rum 106. lo que sea de cada quien. al cobijo de salazar mallén

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RESEÑAS Y NOTAS | 89 Mientras buscaba en la Ese (Sainz, Seligson, Serna, Solares…) respingó del estante y cayó de canto un librito de Rubén Salazar Mallén publicado en 1937: Soledad. Lo le- vanté. Lo abrí. Me fui con los recuerdos hasta 1958. No terminaba aún mis estudios cuan- do una tarde me encontré en el vestíbulo del Palacio de Minería un gran cartel pe- gado en el muro: el Frente Estudiantil Uni- versitario convocaba a un concurso de cuen- to a estudiantes latinoamericanos. Ofrecían tres premios con cantidades nada despre- ciables en ese entonces: 2,500 pesos para el primer lugar, 1,500 para el segundo y 500 para el tercero. El jurado era de lujo: Juan Rulfo, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas y Henrique González Casanova. Decidí aventurarme y escribí dos cuen- tecillos en dos máquinas diferentes, para despistar: la Remington familiar de teclas como corcholatas y mi Smith Corona por- tátil de letra chiquitita. A uno de los textos los suscribí con el seudónimo de Gregorio —con el que escribía mis artículos en un periódico del Cristóbal Colón— y al otro con el de Argudín. Se retardaron dos semanas para dar el veredicto y un sábado me telefonearon con urgencia. Debía presentarme esa mis ma tar - denoche en la Sala Manuel M. Ponce de Be- llas Artes porque yo era uno de los premiados. ¡Yupiii! Llegué un poco tarde. El rector Nabor Carrillo presidía la sencilla ceremonia en la que no estaban presentes Rulfo ni Arreola. Para mi sorpresa —que aún me emocio - na porque yo iba para ingeniero, no para escritor— había ganado el primero y tam- bién el segundo lugar. Así lo informaba Henrique González Ca sanova por el micrófono: que al abrir los sobres sellados de los favorecidos —de- cía— los seudónimos de Gregorio y Argu- dín pertenecían a la misma persona. El ju- rado decidió entonces —seguía diciendo don Henrique— que a mí me dieran úni- camente el dinero del primer lugar; el del segundo sería para el tercero, Julio Gonzá- lez Tejeda, que estudiaba filosofía y psico- logía en la UNAM, y el del tercero para una mención honorífica otorgada a Martín Re- yes Vayssade, quien luego de participar en el Partido Comunista y en el espartaquis- mo llegaría a ser subsecretario de Cultura de la Secretaría de Educación. —¡Eso es una injusticia! —se oyó gri- tar al fondo de la sala Ponce a una voz tro- nante, aguardientosa, que siguió protestan- do—, ¡injusticia!, ¡injusticia! —porque me habían despojado de una lana merecida. González Casanova no le hizo caso. Con tinuó hablando de la cultura en la UNAM, de los escritores jóvenes tan promi- sorios, de la gran labor del rector Carrillo. Después de recibir cheques y diplomas, cuando todos salíamos ya del recinto, el de la voz aguardentosa me detuvo del brazo. Traía tragos, evidentemente. Era Rubén Sa- lazar Mallén, de quien nada sabía hasta el momento, y estaba acompañado del poeta Jesús Arellano. —Han cometido con usted una cabro- nada —me dijo. —Bueno, para mí… —Pero yo la remiendo ahora mismo —agregó mientras me tendía un cheque re cién elaborado por los mil quinientos pesos que desvió “el pinche Jenrique —así le decía— pasándose por los güevos las ba- ses de la convocatoria”. Traté de rechazar el cheque porque me parecía excesiva su generosidad, pero él me lo encajó en el bolsillo superior del saco. Luego me invitó a celebrar mi triunfo con unos tragos. —¿A dónde lo llevamos, Chucho? —Aquí a La Ópera —respondió Jesús Arellano. Aplacé la celebración porque iba a ir con mi novia Estela al baile anual de Ingenie- ría. Para otro día —dije—: para los muchos cafés que nos tomamos a partir de enton- ces en su tertulia del Palermo donde cono- cí a Efraín Huerta, el poeta de Los hombres del alba, a Chucho Arellano, apestado por los alfonsorreyistas, a Juan Rulfo, contando cómo los boqueteros del Fondo de Cul tu- ra se robaban libros de las bodegas y los ven- dían a escondidas en El Monte de Piedad. Muchas historias compartí con Salazar Mallén, muchos viajes hice en el carro-tan- que negro que manejaba a pesar de su co- jera y de los tragos. Mucho aprendí de su intransigencia. Mucho le agradecí siempre el haberme conducido por las estepas de la literatura infestadas de lobos y coyotes. Lo que sea de cada quien Al cobijo de Salazar Mallén Vicente Leñero Rubén Salazar Mallén

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Vicente Leñero

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Page 1: RUM 106. Lo que sea de cada quien. Al cobijo de Salazar Mallén

RESEÑASY NOTAS | 89

Mientras buscaba en la Ese (Sainz, Seligson,Serna, Solares…) respingó del estante ycayó de canto un librito de Rubén SalazarMallén publicado en 1937: Soledad. Lo le -vanté. Lo abrí. Me fui con los recuerdoshasta 1958.

No terminaba aún mis estudios cuan-do una tarde me encontré en el vestíbulodel Palacio de Minería un gran cartel pe -gado en el muro: el Frente Estudiantil Uni -versitario convocaba a un concurso de cuen -to a estudiantes latinoamericanos. Ofrecíantres premios con cantidades nada despre-ciables en ese entonces: 2,500 pesos parael primer lugar, 1,500 para el segundo y500 para el tercero. El jurado era de lujo:Juan Rulfo, Juan José Arreola, GuadalupeDueñas y Henrique González Casanova.

Decidí aventurarme y escribí dos cuen -tecillos en dos máquinas diferentes, paradespistar: la Remington familiar de teclascomo corcholatas y mi Smith Corona por-tátil de letra chiquitita. A uno de los textoslos suscribí con el seudónimo de Gregorio—con el que escribía mis artículos en unperiódico del Cristóbal Colón— y al otrocon el de Argudín.

Se retardaron dos semanas para dar elveredicto y un sábado me telefonearon conurgencia. Debía presentarme esa mis ma tar - denoche en la Sala Manuel M. Ponce de Be -llas Artes porque yo era uno de los premiados.

¡Yupiii!Llegué un poco tarde. El rector Nabor

Carrillo presidía la sencilla ceremonia en laque no estaban presentes Rulfo ni Arreola.

Para mi sorpresa —que aún me emocio -na porque yo iba para ingeniero, no paraescritor— había ganado el primero y tam-bién el segundo lugar.

Así lo informaba Henrique GonzálezCa sanova por el micrófono: que al abrir los

sobres sellados de los favorecidos —de -cía— los seudónimos de Gregorio y Argu-dín pertenecían a la misma persona. El ju -rado decidió entonces —seguía diciendodon Henrique— que a mí me dieran úni-camente el dinero del primer lugar; el delsegundo sería para el tercero, Julio Gonzá-lez Tejeda, que estudiaba filosofía y psico-logía en la UNAM, y el del tercero para unamención honorífica otorgada a Martín Re -yes Vayssade, quien luego de participar enel Partido Comunista y en el espartaquis-mo llegaría a ser subsecretario de Culturade la Secretaría de Educación.

—¡Eso es una injusticia! —se oyó gri-tar al fondo de la sala Ponce a una voz tro-nante, aguardientosa, que siguió protestan -do—, ¡injusticia!, ¡injusticia! —porque mehabían despojado de una lana merecida.

González Casanova no le hizo caso.Con tinuó hablando de la cultura en laUNAM, de los escritores jóvenes tan promi-sorios, de la gran labor del rector Carrillo.

Después de recibir cheques y diplomas,cuando todos salíamos ya del recinto, el dela voz aguardentosa me detuvo del brazo.Traía tragos, evidentemente. Era Rubén Sa -lazar Mallén, de quien nada sabía hasta elmomento, y estaba acompañado del poetaJesús Arellano.

—Han cometido con usted una cabro-nada —me dijo.

—Bueno, para mí…—Pero yo la remiendo ahora mismo

—agregó mientras me tendía un chequere cién elaborado por los mil quinientospesos que desvió “el pinche Jenrique —asíle decía— pasándose por los güevos las ba -ses de la convocatoria”.

Traté de rechazar el cheque porque meparecía excesiva su generosidad, pero él melo encajó en el bolsillo superior del saco.

Luego me invitó a celebrar mi triunfocon unos tragos.

—¿A dónde lo llevamos, Chucho?—Aquí a La Ópera —respondió Jesús

Arellano.Aplacé la celebración porque iba a ir con

mi novia Estela al baile anual de Ingenie-ría. Para otro día —dije—: para los muchoscafés que nos tomamos a partir de enton-ces en su tertulia del Palermo donde cono-cí a Efraín Huerta, el poeta de Los hombresdel alba, a Chucho Arellano, apestado porlos alfonsorreyistas, a Juan Rulfo, contandocómo los boqueteros del Fondo de Cul tu -ra se robaban libros de las bodegas y los ven -dían a escondidas en El Monte de Piedad.

Muchas historias compartí con SalazarMallén, muchos viajes hice en el carro-tan -que negro que manejaba a pesar de su co -jera y de los tragos. Mucho aprendí de suintransigencia. Mucho le agradecí siempreel haberme conducido por las estepas de laliteratura infestadas de lobos y coyotes.

Lo que sea de cada quienAl cobijo de Salazar Mallén

Vicente Leñero

Rubén Salazar Mallén