rosa montero -los besos de un amigo

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ROSA MONTERO – LOS BESOS DE UN AMIGO 27 febrero, 2015 Se llamaba Ruggiero y era vecino de Ana: ella vivía en el segundo y él en el sexto. Ruggiero era italiano, periodista, correponsal en España del Corriere della Sera. Tenía treinta y cinco años, una esposa llamada Johanna y tres niños pequeños lindos y rubísimos. Cuando salían juntos y te los encontrabas en el portal, tan guapos y educados, parecían un anuncio publicitario. Toda esa opulencia familiar, en fin, colocó a Ana desde el mismo principio en desventaja. Y no es que la vida de ella estuviera desprovista de cosas, ni mucho menos. En su profesión estaba atravesando momentos muy dulces. Era restauradora, y había conseguido convertirse, pese a ser mujer, en un chef de prestigio (no hay un ejemplo más despiadado de machismo que el hecho de que las mujeres sean siempre las cocineras de tropa, mientras que el generalato de los chefs es ocupoado por los varones); había conquistado una estrella Michelin, un puñado de premios, estupendas críticas. Además le gustaba escribir, y publicaba una sección no de recetas, sino de artículos sobre gastronomía, en uno de los diarios nacionales. Era lo que la gente entiende por una persona triunfadora. Ahora bien, el éxito profesional no es un talismán; aunque endulza la vida, no te garantiza una protección total contra la pena negra. El mejor cocinero del mundo, por ejemplo, puede ser un maníaco depresivo que desee morir tres veces cada noche. Pero Ana no deseaba morirse y en general tan sólo se deprimía muy de cuando en cuando y decentemente esto es, en niveles poco desmesurados y manejables. En sus cuarenta y cinco años de existencia había convivido con varios hombres, se había desvivido por unos cuantos más y al cabo había decidido dejar de haceles caso. Digamos que había llegado a la certidumbre de que el amor era algo de lo que uno puede prescindir para vivir. Mejor dicho: había descubierto que prescindir del amor era justamente lo que le permitía vivir. Esta solución más o menos drástica no se le había ocurrido únicamente a ella. En realidad había visto que varios de sus conocidos negociaban su existencia de ese modo. Eran personas que tenían muchas actividades y muchos amigos; salían, entraban, viajaban. Pero en el horizonte de sus vidas ni siquiera despuntaba la inquietud amorosa. Nunca les preguntó -es algo tan privado- cómo se las arreglaban con sus cuerpos; esto es, si la piel no les exigía el contacto con otra piel ajena; y si en la soledad de sus camas, de madrugada, no se hubieran dejado matar en ocasiones por un beso en los labios. Pero no, parecían arreglárselas muy bien; y estaban serenos, mucho más serenos, desde luego, que aquellos que aún no habían claudicado. Claro que no hay nada más serenos que un cadáver: el rigor mortis proporciona una tranquilidad definitiva. Tal vez el malentendido resida en creer que la vida puede ser serenidad. Hay que reconocer que Ana nunca consiguió alcanzar esa distancia impávida. En sus peores momentos, de madrugada, cuando el insomnio hacía de su cama un tormento, las manos le abrasaban de ansias de tocar. Pero durante el día se las apañaba para vivir tranquila; y muchas noches era capaz de deslizarse al sueño dulcemente, mientras imaginaba con qué salsa podría convertir un trozo de bacalao en una obra 1

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ROSA MONTERO LOS BESOS DE UN AMIGO

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ROSA MONTERO LOS BESOS DE UNAMIGO

27 febrero, 2015Se llamaba Ruggiero y era vecino de Ana: ella viva en el segundo y l en el sexto. Ruggiero era italiano, periodista, correponsal en Espaa del Corriere della Sera. Tena treinta y cinco aos, una esposa llamada Johanna y tres nios pequeos lindos y rubsimos. Cuando salan juntos y te los encontrabas en el portal, tan guapos y educados, parecan un anuncio publicitario. Toda esa opulencia familiar, en fin, coloc a Ana desde el mismo principio en desventaja.

Y no es que la vida de ella estuviera desprovista de cosas, ni mucho menos. En su profesin estaba atravesando momentos muy dulces. Era restauradora, y haba conseguido convertirse, pese a ser mujer, en un chef de prestigio (no hay un ejemplo ms despiadado de machismo que el hecho de que las mujeres sean siempre las cocineras de tropa, mientras que el generalato de los chefs es ocupoado por los varones); haba conquistado una estrella Michelin, un puado de premios, estupendas crticas. Adems le gustaba escribir, y publicaba una seccin no de recetas, sino de artculos sobre gastronoma, en uno de los diarios nacionales. Era lo que la gente entiende por una persona triunfadora. Ahora bien, el xito profesional no es un talismn; aunque endulza la vida, no te garantiza una proteccin total contra la pena negra. El mejor cocinero del mundo, por ejemplo, puede ser un manaco depresivo que desee morir tres veces cada noche.Pero Ana no deseaba morirse y en general tan slo se deprima muy de cuando en cuando y decentemente esto es, en niveles poco desmesurados y manejables. En sus cuarenta y cinco aos de existencia haba convivido con varios hombres, se haba desvivido por unos cuantos ms y al cabo haba decidido dejar de haceles caso. Digamos que haba llegado a la certidumbre de que el amor era algo de lo que uno puede prescindir para vivir. Mejor dicho: haba descubierto que prescindir del amor era justamente lo que le permita vivir. Esta solucin ms o menos drstica no se le haba ocurrido nicamente a ella. En realidad haba visto que varios de sus conocidos negociaban su existencia de ese modo. Eran personas que tenan muchas actividades y muchos amigos; salan, entraban, viajaban. Pero en el horizonte de sus vidas ni siquiera despuntaba la inquietud amorosa. Nunca les pregunt -es algo tan privado- cmo se las arreglaban con sus cuerpos; esto es, si la piel no les exiga el contacto con otra piel ajena; y si en la soledad de sus camas, de madrugada, no se hubieran dejado matar en ocasiones por un beso en los labios. Pero no, parecan arreglrselas muy bien; y estaban serenos, mucho ms serenos, desde luego, que aquellos que an no haban claudicado. Claro que no hay nada ms serenos que un cadver: el rigor mortis proporciona una tranquilidad definitiva. Tal vez el malentendido resida en creer que la vida puede ser serenidad.

Hay que reconocer que Ana nunca consigui alcanzar esa distancia impvida. En sus peores momentos, de madrugada, cuando el insomnio haca de su cama un tormento, las manos le abrasaban de ansias de tocar. Pero durante el da se las apaaba para vivir tranquila; y muchas noches era capaz de deslizarse al sueo dulcemente, mientras imaginaba con qu salsa podra convertir un trozo de bacalao en una obra de arte. Era la sensualidad feliz de una boca golosa contra la sexualidad doliente de unos labios ansiosos. Mal que bien, yo dira que incluso ms bien que mal, se las iba arreglando con la renuncia al hombre. Pero entonces lleg Ruggiero con sus aos de menos y su familia de ms, y se le vino abajo el tenderete.Se lo encontr por las escaleras el mismo da que se mudaron, muy alto, atltico, con el pelo rubio y los ojos azules, imposible de creer que era italiano (pero proceda del norte, de Miln). Le llam la atencin su mera guapeza, su sonrisa de nio un poco ajado (pero si l estaba ajado, entonces ella); porque se haba retirado de los hombres, pero no era ciega. A las pocas semanas empez a coincidir con l en el autobs, siempre a las nueve de la maana, cuando l iba a la delegacin de su peridico y Ana a revisar la compra diaria hecha por su ayudante. Se sonrean, a veces se saludaban, en ocasiones caan cerca el uno del otro y entablaban pequeas conversaciones amigables, a medias en italiano y a medias en espaol, chapurreos bienintencionados y divertidos, porque Ruggiero, pronto se dio cuenta Ana, tena un gesticulante y agudo sentido del humor; y ella senta debilidad por los tipos ingeniosos. Toda su vida se haba enamorado de hombres muy graciosos que la haban hecho llorar.

Pas un mes, y luego otro, y as hasta medio ao; y para entonces Ana empez a descubrirse unos extraos comportamientos matinales: a veces, lenta y alelada, deambulaba sin rumbo fijo por la casa durante largo rato; y a veces se aceleraba histricamente, se atragantaba con el caf, se le caan las cosas. Al fin no tuvo ms remedio que reconocer que todo eso no eran sino ms, maniobras horarias para llegar al autobs justo a las nueve y coincidir as con el vecino. Y, en efecto, l siempre se encontraba all, o casi siempre. E incluso pareca buscarla. He venido toda la semana a la misma hora, pero no estabas, le dijo una vez, tras un pequeo viaje de Ana a Londres. Ella era autosuficiente, ella era una mujer retirada del mercado, ella era un iceberg: pero empezaban a derretrsele las lminas de hielo. Cmo la miraba Ruggiero: con qu ojos de inters y de seduccin. Y con qu pareja intensidad le contemplaba Ana. Los cristales del autobs siempre se empaaban en torno a ellos.Hubieran podido seguir as durante mucho tiempo, llenando el mundo de vaho sin mayores consecuencias, de no ser por un pequeo movimiento que lo cambi todo. Un da, Ana le cont a Ruggiero que acababa de conectarse al correo electrnico; y l le envi, a la maana siguiente, un breve mensaje: Ciao, bienvenita a la Red, espero que te diviertas con este juguete. Por entonces, siendo novata como era, Ana ignoraba los efectos fatales del e-mail: lo digo en su descargo. Empez a teclear carta tras carta sin darse cuenta del extraordinario sucedneo de intimidad que el hilo ciberntico iba creando. Porque el correo electrnico establece una comunicacin inmaterial y limpia, instantnea, extracorprea; es como lanzar al aire un pensamiento puro, sabiendo que alcanzar el cerebro del otro de inmediato. Es un espejismo teleptico.

Si la pasin amorosa es siempre una invencin, no hay como poner distancia con el objeto amado para convertirlo en algo irresistible. Quiero decir que el hecho de que Ruggiero fuera extranjero (ese idioma medio farfullado, esas frases que ella poda completar, traducir, ampliar en su cabeza) ya colaboraba activamente en la perdicin de Ana; pero el e-mail vino a rematar la situacin. Ella estaba ms o menos preparada para defenderse de su propio deseo cuando se encontraba cara a cara con los hombres, pero no supo manejar al Ruggiero cibernauta; o, mejor dicho, no supo controlarse a s misma cuando so a Ruggiero al otro lado del opaco silencio electrnico. Asomada a la dcil ventana de su ordenador, Ana inventaba palabras cada vez ms atrevidas para un Ruggiero cada vez ms inventado. A veces, cuando estamos juntos en el autobs, tengo la tentacin, siempre reprimida, de poner mi mano sobre tu pecho y sentir, a travs de la tela de tu camisa, la firme tibieza de tu carne, le dijo un da entrando en materia. La frase debi de impresionar a su vecino, porque, a la maana siguiente, la mir de una manera extraa. Ese da al autobs iba muy lleno; ellos se haban quedado atrs, juntos y aplastados contra el cristal del fondo. Ruggiero siempre se bajaba cuatro paradas antes; y aquella maana, cuando lleg a su destino, le bes, a modo de despedida, ambas mejillas; pero despus titube un momento y se demor un instante sobre los labios de ella. Apenas si fue un leve roce: esos calientes y desnudos labios de hombre, esa boca un poco entreabierta, esa fisura mnima, ese precipicio en donde todo empieza y todo termina.Ana crey que aquello era el comienzo, pero era el fin.

Galvanizada por ese aperitivo de lo carnal, fue cediendo ms y ms al espejismo amoroso y cibernauta, hasta perder pie completamente. Le enviaba ardorosas cartas electrnicas, sin querer advertir que l se iba arrugando ms y ms con sus embestidas verbales. Los mensajes de Ruggiero eran cada vez ms breves, ms secos, ms tardos. Pero ella no asumi como afrenta sus retrasos, ni su creciente austeridad expresiva: es pasmoso lo mucho que aguantamos, en el amor, cuando estamos dispuestos a mentirnos. Estar ocupado, tendr mucho trabajo, es tmido, no puede expresarse bien en castellano, teme herirme, estos italianos del norte son como alemanes y no saben mostrar sus emociones, se consolaba ella. Pero no, de los teutones Ruggiero slo tena el color de su pelo; en lo dems era latino y jacarandoso y expresivo, y tan coqueto como un siciliano retinto. Por eso al principio hizo ojitos con Ana y sonri con su cara irresistible de nio un poco ajado (pero entonces ella); y fue luego, a medida que la desmesura de la necesidad de la mujer fue cayendo sobre l como gotas de plomo derretido, cuando se fue achicando. El amor es un juego de vasos comunicantes; y cuanta ms presin apliques sobre el lquido emocional en este extremo, ms se desbordar por el otro lado. A Ruggiero le daba miedo la pasin de Ana; y le inquietaba su situacin, esa tpica soledad de personas sin pareja y sin hijos, ese desequilibrio frente a Johanna y los lindos niitos; adnde voy, estaba dicindose Ruggiero, en menudo lo me estoy metiendo.

De modo que a veces empez a faltar a la cita del autobs de las nueve; y, cuando iba, los trayectos comenzaron a convertirse en algo embarazoso. All a la cruda luz de la maana, entre el sudor y el olor a sueo de los otros viajeros, zambullidos en la mera realidad, ya no saban de qu hablar, cmo mirarse, qu hacer o qu decir; tanto los haba sobrepasado en su atrevimiento, la escritura y el ensueo ciberntico. Es decir, la escritura de ella; porque Ruggiero haca malabarismos con sus cartas para quedarse siempre en un perfecto limbo entre lo carioso y lo remoto, y nunca terminaba sus mensajes con nada ms caliente ni ms ntimo que un muy cauteloso cudate.Y, mientras tanto, Ana prosegua su descenso a la total indignidad con las velas al viento.

Qu extraa enfermedad es la pasin. Desde nios llevamos en el nimo un dolor, una herida sin nombre, una necesidad frentica de entregarnos al Otro. A ese Otro, que est dentro de nosotros y no es ms que vaco, lo intentamos encontrar por todas partes: nos lo inventamos en nuestros compaeros de universidad, en el colega de trabajo, en nuestro vecino. Como Ana y Ruggiero. Ahora bien, cuando ese perfecto extrao no responde a nuestra necesidad y nuestra fabulacin, entonces nos embarga la tristeza ms honda y ms elemental, esa desolacin que Dios debi de crear en el Primer Da, tan antigua es y tan primordial. Desciende la melancola del desamor sobre nosotros como una lluvia de muerte slo comparable a la del Diluvio Universal; porque igual de tristes y de excluidos y de condenados a la no vida debieron de sentirse, cuando aquella hecatombe, todos los seres que no encontraron plaza en el Arca de No. Aupados a una ltima colina que en pocas horas tambin se anegara, las criaturas no admitidas contemplaran con desgarradora nostalgia cmo se le alejaba la barca salvadora, toda ella repleta de parejas. Las felices e inalcanzable parejas de los otros.

Ana tambin miraba cmo Ruggiero se iba apartando de ella acompaado de su mujer y sus hijos, de todas esas cosas que l tena y con las que haba llenado su Arca de No particular; y, mientras le vea desaparecer en el horizonte, ella iba cumpliendo una vez ms todas las etapas habituales de la infamia. Por citar unas cuantas: rog. Suplic. Le jur que dejara de escribirle. Se desdijo. Le jur que dejara de quererle. Se desdijo otra vez. Si no haba llegado para el autobs de las nueve, se esperaba hasta el de las nueve y media para ver si vena (aunque lloviera o tronara o granizara o soplara un vendaval insoportable). Incluso empez a ir al autobs de las ocho y media, por si acaso l se levantaba antes (aunque soplara un vendaval insoportable o tronara o lloviera o granizara). Y adems: cada vez que vea el nombre de Ruggiero en los buzones del portal le entraba taquicardia. Cada vez que oa o lea o vea algo relacionado con Italia le abrumaba el desconsuelo. Cada vez que caa un peridico en sus manos crea morir de aoranza aguda. Invent platos seudoitalianos para homenajearle secretamente en la distancia: Provolone al Corriere della Sera, Espinacas Milanesas Rugientes; tanto los empleados del restaurante como los clientes estaba turulatos ante lo estrafalario de los actos de Ana. La gente no entenda, no poda saber que, por entonces, ella no tena otro afn en la vida que el de embarcarse en el antiguo viaje, el nico que en verdad merece la pena realizar, ese viaje que te conduce al otro a travs del cuerpo. Porque no hay prodigio mayor en la existencia que la exploracin primera de una piel que se aora y se desea. Conquistar el cuello del amado con la punta de los dedos, descubrir el olor de sus axilas, zambullirse en el deleite del ombligo, adentrarse en el secreto de esa boca entreabierta como quien se aventura en la inexplorada Isla del Tesoro.De manera que Ana sigui haciendo el ridculo durante algunos meses.

Hasta que una madrugada, en un momento de lucidez, o quiz de hasto, o probablemente temiendo haberle hecho mala impresin con tantas quejas, le mand una carta razonable a su vecino. Estoy contenta con mi vida, le vena a decir; no me importa que no hayas respondido a mis avances, se sugera entre lneas. Y terminaba, magnnima y airosa, envindole un casi amistoso beso. Ruggiero le contest a la maana siguiente, con una celeridad y una expresividad inslitas en l desde haca mucho tiempo. Su carta, larga, locuaz, chistosa, estaba llena de alivio y de palabras afectuosas: Qu bien que ests contenta, yo soy contento si tu ests feliz, deca. Y al final se despeda con unos inesperados besos amistosos.Ana hubiera querido matarle.

Fue la estocada final, la herida ltima; ella haba sobrellevado su creciente frialdad, su desatencin y sus retrasos, pero lo que ya no poda soportar era todo ese afecto equivocado. De modo que durante meses le haba sido tan difcil escribir en sus cartas una miserable expresin cariosa (todos esos petrificados circunloquios del cudate) y ahora era capaz de pasar, de la noche a la maana y tan fcilmente, a los exuberantes besos amistosos? Pero, entonces, no haba sido timidez, no haba sido represin emocional, no haba sido diferencia cultural, sino que simplemente nunca la haba mirado como Ana haba querido que la mirara? El rugiente Ruggiero no ruga para ella.Me mandas besos amistosos y deduzco por ello que a lo mejor pretendes ser mi amigo. Pues lo siento mucho, Ruggiero, pero ya vez, tengo amigos de sobra y ni necesito ni me interesa entablar una amistad con nadie ms. O, por lo menos, no tengo ningn inters en hacerlo contigo. Ah! Por cierto: cudate. Este texto lo escribi Ana, este texto lo envi como ltima carta de su precaria historia.Y a partir de entonces, muy furiosa y muy digna, empez a coger el autobs de las nueve y media.