ricardo molinari: el imaginario

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Ricardo Molinari: El Imaginario JOSE MARIA GATTI Hojasdelabanico.blogspot.com 28 de diciembre de 2013

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Page 1: Ricardo Molinari:  El Imaginario

Ricardo Molinari:

El Imaginario JOSE MARIA GATTI

Hojasdelabanico.blogspot.com 28 de diciembre de 2013

Page 2: Ricardo Molinari:  El Imaginario

Ricardo Eufemio Molinari (1898-1996), fue el poeta de la amplia llanura tapizada por el

enorme cielo dispuesto al silencio, el cantor de nuestros ríos, de los atardeceres granadinos

pincelados con nubes y pájaros, arrasados por los vientos del sudoeste. A este paisaje

argentino lo pobló de luz metafísica, lo iluminó de historia y de tiempo, lo habitó con su

voz personal y entrañable. Amó como pocos la naturaleza: en todos sus poemas hay algo

siempre infinitamente nuestro, árboles, aves, pastos, caballadas, veranos, ríos "abrasados

por el sol y la soledad sombría". En medio de nuestra poesía rica y diversa, su obra tiene la

estatura de las cumbres más altas: es uno de esos cuatro o cinco nombres que sobreviven a

través de todo un siglo, indemne a los cambios y a los juicios versátiles de las épocas.

Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del

arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su

lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el

paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo

de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor

alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por

último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.

Su obra, incesante y sostenida, fue imponiéndose gradualmente, sin apuros ni pausas.

Influyó, sin duda, en muchos de los poetas que integraron la generación de 1940, pero no

ha sido suficientemente reconocida por promociones posteriores, más atraídas por modelos

europeos y norteamericanos. Es que, como decía Eduardo Mallea respecto de ciertos

escritores, Molinari nació sin mito, ese mito que hace inexplicables muchos triunfos y que

va aliado a extravagancias, psicopatías o accidentadas peripecias biográficas. Por otra parte,

despreció el afán publicitario. De ahí que, pese a ser uno de los más altos poetas

hispanoamericanos, no haya sido objeto, internacionalmente, de distinciones especta-

culares, aunque su nombre ocupe siempre un lugar distintivo, en cualquier buena antología

del continente.

Un sentido dramático de la existencia recorre buena parte de su obra. La sutileza de la

palabra hallada, cierto ritmo sincopado extraído del cancionero hispano-lusitano y las

grandes imágenes espaciales conviven en sus versos. A la métrica tradicional le infundió

una cadencia propia; al verso libre lo explayó en largas e infinitas sugestiones.

Ricardo Molinari es un autor de quien pudiera decirse carece de biografía, no sólo porque

apenas haya trascendido dato alguno de su existencia, sino porque su poesía parece brotar

al margen de aquella, sin dejarse contaminar por el impúdico confesionalismo de algunos

de sus compañeros generacionales y sin impregnarse de los trazos deshumanizados del arte

de vanguardia.

Era un hombre acostumbrado a los espacios abiertos. Nacido en Villa Urquiza, por

entonces un lugar poblado de quintas y vecinos trabajadores; desde allí la poesía de

Molinari se acercó a las vanguardias que se debatían entre los célebres grupos de Florida y

Boedo, para hacer más sorprendente el adjetivo y más afinadas las imágenes, antes que para

aprender el ingenio y el estruendo.

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Francisco Luis Bernárdez recuerda que en las terturlias con Leopoldo Marechal y Jorge

Luis Borges, en los años veinte, aquel muchacho mudo y sonriente sufría cierta impaciencia

al llegar determinada hora. Era la hora en que salía el último tranvía para Villa Urquiza.

"¿Qué hacer de nuestras vidas, María del Pilar?", podía escribir por entonces en medio de

versos delicados y engañosamente simples que hablaban de árboles y nubes.

Mantuvo siempre un bajo perfil que sin duda no lo benefició. Su figura de anti-héroe

sumado a su estética melancólica no le impidió sin embargo llegar a tutearse con los

grandes sin hacer alharaca.

Había nacido el 20 de mayo y quedó huérfano a los cinco años. Se crió con su abuela

materna, Bartola Delgado de Molinari, uruguaya, en una antigua casa. Dejó sus estudios

para dedicarse a la poesía; su formación la debe, por una parte, a los clásicos españoles (de

ahí su predilección por el romance, las coplas, el soneto) y a la poesía francesa, en la cual

erigió como maestro a Mallarmé, que insufló a su siempre luminosa expresión cierto

arrevesamiento sintáctico, cierto gusto por palabras recónditas, poco usuales.

De joven integró el grupo generacional más destacado de nuestro siglo XX literario: el que

se reunió en torno de la revista Martín Fierro, junto con Borges, Marechal, Girondo,

Mastronardi, González Lanuza, Nalé Roxlo.

Publicaba en ediciones privadas un libro tras otro. Fueron tal vez setenta, hechos con el

placer de lo artesanal. Así lo entendió la crítica cuando en 1975 aparecieron sus obras

completas bajo el título Las sombras del pájaro tostado. En el agua fluida de ese largo

poema se encuentran a veces algunas palabras sólidas, pero en general la lectura de

Molinari deja la sensación de que no se leyó estrictamente nada -nada que pueda contarse,

recordarse- y que se ha tenido una experiencia que impresionó en un lugar profundo.

"Vivo en mi mundo extraño,/ alegre y firme/ como un dormido." Recordado tardíamente

como un tipo de cara oscura y pelo de algodón, de palabras que se veían en el aire seguidas

de puntos suspensivos, pero de ojos negros analíticos, fue lo que la prensa descubrió

cuando se enteró, en 1985, que en una clínica internado después de un accidente, intentaba

reponerse el poeta al que muchos consideraban uno de los grandes de América, de la

primera mitad del siglo, a la par de cualquiera que se mencione. El crítico inglés J. M.

Cohen dijo que esos hombres eran cuatro: el chileno Pablo Neruda, el peruano César

Vallejo, el mexicano Octavio Paz y Ricardo Molinari.

Al igual que Jorge Luis Borges tendería a la reflexión metapoética en detrimento de las

contingencias de la moda literaria. Molinari poco dado al guiño displicente y al malditismo

bohemio que aureolaba a sus coetáneos, frecuentaría los ejemplos del renacimiento español

y del romanticismo francés e inglés, y desconfiaría «del culto absorbente de las novedades

en el que se marcaban los anhelos de sus camaradas; la engañosa dinámica que confundió a

tantos martinfierristas, empeñados después en la corrección de sus orígenes poéticos»

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SAGAS

I

A veces presiento que mi ser ha sido una

lanilla suelta, una corta brisa remota, un

hombre solitario en una familia.

Con el verano venían mis tíos a saludarnos,

altos y serenos y asentaban sus manos grandes,

el silencio, sobre mi cabeza y me miraban como

a un montón de días desiertos y olvidados. Al

marcharse apretaban mi cuerpo con los suyos,

sombríos y en la mudez, y partían igual a la luz

por las dunas. Un día, siempre es un día la tarde.

II

Por octubre comenzaban a florecer los lirios

silvestres en el pantano, y los esperaba durante

las otras estaciones frías y lluviosas. Las pequeñas

flores que ninguno recogía me saturaban

de una sutilísima transparencia alegre de piadosa

reverencia satisfecha. Veía pasar los pájaros y

llevar las nubes, y mi sombra con las horas.

De noche todo lo pensaba, y entretenía: la claridad

de la luz de la luna espejada en mi cuerpo,

sin movimientos e intensamente lejano y extraviado.

Tanto demoré en volver, que no entiendo y alejo,

y encierro igual a una tormenta dorada

sobre las hoscas llanuras, con la noche, la arena

y los vientos silbadores y vagabundos.

Oportuno resulta transcribir la mirada de Alfredo Lemon sobre la obra de poeta. El crítico

abunda en una serie de detalles de enorme significación en su trabajo La voz poética de

Ricardo Molinari.

Desde El imaginero, escrito en 1927, la dicción de este autor romántico de fina percepción,

se aparta del simbolismo puro y comienza un proceso de despojamiento de cuanta cosa

superflua y enunciativa podía tener la lírica de nuestro país hasta el momento. Apartándose

del modernismo y del ultraísmo, se desprende de todo lo accesorio aunque no deja de

utilizar a la metáfora como herramienta primordial de la escritura. Se exige a sí misma,

consiguientemente, quedarse en lo esencial, en lo sustancial de las cosas, en lo óntico de los

conceptos, pero sin perder de vista el matiz acústico y musical de verbos y sustantivos

perspicazmente ordenados. En ese sentido Molinari es un poeta visual que mediante su

palabra refleja los sonidos y símbolos del mundo y del universo: "En su esfera abstraída,

pena, espada de cielo o fábula de viento amargo;/ amor hermoso de otro día, largo/ en su

estío; en su noche de aire, nada".

Page 5: Ricardo Molinari:  El Imaginario

Su creación reposa en las verdades profundas y escondidas tras los disímiles rostros y

aristas de lo bello: "Huellas sin camino, cuello alado de tanta tarde inmensa en el desierto,/

con su paloma abierta, descendida".

Su dicción es precisa y contundente, su voz denota la necesidad inquietante de nombrar el

paisaje, las estaciones, los cantos y leyendas tradicionales de la pampa infinita; reflejos de

una cultura popular que quiere celebrarse con refinamiento: "Espacio estéril, cielo sin sol.

Qué gozosa muerte es tu anhelo de agua y tierra apretada,/ de tu cielo sin ángeles; tu cielo

sin huida/allí, donde mi voz está callada, con el borde deshecho, con la frente sin tarde:

clavel, rosa desolada".

Adviértese también que en el artista el pasado no es mera nostalgia ni el presente una

connotación realista de las circunstancias ni el futuro o lo que él querría que ocurriese, una

vana esperanza, una cosa que desvanece el deseo; sino que es puntualmente la necesidad de

aprehender lo que le sucede en su entorno vivencial, expresiones lúdicas en la página en

blanco: "Mañana estaré de nuevo solo,/ sin un amigo que me acompañe,/ sin ninguna

persona cerca de mi muerte./Me cerraré la gabardina y me pondré a escuchar mi reloj; la

poesía estéril que me entretiene,/ la que no gusta a nadie: ¿a quién le agrada una fábula de

arena, una cavidad en el agua, un desierto más?...".

Exactitud en función de lo indefinido, realismo en función de la vaguedad, carnalidad en

función de la ensoñación; así labora la dinámica de la forma el celebrante cósmico,

logrando la fascinación justa de su canto, prolongando el sentido oculto y la significación

de lo nombrado, alimentando la pluralidad de interpretaciones en el lector.

"Cuando pienso que nunca he de volver al frío, qué ganas me llevan de talar un árbol;/ de

quebrar el ala de un pájaro, para que disfrute de un amor enloquecido". Y : también: "Yo

quisiera ser diferente: huir, salir de la ceniza. Si pudiera, qué viento hermoso movería tu

soñar..."

Las imágenes se acumulan entre deseos y súplicas, entre muerte y memoria. Si la

transfiguración de la realidad se nutre de la voluntad de adherir al destino, convirtiendo lo

inevitable en acto libre, este proceso se trasunta en Molinari nítidamente: "Yo estaba

desesperado como si ya no quedara otra vida, como si el mundo fuera plano y mi sueño

estuviera apretado contra una pared./ Sí, el amor, la carne, el triste sueño. Yo no quería

morir".

De los diversos temas que trata su obra, elegiremos el del tiempo, que como bien refieren

los estudiosos, aparece en forma reiterada. Desde siempre y a través de una constante, su

daga subrepticia se hace presente. Ello puede apreciarse de manera más puntual en las

últimas composiciones, como si el vate , hubiera querido eternizar la palabra desde un

reflejo ineludible del propio destino existencial: "La melancolía se arrincona mientras digo

tu nombre en la tibia penumbra de la tarde./ Aprieto mis manos y vuelvo./Los cantos áridos

del viento me acompañan./ Todo está lejos y perdido, tarde es el tiempo ya./ Nada tan

hondo como tu ausencia, suavidad hallada lejos en las alas opacas de mi corazón". Se

pretende conjugar -y conjurar-, el mundo interno del poeta con las diferentes circunstancias

de la vida. Días, siglos, retornos, heridas, fugas; son los distintos matices de una conciencia

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trágica que reflexiona ante el fluir de las cosas. Molinari sabe que el hombre es mortal y

que el cuerpo está supeditado a los cambios y embates del devenir. Desde esa perspectiva

alude: "Estoy nostálgico, lejano y ya no me veo en la fuga de mis venas".

Igualmente poemas como Unida noche (1957) o Dentro de mi morada (1990) se siente el

transcurrir del reloj vital como un gran interrogante o una gran duda: "¡Oh tiempo, ya sin

vivir, sostenido y acabado! ¡Oh, inmóvil y lejano sueño todavía!". Finalmente, con la

llegada de la adultez y la sabiduría de los maestros, puede escribir versos impecables como

los que siguen: "Ya estoy cumplido de estar vivo, he crecido hasta la vejez, me distraigo en

ausencias y te nombro, poesía". Como se observa, Molinari contiene las virtudes de los

grandes profetas de Occidente, al perfilar la plenitud metafísica del hombre frente a la

creación. Peregrino y sacerdote del absoluto, sereno y pulcro, su tono literario deja entrever

un resabio de melancolía que se filtra por los repliegues de lo cotidiano. Vista en la

perspectiva de un tiempo ansioso, descreído y solo, su poesía se distingue inmediatamente

de las demás, no sólo por su jerarquía estética, sino por su sentido espiritual, su originalidad

expresiva y libertad anímica: "Mañana cuando venga el sol para llevarse la nieve de

encima de los hombros,/ mi rostro estará despierto hacia el oeste,/ donde tus ojos se abren

sin verme; donde la luz lleva un aire de brazo que se despide, como tu piel desnuda que ya

sabe que no vuelvo".

Contra lo previsible, la voz de Molinari perdura en lo más alto y depurado de nuestra poesía

contemporánea. Entre la de sus coetáneos, sólo la de Borges y tal vez la de Mastronardi o la

de Juanele Ortiz, poseen similar belleza e idéntico rigor. "Y estoy soñando en el vacío, la

velada sombra de la vida, igual a una paloma./ Quizá me esté yendo de todo. Quiero los

vientos que deshojan en marzo y se vuelven al atardecer..."

León Benarós también dejó su semilla y nos ilustra sobre la poesía de Molinari.

La poesía de Ricardo E. Molinari es única y personalísima, no sólo en las letras argentinas,

sino aun en todo el ámbito del habla hispánica. Es muy difícil definirla en términos dia-

lécticos. Sólo es posible aproximarse a su esencia mediante también poéticas alusiones. Se

parece a una rama florida, al verdor de un sauce, al vuelo de una gaviota, a una nube de

verano. En lo esencial, es celebratoria, gozosa y exultante, pero con recatado pudor. Su

nostalgia, su eventual melancolía, nunca se descomponen en el gesto. Carece de teatralidad.

Poesía de extrema pulcritud, su idioma es límpido, sin permitirse vulgarismos, pero

incorpora a veces, con medida, una voz regional que da color al paisaje.

Sus exclamaciones, sus contenidos momentos de dolor íntimo, se asordan, ajenos al escán-

dalo, para hacerse depurada y límpida intimidad.

A su propio sentir une una especie de adoración por la naturaleza desnuda y prístina, como

purificada de presencia humana, o en su recién nacida inocencia. Así, ríos, árboles, nubes,

son nombrados como si se los invocara por primera vez, con nombre que diríamos adánico.

Ninguna vulgaridad ensombrece la poesía de Molinari, pero su aristocracia artística no es

insolente, sino cordial, humana y comunicativa.

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Poesía acompañante si las hay, pero sin descender a la fácil y superficial comunión o al

mero sentimentalismo. Escrita para sí y para las gentes, se duele y conduele con el común,

pero sin concesiones ni gestos.

Tan universal como profundamente argentina, aborda temas como la muerte de Juan

Facundo Quiroga y, en hermosísimo romance, rodea lo popular de una altísima dignidad

lírica, elevando lo histórico a fábula de sensibilidad acendrada y trascendente.

Esta poesía se halla tan alejada de toda grandilocuencia como del fácil sentimentalismo.

Lo cósmico, lo perenne, se dan en ella con la pureza y naturalidad con que las cosas se

nombran por primera vez.

El tono celebratorio -que exalta los ríos, los árboles, las nubes, las gaviotas-, confiere a la

poesía de Molinari cierto carácter de recatada pero férvida oración, cierto agradecido

acento por la belleza del mundo. Un mundo -por supuesto-, todavía no agraviado por los

desechos del consumismo.

En 1933 Molinari viaja a España, donde conoce a Alberti, Lorca, Altolaguirre, José María

de Cossío, Moreno Villa y Gerardo Diego. Este viaje, en que Molinari actuó como nexo

entre los poetas de las «dos orillas» (el 27 español y el 22 argentino), implicaría un cambio

en su obra. De este modo, su acervo literario se enriquecería con el legado de la métrica del

Siglo de Oro y de la lírica de los Cancioneros medievales, que conformaban el sustrato

cultural de los poetas españoles contemporáneos.

Algunos rasgos de la personalidad lírica de Molinari pueden relacionarse con los de tres

autores españoles coetáneos, Lorca, Alberti y Gerardo Diego. El argentino resulta empa-

rentable con ellos debido a la utilización recurrente de ciertos símbolos, a la renovación

evocadora o esencializada de tópicos y géneros poéticos, y a su peculiar dialéctica entre el

neopopularismo y la poesía pura, a medio camino entre la cadencia de la canción popular y

la inclinación al ensimismamiento.

Molinari traba amistad con Lorca en 1934, gracias al viaje que éste hace a Argentina. El

poeta, quien a partir de sus «horas españolas» de 1933 ya había conocido el panorama

poético peninsular y disfrutaría de un notable predicamento dentro del grupo del 27.

En la conexión lírica entre Molinari y Lorca, cabría distinguir tres ámbitos fundamentales:

poemas que Molinari compuso con el autor granadino y que aparecen firmados conjunta-

mente o contienen dibujos de Lorca; aquellos otros en que se advierten unas imágenes con-

comitantes, dado el trasiego entre los mundos creativos de los dos poetas, y, finalmente, las

composiciones que Molinari escribió a la muerte del amigo, y bajo su «advocación». En las

últimas, al tiempo que se pliega a las convenciones de la poesía fúnebre.

La colaboración entre Molinari y Lorca se ejemplifica en dos piezas: Una rosa para Stefan

George (1934), firmada por ambos y con un dibujo del español, y El tabernáculo, de ese

mismo año, atribuida únicamente a Molinari y con cinco ilustraciones originales de Lorca.

Page 8: Ricardo Molinari:  El Imaginario

La primera, que fluctúa entre los temas eternos de la caducidad, el amor y la muerte, es el

emocionado tributo que estos autores le rinden al alemán Stefan George (1868-1933). Su

homenaje no se ciñe a las pautas de la poesía «de circunstancias», panegírica o funeraria,

sino que se erige como una reflexión sobre la perdurabilidad de la existencia y la necesaria

resignación ante la muerte, síntesis de la individualidad humana. En El tabernáculo,

Molinari refleja una de sus principales obsesiones, el retorno a lo idílico perdido, y no se

sustrae a la utilización de metáforas funambulistas e imágenes de cariz superrealista, se

diría que salidas de un cuadro de Dalí, que más tarde desaparecerían de su quehacer

poético.

Pero la relación entre los mencionados poetas no se limita a este trasvase amistoso, ni

tampoco a un dudoso influjo mutuo o a una similar educación literaria. La poesía de Moli-

nari se resiste a la mimesis a causa de su peculiar discurso elegíaco, que sacrifica la varie-

dad de imágenes en aras de la configuración de un universo cerrado sobre sí. En cambio,

Lorca carece de una digna descendencia lírica no tanto por la ausencia de una entonación o

de unos tropos imitables como, precisamente, por el sello propio de los mismos. El estilo

centrífugo del granadino, a imagen de Saturno devorando a sus hijos o del devastador canto

de las sirenas en la mitología griega, condena a sus herederos a espurios y vacuos esfuerzos

emulatorios sobre su falsilla estética. Como señalaba a este propósito Luis García Montero,

«es muy difícil utilizar las referencias de García Lorca sin caer en el pastiche lorquiano, en

un epigonismo poco enriquecedor».

A pesar de ello, el diálogo entre Molinari y Lorca supera los escollos de la anécdota y se

extiende a una consonancia ambiental o atmosférica. Así, la humanización panteísta de una

naturaleza emotiva, que se encuentra en las Canciones (1927) o en el Romancero gitano

(1928), reaparece en los grandes frescos paisajísticos que Molinari pinta en «Oda al mes de

noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía 1946), «Oda» (ibidem) u

«Oda al viento grande del Oeste» (Unida noche, 1957). No obstante, la áspera cosmogonía

existencial que el argentino traza en su poesía es ajena al predominante sensorialismo

lorquiano, que se manifiesta a través de la «vivificación del paisaje, de las cosas, de

conceptos y abstracciones». Julio Arístides, por su parte, destacaba de la poesía de Molinari

la presencia de círculos de transferencia mítica, en tanto que donación del yo al Ser

universal, y que retorno al fondo subjetivo.

Del mismo modo, en las composiciones del primer Lorca hay unos símbolos genesíacos -la

luna y el viento, inflamados de presagios, en «Nocturnos de la ventana» o en «Canción de

jinete»- que Molinari transpone y adapta a su producción poética. Esta vinculación sim-

bólica surca desde los «Romances» a la memoria del caudillo Juan Facundo Quiroga,

localizados en un entorno nocturno y fantasmal, hasta su último libro, El viento de la luna

(1991), donde la alusión lorquiana se explicita ya en el propio título. El viento, símbolo

proteico del reino interior del argentino, tiene a su antagonista en la luna, que adquiere un

valor, en cuanto augur negativo o sombra de la muerte, muy próximo al que gustara de

atribuirle Lorca.

Con respecto a Lorca se ha asumido habitualmente la coexistencia del genio andaluz que

Vivanco calificara como «poeta dramático de copla y estribillo» y del exaltado poeta

Page 9: Ricardo Molinari:  El Imaginario

vanguardista, deudor del hermetismo de una cosmovisión surreal. Pero no es menos cierto

que su rebeldía vanguardista no excluye la efusión íntima e, incluso, sentimental, y que su

lírica popular participa más de la adivinación poética -a la manera de Fábula y signo

(1931), de Pedro Salinas, o de Perito en lunas (1933), de Miguel Hernández- y del juego

neogongorino de sus contemporáneos -las Décimas del Cántico (1928), de Jorge Guillén;

Cal y canto (1929), de Alberti, o Fábula de Equis y Zeda (1932), de Gerardo Diego- que

del españolismo labriego, costumbrista al fin y al cabo, del primer Ramón Basterra (La

sencillez de los seres, 1923), o del andalucismo profundo de Fernando Villalón.

Así pues, mientras que en la obra del español se tiende a distinguir entre una poesía

neopopularista (la de Canciones y de Romancero gitano) y vanguardista (la de Poeta en

Nueva York), en Molinari, a pesar de la distancia estilística y cronológica que media entre

su Cancionero de Príncipe de Vergara (1933) y sus «Odas a la Pampa» (Unida noche), es

imposible establecer una polaridad semejante. Esto se debe a que, si bien Lorca parece

presentar dos dicciones según el tono de sus poemas, y plegar su imaginario a dichas

diferencias tonales -símbolos andalucistas y folclóricos en Romancero gitano, símbolos

maquinistas y futuristas en Poeta en Nueva York-, Molinari se esfuerza por mantener una

sostenida urdimbre simbólica. Su tensión entre diversos registros no se plantea, de esta

forma, como oposición entre dos mundos y referentes distintos, sino como complemen-

tación de un universo total, como las múltiples teselas que han de confluir en un único mo-

saico lírico.

La sombra de Lorca muerto se proyecta, por otra parte, en tres poemas de Molinari:

«Casida de la bailarina» (Elegía de las altas torres, 1937), «Elegía y casida a la muerte de

un poeta español» (El huésped y la melancolía) y «Elegía a la muerte de un poeta» (Mundos

de la madrugada, 1943). Aquí, conforme a su talante, el argentino desdeña por igual la

emanación personal y el homenaje destinado a forjar la leyenda del español. Si Molinari,

como decía Eduardo Mallea de ciertos escritores, nació sin un mito que perviviese sobre él,

Lorca, con su muerte, asimilaría la capacidad mitogenética de su poesía a su vida, y obliga-

ría a reinterpretar aquélla al socaire de sus trágicas circunstancias. Este desplazamiento me-

tonímico, como ocurre con tantas mistificaciones críticas, a la vez que dificulta el análisis

de los versos lorquianos, contribuye a divinizar a su demiurgo.

En las dos primeras composiciones citadas, Molinari no renuncia al canto de despedida al

amigo, pero, frente a la gradación hacia las postrimerías, la ultravida o la escatología

característica del Barroco español, respeta la elegancia elocutiva de la clasicidad. En ellas,

la figura espiritualizada de Lorca se asocia con la simbología de la paloma, pura e

indefensa. En esta representación ascensional incide Aleixandre, en su semblanza de Los

encuentros, cuando evoca al poeta-niño Lorca, fabulador y capaz de sufrimiento: «Quienes

le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron».

No en vano el mismo Lorca, en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, publicado en 1935, ha-

bía opuesto a la fragilidad de la paloma el poder destructor del leopardo («ya luchan la

paloma y el leopardo»), en un planto alejado de las estampas coloristas de «La fiesta nació-

nal», de Manuel Machado, del estilo fragmentario de La suerte y la muerte (Poema del to-

reo), de Gerardo Diego, y del epigonismo de «Citación fatal», de Miguel Hernández, acerca

de la muerte del mismo Sánchez Mejías. Más tarde, escribiría el granadino una «Casida de

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las palomas oscuras» (Diván del Tamarit, 1936), en que la paloma alude expresamente a la

muerte.

En «Elegía a la muerte de un poeta español», la muerte se identifica con el olvido, un

olvido singularizado (el de Lorca), pero también colectivo (el de la nación española).

Aunque Molinari trata de compatibilizar la visión lúdica del Lorca poeta con la de una

España sufriente, la composición carece de la entonación conativa y de la vocación

testimonial o denunciatoria de la poesía social. Por ello, a diferencia de los poemas que

Cernuda dedica a Lorca -«A un poeta muerto (F. G. L.)» (Las nubes, 1943) y «Otra vez,

con sentimiento» (Desolación de la Quimera, 1962)-, en los que no falta el compromiso

ético ni la virulencia expositiva, Molinari prefiere adjuntar una lectura metafísica, en que la

muerte es intensificación de la soledad terrena, y en la que subyace una consolatio cristiana

de textura evangélica.

Donde Cernuda expresa su rencor hacia un pueblo «hosco y duro», que no comprende a las

almas superiores, y se queja de la apropiación institucional del poeta -que conlleva la

conversión de su voz en lo que Mallarmé denominaba «palabras de la tribu»-, Molinari

apostrofa la pérdida del amigo. A pesar de estas divergencias, resulta iluminador comprobar

la similitud de las imágenes con que ambos se refieren a Federico. Si en el poema de

Cernuda «A un poeta muerto (F. G. L.)», Lorca es nombrado «clara flor» y «rosa eterna»,

en «Casida de la bailarina» es «rosa del cielo», en «Elegía y Qasida», «azucena dulce», y

en «Elegía a la muerte de un poeta español», «lirio dulce».

Al contrario de lo que sucediera con Lorca, apenas han trascendido las circunstancias en

que nació la amistad entre Molinari y Alberti, si bien sabemos que ambos poetas se

conocieron en el contexto del viaje de Molinari a España y que su conversación lírica se

prolongaría durante más de cincuenta años. Lejos de fructificar en unos textos conjuntos, su

diálogo se limitaría a diversas calas simbólicas en sus respectivos universos poéticos,

aunque la prueba de que éstos no ignoraban sus mutuas producciones reside en el hecho de

que Alberti le dedicase al argentino su «Metamorfosis del clavel» (tercera parte de Entre el

clavel y la espada, 1941), a lo que correspondería Molinari al ofrecerle Una sombra

antigua canta (1966).

La afinidad entre los dos poetas se percibe, inicialmente, en el parentesco tonal que tiene

Marinero en tierra (1925) con algunas de las primeras composiciones de Molinari. Sin

embargo, la recurrencia simbólica del mar potencia en el bonaerense una lectura trascen-

dente, en tanto que sucedáneo de eternidad, que en Alberti sólo parcialmente puede subsu-

mirse. Mientras que en el español predomina la visión nostálgica de un puro mundo marino,

que se enuncia mediante el deseo del poeta de poseer su belleza natural -«Salinero», «Pre-

gón», «Desde alta mar»- o de alcanzar una libertad baudeleriana -«Canción 49», «Mar»-,

para Molinari el mar es sustancia onírica -«El sueño» (Días donde la tarde es un pájaro,

1951)-, espejo de la fugacidad del tiempo -Nunca(1933)-, culminación o punto de término,

a la manera manriqueña -«Oda a los viejos y grandes ríos» (El alejado, 1943) u «Oda al

mes de noviembre junto al Río de la Plata» (El huésped y la melancolía)-. La polisemia de

este símbolo apunta, en resumen, a la búsqueda de un imposible adanismo o de una edad

dorada intuida por el hombre, pero inexistente a la postre, que se desvanece en un anhelo de

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desdoblamiento. De hecho, Gabriela Susana Puente observa en los poemas del argentino la

expresión metafórica de una carencia, como proyección «de la necesidad de ser otro».

El mecanismo del correlato objetivo, procedimiento sublimado de este desdoblamiento, rige

el tapiz angélico de Sobre los ángeles (1929), de Alberti, construido, se diría, sobre las

ruinas de la individualidad psíquica de su autor. Mucho se ha discutido acerca de la genea-

logía surrealista de esta obra. Aunque consensuada como prototipo del surrealismo español,

aún perdura la opinión de que «el surrealismo de Alberti parece más fruto de una deliberada

actitud mimética que de una honda convicción interior»36. Pero, ya que es obvio que la

disonancia entre el surrealismo francés y el español estriba en un distinto planteamiento del

control del yo sobre la creación poética (automatismo psíquico en el mundo francés,

convicción de la labor creadora en el español), difícilmente puede comprenderse Sobre los

ángeles si no es en el marco de un «surrealismo interiorizado». Así, el abandono al

parpadeo onírico y al metaforismo caótico, lindante a veces con la imagen visionaria -en

acepción bousoñiana-, es un abandono siempre relativo, y alguna vez extrañamente con-

sciente.

Hay también en los versos de Molinari un amplio mundo angélico, que se divide entre unos

ángeles con encarnadura humana (mundo vertical y terrestre) y unos heraldos divinos que

pueblan el lugar bíblico que Milton habilitara en su Paraíso perdido (mundo horizontal y

aéreo). Al contrario que los ángeles de Juan Ramón Jiménez, reducidos a mero esqueleto

cromático, y que los de Lorca, cuya sensualidad pagana no se despega de la iconografía

católica, las figuras celestiales de Molinari, como se ha dicho de las de Alberti, adquieren

una dimensión simbólica al tiempo que «acuden a la pura plasticidad del signo, en una

combinación que une ímpetu juvenil y gracia popular».

En la poesía de Molinari, el ángel luzbeliano se confunde con el vuelo y la elevación, con

las nubes y los pájaros, y, vestido de ropajes humanos, ensambla con el sentir de la

transitoriedad de la vida. En Hostería de la rosa y el clavel (1933), donde el autor aún

explora el destello intuitivo próximo a las iluminaciones rimbaudianas, el ángel es proyec-

ción alucinada de la vigilia del poeta. Igualmente, en las formas angélicas de «El exiliado»

(Días donde la tarde es un pájaro), «Oda a un ángel de la tarde» (Unida noche), «¡Toma,

oh tiempo, estas llamas!» (Un día, el tiempo, las nubes, 1964) y «Oda a un instante del

otoño» (ibidem) palpita el yo del autor, cuya preeminencia se subraya mediante un cierto

pathos neorromántico y énfasis lírico. De distinto sesgo es «Elegía a la ciudad de Esteco»

(El alejado), poema de ruinas que coincide tanto con los tópicos morales del Barroco (ubi

sunt?, vita brevis, memento mori) como con un sensorialismo pagano que brota de la des-

cripción de la exuberante naturaleza americana y de la utilización de un léxico criollo. Nos

hallamos, pues, ante el arquetipo del «ángel de las ruinas», que sugiere una restitución, a

través del hecho poético, de la creación demiúrgica, y una interpretación del itinerario an-

gélico como un impulso hacia esa eternidad sin Dios que tan bien supo plasmar en sus

Proverbios William Blake.

Por otra parte, los ángeles-hombres aparecen como seres indefensos, imbuidos de los temo-

res comunes, y recuerdan al «ángel con grandes alas de cadenas» de Blas de Otero (Ángel

fieramente humano, 1950), aunque sin su áspero desgarro existencial. A diferencia de la

interpretación tácita y casi secreta, según el ejemplo de Valéry, que proponen los ángeles

Page 12: Ricardo Molinari:  El Imaginario

molinarianos, los de Alberti transmiten un mensaje no tanto de nihilismo cuanto de desen-

gaño, en un sentido literal. Esto es, el desvelamiento de la oquedad vital engarza con la crí-

tica, más o menos cifrada, del materialismo del hombre moderno, y tiñe algunos de sus

poemas («El ángel tonto», «Los ángeles crueles» y «El ángel avaro») de un vago contenido

social.

No es de extrañar que Gerardo Diego, conocedor de la germinación simbólica del ángel en

la lírica molinariana, esbozara, años más tarde, el siguiente retrato del autor argentino: «Ri-

cardo Engel [el "Engel" es invención poética de Diego] Molinari es una de esas criaturas

afortunadas [...] que no es que lleve dentro un ángel, sino que él mismo lo es, sin dejar de

ser hombre».

Gerardo Diego, que se convertiría en uno de los más amplios difusores de la obra de

Molinari, es, tal vez con José María de Cossío -a quien el argentino visitaría en la Casona

de Tudanca-, el autor más apreciado por el bonaerense de entre sus contemporáneos espa-

ñoles. Gerardo Diego comparte con el creador de El imaginero el repliegue sentimental y el

rechazo a la adhesión emotiva. No obstante, aquél esgrime, en sus primeros textos, un

ideario estético relacionado con la intrascendencia del arte y con la alacridad, tal y como

había propugnado Ortega y Gasset acerca del arte deshumanizado de la Vanguardia, con el

que Molinari nunca llegó a comulgar.

La trayectoria poética del español puede erigirse en síntesis de las dos tendencias artísticas

que confluyen en el momento generacional, y que operan como línea estética divisoria a lo

largo de todo el siglo XX. Nos referimos a una poesía pura y a una poesía humana o, en

palabras de Diego, a una poesía absoluta y a una poesía relativa. Este tránsito del yo al

nosotros, sin embargo, no resulta en el santanderino una evolución forzada por las circuns-

tancias vitales o nacionales, según ocurriría con algunos de los poetas sociales de la inme-

diata posguerra, ni tampoco una renuncia a sus principios estéticos, sino la natural deriva-

ción de estos últimos.

El Creacionismo de Gerardo Diego, como el de Larrea, parte de la atracción hacia el proto-

tipo de poeta-Dios encarnado, en buena medida, por Vicente Huidobro. El movimiento

creacionista, importado a España cerca de 1918, se obstina, frente a la imitación de la

naturaleza, en la producción de una realidad nueva y autónoma, mediante una imagen

múltiple en los aledaños del cubismo de las artes plásticas. Los primeros ejercicios poéticos

de Gerardo Diego, destinados a «hacer florecer la flor en el poema», no presentan el signo

coyuntural propio del Ultraísmo o del Surrealismo más canónicos, pero denotan el esfuerzo

de un arte laboriosamente construido, hecho «adrede». No es sino a partir de Versos

humanos (1925) cuando se atempera este impulso, en cuanto que la matriz vanguardista se

funde con la temporal o humana. Con Alondra de verdad (1941), su poesía «gana en

idealismo lo que pierde en ritmo y en alegría elemental». Un idealismo que, frente a la

jovialidad de los diversos ismos, es ya necesidad estética y existencial.

Aunque no es posible distinguir en la obra Molinari un corpus creacionista, el autor se apro-

xima a la vertiente menos programática, y por tanto más personal, de esta corriente en el

mencionado cuaderno Hostería de la rosa y el clavel. Esta composición abre un camino de

reflexión metapoética que manifiesta, junto a reminiscencia de una vibración hermética,

Page 13: Ricardo Molinari:  El Imaginario

heredera del Altazor huidobriano, unos primeros síntomas de despojamiento expresivo, que

se ligan con una experiencia de alumbramiento místico y de perfección espiritual.

La progresión lírica de Gerardo Diego y de Molinari se concreta en el tratamiento de los

símbolos por parte de ambos autores. En «Paisaje ciudadano» (Evasión, escrito en 1919

aunque publicado en 1958) y en «Ventana» (Manual de espumas, 1924), Gerardo Diego

reescribe un universo circense, «macerado por la paradoja»41, como deseaba Ramón del

humorismo vanguardista. Molinari también plasmaría este flirteo con las formas de

vanguardia en composiciones de juventud como «Poema a la niña velazqueña» (El

imaginero). Más tarde, esta perspectiva se metabolizará en el mundo literario de sus

creadores. Basta con observar el distinto enfoque que recibe un mismo símbolo, el de las

nubes, en «Nubes» (Manual de espumas) y en «Hablan las nubes» (Alondra de verdad), de

Diego, o en Cuaderno de la madrugada (1939) y «A unas nubes» (Un día, el tiempo, las

nubes), de Molinari. Si en los primeros poemas el símbolo amuebla el espacio lírico y

favorece la invención metafórica de sus autores, en los segundos entronca con una visión

trascendente de la mutabilidad del alma, de la fugacidad del tiempo y de la reviviscencia

del pasado.

Por otra parte, Molinari, que sabe de la querencia de Diego por la lírica tradicional, le dedi-

ca a éste el cuaderno Cancionero de Príncipe de Vergara(1933), «Homenaje a Lope de Ve-

ga» (Un día, el tiempo, las nubes) y «La morada» (La escudilla, 1973). Así como el primero

constituye una recreación de la poesía amorosa popular, que bebe del caudal del Roman-

cero, el «Homenaje a Lope de Vega» es una pieza encomiástica en que Molinari reproduce

la iconografía lopesca y asume el disfraz pastoril para abordar el panegírico del poeta

barroco. En «La morada», el poeta se ciñe a la plantilla métrica (coplas de pie quebrado) y

tópica (meditación sobre la brevedad de la vida) de las Coplas manriqueñas, y, pese a la

escasa permeabilidad de este modelo, consigue evitar, gracias al escorzo de su dicción

personal, el pastiche manriqueño.

Por último, «A Gerardo Diego» (El viento de la luna), escrito a la muerte del amigo, se

aparta de la poesía sepulcral que, prolongando la tradición de los epigramas y de las estelas

grecolatinas, Molinari había cultivado en sus «Inscripciones». Aquí, el argentino ahonda en

los ingredientes de su ya conocido mosaico lírico, en detrimento de todo artificio retórico,

vuelo irracional y verbalismo expansivo. La figura del poeta español, unida a la tierra que

lo albergara, conecta con el más depurado simbolismo de Molinari. La invocación a la

divinidad que culmina el poema es, en fin, un grito conmovido con que el autor, que intuye

la inminencia de su propia muerte, trata de hallar consuelo en la esperanza de la vida

ultraterrena.

En definitiva, el contraste de la poesía de Molinari con la de tres poetas españoles coetá-

neos nos permite tender un puente entre los autores del 27 español y el grupo argentino del

22 o «martinfierrista», aunque no pretendemos trazar aquí un mapa generacional, cuya car-

tografía suele confundir incluso a los más avezados geógrafos.

Al contrario que muchos de sus contemporáneos, Molinari niega la fructuosa porosidad del

arte de vanguardia, que él concibe como mero pasatiempo literario o distracción poética. Su

lírica se dispone, pues, alrededor de tres vértices. En primer lugar, la efusión íntima ante el

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paisaje argentino. En segundo, la presencia de lo que Alonso Gamo define como «mundo

de la madrugada», es decir, una experiencia límite entre el sueño y la vigilia en que el autor

alcanza, a semejanza del místico, la revelación de algunas verdades ontológicas. Y, por

último, la devoción por los clásicos y el gusto por la armonía de la lengua castellana.

Esta propensión hacia la clasicidad, tanto en la forma (con el cultivo de sonetos, canciones,

liras y romances) como en el fondo (con la recuperación de los principales topoi literarios),

se alterna con el aliento elegíaco y con la modulación personal de largas tiradas métricas,

que dotan de una nueva elasticidad a los versículos inventados por San Jerónimo para

trasladar a la escansión latina la amplia respiración del verso hebreo. El autor, que ya se

había aproximado a la prosodia cancioneril de los primeros poemarios de Dámaso Alonso

(Poemas puros, poemillas de la ciudad, 1921), Alberti (Marinero en tierra, 1925) y Lorca

(Romancero gitano, 1928), o, en el contexto latinoamericano, del mexicano José Gorostiza

(Canciones para cantar en las barcas, 1925), se acerca, en sus obras de madurez, a

Sermones y moradas (1930), de Alberti, La destrucción o el amor (1934), de Aleixandre, y

Poeta en Nueva York (1940), de Lorca.

En esta encrucijada de tradición y modernidad, Molinari se muestra capaz de enlazar la

mesura clásica de ciertos poetas barrocos -su biblioteca contenía primeras y raras ediciones

de Bocángel o de Carrillo y Sotomayor- con la pulsión integradora de la última Vanguardia,

y, de este modo, conectar dos mundos separados por la cronología (siglo XVII y siglo XX)

y por el espacio (América y España). El argentino acrisolaría este doble influjo en su propia

producción lírica, a menudo esparcida en ediciones muy cuidadas y minoritarias que, al

tiempo que reflejan el pudor con que se consagraba a la creación lírica, ostentan el amor de

quien las concibiese por el raro y amargo don de la poesía.

Rodolfo Alonso nos agrega su medular comentario cuando expresa que "No es casual, en

nuestros días, para una sociedad que sólo aplaude el show o la frivolidad más absoluta,

dejar de lado a un alto poeta o a un hombre capaz de definirse, en vida y obra, "Distinto,

distante", como señaló Antonio Pagés Larraya. Y tal desapego por las personalidades

hondas y apartadas podría considerarse, en realidad, la más despiadada autocrítica que esa

sociedad puede hacerse a sí misma. Hace ya tiempo, y no poco irónica o desoladamente,

André Malraux supo enunciar que "nuestra civilización vive en lo sensacional como la

griega vivió en la mitología".

Pero el desencuentro de una figura como la de Molinari con los parámetros de su entorno,

no se desprende sólo del creciente desinterés que le cupo, en los últimos tiempos, al único

género que cultivó: la poesía, sino que viene quizás desde más lejos. En un comienzo, acaso

desde la aparición de su libro inicial, que ya lo muestra en posesión de sus medios, el

desenfoque fue tal vez percibirlo sobre todo como un diestro versificador enamorado de los

clásicos castellanos cuando, de lo que realmente se trataba y se iba a ir apreciando cada vez

más y más en el espléndido desplegarse de su escritura, esa vecindad era más bien con

aquello que Dante Alighieri enunció cabalmente en su "Divina Comedia": la poesía es "la

gloria de la lengua". Ese don que Molinari ponía de manifiesto ya desde un comienzo, esa

"dicha del lenguaje" que Wallace Stevens ratificaría, a su vez, muchos siglos después del

Page 15: Ricardo Molinari:  El Imaginario

ilustre florentino y que, para nuestro poeta, nunca pudo ser en absoluto apenas técnica,

meramente formal, tan sólo instrumental.

Concomitante con aquella inicial y premonitoria acogida favorable, fue la atribución de un

único signo dominante: la melancolía. Pero una melancolía a la que se percibió tan

omnívora como para incluir dominios muy alejados de la mera interioridad, con un alcance

incluso sociocultural cuando no hasta geopolítico. Porque de la insoslayable errancia

desdichada del hombre destinado a la muerte se llegaba a extrapolar, a modo de proyección

perversa, también un destino manifiesto en negativo para toda una comunidad. Lo cual,

entre otras cosas, hubiera venido a reivindicar, cuando no a justificar, de un modo u otro,

aquel viejo y tal vez raigal "no te metás".

De ambas desventuras parecieron nutrirse muchos miembros de la llamada generación del

cuarenta, cuya desdicha quizás fundacional pudo ser precisamente adjudicarse como uto-

pías valores que Ricardo E. Molinari ya había llevado a su máximo esplendor. Y que, con

las generaciones subsiguientes, iban a cambiar de sentido. Ya sea desde la vanguardia como

desde el oficialismo populista (que más tarde iba a llegar a mimetizarse con la cultura de

masas), cuando no también por parte de los entonces todavía activos medios de izquierda,

las percepciones de la personalidad de Molinari llegaron a hacerse negativas. No se

alcanzaba a percibir la hondura y la originalidad, la encarnada evidencia de su moderna

inmersión -hacia adentro, no desde el exterior- en las formas clásicas, no sólo de la lite-

ratura castellana sino también de los míticos cancioneros galaico-portugueses y de su pro-

pio, límpido folklore nacional. Se olvidaba, acaso, aquello que su compatriota Juan L. Ortiz

supo precisar: "el canto viene de muy lejos, de muy lejos, y no muere".

Después de casarse, trabajó en el Congreso de la Nación hasta su jubilación. Molinari fue

colaborador permanente del Suplemento Literario del diario La Nación.

La muerte suele resultar la última posibilidad de resonancia que les deja, hoy, la omni-

presente sociedad del espectáculo, a los artistas exigentes o a los grandes retraídos. Ricardo

E. Molinari fue sin duda ambas cosas y, en consecuencia, después que se aquietaron las

leves ondulaciones necrológicas que provocó su fallecimiento, ocurrido el 31 de julio de

1996, se corría el grave riesgo de que su nombre rodara nuevamente hacia el olvido.

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Bibliografía:

El imaginero, Buenos Aires, Proa, 1927

El pez y la manzana, Buenos Aires, Proa, 1929

Panegírico de Nuestra Señora del Luján, Buenos Aires, Proa, 1930

Delta, Buenos Aires, Ed. del autor,1932

Nunca, Madrid, Ediciones Héroe,1933

Cancionero de Príncipe de Vergara, Buenos Aires, Ed. del autor, 1933

Hostería de la rosa y del clavel, Buenos Aires, Ed. del autor, 1933

Una rosa para Stefan George, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934

El desdichado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934

El tabernáculo, Buenos Aires, Ed. del autor, 1934

Epístola satisfactoria, Buenos Aires, Ed. del autor, 1935

La fierra y el héroe (1933 y 1934), Buenos Aires, Ed. del autor, 1936

Nada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937

La muerte en la llanura, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937

Casida de la bailarina, Buenos Aires, Ed. del autor, 1937

Elegías de las altas torres, Buenos Aires, Ed. de la "Asociación Cultural Ameghino" de

Luján, 1937

Dos sonetos, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939

Cinco canciones antiguas de amigo, Buenos Aires, Ed. del Angel Gulab, 1939

Elegía a Garcilaso, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939

La corona, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939

Libro de las soledades del poniente, Buenos Aires, Ed. del autor, 1939

Cuaderno de la madrugada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940

Oda de amor, Buenos Aires, Ed. del autor, 1940

Odas a orillas de un viejo río, Buenos Aires, Ediciones de la Asociación Cultural

Ameghino de Luján, 1940

Seis cantares de la memoria, Buenos Aires, Ediciones El uriponte, 1941

Mundos de la madrugada, Buenos Aires, Losada, 1943

El alejado, Buenos Aires, Ed. del autor, 1943

El huésped y la melancolía, Buenos Aires, Emecé, 1946

Sonetos a una camelia cortada, Buenos Aires, Ed. del autor, 1949

Esta rosa obscura del aire, Buenos Aires, Losada, 1949

Sonetos portugueses, Buenos Aires, Ed. del autor, 1953

Oda, Buenos Aires, 1954

Inscripciones y sonetos, Tucumán, La torre en guardia, 1954

Días donde la tarde es un pájaro, Buenos Aires, Emecé, 1954

Romances de las palmas y los laureles, Buenos Aires, Ediciones El mangrullo, 1955

Cinco canciones a una paloma que es el alma, Buenos Aires, 1955

Inscripciones, 1955

Oda a la pampa, Buenos Aires, Ediciones de Federico Vogelius, 1956

Oda, manuscrita, 1956

Unida noche, Buenos Aires, Emecé, 1957

Page 17: Ricardo Molinari:  El Imaginario

Poemas a un ramo de la tierra purpúrea, Montevideo, Cuadernos Julio Herrera y Reissig,

1959

Arboles muertos, Buenos Aires, F. A. Colombo-Castagna, 196C

Alfonso Reyes: elegía, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1960

Un río de amor muere, Buenos Aires, 1960

El cielo de las alondras y las gaviotas, Buenos Aires, Emecé, 1963

Oda a un soldado, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963

Homenaje a Georges Braque, Buenos Aires, Ediciones del autor, 1963

Un día, el tiempo, las nubes, Buenos Aires, Sur, 1964

Cuatro vidalas para una dama, Buenos Aires, Ediciones del autor. 1965

Una sombra antigua canta, Buenos Aires, Emecé, 1966

La hoguera transparente, Buenos Aires, Emecé, 1970

La escudilla, Buenos Aires, Emecé, 1973

Las sombras del pájaro tostado: Obra poética (1923-1973). Buenos Aires, Ediciones El

mangrullo, 1975

La cornisa, Buenos Aires, Emecé, 1977

El viento y la lluvia, Buenos Aires, Corregidor, (1991)

Voz raigal de nuestra poesía (Antología), Corregidor, 1993