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. J·1 ,1 ., 1 -----------------LaEraloF0----------------- Ta, ARQUITECTURAS DE IMITACION Jean Castex N unca las palabras hipocresía, vanidad e impostura se aplicaron con tanta insis- tencia al arte como en el período de en- riquecimiento que, sobre todo en Ingla- terra, supuso la revolución industrial. Prolira- ban entonces los neo-, del neogriego al neogótico, sin olvidar la recreación oriental. La fiebre del lujo voreció la repetición mecánica de rmas traídas de espacios y tiempos lejanos. No lta- ron predicadores en mostrarse en desacuerdo. Pugin veía al enemigo en todas partes, todo le parecía kitsch. Ruskin denunció el «inexcusable mensaje» de la decoración. En 1849, en Las siete lámparas de la arquitectura Ruskin asignaba a la lámpara de la Verdad la misión de dender la honestidad de expresión no sólo en la elección del material, también mediante la intervención del propio oficio. En arquitectura el engaño me- rece tanta reprobación como si se tratase de una «delincuencia moral». Imitar mármol, piedra o alabastro significa mentir acerca del trabajo em- pleado: 42 «No es el material, sino la ausencia de trabajo humano lo que le quita valor. Un trozo de barro cocido moldeado por la mano del obrero vale por todo el mármol de Carrara cortado a má- quina.» Luego viene William Morris, para quien lo esencial radica en las relaciones de producción, en la ausencia de esclavitud del artesano, así pues el fin del artista dominador que propicia eí desarrollo del talento en sus colaboradores: su verdad se pretende democráticamente simple, la integridad no es posible sin el ecto que se des- prende de la liberación de quienes colaboran en la construcción del edificio. La mentira, para es- tos militantes radicales, encierra una triple per- versión: contra-natural, moral y social. LA DUPLICIDAD DE LAS IMAGENES De Ruskin a Morris, pasando por los repre- sentantes del Arts & Crafts, el tema en cuestión es el de la división del trabo. Y sin embargo la arquitectura, una vez que ha llegado a convertir- se en prosión, se basa precisamente en una di- visión del trabajo. lNo contendrá entonces la mentira primaria vilipendiada por estos partida- rios de la desespecialización de las disciplinas? Todos estamos de acuerdo en que la rma moderna del oficio de arquitecto nació en la Ita- lia del Quattrocento, como una de las más con- secuentes manistaciones del Renacimiento. Detengámonos en la revolución que desencade- na en la Florencia de 1420 Filippo Brunelleschi. Su intención es la de terminar con la vieja or- ganización de los canteros medievales (a la que aluden Ruskin y Morris), con su magisterio co- lectivo y sus eternas discusiones entre oficios. Con Brunelleschi, él será el hombre del proyec- to, los demás quienes lo ejecuten. Consigue así, tras veinte años de enentamientos, que le re- conozcan la responsabilidad prosional de aquello que había previsto y diseñado mediante un prodigioso ejercicio intelectual. Por supuesto que no estamos ante la primera vez que se traza un plano y que muchas chadas habían sido ya pintadas previamente, con precisión, sobre per- gamino. Pero el caso de la cúpula de la catedral de Florencia, que no contaba con ningún tipo si- milar de antecedente, es bien distinto. La única identificación posible es con su doble que la describe sobre el plano con total precisión. Bru- nelleschi insiste tanto en la dependencia de las dos realidades en que divide su cúpula que los maestros albañiles llegan a declararse en huelga. Hoy suponemos ingenuamente que el paso de una realidad a otra -del proyecto al edificio- no es más que cuestión de tiempo. El peso del proyecto disminuirá a medida que crece el edifi- cio, que una vez terminado dejará por tanto de depender de aquél. Pero la vanguardia florenti- na del Quattrocento no lo entendía exactamente así. El problema consistía en saber ver.

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ARQUITECTURAS DE IMITACION

Jean Castex

N unca las palabras hipocresía, vanidad e impostura se aplicaron con tanta insis­tencia al arte como en el período de en­riquecimiento que, sobre todo en Ingla­

terra, supuso la revolución industrial. Prolifera­ban entonces los neo-, del neogriego al neogótico, sin olvidar la recreación oriental. La fiebre del lujo favoreció la repetición mecánica de formas traídas de espacios y tiempos lejanos. No falta­ron predicadores en mostrarse en desacuerdo. Pugin veía al enemigo en todas partes, todo le parecía kitsch. Ruskin denunció el «inexcusable mensaje» de la decoración. En 1849, en Las siete lámparas de la arquitectura Ruskin asignaba a la lámpara de la Verdad la misión de defender la honestidad de expresión no sólo en la elección del material, también mediante la intervención del propio oficio. En arquitectura el engaño me­rece tanta reprobación como si se tratase de una «delincuencia moral». Imitar mármol, piedra o alabastro significa mentir acerca del trabajo em­pleado:

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«No es el material, sino la ausencia de trabajo humano lo que le quita valor. Un trozo de barro cocido moldeado por la mano del obrero vale por todo el mármol de Carrara cortado a má­quina.»

Luego viene William Morris, para quien lo esencial radica en las relaciones de producción, en la ausencia de esclavitud del artesano, así pues el fin del artista dominador que propicia eí desarrollo del talento en sus colaboradores: su verdad se pretende democráticamente simple, la integridad no es posible sin el efecto que se des­prende de la liberación de quienes colaboran en la construcción del edificio. La mentira, para es­tos militantes radicales, encierra una triple per­versión: contra-natural, moral y social.

LA DUPLICIDAD DE LAS IMAGENES

De Ruskin a Morris, pasando por los repre­sentantes del Arts & Crafts, el tema en cuestión es el de la división del trabajo. Y sin embargo la arquitectura, una vez que ha llegado a convertir­se en profesión, se basa precisamente en una di­visión del trabajo. lNo contendrá entonces la mentira primaria vilipendiada por estos partida­rios de la desespecialización de las disciplinas?

Todos estamos de acuerdo en que la forma moderna del oficio de arquitecto nació en la Ita­lia del Quattrocento, como una de las más con­secuentes manifestaciones del Renacimiento. Detengámonos en la revolución que desencade­na en la Florencia de 1420 Filippo Brunelleschi.

Su intención es la de terminar con la vieja or­ganización de los canteros medievales (a la que aluden Ruskin y Morris), con su magisterio co­lectivo y sus eternas discusiones entre oficios. Con Brunelleschi, él será el hombre del proyec­to, los demás quienes lo ejecuten. Consigue así, tras veinte años de enfrentamientos, que le re­conozcan la responsabilidad profesional de aquello que había previsto y diseñado mediante un prodigioso ejercicio intelectual. Por supuesto que no estamos ante la primera vez que se traza un plano y que muchas fachadas habían sido ya pintadas previamente, con precisión, sobre per­gamino. Pero el caso de la cúpula de la catedral de Florencia, que no contaba con ningún tipo si­milar de antecedente, es bien distinto. La única identificación posible es con su doble que la describe sobre el plano con total precisión. Bru­nelleschi insiste tanto en la dependencia de las dos realidades en que divide su cúpula que los maestros albañiles llegan a declararse en huelga. Hoy suponemos ingenuamente que el paso de una realidad a otra -del proyecto al edificio- no es más que cuestión de tiempo. El peso del proyecto disminuirá a medida que crece el edifi­cio, que una vez terminado dejará por tanto de depender de aquél. Pero la vanguardia florenti­na del Quattrocento no lo entendía exactamente así. El problema consistía en saber ver.

Page 2: rJ·1 ,1.J -----------------LaEradeloFAL50-A/1 ---------------- · 2019-06-28 · mensaje» de la decoración. En 1849, en Las siete lámparas de la arquitectura Ruskin asignaba a

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Primero era necesario ver el edificio a través del proyecto, aunque después, terminada su construcción, no había llegado todavía el mo­mento de desligarse totalmente de los planos. No es tan sencillo ver el edificio real, compren­der cómo se levanta en el espacio esa pirámide increíble, sin tener en cuenta todas las indica­ciones del proyecto en lo referente por ejemplo a las medidas; es decir, sin el enunciado del pro­blema que el edificio se encarga de resolver. Se trata de ver a través: el edificio a través del proyecto y éste a través del edificio. La repre­sentación, el proyecto, contiene al edificio y éste coincide con su representación inteligente. Bru­nelleschi ideó con este fin un aparato óptico que consistía en un espejo y una tabla de 30 cm. de longitud con un orificio en el centro. Se coloca­ba delante del edificio y se hacía coincidir la imagen del espejo con el dibujo colocado detrás de la tabla. El dibujo era por supuesto una pers­pectiva: el aparato aclara el sentido de ese «ver a través», con su acrobático juego entre imágenes (una dibujada, la otra reflejada en el espejo) y realidad.

Para la arquitectura del Renacimiento, como del Clasicismo y Barroco que le siguen, lo real y lo figurado se entrelazan hasta el punto de re­sultar intercambiables. Cuando sesenta años después Bramante quiso comprobar que los pos­tulados de Brunelleschi continuaban siendo vá­lidos, con la iglesia de San Satire de Milán por ocasión, no dudó en sustituir el presbiterio cua­drado -que no podía construir porque transcu­rría una calle a lo largo del muro- por su figura­ción en perspectiva, su representación en relie­ves de estuco. La realidad ha sido reemplazada por el trampantojo, por su propia representa­ción.

Un cuadro de Demachy muestra la colocación de la primera piedra de la iglesia de santa Gene­vieve, el Panteón actual, por Luis XV y su corte en 1764. El rey atiende al arquitecto Soufflot, que desenrolla sus planos. Detrás de las bayone­tas de la guardia puede verse una enorme pintu­ra del pórtico a tamaño natural, con sus colum­nas y su frontón, en lugar del futuro edificio que con ella se anuncia y se figura.

EL DECORADO, EL MURAL

Pero también hay que admitir que la imagen termina por simplificar el edificio, del que sólo ofrece un punto de vista, dando de los demás una idea muy pobre. Es el caso del pueblo de Trianon, concebido desde luego para ser habita­do, pero cuyo principal interés consiste en dejar­se contemplar desde una terraza al otro lado del estanque. En algunas noches de verano se con­vertía en su propia imagen, con su espectáculo de luces destacándose del decorado, entre celo­sías de ramaje colocadas a propósito.

En La Salle Street de Chicago se alza una es-

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tructura de ladrillo de 17 pisos de altura, un pa­ralelepípedo cuyas pinturas en trampantojo lo hacen parecer una gigantesca imagen de Epinal. En el aguilón se desarrolla un motivo sulliva­nesco (Sullivan es uno de los padres del rasca­cielos en el Chicago de 1890) aunque lo cierto es que se trata de un collage de motivos sin dema­siada relación con los rascacielos de Sullivan: la gran puerta de múltiples arcos de medio punto es una reducción fotográfica de la del Halle des Transports, la construcción más notable de la exposición de 1893. El rosetón superior, en su precioso marco, con reminiscencias del gótico tardío, es por el contrario la ampliación de un detalle de la entrada de un modesto banco per­dido por lowa; una obra tardía, casi desesperada, de Sullivan. En los diez pisos de ventanas que aglutinan estos motivos puede adivinarse el re­flejo del Board of Trade que cierra, tres kilóme­tros más allá, La Salle Street. Concebida por Ben Weesse, La Salle Tower, que así se llama, data de 1977.

La idea de la fachada pintada no es nueva. En 1520, en Roma, un especialista en decorados teatrales, Peruzzi, pone de moda las fachadas palaciegas a sgraffiti: la arquitectura se vuelve soporte de imágenes mediante un curioso pro­cedimiento que permite las distorsiones más ex­travagantes. Hasta podría hablarse de interpreta­ciones irónicas y de saqueo de referencias cultas.

La Salle Tower, que llega a insinuar similares

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tentaciones, evidencia sin embargo una con­ciencia del tiempo nunca tan maltratada como lo está hoy. No es más que una torre de aparta­mentos de los años cincuenta, después de todo, reciclada y puesta al día por esas pinturas que denuncian, en un dialecto falsamente sulliva­nesco, la desaparición de más o menos la totali­dad de las construcciones de la escuela de Chi­cago entre 1880 y 1900. De su fugaz existencia, del implacable ciclo de la destrucción, no que­dan otros restos que imágenes de edificios desa­parecidos o desfigurados. A eso ha quedado re­ducida toda su estabilidad y permanencia. Al­zándose trágicamente delante de la Cámara de Comercio, La Salle Tower denuncia la caduci­dad de la arquitectura de este tiempo de consu­mo desenfrenado.

Y será precisamente una serie de grandes su­perficies americanas la que se permitirá el lujo de señalar esta entropía fatal: las fachadas agrie­tadas, desconchadas y arruinadas del grupo neoyorquino SITE en los años setenta.

Su proyecto Notch (Brecha), en Sacramento, consiste en demoler la parte inferior de un muro industrial de ladrillo, que así queda suspendido en el vacío, por encima de la entrada principal, a la espera de una ruina que la inestabilidad sísmi­ca de California hará inevitable. El proyecto Tilt (Inclinación), en Maryland, consiste en levantar e inclmar toda una fachaaa -una pared de ladri­llo de 40 x 8 metros- en una especie de decons­trucción analítica que revela con humor la for-

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ma en que el edificio ha sido concebido y las di­ferentes técnicas de construcción utilizadas. En uno y otro proyecto la duda termina asaltando al consumidor de un producto llamado Best que se anuncia con grandes letras sobre estas fachadas amenazadas y amenazantes.

En ambos casos, como en otros trabajos del grupo, se muestran dos tiempos no siempre re­conocidos en este oficio: la etapa previa al proyecto (Tilt no deja de proponer una manipu­lación irónica de métodos pedagógicos) y la pos­terior a su uso, su decadencia y ruina. Suspendi­da entre el ruido de las líneas que la configuran y el silencio de los escombros, la construcción pone en evidencia la fragilidad de su duración.

La versión más dramática de esta fragilidad hay que ir a buscarla a Mantua entre 1525 y 1545, en el hermético estudio de Julio Romano. Su Sala de Gigantes, sepultados tras el hundi­miento del mundo, es muy célebre. Pero en su Palacio del Té la fascinación por el escombro es precisamente lo que preside la escritura y los rit­mos arquitectónicos. Para Romano la inercia de la ruina está__ presente también antes, no sólo después de la construcción del edificio cuya du­ración no es más que un paréntesis en el deve­nir del caos. La piedra sin desbastar extraída de la cantera sigue siendo la misma que se agrieta a la intemperie del polígono industrial. La rústica

-tosquedad del acabado es una forma de recordarque el edificio, en el curso de los tres tiemposde su ciclo -construcción, utilización, abando­no-, no se libra de la fatalidad del caos si no espor un arbitrario decreto del azar.

EXILIOS LEJANOS

Este pesimismo fatalista, compartido por la corte ducal de Mantua, no evita que Romano sienta nostalgia del taller de Bramante, del que procede, y que este lamento llegue a incidir en sus proyectos. A la hora de diseñar la gran fa­chada sobre el jardín, no deja de tener en cuenta la alusión a las viejas promesas de Peruzzi. Al fin y al cabo en aquel debate terminó imponién­dose la misma regularidad de la que ahora huye Romano, en su pasión por provocar el azar. Pero ni este imprevisto surgido puede sustraerse a la referencia, a la cita con la que Romano afronta problemas que le resultan ajenos. Así pues lo que hace es mostrar las dudas de la gestación del proyecto hasta el momento en que éste se impone con toda su fuerza. Es también contar una doble historia: la de la lenta maduración de la obra y la de los signos arquitectónicos que transmiten su sentido.

Después del movimiento en falso del «estilo internacional», los años sesenta han vuelto a descubrir que la arquitectura es un arte de imi­tación. Cuando a decir verdad, períodos enteros se habían basado ya en semejante certidumbre. La loggia del castillo de Blois pretende repetir la del Vaticano y la del formidable viaducto dise-

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ñado por Bramante a partir de antiguos hipódro­mos y palacios imperiales. La doble copia es tan poco conforme que los viejos significados ape­nas aparecen en este significante paulatinamen­te desnaturalizado, que sin embargo todavía plantea una cuestión que recorre el proyecto y aclara sus ambigüedades. Si el viaducto atravie­sa la historia, en tanto que estructura arquetípi­ca que proporciona a cada época la armadura de partida, parece lógico concluir que la arquitectu­ra no es otra cosa que continuas copias infieles de este tipo, exilios lejanos, viajes que vacían el contenido para permitir que la forma vuelva a comenzar, más ligera, una nueva vida. La huella de Palladio puede rastrearse sin dificultad desde Ucrania a Luisiana, pasando por el capítulo co­rrespondiente de la arquitectura inglesa.

POSMODERNISMO

Lo que la época clásica entendía dentro de los límites de una cierta retórica -todo código sus­cita partidarios y detractores- lo tenemos hoy al alcance en un supuesto museo imaginario. La reproducción se ha desprendido de la referencia y ésta no tiene ya nada que ver con la obra hic et nunc. Después de un período de anorexia, la bu­limia de imágenes que hoy se ha apoderado de la arquitectura no parece tener límites. El llama­do «posmodernismo», como producto america­no de exportación, combina un determinado ci­nismo cultural con cierto gusto por las manipu­laciones más audaces, que someten a los moti­vos copiados a verdaderas disecciones anató­micas.

La plaza de Italia (1975-1980) de Charles Moore, en Nueva Orleans, es la cima hollywoo­diense de esta tendencia hasta el punto de que la referencia culta al teatro marítimo de Adriano se resuelve transcrita al estilo peplum. Pero todo el vocabulario clásico está sometido a una vivi­sección implacable: los pedestales truncados re­velan su sección en placas de mármol, la reela­boración de los capiteles incluye volutas croma­das; las columnas toscanas, frías y afiladas como una gilette y los arcos subrayados por tubos de neón rosa fluorescente. Es un eclecticismo radi­cal, que compra su cultura en una sección del supermercado, pero que no impide al posmoder­nismo explorar otras sutiles vías de regreso a lo figurativo y lo simbólico. Es el caso de Richard Meier tras Le Corbusier, de Robert Stern y sus turbadoras metáforas o de Michael Graves.

Otros rechazan todas estas distorsiones y op­tan por la repetición exacta. Lo ideal sería que su obra procediese directamente del pasado, que nada llegase a alterar esa armonía permanente que rescatan de la historia. En los condados de Gloucester y York, Quinlan Terry construye ca­sas señoriales tan fieles a los viejos cánones que resulta imposible apreciar la menor invención. Su propósito es que las reglas funcionen según la más estricta pureza gramatical. Introduciendo

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combinaciones gramaticales inéditas, Terry construye de nuevo, pero este «nuevo» es rigu­rosamente antiguo, y sin rastro de humor o iro­nía por su parte. La arquitectura cae así en la trampa de su propia historia y del incesante mo­vimiento de referencias y grandes prototipos.

Entre los que como Quinlan Terry se han abs­tenido de inventar figura uno de los predicado­res de la verdad citados al comienzo: William Morris, con su terrible «iNo inventemos!». Y si nuestro paseo regresa al punto de partida puede que sea porque la moraleja de la historia es sim­ple o, si se quiere, simplemente inmoral. Los únicos defensores de la verdad son los funda­mentalistas que ven los orígenes. Son quienes todo lo calibran, deciden la jerarquía de valores, miden, ordenan y ostentan la autoridad en ar­quitectura. Nada de hacer el balance de la histo­ria, vienen a decirnos; la avalancha de escom­bros será tan enorme que nos impedirá hasta verla: desperdicios, derivas, reveses, alusiones, ilusiones, son la materia misma de esta arquitec­tura, que por supuesto también incluye a los fundamentalistas, los ilusionistas de la verdad. No viene mal terminar con el mismo candor con que el príncipe de Ligne, en el XVIII, contem­plaba su parque de Beloeil:

«No vamos a tener por verdadero lo que con placer tomamos por cita o ilusión.»

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