rum 69. las cenizas de alcoriza

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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 97 Lo conocí en los estudios Churubusco, lue- go de una exhibición privada de Los alba- ñiles que organizó Jorge Fons. Estábamos los de siempre: Pedro Armendáriz, Felipe Cazals, el Perro Estrada, Gerardo de la To- rre, Marco Julio Linares, Tomás Pérez Tu- rrent. También Luis Alcoriza que se pasó de tragos a la hora del buffet. Nunca lo ha- bía visto antes en persona pero sabía mucho de él, por supuesto. Había sido guionista estrella de Buñuel (Los olvidados, El ángel exterminador, Él ) y de Rogelio González (Escuela de rateros, ¡El esqueleto de la señora Morales !). Luego, en su salto a la dirección, alcanzó fama con Tarahumara, Mecánica nacional, Tiburoneros, PresagioCon sendos whiskis en la mano, él tam- baleándose, Alcoriza me preguntó de pronto: —¿Quién crees que sea el mejor guio- nista de México? Antes de responderle lo obvio se adelantó: —¿Verdad que soy yo? —¿Qué quieres que te responda? —¿Verdad que soy yo? —Si lo sientes dilo en voz alta y se acabó: ¡soy el mejor guionista de México! —res- pondí para zafarme del agobio—. Cuál problema, Luis. —Pero tú sí lo crees, ¿verdad? —Te voy a decir algo pensando sobre todo en El esqueleto de la señora Morales: eres mejor guionista que director. Se quedó tieso, como desconcertado. Le brillaban los ojos. No sabía si le estaba ha- ciendo un elogio o una crítica. Me echó su brazo al hombro y me llevó aparte. —Me gustaría que trabajáramos jun- tos alguna vez —dijo. Nunca lo hicimos, aunque me envió una primera versión de lo que se titulaba enton- ces Viacrucis nacional y luego fue Semana Santa en Acapulco. Nos encontrábamos de vez en cuando en exhibiciones privadas de cine, en algu- na reunión en casa de Gabriel Figueroa, en la SOGEM. Pocas semanas después de que murió, en diciembre de 1992, cuando estábamos a punto de iniciar una reunión del consejo de SOGEM, José María Fernández Unsaín llegó al salón vecino a su despacho car- gando una aparatosa urna donde se halla- ban —nos dijo— las cenizas de Alcoriza. La puso al centro de la mesa grande, con solemnidad. —¿Y qué vamos a hacer con esto, José María? Unsaín explicó que Janet, la esposa con quien Alcoriza escribió buena parte de sus guiones en una relación poco menos que simbiótica, le había encomendado la urna. No soportaba tenerla cerca. Se echaba a llo- rar cada vez que la veía ahí, en una mesa rinconera de su sala. Ante el azoro de la mayor parte de los miembros del consejo, me atreví a destapar la urna y me asomé al contenido. Más que cenizas eran piedrecitas de varios tamaños revueltas con lo que parecía arena para la construcción. Tenían sabor a sal. —Janet nos pide que conservemos la urna hasta que ella se muera —explicó José María—, para que metamos ahí sus ceni- zas, mezcladas con las de Alcoriza, y los en- terremos juntos a los dos. Mientras tanto pondremos aquí la urna para que presida nuestras juntas. —¡¿Para que presida nuestras juntas?! —clamó Marcela Fernández Violante—. ¡De ninguna manera! ¡Eso es macabro! —Llévala al cementerio de Los Ánge- les, José María —pidió Marissa Garrido. Ni Víctor Ugalde ni yo recordamos en qué clóset o en qué armario escondió Fer- nández Unsaín la urna de Luis Alcoriza durante seis años, hasta que Janet murió en noviembre de 1998, agobiada por una tristeza permanente. Lo que sí investigó Ugalde fue que las cenizas de Luis y de Janet, mezcladas en la misma urna, fue- ron enterradas al pie del flamboyán que ambos cuidaban con esmero en su casa de Cuernavaca. Ahora, siempre que recuerdo aquellas piedrecitas en que se convirtieron los hue- sos de Alcoriza, no puedo menos que son- reír con ese mismo humor negro, pícaro y festivo con el que nuestro nunca olvidado cineasta escribió el guión de El esqueleto de la señora Morales. Lo que sea de cada quien Las cenizas de Alcoriza Vicente Leñero Luis Alcoriza

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Vicente Leñero

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Page 1: RUM 69. Las cenizas de Alcoriza

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 97

Lo conocí en los estudios Churubusco, lue-go de una exhibición privada de Los alba-ñiles que organizó Jorge Fons. Estábamoslos de siempre: Pedro Armendáriz, FelipeCazals, el Perro Estrada, Gerardo de la To-rre, Marco Julio Linares, Tomás Pérez Tu-rrent. También Luis Alcoriza que se pasóde tragos a la hora del buffet. Nunca lo ha-bía visto antes en persona pero sabía muchode él, por supuesto. Había sido guionistaestrella de Buñuel (Los olvidados, El ángelexterminador, Él ) y de Rogelio González(Escuela de rateros, ¡El esqueleto de la señoraMorales !). Luego, en su salto a la dirección,alcanzó fama con Tarahumara, Mecánicanacional, Tiburoneros, Presagio…

Con sendos whiskis en la mano, él tam-baleándose, Alcoriza me preguntó de pronto:

—¿Quién crees que sea el mejor guio-nista de México?

Antes de responderle lo obvio se adelantó:—¿Verdad que soy yo?—¿Qué quieres que te responda?—¿Verdad que soy yo?—Si lo sientes dilo en voz alta y se acabó:

¡soy el mejor guionista de México! —res-pondí para zafarme del agobio—. Cuálproblema, Luis.

—Pero tú sí lo crees, ¿verdad?—Te voy a decir algo pensando sobre

todo en El esqueleto de la señora Morales: eresmejor guionista que director.

Se quedó tieso, como desconcertado. Lebrillaban los ojos. No sabía si le estaba ha-ciendo un elogio o una crítica. Me echó subrazo al hombro y me llevó aparte.

—Me gustaría que trabajáramos jun-tos alguna vez —dijo.

Nunca lo hicimos, aunque me envió unaprimera versión de lo que se titulaba enton-

ces Viacrucis nacional y luego fue SemanaSanta en Acapulco.

Nos encontrábamos de vez en cuandoen exhibiciones privadas de cine, en algu-na reunión en casa de Gabriel Figueroa, enla SOGEM.

Pocas semanas después de que murió,en diciembre de 1992, cuando estábamosa punto de iniciar una reunión del consejode SOGEM, José María Fernández Unsaínllegó al salón vecino a su despacho car-gando una aparatosa urna donde se halla-ban —nos dijo— las cenizas de Alcoriza.La puso al centro de la mesa grande, consolemnidad.

—¿Y qué vamos a hacer con esto, JoséMaría?

Unsaín explicó que Janet, la esposa conquien Alcoriza escribió buena parte de susguiones en una relación poco menos que

simbiótica, le había encomendado la urna.No soportaba tenerla cerca. Se echaba a llo-rar cada vez que la veía ahí, en una mesarinconera de su sala.

Ante el azoro de la mayor parte de losmiembros del consejo, me atreví a destaparla urna y me asomé al contenido. Más quecenizas eran piedrecitas de varios tamañosrevueltas con lo que parecía arena para laconstrucción. Tenían sabor a sal.

—Janet nos pide que conservemos laurna hasta que ella se muera —explicó JoséMaría—, para que metamos ahí sus ceni-zas, mezcladas con las de Alcoriza, y los en-terremos juntos a los dos. Mientras tantopondremos aquí la urna para que presidanuestras juntas.

—¡¿Para que presida nuestras juntas?!—clamó Marcela Fernández Violante—.¡De ninguna manera! ¡Eso es macabro!

—Llévala al cementerio de Los Ánge-les, José María —pidió Marissa Garrido.

Ni Víctor Ugalde ni yo recordamos enqué clóset o en qué armario escondió Fer-nández Unsaín la urna de Luis Alcorizadurante seis años, hasta que Janet murióen noviembre de 1998, agobiada por unatristeza permanente. Lo que sí investigóUgalde fue que las cenizas de Luis y deJanet, mezcladas en la misma urna, fue-ron enterradas al pie del flamboyán queambos cuidaban con esmero en su casade Cuernavaca.

Ahora, siempre que recuerdo aquellaspiedrecitas en que se convirtieron los hue-sos de Alcoriza, no puedo menos que son-reír con ese mismo humor negro, pícaro yfestivo con el que nuestro nunca olvidadocineasta escribió el guión de El esqueleto dela señora Morales.

Lo que sea de cada quienLas cenizas de AlcorizaVicente Leñero

Luis Alcoriza