revista tónica 2
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Número 2.0TRANSCRIPT
Revista/TónicaNúmero 2. Año 1. Junio, 2012. Argentina, Buenos Aires. www.elcec.com.ar
Índice. María Kodama, muerta en su laberinto. Entrevistas a Miguel
Villafañe, Ricardo Straface y Fernando Soto /7/ Libros & Reseñas /27/ Diego
Vecino, Ricky Espinosa y Flema /36/ El nicho maligno de Carlos Godoy /42/
Juan Guinot, veterano de Gibraltar /45/ Mauricio Murillo en el fondo del
mar boliviano /49/ Las posibilidades de Creative Commons y la experiencia
de BiblioFyL /53/ Sección#CopiaOculta: El plan de invasión de Ramiro
Sanchiz /59/ Sección#Matraca: La Cámpora en la Feria del Libro /65/
Versión ¿completa? de El Aleph engordado de Pablo Katchadjian /70//.
Staff. Director_Juan Terranova/ Secretario de Redacción_Nacho Damiano/
Redactores_Mariano Zamorano, Martín Felipe Castagnet, Dolores Yomha,
Leticia Martin, Mariano Vespa, Marisol Córdoba, Sabrina Haimovich, Ana Vicini,
Mariano Bello, Adela Salzmann, Natalia Gauna, Victoria Cotino, Luz Marus,
Lucía Fortunati, Francisco Dalmasso, Marcela Zena, Carlos Mackevicius.
www.revistatonica.com
www.elcec.com.ar
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Kodama adelgazada[Editorial]Por Juan Terranova // [email protected]
En agosto del 2010 le di hospedaje al periodista madrileño Antonio
Jiménez Morato. Venía de un encuentro de escritores en Montevideo y
pasó unos días conmigo y mi familia mientras visitaba la ciudad y se
entrevistaba con amigos y críticos locales. Mi hija todavía no iba al colegio
turno mañana así que yo me quedaba trabajando hasta bien entrada la
noche y cuando me levantaba cerca de las diez, Morato ya había comprado
sandwiches de jamón crudo con los que desayunábamos a la castellana. En
ese momento yo escribía un largo ensayo sobre la trilogía argentina de
Pablo Katchadjian. Una de esas mañanas comenté mis ideas sobre El Aleph
engordado en voz alta. Morato se entusiasmó y quiso conocer al autor, así
que arreglé para el sábado siguiente un encuentro en mi casa. Katchadjian
llegó puntual. Hablamos un rato y Morato le compró veinte, sí, veinte
ejemplares de El Aleph engordado. Tanto a Katchadjian como a mí nos
pareció un gesto excéntrico. Casi tanto como engordar a Borges. Quizás
todavía más desproporcionado. Morato nos contó que pensaba ir a una
feria del libro que se hacía en Barcelona y regalarlo ahí a sus amigos. El
proyecto nos divirtió. Después nos pusimos a ver un video en YouTube
donde Fernando Arrabal, borracho o drogado, comparte un programa de
televisión de la década del '80 con otros intelectuales españoles. Morato y
Katchadjian ya lo habían visto y comentaron con inteligencia la discusión –
que Arrabal no dejaba de interrumpir todo el tiempo– sobre el
milenarismo. Mientras tanto, el dramaturgo se sentaba arriba de una mesa
de vidrio, hablaba a los gritos, se paraba y gesticulaba y se volvía a sentar.
Pregunté por qué no se levantaban y se iban. Tanto Morato como
Katchadjian me respondieron que el programa se había hecho durante la
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transición y los españoles habían decidido no reprimirse, mostrarse
tolerantes. O algo así. Entonces a Morato le sonó el teléfono. Habló muy
poco, fueron dos réplicas. “Sí, sí. Bueno. No lo puedo creer.” Colgó y dijo
que Fogwill había muerto. Nos quedamos fríos. ¿Fogwill? Sí, había muerto.
Morato lo había tratado en Montevideo y nos contó que se había quejado
de que en su habitación hacía mucho frío y la calefacción no andaba.
También que casi no comía y que fumaba medio cigarrillo y se pasaba cinco
minutos tratando de respirar. Sabíamos que estaba internado desde hacía
unos días. Pero no teníamos, al menos yo, más información. Para mí,
Fogwill no se podía morir. No sé por qué. Siempre lo había visto y
escuchado vital, duro como una piedra, agresivo, astuto. Pero se había
muerto. Me acordé de Help a él. Era la relación obvia. El exceso, la
reescritura. (“Vera esperando los llamados de algún hombre, en mi casa.
Vera fumando, adelgazando.”) Morato estaba muy afectado. Yo,
sorprendido. Katchadjian permanecía impasible. No recuerdo mucho más.
Fue bueno recibir esa noticia en compañía de ellos. Al otro día salimos
temprano con Morato para el velorio en la Biblioteca Nacional. En el
camino pasamos a buscar a Sonia Budassi por Palermo. Estacioné a dos
cuadras de Eterna Cadencia. Apenas arrimé el auto al cordón Morato abrió
la puerta, chifló dos veces como si estuviera en el medio de la meseta
castellana y salió corriendo. Hizo casi una cuadra y logró interceptar a un
tipo más o menos alto que estaba con una mujer. A la distancia apenas se
distinguían dos siluetas. Volvió enseguida. Me dijo que era César Aira, “no
lo noté bien”. Sobre la calle Honduras estaba todo cerrado. Sonia venía
atrasada así que esperamos tomando un café en Romario, que era lo único
abierto. Morato usó mi cámara de fotos para filmarme y me hizo algunas
preguntas sobre literatura argentina. No sé dónde está ese video. No era
gran cosa. Llegó Sonia y fuimos al velorio.
Mucho después escribí una columna irónica riéndome de unas feministas
amargadas. Las feministas presionaron a los auspiciantes de la revista que
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publicó la columna para que me echaran. Los auspiciantes levantaron sus
publicidades. Los editores de la revista evaluaron la situación, aguantaron
un poco y finalmente cedieron y dejé de trabajar ahí. Cuando comentamos
lo que había pasado con Katchadjian le dije que la cosa era grave pero yo no
podía parar de reírme, aunque a veces me salía una risa oscura, sardónica.
Demasiados equívocos, demasiada gente ociosa y violenta, demasiadas
ganas de censurar. Katchadjian me dijo ironizando al ironista: “Claro, no
tenés idea de lo que escribiste”. Era verdad. Subestimar la idiotez ajena
puede ser muy problemático. Sergio Piacetini puso en su Twitter una frase
de Germán García. Cito de memoria: “Muy rápido me di cuenta de lo
peligroso que era escribir en un país sin ironía”. La idea está buena pero el
problema resultaba más complejo.
Bastante tiempo después, intercambiando ideas por mail con el
piscoanalista, editor y poeta Luciano Lutereau, le comenté que había
terminado mi ensayo sobre Katchadjian. Me lo pidió. Lo leyó enseguida y
me hizo una devolución muy dura, de sesgo evolucionista. Según sus
palabras, no había trabajado a fondo con el “engordado” y me había dejado
cautivar por la idea. Había, según él, más tela para cortar. Parecía irritado.
Y fue injusto cuando dijo que Katchadjian era como un escritor newyorkino
de los años setenta, un anacrónico. Pero tenía razón con respecto a mi
ensayo. Le había dedicado mucho espacio a El Martín Fierro ordenado
alfabéticamente y a la novela recursiva Qué hacer. Mi hipótesis era que
Qué hacer completaba la trilogía argentina de Katchadjian. Las
derivaciones y posibles consecuencias críticas del “engordado” se me
escaparon un poco. A mi favor puedo decir que se trata de un texto
complejo, rico, fabuloso en varias acepciones de la palabra “fabuloso”.
Después de un tiempo, me enteré del juicio penal de Kodama. Para mí, la
viuda de Borges siempre fue un agente nocivo. Otra vez: alguien ocioso y
aburrido utiliza su poder para el mal. Llamé a Katchadjian. Hablamos de
muchas cosas, citamos muchos nombres y también intentamos
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comprender mucho de lo que sigue en este segundo número de la Revista
Tónica.
Ahora leo una vieja nota de octubre del año pasado. En Toronto, dieciséis
actores vestidos y maquillados como zombies sufrieron heridas leves
cuando se cayeron de una plataforma giratoria. El accidente ocurrió
durante la filmación de la nueva película de Resident Evil. Según la nota,
ninguna de las heridas que recibieron los extras era de gravedad, pero
cuando los socorristas llegaron al lugar tardaron en diferenciar el
maquillaje de la sangre. Imaginen la escena. No fue una catástrofe. Pero
doce de los dieciséis zombies fueron llevados al hospital y todos sabemos
que un zombie, incluso uno de utilería, puede meter miedo. Las películas
Resident Evil están basadas en un videojuego. La actriz principal es Milla
Jovovich y no estaba en el set cuando ocurrió el accidente.
Cuando termino de leer, trato de ponerme en el lugar de un paramédico
canadiense. Entra un llamado por la radio. Enciendo el motor de la
ambulancia. Manejo con precaución pero también con velocidad. Llego al
lugar del accidente. Alguien grita algo. Veo mucha gente corriendo, pero
tengo experiencia y me mantengo concentrado. Saco mi equipo de
primeros auxilios y avanzo con dos camilleros. Lo que veo me hace decir
“Dios mío” en voz alta. Carne desprendida, pieles laceradas, mandíbulas
expuestas, mucha mugre. ¿Qué pasó acá? Hay un momento de profunda
confusión hasta que alguien me explica que se trata de una película.
Intento serenarme. Pero es difícil darse cuenta quién está lastimado y
quién no. Se escuchan gritos de dolor y miedo y también algunos quejidos.
¿Eso también es parte de la película? Un pliegue, la muerte en vida, sobre
otro pliegue, la ficción, ambos metidos adentro de un accidente. Supongo
que los socorristas todavía cuentan la anécdota en algún bar de Toronto.
(Ahora mismo estoy viendo una foto que Alejandro Soifer pegó en su muro
de Facebook. Es un Piñón Fijo zombie de la última Zombie Walk que se
hizo en Buenos Aires. Doble disfraz, de payaso y de zombie. Lo trágico y lo
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cómico. Hay un payaso similar en el final de Zombieland de Ruben
Fleischer. Pero este me gusta más. En la foto le cae una baba verde del labio
inferior.)
Los extras disfrazados de zombies y lastimados por una caída accidental
me hacen pensar en Kodama, me devuelven su fisonomía. En sus últimas
fotos la vi muy flaca, con la piel pegada a los huesos. Wikipedia dice que
nació en 1937. Es una mujer vieja. Sus rasgos pseudo-japoneses se
desdibujan entre sus arrugas. // RT2
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La heredera de Borges engorda su archivero con un nuevo fallo
Laberintos judicialesPor Lucía Fortunati // [email protected]
¿María Kodama es una defensora incansable de la propiedad intelectual o
una obstinada generadora de polémicas? El reciente pleito con Pablo
Katchadjian reavivó el debate sobre la figura de la viuda de Borges, la noción
de intertextualidad y la vigencia de los derechos de autor.
Todo comenzó en marzo del 2009 cuando este joven escritor y docente
universitario publicó El Aleph engordado bajo el sello editor IAP (Imprenta
Argentina de Poesía). Su consigna: entretejer entre las 4000 palabras del
cuento unas 5600 más con la idea de que el texto de Borges permaneciera
intacto y aún así totalmente cruzado por el suyo.
Kodama y sus abogados presentaron en junio del 2011 una denuncia penal
contra Katchadjian por violar los artículos 72 y 73 de ley 11.723 de propiedad
intelectual. Se lo acusó, entre otras cosas, de reproducir una obra “suprimiendo
o cambiando el nombre del autor o el título de la misma y transformando
dolosamente su texto”. En otras palabras, se lo culpó de atribuirse un texto que
no era suyo y lucrar con esa publicación sin pedirle permiso a la heredera de los
derechos. En caso de ser condenado el autor podría pasar entre un mes y un
año en prisión.
Los engranajes se pusieron en funcionamiento y Ricardo Straface, escritor y
abogado defensor, propuso un panel de testigos compuesto por Beatriz Sarlo,
César Aira, Jorge Panesi y Leonor Acuña para explicarle al juez en qué
consisten los procedimientos vanguardistas y cómo la tradición cultural del
siglo XX sostiene o legitima el recurso literario adoptado por el acusado. Es
inevitable pensar en El Aleph engordado como un texto deudor de esta
tradición artística; sin embargo, muchos medios (como la revista Ñ o La
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Nación) confundieron las nociones de vanguardias históricas con los motivos
por los cuales el juez de primera instancia lo absolvió finalmente el 27 de abril
de este año. Los testigos propuestos por la defensa no fueron citados ya que el
juez Guillermo Caravajal determinó que la referencia a las vanguardias
históricas no era un argumento necesario, y resolvió que no hubo intención de
engañar al lector ya que Katchadjian especificó en su versión que “El Aleph” fue
escrito por Borges.
Se habló de lo curioso que resultaba que la viuda de Borges no reconociera en el
texto en cuestión procedimientos que utilizaba su difunto marido; de cómo el
propio Borges recurría permanentemente a la intertextualidad, citando como
ejemplo el relato “Pierre Menard autor del Quijote”. La resolución de 16 carillas
no se detiene en estas concepciones. Puede que los críticos se desvivan por
encontrar el origen de cada una de las referencias a las que hace mención
Borges, pero eso en términos legales es indiferente, y por lo tanto su utilización
como argumento en este juicio resultó irrelevante. Puede haber sido un buen
recurso para darle color a los suplementos culturales, pero lo que importó fue
en definitiva si Katchadjian lucró o engañó a sus lectores disimulando la
autoría de Borges de “El Aleph”. En esta instancia legal, los tecnicismos
literarios fueron tan poco definitivos que inclusive fue necesario que Kodama
demostrara que “El Aleph” había sido efectivamente escrito por Borges.
Demasiados elementos pueden ser objeto de crítica respecto a la actitud de
Kodama en general y en este juicio en particular. Es excesiva la demanda penal
por perjuicios económicos ante una tirada de 200 ejemplares y hay evidencia
suficiente para despreciar el accionar de Kodama, pero ¿resulta productivo
insistir en la discusión sobre la intertextualidad en El Aleph engordado? ¿Por
qué no aprovechar el envión de esta polémica para entrar en debates más
vigentes? // RT2
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Entrevista a Miguel Ángel Villafañe
Kodama no está solaPor Luz Marus // [email protected]
Miguel Ángel Villafañe, director del sellor editorial Santiago Arcos, se anima
a decir en voz alta lo que la mayoría de los editores prefiere callar.
¿Qué conclusión sacás del tema Kodama ahora que está el fallo?
Es curioso que te refieras al “tema Kodama” cuando el tema fue la intervención
que realizó Pablo Katchadjian sobre el cuento de Borges “El Aleph” que dio
como resultado El Aleph engordado. Que focalices en María Kodama y su
derecho a defender su patrimonio ante la justicia (un supuesto escándalo) y no
en la creación de un texto susceptible de ser considerado una mercancía cuyo
valor agregado está dado por el texto que se intervino. Lo que Kodama lleva a la
justicia es la sospecha de si Katchadjian ganó dinero o no con El Aleph
engordado. Por lo visto al juez le importó un bledo las operaciones artísticas o
las consideraciones estéticas; ni siquiera las consideró. Todos los avales
académicos y citas de autoridad no hubiesen aportado nada en este caso,
confirmando, una vez más que el “arte” no sirve para nada. El fallo me parece
inapelable y justo: el juez consideró que Katchadjian no lucró con El Aleph
engordado, lo cual seguramente es cierto. Doscientos ejemplares de una
plaquette autoeditada no pueden mellar la fortuna que Kodama recibe de la
suma de regalías de todos los libros que se venden de Borges en todo el mundo.
¿Por qué te pareció oportuno participar del debate que se dio en las
redes sociales?
Mis comentarios sobre el caso Kodama vs. Katchadjian se focalizaron en un
aspecto muy preciso: el entorno que rodeó a Katchadjian y que actuó como
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hinchada fervorosa y grosera, apoyando la intervención artística de
Katchadjian con consignas como “Borges también lo hizo”, “lo que hizo
Katchadjian está en la base de todo el arte, desde las cuevas de Altamira”,
“Kodama es una bruta”, “Kodama es avara y ambiciosa”, “Kodama no entiende
nada”, “el ‘arte’ no se vincula con el dinero” etc. Los lugares comunes y
leitmotivs que conducen a una afiliación emotiva a partir del desprestigio del
otro, en este caso la señora Kodama, es propia del comportamiento de los
hinchas de fútbol. Yo, en cambio, intenté provocar una acción reflexiva en
torno al acontecimiento argumentando a favor de Kodama, como lo hubiese
hecho su abogado, aunque en este caso sin cobrar un peso. La falta de
jovialidad de algunos lectores me convirtió en una especie de patético defensor
de Kodama, y no me costó mucho parecerlo, habiendo tantos “enemigos”.
Naturalmente yo tendría que haber apoyado desde un primer momento a
Katchadjian, a quien conozco hace años, de la misma manera que conozco a
Ricardo Straface, su abogado. Pero decidí probar lo que es la traición al grupo,
a las consignas que lo cohesionan; me pareció un buen ejercicio. No me
arrepiento ni de una línea, ni de una errata de lo que escribí y publiqué en la
web.
¿Qué pensás de la posición de los demás autores y editores?
En perspectiva, esta rencilla puso de manifiesto la pobreza de los debates en el
campo cultural, cuyos integrantes se aferran al espíritu corporativo como
afiliados de un sindicato soviético. Lo más desesperante fue encontrarse con
editores, periodistas, “autores”, escribiendo en contra de, como dice Damián
Tabarovsky, “la sacrosanta ley de propiedad intelectual” que en este caso
limitaría la creatividad de los artistas, cuando ellos mismos cobran adelantos o
regalías por libro vendido; o sus editores, que de ahí pagan sueldos y demás
gastos. Me gustaría saber en qué lugar se enrolaría Tabarovsky si se hiciera una
edición de alguno de los textos de la editorial para la que él trabaja, Mardulce,
por ejemplo de un libro del “escritor de izquierda” Alejandro Rozitchner.
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¿Mardulce firmó contrato con los herederos de Silvina Bullrich para reeditar
Teléfono descompuesto o lo hizo sin autorización? O Juan Terranova, con obra
diseminada en varias editoriales, ¿qué debería hacer su esposa si Terranova un
día desapareciera como el personaje de El escritor comido, la novela de Bizzio?
¿Terranova juzgaría moralmente a su esposa por tratar de ganar algún dinerillo
extra de regalías para pagar expensas y algunas vituallas para su hija? Son
cosas para pensar. Tal vez mi pereza o cierto barullo natural de las redes
sociales impidió hacerlo de otra forma que no pareciera reaccionaria o
retrógrada.
¿Qué pensás de los peritos que se eligieron?
Elegir “peritos” sólo da lugar a la risa. No lo digo por los convocados, todos
ellos profesores intachables, especialistas en ese saber de la crítica, el análisis
literario, las letras. Lo gracioso es que se pensó en llevarlos a Tribunales para
que justificaran desde la Academia la operación artística de vanguardia de un
escritor “experimental”, que por definición no debería buscar ningún aval. Esto
refuerza mi idea de que este caso fue pensado para agitar en los suplementos
culturales, armar una escena, provocar y generar polémica. Todo ello válido,
interesante para los estudiosos del mercado, cómo se genera interés y público.
Me imagino a Beatriz Sarlo explicando conceptos de parodia y carnavalización
según Bajtin, o a Jorge Panesi, educando a burócratas de la justicia en los
vericuetos de la intertextualidad según Kristeva. Estuvimos a un palmo de
presenciar cómo la crítica literaria, que se sostiene en un argot casi ilegible
propio de iniciados, se convertía en prueba y sostén de legalidad. Lo que más
siento del fallo del juez es que nos privó de ese espectáculo: la cátedra en el
juzgado, bajo el oficio de Ricardo Straface con toga y demás ornamentos,
releyendo los apuntes de clases de la fotocopiadora SIM.
¿Alguna vez viste un libro tuyo subido a la web sin permiso? ¿Qué
harías si encontraras alguno?
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Santiago Arcos publica libros, o sea, contenido impreso sobre papel; con eso
estoy conforme. Si algún contenido está en la web, yo no muevo un dedo para
evitarlo o reprimirlo, siempre que no melle los ingresos de nuestro
emprendimiento. Si el autor me pide que cuide que su texto no se difunda
libremente, lo tengo que hacer porque corresponde. Si no, se rompe un pacto
sutil que mantiene ligados a los que intervienen en el intercambio: autor, editor
(y todo el universo de trabajadores implicados en esa tarea) y lector, vinculados
a través de una mercancía. El problema es que subyace la creencia de que
comprar un libro o un disco es claudicar la libertad de entretenerse libremente
y de acceder al arte. Están dispuestos a pagar cualquier cosa por lo que no vale,
menos por un libro o una película, escudándose en el derecho a la educación.
Es la revancha del consumidor, esa nueva figura democrática que sustituyó a la
del ciudadano.
¿Cuál es tu opinión con respecto a la piratería, no sólo en el ámbito
de la literatura?
La piratería fue un pilar del capitalismo, una profesión noble de aventureros y
valientes: exploradores sanguinarios que se jugaban la vida en cada atraco de
ultramar. Llamar piratería a una práctica burda como la falsificación es
demasiado; sin duda éstos son delincuentes menores y como tales merecen ser
respetados. La falsificación permite que ciertos contenidos se difundan, crucen
los estratos sociales y lleguen a quien a veces no puede pagar por una
mercancía original. La idea de liberar absolutamente todos los contenidos, que
atenta contra la práctica de la falsificación, es conservadora, legalista, bien de
clase media mediocre.
¿Cuáles son los próximos libros que tenés pensado editar? ¿En qué
se basa tu proceso de selección?
Este año trabajaremos en reediciones de títulos agotados de nuestro catálogo:
Indios, ejército y fronteras de David Viñas, Cine, arte del presente de Serge
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Daney, Ji-Do (antología de la narrativa coreana contemporánea). Además
vamos a publicar la primera novela de Javier Ragau, El ataque de los
moscovitas y una antología de narradores bolivianos contemporáneos. Tal vez
lleguemos a publicar diez títulos. // RT2
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Entrevista a Ricardo Strafac(c)e
Kodama no es nadaPor Martín Felipe Castagnet y Adela [email protected] // [email protected]
En el bar Varela Varelita, Ricardo Straface (o Strafacce, según quién pregunte)
toma un trago bautizado “agua atómica”: tres medidas de Fernet, un hielo
rolito y una gota de agua tónica. Escritor y abogado de Pablo Katchadjian,
Straface nos comenta los vericuetos de la demanda que hizo María Kodama por
la publicación de El Aleph engordado.
Una colaboradora de la Fundación Borges dijo en una carta a La
Nación que Kodama “esperó dos años para iniciar la demanda,
agotando primero otras instancias de diálogo”.
Ni a palos. Pablo Katchadjian se enteró cuando le llegó la notificación judicial,
a mediados de diciembre. Yo lo conocía de haberlo leído y de habernos
cruzado; él me llamó y le dije “vení, me solidarizo con vos”. Pablo es un amigo,
un escritor que yo admiro muchísimo: no se pierdan las novelas de
Katchadjian. A mí El Aleph engordado y El Martín Fierro ordenado
alfabéticamente no me interesaban mucho, pero sus novelas, Qué hacer y
Gracias sobre todo, son celestiales.
¿Cuál fue la normativa que esgrimió Kodama para establecer la
demanda?
Kodama funda la demanda en los artículos 72 y 73 de la ley 11.723:
defraudación a los derechos de propiedad intelectual, que establece la pena de
uno a seis meses de prisión. Los derechos de Borges se acaban de pasar de
Emecé a Random House Mondadori por dos millones de euros. Katchadjian
hizo 200 ejemplares que valían 15 pesos; la mayoría los regaló a amigos y
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colegas. Es una locura pensar que Kodama quiere sacarle plata a Katchadjian.
También es una locura pensar que ella pueda sentir que Katchadjian ha
ofendido a Borges. Mi conjetura es que ella busca que alguien le lleve el apunte
porque la verdad es que se le lleva bastante poco el apunte en el campo
literario. De hecho, a los quince o veinte días de que fue notificado Katchadjian
a ella le hicieron una entrevista de tres páginas en Perfil, a cargo del amigo
Genovese. Todo bien con Genovese, pero no son muchos los reportajes de tres
páginas en un suplemento cultural que tiene ocho [La entrevista de Omar
Genovese fue publicada el 11 de febrero de este año].
¿Qué indica la ley sobre la defraudación a los derechos
intelectuales?
La culpabilidad se divide en el dolo y la culpa. El dolo es la intención de
cometer el hecho; la culpa es hacerlo por imprudencia o negligencia. El
homicidio, por ejemplo, es un delito que puede ser tanto doloso como culposo.
Hay delitos (y la defraudación es uno de ellos) que sólo admiten la forma
dolosa; nadie defrauda por imprudencia o negligencia. En el caso de la
defraudación en general y la estafa genérica, el dolo es desplegar un ardid o un
engaño para obtener un beneficio económico. En el caso de la defraudación a
los derechos de la propiedad intelectual, hay dos situaciones que el imputado
puede intentar: una es poder beneficiarse económicamente. Pasó en la década
del ‘90 con todas las ediciones piratas; por ejemplo, todas las ediciones que
había de Puig eran piratas. La otra es que yo me atribuya falsamente un libro
que no es mío, para ganar plata o también para, no sé, levantarme minas.
¿Qué pasó una vez que la demanda llegó al juzgado?
En el derecho procesal hay una institución que se llama “hecho público y
notorio”: cuando afirmás un hecho en un juicio lo tenés que probar, salvo los
hechos públicos y notorios; por ejemplo, yo no tendría que probar que hoy es
lunes, o que Buenos Aires es la capital de la Argentina. Kodama se presenta en
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el juzgado en junio de 2011 y el juez le dice “A mí no me consta ni usted me
acredita que Borges es el autor de El Aleph”. La fiscal le responde: “Señoría,
déjese de hinchar las pelotas; que Borges es el escritor de El Aleph es un hecho
público y notorio”, claro que en otros términos. Al juez no le consta y entonces
le tienen que traer la constancia de la inscripción en el Registro de la Sociedad
Intelectual del año ‘40. Por las dudas, el abogado le agrega el ejemplar de la
revista Sur donde salió publicado por primera vez y le dice: “Pero ojo,
guárdenlo en la caja fuerte del juzgado que vale una fortuna”. A pesar de
sostener seis meses antes que era un hecho público y notorio que Borges es el
autor de El Aleph, Kodama argumenta en la querella que “Katchadjian no dice
en ningún lado que Borges es el escritor de El Aleph”. Por otra parte, esto
ostensiblemente sí se indica en un posfacio, por lo cual nosotros hacemos la
defensa planteando la falta de dolo: no hubo intención ni de obtener un
beneficio económico ni de engañar a nadie. Yo le pedí a Pablo que escribiera un
pequeño ensayo de siete páginas explicándole al juez y a la fiscal lo que es el
readymade, Genette, la intertextualidad, Duchamp, la vanguardia histórica,
con un montón de ejemplos en los que Borges era el primero. A todos los
testigos de autoridad en teoría literaria y artística propuestos les preguntamos
si querían ir a declarar. Respondieron afirmativamente desde el principio.
Todos conocían El Aleph engordado.
¿Recuperar los costos de la edición se considera lucrativo en
términos legales?
Lo que tendría importancia es si la edición de El Aleph engordado perjudicó
económicamente a María Kodama. Pero en Internet hay como cincuenta sitios
donde está colgado El Aleph. Desde el punto de vista que nosotros planteamos,
el libro de Pablo es una operación de vanguardia que sigue una tradición del
arte contemporáneo, como la Gioconda con bigotes de Duchamp. Es otro libro,
nuevo y distinto, y donde Pablo aclara la procedencia. La fiscal dijo: “Sí, pero
por qué no destacó con otra letra cuáles son las partes que le agrega”; yo
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respondo: “Es que ahí está el chiste, el juego era que el lector viera dónde
estaba”. Cuando la fiscal dice “una moderna forma de experimentación
literaria”, con Pablo decimos que viene desde la Edad Media, porque en los
centones se tomaban versos de la Eneida y se los distribuía distinto para
hacerlos rimar, hacerlos resonar.
Continuás con la tradición de Macedonio Fernández de la doble
profesión del abogado escritor.
¡Pero la puta...! (se ríe). Macedonio era un abogado que trabajaba. Girondo
también era abogado pero se la pasaba al huevo todo el día porque era rico. Yo
tengo un Código Civil que fue de Macedonio, junto a una tarjetita que dice
“Macedonio Fernández. Abogado. Otamendi 822”. Le pedí a la nieta que me la
regalara, a quien atendí como abogado. Ambas profesiones son totalmente
compatibles, si bien nunca se me cruzaron tan cabalmente. Treinta años de
profesión de abogado; de escritor no tengo un título que diga cuándo empecé.
Dice la leyenda que Flaubert, que era un tipo muy metódico, leía todas las
noches un capítulo del Código Civil francés por la economía y la concisión que
tienen los preceptos jurídicos. La herramienta de la literatura y el derecho es la
misma: el lenguaje. Creo que en mis libros, tanto en las biografías como en las
novelas, alguien que tuviera las dos profesiones podría percibir dónde se mete
una adentro de la otra. Pero habría que ser abogado y escritor para eso.
Otro antecedente de abogado y escritor es Luis Varela, que
publicaba bajo el pseudónimo de Raul Waleis. En tu caso, tus libros
están firmados como “Ricardo Strafacce”.
Mi nombre verídico es Straface, pero se pronuncia igual. Es la différance de
Derrida. Hay dos razones y yo no sé cuál darme a mí. La primera razón es
macedoniana: no quería que se me mezclara la clientela judicial con la literaria;
no quiero que mis clientes lean mis libros y no quiero que mis lectores me
pidan que los represente en juicio. La segunda razón es que mi viejo se llama
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igual que yo. Tengo un segundo nombre, pero no puedo poner en el título de un
libro “Ricardo Alejandro Straface” porque es un ripio que nadie soporta.
Entonces le agregué la doble c, lo cual me ha generado un montón de
problemas y me los va a seguir generando. Me acuerdo que un día le dejé un
sobre a Héctor Libertella, con quien éramos muy amigos y nos reuníamos
siempre acá, y lo puse con una sola “c”. Héctor se volvió loco: “Pero boludo,
¡vos no sabés escribir tu apellido!” (risas).
¿Hay un límite para los experimentos literarios? ¿Un escritor puede
prescindir de pedir autorización?
Hubo un caso bastante famoso con Bolivia construcciones, pero ése es un caso
totalmente distinto porque Di Nucci ocultó que estaba copiando de otro lado.
Pablo lo muestra, e insisto: si El Aleph está colgado en internet en todos lados,
¿por qué él no va a poder hacer lo que hizo? No sólo desde el punto de vista
legal, sino desde el punto de vista de la legalidad del procedimiento de una
broma vanguardista.
¿Qué pensás de la difusión gratuita de libros online?
¿Pero quién los sube? ¿Los escanean y suben como hacen con las canciones en
Youtube? Hay libros míos que están colgados en la web, cada cien páginas hay
una que no está, y a mí nadie me consultó nada. Ellos tienen plata y yo no
tengo. Creo que hay que fijarse quién está haciendo eso. A mí no me agradó
sobre todo por mi editor [Francisco Garamona, de Mansalva], que hizo un
esfuerzo económico muy grande para una editorial chica de publicar mi libro
de 900 páginas; son menos libros que él vende. Por esta doble profesión que
tengo, no espero ganar guita con mis libros; en realidad tampoco gano guita
con la profesión de abogado porque la dejé hace diez años para escribir libros.
Nunca lo pensé, pero no me parece legítimo, sobre todo cuando el editor es
independiente; mi editor es un editor esforzado, no es Planeta. Por otro lado
hay tantos libros clásicos para subir a la web. ¿Por qué no se ponen a subir a
19
Balzac, a Flaubert, a Joyce, a Kafka, que los derechos ya están en dominio
público?
Joyce entró recién este año.
¿Este año empezó?
¿Cuál es el estado actual de la demanda a Katchadjian?
El argumento jurídico del sobreseimiento, que en la etapa oral se llama
absolución, es “falta de dolo”: no se quiso engañar a nadie y nadie puede
confundirse. Si no hay dolo no hay delito. La fiscalía no apeló, lo cual es raro y
bueno. Kodama sí apeló, e hizo reserva de ir a Casación y Corte Suprema.
También puede hacer un reclamo civil, pero yo no creo que quiera pasar otro
papelón al reclamarle 1300 pesos a un pibe que se va hasta Moreno para
trabajar de profesor. Sería una cosa insólita. Si apeló es que quiere seguir; hay
que ver si tiene amistades muy poderosas. Kodama no es nada. No es escritora,
ni siquiera es japonesa. Todo el tiempo está hablando sobre sus libros que
nadie vio, nunca se publicaron, nunca se subieron. Nunca perdí un minuto de
mi vida hablando de Kodama hasta esto. Pienso que nadie pierde un minuto de
su vida hablando de Kodama y siento que por eso hace los juicios. Parece una
jugada de TEG: Japón ataca Armenia.
Por ahora los dados favorecen a quien tiene menos ejércitos.
Vamos a ver. Creo que sería una locura judicial, y cerebral, que alguien pueda
ser sancionado penalmente por lo que hizo Katchadjian.
20
Entrevista a Fernando Soto
El guardián de los librosPor Marisol Córdoba, Francisco Dalmasso y Leticia [email protected] // [email protected] //[email protected]
El abogado Fernando Soto se desempeña hace varios años como apoderado de
María Kodama, heredera universal de los derechos de su obra. De los
numerosos litigios que ha llevado a cabo, el último suscitó una especial
atención por parte del campo intelectual, debido a lo inusual del caso: la
demanda penal contra el escritor Pablo Katchadjian. En esta entrevista, el
defensor de la viuda cuenta los pormenores del reclamo y qué esperan de la
causa después del fallo, que favoreció a Katchadjian.
¿Cuál es el delito que comete Katchadjian, en El Aleph engordado,
para que la Sra. Kodama le inicie un juicio penal?
Básicamente, es el de defraudación a la propiedad intelectual, previsto en los
artículos 71 y 72 de la ley de Propiedad Intelectual Nro.11.723. Allí se establece
que comete ese delito quien de cualquier manera y en cualquier forma defraude
los derechos de propiedad intelectual que reconoce dicha ley. De acuerdo a lo
normado en el inciso “a” del art. 72 de la ley de Propiedad Intelectual, la
edición, venta o reproducción por cualquier medio o instrumento, de una obra
sin autorización de su autor o derechohabientes constituye un caso especial de
defraudación. Conforme a lo normado en el inciso “b” de ese artículo,
constituye defraudación a la propiedad intelectual la edición, venta o
reproducción de una obra suprimiendo o cambiando el nombre del autor, el
título de la misma o alterando dolosamente su texto. En El Aleph Engordado se
ha cambiado el nombre del título de la obra original de Jorge Luis Borges, se
21
suprimió el nombre del autor cambiándolo por el de Katchadjian y se alteró su
texto dolosamente.
¿Por qué considera usted que la intención de Katchadjian es dolosa
y defraudatoria? ¿Qué gana realmente un autor que sólo hace 200
ejemplares de un libro?
En derecho penal se dice que existe dolo cuando quien comete un hecho ilícito
lo hace con conocimiento de la ilicitud y con la voluntad de cometer el acto que
ejecuta. Katchadjian sabía que la obra era ajena y alteró deliberadamente el
texto de una de las más valiosas obras de Borges, con total conocimiento de su
acto, con la voluntad deliberada de hacerlo y con un total desprecio hacia el
respeto de los derechos ajenos y del derecho moral del autor. No deberá
confundirse (como parece sugerirlo la pregunta) que, si existe un monto
económico exiguo entonces no habría delito. Primero que en el caso concreto
ello no es así, el libro se vendió copiosamente en las librerías céntricas,
agotándose rápidamente. No hay ninguna prueba de que “sólo” haya vendido
200 ejemplares. Es lo que el imputado dice públicamente pero no lo prueba
judicialmente, negándose a aportar elementos que podrían acreditar ese
extremo. Lo cierto es que las ganancias por las ventas de El Aleph engordado
fueron percibidas por el imputado, quien ha admitido ser el operador
económico responsable de la edición, distribución y venta de “su” obra, que en
realidad, es la obra de Borges. Pero hay algo más que se pasa por alto, y es que
la querella iniciada no es una demanda civil donde se reclama una suma de
dinero. La Sra. María Kodama no le ha reclamado ninguna indemnización al
Sr. Katchadjian, ya que su intención no fue la de obtener una reparación
económica, sino la de hacer reparar un agravio a sus derechos y a la obra de
Jorge Luis Borges.
En una carta de lectores publicada en La Nación el día 9 del
22
corriente, una colaboradora de María Kodama [Gabriela Cittadini],
en respuesta a unas declaraciones de Maximiliano Tomas, hace
referencia a que la querella agotó todas las instancias de diálogo
antes de iniciar acciones legales contra Katchadjian. El abogado de
la otra parte niega que sea así. ¿Cuáles fueron las instancias de
diálogo entabladas?
La carta que envió Gabriela Cittadini al diario fue por su propia cuenta y sin
ejercer la representación de la Sra. María Kodama. No hubo instancias de
“diálogo”, ya que ello no está previsto legalmente frente a la comisión de un
hecho ilícito. Por lo demás, una vez que se advirtió el hecho denunciado, la
acción desplegada por Katchadjian ya se encontraba totalmente agotada, y
dado que no hubo un fin de reclamo pecuniario, nada había para “dialogar”
sobre las conductas reprochadas.
¿Qué otras alternativas se barajaron antes de decidir la demanda
penal?
En nuestra legislación no existen alternativas al inicio de una acción penal.
Actualmente se encuentra en estudio un proyecto de reforma del Código Penal
que abarca la mediación penal y otros medios alternativos de solución a los
conflictos legales que presenta un hecho ilícito, pero aún el nuevo código no
está en vigencia.
¿Qué piensa de la difusión gratuita de libros en Internet?
En la medida en que se respeten los derechos de propiedad intelectual, o sea,
los derechos de las personas, no veo obstáculo para la difusión gratuita de
libros en Internet, ni de películas, programas de software, música, etc. Pero los
derechos de cada uno terminan donde empiezan los derechos de los demás, sea
cual fuere el tipo de derecho de que se trate (propiedad intelectual, derechos
humanos, derechos patrimoniales, derechos de familia, de minoridad, etc.).
23
¿Por qué cree que el juez falló a favor de Pablo Katchadjian?
Porque para eso existe un proceso judicial y la libertad de decisión en los actos
jurisdiccionales. Los jueces son libres de emitir sus fallos de acuerdo a su
convicción basada en las pruebas y en el derecho vigente, y las partes del
proceso tienen el derecho de apelar esas decisiones para que los tribunales
superiores las revoquen, como espero suceda en este caso. Como el proceso
penal es reservado, no me encuentro habilitado para difundir las resoluciones
judiciales, no obstante en la web se ha publicado el fallo dictado en primera
instancia y se han hecho públicos los motivos de la decisión judicial. No
obstante sí puedo comentar que dicha decisión se basó en un proceso judicial
donde se ha omitido la producción de pruebas fundamentales para decidir la
cuestión investigada, tomándose como auténticas pautas que no se encuentran
probadas para valorar debidamente la supuesta ausencia de un obrar ilícito por
parte del imputado. Confiamos que la intervención de la Cámara de
Apelaciones corregirá los defectos de la decisión apelada, mandando continuar
con el proceso ordenando la realización de las medidas de prueba
indispensables para valorar debidamente los hechos denunciados, como sucede
habitualmente en otros casos de violación a la propiedad intelectual que se
encuentran en trámite en la Justicia de nuestros tribunales. // RT2
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Apostillas_ Repercusiones del caso Kodama vs. Katchadjian
El engordado retumbaPor Dolores Yomha // [email protected]
Pablo Katchadjian. “Un día, de la nada, escribí en mi libreta:“Engordar textos –p.ej. El Aleph”. Unos meses después empecé a hacerlo.Y fue bastante trabajoso, porque quería permanecer en una posiciónintermedia al engordar: no ser yo ni tratar de ser Borges, es decir, noperderlo a él ni perderme a mí. Sí deslizarme a veces más para uno y otrolado, pero sin llegar a ser paródico –porque no quería eso– ni tampoco,digamos, hostil y agresivo –ya que el texto me estaba recibiendo, habíaque ser amable. Y sí: si El Martín Fierro ordenado alfabéticamente estáhecho por un robot en un minuto, El Aleph engordado está hecho por unartesano a lo largo de varias semanas.” Entrevista a Pablo Katchadjian porJuan Terranova (La Tercera Nº4, 2009).
María Kodama 1. “Tengo que hablar con el abogado cuando vuelva devacaciones. Ahora, yo siento una infinita compasión por esta gente.Porque son personas que resultan impotentes respecto de la creación.”“Con paciencia oriental” por Omar Genovese (Perfil, 11 de febrero de2012).
María Kodama 2. “Ocurre que todo el mundo trata de alcanzarnotoriedad y fama trepando al nombre de Borges de cualquier manera.(...) Yo invitaría que lean a Julia Kristeva y Harold Bloom para que nodigan que ese mamarracho es intertextualidad. (...) Con obras de dominiopúblico es legal. Sin embargo cuando no es así tienes que pedir permiso,hablar con quien tiene los derechos.”María Kodama: Borges era modesto pero mucha gente dice que no porPedro Escribano (La República, 17 de mayo de 2012).
Maximiliano Tomas. “Esta vez, casi todos creen que Kodama fuedemasiado lejos. (...) Es probable que Kodama no haya tenido en susmanos una copia de El Aleph engordado, o sus abogados no hayaninvestigado debidamente (...). Si no fuera porque existe al día de hoy, en
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pleno siglo XXI, la posibilidad de que un escritor argentino sea llevado ajuicio oral por utilizar ciertos procedimientos narrativos que tienen, comomínimo, unas cuantas décadas de existencia, toda esta historia sería algocomo para reírse bien fuerte.”Que nadie se atreva a tocar a mi Borges: María Kodama y la industria deljuicio (La Nación, 16 de abril del 2012).
María Gabriela Cittadini. “En mi carácter de colaboradora y amiga dela Sra. María Kodama desde hace más de 20 años, me dirijo a Ud. enrespuesta al injurioso artículo firmado por el Sr. Maximiliano Tomas. (...)El caso citado en el que la Sra Kodama ha debido recurrir a los tribunalesresulta de la labor de un escritor que ha hecho un uso indebido de la obraborgeana, que no necesita que nadie la “engorde”.”En una carta al diario La Nación.
Gabriela Cabezón Cámara. “Otro caso de intertextualidad que lo tienede protagonista a Borges: un escritor salvadoreño, Álvaro Menen Desleal,escribió un libro que tituló Cuentos breves y maravillosos. El primercuento se llamaba Prólogo de Borges: tomó frases de distintos prólogosde Borges, las mezcló y cambió los apellidos de los autores encomiadospor el propio. Borges se enteró. Y parece que le resultó divertido, ya queescribió: “No recuerdo haber escrito la generosa y acaso justa epístola queme atribuye el señor Álvaro Menen Desleal, a quien no conozco; sospechoque se trata de un ingenioso mosaico de frases mías, tomadas de diversostextos y amplificadas por el mismo señor A.M.D. Ya que el volumenconsta de una serie de juegos sobre la vigilia y los sueños, queda laposibilidad de que mi carta sea uno de tales juegos y travesuras”.María Kodama: juicio a un joven escritor experimental (Clarín, 6 de abrilde 2012).
Ana Longoni. “Confundir con plagio un procedimiento artístico tanhabitual como la apropiación resulta, a estas alturas, inaudito. (...) Sonéstas hace rato las reglas del juego literario, como bien lo sabía Borges,quien sostuvo en varios textos la teoría de que los autores son uno solo,intemporal y anónimo. (...) ¿Cuál es el problema aquí más que la idea de“propiedad intelectual”, tan cara a la modernidad capitalista, a la que seapela como autoridad a la hora de acumular capital (no sólo simbólico) yrestringir la infinita posibilidad de usos y usuarios?Abolir la propiedad (Clarín, 6 de abril de 2012).
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Juan Mendoza. “Si de reescrituras se trata, muchas son las reescriturasde Borges. Entre colegas contemporáneos incluso, como la que hace delcapítulo IV de El juguete rabioso de Arlt. En “El indigno", que está en Elinforme de Brodie. Ahí está esa reescritura. ¿Qué es eso? ¿Borges estáplagiando a Arlt? ¿Lo está homenajeando?Ni el primero ni el último (Clarín, 6 de abril de 2012).
Juan Terranova. “El barroco es un pliegue, no una esencia, y laproteína se aloja entre los músculos, como reserva energética en caso deesfuerzo o necesidad. Doble trasgresión festiva entonces la deKatchadjian. Por un lado, la variación que afecta y juega con el texto ultra-canónico. La segunda, mucho más importante, cierta reivindicación de “logordo” en tiempo de obsesiones dietarias.”Una serie infinita de cambios (Hipercrítico, 1 de septiembre de 2009)
Damián Tabarovsky. “María Kodama ha entablado también, en elpasado, demandas contra otros por calumnias e injurias. Pues nadainoportuno contra ella saldrá de mí. Al contrario, no tengo más que bellaspalabras. Esta es mi catarata de elogios: en este caso, como de costumbre,Kodama vuelve a demostrar su inteligencia superior y su don de gente;vuelve a poner en escena la exquisita sensibilidad estética y literaria quela caracteriza; no hay en ella ninguna actitud protofascista ni brutal; esfalso que no le interese en absoluto la calidad de las ediciones de lasObras completas de Borges –en Emecé y Mondadori– ni la ausencia deaparato crítico ni la fealdad de esos libros; doblemente falso entonces esque sólo le interese la plata y nada más. Jamás me haré eco yo de esaspatrañas.” Cheques, cheques, cheques (Perfil, 4 de febrero de 2012).
Pablo Gasloli. “Mi ejemplar de El Aleph engordado fue comprado enDiciembre de 2011 al precio de $20: $15 era su valor nominal, $5 lacomisión de Nurit. En la postdata del 1º de Noviembre de 2008, quefunciona como epílogo, Katchadjian señala la autoría de Borges. No hayintención de apropiarse de un texto ajeno. Con un lápiz o un marcadorpueden eliminarse los engordes, de modo tal que uno podría leer el textooriginal de Borges. El fabuloso Aleph engordado es dos libros. Una obraliteraria puede ser una obra de arte. Debería serlo.”Help a él (Revista Mancilla N2). // RT2
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Libros & Reseñas
La lógica de lo imposiblePor Alicia Digón // [email protected]
Qué hacer, de Pablo Katchadjian.Editorial Bajo la Luna, 2010. 93 páginas. $52.
Uno puede pensar que Friedrich Nietzsche se levantó ebrio una mañana y
asomándose a la puerta de su habitación, con gesto inconcluso y su particular
bigote, gritó “Dios ha muerto”. Un bigote nietzscheano, un Dios ha muerto y un
Katchadjian con una gran frase inaugural escribe: “el alumno, descontento con
la respuesta, se pone de pie (mide dos metros y medio de altura), se acerca a
Alberto, lo agarra y empieza a metérselo en la boca”. Con esta frase muere el
dios de la linealidad, lo verídico, la conciencia aristotélica y la mesura
novelística. En Qué hacer todo se hace posible desde la lógica de lo imposible.
Hasta los relojes devorados por insectos de Salvador Dalí. ¿Novela? ¿Cuentos
fragmentados? ¿Crónicas tomadas desde una irrealidad? ¿Búsqueda onírica del
sentido llevada al papel alternando la mano izquierda y la derecha como si la
escritura fuera una esfera de colores que de pronto es roja, y después azul y
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luego rotando de mano en mano no está más? Leer es develar para develarse.
Escribir para Katchadjian es apelar al universo del sentido multifacético.
Alberto, su compañero ontológico, es el nexo que va a despertar la sospecha,
sólo la sospecha, de una continuidad. Se inaugura una forma que hace estilo. Se
derrama inquietud y una curiosa voracidad de seguir leyendo. Katchadjian se
mete las frases en la boca, pasa su lengua por ellas, las seca con su gran bigote,
las mima, las reta, las hamaca y las devuelve a su novela convertidas en llamas
inextinguibles, en posibles palomas, que no son necesariamente mensajeras, da
cierta incomodidad placentera con un curioso malestar digno, atroz,
irrespetuoso, alcanzable sólo en el sótano de lo increíble. Es probable que
Katchadjian transite una dimensión distinta de la realidad, mentada como tal,
es probable también que un abalorio lo transite a él, lo más audible es una
prosa poblada de una lógica que se debe transparentar. Pero, cabe una
pregunta, ¿qué lógica? Dijo Friedrich Nietzsche: “Hay siempre algo de locura
en el amor, pero siempre hay algo de razón en la locura”. No está en la escritura
el secreto, está en lo leído. Katchadjian sabe muy bien qué hacer en Qué hacer.
Tiremos el dado y hagamos el resto. // RT2
A oscuras en una islaPor Luz Marus // [email protected]
Gracias, de Pablo Katchadjian.Editorial Blatt & Ríos. 112 páginas. $48.
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Hay que agradecer a Pablo Katchadjian haber escrito Gracias. ¿Es una novela
sobre la esclavitud? ¿Es un tratado sobre la condición humana? ¿Es un relato
de aventuras? Es todo eso y algo más. Katchadjian nos introduce en un mundo
fantástico y a la vez cercano. No sabemos el lugar ni la época, sólo que es una
isla. Pero la forma de hablar de los personajes (“si te parece que no da, no da”),
y los objetos que utilizan (“birome”) nos remiten a Argentina, y más
precisamente, a Buenos Aires. Esta isla, en algún lugar y en algún tiempo, tiene
nuestros códigos actuales; por eso nos resulta tan amena su lectura. Con un
estilo irónico e inteligente, nos atrapa en las profundidades de las reacciones
humanas. Desde las relaciones amorosas, la homosexualidad, el erotismo, la
lealtad, hasta la explotación y la humillación. Katchadjian nos pasea por estos
lugares con un sentido del humor sutil pero contundente. Como guiño, nos
repite frases textuales de su novela, párrafos enteros, (por lo que si estamos
leyendo en un medio electrónico nos hace creer que el dispositivo saltó a la
página ya leída), para recordarnos que es ficción y forma. Estas repeticiones
que no parecen al azar nos hablan del texto adentro de la historia. “Un olor
asqueroso, además, a pescado podrido y a muerte, me había quedado
impregnado en el pelo. Era el olor de la humillación y de la esclavitud” se repite
tres veces. En la tercera cambia la palabra “esclavitud” por “vida oscurecida”.
Su relato en primera persona sobre los infortunios del esclavo remite en un
primer momento a un campo de concentración nazi, y más específicamente, al
libro de Primo Levi Si esto es un hombre. Lejos de ser pesimista y hacernos
creer que no hay salida, Katchadjian nos hace tener cierta mirada de
compasión sobre nosotros mismos, explotadores y explotados, humillados y
verdugos, todos parte de un mismo ser, imposible de ubicarse de un sólo lado.
El desdoblamiento del yo también se hace presente en su novela, al mencionar
un “agujero negro” en el que entran y salen los personajes después de haber
probado unas raíces extrañas. Lo inconsciente, lo oscuro sube a la superficie y
juega con el destino de cada uno. El absurdo de la vida y de la muerte, contado
de manera fácil. En Gracias, Katchadjian nos relata de manera agradable y
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llevadera algo tan complejo como el comportamiento humano y sus
sinsentidos. // RT2
Un género llamado trashpunkPor Mariano Zamorano // [email protected]
Trashpunk, de Ramiro Sanchiz.Ediciones CEC, 2012. 56 páginas. Descarga gratuita en: www.elcec.com.ar
En el libro de Ramiro Sanchiz, Federico Stahl es un escritor uruguayo que lleva
años tratando de crear un subgénero de ciencia ficción al que denominó
trashpunk, caracterizado por ser el sucesor tercermundista del cyberpunk
fundado por William Gibson y Bruce Sterling.
A pesar de su ambicioso proyecto, Stahl no escribe desde su última separación
y se cuestiona el derecho de llamarse escritor. Sin embargo, el encargo que su
amigo Rex recibe de un dealer se presenta como el material necesario para
volver a intentar un cuento trashpunk: Rex deberá dirigirse al departamento de
un viejo bioquímico en el Palacio Salvo y conseguir doscientos gramos de una
sustancia que revolucionará el mundo de las drogas de diseño. Si bien la misión
falla, Rex recibe el ofrecimiento de convertirse en la primera persona en
comunicarse con una inteligencia no humana a partir de la combinación de una
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máquina, un cóctel de sustancias alucinógenas y unas antiparras que lo
conectarán con la realidad virtual.
De esta forma, aunque el viejo bioquímico no logra su cometido ya que la
inteligencia artificial no se percibe “como cosa, sino como ser”, Rex tiene una
experiencia definida como el “psicoanálisis definitivo e instantáneo” que le
permite ver cosas del pasado y ahondar en sus procesos de pensamiento. Desde
este momento, Trashpunk girará en torno a los miedos, las dudas y las ganas
de Stahl de experimentar su propio viaje y así poder retornar a la escritura.
El principal logro de Ramiro Sanchiz en Trashpunk es la victoria en la lucha
que libra su personaje Stahl: a partir del combo tecnología y bajo nivel de vida
propio del cyberpunk clásico, Sanchiz construye una historia protagonizada por
seres marginales, dentro de una Montevideo “colonizada por chicas
reggaetoneras con rollos desbordando de sus pantalones varias tallas por
debajo de la correcta”. En definitiva, escribe en código trashpunk made in
Uruguay, con guiños a Burroughs, Philiph Dick, Jim Morrison y David Bowie.
// RT2
El sol del malPor Sabrina Haimovich // [email protected]
Can Solar, de Carlos Godoy.Editorial 17 Grises, Buenos Aires, 2012. 80 páginas. $40.
Carlos Godoy se hizo conocido por su Escolástica Peronista Ilustrada, un
poemario montado sobre el misterio del peronismo. Ese libro se publicó en
32
2007 y todavía sigue teniendo repercusiones, habrá una reedición este año. Sin
embargo, su apuesta literaria va más allá de la poesía y de la literalidad de los
discursos políticos. Con su primer libro de cuentos Can Solar, Godoy se
sumerge en el turbulento mundo de la vida cotidiana, complejo y misterioso,
con sus accidentes, sus episodios de violencia, sus rumores, sus mañas, sus
perversiones y su incertidumbre.
Los personajes de los cinco cuentos que componen este ejemplar atraviesan
situaciones poco habituales. A un hombre le estalla una vena en la cabeza, una
mujer invita un indio asesino a su casa, un carpintero se pelea con una vieja
loca y le tira ácido muriático en sus plantas y una estudiante de anatomía lleva
un cráneo a una carnicería para que se lo corten. El último cuento es el que le
da el título al libro. Está construido en torno a un misterioso fenómeno de la
naturaleza llamado Can Solar. Éste se produce en algunos lugares al atardecer,
cuando cae el sol y los rayos de luz, que se reflejan sobre los cristales de la
atmósfera, generan la aparición en el cielo de discos brillantes que se mueven y
luego desaparecen o se diluyen en el firmamento. El cuento narra la
movilización de en un pueblo alrededor de este fenómeno y la expedición de
unos niños que van al lago a ver ovnis. La alteración de la rutina tal vez sea una
de las principales características de este libro, en donde la intriga en torno a lo
extraño funciona como motor de la proliferación de historias, el encuentro con
amigos y la aventura. // RT2
La lucha de los no combatientes
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Por Ana Vicini // [email protected]
2022. La guerra del gallo, de Juan Guinot.Editorial Talentura, Abril 2012. 206 páginas.
Masi, el protagonista de 2022 La Guerra del gallo, la primera novela editada
de Juan Guinot, es el reflejo de lo que no pudo ser y de lo que tristemente sí
fue: las heridas y lo todavía pendiente. Guinot, quien publicó el libro Timbre 2
– Velada Gallarda y es antologador del libro de relatos Verso y reverso, ofrece
un enfoque diferente para abordar un tema traumático poniendo de manifiesto
lo absurdo de cualquier guerra, a través del humor y de un relato delirante y
personal.
El libro, impreso por la editorial española Talentura en diciembre del año
pasado y lanzado aquí a fines del mes de abril, cuenta la historia de un “ex no
combatiente de Malvinas”, un preadolescente que, arengado por los
comunicados triunfalistas del último manotazo de una dictadura que se iba a
pique, decide anotarse como voluntario para ir a luchar a las islas. “Remedo de
un Rambo alimentado con dulce de leche, argentino y tercermundista”, como lo
describe el escritor Carlos Salem en el prólogo del libro, Masi entra alucinado
en una carrera hacia la locura. Aunque no resulta convocado, ve al enemigo en
todas partes, traza estrategias y tácticas disparatadas, convencido que tiene la
misión heroica de liberar Malvinas.
La historia recorre todo el camino y el inconsciente de este ex no combatiente
que nunca deja de ser un niño, un personaje simpático e ingenuo; aún cuarenta
años después, decide que en solitario no puede llevar a cabo la gesta de
Malvinas y opta por vengar al enemigo inglés liberando el Peñón de Gibraltar.
Las andanzas por momentos inverosímiles de Masi pasan por escenarios tan
dispares como Buenos Aires, un manicomio, el desierto de Sahara o la ruta del
Paris-Dakar y sirven para retratar una crítica irónica a un pasado que todavía
está presente con sus heridas y un futuro donde la dominación social está en
manos de los medios audiovisuales y las estrategias de marketing. // RT2
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Boedo en Las Varillas
Por Carlos Mackevicius // [email protected]
Sobre Los muertos, de Pablo Giordano.El Mensú, 2012.
Pablo Giordano vive y escribe en Las Varillas, Córdoba. Nueve cuentos
conforman Los muertos, de la editorial El Mensú. Hasta ahí llegan las
coincidencias con los Nueve cuentos de Salinger.
Las historias de estos nueve cuentos son el recorte generacional de un pueblo
cordobés durante la primera parte de la década del 90. Nirvana, los
chillipeppers, Mandiyú de Corrientes, el flipper de Arma Mortal, Bon Jovi.
Marcas de una época que atraviesan las tramas de los distintos cuentos de Los
Muertos. La mayoría de los relatos están escritos en primera persona y los
personajes se van repitiendo a lo largo del libro; lo que cambia es el narrador.
Quien narra en primera en un cuento puede aparecer mencionado de refilón
como un personaje secundario en otro. Así, el libro se construye en un
entramado de personajes y voces, por demás coloquiales, que pasan por el
desamor paterno, el primer sexo, la amistad, la locura y la muerte.
Hay un registro de niñez, de pubertad y de juventud que se va desplazando
según el cuento pero que alterna durante todo el libro. Es difícil no relacionar
35
al Tableta del cuento “El loco de la galera” con el Máximo Disfrute de “El
bosque pulenta” de Fabián Casas. El límite entre la travesura y la maldad, lo
prohibido y lo autodestructivo, la amistad y el sexo, el contexto social y el
destino, es un eje por el que caminan las historias de Pablo Giordano. La
extrema coloquialidad: “el Fede”, “te hizo recagar”, “pa´tras”, “el tele”, “la
mami”, sumada a las muescas cordobesas como el fernet o el perro Albarellos,
no permiten mantener indiferente al lector.
El libro como un todo tiene en la suma de los nueve relatos el mérito de su
unidad y de su registro, aunque cada cuento en sí mismo no encuentra la virtud
que por momentos se perfila como una posibilidad durante varios momentos
de la lectura. Las historias se alejan dejándonos no más que algunas logradas
escenas de melancolía, juventud, y frustración. // RT2
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Entrevista a Diego Vecino
“El libro en papel es objeto delsistema excluyente de laselites culturales”Por Natalia Gauna // [email protected]
Diego Vecino es autor de Flema es una mierda, un ensayo sociológico sobre
la cultura popular y masiva, el plebeyismo, la cultura punk que marcó la década
de los noventa y las venideras. La biografía de Ricky Espinosa es la excusa de
Flema…, y Flema… la excusa de esta entrevista para conversar no sólo sobre el
libro sino también sobre la industria editorial que “se va fundiendo”, el libro en
papel como objeto obsoleto “de prestigio residual”, el rock actual y sobre los
años 2000, “década de avance” y “recuperación de los noventa”.
¿Por qué Flema?
La primera respuesta sería que el rock argentino tiene una larga y muy
desarrollada tradición de compositores lúmpenes desde Tanguito como
momento fundacional, pasando por Luca Prodan, hasta Reno y Los Castores
Cósmicos; incluso más desarrolladas que muchas otras grandes corrientes
musicales de otros países. Otra cosa que tiene Ricky Espinosa es que es el único
compositor lumpen que no escribe canciones conmovedoras o hermosas. Otros
escritores, además de ser muy marginales, tienen una sensibilidad superior y
esa paradoja evidente hace que sean interesantes. En el caso de Ricky Espinosa,
esa sensibilidad es muy rústica y eso lo vuelve interesante. Hace canciones
chotas que él reconoce como una mierda. Esto es una cuestión de autenticidad,
valor supremo del rock. Si tocás música, lo peor que te puede pasar es ser una
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banda careta o un compositor careta. En ese sentido, Ricky Espinosa radicaliza
algunas tendencias de lo que es la idealización del rock.
Vos decís en un momento que su vida fue inexplicable y su muerte
inentendible.
Su vida fue un hecho absurdo, una pasión inútil. Ricky Espinosa refleja el clima
cultural de los noventa. Desde una mirada sociológica muy estricta, todo lo que
se produjo en los noventa reproduce el clima cultural de esos años. Algunas
bandas lo reproducen y lo articulan de manera más acabada y perfecta que
otras. Ricky Espinosa reproduce ese clima porque encarna una tensión
fundamental en los noventa que se genera entre la vida pública y la vida
privada. Esa tensión la reproduce también la política: mientras que Ricky
Espinosa lo hace de forma romántica mediante el suicidio y como un hecho
simbólico fuerte, el menemismo lo resuelve a través del cinismo.
¿Crees que es más fuerte hacer la crítica sociológica y política de
una época determinada basándose en un personaje? ¿Por qué
tomaste una banda como excusa?
Creo que hay muchos libros escritos sobre los noventa y un discurso muy
cristalizado sobre esa época. Por eso no me interesó hacer un repudio a esos
años sino hablar sobre las tendencias culturales que se dieron en esa década y
que emergieron en determinados fenómenos.
Cito una frase de tu libro: “En los noventa todos fuimos punk”.
¿Cuánto hay de cierto y cuánto de ficcionalización?
Hay mucho de exageración. Hay una cosa cierta y es que algunas décadas
construyen una especie de clima cultural muy hegemónico que obtura y asfixia
a las alternativas. Acorde con esto, los noventa tuvieron claramente una
identidad muy fuerte. Esto no significa que la vida se desarrollaba pura y
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exclusivamente bajo el paraguas de ese clima cultural –existían algunas
alternativas por las que transitar– pero sí significa que en algún punto durante
estos años la sociedad se organizó y jerarquizó en torno a determinados
contenidos simbólicos característicos de la época. En ese sentido, el punk fue
una especie de identidad fuerte por esa “barrialidad cabeza”, un punto de
resistencia al discurso hegemónico. En los noventa podías ser un cheto, vivir en
San Isidro pero si fuiste joven posta, fuiste punk, rolinga o alguna otra cosa.
Por otro lado, quise reconstruir el traslado de lo cultural y lo político a la
música. Así como “en los setenta todos fuimos montoneros”, según la frase –
exagerada– de Arico, en los noventa todos fuimos punk.
¿Dónde ubicas hoy la resistencia, si es que la hay?
Hoy no hay resistencia, estamos todos avanzando. Se puede decir que esta
década es de avance, de reivindicaciones largamente pospuestas y de
reincorporación de los sectores que fueron marginados.
¿Hay una música combativa o que se rebela?
Hoy hay una escena musical en que se recuperan tradiciones musicales de larga
duración. Esas que en los noventa alimentaron el punk, el rock chabón, el
heavy metal son reconvertidas como un discurso que vuelve a cantarle a la
integración. Todos los pibes que están cantando son pibes integrados, no
necesariamente desde lo económico, pero sí desde la pertenencia a un ethos
colectivo del cual sentirse parte. Además, Flema es una banda que dejó mucha
descendencia, una banda que en su momento no fue masiva pero que hoy es
influencia de todas las bandas llamadas a redefinir el rock nacional. Flema no
pudo llegar al gran público, no pudo institucionalizarse y formar parte del
canon del rock nacional a pesar de que tuvo las condiciones para dar ese salto.
No lo pudo hacer porque Ricky Espinosa insistió en bardear y rechazar esa
posibilidad.
39
Tu libro circuló primero por Internet y después salió impreso.
La razón es que no lo quería llevar a ninguna editorial por prejuicio. Creía que
no me lo iban a editar y no había ninguna editorial que me interesara
particularmente. Todas las editoriales que conozco tienen un criterio de edición
con el que no concuerdo. Flema es una mierda no es un libro pulcro, prolijo,
sino que habla de punk y putea. No es un libro para una gran editorial porque
no responde a los criterios de formalidad y tampoco al criterio de mercado. Lo
mejor entonces fue subirlo a Internet. Además, creo que progresivamente hay
que sacar el prestigio que te da el libro en papel.
¿Cuál sería ese prestigio y por qué quitarlo?
El prestigio que te da el papel es muy residual, es propio del sistema excluyente
y de cierre social de otorgamiento de méritos, construcción de grandes elites
culturales. El objeto en papel todavía es una cristalización de todos esos
sentidos. Uno supone que cuando llega al libro en papel tiene el aval de todo el
sistema gráfico y el prestigio que le confiere otros escritores que eligen tu obra,
fundado en la acumulación de capital simbólico. Con la llegada de Internet las
editoriales se van fundiendo y la industria editorial, tal como existió en su
época de oro, ya no existe más. Pensar en el libro como objeto que te transfiere
prestigio no me interesa, entonces dije “ya fue, lo subo a Internet”. Después
Walter [editor de Mancha de Aceite] lo leyó en Internet y me dijo “che, yo te lo
edito” y le dije que sí. No hay más misterio.
¿Cambió en algo la recepción del libro una vez impreso?
No. Pero me estás entrevistando vos, me llamaron de la Rolling Stone. En ese
sentido sí funciona porque esos son los circuitos en los que todavía el papel
funciona como credencial de prestigio residual, ya que los medios son muy
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conservadores. Es lo único para lo que sirve el libro impreso: para darte más
difusión fuera de los círculos de consumo de Internet.
¿En qué sentido decís que los medios son conservadores?
La literatura está muy institucionalizada: tiene una universidad, una carrera y
una tradición, y es obvio que esa institución va a ser conservadora. Esto
decanta en la cristalización de ciertas barreras de acceso. Sin embargo, el rock
funciona de la misma manera sin la institución. Lo que te hace entrar o salir
son en parte los pares y en parte el tipo conocido que te legaliza. Pero,
indudablemente, son los medios los que terminan por institucionalizar.
Aunque ya no son masivos, porque en relación con la cantidad de gente que
escucha música tienen muy pocos lectores, sí llegan a las personas correctas, a
los líderes de opinión. El rock aspira a ser la literatura o por lo menos las
instituciones del rock aspiran a ser las instituciones de la literatura.
¿Qué pasa con los sellos discográficos?
Hay dos niveles. El de las grandes discográficas que trabajan a nivel del
mercado y que se alimentan de prestigio aunque no organizan su edición
basándose en este valor simbólico. Después hay otros sellos discográficos
pequeños y medianos que fundamentalmente son sellos que pierden plata pero
que funcionan con la lógica de seleccionar el gran caos de música y legalizar esa
música seleccionada. Hoy la verdad que si no es con este último criterio no
tiene sentido un sello discográfico porque van todos a pérdida.
Hoy se compran menos discos originales. ¿El libro va por el mismo
camino?
Yo creo que sí. Justo ahora estoy leyendo el libro Retromanía de Simon
Reynolds. Es un libro que me sorprendió porque es muy conservador y
nostálgico. Deplora la proliferación de información y la capacidad de acceso a
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la misma. Es re positivo que estén todos los libros a disposición. Igual, no va a
desaparecer la industria editorial sino que va reconfigurarse y, de alguna
manera, va a convivir el libro en papel, como un consumo más de nicho y de
elite, con el libro que circula en Internet como un consumo más pirata cuando
todos tengamos nuestros e-reader. Los libros van a circular como circula hoy la
música. Todo esto si las grandes corporaciones no avanzan. En la medida en
que Internet sea incontrolable es positivo y democratizador. // RT2
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Entrevista a Carlos Godoy
Geografías políticasPor Sabrina Haimovich // [email protected]
Carlos Godoy es poeta, escritor y periodista. Autoexiliado de Córdoba, es el
autor del libro de poemas Escolástica Peronista Ilustrada, que se reedita este
año, y acaba de publicar su primer libro de cuentos titulado Can Solar.
¿Qué lugar le das hoy a la política dentro de tu literatura?
Para mí toda literatura, llamemos “seria” para distinguirla de otra más
pasatista, testimonial o de entretenimiento, es política. Aunque también esa
literatura “secundaria” podría leerse políticamente como una forma coyuntural
o representativa de una determinada época. Hay algunas zonas de mi
producción que trabajan literalmente con el discurso político, y otras zonas
más distanciadas de esa literalidad pero que a fin de cuentas se pueden
enmarcar en determinadas geografías políticas. Los grandes temas siempre son
políticos. Creo que mi favorito es “el padre”.
Pasaste de la Escolástica Peronista Ilustrada a escribir sobre
personajes cotidianos y no tan populares. ¿A qué se debe el cambio?
La Escolástica Peronista Ilustrada es un libro que circuló mucho. Se publicó
hace cinco años, Funes hizo no sé cuántas ediciones y este año se reedita con
dibujos de Daniel Santoro. Es un libro del que todavía se sigue hablando, lo que
es bastante raro para un libro de poesía. Yo creía que escribía narrativa hasta
que me dijeron que lo que escribía era poesía. Mi objetivo en la escritura
siempre fue la narrativa; de hecho los libros de poemas que escribí, excepto el
último que es como una colección de poemas, están estructurados a partir de
un arco narrativo. Distanciarme de la Escolástica Peronista Ilustrada fue
tratar de plantearme desafíos. Podría haberme vuelto viejo diciendo esto es
43
peronista, esto no es peronista. De hecho Charly Gradín alteró el orden de los
factores del leitmotiv de la Escolástica Peronista Ilustrada y escribió un libro
que se llama Peronismo Spam. Es algo que funciona, que se escribe solo.
Quería alejarme de eso, probar otras cosas, tratar de escribir algo que me
cueste.
¿Podríamos pensar que la elección de un personaje como la
estudiante de anatomía refleja una tendencia tuya hacia el detalle?
Esa pregunta toca una zona a la que la crítica quiere entrar pero nunca tuvo el
quorum necesario como para instalarse como un debate en la literatura
contemporánea. ¿Cómo deben escribir los jóvenes? ¿Como Bolaño? ¿Como
Aira? ¿Como Saer? ¿Como Fogwill? ¿Como Levrero? ¿Cómo quién hay que
escribir? O mejor: ¿Cómo hay que escribir? ¿Realismo? ¿Ciencia ficción?
¿Prosa política? ¿Barroco 2.0? Ahí aparece el detalle como elemento
constitutivo del objetivismo, el minimalismo o lo que sería el realismo en la
literatura argentina. Actualmente veo puntas que indican que lo “actual” es
alejarse de esa zona de producción. Pero alejarse de esa zona sería negar el
pathos de la literatura norteamericana, y yo pienso que la única literatura es la
norteamericana y por lo tanto la única forma de escribir.
¿Por qué dejaste de escribir poesía?
Dejé de escribir poemas porque ya no me sale y las cosas que quiero decir están
en otro registro. Lo que tengo ganas de decir no lo puedo decir con poemas.
Hace poco me invitaron a leer poesía y como no tengo ganas de leer lo que
publiqué y no escribí un poema en más de dos años, no me quedó otra que
juntar un par de tweets y ordenarlos en verso.
Con respecto a Can Solar, vos dijiste que es una “colección de
relatos sobre lo buena que es la maldad”. ¿Lo podrías explicar un
poco más?
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Esa fue una boludez que dije en Twitter. Creo que estaba pensando en hacerme
el canchero. No sé si Can Solar es un libro sobre la maldad, ojalá lo fuera
porque me parece un gran tema. A lo sumo hay algunos relatos que buscan
acercarse un poco a esos momentos en los que sin saber por qué nos
terminamos mandando una gran cagada, ya sea sobre los otros o sobre
nosotros mismos que resguarda alguna cercanía con hacer el mal. La maldad es
muy seductora; requiere astucia, pensar y moverse como un animal, resolver
cosas sobre la marcha cuidando de no ser descubierto. Socialmente se tiende a
esconder los actos malignos que uno comete y esa intimidad me parece un
buen nicho para explorar. En conclusión, como le escuché decir a no me
acuerdo quién una vez “yo tengo un montón de problemas” y creo que trato de
escribir sobre eso.
En un texto tuyo titulado “La patria imperfecta” vos dijiste que “la
única patria es la infancia”. ¿Qué sería entonces la adultez?
Esa es una frase que le chorié a Saer. Siempre suelo chorear frases sin
escrúpulos. Una vez sacaron una nota en el diario de Córdoba donde hablaban
de mis poemas y el periodista citó tres versos para sostener su hipótesis de
análisis. Uno de los versos era de Joyce, el otro de Pound y el último de
Benjamin. ¿La adultez? La adultez es la conciencia del dolor. // RT2
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Entrevista a Juan Guinot
La guerra, el humor y la locuraPor Ana Vicini // [email protected]
Juan Guinot nació en 1969 en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Es
licenciado en Administración, Psicología Social y Máster en Administración de
Empresas. Muchos de sus relatos han sido publicados en antologías y revistas
de Argentina, Brasil, Cuba y España. Formó, junto a otros compañeros y
escritores, el colectivo de arte La Compañía, con el que publicaron en 2010 el
libro Timbre 2 – Velada Gallarda.
¿Cómo surgió la propuesta de editar 2022 - La guerra del gallo, tu
primera novela, en España?
Desde el 2007 escribo micro relatos en la revista cubano-española miNatura ,
dirigida por Ricardo Acevedo y Carmen Signes. Durante una presentación de
libros de la editorial Talentura, en Castellón, los editores de la revista
conversaron sobre mis escritos con Mariano Vega, editor de Talentura quien,
ya en Madrid, leyó tres manuscritos de mi autoría y eligió 2022 - La Guerra del
Gallo. Le gustó la temática de Malvinas y la aventura que narro cuando el
personaje, en el año 2022, arma su epopeya para ir a Gibraltar.
¿Cuál fue la recepción de los lectores españoles teniendo en cuenta
que la novela tiene como hecho desencadenante la guerra de
Malvinas y la visión local de un adolescente argentino?
Por lo que me han escrito lectores y he leído en reseñas gusta la historia de
Masi, este ex “no combatiente”. Más allá de que sea argentino, Masi es un loco
bueno, querible, que te enternece hasta las lágrimas y, también, te hace cagar
de risa. El editor me dijo que no quería adaptar mi lenguaje al local, que asumía
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el riesgo. Eso sí, antes de salir, el escritor Carlos Salem, radicado en España, un
maestro de las letras y la generosidad, le dio una lectura. El lector español ve
que en la segunda parte se describe una situación económica y social de Europa
no muy distinta de la que les toca padecer, donde los que mandan están más
locos que Masi y la gente termina siendo un número para sus ecuaciones de
mercado.
¿Cuál fue el disparador de la novela?
Un hecho autobiográfico: con trece años me anoté para pelear en la guerra de
Malvinas. Cumplí trece el 5 de abril y me fui a la Municipalidad de Mercedes, y
me anotaron. Por suerte nunca me llamaron. En la novela cuento la historia de
un chico que se anota para pelear, no lo llaman y, a diferencia de mi caso, se
queda con las ganas de entrar en batalla. Como digo en el libro, Masi es un ex
“no-combatiente”.
La novela cuenta en tono irónico y con toques de ciencia ficción uno
de los hechos más tristes y absurdos de la historia argentina. ¿Cómo
tomaste la decisión de plantear la historia desde ese lado? ¿Te fue
difícil narrar desde el humor y la ironía dada la cercanía temporal
de la guerra?
Es la manera que encontré para sacar algo que me duele mucho. La guerra de
Malvinas es una herida abierta, que se abre más por silenciarla. El tono de
humor dramático me permite descomprimir y para escribir me ayudó mucho.
Lo que me jode me sirve de motor para escribir, intento buscarle la vuelta,
intervenir en lo que me complica. Ahora bien, hacerlo no me asegura curar ni
una herida, pero por lo menos evita que se agrande.
El tema de la locura se hace presente en casi toda la novela, no sólo
a través de Masi, el protagonista. ¿Por qué decidiste tomar el tema
como punto de referencia o camino para narrar la historia?
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Con la experiencia personal de anotarme a los trece años para pelear en una
guerra, ni bien terminada la contienda, hice el primer avistaje de mi locura.
Desde chico siempre imaginé mucho. Los juegos fueron mi gran ámbito de
creación y éxtasis, pero en el terreno lúdico no le hacía mal a nadie: mataba
soldaditos y los revivía cuando quería. Pero lo de la guerra no fue joda, la gente
moría de verdad. Me puso de cara a una realidad donde, a partir de mi registro,
presté bastante atención a la locura individual interconectada a la vincular. La
guerra, matar a otro, resolver una discrepancia por medio de las armas, me
parecen el final del hombre. Llegar a esto es la cota máxima de locura. Lo peor
de eso es que corporaciones y gobiernos viven dictaminando políticas de
muerte, asistimos o somos carne de cañón de guerras explícitas y ocultas, y no
reaccionamos. De ahí es que hablo de la locura vincular, juegos de pares
dialécticos para sostener un estado colectivo, para mi gusto, enfermo.
Presentaste la novela en España a fines del año pasado y,
recientemente, acá en Buenos Aires y en Mar del Plata en el marco
del Festival Azabache. ¿Qué balance hacés de estas experiencias?
Lo de España fue maravilloso. Fueron dos presentaciones en Madrid y una en
Castellón. En Madrid estuve con los escritores Carlos Salem y Marcelo Luján, y
en todas con mi editor, Mariano Vega. A Castellón quise ir porque allí, en la
librería Argot, fue donde empezó el camino editorial de la novela. La novedad
es que ahora en julio vuelvo, ya que me invitaron junto con la novela a
participar en la Semana Negra de Gijón. Lo de Azabache fue para sumarme al
género negro desde la ciencia ficción. Presenté mi novela y también participé
junto a otros escritores de una charla sobre Philip Dick. El Festival es
impresionante, lo recomiendo y espero regresar el año que viene. Lo que hacen
los organizadores es de otro planeta. En Buenos Aires la presentamos a fines de
abril en FM La Tribu, en el bar y en directo por el programa Acá no es de
Marcos Almada, Hernán Brignardello y Daniela Pereyra. La presentación fue el
programa de radio dedicado a mi novela y fue todo a los cuetes, con ritmo de
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radio. El formato me encantó, y ahí mismo dimos una primicia: La Guerra del
Gallo va a teatro. Ya escribí la versión teatral, un monólogo, y será dirigida por
Mauro Yakimiuk y protagonizada por Martín Amuy. // RT2
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Entrevista a Mauricio Murillo
Nuevos nombres a lo queentendemos por realidadPor Victoria Cotino // [email protected]
Mauricio Murillo (La Paz, 1982) es boliviano y escribe sobre el mar. La
Editorial El Cuervo editó este año Los abismos posibles, su primera novela. Allí
narra los viajes de Tariq, el personaje principal, pero también de Natalie Wood,
James Bond, Sam Spade y hasta Alf. Por su relato “El torturador” (Editorial
Gente Común, 2011) ganó el Premio de Cuento Franz Tamayo.
¿Cómo fue el proceso de creación de Los abismos posibles?
La primera idea que tuve fue la de escribir un cuento de un personaje que le
tiene miedo a lo oscuro del fondo del mar. Por algo azaroso pensé en la ciudad
española de Santoña, y fue este espacio el que me reveló por donde seguir y
hasta dónde extenderme, o sea, que de cuento se convirtió en una novela corta.
Por lo azaroso fueron apareciendo figuras y temas que completaban de a poco
la trama y las imágenes que quería construir. Santoña, por ejemplo, me dio el
personaje de Juan de la Cosa. No me acuerdo cómo llegó la ciudad de Tánger,
pero también a partir de ésta, e insisto en lo fortuito, aparecieron otras líneas
que seguir. Mientras pensaba en la novela y en estos espacios navegaba mucho
por Internet y veía mucha tele; ahí también encontré ideas que me atraían. El
proceso de escritura fue rutinario, ya que trabajé de la misma manera que
trabajo al escribir todo tipo de textos: bastante desordenado, a intervalos muy
cortos, copiando y pegando información, leyendo todo lo que creo que me va a
servir a la hora de escribir, realizando esquemas largos y complejos que me
permitían ver hacia donde iba la novela. La elaboración de estos últimos, los
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esquemas, es uno de los procesos que más disfruto de la escritura. Luego la
redacte más o menos en un tiempo breve. Meses después hablando con mi
buen amigo Fernando Barrientos, editor de la Editorial El Cuervo, planeamos
la publicación. La corregí (no tanto como hubiera querido), le cambié el título,
a instancias de mi editor, y listo.
¿Cómo se iba a llamar?
El título original era Los rumores salvajes. Pero por un tema de repetición
(“salvajes” en Bolaño, Oloixarac, Di Giorgio) mi editor me sugirió cambiarlo.
Pensé durante un tiempo sin encontrar algo que me ganara; le puse Los
abismos posibles y se publico con este título.
Además de los personajes principales, en tu novela aparecen Natalie
Wood, James Bond y Sam Spade. ¿Qué rol juegan?
Cada figura que aparece creo que juega roles distintos y ambiguos. Tal vez la
figura que une toda la novela es Tariq, el personaje que se podría denominar
como principal, aunque no sé si esto sea tan así. De las figuras que me nombras
creo que la más importante es Natalie. Hubo algo que me cautivó en su historia
y que me dieron ganas de contar desde mi propia mirada. Pero la aparición de
Natalie también tuvo algo de azar. Sabía del misterio de su muerte y de las
versiones que habían en torno a ésta, pero recién cuando vi en Biography
Channel, creo, que era hidrófoba me di cuenta que el personaje casaba perfecto
con lo que quería escribir. Otros personajes aparecen porque representan tal
vez ciertos deseos, por ejemplo el de la valentía en Bond. Pero creo que las
distintas figuras que están en la novela, y que muchas pasan casi ocultas o muy
sutilmente mostradas, no se podrían encasillar en un solo objetivo. Influencian
de distintas maneras la escritura, y la mayoría de las veces no cierran nada,
sino que proyectan líneas que el lector seguirá y que no concluirán. Por ejemplo
la figura de Alf, que creo que aparece de manera muy ambigua y que no
resuelve ninguna idea o escena. Hay también otras figuras que no son personas
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en sí pero que tal vez funcionan como personajes, el fútbol por ejemplo, o el
azar, o la literatura misma (en un copy-paste que se marca tipográficamente).
Entre estos últimos espacios creo que es importante el del alcohol. A partir de
éste se tienden relaciones complejas entre personajes, pero también de éstos
con su entorno y con el mundo. La borrachera representa un espacio
privilegiado en la novela.
En tu tesis La villa es sueño le das otra visión a los conceptos de
“parodia”, “intertextualidad” y “plagio” en la novela. ¿Cuáles de
ellos encontrás en Los abismos posibles?
Varias veces intenté pensar qué relaciones había entre mis escritos
“académicos” y ficcionales. Creo que van cada uno por su lado, pero no podría
ser tajante con esto. Varias cosas que pensé y reflexioné y leí al momento de
hacer mi tesis de licenciatura (que es de 2006) se me quedaron hasta ahora; en
realidad fueron intereses que cargué por años y que muté o completé con el
tiempo y con otras lecturas. La parodia y la intertextualidad son dos conceptos
centrales para la literatura de todas las épocas, pero creo que también, a veces,
se los ve como algo estático o fácil de definir. En mi tesis traté de darle una
vuelta a esta seriedad, en vez de dar respuestas cerradas me parecía más
divertido y productivo volver indeterminado esto y ponerlo en crisis. Surgió de
esta manera el concepto del plagio, que en todo caso no es mío y se lo robé a
Piglia. Siguiendo a Tarantino, un escritor se vuelve más interesante cuando
roba, no cuando hace homenajes o pastiches sosos que no se alejan del texto
original. Lo que la mejor literatura, o la que me interesa más, ha hecho es
tomar algo escrito y darle una vuelta y reescribirlo. Pero habría que diferenciar
el robo vago de la búsqueda de una escritura propia que vuelve a nombrar el
mundo y el universo de manera distinta. Creo que en mi idea del plagio la
actualización y reformulación de un lenguaje son centrales. El copy-paste del
que hablo no me interesaría si en esta experiencia no se cargara de nuevos
sentidos lo que se escribe. La literatura que vale la pena en el fondo intenta
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darle nuevos nombres a lo que entendemos por realidad; proyecta el mundo y
lo hace menos aburrido y menos definido.
En tu cuento “El torturador” escribís sobre Argentina: sobre
Leopoldo Lugones (hijo y padre), la última dictadura. ¿De dónde
nació tu interés por nuestro país?
En realidad en Bolivia se consume mucho lo que se produce en Argentina (no
sólo libros, también programas de televisión, fútbol, música, carne, etc.). Para
ser más claro, en Bolivia se consume mucho de todo el mundo. Como nadie nos
tira nada de bola, nosotros tenemos que mirar hacia afuera para no
desconectarnos de lo que pasa. En mi vida he debido leer casi tanta literatura
argentina (o francesa o estadounidense) como boliviana. No sé si esto sea lo
óptimo o no, pero sé que mientras un escritor argentino ha leído Borges, Arlt,
Fresán, los escritores bolivianos leemos eso y también a Saenz, Cerruto,
Camargo, Wiethüchter, que son escritores de mi país. No sé si esto es bueno o
malo, es nomás, y no habría que tratar de darle más vueltas. Es por esto que la
literatura argentina es una influencia muy importante en mi escritura. Aparte
creo que en Latinoamérica compartimos rasgos comunes de los cuales nos
podemos apropiar como queramos. Mi cuento nace, de nuevo, de encontrar
azarosamente un tema que me cautivó en Internet: el mito urbano de que
Leopoldo Lugones hijo inventó la picana. Luego imaginé al personaje y su
relación con la tortura. Así inventé la trama y traté de construir un personaje
sórdido y complejo, que disfrutaba experimentar y conocer el cuerpo. También
me sirvió la lectura de Las fuerzas extrañas. No es la historia ni de un país ni
de una época, sino de un personaje y su búsqueda oscura. // RT2
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Las licencias Creative Commons
La era de la reproductibilidadPor Marcela Zena // [email protected]
Allí donde no había marco legal que tuviera en cuenta la forma de pensar y
difundir contenidos en Internet, las licencias Creative Commons
propusieron valores jurídicos alternativos al copyright permitiendo especificar
públicamente qué permisos le otorga un autor a su obra contemplando sus
futuras reinterpretaciones y usos.
Las licencias dependen de cuatro condiciones; a partir de seis combinaciones
posibles, el creador especifica si permite el uso comercial y si permite
modificaciones de su obra; todas las combinaciones exigen la condición de
reconocimiento. Aquellos que usen contenidos protegidos por alguna licencia
CC están obligados a respetarla o acordar con las condiciones de esa licencia.
Creative Commons (o “bienes comunes creativos”) permite a los autores dejar
en claro qué derechos prefieren proteger y cuáles eligen ceder. Mientras el
copyright se ocupa de restringir y regular los permisos “todos los derechos
reservados”, las licencias CC proponen “algunos derechos reservados”. Este
enunciado puede resultar vago y caer en la misma lógica que critica pero
intenta proveer un punto medio entre los dos extremos: controlar todos los
derechos o ninguno. Como dice Lawrence Lessing, uno de sus fundadores, se
ubican en el medio: “una manera de respetar el copyright pero que posibilite
que los creadores liberen los contenidos de la manera que les parezca más
apropiada”.
La adopción de las licencias CC no ha sido masiva. Su aplicación se encuentra
en mayor medida ligada a proyectos colaborativos, en el marco de una cultura
del remix donde la figura del autor tiende a disolverse. La mayor aplicación se
da en aquellos casos donde se desea la reutilización bajo condiciones
específicas, especialmente en los campos audiovisuales, donde puede existir un
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trabajo en conjunto. Por el contrario, la adopción de las licencias CC resulta
incipiente en el campo literario moderno, donde la colaboración autoral carece
de una tradición que sí se encontraba presente en la antigüedad. En una
dinámica signada por la firma individual y el lucro editoral, persiste la duda si
las licencias son o no funcionales al copyright tradicional.
Hace más de una década que las licencias CC fomentan la posición creativa de
permitir usos más flexibles para las producciones bajo licencias; hasta el
momento, son las que mejor han entendido las maneras de hacer, compartir y
difundir el trabajo colectivo y la generosidad inherentes a la red. // RT2
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Proyecto BiblioFyL
La propiedad digitalPor Mariano Bello y Mariano [email protected] // [email protected]
BiblioFyL es un proyecto desarrollado por estudiantes de la facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires a partir del 2007
destinado a resolver las dificultades para conseguir los materiales de estudio,
ya sea por costos inaccesibles, por haber quedado fuera de circulación de
mercado o no ser importados a Argentina. La biblioteca, una simple colección
de links, tras haber sido dada de baja en septiembre de 2009 a raíz de una
intimación legal que llegó al host donde estaba alojada por violar las leyes
11.723 de Propiedad Intelectual y 25.446 de Fomento del Libro y la Lectura,
volvió a estar en pie con otro servidor en 2010 y en 2011 se fusionó con la
página del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras.
Revista Tónica entrevistó a Evelin Heidel, quien dio el puntapié inicial del
proyecto. También conocida como Scann, Evelin forma parte de EDEFyL,
proyecto editorial lanzado a principios de mayo de este año por estudiantes de
la facultad. EDEFyL surgió con la idea de que los autores tuvieran la libertad de
elegir qué tipo de licencia Creative Commons deseaban para sus textos, con el
objetivo de posibilitar la descarga gratuita de sus libros, encabezados por
Citadme diciendo que me han citado mal: material auxiliar para el análisis
literario, el primer título publicado.
¿Cuál es el origen de BiblioFyL?
Estaba aburrida en mi trabajo en una empresa de digitalización de documentos
y decidí digitalizar mis apuntes y compartirlos en Cleopatra, una lista de correo
que había montado Augusto Trombetta, donde había muchos estudiantes de
Letras. Empecé a participar en el foro y después fue creciendo el tema del
56
intercambio de apuntes y de archivos. Creo que nadie se pone a pensar cosas
como “voy a armar un sitio para hacer traducciones colaborativas de series
norteamericanas”. Este tipo de cosas surgen cuando te das cuenta que la
plataforma te queda chica y empezás a ver cómo hacer para que eso esté mejor
organizado. La BiblioFyL nace de la necesidad y depende de la participación de
la gente. Si a mí hace cinco años alguien me decía “vos vas a terminar
construyendo escáneres” yo me le iba a cagar de risa, pero ahora es un poco lo
que hago. Tiene esa espontaneidad y obviamente tenés que estar aburrido en tu
casa, pero además tiene que ver con las cosas que fomenta el ocio. El ocio te
fomenta buscar algún tipo de disfrute cultural o de entretenimiento.
¿Cómo está la legislación de propiedad intelectual argentina con
respecto a las necesidades educativas?
Está atrasada. Hay ciento ochenta y seis países que están asociados a la
Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, de esos ciento ochenta y seis
solamente veinte no tienen excepciones educativas y para bibliotecas; entre
esos veinte está Argentina. Con eso se genera un círculo vicioso porque
nosotros no tenemos excepción educativa, pero a la vez todas estas
asociaciones de gestión colectiva son las mismas que presionan para que no la
tengamos. Un ejercicio que no se está haciendo es ver cuánto de lo que
supuestamente administra CADRA (Centro de Administración de Derechos
Reprográficos de Argentina) finalmente lo financió la universidad. En
Argentina la universidad pública y el CONICET le paga a los docentes y a
investigadores. Acá la mayor parte de los fondos de las investigaciones
provienen de organismos públicos, pero la universidad pública no se puso a
hacer las cuentas como sucedió en Brasil. Un grupo que se llama GPOPAI sacó
un libro que se llama El mercado de los libros técnicos y científicos en Brasil.
Descubrieron que la universidad paga casi el noventa y siete por ciento de la
financiación de un libro, la investigación, el sueldo del docente, el lugar de
trabajo, mientras que la editorial paga el tres por ciento pero se queda con los
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derechos de propiedad intelectual sobre su investigación. No hace falta hacer
una investigación sobre eso; en el mundo se sabe desde hace muchísimos años,
y de ahí surgen movidas como el Open Access y demás. Desde los años setenta
en la universidades y bibliotecas viene habiendo movidas de ese estilo, pero
recién ahora algunas de esas cuestiones empezaron a salir a la luz producto de
la masivización de Internet.
¿Cuál es el objetivo de las leyes de propiedad intelectual?
El objetivo de la propiedad intelectual es promover el progreso de las ciencias y
las artes otorgando un monopolio determinado. El tema es cómo entendemos a
la ley de propiedad intelectual. Tiene principios estéticos, filosóficos, jurídicos y
económicos. Cuando uno empieza a separar cosa por cosa se da cuenta que hay
que juntarse a discutir varias cuestiones. Por ejemplo, que vos tengas un
derecho a la personalidad, a la atribución directa de tu obra va por un carril
distinto a que vos tengas derecho a la retribución. No tiene nada que ver un
derecho con el otro. El plagio no es un problema económico, es moral. Que vos
sientas que tus ventas caen, eso sí es un problema económico. Un fallo
conocido a principios de siglo XX fue el de los Podestá cuando llevaron al
teatro Juan Moreira. Hicieron su adaptación pero nunca le pagaron a la viuda
de Gutiérrez, entonces la viuda exigió en juicio una suma por el tema de la
representación. El juez dijo que a la viuda de Gutiérrez nunca se le había
ocurrido representar la obra de esa forma por lo tanto no tiene derecho
legítimo sobre esa representación particular y además no ha demostrado que
había un perjuicio económico. Hoy por hoy eso parece inaplicable.
¿Qué alternativa plantea el copyleft frente a las leyes de propiedad
intelectual?
El copyleft comienza a surgir en los ochenta gracias a Richard Stallman. Es el
creador de lo que se conoce como GNU Linux y por otro lado de la General
Public License para software. Él trabajaba como programador en MIT y ve que
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cada vez surge más el tema de compartir el software con sus compañeros. Él
plantea que hay que buscar una solución para que el software no quede en
manos de las corporaciones. El software tiene dos partes: el código fuente, que
es legible para humanos y el código objeto, que sólo lo lee la máquina y son
representaciones de ceros y unos. Stallman lo que no quería es que ese código
fuente quede cerrado como técnicamente lo permitía el código máquina. Frente
a esta idea la General Public License establece cuatro libertades esenciales para
el software: 1) utilizar el programa para cualquier propósito; 2) estudiar cómo
funciona el programa y modificarlo adaptándolo a tus necesidades; 3)
distribuir copias del programa y 4) mejorarlo y hacer públicas esas mejoras. El
copyleft nace del mismo derecho que garantiza el copyright. La ley de
propiedad intelectual de Argentina expresa en el art. 2 que el autor tiene el
derecho de disponer de su obra de cualquier forma. En ese “disponer de su
obra de cualquier forma” está el reclamo también de la posibilidad que tiene el
autor: en vez de dar restricciones sobre la obra, puede otorgar permisos de
manera previa sobre de la obra. Por lo tanto, con el copyleft las restricciones
son abiertas.
¿En qué lugar queda Argentina frente a los cambios tecnológicos?
Hoy por hoy, bajo la legislación que tenemos, prácticamente toda la población
argentina es delincuente porque ¿quién no se bajó un archivo? Nosotros lo
pensamos con las fotocopias porque es una situación cotidiana pero hay cosas
que por técnica pasan a volverse obsoletas. Vos entrás a un sitio web y te dice
“Todos los derechos reservados, prohibida su reproducción total o parcial”,
ingresás a ese sitio desde tu máquina y eso que ves no es el sitio web tal cual es,
porque si no tardaría un montón en cargar. Eso está en un caché que baja una
copia a tu disco duro y cachea la página, y ahí estás generando una copia. En
virtud de la técnica generaste algo que va en contra de la ley. Nadie te va a
hacer juicio por eso porque sería ridículo, pero evidentemente hay un mundo
donde incluso cuando vos no lo quieras hacer vas a violar la ley. // RT2
59
Apostillas_ Descarga gratuita
Los libros de arenahttp://cecso.org/bibliosoc.html // BiblioSoc. La biblioteca virtual del C.E.C.So.
(Centro de Estudiantes de Sociales)
http://cefyl.net/drupal/ //BiblioFyL. La biblioteca digital de los estudiantes de
filosofía y letras.
En castellano
www.librodot.com
www.derechoaleer.com
www.bibliobarracas.com.ar
www.elaleph.com
www.jacquesderrida.com.ar
En inglés
http://bartleby.com
http://openbookproject.net
http://www.gutenberg.org
http://library.nu
http://books.google.com
Más páginas
http://redalyc.uaemex.mx //Red de Revistas Científicas de América Latina y elCaribe, España y Portugalhttp://www.scielo.org.ar/scielo.php //Biblioteca científica electrónica online
https://lab.hackcoop.com.ar //Hacklab, la biblioteca popular de Barracas
http://diybookscanner.org //Armá tu propio escaner de libros
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Sección #CopiaOcultaEntrevista a Ramiro Sanchiz
El virus de la narraciónPor Leticia Martin // [email protected]
¿Cómo hiciste para escribir ocho libros a los 33 años?
Según Juan Manuel Candal voy a morir a los 45 años, pero yo no me fiaría
mucho de ese pronóstico. Me resulta curioso pensar ahora, en retrospectiva,
que todos son del 2008 para acá. Cuando empecé con Stahl, personaje de
varios libros míos, me tomó dos años acumular cientos de páginas de nada. Las
tiré y empecé de nuevo. Escribí 01.lineal, después Perséfone y algunos cuentos.
Ahí fue cuando agarré envión. El otro día comentaba con mi amigo Rodolfo
Santullo, que ahora publica un libro de cuentos con Llantodemudo Ediciones,
de Córdoba, que cuando termino de escribir algo como mucho me paso un día
sin escribir.
¿Leer es una actividad paralela a escribir?
Cuando estoy escribiendo leo poco y rápido: unas horas nomás, de noche o
después de almorzar. Ponerme más serio con la lectura me implica
invariablemente escribir menos. En verano me iba a Piriápolis, por ejemplo, y
me pasaba leyendo del viernes al domingo.
¿Usás alguna droga para escribir?
No. ¡Ni café tomo! Estoy tratando de bajar un poco la ansiedad. La marihuana
me pone muy ansioso también, por eso dejé de fumar hace ya unos años. Tomo
té de tilo, ese tipo de cosas de vieja que, por ahora, un poco me resultan.
61
¿Escribís conectado?
Sí. Cancelo los procesos paralelos cuando veo que hay algo especial en lo que
estoy escribiendo. Corto FB, MSN o lo que sea. De todas maneras la distracción
es fundamental. Yo vivo en un perpetuo estado de semi distracción que me
permite escribir y ver lo que escribo al mismo tiempo. Como en dos líneas
paralelas, casi diferidas, una especie de canon.
¿Cuándo se es escritor?
Me parece que los escritores que “dan cuenta” de las cosas son los que se
portan bien. No me interesa ser ese tipo de escritor. Cuando se vio algo y se
sabe que hay que escribirlo; cuando no se puede vivir salvo en la escritura;
cuando abrís un largo juicio a las palabras, cuando sentís que lo que estás
diciendo está entre comillas, o peor, cuando sentís que estás pensando entre
comillas. Lo de los premios es lo menos relevante en lo que pueda pensar.
Antes escribía para ganar minitas, pero luego me di cuenta de que con la
música era más fácil.
¿Qué efecto querías lograr cuando elegiste narrar los flashbacks en
Trashpunk?
Me pareció que era una manera de interrumpir un poco el relato lineal. La
primera versión del texto la escribí en una sentada en dos días, pero era mucho
más corta y en plan Stahl rememorando, como otro fascículo más de su
autobiografía. No me convenció, así que empecé a tocar cosas y a introducir la
otra trama, la de las vecinas. En algún momento me gustó eso de poner
“Flashback 1”, sin transiciones ni continuidad. Aparte me gusta la palabra
“flashback”. Era un gran videojuego que tuve en la primera PC que me compré,
hace ya tiempo.
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¿Qué es el Salvo y qué querés representar ahí?
El Salvo es un edificio muy icónico de “Tontovideo”; acá lo odiás o entrás en
toda la mística boluda del Montevideo sesentero rescatado por los tipos que
tocaban Canto Popular en los ‘80. Curiosamente en Buenos Aires hay un
edificio del mismo arquitecto, Mario Palanti, que está en Avenida de Mayo: el
Palacio Barolo. Me gustaba esa cosa medio de nave espacial rococó. Rock-cock-
có. El Salvo es un lugar feo, yo medio que detesto esa parte de Montevideo, la
Ciudad Vieja, es como un cliché pegado a la calle y en estado avanzado de
descomposición después de tantos años.
¿Cómo se gana la vida un escritor bastante publicado del otro lado
del Río de la Plata?
Laburé hasta hace poco haciendo tareas de edición en una ONG, pero es algo
bastante zafral, que tengo año tras año entre marzo y septiembre u octubre. El
año pasado por alguna razón las cosas se extendieron y estuve hasta hace poco
ahí; ahora retomaré más cerca de fin de año. Mientras vivo de ahorros y
curritos varios, como escribir reseñas.
¿Por qué decidiste publicar en la editorial del CEC en formato
digital?
Me convenció Juan Terranova; yo antes quería una edición de lujo, tapa dura,
papel de alto gramaje, ilustraciones y todo eso. Pero de un día para el otro me
compré un Kindle y publiqué Trashpunk. En realidad me da lo mismo papel o
digital; creo que lo que importa es la vida de los textos. Aunque me encantan
los libros de papel y cartón, y pienso seguir acumulándolos toda la vida, pienso
que un texto que podés descargar gratis tiene otro tipo de existencia: te pueden
leer quién sabe dónde, gente a la que no llegarías con el sistema más simple de
edición. Por ejemplo, uno de mis editores en Montevideo no puede hacer entrar
sus libros a Buenos Aires, por lo que mi última novela se quedó acá, pese a que
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unos cuantos lectores argentinos la estimaron, quizá más que muchos
uruguayos. Esa es la vida de esa novela hasta ahora. Con Trashpunk pasa otra
cosa. Los textos deben circular.
¿Cuánto hay que corregir un texto antes de publicarlo?
Tenés que corregir, pero tampoco me sirve lo que hizo Fernanda Trías: se pasó
10 años para volver a publicar la misma novela, que me encanta, pero
retrabajada y nunca sabré si mejorada o empeorada. Una vez que publiqué
igual puedo seguir corrigiendo ese texto. Me gusta que convivan versiones
levemente diferentes de todos mis textos. Trashpunk, por ejemplo: hay una
versión en la Revista Axxón que fue considerablemente cambiada en la edición
del CEC. La publicación no hace sino fijar un momento en la vida del texto, que
podrá evolucionar para otros lados desde mis manos y desde las lecturas de la
gente a la que le llegue. Dejo de lado el sentido más simple de que cada lector
sigue trabajando en el texto: me refiero al trabajo sobre mundos ficcionales. No
te puedo decir que “aspiro” a eso, porque no está en manos de nadie, pero
envidio mucho a Lovecraft en ese sentido. Hay escritores que quieren volver a
lo que hizo otro antes y continuarlo. Bach se pasaba estudiando la obra de los
compositores anteriores y con eso sacaba material para sus obras más
ambiciosas, de las cuales también sacaba melodías que usaba a su vez en otras
obras; luego de muerto Bach otros compositores tomaron esas líneas y
siguieron adelante el proceso. En última instancia no importa Bach, ni
importan esas líneas: importa la trama, el relacionamiento. En el último libro
de Juan Manuel Candal hay un cuento que escribimos a cuatro manos; la idea
básica era suya, pero me las arreglé para meter a Stahl. Me encantaría que mi
literatura fuera un virus que entre en otros libros y los infecte para producir
más copias de sí mismo, copias que pueden mutar y evolucionar. Eso es lo que
pretendo breve y resumidamente. Ese es “mi programa”.
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Me estás hablando de un virus que infecte la literatura universal. A
nivel virtual, un virus te destruye la máquina.
Justamente se habló tantas veces de “romper” la literatura… ¿Qué más nos
queda? ¿Qué otra literatura vale la pena infectar? Si encima están todas
conectadas. La literatura uruguaya, para empezar, no existe: son un montón de
señores y señoras que escriben; la argentina es la que está más cerca. // RT2
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Sección #Matraca
Charla sobre La Cámpora en la Feria del Libro
“Iván Heyn me confesó quesu sueldo le daba vergüenza”Por Francisco Dalmasso // [email protected]
La periodista y escritora brindó una charla en medio de un clima tenso. Entró
custodiada por dos guardias de seguridad que terminaron siendo tres. Los
militantes kirchneristas se quedaron afuera del predio tocando el bombo. Una
jubilada la persiguió y le dijo “cagona”.
“Se ahorcó Iván Heyn”, le avisa Jorge Fernández Díaz desesperado por
teléfono, el 20 de diciembre del año pasado. Laura Di Marco entra en shock y
estalla en llanto. Aunque Díaz la consuela, ella no deja de llorar. Sucede que
antes de suicidarse con un cinturón, el subsecretario de Comercio Exterior le
había revelado detalles íntimos de La Cámpora. Esos datos fueron claves para
despertar el testimonio de otros militantes que se “desencantaron” de la
militancia kirchnerista. Luego investigó el entramado oculto del partido y eso le
trajo conflictos, por eso hace un año que no tiene “vida privada”. Cada vez que
sale necesita guardaespaldas; hoy sus elegidos son Carlos Pagni, Jorge
Fernández Díaz y Eduardo Fidanza. Di Marco ingresa –levanta las cejas y estira
su cuello como gallina– en la sala Leopoldo Lugones, en el marco de la Feria
del Libro 2012 en la Rural. La gente la aplaude y silba. ¿Será porque no tiene
corpiño? Todos se sientan en una mesa. Dos guardias de seguridad custodian el
escenario y hablan por walkie talkie. Tocando tambores al canto de “Néstor
Vive” están afuera del predio algunos militantes de La Cámpora que la vieron
llegar. Di Marco lo sabe, pero se tranquiliza y muestra una complicada sonrisa
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de plástico. Soporta todas estas tensiones para poder dar una charla sobre el
libro que le enseñó a “perseguir sus sueños y deseos” y se titula: “La Cámpora.
Historias secreta de los herederos de Néstor y Cristina Kirchner”.
“Di Marco escribió para todo el mundo. Yo la conocí en la revista Somos.
Éramos una revista maravillosa y, naturalmente, ¡fracasamos!”, se ríe
Fernández Díaz; es el primero en hablar sobre la autora, y también es el
primero en bajarle la autoestima. Haciéndole honor a su carrera periodística
manifiesta que “Laura es una astilla periodística de ese palo, no hay caso”.
Después de decirle “fracasada” entre líneas, se da cuenta que debe reivindicarla
y dice: “Ella hizo lo que muy pocos pueden hacer: un gran best seller en la
Argentina” y enseguida vuelve a acusarla: “Laura me obligó a leer todo su
libro…”. Díaz muy rápido la redime diciendo: “Al final me acostumbré a leer el
libro, porque cada vez que lo agarraba me apasionaba”. Una vez que logra
estabilizarse emocionalmente, escupe una frase larga y coherente para
finalizar: “El texto es un punto de discusión y demuestra quiénes son estos
jóvenes con poder. Laura no renunció a su sensibilidad, nunca se casó con
nadie por eso soportó toda clase de estupideces”. Díaz se refiere a la carta que
días atrás publicó La Nación, donde se revela que a través de un mail interno la
coordinación de La Cámpora solicitó a sus seguidores que “no promocionen el
libro de la autora”.
Con su mirada inescrupulosa, Carlos Pagni agarra el micrófono como si fuera a
cantar y expone: “No voy a hablar del libro La Cámpora. Laura hablará con
más autoridad e interés que yo”. Desinteresado por el libro, el periodista del
diario La Nación focaliza su discurso sobre la neurosis de la autora: “Sólo con
ansiedad como iniciativa se puede escribir este texto. Sus niveles de ansiedad
son adelantados para la profesión, pero no sé si sirven para la vida privada”. Di
Marco se toca la oreja, se acaricia el arito rojo y mira la puerta de la sala.
Alguien se está moviendo. Los guardias de seguridad se miran entre sí, pero no
pasa nada. Sólo un celular que suena. Pagni muestra la frente llena de surcos,
levanta sus hombros y se pregunta de manera retórica: “¿Las amenazas de La
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Cámpora serán un rasgo político o psiquiátrico?”. Cualquiera que ingrese a la
sala podría pensar que es un congreso de psicología. Es entonces cuando el
historiador cambia el eje del análisis y decreta: “La Cámpora es la primera
incorporación de desaparecidos en política. Ellos construyeron una cofradía
que incluye un proceso de memoria sin futuro. Son poderosos y están en la
clandestinidad. Militan rozando lo infantil, simulan ser de izquierda y son
jóvenes de 40 años”. Queda pensativo mientras juega con la tapa de la botella
de agua que tiene enfrente y remata: “Si ellos no son jóvenes, yo estoy perdido”.
Cuando Eduardo Fidanza se da cuenta que llegó su momento de hablar,
rápidamente teclea en su notebook, cierra la tapa y balbucea: “Agradezco a
Laura por permitirme expresarme en el libro. El rigor que ella utiliza es una
relación de intercambio intelectual” y dudoso sigue improvisando: “Hay un
fenómeno de herida, de tragedia. El libro es un desenmascaramiento relativo
de La Cámpora porque los personajes son tratados con cierta simpatía”. Di
Marco espía si Fidanza cerró la notebook realmente. El periodista retoma y se
da cuenta que llegó el momento de elogiarla: “Laura tiene una apertura mental
grande que permitió que este best seller sea atractivo a un proyecto político al
que le faltaron más interpretes y menos soldados. Hay que tener en cuenta que
es un partido que funciona como fenómeno posterior a la toma de poder”.
Fidanza se acaricia el pelo canoso, se acomoda los lentes y concluye: “La
Cámpora está en la intersección de un Estado social y una actitud política
radicalizada. Ahí pretende estar Cristina copiándole a Evita. Esa es la diferencia
con Perón que siempre se puso en un lugar secundario. En cambio Cristina se
deja llevar por su partido”.
Sobrevuela en la sala un aire del público que quiere disturbio. Laura Di Marco
endereza su espalda y mira a los que comparten el panel junto a ella: “Gracias
chicos, estoy custodiada por expertos”. Abajo del escenario, uno de los guardias
se acomoda la gorrita. “No voy a hablar sobre la gente de La Cámpora”,
advierte y pone las manos sobre el celular. Luego explica: “Este libro comenzó a
mis 17 años. Mi viejo me había regalado el libro Montoneros, la soberbia
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armada, de Pablo Giussani. Cuando lo leí entendí que quería escribir un libro
así”. Desde ese momento la periodista fue uniendo “hilos invisibles” que la
desafiaron a escribir La Cámpora. Pero cuenta que no le fue sencillo: “En los
90 yo era periodista, pero no militaba. Un día me mandaron a cubrir un evento
a un lugar que me anticiparon como ‘un lugar nostálgico, lleno de ideales’ y
utilizaron otras palabras que acá no puedo utilizar. Ese lugar era Río Gallegos y
allí Néstor y Cristina gestaban el embrión de La Cámpora”. Se detiene, lo mira
a Díaz y como si fuera su representante y le indica: “Vos cortame porque pierdo
noción de lo que hablo. Cortame si hablo mucho, en serio...”. Díaz la mira
rígido y sostiene su pera con el dedo índice. La periodista se incomoda y decide
finalizar hablando de la muerte que la hizo llorar: “Iván Heyn me confesó que
su sueldo le daba vergüenza. Antes de ser una figura del kirchnerismo, él tiraba
piedras en Plaza de Mayo. Hay que entender que no es un hecho aislado sino
que es el resultado de una falsa identidad”. El público se enciende en un solo
aplauso. Todo termina.
Mientras el público se desconcentra, una señora de jogging que lleva un chal
transparente en su cuello grita: “¿No se permiten preguntas?”. Di Marco recibe
unas flores, se da vuelta y da una entrevista a TN haciendo oídos sordos a los
aullidos de la señora: “¡Quiero hacerte una pregunta! ¡Contéstame!”. La mujer,
rendida, se acerca a este cronista y dice que se llama Edith Merlo, que tiene 71
años, que es jubilada y “ama al peronismo y a Cristina”. Y se desquita: “Esta Di
Marco es cagona, no contesta nada, querido”. Mientras Merlo me habla, la
escritora se escapa al stand de Sudamericana para firmar ejemplares. Cuando
Merlo se da cuenta pregunta: “¿Dónde se fue la loca?”. Se acomoda el chal y
sale a buscar su víctima. Se topa con una fila larguísima y esperanzada busca a
Di Marco. Pero se desilusiona cuando ve a Viviana Canosa firmándole
autógrafos a dos mujeres excedidas de peso. “¡La puta madre che!”, putea y
cuando gira la cabeza, observa a Di Marco sentada firmando. Abre los ojos y
hace la cola detrás de las nueve personas que esperan ansiosas que les firme.
Los guardias ahora son tres. Uno bosteza. Merlo se acerca a la autora y con
69
tono irónico dice: “Me quedó una duda, Laurita: ¿La Cámpora es una cofradía o
es sólo un grupo de muchachos militantes?”. Tres chicas se paran atrás de Di
Marco y le dan indicaciones a una rubia con cámara: “¡Dalé, sacá la foto,
nena!”. Di Marco se distrae, pero contesta: “Mirá, los de La Cámpora tienen
buenas ideas, pero les cuesta practicarlas…”. Entonces Merlo bombardea: “Te
perdono, querida, ¡pero en el próximo libro dejá preguntar!”. Di Marco no
alcanza a contestarle y la señora da media vuelta y se pierde entre la gente. Di
Marco se agarra la cabeza con las dos manos y suspira. Por lo menos hoy no le
tocó llorar. // RT2
70
El Aleph engordadoPablo Katchadjian
O God! I could be bounded in a nutshell, and count myself a King of infinite space, were it not
that I have bad dreams.
Hamlet, II, 2
But they will teach us that Eternity is the standing still of the Present Time, a Nunc-stans as the
Schools call it; which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-
stans for an Infinite greatness of Place.
Leviathan, IV, 46
La candente y húmeda mañana de febrero en que Beatriz Viterbo finalmente
murió, después de una imperiosa y extensa agonía que no se rebajó ni un solo
instante ni al sentimentalismo ni al miedo ni tampoco al abandono y la
indiferencia, noté que las horribles carteleras de fierro y plástico de Plaza
Constitución, junto a la boca del subterráneo, habían renovado no se qué aviso
de cigarrillos rubios mentolados; o sí, sé o supe cuáles, pero recuerdo haberme
esforzado por despreciar el sonido irritante de la marca; el hecho me dolió,
pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella,
Beatriz, y que ese cambio era el primero de una serie infinita de cambios que
acabarían por destruirme también a mí. Tenía ya, un poco debido al calor y
otro poco a mi nerviosismo, el cuello de la camisa completamente húmedo; me
saqué la corbata y, como ofreciéndole el gesto al fantasma de Beatriz, la tiré a la
basura; inmediatamente me arrepentí y estuve a punto de meter la mano en el
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cesto para rescatarla. «Cambiará el universo infinito pero yo no», pensé con
melancólica vanidad autoindulgente, una vanidad autoindulgente que también
me generaba una vergüenza doble cuando la descubría responsable de actos
como el que acababa de realizar. Alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había
exasperado a Beatriz hasta el punto del vituperio; muerta, yo podía
consagrarme a su memoria, sin esperanza pero también sin humillación. Los
insultos y burlas que tanto me habían dolido desaparecían con ella; justamente,
la corbata preferida de Beatriz era ahora el símbolo del comienzo de su segunda
muerte. La interpretación me animó, aunque sólo se trataba de un paliativo
para no sufrir la pérdida de una corbata tan fina. Consideré que el 30 de abril
era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su
padre sedado y ausente y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un
acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el
crepúsculo de la abarrotada salita verde con paredes forradas de seda rosa, de
nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos. Beatriz Viterbo, de
perfil, en colores, cansada; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921;
Beatriz en los carnavales de 1922 disfrazada de sirena, rodeada de hombres, la
primera comunión de Beatriz. Beatriz, el día de su boda con Roberto de
Alessandri, ya arrepentida aunque alegre. Beatriz, poco después del divorcio,
en un almuerzo del Club Hípico, rodeada de hombres y caballos; Beatriz, en
líneas duras, dibujada por Dela-Hanty en 1925; Beatriz, en Quilmes, con Delia
San Marco Porcel y Carlos Argentino (Daneri); Beatriz, desnudada por un
pintor cubista; Beatriz, con uno de sus supuestos novios; Beatriz, con el
pequinés negro que le regaló Tití Villegas Haedo Rawson; Beatriz con fondo
futurista, aún joven, con un libro brillante entre las manos; Beatriz, de frente y
de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón… No estaría obligado, como
otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros
cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar a escondidas para no comprobar,
meses después, que estaban intactos. Un día, incluso, aburrido y con buena
72
voluntad, llegué a cortar las páginas de algunos libros que no habían sido
regalo mío.
Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces, no dejé pasar un 30 de abril sin
volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco
o veintiséis minutos; cada año aparecía un poco más temprano y me quedaba
más tiempo; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que
invitarme a comer y ofrecerme una cama para pasar la noche. La cama estaba
sucia, pero yo dormí contento. No desperdicié, como es natural, ese buen
precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho, con un alfajor santafesino y un
vino patero; con toda naturalidad me quedé a comer y luego, con la excusa de
que mi casa estaba siendo pintada, me quedé a dormir. Así, en aniversarios
melancólicos y vanamente eróticos, recibí las graduales confidencias de Carlos
Argentino Daneri, que invariablemente aparecía en mi habitación a las cinco y
cinco de la mañana y me preguntaba varias veces, con volumen creciente, si
dormía; luego me tocaba escucharlo semiconsciente por una hora hasta que me
levantaba, me vestía y desayunábamos juntos. A la cuarta vez descubrí que
había quedado prisionero de un ritual anual que me disgustaba; el disgusto, de
a poco, fue pasando del ritual a Carlos Argentino; sólo pude disfrutar del ritual
anual que me disgustaba; el disgusto, de a poco, fue pasando del ritual cuando
Carlos Argentino se convirtió para mí en alguien ya del todo insoportable y, por
lo tanto, irremediable y especial.
Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada como una torre italiana:
había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un
principio de éxtasis racional, una decisión involuntaria; Carlos Argentino es
rosado, considerablemente rosado, canoso, de rasgos finos y afilados. Ejerce no
sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible, húmeda y desordenada de
los arrabales del Sur; es autoritario y lúcido, pero también es ineficaz y necio;
aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su
casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación
italiana sobreviven en él; cuando habla mueve las manos como si quisiese hacer
73
circular el aire viciado; cuando se enoja se pone colorado y sus rasgos, podría
decirse, engordan; curiosamente, esos rasgos engordados resultan mucho más
atractivos que los finos y filosos originales. Medité mucho sobre esto sin llegar
a conclusiones firmes hasta que, medio en broma, o al menos sonriendo, hojeé
en mi biblioteca la primera y probablemente única edición (París, 1663) de la
obra de Peruchio dedicada entre otras cosas a la fisiognomía y llegué, por azar,
al dibujo correspondiente al tipo del «extravagante» que si bien no se parecía
en nada a Daneri en estado de reposo sí resultaba sorprendentemente similar
al Daneri engordado.
¿Qué más se puede decir de él? Su actividad mental es continua, apasionada,
versátil y del todo insignificante; es capaz de resumir en pocas palabras los
libros más complejos de un modo que uno llega a preguntarse si realmente
fueron alguna vez complejos. A causa de este perverso ejercicio suyo me vi
obligado a releer libros que había olvidado para descubrir que,
paradójicamente, la complejidad seguía ahí a la vez que el resumen de Carlos
Argentino era preciso. Sobre esto no medité, lo atribuí al misterio. Siempre, por
lo demás, abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como
Beatriz) grandes y afiladas manos hermosas de pianista vienés. Durante
algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por
la idea de una gloria intachable; o quizá por ambas cosas: por la gloria
intachable de sus baladas. «En vano te revolverás contra él; no alcanzará, no, la
más inficionada de tus saetas: todas sus comas son perfectas.» Cuando hablaba
de esta forma afectada ese italiana se transformaba en un ceceo que anulaba la
afectación, como si él mismo tratara de burlarse de su tono. Era, a pesar de
todo, una estrategia inteligente, aunque tenía consecuencias. Un día, antes de
despedirme hasta el año siguiente, maliciosamente se lo hice notar; se retiró
sin saludarme. Al año siguiente parecía haber olvidado el asunto; no me sentí
responsable por la agudización del ceceo.
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor y al vino patero una botella
de coñac del país de Paul Fort. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y
74
emprendió, al cabo de unas copas, una desbordada vindicación del hombre
moderno.
—Lo evoco —dijo con una animación algo inexplicable aunque predecible— en
su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad,
como la de Montaigne, quizá, pero cuadrada, provisto de teléfonos, de
telégrafos, de fonógrafos, de banderines, de aparatos de radiotelefonía, de
bolígrafos, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de luces amarillas, de
glosarios, de horarios, de prontuarios, de posters coloridos, de botines…
Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro
siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las
montañas, ahora, convergían sobre el moderno Mahoma hasta aplastarlo. Lo
gratuito e inadvertido de su herejía me hizo sonreír. Pero tan ineptas me
parecieron, de todos modos, esas ideas, tan pomposas y tan vasta su
exposición, que las relacioné inmediatamente con la peor literatura de la época;
con demasiada pedantería, le dije que por qué no las escribía y publicaba un
librito. Previsiblemente molesto, respondió ceceando y con los rasgos un poco
engordados que ya lo había hecho, que esos conceptos, y otros no menos
novedosos, figuraban en el Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba
desde hacía veinte años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora y barata,
siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad, y
que su extensión le impedía pensar en un librito: ya tenía más de mil páginas.
Luego, satisfecho con la confesión aunque nervioso, me reveló su método como
si de un secreto se tratara: primero abría las compuertas a la imaginación;
luego hacía uso de la lima; finalmente, soplaba. El gran poema se titulaba La
Tierra; tratábase de una descripción del planeta en la que no faltaban, por
cierto, la pintoresca digresión, el lujo lingüístico y el gallardo apóstrofe.
Entusiasmado, ceceando y ya notablemente engordado, agregó que tampoco
faltaba la literatura. La palabra quedó resonando alrededor nuestro: yo quedé
confundido. ¿Qué quería darme a entender? ¿Se trataba de un ataque
personal? ¿Su nariz había tomado la forma de dos bombones pegados y
75
semiderretidos; los párpados se habían hinchado como los de esos peces del
jardín japonés, hasta cubrir por completo los globos oculares. No podía verme,
y eso lo alentó para estirar las manos, también gordas y blandas, y tocarme la
cara. Me corrí, asqueado. Oí sonidos que salían de sus labios inflamados.
«¿Qué Carlos? No te entiendo», le dije, liviano y todavía sobrador. Pero
inmediatamente sentí vergüenza y culpa por su estado. ¿Por qué había dicho
eso del librito?
En un intento por deshincharlo, le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera
breve, brevísimo, de la gran obra. Le expliqué que su descripción me había
entusiasmado y que no me iría sin oír más no fuera dos versos cortos. Luego de
mentir así sentí que enrojecía de vergüenza; paralelamente, Carlos Argentino
empezaba a deshincharse. Con manos todavía gomosas abrió un cajón del
escritorio y sacó un alto legajo de hojas gruesas de block estampadas con el
membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur que se le cayeron y
desparramaron por el suelo; me agaché para levantarlas y, ya en el piso,
descubrí mi torpeza; él las había dejado caer a propósito. Cuando me paré y se
las alcancé, vi que el placer de la venganza lo había deshinchado del todo; ya
era el mismo de siempre, fino y filoso. Me miró con arrogancia y leyó con
sonora satisfacción:
He visto, como el griego, las urbes de los hombres divertidos,
Los trabajos, los días de varia luz, el hambre y el lamido;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres, escribo,
Pero el voyage que narro, es… autor de ma chambre, amigo.
—Estrofa a todas luces interesante —dictaminó el pedante—. El primer verso
granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, del tratadista,
cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión pública
que por esta vez recibe mis caricias con la adjetivación del final; el segundo
pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del
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flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un
procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie,
lista o conglobación; el tercero —¿barroquismo, decadentismo, vanguardismo;
culto depurado y fanático de la forma o del contenido?— consta de dos
hemistiquios más o menos gemelos alterados por la autorreferencia final, pura
metaliteratura; el cuarto, francamente bilingüe, mediante la frase engarzada
me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu amigo sensible a los
desenfadados y bajos envites de la facecia, ¿se entiende?, del chiste. Nada diré
de la rima rara y delicada ni de la ilustración que me permite, ¡sin pedantismo
ni grosería!, acumular en cuatro versos tres… no, cuatro alusiones eruditas que
abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda
a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los
ocios de la pluma del saboyano y la cuarta a un gran poeta del país amazónico…
Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el
scherzo liberador, por más que no nos guste. ¡Mirandolina! ¡Forlipopoli!
¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!
Mientras en mi cabeza resonaba desagradablemente el nos de su «no nos
guste», Carlos Argentino me leyó y releyó muchas estrofas que también
obtuvieron su aprobación y su comentario profuso y desbordado. Nada
realmente memorable había en ellas; ni siquiera las juzgué mucho peores que
la anterior. Que todavía las recuerde no me hace dudar de lo olvidable de los
versos; más bien me obliga a reflexionar sobre la capacidad de selección de mi
memoria. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el
azar; luego, el azar, la resignación y la aplicación; siempre doble y espejado, en
ese orden. Las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores, sin duda,
aunque esto permitía elaborar y sospechar toda una teoría de la inspiración. ¿O
era que la crítica sólo tenía lugar cuando la literatura se retiraba? Misterio…
Comprendí, de todos modos, que el trabajo del poeta no estaba en la poesía;
estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable;
naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para los
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otros. ¿Aunque no ocurría a veces eso también? ¿No era posible pensar en
poetas que se tomaban ese trabajo y tenían éxito en modificar la obra para los
demás? Porque si no, ¿creía yo en la inspiración, así, sencillamente, y en la
objetividad del trabajo del crítico? Estaba, además, la forma del recitado. La
dicción oral de Daneri era extravagante y por momentos ceceante; su torpeza
métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema.1
Una sola vez en mi vida he tenido ocasión de examinar los casi quince mil
dodecasílabos del Polyolbion o quizá Poly-Olbion, esa epopeya topográfica en
la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la
minería, la historia militar y monástica de Inglaterra, basándose, sobre todo, en
la Britannia, de William Camden. La primera parte se publicó en 1612 y la
segunda junto con la primera en la edición completa de 1622; esa edición, que
es la que pude consultar esa única vez en casa de H., un coleccionista, incluye
una ilustración que cada tanto vuelvo a ver en sueños. Es la correspondiente a
los ignotos condados de Glamorganshire y Monmouth-shire, que si bien resulta
similar a otras del mismo libro y de otros libros de la época, tiene algo que
inexplicablemente me perturba y me produce una alegría oscura. En todo caso,
estoy seguro de que el Poly-Olbion, es producto considerable pero sabiamente
limitado a lo que se proponía —en palabras del propio Drayton: «a
chorographicall description of this renowned Isle of Great Britaine»—, es
muchísimo menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino.
Éste, más ambicioso e ingenuo, se proponía versificar toda la redondez del
planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de
Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un espacio oculto e
1 Recuerdo, sin embargo, estas líneas de una sátira en que fustigó con rigor a los malos poetas:Aqueste da al poema belicosa armadura blandaDe erudición; estotro le da pompas y galas, guirnaldas.Ambos baten en vano las ridículas alas y mandan…¡Olvidaron, cuitados, el factor HERMOSURA EXTRAÑA!Sólo la duda sobre la cacofónica rima final y el temor de crearse un ejército de enemigosimplacables y poderosos lo disuadieron (me dijo) de publicar sin miedo el poema.
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irregular dentro de un ladrillo hueco de una de las paredes de su casa, un
gasómetro al norte de Veracruz, las columnas de un templo pagano de
Armenia, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción,
algunos grabados pornográficos hechos por presos de la Isla del Diablo, la
quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calle Once de Septiembre, en
Belgrano, el interior y exterior de una casa de masajes de Ámsterdam y un
establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton.
Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos
largos e informes octodecasílabos con apariencia de alejandrinos estirados
carecían de la relativa agitación del alarmante prefacio. Copio una estrofa que
recuerdo:
Sepan. A manoderecha del poste rutinario que me gusta
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste de cemento)
Se aburre la osamenta —¿Color? Blanquiceleste muy incierto—
que da al corral de ovejas catadura de osario y vida injusta.
—¡Dos audacias —gritó con exultación— rescatadas, te oigo mascullar, por el
éxito! ¡Más de dos! Lo admito, lo admito, son muchas. Una, el epíteto
rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente
a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las Geórgicas ni nuestro ya
laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra,
en el mismo verso, la confesión del poeta de que esa rutina le gusta, de tal
forma que el rechazo en una primera instancia de lo bucólico se convierte así en
una aceptación plena pero subjetiva, y, por lo tanto, definitivamente moderna y
hasta masoquista. Una tercera, que me hincha el orgullo, la inclusión
sorpresiva, totalmente novedosa la mires por donde la mires, del cemento en
un paisaje campestre. Una cuarta: el enérgico prosaísmo se aburre una
osamenta, que el melindroso amanerado querrá excomulgar con horror pero
que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril y argentino. Todo el
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reverso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio, si
puedo llamarlo así, entabla animadísima charla con el lector; se adelanta a su
viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface… al instante,
para luego al final (incierto) dudar del dato dado: aquí el masoquista se vuelve
sádico. ¿Y por qué me dices de ese hallazgo, blanquiceleste? El pintoresco
neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje
australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del
boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más
íntimo el alma de incurable y negra melancolía. Eso no me impide, de todos
modos, incurrir en la denuncia existencialista de la opresión por medio del
paralelismo entre la falta de libertad en un corral y la insatisfacción de los
hombres con sus vidas: injusticia y muerte, eso es el último verso.
Hacia la medianoche, agotado, me despedí hasta el 30 de abril siguiente.
Pero no fue así. Dos domingos después, estaba jugando con las variantes del
famoso soneto combinatorio de Quirinus Kuhlmann cuando Daneri me llamó
por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me desagradó un poco al
atender escuchar su voz filosa: en mi imaginación, esos aparatos habían sido
diseñados para el coqueteo entre hombres y mujeres. Para empeorar mi
sensación, Daneri me propuso que nos reuniéramos a las cuatro «para tomar
juntos la leche», y luego de un silencio que adjudiqué a su sadismo agregó: «en
el continuo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri —los
propietarios de mi casa, recordarás— inaugura en la esquina; confitería que te
importará conocer». No, no me importaba, pero sin saber por qué acepté
rápidamente, con más resignación que entusiasmo pero también, supongo,
como un modo de tomar alguna iniciativa en ese encuentro. Noté enseguida,
sin embargo, que mi velocidad de respuesta había sido prevista por Daneri.
Llegué muy agitado al salón, con ímpetu estudiado, necesitado de restablecer
mi figura vagamente dominante en la relación. Nos fue difícil encontrar mesa;
el «salón-bar progresista», inexorablemente moderno, era apenas un poco
menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas, el excitado público
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mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri.
Quinientos, seiscientos, setecientos… «Hablan de miles», me aclaró Carlos
Argentino guiñándome el ojo. Luego fingió asombrarse de no sé qué primores
de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía de memoria) y me dijo con
cierta severidad, inadecuada a la situación y al comentario:
—Mal de tu grado habrás de reconocer, Borges, que este local se parangona con
los más encopetados de tu querido Flores.
Le respondí que sí poniendo cara de que no. ¿Mi querido Flores? Agregué
después que si se parangonaba era sólo porque no era más que una imitación, y
los primeros a la vez una imitación de otros lujosos locales europeos: si éste y
los de Flores se parecían, no podía decirse de los de Flores y los de Europa. Me
miró ofendido, y estaba por retrucar cuando vimos que una mesa se
desocupaba. Corrimos desesperados a sentarnos, pero antes de llegar notamos
lo desagradable de nuestra conducta, por lo que bajamos un poco la velocidad y
permitimos, con frases y gestos corteses, que una pareja de ancianos
falsamente elegantes se sentara. Nos miramos, Daneri y yo, primero dudosos y
luego contentos. El intercambio de sonrisas se interrumpió antes de volverse
incómodo cuando descubrimos una mesa que se estaba desocupando casi en la
otra punta del salón. Esta vez no corrimos, aunque caminamos lo más rápido
que se puede caminar sin correr. Estábamos a dos metros de la mesa cuando
vimos a dos hombres acercándose desde el otro lado. No dudé en dar un salto
para alcanzarla; ante las caras de sorpresa de los dos hombres, nos sentamos.
Daneri me dijo que no me creía capaz de actos de ese tipo. Agregó, luego, que a
su parecer el arrojo que antes se exigía a los hombres en las guerras y los duelos
se exhibía ahora en situaciones cotidianas. «Y no deberíamos quejarnos ni
sufrir por eso», insistió. Miré hacia fuera del local y vi a los dos hombres
parados. Daneri tenía razón: con la cabeza baja, parecían soldados vencidos
dándose ánimos mutuamente. Volvió a hablar: «Se necesita valor, es
indiscutible, incluso para no temerle al ridículo». Había vuelto el sádico, y no
me asombró por lo tanto lo que vino después: me releyó, sin preguntarme si
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deseaba escucharlo, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido
según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió
azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra
lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero
de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal… Celeste le parecía
poca cosa; no así cielino. Rojo era invariablemente carmesí, bermellón o
granate, lo que no estaba mal, pero ¿qué se podía pensar del cambio de
conversión por convertición? ¿Y de amigo por contertulio? ¿Y la llamada por
llamamiento, agua por fluido, libro por vademécum? ¿Lugar por sitio? ¿Barco
por embarcación? ¿Auto por vehículo? ¿Casa por hogar? ¿Frialdad por
gelidez? ¿Cara por rostro? ¿Lámpara por Luz? A pesar de todo, su objetivo,
me dijo, era sonar espontáneo. Le pregunté cómo se proponía lograr eso. No
me respondió y se quedó mirando por la ventana. Insistí, un poco irritado, y lo
interrogué acerca del cambio de silueta por figura, pero él no se inmutó:
parecía ido. Sentí que Daneri estaba perdiendo la estabilidad emocional. Eso lo
hacía más interesante, y noté que incluso me daba algo de envidia: yo era
incapaz de perderla; los poetas la perdían. Entendí que en eso consistía su
espontaneidad: era capaz de hacer cualquier cosa que quisiera. Yo, por el
contrario, seguía asociando la idea de espontaneidad a cierta reminiscencia
coloquial en la sintaxis o a una pureza emocional no artificiosa en la elección
léxica, pura retórica estandarizada de lo espontáneo. Era una estupidez: la
verdadera espontaneidad consistía en armar una retórica propia de la
espontaneidad sin pensar en los otros. Su depravado principio de ostentación
verbal era espontáneo; mis correcciones y observaciones, amaneradas y
pretenciosas. De todos modos, yo no era un practicante de la espontaneidad, y
no estaba seguro de querer serlo.
Denostó después con amargura a los críticos literarios y a los periodistas
culturales; luego, más benigno, los equiparó a esas personas «que no disponen
de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadoras y ácidos
sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a otros el sitio
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de un tesoro». Luego agregó: «El problema es que por lo general indican mal»
Nos reímos. Acto continuo censuró la prologomanía, «de la que ya hizo mofa,
en donosa prefación del Quijote, Miguel de Cervantes Saavedra, el Príncipe de
los Ingeniosos». Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra
convenía el prólogo vistoso y derrochador, el espaldarazo firmado por el
plumífero de garra, de fuste y de banca. Reconoció que eso lo avergonzaba pero
que debía pensar en su trascendencia y olvidar su orgullo: «Si hago ahora una o
dos cosas inofensivas que me disgustan, quizá en el futuro próximo pueda
disfrutar de cierta felicidad y reconocimiento, e incluso de un poco de gloria.
Acordarás conmigo en que vale la pena». Sin meditarlo, dije que sí. Agregó que
pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la
singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su
pedantesco fárrago. Me incomodó el orgullo que sentí y rápidamente exhibí
una negativa cortés y expliqué que no me consideraba merecedor ni capaz. Pero
mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración
rencorosa y disfrutando de la humillación a la que me sometía, que no creía
errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos
por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba como
correspondía, prologaría con embeleso y brillo el poema. Vi que había caído en
una trampa: él había esperado a que yo me excusara como prologuista para
luego pedirme un favor que, en falta, sin fuerzas y avergonzado, no podría sino
aceptar. Dije que sí, que lo haría. Para evitar el más imperdonable de los
fracasos, continuó, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos;
la perfección formal y el rigor científico, «porque ese dilatado jardín de tropos,
de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa
verdad». Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.
«¿Distraído?», pregunté, ya convertido en trapo viejo. «¿Vamos», me
respondió con una sonrisa, mientras se paraba. Y estaba sacando dinero de mi
bolsillo cuando agregó: «Yo invito».
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Asentí, profusamente asentí, como un loco. Después aclaré, mayor
verosimilitud e intentando recuperar un poco de dignidad, que no hablaría el
lunes con Álvaro, sino el jueves; en la pequeña cena que suele coronar toda
reunión del digno Club de Escritores. (No hay tales cenas ni podría haberlas,
pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos
Argentino Daneri podría comprobar en los diarios y que dotaba de cierta
realidad a la frase. Mentirle, además, me devolvía valor y humanidad.) Dije,
entre adivinatorio y sagaz y liviano, que antes de abordar el tema del prólogo,
describiría el curiosa plan de la gran obra, y remarqué la palabra gran para que
él notara que me estaba burlando. Él lo notó y yo vi cómo se hinchaban un poco
la nariz y el cuello. No pude ver más porque nos despedimos; al doblar por
Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me
quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de
Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla, hacerla aparecer
ante él, entre nosotros, con familiaridad) había elaborado un poema que
parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos,
ambos ya de por sí infinitos; b) no hablar nada con Álvaro y hacerme el tonto
con Carlos Argentino; c) escribir un prólogo ambiguo y sutilmente crítico, y yo
mismo entregárselo a Daneri con la firma falsa de Álvaro, que yo sabía hacer;
d) pedirle al hermano de Álvaro, Andrés Melián Lafinur, un oscuro contador no
muy lúcido, que hiciera un prólogo y lo firmara «A. Melián Lafinur»; e) escribir
a dúo con Álvaro un texto que destruyera las pretensiones de Carlos Argentino
con la esperanza de disuadirlo de la publicación; f) decirle a Daneri que Álvaro
espera el manuscrito, retenerlo una semana y luego devolvérselo diciéndole que
Álvaro lo consideró de un realismo de mal gusto y, en tanto ensayo de
duplicación del universo, frívolo y naif, ya que lo real no nos es dado ni resulta
nunca del todo nombrable. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b. Lo
acepté y opté entonces yo también por b con la alegría de quien esquiva una
decisión incómoda.
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A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Esa
inquietud no la había previsto: ¿cómo explicaría mi desidia? Me indignaba,
también, que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de
Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas
de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Luego recordé que el teléfono que
había reproducido a Beatriz no había sido este, que era nuevo y claro, sino uno
anterior, de baquelita negra, que había dejado caer al piso poco después de su
muerte. Este recuerdo me perturbó. ¿Lo había hecho a propósito? Me había
llevado mucho tiempo animarme a comprar uno nuevo, y ahora me daba
cuenta de que para mí los teléfonos no sólo estaban asociados a la voz femenina
sino específicamente a la voz de Beatriz, y que si eso no podía volver a ocurrir,
¿debía entonces abandonar la idea de usar normalmente un teléfono? ¿Y debía
resignarme a que este teléfono quedara identificado con la filosa voz de Carlos
Argentino? Decidí lo siguiente: si él volvía a llamarme, destruiría este teléfono
con decisión, tal vez con un martillo. Felizmente, nada ocurrió —salvo mi
decepción de que nada ocurriera—; luego la siguió el rencor inevitable que me
inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me
olvidaba.
El teléfono perdió sus terrores, y logré incluso que una amiga de mi hermana
con una voz similar a la de Beatriz me llamara regularmente para hablar de
cualquier cosa. Las charlas duraban pocos minutos, pero el efecto era benéfico.
Y todo marchaba adecuadamente cuando, a fines de octubre, Carlos Argentino
me habló.
Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio: todo se oía engomado.
Pensé inicialmente que se debía a un desperfecto técnico y golpeé suavemente
el teléfono; luego entendí la frase «indignante cosmogonía adocenada». Le dije
que se calmara y volviera a llamarme en diez minutos. Cuando lo hizo su voz
había mejorado considerablemente, no así su agitación. Con tristeza y con ira
balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, progresistas baratos y
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usureros, so pretexto de ampliar su desaforada confitería y su cuenta bancaria,
iban a demoler su casa.
—¿Qué casa, Carlos?— pregunté, tratando quizá de mostrarle que esa casa era
para mí de Beatriz.
—¡La casa de mis padres, ay mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay!
—repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía—. Esto pasa por ser inquilino.
Es inexplicable que nunca nadie haya pensado en comprar. La familia tuvo
buenos momentos, pudo haberse hecho… Fuimos la decadencia, mis padres
vivieron en la jactancia.
No sólo pude evitar reírme sino que, de hecho, no me resultó muy difícil
compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un
símbolo detestable del pasaje del tiempo y de su incómoda finitud; además se
trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz, como el
teléfono de baquelita negra. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi
interlocutor no me oyó. Insistí. Me respondió que no podía en ese momento
pensar en la baquelita. Dijo luego que si Zunino y Zungri persistían en ese
propósito absurdo y capitalista, el doctor Álvaro Zunni, su abogado, los
demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil
nacionales o más, quizá incluso tanto como para comprarles la casa de una vez.
Agregó que podía resultar incluso que acabara quedándose también con el
salón-bar.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una
seriedad proverbial, aunque también se sabía de casos dudosos y de criminales
que gracias a él seguían en el oficio. A la vez me asustó: por imposible que
pareciera, ya la idea de que Carlos Argentino comprara la casa me producía una
envidia negra, y si había alguien capaz de concretar el milagro, ése era Zunni.
Interrogué, con tono calmo, si éste se había encargado ya del asunto. Daneri
dijo que le hablaría esa misma tarde por teléfono. La palabra teléfono me hizo
temblar. Luego Daneri agregó, con malicia, que Zunni siempre se había
entendido con Beatriz. Estuve a punto de cortar, pero en lugar de eso hablé:
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—¿Qué significa entendido? Zunni debe andar por los noventa años…
—¿Significar? Bueno, pienso posibles estrategias. Necesito a Zunni
comprometido en esto como sea. ¡No reconozco límites en esta batalla!
—¿Pero qué se sabe de Zunni con Beatriz? Nunca oí nada sobre eso…
Hubo un silencio. Luego vaciló y, con esa voz llana, impersonal, a que solemos
recurrir para confiar algo muy íntimo, cambió de tema: dijo que para terminar
el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del oscuro sótano
había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que
contienen todos los puntos del espacio.
—Está en el sótano del comedor —explicó aligerada su dicción por la angustia—
es mío, es mío, mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar, y eso
me cambió la vida. ¿Para mejor? No lo sé, pero ahora estoy fundido con el
Aleph: sólo veo a través de él. La escalera del sótano es empinada, muy
empinada; mis tíos, siempre sobreprotectores, me tenían prohibido el
descenso, pero alguien, quizá un mayordomo, dijo una vez que había un mundo
de fantasía en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl lleno de libros
infantiles, pero yo en ese momento entendí que había un mundo de fantasía
verdadero, por fuera del papel. ¡Ay, literatura! Bajé secretamente, con miedo y
torpeza, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, en la oscuridad, vi el
Aleph y entendí por primera vez la secuencia Fibonacci.
—¿El Aleph? ¿La secuencia Fibonacci? — repetí.
—Sí, la secuencia Fibonacci, de Leonardo Fibonacci, siglo doce.
Me sentí avergonzado:
—No, no la ubico… Aunque me suena…
—Sí, seguro está en algún lugar de tu cabeza. Es 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89,
144…
—Ah, sí, sí, claro, ¡la de los pétalos! Se me había mezclado con otra.
Visualicé el gráfico inmediatamente:
—Está bien, sí, la recuerdo —dije, molesto— ¿Y el Aleph?
—Bueno, eso es más interesante, es un mihrab…
87
—…
—Es el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos
desde todos los ángulos.
—¡Cómo en tu poema!— exclamé, y lo espontáneo de mi entusiasmo me
avergonzó.
—¡Exacto! A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía
comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el
poema. ¡Y el adulto no puede soportar que el mercantilismo universal inunde
de piedra molida el pantano luminoso de la poesía! No me despojarán esas
ratas de Zunino y Zungri, no, no y mil veces no. ¡No! Código en mano, el gran
doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph. Estoy dispuesto, incluso, a
quedarme con un sótano debajo de la confitería. ¡La casa no me importa! Y
aunque te ofendas, ¡tampoco me importa la memoria de Beatriz!
Me pareció loco y lo oí engorado, nuevamente gomoso. Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano ese, Daneri?
—La verdad no penetra en un entendimiento solemne, pero tampoco en uno
rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las
luminarias, las lámparas, todos los veneros de luz. Y ahí está: tu lámpara y tu
luz, juntas, pueden convivir más allá de tus juicios e interpretaciones. Yo no
reemplazo: propongo, amontono, apilo. Lo mío es moderno; tu interpretación
anacrónica se esfuerza en verme anterior a sí misma.
Me pareció, ahora sí, loco, pero su locura lúcida me irritaba: no podía discutirle
cuando hablaba desde ese lugar. Quise decir algo, pero él lo hizo primero.
—¿Vendrás a verlo o no?
—¿Qué cosa?
—El Aleph, por supuesto… ¿En qué pensabas?
—En nada. Iré a verlo inmediatamente, si eso te place.
—No es por mí: creo que es tu deseo.
—No, no es mi deseo.
—Buenos, está bien, no vengas.
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Cortamos. Los quince minutos siguientes los pasé lamentándome. ¿Por qué
había dicho eso? No había nada que deseara más que ver el Aleph. Me
esforzaba en pensar que era una mentira, que Daneri estaba loco, etc. Pero otra
voz me decía que no podía dejar pasar esta oportunidad solamente por orgullo.
Lo llamaría Daneri y le diría, con tono distante, que pasaría a tomar algo; una
vez ahí sacaría nuevamente el tema del Aleph y comentaría, con una sonrisa,
que verlo no me vendría mal. Estaba por llamar cuando me sorprendió el
timbre del teléfono. Atendí inmediatamente. Daneri me dijo que no me
preocupara, que él sabía que yo quería verlo y que se permitía llamarme para
agilizar mis «trámites con el orgullo». Le dije que estaba equivocado, pero que
no me molestaría pasar a tomar algo, y que iba para allá. Me despedí y corté
rápido, antes de que él pudiera emitir una prohibición y antes, sobre todo, de
que mi orgullo contraatacara.
Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos
confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta
ese momento que Carlos Argentino era un loco brillante. Todos esos Viterbo,
por lo demás… Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer hermosa, una
niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias,
distracciones coquetas, desdenes sensuales, verdaderas crueldades de la
exhibición, que tal vez reclamaban una explicación patológica… Cierta vez, el
doctor Sigui me había sugerido que Beatriz padecía una desorden sexual. Luego
se negó a explicarme a qué se refería, pero no dudó en aconsejarme que me
alejara de ella. Y ahora seguía Daneri… Pero por algún motivo la locura de
Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; aunque íntimamente siempre,
siempre nos habíamos detestado, a la vez me alegraba tener a alguien como él
en mi vida. No era Beatriz lo que me acercaba a Daneri sino mi fascinación por
la locura lo que me atraía hacia ambos.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño
estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías, ordenando papeles,
limpiando cosas con un cepillo. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil,
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mezclando entre otros, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran
retrato de Beatriz, en torpes colores. «Tanto tiempo revelando fotografías para
estos logros», pensé despreciativo. Pero a pesar del revelado y de los colores, la
imagen era cautivante. ¿Sería el revelado así a propósito? ¿Tendría que aceptar
la hipótesis de la genialidad de Daneri? No podía vernos nadie; en una
desesperación de ternura me aproximé al retrato y, empañando el vidrio, le
dije:
—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz Elena Viterbo querida,
Beatriz Viterbo perdida, malograda para siempre, soy yo, soy Borges, tu propio
Borges.
Tomé otro retrato e hice lo mismo. Luego tomé otro, y otro.
Carlos Argentino entró poco después. Vio el desorden de retratos sobre el piano
pero no pareció importarle. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz
de otro pensamiento que de la prodición del Aleph, su Aleph.
—Una copita seudo coñac que trajiste la otra vez —ordenó— y te zampuzarás en
el tenebroso sótano.
—Pero no es seudo, o al menos no del todo: Paul Fort era Chamagne y este es
cognac, como te dije, es de su tierra.
—¡Ah —sonrió—: eso ya es bastante! Pero sólo era una broma…
—…
—Bueno, vamos a lo nuestro: ya sabés, el decúbito dorsal es indispensable.
También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te
acuestas en el piso de baldosas flojas y fijas los ojos en el decimonono escalón
de la pertinente escalera chueca y sucia. Me voy, bajo la trampa y te quedas
solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! No podría asegurarte que no
haya otros animales. ¡Ja! Soportas eso y listo, a los pocos minutos ves el Aleph.
¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial,
el multum in parvo!
Me tomó de la mano y dimos unos pasos. Ya en el comedor, me soltó, fijó sus
ojos en los míos y agregó:
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—Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio… Quiero
decir que si no lo ves el problema será tu incapacidad, no mi testimonio… ¿Se
entiende? Baja, Jorge Luis; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas
las imágenes de Beatriz.
—¿Qué significa todas?
Soltó una carcajada:
—¿Significar? Bueno, es un Aleph…
—Claro, el multum in parvo— dije con un temblor en la voz que anuló la ironía.
—Vamos, ¡sin temor!
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales y de su valentía de
verdugo. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de
mazmorra, mucho de pozo. Con la mirada busqué en vano el baúl de que Carlos
Argentino me habló. Sentí que estaba siendo engañado. Unos cajones con
botellas y unas bolsas de lona y de arpillera entorpecían un ángulo. Pateé sin
querer, aunque con mucha fuerza, su aparato de revelado. Carlos, sin mirarme
ni inmutarse por eso, tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso,
luego en otro, luego en otro. Mientras lo hacía, gemía, saltaba y repetía «acá,
acá, acá». Luego, de repente, se calmó.
—La almohada es humildosa —explicó—, pero si la levanto un solo centímetro,
incluso un solo milímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y
avergonzado ante mí. No es lo que quiero, así que repantiga en el suelo ese
corpachón tuyo y cuenta diecinueve escalones. ¡No saltees los rotos! ¡Tampoco
los doblados!
Cumplí con sus ridículos requisitos; al fin se fue, no sin antes gritar un
«empieza la función» que me hizo apretar los dientes. Cerró cautelosamente la
trampa; la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo
parecerme total. Ese hecho me perturbó, y quizá por eso súbitamente
comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un
veneno que él hábilmente había colocado en mi coñac. Las bravatas de Carlos
transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para
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defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme. Es
decir: estaría loco por matarme, pero no por haber visto un Aleph inexistente.
Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación
del narcótico. Luego pensé que quizá no había sido envenenado sino drogado.
Esa opción me reconfortó un poco: Carlos, para no saber que estaba loco, tenía
que drogarme. Recordé haber leído sobre ciertos compuestos naturales con los
que ignotas tribus selváticas aprendían a imaginar el universo. El medioevo no
había escatimado tampoco en el uso de raíces. Recordé un pasaje de la
Investigación sobre las plantas de Teofrasto, el discípulo de Platón y amigo de
Aristóteles, que siempre me había intrigado: «Se administra una dracma si el
paciente debe tan solo animarse y pensar bien de sí mismo; el doble si debe
delirar y sufrir alucinaciones; el triple si ha de quedar permanentemente loco;
se administrará una dosis cuádruple si debe morir». (IX, 11, 6). Recordé que
Aristóteles le había dejado a Teofrasto no sólo su biblioteca entera sino
también su finca de Atenas: el famoso Liceo. ¿Qué dejaría yo, ahora? ¿Y
cuántas dracmas me habría administrado Daneri? Recordé la definición que
Teofrasto da del desconfiado en sus Caracteres: «sospecha de maldad en todos
los seres humanos» (XVIII, 2). ¿Era Carlos Argentino Daneri una mala
persona? Tuve que responderme que no, y que de hecho estaba muy lejos de
serlo, y que en ese caso sí era yo un desconfiado. Acepté, también, que tampoco
estaba loco; a lo sumo podía adjudicársele una leve excentricidad. Admití una
vez más mi envidia. Pensé en mi admiración por ciertos ingleses. Recordé luego
una torta austríaca que una empleada de mi familia sabía preparar. La
empleada era chilena, de antepasados mapuches. Un día a mis quince años, ella
me había confesado su conocimiento de la brujería indígena. Cierta vez nos
entregamos juntos a los misterios de un humo curioso que no logró darme
mucho más que un fuerte dolor de cabeza. Imaginé a la embriaguez como una
virgen curadora y la sentí lejana. Pensé en todos los escritores que admiraba y
los imaginé juntos fumando opio en un bodegón. Se reían, festejaban, se
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revoleaban mujeres e improvisaban poemas perfectos. Cerré los ojos, los abrí.
Entonces vi el Aleph.
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación
de escritor, mi temor de no poder estar a la altura de las circunstancias. Todo
lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los
interlocutores comparten con otros interlocutores que a su vez comparten un
pasado con otros, etc.; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi
temerosa memoria apenas abarca? Memoria e infinito, los dos polos de la
historia, se refutan el uno al otro. Los místicos, en análogo trance, prodigan los
emblemas sagrados: para significar la divinidad, que es el rostro de todos los
dioses, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros, de
su pico, sus alas, sus incontables plumas; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo
centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; mi madre, de las
brasas encendidas ocultas por otras brasas encendidas, de las cenizas dispersas
y de la fuerza centrífuga del agua hirviendo; Ezequiel, de un ángel de cuatro
caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur: es el
ángel de la expansión, del estiramiento, incluso del engordamiento. (No en
vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el
Aleph, aunque no discutiría mucho si alguien afirmara que no.) Quizá los
dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este
informe quedaría contaminando de literatura, de falsedad. ¿Qué son las
metáforas? Metáforas. Por lo demás, el problema central es irresoluble: la
enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. Y a la vez, no es
irresoluble: esa enumeración sería precisamente la enumeración parcial de un
conjunto infinito. El problema es querer que esa enumeración sea otra cosa.
Por otra parte, ¿qué decir de la posibilidad del narcótico? ¿Debería acaso, para
esta descripción, caer en el onirismo? Porque en ese instante gigantesco,
tumbado en el sótano, he visto millones de actos deleitables y/o atroces;
ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto de
escalera, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue
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simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin
embargo, recogeré: no quiero ser acusado de egoísta. Y aunque lo más sincero e
inteligente sería optar por el silencio, accedo porque, aun así, sigue siendo
mejor escribir.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera, y
entonces pensé: «Esto es simplemente una esfera tornasolada, aunque de casi
intolerable fulgor, como una bola de espejos fundida en plomo». Luego me
distraje, un poco decepcionado, hasta que un fulgor mayor, violáceo, como un
estallido detenido en el tiempo, me hizo volver a la esfera. Atrapado por la luz
como un insecto, comencé a mirarla con fijeza hasta que ésta empezó a
moverse sin salir de su lugar. Al principio la creí giratoria; luego pensé que el
que giraba era yo; finalmente comprendí que ese movimiento era una ilusión
producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del
Aleph sería de dos o tres centímetros, quizá cuatro o hasta cinco, no más, pero
el infinito espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Así, cada
cosa (la luna del espejo, digamos, por ejemplo) eran infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo, y como los puntos de
vista son infinitos, cada objeto de los infinitos objetos del universo era en sí
mismo infinito. A la vez, cada objeto está conformado por infinitos puntos… Y
cada uno de los puntos es infinito en sí mismo… Eso, insisto, no se puede
describir. Pero como toda descripción recorta sobre lo infinito un capricho, la
lista siguiente es lo que la literatura me permite en este momento, por lo demás
histórico. Así que vi el populoso mar con sus barcos hundidos, vi el alba y la
tarde en Budapest, vi un serrucho, vi las muchedumbres indígenas de América
sometidas a la explotación y el hambre, vi una plateada telaraña en el centro de
una negra pirámide que no pude identificar, vi un laberinto roto a martillazos
(supe que era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí
como en un espejo deformante y multiplicador, vi en un pozo los restos de la
corbata favorita de Beatriz rodeados de miles de bolsas de basura negras, vi en
un traspatio de la calle Soler casi esquina Coronel Díaz las mismas baldosas
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que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi mosquitos
portadores de enfermedades cruzando el océano en el fondo de un barco, vi
racimos de uva todavía verdes, nieve manchada con petróleo, tabaco, ron, vetas
de metal y aluminio, vapor de agua concentrándose en la tapa de una olla
cerrada, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena,
vi la siguiente página del tratado De Humana Physiognomia de Giovanni
Battista della Porta, vi el gasómetro al norte de Veracruz que Daneri describía
en sus poemas y comprobé que la descripción era inexacta, vi en Inverness a
una mujer que no olvidaré porque era increíblemente hermosa y exactamente
coincidente con mi imagen interna de la felicidad, vi la violenta cabellera de
una mujer duchándose, el altivo cuerpo de un hombre cazando patos, vi un
cáncer en el pecho de un joven de no más de veinticinco años, vi un círculo de
tierra seca en una vereda donde antes hubo un árbol, vi una quinta venida
debajo de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de
Philemon Holland, comida por los insectos –¡temible anobium!– y el tiempo, vi
a una pareja gritándose horriblemente, vi un manuscrito desconocido de
Petrarca oculto en una caja enterrada debajo de un edificio de departamentos,
vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que
las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de
la noche; luego me asombré de que a veces lo hicieran), vi extraterrestres, vi
normalmente la noche y el día contemporáneo, vi muchas mujeres y muchos
hombres desnudos, vi un poniente, microbios saltando en un Querétaro que
parecía reflejar el color de una rosa en Bengala pero que resultó ser también
una sombrilla, vi mi dormitorio afortunadamente sin nadie, vi el nacimiento de
cinco perros salchicha, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre
dos espejos que lo multiplican sin fin, vi en un bosque a una jeune fille sauvage
y junto a ella cuatro ardillas, vi caballos de crin arremolinada por la suciedad
en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano y no
me gustó, vi a un hombre comprando un alfajor, vi a los sobrevivientes de una
batalla gimiendo, enviando tarjetas postales, mendigando, tomando vino, vi en
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un escaparate de Mirzapur una baraja española mojada, vi los infinitos
microbios de que estamos compuestos y vi microbios saltando de un cuerpo a
otro, vi un crimen, vi supuestos tatuajes de prostitutas en una lámina de un
libro de Lombroso editado en París en 1986, La femme criminalle et la
prostituée, vi las sombras oblicuas de unos helechos amarronados en el suelo
de un invernáculo, vi en una línea de montaje a un obrero dejando pasar una
cuchara deforme, vi tigres blancos, émbolos, bisontes, marejadas, lápices y
ejércitos de langostas, vi un sapo aplastado por un jeep, vi todas las hormigas
que hay en la tierra, vi inmediatamente después miles de ejemplares distintos
de escarabajos y recordé a J.B.S. Haldane, vi en un museo un astrolabio persa
robado en una guerra, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar)
cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos
Argentino, vi luego cartas de Beatriz, aun más obscenas, dirigidas al doctor
Zunni, vi bananas, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia
atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo y me sorprendí al
notar que llevaba puesta una pulsera de plata que yo le había regalado, vi un
levantamiento popular en Oriente, vi la circulación de mi oscura sangre y eso
me gustó, vi a Carlos Argentino alegre, hablando por teléfono, vi el engranaje
del amor y la modificación de la muerte, vi «El Aleph» desde todos los puntos,
vi en el Aleph la tierra, y en la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí
vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto conjetural, cuyo
nombre usurpan algunos de los hombres, pero que ningún hombre de todos
esos ha mirado con la paz que desearía: el inconcebible universo. Y yo lo había
visto, pero también Daneri… Y en ese sentido, ¿qué podía tener eso de especial?
¿Ver qué? ¿Qué había visto realmente?
Sentí infinita veneración, también infinita lástima; luego, una sensación
extraña en la cabeza.
—Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman- dijo una
voz aborrecida y jovial, ceceante, apenas engordada—. Aunque te devanes los
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sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable,
che Borges!
Los zapatos color guinda de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En
la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear, un poco mareado:
— Sí, sí. Formidable. Sí, realmente formidable.
La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:
—¿Lo viste todo bien, en colores? ¿Viste mujeres, palacios, caminos, cucharas?
En ese instante, oyendo las preguntas, recobré la lucidez y concebí mi
venganza, una venganza tal vez mediocre y mezquina. Benévolo,
manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino
Daneri la hospitalidad de su sótano, critiqué con una ironía amable la suciedad
y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa
metrópoli, que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave
energía, a discutir el Aleph; me negué, también, a discutir su reciente charla
telefónica con Zunni; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la
serenidad son dos grandes médicos. Eso lo hizo reaccionar; repentinamente
muy hinchado, Daneri gritó:
—¡Pero yo no estoy enfermo!
Volví a sonreír con benevolencia. Le dije que no, que por supuesto que no, pero
que de todos modos convenía curarse, ya que no podía saberse qué
enfermedades estaban en nuestros cuerpos escondidas, al acecho, esperando
un momento de debilidad.
—¡No estoy enfermo!— volvió a decir con una pronunciación no del todo
comprensible y los ojos ya un poco cubiertos por los párpados; yo le sonreí y le
hice un gesto a la sirvienta para que me escoltara hasta la puerta. Desde el
marco agité la mano para despedirme; por algún motivo, la sirvienta me sonrió
con gesto cómplice.
En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron
familiares todas las caras; a la vez, me parecieron todas iguales, o al menos
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clasificables en tres o cuatro tipos generales. Varias veces creí ver a la mujer de
Inverness y me apené por su imposibilidad. Temí que no quedara una sola cosa
capaz de sorprenderme o interesarme, temí que no me abandonará jamás la
impresión nauseosa de volver, girar y repetir. Felizmente, al cabo de unas
noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido, aunque no del todo.
Posdata del 1º de marzo de 1943
A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial
Procusto no se dejó arrendar por la longitud del considerable poema y lanzó al
mercado una selección de «trozos argentinos». Huelga repetir lo ocurrido;
Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura.2 El
primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero, al doctor Mario Bonfanti;
increíblemente, mi obra Los naipes del tahur no logró un solo voto. ¡Una vez
más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no
consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su
afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a
versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.
Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra,
sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de
la lengua sagrada. Su aplicación al disco de mi historia no me parece casual.
Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad;
también se dijo que tiene forma de un hombre que señala el cielo y la tierra,
para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para
la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no
es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino
ese nombre, o lo leyó, aplicando a otro punto donde convergen todos los
puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló?
2 «Recibí tu apenada congratulación», me escribió, «Bufas, mi lamentable amigo, de envidia,pero confesarás —¡aunque te ahogue! — que esta vez pude coronar mi bonete con la más roja delas plumas; mi turbante, con el más califa de los rubíes. »
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Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que
el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.
Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de
cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una
biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que
atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de
Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros
artificios congéneres — la séptule copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik
Benzeyad encontró en una torre (las mil y una noches, 272), el espejo que
Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la
lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter,
el espejo universal de Merlín, «redondo y hueco y semejante a un mundo de
vidrio» (The Faerie Queene, III, 2, 19)— y añade estas curiosas palabras: «Pero
los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de
óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy
bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que
rodean el patio central… Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el
oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor… La
mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de
religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas
fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo
lo que sea albañilería».
¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las
cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy
falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.
A Estela Canto.
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Posdata del 1º de noviembre de 2008.
La posdata del 1º de marzo de 1943 no figura en el manuscrito original de «El
Aleph»; posterior a la escritura del cuento, es el primer agregado y la primera
lectura de Borges. Esa posdata es la única parte que quedó intacta en este
engordamiento. El resto, de aproximadamente 4000 palabras llegó a tener más
de 9600. El trabajo de engordamiento tuvo una sola regla: no quitar ni alterar
nada del texto original, ni palabras, ni comas, ni puntos, ni el orden. Eso
significa que el texto de Borges está intacto pero totalmente cruzado por el mío,
de modo que, si alguien quisiera, podría volver al texto de Borges desde éste.
Con respecto a mi escritura, si bien no intenté ocultarme en el estilo de Borges
tampoco escribí con la idea de hacerme demasiado visible: los mejores
momentos, me parece, son esos en los que no se puede saber con certeza qué es
de quién.
A Jacqui Behrend.
100
//RT2
Revista Tónica 2.0 es una publicación
del Centro de Estudios Contemporáneos
www.elcec.com.ar
Los artículos firmados son propiedad y responsabilidad de los firmantes.
Buenos Aires. Junio, 2012.
“Una de las aspiraciones de Macedonio era convertirse en inédito. Borrar sus huellas,
ser leído como se lee a un desconocido, sin previo aviso. Varias veces insinuó que
estaba escribiendo un libro del que nadie iba a conocer nunca una página. En su
testamento decidió que el libro se publicara en secreto, hacia 1980. Nadie debía saber
que ese libro era suyo. En principio había pensado que se publicara como un libro
anónimo. Después pensó que debía publicarse con el nombre de un escritor conocido.
Atribuir su libro a otro: el plagio al revés.” // RT2