartó de la chimenea y empezóndar hacia la puerta.

 —Una última cosa, teniente —le dijo el capitán DeMazis cuando Napoleón se alejaba. Napoleón se detuvo y se dio la vuelta. —¿Señor? —Como veo que comprende muy bien a eso

riminales, voy a asignarlo a mi destacamento de mañan

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Veamos lo comprensivo que es cuando tenga qunfrentarse a una escandalosa multitud de esos... animale

—Esbozó una débil y gélida sonrisa—. Quizá puedntentar razonar con ellos.

 Napoleón sintió que se ruborizaba de furia. Se dio vuelta nuevamente y abandonó el comedor de oficialendando con rigidez.

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CAPÍTULO LI

A Napoleón, la expedición a Seurre le traj

desagradables recuerdos de los levantamientos de LyonCuando el destacamento marchaba a través de las pequeñaoblaciones, Napoleón era consciente de que los habitanteos observaban con un resentimiento y hostilidad apena

disimulados. Al final del primer día de marcha, lo

oldados acamparon en una descuidada zona de pastoreo da comunidad situada en medio de un espantoso grupo dasuchas. El capitán Des Mazis y su hermano se había

marchado a caballo para pasar la noche en casa de uerrateniente local, dejando a Napoleón a cargo d

ampamento.Mientras los soldados preparaban la cena, varios niñoequeños y lastimosamente delgados se acercaro

deambulando por entre las líneas de tiendas, y se quedarollí de pie con la mirada fija en el vapor que desprendían lallas. Napoleón vio que uno de los cabos se volvía hacia lo

niños con una sonrisa afectuosa. —No pasa nada. Acercaos, decidme cómo os llamáisLos niños se lo quedaron mirando con ojos hundido

hasta que el hombre se acuclilló y les hizo señas para que acercaran. Entonces, uno de los pequeños, un niñ

menudo con una mata de pelo rubio, avanzó con air

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vacilante. —¡Eso está mejor! —exclamó el cabo con una ampl

onrisa—. ¿Quién eres?Los labios del niño se agitaron un momento antes d

que éste respondiera en voz baja: —Con su permiso, señor, soy Philippe. —Philippe... ¿Tienes hambre, Philippe?El niño se relamió y asintió con la cabeza.

 —¿Y qué me dices del resto de tus amigos? Venidvenid todos. Sentaos aquí junto al fuego y podréis tomar uoco de estofado.

Salieron sigilosamente de las sombras comantasmas y se sentaron en la hierba mirando la olla.

Uno de los soldados se santiguó. —¡Dios Santo, míralos! No son más que piel

huesos. —Bueno, no te quedes ahí parado —dijo el cabo e

voz baja—. Dales algo de comer.Cuando los soldados empezaron a compartir s

omida con los niños, aparecieron más sombras en

enumbra, niños mayores, adultos y unos cuantos ancianoTodos ellos estaban demacrados y guardaban un patéticilencio, mientras extendían la mano para coger loedazos de pan que el cabo estaba repartiendo de la partrasera del carro de suministros del destacamento.

En cuanto Napoleón se dio cuenta de lo que estab

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haciendo el cabo, se acercó a grandes zancadas. —¿Qué está pasando aquí? Son suministros militare

Detenga esto enseguida...El cabo se detuvo y en torno a él, los habitantes d

ueblo se volvieron hacia el joven teniente con expresionede terror y desesperación. Napoleón oyó un débil lamentn la garganta de alguien, y se abrió paso por entre

multitud hacia la parte posterior del carro. —Cabo, vuelva a dejar ese saco de pan en el carro.El hombre se lo quedó mirando unos instantes ante

de bajar del vehículo y quedarse de pie frente al oficial. —Esta gente se está muriendo de hambre, señor. —Le he dado una orden, cabo.Había una mirada afligida en los ojos de aquel hombr

que luchaba contra su conciencia, y entonces señaló a u

ado de la carreta. —Debería ver una cosa, señor. —¿Cómo dice? ¿A qué se refiere? —Napoleón l

anzó una mirada fulminante—. Obedezca mi orden. —Por favor, señor, venga conmigo. —Sin aguarda

una respuesta, el cabo rodeó el extremo de la carreta apoleón lo siguió con paso resuelto mientras el enojorría por sus venas.

 —¿Qué significa esto, cabo? Le dije... —Mire, señor. —El cabo señaló la base de la rued

delantera. En un primer momento Napoleón creyó que

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hombre le estaba indicando un montón de trapos. Lueguando sus ojos se adaptaron a la débil luz que proyectab

una hoguera cercana, vio el rostro de una joven, poco máque una niña. Ella le devolvió la mirada con unos ojo

rillantes de terror. Llevaba puesto un vestido hechirones que le colgaba abierto hasta la cintura. Tenía uequeño bulto apretado contra su pecho, que colgaba com

un monedero vacío. —No mama —dijo la chica con un susurro ronco—

o consigo darle el pecho...El cabo se acuclilló junto a la joven y, con delicadez

e puso un pedazo de pan en la mano. —Toma. Cómetelo. El bebé no puede mamar hast

que tú no hayas comido algo. Cómete esto y vuelve ntentarlo.

Ella miró al cabo, luego, con un parpadeo, su miraddescendió hacia el pan que tenía en la mano, se lo lleventamente a la boca y empezó a mordisquearlo por unta, meciendo suavemente a su hijo mientras masticaba corteza. El cabo se incorporó de nuevo y, tomando de

razo a Napoleón, volvió a conducirlo suavemente xtremo de la carreta. —Tengo una hija de su edad. Napoleón tragó saliva. —El bebé. ¿Vivirá?

El cabo lo miró perplejo.

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 —Ya está muerto, señor. —¿Muerto? —Se sintió mareado—. ¿Lo sabe ella?El cabo le dijo que no con la cabeza.

 —La pobre chica está medio loca de inanición. Dud

que dure mucho más. —Entiendo. —Napoleón sintió que en su interior sbría un inmenso pozo negro de desesperación qumenazaba con abrumarlo. Las lágrimas le ardían en laomisuras de los ojos y luchó por controlar sumociones. En torno a él, las formas esqueléticas de loldeanos se apiñaban en el rojo resplandor de las fogataon su silencioso sufrimiento y compartían la comida coos soldados. Napoleón tragó saliva y se volvió hacia abo—. Deles de comer. ¡Deles de comer a todosegúrese de que todos ellos comen como es debido.

 —Sí, señor. —El cabo parecía aliviado. —Nadie tendría que vivir así —comentó Napoleón. —No, señor. No está bien. Napoleón meneó la cabeza lentamente. —No. No está bien. Es... intolerable.

* * * 

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El destacamento se puso en marcha al alba, mientraos habitantes del pueblo todavía dormían. Salieron de oblación sigilosamente, como ladrones que escaparan da escena de un delito, y Napoleón deseó con todas su

uerzas que sus hombres siguieran avanzando, ansioso podejar aquel lugar terrible tras él y alejarse todo lo posiblde aquella escena.

Se detuvieron frente a las columnas de la entrada amino que conducía al château en que el capitán y s

hermano habían pasado la noche. Al cabo de una hora media de espera, los dos oficiales llegaron a caballo por amino.

El capitán Des Mazis saludó con la cabeza a Napoleó —Bien hecho, teniente. Esto nos ha ahorrado un poc

de tiempo.

 —Sí, señor.Los soldados miraron a los dos oficiales montado

on expresión huraña y Alexander fue acercando su caballNapoleón y se inclinó para hablarle sin que nadie má

yera sus palabras.

 —¿Qué ha pasado? Por la cara que traen parece qulguien se les haya cagado en el plato de campaña. Napoleón miró a Alexander. Quería contárselo todo

Compartir la conciencia del terrible sufrimiento del pueblque habían dejado atrás. Entonces dirigió la mirada más al

de Alexander, camino arriba donde el tejado sumament

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nclinado del cháteau brillaba bajo las copas de los árboley supo que el joven no lo entendería.

 —No es nada. Sólo quieren que esto termine y volvel cuartel.

Llegaron a Seurre a media tarde y se encontraron coque la milicia del lugar ya había sofocado la revuelta. Arincipio, Napoleón se sintió decepcionado de qu

hubieran llegado demasiado tarde para presenciar lboroto. Mientras la columna recorría las callerácticamente desiertas de Seurre, él levantó la vista hacas altas fachadas de las casas de ricos mercaderes. Aquí llí, en las ventanas, vio a personas que los observabalgunos de aquellos rostros denotaban preocupación, otrolivio, y Napoleón tuvo la sensación de que los problema

que habían provocado los disturbios aún no se había

esuelto. Todavía se convenció más de ello cuando edestacamento atravesó una densa zona de apiñados tuguriohabitados por gente de la clase trabajadora. Todas lauertas estaban cerradas, todas las ventanas tenían echadoos postigos y no había la más mínima señal de vida. Má

delante, la columna marchó junto a los restonnegrecidos de una hilera de almacenes. La atmósfera ecre debido a la fetidez de las ruinas, y unas delgadaolumnas de humo seguían alzándose en el aire. Hablgunas casas quemadas; otros edificios tenían las puertas

as ventanas destrozadas. Las calles adoquinadas estaba

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ubiertas con los restos del botín rotos y desechados, y dvez en cuando se veían unas manchas oscuras de sangreca.

El coronel a cargo de la milicia estaba esperando baj

un toldo en una esquina de la plaza de la ciudad. Se puso die para recibir a los recién llegados con un saludo. Eapitán Des Mazis ordenó a sus hombres que rompierailas y prepararan las tiendas para pasar la noche, tras lual condujo a sus oficiales hacia el toldo para ntercambio formal de cumplidos.

 —¡Son ustedes muy oportunos, muchachos! —xclamó el coronel con voz de trueno dirigiéndose a loecién llegados—. Estábamos a punto de sellar es

desafortunado asunto. —¿Qué quiere decir, señor? —repuso el capitán De

Mazis. —¡Pues que tenemos a los sinvergüenza

esponsables del alzamiento! Mis hombres los encontraroscondidos en una carbonera esta misma tarde. Los sacaro

de allí a rastras y dos sargentos les hicieron confesar

golpes. Lo suficiente para que se sostenga ante un Consejde Guerra rápido. Dicté sentencia hace apenas una horSerán ahorcados al anochecer. —Hizo un gesto con abeza hacia el otro extremo de la plaza, donde había tre

hombres encadenados vigilados por una guardia armada—

Será un entretenimiento interesante para después de

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ena! —se echó a reír alegremente—. Uno de mmuchachos ya está recogiendo apuestas sobre cuál de ellos el que dura más. Ese tipo huesudo no tiene muchaosibilidades.

El coronel agasajó a los oficiales con una magníficena en unas largas mesas situadas a la sombra de lorboles. Los mejores vinos y carnes de Seurre s

dispusieron ante sus invitados pero, desde donde estabentado, Napoleón veía perfectamente el otro extremo da plaza y a los condenados, y no pudo disfrutar de su cen

Cuando retiraron el último plato, algunos camareroolocaron varias hileras de sillas delante de un viejo rob

que había en un pequeño parque situado en el centro de laza. Se acercó un sargento con tres trozos de cuerda dáñamo, los desenrolló y los lanzó por encima de un

ólida rama que sobresalía del tronco del roble. Luego suso a hacer el nudo corredizo en el extremo de cada un

de las cuerdas colgadas.El coronel se levantó de la mesa, llamó a los oficiale

ara que lo acompañaran y, a continuación, fue paseand

hacia el roble y tomó asiento en el centro de la hilera, dara a las tres cuerdas. Los demás oficiales ocuparon susientos en torno a él y, cuando todo estuvo dispuesto, eoronel le hizo una señal con la cabeza a su ayudante, qu

gritó hacia el otro lado de la plaza:

 —¡Traigan a los prisioneros!

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Hicieron avanzar a empujones a los tres hombres, que dirigieron medio caminando, medio tropezando, al luga

de la ejecución. Cuando se acercaban, Napoleón vio quenían el rostro señalado con contusiones y cortes, y qu

uno de ellos llevaba el brazo en un improvisado cabestrilloapoleón se sintió mareado y la sensación de náusea ubió por la garganta mientras observaba cómo obligabanada uno de los hombres a colocarse en posición detrás d

un dogal; luego el sargento les pasó la cuerda por la cabezy ajustó el nudo corredizo, de modo que quedara alineadon la espina dorsal en la nuca de cada uno de ellos. Uelotón de soldados se acercó marchando y se destacarouatro de ellos a cada soga. Los soldados recogieron xtremo de la cuerda que quedaba suelto y se quedaro

quietos, aguardando la orden de seguir adelante. El sargent

miró al comandante, esperando la orden, y recibió un gestomo señal.

 —¿Alguno de los condenados desea pronunciar unaúltimas palabras? —gritó el sargento. Napoleón pasó mirada de un hombre a otro. Uno de ellos temblaba d

manera incontrolable y sus gimoteos eran perfectamenudibles. A su lado, había un hombre delgado que dirigímiradas desafiantes a los oficiales sentados frente a éSólo el último de ellos abrió la boca.

 —¡Esto no se acaba aquí! —gritó—. ¡Este es

rimer paso hacia la libertad y la igualdad! Podé

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matarnos, pero no podéis matar aquello que representamo—Se volvió a mirar a los soldados que sostenían la cuerddetrás de él—. Hermanos, ¿por qué les hacéis el trabajucio a estos aristócratas? Estamos en el mismo band

Son vuestros enemigos. Ellos... —¡Ya he oído suficiente! —exclamó furioso eoronel—, ¡Empiecen de una vez!

 —¡Pelotón de ejecución! —exclamó el ayudante iempo que levantaba el brazo—. ¡Preparados!

Los soldados tensaron los brazos y afianzaron los pien el suelo. El cabecilla respiró hondo y gritó:

 —¡Libertad! ¡Lib...El brazo del ayudante descendió de golpe.

 —¡Tiren!Los soldados tiraron de las cuerdas y los tres hombre

quedaron con los pies colgando de una sacudida. Se oyerogritos ahogados y unas cuantas risas nerviosas por parte dos oficiales que estaban sentados cuando los hombrempezaron a agitar las piernas y a retorcers

desesperadamente, mientras los dogales se tensaban co

rusquedad alrededor de sus cuellos y los estrangulaban. Lgonía crispó sus rostros cuando empezaron a respirar cosperos silbidos. El cabecilla fue el primero en morir, lojos se le salían de las órbitas y la lengua, oscura

hinchada, le asomaba por entre los labios. El hombre alt

ue el último, y abandonó la lucha unos cuantos minuto

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después que sus compañeros. Poco a poco, los treuerpos dejaron de balancearse, hasta que por fin quedaronmóviles.

* * * 

Los miembros del regimiento de artillerermanecieron en Seurre casi dos semanas, y Napoleódirigía las patrullas que recorrían las tranquilas calles caddía. Los únicos signos de constante descontento eran laonsignas que aparecían en las paredes todas las mañana

El mensaje más frecuente era sencillamente: «¡LibertadIgualdad!», y Napoleón se estremecía al recordar spectáculo que les ofreció el coronel la primera noch

Los cuerpos seguían colgados del árbol como ejemplo paros trabajadores de Seurre. Se les puso vigilancia para qu

ni amigos ni parientes pudieran cortar la cuerda y recuperos cadáveres para enterrarlos como era debido. En álida atmósfera del verano, los cadáveres no tardaron empezar a descomponerse y el hedor de corrupciónundaba aquel rincón de la plaza y se extendía hacia el otrado siempre que soplaba una brisa nocturna en es

dirección.

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Llegaron a la ciudad noticias de París. El puntmuerto en que se encontraba el Parlamento se había venidbajo. El Tercer Estado había convencido a bastantelérigos del Primer Estado y a algunos nobles del Segund

ara transformarse en Asamblea Nacional con autoridaara aprobar sus propias leyes. El hijo del rey había muertras una larga enfermedad a principios de junio, y lo

monarcas estaban tan atormentados por el dolor que casi nhabían hecho nada por frenar el creciente poder del tercestamento. El país se estaba preparando para la inevitabatalla de voluntades entre el rey y la nueva Asambleacional. Había noticias de que más de veinte regimiento

e hallaban acampados cerca de Versalles esperandrdenes para aplastar la Asamblea y dispersar la multitu

que se había congregado a las puertas del Palacio Real, co

a intención de apoyar a los diputados del Tercer Estado.El capitán Des Mazis regresó con su destacamento

uxonne la tarde del 18 de julio. Resultó evidente dnmediato que algo importante había ocurrido. Las callestaban llenas de gente enzarzada en serias discusiones qu

e hizo a un lado cuando la columna de soldados pasmarchando pesadamente. —¡Que los hombres sigan avanzando! —gritó

apitán Des Mazis desde el frente de la columna—Volvamos al cuartel lo más pronto posible.

Alexander frenó su caballo y esperó a Napoleón ante

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de volver a conducir a su montura hacia la columna. —Me pregunto a qué viene todo esto. —Quizás haya ocurrido algo en Versalles —dij

apoleón.

Alexander se lo quedó mirando con unos ojodesmesuradamente abiertos de excitación. —El rey ha tomado medidas contra la Asamble

acional. Apuesto a que es eso. —Pronto lo sabremos.Cuando el destacamento cruzó la puerta principal d

uartel, uno de los tenientes de menor categoría acudiorriendo. Saludó al capitán Des Mazis y le transmitió lardenes que tenía con la voz entrecortada a causa de xcitación.

 —Saludos de parte del coronel, señor. Todos lo

ficiales tienen que presentarse en la comandancnmediatamente.

 —¿Inmediatamente? Pero si acabamos de llegar dSeurre.

 —Inmediatamente, señor.

 —De acuerdo. —El capitán Des Mazis se dio la vueln la silla y gritó una orden al destacamento—. ¡Rompailas! ¡Cabo, asuma el mando!

Los tres oficiales cruzaron rápidamente la plaza drmas hacia el edificio de la comandancia. En su interior,

esto de oficiales del regimiento y de la escuela d

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rtillería abarrotaban el salón principal. Napoleón scercó poco a poco al general Du Tiel.

 —Discúlpeme, señor. —Ah, Buona Parte. Las noticias son desalentadora

verdad, muchacho? Napoleón meneó la cabeza. —¿Qué noticias, señor? —Desde París...Antes de que el general pudiera continuar, hubo u

lboroto en un extremo de la sala y las cabezas se volvierouando el coronel entró con paso resuelto por una puerateral y rápidamente subió al pequeño estrado. A su lado

había un joven oficial con aspecto de cansancio y con mugre de haberse pasado unos cuantos días cabalgando sarar. Un silencio expectante reinó en el salón; lo

ficiales miraron al coronel y esperaron a que hablara. Eoronel se aclaró la garganta y respiró hondo. Su volegaba claramente a todo el mundo y la forzada monoton

de su discurso transmitía su preocupación. —Caballeros, éste es el teniente Corbois de

Guardia Suiza. Ha venido directamente desde Versalles coun despacho de parte del ministro de Guerra. —Se volvihacia Corbois y le indicó con un gesto que se acercara—Será mejor que les cuente usted la noticia.

 —Sí, señor. —El teniente Corbois se serenó

mpezó a hablar— Hace cuatro días, el día catorce,

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muchedumbre de París tomó la Bastilla por asalto. Matarola mayor parte de la guarnición, asesinaron al gobernado

y se hicieron con todas las reservas de mosquetes ólvora. Cuando dejé Versalles, el rey estaba preparand

as ordenes para que el general Broglie marchara sobrParís. ¡Caballeros! —La voz del teniente Corbois era tensy tuvo que hacer un momento de pausa para volver clararse la garganta—. Caballeros, me temo que Francodría entrar en guerra consigo misma en cualquie

momento.

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CAPÍTULO LII

En los días que siguieron a la caída de la Bastilla, lo

ficiales del Regimiento de la Fére esperaron la orden dmarchar contra las comunas de París y restaurar el ordePero no llegó ninguna orden, y daba la impresión de que ey sencillamente había aceptado la toma de la prisión y

matanza de los miembros de la guarnición, lo cual asombr

los militares. La noticia de que la autoridad real se habendido al populacho se extendió por toda Francia com

una plaga.Pocos días después de la caída de la Bastill

stallaron disturbios en Auxonne. Una multitud destruy

as puertas de la ciudad, se abrió camino por las calles hasa oficina tributaria y la saqueó propinándoles una fuertaliza al grupo de funcionarios que habían intentad

negarles la entrada al edificio. El coronel de artillería degimiento había ordenado a un destacamento de su

hombres que incrementaran las filas de la guardia civocal que se habían reunido para acabar con lolborotadores. Pero cuando los soldados recibieron surdenes, se negaron a marchar contra la gente de la ciuda

Los hombres quedaron inmediatamente confinados en uartel y en su lugar se envió a una compañía de soldado

más fiable. Poco a poco fueron dispersando a la multitud

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e restableció el orden en Auxonne, pero en el cuarteersistió el resentimiento. Napoleón, que comprend

mejor los sentimientos de los soldados rasos que lodemás oficiales, lo percibió enseguida. Aunque la rutin

diaria continuaba, los hombres tardaban más en obedeceas órdenes, su comportamiento se volvierceptiblemente más hosco y el número de quejas sobrus dependencias, su comida y su paga pasaron del gote

habitual a un torrente de notas presentadas al coronel ravés de sus sargentos. Las quejas no tardaron en adquirl tono de exigencias y el coronel, teniendo presente uerte que había corrido el gobernador de la Bastillmpezó a llevar la espada para andar por el cuartel.

Entonces, un sofocante día de agosto, Napoleóstaba escribiendo un inventario de las municiones d

atallón cuando oyó unas voces subidas de tono en el patide armas. No se trataba de un sargento instruyendo a voz euello a sus soldados, sino que eran unos gritos mánojados y exasperados. Napoleón dejó la pluma, sevantó de la mesa y se dirigió al otro extremo de la oficin

de los almacenes para mirar por la ventana. Una compañde soldados de artillería estaban allí de pie en posición ddescanso. Frente a ellos había un sargento con el rostrolorado que les gritaba que se pusieran firmes. Com

nadie se movía, el sargento se acercó con paso resuelto

oldado más próximo y volvió a bramar la orden. E

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oldado miró a sus compañeros y, a continuación, meneó abeza.

 —¿Me desafías, eh? ¡Gallito de mierda! —El sargentchó hacia atrás su bastón con la intención de golpear

oldado en la cara, pero antes de que pudiera asestar golpe, otro soldado avanzó y levantó rápidamente la culade su mosquete dándole con ella al sargento en stómago. El sargento se dobló en dos, sin resuello, y cayle rodillas. El agresor levantó una bota y le dio un puntapl sargento en la espalda antes de volverse hacia suompañeros.

 —¡Vamos, muchachos! Ya es hora de que lresentemos nuestras quejas al coronel en persona.

 —¿Y si no nos escucha? —preguntó en voz alta uoldado.

El primero que había hablado sonrió. —Nos escuchará, ya lo creo que nos escuchará si sab

o que le conviene. ¡Vamos! ¡A la comandancia! Napoleón sintió rabia ante lo que acababa d

resenciar. Aquello era amotinamiento, casi la peo

nfracción que podía cometer un soldado. Se castigaba coa muerte. Aquellos hombres debían de saberlo yabiéndolo, serían absolutamente implacables.

 —Mierda... —A Napoleón se le agolparon las ideas ea cabeza. ¿Qué demonios tenía que hacer? Agarr

ruscamente la casaca y el sombrero con la esperanza d

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que el aspecto formal todavía sirviera de algo con aquellohombres. Salió a toda prisa y avanzó por el patio de armasgrandes zancadas en dirección al sargento. El último de looldados ya se alejaba para seguir a los cabecillas hacia

omandancia y, cuando se acercó a ellos, los soldados se lquedaron mirando con aire vacilante. Napoleón saludó y, dmanera instintiva, el soldado más próximo irguió la espaldy levantó la mano para responder al saludo, hasta que unde sus compañeros le bajó la mano de golpe.

 —¡Esto ya se ha terminado! ¿Lo entiendes?El soldado asintió con la cabeza sin dejar de mirar

apoleón con expresión preocupada, pero el joven oficihizo caso omiso de él y se inclinó sobre la forma postraddel sargento. A su lado, oyó que el soldado que habíntervenido seguía diciendo:

 —¡Tú, venga, vamos!Los soldados se alejaron a toda prisa y sus paso

rujieron sobre la grava mientras iban tras el resto de ompañía. Napoleón miró al sargento, que tenía la teálida y crispada con una expresión de dolor.

 —¿Está usted bien, sargento?El hombre puso los ojos en blanco y masculló entrdientes:

 —¿Tengo aspecto... de estar bien..., señor? Napoleón sonrió.

 —Lo siento. ¿Necesita ayuda?

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El sargento le dijo que no con la cabeza. —Sólo me he quedado sin respiración... Avise a

oronel, señor... ¡Vaya, deprisa! Napoleón se irguió y echó un vistazo a su alrededo

Los soldados ya habían llegado a las escaleras del edificide la comandancia y habían apartado de un empujón a loentinelas que intentaron darles el alto. Napoleón volvió

mirada hacia el comedor de oficiales, pero otro grupo doldados ya se dirigía en esa dirección. Dejó al sargento orrió hacia aquellos hombres, gritándoles a medida que scercaba a ellos:

 —¡Regresen a sus barracones!Ellos se detuvieron al oír su voz y se volvieron hac

l, en tanto que Napoleón se acercaba al trote. Respirhondo e intentó poner su voz más autoritaria al volver

dirigirse a ellos: —¡Regresen a los barracones! ¡Es una orden

Háganlo, ahora mismo! Nadie se movió. Entonces, uno de los soldados dio u

aso vacilante hacia el joven oficial.

 —Señor, le conocemos. Usted no es uno de esoaballeros estirados que se dan toda suerte de airelegantes. Usted tendría que ser uno de nosotros, no dllos.

 —¡Basta! —A Napoleón le ardían los ojos de furia

nfrentarse al soldado—. ¡Ahora vuelvan a sus barracones

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 —Lo lamento, señor. —El soldado meneó la cabez—. Eso no va a funcionar. Los muchachos tienen motivode queja. Hemos acordado no obedecer ninguna orden máhasta que nos den lo que queremos.

 —¿Hasta que les den lo que quieren? —repitiapoleón con asombro—. ¿Dónde demonios creen qustán? Esto es el maldito ejército, no un club de debat

Bueno, no se lo voy a repetir. Regresen a los barracones.El soldado volvió a negar con la cabeza y se alejó d

apoleón. —Vamos, muchachos. Seguidme.Mientras los soldados iban pasando junto a é

manteniendo una distancia respetuosa para no darle ugolpe sin querer al pasar, Napoleón abrió la boca para gritanuevamente la orden. Pero se dio cuenta de que era inúti

or lo que cerró la boca hasta que sólo fue una línea adusn su rostro y fulminó con la mirada a los amotinados. S

dijo a sí mismo que de haber intentado resistirse sólhabría conseguido hacer el ridículo. Nada de lo que leudiera decir los detendría, y se maldijo por carecer de un

ersonalidad firme que les hiciera obedecer sus órdeneapoleón se puso a caminar tras ellos con una sensación dnáusea en el estómago, consciente de que su deber erstar al lado de los demás oficiales en aquelonfrontación.

Una vez encontraron al coronel, los soldado

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xigieron que éste abriera el cofre que contenía los fondode beneficencia del regimiento. En cuanto se repartieron dinero, los soldados se agenciaron los vinos y licores domedor de oficiales antes de encaminarse a la ciudad par

gastarse lo que habían robado en más bebida. Regresaron nochecer con barriles de cerveza y obligaron a loficiales a beber con ellos y a bailar. El coronelaramente temeroso de que las cosas se pusieran feas eualquier momento, ordenó a sus oficiales que no lelevaran la contraria a los soldados. Y así transcurriquella noche de calor sofocante, y la fiesta sólo terminuando los soldados quedaron sumidos en un sopor etílico

Hizo falta otro día para que se les pasaran los efectode la bebida, y los soldados volvieron lentamente a su

bligaciones. El coronel dejó claro que no quería tratar

ema y los soldados, agradecidos, retomaron la rutina baja inquieta mirada de sus oficiales. Pero Napoleón hab

visto suficiente. Todas las largas tradiciones deegimiento, todo el adiestramiento y la imposición d

disciplina... todo había perdido el sentido con aquel

mbriagada confrontación. Se dio cuenta de que la vida ea plaza fuerte de Auxonne iba a estar plagada de aqumismo caos, incertidumbre y peligro que habíaonsumido París.

A la mañana siguiente, llamaron a Napoleón a

despacho del coronel. Cuando se cuadró frente a la mes

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l coronel se recostó en su silla y detrás de él, en uequeño arcón, Napoleón vio un par de pistolas. Se diuenta de que las cosas ya habían llegado al punto en quos oficiales estaban empezando a armarse para protegers

de sus soldados. El coronel tenía un aspecto cansado levaba dos días sin afeitarse, por lo que se oyó claramenl ruido áspero que hizo cuando se rascó la mejilla y miróapoleón.

 —Lo voy a mandar de permiso. Va a volver a Córcega —¿Señor? —Napoleón no pudo ocultar su sorpresa—

Por qué? No lo entiendo. —No le estoy pidiendo que lo entienda, teniente. E

una orden. Hará lo que se le ordena y se irá de permiso. —Pero, ¿por qué, señor? Seguramente me necesitará

quí.

El coronel se lo quedó mirando hasta que al finedió y se encogió de hombros con aire cansado.

 —Usted es un buen oficial, Buona Parte. Eso ya lo sPero estoy cumpliendo órdenes del Ministerio de Guerra.

 —¿Qué órdenes son ésas, señor?

 —Tengo que mandar de permiso a todo aquel oficiuya lealtad hacia el rey resulte sospechosa. Consulté col capitán Des Mazis y él no tiene ninguna duda de qu

usted tiene tendencias radicales. Por consiguiente, nengo más alternativa que mandarlo fuera.

A Napoleón le ardieron las mejillas de vergüenza

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ndignación. —¡Esto es un ultraje! Señor, protesto, yo...El coronel levantó la mano para hacer callar

apoleón.

 —Tomo nota de su protesta, y puede retirarse. Vaya hacer el equipaje, Buona Parte. Quiero que salga del cuartl final del día.

 Napoleón lo miró y tragó saliva. —¿Cuándo podré regresar al servicio, señor? —Cuando le llamen, teniente.

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CAPÍTULO LIII

En cuanto las noticias de la toma de la Bastil

legaron a Dublín, Arthur le envió una preocupada carta a snterior mentor en la academia de Angers. Marcel d

Pignerolle no respondió a la carta de Arthur hasta finalede año. Le agradecía a su antiguo alumno el interés por salud y seguridad, y le aseguraba a Arthur que, de momento

os acontecimientos en París no habían tenido un grampacto en la vida de Angers. Habían sacado a algunolumnos de la academia y el director estaba considerandconsejar a los que quedaban que regresaran a casa con suamilias mientras la vida pública francesa siguiera alterad

Podrían volver si las cosas se calmaban, aunque el directono tenía muchas esperanzas de que el rey y los diputados da nueva Asamblea Nacional entraran finalmente en razón bandonaran aquel experimento demencial con un

democracia radical que parecía haber infectado el corazóde la muchedumbre de París.

La caída de la Bastilla y el truculento períodubsiguiente parecían haber hecho que la gente abriera lojos al peligro de que se perdiera el control de locontecimientos. Prudentemente, el rey Luis habrdenado a los regimientos que poco a poco se habían id

ongregando en los alrededores de París que regresaran

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us cuarteles. En el mes de octubre, para aliviar un poco ensión entre la gente de París y los diputados quepresentaban al conjunto de Francia reunidos en Versallel rey y la Asamblea Nacional se habían trasladado

alacio de las Tullerías en el corazón de París. Si bieMarcel de Pignerolle aprobaba dicho desarrollo de locontecimientos, no podía evitar preguntarse si el rey habido un tanto insensato al confiar en la protección de la

unidades de la Guardia Nacional de París, que parecíaesponder únicamente a las autoridades municipales.

Como la vida en la academia era tranquila, el directohabía aprovechado la oportunidad para visitar a unoarientes en París con su esposa, y lo inquietaron loambios acaecidos desde su última visita. Arthur se fij

que, en aquel punto, el tono de la carta cambiaba a un

descripción más seria y preocupada de locontecimientos:

Mi querido Arthur, poco se imagina el cambio en lomodales de la gente común y corriente. Desde que denominada Asamblea Nacional publicó su Declaración d

os Derechos del Hombre en agosto, el hombre de la calle ha tomado dicha medida como un permiso que ldisculpa de toda clase de descortesía e inmoralidad. Lodistritos de París no responden más que ante sí mismos, os demagogos de tres al cuarto son libres para enardece

os sentimientos del vulgo, de manera que las masa

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aquean las instalaciones de panaderos y tenderonocentes y, a los que ellos declaran enemigos del puebloos ahorcan o los golpean hasta matarlos. Pero si opulacho de París no lo constituyen más que bárbaro

stos siguen el ejemplo de los representantes de su clasn la Asamblea Nacional. Resulta difícil concebir un lugade envidia mezquina y ambición desenfrenada más corruptque ése. Se reúnen en lo que antes era la escuela dquitación de las Tullerías y uno no puede evitareguntarse si los antiguos ocupantes del edificio no era

más educados y distinguidos que los ordinarios portavocedel tercer estamento. Por supuesto, todavía son peores loque, siendo de buena cuna, hacen de traidor a su clase y habandonado el primer y segundo estados para descender as filas del tercero. Su apoyo es la única razón por la qu

os demagogos han conseguido eliminar toda clase drivilegios a los de nuestra clase y despojar a la Iglesia du derecho al respaldo financiero del pueblo. Lo que má

me aflige es esta horrible impiedad en los corazones de loque están destruyendo el viejo orden. Lo que es

curriendo es diabólico, y rezo para que la mayoría de gente perciba el mal que se avecina y actúen eonsecuencia antes de que sea demasiado tarde.

Arthur, temo que no volvamos a ver los viejoiempos. Nuestra clase está al borde del olvido en Franci

Preste atención a nuestro destino y haga lo que pueda par

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segurarse de que todo lo bueno y magnífico de la noblezde Inglaterra no corra la misma suerte que en Francia.

Su amigo, Marcel de PignerolleArthur plegó la carta y la dejó sobre la mesa. Se volvi

mirar por la ventana, hacia los tejados de Dublín qurillaban bajo la desganada lluvia que se había cernidobre la ciudad desde principios de diciembre. Hacía má

de dos semanas que no veía el azul del cielo despejadHabían pasado casi tres años desde que había ocupado uesto de ayudante de campo en el castillo de Dublí

Todavía era un mero teniente con pocas posibilidades dscenso en el ejército y pocas esperanzas de mejorar fue

de él. La desenfrenada vida social entre los jóveneficiales del castillo ya no le llamaba la atención. Ya estab

harto de emborracharse, de buscarse líos y meterse e

roblemas. Las cortesanas de los mejores clubes arecían todas iguales: rostros pintados con una capa dasión cuya conversación rara vez iba más allá de loópicos y los recordatorios, educadamente presentadoobre la naturaleza pecuniaria de sus relaciones con Arthu

ncluso sus compañeros parecían aburrirlo entonceDancing Jack iba por el camino del encarcelamientnupcial en tanto que Buck Whaley y los demás bebían, satían en duelo, fornicaban y hacían apuestas pueriles sobros resultados de cualquiera de las actividades anteriores.

Arthur era lo bastante honesto como para admitir qu

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e podía obtener mucho placer con aquel tipo de vidiempre y cuando uno dispusiera de ingresos suficienteara que los gastos nunca afectaran su disfrute. Pero en saso nunca había suficientes ingresos. Las deudas acabaría

uperándolo inevitablemente, a menos que fuera máesponsable con sus asuntos económicos o se concentrarn mejorar sus perspectivas. A Arthur no le atraía ningun

de las dos opciones. Debía hacerse algo con aquelituación, y pronto.

Sus pensamientos volvieron a centrarse en locontecimientos que habían tenido lugar en Francia. uzgar por la carta y los informes que había leído, por l

visto el antiguo régimen de Francia se estaba viniendbajo y no parecía haber fuerza capaz de evitarlo. El pueble había hecho con el control y se había lanzado

desmantelar todas las mejores y más refinadas cualidadeque había soportado durante siglos. Arthur se preguntabon amargura qué era lo que eso acarrearía. Un ordeocial fundado en las más abyectas cualidades que definíal género humano. ¿Cómo podría ser de otro modo ahor

que el poder estaba en manos de abogados, médicoomerciantes y otros demagogos comunes y corrientes?Lo que era aún peor, más aterrador incluso, era e

onsuelo que la gente de Irlanda parecía obtener de narquía de Francia. En las ocasiones en las que Arthur s

había sentado en la galería del Parlamento irlandés par

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scuchar los debates, se había quedado horrorizado por lapiniones radicales expresadas por algunos de lo

miembros. Hombres como Henry Grattan, que habíapoyado medidas para eliminar las restricciones impuesta

los católicos, ahora se adherían abiertamente a laspiraciones democráticas de los radicales franceses. Lque estaba ocurriendo en Francia no era una democraciino la ley de la calle, y estaba provocando una gran alarmntre aquellos que deseaban mantener el orden en Gra

Bretaña e Irlanda. Arthur decidió que Grattan era un idiotGracias a las tensiones que estaban a punto de estallar entrlases, Irlanda era como una caja de yesca y a Arthur lterrorizaban las consecuencias. Cada vez que Grattan dab

uno de sus enardecedores discursos públicos, Arthur scordaba de lord Gordon. No era el momento de provocar

as autoridades y suscitar las emociones más innobles en gente. La reforma, si tenía que haberla, debía aguardar umomento menos turbulento en que se pudieran debatir loemas con serenidad y de una manera responsable. De lontrario, habría una insurrección y la sangre de lo

nocentes mancharía las manos de Grattan y de sueguidores cuando el gobierno se viera obligado a haceuso de la fuerza para evitar la anarquía.

Arthur decidió pasar el día de Navidad con William ea casa familiar de Merrion Street. La comida transcurri

n un comprensible silencio y, cuando se hubiero

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erminado el postre y unos silenciosos sirvientes retiraroos platos, los dos hermanos se acomodaron en unautacas junto al tembloroso resplandor de un fuego brieron una botella de brandy.

William se echó hacia atrás en su asiento y miró erillo ámbar de su copa. —Como ya te mencioné en otra ocasión, he decidid

eguir los pasos de Richard en el Parlamento inglés. Alhay más posibilidades para un hombre prometedor comyo. De hecho, cualquier hombre con ambición de servir Estado en el nivel más alto tendría que marcharse nglaterra. Deberías tenerlo en mente, cuando llegue

momento. En Irlanda hay pocas esperanzas de lograr naddigno de mención, aunque sí sirve adecuadamente comscuela para los hombres con la vista puesta en el futuro.

on tal fin, creo que deberías presentarte como diputador Trim cuando yo renuncie al escaño.

 —¿Yo? —Arthur parecía divertido—. ¿Yo, miembrdel Parlamento?

 —¿Por qué no? La familia ha ocupado el escañ

durante años. No tiene sentido abandonarlo todavídemás, con el actual clima de fervor, puede que lolectores estén tentados de elegir a otro maldito radicao es un papel muy difícil, Arthur. Incluso tú puedes hace

rente a las obligaciones, ni mucho menos pesadas, de se

un miembro del Parlamento. Sólo tienes que aparecer par

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votar por los que hablan a favor de la corona y del lorieutenant. Hazte oír en tu apoyo hacia ellos y sdecuadamente grosero con los que se oponen a lo

hombres del rey y lo harás bien. Si lo mantienes uno

uantos años, te verás recompensado con alguna que otrinecura por tus molestias. Quizá no sea mucho, peryudará a mantener a raya a los cobradores de deudas. ropósito del tema, y como ya te dije en otra ocasión, t

vez quieras mudarte aquí puesto que yo me voy a LondreBueno, ¿crees que estás a la altura del puesto?

Arthur lo pensó un momento. Parecía una perspectivastante interesante, algo que supondría un agradabambio del hastío de la vida como uno de los oficiales de orte del lord lieutenant en el castillo de Dublín. ¡Quiéabe! Tal vez la política fuera incluso interesante. Miró a s

hermano y sonrió. —De acuerdo, lo haré. —Bien. —William alzó su copa—. Por el próxim

miembro del Parlamento por Trim.

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CAPÍTULO LIV

Los acontecimientos se desarrollaron má

ápidamente de lo que Arthur había esperado. Williamnunció su renuncia a su puesto en el Parlamento rincipios del nuevo año de 1790 y se convocarolecciones para finales de abril. Arthur solicitó y recibiermiso para presentarse como candidato al escaño

artió para Trim. La lluvia de la estación había convertidn barro la superficie de los caminos, de tal manera que e

muchos puntos resultaba difícil decir dónde terminaba amino y dónde empezaban las ciénagas circundanterthur tardó tres días en recorrer los cincuenta y se

kilómetros que había hasta Trim, y llegó cansado y ansiosor tomar un baño caliente y dormir. A través de lventanilla manchada de barro del coche de caballos, mercado de la ciudad tenía un aspecto sombrío e inhóspitajo la gélida lluvia. Unas nubes oscuras abarrotaban ielo hasta la débil línea gris de las estribaciones en

horizonte. Arthur no había visitado la ciudad desde que erniño, y se sorprendió de lo poco que concordaba aquúgubre lugar con sus recuerdos de niñez. El coche s

detuvo a las puertas de la gran posada que daba a la plaza dmercado de la ciudad y, arrebujándose con la capa, Arthu

e apeó del vehículo y entró a toda prisa, dejando

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quipaje a cargo de los dos jóvenes que habían salidpresuradamente de la cochera para ayudar al conductor.

El posadero cerró la puerta detrás de su recién llegadinclinó la cabeza a modo de saludo.

 —¿Quiere una habitación, señor? —Sí. La mejor que tenga, si hace el favor. —Ah, bueno. Eso será un problema, señor. —E

osadero esbozó una débil sonrisa—. Verá, la mejohabitación ya está ocupada. Por un caballero de Dublín.

 —¿Ah, sí? —Arthur se preguntó si tal vez conoceríase hombre— ¿Y quién es?

 —¿El otro caballero? Un tal señor Connor O'Farreleñor.

 —¿O'Farrell? —El nombre le resultaba familiar perunque lo intentó, Arthur no pudo ubicarlo—. No import

Quizá pueda darme la habitación cuando el señor O'Farree marche.

El posadero meneó la cabeza en señal de negación. —No creo que lo haga pronto, señor. El caballero h

lquilado la habitación por varias semanas. Pero esto

eguro de que podré encontrarle otra que será de sompleta satisfacción.Arthur no estaba de humor para discutir. Además, má

arde podría hablar con ese hombre, O'Farrell, y apelar a snaturaleza bondadosa mientras tomaban una copa.

 —Ah... muy bien.

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El posadero lo condujo por unas vetustas escaleraque crujían bajo sus pies como los maderos de un barcon el mar agitado. En lo alto de las escaleras, había unspaciosa galería a la que daban una docena de puertas má

menos. El posadero llevó a Arthur hasta una de lauertas del extremo de la galería que se abría a una amplhabitación cómodamente amueblada con una ventana qudaba a la plaza del mercado. La ventana estaba flanqueador un pequeño escritorio a un lado y un viejo cofre al otr

Mientras Arthur echaba un vistazo a su alrededor, eosadero lo miró esperanzado.

 —De momento servirá.El posadero sonrió y sus hombros se hundiero

evemente al disminuir la tensión. —De acuerdo, señor. Haré que le suban el equipaj

nmediatamente. —Bien. Y voy a tomar un baño. —¿Un baño, señor?Arthur se lo quedó mirando fijamente.

 —Tendrá una bañera, ¿no?

 —Oh, sí señor. La buscaré ahora mismo y haré qumis sirvientes hiervan un poco de agua. —Bastará con que el agua esté tibia. No soy un

maldita langosta. —Sí, señor. —El hombre se aturulló—. Quiero deci

no, señor. Me ocuparé de ello inmediatamente.

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El posadero se escabulló y cerró la puerta sin haceuido. Arthur cruzó la estancia y se sentó en lolmohadones del estrecho asiento empotrado bajo

ventana. Los cristales y la lluvia, que corría formando veta

or la parte exterior, deformaban la vista de la plaza demercado y hacían que los edificios del otro lado parecierahaber sido esculpidos con cera fundida. Unos cuantovecinos del lugar correteaban por la embarrada plazncorvados bajo sus abrigos, tapándose bien la cabeza coos sombreros y las bufandas.

Cuando la oscuridad se ciñó sobre Trim, las calleentellearon con las luces que brillaban en las ventanas da ciudad y Arthur corrió las cortinas antes de vestirse para cena. A pesar del calor que irradiaba el pequeño fueg

que ardía en la chimenea de la esquina de la habitación,

tmósfera era fría y húmeda y Arthur se vistió deprisa. Amenos el agua del baño estaba bien caliente y había podideclinarse en la bañera sumergido hasta la barbilla elajarse en su tibio abrazo. No iba a tener muchaportunidades para disfrutar de tales momentos en lo

róximos meses, reflexionó Arthur mientras se ponía eular alrededor y metía pulcramente las puntas por dentrdel cuello de la camisa. William le había recalcado lnecesidad de conocer a tanta gente como fuera posibloncertar reuniones públicas y asegurarse de que

lectorado comiera y bebiera bien, aunque no tanto com

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ara que la bebida lo dejara incapaz de emitir su votlegado el momento.

Arthur salió de la habitación y descendió las escaleraque crujían hasta el vestíbulo. El posadero le había indicad

ómo ir al pequeño comedor que tenía reservado para sumejores clientes, en la parte del edificio opuesta stridente caos del bar, y Arthur quedó agradablementorprendido al encontrarse con una estancia bien iluminadevestida con paneles, que contenía ocho mesas pequeña

dispuestas a ambos lados de una gran chimenea. A una das mesas estaba sentado un hombre que cortaba un troz

de una pierna de cordero. Era joven, aunque unos añomayor que Arthur, con un cabello oscuro y rizado y unorillantes ojos azules. La levita que llevaba no lograbcultar el fuerte físico que había debajo. Guando Arthu

ntró en la habitación, el hombre levantó la vista y sonrió. —Teniente Wesley. ¿Cómo está usted, señor? —Bastante bien, señor. Pero me ha dejado e

desventaja. —Le pido disculpas. Connor O'Farrell, de Dublín. L

onozco del castillo. —¿Ah, sí? Me temo que no puedo afirmar lo mismo. —No importa —dijo O'Farrell con una sonrisa—

Quiere sentarse a mi mesa? Me temo que somos las doúnicas personas con cierta distinción social en la posada,

ería una pena cenar solos.

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 —Gracias. —Arthur le devolvió la sonrisa, retiró illa frente a O'Farrell y tomó asiento. A un lado de l

habitación, se abrió una pequeña puerta por la que salió osadero que, afanosamente, se dirigió hacia su mesa. Mir

los dos invitados con cara de preocupación antes ddirigirse a Arthur. —¿Le apetece también un poco de cordero, señor? —¿Qué otra cosa tiene? —Pecho de ternera, o carne de cerdo cocida. —¿Carne de cerdo cocida? —Arthur hizo una muec

—. Entonces tomaré el cordero. ¿Y qué vinos tiene? —Sólo nos queda madeira, señor. —El posader

ncogió sus fuertes hombros a modo de disculpa—. menos que le apetezca una cerveza.

 —No. El madeira ya va bien.

 —Muy bien, señor. —El posadero se dio la vuelhacia la puerta lateral—. Enseguida se lo traigo.

En cuanto volvieron a quedarse solos, Arthur miró O'Farrell con detenimiento y éste se rió suavemente.

 —Está intentando ubicarme.

 —Sí. —Soy abogado. Comparto un despacho con umiembro del Parlamento: Henry Grattan. Me imagino quo conoce.

 —Conozco su reputación —repuso Arthur—, aunqu

no puedo decir que la apruebe.

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 —¿Ah no? —O'Farrell se metió un trocito de cordern la boca y lo masticó mientras miraba a Arthubviamente esperando algún tipo de elaboración.

 —No, bueno, ya sabe. Grattan es un tanto radica

Supongo que lo entiende, puesto que comparten local.O'Farrell asintió con la cabeza y tragó la comidTomó un sorbo de agua de un vaso antes de hablar.

 —Grattan es muy radical, cosa que no le ha granjeadmuchas amistades en Dublín, al menos en el castillo.

 —¿Y le extraña? Entre todas las trivialidades quuelta sobre la reforma, afirmando que deberíamonspirarnos en los asuntos públicos de Francia... Es

hombre parece estar ciego a las peligrosas aguas en las qustán nadando nuestros vecinos franceses.

 —Pero no puede culparle por utilizar el ejempl

rancés para suscitar un apoyo a la reforma aquí en Irlandl fin y al cabo, debería haberse hecho hace mucho tiempo

 —Puede que haya quien argumente eso —admitirthur—. No obstante, Grattan es un oportunista, com

odos los políticos profesionales. Es una figura públic

iempre y cuando siga el juego a los más viles instintos da gente común y corriente. De modo que explota su furiarustración para sus propios fines. Si fuera un verdaderaballero, sabría que su primer deber es para con su paí

Debería estar apoyando al gobierno, no jugando con la

rustraciones del pueblo llano y despertándoles una espec

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de fervor. Si salen a las calles, habrá inocentes conducidosu muerte. Y será Grattan quien los conduzca a ello. Es

hombre no es digno de sentarse en el Parlamento. Mbjetivo es dejarlo muy claro cuando tenga la oportunida

de hablar desde los escaños del gobierno.O'Farrell enarcó las cejas. —No tenía ni idea de que fuera usted miembro d

Parlamento.Arthur hizo un gesto con la mano.

 —Todavía no lo soy, pero a su debido tiempo aspiro uceder a mi hermano por el municipio de Trim. Es por esor lo que estoy aquí... para las elecciones. Tras las cuale

quiero que el señor Grattan responda de su locura cuando tenga al otro lado de la sala.

 —No hace falta que espere tanto —le dijo O'Farre

on una sonrisa de oreja a oreja—. Llegará a Trim a finalede febrero.

 —¿En serio? —Por supuesto. La buena gente de Trim tien

ntención de hacerle entrega de las llaves de la ciudad

Henry Grattan. Es algo parecido a un héroe entre la gen«común y corriente» de Meath.Arthur frunció el ceño. Era la primera noticia qu

enía de la decisión de honrar a Grattan. Así pues, esinvergüenza ya estaba provocando a la opinión pública par

echazar la voluntad de las autoridades en Dublín.

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 —¡Que me aspen si ese hombre cree que se va a salon la suya!

 —¿Por qué? ¿Qué puede hacer usted al respecteniente?

 —El escaño de mi familia está en el castillo dDangan. Puedo reclamar nuestro puesto en el consejmunicipal. Me encargaré de que los demás diputados veanse tal Grattan como el canalla que es. Eso es lo que pued

hacer. Puede que me cueste unos cuantos votos, pero valda pena.

 —Eso espero —repuso O'Farrell con una sonrisa. Simpió los labios con una servilleta y echó la silla hactrás—. Por favor, discúlpeme, teniente. Me temo qu

mañana empiezo pronto a trabajar y tengo que cerciorarmde que mis asuntos están en orden.

 —Por supuesto. Pero, antes de que se vaya, mgustaría pedirle un favor, señor O'Farrell.

 —¿Ah sí? ¿En qué puedo ayudarle? —Tiene que ver con las habitaciones. Verá, estaré e

Trim hasta después de las elecciones y necesitaré la

mejores habitaciones que pueda proporcionar esta posadara reunirme en ellas con mis partidarios y recibir a varionvitados. Ese tipo de cosas. Estoy seguro de que mntiende, ¿verdad?

O'Farrell asintió con la cabeza y una sonri

ondadosa.

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 —Sí, le entiendo. —Bien. —Arthur se sintió más animado. Después d

odo, el hombre iba a ser muy amable sobre el incómodsunto de cambiarse de alojamiento—. Entonces, esto

eguro de que verá que lo más sensato es que nontercambiemos las habitaciones. Tengo la certeza de quncontrará mis actuales aposentos perfectamendecuados para sus propósitos, y yo aprovecharé la

habitaciones que ahora mismo están a su disposición. —Oh, bueno, lamento tener que decepcionarlo. —

O'Farrell meneó la cabeza y se encogió de hombros a modde disculpa al tiempo que se levantaba—. La verdad es quyo también necesito las habitaciones. Verá, resulta quambién espero ganar el escaño parlamentario de Trim. Asues, le deseo buenas noches. —Rodeó la mesa y le di

una palmadita en el hombro a Arthur antes de volverse haca puerta—. Estoy seguro de que nos veremos corecuencia en las próximas semanas, teniente Wesley.

Arthur se quedó mirando el asiento vacío que tennfrente mientras O'Farrell se alejaba con fuertes paso

Cuando la puerta del comedor se cerró tras el abogado dDublín, Arthur soltó aire lentamente y susurró: —¡Sinvergüenza!

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CAPÍTULO LV

La sala de reuniones de la comisión en

yuntamiento de Trim resonaba con la animadonversación de los miembros de la corporació

municipal. Arthur se detuvo nada más entrar e intentvaluar el ambiente. Con un parpadeo, dirigió la mirad

hacia los hombres que había sentados frente a la larga mes

que presidía la estancia. Henry Grattan estaba sentado emedio, una figura autoritaria que escuchaba atentamente os personajes importantes locales, que se apiñaban eorno al gran hombre para bañarse en su esplendor. Junto

Grattan estaba Connor O'Farrell, que le dirigió una brev

eñal con la mano a Arthur cuando sus brillantes ojozules lo vieron desde el otro extremo de la sala. Arthur ldevolvió la sonrisa, aunque por dentro le hervía la sangre.

La campaña electoral por Trim había empezado hacasi un mes y no había duda de que O'Farrell le llevaba unuena ventaja al joven oficial venido de Dublín. Cuandrthur viajaba por el municipio para tratar de ganarse poyo de los votantes del lugar, la mayoría de las vecelegaba tras la estela de O'Farrell, y tenía que esforzars

mucho para solicitar su apoyo. En una ocasión en la qurthur había organizado un banquete con cerveza e

bundancia para acompañar un discurso a los votantes e

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una de las posadas de Trim, descubrió que su oponenthabía ofrecido un festín mucho más elaborado y fastuosn un bar de la vecindad solicitando sus votos.

Ahora todo había llegado a un punto crítico en

eunión del consejo municipal para concederle las llaves da ciudad de Trim a Henry Grattan. O'Farrell se habolocado a la cabeza del movimiento para nombrar

Grattan ciudadano de honor, e iba a proponer la moción. Srevalecía, seguramente cobraría suficiente impulso comara ganar las próximas elecciones. Arthur sabía ququélla era la última oportunidad de decantar el voto a savor. Respiró hondo y se dirigió hacia su oponente y envitado de honor.

 —Señor Grattan. Bienvenido a Trim, señor —lendió la mano.

Henry Grattan se volvió hacia Arthur y lo escudriñon sus pálidos ojos azules. Entonces, sus labios esbozaro

una sonrisa, le tomó la mano a Arthur con firmeza y, trastrechársela brevemente, la sostuvo mientras hablaba.

 —Usted debe de ser el joven Wesley. Connor me l

ha contado todo sobre usted. Por lo visto tiene olfato para política...Los hombres que estaban a su alrededor reprimiero

unas risitas, pero Arthur mantuvo una expresión neutral. —El señor O'Farrell tiene muy buen ojo para la gen

y echaré de menos su agudo ingenio cuando entre en

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Parlamento.Grattan asintió con la cabeza.

 —Lo hará bien, Wesley. Pero primero tendrá quvencer a mi hombre. —Le puso la mano en el hombro

O'Farrell y le dio un apretón—. De modo que no vendodavía la piel del oso, ¿eh? —Siempre y cuando usted no reclame cuando yo gan

eñor. —Arthur inclinó la cabeza—. Y ahora, si mdisculpa, tengo que reunirme con mis amigos.

Arthur se dio la vuelta y se alejó, pero todavía estabo bastante cerca cuando oyó que Grattan murmuraba:

 —Ese hombre tiene mucha sangre fría, Connor. Tnfrentas a un reto mayor del que crees.

Los partidarios de Wesley saludaron respetuosamentArthur, que les recordó discretamente que debían hace

odo lo posible para ganar la votación del día. Si nombrabaGrattan ciudadano de honor, sería como enviar una señaor toda Irlanda anunciando que se podía desafibiertamente al gobierno.

Había casi ochenta hombres presentes con derecho

voto. El grupo de Arthur ascendía a casi la mitad, y él podontar con varios votos más en contra de Grattan de entros miembros más independientes de la corporación, quendían a apoyar el punto de vista de la clase dirigente sensárselo ni un instante. Sin embargo, tal era el renombr

de Henry Grattan que Arthur quedó sorprendido, y un tant

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nojado, al descubrir que incluso entre sus propioartidarios había unos cuantos que afirmaron que se sentíanclinados a apoyar la propuesta. Antes de que Arthuudiera tratar el tema con ellos, el presidente del consej

nunció la presencia del alcalde. La llegada del alcalde y somitiva acalló las voces y todos guardaron un respetuosilencio. En cuanto el alcalde ocupó su asiento a abecera de la mesa, hizo una señal con la cabeza residente y éste tomó aire y se dirigió a los presentes ea sala.

 —Caballeros, ocupen sus asientos, por favor.Con unos apagados murmullos de conversación, lo

miembros de la corporación y sus invitados se acercarorrastrando los pies a las ordenadas hileras de silla

dispuestas frente a la mesa, y lentamente encontraron u

ugar para sentarse. Cuando todo el mundo hubo tomadsiento, el presidente llamó al orden a los asistentes y ontinuación retrocedió hasta un lado de la mesa y le hiz

una reverencia al alcalde. Este último era un comerciantorpulento, vestido de un negro puritano. La únic

oncesión al gusto liberal eran los relucientes botones datón de su abrigo y el discreto estampado del ribete duello. Levantó la mano y tosió.

 —Como ya saben, los miembros de la corporacióhan sido convocados para debatir el tema de concederle

eñor Henry Grattan las llaves de la ciudad de Trim. Bueno

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ste no es un honor que se otorgue a la ligera y sé que lomiembros de la corporación son conscientes de que ropuesta se debatirá en detalle antes de dar paso a

votación...

Durante los diez minutos siguientes, el alcalde siguilaborando la importancia del proceso y Arthur desviápidamente su atención hacia otras cosas mientras

hombre seguía con su perorata. Había intentado prepararsara la reunión, pero le resultaba imposible decidirse po

una estrategia retórica hasta que no hubiera oído resentación del caso por parte del proponente de Gratta

Connor O'Farrell. Sin embargo, de su reacción dependíamuchas cosas, nada menos que sus posibilidades de éxitn las próximas elecciones. El alcalde puso fin a sntroducción y, con un gesto, le indicó a O'Farrell qu

mpezara el debate.El abogado de Dublín se puso en pie y se dirigió

recho de suelo desocupado entre la mesa del alcalde y úblico allí sentado. Metió los pulgares en los bolsillos dhaleco, al tiempo que se erguía en toda su imponent

statura y empezó a proponer al señor Grattan mediante umodelo de discurso legal bien ensayado. O'Farrell empezon un encomio al gran municipio de Trim y a nestimable honestidad y diligencia de sus votantes. Tra

varios minutos de lo mismo, el señor Grattan tosió en vo

lta y le hizo una señal con la cabeza a su proponente par

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que dejara de marear la perdiz y siguiera adelante. O'Farreresentó amablemente a Henry Grattan, resumió su carrer

y luego desarrolló su tema principal: la respetabilidad dquel héroe del pueblo. Afirmó que Grattan no tan sólo s

había ganado el respeto del hombre de la calle, sino uespeto mucho más amplio desde el otro lado de las IslaBritánicas, en Francia, donde actualmente el ejemplo dGrattan se citaba en los grandes debates sobre democracia que tenían lugar en la sagrada sala de

samblea Nacional. Aquello provocó una oleada donidos de aprobación entre el público, y Arthur se volvireocupado hacia sus seguidores y se indignó al ver

manifiesto entusiasmo que O'Farrell les inspiraba a algunode ellos.

Al final, O'Farrell concluyó su intervención con otr

arta de halagos dirigida directamente al electorado dTrim, y finalizó brindándoles una elaborada reverencia a loresentes. Los miembros de la corporación prorrumpieronmediatamente en aplausos, y Arthur se sumó a ellos poducación. El alcalde esperó a que volviera a reinar

ilencio absoluto antes de recorrer con la mirada la sala deuniones. —¿Hay alguien que quiera hablar en contra de

ropuesta?Arthur tragó saliva y levantó la mano.

 —Señor, si me permite.

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El alcalde miró en la dirección de Arthur con los ojontornados, antes de responder.

 —Tiene la palabra el honorable Arthur Wesley.Arthur se levantó de su asiento y empezó a andar po

l estrecho pasillo que quedaba entre los asientos y ared. O'Farrell abandonó su lugar frente al público volvió a su asiento junto a Henry Grattan. Arthur ordenus ideas rápidamente mientras miraba los rostros que lbservaban. Había cierta hostilidad, pero la mayorarecían sorprendidos por su intervención y aguardabatentamente para ver lo que el joven tenía que ofrecer.

 —Antes que nada quiero decir el gran respeto que engo a nuestro invitado; no desmerece en absoluto el que profesan todos los aquí presentes. De hecho, desde rimera vez que tuve la oportunidad de seguir las hazaña

arlamentarias del señor Grattan, me he inspirado en sjemplo. Tanto es así que ahora me presento ante ustedeomo candidato, aspirando a servir al magnífico pueblo d

Trim con el mismo éxito y respeto con que el señoGrattan sirve a los electores de su propio municipio.

Arthur vio que algunos de los miembros del públicmovían la cabeza en señal de aprobación y sintió en snterior una cálida oleada de satisfacción por el comienz

de su intervención. Hizo una pequeña pausa para explotar fecto, y continuó hablando.

 —Estoy seguro de que el señor Grattan segui

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umpliendo con su deber con su probada diligencia y quontinuará trabajando para el bienestar de la gente con cad

minuto de vida con que el Todopoderoso esté dispuesto endecirlo.

Arthur se vio recompensado con más muestras dprobación. —Un hombre de la talla política de Henry Gratta

debe de hacer frente a muchas exigencias por parte dquellos a los que ya representa. ¿Cómo iba a ser de otr

modo, dado el talento con que ha sido agraciado? Y en eseside la gran tragedia para los miembros de esorporación...

Los asentimientos de aprobación cesaron y en varioostros se vieron entonces miradas incómodas o ceñoruncidos.

 —Si no queremos entorpecer a Henry Grattan en sontinua lucha por el cumplimiento de su deber, orporación municipal no debería cargarlo con las llaves da ciudad. Cada una de las reuniones a las que el seño

Grattan se vería obligado a asistir aquí en Trim lo alejar

de sus obligaciones hacia otras personas. Caballeros, ¿eusto que, por nuestro egoísmo, le exijamos tanto tiempo gran hombre? Porque, ¿qué otra persona sería capaz dhacer proselitismo del radicalismo de segunda mano que ea especialidad del señor Grattan? ¿Quiénes somo

nosotros para negarle a Irlanda el esfuerzo de este hombre

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Pero, claro... —Arthur adoptó una expresión estupefactomo si acabara de caer en la cuenta de algo—, ¡Quizá serecisamente ése el motivo por el que debamos nombrar eñor Grattan ciudadano de honor de Trim! Sí, caballero

odríamos comprometerlo con obligaciones civiles taesadas que ya no fuera libre de cargar al resto de Irlandon sus peligrosos sentimientos revolucionarios. Estoeguro de que el señor Grattan no nos agradecería tanmenso complemento a su trabajo.

En aquellos momentos, la mayor parte del públiconreía; había unos cuantos que todavía tenían dificultadeon la profusa vena irónica que Arthur empezaba a revelaara ellos.

 —Así pues, por respeto al más amplio público deñor Grattan y a sus señores revolucionarios en Franci

me gustaría que los miembros consideraran esta oferta dhonrar al señor Grattan. Les pediría a todos queflexionaran sobre las consecuencias de lo que ho

decidan. ¿Tenemos que recompensar a aquellos qudestruirían las grandes tradiciones de nuestra nación

Piénsenlo con suma atención y prudencia.Arthur se interrumpió un momento para que loyentes asimilaran sus palabras y luego prosiguió en uono más distendido.

 —Dejando todo esto de lado, por lo que pued

discernir de la propuesta del señor O'Farrell, el único bue

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motivo por el que debería concedérsele al señor Grattan lalaves del municipio es... su supuesta respetabilidad. Buenstoy seguro de que se dan cuenta de la inevitable dificulta

que entraña el hecho de conceder semejante hono

asándose puramente en la respetabilidad. —Arthur hizo ugesto hacia el público—. Estoy seguro de que todos loquí presentes gozan de respetabilidad. Y fuera de est

habitación, ¿cuántos más habitantes de Trim son hombreespetables? ¿Por qué dejarlo aquí? Puesto que hemonvitado a Trim al señor Grattan y a su abogado de Dublínmbos personas respetables, no me cabe duda, ¿por qué n

hacer extensiva dicha invitación a todos los hombreespetables de Irlanda? ¡No tardaríamos en tener una nacióntera de ciudadanos de honor de Trim!

La mayor parte del público se rio en voz alta y entr

us alegres carcajadas Arthur oyó algunos aplausos. A pesde que no era ésa su intención, les devolvió la sonrisa a lomiembros de la corporación municipal. Dejó que siguieraegocijándose un momento y luego levantó las manos paredir silencio antes de que el alcalde cogiera el mazo.

 —¡Caballeros! ¡Caballeros, por favor! —continurthur—. Creo que ahora todos entendemos por qudesafortunadamente, debemos rechazar esta propuesta. Nería justo para el señor Grattan y tampoco sería justo parodas las demás personas respetables que merecen dich

honor en la misma medida que él. Por este motivo, m

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iento obligado a oponerme a que se le entreguen las llavede la ciudad de Trim... por mucho que sea mi respeto hacl señor Grattan.

Más risas inundaron la atmósfera; Arthur inclinó

abeza gentilmente y volvió a su asiento. El alcalde cogil mazo y golpeó furiosamente con él, varias veces, hasque se restableció el orden y volvió a reinar el silencio ea estancia.

 —Gracias, señor Wesley. Ahora pasaremos a lvotación. Los que estén a favor de la propuesta, por favomuestren...

Los brazos se alzaron en el aire por toda la habitaciónrthur echó un vistazo a su alrededor, pero se encontró co

que no se atrevía a contarlos. Volvió a mirar al alcaldmientras el hombre contaba los votos, consultaba con su

olegas sentados a ambos lados de él y anotaba el total euna hoja de papel que tenía delante.

 —Los que estén en contra...Arthur levantó la mano y paseó la mirada por

stancia al tiempo que se iban alzando otros brazos. E

lcalde empezó a contar, comparó el total y luegarraspeó ruidosamente antes de pronunciar el resultado. —A favor de la propuesta: treinta y tres. En contr

cuarenta y siete!Los partidarios sentados en torno a Arthur s

evantaron y vitorearon, en tanto que él notó que alguien

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gitaba el hombro felicitándolo. Se puso de pie con unonrisa y les estrechó la mano a varios hombres de

multitud que se había congregado a su alrededor. Al frentde la sala, Henry Grattan se había levantado de su asiento

aminaba a paso resuelto por el pasillo hacia Arthur, coO'Farrell pisándole los talones. Al ver que se acercaba, lomiembros que rodeaban a Arthur se retiraron, expectanteGrattan se acercó a él a grandes zancadas con una expresióque luchaba por contener la furia y la vergüenza que sentor su derrota. Fulminó a Arthur con la mirada unonstantes, antes de tenderle la mano.

 —Felicidades, joven Wesley. Tiene usted potenciaara convertirse en un magnífico político.

Arthur sonrió. —Hay hombres a los que han desafiado a duelo po

nsultos más leves, señor. —Cierto. —Grattan le devolvió una sonrisa forzada—

sí pues, lo mejor para usted es que no gane las eleccionequí en Trim.

 —Yo que usted no apostaría demasiado por la victori

del señor O'Farrell, señor.Grattan se lo quedó mirando un momento y ontinuación, se dio la vuelta bruscamente y abandonó stancia.

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* * * 

La derrota de Henry Grattan se tradujo en unmediato aumento de partidarios de Arthur entre electorado de Trim y durante las últimas semananteriores al día de la votación, Arthur pasó todo el tiempecorriendo el municipio y hablando con el gentío atraídor la promesa de carnes asadas, clarete barato y barrile

de cerveza. Ese tipo de acontecimientos solían acabar ebrios altercados en los que los partidarios rivales seleaban por las calles del pueblo y los caminos rurales d

municipio. Connor O'Farrell siguió apelando a loentimientos liberales de los votantes pero, aunque la gen

más pobre obtenía cierto consuelo en el ejemplo de loadicales franceses, no tenían derecho a voto, de manerque Arthur cosechó el fruto de la preocupación que crecn las mentes de los propietarios que temblaban ante lascabrosas historias de violencia callejera por las calles d

París.El último día de abril se abrió la votación y, cuanderraron las urnas, el recuento de votos dejó claro qurthur había ganado, por lo que fue debidamentresentado al público como miembro del Parlamento pol municipio de Trim, libremente elegido.

En el viaje de vuelta a Dublín, Arthur se estiró en lo

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sientos del carruaje y se deleitó con el dulce sabor dxito. Por fin había hecho algo de lo que su familia podrstar orgullosa. Mejor aún, podría ser perfectamente que s

nueva posición como miembro del Parlament

ontribuyera en cierta medida a impresionar a un públicmás importante en el que Arthur ya hacía tiempo quensaba. Decidió escribir a Kitty Pakenham en cuantlegara a Dublín.

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CAPÍTULO LVI

 —Por supuesto, usted se sentará con nosotros en

ancada de los Toñes.—Charles Fitzroy movió la manhacia los asientos más cercanos a la silla del president

rthur asintió entre dientes, pero su mirada se desvió hacrriba, con la vista clavada en la cúpula que se curvaba sobru cabeza en lo alto. Fitzroy se fijó en su expresión

onrió. —Impresionante, ¿verdad? Cuando los debate

mpiezan a resultar tediosos, a menudo me encuentrdesperezándome y mirando allí arriba. Hace que uno slvide de lo que le rodea durante unos momentos, lo cu

iempre es bueno.Arthur sonrió. Ya había estado otras veces en edificio, en ocasiones para ver hablar a su herman

William y en otras porque la naturaleza del debate lnteresaba. Pero ahora estaba allí como diputado, no comnvitado, y Arthur sentía la emoción de la exclusividad quxperimentan todos los nuevos miembros del Parlamento.

 —Como es uno de los nuevos —continuó diciendFitzroy—, verá que las normas son sencillas. No diga nad

menos que esté ovacionando a uno de los nuestros bucheando a la oposición. —Hizo una pausa y miró

rthur—, Me temo que eso no ocurre tan a menudo com

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odría pensar. La mayoría de debates serían de gran utilidan el purgatorio. A veces me pregunto si no será ése e

verdadero origen del sobrenombre de nuestro partido.[1]

Arthur se rio educadamente. El hijo de Fitzroy

Richard, había estado en Angers en la misma época qurthur, que en los últimos años sólo había visto a Fitzron contadas ocasiones. Arthur se sintió complacido cuanda invitación de los diputados para presentarlo ante

Parlamento había llegado a su alojamiento. Charles Fitzrora un hombre alto y delgado de cerca de sesenta años. Er

una persona cortés, tanto de palabra como de obra, y tenun escaño por el municipio de Kinkelly hacía más dreinta años. Su gusto en el vestir era refinado, si bienticuado, pero de algún modo la peluca empolvada entaba bien y a Arthur el efecto global le recordaba much

Marcel de Pignerolle. Sintió una punzada dreocupación al pensar en el director de la academia dngers. Si la revolución en Francia estaba decidida

derribar hasta el último bastión de la nobleza, mpenitente De Pignerolle perecería con el sistema qu

anto admiraba. Arthur se sintió acongojado de terror antemejante perspectiva, lo cual se reflejó en la expresiópenada que cruzó brevemente por su rostro.

 —¿Se encuentra usted bien, joven Wesley? —Fitzroo cogió del brazo suavemente.

 —Sí, estoy bien. Estaba pensando en otra cosa.

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 —¿Ah sí? —No es nada. Me he acordado de la época que pasé e

Francia. De una persona que conocí allí. —¡Ah, Francia! —Fitzroy meneó la cabeza—. U

riste asunto, este ordinario igualitarismo que tan resueltostán en establecer. No saldrá nada bueno de ello, puedstar seguro. Si Dios hubiera querido que viviéramos e

democracia, nos habría hecho a todos aristócratas o a todoampesinos. ¿Y qué habría de divertido en eso?

 —Exactamente. —Y lo más espantoso de todo esto es que, entr

nuestra propia gente, hay algunos que simpatizan con sudeas.

Arthur asintió. —Lo sé. Tuve el placer de la compañía del seño

Grattan cuando estuve haciendo campaña en Trim.

 —Ah, no se preocupe por Henry Grattan —dijFitzroy, quitándole importancia con un ademán—. Habla da reforma, pero tiene un corazón patriótico. Y es l

uficientemente rico como para imaginar los sacrificioersonales que implicaría una sociedad más igualitaria. A larga, no nos causará verdaderos problemas, siempre uando se lo alimente de una dieta de nimias reformas quueda esgrimir ante sus seguidores. —Fitzroy sonrió co

inismo—. Pan y circo, querido muchacho. Bueno, en est

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aso, patatas y aguardiente ilegal. Mientras tengan comidaebida, no supondrán una amenaza para nuestra clase.

 —Yo no estoy tan seguro —replicó Arthur tras umomento de reflexión—. Lo único que hace falta es uno

uantos hombres inspirados y puede pasar cualquier cosQue Dios nos ayude si algún día los irlandeses encuentranun Mirabeau o a un Bailly para que hable en su nombre.

 —Eso supone un grado de similitud en cuanto omplejidad entre los franceses y los irlandeses quencillamente, no existe. Los irlandeses nacieron parervir, Wesley. Lo llevan en la sangre. La revolucióimplemente no se les ocurrirá.

Arthur se encogió de hombros. —Espero que tenga razón. —Pues claro que la tengo, muchacho. —Fitzroy le di

una palmada en la espalda—. Ahora venga a conocer lgunos de mis amigos.

* * * 

Arthur no tardó en descubrir que estar en los bancoraseros de la facción tory era una experiencia frustrant

Como había dicho Fitzroy, las obligaciones de un nuev

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miembro del Parlamento se limitaban a votar siguiendo laíneas del partido y pasar el resto del tiempo esperando portunidad de sumarse al coro de vítores o abucheoegún requiriera la situación. Se hicieron propuestas pa

educir aún más las restricciones que pesaban sobre loatólicos y presbiterianos, se presentaron presupuestorgumentos sobre cargas fiscales y deduccionempositivas, y todo el tiempo el fantasma de la revolución Francia se convirtió en una piedra de toque para aquello

que se resistían al cambio, al tiempo que servía como puntde unión para los reformistas.

Arthur no tardó en tener dificultades para combinaus obligaciones parlamentarias con las que tenía comficial de Estado Mayor en el castillo de Dublín. Se tomabu papel en serio, a diferencia de unos cuantos miembro

del Parlamento que apenas asistían a los debates y a los quólo se les podía convencer para que votaran ofreciéndole

un soborno, normalmente en forma de una sinecura ensión a expensas de los fondos públicos. Y, en tanto qurthur disfrutaba con las maniobras políticas de los torie

y los whigs, en ocasiones la corrupción y deshonestidad ldeprimían profundamente. Encontraba cierto alivio en vida social del castillo. Particularmente por aquntonces, cuando Kitty Pakenham era lo bastante mayoomo para ocupar un lugar habitual entre la multitud d

óvenes que llenaban las salas de baile, los comedores y

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nterminable sucesión de meriendas campestres veraniega

* * * 

Tras su primer encuentro, Arthur se había quedadonsternado por el pronto regreso de Kitty a su casa e

Castlepollard. No obstante, poco antes de Navidad, Kitty u hermano Tom se trasladaron a la casa que la familia tenn Rutland Square, en Dublín, y la joven no tardó eonvertirse en una especie de parte integrante del castill

de Dublín, para secreto deleite de Arthur. Su placer qued

mpañado por la atención que Kitty recibía por parte dmuchos de los demás jóvenes caballeros que rápidamentayeron presa de sus encantos y competían enérgicamenor su atención. Durante unos cuantos meses, a Arthur lesultó difícil penetrar en su cordón de admiradores pa

mantener una conversación en privado con ella. Sólo le fuosible aprovechar la ocasión de intercambiar algunarases, antes de que algún pretendiente o alguna joven legre conocida suya intervinieran para solicitar un baile

dirigir la conversación hacia un territorio más frívolo. Emomentos como aquéllos, a Arthur le hervía la sangre po

dentro y adoptaba una expresión de educado interé

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mientras soportaba la reunión sin dejar de rezar para que stúpido intruso en cuestión desapareciera o para que

diera algún tipo de ataque terriblemente debilitante. Perso nunca ocurría y, en cada una de dichas ocasione

rthur se quedaba sufriendo de frustración, sólo para teneque regresar después a sus aposentos con el ánimo por louelos y recriminándose no haber tenido el valor de se

más directo en sus intentos por ganarse el afecto de Kittyrthur se censuraba diciéndose a sí mismo que, si las cosaontinuaban de ese modo, no tardaría en aparecer otro qua abordaría con más confianza y se la robaría antes de qulla fuera consciente de sus sentimientos.

Mientras tanto, Arthur sufría un tormento cada vez quus miradas se encontraban de un extremo a otro de ualón de baile o de la mesa de la cena, y Kitty parec

onreírle con una especie de relevancia especial quonvencía a Arthur de que la joven lo consideraba algo má

que un simple rostro entre la multitud. En tales momentorthur sentía una renovada esperanza en su corazón... ante

de que volviera a truncarse cuando Kitty volvía la mirad

hacia otro joven y entablaban una estrecha conversacióEntonces Arthur observaba con creciente frustración cadonrisa o risa que provocaban en la muchacha.

Cuando no se hallaba en su compañía, Arthur intentabacionalizar sus sentimientos. Al fin y al cabo, ella no er

más que una niña, tres años más joven que él. Había mucha

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tras jóvenes atractivas en la corte y tenía muchos años podelante para conseguir que una de ellas fuera su esposa. Suentimientos hacia Kitty eran una obsesión pasajera, s

dijo, absolutamente comprensible en un hombre de su eda

Sin embargo, cada vez que la veía, toda la lógica de la quodía hacer acopio para seguir soportando la situacióencillamente se esfumaba, al tiempo que su pasióstallaba una vez más. Se estaba comportando como ustúpido y, lo que aún era peor, corría el riesgo de hacer eidículo delante de sus iguales si sus sentimientos po

Kitty se llegaban a saber. Sin embargo, si no hacía nada paronseguir que Kitty supiera lo que sentía, ¿cómo iba mpezar ella a corresponder a su afecto... suponiendo qu

quisiera hacerlo?

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CAPÍTULO LVII

Córcega, 1789

Cuando Napoleón desembarcó en Ajaccio a finales deptiembre, quedó asombrado al encontrar la isla casi igucomo la había dejado hacía más de un año* antes de lo

rascendentales acontecimientos que habían seguido a onvocatoria de los Estados Generales por parte del re

Luis. Entre los marineros y habitantes de la ciudad que sncontraban en el muelle del puerto, había soldados de

guarnición que todavía llevaban la escarapela blanca de loBorbones en los sombreros, cuando el resto del ejércit

rancés había adoptado la escarapela roja y azul de ParíMientras caminaba por las calles hacia la casa de samilia, Napoleón observaba su entorno con curiosidad. N

había carteles en las esquinas de las calles proclamando laúltimas noticias de la Asamblea Nacional, ni apasionado

debates a las puertas de los cafés y tabernas de la ciudad, ndaba la sensación de que el mundo estuviera cambiandápidamente y de que los vestigios del antiguo régimen sstaban apartando para despejar el camino de la nuev

Francia.

Entró en la casa y se encontró a su madre arriba, en

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avadero, de pie junto a la ventana donde tiraba de la cuerdn la que extendía la ropa empapada a lo largo dendedero, de un lado a otro del patio trasero de la cas

Ella se dio la vuelta y lo vio. Napoleón dejó el sombrero e

un taburete y se acercó a abrazarla. —Cuando me escribiste para decirme que el ejércite había obligado a volver, temí no volver a verte en año

—Le acarició la mejilla—, ¿Cuánto tiempo vas a quedartsta vez, Naboleone?

Él sonrió. —La verdad es que no lo sé. Podrían ser unos cuanto

meses. —Bien. Eso está bien. La semana pasada, Giusepp

egresó a casa desde Italia. Hoy ha ido a los tribunales resenciar un juicio. Te ha echado de menos. Y yo también

Os tendré a los dos bajo el mismo techo, lo cual ya va bienal como están las cosas. —Le clavó una mirada penetrant

—, Dime, ¿qué está pasando exactamente en París? —Ya debes de haberte enterado, madre. A esta

lturas ya deben de saberlo en todo el mundo.

 —Aquí es distinto. Tienes a los monárquicos diciendque el rey aguarda el momento oportuno, esperando portunidad de hacerse nuevamente con el poder. Luegstán esos radicales exaltados del Club Jacobino, que no

dicen que el viejo orden se ha terminado y que vivimos e

democracia. Y los seguidores de Paoli, afirmando que e

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aos en el que está sumida Francia es la mejor oportunidaque tendremos de conseguir la independencia parCórcega. —Se encogió de hombros—. Pero la verdad eque a la mayoría de la gente no le importa. La vida sigue.

 —Ya me he fijado.

* * * 

Aquella noche, después de cenar, cuando todos lohermanos menores se habían ido a la cama con la promesde que al día siguiente tendrían la atención de Napoleó

ste se sentó con su hermano mayor y abrió una botella diño. —¿Y bien? —Joseph llenó las copas—, ¿Qué está

haciendo en realidad otra vez en Córcega? —¿Aparte de disfrutar de la compañía de mi familia

mi querido hermano?Joseph sonrió.

 —Aparte de eso. —Ahora mismo Francia no necesita de mis servicio

de manera que ha llegado el momento de que asuma uapel más activo en Córcega. Tú llevas aquí un tiemp

Cuál es el sentimiento entre la gente?

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Joseph miró a su hermano con astucia. —¿Te refieres a qué posibilidades tienen lo

aolistas? Es difícil decirlo. En la Asamblea Nacional, ediputado elegido para representar a los nobles de Córceg

s Buttafuoco. Él dice que el gobierno francés puedetener la isla sobornando a algunos corsos y no teniendiedad con los demás. Los diputados del Tercer Estado sontoine Cristoforo Saliceti y Cesari Rocca. Ellos n

quieren tener nada que ver con la independencia corsa rgumentan que, en interés de Córcega, lo mejor eermanecer con Francia. De modo que ya ves, no hay nadara presentar el caso de la libertad corsa en París.

 Napoleón estuvo pensando un momento antes desponder:

 —Entonces debe decidirse aquí.

Su hermano se rio. —Ya me imaginaba que ésa sería tu respuesta.

* * * 

El Club Jacobino se reunía en una de las posadas das calles dominadas por los muros de la ciudadela. Lo

miembros del club estuvieron encantados de reclutar

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apoleón. Si los oficiales del rey se habían interesado poa política radical, es que no había ninguna esperanza d

volver a los días oscuros del antiguo régimen. El clustaba suscrito a todos los periódicos parisinos que s

odía permitir. Lo que recibía una atención más ávida eraas crónicas de las reuniones en el Club Jacobino de Paríapoleón leía dichas noticias con el mismo detalle con qu

o hacían los otros miembros, y le gustabaarticularmente los argumentos expuestos por un diputadlamado Robespierre, que anteriormente era un abogado drras. Su etilo retórico tenía algo que le resultaba familiaunque Napoleón no pudo ubicarlo.

Cuando los miembros no leían la prensa parisina, snzarzaban en acalorados debates en torno a las mesas de osada, cuyo propietario los miraba con benevolenc

mientras se hacía cada vez más rico con el masivncremento de clientela. Napoleón no tardó en convertirsn uno de los miembros más directos del club. Por f

había encontrado un vehículo para todas las lecturanotaciones y ensayos que habían ocupado gran parte de

vida solitaria que había llevado cuando no estaba dervicio. Los argumentos largamente ensayados que hablimentado en su pecho salieron entonces a borbotones e

un torrente de lógica irresistible y principios morales, os que lo escuchaban lo seguían con una intensidad qu

únicamente se relajaba con sus rugidos de aprobación

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tronadores aplausos.A principios del nuevo año, se había ganado tanta fam

ntre la población que fue elegido oficial de la reciéormada unidad de la Guardia Nacional de Ajaccio. La

utoridades francesas, parcialmente adaptadas al nuevégimen que se estaba instaurando en París, veían coreciente preocupación los vínculos entre los exaltado

miembros del Club Jacobino y los voluntarios de la unidade la Guardia Nacional, y en primavera tomaron medidaLas tropas suizas que guarnecían la ciudadela desarmarondisolvieron a los voluntarios y cerraron el Club Jacobino.

En la larga mesa del salón de casa de su madrapoleón escribió una dura carta de protesta contra aquel

upresión a los diputados Saliceti y Rocca en ParíMientras aguardaba una respuesta, viajó al norte, a Bastía,

distribuyó escarapelas revolucionarias entre la gente en laalles, al tiempo que establecía vínculos con los patriotaocales e intentaba determinar si la guarnición francesodría ser incitada al amotinamiento.

Cuando regresó a Ajaccio, se encontró con mala

noticias. Los periódicos informaban de que Saliceti estabntentando convencer a la Asamblea Nacional para quiguiera adelante con la integración de Córcega en

Estado francés y declarara a la isla uno de los nuevodepartamentos en los que Francia se había dividid

apoleón se deprimió. La liberación de su patria parec

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más improbable que nunca si los diputados corsos splicaban tanto en unir la isla a la nación francesa. Ahorodo dependía de Paoli y de reunir apoyo para derrocar

gobierno francés por la fuerza.

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CAPÍTULO LVIII

Pasquale Paoli regresó triunfalmente del exilio

rimavera de 1790. Joseph y Napoleón se encontrabantre los miembros de la delegación corsa que fueron ecibir al gran hombre en Marsella. A sus sesenta y seiños, seguía teniendo el mismo aspecto digno y erguido onservaba la huella de los rasgos autoritarios que tant

habían inspirado a sus compatriotas años atrás. Inclusapoleón sintió el encanto de aquel hombre cuando se lresentaron. Paoli lo sujetó por los hombros y lo mirijamente a los ojos.

 —Ciudadano Buona Parte, tuve el privilegio d

onocer a su padre. Carlos era un buen hombre. Lo lamenmuchísimo cuando me enteré de su muerte, demasiademprana para un hombre tan prometedor como él. A

menos tiene unos buenos hijos que siguen adelante con srabajo.

 Napoleón inclinó la cabeza agradecido y respondió: —Sí, señor. No descansaremos hasta que Córceg

haya conseguido su libertad. —Libertad... —La frente de Paoli se tens

igeramente mientras seguía mirando a los ojos a Napoleó—, Sí, disfrutaremos de todas las libertades que la nuev

Francia nos brinde.

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Le apretó el hombro a Napoleón y pasó a dirigirse iguiente miembro de la delegación.

Cuando Paoli desembarcó en Bastía, una gran multitue había congregado para recibirlo. Los mercenarios suizo

de la guarnición de Bastía le abrieron camino cuanddescendió por la pasarela y se descubrió para saludar a gente que lo ovacionaba. Paoli llevaba una gran escarapeevolucionaria sujeta en la copa de su sombrero, qugitaba de un lado a otro mientras caminaba a grandeancadas por el muelle, seguido por los hombres de

delegación que sonreían y saludaban con la mano a multitud.

Los hermanos Buona Parte acompañaron a Paoli hasCorte, la antigua capital en el centro de la isla. Joseph squedó allí, pues le habían prometido un puesto de poc

elevancia en la nueva administración de Paoli. Antes degresar solo a Ajaccio, Napoleón hizo saber que estarí

muy honrado de aceptar cualquier mando militar a lardenes de Paoli. Reflexionó sobre lo delicado de situación. Los paolistas querían la independencia. L

mayoría de jacobinos querían una democracia radical apoleón quería ambas cosas. Al perseguir dicho objetivoe arriesgaba a la animadversión por parte de los doandos.

A finales de verano, volvió al Club Jacobino, que hab

vuelto a abrir sus puertas recientemente, y Napoleó

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etomó sus discursos. En aquella ocasión, centró surgumentos en los acontecimientos de Córcega más quxponer los temas filosóficos de la revolución. Argüyó quualquier verdadero revolucionario iniciaría la revolució

desde donde se encontraba. No debían esperar ni umomento más a los políticos de París. Los jacobinos djaccio tenían que luchar para conseguir apoderarse de iudadela que se alzaba sobre la ciudad y convertir Ajaccin una comuna revolucionaria. Napoleón añadió que s

debía privar a la Iglesia católica de sus derechos tributarioy privilegios legales. Al presentar dichos argumentos, yabía que los paolistas le censurarían. Ellos era

nacionalistas, no ateos y, en efecto, varios miembros deúblico se levantaron de un salto para denunciar a Napoleó

y condenar sus herejías. Reconoció a uno de ellos como

Pozzo di Borgo, un antiguo amigo de su niñez. Napoleón leñaló con el dedo.

 —¿Con qué derecho impone estos impuestos glesia?

 —¡Con el derecho divino! —le respondió Borgo co

un grito—. Es la voluntad de Dios. —¿Y dónde está establecida exactamente la voluntade Dios? En la Biblia no, ni tampoco en ninguna de laEscrituras. La verdad es que fueron los hombres los qurearon esos impuestos. Y los hombres pueden revocarlo

in ofender al Todopoderoso.

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Di Borgo le dirigió una mirada fulminante. —La Iglesia es la encarnación de la voluntad de Dio

Si la Iglesia requiere impuestos es porque Dios requiermpuestos.

 —¿Dios requiere impuestos? —Napoleón se rio—Para qué necesita Dios los impuestos? ¿Acaso hay quagar facturas en el cielo?

Varios de los miembros más jóvenes se rieron con éero Di Borgo se puso rojo de furia.

 —Tenga cuidado, Buona Parte, o será juzgado máronto de lo que piensa. —Con estas palabras se dio

vuelta y salió de la habitación, seguido de varios otros y dos abucheos de los jacobinos más radicales.

Cuando Napoleón abandonó el club bien entrada noche, unos cuantos de los miembros más jóvenes l

compañaron a casa para seguir discutiendo algunos de lountos que habían sacado a relucir los oradores de aquelarde. Cuando el grupo torció por la calle que conducía

domicilio de Napoleón, por un callejón lateral aparecierovarias figuras imprecisas que se colocaron rápidamente

uno y otro extremo de la calle. Cada uno de ellos llevaba ugarrote. —¿Qué es esto? —Uno de los compañeros d

apoleón se rio con nerviosismo—. No hay tantoadrones en todo Ajaccio.

 —¡Silencio! —le espetó Napoleón. El ruido sordo d

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unas botas a sus espaldas hizo que se diera la vuelta, y vimás figuras oscuras que aparecían de la dirección en la que encontraba el Club Jacobino para cerrar la trampa—

Mierda...

Por un momento, en la calle reinó el silenciapoleón se agachó y apretó los puños. Respiró hondo gritó a voz en cuello:

 —¡Seguidme! Napoleón se abalanzó hacia los hombres que le

loqueaban el paso y sus compañeros fueron tras él. Apretos dientes y embistió a uno de sus agresores antes de qul hombre pudiera blandir su garrote. Cayeron sobre lodoquines y, con el golpe, Napoleón le clavó la rodilla el pecho a su oponente, dejándolo sin resuello. Le pegó ea cara con ambos puños y oyó el suave crujido de la nar

l romperse, al tiempo que el hombre soltaba un grithogado de dolor. Napoleón echó un vistazo a su alrededo

y vio una maraña de formas oscuras que peleaban. Ermposible distinguir quién estaba en qué bando, tal com

había esperado cuando se lanzó al ataque. Buscó a tientas

mango del garrote y lo arrancó de las flojas manos de aquhombre. Permaneció de cuclillas y retrocedió hacia ared de un edificio que daba a la calle. Ante él la peleontinuaba en forma de una agitada concentración dombras acompañadas de gruñidos y gritos de dolor. D

ronto, una de las figuras le hizo frente con el garro

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lzado. —Venga —gruñó Napoleón—, ¡Vamos a por eso

abrones! —¡Bien! —El hombre se rio y se dio nuevamente

vuelta hacia la pelea. Napoleón alzó el garrote que habogido, como si fuera una guadaña, y lo estrelló contra laodillas de aquel hombre con un fuerte chasquido. Ugudo grito de dolor hendió la noche y el hombre s

desplomó. Napoleón se llenó de aire los pulmones y gritó —¡Jacobinos! ¡A mí! —Se dio la vuelta y corrió call

rriba en dirección a su casa—, ¡Seguidme! Napoleón echó a correr, y tras él oyó los chirridos

golpes sordos de los pasos sobre los adoquines. Podelante vio el brillo mortecino del farol que su madre habuesto sobre la puerta principal para cuando regresara

ltas horas, y miró por encima del hombro. Tras él la callstaba llena de figuras que corrían en la misma dirección.

 —¡Vamos! ¡Por aquí!Llegó a la puerta, alzó el pestillo y se lanzó adentr

nmediatamente después, llegaron dos de sus compañero

uego otro al que le salía sangre de la cabeza. De un tirónapoleón abrió el armario en el que su padre guardaba sscopeta para cazar aves. Agarró el arma, echó hacia atrál percutor, regresó a la puerta y se quedó de pie en e

umbral. El primero de los agresores llegó corriendo: u

hombre alto con una bufanda atada sobre la boca y la nar

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ara ocultar así su identidad. Al ver el cañón de la escopee detuvo apresuradamente.

 —¡Fuera de aquí! —gritó Napoleón—. ¡Todos! ¡O legaré un tiro al primero que se acerque un solo paso a m

asa! —¡No os mováis! —exclamó una voz calle abajapoleón la reconoció al instante.

 —¡Di Borgo! Dígale a sus hombres que se vayan uro por Dios que dispararé.

Hubo un tenso instante de silencio tras el cuapoleón oyó una risa en la oscuridad.

 —De modo que esto es lo que hace falta para hacersreyente... No hay que faltarle más al respeto a la Iglesi

Queda advertido, Buona Parte. No habrá más advertenciaVamos, muchachos, dejémosles.

Las sombras se retiraron y Napoleón aguardó hasque se hallaron a cierta distancia de la entrada; entonceajó el arma y cerró la puerta. Miró a sus compañeros y vi

que estaban todos con él. Aparte del joven con la herida ea cabeza, había uno que se cubría la mandíbula con la man

y otro que se sujetaba una muñeca rota contra el pechTodos ellos tenían la respiración agitada y los ojodesmesuradamente abiertos debido a la excitación y miedo. Napoleón se dio cuenta de que le temblaban lamanos con las que aferraba la escopeta.

 —Oye —dijo uno de sus compañeros entre dientes—

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de verdad les hubieras disparado? Napoleón sonrió y alzó el cañón hacia el techo. —No creo que nadie la haya cargado desde hace añosApretó el gatillo. Al instante se oyó un silbido, hub

un estallido ensordecedor y un trozo de enlucido del techaltó en pedazos. Los demás retrocedieron de un saltlarmados, y miraron a Napoleón horrorizados.

Al cabo de unos momentos, se abrió una puerta dgolpe, se oyó el golpeteo de unos pies en el rellano y smadre gritó:

 —¿Qué demonios pasa? ¿Quién está disparando en masa a estas horas de la noche?

 Napoleón intercambió una mirada preocupada con suompañeros y todos se deshicieron en carcajadas.

* * * 

El joven corso se tomó la advertencia luficientemente en serio como para procurar no adentrarsolo en las calles de Ajaccio. Como medida de proteccióara él y su familia, convenció a los miembros del Clu

acobino de que lo eligieran teniente coronel del batalló

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de ciudadanos voluntarios de la Guardia Nacional. Snombramiento se acordó sin problemas, puesto qu

apoleón era uno de los pocos hombres de Ajaccio codiestramiento militar profesional, y asumió el puest

uando se aproximaba el otoño. Dado que el comandante da unidad, el coronel Quenza, era un anciano comercianttro miembro del Club Jacobino que nunca había disparad

un arma en un momento de ira, por no hablar de tomar partn ejercicios de adiestramiento, el mando efectivo de

unidad quedó en manos de Napoleón. Con un contingentde quinientos hombres tras él ya no tuvo más problemaon Di Borgo y sus amigos paolistas. Napoleón fue libre deguir desarrollando su base política en Ajaccio. Al mismiempo, adiestraba a los hombres de la Guardia Nacionon todo el rigor posible bajo la mirada divertida de lo

oldados de la guarnición, que estaban fuera de servicio que tendían a descuidar la instrucción en aquel reductnormalmente tranquilo.

El único acontecimiento emocionante del veraniguiente fue la noticia del intento de fuga de la familia re

on el objetivo de escapar de París, reunir a un ejército defugiados políticos y mercenarios extranjeros rrebatarle el poder a la Asamblea Nacional. Napoleón s

unió a los demás miembros del Club Jacobino que smontonaban en torno a los ejemplares del Moniteur y

Mercure para leer las primeras noticias del arresto del re

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n Varennes. Nadie dudaba que era poco más que urisionero del nuevo régimen en París. El último vestigi

de su autoridad había desaparecido con su fallido intento dhuida.

 —Así pues, se ha terminado —decidió Napoleóuando terminó de leer las noticias. —¿El qué se ha terminado? —preguntó uno de lo

miembros más jóvenes del club. —La monarquía. Se ha terminado. —Napoleón di

unos golpecitos con el dedo en el periódico—. Hatrapado al rey y a esa idiota de la reina. Han fingidecundar las reformas desde la primera vez que seunieron los Estados Generales, y mientras tanto no ha

dejado de conspirar contra el pueblo francés. Ahora todo emundo los verá como lo que son: unos traidores.

Varios rostros se volvieron hacia Napoleón, quien sdio cuenta de que había hablado demasiado. Incluso equellos momentos, e incluso en el Club Jacobino, hablgunas personas que se aferraban a una tradición despeto por la corona. Francia no estaba del todo preparad

ara prescindir de la monarquía, al menos no sin que ellausara resentidas divisiones. Pero dado el hecho de que yno había manera de ocultar la venalidad del rey Luis,

samblea Nacional se vería obligada a actuar tanto paalvar a Francia como para salvarse a sí misma. Napoleó

eflexionó un momento. Si el rey era depuesto y es

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onllevaba un desmoronamiento del orden y tal vez unguerra civil, era imperativo que Córcega no se viernvolucrada. La isla ya había sufrido bastante en sus ansia

de libertad.

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CAPÍTULO LIX

Cuando el año tocaba a su fin, Napoleón recibió un

arta del Ministerio de Guerra de París ordenándole quegresara al regimiento de artillería en Auxonne. Todavístaba resentido por las condiciones bajo las que lo había

mandado de permiso —más bien parecía que lo hubiesemandado al exilio—, de modo que sencillamente hizo cas

miso de la carta y continuó adiestrando a sus hombres reparando sus planes. Transcurrió la Navidad con todas la

habituales fiestas religiosas, y Napoleón prefirió ndejarse ver antes que arriesgarse a tener más problemas pous opiniones sobre la Iglesia. Con su reputación en el Clu

acobino, se había granjeado la animadversión de muchode los habitantes de Ajaccio y su familia temía por su vidaA principios del nuevo año, Napoleón se llevó a

atallón de voluntarios al campo para adiestrarlos en laácticas de combate. Una lluviosa y ventosa tarde debrero puso en práctica el primer paso de su plan. S

hallaba de pie en una ladera junto al coronel Quenza, amboncorvados bajo sus gabanes mientras la lluvia les goteabor el ala de los sombreros. Por debajo de ellos, dispersoor el suelo rocoso de un estrecho valle, los hombres datallón maniobraban para formar una línea de batalla co

vistas a capturar una fortificación imaginaria, que se hab

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eñalado con estacas a cierta distancia por delante de elloapoleón se lo comentaba todo a su superior y le explicab

a nueva formación con la que estaba experimentando. —Se habrá fijado en que el batallón está formado e

olumna a ambos extremos de la línea. —Sí —repuso Quenza—. He estado pensando en ellPara qué sirve este truco, Buona Parte? ¿Qué hay de maln utilizar la antigua columna de avance, eh?

 Napoleón señaló las distantes estacas. —Supongamos que en esa fortificación haya artillerí

eñor. Si hacemos avanzar a los hombres en columnas, loañones los harían pedazos. Si los hacemos avanzormados en línea perderíamos a muchos menos soldadoero cuando alcanzáramos las defensas careceríamos de oncentración de fuerzas suficientes para penetrar en ella

Esta formación mixta parece ofrecer más posibilidades roteger ambos flancos de cualquier ataque por sorpresa.

Quenza vio avanzar al batallón a ritmo constante sobrl accidentado terreno, manteniendo la formación mientravanzaba. Movió la cabeza en señal de satisfacción.

 —Ha hecho maravillas con los soldados, Buona PartEstoy muy complacido con usted. —Gracias, señor. —Napoleón inclinó la cabeza co

modestia. Decidió que aquél era el momento de hablaCarraspeó—: A mi juicio, como soldado profesional, s

atallón es tan bueno como cualquier otro del ejércit

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rancés. Quizá mejor que la mayoría. Sin duda mejor que guarnición de Ajaccio.

Quenza hinchó el pecho con orgullo. —Sí. Podríamos enseñarles un par de cosas.

 —Ya lo creo, señor —dijo Napoleón con una sonris—. En tal caso, ¿por qué no lo hacemos?Quenza se volvió hacia él con expresión perpleja.

 —¿Qué quiere decir? —Justamente lo que he dicho. Si su batallón pued

hacerlo como los mejores, en realidad no necesitamos qua guarnición esté allí para protegernos. Si fuera necesari

nuestro batallón podría tomar la ciudadela y defender iudad. Estoy seguro de que el gobierno estaría encantad

de ser eximido de dicha carga. Dios sabe que en estmomento necesitan a más soldados en Francia.

 —Sí... sí, me imagino que así es. —Podría sugerírselo al general Paoli la próxima ve

que le escriba, señor. —Napoleón se encogió de hombro—. Estoy seguro de que no dejará pasar la oportunidad dener al menos una ciudad corsa defendida por los corsos.

 —¡Tiene razón! —A Quenza le brillaban los ojos—Le encantará la idea! Lo sé.

* * * 

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Cuando llegó la respuesta de Paoli, ésta fue muy clarQuenza fue a buscar inmediatamente a su subordinado Club Jacobino y le arrojó la carta en las manos.

 —¡Tome! ¡Lea esto!

 Napoleón cogió la carta y leyó rápidamente sontenido, en tanto que Quenza esperaba de pie impacientubiendo y bajando los talones.

 —¡No se tome todo el día, Buona Parte! Napoleón terminó de leer la carta y se la devolvi

bligándose a no sonreír de satisfacción por el hecho dque Paoli hubiera mordido el anzuelo.

 —Por lo visto, al general no le parece gran cosa dea.

 —¿No le parece gran cosa? —Quenza dio uesoplido de indignación y clavó su dedo rollizo en la car

—. ¿En serio la ha leído? Prácticamente me acusa draición. ¡Y aquí! ¡Mire! Dice que nuestros hombres nienen competencia para realizar el trabajo como e

debido... ¿Cómo se atreve a decir eso? ¡El sinvergüenzVendernos a los franceses. ¡Dios mío, si ni siquiera so

ranceses, son unos malditos suizos! ¡Esto es un ultraje!Otros de los miembros se habían congregado a slrededor para ver a qué se debían aquellos gritos y Quenze volvió hacia ellos blandiendo la carta.

 —¡Les digo que es un ultraje!

Los miembros del club lo miraron confusos y s

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omprender. Napoleón lo cogió suavemente de la manga. —Quizá sería mejor que se explicara, señor. O que m

dejara hacerlo a mí.

 —¿Cómo dice? —Quenza fulminó a Napoleón con mirada y por un instante éste temió que Quenza sxpresara por sí mismo, pero el hombre no podía hablar dan furioso como estaba, y se limitó a asentir con la cabez

y a empujar a Napoleón hacia el estrado—. Dígaselo usteCuénteselo todo.

 Napoleón, fingiendo cierta renuencia, hizo lo que edían. La habitación se estaba llenando rápidamente d

gente ansiosa por oír lo que aquel joven y carismáticficial tenía que anunciar, y Napoleón esperó a que la zonrente a él estuviera abarrotada.

 —El coronel Quenza acaba de recibir una carta dPasquale Paoli. Parece ser que el ciudadano Paoli no tienonfianza en el batallón de voluntarios de Ajaccio

Preferiría confiar las vidas de nuestras mujeres e hijos una banda de mercenarios suizos. Cree que no somos l

astante competentes, ni lo bastante valientes para defendenuestras familias. —Napoleón hizo una pausa para dejaque sus palabras calaran hondo. Como había previsto, lonsultos contra el honor de los hombres de Ajaccirovocaron expresiones de indignación. Napoleón levant

os brazos para calmar a los que le escuchaban—, ¿Vamos

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dejar que este hombre nos avergüence de esta manera?La multitud empezó a gritar con actitud desafiante.

 —¿Nos tomaremos este insulto como cobardes ellacos? —¡No! ¡Nunca!

 —¡Un verdadero corso moriría antes que sufremejante insulto! ¡Debemos proteger nuestro honoDebemos vengar la gran injusticia que se ha cometido col coronel Quenza y los magníficos soldados del batalló

de voluntarios!Quenza se irguió e intentó parecer un héroe, mientra

os hombres lo aclamaban. Napoleón aprovechó aquspíritu retador y volvió a pedir calma.

 —Sólo una acción bastará para salvar nuestro honoDebemos capturar la ciudadela! ¡Debemos tomarla ahora

demostrar que los corsos pueden cuidar de sí mismo

Oficiales del batallón: convocad a vuestros hombres! ¡SPaoli tiene miedo de liberarnos de Francia, entonces lharemos nosotros mismos!

La estancia resonó con las ovaciones de los miembrodel Club Jacobino, y los oficiales y soldados del batalló

de voluntarios salieron apresuradamente de la habitacióara reunir a sus hombres. Linos cuantos miembros quhabían permanecido en silencio durante el debate sscabulleron con expresión preocupada. Napoleón not

que alguien le tiraba de la manga y, al volverse, vio qu

Quenza lo miraba con preocupación.

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 —Yo... yo no quería que ocurriera esto. —Pero él lo insultó, señor. Insultó a todos lo

hombres de Ajaccio. —Sí, pero...

 —Ahora ya es demasiado tarde. Debemos llevar estouen término o nos tildarán de cobardes ante los ojos doda Córcega.

A Quenza se le crispó el rostro, luego se mordió eabio y echó un vistazo por la estancia. Asintió para sudentros y se volvió hacia Napoleón, al tiempo que srguía en un esfuerzo por parecer valiente y marcial.

 —Pues vamos, Buona Parte. ¡A la batalla!

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CAPÍTULO LX

El frío reinaba en las calles de Ajaccio bajo la pálid

enumbra de los últimos momentos antes de la salida dol. Los hombres del batallón de voluntarios marcharo

hacia la ciudadela en silencio y su aliento formaba tenuenubecillas en el aire, en medio del fuerte ruido metálico das bayonetas al ser encastadas. Napoleón qued

omplacido al ver que la disciplina que les había inculcaddurante meses tenía su compensación. Ni uno solo de looldados hablaba mientras avanzaban pesadamente con unxpresión adusta en el rostro, decididos a cumplir con s

deber. Napoleón se había encargado de que todos lo

ficiales les recalcaran a los soldados que la acción ernecesaria para recuperar su honor y liberar a Córcega de cupación extranjera. El coronel Quenza había confiad

gustosamente el asalto a su subordinado. El esperabecibir la noticia de la victoria en el Club Jacobino, qu

había requisado como su cuartel general.Las almenas de la ciudadela eran visibles por encim

de los tejados de los edificios que había delante. Sobre iudadela ondeaba la bandera blanca y azul de los Borbonerillando bajo los primeros rayos de sol que coronaban la

montañas. Napoleón hizo una señal a uno de sus sargentos

 —Traiga al destacamento de asalto.

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 —Sí, señor.Cuarenta soldados, los mejores de entre lo

voluntarios, avanzaron más allá de la cabeza de la columnvestidos únicamente con el uniforme y las cartucheras

hombro. Ellos tomarían la entrada de la ciudadela y el restos seguirían en cuanto Napoleón diera la orden. Looldados miraron ansiosos a su joven teniente coronel, ques hizo señas para que se pusieran en marcha.

 —Vamos.El grupo avanzó por las sombras de un lado de la call

que en su extremo torcía bruscamente a la izquierda y dabla amplia avenida que se extendía ante los muros de

iudadela. Justo enfrente se hallaba la entrada fortificadrotegida por dos bastiones proyectados hacia el exterio

Cuando se acercaban a la curva de la calle, Napoleón le

hizo una señal a sus hombres para que se detuvieran. Evanzó con sigilo y atisbo por la esquina. A unos cuarentasos de distancia, había un par de centinelas frente a ntrada abierta. Estaban apoyados en la pared de uno de loastiones y parecían estar hablando. Napoleón sonri

quello iba a resultar fácil. Le bastó con echar una rápidmirada a ambos lados de la puerta y a lo largo de los muroara ver que éstos no estaban guarnecidos, o al menos quos centinelas de la muralla eran tan perezosos como suompañeros de la puerta. Napoleón retrocedió de nuev

hacia el pelotón de asalto.

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 —Recuerden no hacer ruido. Cuando lleguemos a uerta, corran tan rápido como puedan. No se detengan po

nada. Todo depende de la velocidad. ¿Entendido?Varios soldados asintieron con la cabeza, otro

onrieron. El sargento se colocó en la esquina de la callisto para transmitir la señal de Napoleón para que el restdel batallón saliera a la carga.

 —Muy bien. Vamos. Napoleón se volvió de nuevo hacia la ciudadela

iempo que desenvainaba su espada. Respiró hondo y salióaso ligero. El resto del pelotón lo siguió de inmediato. Euanto doblaron la esquina, se lanzaron a la carrera por venida.

Los dos centinelas los vieron casi de inmediato, perardaron unos segundos en reaccionar, sobresaltados ant

quella visión de unos hombres armados que corrían hacllos en silencio. Entonces se rompió el hechizo. Loentinelas se descolgaron los mosquetes, echaron hactrás el percutor, apuntaron apresuradamente y dispararon.

Una de las balas pasó cerca de Napoleón con un fuer

ilbido. La segunda alcanzó a un soldado de su izquierdon un sonido como el de un palo que golpeara cuerhúmedo. El hombre dio un tumbo y cayó al suelo de venida con un gruñido. Sus compañeros, conforme a lardenes que tenían, pasaron corriendo por su lado

altaron sobre él y continuaron hacia las puertas. Delan

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de ellos, los centinelas se dieron la vuelta y huyeron parefugiarse en la ciudadela. El pelotón de asalto pasápidamente por entre los bastiones y, con un sentimient

de dicha, Napoleón se dio cuenta de que iban a conseguirlo

Ya no tenía sentido seguir guardando silencio. Slenó de aire los pulmones y gritó: —¡Vamos! ¡Las puertas son nuestras!Los soldados profirieron un alarido de triunfo

argaron contra el objetivo. Cuando ya casi había alcanzada puerta, Napoleón se detuvo, preparado para darle la señl resto del batallón para que los siguieran. De repente, syó el áspero grito de una orden desde el interior y lo

hombres que pasaban a toda prisa junto a Napoleón sararon en seco.

 —¡Fuego! —exclamó alguien a voz en cuello. E

errible chasquido de una descarga de mosquetes produjun rugido ensordecedor que resonó en los muros de loastiones de los flancos. Varios de los soldados dapoleón cayeron al suelo, y otros se encogiero

garrándose las heridas.

 —¡Adelante! —El sonido de la orden llegó hasllos, y Napoleón oyó los pasos de botas que sproximaban. Enseguida supo que era una trampa. Alguie

había advertido a la guarnición... uno de esos cobardes dClub Jacobino que habían abandonado la reunión

hurtadillas después de que Napoleón hubiera incitado a lo

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demás a alzarse en armas. —¡Retrocedan! —les gritó Napoleón a sus hombre

—. ¡Repliéguense!Echó a correr y, cuando se hubo alejado unos pasos d

a puerta, se detuvo a mirar. Sus hombres huían. Entoncevio al primero de los soldados suizos de guerrera roja entrl humo de la pólvora que salía por la abertura. Liguieron más soldados y Napoleón corrió a refugiarse ea calle de la que había salido momentos antes. Loupervivientes del destacamento de asalto corrieron paalvar la vida, y algunos de ellos arrojaron las armaegados por el pánico, mientras se dirigían hacia el refugi

más cercano.Cuando Napoleón llegó a la esquina de la calle s

egó a la pared y recuperó el aliento unos instantes, ante

de arriesgarse a volver a mirar hacia la puerta. Casi unompañía entera de soldados suizos había salido de iudadela y Napoleón vio que dos de ellos mataban con ayoneta a uno de los voluntarios heridos. Este últimevantó la mano y gritó pidiendo clemencia, pero sus grito

e apagaron de pronto cuando las puntiagudas bayonetas slavaron en su garganta desgarrándola.Desde el otro extremo de la calle, se oyeron los paso

del resto del batallón. Aún había una posibilidad, pensapoleón desesperadamente. Se enderezó y aguardó a qu

a columna marchara hacia él.

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 —¡El batallón formará en línea! —gritó al tiempo queñalaba la avenida frente a la ciudadela.

Los oficiales confirmaron y transmitieron la orden, apoleón sintió que lo invadía el orgullo cuando lo

hombres salieron al descubierto y empezaron a formar mbos lados del extremo de la calle. El oficial al manddel destacamento de soldados suizos los observó coreocupación, antes de ordenar a sus hombres que setiraran. En las almenas habían aparecido más miembro

de la guarnición que sin duda ya estaban esperando allí. A largo del muro surgieron unas bocanadas de humo, iempo que el irregular chasquido de la mosqueteresonaba por el espacio abierto. Fragmentos de piedra dos adoquines saltaban por los aires aquí y allí, y alguno

voluntarios más fueron abatidos.

 —¡Alcen los mosquetes! —gritó Napoleón.A lo largo de la línea, los largos cañones s

xtendieron hacia el enemigo. El oficial situado junto a uerta todavía estaba formando a sus hombres en línea par

devolver el fuego cuando Napoleón bajó el braz

ápidamente. —¡Fuego!Por un segundo, Napoleón ensordeció por la descarg

que relampagueó en los mosquetes de los voluntarios dasaca azul, y una densa cortina de humo ocultó

iudadela y a los hombres que tenían delante. La nube s

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ue disipando lentamente, mientras los voluntarioecargaban las armas a toda prisa. Junto a la puerta, habuatro cuerpos de guerrera roja tendidos entre los muerto

del grupo de asalto. El resto ya se había retirado a travé

del portón y, mientras Napoleón observaba, las maderaachonadas encajaron en posición con un golpe sorduando los defensores sellaron la entrada.

 Napoleón vio entonces que los defensores del murno dejaban de cobrarse víctimas entre los voluntarios upo que debía llevarlos a cubierto lo antes posible.

 —¡Batallón! ¡A cubierto! ¡Retirada!Los soldados no necesitaron que los alentaran y s

brieron camino a la fuerza hacia las casas situadas frenteos muros de la ciudadela. Napoleón entró en un altdificio que pertenecía a uno de los ricos comerciantes d

jaccio y, haciendo caso omiso de los gritos de protesta da esposa de aquel hombre, subió por las escaleras hasta

desván y se asomó con cuidado por el ventanuco quobresalía por encima de las tejas. Miró a ambos lados,

vio que tanto sus soldados como los defensores estaba

nzarzados en un fuego cruzado. Napoleón se contentó codejar que aquello siguiera adelante durante un rato. Lxperiencia de estar bajo fuego, aunque fuera a cubierto dos seguros edificios de piedra, les haría bien a lo

hombres. Les dejó un cuarto de hora, antes de transmitir

rden de que dejaran de disparar y se dirigieran al Clu

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acobino.Cuando Napoleón entró en la estancia, el coron

Quenza se levantó de un salto de la mesa y extendió razo hacia su subordinado.

 —¿Qué demonios está pasando, Buona Parte? ¡Mstá llegando información de que ahí afuera estámasacrando a nuestros hombres!

 —Ha habido algunas bajas —admitió Napoleón coalma—, pero eso ya lo sabíamos.

 —¿Hemos capturado la ciudadela? —No, señor. —Napoleón inclinó la cabeza hacia

ventana a través de la cual se oía el fuego espasmódico dos defensores—. Como ya puede oír. Alguien los advirti

de que íbamos hacia allí. La guarnición ha cerrado lauertas y nuestros hombres tienen rodeada la entrada a

iudadela. —¿Rodeada? —Quenza se cruzó de brazos con u

ápido parpadeo—, ¿Y ahora qué, eh? —De momento nada, señor. —Napoleón consider

as opciones a toda prisa—. Podemos esperar a que caiga

noche e intentar otro asalto, lo cual es arriesgadPodríamos intentar matarlos de hambre, o tratar dnegociar una rendición.

Quenza optó por la última sugerencia. —Negociar. Eso es lo que haremos. Quizá sea

mejor manera de salir del lío que ha provocado.

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 Napoleón sintió que se le hacía un nudo en la gargande furia, pero logró contenerse.

 —De acuerdo, señor. Mandaré a un hombre con unandera de tregua.

 —Encárguese de ello.De repente, ambos notaron que el edificio sstremecía bajo sus pies y al cabo de un instante se oyó uuerte estrépito y unos pedazos de mampostería pasaro

dando tumbos frente a la ventana, al tiempo que un enormstruendo resonaba por toda la ciudad. Quenza se apartó da ventana de un salto.

 —¿Qué es eso? —Artillería —respondió Napoleón sin alterarse—

Deben de haber subido un cañón a uno de los bastiones. Poo visto, ya saben que el Club Jacobino estaba detrás d

taque. —¿Nos están disparando? —Quenza miró fijamente

apoleón con los ojos desmesuradamente abiertos a causdel miedo—, ¿Me están disparando? Tengo que salir dquí. Tengo que encontrar un lugar seguro.

Quenza agarró su sombrero y se dirigipresuradamente a la puerta cuando otro proyectil sstrelló contra el tejado. Crispó el rostro y miró apoleón.

 —Usted encárguese de las negociaciones. Voy

stablecer un nuevo puesto de mando en la catedral. ¡No s

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treverán a disparar contra ella! —No, señor. Me imagino que no. Napoleón siguió al coronel hasta salir del edificio

egresó con el batallón. Los soldados, fieles a sus órdene

no habían disparado contra los muros y sólo algún que otrdisparo efectuado desde la ciudadela, salpicado por el grastruendo de la pieza de artillería, resonaba en el terrenbierto. Napoleón se quitó el pañuelo blanco del cuello nudó el extremo en la punta de su espada. Respiró hondalió a la avenida y agitó la espada en alto para llamar tención. Una voz gritó algo desde los muros de iudadela, e inmediatamente aparecieron varias nubes d

humo. Los disparos le pasaron silbando por encima de abeza y hubo dos que dieron contra los adoquines a suies.

 Napoleón volvió a ponerse a cubierto lo más rápidque pudo.

 —Se ha terminado la negociación...Tras mandar aviso al coronel del intento fallido

apoleón regresó al desván de la casa del comerciant

donde un sargento vigilaba la ciudadela. —¿Alguna novedad? —Sí, señor. Poco después de que usted fuera a ver

oronel, una embarcación se hizo a la mar. —¿Qué rumbo llevaba?

 —Norte, señor. Creo que hacia Bastía. Deben d

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haber ido en busca de refuerzos. Napoleón movió la cabeza en señal de asentimient

Era lo que se había temido que ocurriría. El comandante da plaza fuerte, advertido del ataque, debía de tener el barc

reparado para zarpar con la primera luz del día, justuando el malhadado grupo de asalto se precipitaba hacas puertas. Con un viento favorable, la embarcación podrlegar a Bastía al caer la noche. Calculando un día parrganizar una fuerza de apoyo y otro para el viaje de vueltapoleón se dio cuenta de que no podían esperar a que

hambre obligara a salir a la guarnición. Los soldados datallón de voluntarios tampoco estarían de humor parntentar un asalto directo. Las bajas serían terribles apoleón rehusó la idea de derramar tanta sangre. S

uponía que debía de haber sido un golpe rápido, pero e

quel momento no veía nada más que humillación y fracasn aquella situación.

* * * 

En el transcurso de los tres días siguientes, Napoleóealizó varios intentos más de negociar, pero la guarnició

disparaba contra cualquiera que se atreviera a aparec

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rente a los muros de la ciudadela. La pieza de artillermontada en el bastión norte dejó de disparar en cuanthubo destrozado el último piso del Club Jacobino, tras lual reinó una quietud y un silencio inquietantes en aquel

arte de la ciudad más próxima a la ciudadela. En las demáonas, la gente de Ajaccio se aventuró a salir a la calle coautela y compró sólo lo necesario antes de regresar a todrisa a refugiarse en sus hogares. Napoleón no tardó eener muy claro que el intento del batallón por capturar iudadela no había recibido mucho apoyo. En cuanto cesl bombardeo del Club Jacobino, un pequeño grupo diudadanos se habían congregado para gritar insultos a lo

que todavía seguían dentro y arrojar piedras contualquier rostro que apareciera en alguna de las ventana

que ya estaban hechas pedazos.

Entonces, en la tarde del tercer día, se avistaron variouques de guerra entrando en el golfo de Ajaccio. En e

último tramo de entrada al puerto, los barcos abrieron laortillas y anclaron con las bocas de sus cañones apuntand

hacia la ciudad. Los botes, a cubierto de las batería

navales, empezaron a desembarcar soldados y, cuando etardecer se cernía sobre Ajaccio, un regimiento de línedel ejército regular marchó por la avenida y se detuvo a lauertas de la ciudadela.

El coronel Quenza había salido de la catedral e

uanto se enteró de la llegada de los buques de guerra

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había ido a buscar a su subordinado. En aquellos momentombos oficiales avanzaban con cautela hacia el oficial

mando de la fuerza de apoyo. Era un comandante djército regular que avanzó a grandes zancadas par

ncontrarse con los comandantes del batallón dvoluntarios. —¿Coronel Quenza? —saludó y se volvió hac

apoleón—.Y usted debe de ser el teniente coronel Buona Part

no? Napoleón dijo que sí con la cabeza y el comandan

volvió su atención a Quenza. —Tengo instrucciones de ordenar a sus hombres qu

depongan las armas inmediatamente y que regresen a suasas. El batallón queda disuelto por orden del gobernado

de Córcega. El incumplimiento de dicha orden tendrá comonsecuencia el uso de la fuerza. Señor, a menos que est

dispuesto a tener las manos manchadas con la sangre dientos de sus compatriotas, le sugiero que hagxactamente lo que le pido.

Quenza hundió los hombros y asintió con un patéticmovimiento de la cabeza. —Daré la orden. —Gracias, señor —repuso el comandan

esueltamente—, ahora, tengo que tratar un asunto con

tro oficial. Puede retirarse, señor.

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Quenza le lanzó una mirada curiosa a Napoleón, luege dio la vuelta y se alejó a toda prisa.

El comandante se metió la mano en el interior de guerrera y sacó un sobre.

 —Puesto que el batallón de voluntarios ya no existu rango de teniente coronel ya no se aplica, en cuyo casme dirijo a usted como al teniente Buona Parte dRegimiento de la Fére, y se pondrá firmes ante un oficiuperior.

 Napoleón enderezó la espalda y se mantuvo erguidon las botas juntas y los brazos rectos a los costados.

 —A la orden, señor. —Este mensaje es para usted, de parte d

Departamento de Guerra. Llegó a Bastia la semana pasadContiene un permiso de viaje. Ha excedido su período d

ermiso en cinco meses. Por consiguiente, se le exige quomparezca en el Ministerio de Guerra en París. Lino dsos barcos parte para Marsella mañana a primera hor

Será mejor que para entonces esté a bordo o haré que lrresten y lo acusen de deserción. ¿Me ha entendid

eniente Buona Parte? —Sí, señor. —Napoleón intentó evitar que le temblaa voz cuando añadió—: ¿Tiene usted idea de lo que mspera?

El comandante sonrió.

 —Por supuesto. Dado que oficialmente se hal

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usente sin permiso y ahora que es usted responsable dvarias muertes en lo que a mí me parece un acto draición, diría que el Ministerio de Guerra no tendrá málternativa que hacer que lo fusilen.

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CAPÍTULO LXI

París, 1792

Desde el momento en que llegó a la capital a finalede mayo, Napoleón quedó asombrado por los cambios quhabía experimentado en tan solo un año la ciudad que era entro de la revolución. Consciente de que otras nacione

no permitirían que Francia adoptara una democracia pura, samblea Nacional le había declarado la guerra a Austria ebril. Antes de terminar el mes, el ejército del genera

Dillon había sido derrotado y los soldados voluntariohabían asesinado a su general cuando huían del campo d

atalla. Como el carruaje lo había traído desde Marsella evarias etapas, Napoleón había leído las noticias de otraantas derrotas, y la tensa atmósfera de París le resultvidente de inmediato. Mientras se encaminaba al Payormande, Napoleón se detuvo a leer algunos de lo

arteles que adornaban todas las esquinas de las calles. Lmayoría de ellos anunciaban las últimas normas aprobadaor la comuna local. Otros ofrecían crónicas de los debaten la Asamblea Nacional. En todas las calles, hab

hombres pregonando los titulares de los periódicos qu

vendían, y pequeños grupos de personas se agrupaban e

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orno a ellos para leer las últimas noticias de la guerra. Lúltima vez que Napoleón había estado en París sólo habunos cuantos periódicos muy censurados, pero ahorxistían montones de publicaciones que hablaba

biertamente desde casi todos los puntos de vista políticoncluso en nombre de los pocos monárquicos que quedabay que seguían luchando para convencer a los parisinos dque recuperaran el orden del antiguo régimen.

Al llegar al hotel, Napoleón se encontró con que recio había subido más del doble desde su última estancidemás, ya no quedaban habitaciones disponibles. Eropietario le explicó que los diputados de la nuevsamblea Nacional y sus familias y seguidores había

omado la mayoría de hoteles de la ciudad, por lo que habuna escasez crónica de alojamiento. Le sugirió a Napoleó

que tal vez le gustara intentarlo en casa de monsieuPerronet en la Rué de Mail, que era amigo suyo y que dvez en cuando alquilaba habitaciones en su casa a laersonas que acudían a él por recomendación.

La residencia Perronet se hallaba a poca distancia d

a Rué Saint-Honoré, cerca del Palacio Real y las TulleríaMonsieur Perronet era ingeniero y mantenía una cardenada. Le echó un vistazo a la nota de recomendaciónspeccionó al joven oficial y le hizo señas para quntrara. Condujo a Napoleón a una habitación del últim

iso, que era pequeña pero cómoda y cuya ventana daba

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os tejados en dirección al complejo de palacios quormaban las Tullerías.

Perronet hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana —Si escucha con atención, podrá oír el aullido de lo

obos de vez en cuando. Eso o a los miembros de samblea que gritan pidiendo la sangre unos de otros. Napoleón sonrió. —¿A tal extremo han llegado? —Todavía no, pero llegarán. —El ingeniero s

ncogió de hombros con aire cansado—. La guerra va mal precio del pan está muy alto y la multitud está ansiosor encontrar a alguien, a cualquiera, a quien echarle ulpa de todo. Así pues, ciudadano, ha elegido usted u

magnífico momento para visitar París. Antes de alquilarla habitación, tengo que preguntarle una cosa. —Por u

momento pareció incómodo y Napoleón le indicó con ugesto que continuara. Perronet frunció la boca— ¿Hvenido a defender al rey o a oponerse a él? Es que si smete en cualquier problema no quiero que la chusma veng

mi casa a buscarle. Tengo una joven familia, entiéndalo

Tengo que asegurarme de que están a salvo. —No he venido aquí a defender al rey. He venido defenderme a mí mismo, ciudadano Perronet. Le doy malabra de que no tendrá ningún problema por mi culpa.

 —Muy bien, puede quedarse con la habitación. So

inco sueldos al día. Diez si quiere comer.

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 —Le alquilaré sólo la habitación, ciudadano. —apoleón sacó el monedero, contó una cantidad suficien

de dinero para cubrir el primer mes y se la entregó. Tendríque tener cuidado con los fondos limitados que se hab

raído de Córcega. Sólo comería cuando fuera necesariMonsieur Perronet contó las monedas rápidamente, movia cabeza en señal de asentimiento y salió de la habitacióerrando la puerta sin hacer ruido al salir.

Cuando los pasos del ingeniero descendieron por mpinada escalera que crujía, Napoleón se acercó a

ventana. Se quedó allí con los codos apoyados en el alféizy observó las mugrientas paredes y tejados de la capitrancesa. El espectáculo de una gran ciudad desplegándosor todos lados hacia un horizonte neblinoso lo llenó dmoción por un momento, antes de que su mente volvie

una vez más a la preocupación de lo incierto de su destinoEl descalabro de Ajaccio bien podría costarle s

arrera en el ejército. Tal vez incluso le costara la vida, apoleón se preguntó si debería haber huido pa

sconderse en los maquis corsos, tal como le hab

consejado su madre. Allí podría haber sobrevividácilmente durante años viviendo en las montañas, lejos dlcance de la ley. Pero todos sus instintos se revelaroontra aquella idea. Allí en París, lejos de la escena derimen, su palabra podría ser tan efectiva como la d

quellos que querían acusarlo.

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Al llegar a Marsella, a Napoleón le habían notificadque, debido al estallido de la guerra, era posible quasaran varios meses antes de que se ocuparan de su cas

Eso le proporcionaba un poco de tiempo para tratar d

nfluir de algún modo en el resultado. Y la mejor manera dmpezar sería dirigiendo una petición al diputado mámportante de Córcega: Antoine Saliceti. Según se leía eos carteles de las esquinas, Saliceti iba a hablar al diguiente a favor de una propuesta para disolver la guardeal.

Por lo tanto, a la mañana siguiente de su llegadapoleón se levantó temprano y se lustró las botas. Seinó y se sujetó el cabello pulcramente hacia atrás, ante

de ponerse el uniforme.Un corto paseo calle abajo llevó a Napoleón a

mplia vía de la Rué Saint-Honoré, donde se sumó a multitud que se dirigía a las Tullerías para ver los debatede la Asamblea Nacional. Algunas personas habían acudidara elevar una petición a los diputados, otraencillamente querían formar parte del gentío que s

ongregaba a las puertas del palacio donde el rey y samilia eran prácticamente prisioneros. Muchas más eraas personas que llevaban fruta, vino y periódicos par

vendérselos a la multitud. Entre este último grupo, sontaban comerciantes que vendían escarapela

evolucionarias, patrióticas gorras rojas y pedazos d

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iedra grabados que, según se afirmaba, procedían de loestos de la Bastilla. Aunque mucha gente parecía estar dastante buen humor, Napoleón notó la creciente tensió

que corría entre ellos cual cuerda de violín cuyas clavija

van aumentando su presión; aguardando a romperse en nstante en el que se le aplicara una fuerza excesivapoleón caminó con la multitud hasta el Palacio Rea

uego torció por la avenida y se encaminó hacia la Place dCarousel. El extremo opuesto de la plaza estaba repleto dgente que gritaba insultos a través de las rejas de hierrque se extendían a lo largo de la fachada de los aposentoeales del palacio de las Tullerías. Al otro lado de las reja

había una delgada línea de guardias suizos de guerrera rojuyos sombreros negros de piel de oso les daban uspecto alto y formidable mientras contemplaban a

multitud. Napoleón los rodeó y se dirigió a toda prisa a scuela de equitación que albergaba a la Asambleacional. Estaba ansioso por llegar a tiempo y así podebservar a Saliceti y ver la clase de hombre que era, ante

de abordarlo para pedirle ayuda.

Al doblar la esquina y bajar por la Terrasse deFeuillants, Napoleón se vio frente a un enorme grupo dgente en la entrada de la Asamblea Nacional. Una graantidad de soldados de la guardia nacional formaban uordón y abrían camino a los diputados y a sus oficiale

que acudían a la sesión matutina. Una pequeña entrad

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ateral daba acceso a las galerías públicas, y Napoleón sbrió paso a empujones por entre el gentío para acercarsl sargento que estaba a cargo de la admisión.

 —¡Disculpe! —Napoleón pasó dando empellone

unto a una mujer fornida que, a voz en cuello, chillaba quuno de sus clientes diputados le había prometido usiento.

El sargento le dijo que no con la cabeza. —Lo siento, señora, no me importa a quién se es

irando. Se han terminado todos los asientos de librcceso. Si no tiene un pase, no puedo hacer nada.

 —¿Un pase? Yo no necesito ningún pase, imbécil. —Le dio con la punta de su parasol en el pecho—. ¡Déjemasar!

El sargento apartó el parasol de un golpe y arremeti

ontra ella con ambas manos. La mujer cayó de espaldaontra la multitud con un grito de pánico y furia, en tant

que a su alrededor todo el mundo se echaba a reíapoleón aprovechó el momento, se abrió paso a la fuerz

y se situó delante del sargento.

 —Disculpe, tengo que pasar. —¡No tan deprisa, ciudadano! —El sargento levantuna mano y miró fijamente a Napoleón—, ¿Su pase?

 Napoleón frunció el ceño unos instantes y estuvo muentado de darle una severa reprimenda al sargento por s

ctitud insubordinada. Sin embargo, hubo algo en la mirad

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del otro hombre que le indicó que no haría mucho caso du rango de oficial, de modo que Napoleón se tragó la rab

y se obligó a explicarse. —No tengo ningún pase.

 —Entonces no entra, ciudadano. —Tengo que ver al ciudadano Saliceti, sargento. Hvenido para apoyarle.

 —Saliceti, ¿eh? —El sargento bajó la voz—. ¿Es ustedel Club Jacobino? —Napoleón le dijo que sí con abeza.

 —¿Y dónde está su escarapela? ¿Dónde está su gorroja? A mí no me parece un jacobino.

 —Confíe en mí. Soy jacobino hasta la médula.El sargento entornó levemente los ojos y le dirigi

una dura mirada a Napoleón. Luego cedió y señaló con

ulgar por encima del hombro. —De acuerdo, ciudadano. Puede entrar. Napoleón le dio las gracias con un gesto y se meti

dentro. Una vez hubo entrado, se dirigió a los bancos dsientos que rodeaban la sala de debate. La mayoría d

ancos ya estaban ocupados y los seguidores de las variaacciones se apiñaban allí todos juntos, listos para aclamasus diputados cuando llegara el momento. Finalmentapoleón encontró un asiento cerca de la balaustrada y s

nclinó hacia delante para observar cómo los diputado

cupaban sus lugares abajo. Hacia la mitad de la longitu

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del edificio, el presidente y sus funcionarios smontonaban en torno a la tarima del orador, preparándosara los asuntos del día.

Resultaba fácil identificar a la mayoría de bando

mientras sus miembros ocupaban las filas de asientos quordeaban el amplio espacio que se extendía hasta la mitade la sala. Los del partido del rey eran los que iban mejovestidos y tenían unos modales más elegantes, y sentaban a la derecha del presidente. Frente al presidentstaban los girondinos, los republicanos moderados, qucupaban los asientos más bajos, y los diputados máxtremistas se sentaban en lo alto, en los bancos de mátrás para indicar su desprecio. A la izquierda deresidente, se sentaban los jacobinos, muchos de ellouciendo las gorras rojas que proclamaban su patriotism

militante. En algún lugar entre ellos estaría Saliceti.En cuanto se hubieron tratado unos cuantos tema

domésticos, el presidente anunció la propuesta de disolvea guardia de la casa real. Tanto los diputados como úblico de las galerías centraron inmediatamente toda s

tención en lo que sucedía. El presidente invitó a hablarSaliceti, y un hombre alto y pálido se puso de piápidamente y se dirigió a la tribuna con paso resuelt

Enseguida emprendió un ataque duro y, ajuicio dapoleón, retórico y rastrero, contra el rey, por no habe

levado a cabo la guerra con vigor. Saliceti preguntó si e

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motivo de su fracaso era más siniestro de lo que parecía. Sos partidarios del rey aspiraban a aplastar la Asamblentonces las tropas de la casa real eran una herramienta úton la que llevar a cabo dicho acto. Como respuesta, lo

que estaban sentados en torno a Napoleón refunfuñaron dorma alarmante, en tanto que el público que había en galería del otro extremo gritó a modo de protesta ante loomentarios de Saliceti.

 —¡Monárquicos! —espetó alguien sentado cerca dapoleón—, ¡Habría que eliminar a esa escoria!

 —Paciencia —dijo otro—. Se aproxima su hora.En cuanto Saliceti terminó de hablar, Napoleón s

dirigió a la entrada por la que los diputados accedían a ámara de debate. Montones de hombres y mujeresperaban allí para tener la oportunidad de presenta

eticiones a sus representantes, y Napoleón se abriamino a la fuerza para estar delante. Se oyeron más grito

de protesta y escandalosos arrebatos de enojo procedentede la cámara, que aumentaron de frecuencia hasta que dio mpresión de que en su interior estallaba una revuelta. La

lamadas del presidente al orden, al silencio y a que lomiembros de la asamblea regresaran a sus asientos casi serdían en aquella cacofonía, y al final tuvo que suspendea sesión. Las puertas se abrieron y los diputados salieroor ellas en tropel. Napoleón le dio un suave codazo

hombre que estaba de pie a su lado.

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 —¿Esto ocurre muy a menudo? —Continuamente —le respondió el hombre con u

gruñido—, Es un milagro que se llegue a tomar algundecisión.

 Napoleón dio un resoplido de desdén y luego mantuva mirada fija en la puerta, observando atentamente hasque al final vio salir a Saliceti rodeado por los apiñadomiembros de su grupo, que lo felicitaban a voz en cuellor su intervención. Todos excepto uno: un hombre coara de vinagre que llevaba una peluca empolvadapoleón reconoció aquel rostro enseguida y lo ubicó e

un instante: era el hombre que había visto dos años atrás ea reunión secreta en el piso de arriba de la biblioteca. E

que se hacía llamar ciudadano Schiller. Napoleón se dirigide nuevo al hombre que estaba a su lado.

 —¿Conoce usted a ese hombre? —lo señaló. —Es Robespierre. Maximilien Robespierre e

ersona.La sorpresa de Napoleón rápidamente dio paso

miedo cuando todos los detalles de aquella noche s

golparon en su memoria. Había rechazado la oferta dRobespierre para que se uniera a ellos. En aquel momentos había descartado por considerarlos una organización dector más radical. Ahora Robespierre y sus seguidore

gobernaban la capital. Robespierre mantuvo la mirada

rente y, con paso rápido y enérgico, pasó junto a Napoleó

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in ni siquiera verlo.Mientras los diputados se abrían camino rápidamen

ntre los peticionarios, Napoleón avanzó a empellonehasta que se cruzó en el camino del hombre que buscab

Desde que había abandonado la sala, Saliceti había aceptadvarias peticiones que llevaba sujetas en un manojo contra echo.

 —¿Ciudadano Saliceti?Saliceti levantó la mirada rápidamente al oír aqu

cento corso. Miró a Napoleón con recelo y asintió con abeza.

 —¿Quién es usted, ciudadano? Napoleón hizo una reverencia. —Teniente Buona Parte, para servirle. Necesito habl

on usted. Necesito su ayuda.

 —¿Buona Parte? —Saliceti pareció divertido—. Lhe oído todo sobre usted, chico. Y sí, es verdad qunecesita mi ayuda. Venga conmigo; mientras tanto, puederme de utilidad. Lleve esto. —Le enjaretó las peticione

y siguió andando a grandes zancadas, dejando al oficial d

rtillería sujetando los papeles como podía e intentandeguir al diputado.Poco después, estaban sentados en el despacho d

Saliceti, una pequeña y lúgubre habitación de un edificiituado frente a la escuela de equitación. Saliceti se dej

aer en una silla con mucho relleno y se quedó mirando

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apoleón. —Ha hecho muy mal las cosas, teniente. He leído un

opia del informe de Paoli sobre ese asunto de Ajaccio. Enforme original está en poder del Ministerio de Guerr

o les han parecido nada bien sus acciones y han remitidl asunto al Ministerio de Justicia. —¿Entonces van a acusarme? —¡Oh, sí! Quieren un consejo de guerra. Parece se

que se conforman nada menos que con su cabeza. La suyaa de ese gordo estúpido de Quenza. ¿Qué demoniosperaba? Sus acciones son ni más ni menos que unraición.

 Napoleón se sintió mareado. ¿Así era como iban erminar todos sus sueños, todas sus ambiciones? ¿Con uuicio rápido y una discreta ejecución? Más le hubier

valido seguir el consejo de su madre y haberse escondido. —Supongo que quiere que vea lo que puedo hacer par

nular dichas acusaciones —continuó diciendo Saliceti—De corso a corso, ¿eh? Aunque ustedes, los Buona Partiempre me despreciaron por querer que nos uniéramos

Francia, ¿verdad? —Es cierto —admitió Napoleón con abatimiento. —Ya veo. —Saliceti se quedó callado unos instantes

uego siguió hablando en voz baja—, Claro que, si lo ayudquerré un favor a cambio.

A Napoleón le resultaba difícil imaginar cómo u

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humilde teniente de artillería podía serle de alguna utilidauna de las figuras destacadas de la revolución, pero movi

a cabeza en señal de asentimiento de todos modos. —Haré lo que pueda.

 —Bien. Ahora dígame, puesto que acaba de llegar dCórcega, ¿qué demonios está tramando Paoli? —¿Paoli? ¿A qué se refiere, ciudadano? —Me han llegado noticias de que ese tipo es

dirigiendo la isla prácticamente como un dictador. Es équien realiza todos los nombramientos fundamentaleControla la mayoría de las unidades de la Guardia Nacionaiendo la de Ajaccio la honorable excepción, gracias a losfuerzos de usted. También he oído que ha mantenidonversaciones con agentes ingleses. Da la impresión d

que podría estar tan dispuesto a entregar Córcega a lo

razos de los ingleses como a unirse a la revolución. —No. El sólo quiere lo que quieren los verdadero

orsos. —¿Y qué es lo que queremos, Buona Parte? Napoleón se encogió de hombros.

 —La libertad. —La libertad. ¿Y en qué consiste exactamente ibertad?

 —En la independencia. Tener la oportunidad dgobernarnos a nosotros mismos.

 —Somos demasiado pequeños para se

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ndependientes. Córcega está destinada a ser una parte dnventario de un reino u otro. La única pregunta que vale ena formular es qué reino prefiere usted. O Córcega sonvierte en parte de la revolución y recibe su parte d

democracia, o se convierte en la propiedad personal dPaoli y sus amigos, hasta que éste la entregue a Inglaterra. —Hay otra manera —insistió Napoleón—, Un

Córcega independiente que abrace los valores de evolución.

 —Supongo que ésta era la idea que había detrás de sntento de establecer una comuna en Ajaccio, ¿no?

 —Sí —reconoció Napoleón—. Paoli no lo habrolerado, de manera que decidí seguir adelante yo solo.

 —¡Dios santo! ¿Acaso su ambición no tiene límiteeniente? —Los oscuros ojos de Saliceti brillaro

divertidos—. De todos modos, me imagino que a estalturas ya habrá calado usted a Paoli. Es un intriganteligroso. Tendremos que vigilarlo de cerca.

 —¿Qué quiere decir? —Nada, de momento. —Saliceti se irguió en s

siento, alargó la mano para coger un poco de papel y luegomó su pluma—. Veré lo que puedo hacer por ustedeniente Buona Parte. Ahora debo pedirle que se vay

Tengo que regresar a la Asamblea dentro de poco. Déjelu dirección a mi secretario y me pondré en contacto co

usted en cuanto sepa algo.

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 Napoleón se levantó de la silla y se dirigió a la puertSe detuvo.

 —¿De verdad cree que puede ayudarme a evitar loargos?

 —Bueno, si no puedo yo es que nadie puede.

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CAPÍTULO LXII

Una tarde de finales de junio Napoleón estab

umbado en la cama, bajo la ventana abierta, mirando ielo azul y despejado, cuando percibió el alboroto de un

multitud a cierta distancia. Al principio no hizo caso, perl sonido fue aumentando de volumen y, aunque resultabmposible entender los gritos y cánticos, no había duda d

que la furia llenaba los corazones del gentío. Napoleón sevantó de la cama, cogió el sombrero, bajó por lascaleras y salió de la casa. Fuera en la calle había má

gente que, al igual que él, se encaminaban hacia el origede aquel ruido y, mientras todos ellos se dirigían hacia e

entro de la ciudad, el ruido fue aumentando de volumen ntensidad hasta que, en las proximidades de la Rué Saint—Honoré se volvió ensordecedor. Por delante de Napoleóna calle estaba abarrotada de gente hasta allí dondlcanzaba la vista: miles de hombres y mujeres armadoon hachas, espadas, palos de madera y algunos mosquete

marchando hacia las dependencias reales de las Tullerías. Napoleón agarró del brazo a una joven que había entr

as últimas filas de la multitud. —¿Qué está pasando, ciudadana?Ella miró su uniforme y le dirigió una mirada host

ntes de responder:

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 —Es una petición para el rey. Para decirle a esabrón que apruebe el decreto de la Asamblea de penalizalos sacerdotes que no juren lealtad a la Constitución. N

scucha a los diputados, pero a nosotros sí nos va

scuchar... o habrá problemas. —¿Problemas?Ella no entró en detalles, sino que se zafó d

apoleón y avanzó entre la multitud retomando la consignde la canción revolucionaria, Ça Ira, que resonaba en lodificios que bordeaban la avenida. Con una crecienensación de excitación y curiosidad, Napoleón apretó aso para seguir el ritmo de la multitud.

El gentío salió en tropel de la avenida y pasó a ocupa Place du Carousel. Los cánticos eran ya ensordecedoreero Napoleón no veía lo que estaba pasando más adelant

erca de las dependencias reales de las Tullerías. Se dirigitoda prisa a un edificio de un lado de la plaza y trepó

lféizar de una ventana para ver mejor. Las primeras filas da multitud habían atado unas cuerdas en las barras de hierr

de las puertas y, con un rítmico rugido, empezaron a tira

de ellas con el propósito de derribar la verja. Se oyó unvación cuando una de las grandes puertas empezó ombarse. Napoleón vio que un oficial conducía a todrisa a los guardias suizos hacia el cuartel situado en xtremo más alejado del patio. Unos cuantos guardia

ermanecieron cerca de las puertas del pabellón centra

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que proporcionaba acceso a la enorme escalera del interiodel vestíbulo de entrada.

 Napoleón expresó su desaprobación entre dienteEntendía que en el palacio nadie quería provocar a

multitud, pero había que dispersarla antes de que lograrcceder al patio. Aunque ya parecía demasiado tarde. Syó un estrépito desgarrador cuando la puerta salió de su

goznes y cayó a la plaza. Un inmenso rugido de triunfnundó la atmósfera, y la multitud avanzó en tropel por

hueco, cruzando el patio en dirección al palacio. Cuandlegaron al portón que había en lo alto de las escaleras datio, aporrearon la madera con hachas y martillos. No leirvió de nada. Las puertas eran sólidas y, en los último

meses, se habían reforzado para que sirvieran de proteccióontra asaltos como aquél.

De repente aparecieron varias nubes de humo y luege oyó el monótono chasquido de unos disparos d

mosquete. Algunas ventanas del segundo y tercer piso shicieron añicos, arrojando una lluvia de fragmentos dristal sobre la gente que estaba ante las puertas; víctima

de sus imprudentes compañeros con armas de fuego. Lodisparos continuaron durante casi un cuarto de horompiendo todas las ventanas y llenando de agujeros achada del palacio. Entonces una sábana blanca se agitó e

una de las ventanas y los disparos cesaron gradualment

Una figura apareció en uno de los balcones y le hizo seña

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la multitud. La gente que se hallaba más cerca del palaciespondió a voz en cuello y, al cabo de unos momentos, lauertas se abrieron y el gentío empezó a entrar en tropel.

 Napoleón se preguntó si acaso sería aquél el moment

n que la dinastía borbónica cayera, hecha pedazos por opulacho de París. Lo invadió una gran sensación dndignación y pesar ante la idea de que Francia pertenecierntonces a esos animales. Era demasiado horrible paronsiderarlo, pero una fascinación morbosa lo mantenllí de pie en el alféizar de la ventana, aguzando la vis

hacia la lejana entrada al palacio. Poco después, vio que sbrían unas largas puertas tras un balcón que daba al patio,

varias figuras salieron arrastrando los pies a plena vista da multitud. Se oyó una ovación. Entre dichas figuras sontaban un hombre y una mujer con pelucas empolvada

apoleón cayó en la cuenta de que eran el rey y la reina l terror le heló la sangre. Pero enseguida quedó claro qu

no se hallaban en peligro mortal. Un hombre se puso ado de Luis y le colocó una gorra roja en la cabeza. L

multitud gritó con entusiasmo, y Luis no hizo ningú

sfuerzo por quitársela. En lugar de eso alzó una copa, hizuna especie de brindis y luego tomó un trago mientras gentío gritaba de nuevo.

 —¿Teniente Buona Parte? Napoleón miró hacia abajo y vio a monsieur Perron

on un compañero en el borde de la plaza, debajo de él. L

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aludó con la mano y descendió para reunirse con sasero.

 —Un asunto triste —dijo Perronet en voz baja una vee hubo asegurado de que no había nadie cerca que pudier

írle. —En efecto —repuso Napoleón.Perronet se volvió para señalar a su compañero.

 —Mi amigo monsieur Lavaux, es abogado. —¿Abogado? —Napoleón sonrió—. Parece que lo

de su profesión podrían quedarse pronto sin negocio. Unouantos días así y ya no habrá ley en absoluto.

Lavaux asintió con la cabeza. —Es un ultraje. ¿Cómo se atreven esos animales

ratar así al rey y a su familia? ¡Es un ultraje! —repitió coos dientes apretados.

 —Debe perdonar a monsieur Lavaux —terciPerronet con una sonrisa—. Es un tanto monárquico.

 Napoleón se encogió de hombros. —No es necesario ser monárquico para sentirt

fendido por semejante espectáculo. —Miró a las distante

iguras del balcón, expuestas ante la multitud—. Si ystuviera al mando de la guardia real, le aseguro que estaosas no se tolerarían.

Perronet intercambió una rápida mirada de sorpreson su amigo, antes de volverse de nuevo a Napoleón.

 —¿Y qué haría usted para evitar un acontecimient

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sí, teniente? Napoleón miró a la multitud y entornó los ojos. —No son más que chusma. Una rápida descarga d

metralla y saldrían corriendo como conejos. Eso es lo qu

haría. —Tal vez —admitió Lavaux—, Pero regresarían máronto o más tarde.

 —Entonces tendría los cañones cargados y dispuesto—respondió Napoleón—, Y más pronto o más tarde sdarían cuenta de la inutilidad de oponerse a mí.

 —Sí, claro... —Lavaux se movió, incómodo, y sdirigió a su amigo Perronet con una sonrisa—. Deberíamornos o llegaremos tarde a nuestra reunión.

 —¿Cómo dice? —Perronet pareció confundido, perntonces lo entendió—. Por supuesto. Por favo

discúlpenos, teniente. Tenemos que marcharnos. Si me lermite, le aconsejaría que se alejara de las calles.

 Napoleón arrancó la mirada del lejano balcón onrió. —Más tarde. Quiero ver cómo termina todo est

—Pues tenga cuidado. —Perronet le dijo adiós con

mano y se marchó con su amigo.Cuando se habían alejado, Lavaux se volvió padirigirle una última mirada al joven oficial de artillería ququería ser testigo de la humillación pública de la famileal. Le dio un suave codazo a Perronet y le susurró:

 —¿Qué demonios ha querido decir con eso de «si y

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stuviera al mando»...? —Por un momento se rio dsombroso orgullo desmedido del joven, y luego sreguntó despreocupadamente si alguna vez volvería a ol nombre de Buona Parte.

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CAPÍTULO LXIII

En los días subsiguientes, Napoleón admitió que

ey Luis había jugado bien su baza. Lo que podía habersonvertido en un violento derrocamiento de la monarquerminó en una fiesta pública que se prolongó hasta bientrada la noche. Al ordenar a sus tropas que volvieran auartel, ponerse la gorra roja y brindar por Francia con

multitud concentrada ante el palacio, Luis se había ganadoa gente y ellos lo habían vitoreado y ensalzado. Nbstante, la euforia se apagó con rapidez y no tardó e

quedar claro que, sencillamente, se había retrasado unonfrontación entre el rey y su pueblo. Se reparó la puert

e cerraron las ventanas con tablas y, mientras la capital sdeleitaba con un clima aún más cálido, el palacio se ibortificando sin cesar y su guarnición se vio aumentada co

voluntarios monárquicos que se instalaron en lahabitaciones de la planta baja. Estaban decididos a nermitir que se repitiera aquella atrocidad, e ibacumulando continuamente suministros de comida, pólvor

y armas para resistir un asedio. Napoleón escuchaba a menudo los debates en

samblea Nacional donde, uno tras otro, los diputados sonían en pie para denunciar le negativa del rey de desped

su guardia palaciega. Robespierre destacaba entre ellos

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llí adonde iba, los jacobinos lo seguían, difundiendo supiniones en tonos cada vez más fervientes pensados par

despertar la ira de la muchedumbre de París.En medio de toda aquella creciente tensión, Napoleó

asi dejó de preocuparse por la investigación que se establevando a cabo en relación con su papel en el asunto djaccio hasta que, el 10 de julio, llegó a sus aposentos u

mensaje del Departamento de Guerra. Al sostener la cartn sus manos, volvió a asaltarle todo el terror por su futur

y, por un momento, no se atrevió a romper el sello. Luegoon expresión adusta, abrió la carta, desplegó el papel mpezó a leer.

Del despacho del ciudadano Lajard, ministro dGuerra. Con fecha 9 de julio del cuarto año de libertaPara el teniente Buona Parte del Regimiento de la Fér

Copia para el ciudadano Antoine Saliceti, diputado poCórcega.

Ciudadano, como resultado de las protestas formalelevadas por el ciudadano Saliceti, el Ministerio dusticia, con fecha de ayer, desestimó las acusacione

resentadas contra usted y el coronel Quenza con respectl ataque a la guarnición de Ajaccio que tuvo lugar estmismo año. En consecuencia, el comité de artillería dMinisterio de Guerra ha informado a favor de seinserción como oficial en activo. Con relación a ello,

omité ha recomendado que, debido a las exigencias de

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ituación militar en Francia, se le conceda el rango dapitán con efecto a partir del 1 de septiembre. Se requier

que permanezca en París pendiente de un puesto en sctual regimiento o en otro que pueda necesitar de su

ervicios.Respetuosamente, ciudadano Rocard, secretario dministro de Guerra Napoleón sintió que una oleada dlivio le recorría el cuerpo y releyó la carta rápidament

Su carrera se había salvado. Mejor que eso. Lo habíascendido a capitán. Estaba claro que la guerra iba lastante mal como para que se requirieran los servicios dualquier oficial no discapacitado, sin importar los pecado

que éste pudiera haber cometido. Napoleón sonrió ante ronía de todo aquello. El hecho de que hubiera salidiroso de las graves acusaciones formuladas contra él s

debía únicamente a las derrotas de Francia en el campo datalla. Gracias a Dios por la guerra contra Austria. Nudo evitar sonreír. Y gracias a Dios por Antoine Saliceti.

Decidió enviarle una nota a Saliceti expresándole sgratitud.

 Napoleón entregó la nota en persona al secretario dSaliceti y, al día siguiente, recibió un breve acuse de recibdel diputado. Saliceti fingió haber tenido sólo una mínimnfluencia en el fallo, pero comunicó a Napoleón quermaneciera en París y estuviera dispuesto a llevar a cab

una tarea especial. Más adelante le daría los pormenore

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uando Saliceti le informara en persona. Pero primerhabía que resolver una crisis y le aconsejó a Napoleón quno se acercara al complejo de las Tullerías durante el mede agosto. De momento, Saliceti no iba a darle má

detalles.La advertencia era muy clara y no presagiaba nadueno, y cuando Napoleón asistió a la fiesta para celebrl aniversario de la caída de la Bastilla, le resultó evident

que el espíritu popular había pasado a estar absolutamentn contra del rey. Durante varios días, las calles se llenaro

de delegaciones provenientes de todo el país que habíaviajado a París para sumarse a las celebraciones. Entre lamultitudes había miles de voluntarios de la Guard

acional, la mayoría de los cuales estaban destinados unirse a los ejércitos en el frente. Sin embargo, a medid

que fue transcurriendo el mes y concluyó el último de locontecimientos oficiales, varios miles de voluntarioermanecieron allí, alojados cerca del centro ele la ciudaapoleón no tenía ninguna duda de que su presenc

ormaba parte de alguna mayor conspiración, puesto que

ey y la Asamblea se iban acercando cada vez más a unfrentamiento abierto.Los primeros días de agosto, las voces de lo

vendedores de periódicos llenaron las calles con gritoobre un documento extraordinario emitido por

omandante de los ejércitos prusianos, el duque d

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Brunswick. Los prusianos iban a invadir Francia para ponein a la anarquía y reinstaurar la autoridad del rey. Cualquieivil que se opusiera al ejército sería ejecutadnmediatamente y, si la gente de París efectuaba algún otr

taque a las Tullerías o amenazaba al rey o a la reinntonces el duque de Brunswick ordenaría la aniquilacióde la ciudad.

 —Cualquiera diría que el rey está de parte dnemigo —protestó Napoleón cuando hablaba co

monsieur Perronet el día después de que las noticias ddocumento de Brunswick hubiesen llegado a París. Estabaentados en el salón del ingeniero, leyendo una selecció

de la prensa matutina. —Quizá lo esté. ¿Quién podría culparle? El enemig

e ofrece la única oportunidad de retomar el control d

Francia. —Eso es absurdo. —Napoleón meneó la cabeza—. S

u autoridad estuviera basada en soldados extranjeros, sólstaría al mando de un ejército de ocupación. El puebl

nunca lo tolerará. Nunca.

 —A menos que el rey Luis siguiera su consejo detro día y aplastara a la chusma. —Perronet suspiró—Parece ser que el rey debe convertirse en un monarcbsoluto si no quiere ser destruido.

 Napoleón lo pensó unos instantes y movió la cabez

n señal de asentimiento.

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 —Tiene razón. Todo se reduce a eso. Antes de quueda ganarse la guerra contra Prusia y Austria, tiene qu

haber una guerra entre el rey y el pueblo.

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CAPÍTULO LXIV

10 de agosto

A Napoleón lo despertó una distante descarga dmosquetes. Cuando llegó a la calle y empezó a correr hacl estrépito, los disparos ya eran continuos. Pasó po

delante del escaparate de un relojero y vio que eran pocmás de las ocho. Los disparos habían empezado a hacealir también a otras personas, y todos se apresuraban e

dirección al ruido. Entonces, un pequeño grupo de hombrepareció por la Rué des PetitsChamps, corriendo contra iada de gente. En el centro de dicho grupo había u

hombre que sostenía una pica en alto. En la pica había unabeza clavada y la sangre goteaba por el asta de maderapoleón aflojó el paso hasta detenerse y se qued

mirando horrorizado aquella visión, mientras los hombreajaban por la calle gritando: «¡Larga vida a Francia! ¡Larg

vida a la nación!».Entonces, un miembro de aquel grupo vio el uniformde Napoleón y extendió el brazo.

 —¡Ciudadanos! ¡Mirad allí! ¡Un soldado!La muchedumbre desvió su rumbo y se aproximó

apoleón, rodeándolo. El hombre que lo había visto s

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delantó. En una mano llevaba un hacha ensangrentada qulzó hacia Napoleón.

 —¡Usted! Usted es un oficial del ejército. Un regular Napoleón asintió, obligándose a no mirar a la cabez

que se balanceaba de un lado a otro por encima de aqugrupo de hombres. —Soy el teniente Buona Parte —intentó que parecier

que tenía cierta autoridad—, ¿Qué significa todo estoQué está pasando aquí?

 —¡Silencio! —El hombre empujó el hacha hacia ostro de Napoleón, con lo que le salpicó de sangre

guerrera—, ¡Usted es un monárquico! ¡Puedo verlo en sujos!

Daba la impresión de que aquel hombre había rendidu buen juicio a la locura de la multitud, y Napoleón sup

que estaba a pocos momentos de la muerte a menos quudiera desviar la confrontación. Intentar usar la razón seruicida. Sólo la locura podía enfrentarse a la locurapoleón apartó la cabeza del hacha de un golpe y le clav

l dedo en el pecho a aquel hombre.

 —¡Cómo se atreve a llamarme monárquico! ¡Soy uacobino! ¡Un jacobino, me oye!La mirada alocada de aquel hombre parpadeó y vacil

un momento, tras lo cual intentó volver a imponerse. —De acuerdo, ciudadano. Entonces dígame, ¿de part

de quién está? ¿Del rey o del país?

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 —¡Larga vida a la nación! —Napoleón alzó el puño el aire—. ¡Larga vida a la nación!

Los demás retomaron su grito y el cabecilla se quedmirando fijamente a Napoleón un momento, antes d

sentir con satisfacción. Levantó el hacha y apuntó dnuevo hacia la calle. —Vamos, muchachos. ¡Por ahí! Napoleón permaneció inmóvil mientras el grupo d

hombres pasaba a toda prisa junto a él en direccióontraria al torrente de personas que se dirigían al palaci

de las Tullerías. No tardaron en desaparecer entre lmultitud; sólo su sangriento trofeo señalaba su avancmientras hacían correr la voz sobre la batalla que tenugar en el centro de la ciudad.

 Napoleón siguió avanzando con el corazón palpitant

l llegar a la Place du Carousel, vio que habían derribado verja de hierro y que, al otro lado, en el patio real, una nubde humo de pólvora flotaba en el aire. Dentro de humareda centelleaban unos brillantes fogonazonaranjados que iluminaban brevemente las picas

ayonetas de la multitud que se dirigía en tropel a la entraddel palacio. Napoleón cruzó la plaza corriendo y vio lorimeros cuerpos tendidos sobre los adoquines: unouantos miembros de la Guardia Nacional, un civil y adáver mutilado de uno de los guardias suizos. En

squina de la plaza, había una tienda de muebles con u

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etrero en el escaparate que decía que estaba cerrado. Pera chusma ya había destrozado la puerta y saqueado ontenido. Los fragmentos de cristal roto crujieron bajus botas cuando Napoleón entró. Cruzó la planta baja

ubió por las escaleras hasta la parte trasera de la tienda. Alegar al segundo piso, se encontró un almacén y se acercla ventana. Como había esperado, la ventana

roporcionaba una clara vista del palacio.Los guardias suizos habían formado una línea d

uatro en fondo de un extremo a otro de la entrada dalacio y, en el preciso momento en que Napoleón mirab

dispararon una descarga contra la densa concentración dgente que había en el patio. El chasquido de los mosqueteecorrió la plaza, el profundo gemido que lanzó la multitue transformó al instante en un grito de furia y la gent

volvió a avanzar rápidamente. Otra oleada de disparourgió de las filas de guerreras rojas de la Guardia Suiza yl cabo de un instante, se encontraron luchando cuerpo uerpo con la muchedumbre. En aquella situación sól

había un resultado posible, y los suizos se rieron obligado

retroceder por las escaleras y a entrar en el palacio. Ponstinto, Napoleón dirigió la mirada al balcón de ladependencias reales, donde el rey había aparecido hacocas semanas. Si la familia real seguía ahí dentro, equella ocasión sin duda los matarían sin piedad.

 Napoleón volvió a bajar corriendo a la plaza. Se detuv

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un instante, temeroso de que su uniforme pudiera llamauna atención que no necesitaba. Entonces vio unscarapela revolucionaria en el sombrero de uno de lo

miembros de la Guardia Nacional que habían muerto en

laza. Se quitó el bicornio, fue hasta allí, arrancó scarapela, la puso en la copa del sombrero y corrió haca entrada del palacio. Cuando llegó a la maraña de ruina

de la puerta principal, gran parte de la multitud habntrado en el edificio y la gente recorría las dependenciaeales saqueándolo y destrozándolo todo. El amortiguadonido de las descargas de los mosquetes evidenciaba

desesperada resistencia que se seguía ofreciendo desde nterior de las Tullerías.

El patio parecía un campo de batalla. Montones duerpos yacían en el suelo como marionetas sin vid

Muchos llevaban el uniforme de la Guardia Nacional, pera mayoría pertenecían a la guardia de la casa real y lo

habían matado como a ganado cuando intentaron retirarshacia la entrada del palacio. Delante del edificio, las losadel suelo estaban manchadas de sangre. Sintiendo asc

apoleón se abrió camino entre aquella carnicería hacia lascaleras.Antes de llegar a ellas, oyó un grito de triunfo

parecieron tres mujeres de detrás de uno de los frontoneque había al pie de la escalera arrastrando una pequeñ

igura con la guerrera roja y los pantalones blancos de

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Guardia Suiza. Napoleón se dio cuenta de que el chico nodía tener más de doce años, y que debía de haber sid

uno de los tamborileros. Las mujeres lo arrastraron hacas escaleras; una de ellas rebuscó en el morral que llevab

y sacó un enorme cuchillo de carnicero. El chico profiriun alarido de terror al verlo. Entonces vio a Napoleón xtendió las manos, con los dedos separados, implorandyuda. Las mujeres lo echaron al suelo y una de ellas ujetó firmemente la cabeza contra un escalón. El cuchill

descendió rápidamente y cayó sobre su cuello con urujido húmedo, interrumpiendo sus gritos. El cuchillleno ya de sangre se alzó y cayó, se alzó y cayó de nuevouego una de las mujeres se puso en pie blandiendo abeza del muchacho mientras la sangre corría escalerabajo y caía sobre los adoquines. La mujer agarró un

staca toscamente afilada de uno de los cadáveres quubrían el suelo al pie de las escaleras y clavó la pequeñabeza en la punta, tras lo cual agarró la base de la estaca a alzó en el aire al tiempo que profería un grito de júbil

Entonces se encaminaron las tres a la Place du Carouse

Cuando pasaron por su lado, Napoleón se las quedmirando fijamente, petrificado por aquel horror, y se negresponder a su saludo.

Se dio la vuelta nuevamente hacia el palacio, y subior las escaleras, manchadas de sangre y cubiertas por má

adáveres. Se detuvo en el umbral del enorme vestíbulo d

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ntrada. Los gritos de la gente que había en el interioesonaban por aquel cavernoso espacio y seguían oyéndosquí y allá disparos de mosquete. Los últimos miembros da Guardia Suiza que defendían las dependencias reale

habían opuesto resistencia en la escalera, donde suuerpos formaban un desordenado montón. En torno llos, estaban los cadáveres de algunos de sus atacante

muchos de ellos enredados con sus víctimas, que habíamuerto luchando sin más armas que sus propias mano

apoleón no quería arriesgarse a que lo tomaran por umonárquico al llevar el uniforme de artillería y saliorriendo a la terraza de la parte trasera del palacio. Lauertas del otro extremo estaban abiertas.

Al salir a la terraza, se encontró frente a una escena desadilla. La vasta extensión de floridos arriates y céspe

de los jardines de las Tullerías estaba cubierta de figuraque corrían en todas direcciones. Hombres vestidos couniforme escarlata huían para salvar la vida, mientraequeños grupos de civiles y soldados de la Guardacional los perseguían y los mataban sin pieda

apoleón se fijó en una mancha roja que había en las ramade un árbol situado a un centenar de pasos de distancia, vio que uno de los guardias suizos había trepado a las ramamás altas para intentar escapar de sus perseguidores. Unequeña multitud le gritaba enojada y le hacía señas par

que bajara. Entonces se acercó un miembro de la Guard

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acional. Alzó el mosquete y apuntó tranquilamente aoldado suizo como si estuviera cazando aves. Hubo uogonazo y una nube de humo antes de que el chasquidlegara a oídos de Napoleón. El hombre del árbol s

acudió y se balanceó un momento en la rama, hasta quuna mancha de un rojo brillante apareció en las vueltalancas de su uniforme. Entonces le fallaron las piernas, se soltó la mano y cayó por entre las ramas como un

muñeca de trapo antes de estrellarse en el suelo, donde serdió inmediatamente de vista cuando la multitud sbalanzó sobre su cuerpo.

 Napoleón se estremeció al oír un crujido sobre grava de la terraza a sus espaldas, y se dio la vuelápidamente. Un soldado de la Guardia Nacional lo mirab

lo largo del cañón de su mosquete, pero al ver

scarapela de Napoleón sonrió y bajó el arma. —Lo lamento, señor. Creí que era un monárquico

Parece que todo ha terminado —dijo el hombre mientrae acercaba a Napoleón y se quedaba de pie a su lad

mirando los jardines—, Así pues, hemos ganado. Ahor

París nos pertenece. —Toda una victoria —murmuró Napoleón mientraontemplaba las consecuencias de aquel linchamiento—Sabe qué ha sido de la familia real?

El hombre soltó un bufido.

 —Luis se rindió en cuanto abrimos una brecha en

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rimera puerta. Cogió a su familia y corrió a guarecerse ea escuela de equitación. No se molestó en decírselo a suoldados hasta que ya fue demasiado tarde para poder hace

nada. Hoy se ha manchado las manos con mucha sangre.

 —Supongo que sí. —Napoleón hizo un gesto con abeza hacia la multitud de los jardines—. Me imagino quos diputados no podrán proteger al rey durante muchiempo.

 —¿Rey? Ya no es el rey. Después de hoy, no. Ya loverá, teniente. La monarquía ha terminado, y ni siquiera duque de Brunswick puede hacer nada al respecto.

 Napoleón recordó la suerte que el comandanrusiano había prometido para la ciudad si tenía lugar utaque a las Tullerías.

 —Rezo para que tenga razón, ciudadano.

 Napoleón ya había visto suficiente... más quuficiente. Cuando se alistó en el ejército nunca se habmaginado que el primer campo de batalla que vería iba er allí, en medio de la grandeza del palacio más magnífic

de Europa. Y nunca se había imaginado que le parecería un

visión del infierno. De modo que eso era lo que ocurruando la gente perdía el control. A pesar de su empatíon el sufrimiento de las clases más pobres de la sociedarancesa, no encontraba nada que justificara la escena qustaba presenciando. Tampoco podía contener el amarg

entimiento de desagrado que lo invadía. Napoleón s

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despidió del guardia nacional con un gesto y se dio la vuelara alejarse, dejando a aquel hombre con su triste victoria

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CAPÍTULO LXV

Dos días después de la masacre de la Guardia Suiz

Saliceti mandó a buscar a Napoleón. Al llegar al despachdel diputado, a Napoleón lo tuvieron esperando más de unhora antes de que Saliceti apareciera por fin, con aspectde estar exhausto. Pasó rápidamente junto a él y le hizeñas para que entrara en el despacho, luego cerró la puer

y se desplomó en su asiento, detrás del escritorio. —Esos idiotas de la Asamblea quieren suspender

ey. —¿Suspender? —Napoleón puso cara de asombro—

Y cómo esperan hacerlo?

 —Lo ideal sería hacerlo con una cuerda. —Saliceti sio—, ¡Ojalá! No, quiero decir que se niegan a deponerlTodavía no se dan cuenta de que, a fin de cuentas, se tratde él o de nosotros. En cualquier caso, ahora ya no está eus manos.

 —¿A qué se refiere? —La Comuna de París se ha hecho cargo del rey. L

samblea puede decir lo que quiera, pero Luis erisionero de la Comuna y no van a entregarlo hasta qubtengan lo que quieren.

 Napoleón se movió, inquieto.

 —¿Qué va a ocurrirle al rey?

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 —Tanto él como el resto de la familia real van a seetenidos en una de las torres del Temple hasta que s

decida su suerte. Si prevalecen los jacobinos, serdestronado y juzgado por traición, y entonces... —Salice

gitó las manos— Y entonces se desharán de él. Napoleón se mordió el labio. A pesar de los enojadogritos de denuncia que había oído en las calles desde masacre, no había habido mucha gente que exigiera muerte del rey, sólo su destronamiento. Pero eso erhacerse ilusiones. Mientras siguiera con vida, Luupondría un peligro para el nuevo orden de Francia.

 —Sea como sea —Saliceti interrumpió suensamientos—, no le he mandado llamar para discutir

destino de los reyes. Eso ya me tocará a mí. Ya es hora dque me devuelva el favor. Tengo una misión delicada par

usted. No le gustará, y es peligrosa. Tanto para usted, comara su familia. Debe comprenderlo antes de que xplique más. —Los oscuros ojos de Saliceti se posaron Napoleón—. A pesar de la desesperada necesidad dficiales profesionales en el ejército, no voy a mandarle d

vuelta con su regimiento. Napoleón abrió la boca para protestar. Lo habíaenido sin hacer nada en París, en tanto que a su regimientin duda lo habrían llamado para que acudiera a luchar e

defensa de Francia, y él estaba deseoso de unirse a ello

Para demostrar su valía como soldado y, si era honest

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onsigo mismo, para adquirir cierta gloria.Saliceti levantó la mano para anticiparse a la queja d

apoleón. —Ya lo he decidido. Tiene que ser usted. Un oficia

de artillería más o menos no va a afectar mucho esultado de la guerra. Pero un Buona Parte en el lugadecuado me resultará inestimable, a mí y a Francia.

 Napoleón lo miró con recelo. —¿Qué es lo que quiere que haga exactamente? —Su ascenso a capitán será efectivo de inmediat

Entonces quiero que regrese a Córcega y que descubra lque está tramando Paoli. Si puede, quiero que ldesestabilice con cualquier método del que disponga.

 —¿Quiere que sea un espía? —le preguntó Napoleón voz baja.

 —¿Acaso es tan terrible? —Saliceti esbozó una débonrisa—, Por favor, deje de lado esa cara de asco, joven

Sea lo que sea lo que piense de mí, poseo un atributo qus incuestionable: tengo un excelente ojo para la gent

Después de leer el informe de sus actividades en Ajaccio

mandé a buscar sus informes del Departamento de GuerrSon una lectura interesante. Está claro que es usted umagnífico oficial. Pero hubo otra cosa que me resultó muvidente cuando reconstruí toda la información sobr

usted. Es la clase de persona cuya ambición personal anu

u patriotismo. Ese es el tipo de hombre que necesit

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hora mismo. ¿Qué? ¿Cree que lo he juzgado mal? Napoleón se lo quedó mirando. En un prime

momento, se sintió insultado. Luego se dio cuenta de quSaliceti lo había calado y que el diputado tenía razó

apoleón había sentido el toque del destino en su hombry, cuando uno tiene dicha experiencia, las reglas y valoreque atan las manos de los hombres normales dejan dplicarse.

 —Está bien. Volveré a Córcega. Seré su espía.Saliceti sonrió lentamente.

 —Por supuesto que sí.

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CAPÍTULO LXVI

 —Señor —Napoleón habló en tono paciente—

enemos que preparar las defensas de la isla. Francia ya esn guerra con casi toda Europa. Si Gran Bretaña se uniera

nuestros enemigos, nos estaríamos enfrentando a la armadmás poderosa del mundo.

 —La defensa de Córcega es asunto de los francese

—dijo el general Paoli—. ¿Por qué la gente de la isendría que cargar con la tarea de convertir su casa en unortaleza? En particular contra una nación como Gra

Bretaña, que ha sido nuestra aliada en las luchas por iberación. —Sonrió—, No olvide, mi querido Napoleó

que fue Gran Bretaña la que me ofreció refugio cuando sadre y yo fuimos derrotados en Ponte Nuovo. —Lo sé, señor. Pero los tiempos cambian. Si Franc

y Gran Bretaña van a la guerra, Córcega se convertirá en uunto estratégico vital para el bando que domine la isla, sel que sea.

Paoli se lo quedó mirando. —No hace mucho tiempo estaba usted decidido

iberar Córcega de los franceses. Napoleón se encogió de hombros. —Por ahora nos interesa más estar del lado d

Francia.

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 —¿Sólo por ahora? —Como ya he dicho, la situación ha cambiado. Es má

que probable que vuelva a cambiar. —Ya entiendo. —Paoli sonrió—. Hace sólo uno

meses que dejó Córcega tras caer en el oprobio. Ahora eusted un capitán del ejército regular y, puesto que lovoluntarios de Ajaccio han sido restituidos, un tenientoronel de voluntarios otra vez. Es usted todo uportunista, muchacho.

 Napoleón se lo quedó mirando. —Si usted lo dice, señor. ¿Quiere que discutamos m

nforme sobre las defensas de la isla? Napoleón no aguardó una respuesta, sino que extendi

l mapa sobre la mesa del ostentoso despacho de Paoli el Palacio Nacional. Mientras Napoleón sacaba sus nota

de la alforja, Paoli se acercó tranquilamente a la puerta qudaba al balcón. A pesar de estar a principios de enero, lauertas estaban abiertas y en la habitación hacía fresco. E

general afirmaba que le gustaba el aire limpio y fresco das montañas. Por debajo del balcón, la ciudad montañes

de Corte se extendía en un laberinto de calles. A un lado, slzaba la antigua fortaleza que había protegido la ciudad a largo de los siglos, situada en lo alto de un rocoso peñasc

Corte estaba rodeada de áridas montañas cuyos picos shallaban cubiertos de nieve de un blanco resplandecient

El general Paoli respiró hondo y se volvió de nuevo hac

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apoleón con su sempiterna sonrisa en los labios. —Por mucho que agradecí la hospitalidad de m

nfitriones británicos, no pasaba un día en que no soñaron volver a estar aquí, ante las montañas de Corte.

 —Lo comprendo, señor. Yo sentía lo mismo cuandme educaron en Francia. Lo llevamos en la sangre. Yuede llevar a un corso adonde sea, y mantenerlo allí iempo que sea, que a fin de cuentas seguirá siendo corso.

Paoli lo miró. —Bien dicho, joven. En ocasiones me recuerda a s

adre. Napoleón se emocionó. —Gracias, señor. Espero honrar un poco su memoria —Lo hace. Estoy seguro de que Carlos estar

rgulloso de ver en qué se ha convertido usted. Y ahora l

han confiado la supervisión de la defensa de la isla para gobierno francés. El Ministerio de Guerra debe de confiamucho en usted.

 Napoleón se removió, incómodo. La supervisión eruna tapadera que se había inventado Saliceti para

verdadero propósito del regreso de Napoleón a Córcega. EMinisterio de Guerra, temeroso de que Gran Bretaña sviera inevitablemente arrastrada a la guerra contra Francia revolucionaria, estaba preocupado hacía ya tiempor el destino de Córcega. Si la isla le era arrebatad

odría utilizarse como base desde la que atacar la costa su

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para intervenir en Italia. Así pues, se habían dado órdenede inspeccionar minuciosamente las defensas, y Salicehabía intervenido para poner dicha inspección en manos dapitán Buona Parte.

 Napoleón había llevado a cabo la tarea con diligenciDespués de su llegada a Ajaccio y tras presentar lonfirmación de Saliceti de su posición en el batallón d

voluntarios de Ajaccio, se pasó todo el tiempo hastavidad viajando por la isla, realizando sondeos en lorincipales puertos, señalando con cuidado las potencialeosiciones para las baterías y conversando mesuradamenon la gente allí adonde iba. Aunque Paoli se estabomportando como un dictador, la mayoría de corsos lran leales. No obstante, su lealtad quedaba atenuada por simpatía por la revolución, y todas las principales ciudade

de la isla mantenían clubes políticos que estabadominados por los jacobinos. Nadie sabía lo que podr

currir si Paoli intentaba cortar los lazos de Córcega coFrancia.

 Napoleón apartó estos pensamientos de su cabeza

volvió a concentrar su atención en el informe. Tenía ante éun mapa detallado de Córcega en el que había hechnumerosas anotaciones con su mala letra.

 —Supongo que no esperará que intente leer nada dso —dijo Paoli.

 Napoleón dijo que no con la cabeza.

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 —No será necesario, señor. Me imagino que habreído la copia del informe que le envié.

 —Ah, sí. Hice que uno de mis oficiales lo revisara me presentara un resumen. Un trabajo concienzudo, y esto

de acuerdo con sus conclusiones. La defensa de lorincipales puertos debe ser la prioridad. Presentaré snforme en la próxima reunión del consejo de gobiern

que será en marzo. —¿En marzo? —Napoleón miró al general con durez

— Para entonces ya podríamos estar en guerra con GraBretaña.

Paoli se encogió de hombros. —Es todo lo que puedo hacer. El consejo considerar

u informe y si deciden llevar a cabo sus recomendacioneendremos que elaborar un presupuesto y luego someterl

los del comité del tesoro para que lo aprueben. Entonceodrá empezar el trabajo.

 —Entiendo —dijo Napoleón en voz baja—, ¿Y cuánderá eso exactamente, señor? Tengo que saberlo parnformar al Ministerio de Guerra.

Paoli frunció los labios y levantó la mirada hacia echo un momento, antes de responder: —Siendo realistas... a finales de año. Como mu

ronto. —No creo que en París estén muy contentos con es

eñor.

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 —Es probable. Pero yo no puedo hacer nada especto.

 —Muy bien, señor. —Napoleón inclinó la cabeza—Transmitiré su cálculo aproximado del tiempo necesario a

Ministerio de Guerra enseguida. —Hágalo —repuso Paoli en tono apagado—, Y ahori deja de lado sus informes, podemos pasar a otrosuntos.

 —Sí, señor. —Napoleón se preguntó qué otrosuntos podrían ser. Cuando lo habían convocado ejaccio hacía tres días, el general Paoli simplemente

había pedido que discutieran los resultados deconocimiento de las defensas de Córcega.

 —Puede dejar el mapa. Lo necesitaremos. —Paoli sdirigió hacia la puerta, la abrió y le dijo a uno de su

ecretarios—: Dígale al coronel Colonna que ahora ystamos listos para él.

Mientras Paoli regresaba a la mesa, Napoleón lo mirnquisitivamente. Hacía poco que había conocido

Colonna. Era el comandante de la guarnición de Bastía,

apoleón se había dirigido a él para pedirle que trasladaremporalmente a algunos ingenieros a su pequeño equipde inspección, pero Colonna se había negado a su peticióPaoli se dio cuenta de la expresión de Napoleón.

 —Lo entenderá todo dentro de un momento. Mientra

speramos a mi sobrino, quiero preguntarle una cos

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eniente coronel.Aquélla era la primera vez que Paoli se había dignado

lamarlo por su rango y no por el de capitán del ejércitegular, por lo que Napoleón se puso en guardia.

 —¿De qué se trata, señor? —De esta guerra que la Convención está librandontra Austria y ahora Prusia... ¿Qué posibilidades tien

Francia de ganarla? Napoleón organizó las ideas que se le agolparon en

abeza. —Depende. De momento, las unidades de la Guard

acional no han hecho un buen papel, pero se eslaneando unirlas a los regulares en los próximos mese

En cuanto eso ocurra, nuestros ejércitos combatirán dmanera más efectiva. Actualmente, vamos escasos d

uenos oficiales. La mayoría de aristócratas haenunciado a sus cargos y han emigrado. Aun así, estáaliendo hombres muy buenos de entre la tropa y otro

muchos están formándose. Tan sólo es cuestión de tiempoSi podemos frenar el avance enemigo durante cinco o t

vez seis meses, entonces tenemos todas las probabilidadede ganar. —Sí, contra Austria y Prusia. Pero, ¿qué pasaría

Gran Bretaña y otras naciones entraran en guerra contrFrancia? Como seguramente harán, si el rey Luis sufr

lgún daño.

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 Napoleón movió la cabeza en señal de asentimiento serviría de nada evitar el tema. Las últimas noticias d

París decían que la Convención, el poder ejecutivevolucionario, había decidido acusar al rey de traición. L

mejor que Luis podía esperar era el exilio, pero esultado más probable era el encarcelamiento, aunqulgunos jacobinos destacados pedían su cabeza. Pero si s

deshacían de Luis, los enemigos de Francia smultiplicarían de la noche a la mañana, ¿y cómo podsperar una nación prevalecer sobre tantos? Napoleó

decidió responder sinceramente a la pregunta del generPaoli.

 —En tal caso, no podemos ganar; a menos que toda nación se ponga al servicio del ejército. Incluso entoncenuestros ejércitos tendrían que estar dirigidos por lo

generales más extraordinarios de nuestro tiempo. —Lamentablemente, soy demasiado viejo para es

ipo de servicios. —Paoli sonrió y luego se echó a reír—Estoy bromeando, por supuesto. —Frunció el ceño al ver xpresión de alivio que pasó fugazmente por el rostro d

apoleón—, Estoy seguro de que su generación darlgunos comandantes útiles. Tal vez usted sea uno de ellosPor un momento, Napoleón estuvo tentado d

esponder con modestia, pero ya se sentía molesto por displicente respuesta a su informe sobre el estado de la

defensas de Córcega.

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 —Estoy seguro de que cualquier buen oficiomparte tal ambición, señor.

 —Me alegra oírlo. Pero debe admitir que laosibilidades de que Francia lleve a cabo la guerra co

xito son escasas. En cuyo caso, algunos podrían argüir quo más conveniente para Córcega es no estar en el bando dos perdedores.

 —Algunos podrían opinar así, es cierto. —¿Y usted? ¿Qué piensa? Se lo pregunto de corso

orso. Napoleón sintió un escalofrío que le recorrió

spalda. ¿Qué buscaba Paoli? ¿Se trataba de alguna clase drueba de lealtad? Si era así, ¿cuál sería la respuesta máegura? Debía tener cuidado. Si Paoli estaba pensando e

declarar la independencia de Córcega, Napoleón tenía qu

demostrar que lo apoyaba hasta que pudiera sacar de allí u familia y llevarla a un lugar seguro. Por otro lado, si l

que estaba haciendo Paoli era poner a prueba su lealtad covistas a informar a París, a Napoleón no le quedaba máemedio que esperar que Saliceti entendiera como u

ecurso cualquier línea a favor de la independencia qudoptara. Napoleón se aclaró la garganta y respondió: —Creo que, por ahora, Córcega necesita a Franci

Somos como cabras rodeadas de lobos. Nuestra únicalvación está en aliarnos con el lobo más fuerte. Ademá

ninguna otra potencia toleraría las reformas sociales qu

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nuestro pueblo está empezando a disfrutar.Paoli miró a Napoleón con renovada intensidad.

 —¿Y qué ocurrirá cuando las bestias hayan sidvencidas y sólo quede la más fuerte? ¿Qué esperanza qued

ntonces para su cabra? Napoleón logró sonreír ante semejante aprieto. —Entonces, espero que el lobo ya haya comido l

uficiente como para dejar de lado un bocado escuálido.Paoli se rio y se inclinó hacia delante para darle un

almada en el hombro a aquel atrevido joven. —Francamente, se ha equivocado de profesió

Cuando decidió convertirse en soldado, se perdió un grabogado o político.

El ruido de pasos de unas pesadas botas puso fin quella conversación, y los dos hombres miraron hacia

uerta. Un hombre alto, calzado con unas botas de montque le llegaban al muslo, entró en la habitación y saludóPaoli, pero hizo caso omiso de Napoleón. Tenía una matde pelo oscuro que llevaba sujeta detrás de la cabeza con uazo azul. Era de complexión fuerte y proyectaba un

eguridad en sí mismo que rayaba la arrogancia, y Napoleóecordó de inmediato lo antipático que le había resultadquel hombre cuando lo había visto en Bastía.

Paoli volvió a presentarlos. —Coronel Colonna, ya conoce al teniente coron

Buona Parte, del batallón de voluntarios de Ajaccio.

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 —Sí, señor. —Se volvió hacia Napoleón—. ¿referiría que me dirigiera a usted como capitán drtillería?

 Napoleón contuvo el sentimiento de ira que l

nvadió. —Dado que actualmente estoy en Córcega, sirviendn un batallón corso y trabajando en interés de Córcega, l

más adecuado sería que se refiriera a mí por mi rangocal, ¿no está de acuerdo, señor?

Colonna se encogió de hombros. —Como quiera. —Disculpe a mi sobrino —interrumpió Pao

dirigiéndole una dura mirada a Colonna—, Ha estadcupado planeando la operación.

 —¿Operación?

Paoli sonrió. —Estaba tan atareado con su inspección que n

onsideré oportuno distraerle. El Ministerio de Guerra dParís nos ha dado instrucciones para que cooperemos en ampaña contra el reino de Piamonte. Francia necesi

roteger su flanco sur, de manera que tiene intención dmandar un ejército a Piamonte. El contingente principtacará desde Niza y Saboya. Nosotros contribuiremoomando Cerdeña.

A Napoleón le dio vueltas la cabeza.

 —¿Cuándo se lo pidieron?

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 —Antes de Navidad. Desde entonces, hemos estadcupados organizando a los soldados y suministro

necesarios. Ahora tenemos que considerar el plan.Antes de Navidad. Napoleón estaba furioso. ¿Por qu

no le había advertido Saliceti? En cuanto tuvierportunidad, escribiría al diputado y lo averiguaríMientras tanto, Paoli le había hecho señas a Colonna paque se uniera a ellos frente al mapa y colocó unos tinteron las esquinas inferiores para que Cerdeña fuerlaramente visible.

 —Para ponerle al tanto, Buona Parte, le diré que lota del almirante Truguet en Toulon facilitará los medio

de transporte para nuestras tropas. Tenemos instruccionede proporcionar seis mil hombres. No es necesario decque eso dejará sin protección a la mayoría de plazas fuerte

de Córcega, pero París no parece haberlo tenido en cuentLa cuestión es, ¿dónde deberíamos atacar primero

preciaría su opinión. Napoleón se inclinó sobre el mapa. Ya sabía lo que ib

decir. Lo había mencionado en el apéndice de su inform

cierta distancia del extremo norte de Cerdeñdestacaban dos islas señaladas en el mapa: —Maddalena y Caprera. —Dio unos golpecitos con

dedo en los nombres—. Debemos tomarlas antes ddesembarcar en Cerdeña. En cuanto el enemigo tom

onciencia de que Francia va a lanzar un ataque, seguro qu

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ntentará fortificar estas islas, y sin duda colocarán alañones pesados. De ese modo, controlarán el estrecho d

Bonifacio y podrán impedir cualquier desembarco en norte de Cerdeña. Pero si actuamos con rapidez, podemo

rrebatarles dichas islas antes de que el enemigo se duenta del peligro. Montamos nuestras propias baterías ally el estrecho estará bajo nuestro control.

Levantó la mirada para ver que Paoli y su sobrinntercambiaban una mirada de satisfacción, tras lo cu

Paoli volvió la vista hacia Napoleón y movió la cabeza eeñal de asentimiento.

 —Esto es precisamente lo que estábamos pensandapoleón. Me alegra mucho que estemos de acuerd

Bastaría con un pequeño contingente para el ataquDigamos, un batallón.

 Napoleón sintió un arrebato de emoción. Aquélla eru oportunidad.

 —Señor, ¿puedo solicitar que sea el batallón djaccio el que tenga el honor de realizar el ataque?

Paoli sonrió.

 —Ya esperaba que lo dijera. Le sugiero que regrese jaccio y prepare a sus hombres en cuanto hayamoerminado de planearlo todo.

* * * 

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 —¿Cuándo sucedió? —preguntó Napoleón. —El 21 de enero —respondió Joseph, y lanzó

eriódico hacia el otro lado de la mesa para que lo viera shermano. En cuanto puso los pies en Ajaccio, Napoleón sdio cuenta de que había ocurrido algo trascendental. Laalles estaban casi desiertas y, después de atar a su monturn el pequeño patio trasero de la casa, Napoleón fu

orriendo al salón. Su madre y sus otros hermanos hermanas estaban en la iglesia, como gran parte de oblación, rezando para que el Todopoderoso salvara

Córcega de las consecuencias de la ejecución del rey Luioseph se había quedado en casa para leer las primera

noticias que llegaron a Ajaccio. Napoleón echó un vistazo al periódico y leyó rimera página por encima.

 —Dios santo... al final lo hicieron —se maravilló—Me cuesta creerlo.

Joseph asintió con la cabeza. Parpadeó y dirigió mirada a su hermano menor. —¿Qué ocurrirá ahora? —¿Ahora? —Napoleón se mordió el labio. Muerto

ey Luis, a los monarcas de Europa les aterraría la idea dompartir su suerte. Estarían aterrorizados y embargadoor un espíritu de venganza. Eso sólo podía significar un

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osa—. Habrá un conflicto de una envergadura que naduede imaginar todavía.

Joseph lo miró con preocupación, y Napoleóontinuó hablando:

 —Ahora se alinearán para declararle la guerra Francia. Esos idiotas de París no tienen ni idea de lo quhan desatado.

 —Que Dios nos ayude. Napoleón sonrió con amargura. —No vamos a recibir ayuda de Dios, precisament

o, después de todo lo que han hecho Robespierre y sumigos. Estamos solos y tenemos al mundo en contra.

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CAPÍTULO LXVII

 Napoleón soltó un grito ahogado cuando el agua gélid

e rodeó el pecho, pues tuvo la misma sensación que si umillar de cuchillos se le clavaran en la carne. Sostuvo laistolas por encima de la cabeza y empezó a vadear hacia rilla. En torno a él, los hombres de los otros boteambién se esforzaban por llegar a la playa de guijarros, co

os mosquetes en alto y mascullando maldiciones en voaja por lo fría que estaba el agua. Delante de ellos, en ase del acantilado, brillaba el farol que había guiado a lootes hasta el punto de desembarco. Una oscura figura s

hallaba de pie bajo el pálido resplandor de la linterna y le

hacía señas para que se acercaran. Napoleón notó quumentaba la inclinación del lecho marino y al cabo dunos momentos salió de entre las pequeñas olas quompían en la costa y se quedó en la playa de guijarroemblando como un cordero recién nacido. Los demá

daban patadas en el suelo a su alrededor y murmuraban coos dientes apretados. El ruido era espantoso, y Napoleóstaba seguro de que los centinelas de los muros dequeño fuerte situado a una corta marcha de distancia da playa podrían oírlo. Agarró del brazo al sargento quenía más cerca.

 —¡Ordene a los hombres que guarden silencio

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hágalos formar! —Sí, señor. —El sargento echó a andar por entr

quella masa oscura, dando órdenes entre dientes a medidque avanzaba.

 Napoleón subió por la empinada playa que crujía bajus pies hacia el farol. Llamó en voz tan alta como strevió.

 —Teniente Alessi. —¡Señor! ¡Aquí! —La figura que estaba junto al faro

e acercó en medio de un repiqueteo de conchas guijarros sueltos. Alessi había desembarcado de un barcesquero corso el día anterior. Había aprovechado eiempo para reconocer los accesos al fuerte y, al caer l

noche, preparó su señal de desembarco. Era un compañeracobino y saludó a Napoleón cuando éste llegó hasta él.

 —¿Está señalada la ruta hasta el fuerte? —Sí, señor. —¿Algún problema? —No. El enemigo se ha metido en el cuartel par

asar la noche, señor. —Napoleón vio un débil brill

uando Alessi sonrió—, Han apostado a cuatro centinelaor lo que he podido ver. Parece que pasan la mayor partdel tiempo en las torretas de la muralla. No puedo culparlen una noche como ésta.

 Napoleón movió la cabeza en señal de asentimient

Ese era el motivo por el que habían elegido aquella noch

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ntes de que apareciera nuevamente la luna. En aquellomomentos, su única preocupación era evitar que la gente dCerdeña pudiera ver el barco que había transportado atallón desde Ajaccio. Napoleón se dio la vuelta y mir

hacia el mar con los ojos entornados. Una zona apenaerceptible de oscuridad más intensa era lo único qundicaba la presencia de la fragata La Gloire, anclada ierta distancia de la costa, donde las otras cuatrompañías del batallón aguardaban a que las transportaranierra. Los botes de la fragata ya se dirigían de vuelta uscarlos, y las dos primeras compañías empezaron ormar en la orilla cerca del agua. Además de a looldados del batallón, había que desembarcar un cañón deis libras desmontado, con la munición y la pólvo

necesarias para el asalto al fuerte. Si el ataque tenía éxit

raerían hasta la costa un par de cañones largos ddieciocho libras que se montarían en el fuerte. En cuanto lhicieran, los cañones podrían tener el control de las aguadel estrecho alrededor de la isla y empezar a bombardear ortín de la costa de Caprera.

El coronel Colonna permanecía a bordo de la fragaara supervisar la operación, con el coronel Quenza comu ayudante de campo. Napoleón tuvo una enormensación de alivio al haber desembarcado con la primeleada de tropas: de ese modo, se había librado del lastr

de sus superiores. Su alivio se mezclaba con la emoció

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nte la perspectiva del propio ataque.Se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en

hombro a Alessi. —Ha hecho un buen trabajo. Busque a alguien que s

cupe del farol y vuelva con su compañía. Los quiero eosición lo antes posible, sin que se les vea desde el fuerero preparados para subir en cuanto empiece el ataque.

 —Sí, señor. —Alessi saludó y bajó a tientas por loguijarros para dirigirse hacia la compañía de granaderos, rimera en desembarcar. Napoleón permaneció allí con lorazos aferrados en torno al pecho y temblando, mientrasperaba a que regresaran los botes con la próxima tanda dropas. El seis libras llegaría a la costa con ellos, apoleón comandaría al grupo que colocaría la pieza eosición para disparar contra el fuerte. Poco después d

que la segunda compañía siguiera a los granaderos lejos da playa, las oscuras formas de los botes se agitaron sobrl oleaje y más soldados bajaron al agua con un chapoteapoleón se acercó a la costa y buscó el bote que llevab

l cañón y sus accesorios.

 —¡Señor! Aquí. —Una figura entre las olas le hizeñas con la mano, y Napoleón reconoció la voz del oficiuizo al que le habían ordenado cuidar del cañón que habíaomado prestado de la ciudadela de Ajaccio. Por u

momento Napoleón se preguntó si aquel era el hombr

esponsable del bombardeo del Club Jacobino. Esperó qu

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sí fuera, pues la actuación de la artillería había sidmagnífica en aquella ocasión. Sonrió para sus adentros, iempo que rumiaba sobre las peculiares alianzas quorjaba la cambiante fortuna, y luego se adentró en el agu

aminando hacia el bote al que se agarraba el tenientSteiner. —Deprisa. La pólvora y los proyectiles primero.Los hombres asignados a servir el cañón llevaron

munición a tierra y luego regresaron al bote a por la cureñas ruedas con llanta de hierro y, por último, el cañón en s

un pedazo de metal pesado y difícil de manejar que habíanvuelto en una red de abordaje. Diez hombres que tiraba

de las asas de cuerda lo llevaron a través de las olas y ldejaron caer sobre los guijarros con un resoplido de aliviolectivo. Montaron el cañón a toda prisa, mientras lo

últimos soldados en llegar a la playa se alejaban arrastrandos pies para unirse al resto del batallón. Entonces, loervidores del cañón agarraron los tirantes y Napoleón dia orden de empezar a arrastrar la pieza playa arriba hasta strecho sendero que serpenteaba por el cabo, en direcció

l fuerte. Los siguieron los hombres que llevaban loequeños barriles de pólvora y las redes de balas de hierrEra una marcha agotadora, y Napoleón se vio obligado dejar descansar a los soldados con frecuencia. No lgustaban esos retrasos necesarios, dada la proximidad d

manecer, y, cuando volvieron a avanzar, él también ocup

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un lugar en los tirantes. El extenuante esfuerzo no tardó ehacerlo entrar en calor y dejó de temblar, jadeando con lodientes apretados mientras las ruedas del cañón chirriabaobre las piedras sueltas del camino.

Cuando ya se aproximaban a la cima del cabapoleón le pasó el mando a Steiner y se adelantó a pasigero. Una primera y débil mancha gris iluminaba

horizonte del este y tenía que asegurarse de que todo estabdispuesto para el ataque. El camino se allanó y, a través duna delgada cortina de pinos, distinguió la silueta duerte. La compañía de granaderos había avanzadigilosamente y en aquellos momentos sus soldados sncontraban tendidos sin moverse en las sombras del murambos lados de la puerta. El resto de los hombres s

había acercado a unos doscientos pasos de la muralla

speraban entre las rocas y la maleza. No parecía que lodel fuerte se hubieran dado cuenta de nada. Napoleósintió con satisfacción y regresó de nuevo por el sendero

Cuando terminaron de colocar el cañón entre lorboles, a trescientos pasos de la entrada, el cielo ya hab

dquirido un pálido tono rosado. El fuerte tenía un aspectviejo y descuidado, y Napoleón albergó la esperanza de qua madera de la puerta estuviera tan mal conservada como esto de las defensas. El cañón se hallaba en un trozo derreno llano y se habían retirado las piedras de la zona d

etroceso. La pólvora y las balas estaban apiladas a un lad

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os servidores de la pieza habían cargado el arma ermanecieron allí, atentos, mientras Napoleón ajustabuidadosamente la mira, corregía la elevación y soplabon suavidad en la mecha hasta que ésta resplandeció. S

etiró de la cureña y extendió el brazo, de modo que mecha quedó inmóvil sobre el estopín que sobresalía dogón. Napoleón hizo una pausa, saboreando la emoción

darse cuenta de que sólo tenía que hacer descender otafuego para hacer que seiscientos soldados entraran ección. Tomó aire y bajó el brazo poco a poco.

La detonación de la carga de pólvora tuvo lugar unstante después del primer silbido del estopín. Una lengu

de fuego de un naranja brillante salió con estrépito por xtremo de la boca, al tiempo que la cureña retrocedía d

un salto. La vista que tenían del fuerte qued

nmediatamente cubierta por el humo, y Napoleón se echun lado de un brinco para ver caer el proyectil. Un pedaz

de mampostería saltó del muro, por encima y a la derechde la puerta. El teniente Steiner gritó la orden de recargaa pieza con voz firme y calmada, y Napoleón le dio la

nstrucciones: —Abajo y a la izquierda, entonces fuego a discreción —Sí, señor. Napoleón dejó que Steiner se encargara de eso y s

dirigió corriendo a reunirse con el resto del batallón. Al o

l primer disparo, los soldados se habían levantado d

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uelo y habían avanzado a ambos lados del sendero pamantenerse fuera del alcance de la trayectoria de loroyectiles de su cañón. Por detrás de Napoleón hubo otrstallido, y el silbido agudo de la bala que pasó por encim

de sus cabezas. Napoleón levantó la mirada justo a tiempde ver que el proyectil golpeaba en la parte superior de uerta, rompiendo la madera y dejando un agujero irregul

de la medida de un caldero.Avanzó corriendo para reunirse con Alessi y su

granaderos. Ambos desenvainaron las espadas y mirarohacia el fuerte. Dos de los centinelas atisbaban por encimde los muros y el sonido de un clarín resonaba en el airrío. Alessi señaló a los centinelas.

 —¡Primera sección! ¡Abran fuego!Un rápido traqueteo de disparos de mosquete hiz

altar fragmentos de piedra de la muralla y la cabeza de unde los centinelas se deshizo súbitamente en una lluvia dangre y sesos. Los granaderos gritaron de entusiasmo

verlo. Luego otra bala de cañón pasó con gran estruendo ayó justo en el centro de la puerta, atravesand

strepitosamente la madera y haciendo añicos la tranca quhabía detrás. Las puertas se abrieron hacia adentro con uhirrido.

 —¡Adelante! —Napoleón hincó su espada en el airn dirección a la puerta—. ¡Adelante!

Los granaderos enfilaron el sendero a todo corre

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hacia el estrecho puente que cruzaba el foso. Napoleóalió a la carga con ellos. Tras él, las compañías restante

dejaron escapar una ovación gutural y se precipitaron haca puerta. A Napoleón le llamó la atención un lev

movimiento en lo alto, y vio que el otro centinela sacaba mosquete por encima del muro y desplazaba la boca drma hacia él, de manera que el cañón se escorzó has

quedar en nada. Entonces hubo una llamarada, salió humo,lgo le arrancó el sombrero de la cabeza a Napoleón. Niquiera tuvo tiempo de darse cuenta, antes de abalanzarsl portón para entrar en el fuerte, de que la bala no le hab

dado en la cabeza por unos centímetros. Detrás de la torrde entrada, había un gran patio abierto bordeado darracones y almacenes construidos en los muros. Uoldado que sólo llevaba puestos los pantalones soplab

una corneta, mientras más hombres salían por las puertade sus dependencias a trompicones y a medio vestigarrando sus mosquetes y cartucheras.

 —¡Allí! —Alessi señaló hacia ellos—. ¡A la carga!Sin esperar a sus hombres, Alessi apuntó con s

spada y cruzó el patio a todo correr. Algunos de logranaderos salieron tras él, en tanto que otros, máerenos, se detuvieron, apuntaron y dispararon. Tre

disparos alcanzaron el objetivo en rápida sucesión, y looldados sardos cayeron de bruces o salieron despedido

de espaldas por el impacto. Para entonces Alessi y su

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hombres ya estaban entre ellos, gruñendo y gritando comnimales al tiempo que clavaban sus bayonetas porreaban a los soldados con las pesadas culatas d

madera. Napoleón hizo caso omiso de ellos, y empezó

uscar con la mirada al comandante de la guarnición.Cerca de la torre de entrada, se abrió una puerta de que salió un hombre blandiendo una espada de empuñadudorada. Echó un vistazo a su alrededor, desconcertado, y aabo de un momento sus ojos se posaron en la mader

destrozada de la puerta y en Napoleón. Sus facciones sndurecieron y se dirigió corriendo hacia él con la espadpuntando a su pecho. Napoleón tuvo el tiempo justo paolocar su hoja en posición horizontal y parar la acometid

El metal golpeó contra el metal, y acto seguido el hombrhocó con Napoleón y ambos cayeron al suelo.

apoleón se le vaciaron los pulmones de aire de golpe adeó, sin resuello, mientras el oficial enemigo rodaba paronerse de pie, levantaba su espada y miraba a Napoleóon aire triunfal. Se oyó el ruido de los pasos de las botalaveteadas cuando la siguiente oleada de tropas d

voluntarios atravesó la puerta en tropel. El oficial sardpenas tuvo tiempo de levantar la vista antes de que doayonetas le rajaran el estómago, llevándolo de vuelta nterior del fuerte, donde se derrumbó en el suelo con u

gruñido. Uno de los voluntarios arrancó la punta teñida d

scarlata, le dio la vuelta a su mosquete y estrelló la cula

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n la frente del oficial enemigo, silenciándolo en el acto. —¿Se encuentra bien, mi teniente coronel? —Uno d

os voluntarios alargó la mano y tiró de Napoleón paryudarlo a levantarse.

El intentó responder, pero todavía estaba sin resuelly en lugar de hablar asintió con la cabeza. —Ve... adelante —logró decir con un jadeo.El voluntario asintió y echó a correr, desapareciend

or una de las puertas que colgaban, abiertas, bajo lomuros del fuerte. Napoleón se inclinó hacia delante, coas manos apoyadas en las rodillas, e intentó recuperar liento mientras algunos de sus hombres pasaban a la carginundaban el fuerte de uniformes azules. Pero la lucha y

había terminado. Los sardos que habían logrado respondera llamada a las armas estaban muertos o heridos, y el rest

e había rendido o se había escondido en sus dependenciaLos soldados del batallón de Ajaccio tardaron un momentn darse cuenta de que habían ganado y el fuerte era suy

Se aplacó el fuego que había ardido en sus venas, y ladustas expresiones de sus rostros se fuero

desvaneciendo para dar paso al alivio y luego a la brevuforia de haber luchado y vencido. Una ovación surgió dus gargantas, y los hombres agitaron sus sombreros

mosquetes en el aire mientras el sol parpadeaba sobre ared más alejada del fuerte.

 Napoleón consintió un momento aquella muestra d

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legría, tras lo cual cruzó el patio a paso resuelto haclessi y les hizo señas a los demás oficiales para que

iguieran. Dio órdenes para que retuvieran a los prisioneron sus barracones, para que trataran a sus heridos junto co

os cuatro corsos que habían sufrido daños en el asalto uego mandó a un mensajero de vuelta a la playa con rden de informar al coronel Colonna de que el fuertstaba en sus manos y podía comenzar la descarga de lo

dieciocho libras.Mandaron a dos compañías para que ayudaran

rrastrar los largos cañones hasta el fuerte, y a otra usieron a trabajar en la reparación del portón y en efuerzo del muro del lado este del fuerte para quoportara el peso de los dieciocho libras. Luego Napoleórepó al lienzo de muralla que daba a la extensión de m

hacia la isla de Caprera. Entre las dos islas, había uequeño peñón en el que se había erigido una atalaya par

mantener el estrecho bajo una completa vigilanciapoleón estaba seguro de que allí habrían oído el cañó

utilizado para derribar las puertas, y pronto transmitirían

nformación a la isla principal de Cerdeña. Eso no podvitarse.A medida que el sol se iba alzando en un despejad

ielo de frío invierno, en la atmósfera resonaba el ruido das sierras y los martillos mezclado con el de los grito

oreados por los hombres que tiraban juntos de las cuerda

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mientras trabajaban en las murallas. Después de mediodíun centinela de la torre de entrada anunció que el coronColonna se aproximaba. Napoleón fue a recibirlo xterior del fuerte. Dirigió la mirada sendero abajo, má

llá del coronel. —¿A qué distancia están los cañones, señor? —A unos cuatrocientos metros. Quizá menos. Esto

eguro de que llegarán enseguida. Y ahora, si es tan amablde acompañarme hasta el fuerte.

 —Por supuesto, señor. Napoleón acompañó al interior a Colonna, quien alab

l batallón con grandes aspavientos antes de insistir en veros prisioneros. Los hombres se hallaban apiñados fuera,a luz del día, y miraron al recién llegado con aprensió

mientras Colonna los contemplaba desdeñosamente.

 —¿Esto es lo mejor que Cerdeña puede reunir parcharnos encima? —preguntó en voz alta—. ¡He visto abreros con aspecto más peligroso en las montañas d

Bastía! —Hizo una pausa para dirigir su próximomentario al grupo de voluntarios más cercano—. No m

xtraña que les hayamos dado semejante paliza, ¿eoldados?Los voluntarios lanzaron una afable ovación, y Ales

e dio un leve codazo a Napoleón y le dijo entre dientes: —¿Hayamos, dice? No puedo decir que viera

Colonna durante el asalto.

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 —¡Chsss!Colonna dejó a los prisioneros y continuó recorriend

l fuerte, felicitando a los hombres, y al terminar mandóun soldado a que le trajera un poco de comida y vino para

lmuerzo, que ingirió sentado a una pequeña mesa quhabían colocado cerca del muro este, mientraontemplaba el canal hacia Caprera. Napoleón se volvi

hacia Alessi. —Mire si puede encontrar comida para el batallón,

s que ése ha dejado algo.Cuando el coronel Colonna terminó de comer, e

rimero de los dieciocho libras fue arrastrado hacia nterior del fuerte y lo subieron por la rampa hasta lataforma provisional que se había reforzado con vigas d

uno de los almacenes. Cuando la cureña del cañón nav

stuvo en posición, los soldados utilizaron más vigas paonstruir una grúa, y luego cuarenta de ellos empezaron irar de la cuerda y levantaron el tubo del suelo. Cuandste hubo alcanzado suficiente altura, pusieron la cureñ

debajo y, a continuación, bajaron el tubo hasta que lo

muñones estuvieron en posición y las sobremuñoneras biencajadas. Entonces los soldados soltaron la cuerda y sdejaron caer al suelo, jadeantes y sudorosos debido sfuerzo. Cuando llegó el segundo cañón, tuvo quepetirse todo el proceso, pero hacia media tarde Napoleó

ya estaba de pie en la muralla, con las manos en la cader

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dmirando su logro. —¡Pues bien! ¡Ya es hora de anunciar nuestra

ntenciones! —Napoleón sonrió y dio las órdenes para quos cañones fueran cargados y conducidos hasta

arapeto. Una vez más, no confió en nadie más parreparar los cañones y apuntó con ellos a la atalaya danal. Luego retrocedió y le pasó nuevamente el mando dañón a los capitanes de la artillería naval que habían bajadtierra con las piezas que tenían a su cargo. Napoleón s

partó de los cañones, levantó el brazo, hizo una pausa cto seguido lo bajó—. ¡Cañón número uno! ¡Abran fuego

El estruendo del dieciocho libras, el borbotón dlamas y la nube de humo cogieron a todo el mundxcepto a los servidores de la marina, por sorpres

después del estrépito mucho más ligero del seis libras qu

había iniciado el ataque, aquel estallido les parecitronador. El primer proyectil cayó al mar a unos cie

metros de distancia de la atalaya y una columna de espumlanca surgió del oleaje. El segundo proyectil, del otrañón, pareció alcanzar la roca bajo la torre. Napoleó

rdenó cambios en la elevación, y el tercer disparo alcanza cúspide de la torre de vigilancia e hizo saltar unoedazos de mampostería que cayeron al mar. Ahora que yenían el alcance, los cañones procedieron a reducir talaya a pedazos.

Fue en aquel preciso momento, en que Napoleó

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disfrutaba enteramente de los frutos de su éxito, cuando ueniente de la marina entró corriendo en el fuerte. Euanto vio a Colonna se dirigió hacia él a toda prisa parendirle informe, respirando con dificultad.

 —¿Qué ocurre, hombre? ¡Hable! —¡Señor!... Con su permiso le informo... de que hhabido problemas... en La Gloire, señor.

 —¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?El teniente bajó la voz a un susurro:

 —Un motín, señor. —¡Por Dios! —exclamó Colonna en voz alta—, ¿U

motín? ¡Debo regresar al barco enseguida! Dígale a sapitán que voy para allá. ¡Vamos, hombre! ¡Corra!

El desventurado oficial de la marina se dio la vuelta mpezó a trotar cansinamente, cruzando nuevamente

atio en dirección a la puerta. El coronel Colonna buscóapoleón.

 —Puede continuar ocupándose de esa torre dvigilancia. Mientras tanto, quiero que dos de sus compañíaegresen conmigo. ¡Si esos marineros necesitan un

ección, por Dios que nosotros los corsos se la vamos dar! —Sí, señor. —Napoleón destacó a dos comandante

de la compañía para que reunieran a sus hombres, y pocdespués la columna salió pesadamente del fuerte, con

oronel Colonna en cabeza. Mientras los veían desaparece

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or encima del cabo, Alessi se volvió hacia Napoleón y ldijo en voz baja:

 —Esto no me gusta. —¿Qué quiere decir?

 —Parece demasiado conveniente, señor. Justo cuandonseguimos todo lo que teníamos intención de hacelega la noticia de un motín y el coronel sale disparado co

un tercio de nuestros hombres. Napoleón miró a su subordinado y se echó a reír. —Está riendo complots y conspiraciones donde n

os hay. —Eso espero, señor.

* * * 

Menos de una hora más tarde llegó un segundmensajero.

 —El coronel Colonna le manda sus respetos, señor. —¿Y bien? —El batallón tiene que replegarse de nuevo en

laya, señor. Inmediatamente. —¿Cómo dice? —Napoleón le dirigió una mirad

ulminante al soldado.

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 —El coronel va a abandonar la operación, señor. Mdijo que le dijera que la situación a bordo de La Gloire esuera de control y que necesita a todos los soldados ordo.

 Napoleón se quedó mirando al mensajero mientras uria lo invadía rápidamente. Aquello era increíble. ¿A qudemonios estaba jugando Colonna? ¿Cómo iban bandonar el fuerte?

 Napoleón hizo un gesto hacia los dieciocho libras. —¿Y qué pasa con los cañones? ¿Cómo espera que lo

leve de vuelta a la playa «inmediatamente»? —Sus órdenes fueron que debía abandonar las arma

eñor. Napoleón abrió la boca para protestar, pero la cerró d

golpe. No, era demasiado absurdo.

 —¿Qué está pasando exactamente en la fragata? —No lo sé, señor. El coronel se dirigió a la fragata e

uanto llegamos a la playa. Antes de que nos hubiéramometido en las gabarras, llegó uno de esos botes pequeñode la fragata. El oficial, un miembro del Estado Mayor d

oronel, gritó la orden, y mi oficial me mandó aquí uscarle a usted. —Así pues, su compañía ni siquiera había llegado a

ragata, ¿no? —No, señor.

 —¿Entonces cómo puede estar la situación fuera d

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ontrol?El hombre se encogió de hombros en un gesto d

mpotencia. —No lo sé, señor.

Estaba claro que aquel hombre no sabía más de lo quhabía dicho, y Napoleón le ordenó que se retirara. Cegador la furia y antes de poder evitarlo, cerró los puños mpezó a golpearse los muslos.

 —¡Mierda!... ¡Mierda! ¡Mierda!El teniente Alessi se acercó a él con cautela.

 —¿Señor? —¿Qué? ¿Qué quiere? —Ordenes, señor —respondió Alessi con suavidad—

Cuáles son sus órdenes? —Aguarde un momento. —Napoleón se obligó

elajarse y a concentrarse. Debía obedecer al coronColonna enseguida. Después ya llegaría el momento duestionar sus decisiones. No obstante, tenía que haber un

maldita buena razón para aquella locura. Apartó de sabeza la ira amarga que lo había consumido brevemente—

lessi, yo me quedaré aquí con los servidores de las piezay media compañía. Usted llévese al resto de vuelta a lootes.

 —¿Qué va a hacer, señor? —No podemos dejar que esos cañones caigan e

manos del enemigo. Tendré que destruirlos, así como toda

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as demás armas que hay aquí, antes de marcharnos. Ahoroja al resto de los hombres y márchense.

 —Sí, señor. —Una última cosa, Alessi. Asegúrese de que el bue

oronel no se marche sin nosotros... Napoleón seleccionó rápidamente a sus hombrehombres fuertes, en forma, dispuestos a realizar un trabajgotador. Cuando el estruendo de las botas claveteadas dos soldados que se marchaban se hubo apagado luficiente, Napoleón se dirigió a los soldados restantes:

 —Debemos destruir esos cañones. Tenemos quhacerlos saltar por encima del muro.

Los soldados se pusieron a trabajar para abrir agujeron el parapeto utilizando las bayonetas para sacar la antigurgamasa, mientras otros tantos arremetían contras la

iedras con martillos que habían sacado del taller duerte. En cuanto los huecos fueron lo bastante anchompujaron la primera cureña hacia delante con grasfuerzo y, poco a poco, cayó por encima del muroapoleón la vio caer pesadamente hasta que la boca d

añón golpeó contra un afloramiento rocoso que quedulverizado con el impacto. Luego la pieza se estrelló en mar y desapareció de la vista. En cuanto el segundo cañóe hubo unido al primero, Napoleón comprobó que todaas armas de fuego habían sido destruidas, hasta la últim

istola, y luego ordenó a sus hombres que soltaran a lo

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risioneros. Napoleón fue el último en abandonar el fuerte

orrió para alcanzar a los demás.Empezaba a oscurecer cuando llegaron a la playa. Lo

otes de la fragata cabeceaban en el oleaje y el tenienlessi y sus hombres empuñaban sus armas apuntando a ripulación. Cuando Napoleón llegó corriendo por lo

guijarros para unirse a los soldados que subíapresuradamente a bordo de las gabarras, Alessi lo recibion una sonrisa.

 —Me temo que tuve que convencer a estos caballeroara que le esperaran a usted y a los demás.

 —¿En serio? —Parece ser que La Gloire iba a zarpar en cuanto

último de mis granaderos estuviera a bordo. —L

xpresión de Alessi era seria entonces—. Sabe Dios lo qustá pasando, señor. Pero será mejor que nos guardemoas espaldas.

El sol se ponía en el horizonte y una fría brisnocturna zumbaba entre las jarcias de la fragata cuand

apoleón trepó por el costado y subió a cubierta. Lscena que se encontró era igual de tranquila y ordenadque cuando había dejado la embarcación antes de amanece

o había ningún indicio de un motín, absolutamentninguno, y al coronel Colonna no se le veía por ningun

arte.

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CAPÍTULO LXVIII

 —Te lo aseguro, Joseph, todo el fiasco estab

ensado para que fracasara desde el principio. —Napoleólavó el dedo en la mesa para dar énfasis a sus palabras.

Estaban sentados en el salón de la casa familiar ejaccio. Era tarde y el resto de la familia ya se había ido

a cama. Tras su regreso de la expedición fallida en marzo

apoleón les había contado algo de lo ocurrido después dque zarpara para luchar con los voluntarios. El resto se lhabía reservado para su hermano mayor, y ahora que Josephabía vuelto a casa, Napoleón se había desahogado por fioseph nunca lo había visto tan lleno de ira y resentimient

 —Paoli quería que fracasara. No, quería que mbandonaran allí. Para que muriera, o para que me hicierarisionero.

Joseph miró a su hermano, incómodo. —Suponiendo por un momento que tus sospechas... —¿Sospechas? —Napoleón estalló—, ¿Has estad

scuchando una sola palabra de lo que he dicho? No tengninguna sospecha de Paoli. Sé perfectamente la clase driatura que es. Ayer, uno de mis amigos del Club Jacobin

me dijo que corre el rumor de que los paolistas estálaneando asesinarme.

 —Esto es una locura. —Joseph tomó aire y volvió

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ntentarlo en tono calmado—. ¿Qué motivos podría tenePaoli para querer que fracasaras en tu misión, y quizá que tmataran o capturaran en el proceso?

 Napoleón alargó el brazo hacia el otro lado de la mes

y le dio unos golpecitos en la frente a Joseph. —¡Piensa! El no quería que su operación siguierdelante. Paoli quiere tener buenas relaciones co

Piamonte y sabotear la política francesa. De este moduando llegue el momento de separarse de Francia y unirsGran Bretaña, podrá recalcar su historial de resistencia

Francia. Pero su actitud no podía ser demasiado evidente especto. Siguió adelante con las instrucciones pareparar la invasión de Cerdeña. Se le ve cooperar, inclusfrece un batallón de voluntarios corsos para que lleven abo el trabajo. Así, cuando la operación fracasa pued

charme la culpa a mí, un conocido jacobino, y encimdesacreditar al partido jacobino. Pero claro, tiene qusegurarse de que yo no ande por ahí para contradecirlo. E

hecho es que lo conseguimos, y que ese lameculos dColonna nos ordenó que abandonáramos el fuerte, qu

bandonáramos los cañones... Los cañones —murmurapoleón, que se recostó en su asiento con expresión dhorror—, ¡Claro! Ahora lo entiendo.

 —¿Qué entiendes? —Colonna me dijo que abandonara los cañones

egresara a la fragata. Me lo ordenó.

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 —¿Y? —Joseph meneó la cabeza—. No lomprendo.

 —Soy un oficial de artillería. Es un artículo de fe qununca abandonamos nuestros cañones al enemigo. Paoli l

abía. De modo que Colonna se inventa una historia sobrun motín y me ordena que abandone los cañones sabienderfectamente que no obedecería esa orden. Contaba co

que yo destruyera las piezas, y mientras tanto el resto datallón embarcaría y zarparía para volver a casa. Sólo qu

no se le ocurrió que el teniente Alessi apuntaría con urma a la cabeza de la tripulación de los botes y lebligaría a esperarnos. —Napoleón se dejó caer en espaldo de su silla—, Paoli es digno de admiración: tenensado hasta el último detalle. Lo único con lo que nontaba era la amistad que me une a Alessi.

Joseph concluyó a regañadientes que la versión de lohechos de Napoleón tenía sentido.

 —Muy bien. Resulta que Paoli es nuestro enemigo stá traicionando a Francia, ¿qué sugieres que hagamosQue informemos a la Convención?

 —Podría ser demasiado tarde para eso. Cuandhiciéramos llegar un mensaje a Saliceti y éste convencierla Convención para que actuara, Paoli ya podría habe

ambiado de bando. Lo hará de todos modos en cuantospeche que París está al tanto de su traición. —Napoleó

miró a su hermano mayor—. Tenemos que intenta

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detenerlo aquí y ahora. —¿De qué estás hablando? —contestó Josep

nervioso—, ¿Qué podemos hacer nosotros? —Mañana por la noche voy a hablar en el Clu

acobino. Voy a contarlo todo. Igual que te lo he contado i. —Napoleón abrió unos ojos como platos mientras smente sacaba partido a las opciones que tenía. Entonceropondré una moción para que nombremos a Paonemigo del Estado y se ordene su arresto inmediato.

 —¡No! —Joseph meneó la cabeza— Vas demasiadejos. Ni siquiera los jacobinos se atreverán a oponerse

Paoli. A la mayoría ni siquiera se les ocurriría. ¡El es shéroe, por el amor de Dios! Si les dices que es un traidoharás que te maten. Y al resto de nosotros también. Nuedes poner a tu familia en semejante peligro.

 —Debo hacerlo —insistió Napoleón—. Paoli enuestro enemigo. Es el enemigo de nuestro pueblo, sólque la gente todavía no lo sabe. Tengo que abrirles los ojo

sí pues, mañana por la noche voy a hablar. —¡No puedes hacerlo! ¡Harás que nos maten a todos

 Napoleón se lo quedó mirando y al cabo transigió, econocer que correría un riesgo y que no tenía ningúderecho a poner en peligro a sus hermanos y hermanas... yu madre. Suspiró cansado y luego habló en el tono máuave que pudo.

 —Tienes que llevar a la familia a un lugar seguro.

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 —Si las cosas salen mal en el Club Jacobino, no habningún lugar seguro en toda Córcega.

 —Entonces tienes que estar dispuesto a dejCórcega. Tienes que marcharte por la mañana. Llévate a

amilia y lo que queda del oro que el tío Luciano nos dejn su testamento, y toma unos camarotes en un barco quvaya a Calvi. Cuando llegues allí, espérame. Te avisaré odéis regresar sin riesgo. De lo contrario, haré todo losible para reunirme con vosotros, o te mandaré u

mensaje diciéndote que he fracasado. Si eso ocurre, debeomar el primer barco que zarpe rumbo a Francia. Alendrás que explicárselo todo a Saliceti. Ahora me debe uavor.

 —Napoleón, te arriesgas demasiado. —Debo hacerlo —respondió con firmeza—. Lo har

or Francia. Lo haré por el pueblo de Córcega, antes de quPaoli lo venda a los ingleses. Pero sobre todo lo harorque ese viejo cabrón me traicionó y prefiero morntes que dejar que avergüence el nombre de Buona Parte.

* * * 

En cuanto Napoleón entró en el Club Jacobino

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noche siguiente, percibió la tensión que reinaba en tmósfera. Los demás miembros levantaron la miraduando Napoleón pasó entre el gentío que había en la sa

de lectura, y las conversaciones se interrumpiero

revemente antes de que se volvieran de nuevo unos hactros y reanudaran su charla en un tono quedo qugradualmente fue recuperando la intensidad anterior. Desdun principio, le habían echado la culpa del descalabro eMaddalena a Napoleón: los que se dedican a difundir loumores en Ajaccio ya sabían lo que tenían que decir ante

del ignominioso regreso del batallón. Napoleón se dirigil secretario del club y añadió su nombre a la lista d

miembros que deseaban dirigirse a los oyentes de aquelnoche. Luego fue a la mesa sobre la que estaban extendidoos últimos periódicos de París. Tomó un ejemplar de

Moniteur, se sentó en una esquina, de espaldas a la pared, mpezó a leer mientras esperaba a que empezara la reunió

La guerra no iba bien. El general Dumouriez habido derrotado por los austríacos en Neerwinden,

número de fuerzas enemigas que se oponían a Francia hab

umentado con la declaración de guerra por parte dnglaterra, España y el reino de las dos Sicilias, y Convención se había visto obligada a anunciar unonscripción masiva de hasta trescientos mil hombres parontrarrestar la amenaza. Una amenaza que no er

uramente externa. La insurrección en la Vendée corrí

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eligro de convertirse en una contrarrevolución a grascala. Napoleón esbozó una sonrisa forzada. Si Paoensaba cambiar de bando, aquél era el momento perfectara hacerlo.

 —Buenas noches. Napoleón levantó la vista del periódico y vio a Alesde pie frente a él. Alessi señaló la silla que estaba junto

apoleón: —¿Me permite? Napoleón asintió con la cabeza, cerró el periódico

o puso a un lado. —¿Ha venido por la reunión? —Sí —respondió Alessi con una sonrisa—. Hac

emanas que no oigo un debate como es debido y acabo dver su nombre en la lista.

 —Voy a presentar una propuesta a los miembros delub. —Napoleón bajó la voz—. En relación con mi amig

Paoli y el desastre de Maddalena.Alessi enarcó las cejas, sorprendido.

 —¿Está seguro de que es prudente?

 —Ya es hora de que alguien lo desenmascare.Ambos levantaron la mirada cuando el secretario hizonar la campana que anunciaba el inicio de la reunióapoleón y Alessi se levantaron de sus asientos y s

unieron a la multitud que se amontonaba para entrar en

ala de reuniones, un gran salón lleno de bancos. En uno d

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os extremos, estaba el atril sobre una tarima elevada paros oradores. Napoleón y Alessi avanzaron a empujones e sentaron en la primera fila. Mientras los otros miembrontraban en la estancia y tomaban asiento, el secretari

olocó una mesa pequeña al lado del atril y preparó sgenda para aquella noche. Cuando las últimas filas dsientos estuvieron llenas y más miembros permaneciero

de pie al fondo de la sala, Napoleón se acercó al secretariy le preguntó si podía hablar primero, puesto que sropuesta era muy urgente, por lo que el hombre alter

debidamente el orden de los oradores. Napoleón regresó a su asiento. Se notaba el estómag

igero y el corazón le palpitaba muy deprisa. Sólo entoncee preguntó si debía seguir adelante con su plan.

El secretario se puso en pie y dio unos golpes con s

mazo sobre la mesa para hacer callar al público dacobinos. Cuando todo estuvo en silencio, declarnaugurada la reunión, leyó las actas de la sesión anterior ycontinuación, le hizo un gesto con la cabeza a Napoleón.

El joven corso respiró hondo y se colocó detrás d

tril. La luz que proyectaban la docena de llamaarpadeantes de las arañas suspendidas del techo daba odo el mundo un brillo rubicundo y anaranjado que lo

hacía parecer acalorados y enojados. Napoleón permaneciun instante sin decir nada, enmudecido por la conciencia d

que su futuro, quizás incluso su vida, pendían de un hilo. S

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claró la garganta y empezó: —Al igual que todos ustedes, había considerado

Paoli un patriota y un verdadero héroe corso. A lo largo dodos los años que pasó en el exilio nos dijimos que el d

que regresara a nuestra tierra sería el día en quvolveríamos a ser libres. Y fue un día feliz cuando lonocí en Marsella, le estreché la mano, lo miré a los ojo

y supe que mis plegarias habían sido escuchadas. Aqustaba nuestro Paoli, nuestro libertador.

 Napoleón recorrió con la mirada los rostros dúblico y vio que muchos asentían con la cabeza al recordl júbilo que les produjo el retorno de Paoli a su tierr

natal. Por suerte, unos cuantos miembros se negaron dejarse llevar por la euforia y sus rostros permanecierompasibles. Napoleón alzó las manos para acallar lo

murmullos. —Veo que todos recordamos aquel momento como s

uera ayer. Ojalá fuera ayer, pues así podríamos evitarnoo que ha ocurrido desde entonces... Ha tardado mucho

meses, pero el general Paoli me ha roto el corazón. Me ha

obado todas las esperanzas que tenía para nuestro futuro as han tergiversado convirtiéndolas en mentiras y engañoEl general Paoli ha conferido a sus seguidores todos loavores y posiciones que le era posible ofrecer, y luegambién aquellos que no estaban en sus manos mediante

uerza, el soborno, la corrupción y la deshonestidad. ¡Trat

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Córcega como si fuéramos sus súbditos y él nuestro reyEn aquella ocasión el público quedó clara

biertamente dividido en su respuesta y, en tanto qulgunos oyentes aplaudieron a Napoleón, eran más los qu

gritaron enojados: «¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!lgunos lo amenazaban agitando los puños en el aire apoleón se estremeció ante el peligro mientras que, co

alma, pedía silencio para poder continuar. —Y ahora, al parecer, Paoli tiene intención d

raicionar la amistad de Francia, de traicionar los principiode la revolución que nos ha convertido en ciudadanos libreque ya no sufren la humillación de ser meros súbditos dun rey corrupto y consentido. Actualmente, formamoarte de Francia y nuestros asuntos son gobernados por

voluntad de la gente común y corriente. Pero, ¿qué pasar

i Paoli nos vende en una alianza con los enemigos dFrancia? ¿Quién garantizará entonces nuestra libertad?

 —¡Ya basta! —gritó uno de los miembros, que suso de pie de un salto y apuntó con el dedo a Napoleón—Cierre la boca, traidor! ¿Cómo se atreve a insultar al héro

de Córcega? —¡Ya no es nuestro héroe! —replicó Napoleón a von cuello—. ¡Es la víctima de su propia vanidad! ¡Paoli ns más héroe que el rey Luis y apelo a todos los presenteara que exijamos que lo arresten y lo juzguen igual que l

xigimos con el rey Luis!

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Más miembros del club se pusieron de pie pardenunciar a Napoleón, que intentó llamar al orden, pero evano. En la sala de reuniones había un gran revuelo, lomiembros gritaban enojados, tanto a él como entre ello

El secretario del club agarró a Napoleón por el brazo. —Creo que ya ha dicho suficiente, Buona Parte. —No he terminado. —Sí, sí que ha terminado —repuso el secretario co

irmeza—. ¡Vuelva a su asiento! —¡No!El secretario apretó los dientes, empujó a Napoleó

ara apartarlo del atril y se vio recompensado con unuerte aclamación, pero también con abucheos por par

del auditorio. Por un instante, Napoleón se volvió hacquel hombre dispuesto a pelear con él por la posesión d

strado, pero entonces tomó conciencia de lo enfurecidque estaba el público con él y de que algunos de sumiembros ya se dirigían hacia la tarima, listos para ayudal secretario.

 —¡Esto es un ultraje! —le gritó Napoleón

ecretario por encima del alboroto—. ¿Con qué autoridame niega el derecho a dirigirme a estos ciudadanos? ¿Eque Paoli todavía gobierna Ajaccio?

 —¡Siéntese! —le ordenó el secretario a voz en cuell—. ¡Ahora mismo!

Unas manos agarraron a Napoleón y, antes de que ést

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udiera reaccionar, lo arrancaron del estrado y ldevolvieron a su asiento por la fuerza. El hizo ademán dvolver a levantarse de inmediato, pero Alessi lo sostuvo derazo.

 —¡No lo haga! Todavía no. Espere a que se hayaalmado los exaltados. Entonces puede intentar reparar daño.

 Napoleón lo fulminó con la mirada pero, antes de quuviera oportunidad de responderle, el siguiente orado

Pozzo di Borgo, había ocupado el atril y agitaba los brazoara calmar al público y que se le oyera. Cuando el ruido spagó, el nuevo orador miró a Napoleón y anunció:

 —Quiero presentar una nueva protesta a los miembrodel club. ¡Que Napoleón Buona Parte sea despojado de sango en los voluntarios de Ajaccio!

La sala estalló en un fuerte grito de aprobación. Pozzdi Borgo sonrió y continuó diciendo:

 —Es más, que se le revoque su pertenencia a eslub.

Una vez más hubo aclamaciones hasta que una vo

desde el fondo del salón gritó: —¿Por qué motivo? No puede realizar semejanteropuestas sin causa justificada.

Muchos miembros del público abuchearon y silbaroy el secretario dio un golpe con el mazo.

 —El ciudadano tiene razón. Debe llevarse a cabo u

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debate como es debido sobre cualquier propuesta quensure tan severamente a un miembro de este club. ¿Lesulta aceptable al proponente?

Pozzo di Borgo sonrió abiertamente.

 —¿Por qué no? Me gusta darle a la gente portunidad de hablar. ¡Antes de que nos deshagamos deiudadano Buona Parte!

 Napoleón cerró la boca con fuerza y clavó los ojos equel hombre, desafiándolo a que fuera el primero epartar la mirada. Ya no sentía enojo. Le sorprendió lranquilo que estaba. Aquella lucha estaba perdida y él labía. No tenía sentido continuar. Lo que entoncemportaba era sobrevivir hasta poder vengarse, como exigl código de honor corso.

 Napoleón se volvió hacia Alessi.

 —Me marcho. Volveré a casa.Los gritos y exclamaciones de los miembros del clu

e fueron extinguiendo cuando Napoleón se puso de piTodos lo miraron expectantes; él les hizo una reverencia yon toda la calma de la que fue capaz, les dijo:

 —Buenas noches, caballeros. —Empezó a andar coire resuelto entre las hileras de sillas en dirección a uerta y salió a la sala de lectura.

 —¡Cobarde! —gritó alguien, y otros lo secundaroon abucheos y rechiflas hasta que los frenéticos mazazo

del secretario volvieron a instaurar el silencio.

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Al llegar a la puerta que daba a la calle, Napoleón oyque el secretario le gritaba a la multitud de la sala deuniones:

 —¡Ciudadanos! Tenemos una propuesta ante

samblea. ¡Ocupémonos de ella de un modo digno dartido jacobino!

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CAPÍTULO LXIX

Cuando Napoleón llegó a la casa, la ausencia de s

amilia y el desacostumbrado silencio de sus paredentensificaron aún más su determinación. No pod

quedarse en Ajaccio. El rumor de que los paolistas queríasesinarlo ya era bastante malo, pero si el Club Jacobino s

volvía contra él, lo harían pedazos en cuanto asomara

abeza a la calle. Lo había arreglado todo para tener uuen caballo ensillado y listo para partir aquella mism

noche. El animal estaba atado en el cobertizo en la parte dtrás de la casa. Tan sólo quedaba empacar lo esencial

marcharse. Joseph le había dejado cien luises de oro de lo

ondos del tío Luciano, y Napoleón metió las bolsas duero en su alforja, encima de un poco de ropa y suuadernos de notas.

En aquel preciso momento, oyó que la puerta dntrada se abría de golpe y el ruido sordo de unos pasos el vestíbulo.

 —¡Napoleón! ¡Napoleón! ¡Dónde está!Reconoció la voz con alivio.

 —¡Alessi! ¡Un momento! Napoleón se echó rápidamente la alforja al hombro

e apresuró hacia la puerta. Alessi corrió hacia él y l

garró de los brazos.

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 —¡Tiene que marcharse! Tiene que salir de Ajaccista misma noche.

 —¿Qué ha ocurrido? —Aprobaron la propuesta y luego alguien añadió un

láusula para condenar a la familia Buona Parte a xecración y la infamia perpetuas, ésas fueron las palabraYa sabe lo que eso significa. Quieren matarlo, y a samilia si les ponen la mano encima.

Se oyeron gritos en la calle y el sonido de unos pasoque resonaban en las paredes de los edificios.

 —¡Ya están aquí! —¡Vamos! ¡Por aquí! —Napoleón agarró a Alessi y l

mpujó hacia la puerta del sótano. Napoleón cerró la puerras él y bajó corriendo los empinados escalones. Al pie da escalera cogió la vela con cuidado y condujo a Ales

hacia una pequeña puerta de madera situada en el otrxtremo del sótano. En la planta baja, la puerta de entrade abrió de golpe, varios hombres entraron en la casa y suasos resonaron por los tablones del suelo mientralamaban a gritos a Napoleón en un tono de voz áspero

nojado que no dejaba lugar a dudas sobre sus intencioneMientras Napoleón y Alessi se apresuraban por el húmeduelo del sótano, la vela parpadeó y se apagó.

 —¡Siga adelante! —susurró Napoleón—, Es todecto.

Alessi continuó caminando a trompicones, mientra

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apoleón lo agarraba de los faldones de la casaca para nerder el contacto. Cuando a Napoleón le pareció que y

debían de estar acercándose a la puerta, de repente Alese fue de bruces y algo de cristal se hizo añicos contra e

uelo. —¿Han oído eso? —exclamó una voz amortiguada—Por allí!

La puerta del zaguán que daba al sótano se abrió de uirón cuando Napoleón ayudaba a Alessi a levantarse, alarga mano en el aire, buscando a tientas con los dedos has

que éstos rozaron la áspera superficie de la puerta. Unoasos resonaron en las chirriantes escaleras del sótano.

 —Aquí abajo está oscuro como boca de lobo. ¡Traeun poco de luz!

 Napoleón deslizó los dedos por la madera hasta

estillo y lo levantó. El metal era viejo y las bisagrarotestaron con un chirrido cuando la puerta se abrió hacdentro.

 —¡Aquí hay alguien! —gritó otra voz;Al otro lado de la puerta, el terreno ascendía e

endiente hasta el patio trasero de la casa y Napoleón subitoda prisa detrás de Alessi hasta que llegaron a las losaajo la débil luz de las estrellas. Napoleón llevó al otr

hombre por el patio hasta un arco que daba a la calle. —Váyase a casa. Ya se ha arriesgado bastante.

Alessi asintió con la cabeza y le estrechó la mano

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apoleón. —¡Buena suerte!Se marchó corriendo hasta desaparecer en las negra

ombras de la calle. Napoleón se volvió hacia el otro lado

mpezó a andar a tientas junto a la pared. Olió el caballo o oyó masticar antes de encontrar el cerrojo. No quervolver a delatarse, de modo que lo descorrió poco a pocobrió la puerta con suavidad. El caballo se revolvió inquietn la oscuridad cuando Napoleón tomó las riendas, la

desató y lo condujo a la calle. Su primera idea fue montal animal y salir cabalgando de allí como alma que lleva

diablo. Pero si el caballo resbalaba en los adoquines podaerse y hacerse daño, o peor aún, hacerle daño a él.

Los gritos y ruidos sordos provenientes del interiode la casa se vieron interrumpidos por un fuerte estrépit

uando los hombres que lo buscaban empezaron aquearlo todo. Pero entonces se oyeron más voces en alle, gente que se apresuraba a unirse a la caza del hombr

que había denunciado a Paoli. Napoleón condujo al caballodo lo deprisa que pudo y se adentró en el laberinto d

alles de la ciudad vieja, antes de montar y poner rumbo ste para encontrar un camino tranquilo que se alejara djaccio.

Los sonidos de sus perseguidores se fuerodesvaneciendo lentamente tras él. En una ocasión, cerca d

os límites de la ciudad, tuvo que esperar entre las sombra

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que un grupo de hombres, armados con mosquetes spadas, pasaran por el extremo de la calle, alguno

vestidos con el uniforme del batallón de voluntarios. Hacan sólo unas semanas habían estado combatiendo a su lad

n el asalto del fuerte en Maddalena; ahora eran sunemigos.Cuando aquellos hombres pasaron y el sonido de su

asos dejó de oírse, Napoleón continuó hacia la periferde la ciudad. Allí, un camino describía una curvscendiendo entre los olivos hacia la vía principal que s

dirigía al norte, siguiendo la falda de las montañaapoleón continuó al paso hasta que estuvo a cier

distancia del último edificio. Había apenas luz suficientara ver el camino y chasqueó la lengua para estimular nimal. Los árboles que bordeaban el camino impedían ve

a ciudad y, cuando éste llegó a la cima de la colinapoleón pudo detener su montura y volver la vista atráara contemplar Ajaccio. La negra mole de la ciudade

descollaba por encima de la densa concentración de casade la ciudad, iluminadas aquí y allá por luces y farole

visibles en las ventanas. También se distinguía la delicadracería de mástiles y jarcias en el puerto, tras los cuales mar era un oscuro resplandor grisáceo que se extendhacia el horizonte. Las estrellas contemplaban la escendesde las alturas, en forma de puntitos de un brillo titilante

 Napoleón sintió que lo embargaba una repentin

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risteza. Aquél había sido su hogar. Incluso durante todoos años que había pasado en Francia, había llevado Ajacci

y Córcega, en su corazón. Había tenido la seguridad de qustaba destinado a lograr algo perdurable en aquella isl

hora ya no quedaba nada de todo aquello. La casa, de que conocía hasta la última piedra, rincón y rendija como e tratara de su propio cuerpo. El muelle en el que habugado de niño y donde había escuchado los cuentos chino

de los pescadores y marineros. La ciudadela, en la que shabía hecho amigo de los soldados de la guarnición y qumás tarde intentó arrebatarles. Todos los lugares y laersonas con los que había crecido, todo eso lo haberdido.

 —¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja, y las largarejas del caballo se movieron con el sonido de su

alabras. Napoleón se inclinó hacia delante para darle unauaves y tranquilizadoras palmaditas en el cuello a s

montura—. Tranquilo.¿Ahora? Ahora lo único que podía hacer era escapar d

quel lugar. Emprender una larga y dura marcha a caball

hasta Calvi para reunirse con el resto de la familia; alomarían el primer barco que zarpara hacia Francia. LoBuona Parte llegarían sin hogar a un país extrañdestrozado por la revolución, la guerra y la insurrección

apoleón pensó que, independientemente de lo que

destino les deparara, una cosa era cierta: todas su

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mbiciones para Córcega eran cosa del pasado. A partir dquel momento, tanto si le gustaba como si no, su destinstaba irrevocablemente unido al de Francia.

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CAPÍTULO LXX

Dublín, 1791

Una mañana del mes de marzo, casi un año después dhaber empezado su campaña para ganar el escaño por Trim

rthur iba paseando por Connaught Street, pasando de uscaparate a otro en busca de un par de botas de monta

Por la tarde tenía una cita con el corredor de fincas de amilia, John Page, y Arthur esperaba comeranquilamente en el restaurante del Hotel Carlton, dondas ventanas daban directamente al Liffey y los distanteejados y torres del castillo de Dublín se alzaban po

ncima de los edificios de la otra orilla. Sus reuniones coPage nunca eran agradables, puesto que Arthur tenía pocnterés en los detalles financieros de las propiedades de amilia. Más enervante todavía era el hecho de que Arthue debía treinta guineas a aquel hombre desde hacía do

ños, y Page rara vez dejaba escapar la oportunidad decordarle la deuda con una deferencia finamente incisivY ahora, para colmo de males, Arthur necesitaba mádinero para pagar la cuenta pendiente del comedor dficiales y comprarse un nuevo par de botas de monta

Page era la mejor fuente para un pequeño préstamo, puest

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que el único interés que cobraba era la afligida mirada ddesaprobación que afectaba cuando discutía la situacióconómica de Arthur.

Tales eran los pensamientos del joven diputad

mientras miraba la ventana en saliente de una de laapaterías masculinas. Ante él había un magnífico par dotas cuyo cuero marrón oscuro brillaba como maderarnizada. Se imaginó llegando a la cacería del domingon esas botas puestas y atrayendo miradas de admiració

Pero, ¿de verdad valían las doce guineas que pedían pollas? Retrocedió unos pasos hacia la calle para ver quspecto tenían las botas desde más lejos, y una vez máeflexionó sobre la justificación de un lujo tan caro.

 —¿Por qué no entra y se las prueba?Arthur se sobresaltó y se dio la vuelta hacia la voz.

oca distancia de él, Kitty Pakenham se rio de su expresióorprendida.

 —Lo lamento. No pretendía asustarle.Arthur se sonrojó e hizo todo lo posible por recupera

a compostura, sin saber cómo reaccionar ante el repentin

descubrimiento de Kitty sonriéndole en medio de una calde Dublín. —Ah, hum... —logró decir, tras lo cual inclinó

abeza formalmente—. Señorita Pakenham, es un placevolver a verla.

 —Hace que parezca que no asistimos a la mism

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iesta desde hace meses. Si tan sólo fue el pasado marteque conversamos ante una cena ligera en la velada de ladTremayne. ¿Tan poco memorable soy que no recuerda lvelada, señor Wesley?

 —¿Poco memorable? No, señorita. En absolutPienso en usted en todo momento. Yo... —Arthur fruncil ceño—. Perdóneme, lo que quería decir es que...

 —¿Qué piensa en mí en ningún momento? —bromeKitty—. Oh, discúlpeme. Eso no ha sonado muy gramaticaO sintáctico —dijo, quitándole importancia con un ademá—. Sea cual sea la horrible expresión, no lo ha sonado. Oielos, y esto tampoco.

Arthur se echó a reír, e inmediatamente Kitty hizo lmismo.

En cuanto se recuperaron de su regocijo, Arthu

onrió y dijo: —¿Empezamos de nuevo, señorita Pakenham? —Sí. Y empecemos llamándome Kitty. De l

ontrario pensaré que no le caigo nada bien. —De acuerdo. Que sea Kitty. —Arthur se deleitó co

l sonido cuando su lengua se separó del paladar parpoyar la punta en la parte posterior de los dientes. Kittyllí en la calle y toda para él. Se sintió más animado

darse cuenta de que aquélla era la oportunidad que habstado esperando. Entonces lo invadió la preocupació

emió no estar preparado para ello y que podría arruina

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ompletamente dicha oportunidad causando una mampresión; seguramente sería la única que tendría. Ya se l

había escapado lo que pensaba y se moría de vergüenza pohaber expuesto sus verdaderos sentimientos de un mod

an torpe. Debía evitar que volviera a sucederle en uuturo. Mirando los límpidos ojos de la muchachontinuó diciendo—: Y usted debería llamarme Arthur

Bueno, es decir, me gustaría que me llamara Arthur, no euna imposición, claro está.

 —Será un placer que nos tuteemos después de todste tiempo. ¿Recuerdas la merienda campestre en la qu

nos conocimos? —Por supuesto. —Fue hace casi dos años. Entonces me pareciste u

oldado muy apuesto.

 —¿Entonces? —Claro. Ahora eres más maduro, —lo evaluó con

mirada—, Todo un caballero, así como un miembro deParlamento. Vaya, eres de lo más respetable, Arthur. Lúnico que te falta es ese magnífico par de botas qu

dmirabas en el escaparate. ¿Quieres que entremos y lechemos un vistazo como es debido? —Señorita... Kitty, no me atrevería a...Pero ella ya había pasado por su lado y estaba de pi

n la puerta de la zapatería, esperando a que él le franquear

l paso. Arthur se acercó a toda prisa, abrió la puerta y s

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hizo a un lado mientras ella entraba rápidamente en stablecimiento con un frufrú de su falda. Uno de lompleados salió inmediatamente de detrás de un mostrado

y saludó a los dos clientes con una reverencia.

 —Bienvenido, señor. ¿Cómo puedo ayudarle a usted su buena esposa?Arthur se sonrojó y miró a Kitty, que levantó su man

nguantada para reprimir su sonrisa. Tosió, adoptó unxpresión formal e hizo un gesto hacia el escaparate.

 —Mi esposo estaba interesado en esas botas dmontar que tiene en el escaparate. ¿Podría traerlas, poavor?

 —Por supuesto, señora. —El hombre inclinó abeza y cruzó la tienda a toda prisa hacia el escaparate.

 —Kitty, ¿qué diablos estás haciendo? —le dij

rthur, que se volvió hacia ella, inquieto. —¡Chsss, Arthur! Me estoy divirtiendo un poco

unca he estado casada. Vamos a ver cómo es.Arthur miró al dependiente, que se había inclinad

obre el riel para coger las botas.

 —No me parece apropiado, la verdad. —Calla. Ya viene. Tú limítate a interpretar tu papel odo irá bien.

 —¿Cómo dices? —Arthur notó que le ardían lamejillas de la vergüenza.

 —¡Aquí están, señora! —El dependiente regresab

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onriendo y sosteniendo las lustrosas botauidadosamente en las palmas de sus manos. Se volvi

hacia Arthur y, tras echar un vistazo a sus zapatos dhebilla, calculó rápidamente el número de su cliente—

Tendrían que irle bien. ¿Le gustaría probárselas? —Esto... sí. Supongo que sí. —Muy bien, señor. Tome asiento, por favor. —E

dependiente hizo un gesto hacia un diván que había a uado del mostrador, y Kitty se dirigió a él afanosamente, sentó y dio unas palmaditas en el almohadón a su lado.

 —No hagas esperar a este señor, querido.A Arthur se le crispó el rostro, pero se resignó

eguirle el juego con todo el buen talante del que fuerapaz. Respiró hondo, se acercó al diván, se sentó al lad

de Kitty y le sonrió de esa manera indulgente con que hab

visto que los esposos de verdad sonreían a sus esposas. Snclinó para desabrocharse los zapatos y sacárselos ante

de coger las botas que le ofrecía el dependiente. Se lauso, se levantó y caminó unos cuantos pasos de un ladotro frente a Kitty. El cuero era duro e incómodo y l

ozaba el talón, por lo que, aunque no se podía negar ququedaban muy elegantes, Arthur no veía el momento dquitárselas. Se volvió hacia Kitty.

 —Bueno, ¿qué te parecen, querida? —añadió la últimalabra a la ligera, pero sintió un pequeño estremecimient

de placer cuando pasó por sus labios—. No estoy del tod

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eguro de que me queden bien. —Te quedan perfectamente, Arthur, querido. Debería

omprarlas inmediatamente. —Oh. —Arthur no se esperaba semejante afirmació

y no quería desprenderse de doce guineas para adquirir uar de botas que serían terriblemente incómodas. Pero siKitty le gustaban...

 —De acuerdo. —Asintió con la cabeza y le dijo dependiente—: Me las quedo.

 —Gracias, señor. ¿Las pagará al contado o se laonemos en la cuenta?

Arthur notó que las mejillas se le encendían dvergüenza.

 —No tengo cuenta aquí y no llevo encima dineruficiente.

La sonrisa del rostro del dependiente se desvaneció uoco.

 —Es una pena, señor. —Sí. ¿Sería usted tan amable de apartar las bota

mientras voy al banco a sacar dinero?

 —Por supuesto, señor. Pero será necesario que mdeje un pequeño depósito. Bastará con diez chelines.Arthur asintió con tristeza, se sentó y se quitó la

otas, aliviado al librar a sus talones de aquella presióFrunció el ceño al ver que el talón de los calcetines se

había estirado y desgarrado. Se puso los zapatos y s

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brochó las hebillas mientras el dependiente empezaba scribir una pequeña nota.

 —¿Puede decirme su nombre, señor? —Simpson —se apresuró a responder Kitty— E

honorable Miles Simpson. —Gracias, señora. —El asistente terminó la nota y deslizó entre las dos botas que estaban en el mostrador—

uestra política es guardar las botas durante una semana —xplicó—. Después se devolverán al escaparate. E

depósito, lamentablemente, no es reembolsable, señor. —Entiendo. —Arthur se puso de pie, sacó

monedero, le dio el dinero del depósito al hombre y ontinuación le ofreció el brazo a Kitty—. Vamos, querid

Ella tomó del brazo a Arthur, el dependiente fuorriendo a abrirles la puerta y ambos salieron rápidament

de la tienda a la calle.Kitty se llevó la mano libre a la cara para ocultar

isa mientras tiraba de Arthur por la calle para alejarse de apatería.

 —¿Simpson? —inquirió él—. ¿Por qué Simpson?

 —¿Y por qué no? Es un nombre perfectamentdmirable. Además, tuve una institutriz maravillosa que slamaba Simpson. —Retiró el brazo del de Arthur— Buen

ha sido divertido. —Sí. Supongo que sí. —Ahora que el momento hab

erminado, Arthur no estaba seguro de qué hacer

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ontinuación. Tenía a Kitty para él solo y no debídesaprovechar la oportunidad de fomentar su amistad—Señorita Pakenham... Kitty. ¿Me harías el honor de comeonmigo? —Hizo un gesto con la cabeza hacia el mejo

estaurante de la zona, situado al final de la calle—. En Brown's. —¿Comer en el Brown's? —Ella enarcó sus bie

depiladas cejas—. Bueno, no sé. ¿Qué diría la gente si mvieran en compañía de un joven calavera?

 —Ah, pero como estamos casados la gente no podromentar absolutamente nada.

Kitty se lo quedó mirando un momento y luego schó a reír.

 —¡Vaya, Miles, querido! Parece que hoy los Simpsoomen en el Brown's.

Cuando llegaron al comedor del hotel, no strevieron a seguir adelante con la farsa. El Brown's era lase de establecimiento que en gran medida tenía comlientela a lo mejor de la sociedad dublinesa, y Arthur tuv

que saludar con la cabeza a varios conocidos antes de qu

l maitre los acompañara a una mesa con vistas a la callrthur no prestó mucha atención a la comida que pidió ymientras comían, su mente estaba totalmente concentradn Kitty. La conversación de la muchacha mantenía

desenfado que ella mostraba habitualmente. Cuando Arthu

rató de desviarse hacia temas más serios, ella, con astuci

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volvía a dirigir la conversación hacia los chismes y humor frívolo. Pero Arthur le siguió el jueggustosamente, de esa manera en que los jóvenes tiendenhacerlo con las mujeres a las que quieren impresiona

Cuando al fin miró casualmente el reloj de caja que habn la pared opuesta a la ventana, Arthur quedó horrorizadl ver que ya habían pasado casi dos horas y que ya llegabasi quince minutos tarde a su reunión con John Page.

 —¡Maldición!Kitty se sobresaltó.

 —¿Qué ocurre? —Me olvidé completamente de una cita. —Arthur s

onrojó—. Kitty, tengo que marcharme. —¿Cómo? —pareció dolida—. ¿Tan pronto?Arthur pidió la cuenta. Cuando se la trajeron, qued

onsternado al ver que ascendía a más de lo que llevaba el monedero. Kitty interpretó exactamente su expresión largó el brazo para darle unas palmaditas en la mano.

 —Permíteme que pague yo, por favor. Es lo mínimque puedo hacer si te he hecho llegar tarde.

 —¡Dios santo! No. —Arthur se recostó en la silla coxpresión ofendida—. No puedo permitirlo de ningunmanera.

 —Pero yo tengo ventaja —dijo Kitty con una sonris—. Tú no puedes pagar la comida y yo sí.

Arthur se moría de vergüenza por dentro. Aquello er

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horrible. Era lo más horrible que podía sucederle. Hablbergado la esperanza de impresionar a Kitty Pakenham llí estaba él, con dificultades económicas y lo que era aúeor, en deuda con ella de un modo en el que un caballer

no debía estar nunca. Pero, ¿qué podía hacer? La cuenstaba en la mesa frente a él y las rudas matemáticas erabsolutamente indiscutibles. Se maldijo por haber pagados diez chelines del depósito de las botas. Lo había hechnstigado por Kitty, razonó. Así pues, al menos ella teníierto grado de responsabilidad en su vergüenza. Arthur l

miró y movió la cabeza. —Insisto en devolvértelo en cuanto tenga

portunidad. —¡Faltaría más! No tengo la costumbre de costear lo

hábitos alimenticios de los demás. De hecho, insisto e

que saldes la deuda lo antes posible. Este sábado por arde. Vendrás a tomar el té a nuestra casa en Russe

Square. Entonces podrás devolverme el dinero —dijo Kitton firmeza.

Arthur asintió y luego le hizo una reverencia

evantarse de la mesa. Al llegar a la puerta, volvió la miradhacia Kitty y sonrió al ver que ella lo estaba observando. Lmuchacha agitó la mano para indicarle que se fuera,

rthur se dirigió a toda prisa al despacho de John Page. Edministrador sorbía una taza de té cuando hicieron pasar

rthur a la habitación.

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Page era un hombre corpulento con un cuello rollizounas mejillas grandes y poco delicadas que tenían un tonolorado equívocamente jovial. Sus fríos ojos oscuroevelaban su verdadero carácter, el de un individu

despiadado dedicado a amasar una fortuna personal lo máuantiosa posible mediante las comisiones que obtenía dos ingresos de sus clientes hacendados. Se levantesadamente de la silla, se sacó un reloj de oro del bolsill

de su chaleco con aire de ostentación y enarcó sus gruesaejas. Arthur hizo caso omiso de aquel gesto y fue directl grano.

 —Mi hermano Richard me ha escrito desde Londreara pedir que venda todas sus propiedades aquí en Irlando antes posible.

Page se irguió en su asiento, sorprendido.

 —¿Venderlo todo, mi señor? —Todo. Empezando por la casa de Merrion Stree

Luego las fincas de Kildare y, por último, Dangan.Por un instante, Page adoptó un aire pensativo

eñudo antes de responder.

 —Las dos primeras no deberían suponer un graroblema. Los precios en Dublín no han dejado de subdesde que se estableció el Parlamento. No obstante, desdos disturbios de Francia, existe la percepción de que ropiedad irlandesa ya no es la inversión segura que fue un

vez. No es que esas nociones francesas antinaturales d

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gualdad vayan a resultar en nada, pero los especuladorenmobiliarios tienen miedo de que los irlandeses pudieraublevarse, y las impresiones lo son todo en el mercadnmobiliario, señor. Si vendemos ahora, deberíamo

btener un buen precio por la casa de Merrion Street. Lmismo con las fincas de Kildare. El problema es Dangactualmente, como usted ya debe de saber, no se encuentrn condiciones vendibles. El castillo requerirá un trabajonsiderable para conseguir un buen precio de mercadEntiendo que desea autorizarme para actuar en su nombron todos los gastos de rehabilitación?

 —Por supuesto, siempre y cuando los gastos seamoderados.

 —Haré todo lo que pueda, señor. —Sonrió a Arthur, hubo un momento de silencio antes de que Page tosiera

iguiera hablando educadamente—: ¿Hay alguna otra cosa —Bueno, sí —empezó a decir Arthur co

ncomodidad—. Verá, la cuestión es que en estomomentos estoy pasando por ciertas dificultadeconómicas y...

 —¿Cuánto necesita, señor? —¿Cuánto? —Supongo que desea que amplíe su línea de crédito

no es así? —Si no es demasiado problema.

 —En absoluto, señor. A lo largo de mi vida, h

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restado un servicio similar a muchos jóvenes caballeroomo usted.

Arthur estaba seguro de ello. Era una magníficmanera de mantener a los clientes de una generación a

iguiente. Arthur levantó la mirada como si hiciera uápido cálculo mental. —Déjeme ver. Una cantidad sin importancia, digamo

uarenta guineas.Page asintió y llevó la mano a un cajón de detrás de s

scritorio. Se oyó el ruido de una llave y luego el apagadintineo cuando la mano del corredor tocó un gran montó

de monedas. Page lo miró. —¿Cuarenta, dice?Arthur le dijo que sí con la cabeza y Page contó la

monedas en cuatro ordenadas pilas sobre la mesa. Sacó u

equeño libro de contabilidad, pasó las páginas hasncontrar la entrada de Arthur y a continuación mojó luma e hizo una anotación.

 —Ya está, señor. Con las mismas condiciones que luma ya existente.

 —Gracias, Page. Es muy amable por su parte. —rthur se metió el dinero en el monedero y se levantó parmarcharse—. Estoy seguro que le estoy robando srecioso tiempo.

El agente abrió las manos hacia fuera y se encogió d

hombros modestamente.

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 —Ha sido un placer, como siempre, señor. Mncargaré de ese asunto de su hermano enseguida.

En cuanto salió del despacho del corredor de fincarthur se encaminó de vuelta al zapatero de Connaugh

Street y pagó lo que le faltaba por las botas de montaunque eran incómodas, las contempló con cariño. Al fin l cabo, era gracias a esas botas que por fin había podidcortar distancias en su persecución de Kitty Pakenham.

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CAPÍTULO LXXI

La casa de Russell Square era muy fácil de encontra

La residencia de los Pakenham era una de las casas málegantes e imponentes de las que daban a la plaza. Arthue echó un vistazo para asegurarse de que su aspecto era l

más pulcro posible. Había optado por ponerse su mejouniforme, y uno de los sirvientes de los oficiales d

astillo había pasado casi toda la mañana lustrándole laotas hasta darles un brillo vitreo. La puerta se abrió can el mismo instante en que Arthur llamó, y un lacayombríamente vestido se hizo a un lado para dejarlo pasar.

 —¡Por Dios, qué rapidez!

 —Le están esperando, señor. La señorita Pakenhamme hizo esperar junto a la puerta. ¿Su abrigo, señor?En cuanto el lacayo hubo colgado cuidadosamente s

gabán, condujo a Arthur al salón. Kitty estaba sentada euna cómoda butaca junto a la ventana, fingiendo que leíLevantó la vista cuando entró su invitado y sonrifablemente.

 —Hola, Arthur. ¿O acaso todavía eres mi esposo, ehonorable Miles Simpson?

 —No lo sé. Eso tienes que decidirlo tú.Kitty ladeó la cabeza y evaluó al joven oficial que s

hallaba de pie frente a ella.

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 —Creo que me gustas más tal como eres. Así puequé te parece si de momento somos Kitty y Arthur?

 —Eso me gustaría mucho. —Bien. Ven y siéntate, Arthur. —Señaló con u

demán otra butaca a juego que había al otro lado de ventana y se volvió hacia el lacayo—. Tomaremos té astas, Malley.

 —Muy bien, señora. —El lacayo hizo una reverenciaalió rápidamente de la estancia. En cuanto se march

Kitty miró a Arthur y bajó la voz—. Irá derecho a buscar mi hermano Tom para hacerle saber que has llegado. Memo que mi hermano se esfuerza demasiado en senticuado y respetable, e insistirá en hacer de acompañant

mientras estés en casa. —¿No va a venir nadie más a tomar el té?

Kitty sonrió pícaramente. —Dime, ¿por qué iba a querer compartirte con nad

más?Arthur no tenía ni idea de cómo responder a semejan

regunta, y se limitó a devolverle la sonrisa hasta qu

ecordó una cosa. —Un momento.Metió la mano en el bolsillo de su casaca y sacó

monedero. Contó rápidamente unas cuantas monedas y sas entregó a Kitty.

 —Por la comida.

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 —Gracias. —Ella las escondió rápidamente en smano y las metió en un pequeño costurero que había juntoa butaca, antes de echar un vistazo hacia la puerta—. Debdvertirte, Arthur, que mi hermano tiene tendencia a ver

ualquier hombre al que le parece que trato coavoritismo como a un marido en potencia.Arthur se indignó.

 —¿No estará intentando deshacerse de ti, verdad? —Al contrario. Parece pensar que soy demasiad

uen partido para cualquier aspirante a pretendiente. Verástá esperando heredar un condado muy pronto, y tem

verse asociado con alguna estirpe deshonrosa con la quudiera casarme. No es que tú seas de una estirp

deshonrosa, Arthur. Sé que eres de buena familia. Sólquería advertirte por si acaso Tom te parece un poc

xtraño cuando lo conozcas. —¿Extraño? —Frío, antipático. Ese tipo de cosas.Apenas había terminado de decir esas palabras, cuand

a puerta se abrió y un hombre vestido con sencillez entr

n la estancia. Parecía ser unos años mayor que Arthur us rasgos eran tan poco agraciados como su ropa. No smolestó en sonreír cuando cruzó la habitación a grandeancadas y le tendió la mano al oficial que se habevantado de su asiento para saludarlo formalmente.

Arthur sonrió.

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 —Usted debe de ser Tom. Soy Arthur Wesley. —Lo sé. Kitty me lo ha contado todo sobre usted.A Arthur se le cayó el alma a los pies. «¡Oh, Dios

Qué le habrá dicho?»

 —Relájese. No todo es malo. —Una sonrisa pasugazmente por los rasgos de Tom—. Estoy seguro de quno le importará si tomo el té con ustedes, ¿verdad?

 No esperó una respuesta y echó un vistazo buscandtra silla.

 —Siéntese. —Arthur señaló la butaca en la que estabentado—. Tome mi asiento.

 —¿Ese? —Tom miró la butaca—. No le correspondusted ofrecérmelo. No sea idiota, Wesley. Siéntese. Yo

ogeré otro.Eligió una silla de comedor y la colocó a una cor

distancia de las otras antes de tomar asiento, descollandobre ellos a pesar de su baja estatura. Arthur se dio cuentnseguida de que Kitty tenía razón en cuanto a reocupación de su hermano por la posición social.

Tom se dio una palmada en los muslos.

 —Bueno, Arthur, hábleme un poco de usted. —No hay mucho que decir. Mi familia es de Meatho demasiado lejos de Pakenham Hall. Estoy seguro d

que habrá oído hablar de nosotros.Tom frunció los labios y asintió levemente con l

abeza como si el nombre de la familia le sonara de algo,

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rthur se obligó a no reaccionar ante aquel afectaddesaire. Lo cierto era que el hermano de Kitty tendelirios de grandeza. Continuó diciendo.

 —Tengo un tenientazgo. Soy ayudante de campo en e

astillo y miembro del Parlamento por el municipio dTrim. —¿Trim? —Tom frunció el ceño; de pronto s

xpresión se suavizó y sonrió—. ¡Ya me acuerdo! Le diuna buena paliza a ese condenado de O'Farrell en lavotaciones, ¿verdad?

Arthur asintió, aliviado al fin de haber causado ciermpresión favorable en el hermano de Kitty.

 —¡Un trabajo magnífico, Wesley! Les enseñó un pade cosas a esos malditos radicales. Bien hecho. ¿De modque aspira a hacer fama como político? —Puso mala car

—. No puedo decir que lo haya visto nunca mencionado ea prensa de Dublín desde las elecciones de Trim.

 —Lo habitual es mantenerse en un segundo planmientras uno aprende los entresijos. Estoy seguro de qume darán un papel más significativo a su debido tiempo.

 —Sólo si usted lucha activamente para que se lo deComo sus hermanos. Actualmente, están causando ciertmpresión en Inglaterra. ¿Por qué no anda usted siguiendus pasos, eh?

 —Tengo otras obligaciones —respondió Arthur co

un gesto hacia su uniforme—. El ejército requier

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gualmente de mi tiempo. —¡Paparruchas! Cualquier idiota sabe que lo

oldados en tiempos de paz no son más que una pandilla dharaganes.

 —Supongo que los franceses no tardarán en poner finuestra... haraganería —repuso Arthur con mucha frialda—. Por lo que he leído en los periódicos, se ve veniParece ser que los franceses quieren persuadir a otranaciones para que adopten sus ideas revolucionarias... unta de bayoneta.

 —Yo también leo los periódicos, ¿sabe? —Tommeneó la cabeza—. Todo esto quedará en nada. Ya lo veráLos gabachos se hartarán de esas absurdas reformas antede terminar el año. El rey Luis volverá a tener el timón odo recuperará su rumbo.

 —Espero que así sea, Tom. De verdad. —Y si no hay guerra, usted tendrá que pagar par

scender en la jerarquía. —Cierto —admitió Arthur. Se dio cuenta de que Tom

odavía intentaba calcular su valor—, Pero debería pod

ermitirme una capitanía este mismo año o el próximo. —La paga de capitán es una miseria. —A Tom lrillaron los ojos ante la perspectiva de un chiste fácil—

Una miseria por dirigir una compañía. ¡Miseria y compañíArthur cruzó la mirada con Kitty y ambos se sumaro

la risa de su hermano. La alegría de Tom se desvaneci

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nseguida y le clavó una mirada inquisidora a Arthur. —La paga no es suficiente para que pueda vivir de el

un hombre casado. Eso sí lo sé. —¡Tom! —Kitty estaba escandalizada—. Arthur es m

migo. No lo invité a tomar el té para que te dediques nsultarlo. Estoy segura de que la paga de capitán eerfectamente respetable.

 —No lo es, y eso significa que uno tiene que peddinero prestado para que le alcance. Es cierto, ¿verdaWesley?

Arthur no dijo nada, se quedó mirando sus botas. —¿Cuándo van a traer el maldito té? —masculló TomCuando llegó el té, un frío silencio se extendió por

magnífica porcelana y los bien ordenados pedazos dastel. Bebieron té y mordisquearon delicadamente su

espectivas pastas, y Arthur estuvo deseando todo el ratque se abriera un agujero debajo de su silla y que se lragara la tierra. O mejor aún, que se abriera justo debajo d

Tom, para que así Arthur pudiera seguir cortejando a Kittn paz. Pero Tom permaneció sentado mirando por

ventana mientras sus fuertes mandíbulas masticaban a uitmo monótono y constante. Cuando el lacayo acudió palevarse el servicio del té, Arthur hizo un decidido esfuerzor entablar una charla, pero se vio neutralizado por Tom

que tenía la conversación más pobre que Arthur se hab

ncontrado nunca, y que logró aburrirlos sin ningú

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sfuerzo durante casi una hora hablando de la subida de lorecios de los inmuebles y alquileres comerciales e

Dublín. Al final, Arthur rindió el campo a Tom y se batió eápida retirada, agradeciéndole a Kitty su hospitalidad

quedando en verla de nuevo en el próximo baile que selebrara en el castillo. Ella le prometió la primera pieza yuando Arthur le tomó la mano e inclinó la cabeza paresarla, notó que ella le apretaba los dedos con afectntes de que se enderezara.

Al volver a Merrion Street, Arthur subió a shabitación y sacó su violín. Como siempre, la disciplinadoordinación de dedos y mente lo ayudó a calmar surremolinadas emociones. Pero mientras tocaba, sensamiento volvió al té de la tarde en casa de Kitty. Sab

que le había causado una pobre impresión a Tom,

omprendía perfectamente el punto de vista de éste. Unaga de capitán no era suficiente para proporcionarle

Kitty un hogar decente, y él ni siquiera era capitán todavíY lo que era aún peor: tenía deudas. No más que la mayorde los oficiales del ejército, pero no dejaban de supone

una carga y una vergüenza para un hombre que buscabmpresionar a Tom Pakenham.A menos que hubiera guerra, el ascenso de Arthur e

a jerarquía militar iba a ser sofocantemente lento. Y había guerra, a Tom no le haría ninguna gracia que a s

hermana la cortejara un hombre que tenía todas la

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osibilidades de que lo matara una granada, una bala o unnfermedad. Aunque no lo mataran, Arthur podría resulta

herido y regresar tullido. Se imaginó a Kitty mirándolo coástima o —la pesadilla de las pesadillas— como el centr

de todas las burlas. Antes preferiría morir.Así pues, si el ejército no era el mejor camino hacia ama y la fortuna, ¿qué tal la política? Al menos en esampo Arthur podría tener cierto impacto. Con Richarirmemente establecido en el Tesoro, en Londres, Williamdquiriendo experiencia política en la Cámara de lo

Comunes, y un poco de nepotismo, Arthur podría ascendeor el escalafón político con bastante rapidez. Esperab

que lo bastante rápido como para impresionar a Tom. ¿Perstaría dispuesta Kitty a esperar tanto tiempo?

Dejó de tocar de pronto y se golpeó el muslo con

rco del violín, enojado. ¿Qué estaba pensando? Kitty lhabía llamado amigo. ¿Y si para ella no era más que eso? Yllí estaba él, proyectando disparatadas fantasías d

matrimonio sin ninguna prueba en firme de que su pasióuera correspondida. Sin embargo, aun sin tener ningun

rueba sólida, en su interior tenía la sensación de que oven debía de sentir algo parecido a su pasión por ella. Lhabía visto en sus ojos, lo había oído en la calidez de svoz, lo había sentido en la forma en que le apretó los dedouando se despedían.

Muy bien. Aunque ella sintiera algo por él, Arthu

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endría que hacer mucho más para ganarse el respeto de shermano. De lo contrario, Tom haría todo lo que estuviern su mano para interponerse entre su hermana y aquficial sin peculio que había tenido la osadía de pretende

edir su mano.

* * * 

Durante el resto del año, Arthur se concentró emejorar su prestigio político. Empezó a participar en lodebates menos importantes, en los que podía perfecciona

us bisoñas habilidades oratorias sin riesgo de quedar eidículo delante de una cámara abarrotada. Y dado que lituación en Francia empeoraba por meses, había muchacasiones en que los miembros del Parlamento irlandés spiñaban en los bancos para enzarzarse en fervientergumentos sobre el impacto de la Revolución francesa. odos les resultaba evidente que los ideales de loevolucionarios se estaban sembrando en Irlanda, y el suel

de la isla estaba resultando ser terriblemente fértil.En noviembre, Charles Fitzroy se acercó rápidament

Arthur en el Parlamento y le puso un panfleto en la

manos.

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 —¡Léalo! Esto va a causar problemas.El panfleto, escrito por «un whigdel norte», iba má

llá de las ambiciones liberales de Grattan y se acercabeligrosamente a un manifiesto llamamiento para qu

rlanda cortara sus relaciones con Gran Bretaña y sonvirtiera en una república independiente. Las ventas danfleto ascendieron a miles y el público pedía a gritoonocer la identidad del autor. Al final, se desveló que erbra de un joven intelectual presbiteriano llamado Wolf

Tone. A Arthur lo hirieron profundamente las críticas dTone sobre el modo en que se estaba gobernando IrlandHubo una frase en particular que aguijoneó determinación de Arthur para salir de entre las anónimailas de los miembros ordinarios del Parlamento, laersonas a las que Tone se refería como a «las vulgare

rostitutas del Tesoro Público».A finales de año, la Sociedad de Irlandeses Unidos d

Tone tenía todas las características para ser el primer cluacobino que se abriera en Irlanda. Arthur empezó ntender el plan de su hermano mayor de cortar sus lazo

on Irlanda. Con hombres como Tone saltando a primerlana, habría problemas en las calles de Dublín y en todaas propiedades arrendadas del país.

Cuando se encontró un comprador para la casa dMerrion Street, Arthur se vio obligado a mudarse a u

lojamiento más humilde. Las pequeñas habitaciones qu

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lquiló eran muy confortables, pero suponían una elocuenrueba de sus limitaciones económicas. Lo que hizo situación más dolorosa, sin embargo, fue el afecto qu

Kitty admitió abiertamente cuando el año llegaba a su fin

Ella lo amaba.Se lo dijo una noche en una cena, durante la cual shabían dirigido sigilosamente a una pequeña alcobmientras los demás imitados escuchaban un recital. El esó la mano y luego la mejilla, con el corazóalpitándole apasionadamente en el pecho, y le dijo que ambién la amaba. Que la había amado desde que sonocieron en aquella merienda campestre. Se abrazaro

disfrutando del contacto físico que durante tanto tiempo ses había negado. Aunque Arthur estaba más feliz ontento de lo que había estado en toda su vida, sabía que,

menos que sus circunstancias cambiaran, aquel momentba a burlarse de él durante el resto de sus días.

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CAPÍTULO LXXII

Primavera de 1793

Arthur Wesley sintió que el corazón se le acelerabmientras conducía a su caballo por el camino de entrada Pakenham Hall. El parque ajardinado se extendía a amboados. El año anterior, sin ir más lejos, le había parecid

muy atractivo. Como telón de fondo para su crecientfecto por Kitty no tenía parangón. Las aguas del Loug

Derravaragh brillaban bajo la luz del sol de la mañana, ravés de una fina cortina de viejos robles. Cerca de all

había un decorativo arriate de rosas que evitaba

erfección geométrica de la mayoría de jardines rurales e extendía por el césped de un modo aparentementleatorio que de algún modo resultaba agradable a la vistlo lejos, unas bajas montañas se ondulaban en torno a lo

ardines y disfrutaban de un brillante color esmerald

ontra el cielo azul. Soplaba una leve brisa que agitaba laopas de un bosquecillo de coníferas y susurraba entre laamas desnudas de los castaños que bordeaban el caminrthur levantó la vista, y casi sonrió al ver las nubeisladas de un blanco inmaculado que se desplazaba

majestuosamente movidas por el viento.

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Hacía más de un año, cuando había empezado ortejar oficialmente a Kitty, el hecho de aproximarse

Pakenham Hall lo llenaba de una paz y una alegría qununca había sentido antes. Todos los largos años que hab

asado buscando alguna clase de propósito en la videntirse realizado de algún modo, parecían habeerminado. En Kitty había encontrado a alguien con quieenía la certeza de que podría pasar el resto de sus días. Dodas las mujeres a las que había conocido, sólo ella

había provocado esa sensación de frescura ante la vida quhacía que la perspectiva de cada nuevo día fuera alggradable, en vez de simplemente tolerado. Se casaría co

Kitty, saldaría sus deudas, alquilaría una vivienda modesn Carrington Square y pasaría las tardes con su nuevsposa en el salón, leyendo o quizá tocando el violín.

uego se irían a la cama. La idea le vino a la cabeza dnmediato, y el aroma de sus cabellos y la grácil curva de sálido cuello le resultaron casi palpables. Se reprendi

diciéndose que era una idea impropia y poco románticero, ¡Dios, ella era tan hermosa!

Arthur llevaba sumido en sueños de matrimonio desdtoño. Cada vez que cabalgaba hacia Castlepollard para veKitty, se extasiaba pensando en que ella sentía la mism

asión por él. El modo en que lo miraba, la satisfacción quarecía obtener con su compañía y los besos con que l

bsequiaba de vez en cuando sin duda indicaban algo má

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que cariño. Pero cuando Kitty visitaba Dublín para asistirlguna velada del interminable ciclo de bailes y meriendaampestres, su chispeante ingenio y su belleza naturtraían a otros oficiales como vistosas abejas a una flo

Entonces, cada sonrisa que ella les brindaba o cadepentina carcajada de deleite atravesaban el corazón drthur como una fría hoja de acero, y el miedo a perdern manos de otro hombre goteaba en su mente como uera veneno.

Así pues, Arthur sabía que el cortejo debía terminarsde un modo u otro. Kitty sería su esposa o... la alternativra demasiado dolorosa para contemplarla.

Estaba bastante seguro de que, si de Kitty dependierlla le daría el consentimiento. Se lo había dado a entendeuando él había sacado el tema hacía una semana. L

dificultad radicaba en su hermano. Tom Pakenham habheredado la finca en otoño e iba a convertirse en conduando su abuela anciana y enferma muriera. El joven ten

un brillante futuro por delante que se le había subido a abeza, lo cual era comprensible, supuso Arthur. L

erspectiva de ver a su hermana casada con un oficial djército que ganaba muy poco y que tenía pocaosibilidades de ascenso económico o social no era mutractiva que digamos. Si Arthur era crudamente honestonsigo mismo, él no estaría dispuesto de ningún modo

ceptar que su propia hermana, Anne, se casara por amo

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on un hombre de posición social inferior. La única vía que quedaba a Arthur para intentar impresionar al estirad

hermano de Kitty era ganarse algo parecido a uneputación política. Recientemente, había asumido un pap

más destacado y había hablado contra la ejecución del reLuis a manos del pueblo francés. También había adquiriduna capitanía. Los esfuerzos de Arthur no habían recibidni una sola palabra de elogio por parte de Tom Pakenhamni siquiera a regañadientes.

Arthur tenía claro que a ojos de los Pakenham ya nganaría más prestigio y que, por lo tanto, debía arriesgarsy pedirle formalmente a Tom la mano de su hermana. Cose fin, había escrito una carta de lo más cortés solicitand

una entrevista para hablar de sus intenciones. Tom le habespondido en términos igual de corteses e invitó al capitá

rthur Wesley a Pakenham Hall. Así pues, Arthur subía aballo por el camino de entrada para asistir a la cit

muerto de preocupación al pensar que su decisión de zanjl tema pudiera resultar en la pérdida de su oportunidaara contraer matrimonio con su amada Kitty.

El camino describía una curva en torno a un espesgrupo de rododendros, y allí estaba Pakenham Hall: unlegante casa solariega de tres pisos con magníficas vistal paisaje ajardinado que la rodeaba. Arthur sabía que é

nunca podría permitirse el confort de una casa com

quélla. Detuvo su montura un momento y contempló

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esidencia. Luego, inspiró una profunda bocanada dresco aire de primavera y, con un suave roce de laspuelas, animó a su caballo a proseguir por el camin

hacia la entrada principal.

Kitty debió de haber visto que se acercaba, pueodavía estaba él a cierta distancia cuando la muchachalió trotando al porche, envuelta en una capa oscura, orrió hacia Arthur. El se apeó de la silla, haciendo crujir

grava al pisar el suelo, y condujo al caballo por las riendamientras caminaba hacia ella. Al acercarse, Kitty levantó mirada y le dirigió una sonrisa radiante. Por un instantodas las dudas y temores del joven oficial s

desvanecieron en una oleada de puro afecto y placer. Kitto agarró del brazo y se apretó contra su hombro.

 —¡Arthur! ¡Creí que no ibas a llegar nunca!

El fingió sentirse decepcionado por su poca fe. —Llego a tiempo, querida. Puntual casi al minuto. —¡Cómo eres! —Le dio un suave puñetazo en el braz

—. Lo que quería decir es que he estado esperando en orche durante horas.

 —¿Horas? —Bueno, a mí me lo han parecido. La cuestión —sono se volvió más serio— es que ahora ya estás aquí.

 —Sí... ¿Dónde está Tom? —En su estudio. Tiene que ocuparse de unas cuanta

notificaciones de atrasos antes de verte.

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Arthur frunció el ceño. Aquello era típico dehermano de Kitty. El hecho de dar prioridad a unas nimiadificultades con sus arrendatarios antes que al pretendientde su hermana constituía un burdo intento de poner

visitante en su lugar. Aquella última afrenta no augurabnada bueno. Arthur le apretó la mano a Kitty bajo el brazo. —¿Qué crees que va a decir?Kitty se encogió de hombros.

 —No lo sé. Sinceramente, no lo sé. Ha cambiadmucho este último año.

 —La herencia de una fortuna tiene ese efecto elgunas personas —comentó Arthur con resentimiento

Kitty le dirigió una rápida mirada y él prosiguió—: Mechazará. Estoy seguro. Porque no tengo dinero.

 —^No lo tienes de momento —repuso Kitty—. Per

e conozco, Arthur Wesley. Sé que tienes mucho potencialgún día te ganarás tu propia fortuna... No es que

iqueza sea importante para nosotros —añadió a toda prisaArthur sonrió.

 —Dudo que Tom esté dispuesto a aceptar el potenci

omo depósito. Para serte absolutamente franco, Kitty, lúnico que puedo ofrecerte es mi amor. No hay nada máncluso aunque fuera el heredero de mi familia, el castill

de Dangan está hipotecado y mi madre ha tenido que vendea mayor parte de su seis por ciento para poder vivir. L

único que tengo son los ingresos de mi capitanía y un

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equeña asignación de mi hermano Richard. Nada más. —Es suficiente —afirmó Kitty con una sonrisa, y

dio un rápido beso—. Vamos —dijo, tirándole del brazo—Hace frío. Entremos a sentarnos junto al fuego.

Cuando se acercaban a la entrada de la casa, un mozde cuadra salió disparado de una entrada lateral, tomó laiendas que llevaba Arthur y se llevó el caballo a lostablos. Kitty seguía aferrada a la manga de la casaca dolor rojo vivo de su uniforme, y ambos subieron lo

desgastados escalones hasta la puerta principal. Al otrado del umbral, el conocido olor de la cera abrillantador

y un leve tufillo a humedad envolvieron a Arthur como a uviejo amigo. Kitty le soltó el brazo y él la siguió por vestíbulo y por un oscuro pasillo hacia la biblioteca. Por amino, pasaron frente a la puerta cerrada del estudio d

Tom, donde se oía la voz amortiguada del hermano de Kittonversando con su agente. Arthur estuvo tentado d

detenerse un momento a escuchar, pero desestimó la idenseguida; estaba allí para solicitar de forma honesta incera la mano de Kitty, no para merodear por ahí com

un espía recabando información.Un fuego de leña ardía en la gran rejilla de hierro dhogar, y Kitty condujo a Arthur hacia un largo diván situadnfrente, aprovechando todo el calor del fuego. Había uibro abierto en el brazo del diván y Arthur vio que era e

jemplar de Ensayo sobre el entendimiento humano, d

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Locke, que le había regalado a Kitty por Navidad. Señaló ibro con un gesto.

 —¿Esperándome toda la mañana, eh? —La mayor parte de ella —respondió Kitty, que s

uborizó—. Bueno, lo cierto es que me lo pareció. Nonozco a muchas chicas que se sienten en un porchhelado esperando a que llegue su pretendiente.

 —¿A cuántas chicas conoces? —A las suficientes como para poder dar semejant

pinión —contestó Kitty. —Estoy abrumado de gratitud. —No intentes ser sarcástico, Arthur. No te sienta bie

—dijo Kitty haciendo un mohín, y a continuación hizonar una campanilla—, ¿Tomarás un poco de té?

 —¿Té? Creo que necesito algo un poco más fuer

ara calmar mis nervios. —¿Nervios? —Kitty enarcó las cejas—. ¿Tú? Nunc

o hubiese creído. Sensible sí, pero, nervioso... VálgamDios, Arthur Wesley, eres una especie de enigma.

Arthur se inclinó para acercarse a ella y la miró a lo

jos con toda sinceridad. —Por favor, Kitty, no te burles así de mí. Nunca hdo tan en serio ni me he jugado tanto en toda mi vida.

Ella le devolvió la mirada en silencio unos instanteuego levantó la mano y le acarició la mejilla.

 —Bendito seas, mi querido, queridísimo Arthur. M

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mas de verdad, ¿no es cierto?El asintió con la cabeza y dijo en voz baja:

 —¿Y tú? Dime que es cierto lo que espero quientas. Dímelo.

Kitty sonrió y separó los labios. —Yo...La puerta de la biblioteca se abrió con un chirrido,

os dos se separaron rápidamente. Entró una criada que squedó allí de pie esperando instrucciones.

 —Tomaré un poco de té, Mar y. —Sí, señorita Pakenham. —Y un brandy para el capitán. —Sí, señorita Pakenham.En cuanto la sirvienta salió de la estancia, Arthu

volvió a acercarse a Kitty, pero el hechizo se había roto

lla, que parecía avergonzada, recorrió rápidamente habitación con la mirada hasta que sus ojos se iluminaron osarse sobre un juego de ajedrez de marfil dispuestobre una mesa baja.

 —¡Ajedrez! Juguemos una partida mientras esperas

Tom. —¿Ajedrez? —repitió Arthur débilmente—Tenemos que jugar?

 —Sí, tenemos que jugar. Vamos.Así pues, se sentaron con el juego bajo la luz inverna

que caía inclinada a través de la ventana de la biblioteca. L

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reocupada mente de Arthur no podía siquiera concentrarsn el juego, y enseguida se vio en una situació

desesperada. —Creía que a los soldados se les tenía que dar bien

áctica —dijo Kitty con una sonrisa burlona por encima duna taza de magnífica porcelana—. Que Dios nos asista epresentas a los hombres que dirigirán a nuestrojércitos si estalla una guerra.

Kitty tomó otro sorbo y dejó la taza con delicadeza. —¿Crees que habrá guerra, Arthur? —Habrá una guerra, Kitty. No podemos evitarl

durante más tiempo. Hay que detener a esos radicaleranceses. De lo contrario, Inglaterra va a sufrir el mism

derramamiento de sangre. Quizá por ahora no, percurriría muy pronto.

 —Tom dice que si se llega a la guerra, será la máarga y sangrienta en que haya combatido nunca Inglaterra.

 —Es probable que tenga razón —repuso Arthur—ormalmente él cree tenerla, aunque esté equivocado.

 —Ten cuidado, Arthur, al fin y al cabo estamo

hablando de mi hermano. —Lo siento. —Arthur volvió a dirigir rápidamente onversación a un terreno más seguro—. Si hay guerra, loranceses deben perderla. Francia es como cualquier otraís. No puede sostenerse sin el rey y la nobleza. ¿Quié

odría guiarlos, si no? No está en la naturaleza de la gen

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omún y corriente gobernarse a sí misma. Nos necesitamás de lo que nosotros los necesitamos a ellos. Nosotroomos lo que proporcionamos estructura y seguridad a su

vidas.

 —Pareces muy seguro de ello —comentó Kitty col ceño fruncido.Arthur cogió su dama y la hizo avanzar.

 —Jaque.Kitty bajó la mirada al tablero. Pensó un momento

meneó la cabeza. —Pobre Arthur... Mira. —Deslizó el alfil con la man

y lo colocó entre su rey y la dama de Arthur—. Tu damstá clavada. Tendrás que sacrificarla, y luego es jaque man... dos.

 —¿Cómo? —Arthur miró las piezas con el ceñ

runcido, y estaba ya a punto de protestar cuando la puervolvió a abrirse y entró un lacayo.

 —Capitán Wesley, señor. —Sí. —El señor lo recibirá ahora. Si quiere seguirme.Arthur se levantó de la mesa y, antes de que se alejar

Kitty le tomó la mano y se la apretó suavemente. —Buena suerte.

* * * 

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Tom Pakenham estaba ordenando los libros dontabilidad en su mesa y no se dignó a levantar la miraduando su invitado entró en el estudio.

 —¡Wesley! Me alegro de que haya venido. Siéntese.

 No había ningún asiento cerca de la mesa y Arthuuvo que coger uno de la mesa del secretario que estaba ea otra esquina y trasladarla de un lado al otro de

habitación. La colocó justo frente al hermano de Kittyomó asiento, con la espalda erguida, y esperó.

Tom mojó una plumilla y empezó a escribir una nota. —Estaré con usted en un momento...Se hizo el silencio en aquel estudio que olía a moh

oto únicamente por el raspar de la pluma. Arthur snfureció ante aquel trato displicente, pero por el bien d

Kitty, y por lo tanto por el suyo propio, se mordió la lengu

y no se movió. Al final, Tom dejó el documento a un ladoajó la pluma y le sonrió a su invitado.

 —¡Listo, he terminado! No se imagina el tiempo quengo que dedicar a esos malditos arrendatarios.

 —He tenido cierta experiencia. Me encargué de lo

suntos de mi hermano Richard cuando él se marchó nglaterra. Además, son tiempos muy duros. Los granjeroienen muchas dificultades para alimentar a sus familiantes incluso de que puedan pagar el alquiler.

Tom le dirigió una dura mirada.

 —Parece uno de esos francesitos radicales.

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 —Nada más lejos de la realidad, Tom.El hermano de Kitty se reclinó en su asiento.

 —Bueno, Wesley, supongo que ha venido aquí con lntención de pedirme permiso para casarse con la jove

Kitty. —Sí. —¿Qué motivos tengo para consentir a su petición? —Existe entre nosotros un afecto mutuo. Podr

hacerla feliz. —¿Afecto? ¿Felicidad? Eso está muy bien, pero, ¿qu

erspectivas tiene, hombre? ¿Eh? ¿Qué perspectivas? Taólo es un capitán. ¿Cree que mi hermana puede vivir cou paga?

Precisamente aquél era el argumento que Arthur ssperaba y tenía la respuesta preparada.

 —He escrito a mi hermano para pedirle un préstam

on la idea de adquirir una comandancia. Ha accedido. Esupondrá una mayor paga. Suficiente para cuidar d

nosotros en el presente. —¿Y el futuro? Supongo que querrán tener hijo

Entonces qué?

 —Tardaré un tiempo antes de poder permitirme umpleo de coronel —admitió Arthur—, A menos, clarstá, que haya guerra, en cuyo caso estaré en muy buenosición para un ascenso rápido sin tener que comprar máficialías.

 —¿Ah sí? Tiene una excelente opinión de sí mismo

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Quizá demasiado buena. Resulta que he hecho algunandagaciones detalladas en su reputación y antecedentes. Eo mínimo que haría cualquier hermano concienzudo —sustificó rápidamente Tom—, Parece ser que su

uperiores ignoran que posea usted alguna cualidaxtraordinaria. Además, tengo entendido que ya tiene unadeudas considerables. Si comprara la comandancia, todumento de la paga se vería enfrentado a aún más deuda

que surgirían de dicha compra. —Tom sonrió—. Estoeguro de que se dará cuenta de mi dificultad al respectrthur. Creo que tal vez sea usted un buen hombre, y no ha

duda de que Kitty le tiene cariño, pero no puedo permitque malgaste su afecto en un oficial subalterno con pocaosibilidades de ascenso y una posibilidad inmensamen

mayor de empobrecimiento.

Arthur apretó los dientes con fuerza por un instanntes de atreverse a responder en un tenso tono cordial.

 —Como ya he dicho, si hay guerra tendrosibilidades.

 —Si hay guerra lo mandarán al frente. Un campo d

atalla es un lugar como mínimo tan peligroso como unaberna en Dublín —dijo Tom con una sonrisa—. Eualquier caso, si va a la guerra, hay muchas probabilidade

de que no regrese. ¿Quiere que Kitty tenga que vestir dnegro al cabo de tan poco tiempo de haberse vestido d

lanco?

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Arthur bajó la mirada. —No.Tom levantó la palma de la mano en un ademá

etórico, como si fuera un abogado resumiendo un

resentación de pruebas concluyente. Luego se hizo ilencio.Arthur se sentía enojado, con el corazón destrozado

ísicamente enfermo, pero logró no perder la serenidad mantener un semblante inexpresivo. Levantó la vista y surillantes ojos azules se posaron en su anfitrión.

 —Así pues, ¿va a negarme su mano en matrimoniPakenham?

 —Sí. —¿Por qué? —¿Por qué? —Tom enarcó las cejas, sorprendido—

Por todos los motivos que ya le he dado y más. MirWesley, la pura verdad sobre el asunto es que usted no eo bastante bueno para mi hermana. No es lo bastante buenhora ni lo será nunca. Y cuando Kitty recupere el sentidomún, se dará cuenta de ello.

Arthur sintió correr por sus venas una furia fruando Tom habló de su hermana en unos términos tamaterialistas.

 —Kitty me ama. —¿Se lo ha dicho ella?

 —Sí, lo ha hecho. —Arthur lo miró con air

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desafiante—. Podríamos casarnos sin su consentimiento.Era una amenaza desesperada e indigna de u

aballero, pero fue lo único que se le ocurrió. Tom fruncios labios con una expresión desdeñosa. Asintió con

abeza, se inclinó sobre la mesa y bajó la voz, que sonomo un gruñido amenazador. —Podrían. Aunque entonces le retiraría el saludo a m

hermana, por supuesto, y a usted lo arruinaría. Tiene malabra de que dedicaría todas mis energías a tal fin. Ni se ocurra hacerlo, Wesley.

Tom se recostó en su asiento y señaló la puerta. —Quiero que se marche. Ya tiene mi respuesta. N

hay nada más que hablar.A Arthur se le agolpaban las ideas en la cabez

uscando desesperadamente algún argumento que todav

no hubiera utilizado, pero Tom tenía razón: no había nadmás que hablar. Aquello había terminado y había perdido Kitty. Había perdido todo lo que le importaba. Se levantde la silla e inclinó la cabeza.

 —Adiós, Pakenham.

 —Adiós, Wesley.Se dio la vuelta y salió del estudio con paso resuelterrando la puerta tras él con un fuerte golpe. No regresóa biblioteca, sino que se dirigió directamente a la puerrincipal, bajó las escaleras y fue hacia los establos. E

mozo de cuadra ya lo esperaba con su caballo, como si s

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maginara que el capitán no se quedaría mucho rato. Unoasos crujieron sobre la grava tras él.

 —¡Arthur! ¡Arthur, espera!Arthur se detuvo y se dio la vuelta lentamente. Kitty s

aró en seco al ver su expresión terriblemente apenada. —Oh, no... —Lo siento, Kitty. —No. Espera. Tú espera aquí. Hablaré con él. —S

dio la vuelta y echó a correr de nuevo hacia la entradmientras le gritaba una última vez—: ¡Espera!

Pero Arthur sabía que no serviría de nada. TomPakenham no cambiaría de opinión. Arthur se dio cuenntonces, con amargura, de que Tom se había opuesto a

matrimonio desde el principio. Sencillamente, como había dicho, «no era lo bastante bueno para Kitty». Aquella

alabras le hirieron como si hubiera recibido un golpPorque eran ciertas. Le arrancó las riendas de las manos mozo de cuadra y subió a la silla. Clavó las espuelaerozmente, dio la espalda a Pakenham Hall para siempre e alejó galopando camino abajo levantando rociadas d

grava del suelo.

* * * 

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Cuando regresó a su alojamiento en Dublín, su furia shabía desvanecido y en su corazón sólo quedaba una sordadolorosa desesperación. Subió las escaleras hacia shabitación y cerró la puerta con llave tras él. Fuera hab

scurecido y el parpadeo anaranjado de una farola de alle cubría el marco de la ventana. Hacía frío; Arthuncendió una vela y preparó el fuego rápidamente. Lstancia no tardó en quedar inundada de un temblorosesplandor, y Arthur se sentó en un taburete y clavó l

mirada en el carbón ardiendo. Ahora que Kitty habídesaparecido de su vida, ¿qué le quedaba? ¿Qué iba a hacer

rthur recorrió su habitación con la mirada y se dio cuende lo harto que estaba de ella. De lo harto que estaba de loafios idiotas que constituían la corte del virrey.

Detuvo la mirada en el violín apoyado en la ot

squina y, con una débil sonrisa, Arthur se levantó deaburete y fue a buscar el instrumento. Punteó las cuerda

distraídamente unos momentos. Luego alzó el arco mpezó a tocar. Cuando las débiles notas llenaron el airrthur cerró los ojos y dejó que su mente volviera a s

niñez. Volvió a Dangan; a la sala de música y a su padrbsequiándolo con orgullo con aquel mismo violín; gustoso aplauso de su familia cuando actuó ante ellos porimera vez.

Mientras tocaba, su pensamiento vagaba libremente.

La locura revolucionaria de Francia se extender

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ntonces más allá de sus fronteras y amenazaría coontagiar al resto del mundo. Aquello debía evitarse si s

quería que perduraran el orden y la propia civilización. Eey francés estaba muerto, asesinado por su propio puebl

Inglaterra no tendría más alternativa que ir a la guerra. Eal caso, ¿estaría Kitty a salvo allí en Irlanda, con snquieta población nativa de granjeros católicos? Wolf

Tone ya estaba tramando una sangrienta insurrección desdl exilio en Francia. De nuevo Francia. Siempre Franci

Había que acabar con ella antes de que aplastara a otranaciones bajo su ensangrentado tacón.

Arthur bajó el violín y se sentó lentamente en aburete. Se quedó mirando fijamente las rojas llamas y vi

que el mundo estaba cambiando. A menos que los hombrectuaran enseguida, una nueva época oscura de salvajism

opular aplastaría a toda Europa en su abrazo. Con uobresalto, Arthur se dio cuenta de que él se contaría entros hombres a los que llamarían en aquel momento crucia

y temió no estar a la altura. Tom Pakenham había puesto ededo en la llaga al decir que Arthur no era lo bastant

ueno. Tenía razón. Arthur no era lo bastante bueno parKitty, y tampoco lo era para los retos que se avecinaban.Movió la cabeza lentamente, asintiendo. Deb

mejorar y demostrar que era digno de llevar el nombre du familia. Había perdido a Kitty y tenía que consagrarse

ervir a los fines de su país y de su gente. Ahora ya n

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mportaba nada más. Todo lo que lo había ocupado hastntonces era diversión, una distracción, y había quacrificarlo para su nuevo propósito en la vida.

Arthur bajó los ojos al violín que sostenía en

egazo. La cálida madera pulida era suave y su tacto lesultaba familiar. Llevaba con él casi quince años, era sompañero, y la fuente de consuelo y placer que lo alejab

de las demás cargas de su vida. En aquel delgado armazóde madera vivían incontables recuerdos que ahora lbrumaban, hasta que de pronto supo lo que debía hacer,

debía hacerlo enseguida. Se levantó, se acercó al fuego yosteniendo el instrumento por el mástil, lo colocó sobros carbones encendidos. Por un momento el viol

descansó sobre las temblorosas llamas. Entonces, con unlamarada amarilla, el barniz prendió y unas lenguas d

uego recorrieron ávidamente sus elegantes curvas. Cuandl enchapado de color rojo cereza se volvió negro y sgrietó, las lágrimas brotaron de los ojos de Arthur ayeron lentamente por sus mejillas.

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CAPÍTULO LXXIII

Francia, 1793

La carreta que iba en cabeza traqueteaba por el caminon un movimiento vacilante que no acababa de adquirir uitmo determinado. Napoleón había colocado una gruesapa plegada sobre el agrietado cuero del pescante, pero uperficie llena de surcos por la que avanzaban las ruedaon llantas de hierro seguía sacudiéndole la espalda

haciéndole castañetear los dientes mientras el inestabarro de munición iba dando bandazos por el camino dviñón a Niza. A su lado, el carretero sostenía las rienda

n una mano callosa, mientras que en la otra tenía agarraduna pequeña hogaza de pan rellena de salsa de ajo.

 Napoleón se aferró a la barandilla, se dio la vuelta miró la línea de ocho carretas que formaban el convoyCada una de ellas iba muy cargada con barriles de pólvora

guirnaldas de balas de cañón. Además de las carretaapoleón estaba al mando de media compañía de la Guardacional con el objetivo de disuadir a los rebeldes quudieran seguir escondidos en el campo. Antes de huir d

Córcega, Napoleón había oído las noticias de lo

evantamientos que habían seguido a la ejecución del re

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Luis. La mayoría de ellos habían sido sofocados con untusiasmo implacable; el ruido áspero y el golpe sordo da hoja de la guillotina seguían frescos en la mente de

gente del sur de Francia. En aquellos momentos, guardaba

un temeroso silencio, pero la hostilidad en las miradas dos habitantes de los pueblos y ciudades por las que habasado el convoy desde que había salido de Aviñón ervidente.

Al principio, Napoleón no había sentido muchimpatía por aquellas personas que estaban tan dispuestas

volver al terrible despotismo del antiguo régimen. Suentimientos se habían convertido en furia al recibir

noticia de que a su familia la habían echado de Toulonuyos habitantes habían decidido desafiar la autoridad de

Convención de París. Al haber huido de Córcega, volvían

er refugiados. Su madre le había escrito para decirle quhabían encontrado refugio en un pueblo cercano a Marsellero a Napoleón seguía atormentándole la preocupacióor ellos. Su ira hacia los rebeldes se había sofocadápidamente después de haber presenciado la brutalidad co

a que París se había vengado de la gente de Lyon, Aviñón Marsella, y se encontró cuestionando la dura política dus compañeros jacobinos hacia las personas involucradan los levantamientos. La mayoría eran de familia puritangual que los campesinos que Napoleón había conocido e

Córcega. A los sacerdotes y simpatizantes de la monarquí

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es había resultado fácil incitarlos a rebelarse contra Convención. No tenía sentido castigarlos con taneveridad: una represión así sólo servía para encajar la cuñ

que dividía Francia. Lo que aquella gente necesitaba era un

dea, un sueño, un destino. Sí, reflexionó, una nocióomún de destino. Un destino que uniría a toda Francia y onvertiría en la mayor potencia de Europa.

 Napoleón sonrió ante aquella idea. Unos meses antehabía sido un ferviente nacionalista corso. Pero Paoli y sueguidores le habían robado ese sueño. Ahora sólo lmportaba su familia. Ellos y la necesidad de satisfacer sropia ambición ardiente. Si no podía ser un gran hombr

de Córcega, entonces —tanto si le gustaba como si no—onseguiría amasar una fortuna allí, en Francia, como urancés. Se estaba forjando una nueva nación, lo cu

ignificaba que las oportunidades estaban allí, a disposicióde los que fueran lo suficientemente audaces parprovecharlas. También había peligros, se recordapoleón. El otro día, sin ir más lejos, habían arrestado

general Brunet por ser demasiado lento a la hora de envia

efuerzos al ejército que rodeaba Toulon. Brunet ya estabentenciado a muerte, y sus compañeros oficiales lo habíaepudiado con desagradable celeridad. Napoleón se diuenta de que aquél era el sino de los que no servían a

nuevo régimen con el fervor requerido. Si se le presentab

a oportunidad, debía demostrar inmediatamente que e

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digno de promoción y ascenso.La carreta se ladeó y Napoleón se agarró como pud

ara evitar salir despedido del pescante. Masculló unmaldición y el carretero sentado a su lado sonrió.

 —¿Cuánto tiempo hace que trabaja en esta ruta? —reguntó Napoleón. —Doce años, capitán. —¿Todo el camino hasta Niza es igual de malo? —¿Malo? —El conductor enarcó una ceja y soltó un

eca carcajada—. Este es el tramo bueno, señor. Despuéde Marsella todavía es peor. Mucho peor. En algunos sitiovamos a necesitar a todos los hombres disponibles para quiren de los carros y poder subir por algunas colinas.

El conductor arrancó otro bocado de pan y masticápidamente, mientras examinaba otra serie de bache

ituados a corta distancia por delante. Los pensamientos dapoleón volvieron con tristeza a sus posibilidades d

scenso. Mientras sólo le asignaran la tarea de organizaos convoyes de suministros de artillería no tendrosibilidad de hacer méritos y llamar así la atención d

lgún poderoso patrono que favoreciera sus ambiciones.Los días transcurrían con lentitud, y el convovanzaba pesadamente por la campiña asándose bajo rillante resplandor de la luz del sol de finales de veran

Cada noche, Napoleón supervisaba la alimentación de la

mulas y apostaba a los centinelas antes de echarse en s

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manta y pasarse largas horas preocupándose mirando universo plagado de estrellas, en tanto que sus hombreharlaban con satisfacción alrededor de las fogatas. Por

mañana, levantaba temprano a sus hombres, haciendo cas

miso de sus quejas, y volvía a poner en marcha el convomientras la atmósfera todavía era fresca. Tras llegar Marsella, los carros viraron hacia el este, en dirección Toulon, donde entregarían parte de la pólvora al general dnfantería Carteaux, antes de proseguir hacia Niza.

Al término del segundo día después de dejar Marselll convoy se detuvo en el pueblo de Beausset, a una cor

distancia de Toulon. En cuanto hubo dado las órdeneertinentes para que el convoy se preparara para pasar

noche, Napoleón se encaminó a la alcaldía. La llanta dhierro de uno de los carros se estaba soltando,

necesitaban que un herrero se hiciera cargo de eparación.

El despacho del alcalde se hallaba en un edificiequeño y mediocre, en armonía con el pueblo que ésdministraba, y cuando Napoleón llegó, tan sólo quedaba u

mpleado trabajando. El secretario, un joven de tez morene había quedado en mangas de camisa, una fina prenda dino, mientras trabajaba sin descanso en una pila de papeleumido en el sofocante calor de la estancia.

El recién llegado tosió para llamar su atención.

 —Disculpe.

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El empleado dejó la pluma y levantó la vista. —¿Sí? —Soy el capitán Buona Parte, al mando de un convo

de munición. Nos hemos detenido a pasar la noche eBeausset y necesito un herrero.

El secretario meneó la cabeza. —No puedo ayudarle, capitán. Tanto el herrero comu ayudante fueron reclutados por la Guardia Nacionuando pasó por aquí el ejército del general Carteaux. Agual que la mayoría de los hombres sanos de Beausset.

 —Pero usted no. —No. —El administrativo hizo un gesto hacia abaj

on la cabeza—. Tengo un pie deforme. Es la primera veque me resulta útil.

 —Entiendo. —Napoleón frunció el ceño—. Entoncedónde está el herrero más cercano?

 —Había uno en Ollioules, pero también se lo llevó jército. Podría intentarlo en el cuartel general d

Carteaux. Ellos sabrán dónde está nuestro herrero. Lúltimo que oí es que el ejército se hallaba acampado cercde Ollioules.

 —¿A qué distancia se encuentra? —A una hora a caballo por el camino de Toulon. —¡Maldita sea! —Napoleón apretó el puño. Hab

ido un día largo y agotador, y la perspectiva de pasar variahoras organizando la reparación de la rueda de la carreta l

nojó.

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El empleado le observó un momento y añadió: —Podría intentarlo en la posada que hay al otro lad

de la plaza. —¿Ah sí?

 —Allí debería haber algunos oficiales del EstadMayor del general. Tal vez ellos podrían darle indicacionencluso es posible que ellos mismos puedan facilitarle loervicios del herrero. Eso si es que no están demasiadcupados adulando a los representantes.

 —¿A qué representantes? —preguntó Napoleón coas cejas enarcadas.

 —A los del Comité de Seguridad Pública. Los hanviado aquí para asegurarse de que Carteaux hace un buerabajo con esos cabrones monárquicos de Toulon.

A Napoleón se le aceleró el pulso. Los representante

del Comité eran los promotores que había detrás de lojércitos de Francia. Eran los representantes quienes teníal poder de ascender a los oficiales con éxito y dar de bajlos que no eran lo bastante diligentes o a los que siemprarecían tener mala suerte. Miró al administrativo.

 —¿Quiénes son? —Fréron y Saliceti. —¿Saliceti? —Napoleón meneó la cabez

orprendido. La última vez que había visto a ese hombrhabía sido en París, cuando aquél le había encomendado

area de espiar a Paoli. Y ahora era un representante

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apoleón se preguntó por un momento si no sería mejovitar a Saliceti, teniendo en cuenta cómo habían resultadas cosas en Córcega. Pero luego razonó que no fue culpuya. El había hecho todo lo que Saliceti le había pedid

De hecho, era el representante corso quien estaba en deudon Napoleón, circunstancia de la que éste tal vez pudieprovecharse. No es que aquel gran hombre se inclinara ener un buen concepto de los que le recordaban deudaemejantes, caviló Napoleón. De todos modos... a meno

que se atreviera a enfrentarse a ese hombre, nunca sabría había dejado pasar esa oportunidad que tadesesperadamente necesitaba en aquellos momentoVolvió a mirar al secretario—. Este tal Fréron, ¿cómo es?

El empleado se encogió de hombros y respondió coautela:

 —No sabría decirle, la verdad. Apenas le conozco... —¿Y? —le instó Napoleón. —Lo único que sé es que publicaba un periódic

acobino en París, de modo que tiene contactos poderosoEs la clase de hombre con el que habría que tener much

uidado, no sé si me entiende, capitán. —Entiendo —asintió Napoleón—. Muy bien. Graciaiudadano.

El administrativo bajó la cabeza a modo de respuesy, a continuación, retomó su papeleo mientras el capitán d

rtillería abandonaba la oficina y, con paso resuelto

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ruzaba la plaza de aquel pueblecito para dirigirse a osada del otro lado. Los dos soldados de la Guardacional que había repantigados en un banco junto a

ntrada se pusieron de pie y agarraron los mosquetes al ve

cercarse a Napoleón. Uno de ellos levantó el brazo pampedir que Napoleón entrara en la posada. —Disculpe, señor. ¿Qué le trae por aquí? —¿Qué me trae por aquí? —Napoleón le dirigió un

mirada fulminante al soldado—. Lo que me trae por aquí esunto mío, soldado. Vamos, déjeme pasar.

El hombre le dijo que no con la cabeza. —Lo siento, capitán. Este edificio ha sido requisad

or los representantes. No puede entrar nadie aparte de loficiales de Estado Mayor.

 —He venido a ver al ciudadano Saliceti —respondi

apoleón con firmeza—. Es amigo mío. —¿Amigo suyo? —repitió el guardia en un ligero ton

urlón. —Sí, amigo mío —dijo Napoleón—, Si no va

dejarme pasar, entonces dígale que el capitán Buona Part

e complacería en tener la oportunidad de hablar con él.El soldado de la Guardia Nacional dudó un momenty luego se volvió hacia su compañero.

 —Tú quédate vigilando mientras voy.El soldado entró y cerró la puerta tras él; Napoleó

yó el eco de los pasos sobre el suelo de madera cuando

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hombre cruzó la estancia al otro lado. Se oyeron unavoces amortiguadas y, a continuación, se abrió la puerta l soldado de la Guardia Nacional le hizo señas con

mano a Napoleón para que entrara. '

 —El ciudadano Saliceti lo recibirá.El interior era sombrío, aunque unos finos haces duz rosada brillaban a través de Unos postigos abiertos en ared del fondo. Dos hombres con casacas de galón dorad

desabrochadas estaban sentados a una mesa, encorvadoobre unos mapas que tenían extendidos entre los dos. Laobras de una generosa comida descansaban en dos grandelatos que había a un lado. Uno de los hombres era bajo ornido, llevaba gafas y se estaba quedando calvo. Miró coxpresión irritada a Napoleón cuando éste se acercó a

mesa. El otro hombre se puso de pie y extendió la mano

modo de saludo. —¡Buona Parte! Hacía meses que no le veía. Buen

desde... —Desde París, ciudadano. Cuando me pidió qu

volviera a Córcega.

 —Ah, sí. —Saliceti sonrió, incómodo—. Udesafortunado resultado, amigo mío. Tuvo suerte dscapar con vida.

 Napoleón se encogió de hombros. —Podría decirse así, pero fue con lo único con lo qu

scapó mi familia. Lo perdimos todo cuando nos vimo

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bligados a marcharnos.El otro representante, Fréron, dio un resoplido.

 —La revolución ha supuesto sacrificios para todonosotros, joven.

 Napoleón dirigió la mirada hacia los restos de somida y respondió: —Es evidente. —Sería prudente que me mostrara el respeto que se l

debe a un representante de la Convención, capitán —le dijFréron entre dientes.

Saliceti intervino con una carcajada. —Haya paz, ciudadano Fréron. Mi joven amigo n

enía intención de ofenderle. Además, es un soldadrofesional, y los soldados tienen tendencia a expresarsin rodeos.

 —¿Un soldado? —Fréron examinó al delgado joveque estaba frente a ellos y, lógicamente, lo que vio no lareció demasiado bien—. Si este chico es un típicficial de los que dirigen nuestros ejércitos, nuestra causstá prácticamente perdida.

 Napoleón sintió que la sangre se le helaba en las venamientras hacía todo lo posible por contener su furiFulminó a Fréron con la mirada, pero mantuvo la bocerrada. Fréron sonrió al ver su expresión antes de volver

dirigirse a Saliceti:

 —Oficiales... ¡Bah! Si nuestros oficiales son ta

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uenos, ¿por qué los enemigos de Francia nos estáhaciendo retroceder por todos los frentes? Deberíamousilar a unos cuantos más para conseguir que el restumpla con sus obligaciones como es debido.

Saliceti alzó una mano para calmar a su compañero. —Sí, sí. Ha explicado sus ideas sobre motivar nuestros hombres muchas veces, ciudadano. Y, en partestoy de acuerdo con usted. Pero el capitán Buona Partquí presente, tiene potencial para convertirse en u

magnífico oficial, y es un buen jacobino, uno de lonuestros; de manera que, por favor, no ponga en entredichu lealtad con la Revolución.

Fréron no pareció convencido y se limitó a encogersde hombros con aire desdeñoso.

 —Si usted lo dice. Pero he visto pocos indicios d

mucha lealtad o competencia entre los oficiales de poquí. Debemos considerarnos afortunados de que Carteaustuviera disponible para tomar el mando del ejército. H

hecho un buen trabajo aplastando a esos rebeldes de Lyon viñón. Y no tardará en meter en cintura a ese nido d

raidores de Toulon. —Sí, estoy seguro de que lo hará —dijo Saliceti eono suave—. Para tratarse de un hombre con tan limitadxperiencia militar ha resultado ser formidable a la hora dofocar dichas revueltas.

 —La experiencia militar no es nada comparada con

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oder del fervor revolucionario. —A Fréron le brillaroos ojos tras los cristales de sus gafas—. La Revolucióerá un éxito gracias a dicho poder.

 Napoleón lo escuchó con desprecio. El fervor no er

más que una de las fuerzas que los oficiales debíaprovechar. No obstante, por sí solo era tanto un peligromo una virtud. Fréron era una prueba clara de

necesidad de que los asuntos militares se dejaran en manode los soldados, no de los políticos.

 —Por supuesto que nuestros líderes necesitan fervo—coincidió Saliceti—, pero eso no va a ayudar mucho general Carteaux ahora mismo. Lo que necesita soefuerzos. —El representante se volvió hacia Napoleóara explicarse más—: Desde que los rebeldes rindiero

Toulon a los británicos, el enemigo no ha dejado de lleva

oldados a las defensas. Además de los británicos, hdesembarcado un poderoso contingente de tropaspañolas, así como algunas fuerzas napolitanas y sarda

Hemos mandado a buscar refuerzos, pero lo que el genernecesita de verdad son especialistas en el arte del asedi

Sobre todo ahora que ha perdido al capitán Dominartin. —¿El capitán Dommartin? —Era el comandante de artillería de Carteaux. Result

gravemente herido hace una semana. Ahora el bueno degeneral dice que no puede hacer mucho hasta que n

eemplacen a Dommartin. He mandado un aviso al Ejércit

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de los Alpes para que busquen a alguien y, hasta que no lncuentren, nuestros hombres no pueden hacer otra cos

más que quedarse sentados y montar guardia en Toulon. Napoleón sintió que la cabeza le daba vueltas con la

mplicaciones de aquella noticia. ¡Qué mala suerte paDommartin! Y qué suerte para Napoleón si pudieronvencer a Saliceti y, lo más importante, a Fréron. Sclaró la garganta.

 —Caballeros, ¿podría hacer una sugerencia? —¿Cómo dice? —Fréron lo miró con impaciencia—

De qué se trata, capitán? Hable. —Como ya sabe el ciudadano Saliceti, soy oficial d

rtillería —Napoleón se irguió—. Podría asumir el mandde la artillería del general Carteaux.

 —¿Usted? —Fréron meneó la cabeza—, ¿Por qu

bamos a elegirle a usted? Necesitamos a un especialista esedios.

 —Yo soy especialista —repuso Napoleón coirmeza—. He estudiado el tema a fondo y fui el primer

de mi clase en la academia militar de París. —Era mentir

ero Fréron no podía saberlo. El único riesgo era quSaliceti pudiera recordar los detalles del expediente dapoleón.

 —Eso no sirve. Necesitamos a alguien coxperiencia, no a un colegial, por muy prometedor qu

ueda ser.

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 Napoleón tuvo la sensación de que la oportunidad se escapaba de las manos y se acercó un paso a Fréronnclinándose levemente para poner énfasis a sus palabras.

 —Puedo sustituir a Dommartin. Ustedes denme

añón, y yo les entregaré Toulon. —Se volvió hacia Salice—, Deme tan sólo la oportunidad de demostrarlo. Es lúnico que pido.

 —¿Es lo único que pide? —Fréron se rio—. Pues ns mucho. Dígale a este chico que se marche, Saliceti,

volvamos al trabajo. —¡Espere! —Napoleón agarró de la manga a Salice

—, ¿Qué pueden perder dándome el puesto? Estudié en mejor escuela de artillería de Europa. Además, necesitan lguien para comandar la artillería y aquí yo soy el únicficial capaz de hacerlo.

 —Bueno... —Al menos denme el puesto hasta que llegue

ustituto de Dommartin. Puedo empezar a trabajar en laaterías de asedio. Así, el nuevo comandante de artillerodrá seguir adelante con el asedio en cuanto llegue.

Saliceti frunció los labios con aire pensativo. —Eso es cierto.Fréron dio un resoplido.

 —¡Oh, vamos, Saliceti! Nos está haciendo perder iempo.

 —No, no es verdad. El capitán Buona Parte podr

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horrarnos tiempo, como él dice. No perdemos nadnombrándole. Quién sabe, puede que incluso tengamomucho que ganar con ello. Yo digo que le demos el puestoLo haremos bajo mi autorización, si usted no quier

ompartir la responsabilidad. Napoleón se mantuvo en silencio durante aquel últimomentario, sin atreverse apenas a respirar mientras s

decidía su futuro inmediato. Si Saliceti se salía con la suyapoleón entraría en combate. Preparar el asedio a un

iudad bien fortificada era un asunto sucio y peligroso, tomo había descubierto el capitán Dommartin. Podruponer perfectamente la muerte de Napoleón. Pero lternativa —una interminable procesión de convoyes d

munición chirriando por los desnivelados caminos enderos del sur de Francia— era insoportable.

Fréron se recostó en su asiento. —¿Lo pondrá por escrito? —preguntó con una fr

onrisa al intuir el provecho que podría sacar de ituación.

Saliceti asintió con la cabeza.

 —Lo haré. —Entonces adelante. Bajo su responsabilidad. Y hastque aparezca el sustituto.

 —Estoy de acuerdo. —Saliceti se volvió hacapoleón—, Le diré a mi administrativo que redacte la

rdenes de inmediato. Puede esperar fuera.

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 —Gracias, señor —dijo Napoleón con una sonrisa—Le prometo que no lo lamentará.

 —Será mejor que procure que así sea, capitán. Estoeguro de que puede imaginarse la suerte que le espera

racasa.

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CAPÍTULO LXXIV

El general Carteaux era un hombre con much

resencia. Era alto, ancho de espaldas y, comorrespondía a un antiguo soldado de caballería, tenía uscuro bigote rizado. Murmuró en voz baja mientras leía

documento que el joven oficial de artillería le habresentado. En el exterior de la tienda, los ruidos d

jército acampado llenaban la atmósfera: el relincho de loaballos, alguna que otra conversación de los soldados qustaban fuera de servicio y los ásperos gritos de loargentos de instrucción.

Al clarear el día, Napoleón había transferido el mand

del convoy de munición a uno de sus tenientes. Tomó unde los caballos y emprendió el camino hacia Ollioules galope en busca del cuartel general de Carteaux. En cuanterminó de leer la carta de nombramiento de Saliceti,

general Carteaux levantó la mirada. —Capitán Buona Parte, sus credenciales so

mpresionantes. El ciudadano Saliceti habla muy bien dusted. Por lo visto, cree que puede serme de considerablyuda.

 —Eso espero, señor. —Yo también. Pero permítame que deje clara un

osa. —Carteaux hendió el aire con el dedo apuntando

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apoleón—, Este es mi ejército y yo ya servía comoldado cuando a los muchachos como usted todavía le

daban el pecho. Sé lo que estoy haciendo y no me hacninguna gracia que nadie me diga cómo debo hacer m

rabajo. —Se recostó en su asiento—. Ya me harté de eson Dommartin. Ustedes los artilleros creen saberlo todo Napoleón mantuvo la boca cerrada. No podía dec

nada sin provocar aún más los prejuicios de aquel hombrLo mejor era capear sus insultos y luego emprender rabajo. Cambió de tema.

 —Señor, ¿podría preguntarle cuáles son sus planeara el asedio?

 —¿Mis planes? —Carteaux esbozó una débil sonris—. Me corresponde a mí saberlos y a usted ejecutarlos.

 —Por supuesto, señor. Pero si pudiera explicarm

uál es mi papel en ellos, entonces podría ocuparme de quos cañones estuvieran preparados para servir nuestra

necesidades. —Muy bien. —Carteaux se puso de pie con cuidad

ogió un catalejo que había encima de su arcón de viaje

e dirigió a la entrada de la tienda—. Sígame y se lxplicaré.Una vez fuera, condujo a Napoleón hasta un pequeñ

montículo. Desde la cima, el terreno se extendía cuesbajo y allí, quizás a unos cinco kilómetros de distancia, s

hallaba el gran puerto de Toulon, enclavado entre el mont

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Faron y la cabeza del puerto interior, donde se encontrabnclada una gran flota de buques de guerra. Carteauontempló la escena un momento, antes de dirigirse apoleón.

 —Va a ser un hueso duro de roer. Además de ladefensas de la propia ciudad, hay unos cuantos fuerteodeando el puerto. Los tres mayores son Malbousquellí, el más cercano a nosotros; Lamalgue, en el extrem

más alejado del puerto y el fuerte situado en lo alto dmonte Faron. Debemos capturar los tres si queremoontrolar los accesos a Toulon. Luego —Carteaux movió

mano señalando las embarcaciones del puerto—endremos que ocuparnos de la flota enemiga. Hasta aho

hemos contado más de veinte buques de línea, y se rumoreque hay más en camino.

 —¿Se rumorea? —Tenemos nuestros espías en Toulon. Nos mantiene

astante bien informados sobre los efectivos y laosiciones del enemigo. De momento, según nos cuental enemigo tiene a más de diez mil hombres en Toulon. Y

engo doce mil. Así pues, debo esperar a tener abundanteefuerzos antes de emprender mi ataque. Mientras tantquiero que se disponga el cañón para apoyar a mi infante—ía cuando ésta asalte los fuertes. Ése es su trabajo, capitá

Buona Parte.

 —Sí, señor.

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 —Bueno, supongo que querrá inspeccionar su nuevmando.

 —Sí, señor. —Bien. El parque de artillería se encuentra al pie d

sa colina de allí. —Señaló una variopinta colección diendas situadas a cierta distancia por detrás de laosiciones toscamente fortificadas de los puestos dvanzada. A un lado, se extendían las cureñas y armones deren de artillería de Carteaux. No había mucho sentido drden y los pocos soldados visibles se hallaban sentadoin hacer nada junto a un puñado de fogatas humeantes.

Carteaux hizo un gesto con la cabeza en aqueldirección.

 —Pues vaya, capitán. Quiero un informe sobre disposición de combate de la artillería al finalizar el dí

Más vale que haga algo útil mientras llega su sustituto. —Sí, señor. —Napoleón se puso en posición d

irmes y saludó formalmente. Carteaux movió la cabeza modo de respuesta y regresó a su tienda con paso resuelto

Mientras bajaba por la cuesta, Napoleón cruzó

ampamento de uno de los batallones de la infanteregular. Los soldados lo miraron hoscamente al pasar; sólunos cuantos se molestaron en ponerse de pie y saluda

unque las tiendas se habían montado formando líneaectas, las zanjas para las letrinas se habían cavado a un

orta distancia del campamento y eran tan poco profunda

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que ya rebosaban; Napoleón arrugó la nariz de asco al pasatoda prisa junto a ellas.

Al llegar al parque de artillería, respiró hondo marchó hasta la fogata más cercana donde había tre

hombres sentados fumando en pipa. Al oír que se acercabos soldados se volvieron hacia él, pero no hicieron ademáde levantarse y saludar.

 —¡En pie! —gritó Napoleón—, ¿Quién diablos sreen que son?

Los tres soldados se levantaron y, a regañadientedoptaron una postura más formal y saludaron. A Napoleóe centellearon los ojos cuando se acercó al hombre quenía más cerca y le tiró la pipa al suelo de un golpe.

 —¿Cómo se llama, soldado? —Cabo Macón, señor.

 —¿Cabo? ¿Y dónde está su galón? —Con mi equipo, señor. —Pues puede quedarse ahí. A partir de ahora es uste

l soldado Macón.El soldado abrió los ojos, sorprendido.

 —¡No puede hacer eso! —Soy su nuevo comandante —gruñó Napoleón—Puedo hacer lo que quiera, soldado.

 —No. —Macón meneó la cabeza—. Protesto. —Protesta anotada, y se le acusa de insubordinació

—Antes de que el hombre pudiera replicar, Napoleón s

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volvió hacia uno de los otros—. ¿Su nombre? —Soldado Barbet, señor. —El hombre se puso firme

on toda la rigidez de la que fue capaz. —De acuerdo, Barbet, ¿quién es el oficial de mayo

graduación del campamento? —Los oficiales están en Ollioules, señor. —¿En Ollioules? —En la posada, señor.La expresión de Napoleón se ensombreció.

 —¿Qué clase de lamentable parodia de soldados soustedes?

Los tres mantuvieron la vista al frente en silencio, streverse a mirarlo.

 —¡Bah! —Napoleón escupió en el suelo—. ¡Son unondenada vergüenza!

 —¿Qué diablos ocurre aquí? —gritó una voz desddetrás de los soldados, y un instante después un joveargento se abrió camino a empujones entre ellos y s

detuvo, sorprendido, al ver a Napoleón. —¿Su nombre?

El sargento se cuadró rápidamente. —¡Sargento Junot, señor! Secretario de Estado Mayodel comandante de artillería.

 —¡Ah! Entonces trabaja para mí. —¿Señor?

 Napoleón sacó la notificación de su designación

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argo y se la entregó al sargento Junot. —Soy el capitán Buona Parte, el nuevo comandante d

rtillería.Junot le echó una mirada al documento y se l

devolvió a Napoleón, que hizo un gesto con la mano hacMacón. —La primera orden que le doy es que anote en

egistro que este hombre queda degradado a soldado raso cusado de insubordinación. Múltelo con la paga de unemana y castíguelo con una semana de servicio de letrinaEntendido?

 —Sí, señor. —Muy bien. Luego quiero que mande a alguien

uscar a mis oficiales y que se presenten aqnmediatamente. En cuanto lo haya hecho, vuelva con u

uaderno de notas. Estaré allí, inspeccionando los cañones —Sí, señor. —Junot saludó y se dirigió hacia la tiend

grande que había en el centro del campamento. Napoleóe volvió de nuevo hacia los tres soldados—. Busquen esto de los hombres. Quiero a todo el mundo e

ormación enseguida. ¡Vamos! Napoleón fue andando a grandes zancadas hacia loañones intentando con todas sus fuerzas no sonreír. Estabatisfecho consigo mismo. La primera impresión ququellos hombres se llevarían de él sería la de un hombr

evero que sabía mantener la disciplina, precisamente l

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que él quería que pensaran. Necesitaba obtener resultadoápidos en su nuevo mando. A menos que pudier

demostrar a sus superiores que era un hombre quonseguía que las cosas se hicieran rápida y efectivament

no dudarían en reemplazarlo cuando el Ejército de lolpes mandara por fin a alguien que ocupara el puesto dherido capitán Dommartin.

Por lo que había observado desde la posición dCarteaux, los cañones, armones y carretas se habían dejadn un desordenado revoltijo y los animales de cargastaban entre el equipo. Una mula levantó la cabeza par

mirar al joven oficial cuando éste empezó a inspeccionaas piezas, y luego bajó el hocico y siguió paciend

desinteresadamente. En cuanto regresó el sargento Junoapoleón empezó a dictarle notas detalladas mientra

mbos iban recorriendo el parque de artilleríscudriñando detenidamente cada una de las cureñas ajones de munición. Cuando completaron la tareapoleón les echó un vistazo a las notas.

 —Veintiséis cañones de varios calibres. Cuatro d

llos son inservibles, a la espera de ser reparados. —Levantó la vista—. ¿Por qué no los ha reparado la forja dampaña?

 —No tenemos forja de campaña, señor. —¿Cómo dice? —Napoleón meneó la cabeza—

Cómo diablos puede funcionar un tren de artillería d

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jército sin una forja? —El general le había prometido al capitán Dommart

que lo solucionaría, señor. —¿Ah sí? ¿Cuánto hace de eso?

 —Un mes, señor. Napoleón apretó los dientes y soltó aire con fuerza. —Un mes... Bien, entonces tendré que ocuparm

ersonalmente del asunto. Otra cosa, ¿cuántos hombrentegran los efectivos?

Junot respondió de inmediato: —Trescientos trece hombres incluido usted, señor, d

os cuales doscientos noventa y ocho son aptos para ervicio.

 Napoleón miró al sargento con aprobación. Allí habun hombre que parecía responder con rapidez a un desafío

 —¿Y qué proporción de soldados hay como esos treque me encontré junto al fuego? Supongo que no soegulares.

 —No, señor. Son voluntarios. Un tercio de lohombres son voluntarios. El resto son regulares o artillero

navales. —¿Tiene alguna otra buena noticia, sargento?Junot sonrió.

 —¿Eso significa que no debería mencionar el hechde que no tenemos suficientes animales de tiro para lo

añones ni suficientes herramientas para su mantenimient

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y que apenas hay pólvora y munición para las piezas con laque sí contamos?

 Napoleón se quitó el sombrero y se pasó la mano pou cabello lacio y oscuro.

 —Ya veo. Bueno, por lo visto vamos a estar mucupados durante los próximos días. —Sí, señor. —El sargento Junot asintió con la cabez

—. Ya era hora. Napoleón le dio un suave puñetazo en el hombro. —¡Buen chico! Bien, creo que será mejor que le

hagamos saber a los soldados lo que les espera. Vaya nunciarme.

El sargento Junot se alejó corriendo, y Napoleóguardó un momento antes de volver a ponerse ombrero, juntar las manos a la espalda y encaminarse

erreno abierto frente a las tiendas. Cuando se aproximabl sargento Junot gritó:

 —¡Oficial al mando presente!Con su aguda vista, Napoleón percibió que algunos d

os soldados se movían con el propósito de ocupar su

osiciones, pero la mayoría de ellos se colocaban en sitio arrastrando los pies con una falta de seguridad quhirió su sentido de la profesionalidad.

 —¡Deprisa! —les gritó Junot a voz en cuello. Napoleón caminó junto a la primera fila escudriñand

los hombres que entonces tenía bajo su mando, sobr

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odo a los cuatro tenientes que se hallaban de pie frenteus divisiones. Uno de ellos, un hombre de edad que llevab

un uniforme descolorido, estaba a todas luces ebrio y tengrandes problemas para mantenerse firmes. Napoleó

ecorrió la línea y se detuvo bruscamente frente al hombrorracho. —¿Su nombre? —¿Mi nombre? —dijo el teniente arrastrando la

alabras—. Soy el teniente Charles de Foncette, capitáeñor.

 —¿Está borracho, verdad?El hombre sonrió.

 —Sí, mi capitán. Napoleón dio un paso hacia él con rapidez y lo empuj

on fuerza en el pecho. El teniente De Foncette sali

despedido hacia atrás y cayó de espaldas con un golpe que hizo dar un explosivo grito ahogado y lo dejó sin aire eos pulmones. Inmediatamente, empezó a vomita

manchándose el rostro y la delantera de su uniforme. Napoleón señaló a los hombres que estaban má

erca. —Usted y usted, echen a este gordo cabrón de mampamento. Llévenlo al cuartel general y déjenlo ah

Cuando se le haya pasado la borrachera, puede enviar lguien a por sus cosas. —Napoleón agitó la mano co

mpaciencia—. ¿Y bien? ¿A qué están esperando?

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Mientras los dos soldados, a regañadientes, ayudabanonerse en pie al maloliente oficial y se lo llevaban casiastras, Napoleón se volvió para mirar a los demás. Eorazón le palpitaba como un loco en el pecho. Era

momento de la verdad. Su futuro dependía de lo que hiciern los próximos instantes. Si hablaba bien, aquellohombres lo aceptarían como su líder. Si no consegupelar a ese espíritu de los soldados que les hacía logra

grandes cosas ante casi cualquier adversidad, perdería portunidad de darle un empujón a su carrera. Napoleóespiró hondo y empezó a hablar.

 —¡Soldados! Tienen ante ustedes al enemigo, a loraidores de Toulon, que han traicionado su derechnalienable y lo han vendido a los enemigos de Franciuestro adversario nos aventaja en cuanto a efectivo

uenta con unas defensas formidables y con el apoyo duego de la armada más poderosa del mundo. A alguiejeno a la situación, ésta podría parecerle desesperadQué puede conseguir este ejército contra una fortaleza dpariencia tan inexpugnable? —Hizo una pausa lo bastan

arga como para que el efecto retórico de sus palabraalara en sus corazones, y luego se aprovechó de ello—Este ejército no puede conseguir nada siempre y cuandiga en un estado tan descuidado, desesperado e impropi

de un militar como he descubierto en este campament

Por Dios! Si hasta los vivanderos se han esforzado má

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que ustedes. ¡Y si al enemigo se le ocurre lanzar un ataquontra el ejército que rodea Toulon, apostaría un bue

dinero a que ellos ofrecerían mayor resistencia quustedes! Francamente, caballeros, ahora mismo son un

bsoluta vergüenza para el uniforme que llevan. A menoque cambien las cosas, perderemos esta batalla, que bieodría ser el momento crucial de la Revolución. Todos loños de sufrimiento que ha soportado el pueblo francéara deshacerse de la opresión de los aristócratas no habráervido de nada. En el futuro, cuando sean ancianos,

gente los señalará con el dedo y susurrará que numplieron con su deber cuando toda Francia lo

necesitaba... Dirán que fracasaron —repitió con deliberadnfasis, luego les dio la espalda y se quedó mirando uno

momentos las distantes defensas de Toulon, mientras su

hombres digerían su acusación. Luego se dio nuevamente vuelta y volvió a hablar en un tono más suave.

 —Ese es un posible futuro. Un futuro que no debemoermitir que suceda. Podemos tomar Toulon. No obstantlevo aquí tiempo suficiente para darme cuenta de que n

uede hacerse mediante un ataque frontal. Nuestrnfantería quedaría hecha pedazos antes de que lograapturar cualquiera de esas fortificaciones. Sólo hay unosa que pueda doblegar a Toulon —sonrió—: la artillerí

Esos somos nosotros, caballeros. Sólo nosotros. Debemo

anzar sobre Toulon todos los cañones que podamo

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ncontrar. Debemos rodear al enemigo con una cortina daterías que se hundan en sus defensas como dientefilados. Montaremos nuestras baterías delante de su

narices y, cuando estén terminadas, haremos volar a

nemigo en pedazos y lo hundiremos en el mar. No hacalta que les diga que será un asunto peligroso y que vamonecesitar hasta el último ápice de coraje, fuerza

esistencia que podamos sacar de nosotros mismos. Estva tanto por los oficiales y sargentos como por looldados. No habrá descanso paran ninguno de nosotroDe ahora en adelante viviremos junto a los cañones, y n

descansaremos hasta que esa bandera de los Borbones qundea sobre Toulon sea abatida y reemplazada por landera de Francia!

 Napoleón se arrancó el sombrero, lo sostuvo en alto

or un instante no hubo respuesta por parte de los soldadoEl sargento Junot dio un paso adelante, alzó su sombreron una ovación y de repente el aire se llenó de laxclamaciones de los hombres y los gritos de consignaatrióticas. Napoleón se sumó a ellos, gritando a más n

oder. Se fue acercando a Junot y llamó su atención. —Quiero a los oficiales y sargentos en mi cuartgeneral en cuanto se rompa la formación. Dígales al restde suboficiales que ordenen a sus hombres que desmonteas tiendas y las vuelvan a levantar como es debido. Lueg

endrán que poner en orden el parque de artillería. No hab

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omida ni descanso hasta que lo hayan hecho, y lo hayahecho bien. ¿Entendido?

 —Sí, señor. —Bien. —Napoleón asintió con la cabeza—. Proced

unot. Napoleón se abrió camino entre los hombres y sdirigió a la tienda de mando. Dentro, en la parte de atráhabía un par de mesas de campaña en las que se amontonabl papeleo. Napoleón se acercó al extremo de una de la

mesas donde descansaba un gran frasco con vino tinto unas cuantas copas de peltre, y se sirvió una copa. Todarecía haber salido bastante bien. Les había proporcionadlos hombres cierto encauzamiento, una conciencia de

mportancia de su papel en el asedio y, por consiguientierta noción de su responsabilidad. Eso bastaría para qu

iguieran adelante. El truco consistía en mantenerlooncentrados, lo cual significaba proporcionarles algúipo de victoria lo antes posible. Algo que justificara e

duro trabajo al que los sometería. Las ideas se agolparon eu cabeza y, al cabo de un momento, abrió los faldones d

ntrada de la tienda y se quedó mirando colina abajo hacToulon. Unos cuantos buques de guerra enemigos estabanclados en el brazo oeste del puerto interior, bajo olina de Brégaillon.

 Napoleón sonrió. Muy bien. Empezaría por allí.

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CAPÍTULO LXXV

Dos días después, cuando la palidez de las primera

uces del día bordeaba el horizonte, Napoleón echó uvistazo por la mira del cañón de veinticuatro libras. Earco que había elegido como objetivo era poco más qu

una mancha oscura en el puerto de más abajo. El Auroruna fragata, era una de las embarcaciones capturadas po

os ingleses cuando Toulon se había rendido a la armadritánica. Se hallaba muy lejos y Napoleón sabía que laosibilidades de alcanzar a la fragata eran pocas, pero nra ése el objeto de la demostración de aquella mañanapoleón haría que los enemigos de Francia repararan e

que sus defensas no eran, ni con mucho, tan seguras comllos podían pensar. Y lo que era más importante, iba demostrarles a sus superiores que era la clase de oficique tomaba la iniciativa.

Mientras sus soldados empezaban a poner orden en ampamento y en el parque de artillería, Napoleón habnviado a sus oficiales a buscar herramientas de zapador estones de mimbre para la construcción de la batería. Eapitán Marmont, un joven con las mismas ansias d

demostrar su valía que Napoleón, había sido enviado a atería costera de Cap Négre para requisar los cañones d

veinticuatro libras que Napoleón necesitaba. En el tren d

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rtillería del ejército, sólo había piezas ligeras quesultarían prácticamente inútiles para un asedio.

Marmont se encontró con que los cañones estabamontados sobre cureñas navales, absolutamen

nadecuadas para los caminos llenos de baches que llevabade vuelta a Toulon. Así pues, los cañones tuvieron qudesmontarse y subirse a pesadas carretas para hacer viaje. El duro esfuerzo físico de arrastrar las carretas habdejado exhaustos a los hombres de Marmont y a las mulaero no había habido descanso para ellos cuando volvierol campamento. Todos los hombres disponibles estabarabajando duro para completar la primera de las batería

del capitán Buona Parte. El trabajo continuó durante toda noche bajo el tenue resplandor anaranjado de fogatas ntorchas. Napoleón había decidido que rompería con

radición de asignar una letra a cada batería. En lugar de eses pondría nombres, algo con lo que los hombres sudieran identificar más estrechamente. La primera slamaría la Batería de la Montaña.

En cuanto los soldados, sudorosos y jadeante

erminaron de construir los parapetos y tronerarrastraron los gruesos maderos de la plataforma del cañóos colocaron en su sitio y los apisonaron bien en la tierrusto entonces llegó Marmont con sus cañones d

veinticuatro libras. Napoleón fue corriendo hacia las pieza

ujetando la antorcha por encima de la cabeza pa

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xaminarlas. —De momento servirán, pero tendremos qu

olocarlos en cureñas normales lo antes posible. —apoleón le dio unas palmaditas en el hombro a Marmont

onrió— ¡Bien hecho! La marina británica se va a pegar uuen susto cuando empiecen a caerles encima las primeraalas de veinticuatro libras.

 —No me cabe duda, señor —contestó Marmont, quarecía intranquilo—. El problema es que sólo pudimoncontrar unos cuantos proyectiles y nada de pólvora. Latería de Cap Négre lleva varios meses fuera de servicistá casi desmantelada.

 —¡Maldita sea! —Napoleón apretó el puño—Entonces tendrá que ir a buscar munición en cuantmanezca. Hay una batería en Bau Rouge. Inténtelo allí.

 —Sí, señor.Marmont se dio la vuelta para gritarles las órdenes

us soldados, y Napoleón miró el reloj y se mordió abio. La noche anterior había mandado una invitación

Saliceti, Fréron y Carteaux para que vinieran y observara

ómo la Batería de la Montaña abría fuego sobre la floritánica. Aunque los cinco cañones estuvieran preparadotiempo, sólo habría munición suficiente para unas cuanta

alvas, lo cual no causaría muy buena impresión. Napoleóe dio cuenta de que la única solución era utilizar una so

oca de fuego. De ese modo, podría hacer durar

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munición y supervisar personalmente la carga y puntería da pieza.

Así pues, a medida que la luz se intensificabentamente, Napoleón centró su atención en preparar

añón situado más a la izquierda y seleccionó con muchuidado las mejores balas para los disparos inicialeCuando los servidores de la pieza terminaban ya de cargal primer proyectil y Napoleón ajustaba la mira del tub

Marmont se acercó a él a toda prisa. Hizo un gesto con abeza por encima del hombro.

 —Llegan los representantes. ¿Estamos listos, señor? Napoleón asintió. —Tanto como podemos estarlo. ¿El general viene co

llos? —No le vi.

De modo que Carteaux había decidido desairarlensó Napoleón con una sonrisa. No le sorprendíapoleón había conseguido más en dos días que el gener

n varias semanas, cosa que los representantes Saliceti Fréron seguro que valoraban.

Al levantar la vista, Napoleón vio el borroso contornde dos jinetes que coronaban la cresta que se alzaba poncima de la batería antes de que éstos bajaran trotand

hacia él. Napoleón fue a recibirles y los saludó cuandllos frenaron sus caballos. Saliceti echó un vistazo a lo

rabajos de preparación del terreno con interés.

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 —Lo ha hecho bien, Buona Parte. Muy bien, la verda—Miró a Fréron—, ¿No está de acuerdo, ciudadano?

Fréron asintió con la cabeza y, por primera vez, lonrió a Napoleón.

 —Parece ser que lo juzgué mal, joven. Napoleón hizo todo lo posible para que no se rispara el rostro ante aquel comentario, que no sabía si er

un cumplido o una grosería, y se limitó a inclinar la cabezn modesto reconocimiento.

 —Gracias, ciudadano Fréron. —¿Cuándo estará listo para disparar? —Estamos a punto de empezar. —Napoleón hizo u

gesto con la mano hacia una pequeña plataforma que shabía levantado junto a la batería—. Si quieren observadesde esa plataforma, lo verán todo muy bien.

Saliceti y Fréron ocuparon sus posiciones, apoleón se acercó al cañón que había seleccionado y l

hizo una señal con la cabeza al cabo de cañón. —Yo dispararé la pieza. —Sí, señor.

 Napoleón le cogió el botafuego a uno de los artilleroy miró por la tronera a la fragata que se hallaba abajo en uerto. Ya había luz suficiente para distinguir el mástil, loalos e incluso el trazado de las jarcias. El aire estaba ealma y la superficie del mar lisa y vítrea. Unas cuanta

iguras diminutas se movían en la cubierta del Aurore. Nad

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odía parecer más pacífico que la fragata, pensó Napoleóon una sonrisa forzada. Era hora de romper la paz ecordarle a la armada británica que estaban en guerra. Setiró de la tronera y gritó:

 —¡Aléjense del cañón!Los servidores se apartaron, y Napoleón se situó a uado de la cureña. Respiró y bajó el botafuego hacia xtremo de la mecha que sobresalía del fogón. El extremncendido tocó la mecha. De inmediato, se oyó un sonidibilante y luego un profundo y retumbante estruendo, iempo que una brillante llamarada salía de la oscura boc

del cañón. El cañón quedó inmediatamente envuelto pouna nube de acre humo grasiento que se les metió en garganta a los servidores de la pieza. Napoleón le tendió otafuego al cabo, echó a correr hacia la tronera y subi

presuradamente por el terraplén para intentar ver dóndaía la bala.

Aguzó la vista, fijándola en la fragata y en el mar qua rodeaba, consciente en todo momento de que loepresentantes observaban con sumo interés la actuació

del nuevo comandante de artillería. Tras varios segundos densión, un distante chorro de agua se alzó del mar a cierdistancia de la fragata y hacia un lado. El agua cayó eorma de gotas sobre las expansivas ondulaciones que s

habían formado en la superficie del puerto, tras lo cu

desapareció todo indicio del punto en el que había caído

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royectil. —¡Marmont! —gritó Napoleón—. ¿Ha visto eso? —Sí, señor. —¿A qué distancia del barco diría usted que ha caído

Marmont hizo una pausa para calcularlo antes desponder. —A unos doscientos o doscientos cincuenta metro

Ya unos cincuenta a la izquierda. Napoleón movió la cabeza en señal de asentimiento. —Es lo que yo pensaba. Muy bien. ¡Cargador!Uno de los servidores dio un paso al frente.

 —¿Señor? —Lo intentaremos con dos medidas más de pólvora. —Sí, señor. —El cargador saludó, pero Napoleón s

dio cuenta de la mirada de preocupación que el hombre l

dirigía a su cabo. —¿Qué problema hay?El cabo hizo un gesto con la cabeza hacia

veinticuatro libras. —Ya no nos atrevemos a utilizar más pólvora, señor.

 —No se preocupe, cabo —Napoleón le sonrió parranquilizarlo y dio unas palmaditas en la boca del cañón—sta bestia es lo bastante fuerte como para soportar carga

mucho mayores todavía. Ahora cárguelo como hrdenado.

 —Sí, señor.

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 Napoleón se dirigió a la plataforma de observación e reunió con Saliceti y Fréron.

 —Pronto deberíamos empezar a alcanzarlos. —Eso está bien —dijo Saliceti con una sonrisa—. U

rabajo excelente, Buona Parte. Tenga por seguro que lmencionaremos en nuestro informe para París cuandaiga Toulon.

Fréron lo miró con las cejas enarcadas. —Es una buena demostración, sí, pero no no

recipitemos. Los cañones de Buona Parte aún tienen qudemostrar lo que pueden hacer.

 Napoleón asintió. —Es cierto, señor. Esta batería sólo puede hostigar

os barcos situados en este extremo del puerto, lo cual esmuy bien, pero la llave para retomar Toulon está allí. —

Dirigió la mirada de los representantes hasta un puntdetrás del pueblo de La Seyne—. Eso es el fuerte dL'Eguillette. Si el general puede tomarlo y fortificarlnuestros cañones cubrirán la entrada al puerto interioCualquier embarcación que intentara entrar o salir d

Toulon tendría que aguantar el acoso de nuestra artilleríTodavía sería más peligroso para el enemigo alentáramos las balas. Si capturamos L'Eguillette,

marina británica tendrá que abandonar el puerto interior, ntonces ya sólo será cuestión de tiempo que Toulon s

inda a nosotros.

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 —Parece usted muy seguro de sí mismo —comentFréron con el ceño fruncido.

 —Parece lo más obvio, ciudadano. —Bueno, pues si es obvio para usted también tendr

que serlo para el enemigo. ¿Por qué no han fortificadL'Eguillette entonces? Napoleón se encogió de hombros. —No tengo ni idea. Pero lo harán en cuanto se de

uenta de su importancia. —Estoy seguro de que tiene razón, capitán —

ntervino Saliceti—. El ciudadano Fréron y yo lantearemos el tema al general en cuanto lo visitemos ea tienda de mando. Mientras tanto, supongo que tienntención de construir más baterías como ésta, en cuyaso necesitará más cañones de este calibre, más bala

más pólvora... ese tipo de cosas. Napoleón afirmó con la cabeza. —Sí, ciudadano. Y le agradecería que me concedier

a autoridad para requisar lo que necesito. Eso ahorrariempo y le evitaría al Estado Mayor del general la carg

del papeleo extra. —Muy considerado por su parte. —Saliceti le dirigiuna mirada cómplice, y acto seguido se encogió cuando añón disparó de nuevo.

Al cabo de unos momentos, uno de los artillero

gritó:

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 —¡Un impacto! ¡Un impacto!El sonido de las ovaciones hendió el aire. Napoleó

no había visto caer la bala, pero sabía que si habían dado el blanco a aquella distancia era por una pura cuestión d

uerte. El tubo se calentaba y los servidores utilizaban cadvez una bala más mal forjada, por lo que seguro que recisión del bombardeo disminuiría. No obstantapoleón se daba cuenta de la necesidad de animar a su

hombres, de recompensarlos por los dos días de trabajgotador que habían hecho posible aquel momento. Esboz

una sonrisa forzada y se volvió hacia el cabo de cañón. —¡Un impacto! Bien hecho. ¡Así se dispara, cabo! —¡Gracias, señor! —No se quede ahí parado. ¡Vuelva a darles, hombre!Los vítores se desvanecieron y los servidores s

nclinaron sobre las cuerdas de arrastre y tiraron dveinticuatro libras para volver a colocarlo en la tronera.

Saliceti le dio un suave codazo a Napoleón. —Me encargaré de que tenga lo que necesit

Supongo que con la cantidad de baterías que requiere le va

hacer falta más hombres. —Sí, señor. —Entiendo. Me imagino que ni por un instante se

habrá pasado por la cabeza que el hecho de que roporcionemos más hombres le conllevará un ascenso.

 Napoleón se sobresaltó y notó que le ardía la sangre.

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 —¡Señor! Protesto. No buscaba un ascenso. Sólquiero hacer bien mi trabajo.

 —Por supuesto —lo aplacó Saliceti—, Y por favono se disculpe por ser ambicioso. Francia necesita a lo

hombres ambiciosos como nunca. Así pues, le necesitamoquí y ahora, comandante Buona Parte.

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CAPÍTULO LXXVI

 —No es una situación muy prometedora —dijo

epresentante Fréron con gélida circunspección, al tiempque paseaba la mirada en torno a la mesa. El generCarteaux y sus oficiales superiores permanecieroentados en incómodo silencio y Fréron prosiguió—. Ystamos a mediados de octubre. Lejos de ver un rápid

inal, este asedio se ha alargado durante meses y no parecque estemos más próximos a acabar con esos cabronemonárquicos. Quiero una explicación. París ha exigido unforme que el ciudadano Saliceti y yo tendremos quscribir en los próximos días. Por su propio interés, l

mejor es que nos dieran la oportunidad de tener algositivo que ofrecerle al Comité de Seguridad Públicatra cosa que no sean sus cabezas.

El general Carteaux se inclinó hacia delante y dio uuñetazo en la mesa.

 —¡No puede esperar que hagamos milagroiudadano Fréron! Necesitamos más hombres, máuministros y más tiempo para capturar Toulon. Si Paronociera la verdadera situación que hay aquí, estoy segur

de que el Comité mandaría los refuerzos que necesito.Fréron esbozó una sonrisa.

 —¿Está diciendo que el ciudadano Saliceti y yo no le

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stamos contando a los miembros del Comité la verdaobre la situación?

Las gruesas cejas de Carteaux se fruncieron. —No. Lo que pasa es que les debe resultar difíc

hacerse una idea precisa sobre los acontecimientos cuandstán tan lejos del campo de batalla. —¿Campo de batalla? —dijo Fréron con desdén—. ¿

qué campo de batalla se refiere? Lo único que veo cada ds un extenso campamento de soldados que corren máeligro de morir de viejos que bajo el fuego enemigparte de unas pocas escaramuzas, no ha conseguido uste

nada. El enemigo se le adelanta a cada momento. —Frérolavó un dedo en el mapa que había extendido en la merente a él—, ¡Gracias a su lentitud han tomado L'Eguillet

y han plantado un maldito fuerte enorme en lo alto! —

Fréron se volvió hacia Saliceti, que estaba sentado a su ladon los brazos cruzados—, ¿Cómo dijo que se llamaba?

 —Fuerte Mulgrave, según nuestros espías. Veintañones, cuatro morteros y una guarnición de más d

quinientos hombres.

Fréron se volvió nuevamente hacia Carteaux. —Un buen punto de resistencia, creo que estará dcuerdo conmigo. La cuestión es, ¿por qué no llegamos alrimero?

 —Son cosas que pasan —repuso Carteaux co

ravuconería—. No había motivo para pensar que

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nemigo tenía intención de fortificar L'Eguillete. Son lavicisitudes de la guerra.

Saliceti descruzó los brazos y se inclinó sobre mesa.

 —General, se lo mencioné unos días antes de que nemigo empezara a construir el fuerte. Usted dijo que scuparía de ello.

 —Sí, lo dije. Cuando fuera el momento oportunCuando hubiera hecho los preparativos necesarios.

 —¿Qué preparativos necesarios? —le espetó Fréron —¿Cómo se atreve a poner en duda lo que digo? —

gritó Carteaux—, Usted es director de un periódico. ¿Quabe usted de temas militares?

 —Lo suficiente como para darme cuenta de que nstá progresando en interés de Francia. Me prometi

Toulon, y lo único que me da son excusas. —Cuando esté listo para atacar, lo haré. Sin demor

—Carteaux se obligó a bajar la voz—, Pero no ordenaré mis hombres que emprendan un ataque sin un apoyo drtillería adecuado. Si el comandante Buona Parte dejara d

onstruir baterías para cubrir el puerto y concentrara susfuerzos en un ataque contra el fuerte Malbousquentonces podríamos tomar Toulon mucho más deprisa. Ain y al cabo... —Carteaux soltó una risa forzada y miró us oficiales en busca de apoyo—, al fin y al cab

ntentamos capturar Toulon, no el mar.

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Unos cuantos de sus amigotes se rieron y sonrieronapoleón le lanzó una mirada fulminante a Carteaux cuand

l general se volvió hacia los representantes, envalentonador el apoyo de sus oficiales.

 —Devuélvanme el control de mis cañones y les dara victoria.Saliceti meneó la cabeza.

 —No. La clave de este asedio está en impedir que rmada británica acceda al puerto. Creo que la estrateg

del comandante Buona Parte es sólida. Debemooncentrar la artillería en torno a L'Eguillette. Tenemo

que tomar el fuerte Mulgrave y así controlaremos ntrada al puerto. La alternativa, su alternativa, es tomar louertes que rodean Toulon uno a uno y luego asaltar la

murallas de la ciudad. Perdóneme, general, pero me parec

que eso costaría muchas más vidas y llevaría mucho máiempo.

 —Un soldado debe tomar decisiones difíciles de ven cuando —dijo Carteaux, que se encogió de hombros—

Quizás a un político puede resultarle difícil de entender.

 —Por supuesto. Pero las decisiones difíciles no sonecesariamente las correctas, general. Mire el ataque monte Faron a principios de mes. ¿A cuántos hombreerdimos en dicho ataque? ¿Y qué conseguimos? Nada. Yuponiendo que hubiera tenido éxito, ¿entonces qué? Lo

tros dos fuertes que tendría que tomar, Malbousquet

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Lamalgue, son mucho más difíciles de tomar. ¿Cuántoientos o miles de nuestros soldados morirían en esotaques? —Saliceti meneó la cabeza—. Debemooncentrar nuestros esfuerzos en L'Eguillette.

Carteaux traspasó con la mirada a Saliceti durante umomento, y Napoleón vio que al general se le movrenéticamente la mandíbula debajo de su espeso bigot

Entonces soltó un resoplido de escarnio e hizo un gesthacia su comandante de artillería.

 —Sabe Dios lo que les habrá estado contando a mspaldas, Buona Parte, pero se equivoca.

 Napoleón sintió que se le helaba la espina dorsal dmiedo y preocupación. No tenía intención de verstrapado entre su comandante y los representantes d

Comité de Seguridad Pública.

 —No le he sido desleal, señor. No he dicho nada quos predisponga en su contra. Simplemente ofrecí unpinión táctica. Juzgo que debemos tomar L'Eguillette

me atengo a ello. —Usted juzga... —Carteaux sonrió con amargura—

Si es que tiene un plan para capturar Toulon, estoy segurde que todos estaríamos encantados de que lo compartieron nosotros.

 —Ya lo hice, señor. Se lo mandé a su cuartel general inales de septiembre.

Carteaux frunció la boca un momento antes d

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esponder. —Sea tan amable de refrescarme la memoria. —De acuerdo, señor. —Napoleón miró a Saliceti

Fréron—, ¿Con su permiso?

Fréron agitó la mano con impaciencia. —Adelante, Buona Parte. Napoleón se levantó con cuidado de su asiento, s

quedó de pie junto al mapa y señaló la gran península que sdentraba en el mar hacia el puerto de Toulon.

 —Si podemos establecer una batería de veinticuatribras en el extremo de L'Eguillette, los cañones cubrirál canal en toda su anchura. Mejor todavía, uno de mficiales ha localizado una culebrina de cuarenta y cuatribras que debería llegarnos a finales de semana. Con ellodemos empezar a bombardear las embarcacione

marradas en el mismísimo puerto. —¿Y de qué nos sirve eso? —preguntó Carteaux. —Tenemos Toulon rodeada. Su única salida es el ma

En este momento, lo que les da esperanza a la gente dToulon es ver una flota de buques de guerra de la marin

ritánica en el puerto. El enemigo puede hacer acopio dhombres y suministros a su antojo. Si obligamos a la flotabandonar el puerto interior, creo que se desmoralizarán

General, podrá entrar en la ciudad sin disparar ni una sovez. —Napoleón hizo una pausa para dejar que s

omandante imaginara la escena triunfal, y luego continu

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esumiendo su plan—, Pero primero debemos tomar uerte Mulgrave. Me gustaría tener permiso para constru

unas cuantas baterías más cerca del fuerte. —¿Cómo de cerca?

 —A una distancia de un corto disparo de cañón. A nmás de trescientos metros de las murallas.Varios de los oficiales que estaban sentados en torn

la mesa inhalaron aire bruscamente, tras lo cumpezaron a murmurar y a menear la cabeza.

 —Eso sería un suicidio —respondió Carteaux—. ¿usted me acusa de malgastar vidas?

 —Es un trabajo peligroso —admitió Napoleón—ero a los soldados se les paga para eso. Si trabajamoobre todo por las noches, minimizaríamos el riesgo.

 —Para usted es fácil pedirles a otros que arriesgue

us vidas, comandante. No estoy seguro de que lohombres lo vean de ese modo, en especial dado el númerde voluntarios que tenemos en el ejército.

 —No les pediré a mis hombres que hagan nada que yno haría —repuso Napoleón sin alterarse—. Trabajar

unto a ellos en las baterías y yo mismo dirigiré el fuegobre el fuerte.Carteaux sonrió.

 —Lo creeré cuando lo vea, comandante. —En tal caso, ¿puedo invitarles a usted y a su

ficiales de Estado Mayor a que inspeccionen la primer

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de nuestras baterías en cuanto esté terminada? —preguntapoleón con cortesía—. No correrían demasiado peligr

eñor.El general Carteaux lo fulminó con la mirada

mpezó a ruborizarse bajo el evidente regocijo de loepresentantes.Había caído de lleno en la trampa y estaba furios

Entonces su rostro adoptó una expresión calculadora. —Gracias, comandante Buona Parte. Acepto s

nvitación. Y supongo que los ciudadanos Saliceti y Frérostarán igualmente ansiosos por inspeccionaersonalmente el trabajo de su joven protegido.

En la cabecera de la mesa los representantentercambiaron unas miradas sorprendidas y nerviosa

Saliceti carraspeó y asintió mirando al general.

 —Por supuesto. A los soldados les hará bien ver quompartimos el peligro. Nos reuniremos con ustedes en

nueva batería. —Se volvió hacia Napoleón—, ¿Y a éstomo la va a llamar? ¿Ha pensado ya en un nombre?

 Napoleón caviló un momento y luego sonrió.

 —Sí, señor. La Batería de los Soldados sin Miedo.

* * * 

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A lo largo de la semana siguiente, Napoleón y suhombres trabajaron frenéticamente para construir rimera batería desde la que sus cañones intentaríaombardear las murallas del fuerte británico. Cuand

apoleón se dirigió a sus soldados para explicarles la tareque tenían por delante, no trató en ningún momento dcultar el peligro que entrañaba el trabajo. En lugar de eso exageró y, al terminar, los miró con un brillo dxcitación en los ojos.

 —Este es un trabajo para hombres de verdad. Parhombres que los tengan bien puestos. Es por eso que se lido a ustedes y no a esa chusma de lo alto de la colina que hacen llamar infantería, y mucho menos a esos divongreídos de la caballería. Si uno quiere un trabajo bie

hecho, se lo pide a los mejores. Así pues, ¿hay algú

nteresado?Hubo tantos voluntarios para el trabajo que Napoleó

scogió tres turnos de los mejores hombres y al resto lerometió que habría vacantes en cuanto el enemigo laroporcionara. La primera noche, Napoleón y Junot,

quien había ascendido a teniente, salieron sigilosamente erreno abierto frente a las murallas para señalar mplazamiento de la batería con estaquillas de madera rozos de cuerda. En cuanto se terminó con eso, Napoleóegresó con un pequeño equipo de zapadores que cavaro

una zanja rápidamente y levantaron un burdo parapeto qu

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roporcionara cierta protección para el trabajo de la nochiguiente. Junot se quedó allí con cincuenta hombrermados para proteger el lugar de cualquier contraataquritánico. Cuando el sol de otoño se alzó en un sombrí

ielo gris, los artilleros vieron que unos rostros lomiraban desde las troneras del fuerte. Poco después se viuna bocanada de humo, un brillante fogonazo y luego uido sordo de un disparo de cañón antes de que una baozara la tierra frente al parapeto, pasara por encima de suabezas con un grave zumbido y quedara alojada en unuesta cubierta de hierba que había detrás. El fuegontinuó a intervalos durante todo el día, causando muocos daños puesto que Junot y sus hombres permanecíagachados a cubierto del parapeto. Cuando oscureciapoleón trajo a los zapadores. La zanja se hizo má

rofunda, el parapeto se hizo más alto, convirtiéndolo en uerraplén, y se reforzó con gaviones llenos de tierra biepretada. El enemigo siguió disparando alguna que otrarga de metralla en la oscuridad, pero no hubo bajauesto que los soldados se arrojaban al suelo en cuant

veían el brillo del fogonazo de la boca en los muros duerte.Cuando se terminaron los trabajos de preparación d

erreno, los tiros de mulas trajeron maderos para lataforma de artillería, en tanto que los zapadore

oncentraban sus esfuerzos en cavar una zanja d

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omunicación en zigzag que conducía a las línearancesas. Napoleón y sus hombres pudieron entonceontinuar con su trabajo a plena luz del día sin peligro.

Una vez completadas las defensas, llegó la hora de

rolongada y aún más ardua tarea de arrastrar las piezas drtillería hasta la batería. Napoleón había seleccionadinco morteros y tres cañones de dieciséis libras para rabajo. Los morteros, con su trayectoria elevada, lanzaríaor lo alto granadas explosivas contra el interior del fuert

haciendo tanto daño a la moral del enemigo como el quharían a sus defensas y equipo. Mientras tanto, los cañonede dieciséis libras batirían las murallas hasta que abrierauna brecha lo bastante ancha como para arriesgarse a usalto de la infantería contra el fuerte Mulgrave.

A finales de mes, la batería quedó terminada

apoleón mandó un mensaje al cuartel general parnformar a su superior y a los representantes que omandante de artillería se complacía en invitarles bservar la nueva batería en acción. El teniente Junougirió que aguardaran a que llegaran sus invitados, antes d

brir fuego sobre el fuerte. —¿Por qué? —preguntó Napoleón. —Para darle cierto aire de celebración —explic

unot. —¿Aire de celebración? —Napoleón se rio—. Vamo

atacar una posición enemiga, no a inaugurar una maldi

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eria de pueblo. —Si deja que el general dé la orden de abrir fuego,

mejor todavía, uno de los representantes, ganará prestigintre ellos, nada más.

 Napoleón lo consideró unos instantes y meneó abeza. —No voy a darle a ese idiota de Carteaux ningun

portunidad para que se adjudique el mérito de esto. Euanto a los representantes, creo que quedarán mámpresionados si empezamos con el ataque que si losperamos.

Con las primeras luces del día 28 de febrero, se habraído ya la munición y la batería estaba lista para abruego. En cuanto los morteros y el cañón estuvieroargados, Napoleón aplicó el botafuego a uno de lo

rimeros. El mortero disparó con un estrépitnsordecedor, y el tubo achaparrado retrocedió temblandn su estática cureña. Los servidores observaron la débaya oscura del proyectil que se elevó por encima duerte antes de caer tras las murallas. Al cabo de u

nstante, un gran chorro de tierra y madera hecha pedazoe alzó por los aires, y los soldados dieron gritos dntusiasmo en torno a Napoleón, ahogando el retumbo da distante explosión.

 Napoleón alzó las manos para hacerlos callar.

 —¿A qué esperan? ¿A Navidad? ¡Démosles s

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merecido!El bombardeo empezó con una serie de estruendosa

detonaciones, una tras otra. Por encima del fuerte, el airno tardó en quedar cubierto por una polvorienta humared

n cuyo interior surgían unas manchas amarillas y naranjaque revelaban las explosiones de las granadas de lomorteros de Napoleón. El impacto de los cañones ddieciséis libras fue menos dramático, puesto que soncentraron en destrozar una de las troneras enemigantes de apuntar a la siguiente. A medida que ibranscurriendo la mañana, y al no soplar ni la más levrisa, el humo de los cañones rodeaba la batería en un velsfixiante. Al final, Napoleón se encaramó a un montícul

de tierra entre dos de los dieciséis libras, alzó su catalejobservó la caída de los proyectiles de su cañón; dictó una

notas a Junot, que subió al montículo y se sentó a su ladEl enemigo los vio enseguida y disparó unas cuantas vecen su dirección con un solo cañón de pequeño calibringuno de los proyectiles cayó cerca de ellos, por lo qu

os británicos no tardaron en rendir el intento para ahorra

munición.Más avanzada la mañana, un sargento informó apoleón de que el general se aproximaba, junto co

Saliceti, Fréron y varios oficiales. —¿No deberíamos bajar a recibirles, señor? —

reguntó Junot.

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 —No. —Napoleón sonrió—. Creo que no. Que scerquen ellos.

Al cabo de unos momentos, el sargento gritó la ordede alto el fuego y los servidores se cuadraron cuando

general, los representantes y su séquito aparecieron por anja de comunicación. El general Carteaux mirntornando los ojos a través del humo de pólvora qumpezaba a disiparse, y echó un vistazo a las ordenadaeservas de munición y a las sólidas defensas, agujereada

únicamente por las estrechas troneras de los dieciséibras.

 —¡Comandante Buona Parte! —Aquí arriba, señor. —Napoleón agitó la mano par

traer la atención del general. —¿Qué demonios está haciendo, hombre? Póngase

ubierto antes de que el enemigo le dispare. —Estamos fuera del alcance de los mosquetes, seño

y es imposible observar la situación desde ahí abajo. Aqurriba estaría completamente seguro, señor, de verdad.

El general Carteaux dudó un breve momento antes d

dirigirse al terraplén y subir para reunirse con somandante de artillería. Los demás lo siguieron, y pronthubo una pequeña multitud congregada en un extremo de atería para mirar por el terreno abierto hacia el fuerte.

 —¡Sigan disparando! —les gritó Napoleón a su

rtilleros antes de dirigirse a sus invitados—. Com

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ueden ver, ya empezamos a hacer mella en sus defensaHemos destruido una tronera y dañado una segundntentarán reparar los daños en cuanto oscurezca, poupuesto, pero nuestros morteros ya los tienen a tiro y le

omplicarán mucho la vida. —Comandante. —Fréron hizo un gesto con la cabezhacia el fuerte—, ¿Está absolutamente seguro de qustamos fuera de su alcance?

 —De los mosquetes sí, ciudadano. Claro que podríarriesgarse a dispararnos con uno de sus cañones ahora quienen más gente a la que apuntar, pero tendrían que tene

mucha suerte para alcanzarnos al primer disparo. —No sé por qué, pero eso no me resul

articularmente tranquilizador, comandante Buona Parte.Los oficiales de Estado Mayor de Carteaux se riero

nerviosamente por el comentario, y Napoleón continunformándoles. Señaló los rasgos principales de la

defensas del enemigo y el daño que la artillería tendría qurovocar para que el asalto fuera viable. A continuaciónapoleón indicó los emplazamientos de las otras batería

que pensaba construir en las próximas semanas. Cuandoncluyó, cayó en la cuenta de que, mientras hablablgunas de las granadas de los morteros no parecían habestallado.

 —Junot, una nota para el capitán Marmont. E

nemigo parece haber extinguido la mecha de algunas d

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nuestras granadas. Que se encargue de reducir el tiempo dquema de las mechas en, digamos... unos tres segundos de...

Fue bruscamente interrumpido cuando una repentin

luvia de terrones cayó sobre el grupo de oficiales. Algunode ellos se echaron al suelo y se taparon la cabeza, y otroaltaron de nuevo a la batería. El general Carteauermaneció erguido, pero con una expresión de horror el rostro. Los dos representantes estaban en cuclillas juntél, con los hombros encorvados.

 —¿Qué demonios fue eso? —masculló Saliceti con ara salpicada de tierra suelta. Napoleón echó un vistazo

vio que la bala enemiga había caído en el terraplén, a pocometros del grupo de oficiales. Señaló el surco que habdejado.

 —Allí, ciudadano. Por lo visto el enemigo ha decididntentar alcanzarnos, después de todo. ¿Junot? ¿Está usteien?

 Napoleón se obligó a volverse con toda tranquilidahacia su teniente, al tiempo que metía la mano dentro d

haleco para ocultar el temblor nervioso de sus dedounot estaba sacudiendo una fina capa de tierra de suaderno de notas. Levantó la mirada hacia Napoleón y, co

una calma exagerada, respondió: —Estoy bien, señor. Al menos no me hará falta aren

ara secar la tinta.

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 Napoleón se echó a reír y se volvió de nuevo hacia suuperiores. Saliceti y Fréron ya volvían a la seguridad de atería y el general Carteaux miraba con preocupación nemigo con los puños apretados.

 —Han acertado por casualidad, señor —comentapoleón tranquilamente.Por un momento, el general Carteaux fulminó a s

omandante de artillería con la mirada, luego movió abeza en señal de asentimiento.

 —Sí, ya. Gracias por la demostración. Lo ha hechien, comandante. Ahora debo regresar a mis obligaciones

Intercambiaron un breve saludo y Carteaux echó ndar hacia el borde del terraplén con toda la dignidad de

que fue capaz; luego bajó de un salto a la batería pareunirse con los demás.

Saliceti se asomó por el borde. —Buona Parte, si necesita cualquier cosa, hágamel

aber. —Gracias, ciudadano. Lo haré. —Y por favor, joven, no haga que lo maten.

 Napoleón sonrió y volvió nuevamente la mirada nemigo en el preciso instante en que salía una nube dhumo de una de las troneras del fuerte. En aquella ocasiól proyectil pasó por encima de sus cabezas, a un lado, anto él como Junot se estremecieron con el intens

umbido que hizo al pasar.

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 —Ha sido un disparo de encuadramiento —dijapoleón en voz baja—. El próximo caerá cerca.

 —Sí, señor —repuso Junot, que se levantó y metió uaderno de notas en su morral.

Permanecieron un momento sin moverse, y entonceapoleón se atrevió a echar un vistazo por encima dhombro. La cola del grupo de oficiales de Estado Mayodesaparecía de nuevo en la zanja de comunicación. Ugolpe sordo llamó de nuevo su atención, y tuvo tiempo dver que la tierra saltaba del suelo a una corta distancia dus botas.

 —Creo que es momento de ponerse a cubierto. —Sí, señor. —Vamos pues. —Napoleón se dio la vuelta y saltó a

nterior de la batería, calladamente complacido de

equeña demostración que le había hecho a Carteaux y, lque era más importante, a Fréron y Saliceti. Cuando secuperaran del susto, seguro que recordarían su valentía mperturbabilidad frente al fuego enemigo. Con cosas ara como uno se forjaba una reputación. Napoleón miró

unot y lo imitó—: «Al menos no me hará falta arena paecar la tinta». Teniente, debe de tener unas pelotas dhierro.

Junot sonrió abiertamente, y Napoleón le dio un suavuñetazo en el hombro.

 —Tanto mejor; le van a hacer falta.

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CAPÍTULO LXXVII

A principios de noviembre cambió el tiempo. Caía un

luvia fría que empapaba a los soldados que trabajaban etras dos baterías frente al fuerte Mulgrave. El suelo sonvirtió en barro y el trabajo se hizo más lento, puest

que los hombres tenían que caminar por la revuelta egajosa porquería para cavar desagües e intentar apuntal

os muros de las baterías parcialmente completadas. Poin, el día 15 de aquel mes de brumario la lluvia cesó, loielos se despejaron y Napoleón dio órdenes para qurajeran más munición de las reservas de Ollioules. Peruando abrieron el primer barril enseguida se vio claro qu

a pólvora estaba húmeda, la habían dejado bajo la lluvia da semana anterior y se había estropeado. Napoleón cogió un puñado de aquella pólvor

nservible, frotó un poco entre sus dedos y soltó unmaldición al notar que estaba pegajosa. Miró a Junot y dijntre dientes:

 —Cuando averigüe cuál de esos cabronencompetentes de Carteaux es el responsable de esto, jur

que lo mataré.Junot permaneció en silencio, pues no quer

mpeorar el mal genio de su comandante. Napoleón s

quedó mirando la pólvora un momento y volvió a echar

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ruscamente en el barril, que volcó de un puntapiMientras se limpiaba los restos de las manos en la casace obligó a calmarse.

 —Envíe a alguien a buscar más. Asegúrese de que est

n buenas condiciones, antes de llevarla a los cañones. —Sí, señor. ¿Alguna orden para los soldados? —¿Orden?Junot señaló los inútiles barriles de pólvora con u

gesto. —No podemos continuar el bombardeo hasta que

eemplacemos, señor. —No —contestó Napoleón agriamente—. Dígale

que abandonen el estado de alerta hasta que reciban nuevardenes.

 —Abandonar el estado de alerta. Sí, señor.

 —Voy a regresar al campamento. Avíseme en cuantparezca la nueva pólvora.

 —Sí, señor.

* * * 

Al volver a su tienda, Napoleón tomó asiento frente

a mesa de mapas y examinó sus planes para el despliegu

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de más baterías. No habían pasado ni dos meses desde quo asignaron al mando de la artillería, y ya había construid

nueve baterías al oeste de Toulon además de tenelaneadas otras cuatro. Su contingente original d

rescientos hombres había aumentado hasta casi mquinientos, que apenas bastaban para servir las más de cieiezas de artillería que rodeaban Toulon. Como resultad

de ello, Saliceti había recomendado su ascenso a tenienoronel interino, y Napoleón esperaba la confirmacióficial antes de hacerse coser las charreteras a la chaque

del uniforme. Se enorgullecía de su meteórico ascensero el ejército no estaba mucho más cerca de tomar uerto. El lento proceso de batir las defensas del fuer

Mulgrave hacía que lo corroyera la impaciencia, así coma negativa del general Carteaux a hacer del fuerte s

rioridad. En aquellos momentos, sólo había dos batallonede infantería atrincherados junto a los cañones d

apoleón. Sólo estaban allí para proteger las baterías, nara encabezar un ataque al fuerte cuando llegara

momento.

 Napoleón había insistido en su plan con loepresentantes cada vez que había tenido oportunidad, ecientemente había recurrido a enviarle una caronfidencial al ministro de Guerra en París quejándos

duramente de la incompetencia del general Carteaux y de

necesidad urgente de que se adoptara su plan si querían qu

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Toulon cayera antes de finalizar el año. Había enviadquella carta en un momento de irreflexión, y ahorapoleón temía haberse pasado de la raya. Carteaux poseoderosos patronos entre los jacobinos y no era probab

que el general le perdonara semejante ofensa si snteraba.Inclinado sobre la mesa, Napoleón se pasó las mano

or el pelo y percibió un alboroto fuera de la tienda. Looldados se gritaban unos a otros y, en la distancia, se oíl débil estallido de unos disparos de mosquete. Napoleóuspiró, se levantó cansinamente y salió al exterior. Looldados estaban aprovechando al máximo el cambio en iempo y habían colocado cuerdas entre los mástiles de laiendas para poner a secar sus uniformes y ropa de cammpapados. Unas tenues volutas de vapor se alzaban po

ncima del campamento y Napoleón se abrió camino entrllas para mirar cuesta abajo hacia el fuerte Mulgravusto al otro lado de la zanja exterior, vio a una pequeñoncentración de soldados, algunos de ellos con

uniforme francés y el resto vestidos de escarlata. Napoleó

chó un vistazo a su alrededor y vio que el capitán Marmonbservaba el incidente a través de un catalejo. Napoleón se dirigió hacia él a toda prisa y le gritó: —¿Qué demonios está pasando?Marmont se dio la vuelta y saludó a su superior.

 —Parece ser que algunos de nuestros piquetes s

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dejaron llevar un poco y se acercaron demasiado al fuertLos británicos realizaron una salida para capturarlos. Ahores están dando una buena paliza.

 —Déjeme ver.

 Napoleón tomó el catalejo que le brindaba el capitáno enfocó hacia el fuerte. Dentro del círculo ampliado dcular vio perfectamente a los soldados franceses dodillas mientras que sus captores les propinaban patadasulatazos con los mosquetes.

 —¿A qué viene todo esto? —Me lo imagino. Los piquetes están lo bastante cerc

omo para intercambiar insultos con los británicos. Unosa lleva a la otra y ése es el resultado. Pero a lo

nuestros no les va muy bien, mire.Marmont señaló las trincheras que había frente

uerte. Los soldados trepaban por ellas con los mosqueten la mano y haciendo gestos de enojo hacia el enemig

Sus gritos furiosos se oían desde lo alto de la cuesta ymientras los dos oficiales observaban, fueron saliendo cadvez más soldados al descubierto, que empezaron a avanza

oco a poco por el terreno abierto hacia el fuertapoleón volvió a dirigir el catalejo hacia los británicoVio que éstos dejaban de agredir a los soldados y miraban os franceses que avanzaban hacia ellos. Entonces, uargento de casaca roja bajó su pica y se la clavó en

echo a uno de los prisioneros.

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 —¡Cabrón! —Napoleón tomó aire bruscamente iguió mirando con horror, mientras el sargento les hac

una señal a sus hombres y éstos la emprendían con laayonetas contra el resto de prisioneros—. ¡Esos hijos d

uta están asesinando a nuestros hombres!Los soldados franceses que había alrededorofirieron un enorme grito de indignación, y acto seguid

una marea de hombres de uniforme azul cargaron contra osición enemiga.

 —¡Oh, mierda! —Marmont se dio un puñetazo en muslo—. ¡Serán idiotas! ¿Qué creen que están haciendoDebemos detenerlos.

 —No. —A Napoleón se le agolpaban las ideas en abeza. Sintió que la emoción de la oportunidad corría pous venas—. No. Llegó la hora. Esta es nuestr

portunidad. ¡Vamos!Agarró a Marmont del brazo y tiró del capitá

mientras echaba a correr cuesta abajo precipitadamente. Aasar por los grupos de tiendas, Napoleón les gritó a looldados que agarraran sus armas y lo siguieran.

Por delante de él, la primera oleada de soldadoranceses había alcanzado la zanja exterior y avanzaban eropel salvando los obstáculos, quitándolos de en medion brusquedad, enojados, mientras iban a por los casacaojas que habían matado a sus amigos. Napoleón, con

orazón palpitante, corrió lo más rápido que podían llevarl

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us piernas. ¡Ojalá avanzaran suficientes soldados mientradurara su fervor! Si un oficial superior pudiera llegar hasllí con la suficiente prontitud como para aprovecharse da situación, entonces era posible cualquier cosa. Llegó a

Batería de los Soldados sin Miedo, y se detuvo en arapeto para gritarles a los artilleros que todavía seguíadentro:

 —¡Cojan un arma y síganme!Y echó a correr, abalanzándose entre los hombres qu

e dirigían hacia el fuerte en tropel. A lo largo de lamurallas, aparecieron bocanadas de humo de mosquentre las figuras de los soldados enzarzados en un

desesperada lucha cuerpo a cuerpo. Napoleón llegó a anja, bajó por la empinada pendiente evitando por un pelas afiladas puntas de un armazón de estacas de madera qu

había sido colocado en el barro del fondo. Cuando empeztrepar a gatas, ya descendían por el terraplén alguno

hombres heridos. A ambos lados, y por toda la longitud demuro los franceses luchaban para irrumpir en el fuerte. Poncima de los parapetos se veían los rostros desesperado

de los casacas rojas que arremetían con sus bayonetas landían sus mosquetes como si fueran garrotes. Los doandos iban a por el otro como animales salvajes. Cuandlegó arriba y se unió a los hombres enzarzados en aquelucha desesperada, Napoleón desenvainó la espada y la alz

odo lo que pudo.

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 —¡Adelante! —gritó—. ¡Adelante! ¡Síganme!Pasó a empujones entre dos de sus hombres, se agarr

la parte superior de un gavión y subió a una tronera. Euerte se extendía ante él y en el breve tiempo que se tom

ara echar un vistazo, Napoleón vio que aquel muro estabmuy poco defendido, aunque había más soldados formandn el otro extremo del fuerte, cerca de las casernas en la

que se alojaba el enemigo. No les quedaba mucho tiempntes de que los soldados reforzaran aquel lado del fuerte.

 —¡Señor! —gritó Marmont desde allí cerca— ¡A szquierda!

Al darse la vuelta rápidamente, Napoleón vio unmancha escarlata y tuvo el tiempo justo de cruzar su espadara desviar la acometida de la bayoneta. La punta de acere alejó con un repiqueteo y se clavó en la pared de mimbr

de la tronera. Napoleón estrelló la empuñadura de la espadontra el rostro del soldado británico, que cayó de espaldaon un resoplido, soltando el mosquete. Napoleón no restó más atención y saltó al interior del fuerte, agitandrenéticamente la mano para indicarles a los soldados qu

ban tras él que lo siguieran. Dentro de las murallas, mbos lados, ya había pequeños grupos de soldadoranceses dando caza al enemigo que corría delante dllos. Sólo unas cuantas tropas británicas se enfrentaban nemigo con tenacidad, furiosamente decididos a defende

u fuerte y su honor. Más allá, sus compañeros formaba

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ápidamente una línea de tiradores y se preparaban parargar contra los asaltantes y echarlos del fuerte. Napoleóe dio la vuelta para buscar a Marmont y lo vio a pocoasos de distancia, trepando por el terraplén.

 —¡Capitán! Llévele un mensaje al general. Dígale quhemos tomado la muralla. Dígale que mande a máoldados y el fuerte será nuestro. ¡Deprisa!

Marmont asintió con la cabeza, se dio la vuelta desapareció de la vista. Napoleón echó un frenético vistaz

su alrededor, evaluando la situación. Habían cruzado muralla montones de franceses, un cúmulo de soldadodesorganizados sin nadie al mando que en aquellomomentos mostraban señales de confusión y miedo, eanto que se iba disipando su furia inicial. Muchos de elloran artilleros, armados con poco más que estacas

uchillos. Los que llevaban mosquete lo habían descargadontra el enemigo en el asalto inicial. Napoleón se diuenta de que tenía que hacer formar a sus hombrenmediatamente; restaurar uno poco el orden y la disciplinntes de que los soldados se esfumaran cuando las bie

rdenadas filas de casacas rojas avanzaran hacia ellos.Cerca de allí, un sargento de los voluntarios habderribado a un casaca roja de un garrotazo y estabhurgándole en los bolsillos. Napoleón lo agarró del brazo partó bruscamente a aquel hombre de su botín.

 —¡Ordene a los hombres! Hágalos formar en líne

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os que lleven mosquete, al frente.El hombre lo miró sin comprender.

 —¡Haga formar a los hombres! ¿Entendido?El sargento volvió en sí, asintió con un gesto y s

lejó para bramar las órdenes a los hombres que srremolinaban por la muralla. Napoleón se dirigió hacia tro lado, encontró a algunos sargentos más y al tenientunot y les transmitió las instrucciones. Lentamente, co

demasiada lentitud, con empujones y engatusamientos, muchedumbre formó en una burda línea justo bajo lomuros y, a medida que iban entrando más hombres uerte, se les colocaba apresuradamente entre suompañeros. Napoleón dio la orden de que aquellos quuvieran mosquetes y munición cargaran y no disparara

hasta que se les ordenara hacerlo. El ruido de las baqueta

tacando los cartuchos de pólvora y las balas de mosquenundó el aire, y Napoleón pensó que si podían retener lo

muros el tiempo suficiente para que Carteaux sumara unaunidades organizadas y totalmente armadas a la contiendl fuerte Mulgrave sería capturado.

Desde el otro lado del fuerte llegó el redoble de uambor que resonó por todo el interior. Napoleón mirhacia allí y vio que la línea británica avanzaba oscilante a uaso regular y se acercaba a los franceses con lo

mosquetes todavía al hombro. Napoleón no pudo evita

onreír con admiración ante la sangre fría del enemigo. L

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onrisa se desvaneció cuando se dio cuenta del inminenteligro en que se encontraban sus hombres y él. Tomó air

y gritó la orden: —¡Presenten mosquetes!

Los que se hallaban en la primera línea sacaron surmas hacia el enemigo, inclinadas. —¡Alcen mosquetes!De un extremo a otro de la línea formada a toda pris

os mosquetes se alzaron, los soldados apoyaroirmemente las culatas en sus hombros y colocaron loulgares derechos sobre los percutores.

 —¡Amartillen las armas!El ruido de los trinquetes resonó a lo largo de la líne

y a uno de los soldados lo vencieron los nervios y disparu arma inmediatamente.

 —¡No disparen, maldita sea! —gritó Napoleón edirección a la bocanada de humo que había revelado osición del soldado—. ¡No disparen hasta que yo no dé rden!

La línea británica se detuvo frente a ellos a poco má

de cincuenta pasos de distancia. Lo bastante cerca comara permitir que Napoleón distinguiera los rasgondividuales de sus rostros y la cara del oficial que habncontrado una montura en medio de toda aquelonfusión, y que descollaba por encima de sus soldados. E

ficial británico gritó una orden y los casacas roja

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ogieron los mosquetes que llevaban al hombro vanzaron hacia el enemigo como un seto pinchudo d

mortífero acero. Napoleón alzó la espada. —¡Preparados para disparar!... ¡Fuego!

La descarga francesa estalló en una irregular ráfaga dxplosiones que, al instante, envolvieron el aire frente llos con un velo de pegajoso humo amarillo. Los soldado

de las filas traseras gritaron entusiasmados, pero cuando sdisipó la humareda las ovaciones se apagaron en sugargantas. Sólo habían caído unos cuantos soldadonemigos, y ahora les tocaba a ellos disparar. El oficial dos casacas rojas dio sus órdenes con una precisióstentórea; los soldados alzaron los mosquetes, hicieroetroceder los martillos, entonces hubo una breve pausa obre el fuerte se cernió un espantoso silencio, rot

únicamente por los gemidos y débiles gritos de loheridos.

El oficial de casaca roja gritó otra orden que quedhogada por el estruendo de una descarga masiva, las llamaalieron despedidas de los cañones de los mosquete

ritánicos, que quedaron ocultos tras una espesa nube dhumo. La descarga barrió la línea francesa como ungranizada y, en torno a Napoleón, la atmósfera se llenó dos fuertes silbidos y golpes sordos de las balas quasaban por encima de su cabeza o alcanzaban a su

hombres. A un soldado que iba delante de Napoleón se l

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ue la cabeza hacia atrás, y se disolvió en una sucia pasta dhueso, sesos y sangre que le salpicó la cara y el pechomo lluvia caliente. Luego se oyeron los gritos y jadeo

de las víctimas y, al limpiarse el rostro, Napoleón vio qu

habían caído muchos de sus hombres y el resto mirabahorrorizados la carnicería que los rodeaba. —¡Vuelvan a disparar! —gritó, y los que todav

onservaban el tino para actuar sacaron los cartuchos de laolsas y empezaron a recargar. Desde la línea de casacaojas les llegó el traqueteo de las baquetas en los cañone

de las armas. Mientras preparaban otra descarga mortíferos franceses más rápidos en cargar dispararon de nuev

una irregular cascada de estallidos con algún que otrilbido de un disparo fallido. Entonces estalló la segund

descarga enemiga y más franceses se doblaron en dos

ayeron al suelo. Unos cuantos soldados de la retaguarde esfumaron y se dirigieron sigilosamente hacia lo

muros. Al verlos, Napoleón fue hacia ellos y se abalanzhacia el más cercano.

 —¡Regresen! ¡Vuelvan a formar!

El soldado miró al joven oficial como si éststuviera loco, meneó la cabeza e intentó salpresuradamente por la tronera, apartando de un golpe

mano que Napoleón le puso delante. Napoleón se quedmirando a aquel hombre, abatido, y por primera vez sinti

a gélida mano de la mortalidad sobre él. El hecho de qu

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udiera morir allí, en aquella embarrada muralla llena dadáveres cuando todavía había tantas cosas por conseguie horrorizaba. ¡Ojalá tuvieran refuerzos! ¿Dónde diablostaba Carteaux? Entonces, al otro lado de la muralla, po

ncima de las zanjas francesas, vio a una columna doldados que marchaban por el terreno abierto en direcciól fuerte. Todavía tardarían un poco en llegar a los muro

Demasiado. Napoleón tragó saliva, nervioso, consciente dque sólo le quedaba una oportunidad.

Corrió hacia el frente, se abrió paso a empellones poa línea y les gritó a sus hombres:

 —¡Ya viene Carteaux! ¡Tenemos que cargar! Cargahora, antes de que puedan volver a disparar.

Los soldados lo miraron con asombro. —¿A qué esperan? —gritó—. ¿A que los maten a tiro

omo si fueran perros? ¡Carguen! ¡Es nuestra últimsperanza!

El teniente Junot retomó el grito, al que se sumarolgunos sargentos y cabos y los más valientes de entre looldados. La línea francesa avanzó en una oleada desigua

os soldados gritaron enfervorizados por la batallmientras se abalanzaban hacia las silenciosas filas dasacas rojas. Napoleón también gritó con ellos y notó resión que el esfuerzo ejercía en sus pulmones mientraos soldados que lo rodeaban lo hacían avanzar. Ya casi s

hallaban sobre los británicos cuando la tercera descarg

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stalló justo delante de sus narices, y muchos máranceses cayeron abatidos bajo la humareda que inundó ire. Los supervivientes se abalanzaron sobre las bayonetanemigas y Napoleón se encontró cara a cara con el rostr

ntrecano de un veterano que le mostró los dientes, iempo que se lanzaba hacia la ágil figura del oficirancés. Napoleón se agachó y la bayoneta pasó por encim

de su cabeza. Al levantar la vista, vio que el casaca rojetrocedía tambaleándose con el hacha de un zapadolavada en el cuello. Una enorme figura de azul pasápidamente junto a Napoleón, recuperó el hacha tirand

del mango y se volvió en busca de otro oponente.En medio de la humareda, los soldados arremetían

hachazos, bayonetazos y garrotazos con una furia salvajapoleón retrocedió y miró hacia la muralla, deseando co

odas sus fuerzas que llegaran los refuerzos. Mientras loasacas rojas se vieran obligados a luchar cuerpo a cuerp

no podrían soltar más de aquellas terribles descargas. —¡Adelante! —gritó Napoleón por encima d

ullicio—. ¡Carteaux ya se acerca!

Entonces oyó el familiar toque de trompetas y por unstante se le levantó el ánimo antes de darse cuenta de qulgo iba mal. Algo que nunca se hubiera esperado. Aguzó eído y el sonido le llegó de nuevo, recorriendo la refriegon una claridad inconfundible.

 —¡Retreta! —exclamó una voz cercana—. ¡Está

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ocando retreta! —¡No! —chilló Napoleón, y el corazón se le hizo u

nudo de pura furia—. ¡No! —¡Retreta! ¡Retirada! ¡Retirada!

Ya era demasiado tarde para detenerlos. Las siluetade los soldados pasaron rápidamente junto a Napoleón emedio del humo, corriendo de nuevo hacia la muralla. Aabo de un instante, todos estaban huyendo y Junot estabau lado, tirándole de la manga.

 —¡Vamos, señor! —No. —No puede hacer nada. ¡Vamos! —Junot tiró de él

o empujó hacia el terraplén. Al principio, Napoleóeaccionó con rigidez, pues el instinto le decía que se diera vuelta y se enfrentara al enemigo aun cuando sus pierna

o llevaban con los demás. Llegaron a la tronera y Junot lmpujó a través de ella de modo que, medio cayéndos

medio deslizándose, descendió por la pendiente hasta anja. A su alrededor, los soldados huían chapoteando pol barro para salvar la vida. Luego se vio entre lo

bstáculos, trepó por la cuesta del otro lado y corrió dnuevo por campo abierto para ponerse a cubierto en atería. Tenía la respiración agitada, se detuvo un momentara recuperar un poco el aliento y volvió la vista hacia uerte. Las murallas volvían a estar en manos de los casaca

ojas que, en aquellos momentos, cargaban y disparaban su

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rmas apresuradamente tras los desperdigados franceseapoleón sintió que lo invadía la rabia por la oportunida

que había perdido y las estridentes notas del toque detreta parecían burlarse de él; se encogió de hombros par

onerse bien la casaca y se obligó a marchar de vuelta a suropias líneas.Al llegar a la batería, apartó a Junot y continu

aminando cuesta arriba, pasó de largo el campamento drtillería y siguió adelante hacia la tienda de mando d

general en las afueras de Ollioules. Cuando se acercó, uficial del Estado Mayor se puso frente a la entrada de ienda y le impidió el paso.

 —Déjeme pasar —le dijo Napoleón entre dientes on la respiración agitada—. ¡Quiero ver al cabrón qurdenó la retirada!

 —No puede entrar, señor —repuso el oficial dEstado Mayor al tiempo que dirigía una mirada preocupador encima del hombro—. El general está ocupado.

 —¿Ocupado? —Napoleón se lo quedó mirando meneó la cabeza con indignado asombro—. Apuesto a qu

í. Será mejor que esté escribiendo su testamento.El faldón de la tienda se abrió tras el oficial de EstadMayor y Saliceti sacó la cabeza por la abertura.

 —¿Qué pasa? ¿Buona Parte? —Saliceti frunció eño al ver el rostro salpicado de sangre de Napoleón—

Dios santo! ¿Está usted bien, hombre?

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 —Sí, ciudadano —contestó Napoleón con los dientepretados, e hizo un gesto cansino hacia el fuerte—. Que e

más de lo que puedo decir de centenares de hombres ahbajo... Quiero ver al general. Quiero ver al cobarde qu

uspendió el ataque. Al cobarde que nos robó portunidad de capturar el fuerte. ¡Quiero ver al general! —No puede ver al general —replicó Saliceti—, Aqu

no hay general. —¿Qué quiere decir? —preguntó Napoleón, que s

cercó un paso y miró a través de la portezuela de la tiendDentro vio a Carteaux recostado en su silla con la cabezgacha. Napoleón sintió un renovado arrebato de ira e hizdemán de ir a entrar, pero Saliceti le puso la mano en eecho y lo contuvo.

 —Como ya he dicho, aquí no hay general —repiti

Saliceti—, He destituido a Carteaux de su puesto domandante del ejército. Nos ha fallado demasiadas vecehora el ciudadano Carteaux está arrestado.

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CAPÍTULO LXXVIII

El general de división Dugommier dirigió una du

mirada a sus oficiales allí reunidos. —No se cometerán más errores, caballeros. Toulo

volverá a caer en nuestras manos antes de que termine ño. Quiero dejarlo muy claro. No toleraré ncompetencia ni la cobardía.

Hizo una pausa para dejar que sus palabras se asentarairmemente en las mentes de su auditorio y, a continuacióe puso de pie y se acercó al mapa que estaba colgado en ared de la posada que había elegido como cuartel genera

En un primer momento, Napoleón no estaba seguro de qu

a elección de Dugommier como nuevo comandante djército que rodeaba Toulon fuera un acierto. Dugommierovenía de una familia noble y, con sus cerca de sesenños, su cabello cano y su rostro surcado de arrugas, establegando a una edad en la que estaría mejor empleado en uargo administrativo que como oficial superior. Pero e

nuevo general enseguida había demostrado ser urofesional de la vieja escuela y había inspeccionadersonalmente todas las unidades bajo su mando ectificado varios problemas de suministros y equipo quu predecesor sencillamente había ignorado. A pesar de s

angre noble, parecía disfrutar de la absoluta confianza d

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os representantes del Comité de Seguridad Pública y, ocos días de su llegada, ya había infundido un nuevo vigon los ánimos de sus oficiales y soldados. Inclusapoleón, con renuencia al principio, reconoció la

magníficas dotes de aquel hombre. Más aún cuandDugommier adoptó el plan de ataque que había esbozadapoleón.

Dugommier dio unos golpecitos con el dedo en mapa.

 —Como se habrán dado cuenta aquéllos de ustedeque posean una mente más táctica, todo depende dL'Eguillette. El enemigo tiene la misma opinión, poupuesto, de ahí las fuertes defensas que han levantado el fuerte Mulgrave. Durante la última semana, he estadncitando a nuestros oponentes a creer que vamos

oncentrar nuestros ataques contra el monte Faron. De ahl incremento de las patrullas, los ataques de tanteo y loombardeos limitados en esa zona. Parece ser que mnfoque ha valido la pena, puesto que nuestros espías no

dicen que, en las últimas dos noches, el enemigo h

rasladado dos batallones y doce cañones desdL'Eguillette al otro lado del puerto. —Dugommier hizo unausa y se volvió hacia sus oficiales superiores con un

débil sonrisa—. El momento del ataque casi depende dnosotros, caballeros.

Los oficiales que había en torno a la larga mes

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ntercambiaron unas miradas excitadas. Por fin hablegado su oportunidad. Después de los fracasos de looco sistemáticos ataques del general Carteaux, todavran un tanto escépticos sobre cualquier plan de ataque

speraron a que el nuevo comandante entrara en detalleEn lugar de eso, Dugommier regresó a la mesa y se sentntes de hacer un gesto con la cabeza en dirección apoleón.

 —Coronel Buona Parte, ¿sería usted tan amable dxplicarnos el plan de ataque?

 —Sí, señor. —Napoleón llevaba un montón de notan una valija de cuero que tenía frente a él sobre la mesero había leído el plan tantas veces que había memorizadodos los detalles importantes, de modo que dejó la valij

donde estaba, se levantó de su asiento en el banco y s

quedó de pie a un lado del mapa. La mayoría de los demáficiales contemplaron con poco disimulada sorpresa

hecho de que Dugommier hubiera cedido el centro dscenario a aquel comandante de artillería reciéscendido. Napoleón se aclaró la garganta y ensay

mentalmente la secuencia de su plan. —Con el propósito de desconcertar al enemigdurante la próxima semana continuaremos realizandtaques a pequeña escala a lo largo de la línea de su

defensas. —Describió un arco con la mano alrededor d

uerto—. Nuestra artillería apoyará dichos ataque

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ombardeando los principales fuertes y reductos. Ebjetivo es hacer que el enemigo siga conjeturando sobr

nuestras intenciones, de manera que despliegue sus fuerzaor todas sus líneas de defensa. La noche del ataqu

mprenderemos asaltos simultáneos a lo largo de todo rente. Esto se ha fijado para las primeras horas del 18 ddiciembre. El general Lapoye coordinará las operaciones ste de Toulon. El peso principal del ataque se lanzará allontra el fuerte Mulgrave. La noche de la víspereuniremos a doce batallones de infantería en el pueblo d

La Seyne. Participarán cuatro columnas. El coronel Víctostará al mando de la primera de ellas, el coron

Delaborde de la segunda y el coronel Brule de la tercerLa cuarta es la reserva que estará bajo mis órdenes y quermanecerá en La Seyne hasta que se la necesite.

 —Si se la necesita —se apresuró a intervenir general Dugommier.

 —Sí, señor. Si se la necesita. —Napoleón sintió que ruborizaba ligeramente y se volvió hacia el mapa—. Laaterías de los Soldados sin Miedo, los Jacobinos y lo

Cazadores Afortunados proporcionarán fuego de cobertury es de esperar que distraigan la atención de las columnade infantería que se aproximarán. En cuanto se haya tomadl fuerte, el coronel Victor avanzará y capturará el fuerte d

L'Eguillette, el coronel Delaborde tomará el fuer

Balaguier y el coronel Brule reducirá las fuerzas enemiga

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que pudieran quedar en el fuerte Mulgrave. En cuanthayamos conseguido los fuertes, haremos avanzar loañones de asedio hasta L'Eguillette y arrasaremos uerto interior. Una vez aislada del mar, la caída de Toulo

ya sólo será cuestión de tiempo. —Se apartó del mapa—Alguna pregunta? —Sí —asintió el coronel Víctor—, ¿Un ataqu

nocturno? ¿Con tres columnas avanzando tan cerca la unde la otra? A mí me parece que es exponerse a lonfusión.

 —Las rutas se marcarán la noche del ataque —espondió Napoleón—, Mi subordinado, el teniente Juno

dirigirá un pequeño grupo que señalará el camino costaquillas y cordel.

 —Sigue pareciendo arriesgado —caviló el coron

Victor. —Le aseguro que funcionará —repuso Napoleón co

mpaciencia—, La sorpresa será absoluta. Y ahora, ¿algunregunta más?

 —No —dijo con firmeza el general Dugommier—

o habrá más preguntas. El plan es sólido y notendremos a él hasta el más mínimo detalle. Todos loficiales recibirán órdenes precisas de mi Estado Mayo

Caballeros, pueden retirarse.

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CAPÍTULO LXXIX

La lluvia empezó a caer al atardecer, y continuab

durante la noche cuando los soldados salieron de suiendas y formaron en compañías y batallones antes dniciar la marcha hacia el pueblo pesquero de La Seyn

Soplaba un frío viento del mar que dirigía la lluvia a suostros y, mucho antes de llegar al pueblo, estaban todo

mpapados hasta los huesos y temblando. Al ser menudo delgado, Napoleón sentía la incomodidad aún más que lohombres junto a los que marchaba penosamente. Habalido del cuartel general para hacer su informe final sobros preparativos poco después de que empezara a llover. E

amino enseguida se había convertido en un barrizal que leuccionaba las botas y, allí donde el suelo era máedregoso, lo volvía resbaladizo, de modo que tenía quoncentrarse en cada paso que daba.

 Napoleón no había tenido en cuenta un tiempo tahorrible cuando había redactado sus planes parDugommier y ahora, mientras se cubría bien los hombroon el capote, intentó considerar el posible efecto ququella lluvia helada tendría sobre el ataque. Siempre uando aquel barro no los retrasara demasiado, el ataqu

debería salir bien. Además, la lluvia ayudaría a ocultar s

proximación y el ruido de su avance quedaría amortiguad

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or los silbidos y las salpicaduras del agua en medio dugiente gemido del viento.

Al llegar a La Seyne, Napoleón se dirigió a la casa domerciante que se había elegido como cuartel gener

ara la operación de aquella noche. Victor, Delaborde Brule ya estaban esperando cuando entró Napoleóalpicado de barro y goteando agua por el umbral. Cerró uerta tras él, y se acercó a toda prisa al resplandor duego que crepitaba en la chimenea.

 —Podía haber elegido una noche mejor, Buona Part—le dijo Victor con una sonrisa—. Sinceramente, si siguloviendo será mejor que les dejemos el trabajo a los de

marina. —¿Qué marina? —refunfuñó Brule—. Esos cabrone

nútiles rindieron sus barcos sin luchar cuando Toulon pas

manos de los británicos.Victor meneó la cabeza con tristeza.

 —Estaba bromeando, coronel Brule. —¿Bromeando? —Brule lo miró con cautela. Era u

acobino acérrimo, tan dispuesto a matar por su cau

omo a morir por ella, lo cual explicaba en parte quhubiera ascendido hasta su rango actual—. El ejército es usunto muy serio, coronel. No hay lugar en él para bromas

 —¿De verdad? —le respondió Victor torciendo egesto—. En tal caso seguro que usted es la excepción qu

onfirma la regla.

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Brule frunció el ceño y volvió a dirigirse al reciélegado.

 —¿Todo arreglado en el cuartel general? —Tan arreglado como podría estar —contest

apoleón, que intentaba evitar que le siguieraastañeteando los dientes—, El general y su Estado Mayoe pondrán en camino para reunirse con nosotros. Entonceólo tendremos que esperar a que Lapoye dé la señal. Es

noche disparará una bengala roja inmediatamente despuéde que sus hombres entren en contacto con el enemig

osotros le responderemos con una bengala verde. —¿Y qué pasará si no lo vemos? —dijo el corone

Delaborde—. Con este tiempo podría ocurrir, sobre todo más tarde se levanta niebla.

 —Buena pregunta —asintió Napoleón—, En tal cas

i a medianoche no hemos visto ninguna señal, deberíamosperar una hora antes de que las columnas salieran dueblo y marcharan hacia el fuerte.

 —Si eso es lo que decide el general —replicDelaborde—, Puede que el plan sea suyo, Buona Part

ero el ejército sigue siendo de él. Napoleón volvió la vista y clavó una miradnexpresiva en el anciano.

 —Por supuesto. Lo que decida el general.El coronel Victor dio una palmada.

 —¡Vamos, caballeros! Nada de caras largas. Nada d

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desacuerdos. Tomemos una copa y juguemos una mano as cartas mientras esperamos.

 —¿A las cartas? —Brule puso mala cara. —Si. ¿Qué tal al whist? O si la perspectiva de segu

as peripecias de cincuenta y dos cartas le resuldemasiado desalentadora, podríamos jugar a la veintiuna. —¡Ah! —la expresión de aburrimiento de Brule s

nimó—. La veintiuna. Este juego sí que me gusta.El coronel Victor sonrió.

 —No puedo decir que me sorprenda, mi queridoronel. Venga, juguemos. Buona Parte, juegue co

nosotros. Napoleón dijo que no con la cabeza. —Esta noche no. Hay demasiadas cosas en juego. N

uedo evitar pensar en ello.

 —Está todo bajo control. El plan es bueno y, ademáno hay nada que usted pueda hacer ahora. Las cartas ldistraerán. Ya verá como le ayudan a calmar los nervios.

 Napoleón asintió. —De acuerdo. Jugaré.

Los hombres se sentaron en torno a una mesa pequeñy, mientras Victor barajaba y repartía la primera manoapoleón reflexionó que Victor tenía razón. Cuando unperación empezaba, los hombres involucrados en el

debían dejar de pensar en todo lo que había sucedido has

l momento; lo único que importaba era realizar bien su

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areas específicas con la mente clara. Así pues, soncentró en el juego de cartas junto a los demás oficiale

y se fijó en que cada uno de ellos tenía un estilo distintque decía mucho sobre su carácter. Delaborde era cauto

Brule impulsivo y obvio, y Victor afectaba undespreocupación que no dejaba traslucir una menxtremadamente calculadora. Al cabo de la primera med

hora, Victor sugirió que podrían jugar con dinero, sólequeñas apuestas, para ayudarles a concentrarse. Durana hora siguiente, pasó a desplumar a los demás coronele

del contenido de sus monederos y habría completado rabajo de no haber intervenido el general Dugommier.

Los coroneles dejaron sus cartas y se pusieron en piEl general les saludó con la cabeza e hizo un gesto a travéde la puerta.

 —Hace una noche de perros. Todos los caminos shan convertido en ciénagas. La marcha será dura.

Dugommier se acercó al fuego, igual que había hechapoleón, y se calentó las manos.

 —¿Qué hora es?

Victor sacó el reloj del bolsillo de su chaleco. —Faltan veinte minutos para la medianoche, señor. —En tal caso, sería mejor que se reunieran con su

unidades, caballeros. Estén atentos a la señal. Pónganse emarcha en cuanto la vean.

 Napoleón y los demás se pusieron los capotes

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ombreros, que todavía estaban empapados y pesaban, alieron del edificio. Fuera, la lluvia caía todavía con máuerza que antes, repiqueteando contra las tejas y silbandl caer sobre la calle embarrada. Mirara donde mirar

apoleón veía soldados apiñados bajo los aleros o en lantradas de las casas.El coronel Victor agarró a Napoleón de la mano y s

a estrechó. —Lo veré en el fuerte. —Sí. Hasta entonces.Los oficiales se separaron. Napoleón camin

esadamente por las calles hacia el mercado de pescaddonde esperaban los batallones de reserva. Encontró eniente Junot y a los demás oficiales calentándose sobras ascuas de un fuego en una herrería.

 —¡Junot! —Sí, señor. —Usted tiene mejor vista que yo. Vaya hasta l

glesia. Suba al campanario y esté atento a la señal dLapoye. En cuanto vea algo, hágamelo saber.

 —Sí, señor. —Junot saludó y se fue corriendo por alle adoquinada, al tiempo que se abrochaba el abrigo oda prisa. Napoleón ocupó el lugar que había dejado juntla chimenea, cogió un taburete y se sentó a esperar. Pas

a medianoche, luego pasó otra media hora y luego llegó

una de la madrugada. Seguía sin haber indicios de la señ

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de Lapoye y ningún informe por parte de Junot.Entonces, a la una y media, un oficial de Estado Mayo

ntró en el mercado de pescado a grandes zancadas. Hizocina con las manos y gritó:

 —¡Coronel Buona Parte! —¡Aquí! Napoleón se levantó del taburete y avanzó par

eunirse con el oficial de Estado Mayor. —¿Qué ocurre? —El general Dugommier le saluda, señor. Quiere ve

los oficiales superiores de inmediato. Napoleón asintió y, cuando el oficial de Estado Mayo

alió corriendo a buscar al siguiente hombre de su lista, e apresuró de nuevo por las calles. Al llegar, vio que Brul

y Delaborde estaban enzarzados en una seria discusión co

l general. Dugommier le hizo una seña con la mano ecién llegado para que se acercara a la mesa.

 —¿Algún indicio de la señal desde su posición, BuonParte?

 —No, señor.

 —¿Lo ve? —Delaborde meneó la cabeza—. No hhabido señal. Algo debe de haber salido mal.Dugommier se acarició el mentón.

 —Quizás. Es igualmente posible que el tiempo hayetrasado a Lapoye y sus hombres todavía estén tomand

osiciones.

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 —Eso no lo sabemos, señor —insistió Delaborde—Pero aunque fuera cierto, esta lluvia ha hecho que loaminos sean intransitables. Peor todavía, hará imposible

uso de las armas de fuego. Nuestros soldados estarán e

errible desventaja. —No —terció Napoleón—. No hay desventaja. Lamismas condiciones se aplican al enemigo. Al menonuestro cañón podrá disparar. La pólvora está a cubierto as mechas arderán incluso con esta lluvia. Todavodemos seguir adelante con el ataque.

Delaborde meneó la cabeza mirando a Napoleón, y svolvió nuevamente hacia el general.

 —Señor, debemos anular el ataque. Esperar a que hagmás buen tiempo. De lo contrario podría ser un desastre.

 Napoleón sintió que lo invadía una oleada d

rustración al ver la inquietud de aquel hombre. Se apartó elo que le chorreaba a un lado de la frente y entonces sbrió la puerta y el coronel Victor se reunió con ellos.

 —¡Ahí —Dugommier sonrió—. Ahora que estáodos aquí debemos tomar una decisión. No ha habid

ninguna señal por parte de Lapoye. Delaborde y Brule mconsejan que el ataque tendría que anularse y esperar a qumejore el tiempo.

 —Eso nos facilitaría mucho las cosas, señor —asintiVíctor—, Pero no hay motivo para anularlo. Al menos d

momento. —Tomó asiento junto a Napoleón—. ¿Y qu

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pina el coronel Buona Parte? Al fin y al cabo, se trata du plan.

El general miró a Napoleón y enarcó una ceja. —¿Y bien?

 —Yo digo que iniciemos la marcha ahora, señor. Quno esperemos a la señal. Los hombres ya están hartos dsperar por ahí. Seguir así mucho más tiempo no le har

ningún bien a su moral. No sabemos lo que durará este miempo. Podrían ser horas, días, semanas. ¿Quién sabedemás —Napoleón miró a su general con una expresió

agaz—, no creo que Saliceti y Fréron, por no hablar dComité de Seguridad Pública, vayan a ver con buenos ojoualquier retraso.

 —¡Civiles! —espetó Brule—. ¿Qué diablos sabrállos de asuntos militares?

 Napoleón se encogió de hombros. —Quizá no mucho, pero sí que saben cuál es el estad

de ánimo del populacho en París, y conocen la manera densar de los miembros de la Convención. Francia necesi

una victoria. Si anulamos el ataque, no hace falta much

maginación para saber cómo reaccionarán nuestros jefeolíticos en París. —¡Hum! —El general frunció el ceño—. ¿H

onsiderado lo contrariados que estarán si el ataque fracasy perdemos a demasiados soldados?

 —Sí, señor. Pero eso podría ocurrir en cualquie

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momento. No veo que el hecho de esperar hasta qumejore el tiempo vaya a mejorar nuestras posibilidades.

 —No. Eso es cierto —reflexionó el generDugommier, y a continuación dio una palmada sobre

mesa—. Muy bien, esperaremos una hora más. Pero si a lares sigue sin haber ni rastro de la señal de Lapoyntonces suspenderé el ataque.

Delaborde sonrió y movió la cabeza en señal dsentimiento. Napoleón se sintió traicionado. Si era aomo Francia hacía la guerra, el conflicto con las otra

naciones de Europa estaba prácticamente perdido. —Regresen con sus unidades, caballeros. Si no ha

eñal, les avisaré para que ordenen a sus hombres quvuelvan al campamento.

 Napoleón emprendió el camino de vuelta al mercad

de pescado con el ceño fruncido. Ya hacía demasiadiempo que la campaña para retomar Toulon se veía acosador los titubeos de sus comandantes. Si París se sentnclinada a dar un castigo ejemplar a los que creyeresponsables de no continuar con el asedio, entonces er

osible que los subordinados más cercanos a Dugommiee vieran atrapados en la red. Napoleón masculló unmaldición. ¡Ojalá estuviera al mando! Entonces ordenaría taque de inmediato, lloviera, nevara o helara. De repente le ocurrió una idea y detuvo sus pasos en seco. Era mu

encillo. El ataque seguiría adelante. Él haría que tuvier

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ugar. Empezó a andar de nuevo con paso resuelto, spresuró a volver al mercado de pescado y de allí se dirigila iglesia. Una vez dentro, se dirigió al pie del campanari

y llamó a Junot, diciéndole que bajara y se reuniera con é

Tras echar un rápido vistazo a su alrededor para asegurasde que nadie los oía, Napoleón le habló a su compañero evoz baja.

 —Junot, el general tiene intención de suspender taque.

 —¿Por qué? ¿Para qué, señor? —La lluvia. Cree que nuestros hombres quedará

mpantanados, y que tal vez no nos deje ver la señal dLapoye.

 —¿Y si Lapoye ya la ha disparado y está esperandnuestra respuesta?

 —Sí —caviló Napoleón—, Podría ser. En cuyo casa lluvia sería nuestra perdición.

Junot se golpeó el muslo con el puño. —¡Maldito sea este tiempo! Si al menos despejara u

momento...

 —Supongamos que no es así. Algo hay que haceunot. Alguien tiene que hacer que las cosas ocurran.Junot lo miró con cautela.

 —¿Qué está sugiriendo, señor? —Quiero que dispare una bengala de señales verde.

 —¿Cómo dice?

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 —Una bengala verde. Si Lapoye la ve, entonces taque continúa tal como estaba planeado. Si no la ve,

menos nuestro asalto al fuerte Mulgrave seguirá adelante. —¿Y si fracasamos, señor?

 Napoleón se encogió de hombros. —Asegurémonos de que no ocurra. Bueno, Junoestá conmigo en esto?

El teniente Junot lo pensó un momento y accedinseguida.

 —Usted no me ha defraudado nunca, señor. Y yo nvoy a defraudarle.

 —Bien. —Napoleón sonrió y agarró al otro hombrdel brazo—. Eso está bien. Si nos sale mal, tiene mi palabrde que haré todo lo que pueda para exculparle.

 —No es necesario, señor.

 —Gracias, Junot. Bueno, no perdamos más tiempDispare esa bengala.

Junot saludó y salió de la iglesia a toda prisapoleón dejó que cogiera ventaja, y luego salió

mercado y regresó con toda tranquilidad a la herrerí

Volvió a ocupar su sitio frente a la chimenea y esperó col corazón palpitante de expectación y nerviosismo por errible riesgo que acababa de correr. Los minutos pasaron

y la lluvia siguió azotando. Entonces Napoleón oyó un grituera de la herrería.

 —¿Qué ha sido eso? —Uno de los oficiales que s

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hallaban en torno al fuego estiró el cuello para mirar fueraUn sargento llegó corriendo. Se detuvo y saludó.

 —Coronel Buona Parte, señor. Napoleón se dio la vuelta rápidamente. —¿Sí?

 —Es la señal, señor. La bengala verde.En el preciso momento en que pronunciaba estaalabras, se oyó un amortiguado retumbo, como un truenuando las baterías situadas frente al fuerte Mulgravbrieron fuego, obedientes a las órdenes recibidas. Eualquier momento las columnas de asalto de la guardvanzada del general Dugommier saldrían de La Seyne ecorrerían el terreno barrido por la lluvia que les llevar

hasta el enemigo. Ahora ya nada podía contener el ataquensó Napoleón. Había comprometido a miles de hombre

Su destino estaba ahora en manos de todos ellos.

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CAPÍTULO LXXX

Aparte del distante retumbo de los cañones, a lo

oldados de la columna de reserva no les llegó ningún ruidde batalla mientras permanecían en el mercado de pescademblando bajo el azote de la lluvia. Napoleón se moría poener alguna noticia, cualquiera, de cómo progresaba taque. Iba y venía por un lado del mercado dando grande

ancadas, con las manos unidas firmemente a la espalda y abeza gacha, mientras su mente representaba todas la

variables que podían afectar al asalto del fuerte Mulgravunot y los demás oficiales miraban de vez en cuando a s

voluble y joven oficial al mando, pero ninguno de ello

ntentó hablar con él y murmuraban en voz baja entre elloon esa actitud desenfadada que suelen afectar los hombrereocupados por la idea del combate y la muerte.

Una hora después de que se hubiera disparado engala, llegó un mensajero del general Dugommier. Uoven teniente, salpicado de barro, llegó corriendo

mercado, echó un vistazo y vio a los oficiales guarecidon la herrería. Napoleón lo había visto llegar y empezó aminar para ir a su encuentro.

 —¿Qué noticias trae? —El general le presenta sus respetos, señor. —E

mensajero respiraba con dificultad—. Necesita que avanc

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a reserva... y apoye el ataque. —¿Qué ha pasado? —Dos de las columnas se perdieron. Los soldados d

Brule y Victor se precipitaron unos contra otros.

 —¿Cómo ocurrió? —preguntó Napoleón con lodientes apretados, furioso por el hecho de que su plan sstuviera viniendo abajo—. Marcamos las rutas coerfecta claridad.

 —La lluvia, señor. Se llevó algunas de las estaquillaLas marcas ya no están.

 —¡Mierda! —Napoleón respiró profundamente paralmarse—, ¿Y ahora qué?

 —La verdad es que no lo sé, señor —respondió mensajero con gesto de impotencia—. Reina una confusióerrible. La mayoría de los soldados no encuentra a su

unidades, o a sus oficiales. Luego nos topamos con uno dos puestos de avanzada enemigos. Hemos intentadomarlo tres veces, y nos han rechazado. El gener

necesita la reserva. Son la única fuerza organizada que lqueda.

 —¿Dónde está Delaborde? —No lo sé, señor. Se fue hacia la izquierda cuanderdimos la ruta y nadie sabe dónde se encuentra solumna.

 Napoleón meneó la cabeza. Aquello era un desastre. A

menos que se hiciera algo rápidamente, la batalla ya estab

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erdida. Centró su atención en el mensajero. —Dígale al general que vamos para allá. Pídale qu

despeje los accesos al puesto de avanzada y así iremodirectos al ataque. Dígale... dígale que, con todos m

espetos, sugiero que ordene a lo que queda de las otrados columnas que nos sigan. ¿Lo ha entendido?El mensajero movió la cabeza en señal de afirmación

 —¡Vamos! Napoleón se volvió hacia sus oficiales. —Ya lo han oído. De nosotros depende asegurarno

que el ataque se lleve a cabo. Marcharemos en ordeerrado. Sitúen a sus suboficiales en los flancos de olumna para mantener la formación. Al llegar al puesto dvanzada, no nos detendremos para desplegarno

Marcharemos directamente hacia el enemigo y dejaremo

que las otras columnas acaben con él. ¿Está todo claroPues entonces en marcha, caballeros!

Marcharon pesadamente por las calles de La Seyne uego salieron al barro revuelto del campo. El lodo leuccionaba las botas y les hacía aminorar el paso, y tenía

que esforzarse para no romper la apretada formación. Nardaron en toparse con los primeros dispersos que volvíaLa Seyne: los heridos y los que se fingían enfermos. Lo

añones de las baterías de Napoleón habían quedado eilencio después de bombardear el fuerte Mulgrave duran

una hora que, según había calculado Napoleón, era

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iempo que necesitarían las columnas de asalto parituarse en posición de ataque. El plan ya se había retrasad

mucho al estancarse la acometida en la primera línea ddefensa enemiga. Napoleón marchaba a la cabeza de

olumna con una compañía de granaderos que teníardenes de quitar de en medio a cualquiera que snterpusiera en el camino de la columna de reserva. Cuanda columna se acercaba ya al puesto de avanzada enemigapoleón distinguió vagamente a los soldado

montonados a ambos lados. Hizo bocina con las manos gritó:

 —¡Únanse a la retaguardia de la columna!Su bota tocó algo sólido y, con un sobresalto, se di

uenta de que había pisado un cadáver. Se obligó a segudelante de todos modos y, al cabo de unos momento

legaron a la zanja que rodeaba el puesto de avanzada. Sspada hizo un ruido áspero al salir de la vaina y la agitó poncima de la cabeza.

 —¡Granaderos! ¡Adelante!La compañía cruzó la zanja en tropel y empezó

repar por la pendiente del otro lado. Por delante de ellodetrás de los parapetos, se distinguían las oscuras formade los chacos enemigos. Sin embargo, en aquella ocasióno tuvo lugar ninguna descarga de mosquetexperimentada que destruyera las filas francesas. La lluv

orrencial se había encargado de ello. En cambio, los do

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andos se encontraron cara a cara y combatieron coayonetas, espadas y herramientas de zapador. A diferenci

de lo que había ocurrido en los anteriores ataques, lohombres de Napoleón acudieron como una sólida olead

ncabezados por los granaderos de rostro adusto. —¡Echen abajo los gaviones! —gritó Napoleón haco alto de la pendiente—, ¡Échenlos abajo!

Un fornido sargento le pasó el mosquete a uno de suoldados, agarró el armazón de mimbre, afianzó las pierna

y empezó a tirar con todas sus fuerzas. La fuerte lluvhabía ablandado la tierra en torno al cestón, que se fuflojando poco a poco. Con un resoplido, el sargento le dia vuelta y dejó que se deslizara hacia el interior de la zanjiró del otro gavión para desencajarlo, con lo que se abri

un hueco en el parapeto lo bastante ancho como para qu

udieran pasar dos personas. El enemigo se acercaba por tro lado para defender la brecha, y el sargento volvió ecuperar su mosquete y con un bramido que parecía de uoro, se precipitó por el hueco para atacar.

 —¡Vamos! —Napoleón agitó su espada—, ¡Tras él!

Los granaderos avanzaron precipitadamente y srrojaron sobre los defensores. Napoleón se vio arrastradon ellos y se encontró en el interior del puesto dvanzada. Estaba rodeado por formas oscuras de soldado

que gruñían, maldecían y arremetían a tajos y estocada

ontra aquellos a los que tomaban por enemigos. Napoleó

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chó un vistazo a su alrededor, vio el perfil de un chacritánico e hizo descender su espada. El golpe hizo impacton un ruido sordo y atravesó tanto el sombrero como ráneo de aquel hombre, que dio un grito y cayó d

spaldas; Napoleón pasó por encima del cuerpo del soldady se adentró más aún en el puesto de avanzada. Por detráde él, algunos granaderos estaban atareados apartando mágaviones para ensanchar el hueco, mientras el resto de olumna se introducía por él y se sumaba a la mare

humana que abrumaba a los defensores. —¡Están huyendo! —gritó una voz. Efectivament

unas formas oscuras corrían hacia la muralla del otro lade arrojaban sobre el parapeto y desaparecían de la vist

Los soldados de Napoleón empezaron a dar gritos dntusiasmo. El envainó la espada y les gritó que guardara

ilencio. No había tiempo para celebrarlo. Aquellohombres advertirían a los defensores del fuerte Mulgravde la aproximación de la columna. Debía darles el menoiempo posible para que se prepararan.

 —¡Granaderos! ¡Formen filas! ¿Teniente Juno

Dónde está? Junot! —Aquí, señor. —Una figura se escurrió entre looldados que se apiñaban en el interior del puesto dvanzada.

 —Junot, baje donde está el resto de la column

Hágales rodear el puesto de avanzada y diríjanse al fuert

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vise al general de que hemos tomado este sitio. Dígalque me dirijo directamente al fuerte. Puede reunirsonmigo allí. —Napoleón sonrió por un instante. Alstaba, diciéndole lo que tenía que hacer a un ofici

uperior lo bastante viejo como para ser su padre. Nbstante, confiaba bastante en Dugommier y esperaba qul general se daría cuenta de que era lo más sensato.

 —De acuerdo, señor —asintió Junot, que añadió—Tenga cuidado, señor.

 Napoleón percibió una genuina preocupación en ono de voz de aquel hombre, y se sorprendió al darsuenta de que había inspirado cierta devoción en subordinado. Le estrechó la mano al teniente con torpezae dio un enérgico apretón.

 —Usted también, Junot. Nos veremos en el fuerte.

Entonces se dio la vuelta y dio la orden de avanzar dmanera cortante. Condujo a los granaderos por el puesto dvanzada hacia la tosca puerta que se abría a un estrechaso elevado que cruzaba el foso. Allí, frente a ellos, slzaba la mole del fuerte Mulgrave, apenas visible a travé

del brillante velo de lluvia. Napoleón aceleró el ritmo a uonstante paso ligero y lo siguió el tintineo y golpeteo dequipo de los granaderos, que procuraban no rezagars

Esperaba que el resto de la columna fuera detrás de ellouesto que la compañía de granaderos no tenía ningun

osibilidad yendo sola. De sus anteriores observacione

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del terreno, Napoleón recordó que al norte del fuerte habunas estribaciones. Estas podrían ocultar su aproximacióndarles alguna oportunidad al menos de sorprender nemigo.

Viró a la izquierda, condujo a los soldados por un valoco profundo y el fuerte desapareció de la vista. Unigura apareció en la oscuridad.

 —¿Quién anda ahí? —gritó Napoleón, que aferró sspada con más fuerza.

 —El capitán Muiron. ¿Y usted quién es?Muiron formaba parte del Estado Mayor del general

apoleón bajó su espada. —El coronel Buona Parte. —Gracias a Dios, señor. —Muiron se acercó—. E

general está ahí arriba con unos cuantos tiradores.

 —¿Y qué hace con los tiradores? —Napoleón estabtónito. No había duda de que Dugommier era un gener

que dirigía las cosas desde el frente—. Debería estar en uartel general.

Muiron se rio.

 —Puede decírselo cuando le vea. Ha encontrado uunto en las murallas donde sólo hay unas cuantas piezas drtillería. Quiere que la columna de reserva entre por all

—Muiron miró más allá de Napoleón y vio a la compañde granaderos detenida tras él—. ¿Dónde está el resto de

olumna, señor?

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 —Vienen de La Seyne. Deberían estar rodeando esuesto de avanzada. —Napoleón señaló la dirección l

mejor que pudo calcularla. Muiron asintió con la cabeza. —De acuerdo, señor. Iré a su encuentro. Hará fal

que alguien los guíe hacia el general. —¿Y qué pasa con nosotros? —Sólo tiene que seguir por este valle, seño

Describe una curva alrededor del fuerte y le deja frente a muralla norte, pero encontrará al general y a sus hombrentes de ver el fuerte.

 —Eso espero. —Buena suerte, señor. —Muiron saludó y sali

orriendo a buscar al resto de la columna. Napoleón hizun gesto con el brazo—. ¡Adelante!

En cuanto vio a la compañía de granaderos, el gener

Dugommier fue corriendo al encuentro de Napoleón. —¡Me alegro de verle, Buona Parte! ¿Dónde están

esto de sus hombres?Mientras Napoleón se lo explicaba rápidamente,

general se quitó el sombrero y se pasó la mano por

abello empapado. Dirigió la mirada a la muralla y soltuna maldición en voz baja antes de volverse nuevamenthacia Napoleón.

 —No podemos perder ni un instante, coroneTenemos que atacar ahora, y rece para que el resto de s

olumna nos apoye a tiempo.

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 Napoleón asintió. —Tiene razón, señor. —Pues vamos. Despliegue a sus hombres. No tien

entido ofrecernos como un blanco fácil.

 —Sí, señor. Napoleón formó a los granaderos en orden abierto unto con los tiradores del general, la delgada línea empez

avanzar hacia la muralla a paso regular. Los soldadoguardaron silencio y mantuvieron la mirada fija al frenttentos a cualquier signo de que los hubieran visto, pero lo

muros parecían tranquilos y silenciosos. Mientraapoleón avanzaba al lado de Dugommier, instintivament

hundió la cabeza en el cuello de la casaca, como si esuera a hacerlo menos visible y más difícil de alcanzar. S

dio cuenta de que era absurdo, pero no podía evitarlo. S

hallaban ya a tiro de mosquete del fuerte cuando dolamaradas iluminaron el muro y bañaron a los soldados que aproximaban en un breve y pálido resplandor anaranjadntes de que les llegara de pronto el sonido del cañón. Po

un instante la línea vaciló, pero los proyectiles había

asado por encima de sus cabezas sin causar daños y general Dugommier dio la orden de atacar a voz en cuello. Napoleón echó a correr mientras los granaderos s

anzaban hacia el fuerte a ambos lados de él. Llegaron a anja y enseguida vieron las siniestras puntas oscuras de lo

bstáculos en el fondo de la misma. Sin embargo,

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nemigo los había colocado demasiado separados y lotacantes pasaron entre ellos con rapidez y empezaron repar por la otra pendiente.

Los artilleros británicos no tuvieron tiempo suficien

ara recargar y, cuando las negras figuras surgieron de scuridad hacia ellos, se retiraron de la muralla presa dánico y dejaron allí a un destacamento de infantes d

marina para que se enfrentaran solos a los franceseapoleón se agachó para que no lo vieran los defensores,

e dirigió hacia una de las troneras. Sin soltar la espada, sncaramó a la tronera, se deslizó por el resbaladizo suelmbarrado y miró dentro. Cerca del cañón sólo había unouantos enemigos. El resto se hallaba desperdigado mbos lados de la batería, preparándose para el asaltapoleón se dio la vuelta y, entre dientes, les dijo a lo

granaderos más próximos: —¡Aquí arriba! Por aquí.Varios hombres treparon por la tronera y se agacharo

or entre los cañones, mientras que más adelante, a amboados del muro, sus compañeros entablaban combate co

os infantes de marina. En cuanto tuvo suficientes soldadoapoleón bajó para situarse entre ellos. —Cuando dé la orden echaremos a correr siguiendo

ínea de la muralla y caeremos sobre ellos por el flancTenemos que quebrantarles el espíritu, de modo que haga

odo el ruido que puedan. ¿Todo el mundo preparado

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Bien... —Napoleón tomó aire, agarró bien la empuñadude su espada y se puso de pie—: ¡Adelante!

Con un rugido de pura sed de sangre, los granaderoalieron en tropel por entre los cañones y corrieron por

nterior de la muralla con las bayonetas bajadas. Lonfantes de marina se dieron la vuelta hacia el sonido, quos distrajo de inmediato de la lucha contra los soldado

del exterior. Napoleón le lanzó una estocada al soldadmás cercano y notó que le paraban la hoja, pero pasápidamente junto a él y continuó a lo largo del muro, eanto que uno de los granaderos que lo seguían alcanzó nfante de marina en la garganta y le hundió la bayone

hasta el cráneo, con lo cual lo derribó al instante. Siguierodelante, matando a otros dos soldados antes de que nemigo perdiera la voluntad de luchar y se diera la vuel

ara huir de la muralla. —¡Déjenlos! —ordenó Napoleón. Sería peligros

erder el control de su pequeña fuerza mientras estuvieradentro de una posición enemiga y ampliamente superadon número—. ¡He dicho que los dejen!

La disciplina se impuso al deseo de dar caza a unemigo vencido y los granaderos se detuvieron. Napoleóe inclinó sobre la muralla.

 —¡General! Tenemos el muro. —¡Bien hecho! —exclamó una voz desde la oscurida

—. Me reuniré con usted.

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En cuanto el resto de los soldados hubieron trepadhasta el fuerte, Napoleón buscó al general.

 —Señor, tenemos que preparar unas defensas. Eomandante del fuerte contraatacará en cuanto se percat

de que hemos cruzado la muralla. —Por supuesto que lo hará. —Dugommier echó uvistazo a su alrededor. La batería se había levantado sobrun pequeño ramal de tierra y se unía al resto del fuerte poun estrecho hueco entre los muros. Señaló con su espada dijo—: Allí es donde los contendremos hasta que aparezcMuiron. Forme a los hombres frente al hueco.

 Napoleón asintió. —Sí, señor.Reunió a los granaderos y tiradores, y los conduj

hacia dicha posición, donde formaron una línea de dos e

ondo y esperaron bajo aquel diluvio a que los británicoeaccionaran.

Mientras tanto, el general mandó un mensaje a Muiroara informarle de que habían tomado la muralla ogándole que trajera más soldados lo antes posible.

 —¡Señor! —uno de los granaderos llamó a Napoleó—, ¡Ya vienen!Una densa y oscura columna de infantería cruzaba

spacio abierto del centro de la fortificación. Se acercabala pequeña fuerza de Napoleón y éste se aclaró

garganta.

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 —Recuerden, muchachos, debemos aguantar hasta qulegue el resto de la columna. Si lo hacemos, esos cabrone

habrán perdido y el fuerte será nuestro.Se dio la vuelta para enfrentarse al enemigo, qu

eguía acercándose a un paso regular hasta que estuvieronun tiro de pistola de distancia. Entonces su comandantdetuvo la columna y los hizo formar en línea. Durante uatido de corazón, los dos bandos se fulminaron el uno tro con la mirada, luego se oyó la estruendosa orden dtacar y los británicos se abalanzaron bramando su grito d

guerra. Napoleón apretó los dientes y se agachó levement

on la espada extendida hacia el enemigo. A ambos ladoos granaderos se prepararon para el impacto y la lluv

goteaba de los extremos de sus bayonetas. Entonces, un

scura oleada de hombres se estrelló contra la línerancesa. Por un momento el golpe echó hacia atrás a lo

granaderos, pero éstos empezaron a defenderse peleandon furia, propinando cuchilladas, clavando las puntas dus bayonetas y blandiendo los garrotes contra el enemig

Sus acciones carecían de refinamiento, eran tan sólo udesenfrenado intento de matar y seguir con vida. Napoleóe metió en un hueco entre dos de sus granaderos con spada preparada. Una forma oscura se abalanzó sobre

detrás de una larga pica y Napoleón distinguió tre

pagados galones en la manga de aquel hombre antes d

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rremeter contra el asta de la pica y desviarla de su pechmpujándola hacia abajo. El sargento soltó un resoplido, l

dio un tirón a la pica, levantó la punta e hizo uno, domagos, haciendo retroceder a Napoleón. El hombre gruñ

y volvió a arremeter, en aquella ocasión cargando todo seso en la embestida. Napoleón volvió a parar la pica perl cabo de un instante, el cuerpo del sargento se estrellontra él, haciéndole dar la vuelta y arrojándolo al suel

Cayó de bruces en el barro y estuvo a punto de soltar spada. Se echó a un lado con ayuda de la mano que tenibre y oyó que la punta de la pica se encajaba en el barrllí donde había estado su cuerpo hacía un instantapoleón propinó una cuchillada con su espada, un corajo a la altura de las rodillas, y la hoja le destrozó rticulación a aquel hombre, cortando tendones

ompiendo hueso. El sargento perdió el equilibrio y sayó con un grito de dolor. Napoleón se deslizó hacia atrábriéndose paso entre los cuerpos y echó un vistazo a laiguras que luchaban en torno a él. En cuanto se hubpartado, se puso de pie y observó para tratar de evalua

ómo iba el combate.Los británicos los habían hecho retroceder del huecstrecho y más soldados estaban ocupando los flancos. Co

un sentimiento de rabia, se dio cuenta de que no podontenerlos allí. La única oportunidad estaba en la muralla

 —¡Retrocedan! —gritó—. ¡Vuelvan a la muralla!

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Los granaderos fueron cediendo terreno poco a pocmientras seguían luchando por sus vidas. En cuanto oyó rden, el general Dugommier bajó apresuradamente por erraplén, desenvainó la espada y se apresuró a colocarse

ado de Napoleón en el preciso momento en que el grupde franceses quedaba rodeado por el enemigo. Ahorendrían que abrirse camino a la fuerza hasta el muro.

 —¿Alguna señal de Muiron? —preguntó Napoleón. —No. —Mierda... —Eso parece. —Napoleón vio brillar los dientes d

general en una rápida sonrisa—. Vamos, coroneEnseñémosles lo bien que pueden morir los franceses.

Dugommier se abrió paso a empujones para penetran el combate y empezó a arremeter a tajos y estocada

ontra el enemigo. Napoleón meneó la cabeza ddmiración hacia aquel viejo soldado, tensó los músculosvanzó con paso resuelto hacia el enemigo. Una pequeñarte racional de su mente pensó que resultaba extraño, aueniendo miedo, la sensación de alivio que lo embargaba. E

lan ya no importaba. Su carrera ya no importaba. Vio unreve imagen de su familia y sintió una punzada dulpabilidad por el dolor que les causaría, y lueg

desaparecieron todos sus pensamientos, enseñó los dientey se arrojó contra el soldado enemigo más cercano.

Superados en número, se fueron acercando poco

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oco a la muralla, pero a cada paso del camino el pequeñgrupo iba perdiendo a más y más de sus miembros, quaían en el barro con un chapoteo y allí acababan con elloon la culata de un mosquete o una rápida estocada con

ayoneta. Napoleón, incapaz de apartar la mirada dnemigo que se aglomeraba a su alrededor, notó que euelo se elevaba bajo sus pies y se dio cuenta de que hablegado al terraplén y que no había más espacio paetroceder. Allí era donde iba a morir.

 —¡Vamos, cabrones! —gritó, haciéndole señas anemigo con la mano libre. Dos hombres respondieron a snvitación y fueron hacia él. Uno de ellos le entró a fond

y, al moverse para rechazar el ataque, Napoleón cayó en uenta de que era un amago. Antes de que pudiera recuperal equilibrio, el segundo hombre se acercó a él medi

altando medio deslizándose. Napoleón volvió a blandir sspada y logró desviar la punta enemiga con un golpesonante del guardamano. La hoja bajó de pronto, pero ausí alcanzó su objetivo. Napoleón notó el golpe, como lguien le hubiera propinado una patada con todas su

uerzas, y luego sintió un candente dolor punzante en antorrilla izquierda cuando la bayoneta rasgó suantalones cubiertos de barro y le desgarró la carne.

 Napoleón soltó un grito y luego volvió a gritar cuandl enemigo arrancó la bayoneta y la echó hacia atrás, con

ntención de propinar una estocada directa al pecho d

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ficial. Cuando la punta de la bayoneta avanzó, Napoleóevantó el brazo para intentar rechazar el golpe. Una formscura se interpuso entre ellos, se oyó el ásperntrechocar del acero y el general Dugommier arremeti

on su arma contra el cañón del mosquete, y con el golphizo caer el arma de las manos del enemigo. Arremetió dnuevo, esta vez contra el hombro del soldado, que sdesplomó. Dugommier soltó un gruñido de triunfo que eun instante se convirtió en un grito ahogado, cuando el otroldado que había atacado a Napoleón lo acuchilló por ostado, atravesándole la manga con la punta de la bayoneinmovilizándole el brazo de la espada contra las costilla

Cuando le arrancaron la bayoneta de un tirón, Dugommieayó al suelo junto a Napoleón con un jadeo angustiadapoleón agarró la espada a tientas y la levantó pa

ntentar protegerlos a los dos, en tanto que el enemigo scercaba, dispuesto a acabar con ellos.

Se oyó un bramido desde lo alto, por detrás, al que sumaron más gritos. Los británicos se detuvieron y mirarolarmados por encima de las cabezas de los dos oficiale

ranceses. Entonces retrocedieron y alzaron sus armaoncentrándose en un nuevo peligro. Napoleón volvió vista atrás, y vio las negras formas de los soldados qurepaban a lo largo de toda la muralla e irrumpían en uerte. Presa de la excitación, le tiró de la manga

general.

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 —¡Tenga cuidado! —exclamó Dugommier con eostro crispado de dolor—, ¡Este es mi brazo herid

maldita sea! —¡Señor! Es Muiron con el resto de la column

Estamos salvados!Dugommier miró hacia atrás. —Muiron... Gracias a Dios.

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CAPÍTULO LXXXI

Los refuerzos irrumpieron en el fuerte Mulgrave

ofocaron todo intento de resistencia por parte de loritánicos, que no tenían ninguna posibilidad. Los que no sindieron huyeron por la muralla este y bajaron corriendor el camino hacia los fuertes que todavía se hallaban e

manos de los británicos en el extremo de la pequeñ

enínsula. Al romper el alba, la lluvia empezó por fin mainar y Napoleón, cojeando, enfiló el sendero hac

L'Eguillette con el pequeño tren de artillería que habmprovisado con los cañones capturados en el fuert

Mulgrave. Le habían aplicado un basto vendaje en

antorrilla y, aunque caminaba con un palo para ayudar ierna, cada paso que daba era un tormento. No habiempo que perder. No había tiempo para recuperarse, seprendió. La primera fase de su ataque había tenido éxitero tenían que capturar los dos fuertes del extremo de enínsula antes de que el enemigo pudiera recuperar

valor y mandara refuerzos rápidamente para defenderlos.Pero cuando Napoleón y sus cañones llegaron a

ima de la colina desde la que se dominaban los douertes, resultó evidente que los acontecimientos sstaban adelantando a los detalles de su plan. Un continu

lujo de botes iba y venía entre los fuertes y los buques d

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guerra aliados anclados en el puerto de Toulon. En urimer momento, Napoleón se desalentó y se dejó caeontra la cureña del cañón que iba en cabeza. Habíalegado demasiado tarde. El enemigo estaba enviand

efuerzos en masa a las guarniciones de los dos fuerteEntonces cayó en la cuenta de que los botes que se dirigíahacia él estaban vacíos y que los que se alejaban ibaargados de soldados y equipo.

 —Dios mío... están abandonando los fuertes. —Meneó la cabeza asombrado mientras Junot se acercaba l, riendo, y le hacía un gesto con la mano hacia los botes.

 —¡Señor! ¡Mire! ¡Están huyendo! —Sí, ya lo veo. Pero apenas puedo dar crédito.Junot dio una palada en el tubo del cañón; en su rostr

alpicado de barro ya no quedaba ni rastro de cansancio. E

orno a ellos, en la cuesta, los restos de los batallones quhabían participado en el asalto al fuerte Mulgrave mirabatónitos cómo el enemigo continuaba con su evacuació

De repente, Junot se volvió hacia Napoleón. —Señor. ¿Cuáles son sus órdenes?

 —¿Ordenes? —¿Doy la orden de atacar? Si disponemos loañones podemos bombardearlos mientras escapan. —unot le brillaron los ojos al pensarlo— ¿O deberíamo

mandar a la infantería?

 Napoleón meneó la cabeza. Ya había habido bastante

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muertes. No iban a ganar nada con la pérdida de más vidas. —Déjelos. —¿Qué los dejemos? —Junot puso mala cara—

Señor, son el enemigo. Nuestro deber es matarlos.

 —¡He dicho que los deje! —le espetó Napoleón, cosque lamentó al instante. Junot estaba sobreexcitado, nadmás. El teniente lo había hecho muy bien durante la nocheno se merecía una reprimenda en público. Napoleón esbozuna sonrisa forzada—. Un consejo, Junot. Nuncnterrumpa a su enemigo cuando está cometiendo un error

 —¿Señor? —Mire. —Napoleón levantó el palo en dirección a lo

uertes—. Está abandonando el campo. No nos hace faltacar. ¿Qué pasa si lo hacemos y deciden mandaefuerzos a los defensores? Entonces estaría todo perdid

En ocasiones, ganas más si no haces nada.Junot asintió con un leve movimiento de la cabeza.

 —Supongo que sí, señor. —Bien. Pues mande un mensaje al general y hága

aber lo que está ocurriendo. Dígale que tomaremos lo

uertes en cuanto el enemigo se haya marchado. Tendremoos cañones en posición y cubriendo el puerto interior lntes posible.

 —Sí, señor. —Junot saludó y se marchó a toda prisn busca de un caballo que lo llevara de nuevo al fuer

Mulgrave.

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Fue transcurriendo la mañana, y permitieron que nemigo finalizara la evacuación sin intromisiones. Ante

de marcharse, el último destacamento clavó los cañones hizo estallar la pólvora que quedaba en los polvorines. L

xplosión hizo que el suelo temblara un momento bajo loies de Napoleón, que levantó la mirada a tiempo de veque uno de los edificios del fuerte de L'Eguillette sdesintegraba con un brillante fogonazo, tras lo cual quedubierto de una espesa y arremolinada nube de humo olvo. En cuanto los últimos casacas rojas dejaron atrás uerte, los soldados franceses se dirigieron hacia él zaron la bandera revolucionaria. Napoleón los puso manola obra enseguida, ordenándoles que retiraran los cañonelavados para poder colocar en posición las piezas del tre

de asedio que habían traído del fuerte apresuradamente

brir fuego sobre el puerto. Mientras los exhaustooldados trabajaban, Napoleón se sentó en la torre más al

del fuerte y observó el desarrollo de los acontecimienton el otro lado del puerto a través de un catalejo.

Poco después de mediodía, una nube de hum

pareció sobre el arsenal y unas llamas como lenguas slzaron de los talleres y almacenes navales. Durante lahoras siguientes, las fragatas aliadas se cargaron doldados y civiles y no quedó duda alguna de que nemigo tenía intención de abandonar el puert

destruyendo todo lo que fuera posible antes de marchars

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de Toulon. Lejos de la costa, los grandes buques de línea da armada británica miraban impotentes, pues somandante no se atrevía a exponerlos a las bateríarancesas que podían barrer el puerto interior co

royectiles al rojo.En cuanto estuvo listo el primero de sus cañoneapoleón dio la orden de abrir fuego y los francese

mantuvieron un hostigador bombardeo mientras duró la ludel día. Los incendios en el arsenal continuaban ardiendoa puesta de sol, y seguían haciéndolo al caer la nochluminando gran parte del puerto y tiñéndolo de un colonaranjado infernal. Estallaron más incendios en los buque

de guerra capturados que el enemigo se veía obligado bandonar y, cuando las llamas alcanzaban la pólvorlmacenada en lo más profundo de los cascos, la

mbarcaciones saltaban por los aires con una serie dogonazos cegadores, desencadenando una sucesión drofundos estruendos que resonaban por todo el puerto.

A media noche, el teniente Junot se reunió coapoleón en la torre y juntos observaron aquel

destrucción en un horrorizado silencio.Al final, Junot murmuró: —Que Dios ayude a esos pobres de ahí. Napoleón se volvió hacia él con expresión d

uriosidad.

 —Son nuestro enemigo, Junot. La guerra es así.

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 —Soy consciente de ello, señor. —Junot se encogide hombros—, Pero no puedo evitar sentir lástima.

 Napoleón lo consideró un momento antes desponder:

 —La guerra es una cosa terrible. Lo máximo a lo quodemos aspirar es a combatir en ella con eficiencia parograr un resultado rápido y con el menor número d

muertes posible. Y para ello, no podemos permitirnos eujo de sentir lástima, Junot.

 —Puede que tenga razón, señor. —Junot volvió mirar al puerto y añadió en voz baja—: Pero que Dios loyude, de todos modos.

* * * 

Cuando salió el sol a la mañana siguiente, el arseneguía ardiendo lentamente y las estructuras carbonizada

de los edificios y buques de guerra aparecían negras desoladas ante la distante masa gris del monte Faron. En uerto interior, ya no quedaban más barcos enemigos y, e

mar abierto, Napoleón sólo pudo distinguir las tenuemanchas blancas de las velas de la flota británica qu

scapaba humillada.

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Poco después de las nueve de la mañana, Junot dirigiu atención al centro de Toulon. Napoleón alzó el catalej

y lo paseó por los tejados rojos, hasta que vio una manchlanca y azul: estaban arriando la bandera de los Borbone

de su mástil por encima de la plaza fuerte del puerto. Aabo de un momento, la bandera tricolor se alzó en sugar, se levantó al viento y se desplegó.

 —Se ha terminado, por lo que veo. —Napoleón sintió extrañamente vacío y cansado. Después de pasarsantas semanas planeando aquel momento, después d

dedicar hasta el último instante de vigilia a la caída dToulon, no lo embargó una gran sensación de triunfo, sinimplemente de agotamiento—. Hemos ganado.

 —La victoria es suya, señor —comentó Junot con unonrisa—. El plan era suyo, y resultó mucho mejor de l

que nadie hubiera esperado. —Gracias, Junot.Los interrumpió el sonido de unos pasos en lo

eldaños y, al darse la vuelta, vieron que el capitán Muiroparecía por la escalera y se acercaba a ellos. Se detuv

onriente, y saludó. Entonces sacó un sobre sellado dnterior de su mugrienta guerrera y se lo entregó apoleón.

 —Un despacho de parte de los representantes Salicey Fréron, señor.

 Napoleón rompió el sello, leyó rápidamente

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mensaje y lo releyó más despacio antes de levantar la vista —Parece ser que van a ascenderme a general d

rigada. —Felicidades, señor —le dijo Junot con una ampl

onrisa—. No es más de lo que se merece. Napoleón volvió a leer la carta. Hacía tres meses erun modesto capitán que se esforzaba por conseguir uatrono. Ahora iba a ser general de brigada. Se mirara po

donde se mirara, había sido un rápido ascenso para uoldado, y se preguntó cuán lejos podría llegar en est

mundo un hombre como él.

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CAPÍTULO LXXXII

Flandes, mayo de 1794

Los refuerzos de lord Moira habían desembarcado eOstende justo a tiempo de abandonar el puerto. Loranceses habían penetrado en la línea austriaca menazaban con aislar los refuerzos del resto del ejércitritánico, que ya estaba en plena retirada hacia Amberes. Eeniente coronel Arthur Wesley detuvo su montura y s

quedó un momento en la silla, contemplando cómmarchaba el regimiento. Los hombres del 33 de infanterarecían de bastante buen humor teniendo en cuenta qu

staban a punto de realizar una retirada forzosa frente a laolumnas enemigas que avanzaban; eso cambiaría tras u

duro día de marcha. La mayoría de los soldados eraastante avezados pero, al igual que en otros regimiento

de aquel ejército que se ampliaba rápidamente, había un

eva de reclutas novatos, hombres que, o eran demasiadviejos, o poco más que chiquillos; hombres que poseíauna constitución débil o que eran cortos de alcance

rthur sentía cierta lástima por ellos, pues eran los qumás iban a sufrir en los días venideros y los que meno

osibilidades tenían de sobrevivir.

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Se dio la vuelta en la silla y miró camino abajo hacOstende. Una gruesa columna de humo se alzaberezosamente en el aire por encima del depósito. Lor

Moira había dado órdenes de quemar todos los pertrecho

y equipo que no pudieran llevar sus soldados y carros. rthur le parecía un desperdicio escandaloso. Gran partdel equipo era nuevo, y estaba ardiendo y convirtiéndose ehumo antes de haber sido utilizado siquiera. Pero ernevitable. Hubiera sido mucho peor permitir que el equipayera en manos de los franceses. La ofensiva frances

había cogido por sorpresa a los aliados, que entonces seplegaban en absoluta confusión frente a los fanáticojércitos de la Revolución. Resultaba difícil de creer quas vicisitudes de la guerra pudieran invertirse de un modan aplastante. Hacía apenas un año, el ejército austriac

ras infligir unas cuantas derrotas a los franceses, podhaber cruzado el norte de Francia y tomar por asalto Paríl corazón de la Revolución. Pero el príncipe Federico d

Sajonia-Coburgo se había conformado con avanzaentamente por un amplio frente y ahora los aliados estaba

agando el precio de su indolencia. —¡Mantengan el paso ahí arriba! —les gritó uargento a los soldados que marchaban a la retaguardia de olumna—, ¡A menos que quieran que les metan unayoneta francesa por el culo!

Alguien le hizo una pedorreta y los soldados se riero

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mientras el sargento acudía corriendo desde la cola de olumna para encontrar al culpable.

 —¿Quién de ustedes, cabrones, acaba de firmar sentencia de muerte?

Los soldados guardaron silencio, pero no podíavitar sonreír. —¿Nadie, eh? —El sargento sonrió cruelmente—

Bueno, tengo maneras de descubrirlo. Cuando lo haga, nespondo de mí y le romperé el cuello a ese sinvergüenza.

Arthur puso el caballo al paso y la columna se alejesadamente de Ostende, marchando por los Países Bajoustríacos hacia la seguridad de Amberes. Aunque lo

habían enviado allí para proteger a aquellas gentes de lojércitos de Francia, Arthur había visto que las simpatías dos habitantes del lugar estaban con los revolucionarios. E

o comprendía. El continente europeo era un mosaico deinados, principados y provincias que las grandeotencias se intercambiaban como si fueran naipes. Ahor

Francia les facilitaba la perspectiva de una revolución, unportunidad de decidir su propio destino. Salvo si se ten

n cuenta que la Revolución era una farsa. No existraternidad entre sus líderes, tan sólo eran un variopintgrupo de déspotas mezquinos que se aferraban a las riendadel poder a cualquier precio. La gente de La Vendée, LyonMarsella y Toulon lo habían descubierto con toda claridad

y ahora los supervivientes de aquellos que osaro

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uestionar el poder de los demagogos de París caminabaor un paisaje de pueblos incendiados y cadávereutrefactos.

 —¿En qué estás pensando, Arthur?

Arthur se volvió y vio que el capitán Richard Fitzroy u montura se acercaban por su lado. El capitán se llevó mano al ala del sombrero y Arthur respondió del mismmodo. Fitzroy era uno de los comandantes y ayudante de sompañía y se había unido al 33 poco después de qurthur hubiera asumido el mando del regimiento. S

hermano Richard le había prestado el dinero para compraun empleo de teniente coronel, y él llevaba preparando 3 para la guerra desde otoño de 1973. A pesar de l

diferencia de rango, eran de la misma edad y buenomigos. Lo bastante buenos como para que Fitzro

rescindiera de las formalidades cuando el deber no lxigía.

Arthur hizo un gesto con la mano camino abajo, haca columna de humo.

 —Lamentaba el desperdicio.

 —Sí, parece absurdo. Totalmente absurdo —repusFitzroy—. Aquí estamos, después de haber esperado meseara entrar en combate y lo primero que hacemos es salorriendo para ponernos a cubierto. No es manera de lleva

una guerra.

 —Cierto —asintió Arthur. El 33 había recibid

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rdenes de unirse a un convoy que se dirigiría a lantillas, pero los arrancaron de sus barcos en el últim

momento para que se sumaran al ejército que habongregado lord Moira con el objetivo de invadir Bretañ

Tras largos meses de preparación, la fuerza había aparecidrente a la costa francesa para encontrarse con que evantamiento que había ido a apoyar acababa de seofocado. Finalmente, por tanto, el 33 había desembarcadn Ostende lleno de entusiasmo por enfrentarse nemigo, y se había encontrado con que sus órdenes ya nran relevantes gracias a los arrolladores avances de loranceses.

Arthur paseó la mirada por la campiña circundante us ojos se detuvieron en un pequeño grupo de jinetes qubservaban a la columna desde lo alto de un terraplén,

ierta distancia hacia el sur. Levantó la mano y los señaló. —Creo que tendrás oportunidad de combatir much

ntes de lo que crees. Mira allí.Fitzroy siguió la dirección que Arthur indicaba.

 —¿El enemigo?

 —¿Quién si no? Lo que es seguro es que no son de lonuestros. Y es poco probable que sean austríacos. Lúltimo que oí sobre ellos es que corrían de vuelta al Rin.

 —Escoria —masculló Fitzroy—, Cogen todo nuestrmaldito dinero y luego nos dejan colgados delante de lo

ranchutes. Escoria...

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 —Bueno, sí... sin duda —asintió Arthur—, Perstamos donde estamos, Fitzroy. Ahora ya no podemo

hacer nada al respecto. —No. Supongo que no. Pero aun así, ¿eh? Condenado

ustríacos. —Sí. Condenados austríacos... —No hay duda de que esos franchutes de ahí van

nformar de todos nuestros movimientos. —Puedes apostar a que sí. —¿En serio? —Fitzroy esbozó una sonrisa burlona—

Cuánto? —He dicho claramente que «puedes» apostar a que s

Yo ya no apuesto. —Eso dices. Pero seguro que si la cuota es buena... —Fitzroy, empiezas a hacerte pesado. —Arthur n

staba muy de humor para la conversación, en particulaobre un tema que sólo podía aumentar su sensación drustración. Volvió la mirada hacia la compañía de Fitzro

—. Sus hombres están empezando a aminorar la marcha. Lgradecería que les metiera prisa, capitán.

Fitzroy enarcó las cejas al ver que Arthur adoptaba uire formal, pero saludó de todos modos, hizo dar la vuelsu montura y se alejó al trote.

Arthur soltó un suspiro de alivio al volver a quedarsolo con sus pensamientos. Los momentos como aqu

habían constituido una especie de lujo desde que hab

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dejado Dublín. La imagen de Kitty irrumpió en su mente dnmediato. Volvió a sentir el acostumbrado sentimiento duria en su pecho al recordar la humillación a que lo habometido el hermano de Kitty al negarse a permitir que

oven contrajera matrimonio con un pobretón pocrometedor como Arthur. En los meses subsiguientes, ée había metido de lleno en sus obligaciones, en parte pa

mejorar su comprensión de los asuntos militares, pero máque nada para alejar sus pensamientos de ella. Pocdespués de abandonar Dublín, había soportado una últimhumillación y le había escrito, reconociendo francamentque no era la persona apropiada pero pidiéndole queconsiderara su oferta de matrimonio si los Pakenhamuzgaban que su fortuna había mejorado significativamenn algún momento en el futuro. Había concluido la car

diciéndole que él siempre la amaría y siempre mantendru oferta de matrimonio. En aquellos momentos, no es quareciera haber muchas posibilidades de mejorar su suertensó Arthur con una mueca. En el ejército, nadie habenido muchas oportunidades de demostrar su valía, y la

portunidades que habían surgido se habían desperdiciadn gran parte con la derrota y la deshonra. No había muchondicios de que aquella campaña en Flandes fuera a se

distinta.La fuerza de lord Moira estaba constituida en s

mayor parte por infantería, con dos baterías de seis libras

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un debilitado regimiento de caballería ligera cuyohombres no resultaban de mucha utilidad, aparte de servde exploradores y mensajeros. Un ejército tan mquilibrado como aquél sería vulnerable si el enemig

ograba inmovilizarlo el tiempo suficiente para hacevanzar la artillería que acabara con ellos. Así pues, laropas seguían avanzando, duramente empujadas por suficiales y suboficiales, y marchaban en dirección noresajo el sol abrasador de verano. Vestidos con las guerrera

de lana, los collarines de cuero y con más de veintiochkilos de peso a cuestas entre el equipo y los víveres, looldados no tardaron en quedar agotados y, al atardecer derimer día, la columna ya había perdido a unos cuantoezagados. Algunos de ellos los alcanzarían durante eurso de la noche, pero los que no estuvieran e

ondiciones de reunirse con sus compañeros quedarían merced del enemigo. La segunda noche hubo máezagados, y para entonces los exploradores franceses ystaban mucho más cerca de la columna y Arthur oyó ereve sonido de unos disparos lejanos que probablemen

erminarían con algún pequeño grupo de casacas rojas que habría separado del resto de la columna.A la mañana siguiente se reanudó la marcha en un ton

ún más contenido; el buen ánimo que habían evidenciados hombres al dejar Ostende había desaparecid

eemplazado por una hosca determinación de segu

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delante. A mediodía, se detuvieron a una corta distancidel pueblo de Ondrecht, donde había un puente que cruzabl río Anhelm, un pequeño afluente del Escalda.

 —¡Dejen las mochilas! —La orden se transmitió po

a columna y los soldados, agradecidos, desabrocharon lahebillas de las incómodas correas del pecho que ledificultaban la respiración y dejaron las mochilas a un laddel camino. Se destaparon las cantimploras y los soldadoon la boca reseca, tomaron unos tragos de agua tibirthur bajó por el camino polvoriento intercambiando unaalabras con los oficiales e intentando mantener la calmamperturbabilidad que, a su juicio, un oficial al mando deb

mostrar ante sus subordinados.Al volver a montar su caballo, Arthur se fijó en u

scuadrón de caballería británica que galopaba por un prad

n dirección sur. Se acercaron a la columna oblicuamente uego viraron hacia el grupo de oficiales de Estado Mayo

que se hallaba detrás de la vanguardia. —Hay problemas —dijo uno de los sargentos entr

dientes.

En efecto, mientras Arthur miraba, el alférez al manddel escuadrón gesticulaba como un loco hacia el sudestmientras le rendía informe a lord Moira. El generonsultó rápidamente con sus oficiales de Estado Mayor

uno de ellos recorrió a caballo el flanco de la column

dando órdenes a gritos. Tras él, los oficiales y suboficiale

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ormaron a sus unidades apresuradamente en el caministos para continuar la marcha. El oficial de Estado Mayoodavía se hallaba a cierta distancia, pero Arthur decidió netrasarse ni un momento.

 —¡El regimiento formará!Los soldados, sentados al borde del camino, sevantaron y volvieron a cargar las mochilapresuradamente, agarraron sus armas y ocuparon sosición a toda prisa, donde permanecieron inmóviles istos para la marcha. El oficial de Estado Mayor detuvo saballo junto a Wesley, esparciendo grava y terrones dierra frente a los soldados más cercanos.

 —El general le manda sus respetos, señor. —Eficial lo saludó—. Los exploradores informan de que nemigo se aproxima por el sur. Su señoría teme que lo

ranceses intenten evitar que crucemos el Anhelm. —¿Cuál es el contingente enemigo? —Los exploradores informan de dos regimientos d

aballería, una batería de artillería montada y varioatallones de infantería que los siguen a un kilómetro

medio por detrás. —¿A qué distancia se encuentran? —A unos dieciséis o diecisiete kilómetros. Al meno

sí era cuando los exploradores los observaron. —¿Dieciséis kilómetros? —Arthur frunció el ceñ

mientras realizaba unos cálculos apresurados. Lo

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ranceses se encontraban a tres horas de distancia, a lumo. El puente sobre el Anhelm se hallaba por lo menos

unos seis kilómetros siguiendo el camino. Había muchaosibilidades de que la caballería enemiga alcanzara a

olumna antes de que ésta pudiera cruzar y ponerse a salvLa carrera había empezado.Arthur esbozó una sonrisa forzada. Miró al oficial

sintió con la cabeza. —Está bien. Salude de mi parte a lord Moira y díga

que haremos todo lo posible por mantener el ritmo. —Sí, señor. —El oficial de Estado Mayor saludó, hiz

dar la vuelta a su montura y galopó de vuelta a la cabeza da columna, que ya se había puesto en marcha y levantab

una nube de polvo al avanzar a paso largo por el caminUna a una, las unidades de la columna británica fuero

vanzando, hasta que por fin Arthur dio la orden de marchasu regimiento. Llevó su caballo a un lado del camino y s

quedó allí un momento, viendo pasar a sus hombres antede meter la mano en la alforja y sacar su catalejEscudriñó el territorio hacia el sur. Aunque el día er

aluroso y la calima bordeaba el horizonte, no tardó edistinguir la espesa cortina de polvo que señalaba resencia de la columna enemiga. Los franceses debían donocer la posición de la columna británica. Si somandante era lo bastante agudo, no tardaría en dar

rden para que su caballería se adelantara e intenta

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ortarle el paso a la columna de lord Moira con ropósito de impedir que llegaran al puente de Ondrech

Tendría que tratarse de una acción retardatriz, puesto quos británicos los superaban en número, pero Arthur se di

uenta de que si la caballería francesa podía retener a olumna el tiempo suficiente para que su artillería nfantería acudieran en su apoyo, entonces los británicos s

verían en una situación muy difícil. Sobre todo si...Se dio la vuelta en la silla y enfocó el catalej

iguiendo el camino hacia el este. En efecto, allí había otrdébil nube de polvo por detrás de ellos. Cerró el catalejde golpe, trotó al lado del regimiento hasta encontrar Fitzroy y, poco a poco, acercó su montura a la de su amigoSe inclinó ligeramente hacia Fitzroy y le habló en voz baja

 —Vaya al encuentro del general. Dígale que otr

olumna enemiga se acerca por detrás. No vaya demasiaddeprisa, no queda bien delante de los soldados. Ya tieneastante de lo que preocuparse.

 —Sí, señor. —De manera instintiva, Fitzroy volvió mirada por encima de su hombro, pero el polvo qu

evantaban los soldados del 33 Regimiento le impidió venada. Chasqueó la lengua, tiró de las riendas, sacó aballo de la formación y salió al trote por el borde damino.

Cuando el tranquilo pueblo de Ondrecht apareció an

a vista de la columna británica, ya se podía ver a lo

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rimeros escuadrones de caballería enemiga trotando poos campos. A una corta distancia tras ellos iba la artillerí

que avanzaba dando tumbos con los servidores de las piezaferrados a los cajones de munición. Arthur movió l

abeza, asintiendo para sus adentros con gravedad; omandante enemigo había tenido un descuido al no hacevanzar a aquellas unidades enseguida. Ahora sólo podría

hostigar a los británicos mientras éstos cruzaban el puentMucho más preocupante era la fuerza que se acercaba podetrás. La nube de polvo se había aproximado rápidamentea retaguardia de la columna y era evidente que los estabersiguiendo un gran contingente de caballería. En aquello

mismos momentos, cuando ya tenían Ondrecht a la vistrthur veía que sus hombres miraban atrás con expresione

de preocupación. Decidió que había llegado el momento d

oner fin a eso. —¡Sargento mayor! —¿Señor? —¡Quiero que castigue al próximo soldado que mir

hacia atrás!

 —Sí, señor. —El sargento mayor respiró hondo y legritó a los soldados—: ¡Ya han oído al coronel! ¡Si veo lguno de ustedes echar ni que sea una miradita a esoranchutes, le romperé las piernas!

La vanguardia de la columna cruzó rápidamente

uente y ocuparon los edificios de la otra orilla del Anhelm

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haciendo caso omiso de los enojados gritos de protesta os llantos lastimeros de sus ocupantes. Lord Moira aposttro batallón en el extremo sur del pueblo para proteger slanco, mientras el resto de la columna empezaba a cruza

l puente, una vieja construcción de piedra lo bastanncha como para que las cureñas pudieran pasar couidado. Aun así, aquel cuello de botella obligó a olumna a aminorar el paso y a avanzar con mucha lentitun tanto que la fuerza enemiga se acercaba rápidamente pou cola, donde Arthur y los hombres del 33 aguardabampacientes, deseando con todas sus fuerzas que looldados que iban delante se apresuraran.

El repentino ruido sordo de un disparo de cañón hizque Arthur volviera de nuevo la atención hacia la fuerznemiga que avanzaba hacia el sur de la población. Un

delgada franja de humo ocultó los cañones y a suervidores por un momento, tras el cual aparecieron ravés de la neblina las siluetas de los franceses quargaban más proyectiles. A cierta distancia por delante dllos, una delgada barrera de dragones se había acercado l

uficiente al pueblo como para que los británicos abrierauego, y la atmósfera no tardó en llenarse de lohasquidos de los disparos de la infantería británica qurotegía el flanco. No obstante, por delante de Arthur olumna no se movió. Por detrás, se habían hecho visible

os primeros jinetes avanzados de la fuerza enemiga que lo

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erseguía, que entonces frenaron sus monturas y vigilarode cerca la columna británica. Arthur se dio cuenta de qura imposible evitarlo. Llamó a uno de sus alféreces.

 —Dígale a lord Moira que la caballería enemiga s

nos echará encima enseguida. Voy a sacar de la formaciól 33 para cubrir la retaguardia.Cuando el muchacho se fue corriendo, Arthur dio

rden de cambiar la formación y dar media vuelta. Coierta satisfacción, observó que su regimiento realizaba

maniobra con bastante competencia. Hacía poco que el 3había adoptado la instrucción expuesta por sir DavDundas, y Arthur se había alegrado de verse eximido de larea de tener que preparar sus propios ejercicios, unbligación de todos los comandantes de regimiento ante

del advenimiento del código de movimientos militares d

Dundas. En cuestión de minutos, el regimiento se habdesplegado por el terreno a ambos lados del camino y, equellos momentos se hallaba formado en dos filas, listara entrar en acción. La caballería francesa estabormando a unos ochocientos metros camino abajo e

medio de una espesa nube de polvo, a través de la cuentelleaban los reflejos del metal bruñido y el acerrthur percibió el apagado estruendo de las herraduras d

hierro de los cascos de los caballos, y tuvo la impresión dque lo notaba a través del suelo bajo su propia montura.

Una mirada por encima del hombro le reveló que

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olumna británica había avanzado un poco más, y egimiento situado por delante del 33 acababa de entrar el camino lleno de baches que atravesaba el pueblo de uxtremo a otro. Sin embargo, no había ninguna posibilida

de que la columna cruzara el Anhelm antes de que aballería enemiga los atacara. Arthur calculó rápidamenta distancia que había entre su posición y el pueblo antes d

dar la siguiente orden. —¡El 33 se replegará doscientos pasos!En cuanto se transmitió la orden, los soldados diero

media vuelta y empezaron a marchar acercándose a rotección de los toscos edificios de los campesinolamencos, que en aquellos momentos miraban a looldados que se aproximaban a través de los postigos y lauertas.

 —¡Ya vienen! —gritó una voz.Arthur se volvió a mirar, y la caballería frances

mpezó a avanzar onduladamente, las dos primeras líneaien definidas, el resto seguía perdida en la polvareda. Nuvo lugar una desordenada carga como las que solían hace

os regimientos británicos, sino que el enemigo se acercl trote y fue aumentando el paso hasta un medio galope, nmás, mientras los oficiales mantenían a los soldados bajontrol. Un espectáculo impresionante, caviló Arthur. Y

mortífero.

 —¡Alto! —gritó— ¡Media vuelta... preparados par

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ecibir a la caballería!El regimiento se detuvo a una corta distancia d

ueblo y se dio la vuelta para hacer frente a la amenaza. —¡Calen bayonetas! —bramó el sargento mayor, tra

o cual se oyó una breve cacofonía áspera cuando looldados sacaron las hojas de las vainas y encajaron laayonetas en la boca de sus mosquetes. Durante todo esiempo, la caballería enemiga se iba acercando cada ve

más, y Arthur vio que eran húsares: caballería ligera armadon pistolas o carabinas además de con sus sable

Vacilaron un instante cuando los británicos se volvierohacia ellos.

 —¡Preparados para disparar! —gritó Arthur, y loficiales repitieron la orden por la línea. Los soldadoargaron sus armas y en cuanto la última baqueta volvió

deslizarse en su lugar, los mosquetes se alzaron eosición de disparo. La caballería enemiga se acercó máodavía a medio galope, hasta que estuvieron a apenas uno

doscientos metros de distancia. —¡Tranquilos, soldados! —exclamó Arthur—

Esperen a recibir la orden!Siempre había algún exaltado o algún bobalicón que nodía esperar a descargar el arma, aunque no hubierosibilidad de dar en el blanco a esa distancia. Con uepentino toque de trompetas y un gran rugido gutural, lo

ranceses se lanzaron finalmente a la carga y el suel

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embló bajo el impacto de sus monturas. —¡Tranquilos! —gritó Arthur.Los soldados esperaron apuntando con los mosquete

n tanto que la caballería se abalanzaba hacia ellos con su

abellos trenzados ondeando por debajo de sus gorras y oca abierta bajo los bigotes encerados profiriendo gritode ánimo. Las puntas de sus espadas parpadeaban delante dllos, y las apuntaban hacia los británicos con el brazompletamente extendido. En cuanto estuvieron a unoien pasos, Arthur dio la orden de disparar a voz en cuello

Se oyó el chasquido de la descarga que ocultó a aballería al instante. Luego reinaron en la atmósfera lo

gritos de los heridos, los estridentes relinchos de loaballos lisiados y las roncas exclamaciones de looldados atrapados en aquella maraña de destrucción qu

había provocado la fulminante lluvia de balas de mosquetde los británicos.

 —¡Recarguen!Los soldados sacaron cartuchos nuevos, mordiero

os extremos y escupieron las balas en el interior de lo

añones de los mosquetes. Arthur se puso de pie en lostribos e intentó ver por encima de la humareda de pólvorque atravesaba el terreno delante de su regimiento. Alcanz

ver un estandarte que ondeaba, mientras el enemigeunía a los supervivientes de la descarga e intentaba volve

la carga. En cuanto los soldados hubieron recargad

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rthur levantó el brazo, esperó un instante y lo bajápidamente.

 —¡Fuego!La segunda descarga estalló en una oleada d

ogonazos, más humo y un renovado coro de gritos onfusión. Los casacas rojas volvieron a cargar nuevameny, tras una breve pausa, Arthur oyó la voz de Fitzroy qugritaba desde allí cerca:

 —¡Se están replegando!Sus palabras fueron recibidas con un coro desigual d

vaciones por parte de la tropa. —¡Silencio! —bramó Arthur—, ¡Silencio ahí!El ruido cesó rápidamente, y entonces Arthur oyó po

í mismo el sonido de la retirada del enemigo. Aguardó uoco más, hasta que el humo se dispersó lo suficiente par

segurarse de que era cierto y no se trataba de algunrtimaña de los franceses, entonces dio la orden para que egimiento siguiera retrocediendo hacia el extremo dueblo. El 33 avanzó a paso lento para que la línea no s

desbaratara, y los sargentos concentraron su atención e

mantener la formación en las filas cuando éstas pasaban pol terreno accidentado.Los franceses no tardaron mucho en recuperar

valor, reformar su línea y volver al ataque. En aquelcasión, la línea se extendió y en cada uno de sus extremo

e añadieron nuevas unidades. En cuanto los vio acercars

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tra vez, Arthur tuvo muy claro lo que se proponían. Svolvió hacia su ayudante.

 —¡Por Dios! Quieren flanquearnos. —¿Flanquearnos? —Fitzroy parecía alarmado, per

ragó saliva rápidamente, irguió la espalda y arrancó mirada de la caballería que se acercaba a la línea británic—. ¿Cuáles son sus órdenes, señor?

Arthur calculó la distancia. La caballería se encontrabcasi unos cuatrocientos metros y cargarían contra lo

asacas rojas antes de que éstos pudieran refugiarse en ueblo. Sólo podían hacer una cosa, aunque ello requirier

un peligroso cambio de formación y un avance mucho máento hacia la seguridad si la maniobra se realizaba coxito. Arthur miró nuevamente a la caballería, que yompía a trotar. No había tiempo para pensárselo más.

Respiró hondo y, con toda la calma de la que fuapaz, gritó:

 —¡El 33 formará en cuadro!Lentamente —dio la impresión de que demasiado—

a línea se detuvo y las compañías de los flancos s

legaron hacia atrás, como si giraran sobre los extremodel centro de la línea que seguía frente a la caballernemiga. Finalmente, las compañías ligera y de granaderoerminaron la evolución y completaron la retaguardia de ormación. No era precisamente un cuadro, pensó Arthu

ino más bien una caja, y la mejor protección que

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nfantería podía permitirse frente a la caballería enemigun continuo perímetro de bayonetas contra el que ningúaballo quisiera arrojarse. Siempre y cuando el perímetrermaneciera intacto, los casacas rojas estarían a salvo. S

os franceses lograban encontrar un hueco y aprovecharlntonces los hombres de la formación estaríaondenados.

Las monótonas notas de las cornetas de caballeresonaron de nuevo y los jinetes obligaron a sus monturasargar contra el rectángulo de infantería. Los jineteituados en las alas condujeron a sus caballos en línea recon el propósito de pasar frente a la cara del cuadro, bajaor los lados y aislar al 33 del pueblo: un plan sencillo fectivo, siempre y cuando al final pudieran amedrentar luficiente a la infantería como para forzar un hueco en

uadro.En aquella ocasión, Arthur no abrió fuego hasta qu

os húsares estuvieron mucho más cerca, con la intencióde desbaratar la carga con una tremenda descarga. Lohúsares aflojaron la marcha momentáneamente para sorte

los muertos y heridos del primer ataque, y luego sanzaron contra el cuadro británico. —¡Fuego!El mismo estallido violento y la misma carnicería d

ntes fueron seguidos al cabo de un momento por má

disparos desde los lados del cuadro, mientras el enemig

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asaba a toda velocidad, con lo que varios de sus jineteueron derribados de la silla de un disparo o aplastadouando sus monturas heridas cayeron encima de ellos. S

hizo un breve paréntesis, durante el cual la caballer

rancesa detuvo sus monturas y cogió sus armas de fuegrthur aprovechó la oportunidad. —¡El cuadro se retirará hacia el pueblo! ¡Sargento

mantengan bien la formación!Mientras el sargento mayor marcaba el paso, el cuadr

ue avanzando lentamente hacia el pueblo en formacióerrada, sin detenerse a recargar sus armas. Ahora

ventaja pasó a estar en manos del enemigo, y los húsaredesenfundaron sus pistolas y carabinas y se pusieron disparar a bocajarro contra el cuadro. Empezaron a caer lorimeros soldados de Arthur, algunos de los cuale

murieron en el acto y quedaron tendidos en el suelo, eanto que sus compañeros pasaban como podían por encim

de ellos. A los heridos los recogían y los arrastraban hacil centro del cuadro, donde los hombres del grupbanderado y los de la banda de música hacían todo l

osible para llevárselos con el resto de la formación medida que ésta avanzaba poco a poco hacia el pueblo.En el preciso momento en que Arthur lo miraba, u

húsar que se hallaba a apenas treinta pasos de distancia alza carabina y apuntó tranquilamente mirando a lo largo d

añón; la boca del arma se escorzó hasta que el cañón s

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onvirtió en un punto y, con una sensación de náuserovocada por el miedo, Arthur se dio cuenta de que e

húsar lo había elegido como objetivo. El francés sonrintornó un ojo y apretó el gatillo. Un fogonazo salió de

oca del arma y Arthur cerró los ojos instintivamente speró a sentir el dolor desgarrador del impacto. Se oyó ugrito cercano y notó que un cuerpo daba una sacudidontra su bota. Arthur abrió los ojos y bajó la vista, aiempo que un cabo caía al suelo junto a su caballgarrándose el cuello con las manos, del que manaba angre en chorros espesos. El hombre miró hacia arribon desesperación, sus miradas se cruzaron un instante rthur sintió que lo dominaba un horrorizado pánico ontemplar al moribundo, pero se lo quitó de encimspoleó su caballo y avanzó hacia el frente del cuadro si

treverse a volver a mirar a aquel soldado herido de muertEl capitán Fitzroy conducía su caballo al paso de uxtremo a otro por detrás del frente del cuadro, lanzand

gritos de ánimo a sus hombres mientras éstos soportaban uego cruzado de los húsares situados entre el cuadro y

ueblo. Al ver a Arthur, frenó su caballo y le dirigió unonrisa forzada. —Un momento delicado, señor. —En efecto. —Arthur se encogió cuando un dispar

lcanzó en el rostro a uno de los soldados de la compañ

que iba en cabeza— No podemos permitirlo. Está

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lcanzando a demasiados de los nuestros. Debemodetenernos y recargar.

 —¿Detenernos? ¿Es prudente, señor? Les dará tiemphacer avanzar más fuerzas.

 —Tal vez, pero no voy a perder a más soldados de loque deba.Arthur dio media vuelta y buscó al sargento mayor.

 —¡Sargento, detenga el cuadro y que recarguen! —¡Sí, señor! —El sargento mayor saludó, tomó aire

gritó las órdenes a voz en grito, haciendo que el regimiente detuviera. Los casacas rojas sacaron los nuevoartuchos de inmediato y empezaron la continua secuenc

de movimientos para recargar sus armas. —¡Disparen por compañías! —gritó Arthur, y un

erie de descargas estallaron desde cada uno de los lado

del cuadro, barriendo la formación de caballería francesque los estaba atormentando hacía tan sólo un momento. Eorno al cuadro los muertos y heridos caían desperdigado

corta distancia y como respuesta el enemigo sóldevolvió algunos disparos. Tras varias descargas, lo

ranceses tocaron retirada y los jinetes que quedabadieron la vuelta a sus monturas rápidamente y cabalgaroara ponerse fuera del alcance de los mosquetes.

 —¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego! —Arthur señalhacia los edificios más cercanos—. ¡El regimiento s

etirará hacia el pueblo!

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Una vez más, el cuadro se fue alejando del enemigrrastrando los pies. En aquella ocasión los franceses nntervinieron, y se limitaron a seguir a los casacas roja

manteniéndose fuera del alcance efectivo de sus mosquete

y listos para cargar en cuanto la formación británica sdesbaratara. Sin embargo, los largos meses de monótonnstrucción en los campos de armas de Gran Bretañ

demostraron haber valido la pena, y el 33 de infanterlcanzó el extremo del pueblo sin sufrir más bajas. A

disponer de edificios y cercas para proteger los flancos, ormación de cuadro ya no era necesaria, y Arthur pud

desplegar una compañía por la estrecha calle para cubrir etirada, en tanto que las demás se dirigían en fila por ngosto camino que conducía al puente.

Cuando tuvo la seguridad de que, por el momento, su

hombres se hallaban a salvo, Arthur hizo girar a su caballhacia el puente. La cola del tren de bagaje todavía estabntrando por aquel estrecho espacio y algunos de lo

vehículos de mayor tamaño, demasiado anchos para pasor allí, se habían desenganchado de los animales de tiro

e habían arrojado al río por la empinada orilla. Lord Moire hallaba a cierta distancia acompañado por su pequeñlana mayor observando lo que sucedía, y volvieron la visl oír el chacoloteo de la montura de Arthur por lodoquines de la plaza del mercado del pueblo.

Arthur detuvo su caballo y lord Moira lo saludó con

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mano. —¿Cuál es la situación, Wesley? —Tenemos caballería enemiga en las afueras de

ueblo, milord. El 33 ya los tiene calados y los mantiene

aya mientras nos retiramos hacia el puente. —Bien. —El general hizo un breve gesto dsentimiento—. Eso está bien. Todavía nos están dando unaliza con esos cañones del sur, y su infantería no tardarn estar lista para avanzar hacia el pueblo. Deberíamoontenerlos el tiempo suficiente para acabar de cruzar.

 —Milord, con todos mis respetos, ¿podría sugerir quvoláramos el puente para evitar que nos persigan?

 —Ya nos estamos ocupando de ello. —Lord Moireñaló hacia el río y Arthur vio que unos cuantongenieros amontonaban barriles de pólvora en

ontrafuerte situado bajo el arco central del puente. —Pronto estarán preparados. Haremos estallar la

argas en cuanto hayan cruzado sus hombres. —Muy bien, señor. —Bueno, no hay tiempo que perder, Wesley. Regres

on sus soldados y empiece a replegarse.Arthur saludó y se dispuso a volver con sus hombres. —¡Vaya lo más rápido posible, Wesley! —le gritó e

general cuando Arthur ya se alejaba.El joven Wesley cabalgó rápidamente hacia la

ompañías del 33 que iban en cabeza y se detuvo en

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etaguardia. A una corta distancia por detrás de ellos, lohúsares franceses habían abandonado sus caballos y estabauchando como tiradores, corriendo de casa en casa pa

disparar contra las filas de casacas rojas que se retiraba

Fitzroy había dado permiso a los soldados para que abrierauego a discreción, y los silbidos y golpes sordos de lodisparos de las armas de bajo calibre inundaban tmósfera. Arthur desmontó y le hizo señas a Fitzroy.

 —Llévese mi caballo y vaya al puente. Quiero a todaas compañías excepto a ésta en los edificios del otro lad

del Anhelm. Tienen que proporcionar fuego de coberturuando lleguemos a la plaza del mercado. ¿Entendido?

Fitzroy dijo que sí con la cabeza. —Pues adelante. —Arthur se dio la vuelta hacia s

etaguardia, dirigió la vista más allá de sus soldados, hac

os húsares franceses que se agachaban en las esquinas pardisparar sus armas, antes de desaparecer nuevamente paecargar; aunque no lo bastante rápido como para no recibos disparos de respuesta de la línea británica. Mientrabservaba, uno de los húsares salió al descubierto y cruz

a calle en diagonal a todo correr. Casi había alcanzado etro lado, cuando de repente se detuvo con una sacudida alió despedido hacia atrás al ser alcanzado por uno de lo

hombres de Arthur. Wesley movió la cabeza con adustatisfacción: aquel ejemplo contribuiría a desanimar a lo

húsares y haría que éstos no persiguieran con demasiad

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ntusiasmo a sus casacas rojas. No había necesidad dmantener a la compañía formada ante la limitada amenazque representaban aquellos húsares.

 —¡Rompan filas y repliéguense!

Los soldados se dirigieron de inmediato a los lados da calle, disparando y recargando a cubierto mientras ibaediendo terreno al enemigo. Arthur, que intentaba coodas sus fuerzas no demostrar miedo, se obligó ermanecer al descubierto mientras retrocedía con paseguro hacia el puente. Al llegar a la plaza del mercadordenó a sus hombres que se detuvieran. Los ingenieroodavía estaban preparando las cargas y el último de loarros estaba cruzando con dificultad el estrecho espaci

Unos cuantos soldados de uno de los otros regimientodefendían los accesos a la plaza del mercado del lado sur,

de vez en cuando se oía un fuerte estrépito y el traquetede unas tejas que caían, pues la batería francesa situada eas afueras de Ondrecht seguía lanzando proyectiles entro del pueblo. Al otro lado del río, Arthur distinguios sombreros negros y casacas rojas de sus hombres qu

omaban posiciones en las casas que bordeaban la otrrilla. En cuanto el último de los carros bajó retumbandor la calle al otro lado del puente, Arthur se volvió hacius hombres:

 —¡Retirada! ¡Retirada!

Los casacas rojas se encorvaron sobre sus mosquete

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etrocedieron hacia la plaza del mercado y efectuaron suúltimos disparos contra los húsares que se acercaban, antede darse la vuelta y dirigirse a paso ligero hacia el puent

rthur desenvainó la espada y se unió a ellos en medió d

uido del entrechocar de las botas en los adoquines. Ugrito de triunfo se alzó en la calle por detrás de ellos y, avolver la mirada, Arthur pudo ver que la compañía dhúsares empezaba a avanzar en persecución de los casacaojas. Al ver que la compañía de Arthur se replegaba, uuñado de soldados de otro regimiento que seguía

disparando al enemigo en el lado sur iniciaron la retiradEntonces, uno de sus oficiales, un teniente, se detuvo eñaló:

 —¡Infantería enemiga! ¡Allí! —Se volvió hacia suoldados—. ¡Manténganse en su posición, maldita sea!

Pero ya eran demasiados los que corrían hacia uente y su autoridad no prevaleció sobre el instinto dupervivencia de los soldados. En cualquier caso, al cab

de un instante se oyó un estruendo cuando un proyectil drtillería silbó sobre los adoquines a una corta distancia po

delante del teniente, pasó cerca de él y se estrelló contruna pared describiendo un ángulo oblicuo. Una lluvia dragmentos de adoquín muy afilados cayó sobre el oficia

que soltó un grito y se postró de rodillas, agarrándose coas manos la carne cortada de su rostro.

 —¡Mis ojos! —gritó—. ¡Mis ojos!

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Arthur empezó a andar hacia él, pero no había dadmás que unas zancadas rápidas cuando el teniente fulcanzado por un disparo de la infantería enemiga que sproximaba a la plaza. El oficial cayó de bruces, se agitó u

momento y luego quedó inmóvil. El joven Wesley se lquedó mirando horrorizado, hasta que uno de sus soldadoo agarró suavemente del brazo y lo llevó hacia el puente.

 —Vamos, señor. Ya no puede hacer nada por él.Arthur asintió con la cabeza, arrancó la mirada d

ficial caído y se unió a sus hombres que corrían hacia uente. Al pasar rápidamente por las bocacalles, se fijó e

que unas tenues formas con casacas azul oscuro spresuraban en dirección a la plaza; las balas de mosquetilbaban por el aire o rebotaban con un chasquido en lodoquines, mientras los franceses intentaban acabar con lo

asacas rojas que huían. Arthur llegó al puente, donde liedra cubierta de líquenes llegaba a la altura de la cintun ambos lados. Se detuvo y volvió la vista atrás; con u

gesto de la mano indicó a los últimos de sus hombres quasaran y luego se apresuró tras ellos, mientras lo

rimeros miembros de la infantería francesa irrumpían ea plaza del mercado y empezaban a correr hacia el puente —¡Por el amor de Dios, Wesley! —Lord Moira l

hacía señas desde detrás de una carreta situada al otro laddel río. Señalaba con el dedo los contrafuertes del puen

—. ¡Corra, hombre! ¡Ya se han encendido las mechas!

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Arthur agachó la cabeza, se agarró el sombrero con mano para que no se le cayera y echó a correr para poners

cubierto en la casa más cercana. Al llegar a la entrada diedra, se apretó contra la pared y volvió la vista hacia

uente. Sobre su combada superficie vio los sombreroon escarapela y la bandera tricolor del enemigo al otrado. De pronto, un enorme fogonazo cegador seguido d

un intenso retumbo lo arrojó contra la puerta de maderachonada cuando los barriles de pólvora de debajo duente explotaron. El arco central del puente parecilzarse intacto por un instante, antes de hacerse pedazo

que se elevaron, salieron despedidos y empezaron a caer uelo cubriendo la zona de escombros. El estruendo de

detonación se desvaneció rápidamente y, por un momentoeinó el silencio mientras los soldados de ambos bando

miraban la cortina de humo y polvo que cubría los restodel puente. Entonces alguien volvió a disparar, hubo unéplica y a continuación los dos bandos reanudaron uego con el habitual chasquido de los mosquetes. Perquello prácticamente se había terminado ya. Un hueco d

unos seis metros se abría sobre el río cubierto dscombros y, al menos por el momento, los británicostaban a salvo.

La columna salió del pueblo y reanudó su marchhacia Amberes. La artillería francesa continu

hostigándolos durante un rato desde la orilla opuesta d

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nhelm, pero sólo consiguió provocar unas cuantas bajasdestrozar el eje de un carro de suministros, cuyo conductoo incendió rápidamente y lo abandonó.

Cuando la retaguardia coronó la cima de una colina

oca distancia del pueblo, Arthur miró hacia Ondrecht umomento y se maravilló de su primera experiencia en guerra. De repente, se sintió cansado. Cansado, pero llende júbilo. Había hecho frente al fuego enemigo y habalido con vida. Volvió la mirada hacia los soldados de segimiento que pasaban por el camino. Iban riéndose arloteando animadamente, jactándose de sus hazañas, si

duda. Por un momento estuvo tentado de hacer que argento mayor los hiciera callar, pero resistió el impulso

Que tuvieran su momento de triunfo. Sería bueno para moral y, además, se lo habían ganado.

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CAPÍTULO LXXXIII

Septiembre de 1794

El contraataque en Boxtel había sido un desastromo Arthur se esperaba. Los varios regimiento

desplegados por los campos empapados en torno a iudad fortificada habían avanzado aprovechando scuridad para volver a tomar la ciudad a los francese

Pero las órdenes para el ataque habían pasado por alto uestión de la coordinación de esfuerzos, y cada una de la

unidades había avanzado por iniciativa propia en cuantmpezó el intercambio inicial de disparos entre lo

iradores. El resultado fue un ataque poco sistemático qul enemigo no tuvo dificultad en contener y luego repeleon numerosas pérdidas en el bando británico. El generir Hugh Wilson no había realizado ningún intento detomar el control sobre el asalto, y se había negado

nular el ataque mucho después de que quedara claro quhabía sido un costoso fracaso. Cuando el tenue brillo dmanecer empezaba a extenderse por el paisaje, lotacantes se retiraron de Boxtel, dejando el terreno frenteus defensas cubierto de casacas rojas muertos

gonizantes. El general Wilson y sus oficiales de Estad

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Mayor sencillamente se habían alejado a caballo parstablecer, según dijeron, un nuevo cuartel general a un

distancia segura del enemigo. Dejó órdenes de que el restde su ejército tenía que replegarse hacia su posición l

mejor que pudieran.Con la primera luz del día, los franceses habíafectuado una salida de sus defensas, haciendo retrocederos casacas rojas con facilidad, y su general, que poseodo el coraje e iniciativa de los que a todas luces carecir Hugh, pasaron inmediatamente a la ofensiva xpulsaron a los británicos.

Hacía poco que a Arthur le habían confiado el mandde una brigada formada por el 33 y el 42 de infantería, qun aquellos momentos cubrían la retirada de suompañeros mientras retrocedían en tropel por el camin

de Boxtel.Una hora después del alba hubo una breve tregua en

ombate, y Arthur avanzó a caballo con cautela paromprobar si había señales del enemigo. Mientraonducía su caballo al trote por el borde cubierto de hierb

del camino para amortiguar el sonido de los cascos, vio qua zona estaba cubierta de equipo y armas abandonadaquí y allí un herido intentaba desesperadamente escapa

del enemigo y reunirse con sus compañeros. Los que ya nodían moverse permanecían tendidos y aguardaba

otalmente a merced de los revolucionarios, cuy

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eputación de cometer atrocidades era la comidilla de lojércitos aliados. Arthur no podía hacer nada por ellos ntentó hacer caso omiso de las súplicas de ayuda qulgunos le gritaban mientras él escudriñaba el camino qu

enía por delante, en busca de algún indicio del enemigo.Según sus cálculos, se encontraba aproximadamenteun kilómetro y medio de su brigada cuando frenó smontura y cogió el catalejo. Abrió el instrumento de golpy miró por el ocular. Nada. Siguió mirando, mientrampezaba a reflexionar sobre las arriesgadas incursione

que se habían hecho en aquella campaña. La escaramuza dOndrecht había marcado la pauta de los meseubsiguientes. Después de que lord Moira se uniera

duque de York en las afueras de Amberes, las retiradas sucedieron. Los fracasos de los oficiales superiores s

vieron agravados a cada momento por la desorganización a absoluta corrupción de los cuerpos que se suponía quenían que apoyar y proveer al ejército británico. El duqu

de York, al mando del ejército, sólo era tres años mayoque Arthur y, aunque poseía ciertas aptitudes y buena

ntenciones, sencillamente carecía de empuje para hacer lnecesario para salvar a sus hombres de los efectos de orrupción y la incompetencia. Arthur puso mala carDios santo! Aquélla no era manera de llevar a cabo un

guerra. En absoluto. A ese ritmo, el señor Pitt ya podía tir

a toalla y ofrecerles a los revolucionarios la cabeza del re

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orge en bandeja.Había cierto movimiento en el camino por delante d

l y, al dirigir el catalejo hacia dicho lugar, Arthur viparecer la cabeza de una columna de infantería por un

equeña colina boscosa situada entre él y Boxtel. Uficial avanzó a caballo para ocupar su posición a la cabezde la columna, y Arthur sonrió al ver el despliegue de galódorado que el hombre llevaba en su casaca. El refinamientdel que carecían los comandantes franceses lompensaban con creces con vanidad. Arthur aguardó u

momento, hasta que los primeros tiros de caballos salierodel bosque arrastrando los cañones tras ellos. Sin embargno había señales de caballería. Al menos de momento. Muien, asintió Arthur para sus adentros. Mantendría osición en el terreno que había elegido para su brigad

on las primeras luces del día. Con suerte, podríaontener a los franceses el tiempo suficiente para que esto del ejército volviera a formar. Cerró el catalejo d

golpe, volvió a deslizado en su alforja e hizo dar la vueltau caballo.

* * * 

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El pequeño grupo de oficiales destinados a suegimientos volvieron la cabeza al oír que se acercaba uaballo. Media hora antes, el coronel los había dejado cordenes de desplegar la brigada de un lado a otro de

ncrucijada, antes de salir cabalgando por el fango lleno dodadas del camino que conducía al enemigo. Los soldadoormaron en línea pesadamente, y ahora las densas filas dasacas rojas se extendían por la ondulada pradera a amboados del cruce. El coronel había elegido un buen sitio: lanco izquierdo estaba asegurado por un suave tramo dólder, y el derecho terminaba en un extenso bosquecill

de olmos situado en una pequeña loma.Si se acercaban, los franceses no podrían utilizar s

aballería para flanquear la línea británica. En lugar de ese verían obligados a lanzar un ataque frontal si quería

omper sus filas. Por delante de la línea británica, erreno descendía en pendiente y desaparecía en una dens

niebla que se extendía desde el pólder y cruzaba el caminoLos casacas rojas se hallaban de pie, en silencio, co

as culatas de los mosquetes apoyadas en el suelo. Despué

de la rápida y enérgica marcha para ocupar su actuosición, sus cuerpos habían desprendido calor y equellos momentos un fino vapor lechoso se disipabentamente por encima de sus sombreros negros.

Mientras los oficiales miraban hacia el sonido d

aballo que se acercaba, una figura apareció de pronto de

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niebla. El coronel Wesley condujo su montura hacia elloLa yegua había corrido mucho y tenía los ijares salpicadode espuma. Arthur frenó, saltó al suelo con solemnidad y lasó las riendas a su mozo de cuadra.

 —¿Alguna noticia del cuartel general?El capitán Fitzroy avanzó un paso. —No, señor. Nada.Arthur miró camino abajo.

 —Maldita sea...La noche anterior, en cuanto había recibido el aviso d

que se acercaba la columna enemiga, Arthur había ordenadun joven subalterno que fuera galopando al cuartel genern busca de refuerzos y de algunas piezas de artillería qurestaran apoyo a la retaguardia del ejército. En el cuart

general habrían recibido el mensaje varias horas antes d

manecer, y sin embargo todavía no había señales de ningúasaca roja que marchara en su ayuda, ni siquiera onfirmación de que el mensaje se había recibido. Arthupretó los dientes con enojo ante aquella nueva prueba de ncompetencia de los que comandaban la fuerz

xpedicionaria. Además, durante los últimos tres días nhabían recibido suministros, por lo que se habían vistbligados a coger la comida que pudieron de los habitante

del lugar; ahora los ciudadanos holandeses odiaban a loasacas rojas más aún que a los invasores franceses. Su

oldados estaban hambrientos, la gente los aborrecía y, l

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eor de todo, iban cortos de munición. Sólo teníauficiente para afrontar una corta escaramuza, luego s

verían obligados a retirarse o a huir en desbandada.El capitán Fitzroy carraspeó, y Arthur lo miró co

rritación. —¿Sí? —Señor. Los franceses. ¿Se acercan? —Oh, sí, se acercan, no hay duda. Estarán aquí e

menos de media hora.Fitzroy bajó la voz antes de seguir hablando.

 —¿Con qué contingente, señor?Arthur esbozó una sonrisa forzada.

 —El suficiente como para darnos una buenportunidad de demostrar lo que puede hacer la brigada. —

La sonrisa se desvaneció—. Una división entera, diría y

Con al menos una batería de artillería montada. Pero saballería. Al menos yo no la vi antes de volver.

Los oficiales se miraron los unos a los otros coreocupación. Aunque el 33 había probado el sabor de

victoria en Ondrecht, aquél era el único combate que había

ntablado. Los hombres del 42 eran casi todos nuevoeclutas, muchos de los cuales preferían la vida militar, cooda su dura disciplina y peligro, a los interminablesfuerzos por intentar vivir de la tierra en Gran Bretañ

También había rateros, deudores y otros delincuentes entr

os infelices que esperaban en las silenciosas filas que s

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xtendían a ambos lados. Una vez más, Arthur se pregunti se mantendrían firmes. Había mucho en juego. Nad

menos que su supervivencia y su reputación. La falta duministros y de apoyo no significarían mucho a ojos d

os que juzgaran al joven coronel. Todo dependía de que loficiales y los soldados de la brigada se mantuvieran firmey pusieran en práctica todo lo aprendido durante loúltimos meses. A todos les llegaría el momento de lverdad cuando la concentrada columna enemiga, alentador el insistente redoble de los tambores, apareciera por endiente dirigiéndose hacia la delgada línea de casacaojas.

 —Parece que por fin tienes lo que querías, Arthur —e dijo Fitzroy entre dientes—. Tu propia batalla.

 —Sí. —Arthur se volvió rápidamente y le hizo seña

l intendente de la brigada—. ¡Hampton! ¡Venga aquhombre!

 —¡Señor! —El bajo y fornido oficial subió a pasigero y Arthur notó el olor a alcohol de su aliento cuandl hombre se acercó a su coronel.

 —¿Queda ginebra en las carretas?Hampton esbozó una sonrisa torcida y asintió coxcesivo énfasis.

 —Mucha, señor. —Bien. Encárguese de que los hombres tomen u

rago inmediatamente. Quiero que tengan fuego en

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stómago cuando vean a los franchutes. —Sí, señor. ¿Usted querrá un trago?A diferencia de los demás oficiales de la brigada, e

oronel se abstenía de tomar alcohol, un hecho que hab

rovocado cierto regocijo y curiosidad entre suubordinados, que con frecuencia bebían hasta perder onocimiento con la misma facilidad con la que respirabarthur era plenamente consciente de aquel desconcierto

e lo tomaba como una prueba más de las nefastaondiciones del ejército británico. Aunque podía acepta

que la chusma que servía en la tropa necesitaba beber, loaballeros que los comandaban debían permanecer sobrio

y alerta frente al enemigo. Se dio cuenta de que Hamptoeguía mirándolo y chasqueó los dedos.

 —¡Dese prisa, hombre!

 —¡Sí, señor! —El intendente saludó, se alejó a todrisa hacia el pequeño convoy de carretas alineadas en amino más allá del cruce y llamó a sus ayudantes, qustaban repantigados junto a los carros, dando chupadas us pipas de barro. Sus hombres se movieron

egañadientes en respuesta a su llamada y le siguierorrastrando los pies.Fitzroy se inclinó para acercarse a Arthur.

 —¿Ginebra? ¿Es prudente? —¿Prudente? —El coronel se encogió de hombros—

Dudo que les haga ningún daño y al menos les ayudará

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obrellevar la espera. Cualquier cosa para que no piensen el enemigo.

Fitzroy se miró las manos y se las frotó para quitarsl frío de sus largos dedos.

 —Como desee, señor.Los ayudantes del intendente empezaron a recorrer laíneas de cada compañía. Cada uno de ellos llevaba un barr

de ginebra debajo del brazo y se detenía brevemente paverter un poco en todas las tazas abolladas que los soldadoes tendían con avidez. Arthur vio con desagrado que

mayoría de sus hombres se tomaban el fuerte licor de urago. Sólo unos cuantos sorbieron de sus tazas mientra

miraban meditabundos en la dirección por la que prontparecerían los franceses.

De repente, uno de los soldados del piquete, apena

visible al borde de la niebla, se dio la vuelta e hizo bocinon la mano.

 —¡Caballería! ¡Se acerca caballería!Los oficiales se quedaron paralizados por un instant

y luego Fitzroy enarcó una ceja y miró a su coronel.

 —Con que no había caballería, ¿eh? —Antes no la he visto —le respondió Arthur corusquedad, tras lo cual respiró hondo y gritó sus órdene

—: ¡Que se replieguen los vigías! Brigada... en estado dlerta. ¡Preparados para recibir a la caballería!

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CAPÍTULO LXXXIV

Las voces ásperas de los sargentos de las compañía

ransmitieron las órdenes a gritos a lo largo de las líneas,os casacas rojas apuraron a toda prisa la ginebra que le

quedaba y volvieron a meter las tazas abolladas en sumochilas, antes de cruzar sus mosquetes y esperar a iguiente orden.

Arthur hizo un momento de pausa para pensar. Teníamuy poca pólvora como para malgastarla con la caballeríDebían reservarla para la infantería. Dado que los jinetes nodían flanquear a los británicos, seguramente s

desanimarían al ver una reluciente mata de frío acero.

 —¡Calen bayonetas!La orden se repitió a voz en cuello por la brigada yuna a una, las compañías sacaron las largas hojas de suvainas con un ruido áspero y las encajaron en el extremo dus mosquetes. El traqueteo de la maniobra llenó el fríire del amanecer, y Arthur oyó los primeros sonidos denemigo que se aproximaba: un estruendoso retumbo dascos de caballos y el tintineo del equipo que llevababrochado todos los jinetes, sonidos que quedaba

débilmente amortiguados por la niebla. Los soldados quhabían estado apostados como vigías regresaban a tod

orrer por la suave cuesta hacia sus compañeros, al tiemp

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que echaban miradas preocupadas por encima del hombrTras ellos, el ruido del enemigo que se acercaba inundaba henchía la calmada atmósfera.

 —Ya están aquí —murmuró un asustado alférez que s

hallaba a poca distancia por detrás de Arthur—, Ya estáquí...Arthur se dio la vuelta rápidamente y le lanzó un

mirada fulminante al chico. —¡Usted, señor! ¡Silencio!El alférez bajó la mirada a sus botas embarradas.

 —¡Ahí vienen! —gritó una voz por entre las filas.

* * * 

Los primeros jinetes salieron de la niebla. Llevabaunos capotes de color gris desabrochados sobre suasacas verdes y rojas, unas botas altas de cuero y unoascos cubiertos de una tela impermeable.

 —Dragones —musitó Fitzroy. —Nada que deba preocuparnos excesivamente —

eplicó Arthur con calma—. Son demasiado ligeros parnfrentarse a nosotros. No obstante, será mejor que le

demostremos que vamos en serio. Que los hombre

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resenten sus bayonetas.El capitán Fitzroy gritó la orden y, a lo largo de tod

l frente de la formación, la primera fila hizo descender lomosquetes para presentar las relucientes puntas de su

ayonetas a los dragones. Los franceses parecieron quedmomentáneamente desconcertados por lo inesperado de sncuentro con los casacas rojas. Su comandante secuperó de la sorpresa y empezó a gritar una sarta drdenes. A medida que sus hombres fueron saliendo de l

niebla, se dirigieron hacia ambos lados del camino ormaron frente a la línea británica, a unos dosciento

metros de distancia. —¿Seguro que no van a cargar? —dijo Fitzroy.Arthur meneó la cabeza en señal de negación.

 —No, a menos que ese hombre esté completamen

oco. Querrá retenernos aquí mientras envía un aviso a sgeneral. De momento estamos a salvo.

 —¿Y luego?Arthur echó una mirada de reojo a su ayudante

migo.

 —Ten fe, Richard. En cuanto nuestros muchachos leancen una ráfaga de disparos, saldrán corriendo comonejos.

 —¿Y si no lo hacen? —Lo harán. Confía en mí.

Los dos bandos permanecieron frente a frente uno

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momentos en silencio. Entonces uno de los dragones gritlgo y varios de sus compañeros profirieron unobucheos. El resto se unió al griterío, y pronto toda la línenemiga estaba vociferando y silbando en son de burla.

 —¿Qué están diciendo, señor? —le preguntó uno dus abanderados. —¿No le han enseñado francés, De Lacy? —le dij

rthur con una sonrisa. Sabía que De Lacy se abstenía dprender casi con el mismo fervor con el que Arthur sbstenía entonces de beber—. Se lo traduciría de no seorque eso nos avergonzaría a ambos. Confórmese coaber que no es nada adecuado para los oídos de uaballero.

El capitán Coulter de la compañía de granaderos scercó a grandes zancadas a su coronel. Coulter, a pesar d

us toscos modales, tenía conocimiento suficiente ddioma del enemigo como para ofenderse y los ojos entelleaban de indignación.

 —¿Coronel? ¿Quiere que mis chicos avancen un pasy les lancen una descarga a esos desgraciados?

 —No, Coulter. Deje que malgasten el alientoMientras no nos hagan daño, deje que se den el gusto. —¡Pero, señor!Arthur levantó un dedo para hacerlo callar.

 —Le agradecería que volviera a su puesto, capitán.

Por un momento, Coulter se envalentonó y soltó u

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uerte resoplido, pero luego se dio la vuelta y volvió cous hombres. Algunos de los casacas rojas habíampezado a lanzar insultos al enemigo, y Arthur se volvi

hacia ellos con enojo.

 —¡Cierren la boca! ¡Esto es el maldito ejército, no uabaret de Dublín! ¡Sargentos, anoten sus nombres!Los soldados guardaron silencio de inmediato

lavaron la mirada en los dragones en cuanto los sargentompezaron a recorrer las líneas como un vendaval en busc

de los revoltosos. Arthur asintió con aprobación cuanduno de los sargentos empezó a gritarle a un soldado en ara y terminó su arenga propinándole un fuerte puñetazn la nariz. Al soldado se le fue la cabeza hacia atrás y uhorro de sangre le cayó por la barbilla. Una lección durero necesaria. Arthur estaba convencido de que la próxim

vez aquel hombre mantendría la disciplina.El abucheo cesó de pronto y Arthur volvió su atenció

ápidamente al enemigo. Los dragones estaban dando vuelta, se alejaron trotando hacia la derecha y formarorente al bosque que protegía el flanco de Arthur. Casi d

nmediato, los primeros miembros de la infantería francesparecieron por entre la neblina que se disipaba marcharon directamente hacia el centro de la líneritánica. A un lado de la columna cabalgaba el generanemigo y sus oficiales de Estado Mayor, que s

detuvieron en cuanto tuvieron una buena vista del terren

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El comandante francés dejó que sus hombres se acercaranunos ciento cincuenta metros de los casacas rojas antes drdenarles que se detuvieran. Enseguida se dieron márdenes, y los oficiales situados en la cabeza de la divisió

mpezaron a conducir a sus soldados por el caminxtendiendo la columna hasta que tuvo la anchura de unompañía.

Fitzroy echó un vistazo a la línea británica, de dos eondo.

 —¿Señor? ¿Traemos a las compañías de los flancos? —¿Por qué? —Para reforzar nuestro centro, señor. Los hombre

no podrán aguantar cuando esa columna ataque. —No tendrán que hacerlo —respondió Arthur co

alma—. No será necesario. Ahí delante quizás haya uno

inco o seis mil hombres. No obstante, los que puedapuntarnos con sus mosquetes no serán más de cien

Fitzroy. En cambio, todos los soldados de nuestra brigadodrán abrir fuego. Y podemos recargar mucho más depris

que ellos. Dudo incluso que se acerquen lo suficient

omo para utilizar la bayoneta.El capitán Fitzroy miró a su amigo, sorprendido. Eoronel parecía estar absolutamente seguro de sí mismomo si la conclusión del inminente combate fuera drever. En su tono había habido un dejo de arrogancia qu

ebasaba su habitual altivez aristocrática, y el capitán hab

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notado un frío gélido en la nuca al darse cuenta de que tantl como su amigo y la mayoría de casacas rojas, quietos ilenciosos, podrían estar muertos antes de terminar

mañana.

 —Arthur... —¡Silencio! Creo que el enemigo va a efectuar smovimiento.

Un fuerte grito resonó en la columna francesa y, aabo de un instante, los tambores atronaron por detrás das compañías que iban en cabeza. Un oficial que llevaba

uniforme adornado con un galón dorado fabulosamenlamativo desenvainó la espada y describió un arco con ell

de manera que la punta se alineó con el centro de la brigadritánica.

Arthur había montado en su caballo y, rodeado por s

lana mayor y los estandartes en alto tras él, tuvo mpresión de que la espada del francés lo apuntab

directamente. Sonrió y murmuró: —Bueno, dejemos que lo intenten.La columna francesa avanzó de inmediato como un

leada, con las bayonetas bajas por debajo de los adustoostros de los hombres de la primera fila. Su paso erento, como correspondía el pobre nivel de entrenamient

que caracterizaba a la mayor parte del ejércitevolucionario. Arthur era consciente de que su espírit

ompensaba la falta de adiestramiento, motivo por el cu

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debían detenerlos antes de que pudieran cargar contra sbjetivo. Al mismo tiempo, dada la escasez de munición

no se podía desperdiciar ninguna de las descargaritánicas. Eso significaba no disparar hasta el últim

momento, con el propósito de aumentar al máximo ficacia de la lluvia de plomo británica para asegurarse dque todas las balas tuvieran las mejores posibilidades ddar en el blanco. Decidió que la cosa iba a ser muy reñidRespiró hondo e hizo bocina con la mano.

 —¡La brigada se preparará para abrir fuego cuando da orden! ¡Primera fila: preparados!

Por toda la longitud de la línea los comandantes situaron detrás de sus hombres, que alzaron los oscuroañones de los mosquetes Brown Bess y apuntaron a abeza de la columna enemiga que avanzaba hacia ellos. A

verlos, los franceses que iban en cabeza parecierodetenerse por un instante, antes de que el oficial profirieun agudo grito de ánimo y blandiera de nuevo su hojeluciente hacia los casacas rojas. La columna volvió vanzar de una sacudida, a no más de cien metros d

distancia.Arthur se obligó a permanecer inmóvil y contemplal enemigo que se aproximaba sin el menor atisbo dxpresión en su rostro. En su interior, notó que el pulso se aceleraba a causa de la excitación y el terror. Si

mbargo, a pesar de toda la tensión y el peligro, s

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orprendió al descubrir que estaba sumamente contento eliz. En aquel preciso momento no había otro lugar en ierra donde prefiriera estar. Una imagen de Kitt

Pakenham cruzó por su mente y sintió cierta satisfacción

ensar que, si moría aquel día, el dolor de su pérdida podrer una pequeña venganza por haberse negado a casarse col. Desechó la idea de inmediato.

 —¡Amartillen las armas!Un coro de chasquidos sonó a lo largo de la líne

uando los soldados echaron hacia atrás los percutores dos mosquetes, pero el sonido casi quedó ahogado por strepitoso redoble de los tambores franceses que tocabal pas de charge. En aquellos momentos, se encontrabanan sólo unos ochenta metros de distancia y Arthur pud

distinguir las tensas expresiones de los soldados que iba

n cabeza. Mientras observaba, uno de ellos alzó smosquete y disparó enseguida. Hubo un fogonazo, unocanada de humo y un sonido sibilante cuando la bala pascierta distancia por encima de la cabeza de Arthur. Tra

l, Fitzroy se encogió.

 —Da la orden, Arthur. —Todavía no.La columna avanzó pesadamente y los casacas roja

vieron la interminable concentración de uniformes azuleque se extendía por detrás, hasta allí donde la nieb

nvolvía las filas enemigas. Arthur dio gracias a Dios d

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que el resto quedara oculto a la vista de sus hombres. Sfectuaron más disparos desde la cabeza de la columna, y rimera baja del combate soltó un grito agudo y cayó hactrás a poca distancia de Arthur.

 —¡Tranquilos, muchachos! —gritó con toda la calmde la que fue capaz—. No disparen.Cuando el enemigo se había acercado otros die

metros, Fitzroy no pudo contenerse más. —¡Por el amor de Dios, Arthur! Da la orden. —¡Cállate, maldita sea! —le respondió entre diente

— ¡Contrólate, hombre!Esperó un momento más, y luego levantó el brazo co

igidez. —¡Preparados!El grito resonó a lo largo de la línea. Se hizo un brev

momento de silencio mientras los franceses se preparabaara la primera descarga.

 —¡Fuego!En poco más de un segundo, cientos de percusore

ajaron de golpe contra las cazoletas e inflamaron la

argas de los largos cañones de los mosquetes. Unoogonazos anaranjados salieron despedidos por las bocade las armas y un arremolinado manto blanco envolvió spacio que había justo delante de la línea británica. Desdu posición ventajosa a lomos de su caballo, Arthur se pus

de pie en los estribos y vio que las primeras filas de

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olumna francesa se desintegraban cuando los soldadoueron alcanzados en una amplia franja; los que iban detráe detuvieron en seco. Por algún milagro, el oficial d

uniforme sumamente galoneado sobrevivió a la descarg

ero su sombrero con escarapela le fue arrancado de abeza y recorrió diez pasos antes de caer al suelo. Por umomento, el hombre se quedó demasiado atónito comara reaccionar; luego se volvió hacia sus hombres y lonimó a seguir adelante, por encima de los cuerpos de suompañeros muertos y heridos. Tras ellos, los tambore

dieron el toque de avance y la columna siguió adelanoco a poco.

El bando británico no había perdido el tiempo y, euanto se disparó la primera descarga, los hombres de rimera fila empezaron a recargar sus mosquetes. Cogiero

un cartucho de papel, arrancaron el extremo de umordisco, y vertieron una mínima parte de la pólvora en azoleta y el resto en el cañón antes de atacar la carg

Luego insertaron la bala y la apretaron bien. Los veteranoueron más rápidos y tuvieron sus armas listas en menos d

veinte segundos. —¡Última fila preparada! —gritó Arthur, y esperó que la orden se repitiera por la línea—, ¡Fuego!

Estalló la segunda descarga y, una vez más, la columnrancesa se detuvo en seco a no más de veinticinco metro

de distancia, tan cerca que Arthur pudo ver con todo detall

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un hombre a quien la cabeza se le fue hacia atráruscamente en medio de una bruma roja, cuando una bae alcanzó en la cara. Arthur desechó aquella imagen y dia siguiente orden a voz en cuello.

 —¡Fuego por compañías!El tremendo impacto de las dos primeras descargamasivas dio paso entonces a un fuego nutrido que sxtendió a lo largo de la línea británica sin apenanterrupción, y las pesadas balas de mosquetes destrozarorogresivamente las primeras filas de la columna enemig

que sólo respondió con unos cuantos disparos; Arthur slegró al ver que no habían caído más de una veintena dus hombres.

 —¡Sigan así, muchachos! —gritó Fitzroy cerca de éon la voz tensa de excitación— ¡Sigan así!

Por encima de la acre nube de pólvora quemada Arthuvio que el camino que tenía por delante estaba plagado duerpos de uniforme azul. Y el oficial enemigo seguía co

vida, si bien una bala le había rozado la cabeza y una cortinde sangre le caía por el rostro y salpicaba las vuelta

lancas de su uniforme. Gritaba a sus hombres que cargaraontra el enemigo, pero cada vez que una oleada doldados empezaba a pasar como podía por encima de reciente maraña de cuerpos franceses, los hombres caíasimismo abatidos y se sumaban al obstáculo. Ya había má

de un centenar de muertos o moribundos, y ellos seguía

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cudiendo, gritando con imprudente valor mientras srrojaban a las bocas de los mosquetes de los casacas rojarthur no pudo más que maravillarse ante el coraje suicid

de los revolucionarios. Tenían que estar locos, se dijo

Sólo la locura podía hacer que unos hombres asumieraemejante castigo. Y seguían viniendo. Seguían muriendor docenas.

Finalmente, la buena fortuna del oficial francés nudo desafiar por más tiempo el terrible riesgo y fulcanzado en el pecho por dos o tres balas que lo arrojarol suelo. La espada cayó dando vueltas a un lado, a unouantos pasos de distancia, la punta se clavó en el suellando y el arma osciló brevemente. Un quejido surgió das filas de soldados franceses, que de repente dejaron dvanzar para ocupar el lugar de sus compañeros muertos

heridos. En tanto que el demoledor fuego británico seguayendo sobre ella, la infantería francesa empezó etroceder, paso a paso al principio y más apresuradament

después, hasta que la columna fue descendiendo por endiente y se deshizo en una masa amorfa al borde de

niebla. Los tambores dejaron de sonar. —¡Alto el fuego! —gritó Arthur—, ¡Alto el fuegomaldita sea!

La orden tardó un poco en transmitirse por la línea er impuesta por los sargentos, tras lo cual cesó

raqueteo de los mosquetes. Después del terrible estruend

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de las descargas, en el campo de batalla reinó un repentinilencio, roto por los gemidos y los gritos de los herido

que, a una corta distancia de la línea británica, se retorcíadébilmente entre los cuerpos amontonados. La emoción

l entusiasmo que ardían en las venas de Arthur hacía unomomentos se convirtieron en vergüenza y asco ontemplar la carnicería a través de la humareda que se ib

disipando. No tenía ni idea de que todo aquello pudiermpresionarlo de esa forma. Tantos hombres valientes, cous magníficos uniformes, destrozados... Por un instante sintió mareado y apartó la mirada. Más allá de la pila duerpos, vio que el general francés y su Estado Mayostudiaban la escena. Su horror era palpable, incluso quella distancia. Permanecieron inmóviles por u

momento. Luego el general levantó una mano y s

descubrió ante la línea británica antes de dar la vuelta a saballo y adentrarse de nuevo en la niebla, siguiendo a su

hombres. —Dios santo —dijo Fitzroy en voz baja—. L

onseguimos. Los hemos rechazado.

 —De momento —replicó Arthur—. Volverán. Lróxima vez puedes estar seguro de que utilizarán rtillería contra nosotros antes de hacer avanzar a otolumna. —Volvió la cabeza y miró hacia el terreno bajor detrás de la línea británica—. Ojalá tuviéramos un

olina o un pliegue en el terreno para resguardar a lo

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oldados. Con eso, una o dos brigadas más y algunas piezade artillería podríamos contenerlos aquí indefinidamente.

 —Estás pidiendo la luna, Arthur —comentó Fitzroon amargura—. Estamos solos. Así pues, lo mejor serí

bandonar este sitio antes de que nos echen los franchutes —Sí —asintió Arthur, incapaz de ocultar su decepció—. Dile a Coulter que tiene asignado el servicio detaguardia. Que el resto de la brigada forme en el camin

Tendremos que replegarnos hacia el cuartel general. Es lúnico que podemos hacer por ahora. De todos modos —aviló con la mirada fija en el oficial enemigo muertendido de espaldas—, ha sido de lo más instructivo. Munstructivo, ya lo creo.

Fitzroy se lo quedó mirando y se echó a reír.El coronel subió rígidamente a la silla de su montura

 —¿Qué es tan condenadamente gracioso? —Tú, Arthur. —Fitzroy reprimió su histeria una vez s

dio cuenta de que había herido el orgullo de su amigo—Lo siento. Lo que pasa es que a veces reaccionas de formxtraña a los acontecimientos. «¡Muy instructivo!» Hay qu

ver, Arthur, cualquiera diría que estabas en el patio decreo de un colegio y no en un campo de batalla.El joven coronel lo miró con seriedad un momento.

 —Eso es más cierto de lo que crees.

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CAPÍTULO LXXXV

Los casacas rojas se vieron obligados a retroceder si

descanso hacia el otro lado del río Meuse y luego dWaal, que finalmente les facilitó una línea de defensnatural que ni siquiera el entusiasmo desenfrenado de lojércitos revolucionarios podía superar. Allí, los exhaustooldados británicos se sentaron en sus campamentos

vigilaron al enemigo situado al otro lado de la amplxtensión de río. El grueso principal del ejército francés s

había dirigido hacia el este, arrollando a las fuerzaustriacas y arrojándolas al otro lado del Rin, mientras andera tricolor se alzaba por encima de la ciudad d

Colonia. A pesar de la noticia de semejantes derrotas, loritánicos sólo podían sentirse aliviados de que el peso das fuerzas enemigas se hubiera trasladado hacia las línea

de los desafortunados austríacos. Resultaba extrañeflexionó Arthur, que él no lo sintiera: le embargaba unensación de satisfacción por el hecho de que los aliadoueran castigados por su tardanza en combatir a loranceses y por el deliberado abandono por parte del duqu

de York y de sus hombres. Al mismo tiempo, y en uentido más amplio, la situación parecía desesperada paos aliados, aunque entonces sólo eran aliados de nombr

Las discusiones diplomáticas sobre la ayuda económic

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on la que Gran Bretaña debía contribuir y los desacuerdocerca del posterior botín de guerra continuaban, a pesar d

que una derrota seguía a otra.Sin duda era una situación lamentable, cavilaba Arthu

mientras realizaba la inspección matutina de su brigadepartida a lo largo del Waal en una serie de pequeñouertes y reductos. Sus hombres iban sucios y teníaspecto de estar cansados. A pesar de no haber tenido qu

marchar en los últimos dos meses, se hallaban en aleronstante, pendientes de cualquier intento de cruzar

Waal por parte de los franceses, y se habían visto obligadosalir una y otra vez de sus tiendas y casernas cada vez qu

un centinela nervioso había hecho sonar la alarma. Louministros de comida llegaban de forma esporádica, ncluso cuando aparecían nunca eran suficientes, o la carn

y las galletas estaban en mal estado y a duras penas eraomestibles. A los miembros del Real Cuerpo dntendencia les estaba yendo muy bien la guerra, pueeparaban los mejores suministros y los vendían en lo

mercados negros de La Haya y Amsterdam. Mientras tanto

rthur y sus soldados pasaban hambre. La mayoría de suficiales procuraban alimentarse bien, pero él soportaba lamismas penurias que sus soldados y se cercioró de qustos lo supieran. El resultado fue la confianza y la lealtadlgo poco común entre los regimientos desplegados por

rilla del Waal.

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Arthur cabalgó hacia el fuerte comandado por apitán Fitzroy; al llegar, un par de centinelas que s

hallaban junto a una fogata frente a la puerta se levantarone pusieron en posición de firmes. Arthur saludó al pasa

ntre ellos. Al otro lado de la puerta, el fuerte era un made barro. A un lado, un soldado desnudo de cintura parrriba estaba atareado cortando tiras de carne de un caball

muerto y arrojaba los pedazos a unas tinas de madera. Alerca, otros avivaban el fuego bajo unos caldero

humeantes. Ninguno de ellos reaccionó como era debidoa llegada de su oficial al mando y, por un momento, Arthuonsideró si acercarse a ellos para exigir el respeto que se debía. En circunstancias normales, quizás hubiera hech

de ello una cuestión disciplinaria. De hecho, debía insistn que se siguiera el procedimiento adecuado baj

ualquier circunstancia. Sin embargo, aquel día, mbiente gris, frío y húmedo minaba el ánimo de todollos, y Arthur comprendía perfectamente que algunojércitos cayeran hechos pedazos en semejanteondiciones, más aún si tenían que soportarlas duran

demasiado tiempo. Así pues, hizo caso omiso de la actitude aquellos hombres y guió a su montura por aqubsorbente cenagal hacia las casernas con armazón d

madera que se habían levantado de espaldas a la muralla, que servían de alojamiento a Fitzroy y de cuartel gener

ara las dos compañías de la guarnición. Arthur desmontó

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hapoteando en el barro, y enganchó las riendas a arandilla exterior de las casernas. Echó a un lado ortina de cuero que colgaba en la entrada, agachó la cabez

y entró.

Un sargento de edad que trabajaba en una meequeña a la luz de un farol se puso de pie al instante y suadró al ver al coronel.

 —¿Dónde está el capitán Fitzroy? —En el exterior del fuerte, señor. —El sargent

eñaló hacia el lado opuesto a la puerta principal—ugando a criquet.

Arthur se rio. —¿Haciendo qué? —Jugando a criquet, señor. El equipo de los oficiale

y sargentos contra el de los cabos y soldados rasos.

Arthur se quedó mirando a aquel hombre un instante uego meneó la cabeza.

 —Criquet... No es precisamente la mejor época. —Eso mismo fue lo que yo le dije, señor. —Entiendo. Muy bien, puede volver al trabaj

argento. —Señor.Arthur se dio la vuelta, salió de la caserna, subió a lo

muros con paso resuelto y recorrió el adarve hacia el otrado, donde sobresalía una pequeña poterna fortificada.

u izquierda, el muro descendía hacia la corriente d

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specto grasiento del río Waal, que se arremolinaberezosamente al pasar junto al fuerte. A unouatrocientos metros de distancia, en la otra orilla, había uuesto de observación francés, una torre de aspect

ndeble construida con troncos en la que había un soldadnvuelto en un capote. Cuando Arthur miró hacia allí, ehombre se quitó el sombrero y lo agitó a modo de saludo.

 —¡Valiente descaro! —exclamó entre dientes Arthurque se negó a responder y apretó el paso. Desde mádelante le llegó un grito repentino y luego un coro dvaciones. Al llegar a la esquina del fuerte, Arthur vio lgunos hombres con casacas rojas desperdigados por erreno desigual de un pasto vallado. En una de las esquina

había unas cuantas reses que observaban con desinterés spectáculo mientras pastaban. El capitán Fitzroy se dirig

muy serio a un joven abanderado mientras sostenía en sumanos una pala de criquet como si fuera un hacha de talarboles. A un lado había un cabo que sonreía, al tiempo quon una mano iba lanzando una pelota al aire y recogiéndoon toda tranquilidad.

 —Le estoy diciendo —afirmó Fitzroy en voz alta—que ese lanzamiento no fue válido.El abanderado dijo que no con la cabeza.

 —Lo lamento, señor, la bola se lanzó correctamentEstá usted eliminado.

 —¡Maldita sea, señor! El hombre no tenía el braz

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ecto al lanzar. —El lanzamiento fue bueno. Y, si me permite que s

o diga, es de mala educación discutir con el árbitro. Ahori es tan amable de abandonar el terreno de juego, señor.

Fitzroy lo fulminó con la mirada, y parecía estar unto de estallar de furia cuando vio a su coronaminando por el adarve en dirección a la poterna.

 —¡Está bien, maldita sea! —Fitzroy le dio la vueltaa pala y se la ofreció al árbitro con el mango por delant

—, Pero esto no quedará así, Partridge.Cruzó el campo a grandes zancadas hacia un montó

de capotes, agarró uno de ellos, se dirigió a toda prisa hacl fuerte y se encontró con su comandante cuando Arthualía por la poterna.

 —Buenos días, señor. —Fitzroy saludó mientra

ntentaba ponerse el capote. —Buenos días —le respondió Arthur con u

movimiento de la cabeza—. ¿Qué significa esto? —¿El criquet? Pensé que iría bien para levantar lo

nimos y tener a algunos hombres ocupados por un día. N

hay mucho más que hacer. —No —admitió Arthur al tiempo que recorría el llanaisaje con una mirada cansada—. Diría que los Paíse

Bajos en invierno son lo más parecido a una visión durgatorio que uno puede encontrarse.

Fitzroy se rio.

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 —En eso no se equivoca, señor.Arthur le devolvió la sonrisa y luego su expresión s

volvió más seria. —¿Cómo van las cosas?

 —No muy bien. Los hombres están con mediaaciones y he dado órdenes para empezar a comernolgunos de los animales de tiro más débiles. ¿Algún indici

de que vayan a llegar los suministros? —No. Ninguno. —Arthur se subió el cuello d

apote—. Ayer cabalgué hasta el cuartel general para vequé retraso hay. Se encuentran a unos veinticuatrkilómetros al otro lado del Waal. —Meneó la cabeza—

quello es un mundo distinto. El general y los miembrode su Estado Mayor tienen una casa confortable comagníficos terrenos. El fuego encendido en todas la

habitaciones, buenos vinos, la mejor comida que se puedncontrar en este país, así como las más bellas prostitutas

Fitzroy enarcó las cejas sorprendido antes de que nvidia se apoderara de él.

 —Apuesto a que esos cabrones holgazanes está

chando polvos a diestro y siniestro. —Sin duda. Pero por lo visto parece que es lo únicque hacen. Hablé con el jefe del comisariado en cuantogré arrancarlo de alguna potranca. Le dije lo que no

hacía falta. Dijo que se encargaría de ello lo antes posibl

Lo cual significa que tendremos suerte si conseguimo

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más raciones antes de Navidad. —¡Navidad! —Fitzroy meneó la cabeza y maldijo e

voz baja—. Dudo que para entonces quede algo más qusqueletos en el fuerte. Claro que... —hizo un gesto con

abeza en dirección a las vacas— podríamos comérnoslas —No. Ni hablar. Ya conoce las órdenes recientes deduque. Consejo de guerra para cualquiera al que atrapeaqueando propiedad holandesa.

 —Sólo una vaca —le suplicó Fitzroy—. Les diremolos habitantes del lugar que se escapó, se metió en el rí

y se la llevó la corriente. —No. Ni siquiera bromee con este asunto. —¿Quién está bromeando? —¡Ya basta! —Arthur agitó la mano en un gesto d

mpaciencia—. Bueno, dígame, ¿cuáles son nuestro

fectivos? —Desde esta mañana, ochenta y tres. Dieciocho n

stán en condiciones de prestar servicio. Doce de elloienen fiebre tifoidea y no pasarán de esta semana. Los huesto en una tienda en una esquina del fuerte par

mantenerlos alejados de los demás. Así pues, tengo menode la mitad de mis efectivos. Que Dios nos ayude si atacaos franceses.

 —No lo harán. No con el río Waal entre ellos nosotros.

 —¿Y si se hiela? ¿Entonces qué?

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 —¿Entonces? —Arthur meneó levemente la cabeza—Entonces podrían entrar y tomar lo que queda de los PaíseBajos. Claro que cualquier ejército normal permanecern los cuarteles de invierno y aguardaría la llegada de

rimavera. Pero, ¿los franceses? No sé. Están luchando unuevo tipo de guerra, y tal vez continúen con su ofensiva euanto puedan cruzar el Waal. De modo que será mejor quecemos para que el invierno no sea muy frío.

 —Rezaré, pero ya hace un frío terrible y juro que caddía es peor.

 —Sí —asintió Arthur con aire cansado—. De umodo u otro, este invierno nos matará a todos. La mitad dnuestros hombres están demasiado enfermos parombatir, todos están hambrientos y todavía no sabe usteo peor: el gobierno va a llamar a siete de los regimiento

de Flandes para que vayan a reforzar al ejército en lantillas.

Fitzroy meneó la cabeza, atónito. —Pero eso es una completa locura. Ya nos supera

astante en número tal como están las cosas. ¿Sie

egimientos? Es una locura. Además, caerán como moscan cuanto se declare la fiebre amarilla. —Tal vez. Pero si se quedan aquí morirán de frío

hambre y abandono igual que el resto de nosotros. —¿Abandono...? Sí, supongo que es cierto —cavil

Fitzroy—. La semana pasada recibí una carta de m

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hermana. Decía que la prensa londinense parece ignorar locontecimientos en Flandes, casi como si se avergonzara

Sólo unas cuantas organizaciones están reuniendo abrigosmantas con objeto de mandárnoslos para el invierno. E

omo si nos hubieran olvidado, se lo digo yo. El ejércitlvidado, ésos somos nosotros.Arthur se apoyó en la empalizada e hizo un gesto co

a cabeza en dirección a la otra orilla del Waal. —Puede ser. Pero esa gente de ahí no nos ha olvidad

y cuando llegue el momento espero que todavía seamos lastante fuertes como para darles algo con lo quecordarnos.

Fitzroy lo miró y se echó a reír. —Profesional como siempre. —¿Profesional? —Arthur frunció el ceño. Los de s

lase tenían tendencia a considerar peyorativo ese término obstante, Fitzroy tenía razón, concedió Arthur. Se

militar era una profesión. Hacía falta que lo fuera si GraBretaña quería sobrevivir a aquella guerra contra la maldinarquía de la Revolución. Las tristes condiciones d

jército en Flandes eran una prueba más que suficiente dracaso de un sistema que ponía las oficialías a la venta que dependía de contratas privadas para abastecer a suoldados en campaña. La avaricia de hombres comquéllos destruiría Gran Bretaña, sin duda, a menos que

guerra se dirigiera de un modo más profesional. En es

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specto, Arthur se había comprometido a conseguir unvictoria final. De manera que sí, decidió que era un militarofesional. Por desgracia, muchos de los demás oficiale

no lo eran. Miró a Fitzroy y sonrió—. Uno se pued

distinguir siendo soldado como en cualquier otra cosa. —No era mi intención ofenderle, señor. La verdad eque tengo suerte de servir a las órdenes de alguien comusted. Y lo digo por todos nosotros. He oído decir lmismo a los soldados.

 —Sí, bueno... —Arthur tartamudeó, incómodo; srguió y echó un vistazo por el interior del fuerte—. Buen

debo seguir adelante. Todavía tengo que ver unos cuantouertes más. Parece ser que tiene las cosas en orden aqu

Fitzroy. —Sí, señor. —Fitzroy no pudo evitar sonreír ante

ncomodidad de su superior por el pequeño halago que había brindado. Una persona de menos valía hubieonsiderado que se lo merecía.

Arthur tosió, y señaló a los hombres que seguíaugando a criquet cuando se oyó un coro dividido entr

gritos de entusiasmo y gruñidos. —Será mejor que regrese al juego. Parece que suompañeros acaban de perder a otro paleador.

 —¿Cómo dice? —Fitzroy se dio la vuelta dnmediato—. ¡Maldita sea! Discúlpeme, señor.

Saludó rápidamente y se alejó a toda prisa para unirs

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sus hombres. Arthur se lo quedó mirando un momentoeflexionando todavía sobre las palabras de Fitzroy. Aunqurthur se dijo que aquel hombre era un idiota po

obrestimar su competencia, no pudo evitar sentir un

gradable sensación de satisfacción por el hecho de caerleien a sus soldados. Cuando regresaba paseando por muralla, el centinela francés de la otra orilla volvió a agitau sombrero. Arthur vaciló un momento y entonces, co

una sonrisa divertida, se descubrió brevemente; volvió ajar al fuerte y regresó al lugar donde había atado a saballo.

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CAPÍTULO LXXXVI

El invierno siguió transcurriendo con crudeza; uno

vientos fríos y una lluvia helada barrían los Países Bajos, los soldados les resultaba prácticamente imposibl

mantener la ropa seca. Vivían en una perpetua y húmedncomodidad, mientras el hambre les roía las entraña

Llegó la Navidad, que pasó como una parodia de buen

voluntad para todos los hombres, y entonces, a principiodel nuevo año, la temperatura descendió en picado comuna piedra por un pozo. Con las primeras heladas, el barre endureció como la roca en torno a las ruedas de laureñas y los carros de suministros, de manera que nad

odía moverse. La nieve llegó arremolinada del norte y, euestión de horas, había cubierto ya el paisaje con ungruesa capa de un blanco deslumbrante que borró caodos los rasgos y pliegues del terreno. Los demacradooldados del ejército británico que, envueltos en suapotes y bufandas, patrullaban las orillas del Waaarecían figuras diminutas en un inmenso lienzo en blanc

Sólo las ingrávidas bocanadas de su aliento revelaban quran seres vivos. Algunos no respiraban, pues había

muerto congelados en sus puestos cuando las fuerzas y lodeseos de vivir habían sucumbido bajo las gélidas garras d

eor invierno que se recordaba.

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El 26 de diciembre, el río Waal empezó a congelarsEn año nuevo ya empezaba a haber masas de hielo flotantey Arthur sabía que en cuestión de días el hielo sería lastante grueso para que pudieran cruzar por él soldado

aballos e incluso cañones. Dio órdenes para que loentinelas y las patrullas se doblaran, y cada dnspeccionaba la superficie del río y anotaba discretamenos lugares donde el hielo tenía más grosor. Algunos día

veía a oficiales franceses midiendo el hielo en la otrrilla, y cada vez se atrevían a aventurarse más y más hacl interior del río.

Entonces, una mañana, después de que Arthur shubiera terminado un pobre desayuno de pan duro y carnde cerdo salada, llegó un mensajero del cuartel generaCuando lo acompañaron al granero que le servía de puest

de mando a Arthur, el hombre respiraba con dificultad levaba las botas cubiertas de nieve helada.

 —Saludos de parte del general, señor. El enemigo hmpezado a cruzar el Waal.

La noticia no sorprendió en absoluto a Arthur y a su

ficiales. Ya se lo esperaban, y Arthur estaba dispuesto frontar el peligro con la mente clara. Señaló el mapa quhabía en una mesa cercana.

 —Muéstremelo.El mensajero, un alférez que parecía demasiado jove

ara una campaña como aquélla, se inclinó sobre el mapa

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dio unos golpecitos con el dedo en un lugar situado a unoveinte kilómetros río abajo de la posición de la brigada d

rthur. —Aquí.

 —¿Cuál es la situación? —Señor, el cuartel general sólo recibió informeniciales, pero parece ser que los franceses están cruzandn masa.

 —¿Qué órdenes tenemos? —El general quiere que se retire del río y forme par

tacar su flanco. —¿Atacar su flanco? —Arthur sintió una crecien

esadumbre—, ¿Atacar con qué? Mis hombres se haeducido a menos de un tercio de su contingente norma

Los que quedan no están en condiciones de atacar. Ademá

cuáles son sus intenciones para el resto del ejército? —No lo sé —admitió el alférez—, Pero le oí dec

lgo sobre formar una nueva línea a unos diecisékilómetros del Waal, mientras los franceses consolidan sabeza de puente.

 —Los franceses no van a consolidar nada —repusrthur en voz baja—. No es su manera de hacer la guerrMire. —Se hizo a un lado para permitir que el alféreudiera ver el mapa más de cerca—. Van a dirigirse a louertos costeros. Estoy seguro de ello. Si capturan La Hay

y Amsterdam, nos dejarán aislados de los suministros qu

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nos queden. Nos veremos obligados a rendirnos, o bandonar los Países Bajos, retirarnos al norte y dirigirnoMunster. En nuestro estado actual, dudo que llegáramo

an lejos. —Se quedó pensando un momento—. Nuestr

única esperanza es llegar a los puertos antes que elloComprende la situación? —Sí, señor. Creo que sí. —Entonces debe explicársela al general. Vuelva

uartel general lo más deprisa que pueda. Vaya.El mensajero saludó y salió a toda prisa del graner

rthur llamó a su pequeña plana mayor y dictó órdenes parque la brigada abandonara sus fuertes y formara en amino que se alejaba del Waal hacia la distante ciudad dmsterdam. Los soldados iban a llevarse todas las racione

que quedaban y toda la munición que pudieran. Todo l

demás se quemaría, carretas incluidas. No dejarían allí ninguno de los animales de tiro, pues podían llevar a loheridos y, si era necesario, podían sacrificarse para obteneaciones mientras la brigada se retiraba.

Fue transcurriendo la mañana y los cañonazo

etumbaron por el paisaje cubierto de nieve desde el oestPoco antes de mediodía, la plana mayor de la comandance había unido a las primeras unidades agrupadas en amino como una fila desaliñada de espantapájaros vestidoon harapos, que aguardaban sus órdenes con cansad

patía. Resultaba difícil de creer que aquéllos fueran lo

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mismos soldados que habían hecho frente a los húsares eOndrecht y que habían cubierto la retirada del ejército eBoxtel. Ahora tenían que estar listos para combatir dnuevo. No obstante, mientras los miraba, Arthur sabía qu

no les quedaban muchos ánimos para luchar. Lo único ququerían era sobrevivir. Aun así, él tenía órdenes de preparaun ataque contra el flanco enemigo. La última de laompañías se acercó pesadamente y ocupó su posición ea línea que se extendía a lo largo del camino; entonces rigada estuvo lista para avanzar. Una brigada sólo d

nombre, reflexionó Arthur mientras temblaba bajo sapote. El frío penetraba en su cuerpo de manera que n

quedaba ni un vestigio de calor en ninguna parte; poco oco la tensión del pecho se suavizó, el temblor cesó ólo quedó el dolor del frío. Seguía sin llegar ningú

mensaje del general, ninguna decisión de anular el ataque,rthur decidió que tendría que llevarlo a cabo. Por estúpidinútil que pudiera ser la orden de atacar, no dejaba de se

una orden, y él estaba obligado a obedecerla. Se aclaró garganta y dio la voz de mando.

 —¡La brigada avanzará! ¡Compañías ligeras, al frenteLas órdenes que se transmitieron por la línea sonarouriosamente monótonas en la calma y helada atmósfer

Los soldados de las compañías ligeras avanzaroesadamente y se dispersaron formando una cortina a uno

ien pasos por delante del grueso principal, donde lo

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argentos y oficiales alinearon las filas y luego tomarous propias posiciones para esperar la orden de avanza

Cuando todo estuvo preparado, Arthur le dirigió una últimmirada a la brigada, su primer y, con toda probabilidad

último mando. Dentro de pocas horas, la mayoría de elloyacerían muertos, agarrotándose en la nieve. —¡Señor! —lo llamó Fitzroy—. Se aproxima un jinet

or el norte.Arthur se dio la vuelta para mirar y al instante vio

mancha oscura que se acercaba a la brigada. Se preguntó ería un aplazamiento. Mientras el jinete se acercabrthur retrasó la orden de avanzar y los soldadoermanecieron allí de pie en silencio, con la miraderdida al frente. El jinete bajó al galope por detrás de ínea, levantando montones de nieve en polvo, y detuvo s

montura al acercarse al coronel y su grupo abanderado. Erl mismo mensajero alférez de antes y ofreció un rápidaludo antes de soltar su mensaje.

 —Su brigada tiene que retirarse... —¡Rinda su informe como es debido, señor! —

spetó Arthur.El alférez enarcó las cejas sorprendido, controló sxcitación, respiró hondo y volvió a empezar.

 —El general le manda sus saludos, señor. Solicita qua brigada se retire hacia el norte. El ejército se dirigirá

msterdam lo más rápido posible.

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 —Eso está mejor —asintió Arthur con la cabeza—. Eundamental que se comporte como un oficial en tod

momento. Los hombres se fijarán en usted en el futuro. Ndeben encontrar en usted ningún defecto. ¿Entendido?

 —Sí, señor. —Me imagino que los franceses también van mprender la marcha hacia Amsterdam.

 —Sí, señor. Han enviado infantería en avanzadmientras la caballería hostiga a nuestra columna.

 —¿Cuánto hace que partieron los franceses? —En cuanto cruzaron el río, señor. —Dios santo... Deben de llevarnos medio día d

ventaja.El abanderado dijo que sí con la cabeza.

 —Entonces nos pondremos en marcha enseguida. Qu

enga un buen día... y buena suerte. —Para usted también, señor.El mensajero hizo dar la vuelta a su caballo y se alej

galopando en dirección a Amsterdam. Tras llamanuevamente a las compañías ligeras, la brigada formó e

una columna de marcha y partió en la misma direcciónvanzando pesadamente por la nieve hasta que, desde distancia, parecieron poco más que un ciempiés caminandentamente.

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* * * 

La retirada por Güeldres casi destruyó al ejércittormentados por el hambre y la enfermedad, los soldado

marcharon kilómetro tras kilómetro con los pies heladounos cuantos kilómetros de distancia al oeste, la

olumnas del ejército francés también habían emprendidl camino hacia la costa: los hombres de ambos ejército

staban desesperados por ganar la carrera. Para loranceses, el premio no era únicamente la victoria en ampo, sino la oportunidad de destruir al ejército británic

de forma tan absoluta que Gran Bretaña ya no tuviestómago para continuar la guerra. Sin el subsidio de la

rcas británicas, los austríacos y prusianos ya no podríaermitirse el lujo de combatir. El precio para lademacradas tropas británicas era sencillamente upervivencia, y la perspectiva de más años de guerra po

venir. Con semejante disparidad, era inevitable que ganara

os franceses. A pocos días del inicio de la retirada deWaal, Arthur había recibido la noticia de que los francesehabían entrado en Amsterdam el 20 de enero, cosechandún más laureles al capturar la flota holandesa, cubierta d

hielo en Texel.Llegó la orden de cambiar de dirección. Con el pas

hacia los puertos cortado, el ejército se vio obligado

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dirigirse hacia el norte, en dirección al Ysel. Hacía días que habían comido las últimas raciones, y cada mañanrthur se sentía más apesadumbrado a medida que ontingente de su brigada iba disminuyendo.

Los heridos fueron los primeros en darse povencidos; caían lastimosamente desplomados al borde dos caminos helados y aguardaban a que el frío se lolevara. La ruta de marcha era fácil de seguir, pues s

hallaba bordeada de equipo abandonado y de los cuerpos dhombres y animales. Los soldados que pasaban cortabaedazos de carne de estos últimos y se los comían crudo

El caballo de Arthur corrió la misma suerte la noche deuarto día, cuando finalmente consumió sus últimauerzas. El mismo le pegó un tiro en la frente y ofreció euerpo a los soldados para que lo carnearan. Mientra

bservaba cómo despedazaban a su montura, Arthur pensque nunca se habría imaginado que fuera posible semejanufrimiento, semejante desmoronamiento de los valoreivilizados que él había dado por sentados.

Cierto día, a media tarde, cuando la brigada s

cercaba al Ysel, les llegó el sonido de unos disparos desdmás adelante. Arthur detuvo la columna y se adelantó coFitzroy. A unos cuatrocientos metros camino abajo, estabeniendo lugar una enconada escaramuza entre hombres d

un regimiento de guardias y mercenarios Hessian a caus

del contenido de una carreta de pan abandonada, que s

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había descubierto a poca distancia del camino. Los doficiales observaron horrorizados cómo los hombres qu

habían luchado bajo la misma bandera arremetían entonceunos contra otros a tajos y estocadas con una furia

desesperación propias de animales salvajes. Cuando Arthuya no pudo soportarlo más, le tiró de la manga a su amigo. —Vamos. Tenemos que encontrar un modo de rodea

sto si no queremos que nuestros hombres se veanvolucrados.

Fitzroy no respondió y, cuando Arthur se volvió hacil, vio que el capitán clavaba su mirada en un montón d

harapos que había en la cuneta junto al camino. Laágrimas brillaban en los ojos de Fitzroy. Arthur le soltó erazo, se acercó lentamente a los harapos y entonces vio l

que eran en realidad. Una joven, poco más que una niñ

yacía hecha un ovillo. Llevaba el corpiño desatado y suechos desnudos relucían, blancos como la nieve dlrededor. Aferrado al pecho tenía un pequeño bulto, uebé en cuyos labios amoratados brillaba la leche helad

que había sacado de su madre. Arthur sintió que lo invadí

una sensación de náusea y desesperanza. Si había unfierno, estaban en él. Apartó la mirada de la chica muery su bebé y, tomando a Fitzroy del brazo, regresaminando lentamente para reunirse con sus hombres.

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* * * 

A primeros de marzo, los restos del ejército shallaban en el muelle de Bremen, bajo la mirada silenciosy hostil de los habitantes del puerto. Se había desvanecidualquier vínculo común en la guerra contra Francia y lo

que antes eran aliados ahora se culpaban unos a otros poos fracasos en el campo de batalla. Al inspeccionar a lo

ndrajosos supervivientes de su brigada, Arthur vio qumuchos de ellos eran hombres destrozados que no le seríade mucha utilidad a Gran Bretaña en el futuro. Regresaría

sus hogares del campo o de los barrios bajos de la ciuday seguirían con su vida a duras penas, ensombrecidos po

quella terrible experiencia. Pero había otros, hombreuertes, que se erguían y se negaban a ceder al sufrimientque habían soportado. Arthur los miró y dio gracias de quu país pudiera engendrar a soldados como aquéllos, pue

no había duda de que Gran Bretaña iba a necesitarlos e

ños venideros. Al pensar eso los miró de nuevo, esta veon lástima. Todavía tendrían que soportar muchas máosas antes de que su nación prevaleciera finalmente. uando todo hubiera terminado y volviera a reinar la paz el mundo, ¿cuántos de ellos quedarían para verlo?

Una flota de buques de guerra británicos se hallabnclada fuera del fondeadero, pues el jefe del puerto d

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Bremen les había denegado el permiso para entrar. Asues, sus botes hicieron el largo trayecto hasta Bremeara recoger a los supervivientes del ejército. Arthur

Fitzroy embarcaron en el último bote que llevaba a

rigada hasta los barcos que los transportarían de regresoGran Bretaña. Los marineros no mostraron su habituivalidad con los soldados de la otra arma y los trataron, eambio, con la compasión de viejos amigos, poniéndole

galletas y jarras de cerveza en las manos mientras se lolevaban a la cálida atmósfera viciada, bajo cubierta. Arthue quedó en el pasamanos un rato, mirando hacia tierr

mientras los marineros volvía a izar los botes paolocarlos en sus calzos y preparaban la embarcación pararpar.

 —¿Coronel Wesley?

Arthur se dio la vuelta y vio que el capitán del barco scercaba a él desde el alcázar.

 —Tenía la impresión de que llevaríamos a más de suhombres a casa desde Bremen. ¿Dónde está el resto djército?

Arthur esbozó una débil sonrisa. —Esto es todo lo que queda. El resto están muertos. —¿Muertos? —El capitán meneó la cabeza—

Menudo desperdicio. Me pregunto qué dirán en InglaterrEsto tendrá repercusiones.

 —Eso espero. No podemos permitirnos luchar en otr

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ampaña como ésta. —Sí, claro, por supuesto que no. —El capitán sonrió

e dio unas palmaditas en el brazo a Arthur—, De todomodos, ahora ya ha terminado todo.

Arthur dijo que no con la cabeza. Se sentía viejansado y derrotado. Pero aun así, su corazón ardía povengar aquella derrota. Había sobrevivido a lo peor que guerra pudiera echarle encima. Había visto el rostro de atalla, había presenciado los terribles tormentos de etirada y había soportado la cruel incompetencia orrupción de los que habían dirigido mal aquella campañ

El había sobrevivido a todo ello y sabía, con la mismerteza que una conversión religiosa, que era un soldado

que tenía un deber que cumplir. Un deber mucho máagrado que cualquier otra cosa que hubiera experimentad

n la vida hasta entonces. Debía luchar para salvar a su pay, si era necesario, morir a su servicio. Se volvió para miral capitán.

 —¿Terminado? No, se equivoca. Está muquivocado. No ha hecho más que empezar.

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Epílogo

El ruido que hacían los pies enfundados en botas, la

atas de los animales y las ruedas de las cureñas al pasor debajo de la ventana no consiguió distraer de su trabajHenry Arbuthnot. Se había acostumbrado de tal manera a

ránsito que para él la ventana ya no era más que una fuentde iluminación. Arbuthnot había pasado los últimos cinc

ños trabajando en aquel amplio despacho del sótano de udificio anónimo en Whitehall que había alquilado

Ministerio de la Gobernación. El alquiler, al igual que eesto de gastos de aquel departamento, se ocultaba scrutinio del Parlamento. De hecho, muy pocas persona

abían que dicho departamento existía y la gente prestabmuy poca atención al edificio que un pequeño letrerulcramente pintado definía como la Oriental Ware Tradin

Company. A Arbuthnot le gustaba aquel secretismo, pues erabajo del departamento se realizaba mejor con la máxim

discreción posible. Eran muy pocos los oficialeuperiores del ejército y la armada que teníaonocimiento de las actividades del departamento, lo cuesultaba irónico, reflexionó Arbuthnot, dada la frecuencon la que sus órdenes se determinaban como resultado dos informes que el departamento llevaba a cabo para

eñor Pitt y su secretario de guerra.

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Cada día, los subordinados de Arbuthnot pasaban poa criba periódicos extranjeros, despachos de las embajada

y mensajes cifrados de agentes desperdigados por todo mundo conocido: una inmensa cantidad de detalles qu

enían que escudriñarse en busca de cualquier dato valiosara los que preparaban la política británica, y para los que encargaban de que el camino hacia dicha política quedarllanado mediante un discreto despliegue de sobornoabotajes, información errónea y, de vez en cuandosesinatos.

Una pequeña parte del trabajo del departamentonsistía en proporcionar análisis de las campaña

militares de las fuerzas británicas, así como de las de loliados y enemigos de los británicos, con el propósito ddentificar maneras de mejorar la efectividad operativ

ncluso cuando ello significara tragarse el orgullo naciony robar ideas de otros países. Los prejuicios de loolíticos y oficiales superiores frecuentemente constituía

un obstáculo insalvable para mejorar la actuación de looldados que mandaban a la guerra. Por lo tanto, la

victorias del departamento en este campo eran pequeñas spaciadas, y Arbuthnot se había resignado a una filosofgradual que consistía en ir presentando datos a suuperiores hasta que éstos comprendían el tema lo bastanien como para reivindicar las ideas como propias. Po

rustrante que pudiera ser, eso al menos aseguraba que s

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omaran las decisiones correctas. Si bien era cierto qumás que ser oportunas, dichas decisiones solían llegademasiado tarde. No obstante, el departamento tenía qurabajar en el mundo real, donde la racionalidad era prim

egunda de la conveniencia política.Parte del análisis del departamento sobre la actividamilitar tenía como objetivo proporcionar informacióobre los oficiales involucrados. También se realizaba paronocer las virtudes y defectos de los hombres que dirigíaos ejércitos del momento, y de aquellos que los dirigirían años venideros si sobrevivían a las vicisitudes de

guerra. Por consiguiente, en la sección de archivos de loótanos del edificio se guardaban miles de expedienterganizados por nacionalidad y con índices cruzados poango y especialidad. Con el comienzo de una nueva guerr

n Europa, el departamento de Arbuthnot había abiertmontones de nuevos expedientes a lo largo de los últimomeses, varios de los cuales se habían completadecientemente y se habían sometido a la aprobación drbuthnot antes de ser colocados en el archivo.

Arbuthnot llevaba toda la mañana trabajando con elloy, justo cuando aquella cantidad de detalles y análisis se lmpezaba a hacer pesada, había encontrado un expedien

que le llamó la atención, quizá porque él personalmenthabía supervisado el estudio realizado sobre el desastre d

Toulon. El nombre del oficial ya le era conocido de lo

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ásicos informes iniciales que habían mandado los agentede Francia, y allí estaba de nuevo. El general de brigad

apoleón Buona Parte, o Bonaparte, como él mismirmaba más recientemente. A juzgar por lo que Arbuthno

eyó, estaba claro que aquel joven rápidamente ascendidenía mucho más talento para las artes militares que nmensa mayoría de sus iguales. Si la guerra contra Francontinuaba varios años más, aquel hombre, Bonaparte, s

vería sometido a una estrecha vigilancia, pues podepresentar un reto considerable para las armas británicarbuthnot terminó el informe y, después de pensarlo u

momento, añadió un comentario diciendo que aquxpediente debía ser considerado prioritario. A partir dquel momento, la carrera de Bonaparte sería seguida cotención por unos ojos muy alejados de su nuevo hogar e

Francia.Arbuthnot volvió a leer por encima los dato

iográficos y estaba a punto de cerrar el expediente cuandu mirada se detuvo en un pequeño detalle. No era nadmportante, pero aun así era una coincidencia. Alargó

mano para coger los expedientes que había leído antes evisó los que tenían el código correspondiente a loficiales británicos hasta que encontró el que buscaba: uxpediente delgado que todavía tenía que llenarse a medid

que el sujeto reuniera experiencia y consiguiera ascender.

 —Coronel Arthur Wesley —murmuró Arbuthno

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brió el expediente y pasó la vista por las breves notas da primera página. El coronel era uno de los pocos hombre

que había salido del descalabro de Flandes con seputación intacta. Dicho oficial poseía una buena hoja d

ervicio de combate, estaba claro que cuidaba de suhombres y que contaba con toda su confianza. Arbuthnolegó entonces a la sección que le había refrescado

memoria. —Nacido en el mismo año —dijo entre dientes—

Educado como aristócrata de provincias... su padre tuvo unmuerte prematura... Vaya, vaya... —Acercó los doxpedientes deslizándolos por la mesa. Bonaparte

Wesley. Dos jóvenes considerablemente prometedoreLos dos eran precisamente el tipo de hombres que sunaciones necesitaban tan desesperadamente en la colos

ugna que estaba por venir. Arbuthnot sonrió. Si la guerre alargaba muchos años, lo más probable era que ambostuvieran muertos antes de que ésta terminara. Pero easo de que sobrevivieran, si prosperaban y ganaban scenso que tan claramente merecían, cabría la fascinant

osibilidad de lo que podría ocurrir si algún día snfrentaban en el campo de batalla.

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Nota del autor

Al escribir sobre unos gigantes históricos com

apoleón Buona Parte y Arthur Wesley, el autor sncuentra con un marcado contraste entre el monolític

volumen de obras sobre el primero y la información uanto más limitada sobre el segundo. Cuando empecé rabajar en Sangre joven, me encontré una bibliograf

obre Napoleón que contenía más de 100.000 entradaLos libros acerca de Wellington suponen una mínima partde esta cifra, lo cual es comprensible dado que, al fin y abo, Napoleón fue emperador además de general y tuv

una carrera estelar gracias a la Revolución y a una enorm

dosis de buena suerte. Fíjense, por ejemplo, en el insensatincreíblemente mal calculado intento de tomar iudadela de Ajaccio. Lo cierto es que se merecía que lusilaran por aquella aventura. Sin embargo, debido a

declaración de guerra a Austria y gracias a las primeraderrotas que alarmaron al gobierno revolucionario, Francencillamente no podía permitirse el lujo d

desembarazarse de los prometedores oficiales salidos de scuela de artillería mejor cualificada del mundo. Así pueapoleón salvó la vida, ¡y fue ascendido a capitán! Par

quellos que quieran una excelente perspectiva general d

a carrera de este hombre extraordinario, está disponible

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xcelente biografía de M. Thompson, Napoleón BonapartePor contraste, Arthur Wesley nació en la más establ

de las sociedades. Gran Bretaña había llegado a un acuerdolítico un siglo antes y disfrutaba de una vid

elativamente pacífica y próspera, en tanto que Francilagada de divisiones sociales, iba tambaleándose hacia narquía y el derramamiento de sangre de la Revolución. Aer un hijo menor (y por lo tanto prescindible) en la clasocial más privilegiada, a Arthur se le negaron los retos portunidades que con tanta rapidez pueden convertir ersonas comunes y corrientes en hombrextraordinarios. Lo único que dio significado a su vidueron las más de dos décadas de guerra contra Francieríodo que se inició tras la ejecución del rey Luis XV

Hasta entonces, no había muchas cosas que distinguieran

rthur de cualquier otro joven disoluto de la aristocraciLa frustración y el hastío de aquellos años sin rumbdebieron de atormentarlo terriblemente. Lo peor de todra que, como hijo menor, estaba destinado a no heredar eítulo de su familia, y por supuesto tampoco sus bienes. E

ales condiciones, ¿cómo podía esperar conseguir la mande Kitty Pakenham en un mundo donde el matrimonio eanto un vehículo de mejora como una expresión de afectorthur afrontaba un futuro carente de logros y d

ignificado. Me inclino a pensar que lo que lo salvó d

lvido fueron los acontecimientos en Francia, que iban

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ambiar su vida y las vidas de todo el mundo en Europa. Lposición de Arthur a la Revolución francesa lroporcionó un propósito, y él lo reconoció enseguida. upo que aquel sería el trabajo de su vida, excluyendo tod

o demás. Por este motivo cometió aquel acto ddestrucción terriblemente significativo: quemar su violín.El mejor libro que puedo recomendar sobre Arthu

Wesley es el de Elizabeth Longford, Wellington: ThYears of the Sword, un relato amable a la vez qumagníficamente escrito. Para una interesante comparacióntre estos dos hombres, también recomiendo Napoleónd Wellington, de Andrew Roberts, [2] que proporciona un

visión interesante.Estoy seguro de que muchos lectores tendrán ganas d

eer más sobre este fascinante período y sobre los do

hombres cuyas carreras fueron forjadas por la Revoluciórancesa. La mejor visión general del períodevolucionario con la que me he encontrado, y un libro quecomendaría encarecidamente por su accesibilidad rofundidad, es el magistral The French Revolution, de

M. Thompson. Resulta difícil seguir la pista a las distintaorrientes de los tumultuosos años de finales del sigl

XVIII, y aun así Thompson nos brinda una relacióbsolutamente comprensible de lugares, acontecimientos ersonajes.

Aunque Sangre joven es una narración ficticia de lo

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rimeros años en las vidas de Napoleón Bonaparte y ArthuWesley, no he escatimado esfuerzos para presentar dicheríodo, sus personajes y acontecimientos con todo igor posible. No obstante, es casi imposible incluir todo

os detalles de la investigación en las páginas de este tomin escribir un libro realmente enorme. He tenido quuprimir algunas cosas y cambiar la cronología de unouantos acontecimientos por el bien de la narración. Eealidad, Napoleón realizó muchas más visitas a Córcega eos años próximos a la Revolución y he tenido quefundirlos en mi relato.

De la misma manera, por el bien de la narración y pardar más peso a las personalidades de mis héroes, hnventado ciertas escenas. El hecho de que los dos jóvenestuvieran en Francia al mismo tiempo me intrigó. ¿Qu

habrían pensado el uno del otro si sus caminos se hubieseruzado? La perspectiva era demasiado tentadora,

demasiado verosímil, para resistirse a ella. El primencuentro de Napoleón con Robespierre también emaginario y, dado el fervor político de la vida parisina e

quella época, igualmente posible. Acepto, por supuestoque los puristas puedan estar en desacuerdo con mdecisiones, pero para los novelistas históricos lrimordial es narrar una historia.

Con la revolución firmemente asentada, Francia se h

onvertido en una República. Se halla rodeada de nacione

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hostiles y está a punto de desatarse una gran guerra ddeologías sobre los pueblos de Europa. Para Napoleón ara Arthur ha empezado la primera etapa de un conflict

que cambiará el mundo para siempre.

Simón Scarrow. Septiembre de 200

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Título original: Young BloodsDiseño de la sobrecubierta: Enrique Iborra

Primera edición: abril de 2007© de la presente edición: Edhasa, 2007

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4 de agosto de 2011

notes

[1] La palabra tory (miembro del Partido ConservadoBritánico) coincide con la terminación de la palab

urgatory (purgatorio). (N. de la T.)

[2] Hay edición española: Napoleón y Wellington

rad. de Fernando Miranda, Granada, Almed, 2003.

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Table of ContentsCAPÍTULO ICAPÍTULO IICAPÍTULO IIICAPÍTULO IVCAPÍTULO VCAPÍTULO VICAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIIICAPÍTULO IXCAPÍTULO XCAPÍTULO XICAPÍTULO XII

CAPÍTULO XIIICAPÍTULO XIVCAPÍTULO XVCAPÍTULO XVICAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVIIICAPÍTULO XIX