rum 127. aquella novia cubana

1
94 | REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO La conocí en La Habana en 1955, durante una reunión de estudiantes. No era hermo- sa pero sí muy alegre. Se llamaba Zeida Ro- dríguez y nos amistamos en los tres días que duró el encuentro. Luego ella vino a Méxi- co con una amiga y en compañía de Tarsi- cio García, hoy historiador, paseamos los cuatro: el concierto en Bellas Artes, el Cas- tillo de Chapultepec, el autocinema de Ave- nida Universidad. Cuando Zeida regresó a La Habana com- partimos un prolongado carteo que desde el punto de vista de ella tenía visos de no- viazgo. Mi hermano Armando me alertó: —Eso no tiene sentido. No le des espe- ranzas. Córtala de una vez. Decidí hacerlo personalmente cuando me dieron una beca para estudiar en Ma- drid. Haría una escala de avión en La Ha- bana y le pediría que todo quedara en amis- tad. No me atreví de inmediato porque ella, feliz, me trató como a un novio formal. Me presentó a su madre viuda —vivían en una casa pequeña pero flamante—, me invitó al teatro, a cenar en un restorán de postín, mientras hablaba y hablaba de una Cuba ardiendo por la guerrilla de Fidel: ella mi- litaba en un grupo urbano de la clandesti- nidad y estaba segura de que derrocarían a Batista. Hasta que me acompañó al aeropuerto de donde yo volaría a Madrid le solté aque- llo de mejor lo dejamos en pura amistad. Los ojos de Zeida se abrieron entonces como flores y se soltó llorando. Llorando la despedí en la sala de abordaje. Me sentí un canalla, pero libre. Transcurrieron 16 años sin saber nada de Zeida Rodríguez. En 1973, Julio Scherer García me en- vió a Cuba a realizar para Excélsior una se- rie de reportajes en el vigésimo aniversario del asalto al Cuartel Moncada. —¡Para la primera página de Excélsior ! —enfatizó Julio manoteando sobre mi es- palda. Me aterraba el compromiso. No me sen- tía capaz de realizar entrevistas a todo mun- do ni de hurgar en el complejo panorama de la Cuba de Fidel Castro. Vaya compro- miso mayúsculo. Pensé entonces en Zeida Rodríguez co- mo primera informante, apenas me insta- lé en el hotel Capri. Bajé a la recepción y pedí un directorio telefónico. Busqué en la R… Sí, seguía viviendo donde mismo. La llamé. —¿Puedo ir a verte? Su sorpresa era mayúscula cuando lle- gué al barrio de Marianao en un taxi pre- histórico huyendo del edecán-policía al que habían encomendado mi vigilancia. La pequeña casa se veía sumamente de- teriorada, me dio lástima. Plantas marchitas, muros escarapelados, muebles vencidos, y aparatosos polines y vigas sosteniendo el te- cho de la sala —herido por el ciclón del 72— que aguardaba la fecha de reparación ur- gente, programada por el poder local con repetidos aplazamientos. También Zeida —su madre había muer- to— se veía deteriorada, en bata: pálida, oje- rosa, enflaquecida. Sufría además una pier- na enyesada por culpa de un accidente. Sin que yo le preguntara me dijo que no se había casado. Yo sí y tenía cuatro hi- jas, le respondí con orgullo. Apenas le empezaba a explicar que me había convertido en periodista y cuál era el motivo de mi presencia en Cuba, ella esta- lló como una bomba molotov de aquellas de los insurgentes: —Eres un canalla tú, sí, tú. ¿A eso vi- niste nada más, después de tantos años?, ¿a espiarme?, ¿a ver qué tan fastidiada estoy?, ¿a criticar a mi país como hacen todos los periodistas extranjeros? Pues te equivocas, chico. Yo estoy mejor de lo que piensas. Ahora tengo lo que no hubiera tenido con Batista: un doctorado en bioquímica y doy clases en la universidad y estoy preparan- do un libro de texto para el Centro Peda- gógico. Antes, las muchachas como yo sólo podíamos aspirar a trabajar de secretarias en un despachito. Y sí, mi país está pobre, tanto que yo no puedo comprarme más que un par de zapatos al año, pero qué importa si puedo desarrollarme en lo mío y si gra- cias a esta pobreza ahora casi todos tene- mos lo mismo. Yo estoy orgullosa de la re- volución y tú no tienes derecho a escribir de lo que no has vivido. —Pero Zeida, yo nada más… —Eres un canalla, chico, eso es tú lo que eres. Ni una carta recibí en cuántos años, ni una sola, y ahora apareces como un san- turrón a preguntar lo que no te importa, a fisgarme como a un gusano de laboratorio con esos ojos de lástima. No. Vete de aquí. Vete con tu cámara y con tu libreta y con tu falso interés. —Pero Zeida. No logré calmarla. Salí aporreado, do- lorido. Luego respiré hondo y eché a caminar muy despacio por la acera observando las ca- sas parecidas a la suya: descoloridas, rotas. Llegué a la esquina cuando empezaba a oscurecer. Ahí me detuve a esperar una gua- gua que tardó una eternidad. Lo que sea de cada quien Aquella novia cubana Vicente Leñero Manuel Almagro Urrutia, Raíces habaneras

Upload: alejandro-saraoz-dozal

Post on 31-Jan-2016

212 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

Vicente Leñero

TRANSCRIPT

Page 1: RUM 127. Aquella novia cubana

94 | REVISTADE LA UNIVERSIDADDE MÉXICO

La conocí en La Habana en 1955, duranteuna reunión de estudiantes. No era hermo -sa pero sí muy alegre. Se llamaba Zeida Ro -dríguez y nos amistamos en los tres días queduró el encuentro. Luego ella vino a Méxi-co con una amiga y en compañía de Tarsi-cio García, hoy historiador, paseamos loscuatro: el concierto en Bellas Artes, el Cas-tillo de Chapultepec, el autocinema de Ave -nida Universidad.

Cuando Zeida regresó a La Habana com -partimos un prolongado carteo que desdeel punto de vista de ella tenía visos de no -viazgo. Mi hermano Armando me alertó:

—Eso no tiene sentido. No le des espe-ranzas. Córtala de una vez.

Decidí hacerlo personalmente cuandome dieron una beca para estudiar en Ma -drid. Haría una escala de avión en La Ha -bana y le pediría que todo quedara en amis -tad. No me atreví de inmediato porque ella,feliz, me trató como a un novio formal. Mepresentó a su madre viuda —vivían en unacasa pequeña pero flamante—, me invitóal teatro, a cenar en un restorán de postín,mientras hablaba y hablaba de una Cubaardiendo por la guerrilla de Fidel: ella mi -litaba en un grupo urbano de la clandesti-nidad y estaba segura de que derrocarían aBatista.

Hasta que me acompañó al aeropuertode donde yo volaría a Madrid le solté aque -llo de mejor lo dejamos en pura amistad.

Los ojos de Zeida se abrieron entoncescomo flores y se soltó llorando. Llorandola despedí en la sala de abordaje. Me sentíun canalla, pero libre.

Transcurrieron 16 años sin saber nadade Zeida Rodríguez.

En 1973, Julio Scherer García me en -vió a Cuba a realizar para Excélsior una se -rie de reportajes en el vigésimo aniversariodel asalto al Cuartel Moncada.

—¡Para la primera página de Excélsior !—enfatizó Julio manoteando sobre mi es -palda.

Me aterraba el compromiso. No me sen -tía capaz de realizar entrevistas a todo mun -do ni de hurgar en el complejo panoramade la Cuba de Fidel Castro. Vaya compro-miso mayúsculo.

Pensé entonces en Zeida Rodríguez co -mo primera informante, apenas me insta-lé en el hotel Capri. Bajé a la recepción ypedí un directorio telefónico. Busqué enla R… Sí, seguía viviendo donde mismo.La llamé.

—¿Puedo ir a verte?Su sorpresa era mayúscula cuando lle-

gué al barrio de Marianao en un taxi pre -histórico huyendo del edecán-policía al quehabían encomendado mi vigilancia.

La pequeña casa se veía sumamente de -teriorada, me dio lástima. Plantas marchitas,muros escarapelados, muebles vencidos, yaparatosos polines y vigas sosteniendo el te -cho de la sala —herido por el ciclón del 72—que aguardaba la fecha de reparación ur -gente, programada por el poder local conrepetidos aplazamientos.

También Zeida —su madre había muer -to— se veía deteriorada, en bata: pálida, oje -rosa, enflaquecida. Sufría además una pier -na enyesada por culpa de un accidente.

Sin que yo le preguntara me dijo queno se había casado. Yo sí y tenía cuatro hi -jas, le respondí con orgullo.

Apenas le empezaba a explicar que mehabía convertido en periodista y cuál era elmotivo de mi presencia en Cuba, ella esta-lló como una bomba molotov de aquellasde los insurgentes:

—Eres un canalla tú, sí, tú. ¿A eso vi -niste nada más, después de tantos años?, ¿aespiarme?, ¿a ver qué tan fastidiada estoy?,¿a criticar a mi país como hacen todos los

periodistas extranjeros? Pues te equivocas,chico. Yo estoy mejor de lo que piensas.Ahora tengo lo que no hubiera tenido conBatista: un doctorado en bioquímica y doyclases en la universidad y estoy preparan-do un libro de texto para el Centro Peda-gógico. Antes, las muchachas como yo sólopodíamos aspirar a trabajar de secretariasen un despachito. Y sí, mi país está pobre,tanto que yo no puedo comprarme más queun par de zapatos al año, pero qué importasi puedo desarrollarme en lo mío y si gra-cias a esta pobreza ahora casi todos tene-mos lo mismo. Yo estoy orgullosa de la re -volución y tú no tienes derecho a escribirde lo que no has vivido.

—Pero Zeida, yo nada más…—Eres un canalla, chico, eso es tú lo que

eres. Ni una carta recibí en cuántos años,ni una sola, y ahora apareces como un san-turrón a preguntar lo que no te importa, afisgarme como a un gusano de laboratoriocon esos ojos de lástima. No. Vete de aquí.Vete con tu cámara y con tu libreta y contu falso interés.

—Pero Zeida.No logré calmarla. Salí aporreado, do -

lorido.Luego respiré hondo y eché a caminar

muy despacio por la acera observando las ca -sas parecidas a la suya: descoloridas, rotas.

Llegué a la esquina cuando empezaba aoscurecer. Ahí me detuve a esperar una gua -gua que tardó una eternidad.

Lo que sea de cada quienAquella novia cubana

Vicente Leñero

Manuel Almagro Urrutia, Raíces habaneras