rehabilitación neuropsicológica trabajo

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APORTACIONES DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA A LA REHABILITACIÓN NEUROPSICOLÓGICA EN PERSONAS CON DAÑO CEREBRAL La modificación de la conducta (MC) consiste en un conjunto de técnicas psicológicas que tienen como objetivo alterar la frecuencia o intensidad de un compartimiento (Martín y Pear, 1999). A lo largo de la historia, la concepción de qué es una conducta ha variado notablemente e incluso se ha llegado a emplear el término “conducta” para designar cualquier acto interno o externo del individuo, incluidos los sentimientos y pensamientos (Wade, 2002). Cuando se hable de conducta en este artículo, se aludirá a cualquier expresión observable y medible que manifieste un individuo tras sufrir un daño cerebral. Los primeros enfoques del conductismo, más ortodoxos, se caracterizaban por rechazar lo no observable y, en consecuencia, omitían las bases biológicas o internas de la conducta: “El estudio de la conducta humana debía dejar de lado la descripción de los fundamentos fisiológicos” (Skinner, 1950). Fue Hebb (1958) una de las primeras personas en oponerse al enfoque conductista ortodoxol, planteando que la conducta está directamente relacionada con el sistema nervioso central (SNC), la neurología y la fisiología. Con el conocimiento actual de las bases biológicas de la conducta, el conductismo no 82 Rehabilitación neuropsicológica, podría sobrevivir sin tener en consideración el SNC ni viceversa. Del mismo modo, la neuropsicología se ha beneficiado al usar los principios de objetividad y rigor científico del conductismo en su desarrollo como ciencia. Este desarrollo alude tanto a los métodos de observación y medición de la conducta como, más recientemente, a los métodos de intervención o rehabilitación. En el caso del daño cerebral, las consecuencias de una lesión pueden clasificarse como mínimo en tres áreas: procesos cognitivos, problemas de conducta y alteraciones del estado de ánimo. Aunque esta diferenciación en áreas no siempre es real en la práctica debido a la alta interacción existente entre los procesos (Prigatano, 1999), resulta útil en términos conceptuales, ya que, como se verá, la MC puede aplicarse diferencialmente

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APORTACIONES DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA A LA REHABILITACIÓN NEUROPSICOLÓGICA EN PERSONAS CON DAÑO CEREBRALLa modificación de la conducta (MC) consiste en un conjunto de técnicas psicológicas que tienen como objetivo alterar la frecuencia o intensidad de un compartimiento (Martín y Pear, 1999). A lo largo de la historia, la concepción de qué es una conducta ha variado notablemente e incluso se ha llegado a emplear el término “conducta” para designar cualquier acto interno o externo del individuo, incluidos los sentimientos y pensamientos (Wade, 2002). Cuando se hable de conducta en este artículo, se aludirá a cualquier expresión observable y medible que manifieste un individuo tras sufrir un daño cerebral. Los primeros enfoques del conductismo, más ortodoxos, se caracterizaban por rechazar lo no observable y, en consecuencia, omitían las bases biológicas o internas de la conducta: “El estudio de la conducta humana debía dejar de lado la descripción de los fundamentos fisiológicos” (Skinner, 1950). Fue Hebb (1958) una de las primeras personas en oponerse al enfoque conductista ortodoxol, planteando que la conducta está directamente relacionada con el sistema nervioso central (SNC), la neurología y la fisiología. Con el conocimiento actual de las bases biológicas de la conducta, el conductismo no 82 Rehabilitación neuropsicológica, podría sobrevivir sin tener en consideración el SNC ni viceversa. Del mismo modo, la neuropsicología se ha beneficiado al usar los principios de objetividad y rigor científico del conductismo en su desarrollo como ciencia. Este desarrollo alude tanto a los métodos de observación y medición de la conducta como, más recientemente, a los métodos de intervención o rehabilitación. En el caso del daño cerebral, las consecuencias de una lesión pueden clasificarse como mínimo en tres áreas: procesos cognitivos, problemas de conducta y alteraciones del estado de ánimo. Aunque esta diferenciación en áreas no siempre es real en la práctica debido a la alta interacción existente entre los procesos (Prigatano, 1999), resulta útil en términos conceptuales, ya que, como se verá, la MC puede aplicarse diferencialmente teniendo en cuenta las principales características de cada área. El campo de la rehabilitación del daño cerebral, donde debido a la naturaleza de las lesiones el conductismo y la neuropsicología se encuentran, es posiblemente uno de los campos de integración más propicios (Edelstein y Couture, 1984). Según Goldstein (1984), la evaluación neuropsicológica puede formar una alianza poderosa con la terapia de conducta en cuanto a la planificación, implantación y evaluación de los programas de conducta individuales (podrían añadirse también las técnicas grupales). El punto de partida es la evaluación neuropsicológica que emplea una batería de pruebas. Esa evaluación aporta una lista de conductas-objetivo sobre las que intervenir. La diferencia principal, según el mismo Goldstein, entre una lista de conductas-objetivo y el informe neuropsicológico habitual es que el énfasis se pone más en la rehabilitación que en el diagnóstico. Si bien un problema del habla puede sugerir la presencia de una lesión en el lóbulo temporal izquierdo, también pudiera indicar un problema de discriminación del habla potencialmente mejorable. La cuestión es cómo tratarlo (Junqué, Bruna y Mataró, 1998). Es aquí donde la MC y sus variables pasan a cumplir un rol fundamental. Desde principios del decenio 1970-79 algunos autores reconocían que los principales obstáculos para la rehabilitación de los trastornos neuropsicológicos eran los problemas cognitivos y de conducta que presentan los pacientes (Malec, 1984; Richardson, 1990; Walker, 1972). En esa misma década aparecieron las primeras publicaciones en que se describía el uso de las técnicas de modificación de conducta en la rehabilitación de pacientes

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con traumatismo craneoencefálico (TCE) (Hollon, 1973). La aplicación de la modificación de conducta a la rehabilitación neuropsicológica se justifica al menos en función de estos argumentos: • Entre las alteraciones más frecuentes en pacientes con daño cerebral (DC) se encuentran los cambios de conducta y las alteraciones cogniti- Aportaciones de la modificación de la conducta a la rehabilitación.

La MC es una técnica de intervención específica para alteraciones de compartimiento y resulta una de las más eficaces cuando la persona afectada presenta un deterioro significativo en otras capacidades cognitivas y mentales. • La rehabilitación neuropsicológica en personas con DC normalmente forma parte de los programas de rehabilitación multidisciplinares que tratan también lesiones físicas y otras alteraciones neurológicas. Las características y los principios de la MC la convierten en una herramienta complementaria ideal que pueden emplear de forma equivalente todos los miembros del equipo terapéutico para reforzar la eficacia de otras técnicas rehabilitadoras no psicológicas.

SECUELAS CONDUCTUALES DERIVADAS DEL DAÑO CEREBRAL

Entre las secuelas más frecuentes que presentan las personas que han sufrido un TCE moderado o grave se encuentran alteraciones cognitivas (atención, aprendizaje, memoria, funciones ejecutivas), problemas de conducta (apatía o agresividad) y cuadros orgánicos de personalidad. Y todas estas alteraciones pueden entenderse en términos de conducta, simple o compleja. Las alteraciones de conducta más frecuentes tras un TCE incluyen la impulsividad, la baja tolerancia a la frustración, la desinhibición, la agresividad, la perseveración, el uso de un lenguaje inadecuado u obsceno, las carencias en la calidad de las relaciones sociales, el egocentrismo, el infantilismo, la apatía, el aseo personal descuidado y la labilidad emocional (Lezak, 1987; Prigatano, 1992). La intensidad de estos trastornos es alta desde las primeras fases posteriores a un TCE grave y puede condicionar de forma notable la intervención y evolución en otras áreas de la rehabilitación. Los problemas de conducta y los cambios de personalidad constituyen una de las principales fuentes de estrés para los familiares y cuidadores, y llega a ser la principal causa de separación o divorcio de este colectivo (Ponsford, 1996; Smith y Godfrey, 1995); adicionalmente, suponen la mayor limitación a la hora de buscar la reinserción laboral y social del paciente (Muñoz, 1994; Ponsford, 1996; Ruff et al., 1993). Estos datos hablan no sólo de la importancia de estas alteraciones, sino de la dificultad y limitada eficacia de su rehabilitación. Desde un punto de vista clínico, muchos autores están de acuerdo en afirmar que constituyen además algunas de las secuelas de manejo más complejo (Lezak, 1987; Malec, 1984). 84 Rehabilitación neuropsicológica (Capítulo 6) Aunque los problemas de conducta pueden aparecer a lo largo de todas las fases de la rehabilitación, podrían destacarse dos periodos fundamentales a la hora de identificar y controlar estas alteraciones:

• Fase postaguda. En ella, el paciente se recupera del coma, está conciente y empieza a adquirir cierta autonomía. En esta fase, los trastornos de conducta que resultan más perturbadores suelen relacionarse con alguno de los siguientes: la presencia de agitación, confusión, fatiga y agresividad verbal y física. Como el resto de secuelas tras un TCE, la aparición de las alteraciones de conducta no suele presentarse sola, es decir, es común que la persona presente limitaciones físicas, comunicativas y cognitivas, que son necesarias tener en consideración y contextualizar. En esta fase están especialmente mermados los recursos neuropsicológicos de la persona. Así, sufren lagunas amnésicas, alteraciones de la orientación y atención, dificultades en la voz y habla, dolor físico, mayor sensibibilidad al ruido, fatiga, y falta de introspección, todo lo cual favorece un estado confusional y defensivo en el paciente,

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quien presenta una capacidad limitada para expresar sus inquietudes, miedos, frustración y necesidades de un modo más adecuado.

• Fase de recuperación y reinserción. Conforme el paciente recupera en mayor o menor medida la capacidad motriz, el lenguaje, la memoria y, en consecuencia, la autonomía en su vida diaria, suelen hacerse más evidentes otras dificultades relacionadas con el cambio de carácter y personalidad. Algunas de la más frecuentes y difíciles de manejar de ellas guardan relación con las secuelas del llamado “síndrome frontal”, que implica rigidez de pensamiento, agresividad, impulsividad, afecto pueril, irritabilidad y apatía. Habitualmente, las alteraciones más inquietantes y objeto de quejas frecuentes son las que se relacionan con excesos de la conducta (p. ej., la agresividad versus la falta de motivación).

LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA: CARACTERÍSTICAS Y TÉCNICAS

A menudo, la modificación de una conducta exige el análisis de la misma desde el punto de vista cuantitativo (aumentar o disminuir la frecuencia de aparición de la conducta) o desde el punto de vista cualitativo (moldear o anular la conducta y sustituirla por otra más deseable). Por lo tanto, una conducta problema constituye como objetivo terapéutico una conducta de la que se busca aumentar su presencia (p. ej., el aseo), que se disminuya (p. ej., la agresividad verbal) o que se sustituya por otra considerada más adecuada (p. ej., el modo en que se comunica una necesidad). La MC se basa en los principios de la psicología del aprendizaje (cuadro 6–1) y su utilidad en la rehabilitación neuropsicológica tiene diversas ventajas (cuadro 6–2). Las formas de aprendizaje y lo que se aprende pueden ser de diversos modos. En un programa de rehabilitación tras DC, un paciente aprende a aumentar la frecuencia de una conducta (como emplear las formas socialmente correctas para saludar y formular peticiones), aprende a inhibir una respuesta (ante el exceso de impulsividad), aprende a utilizar herramientas de compensación para su déficit de memoria, o aprende un ejercicio de movilidad física para disminuir la espasticidad de, digamos, un brazo. En este aprendizaje participan los principios del condicionamiento clásico y operante, y los del aprendizaje observacional, principios generalizables a todo proceso de aprendizaje. Como lo describen Wesolowski y Zencius (1994), la aproximación de la MC se caracteriza por un análisis funcional de la misma, es decir, la identificación de los factores o las variables que generan la conducta y que ayudan a que permanezca. Existen algunos cuestionarios diseñados para la medición de los problemas de conducta tras DC, pero no siempre están elaborados según los principios cuantitativos y de identificación de variables de la MC. Entre éstos se incluyen la Head Injury Behavior Scale (Smith y Godfrey, 1995) y la Neurobehavioural Rating Scale (Levin et al., 1987). Cabe aclarar que un psicólogo conductual sabrá adaptar fácilmente los resultados a criterios cuanCuadro 6–1. Principios generales de la MC

• Origen en la psicología del aprendizaje

• Análisis funcional y medición objetiva de la conducta por modificar

• Desarrollo de técnicas de intervención práctica

• Identificación de variables personales específicas de cada individuo

• Identificación de variables situacionales (personas, espacios físicos) en forma de antecedentes y consecuentes que modifican la probabilidad de que se presente la conducta

• Atención a la manifestación presente de la conducta sin olvidar la historia pasada

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• Énfasis en el papel activo y cambiante del individuo y su entorno

• Revisión continua del programa según criterios objetivos de cambio: mejora observable y medible Rehabilitación neuropsicológica titativos y contextualizarlos para facilitar la implantación y reevaluación del programa de MC. Si bien son aún limitadas las posibilidades de modificar la lesión con las técnicas disponibles, el esfuerzo puede dirigirse a la intervención desde las variables individuales y contextuales. Y precisamente aquí reside otro de los aspectos más valiosos de la aplicación de la MC para la rehabilitación neuropsicológica del DC. Como clínicos sabemos que es difícil encontrar lesiones iguales entre dos pacientes y que es más difícil aún que tengan expresiones clínicas idénticas. El efecto que provoca el DC, al margen de aspectos y tendencias comunes, tiene una alta especialización individual. En muchas ocasiones ello exige al clínico el diseño y la puesta en marcha de un programa individualizado para aumentar las probabilidades de tener éxito. La MC es justamente una técnica de intervención que considera principalmente al individuo, sus características particulares, sus refuerzos, castigos, su aprendizaje previo, así como los factores que propician la recuperación (p. ej., el apoyo familiar) y el impacto que tienen los déficits generados para ese sujeto y su entorno. Y todo se lleva a cabo siempre desde el “aquí y ahora”. Este aspecto es también importante en la rehabilitación tras DC puesto que la lesión puede provocar la aparición de conductas nuevas en el sujeto o alterar significativamente otras ya existentes. Teniendo en cuenta la personalidad premórbida del sujeto, esto es, considerando la historia pasada de la persona, se analizará qué conductas son nuevas, resultan extrañas o presentan una frecuencia desacostrumbrada para una persona en particular. Uno de los mayores éxitos de la MC es que, a diferencia de otras disciplinas psicológicas, ha desarrollado técnicas de intervención cuya eficacia ha quedado demostrada (cuadro 6–3). Se trata de diversas técnicas con características y aplicaciones diferentes que se puedan aplicar aunque la persona Cuadro 6–2. Otras aplicaciones de la modificación de la conducta en la rehabilitación neuropsicológica — Implementación de conductas alternativas. Un programa de anulación de una conducta es doblemente eficaz si, además de las técnicas de anulación, se introduce una conducta alternativa que sustituya a la conducta no deseada — Economía. Diseñar y enseñar partes del programa de modificación de la conducta que sean comunes o aplicables a varias conductas — Atención a otras conductas además de las “conductas-problema”. cuente con habilidades intelectuales y cognitivas limitadas. En la bibliografía existen numerosos ejemplos (Tarrier, Wells y Hadock 1998) que recogen los logros de la aplicación de estas técnicas en colectivos con trastornos psiquiá- tricos o neurológicos graves (p. ej., esquizofrenia o retraso mental), problemas médicos (uso de biofeedback en parálisis facial y hemiplejía), además de personas con trastornos más leves (p. ej., en el tratamiento de fobias). Todas estas herramientas comparten la identificación objetiva de la conducta que se busca modificar, junto con los refuerzos, la conducta alternativa y el beneficio esperado para el paciente. Una vez que se define la conducta en que se desea trabajar (delimitadas su cualidad y su frecuencia), se procede al diseño e implantación del programa de MC. Esta fase pasará necesariamente por algunos, si no todos, los siguientes pasos:

1. Paciente y terapeuta establecen la conducta objetivo. Los objetivos deben ser realistas y percibirse como alcanzables. Se recomienda no trabajar en más de dos o tres conductas al mismo tiempo. Cuadro 6–3. Técnicas de intervención para modificación de la conducta (adaptado de Martín et al., 1999; Tirapu, Casi Arbonies y Ugarteburu, 1997) Técnicas Aplicación más frecuente OPERANTES Refuerzo Aumentar la frecuencia de una conducta deseada Extinción Disminuir la frecuencia de una conducta no deseada Castigo Anular una conducta no deseada Moldeamiento Adquirir de una conducta nueva Refuerzo intermitente

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Desarrollar la persistencia de una conducta adquirida Escape y evitación Implementación de una conducta deseada; evitación de una conducta no deseada Programas de aplicación clínica basados en el conductismo clásico y el aprendizaje social: Condicionamiento instrumental Economía de fichas Tiempo fuera Coste de respuesta Encadenamiento Role-playing Auto-observación y regulación de Autocontrol la conducta Entrenamiento en autoinstrucciones Relajación Entrenamiento en resolución Implosión de problemas Desensibilización sistemática Biofeedback

2. Los objetivos se determinan por escrito a modo de contrato conductual. Este paso, deseable en todos los pacientes, resultará imprescindible en el caso de quienes presentan déficits de memoria, ya que facilita su conciencia y compromiso en el proceso de cambio.

3. Se establece un cronograma, siempre en términos relativos. Esto facilita al paciente percibir que es posible conseguir el objetivo en un tiempo razonable.

4. Si la conducta es compleja se recomienda desglosarla en unidades peque- ñas, manejables y progresivas. (Se trata del mismo principio que aplicamos los neuropsicólogos a la hora de describir y analizar el concepto neuropsicológico más complejo: las funciones ejecutivas.) 5. Se pone en marcha el programa, ofreciendo una retroalimentación y refuerzos positivos siempre que sea posible. De ello debe encargarse alguna persona que el paciente valore positivamente. 6. Las dificultades surgidas se revisan frecuentemente y a lo largo de todo el programa. Por último, el programa se evalúa para introducir las modificaciones oportunas hasta la consecución del objetivo.

PARTICULARIDADES DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA APLICADA A LA REHABILITACIÓN NEUROPSICOLÓGICA DEL DAÑO CEREBRAL

Como se señaló, las técnicas de MC parten de los principios del aprendizaje y, desde su origen, se han empleado de forma eficaz en población con trastornos severos o con problemas de conducta graves. Ello se explica mediante la evidencia existente de que personas con serias limitaciones mentales (incluido el retraso mental) son capaces de aprender nuevas asociaciones cuando éstas se plantean en el marco de los principios del aprendizaje asociativo (McGlynn, 1990). Por ello su uso se extiende cada vez con más frecuencia y con mayor éxito a una gran variedad de trastornos del campo de la medicina conductual, incluidos los traumatismos craneoencefálicos (Borda Pérez y Blanco, 2000; Tirapu et al., 1997). Sin embargo, cabe añadir que cada población clínica presenta características diferenciales que pueden limitar los beneficios de un programa de intervención si no se toman en cuenta. De acuerdo con Alderman, Fry y Youngson (1995), el empleo tradicional de los métodos de MC en pacientes con DC adquirido puede presentar dificultades características que precisan de la adaptación específica a este colectivo. Mateer y Ruff (1990) describieron casos de pacientes con TCE con dificultades de aprendizaje y síndrome disejecutivo en que resultó ineficaz la aplicación de técnicas operantes en sus programas de rehabilitación. Una característica común de los pacientes que no se benefician, o sólo hasta cierto grado, con este tipo de intervención suele ser la presencia de lesiones frontales graves y, en concreto, la dificultad para percibir lo que su conducta ocasiona a otras personas (Burke, 1999; Wood, 1987). Como han subrayado algunos autores (Ojeda et al., 2000; Prigatano, 1994), otro aspecto que incide directamente en la eficacia o ineficacia de la aplicación de estas técnicas es tener en cuenta las características particulares de cada persona junto con los déficits, las necesidades, los intereses y los factores ambientales y situacionales que la rodean. Por tanto, todo estriba en tratar a la persona con su déficit y en su entorno, y no por el síntoma cognitivo o conductual que presenta (tratar a la

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persona en su medio, no los déficits, es el principio que define a la MC). En este sentido, otros autores (Alderman et al., 1995; Becker y Vakil, 1993; Moore y Stambrook, 1992; Ojeda et al., 2000; Zahara y Cuvo, 1984) han publicado ejemplos de programas de MC adaptados a las características de los pacientes con TCE que se han aplicado en forma efectiva. El proceso de aprendizaje puede mejorar su eficacia en la intervención con pacientes que han sufrido DC adquirido si se toman en cuenta los siguientes puntos:

• Aprendizaje sin errores (Wilson, Baddeley, Evans y Shiel, 1994). Se trata de evitar que el paciente incurra en errores durante el proceso de adquisición de una conducta. Dicho de otro modo, aprender desde el inicio los pasos ordenados y correctos que lo llevan, sin equivocarse, a la conductaobjetivo. Autores como Evans y colaboradores (2000), y Hunkin, Squires, Parkin y Tidy (1998) han demostrado la gran eficacia que tiene este aprendizaje en pacientes con DC, especialmente cuando existen dificultades mné- sicas y ejecutivas (p. ej.,perseveración) adicionales.

• Práctica masiva en un contexto de repetición y rutina (Mortalli 1999). En su programa conocido como de las tres “Ps” (Planificar, Prácticar y Promover las actitudes terapéuticas) enfatiza la importancia de la repetición masiva hasta lograr la adquisición y la automatización de la conducta objetivo. Cuanto más protocolizado y rutinario sea el proceso, más pronto se alcanzará el aprendizaje.

• Aprendizaje específico a la tarea (Burke et al., 1999). Enfatiza la importancia de tener en cuenta los factores particulares de la tarea-objetivo para evitar la interferencia de otras tareas o habilidades no pertinentes.

• Dificultad de generalización (Sholberg y Mateer, 2001). Numerosas publicaciones sobre DC revelan la dificultad que tienen los pacientes para extrapolar una conducta aprendida a un contexto diferente. De ahí la importancia de que el aprendizaje se realice en diferentes contextos, siendo 90 Rehabilitación neuropsicológica (Capítulo 6) de especial importancia que se trate de contextos funcionales relacionados con la vida diaria del paciente.

• Control del nivel de dificultad a lo largo del proceso (Ojeda et al., 2000). Se ha demostrado que resulta más eficaz iniciar el proceso de aprendizaje y adquisición de una conducta en el nivel justo inferior al último que ya ha adquirido el paciente. A partir de ahí, cada paso siguiente requerirá del esfuerzo particular del paciente. Estas ideas son válidas también en los casos de autoaprendizaje y rehabilitación por computadora, y se deberán tener en cuenta al crear cualquier programa de rehabilitación. Ejemplo de la aplicación de estos principios durante la implantación de técnicas compensatorias para déficits de memoria es el método PQRST de Barbara Wilson (1989) que respeta los principios del aprendizaje asociativo; en la bibliografía existen evidencias de que la rehabilitación cognitiva es más eficaz cuando se combina con otros programas o técnicas de MC (Sholberg et al., 2001; Smith et al., 1995; Edelstein et al., 1984). A lo largo de todo el proceso de aprendizaje resulta fundamental que personas cercanas al paciente apliquen técnicas de refuerzo. El refuerzo es probablemente una de las intervenciones más útiles desde el punto de vista de la MC, a la vez que es aplicable y necesario en cualquier momento de la rehabilitación. Empero, para ser eficaz en pacientes que han sufrido DC, el refuerzo debe reunir algunas características (cuadro 6–4). Cuadro 6–4. Características del refuerzo en rehabilitación neuropsicológica

• Diferencial: debe reforzar unas conductas y no otras

• Explícito: no debe despertar duda en el paciente sobre cuál es la conducta reforzada

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• Significativo: el refuerzo puede ser social o material, pero siempre debe ser deseado y valorado por el paciente

• Inmediato: administrado justo después de que se presente la conducta objetivo

• Frecuente: mejor cuanto más frecuente. La frecuencia debe ser alta o continua hasta la adquisición. Posteriormente se recomienda la administración de refuerzos intermitentes para mantener la conducta y evitar su desaparición

• Consistente: diferentes personas refuerzan la misma conducta Debido a la frecuencia de trastornos como la impulsividad o la falta de control, a menudo los pacientes que han sufrido un TCE no son capaces de demorar el refuerzo. Si se demora, el refuerzo pierde eficacia. El paciente con problemas de memoria o síndrome disejecutivo tendrá dificultades para relacionar el refuerzo con la conducta deseable y que ya habrá puesto en práctica. Más aún, cuando al paciente no le resulte clara la relación entre la conducta objetivo y el refuerzo, se corre el riesgo de poner en práctica un refuerzo contradictorio o contraproducente. El refuerzo lo debe administrar siempre alguien respetado y valorado por el paciente, es decir, alguien que le resulte significativo. Normalmente el terapeuta goza de un reconocimiento así. No obstante, con frecuencia el refuerzo verbal resulta enormemente útil si lo brinda otro paciente que participe en el programa de rehabilitación. La dificultad en este caso reside en el juicio del terapeuta para apreciar la capacidad real que posee ese otro paciente al momento de ofrecer el refuerzo según los parámetros establecidos por el equipo terapéutico. En cualquier caso, el refuerzo es más valioso si lo administra más de una persona, incluidos no sólo los diferentes integrantes del equipo terapéutico, sino también los familiares y miembros del entorno social y afectivo del paciente (Smith et al., 1995). Cuando el refuerzo se aplica durante una sesión de rehabilitación, sea individual o grupal, una videograbación de la misma permitirá revisarlo después. Ello ayuda al paciente a entender cuál fue la conducta reforzada en caso de que su capacidad de comprensión sea limitada. A la hora de plantear una intervención sobre la conducta inadecuada de un paciente con DC, la información y la formación de las personas participantes resulta también crucial (Ojeda et al., 2000). El punto de partida es el entendimiento por parte del equipo terapéutico y familiares de que la conducta que tanto perturba puede ser consecuencia directa de la lesión orgánica. Dicho de otro modo, que no resulta sólo de una intencionalidad del paciente por ocasionar trastornos y molestias a los cuidadores. Es conveniente marcar una distancia entre la conducta y la persona que la produce, entre “la persona hace....” y la “persona es....”. Las causas de la conducta de un paciente con DC suelen ser resultado de la interacción de factores relacionados con la lesión cerebral, la persona y el contexto (Eames, 1988). Entre los factores relacionados con la lesión cerebral cumple un papel fundamental localizar la lesión y el resto de las secuelas del DC.

• Las lesiones en las regiones límbicas suelen generar trastornos afectivos o en la expresión de las emociones. Asimismo, las lesiones en los lóbulos frontales presentan cuadros bien definidos de alteraciones conductuales y emocionales que a menudo se agrupan bajo el concepto de “síndrome 92 Rehabilitación neuropsicológica frontal”. En cuanto a las demás secuelas del DC, ya se ha mencionado que el cuadro de lesiones generado tras un TCE suele abarcar múltiples aspectos que incluyen no sólo alteraciones de la conducta y la personalidad, sino también déficits cognitivos o lesiones físicas.

• Entre los factores personales, el clínico debe prestar especial atención a la personalidad premórbida y a la historia psicológica y psiquiátrica de la persona; debe establecerse si la

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conducta formaba parte del repertorio del paciente antes de la lesión. Normalmente, lo anterior se logra determinar por medio una recopilación cuidadosa de la historia clínica.

• Los factores contextuales variarán de forma notable dependiendo de la fase de recuperación. La hospitalización ofrece la ventaja de ser un entorno muy estructurado y predecible, factor que favorece la implantación y los resultados de un programa de MC. No obstante, las estancias hospitalarias pueden generar a la vez en el paciente un alto nivel de frustración. En la fase de tratamiento ambulatorio se debe prestar especial atención a la continuación y/o adaptación de los principios que hayan tenido éxito durante la hospitalización. Un error habitual de los terapeutas y coordinadores es asumir que necesariamente las estrategias que funcionaron durante la fase de hospitalización serán igualmente útiles en este otro periodo: el principio de Skinner: “Past behaviour, best predictor” “La conducta pasada es el mejor predictor de lo que ocurrirá en el futuro” tiene aquí una aplicación limitada; las variables personales y situacionales del paciente suelen variar de forma significativa entre las dos fases, y este cambio puede limitar la eficacia de estrategias que resultaron útiles en la etapa anterior. Entre las variables situacionales que cobran ahora una especial importancia se incluyen las características del domicilio donde reside la mayor parte del tiempo el paciente, las actividades ocupacionales que realiza cuando no está en el centro de tratamiento y el círculo social y familiar con que se relaciona o no en el momento de la terapia. El nivel de exigencia que impone ahora al paciente el medio externo y social no es el mismo que en la fase de hospitalización (Smith et al., 1995); por ello, en esta fase suelen aparecer dificultades no identificadas en fases anteriores, y así es necesario un entrenamiento específico en las capacidades que exigirá ahora el entorno (Ojeda et al., 2000). Sin ese entrenamiento específico, las probabilidades de fracaso en el ámbito social, relacional o laboral son muy altas (Muñoz, 2000). En relación con el contexto, cobra especial importancia otro principio de la MC: cuanto más estructuradas y controladas sean las variables situacionales, mejor y más rápida será la adquisición eficaz de la conducta. La estructuración limita la influencia de variables no consideradas y ante las que el paciente con DC puede no saber cómo reaccionar por carecer de recursos y espontaneidad (Junqué et al., 1998). En la capacitación de las personas que pondrán en práctica el programa de MC, otro aspecto crucial es que todas ellas, incluido el propio paciente, entiendan y estén de acuerdo en cuál es la conducta-objetivo y que la delimiten. La coherencia y la consistencia en esos parámetros actúan en favor de la eficacia. En pacientes con DC es común una falta de conciencia de la enfermedad la que a su vez limita sustancialmente la percepción de la conducta como inadecuada, especialmente cuando ésta lo es para otras personas y no para el propio paciente. En estas circunstancias, antes de iniciar el programa de MC será necesario un tratamiento de la capacidad de conciencia y reflexión del paciente. Ya se ha aludido previamente a la conveniencia de establecer por escrito en algún formato asequible para el paciente (contrato de cambio) el compromiso de participación y las características del programa. Este contrato debe plasmar también las ventajas que percibe el equipo y, sobre todo, el mismo paciente, en cuanto al cambio de dicha conducta. El contrato le servirá de recordatorio en momentos en que el programa le resulte difícil y esté tentado a abandonarlo. El comportamiento social suele ser especialmente complejo. Y puede ser tarea imposible tratar de explicar a un paciente con una lesión órbitofrontal cuáles son los modos socialmente correctos de ser empático. En este entrenamiento, los métodos de aprendizaje social y modelaje con imitación de modelos han demostrado ser eficaces en ese colectivo (Ojeda et al., 2000). Asimismo, el recurso de que el paciente repase visualmente su propia conducta en un contexto ofrece una distancia necesaria para que una persona con un TCE valore su propia conducta. Un riesgo de la rehabilitación suele ser la tendencia común a

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centrarse en las conductas-problema. Tras un DC, los déficits son enormes, y los recursos y el tiempo limitados, por lo que el empeño principal debe recaer en la identificación de los problemas y su tratamiento. No obstante, tras sufrir DC, con demasiada frecuencia la persona también deja de participar en actividades sociales y laborales que la complacían antes de la lesión (Prigatano, 1999). Al mismo tiempo, al ser partícipe de un programa intensivo de rehabilitación, terapeutas y cuidadores recuerdan constantemente al paciente que debe mejorar las capacidades perdidas o alteradas. El paciente entra así en una dinámica donde cada tarea supone un esfuerzo y una posible frustración. Asimismo, a menudo su desempeño público le indica que está en inferioridad de condiciones respecto a como era antes o al modo en que realizan una actividad determinada otras personas. Por ello, como terapeutas debemos realizar un esfuerzo para que nuestros programas incluyan actividades que ofrezcan al paciente suficiente grado de satisfacción. De no tener en cuenta este aspecto, es muy probable que, transcurridos lo primeros meses de la rehabilitación, el paciente presente mayores niveles de frustración, desmotivación o depresión, incluso cuando la apatía no sea una de las principales secuelas (Sohlberg et al., 2001). Este hecho resulta especialmente significativo si consideramos que el proceso de recuperación de los pacientes con DC suele requerir largos periodos de rehabilitación que no son inferiores a un año (Pelegrin et al., 1997). En esta misma línea, es preferible subdividir los objetivos en tareas pequeñas con calendarios más cercanos en el tiempo y evitar objetivos grandes que el paciente pueda percibir como imposibles y que puedan requerir un tiempo muy largo de esfuerzo continuo. A lo largo de las diferentes fases, las actividades deben incluir momentos en que los pacientes realicen también tareas que ya ejecuten correctamente a fin de que experimenten la satisfacción que deriva de la experiencia y cuidar aspectos del autoconcepto de la persona. Estas actividades no deben interpretarse como una pérdida de tiempo por el hecho de haberse asimilado ya. Las creencias de los pacientes acerca de su capacidad cumplen una función destacada en el proceso de rehabilitación, ya que éstos tienden a experimentar placer o satisfacción con poca frecuencia (Prigatano, 1999). Los pacientes que se consideran ineficaces para realizar tareas de memoria y que creen no tener control sobre las situaciones se desmotivan antes; el resultado es que tienen un peor rendimiento general (Lezak, 1987). Si percibe que funciona con eficacia y que progresa en algunas de las tareas que realiza, el paciente se da cuenta de que tiene capacidad de control personal, y aprende así que la mejoría también depende de su participación y grado de implicación. Las técnicas de MC resultan igualmente eficaces en el tratamiento de alteraciones emocionales (McGlynn, 1990; Moore et al., 1992). Baja autoestima, ansiedad, depresión, ira y estrés postraumático son las alteraciones del estado de ánimo más frecuentes tras un TCE (Prigatano, 1999; Tyerman et al., 1984; Brooks y McKinlay, 1983). El uso de técnicas de relajación, desensibilización sistemática o implosión son también muy eficaces para tratar trastornos de ansiedad, depresión y fobias en el colectivo de pacientes con DC. En definitiva, el proceso de aplicación de las técnicas de MC a la rehabilitación de pacientes con DC es un proceso de implantación y éxito relativamente fáciles, siempre y cuando se tenga en cuenta evitar algunos de los riesgos de la MC. De éstos se presenta un resumen en el cuadro 6–5.

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INTERVENCIÓN FAMILIAR EN PACIENTES CON DAÑO CEREBRAL

Hasta hace sólo dos décadas los especialistas en rehabilitación se dedicaban a explorar metodologías y técnicas para tratar los diferentes trastornos fí- sicos, cognitivos, emocionales y/o de la conducta de los pacientes con daño cerebral (DC). Hoy en día ha crecido el interés por investigar y trabajar, además, con las familias que padecen el proceso de la pérdida o la limitada recuperación de las funciones de un ser querido. Este interés no solamente surge debido al papel que ejercen los familiares como apoyo en todo el proceso de recuperación, sino también porque cada uno de los integrantes de la familia se ve afectado en los niveles emocional y social (Fernández et al., 1997). Inicialmente, las familias eran sólo informantes de los cambios sufridos por los pacientes tras sufrir DC. Más adelante, se consideró importante describir sus respuestas emocionales ante los cambios de un familiar afectado, pues de la comprensión, aceptación y adaptación de la familia a la nueva situación dependería la del paciente mismo.

Este trabajo fue financiado por el CODI Programa de Sostenibilidad 2003-2004, Univerisdad de Antioquia, Medellín, Colombia. 146 Rehabilitación neuropsicológica (Capítulo 9) En años más recientes, la familia ha cumplido con un papel de mayor participación en la selección de los objetivos terapéuticos y la búsqueda de estrategias para el manejo del paciente en casa, ya que los familiares son quienes conocen las necesidades y el funcionamiento intrafamiliar (Sohlberg y Mateer, 2001).

También se ha establecido el valor del apoyo social (grupos de apoyo) y de la necesidad de preservar una adecuada dinámica familiar para aumentar las posibilidades de afrontamiento y adaptación del individuo afectado y sus familiares a la nueva situación. Asimismo, ya se empieza a evaluar el uso de los recursos individuales y de grupo sobre la calidad de vida de todos sus miembros y sobre el curso y las consecuencias de la lesión cerebral. Lo que distingue a las familias que funcionan bien es su capacidad para afrontar los desafíos de la vida de manera eficaz. La flexibilidad en el manejo de los roles dentro de la dinámica familiar y la capacidad para la búsqueda de recursos materiales y humanos es esencial a la hora de afrontar la enfermedad y sus discapacidades (Rolland, 1984). Así, lograr éxitos en los objetivos de la rehabilitación cognitiva depende no sólo de un buen diseño y una buena aplicación del plan terapéutico adaptado a las dificultades cognitivas específicas y a las necesidades prioritarias del afectado y su familia, sino también de la consideración de las variables ambientales y humanas que rodean a cada individuo.

EL INDIVIDUO AFECTADO

Como es sabido, los traumatismos craneoencefálicos (TCE) constituyen un gran problema de salud en la actualidad, no sólo por las implicaciones para el propio paciente y su familia, sino

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por el reto que impone a los profesionales de la rehabilitación su manejo adecuado, y por la necesidad de lograr resultados óptimos en una época en que, más que preservar una vida, lo que se busca es ofrecer maneras de vivirla con calidad y dignidad. Las secuelas físicas y los déficits cognitivos que siguen a las lesiones neurológicas son los que más comúnmente encontramos descritos en la bibliografía médica, pero hay que reconocer que son igualmente importantes los cambios en el funcionamiento psicosocial y emocional del paciente y su familia, pues estos últimos tienen tanto impacto como los primeros en la reintegración social y laboral del afectado, e influyen en el grado de cronicidad de la incapacidad y en las condiciones de su manejo por el equipo rehabilitador. De acuerdo con datos aportados por las familias, trastornos psiquiátricos (como depresión y la ansiedad) y los cambios de personalidad (como el aislamiento social, la desinhibición y el comportamiento agresivo), aunados a la incapacidad física, a las alteraciones de la memoria (especialmente de fijación), de la atención y la concentración, así como el enlentecimiento, son los factores que más dificultan el desempeño de las actividades de la vida diaria. Lo anterior puede surtir un efecto devastador sobre la posibilidad de una reintegración social y laboral (Junqué et al., 1996).

En este sentido, debemos subrayar la importancia de trabajar en los aspectos que ayuden a lograr una reincorporación laboral del paciente o, por lo menos, que dentro de su familia logre recuperar un lugar que lo haga valer como individuo merecedor de respeto y comprensión.

Todo ello se logra por medio de los programas específicos de rehabilitación neuropsicológica y cognitiva, de entrenamientos vocacionales, de atención psicológica a los cuidadores y de manejo terapéutico de la familia considerada como un sistema con una dinámica interna particular que se desestabiliza ante la presencia de situaciones críticas por su incapacidad para manejarlas, y cuyas consecuencias afectan a cada uno de sus integrantes. Tener en cuenta estos aspectos puede optimizar el proceso de readaptación y superación del impacto del DC (Prigatano et al., 1994).

Como ya se dijo, para juzgar los estados emocionales de las personas afectadas por DC se recurría a los familiares, quienes aportaban sus informes en las etapas iniciales de afrontamiento de las crisis por la enfermedad de su familiar.

Pero no es tarea fácil mantener la objetividad en medio de una crisis en que se quiere negar una realidad: la búsqueda de datos verdaderos relacionados con las características emocionales premórbidas, los estados afectivos corrientes y las reacciones ante situaciones traumáticas y frustrantes del paciente. Todo lo anterior sólo puede determinarse a lo largo de un proceso de intervención terapéutico. Para ello, y con la óptica actual de trabajar en equipo con el paciente y la familia, han emergido recientemente herramientas de evaluación y modelos teóricos que investigan y definen los cambios emocionales y psicosociales en los sujetos con DC.

A ello justamente se ha dedicado Corey (1987), quien desarrolló un modelo de evaluación que comprende diez áreas principales. Las primeras cinco incluyen síntomas relacionados directamente con los efectos del DC: habilidades interpersonales, juicio y comprensión social; autorregulación, dependencia contextual y adaptación a la discapacidad.

Las otras cinco áreas comprendan factores que son parcial o totalmente independientes del daño, pero que afectan el funcionamiento psicosocial: abuso de sustancias, problemas psicológicos o psiquiátricos significativos premórbidos; relaciones interpersonales difíciles; o situaciones estresantes. Corey argumenta que una evaluación y una intervención serían incompletas si no se tienen en cuenta y son atendidos todos estos factores. Por su lado,

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Prigatano (1986) describe tres diferentes factores psicosociales que se deben considerar en los pacientes con DC: factores premórbidos de personalidad; efectos orgánicos o neuropsicológicos posteriores al DC y las respuestas reactivas al DC

PROBLEMAS PSICOSOCIALES ORGÁNICOS

En su libro Introducción a la rehabilitación cognitiva, Sohlberg y Mateer (1989) plantean la presencia de tres alteraciones secundarias a las lesiones cerebrales específicas que se ven con mucha frecuencia en la práctica clínica. Según los autores, su manejo es importante, ya que interfieren de manera grave no sólo en el proceso terapéutico de la rehabilitación, sino en la readaptación y la convivencia familiar, social y laboral del paciente. Estas alteraciones son:

1. Pérdida de las habilidades interpersonales. Se relaciona con trastornos de tipo afásico y pragmático. Si esto se suma a una incapacidad para comprender y expresar afecto por medio de la expresión facial y el tono de voz, el primer paso es determinar si hay además un problema de tipo afectivo o de origen perceptual.

2. Problemas conductuales como desinhibición, agresividad, irritabilidad y enojo. Desde 1979, Luria ofreció datos descriptivos de las áreas cerebrales y sus funciones, donde mencionaba la existencia de fenómenos de “desinhibición generalizada y trastornos afectivos como la carencia de autocontrol, violentos arranques emocionales y enormes cambios de carácter, producidos por lesiones del córtex orbital del lóbulo frontal”. De todas formas, es importante mencionar que, aunque estos problemas pueden ser de origen orgánico, también pueden verse influidos por características de personalidad preexistente y por respuestas reactivas a la situación actual del paciente afectado por DC.

3. Anosognosia o falta de conciencia del déficit. Este fenómeno puede observarse en lesiones graves de la corteza cerebral posterior. Los rehabilitadores saben muy bien lo mucho que facilita el trabajo terapéutico que un paciente sea conciente de la dificultad que padece. Por el contrario, no reconocerlo es de entrada un factor que resta interés por la recuperación y motivación para colaborar. Es lo primero que habrá que trabajar con este tipo de pacientes, poniendo especial atención en hacerlo de manera cautelosa para evitar reacciones catastróficas. REACCIONES EMOCIONALES COMUNES HACIA LA DISCAPACIDAD ADQUIRIDA Las reacciones ante la propia situación es algo que se debe esperar de un individuo que sufre DC y que padece pérdida o disminución de funciones neuropsicológicas o facultades con las cuales contaba para desenvolverse en su medio. Pacientes así pueden presentar depresión, ansiedad, baja autoestima, Intervención familiar en pacientes con daño cerebral 149 © Editorial El manual moderno Fotocopiar sin autorización es un delito. dependencia emocional y perplejidad ante todos estos hechos. Estas reacciones deben considerarse como comprensibles ante circunstancias tan preocupantes, pero deben ser manejadas para que no se agudicen ni se prolonguen en el tiempo. A menudo, la interacción de estos factores influye mucho en lo que en general se llama “ajuste a la incapacidad” (Sohlberg y Mateer, 1989). Por lo tanto, es necesario el acompañamiento desde el periodo de hospitalización, no sólo para quien padece la enfermedad, sino también para su familia. Informar y educar deben ser una constante desde el momento en que comienza el acompañamiento. ¿QUÉ PASA CON LA FAMILIA? Desde el decenio de 1990-99, Douglas (tomado de Junqué et al., 1996) describió las respuestas de la familia tras el DC. Por su parte, Powell (tomado de Fernández y Muñoz, 1997) redondea lo anterior con las expresiones prototí- picas de cada uno de estos estadios:

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• Shock. Confusión, angustia, frustración, desamparo. “Deseo que sobreviva.”

• Esperanza. Optimismo exagerado acerca de la recuperación, negación; esperanza. “Se pondrá bien.”

• Realidad. Depresión, rabia, culpabilidad, aislamiento social, rompimiento de las relaciones familiares y de los roles existentes. “Todavía está progresando, pero la recuperación es lenta.”

• Aceptación. Conciencia de la permanencia de la situación; aceptación de los cambios del familiar; lamentación de lo que pudo haber sido. “No volverá a ser el mismo.”

• Ajuste. Reajuste de las expectativas; redefinición de las relaciones y los roles; reestructuración familiar.

“Nuestras vidas son ahora muy diferentes.” Para poder llevar a cabo una rehabilitación en óptimas condiciones, no sólo es necesaria la voluntad del paciente y su buen estado anímico, sino contar con su medio familiar. Como sabemos que la familia padece a su manera el problema, hay que conocer las características del cambio, cómo lo viven y qué hacen para sobrellevarlo. Al respecto, Kleiman (1988) hace un primer análisis desde la conceptualización y el significado de la enfermedad para el sujeto afectado, su familia y su medio social: cómo construye cada uno el significado de la enfermedad. Conocerlo ayudará a comprender por qué el enfermo y su familia reaccionan ante la enfermedad tal como lo hacen. Kleiman habla de tres conceptos de la enfermedad:

1. La enfermedad como experiencia para el sujeto que la padece; vivencia subjetiva de su enfermedad; cómo vive el proceso; cómo responde a los síntomas que lo incapacitan; cómo piensa él que lo perciben la familia y la sociedad.

2. La enfermedad como alteración biológica que pasa por un proceso de cambios fisiológicos no controlados por quien los sufre. 3. La enfermedad como reflejo de ciertas condiciones sociales a las que está sometida la población. El significado que la familia y el enfermo otorguen a la enfermedad será, entonces, resultado de la interacción entre estas tres influencias. Este autor considera, por último, que es importante que la persona que intervenga al grupo familiar encuentre esta significación para analizar y trabajar el impacto resultante. Una segunda perspectiva la ofrece Rolland (1989), quien considera que el impacto dependerá de varios factores: la forma de comienzo de la enfermedad, es decir, si es aguda o gradual; el curso con que se vive la enfermedad, esto es, si es con deterioro progresivo, constante o con recaídas; el grado y clase de incapacidad con que queda el paciente; y, finalmente, el pronóstico.

• Un comienzo agudo obliga a hacer cambios y a movilizar recursos en un corto periodo de tiempo que llevarán a un desgaste mayor para la familia. En cambio, cuando la instalación es gradual, —por ejemplo, en trastornos neurodegenerativos— la adaptación se da en forma progresiva en la medida en que se presentan las condiciones discapacitantes del familiar afectado.

• Cuando el curso de la enfermedad es progresivo, las familias y sus cuidadores se ven obligados a ir retomando las funciones que ya no puede realizar el familiar enfermo, lo que implica un aumento de esfuerzos a lo largo del tiempo y, por lo tanto, mayor fatiga y desesperanza. En las enfermedades de curso constante se parte de un problema agudo que, a medida que se estabiliza, el paciente va siendo entrenado para realizar algunas funciones por sí mismo y, en consecuencia, la familia puede ir disminuyendo esfuerzos. El efecto dependerá,

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entonces, del grado de gravedad de las secuelas. Las enfermedades que transcurren con recaí- das someten a las familias a cambios constantes de readaptación y a alternativas imprevisibles de urgencia y tranquilidad. Esta situación los mantiene en un estado de temor e inseguridad por la falta de control de lo que puede suceder. No es exagerado decir que viven en un estado de estrés continuo.

• El grado de discapacidad física, intelectual o de secuelas conductuales con que quede el paciente hará que la enfermedad sea más fácil o más difícil de sobrellevar. Pero el impacto también dependerá del rol especí- fico que cumplía el afectado dentro de la estructura y dinámica familiar, y de los recursos materiales y humanos disponibles.

• El pronóstico de la enfermedad, que la califica como fatal a corto o mediano plazo, puede provocar que la familia asuma actitudes de desesperanza que limitarían los esfuerzos de manejo, con el riesgo de que el paciente se sienta abandonado; o por el contrario, que la familia asume actitudes de sobreprotección en las que se desempeñan funciones que podría realizar en parte o en su totalidad el mismo paciente, lo que lo hará sentirse más discapacitado. En síntesis, se podría decir entonces que de la forma en que comience y transcurra la enfermedad, del grado de discapacidad que provoque, y del pronóstico que determine su duración depende la respuesta adaptativa de la familia, donde las variables más determinantes son la gravedad, discapacidad y la frecuencia de las recaídas. Otra manera de medir el impacto de la enfermedad sobre la familia es analizar lo que ha significado para su funcionamiento interno (Navarro, 1991). Se habla entonces de:

• Alteraciones estructurales familiares. Se pueden presentar cuando hay patrones rígidos de funcionamiento en que las reacciones de emergencia en la fase de la crisis se mantienen en el tiempo, aunque dicha crisis se haya superado. Son los casos en los que se continúan los cuidados excesivos al paciente, hay sobreprotección y el manejo se hace extenuante; o cuando la jerarquía y los roles de los integrantes del grupo familiar se modifican para reasumir las funciones de las que antes se encargaba el enfermo. Es común ver que los cuidadores que se dedican de lleno al manejo del paciente dejan a un lado sus proyectos de vida y, simultáneamente, van creando lazos especiales con él, en ocasiones despertando sentimientos de celos en los demás familiares. También ocurre que, por diversas razones originadas por la situación de tener un familiar enfermo, la familia deja de visitar a sus amigos y, por lo tanto, también éstos dejan de hacerlo. Todo lo anterior puede conducir a un aislamiento social que tiene como efecto secundario la disminución de los apoyos externos y la sensación de abandono o soledad.

• Alteraciones del ciclo evolutivo familiar. Toda familia pasa por periodos en que sus integrantes deben realizar tareas inherentes a ella y otros en que se apartan para llevar a cabo sus respectivos proyectos de vida. En general, la aparición de una enfermedad los obliga a volcarse nuevamente sobre el grupo familiar, lo que fuerza a los miembros a buscar compatibilidad entre sus actividades externas y el cuidado del enfermo (Rolland, 1989). Entonces, puede presentarse un rechazo a aceptar los cambios que implica la enfermedad para la vida familiar, o bien puede haber una detención de un momento evolutivo de los miembros de la familia.

• Alteraciones de la respuesta emocional familiar. Aunque se dan casos en que la presencia de un familiar enfermo intensifica las relaciones afectivas, en otros pueden observarse fenómenos como una ambivalencia de sentimientos en las que hay discrepancia entre lo que los familiares deberían sentir y lo que realmente sienten, esto es, deseos de ayudar al enfermo

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o sentirlo como una carga por los límites que impone a la familia. Asimismo, puede surgir controversia entre dos posiciones. Por un lado, la de quienes piensan que los problemas hay que afrontarlos y que la claridad y el reconocimiento son el principio de un buen manejo; en otras palabras, admitir la enfermedad y hablar sobre ella. Por otro, está la postura de los que piensan que la negación, en una medida justa, es un mecanismo adaptativo, gracias al cual el individuo puede seguir siendo funcional y no derrumbarse ante una situación traumática (Caplan, 1989). Es frecuente guardar silencio ante el diagnóstico y pronóstico, pues se tiende a pensar que un diagnóstico fatal deja sin esperanza alguna, y excluirla significa que no tiene objeto luchar. Lo que se defiende en estos casos es que mantener la esperanza, aun en casos desesperados, posibilita la colaboración con el tratamiento y que el paciente se encargue de asuntos pendientes y que él y su familia tengan aún alguna oportunidad de seguir viviendo la vida, orientándose a objetivos importantes para poder seguir con el proyecto vital de cada uno hasta el final o hasta donde les sea humanamente posible. Una prolongación adversa del sentimiento de duelo por los proyectos suspendidos; por las funciones perdidas, ahora discapacitantes; por los hábitos a que se tiene que renunciar, es otra respuesta emocional a la que se enfrenta el individuo con daño cerebral y su familia. La desesperanza acompañada de un sentimiento de lástima hacia el enfermo lleva a actitudes de sobreprotección que minimizan las capacidades del afectado y complican el proceso de rehabilitación. Evitarle cualquier esfuerzo físico o de otro tipo, no permitirle que haga nada y tratarlo como un discapacitado propicia que el enfermo tienda a comportarse como tal.

ABORDAJE DE LA FAMILIA

El abordaje de la familia debe considerarse desde dos perspectivas. La primera, como foco terapéutico, teniendo en cuenta que una familia es el pilar de apoyo de un ser humano. Y la segunda, como un sistema que se desestructura a consecuencia de una ruptura de su curso evolutivo normal. Ambos puntos de vista no son excluyentes, sino más bien dependientes entre sí, de manera que una familia puede considerarse como apoyo durante el proceso terapéutico en la medida en que no se vea afectada negativamente su dinámica. Como foco terapéutico Considerando todo lo expuesto anteriormente, muchas familias soportan un alto nivel de estrés que a veces es incluso mayor que el que sufren los propios pacientes (Brooks, 1991). Es una carga emocional que perdura en el tiempo, se vuelve crónica y puede llegar a incrementarse. Un TCE crea, con sus consecuentes alteraciones, una crisis inmediata en la unidad familiar al modificar las relaciones entre los diferentes miembros y los roles que cada uno ejercía, así como las expectativas y los planes grupales e individuales para el futuro. Esto ha llevado a pensar en la conveniencia de brindar más atención, educación, orientación y ayuda a las familias. El grado de estrés dependerá de la gravedad del DC; de los cambios conductuales y de personalidad del afectado; del tipo de trastornos cognitivos y físicos que determinen la discapacidad y su evolución; de la incertidumbre por la falta de información acerca del pronóstico y de cómo actuar frente a la persona afectada; y del aislamiento social y los asuntos legales y financieros. Por todo ello, en el proceso de rehabilitación hay que tener en cuenta dos aspectos esenciales:

1. La necesidad de abordar de modo específico los problemas que experimentan las familias, pues en muchas ocasiones no desaparecen sino que se agravan con el paso del tiempo.

2. Considerar que los factores que producen estrés en los familiares pueden ir cambiando con el proceso de rehabilitación, lo que obliga al profesional a anticiparse a su posible aparición y adoptar las medidas necesarias para prevenirlos o brindar capacitación para afrontarlos. El impacto del DC no afecta del mismo modo a los diferentes miembros de la familia, y esto

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depende del rol que cada quien desempeña dentro del sistema familiar, del tipo de relación que lleva con el afectado, de las características de su personalidad, y de su capacidad para afrontar los problemas que se presentan. En general, podría decirse que los padres toleran y manejan mejor las alteraciones cognitivas y emocionales de sus hijos afectados que las parejas, lo cual se explicaría porque para los padres no es difícil asumir nuevamente el rol de cuidadores de su hijo. En cambio, a la pareja le implica adaptarse a un estilo de vida inesperado y muy diferente a las expectativas iniciales como vida de pareja. Los hijos también sufren por los drásticos cambios en su ambiente familiar (Brusselmans, 1995): un padre afectado se fatiga e irrita con mayor facilidad, pierde apoyo y afecto y pierde el respeto debido a sus conductas extrañas e infantiles. Una intervención adecuada con las familias de personas con daño cerebral debe incluir:

• Un análisis de la historia familiar previa. Se debe indagar cómo era el sistema familiar antes de la aparición de la lesión: los roles desempeñados por cada uno de los miembros incluido los del afectado por la lesión; la naturaleza de las relaciones entre ellos; los canales de comunicación dentro de la familia; y los factores que pueden generar estrés. También se deben explorar las reacciones emocionales y las necesidades específicas de cada uno de los miembros; sus niveles educativos; y los valores que rigen al sistema familiar. Es igualmente conveniente conocer los recursos financieros con que cuentan y el apoyo y la ayuda de que dispondrían por parte de allegados y amigos.

• Conocimiento de las características premórbidas del paciente. Es importante averiguar los antecedentes relacionados con su funcionamiento intelectual y académico; las relaciones con sus familiares y amigos; su historia laboral y aficiones, así como la posible existencia de problemas conductuales, antisociales o de adicción. Este conocimiento es importante porque hay una relación directa entre la historia premórbida del paciente y su nivel de adaptación posterior a la lesión, y porque ayuda a comprender su capacidad para manejar el estrés.

• Detección en la familia de aquellas señales que pueden ameritar intervención. Éstas incluyen expresiones de ansiedad o miedo; comentarios de confusión e indefensión acerca del reconocimiento y manejo de los problemas conductuales observados en su familiar afectado; y preocupación por el cambio de roles, dependencia emocional y física del paciente. En una intervención psicoterapéutica se aborda a la familia con el objetivo de ayudarla a convivir con la enfermedad, tratando de compatibilizar el cuidado del enfermo con cierto grado de preservación de la evolución del grupo familiar y la continuación de los proyectos individuales de vida. Desde el comienzo de la crisis hasta la fase terminal hay aspectos sobre los que se debe ofrecer apoyo (Navarro, 1991):

• Intervención en el momento de la crisis. Se orienta a la familia hacia la activación de los recursos emocionales, materiales y de información que les permitan afrontar la situación de crisis (movilizar la red social más inmediata para que le ayude a cumplir algunas de las tareas más apremiantes como el cuidado de los hijos; la obtención de ayuda material para el transporte al hospital; y la recabación de información veraz y precisa sobre lo que está pasando). Para obtener la información, la familia tiene que saber qué y a quién preguntar; hay que animarles a ello y enseñarles cómo hacerlo. Hay que darles espacio para que pregunten y expresen sus inquietudes. En este momento crítico, la familia se vuelve muy vulnerable a las palabras y actitudes de los profesionales de la salud con relación a los diagnósticos y pronósticos. Por lo tanto, debe tenerse especial cuidado con el contenido de los mensajes que se dan y la forma de hacerlo.

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• Intervención en la fase crónica. Se trabaja sobre la idea de una nueva estructura familiar, la redistribución de los roles que desempeñaba el enfermo y el rol del cuidador primario. Para evitar problemas estructurales es necesario negociar periodos de respiro para el cuidador. Si la familia se negara a cumplir ciertos roles o fuera incapaz de encargarse de ellos, se debe buscar ayuda externa o institucional. Igualmente, se debe trabajar sobre los inconvenientes del aislamiento social, del sacrificio excesivo en aras del enfermo, de la no incorporación del enfermo a un funcionamiento más normalizado (por la sobreprotección). En fin, hay que evitar que la enfermedad invada la vida familiar y privada.

• Intervención en la fase terminal. Hay un agotamiento físico y psicológico, tanto del enfermo como de su familia. Necesitan sentirse apoyados por su grupo social más cercano desde el punto de vista emocional y material. Es importante hacerle saber al enfermo lo valioso que ha sido y ofrecerle contacto físico y afectivo, así como apoyar a la familia en proceso de duelo anticipado en el que se reconoce la inminencia de la muerte de su ser querido y orientar a los miembros para prepararse para ese momento. Al fin y al cabo, en la fase terminal la idea de la muerte domina la vida familiar, pues debe afrontar la idea de la pérdida y la reanudación de la vida “normal”.

El apoyo consiste en ayudarles a mirar esta fase como una oportunidad para compartir unos tiempos preciosos al reconocer juntos lo inevitable de la pérdida, para resolver los asuntos inconclusos y aun para despedirse cada quien a su manera.

Una serie de momentos de transición une las tres fases. En ellos, se apoya y orienta a la familia para reevaluar su estructura de funcionamiento de acuerdo con las nuevas demandas que impone la enfermedad. Como parte del equipo rehabilitador: formando verdaderas asociaciones clínico-paciente-familia Puesto que las familias son las expertas en el conocimiento de sí mismas, capitalizar estas experiencias es labor conjunta del clínico, el paciente y las familias. Las personas más afectadas por los cambios de la persona con DC a menudo generan y aplican soluciones efectivas para el manejo de dichos cambios. Una terapia que fomente oportunidades para apoyar y entrenar a las personas en la observación sistemática de las conductas significativas puede promover cambios positivos en su participación. Sohlberg y Matter (2001) han investigado en los últimos años la conveniencia de formar grupos colaborativos con las familias y pacientes por su potencial terapéutico. Consideran, por ejemplo, que las intervenciones pueden tener poco beneficio o resultar inútiles si no se toman en cuenta las circunstancias individuales o no se incluye en la toma de decisiones terapéuticas a los miembros familiares ni otros cuidadores. Cuando los profesionales logran conformar un verdadero equipo con los pacientes y sus familias, y priorizan juntos aspectos y discuten estrategias para manejar las dificultades, se reporta una mejoría significativa en el funcionamiento de la vida familiar. Lo importante es volver operativos los procesos requeridos para formalizar tales relaciones. Para lograr una colaboración provechosa, los autores citados plantean la necesidad de que los profesionales a cargo se capaciten para poseer las siguientes aptitudes:

• Capacidad para escuchar y orientar entrevistas. No es un proceso natural y debe trabajarse sobre ello. Lograrlo permite al profesional conocer aspectos fundamentales como: inquietudes y problemas prioritarios que necesitan aprender a manejar; los roles, las rutinas diarias, las presiones y frustraciones de cada uno de los integrantes del grupo familiar, incluido el sujeto afectado; los posibles vacíos por la falta de atención de los servicios de salud a los cuales han acudido; las diferencias de perspectiva del problema entre los diferentes miembros familiares;

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los sueños, esperanzas y metas que los familiares mantienen para su paciente y para sí mismos.

• El profesional debe poseer suficiente información sobre el problema neurológico del paciente, ya que para éste y su familia es muy útil que profesionales expertos en lesión cerebral y su rehabilitación respondan a sus preguntas.

• Capacidad de observación.

• Flexibilidad para realizar cambios en los procesos de tratamiento de acuerdo con las prioridades del sujeto afectado y su familia.

• Capacidad para estructurar un proceso terapéutico que ubique las verdaderas necesidades del paciente y su familia, y que ayude a aplicar las estrategias más adecuadas. Estas cinco aptitudes deben aplicarse a lo largo de todo el proceso terapéutico. Hay además tres fases clínicas en que es necesario saber manejar estas aptitudes:

1. La entrevista. Como señalan estos autores, a menudo la clave para trabajar de una manera colaborativa no reside en tener una lista de respuestas, sino en hacer las preguntas correctas, lo cual ayudará a ser certeros en la apreciación de las dificultades, de modo que se interroga sobre la estructura familiar, las situaciones cotidianas, los roles familiares, las experiencias con los servicios de salud, los apoyos externos, la información acerca de la lesión cerebral de su familiar, expectativas, etc.

2. Identificación y priorización de metas. Es importante que el clínico ayude a la familia a aclarar sus preocupaciones, a darle la prioridad adecuada a los problemas y a determinar las metas que se desea alcanzar. Durante este proceso los familiares comparten sus debilidades y fortalezas, lo que se hace o no dentro de la familia, y entre todos se considera cuál es la mejor manera de utilizar las experiencias para traducirlas en estrategias. Una vez claras las metas, se formula el plan terapéutico.

3. Observación de los cambios y revisión de metas. En esta fase la familia aporta información relacionada con las estrategias que les han dado mejores resultados. A su vez, los profesionales verifican si los aspectos trabajados presentan o no alguna mejoría, o si han surgido otras inquietudes. Se analizan todos los datos aportados por la familia y, si es el caso, se hacen los cambios más convenientes para el proceso. Estas tres fases permiten mantener en el proceso de tratamiento una estrecha relación entre los profesionales, la familia y el paciente, y facilitan enormemente el proceso de rehabilitación.

CONCLUSIONES

Además de los trastornos cognitivos y motores, el DC se presenta siempre en el paciente con alteraciones psicoemocionales que no sólo lo afectan a él 158 Rehabilitación neuropsicológica (Capítulo 9) sino también a su familia. Esta situación conduce a un desajuste familiar que justifica una intervención terapéutica grupal o al tratamiento de cada uno de sus integrantes. Es necesario proporcionar una asesoría para el afrontamiento adecuado de las crisis que se pueden presentar durante el inicio, el transcurso y el desenlace de la enfermedad discapacitante de su familiar. Esto es importante no sólo porque incidirá sobre el manejo y el resultado de un proceso de rehabilitación, sino porque la familia se convierte en un elemento más del equipo rehabilitador que aporta un conocimiento más profundo del paciente y sus

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necesidades. La convivencia cotidiana de los familiares con el paciente es una oportunidad para participar como coterapeutas en el proceso de rehabilitación.

Las técnicas de MC se presentan no sólo como una herramienta alternativa en la mejora de los déficits de un paciente tras un TCE, sino como un método que es necesario tener en cuenta y combinar con otras metodologías para lograr una mayor eficacia en un campo de difícil manejo: la rehabilitación neuropsicológica.

La MC no sirve para todo, y no siempre es la mejor herramienta/opción, pero hoy por hoy es una técnica de eficacia demostrada, incluido el campo de la rehabilitación tras el daño cerebral adquirido. Aunque no ha constituido el grueso de este artículo, es necesario recordar que su utilidad traspasa el campo de las alteraciones neuropsicológicas. Dado el carácter multidisciplinar y complejo de las secuelas tras el DC, la MC se presenta como una técnica a implantar en ámbitos como la rehabilitación física y neurológica. Por otra parte, su sencillez le convierte en la técnica ideal para unificar criterios de rehabilitación implementados tanto por profesionales como por terapeutas no especializados, aspecto especialmente relevante en el campo del DCA.

Finalmente pero no menos importante, la eficacia de la aplicación de técnicas de modificación de conducta a la rehabilitación neuropsicológica aporta motivos para el optimismo, en contra del pesimismo relativo que invade el campo de la eficacia de esta rehabilitación en la literatura reciente.

La amplia presencia de diferentes síntomas neuroconductuales en pacientes con daño cerebral adquirido, hace necesaria la intervención específica sobre estos trastornos, ya que sus repercusiones en el ámbito familiar y social del paciente son en gran medida disruptivas con el rol que desempeñaba el sujeto previo a la lesión.

Este cambio a su vez hace imprescindible el abordaje terapéutico de las familias de afectados, puesto que es un elemento clave para el éxito de los programas de intervención con los pacientes desempeñando un papel básico para el cumplimiento de las pautas terapéuticas recomendadas, generalización de aprendizajes y apoyo emocional del sujeto.

Por último destacar la mayor necesidad de recursos que faciliten la reintegración social del sujeto a través de una ocupación terapéutica, entendiendo por ésta la definida en estas líneas y no el mero hecho de "ocupar" el tiempo del paciente sin ningún propósito funcional.

La ocupación como elemento terapéutico ha demostrado su utilidad clínica para el tratamiento del déficit neuroconductuales, pero son necesarias mayor número de investigaciones que justifiquen su uso en los diferentes programas de rehabilitación de manera científica, intentando solventar las dificultades metodológicas que este tipo de estudios requieren.

Como se sabe, todo este proceso de rehabilitación cognitiva requiere del abordaje multidisciplinar que empieza con la evaluación neuropsicológica completa para planificar el trabajo a realizar, aunque en la recuperación influyen variables ya comentadas como la gravedad del daño, la reserva de la capacidad intelectual, etc. Por otro lado se sabe que la mejora en el estado de ánimo también induce a una mejora en la percepción de la calidad de vida, de la capacidad de memoria, y de otras muchas funciones. En definitiva, todo este trabajo se vería incompleto sin la colaboración de todos los profesionales que trabajan para mejorar la recuperación de los pacientes con un daño cerebral.

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En otros casos, los resultados no son tan contundentes, pero permiten moderar la frecuencia e intensidad de la aparición de estas manifestaciones conductuales permitiendo alcanzar objetivos terapéuticos funcionales y permitiendo aliviar el tremendo coste emocional que estas alteraciones tienen en la vida social y familiar de la persona con DCA. Es probablemente en estos casos, en los que un trabajo de apoyo y seguimiento e incluso una intervención psicoterapéutica a largo plazo, permitan llevar el éxito de la rehabilitación más allá alcanzando de manera lenta, pero progresiva, nuevos objetivos terapéuticos y una mayor adaptación de la persona a su entorno y un reajuste de la dinámica familiar, que repercutirá en una menor incidencia de estas manifestaciones conductuales y una mejor calidad de vida de la persona y su familia.