rum 86. dictamen sobre carlos montemayor

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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 99 —Te voy a decir algo —habló por fin Car- los Montemayor asombrosamente tranqui- lo—. Pídele a Julio, como si fuera cosa tuya, que me oiga cantar. El primer libro de Carlos Montemayor se llamaba Las llaves de Urgell. Lo había es- crito durante su beca en el Centro Mexica- no de Escritores en 1968-1969; constaba de una colección de cuentos que entregó a Joa- quín Díez-Canedo para su publicación en Joaquín Mortiz, la editorial en la que to- dos los jóvenes ambicionaban ser lanzados a la vida pública de la literatura; era presti- giosa, irrefutable: una garantía de calidad. Montemayor no era en esos años un des- conocido. Sus textos aparecían de vez en cuando en revistas culturales —Revista de la Universidad, Diálogos, Revista de Bellas Ar- tes…—, y tenía fama de exquisito por la ele- gancia con que vestía, porque bebía whisky de doce años, porque se comportaba co- mo un conocedor de los clásicos griegos y latinos. Era engolado; pedante, decían sus detractores. Poco sabía yo de él y me sorprendió que Díez-Canedo me pidiera elaborar un dic- tamen del libro propuesto. Lo leí con de- sagrado. No me interesó. Sus cuentos te- nían algo de borgianos y, para mi gusto, el autor exageraba su afán de ser hermético con una prosa que encabalgaba frases co- mo titubeando, como si no diera con la ex- presión exacta y la adornara innecesaria- mente en aras de una falsa erudición, de una chocante poética. Quizá no me detu- ve lo necesario para valorar esa lírica ajena a mi gusto personal. Con un desplante im- perativo, terminé mi dictamen del libro con un rotundo No recomiendo su publicación. Díez-Canedo avaló mi juicio sin siquie- ra comentarlo conmigo ni con otro lector. Ignoro cuál pudo ser la reacción inmedia- ta de Montemayor al enterarse del recha- zo, pero de seguro fue pésima, como la de cualquiera: frustración, dolor, rabia. Tam- bién como cualquiera no se cruzó de bra- zos y llevó su original a la editorial Siglo XXI cuando aún la dirigía Arnaldo Orfila. Lo aceptaron de inmediato. No sólo eso; para mi secreta descalificación Las llaves de Urgell fue premiado con el Xavier Villaurru- tia en 1971. Me sentí una chinche, un pésimo ha- cedor de dictámenes, un miserable lector abrumado por el consecuente sentimiento de culpa del que no podría aliviarme ja- más. Menos cuando en 1991, veinte años después, leí Guerra en el paraíso que me en- tusiasmó de veras. Carlos Montemayor era otro. Había abandonado su literatura her- mética y adquirido, junto con una prosa exultante, de acentos corales, una valerosa conciencia social, política, que hacía de esa novela una obra épica contundente. Con genuina admiración felicité a Car- los apenas lo encontré. Ya para entonces nos conocíamos personalmente gracias a mi relación con sus amigos chihuahuen- ses: Ignacio Solares, Víctor Hugo Rascón, José Fuentes Mares, Joaquín-Armando Chacón. También por su cercanía con Ju- lio Scherer cuando éste lo llamó para cola- borar en Proceso. Sabía de su afición a la ópera como estudioso tenor y estábamos a un tris de convertirnos en amigos. Se presentó la ocasión en noviembre de 2008 durante la celebración del aniversa- rio de nuestra revista. Una fiesta que reu- nía anualmente a trabajadores y amigos en el patio de las instalaciones, animada —es- ta vez— por un cuarteto de cuerdas. Luego de la animada plática en el corri- llo al que convocaba Julio, Carlos y yo ha- bíamos quedado solos, bebiendo whisky y chismeando sobre amigos y enemigos, cer- ca de donde tocaba el cuarteto de cuerdas. Entonces me decidí y le dije, envalentona- do por el trago: —Tengo que hacerte una confidencia, Carlos. ¿Te acuerdas que Díez-Canedo te rechazó, hace años, Las llaves de Urgell ? —De eso no quiero hablar. —Pero sí te acuerdas. —Era mi primer libro. —Pues yo hice el dictamen, Carlos. Un dictamen negativo. Se echó hacia atrás, de golpe, mientras alguien que cruzaba estuvo a punto de tro- pezarle el vaso de whisky. Se le desorbitaron los ojos tras los len- tes. No los apartaba de mí durante su pro- longado silencio. Pensé que iba a arrojar- me la bebida a la cara, que me lanzaría una palabrota o un puñetazo. Pero no. Lo que hizo fue sujetarme el antebrazo con su ma- no garra. —Te voy a decir algo —habló por fin asombrosamente tranquilo—. Pídele a Ju- lio, como si fuera cosa tuya, que me oiga cantar. Minutos después, cuando huí de la fies- ta sin despedirme de nadie, Carlos Mon- temayor cantaba a pleno pulmón O sooole míooooo, acompañado torpemente por el cuarteto de cuerdas que por supuesto no se sabía la partitura. Lo que sea de cada quien Dictamen sobre Carlos Montemayor Vicente Leñero Carlos Montemayor

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Vicente Leñero

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Page 1: RUM 86. Dictamen sobre Carlos Montemayor

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 99

—Te voy a decir algo —habló por fin Car-los Montemayor asombrosamente tranqui-lo—. Pídele a Julio, como si fuera cosa tuya,que me oiga cantar.

El primer libro de Carlos Montemayorse llamaba Las llaves de Urgell. Lo había es-crito durante su beca en el Centro Mexica-no de Escritores en 1968-1969; constaba deuna colección de cuentos que entregó a Joa-quín Díez-Canedo para su publicación enJoaquín Mortiz, la editorial en la que to-dos los jóvenes ambicionaban ser lanzadosa la vida pública de la literatura; era presti-giosa, irrefutable: una garantía de calidad.

Montemayor no era en esos años un des-conocido. Sus textos aparecían de vez encuando en revistas culturales —Revista dela Universidad, Diálogos, Revista de Bellas Ar-tes…—, y tenía fama de exquisito por la ele-gancia con que vestía, porque bebía whiskyde doce años, porque se comportaba co-mo un conocedor de los clásicos griegos ylatinos. Era engolado; pedante, decían susdetractores.

Poco sabía yo de él y me sorprendió queDíez-Canedo me pidiera elaborar un dic-tamen del libro propuesto. Lo leí con de-sagrado. No me interesó. Sus cuentos te-nían algo de borgianos y, para mi gusto, elautor exageraba su afán de ser herméticocon una prosa que encabalgaba frases co-mo titubeando, como si no diera con la ex-presión exacta y la adornara innecesaria-mente en aras de una falsa erudición, deuna chocante poética. Quizá no me detu-ve lo necesario para valorar esa lírica ajenaa mi gusto personal. Con un desplante im-perativo, terminé mi dictamen del libro conun rotundo No recomiendo su publicación.

Díez-Canedo avaló mi juicio sin siquie-ra comentarlo conmigo ni con otro lector.Ignoro cuál pudo ser la reacción inmedia-

ta de Montemayor al enterarse del recha-zo, pero de seguro fue pésima, como la decualquiera: frustración, dolor, rabia. Tam-bién como cualquiera no se cruzó de bra-zos y llevó su original a la editorial SigloXXI cuando aún la dirigía Arnaldo Orfila.Lo aceptaron de inmediato. No sólo eso;para mi secreta descalificación Las llaves deUrgell fue premiado con el Xavier Villaurru-tia en 1971.

Me sentí una chinche, un pésimo ha-cedor de dictámenes, un miserable lectorabrumado por el consecuente sentimientode culpa del que no podría aliviarme ja-más. Menos cuando en 1991, veinte añosdespués, leí Guerra en el paraíso que me en-tusiasmó de veras. Carlos Montemayor eraotro. Había abandonado su literatura her-mética y adquirido, junto con una prosaexultante, de acentos corales, una valerosaconciencia social, política, que hacía de esanovela una obra épica contundente.

Con genuina admiración felicité a Car-los apenas lo encontré. Ya para entoncesnos conocíamos personalmente gracias ami relación con sus amigos chihuahuen-ses: Ignacio Solares, Víctor Hugo Rascón,José Fuentes Mares, Joaquín-ArmandoChacón. También por su cercanía con Ju-lio Scherer cuando éste lo llamó para cola-borar en Proceso. Sabía de su afición a laópera como estudioso tenor y estábamos aun tris de convertirnos en amigos.

Se presentó la ocasión en noviembre de2008 durante la celebración del aniversa-rio de nuestra revista. Una fiesta que reu-nía anualmente a trabajadores y amigos enel patio de las instalaciones, animada —es-ta vez— por un cuarteto de cuerdas.

Luego de la animada plática en el corri-llo al que convocaba Julio, Carlos y yo ha-bíamos quedado solos, bebiendo whisky y

chismeando sobre amigos y enemigos, cer-ca de donde tocaba el cuarteto de cuerdas.Entonces me decidí y le dije, envalentona-do por el trago:

—Tengo que hacerte una confidencia,Carlos. ¿Te acuerdas que Díez-Canedo terechazó, hace años, Las llaves de Urgell?

—De eso no quiero hablar.—Pero sí te acuerdas.—Era mi primer libro.—Pues yo hice el dictamen, Carlos. Un

dictamen negativo.Se echó hacia atrás, de golpe, mientras

alguien que cruzaba estuvo a punto de tro-pezarle el vaso de whisky.

Se le desorbitaron los ojos tras los len-tes. No los apartaba de mí durante su pro-longado silencio. Pensé que iba a arrojar-me la bebida a la cara, que me lanzaría unapalabrota o un puñetazo. Pero no. Lo quehizo fue sujetarme el antebrazo con su ma-no garra.

—Te voy a decir algo —habló por finasombrosamente tranquilo—. Pídele a Ju-lio, como si fuera cosa tuya, que me oigacantar.

Minutos después, cuando huí de la fies-ta sin despedirme de nadie, Carlos Mon-temayor cantaba a pleno pulmón O sooolemíooooo, acompañado torpemente por elcuarteto de cuerdas que por supuesto nose sabía la partitura.

Lo que sea de cada quienDictamen sobre Carlos MontemayorVicente Leñero

Carlos Montemayor