rosas rojas

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ROSAS ROJAS POR ALYS AVALOS Para vivir Muchas veces te dije que antes de hacerlo había que pensarlo muy bien, que a esta unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también, Que no bastaba que me entendieras y que murieras por mí, que no bastaba que en mi fracaso yo me refugiara en ti, Y ahora ves lo que pasó al fin nació, al pasar de los años, el tremendo cansancio que provoco ya en ti, y aunque es penoso lo tienes que decir. Por mi parte esperaba que un día el tiempo se hiciera cargo del fin, si así no hubiera sido yo habría seguido jugando a hacerte feliz, Y aunque el llanto es amargo piensa en los años que tienes para vivir,

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Page 1: ROSAS ROJAS

ROSAS ROJAS

POR ALYS AVALOS

Para vivir

Muchas veces te dije que antes de hacerlo

había que pensarlo muy bien,

que a esta unión de nosotros

le hacía falta carne y deseo también,

Que no bastaba que me entendieras

y que murieras por mí,

que no bastaba que en mi fracaso

yo me refugiara en ti,

Y ahora ves lo que pasó

al fin nació, al pasar de los años,

el tremendo cansancio que provoco ya en ti,

y aunque es penoso lo tienes que decir.

Por mi parte esperaba

que un día el tiempo se hiciera cargo del fin,

si así no hubiera sido

yo habría seguido jugando a hacerte feliz,

Y aunque el llanto es amargo piensa en los años

que tienes para vivir,

que mi dolor no es menos y lo peor

es que ya no puedo sentir.

Page 2: ROSAS ROJAS

Y ahora tratar de conquistar

con vano afán este tiempo perdido

que nos deja vencidos sin poder conocer

eso que llaman amor,

para vivir.

Para vivir.

 

Pablo Milanés

 

 

 El ocaso se derramaba en luces doradas sobre la montaña. El auto estaba por llegar al último recodo del camino y Annie sabía que pronto podría ver el Hogar de Pony en la lejanía. Cada mes hacía el mismo viaje desde Chicago para ver a sus dos madres y a Candy. No importaba cuantos problemas le causara el gesto. La Sra Britter no acaba de resignarse con la insistencia de su hija en continuar haciendo esos viajes que, según su opinión, echaban por tierra todos sus esfuerzos por hacer de Annie una dama respetada en sociedad. No obstante, la joven había aprendido que solamente estando en paz con su pasado y en contacto constante con quienes amaba podía su corazón estar en paz consigo mismo.

 

Pronto esos viajes no serían ya problema, porque estaría casada con Archibald Cornwell y sería por fin dueña de sus actos, sin tener que dar cuentas a sus padres adoptivos. Para ello faltaban apenas dos meses y aunque había estado trabajando en los preparativos por casi un año, todavía sentía que tenía muchísimas cosas pendientes que arreglar antes de la fecha. Ese precisamente había sido uno de los argumentos de su madre para tratar que ella desistiera de visitar el Hogar de Pony esta vez:

 

-         Te casas en menos de ocho semanas y todavía no hemos completado tu ajuar. Podrías al menos posponer el viaje para después, Annie.

 

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Poco valieron los intentos de la Sra. Britter. Annie estaba convencida de que ahora más que nunca debía ir a ver a Candy. De lo contrario su dama de honor jamás encontraría tiempo para ver a una modista y ordenar el vestido que llevaría en la boda. Sencillamente la obsesión de Candy por el trabajo era algo que exasperaba a Annie.

 

 -         Pues tendrá que darse tiempo para viajar conmigo a Lakewood y tomarse las medidas –se dijo Annie echando otra mirada al paquete que descansaba inocentemente en el asiento trasero del auto. Era la seda brocada más hermosa que había encontrado en su almacén favorito. En aquellos días de postguerra  era un verdadero milagro conseguir seda china y en cantidades suficientes para hacer dos vestidos. Un paquete igual había sido enviado a Florida para la Srta. Patty O’Brien y el otro sería para Candy.

 

Annie volvió a sonreír. Un segundo después la torre del Hogar de Pony pudo distinguirse en el horizonte.

 

           ___________________________________________________________________________________

 

 

Los cubos de hielo tintineaban alegres en la jarra de té helado. Annie saboreó la frescura del líquido en su garganta mientras observaba con alegría la acogedora habitación en la que tantas veces había corrido y jugado cuando niña. La sala de estar de la Srta. Pony, con las ventanas hacia el oeste, se llenaba de luz durante las últimas horas del día y el olor a compota que venía de la cocina terminaba de completar el cuadro hogareño que ella guardaba en su memoria desde la más tierna infancia.

 

 -         ¿Qué conserva están haciendo ahora? –preguntó Annie a Candy mientras esta última volvía a servir más té en su propio vaso.

 

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       -         Son manzanas y arándanos azules. Nuestras preferidas –sonrió la joven rubia haciendo un guiño–. El Señor Carwrigth nos trajo suficientes como para tener todo el invierno.

 

       -         Muy generoso de su parte –apuntó Annie recorriendo el cuarto con la mirada mientras recordaba a una pequeña Candy jugando a las escondidas en el armario. De pronto sus ojos se tropezaron con un gran ramo de rosas rojas junto al costurero de la Señorita Pony–. ¿Y esas flores? –preguntó Annie intrigada, a lo que Candy respondió alzando los hombros.

 

      -         Llegaron ayer con el correo. La cosa más extraña –añadió Candy sin misterios en la voz.

 

  Annie se levantó de la silla y se dirigió hacia la mesa donde descansaba el florero rebosante de rosas. Entre el follaje pudo distinguir una tarjeta. Instintivamente le dirigió a su amiga una mirada inquisitiva.

 

  -         Estaban dirigidas a mi –explicó Candy– puedes leerlo en la tarjeta.

 

  Sin poderse resisitir Annie abrió el sobrecito para encontrarse con una simple tarjeta que tenía el sello del florista y el nombre de Candy sin remitente o mensaje alguno.

 

  -         No dice quién las envió –comentó Annie aún más intrigada y Candy no pudo evitar divertirse con la expresión de desilusión de su amiga.

 

       -         Así es. Por eso te digo que es la cosa más rara –agregó la rubia poniéndose de pie para acercarse a su amiga.

 

       -         ¿Y qué piensas hacer? –preguntó Annie.

 

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      -         ¿Hacer? ¿Qué tendría que hacer algo? –se rió Candy volviendo a colocarse el mandil a la cintura.

 

       -         Pues averigüar quién es el admirador que te las manda, por supuesto –sugirió Annie sin poder creer la falta de curiosidad femenina de su amiga.

 

       -         ¿Y quién te ha dicho que se trata de un admirador? –se burló la rubia.

 

       -         ¿Quién más podría mandarte rosas, Candy?

 

       -         No lo sé....tal vez algún paciente agradecido –respondió Candy con simpleza. Una vez cada quince días la joven acompañaba al Dr. Smith en sus visitas a domicilio a todas las granjas cercanas y la semana que seguía ella iba sola a los lugares en que algún paciente requería de una curación. Candy nunca cobraba por esos servicios.

 

       -         Si así fuese te habrían mandado fruta o algo así, no flores. Mira la tarjeta, son del único florista que hay en Lakewood. ¡Vamos, Candy! Si tus pacientes no te pueden pagar la visita que les haces, menos aún podrían mandarte un regalo tan caro –contestó Annie comenzando a exasperarse por la falta de romanticismo de su amiga.

 

       -         En todo caso es un admirador muy tímido –se burló Candy volviendo a poner la tarjeta entre el follaje del bouqué– y a mi nunca me han gustado los hombres poco seguros de sí mismos. Me temo que nunca sabremos de quién se trata. Ahora, sí me disculpas, tengo que ver cómo van las conservas –agregó la joven dirigiéndose hacia la cocina.

 

       -         Mañana mismo lo averiguaremos –insistió Annie siguiendo a Candy hacia donde las marmitas arrullaban con su murmullo de líquidos hirviendo.

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       -         ¿Y cómo piensas hacerlo? –preguntó Candy alzando las cejas.

 

        -         Tú has aceptado que mañana iremos a Lakewood a ver a la modista. ¿No? –Candy asintió sin comprender el giro de la conversación–. Bueno, pues nos daremos tiempo de pasar con el florista y averiguaremos quién es el admirador tímido que te mandó esas flores –contestó Annie con un gesto triunfal que hizo que Candy girara los ojos sin poder creer hasta donde era capaz de llegar la imaginación romántica de su amiga.

 

           ___________________________________________________________________________________

 

 

        -         Sí señorita, recuerdo exactamente la orden que usted menciona -contestó el empleado de la florería a la joven. El florista pensó que sin duda se trataba de una dama muy importante. Solamente había que ver el carísimo sombrero Parisino que llevaba y el vestido de hilo. La muchacha rubia que iba con ella debía ser su dama de compañía seguramente-.  Iba dirigido a la Srta. Candice W. Andley, según recuerdo.

 

       -         Así es –contestó Annie emocionada–. Nos gustaría saber la identidad de quien envió las flores.

 

       -         ¿Es usted la Srta. Andley? –preguntó el hombre a Annie.

 

       -         No, pero .....-un pinchazo discreto que Candy le propinó sin que el florista se diera cuenta, le hizo recordar que le había prometido a Candy  no revelar su identidad-. Se trata de una amiga mía. Como usted comprenderá se encuentra muy intrigada y me mandó a preguntar –dijo  Annie pensando que no estaba mintiendo del todo.

 

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        -         Lo siento mucho señorita, pero me temo que no podré satisfacer su curiosidad -contestó el empleado negando con la cabeza.

 

         -         ¿Quiere usted decir que no puede revelar la información a menos que mi amiga venga en persona a preguntar?  -preguntó Annie con una sonrisa. Candy solamente dejó escapar un pequeño suspiro de fastidio.

 

        -         No, señorita, no se trata de eso . Lo que sucede es que nosotros tampoco sabemos el nombre de la persona que envió las flores. La orden nos llegó de nuestra sucursal en Indiana y no nos proporcionaron el nombre del remitente.

 

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Candy se sentó frente a su sencillo tocador mientras se cepillaba los rizos. Sus labios se plegaron en una leve sonrisa al recordar los eventos del día. Annie era incansable cuando se trataba de salir de compras y visitar modistas. Su amiga no estuvo satisfecha hasta que cada detalle del ajuar de su dama de compañía hubo sido seleccionado y empacado. Ahora sólo faltaba que el vestido estuviera listo para la primera prueba. A Candy le gustaban los sombreros de plumas y los encajes de Bruselas al igual que a cualquier muchacha, pero hacía mucho tiempo que no se permitía esas indulgencias. No, la vida no le daba tiempo para pensar en esas cosas.

 

  Con la Srta. Pony y la Hermana María haciendo planes para ampliar las instalaciones del Hogar de Pony no había mucho tiempo para pensar en frivolidades. Ambas damas habían confiado en ella varias de las responsabilidades que antes ellas mismas llevaban, mientras se dedicaban a organizar sus planes de crecimiento. Candy sentía que no podía fallarles. Así que se ocupaba de los niños y de sus pacientes sin dejar mucho espacio para sí misma. Candy se miró al espejo una vez más.

 

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 -         No, los sombreros, los guantes y las sombrillas de encaje no son para mi. No hay tiempo para esas cosas ... o para admiradores misteriosos –se rió de buena gana frente a su reflejo.

 

Tuvo que repetirle a Annie más de mil veces que no conocía a nadie en Indiana que pudiera haberle enviado las rosas. La pobre Annie finalmente tuvo que resignarse a que nunca averiguarían quién había mandado las flores y Candy pensó que era mejor desistir en el intento.

 

  -         El amor... -suspiró Candy dejando el tocador y dirigiéndose a la ventana mientras sus ojos verdes se perdían en despejado cielo primaveral, tachonado de estrellas–. Nunca fue para mi. Es mejor así.

 

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       -         ¡Candy, Candy! -llamó la Srta. Pony.

 

  La joven se levantó del banquillo donde se había sentado para ordeñar la vaca. Tomó la cubeta de leche y con una palmadita cariñosa al costado del animal se despidió de ella dirigiéndose hacia el exterior del establo.

 

        -         Ya voy, Señorita Pony –gritó la joven caminando con energía hacia la cocina del hogar. A medio camino la anciana le salió al encuentro.

 

       -         Ha llegado de nuevo el correo –dijo la mujer con una sonrisilla traviesa dibujándose en su rostro surcado por esas líneas que Candy amaba tanto.

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       -         Oh no, no de nuevo –dijo Candy girando la cabeza comenzando a reírse internamente por lo emocionada que la Señorita Pony se sentía  cada vez que llegaba de nuevo ramo de rosas "Parece que es a ella a quien se lo mandan. Es tan gracioso" pensó divertida.

 

       -         Así es, han llegado otra vez. Es la cuarta semana que llegan sin falta cada lunes y cada viernes ¿Qué piensas hacer?

 

Candy pensó que esa era una pregunta que todo mundo le venía repitiendo demasiado seguido últimamente.

 

  -         Pues ponerlas en el florero como siempre –contestó Candy dejando la leche sobre la mesa y quitándose los guantes de trabajo.  Sus ojos se volvieron a tropezar con el aparentemente sempiterno ramo de rosas rojas.

 

       -         ¿No vas a ver la tarjeta al menos? –preguntó la Hermana María disponiéndose a hervir la leche aparentando indiferencia, pero no lo suficientemente bien como para engañar a Candy. "Parecen dos chiquillas," pensó la joven.

 

       -        Dirá lo de siempre –contestó Candy con tranquilidad, pero al ver la mirada insistente de la religiosa se dirigió hacia el ramo y tomó el sobrecito que descansaba entre las hojas.

 

       -         Está bien. Sólo para que ustedes dos estén tranquilas –dijo la joven sonriendo mientras sacaba la notita del sobre. Sin embargo, esta ocasión, la historia fue distinta a la de antes. Los ojos de la joven se abrieron con sorpresa al tropezarse con algo más que solamente su nombre.

 

       -         ¿Dice algo, Candy? –preguntó la Srta. Pony intrigada al ver la expresión de asombro en el rostro de Candy. Los ojos de la joven se clavaron

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a la tarjeta un rato, en silencio. Luego, sin decir palabra, la muchacha le entregó el papel a la anciana, que leyó en voz alta y cargada de asombro:

 

 

“Señora del amor mío, cuyo mérito

obliga mi homenaje de vasallo

te envío esta embajada manuscrita,

mi devoción probando y no mi ingenio.

Grande es mi devoción: mi pobre espíritu

la muestra sin ropaje de vocablos

y espera, aunque desnuda, que en tu alma

le dé tu comprensión sutil albergue;

hasta que el astro que mi andanza guía

me señale con brillo favorable,

y al ornar mis andrajos amorosos

haga que yo merezca que me mires.

Así podré exhibir mi amor ufano,

pero hasta entonces rehuiré la prueba.” (1)

 

La anciana calló y el silencio se cernió entre las tres mujeres. Sin decir más, Candy salió corriendo por la puerta trasera de la cocina y se perdió pronto en el camino rumbo a la colina.

 

       -         ¿Dice algo más la tarjeta? –preguntó al fin la Hermana María saliendo de su asombro.

 

       -         No, sólo el poema –contestó la Srita. Pony.

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       -         ¿Entonces por qué Candy salió corriendo como alma que lleva el diablo? –preguntó la religiosa confundida.

 

        -         Tal vez la nota le dice algo.

 

        -         A mí me parece que solamente prueba que su admirador tiene un gusto excelente para la poesía –repuso la monja tomando las rosas para ponerlas en el jarrón de siempre.

 

        -         No lo sé hermana, pero no la había visto ponerse tan nerviosa en mucho tiempo. Más vale que no le preguntemos nada  mientras ella no quiera hablar de ello. . .

 

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         -         Es sólo una coincidencia –se repetía Candy al llegar jadeando hasta las raíces del Padre Árbol–. No . . . no puede ser ahora . . . es imposible.

 

La joven se dejó caer de rodillas en el césped. De repente se sentía enormemente fatigada y la causa de su cansancio no era física. Se miró las manos desnudas de adornos y se las llevó a la cara. Podía aún sentir la esencia de las rosas entre los dedos.

 

        -         Es tal vez una broma de mal gusto –pensó la joven sintiendo que un líquido cálido le corría por las mejillas–. Quizás Eliza quiso divertirse un poco a costa mía . . . ¿Pero cómo puede saber ella  . . .? Ese poema . . .

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 Los días continuaron transcurriendo y de nuevo la inevitable visita de Annie volvió a tocar las puertas del Hogar de Pony. Faltaban solamente tres semanas para su boda.

 

La joven observó desde el primer momento de su llegada que otro ramo de rosas rojas, gemelo del anterior, continuaba en la mesa, pero la Señorita Pony haciéndole señas a espaldas de Candy consiguió que la muchacha no dijera nada sobre el asunto.

 

        -         Veo que el admirador misterioso ha continuado mandando las mismas flores –dijo al fin la joven a la anciana cuando Candy hubo salido a visitar a sus pacientes durante la tarde-. ¿Sigue insistiendo Candy en la idea de que es un error o un simple gesto de agradecimiento de algún antiguo paciente?

 

       -         No. Ahora ya no dice nada –explicó la vieja dando un suspiro–. Especialmente desde que las tarjetas han empezado a llegar con más que el simple nombre de Candy en ellas.

 

        -         ¿Entonces ya saben quién las manda? –preguntó Annie aún más intrigada.

 

        -         No, hija. Las flores siguen llegando sin remitente, pero –la vieja dudo un momento–  cierta vez trajeron un poema que puso a Candy muy inquieta y desde entonces cada vez que llega otro bouqué, viene acompañado de un mensaje críptico que Candy no comparte y que la pone triste o de mal humor.  Ella dice que no es nada, pero no puede engañarnos. 

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Annie se quedó callada. Por un momento su mente llegó a la misma conjetura a la que la Hermana María y la Señorita Pony habían llegado antes, pero al igual que ellas, la desechó inmediatamente. No podía ser . . . y si así fuera, sería triste y lamentable. 

 

       -         Tal vez sea alguien que Candy conoció alguna vez –se atrevió a decir en voz baja–. Quizá alguien en quien ella no está interesada y le hace sentir mal su insistencia. El hombre se aburrirá y la dejará en paz después de  un rato.

 

       -         Tal vez, hija, tal vez -contestó la vieja pero ninguna de las dos mujeres quedaron satisfechas con la explicación.

 

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La carreta marchaba ruidosa a través del camino de regreso al hogar. La noche cálida caía ya sobre la campiña y los aromas primaverales poblaban en silencioso ambiente.  Hundida en sus cavilaciones Candy volvía a su casa.

 

“En vano ha intentado el corazón torcer su rumbo. Cansado está de la escabrosa empresa de negarse. ¿Podré acaso volver sobre mis pasos?”

 

La mente de la joven había aprendido de memoria cada uno de los mensajes recibidos, atormentándose en repetirlos en las horas silentes de la noche. Cada nuevo mensaje la castigaba, la llenaba de esperanzas olvidadas y la volvía sumir en desesperanza.

 

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 “Jamás olvidaré las primeras partículas de luz iluminando tu forma bajo el cielo estival”

 

Cada palabra hablaba a su corazón señalando rincones secretos de la memoria. No había remitente en las tarjetas, pero entre más mensajes llegaban, eran cada vez menos necesario un nombre al calce.

 

“Recuerdo atardeceres que vivimos juntos. Recuerdo sonidos de libélulas al vuelo. Recuerdo el rastro oloroso del romero ¿También lo recuerdas tú?”

 

Hacía varios días que había dejado de pensar que aquello era sólo una mala pasada. Sin embargo, aunque la certeza era cada vez más fuerte, también lo era la amargura de saber que los obstáculos de antes todavía existían. Candy no podía entender el por qué aquellos mensajes se habían atrevido a violar las distancias pactadas.

 

“La lluvia se funde en la superficie del la bahía. Todos los años pasados se diluyen igual en mi memoria y regresan al último instante que te vi . . . Tú, todo se reduce a ti.”

 

Finalmente esa misma mañana un último mensaje había terminado por confundirla aún más:

 

“Han pasado 1216 días de entonces. Hoy es 20 de abril. Dentro de poco dejaré de contar los días.”

 

Candy supo que el mensaje insinuaba un plazo impreciso, pero plazo al fin.  Al mismo tiempo ansiaba y temía el día de su cumplimiento.

 

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Candy tamborileaba la mesa con su mano enguantada. Amaba Chicago pero había perdido la costumbre del paso agitado de las grandes ciudades. Odiaba la insistente mirada de los parroquianos del café que la había seguido desde su entrada al establecimiento, sabiendo bien quién era y en cuánto se cotizaba su herencia. Odiaba la presión del corsette, el murmullo de los refajos almidonados bajo su falda mientras caminaba y la imposibilidad de pasar desapercibida cuando afrontaba su identidad de hija de los Andley. Pero por Annie estaba dispuesta a soportar todo eso mientras sorbía con elegancia el té que le habían servido. Después de todo, solamente en unos días más sería la boda y después podría regresar al retiro apacible de su vida en las montañas.

 

         -         No sabes lo linda que te ves con ese color –le decía Annie orgullosa de su elección–. El rosa malva es el color de las rubias.

 

        -         ¿Te parece? –preguntó Candy distraída.

 

       -         Y el sombrero que escogiste para hacerle juego parece un ángel. Deberías de vestirte formalmente más seguido.

 

       -         Sí, seguramente me vería muy bien con sombrero y guantes de encaje cuando ordeño las vacas o lavo la ropa de cama de los niños –se rió la joven con ironía.

 

        -         ¡Eres imposible! –se quejó Annie blandiendo la cucharita con que se había servido un terrón de azúcar.

 

Girando los ojos en señal maliciosa Candy estaba a punto de sacarle la lengua a su amiga olvidando la compostura que debía guardar en público cuando el camarero se acercó a ella nuevamente con una bandejilla de plata.

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       -         ¿La señorita Candice White Andley? -preguntó el hombre.

 

       -         Soy yo –contestó la rubia con simpleza.

 

       -         Este mensaje es para usted –dijo el hombre dejando en la mesa una hoja de papel doblada por la mitad y retirándose en seguido discretamente.

 

Intrigada, Annie miró a su amiga interrogándola con los ojos. Candy estaba paralizada.

 

       -         ¿No piensas leer el mensaje? –preguntó Annie intrigada.

 

La joven no contestó. Con mano insegura desdobló el papel. Las letras ahí trazadas estallaron ante sus ojos. Cada rasgo y cada tilde hablaban por sí solos. Las palabras del mensaje eran sólo detalles. Bastaba solamente con ver la letra de quien había escrito para entender todo con total certeza.

 

“La promesa que te hice no he podido guardar. No soporto más esta distancia.”

 

Candy levantó la mirada y buscó entre las mesas del café. Observó las siluetas de cada hombre, siguió las líneas de cada espalda masculina y no encontró el ángulo particular que buscaba. No estaba ahí, pero había estado.

 

       -         ¿Qué dice, Candy? –insistió Annie aún más preocupada por la palidez del rostro de su amiga.

 

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       -         Es sólo una nota de. . . del administrador del restaurante –contestó Candy tartamudeando.

 

       -         ¿Pero qué puede decir el administrador que te ponga así de nerviosa? -inquirió Annie entre excéptica y preocupada por su amiga.

 

       -         Parece que conoce a Albert –improvisó Candy rápidamente– quiere mandarle sus saludos, pero . . . 

 

       -         ¿Pero qué, Candy?

 

       -         Bueno, es que temo comprometer a Albert. Todo el mundo se acerca a él para pedirle favores –explicó Candy satisfecha de poder producir una excusa coherente–. Annie, por favor. Paguemos la cuenta y vamonos ya. No quiero que el administrador se acerque a la mesa solicitando ver a Albert.

 

        -         Está bien. Se hará como tu dices –respondió Annie apresurándose a dejar un billete sobre la mesa y alcanzar a Candy que se había puesto ya de pie y se dirigía a la salida del restaurante como si estuviera huyendo de su peor enemigo. Por primera vez en su vida Annie sintió que Candy le había mentido.

 

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El vestido reposaba sobre el maniquí, planchado y almidonado al punto de la perfección.  El bouqué  con diminutos lirios y lazos de encaje francés y tafetán que descansaba sobre el talle era el único toque ornamental sobre la seda verde pálido. Candy sabía que Annie había elegido el color sólo para hacer resaltar los ojos de su dama de compañía.

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        -         Es curioso –pensó Candy sentándose sobre el diván de la ventana, mientras contemplaba su ajuar en medio de las sombras de su habitación– de repente hasta me siento entusiasta con todo este asunto. -Es una mala señal– se decía la joven –Hacía ya mucho tiempo que no me preocupaba por lucir bonita. No debería permitir que estos pensamientos se instalaran tan cómodamente dentro de mi. No puedo darme el lujo de la coquetería . . . Ahora menos que nunca.

 

Detestaba esa sensación incómoda que no la había dejado en los dos meses anteriores. Por tres años su vida había transcurrido  plácida y tranquila, llena de proyectos cotidianos y pequeñas metas. Había logrado vivir ajena a las palpitaciones e inquietudes de otros tiempos . . . todo había sido así hasta la llegada de las rosas rojas, los poemas, las notas y ahora el inquietante mensaje que le había entregado el mesero.

 

Ahora ya no le quedaban dudas de quién estaba detrás de todo aquello. No, después de ver su letra impresa con impúdica naturalidad, con inconfundible carácter en cada línea del mensaje. Restaba sólo averiguar por qué había él decidido romper el silencio pactado de manera tan melodramática.

 

La joven no pudo evitar que una sonrisa irónica se le dibujara en los labios. Era clásico de él usar esos recursos novelescos y si la situación no fuera tan triste seguramente ella encontraría que la situación era a la vez cómica y halagadora. Pero siendo las cosas como realmente eran, ella sabía que toda aquella charada sólo podía terminar al igual que cada uno de  los episodios amorosos de su vida. Cuando él decidiera hacerse presente, ella tendría que hacer lo que le correspondía; renunciar y dejar ir nuevamente. Al final, todo sería un desastre aún más doloroso que el anterior. Lo odiaba. Lo odiaba por irresponsable e irreverente y se odiaba a sí misma porque su propia naturaleza la obligaba a no perder el sentido de lo que era correcto.

 

           ___________________________________________________________________________________

 

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      -         ¿Te había dicho ya que luces tan preciosa que si no fueras mi hija adoptiva mi corazón estaría en peligro de muerte? –susurró Albert al oído de la joven mientras le ofrecía su brazo para entrar a la iglesia.

 

        -         No, pero si tú no fueses mi amigo y hermano, tal vez ahora yo estaría celosa de todas esas chicas que te asedian y con las que tú juegas a no dejarte atrapar –contestó Candy contenta de sacar un sonrojo de su amigo.

 

       -         No se diga más, señorita -dijo él cambiando el tema-. El padrino y la dama de honor tienen que hacer su entrada triunfal ahora mismo y no quisiera que ninguno de los dos llegue retrasado –repuso él con una sonrisilla mientras escoltaba orgulloso a su querida Candy por el pasillo central del recinto.

 

  La ceremonia fue todo lo encantadora y emotiva que podría esperarse. El novio estaba nervioso, la novia radiante; la madre de ella lloraba en silencio, el padre lucía melancólico y orgulloso al mismo tiempo, el padrino estuvo a punto de olvidar los anillos y la dama de honor era toda sonrisas en su regio traje verde . . . . .  sonrisas dibujadas sólo por encima,  sonrisas que nadie pudo adivinar eran sólo el estudiado disfraz de una perenne tristeza. Parecía que las tiernas promesas de amor que se estaban jurando se confabulaban en contra de Candy.

 

“Archie y Annie han viajado juntos por una larga senda,” meditó Candy al observar las miradas de ternura que se intercambiaban los novios frente al altar. Ella sabía que durante los primeros años el corazón de Archie no había estado comprometido en aquel noviazgo. Sin embargo, la devoción constante de Annie había terminado por ganar sus afectos de la manera más contundente posible.  Sí, Archie y Annie se casaban por el amor más puro y real que podía existir entre un hombre y una mujer. Su cariño era prueba indubitable que el corazón puede cambiar de rumbo.

 

¿Por qué entonces ese otro corazón que ella creía hasta hace unos meses ajeno y distante, se obstinaba en volver el rostro hacia pasiones que debían

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estar ya muertas? Era verdaderamente enervante que semejantes consideraciones estuvieran arruinándole el gusto de ver consumada su primera gran victoria como casamentera . . . y era una horrible desgracia amargarse el momento pensando que ella misma no podría nunca ocupar el lugar que ahora Annie tenía . . .

 

“En cierta forma siempre ha sido así,” pensó Candy molesta consigo misma, “Ella siempre ha terminado teniendo todo lo que yo una vez quise para mí, pero es curioso que nunca antes de ahora me había sentido verdaderamente celosa de su suerte . . . “

No se podía dejar a la mente divagar en consideraciones tan tristes en un ocasión tan especialmente feliz, se dijo Candy reponiéndose de su ataque de conmiseración durante la ceremonia religiosa, por lo que se empeñó en divertirse durante la fiesta bailando cada vals y cada polka de la  tarde.  Más de un caballero se había dejado deslumbrar por la rubia espigada de ojos vivaces que era la dama de honor de la nueva señora Cornwell. Las invitaciones para bailar no se hicieron esperar, abarrotando el carnet de la joven.

 

Si Annie no hubiese querido tanto a Candy tal vez se habría sentido desplazada al darse cuenta  de que su amiga se estaba  convirtiendo en el centro de atención. Sin embargo, para la romántica imaginación de Annie esa era una oportunidad espléndida para que Candy conociera al hombre de su vida y se olvidara de una vez por todas de su terca resolución de convertirse en la sucesora de la Señorita Pony. Tal vez con un poco de suerte hasta su ramo podría traerle la magia y hacer el truco perfecto esa misma noche.

 

Sin embargo, Eliza fue más rápida y resultó la ganadora ufana del trofeo floral llegado el momento. Annie se volvió buscando el rostro de Candy como recriminándola por su lentitud.  Candy sólo sonrió alzando los hombros inocentemente, como  dándole a entender a su amiga que cuando Eliza se proponía algo, no había fuerza humana que la detuviese.  

 

"Espero que se case pronto" pensó Candy riéndose para sus adentros, “Así tal vez se cure de su amargura."

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Algo sumamente desusual ocurrió entonces que interrumpió los pensamientos de Candy y la diversión de toda la concurrencia. Las jóvenes estaban aún emocionadas contemplando el hermoso bouqué  de orquídeas y  azahares que Eliza había ganado, cuando  cuatro de los sirvientes de la casa Andley entraron al salón cargando un ramo descomunal  y lo colocaron al centro del salón. Las voces se corrieron especulando si aquel era un exuberante regalo del novio para la recién casada, aunque era extraño que el joven hubiese elegido las rosas rojas para semejante ocasión.

Un quinto hombre vestido de uniforme siguió al ramo preguntando en voz alta y nítida:

 

        -         ¿La señorita Candice W. Andley?

“ ¡No puede ser!” se dijo Candy deseando en ese momento que la Tierra se abriera bajo sus pies y se la tragara por completo.

 

       -         Para servirle –alcanzó ella a decir,  resignada con la idea de que el asunto era ahora del dominio público.

 

        -         Señorita, estas cuatrocientas rosas son para usted, quien las manda me ha ordenado decirle que para quien espera los meses se hacen años y los años siglos -dijo el hombre entregando a Candy un sobre después de lo cual hizo una leve reverencia y salió del salón dejando tras de sí una estela de murmullos.

 

         -         ¡Qué hermoso gesto! –se oía decir a algunos.

 

         -         Seguramente un admirador desesperado –comentaba alguna dama sonriendo tras el abanico.

 

        -         ¡Eliza!  Tu debes de saber quién es este pretendiente de tu prima –inquirió una joven al lado de la señorita Leagan.

 

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        -         No lo sé, ni mi interesa –espetó Eliza con desdén–  seguramente se trata de un tipo extravagante y de mal gusto para hacer semejante alarde público. . . y justo en la boda del primo Archibald. ¡Qué vulgaridad!

 

Los murmullos continuaban y Candy permanecía en el centro del salón apretando entre las manos el sobre que le habían entregado. Por un segundo no supo si debía reír, llorar o dejar libre todo el enojo que aquel despliegue público le había causado. Sin embargo, algo en el fondo de su razón apeló por la compostura recordando que aquella era la fiesta de bodas de Annie y Archie. Lo último que quería era que se arruinara con semejante desplante melodramático.

 

        -         Bueno, tal parece que alguien quiere darse a notar esta noche –dijo la joven dirigiéndose a la concurrencia  con el semblante sereno–. No creo que debamos darle mucha importancia cuando nos  reúne hoy aquí un motivo más relevante –y diciendo esto último Candy tomó una copa de champaña de la charola que sostenía uno de los meseros-. Propongo un brindis. Alcemos nuestras copas y bebamos a la salud del amor verdadero y el señor y la señora Cornwell.

Todo  mundo secundó la sugerencia y un momento después la concurrencia volvía a bailar dejando que el desusual incidente pasara a ser sólo tema del cotilleo sin interrumpir con la alegría de la fiesta.

 

        -         Me concederías esta pieza –dijo una voz conocida a espaldas de Candy y los hombros de la joven relajaron su tensión tan sólo al escucharla.

 

        -         Ahora más que nunca –contestó la joven volviéndose para tomar la mano que Albert le ofrecía. Así, con la mayor naturalidad ambos comenzaron a moverse al compás de la música.

 

       -         Debo decirte que estoy orgulloso de la manera en que manejaste la situación –comentó el joven.

 

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      -         ¿Qué más podía hacer? No íbamos a quedarnos ahí parados toda la noche especulando quién había tenido semejante ocurrencia –contestó ella tratando de restarle importancia al asunto.

 

        -         Pero sospecho que tú  sí sabes de quién se trata –afirmó Albert con una leve sonrisa que comenzaba a dibujarse en la comisura de sus labios.

 

        -         Sí –repuso ella y su expresión cambió sin pasar desaparcibida por el joven.

 

        -         ¿Es algo importante entonces?

 

        -         Lo es, pero no en el sentido en que estás pensando –advirtió la joven con un brillo especial en los ojos que le hizo comprender a Albert que en esta ocasión la muchacha no estaba dispuesta a compartir con nadie el asunto, ni siquiera con él que había sido siempre su confidente y consejero.

 

-       Entiendo,  lo respeto -respondió él y el tema quedó clausurado.

 

           ___________________________________________________________________________________

 

 

Tenía que reconocerlo. Ardía en deseos de abrir el sobre que le habían entregado. Pero Candice W. Andley había aprendido a guardar la elegante compostura de una dama cuando era requerido, así que esperó hasta que la embarazosa escena había pasado al olvido entre la música, la champaña y las felicitaciones, para retirarse a uno de los salones adyacentes de la casa y abrir la misiva:  

 

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Como una viuda tórtola doliente

mi corazón abandonado está,

porque en medio de la turba indiferente

jamás encuentro la mirada ardiente

de la sola mujer que puedo amar.

Jamás el infeliz halla consuelo

ausente del amor y la amistad,

y yo, proscrito en extranjero suelo,

remedio no hallaré para mi duelo

lejos de la mujer que puedo amar. (2)

1250 días, más de cuarenta meses, cuatrocientos años.

Te ruego al menos me escuches.

Esta noche a las diez. .  .123 del Boulevard Rosenberg.

Junto a la nota, había una llave.

 

           ___________________________________________________________________________________

 

 

“No sé por qué estoy haciendo esto” se dijo nuevamente Candy mientras el auto avanzaba por la amplia avenida. Por más que todo esto le parecía una locura no había podido evitar escabullirse de la fiesta.  Primero había solicitado un taxi por teléfono y luego, mientras esperaba la llegada del chofer, había redactado una muy breve carta para Annie, con la que esperaba explicar su ausencia de la manera más coherente posible, aunque de sobra sabía que después de lo ocurrido esa noche, seguramente Annie no le creería nunca.

 

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Minutos después se encontraba en el asiento trasero del auto de alquiler en camino hacia una dirección desconocida. Podría haber ignorado totalmente el mensaje o por lo menos enviar a un sirviente con una nota presentando la primera excusa que se le hubiera venido a la cabeza . . . podría haber hecho muchas cosas, pero de todas ellas había escogido la más impropia y peligrosa: acudir a la cita.

 

Pronto el vehículo abandonaba la mancha urbana y se adentraba en una zona residencial a las orillas de la ciudad. Sin duda el lugar había sido escogido muy a propósito para semejante encuentro. Un lugar apartado, sin testigos; en medio de las sombras  nocturnas dispuestas a encubrir lo que pudiera darse. Justo lo necesario para un rendez-vous con tintes de prohibido.

 

Imágenes antes impensables le revoloteaban en la cabeza, torturándola con mil recriminaciones. Quiso pedirle a chofer que se regresara a la casa de los Britter, pero su voz no alcanzó a sonar nunca con la orden. El auto siguió pues avanzando entre una avenida rodeada de sauces que proyectaban sus lánguidas sombras sobre el asfalto. La luna llena y los fanales del auto parecían ser la única fuente de luz en medio del paisaje nocturno.

 

        -         Ese parece ser el número, señorita –dijo el chofer estacionándose al fin frente a un chalet, única vivienda que podía avistarse en las inmediaciones.

 

       -         Es...está bien–respondió la joven sintiendo que las manos se le humedecían de los nervios–. Tengo que arreglar un asunto  . . . pero no sé cuánto tardaré –explicó Candy sin saber si debía pedir al hombre que la esperara.

 

        -         Yo estoy por terminar mi turno, señorita –explicó el hombre con voz cansada–  me temo que no podré esperarla.

 

       -         Entiendo –repuso la muchacha bajando la mirada–. No se preocupe por mí. . . . pediré otro taxi para regresar.

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Candy pagó al taxista por su trabajo y miró como el auto se perdía en la lejanía dejándola en medio de aquel paraje solitario, parada justo a las puertas de aquella casa desconocida. Con manos nerviosas la joven extrajo la llave de su bolso y la introdujo en la cerradura de la puerta principal. La puerta se abrió inmediatamente.

 

 -         Es prerrogativa del bello sexo tomarse su tiempo para acudir a una cita. Son las diez treinta –dijo una voz desde el interior del vestíbulo a penas iluminado por un par de lámparas de pared. Candy supo entonces que no había estado equivocada en cuanto a la identidad de quien la había citado esa noche.

 

La joven aguzó la mirada para poder distinguir una figura oscura en medio de la penumbra del amplio recibidor de la casa. Sin decir palabra, la joven caminó unos pasos al interior de la habitación cerrando la puerta tras de sí, hasta estar frente a frente con el hombre que la esperaba.

 

        -         Ha pasado mucho tiempo –dijo ella mientras alcanzaba al fin a distinguir las líneas de la figura del hombre que se había agachado para encender otra lámpara más e iluminar mejor el lugar.

 

  La luz se fue abriendo paso entre la penumbra permitiéndole al fin observar los contornos fuertes de un hombre joven, más alto y corpulento de lo que ella recordaba, pero aún así de líneas esbeltas y elegantes. Candy sintió de nuevo un familiar golpeteo bajo el pecho que había permanecido dormido durante años. El hombre entonces terminó de colocar la pantalla de la lámpara y se volvió para mirarla. Cuando los ojos de él se encontraron con los de ella, la joven se odió nuevamente por haberse atrevido a jugar un juego tan peligroso. ¡Dios, aún tenía los más hermosos ojos azul mar que ella podía recordar!

 

        -         Demasiado tiempo, Candy –contestó él irguiéndose. Ella pudo observar entonces que había estado equivocada al esperar en él esa expresión distante y altanera familiar en él–. Sólo yo sé que ha sido como una eternidad en el infierno –continuó él, su voz sonando aún más oscura y

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sus ojos observándola con una sincera admiración que parecía no temerle a nada.

 

        -         Siento mucho que haya sido así –contestó ella desviando la mirada, incapaz de sostener el intercambio–. Yo siempre quise que fueras feliz.

 

        -         Lo sé . . . como también estoy consciente que te prometí serlo –añadió él acercándose a ella apenas un paso, la mano de la joven apretando su bolso ligeramente– pero ya ves, lo confieso abiertamente. He fracasado. No he podido cumplir con mi palabra. ¿Has tú cumplido tus promesas? –preguntó él directamente y Candy sintió que la voz se le hacía un nudo en la garganta antes de contestar.

 

        -         Al menos he guardado una –dijo ella al fin caminando hacia uno de los divanes de la estancia, el ruido de los encajes almidonados bajo su falda llenando el ambiente silencioso– y esa ha sido el permanecer apartada. Tú deberías respetar eso.

 

¡Ya! Estaba dicho. Seguramente eso sería el inicio del fin de aquella entrevista tan embarazosa –pensó la muchacha, decidida a recordarle al hombre que había lealtades que no podían, no debían traicionar.

 

        -         Debería tal vez aquí decir que siento mucho haber interrumpido tu apacible vida –contestó el hombre con una triste sonrisa. No había, sin embargo, ni amargura ni enojo en su acento– pero no es así. La condena que he llevado ha sido larga y suficiente para expiar cualquier pecado que pueda haber cometido jamás. Ha sido cruel . . . ha sido humillante.

 

       -        Hay dolores mayores que el propio. Piensa en tu esposa. . . ella no se merece esto. . . no se merece que le hagas la corte y envies flores a otra mujer que no sea ella –se apresuró la joven a contestar atrincherándose detrás del respaldo de un sillón.

 

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       -         Mi esposa . . . –se rió el hombre echando la cabeza hacia atrás– supongo que te refieres a mi fiel y abnegada esposa Susana. ¿No es así?

 

        -        No juegues, bien sabes que es así –contestó ella tratando de sonar dura sin mucho éxito-. El simple hecho de que estemos tú y yo aquí, solos y hablando de cosas que se deben callar es una ofensa para ella. No debes pisotear su honor de esa manera.

 

        -         Pues a la dama en cuestión, por la que tantos sacrificios se hicieron en nombre de la moral, parece no haberle importado mucho ni su honor ni mi buen nombre.

 

        -         ¿A qué te refieres? –preguntó Candy confundida. 

 

        -         Creo que aquí es forzoso hacerte una serie de confesiones sobre hechos bastantes penosos, de los que casi nadie está enterado  . . . al menos por ahora. ¿Podrías tomar asiento y dejarme explicarte? Por eso te he pedido venir aquí esta noche -pidió el joven sentándose el también en el loveseat.

 

Candy no sabía que pensar. Sin embargo, confiando en la honestidad de su interlocutor se dispuso a escuchar lo que él tenía que decirle. "Sólo será un momento" se dijo ella, "un momento y me iré aunque tenga que hacerlo a pie."

 

        -         Susannah estuvo enamorada de mí –comenzó el joven con un suspiro de tristeza– pero lo que creemos amor es a veces tan sólo una ilusión que el egoísmo termina de disipar con el tiempo. Te hice juramentos que por un momento estuve a punto de romper, pero al final pudo más en mi la voluntad de complacerte y me casé con ella. Nuestra unión, sin embargo, no fue la cristalización de las promesas que te hice aquella vez. Yo . . .  simplemente  -titubeó él antes de seguir y Candy notó algo que nunca antes había visto. Un leve rubor subía por las mejillas de él– yo simplemente no soportaba estar con ella. . . cuidarla, acompañarla, eran cosas que podía hacer. . .  pero compartir la intimidad . . .  me era. . .  desagradable.

 

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        -        Por favor, modérate. No veo por qué tienes que contarme algo tan privado –interrumpió ella sintiendo demasiadas emociones contradictorias al escuchar las palabras de él. No podía seguir escuchando.

 

        -         Pues tendrás que oírme porque en todo esto estás involucrada.

La voz de él era tan terminante que Candy no se atrevió a moverse.

 

        -         No me mal entiendas –continuó él– yo cumplía con lo que se esperaba de mí. No soy un timorato que rehuya a sus obligaciones; pero se trataba sólo de eso, obligaciones, deber. Un deber que me seguía como una maldición  aún en la alcoba. ¿Me entiendes?

  Candy no dijo nada.

 

         -         No hay mujer ilusionada que resista eso por mucho tiempo. Ni siquiera Susannah. Ella sobrellevó nuestra frialdad durante un año o dos. Por su incapacidad para caminar llevaba una vida recluída y serena; pero también solitaria. Sin embargo, cuando se decidió al fin a usar una prótesis su vida cambió significativamente. Volvió a recibir visitas, a salir más seguido y a involucrarse en distintas causas y eventos. Yo me envolvía cada vez más en el teatro y ella en diversas actividades de beneficencia. Fuimos creando entre nosotros mayores distancias hasta que a ella  dejó de  importarle mi presencia. Tal vez así hubiéramos seguido toda la vida, de no ser por los resentimientos que ella comenzó a albergar en su corazón en contra mía.

 

        -         ¿En contra tuya? –preguntó la joven atreviéndose al fin a romper su silencio.

 

       -         Sí, Candy. El orgullo herido de Susannah se convirtió en desprecio. Cuando nos casamos yo le había advertido que mi corazón seguía en otra parte –dijo él mirando a Candy intensamente, haciendo que un inevitable escalofrío recorriera a la joven de pies a cabeza– pero también le prometí que pondría todo de mi parte para cuidarla. Te juro que hice lo mejor que pude, pero para ella no era suficiente. Ella lo quería todo, mi corazón y mi pasión completa. Lo intenté sin éxito. Cuando no se lo pude conceder

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comenzó a odiarme en silencio. De ahí a planear una venganza sólo fue un paso.

 

       -         ¡Una venganza!

 

       -         Así es. Primero intentó vengarse entregándose a otros hombres a mis espaldas. Si ella me hubiese pedido su libertad yo se la hubiese dado inmediatamente, pero eso no la hubiera dejado satisfecha. Ella quería humillarme públicamente arrastrando mi buen nombre con cada nuevo amante durante mis ausencias de trabajo. Me quería ignorante de sus licencias para que yo no pudiera exigirle el divorcio, pero públicamente deshonrado ante los ojos de los demás.

 

       -         ¡Es horrible! -gimió Candy llevándose una mano a la boca, incapaz de creer que Susannah, esa joven dulce y triste que había conocido alguna vez, hubiera llegado a la pérdida total del respeto de sí misma.

 

        -         Sé que es difícil de creer. Yo mismo fui ciego a la situación por quién sabe cuánto y tal vez por eso su venganza dejó de satisfacerla con el tiempo. Entonces buscó una nueva clase de revancha y finalmente huyó con uno de sus amantes saqueando mis cuentas bancarias hace unos seis meses.

 

        -         No puedo creerlo . . . yo no sabía nada de esto. . .  los periódicos no . . . –balbuceó Candy sin alcanzar a terminar las frases por el asombro y el nerviosismo.

 

        -         Aún no he hecho esto público -explicó el joven–.  Ella aprovechó una de mis giras para huir con su amante dejándome una carta explicándomelo todo con lujo de detalles, en los cuales prefiero no abundar. Sin embargo, cuando yo regresé de mi viaje y me di cuenta de lo que había pasado dije a todos mis conocidos que ella había ido a hacerle una visita a su madre que desde hace un tiempo vivía con unos parientes suyos en otro estado. Soborné a mis sirvientes para que no divulgaran la verdad que ellos sí conocían y consulté a un abogado para concertar el divorcio en silencio.

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        -         ¿Pero por qué? –indagó Candy sin comprender la reacción del joven.

 

        -         Porque yo no quería que el escándalo llegara a tus oídos de esa manera. Quería ser yo quien te lo dijera todo. Entre tú y yo hay lazos innegables. Si yo sufro, sufres tú también. Por eso tenía la certeza de que te dolería el creerme deshonrado. Yo deseaba que tú supieras que todo esto que ha pasado no me ha herido ni siquiera el orgullo, que la verdadera herida que me traspasa el alma es tu ausencia, y que si nunca antes te busqué fue sólo porque tú así lo querías. Por eso ni siquiera me presenté ante ti directamente, temeroso de que me rechazaras y ni siquiera me dejaras explicártelo todo. Por eso esta charada desde hace dos meses . . .  para abrirme camino hacia tu corazón.

El joven había dejado el loveseat frente a Candy y se había arrodillado frente a ella. La muchacha, abrumada por la información confusa no atinaba a moverse siquiera.

 

        -         Podrías haberme escrito una carta –dijo ella al fin, sintiendo los ojos del joven quemándole las mejillas.

 

        -         Muchos mensajes te envié, –respuso él sonriendo levemente por primera vez.

 

        -         Anónimamente y siempre vagos –alegó ella respondiendo a la sonrisa de la misma manera.

 

       -         Mas tú los comprendiste todos, desde el primer poema ¿No es así? –preguntó él con el tono más dulce que ella jamás le había escuchado mientras él se atrevía, por primera vez, a rozar levemente el dorso de la  mano de ella que reposaba sobre el descanso del sillón. Fue un toque ligerísimo, apenas el contacto leve de la yema del dedo índice de él, pero Candy lo sintió como un choque eléctrico recorriéndole el cuerpo.

 

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        -         “Te envío esta embajada manuscrita,  mi devoción probando y no mi ingenio” –susurró ella desviando la mirada–. Cómo olvidar que ese era el soneto preferido de tu madre. Sólo me bastó leer la primera línea para sentir que eras tú.

 

        -         ¿Qué pensaste entonces? –preguntó él, ansioso de saberlo todo, al tiempo que se apoderaba por completo de la mano de ella entre las suyas.

 

       -         Pensé. . . pensé tantas cosas –dijo ella levantando el rostro,  luchando por detener las lágrimas que se le comenzaban a agolpar en los ojos-  inclusive creí por un segundo que alguien me estaba haciendo pasar una broma de mal gusto, pero luego recapacité porque nadie . . . nadie podía saber lo de ese soneto. Sólo tú y yo. Entonces me enojé contigo.

 

       -         Imaginé que así sería –repuso él naturalmente–. Sabía que me odiarías por remover el pasado y romper la promesa de silencio.

 

       -         Pero mi odio por ti es siempre tan dudoso –admitió ella atreviéndose a mirarle de frente. Ahí en el fondo azul profundo, iluminado apenas por la luz ámbar de la lámpara, se veían brillar unas vetas de jade iridiscente pendientes de cada palabra de ella– pasaban los días y me encontraba en secreto esperando por la siguiente entrega, guardando rosas secas entre mis libros y leyendo una y mil veces tus tarjetas. ¿Cómo supiste? ¿Cómo supiste que yo aún  yo. . .? –se animó a preguntar ella sabiendo que ambos estaban cayendo en un abismo de esperanzas nuevas.

 

        -         Lo supe siempre porque si bien mantuve el silencio pactado, nunca perdí tu rastro. Me enteraba de cada cosa que pasaba en tu vida; sabía bien que vivías dedicada a los demás, como siempre; que seguías odiando la cocina pero que lo hacías por amor a otros, que no dejabas tus pacientes, que los domingos nunca faltabas a misa y que estás hermosa aún con un mandil de percal en la cintura . . . También supe que nadie había podido aún tocar tu corazón. . . –como vio entonces que ella le interrogaba con la mirada él admitió abiertamente– Albert, por supuesto.

 

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        -         ¿Le preguntabas por mí? –indagó ella sin saber si debía sentirse alarmada o feliz.

 

         -         En cada carta y él nunca me negaba la dicha. No obstante, jamás le pregunté si aún me amabas. No tenía el derecho, pero tu vida recluída y mi corazón me decían que así era. Yo por mi parte, sólo he vivido por ti y para ti, para ninguna otra –dijo él sellando su juramento con un beso casto sobre los dedos blancos y delgados de ella.

 

El silencio reinó entonces en la habitación. Candy, que aún creía estar viviendo en una especie de sueño bizarro, liberó al fin las lágrimas humedeciendo sus mejillas. Detrás del velo acuoso, la muchacha observó cada línea del rostro que la miraba con vehemencia. Extendiendo la mano que le quedaba libre la joven trazó con dedos temblorosos la quijada firme del hombre, acarició tímidamente su mejilla y despejó su frente de las hebras rebeldes que le cubrían. Dónde había existido un jovencito, había ahora un hombre.

 

         -         ¡Terry! –susurró ella atreviéndose por primera vez a decir su nombre–. Has cambiado, pero tus ojos . . .  tus ojos aún tienen espadas verdes sobre un fondo azul. Son como el mar.

 

El joven sintió que el corazón se le expandía de extremo a extremo del pecho mientras la mano de ella le prodigaba caricias en el rostro. Aunque hubiese deseado no establecer comparaciones que por sí solas eran improcedentes, no podía evitar admirarse ante el profundo efecto de aquel contacto que tenía el poder de cimbrarle el alma con tan sólo un roce. Cómo palidecían ante aquel simple gesto  tres años de  vida marital insípida.

 

        -         ¿Tienes frío? –preguntó la joven extrañada al sentir en su palma que él se estremecía ligeramente.

 

        -         Es sólo la tristeza que comienza a abandonarme –respondió él poniéndose de pie y ayudando a Candy para que también se levantara del sillón en que estaba sentada.

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El joven dirigió a la muchacha hasta la ventana. Afuera se podía ver el único farol encendido iluminar el jardín frontal de la casa y la carretera rodeada de árboles.

 

El sentimiento que flotaba en el aire era profundamente misterioso. Ahí estaban. Dos personas que no se habían visto en casi cuatro años; que habían jurado no volver a verse jamás; que habían imaginado el resto de sus vidas marchar por sendas divergentes y de repente se sentían como si nunca se hubiesen separado. Como si tan sólo ella hubiera recién regresado a casa después de un día de trabajo. Era la cosa más extraña. Un sentimiento de familiaridad abrumador en medio de un evento extraordinario.

 

       -         ¿Qué va a pasar ahora? –se atrevió entonces a decir ella rompiendo el prolongado silencio, aún mirando hacia la arboleda a través de la ventana.

 

       -         Eso sólo lo puedes tú saber –contestó él liberando la mano de ella que había mantenido aprisionada en la suya todo ese tiempo–. El divorcio sólo me ha hecho un hombre libre ante las leyes . . .  pero no de la manera en que yo quisiera ofrecerte –explicó Terry bajando la mirada–. Ignoro aún si el abandono de Susannah será suficiente para conseguir una anulación. En mi egoísmo, sin embargo, quise venir a decírtelo todo y ofrecerte mi vida, que poco vale, para que tú decidas qué hacer con ella.

 

       -         No, por favor, no digas semejante cosa –contestó Candy frunciendo el ceño, mezcla de tristeza y preocupación–  Tu vida es mi vida misma. Dios es testigo que yo vine aquí esta noche  -ignorante de todo lo que había sucedido- con el propósito expreso de alejarte de mí nuevamente; pero ahora no podré dejarte más, ni un solo instante. Ya basta de sacrificios estériles.

 

La voz de la joven sonaba tan firme y su mirada tenía ese brillo de inexorable resolución que él bien conocía. Años atrás había leído en sus ojos que su decisión de renunciar a él era inamovible, ahora podía comprender en ellos todo lo contrario.

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        -         ¡Dios sólo sabe que no he vivido hasta este momento! –exclamó entonces él tomándola entre sus brazos.

¡Ah! El poder del lenguaje no alcanza para describir el indescifrable misterio del beso que siguió después. Fue un beso de franqueza total, de entrega honesta, de generosidad y confianza; en suma, un beso de amor.

 

“Tus labios son severos y sombríos en el enojo, en la distancia que marcas con el mundo; pero sobre los míos tu boca es tizón y es húmeda seda,” alcanzó ella a pensar al sentir la íntima caricia. Hacía tiempo Candy había dedicado algún pensamiento a los incomprensibles lazos que llegan a unir a un hombre y una mujer, pero las consideraciones habían quedado dormidas, perdidas en la autonegación.  Ahora, en un único gesto físico él volvía abrir la puerta hacia ese mundo desconocido y ella se sentía dispuesta a entrar en él.

 

        -         Nos creí perdidos . . . el uno al otro –dijo ella al fin cuando él la liberó de su beso.

        -         Sí, yo también lo pensé . . . No vernos jamás . . . jamás es a veces una palabra insoportable –dijo él  y ella pudo notar que algunas líneas se dibujaban en su frente al ritmo de las expresiones más profundas de su rostro, símbolos mudos de las tristezas vividas.

 

       -         No la pensemos más –rogó Candy entrecerrando de nuevo los ojos, en una nueva invitación al beso.

 

“Soñé muchas veces que cerrabas tus ojos de esa forma, Candy. Soñé que te cobijaba en mi abrazo como ahora y tú no me rechazabas.” Se dijo Terry envolviéndose en el aroma de la joven. La misma agua de rosas de siempre, la misma boca pequeña y suave abriéndose ahora sin reservas.

 

“Tu boca es de vino y de cerezas, tu piel palpita bajo mi mano y toda tú tiemblas contra mi cuerpo. No puedo más. . . no debo.”

 

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De besar así, con la humedad de la boca compartida y el suspiro en la superficie cálida de la lengua, Terry pasó a sostener con fuerza el talle diminuto de la joven y percibir en un abrazo sofocado las formas suaves y curveadas del cuerpo de ella. “¡Oh Dios! Su pecho se aprisiona contra mi pecho, sus brazos me rodean. Esto es el delirio”

 

Un sonido ahogado y suave salió de la garganta de ella. Candy comprendió que era su propio gemido al sentir los labios de Terry, tibios, muy tibios dejando un rastro mojado por su quijada y hasta el cuello. Las sensaciones fueron entonces aún más violentas y la fuerza de los dedos de él corriendo por su espalda atizaron aún el febril fuego del momento.

 

       -         Ten piedad de mí –rogó él con la voz quebrándose, rogando que ella comprendiera su dilema, pero la joven no escuchaba y por respuesta única se arqueó más en el abrazo. Un segundo después, los labios de él llegaron convulsos al escote.

 

La piel que cubría el pecho blanco que el vestido apenas revelaba era firme y suave al mismo tiempo y palpitaba agitadamente bajo el pulso de un corazón cada vez más alterado.  Pronto todo él, manos, boca y mente, estaba vertido en la adoración física del cuerpo de la joven.

 

Las manos de él quisieron entonces encerrar en su palma la completa voluptuosidad, pero la dureza del corsette bajo el vestido se lo impedía. No se detuvo.

 

Con ansiedad nerviosa los botones del vestido verde fueron dando paso a la mano de él. No había pensamientos, sólo la acucible necesidad de abrirse paso, desatar las cintas del corsette, y al sentir apenas que la prenda perdía su fuerza, hundirse entre los nudos aún no totalmente sueltos.

 

Abajo del corsette, la ligera suavidad de la camisola de algodón y bajo de ella, la tibia certeza de la piel de Candy. La boca buscó de nuevo la boca, las mejillas, la garganta; la gloria de los hombros que con los mismos labios él fue desnudando lentamente.

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Aún de pie, agitada y sin atreverse a abrir los ojos, Candy sentía la boca de Terry sobre sus hombros, los brazos rodeándole la espalda y ella misma hundiendo sus dedos en la nuca de él, ahí justo donde el vello más suave y delgado crecía. Después de eso ya no hubo nada más que la mente pudiera registrar con coherencia.

 

Él, en cambio, se debatió por más tiempo entre los hilos endebles de un autocontrol desvencijado y la fuerza natural del sentimiento. Sin embargo, el momento llegó en que ni siquiera pudo tener consciencia de quién había finalmente ganado la batalla. De pronto todo fue una extensión suave de piel blanca, nerviosa, que palpitaba bajo sus manos ávidas de aquel contacto cálido.

 

“Tu cintura es breve y se agita al tacto, tibia ave huidiza. Es tu contorno la suave y sinuosa línea de unas caderas que voluntariamente me vienen al encuentro, se abren generosas y me abrigan.”

 

Candy pudo percibir que las sábanas del lecho era de algodón muy suave. Lo supo porque su espalda que descansaba sobre ellas se lo dijo. El resto era la sensación del cuerpo desnudo del hombre al lado de ella, sus manos reconociéndola toda, haciéndole perder la noción del tiempo y la cordura. Si tan sólo él la hubiese tomado violentamente, seguramente ella hubiera rechazado el embate, pero la seducción de quien ama suavemente tiene un poder irresistible.

 

“No puedo ya pensar en otra cosa que no seas tú . . . tú en mi corazón, yo entre tus brazos, tú en  mi boca y toda tu fuerza en mi.”

 

Las manos de Candy se hundieron en la espalda amplia del joven y él ya no tuvo más pensamiento que la posesión. Al segundo siguiente ya no había distancia entre los dos y ella ya no era más una doncella.

 

Luego silencio, besos prolongados y finalmente un viaje de gradual intensidad hasta el punto de unidad total.

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        -         Sí –dijo ella siguiendo un instinto desconocido.

 

-       Lo sé –contestó él y luego ambos perdieron el último contacto con la realidad.

 

El azulejo es un pájaro inquieto. Canta brevemente y vuela a la siguiente rama. A veces, se atreve a posarse en el alféizar de una ventana y permanece ahí, como hipnotizado por el brillo de las vidrieras pulidas. Su figura azul y encopetada fue lo primero que percibieron los ojos de Candy al abrirse la siguiente mañana. Sobre su pecho descansaba Terry en silencio.

 

       -         Hay un azulejo en la ventana –dijo ella sabiendo que él ya estaba despierto-. ¿Sabías que los pájaros azules son mágicos?

 

Terry se alzó sobre su codo derecho. Junto a él,  Candy  yacía plácidamente vistiendo solamente la más hermosa sonrisa. Pasado el ardor que había nublado cualquier otra consideración más allá del vínculo inevitable que los unía,  con la luz de la mañana y la vuelta a la cordura cotidiana se despertaron en Terry las realidades amargas que empañaban el resultado de dejarse llevar por los impulsos.  En un solo instante el peso agobiante de lo sucedido la noche anterior cayó con toda su fuerza sobre sus espaldas.

 

        -         ¡Gran Dios! ¿Qué he hecho? –exclamó con la amargura que sólo da la vergüenza y el arrepentimiento–. Cuando debía darte honor  y protección, sólo he sabido traerte deshonra.

 

        -         ¡No! ¡No digas eso! Yo lo quise tanto como tú –respondió ella con firmeza comprendiendo enseguida a lo que él se refería.

 

       -         Pero estaba en mis manos. Yo . . . yo sabía lo que hacía -se recriminó él desviando la mirada.

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       -         ¿Y no lo sabía yo, entonces? –interpeló la joven– Terry, ya no soy una niña.

 

       -         No es excusa. La responsabilidad es toda mía. Jamás voy a perdonármelo –alegó el joven sentándose en la cama mientras se cubría el rostro con las manos, incapaz de mirarla a los ojos.

 

        -         Pues yo no lo querría de otra forma –contestó ella con energía; como si la experiencia de la noche anterior le hubiera dado una seguridad desconocida.

 

Terry sintió entonces cómo ella se reclinaba sobre su espalda, su toque suave y natural.  La nariz pequeña se hundía y acariciaba la línea de su espina. "No soy digno de ella, no soy digno de una devoción semejante" pensó.

 

       -         No te atormentes porque alguna vez el sentimiento haya vencido a la razón. Lo que pasó, nos lo debía la vida –continuó ella besando la curva de su espalda-. ¿Acaso ahora piensas dejarme?

 

       -         ¡Jamás! Antes me quitaría la vida. ¿Cómo puedes decir eso? –contestó él inmediatamente volviéndose para verle de frente, ansiedad y tristeza en su mirada–. Si tú me aceptas a pesar de mi imperdonable falta serás mi esposa aunque no pueda jurártelo ante un sacerdote. 

 

       -         Creo que eso ya había quedado decidido, antes, amor. Por lo que a mi respecta ya eres mi marido, pero con gusto firmaré para dejarlo por sentado. ¿Contento?

 

      El joven permaneció en silencio. Incapaz aún de reconciliarse con la felicidad, herido por su incapacidad de rendir ante  Candy todo cuanto era

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digno de ella. Quería que todos la vieran como él la veía, admirable, noble y buena y que ella no tuviera que bajar la mirada ante nadie. 

 

        -         No sé .  . . ¿Estás segura? ¿No te arrepientes? –preguntó él aún dudoso y a Candy le partió el alma su expresión angustiada

 

       -         ¡No tan sólo un ápice! Anoche supe lo que es ser adorada con el alma y con el cuerpo. No puedo avergonzarme de eso. 

 

        -    ¿Así te sentiste? 

 

       -  Sí -sonrió entonces ella teniendo aún la gracia de sonrojarse-. Nunca imaginé que fuera así. ¿Tú sabías que así sería . . . entre nosotros?

 

       -  Lo intuía -confesó entonces él mientras, sin darse cuenta, comenzaba a saborear el cuadro del torso desnudo de la joven-. Mas nunca. . . no podría haberlo sabido.

 

      Candy le miró insegura por un instante. No estaba segura si debía dar voz a su duda.

 

       - Quiero decir . . . no es misterio que antes de anoche yo nunca . . . nunca antes había estado con alguien, de esa manera -se animó ella  a explicar- pero tú . . . eres hombre y como tal debes haber vivido. . . debes de haber sentido igual otras veces . . . antes de anoche.

 

        - Te equivocas - negó con la cabeza-. Algunas cosas conocí antes de tiempo, en una edad inadecuada, cuando buscaba equivocadamente en cualquier parte lo que mis padres no pudieron darme.  De entonces sólo obtuve un mayor disgusto por la vida misma y únicamente puedo recordarlo con vergüenza. Luego, con Susannah, te lo dije anoche, no pude hallar nunca nada que no fuese el más profundo de los hastíos. A pesar de eso, nunca le

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fui infiel físicamente porque para mi hubiese sido como traicionarte. Mi única infidelidad fue del corazón, y hasta en eso le fui sincero. Nada ha sido para mí ni remotamente cercano a lo que ha pasado entre nosotros. No, Candy, sólo he hecho el amor contigo y si mi cuerpo te hizo sentir apreciada, el tuyo me hizo sentir que puedo ser un hombre bueno.  Por eso no quisiera que algo tan puro sea visto como indigno de ti por los demás.

 

       - No tienen por qué verlo así. Lo que pasó es sólo nuestro y nadie tiene por qué enterarse.

 

       - Pero ahora tendremos que apresurar las cosas . . . no debemos arriesgarnos a esperar hasta que pase el escándalo que se soltará cuando se sepa lo de mi divorcio . . . lo que vivimos anoche puede tener consecuencias. ¿Lo has pensado?

 

       - Será escándalo tras escándalo entonces -dijo ella sonriendo-. ¿No ha sido siempre ese nuestro deporte favorito?

 

       - ¡Me rindo! -admitió él reflejando en su rostro la sonrisa de ella-. Estás decidida a que no me importe nada. Está bien, que así sea.

 

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     La prensa de espectáculos tuvo su agosto.  Engaño, traición e  infidelidad son temas que incrementan el tiraje a las mil maravillas. Sin embargo, más de un periodista hubiese querido publicar una entrevista en que el esposo herido se quejara amargamente de su suerte, pero sólo encontraron a un hombre que se negó a recriminar en público a la que había sido su esposa. Los hechos estaban ahí, pero Terry no iba a buscar un linchamiento público de Susannah. Después de todo, no podía culparla por cansarse de tener que conformase con migajas. Todo había sido sólo un grave error de ambos.

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      Luego vino la noticia del nuevo matrimonio. Eso sí fue sensación de primera plana. Haber guardado un divorcio en secreto para luego volver a aparecer casado con otra, era un verdadero gusto de nota escandalosa. El cotilleo no paró en mucho tiempo, la tía abuela Elroy estuvo a punto del colapso nervioso y las revistas semanales tuvieron tema para varios meses. Luego, como sucede con todas las historias irritantemente felices, quedó en el olvido. 

 

      Cada año, sin embargo, el mismo día del aniversario de los  Cornwell, llegaba siempre un ramo con cuatrocientas rosas como presente de Terruce G. Granchester para la única esposa que  su corazón  había tenido jamás.

 

FIN

 

1. El primer poema es el soneto 26 de Shakespeare

2. El segundo es un fragmento de "Estrofas para una dama al dejar Inglaterra" Lord Byron.

3. El dibujo que aparece es de Chicho Saito. El manga es conocido como Kakan no Madonna o la Madona de la Guirnalda. ¿No es la Candy que nos gustaría ver hoy en día?

4. El midi es música de la canción Para Vivir, del compositor cubano Pablo Milanés.