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1 Reflexiones jurídicas y éticas ante la reforma de la normativa sobre el aborto Introducción: Los juristas y el tema del aborto. El tema del aborto es un tema que presenta muchas facetas o aspectos. Así, tenemos el aspecto médico o clínico, el aspecto psicológico, el sociológico, el económico, el ético-filosófico, y también y por supuesto, el aspecto jurídico. Este último aspecto no es uno más entre otros, sino que tiene un carácter primordial. Y ello porque, en definitiva, el debate sobre el aborto, tal y como hoy está planteado en España, es un debate sobre el contenido de unas determinadas normas de nuestro Código Penal. Lo que provoca el debate actualmente existente en nuestra sociedad –si es que realmente existe ese debate- es el proyecto de sustituir el artículo 417 bis del Código Penal de 1973, redactado conforme a la LO 9/1985, de 5 de julio (todavía vigente tras la promulgación del nuevo Código Penal de 1995), por una nueva ley especial que pretende llamarse de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, cuyo Proyecto, ya aprobado por el Gobierno, se encuentra actualmente en tramitación en las Cortes. Por tanto, tratándose de una cuestión de leyes o normas jurídicas, se supone que los juristas tenemos mucho que decir al respecto. Sin embargo, lo cierto es que los juristas de este país en su mayor parte prefieren mirar para otro lado y guardar silencio sobre este tema. Esto se debe –según entiendo- a dos motivos: - En primer lugar, a que es un tema que compromete ideológicamente, y con un importante coste de imagen. De acuerdo con el maniqueísmo cultural e ideológico vigente en nuestra sociedad, adoptar de manera explícita una determinada postura en relación con la cuestión del aborto, en concreto, adoptar una postura de rigor, supone asumir el riesgo de ser inmediatamente etiquetado como conservador, retrógrado, autoritario, o mucho peor aún, como fundamentalista religioso. - Y, en segundo lugar, por un motivo más profesional, relacionado con la autoconciencia de los juristas españoles, con la idea que los juristas tenemos de nosotros mismos y del significado de nuestra profesión y de nuestra actividad. Así, en casi todo el mundo occidental y en particular en España está mayoritariamente vigente entre los juristas una concepción técnica e instrumental del Derecho, y en directa relación con ello, una

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Reflexiones jurídicas y éticas ante la reforma

de la normativa sobre el aborto

Introducción: Los juristas y el tema del aborto.

El tema del aborto es un tema que presenta muchas facetas o aspectos.

Así, tenemos el aspecto médico o clínico, el aspecto psicológico, el sociológico, el económico, el ético-filosófico, y también y por supuesto, el aspecto jurídico.

Este último aspecto no es uno más entre otros, sino que tiene un

carácter primordial. Y ello porque, en definitiva, el debate sobre el aborto, tal y como hoy está planteado en España, es un debate sobre el contenido de unas determinadas normas de nuestro Código Penal. Lo que provoca el debate actualmente existente en nuestra sociedad –si es que realmente existe ese debate- es el proyecto de sustituir el artículo 417 bis del Código Penal de 1973, redactado conforme a la LO 9/1985, de 5 de julio (todavía vigente tras la promulgación del nuevo Código Penal de 1995), por una nueva ley especial que pretende llamarse de salud sexual y reproductiva y

de la interrupción voluntaria del embarazo, cuyo Proyecto, ya aprobado por el Gobierno, se encuentra actualmente en tramitación en las Cortes. Por tanto, tratándose de una cuestión de leyes o normas jurídicas, se supone que los juristas tenemos mucho que decir al respecto.

Sin embargo, lo cierto es que los juristas de este país en su mayor

parte prefieren mirar para otro lado y guardar silencio sobre este tema. Esto se debe –según entiendo- a dos motivos:

- En primer lugar, a que es un tema que compromete ideológicamente,

y con un importante coste de imagen. De acuerdo con el maniqueísmo cultural e ideológico vigente en nuestra sociedad, adoptar de manera explícita una determinada postura en relación con la cuestión del aborto, en concreto, adoptar una postura de rigor, supone asumir el riesgo de ser inmediatamente etiquetado como conservador, retrógrado, autoritario, o mucho peor aún, como fundamentalista religioso.

- Y, en segundo lugar, por un motivo más profesional, relacionado con

la autoconciencia de los juristas españoles, con la idea que los juristas tenemos de nosotros mismos y del significado de nuestra profesión y de nuestra actividad. Así, en casi todo el mundo occidental y en particular en España está mayoritariamente vigente entre los juristas una concepción técnica e instrumental del Derecho, y en directa relación con ello, una

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concepción del jurista como alguien que ha adquirido una determinada pericia o habilidad técnica en el conocimiento y manejo de las normas y los complejos procedimientos jurídicos, algo parecido a un ingeniero. Este jurista recibe del legislador la norma positiva como un dato y se limita a aplicarla de forma mecánica y objetiva, si se trata de un juez, o de la manera que mejor sirva a los intereses del propio cliente, si se trata de un abogado o asesor de empresa, pero sin considerar en ningún caso comprometida en esa actividad ni su conciencia, ni sus valores, ni, en definitiva, su persona.

Es algo propio de esta visión una aceptación acrítica de las normas

que producen el Parlamento o los Gobiernos, así como la defensa de una radical separación entre el derecho o la norma que en cada caso se trata de aplicar y la conciencia subjetiva o personal del jurista.

De acuerdo con ello, el debate sobre el aborto se ve condicionado por

la idea muy generalizada de que se trata de un tema muy relacionado con convicciones éticas y religiosas, que pertenecen –se dice- a la interioridad de cada uno y por tanto es algo que no permite una aproximación jurídica objetiva, un análisis puramente jurídico. O dicho de otra forma, nosotros los juristas preferimos ocuparnos de la LSA o de la Ley Hipotecaria…, que de este tema tan vidrioso del aborto ya discutirán los políticos con los obispos.

Como consecuencia de esto, siendo el debate social sobre el aborto –

como ya he señalado- un debate sobre una cuestión esencial y básicamente jurídica, sin embargo, el debate que trasciende a la opinión pública tiene muy poca densidad jurídica, en gran parte es un diálogo de sordos (porque mientras unos hablan de la ley divina y el alma, otros hablan de progresismo, feminismo y homologación con Europa) y sobre todo es muy superficial. Buena prueba de ello es la importancia que se le ha dado a un tema que para mí es absolutamente secundario: la cuestión de si las embarazadas menores de edad necesitan o no el conocimiento y autorización de sus padres para abortar (como si muchos padres no estuvieran precisamente deseando que el asunto se resuelva sin tener siquiera que llegar a enterarse). Esta cuestión está sirviendo precisamente para desviar la atención del verdadero meollo de la reforma desde el punto de vista jurídico: la despenalización absoluta del aborto durante las primeras catorce semanas de gestación, con lo que ello supone jurídicamente de transformar un sistema en el cual el aborto es, en general, un delito, un crimen perseguido por la ley penal salvo si concurren determinados supuestos excepcionales de exoneración de responsabilidad criminal, en un sistema en el que durante las primeras catorce semanas de

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gestación el aborto pasa a ser un derecho incondicionado de la mujer, como algo que forma parte de su autonomía personal.

Este cambio de planteamiento tiene una gran enjundia jurídica y por

supuesto tiene una trascendencia jurídico-constitucional. No quiero decir con ello que el proyecto de ley sea inconstitucional. Al respecto, no tengo ninguna duda de que si al Partido Popular se le ocurre impugnar esta ley por una pretendida inconstitucionalidad de su contenido, el TC, con unos u otros argumentos, después de darle muchas vueltas al asunto durante unos cuantos años y de poner algún pero en algún aspecto secundario, terminará avalando la constitucionalidad de la reforma, como recientemente ya ha hecho el Consejo de Estado en su dictamen de fecha 17 de septiembre de 2009.

Pero lo que sí quiero decir es que si este proyecto de ley es conforme

con la Constitución -como finalmente se declarará-, ello supone que el entendimiento de una serie de normas clave de la Constitución Española vigente ha cambiado radicalmente, en particular, respecto de la interpretación que de esas mismas normas defendió el propio TC en el año 1985, cuando enjuició la constitucionalidad de la primera ley de despenalización parcial del aborto. La Constitución seguirá diciendo lo mismo que antes, pero nosotros ahora entenderemos de forma muy diferente eso que dice la Constitución en determinados preceptos.

Luego me ocuparé con más detenimiento del cambio que supone la

ley proyectada respecto de la normativa hoy vigente y la interpretación constitucional que la avaló. Antes de ello, quiero decir que, en último término, este tema de la punición o no punición del aborto, por supuesto, trasciende más allá del ámbito jurídico-positivo, porque se trata de un tema de política legislativa o de política jurídica. Es decir, no se trata de interpretar unas determinadas normas ya existentes como presupuesto de su aplicación, sino de una discusión acerca de cuál debe ser la regulación de una determinada materia. Y este terreno de la política jurídica es un terreno en el que, por supuesto, entran en juego consideraciones o criterios de valor. Esto es lo que -como ya he señalado- sirve de excusa a muchos juristas para no ocuparse de esta cuestión, y sin embargo, de acuerdo con la concepción que yo sostengo del jurista, es lo que hace ineludible nuestra intervención, porque ese ámbito de los valores, de lo valorativo y lo crítico, no es algo ajeno sino todo lo contrario a la genuina vocación del jurista.

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Primera parte: Las dos cuestiones distinguibles en el debate.

Pues bien, en el trasfondo del debate social sobre el aborto hay dos grandes cuestiones que están muy interrelacionadas pero que teóricamente se pueden y se deben distinguir. De hecho, el debate sobre el aborto suele ser un diálogo de sordos porque es frecuente que cuando unos hablan de una cuestión otros están hablando de la otra. Estas dos grandes cuestiones, que pertenecen a un terreno fronterizo entre la ética y el derecho, son las siguientes:

a) En primer lugar, la valoración moral de la acción de abortar en

sí misma considerada. ¿Se trata de una acción moralmente reprobable, una acción mala?; ¿o, por el contrario, es una acción buena, que se pueda valorar positivamente?; ¿o, en fin, es una acción moralmente indiferente, carente de todo significado moral, ni negativo ni positivo?

La respuesta a esta primera cuestión viene, evidentemente,

condicionada por el valor que a su vez atribuyamos a la vida del feto humano, ya sea en cualquier momento de la gestación o durante una determinada fase inicial de la misma, ya sea un feto aparentemente “normal”, ya adolezca el mismo de alguna anomalía.

Pero también viene condicionada por una cuestión más general de tipo

metódico o epistemológico: ¿es posible formular juicios de valor, juicios morales de cualquier tipo, sobre cualquier materia, que tengan un carácter objetivo, racional, de los que se pueda predicar una validez intersubjetiva? O dicho de otra forma, ¿toda moral es una cuestión exclusivamente subjetiva y por tanto relativa?, ¿o puede existir algún discurso moral con una pretensión de validez objetiva? En definitiva, si lo que es bueno o malo depende sólo de la conciencia de cada uno, cualquier discurso moral carece de sentido y, en consecuencia, es inútil que uno se plantee si el aborto es bueno o malo, porque eso es algo que dependerá de lo que considere o sienta cada uno.

Esta es una cuestión cuyo examen excede con mucho de los límites de

esta intervención. A nuestros efectos me basta con decir que, aunque los partidarios de la despenalización del aborto en la teoría están más cerca de posiciones relativistas en materias morales, sin embargo, no prescinden en absoluto de un discurso objetivista sobre el bien y el mal. En el fondo, también ellos siguen condicionados por una forma de pensar que distingue las acciones humanas en buenas, regulares y malas, y no se abstienen de justificar su posición acudiendo a argumentos según los cuales la acción de

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abortar en sí misma no es objetivamente mala o no lo es en determinados casos o momentos.

b) Enseguida me voy a ocupar de este tipo de argumentos. Antes de

ello, me interesa mucho diferenciar esta primera cuestión de fondo que subyace al debate sobre el aborto de una segunda cuestión clave que es la siguiente: suponiendo que la acción de abortar sea algo malo, moral o éticamente reprobable, ¿es necesario o conveniente que el Estado persiga

con la ley penal este tipo de acción? Se trata de una cuestión que claramente debe distinguirse de la

anterior, porque no todo aquello que juzgamos moralmente incorrecto o reprobable debe ser castigado penalmente. Así, casi todos estamos de acuerdo en que mentir es malo, es una acción moralmente rechazable, pero no toda mentira constituye un delito penal. Sólo lo será, por ejemplo, si miente un funcionario en un documento público, o si se emplea una mentira para defraudar o perjudicar económicamente a otra persona, etc. Otro ejemplo, puede ser el adulterio. Casi todos pensamos que la infidelidad conyugal es algo malo, pero, jurídicamente, hoy el adulterio puede tener alguna consecuencia en el ámbito del derecho civil –como causa de desheredación, por ejemplo-, pero en ningún caso constituye un ilícito penal, es decir, un delito.

De manera que todo lo que persigue la ley penal se supone que es algo

reprobable moralmente, pero no todo lo que es reprobable moralmente es perseguido por la ley penal. Podemos decir que, dentro del conjunto más amplio de los actos reprobados por la moral, los delitos penales constituyen un subconjunto de ámbito más reducido. Así, el derecho penal no coincide con toda la moral, sino que viene a sancionar con su peculiar fuerza sólo una parte de la moral, una moral de mínimos, aquella parte de la moral que se considera imprescindible para que sea posible la vida en sociedad.

Esto nos lleva a un importantísimo y delicadísimo problema de

derecho constitucional o de teoría del Estado: el problema de la función y de los límites del Estado. ¿Cuál debe ser la función del Estado a la hora de disponer de su arma coercitiva por excelencia que es el derecho penal?, ¿cuáles son los límites que debe tener el Estado a la hora de entrometerse con sus leyes penales, con sus fiscales, sus jueces y sus cárceles, en la vida de los ciudadanos?

Esta es la segunda cuestión clave que subyace al debate sobre la

punición del aborto y que, aunque está estrechamente relacionada con la primera (porque, evidentemente, no estaría justificado que el Estado

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persiguiera penalmente una acción que en sí misma no la juzgásemos mala), sin embargo, es distinguible de la misma, porque, como acabo de indicar, no todo lo que juzgamos moralmente malo debe ser perseguido por la ley penal.

Precisamente, los partidarios de la despenalización del aborto más

sofisticados intelectualmente suelen justificar su posición apelando más a esta segunda cuestión que a la primera. Es decir, no discuten si la acción de abortar es en sí misma buena o mala, sino que lo que vienen a decir es que se trata de una cuestión privada que afecta en un determinado momento a la vida privada de algunos ciudadanos, en particular, ciudadanas, en la cual no debe intervenir ni interferir el Estado.

De hecho, la motivación fundamental de este proyecto de reforma es

evitar a toda costa la criminalización de las mujeres que abortan. Así, muchos de sus valedores nos dicen que ellos no son partidarios del aborto, en el sentido de que estén a favor de una mayor proliferación de abortos. El aborto no es nunca en sí mismo algo deseable para nadie, pues supone una situación dramática y casi siempre traumática para la propia mujer, con riesgo físico y posibles secuelas psíquicas para la misma. Lo deseable es que ninguna mujer se hubiera de encontrar en la tesitura de tener que decidir abortar. Pero, llegado el caso, de lo que se trata es de no complicar más las cosas con la penalización de una decisión que sólo la persona implicada es capaz de apreciar en toda su compleja dimensión humana, etc. De acuerdo con ello, lo que se pretendería con la proyectada reforma es tan solo procurar una mayor “seguridad jurídica” para aquellas mujeres que se han encontrado en esa delicada situación y han tomado una determinada decisión; evitar para las mismas el riesgo de criminalización que todavía puede conllevar la normativa hoy vigente.

Fijémonos además en que el aborto es algo relacionado con los

embarazos de las mujeres y los embarazos se producen, como regla general, como consecuencia de relaciones sexuales. De manera que inmiscuirse en el buen fin de los embarazos parece inmiscuirse en la vida sexual de la gente, es decir, en algo muy íntimo de las personas. Es algo así como si el Estado pretendiese imponer a sus ciudadanos una determinada moral sexual. No es extraño entonces que los partidarios de la despenalización del aborto tiendan a desviar el debate moral, no haciéndolo recaer en el enjuiciamiento de la acción de la mujer que solicita y consiente que se le practique un aborto o en la del médico y demás personal sanitario que ejecuta el aborto, sino más bien en el enjuiciamiento de la postura de aquellos que se permiten la licencia de inmiscuirse en la vida privada de la mujer que aborta, pretendiendo imponer a la misma de forma intolerante

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sus prejuicios morales. El debate moral que suscita el aborto ya no recae sobre la acción de abortar, sino sobre la intolerancia de los antiabortistas que se entrometen en la vida ajena con sus prejuicios religiosos.

Luego me ocuparé de esta forma de presentar la cuestión del aborto

como una pugna entre la tolerancia y la intolerancia. De momento, lo que me interesa señalar es que esta segunda cuestión a la que me acabo de referir, la de la postura que debe adoptar o no el Estado en relación con las acciones abortivas, constituyó precisamente el objeto de la Sentencia del TC del año 1985 (11 de abril) sobre el proyecto de la primera ley de despenalización del aborto.

Lo que, en síntesis, vino a decir entonces nuestro TC fue exactamente

lo siguiente: - La vida es el presupuesto de todos los valores, y por tanto de todo el

orden social y jurídico. Sólo los nacidos son titulares del derecho fundamental constitucional a la vida, pero como la vida humana es un continuo que comienza con la concepción, la vida intrauterina es también vida humana y por tanto es un valor protegido por la Constitución y en consecuencia el Estado está obligado por la Constitución a proteger esa vida.

“…Si la Constitución protege la vida con la relevancia a que antes se

ha hecho mención, no puede desprotegerla en aquella etapa de su proceso

que no sólo es condición para la vida independiente del claustro materno,

sino que es también un momento del desarrollo de la vida misma; por lo

que ha de concluirse que la vida del nasciturus, en cuanto éste encarna un

valor fundamental -la vida humana- garantizado en el art. 15 de la

Constitución, constituye un bien jurídico cuya protección encuentra en

dicho precepto fundamento constitucional.” (FJ 5). - En segundo lugar –y esto es importantísimo a nuestros efectos-, este

deber de protección supone no sólo que el Estado debe adoptar medidas educativas, asistenciales, de apoyo económico, etc. para que no se produzcan abortos, sino que debe emplear la ley penal para reprimir las prácticas abortivas y disuadir de su realización. El Estado debe emplear ese máximo poder de coacción que supone la ley penal para proteger ese valor constitucional que es la vida del concebido. De manera que prescindir completamente de la sanción penal en esta materia supondría para nuestro TC en el año 1985 infringir un mandato constitucional.

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“…Esta protección que la Constitución dispensa al nasciturus implica

para el Estado con carácter general dos obligaciones: La de abstenerse de

interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de

establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una

protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la

vida, incluya también, como última garantía, las normas penales.” (FJ 7). - Y en tercer lugar y por último, existen algunos casos en los que,

excepcionalmente, ese valor protegido de la vida del concebido puede entrar en conflicto con algún otro valor también constitucionalmente protegido, fundamentalmente la propia vida o salud de la gestante, o la dignidad y autonomía de ésta cuando el embarazo es el resultado de una violación. En esos casos, la continuación o no del embarazo plantea un conflicto tan difícil y delicado que el Estado puede justificadamente abstenerse de intervenir con su ley penal, porque en esos casos la conducta que sería normalmente correcta no resulta, sin embargo, exigible bajo sanción penal. O dicho de otra forma, el Estado no nos puede obligar a ser santos o héroes bajo sanción penal. Por supuesto que muestra más valor moral la mujer que sacrifica su vida o su salud a la vida de su hijo o la que, habiendo quedado embarazada como consecuencia de una violación, sigue adelante con el embarazo y acepta a ese hijo. Pero una mujer que en tales situaciones límite no muestra esa entereza, esa abnegación o capacidad de sacrificio no por ello merece ser castigada penalmente.

“…El legislador, que ha de tener siempre presente la razonable

exigibilidad de una conducta y la proporcionalidad de la pena en caso de

incumplimiento, puede también renunciar a la sanción penal de una

conducta que objetivamente pudiera representar una carga insoportable,

sin perjuicio de que, en su caso, siga subsistiendo el deber de protección

del Estado respecto del bien jurídico en otros ámbitos. Las leyes humanas

contienen patrones de conducta en los que, en general, encajan los casos

normales, pero existen situaciones singulares o excepcionales en las que

castigar penalmente el incumplimiento de la Ley resultaría totalmente

inadecuado; el legislador no puede emplear la máxima constricción -la

sanción penal- para imponer en estos casos la conducta que normalmente

sería exigible, pero que no lo es en ciertos supuestos concretos.” (FJ 9). Este fue el planteamiento teórico de nuestro TC hace 24 años. Ni que

decir tiene que el mismo –como era fácilmente previsible- ha quedado absolutamente rebasado y superado por los acontecimientos posteriores, lo que confirma que, cuando se abren ciertas compuertas, luego es difícil contener la riada. Pero, en cualquier caso, haya sucedido después lo que haya sucedido en la realidad fáctica, lo que es absolutamente claro es que

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este planteamiento teórico del TC de entonces no tiene nada que ver con la “filosofía” que inspira el proyecto de ley de que ahora nos ocupamos.

Posteriormente volveré sobre esta cuestión. Hasta aquí lo que me

interesa es que ustedes tengan absolutamente clara la distinción de los dos problemas o cuestiones que hay presentes en el asunto: en primer lugar, el enjuiciamiento de la acción de abortar en sí misma considerada; y en segundo lugar, la postura que el Estado debe adoptar con su ley penal ante la realización de este tipo de acción, si debe desentenderse de la misma o debe intervenir.

Por supuesto que el debate no se acaba con esto, porque no sólo está

en juego el tema de la despenalización, sino que también se puede discutir si, una vez despenalizado este tipo de “acción médica o sanitaria”, debe estar comprendida o no la misma en la cobertura que presta la Seguridad Social, lo que supondría que algo que todavía en la legalidad vigente, en términos generales, es un crimen pasaría a ser una práctica subvencionada con medios y fondos estatales, lo cual, por cierto, es una de las novedades importantes que trae consigo este proyecto de ley.

En cualquier caso, yo me voy a centrar aquí en el tema de la

despenalización. Segunda parte: Los motivos de la reforma.

Antes de entrar en el examen separado de cada una de las dos cuestiones que he diferenciado y de los argumentos teóricos que se hacen valer en relación con cada una de ellas, quiero hacer referencia a una cuestión previa. Esa cuestión es: ¿por qué tiene lugar este debate? Es decir, ¿por qué estamos ahora misma en la situación en que nos encontramos, ante un proyecto de ley que pretende reformar la regulación penal sobre el aborto a favor de una despenalización más amplia que la actualmente existente, una reforma que es impulsada precisamente por el partido que ocupa el Gobierno de la Nación?

Mi respuesta a esta pregunta quizá les resulte un poco dura, pero es

que ésta es la triste verdad sobre todo este asunto: en este tema del aborto, la izquierda política es la que hace el trabajo sucio a un sector muy amplio, amplísimo, de nuestra sociedad.

La realidad que tenemos delante, ante la que no podemos cerrar los

ojos, es que a día de hoy la mayor parte de la sociedad española está conforme y no ve mal una despenalización más amplia del aborto. Muchos

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no harán nunca de ello una causa explícita, pero en su fuero interno ya les va bien esta reforma, como les ha venido bien la aplicación absolutamente laxa de la normativa todavía vigente. Y ello, simplemente, porque nuestra sociedad se va haciendo cada día más acomodaticia, más floja. Cada vez tiende más a lo fácil y huye de todo lo que supone esfuerzo, compromiso, responsabilidad… Y en esta materia que nos ocupa –embarazos precoces, imprevistos, inoportunos, o de criaturas que vienen con algún problema- la solución más fácil es precisamente el aborto. Lo difícil es educar a nuestros hijos adolescentes, ponerles límites, exigirles una cierta contención, o al menos que asuman las consecuencias de sus actos y hasta ayudarles a sobrellevar una responsabilidad prematuramente adquirida; lo fácil es que un fármaco o un quirófano nos resuelvan limpiamente el problema, sobre todo si –como ahora se pretende- no tenemos siquiera que enterarnos. Lo difícil también es comprometerse en una relación de pareja y no marcharse cuando la cosa se complica, alegando que el asunto no nos concierne. Lo difícil es poner en riesgo un puesto de trabajo o una promoción profesional, o simplemente sacrificar un determinado estatus económico, una forma de vida más cómoda, placentera y libre, con viajes, salidas nocturnas y pocas preocupaciones, cuando llega un embarazo antes de lo que habíamos planeado. Y por supuesto, lo difícil, lo verdaderamente difícil es criar y sacar adelante con el esfuerzo y el sacrificio de toda una vida a ese hijo que no nos ha nacido perfecto.

Por eso, en el contexto de esta propensión generalizada hacia lo fácil y

lo cómodo, a que nada ni nadie comprometa nuestra aspiración a la felicidad aquí y ahora, al final -por si acaso- nos viene muy bien a todos que el Estado se relaje en este tema y nos deje abierta esta puerta de emergencia. Y sobre todo, que el paso por la misma sea cada vez menos traumático. A ver si de una vez se hace cargo la Seguridad Social, con sus médicos y equipos estupendos, y no tenemos que ir por esas clínicas cutres donde ejerce lo peor de la profesión médica, donde cualquier día vamos a coger una infección y encima van dejado rastro en los contenedores de basura.

Esto último es muy importante, porque necesitamos la máxima asepsia

clínica, el más exquisito y discreto tratamiento de residuos, para no ver en ello nada turbio. Y es que lo fundamental, lo que realmente nos procurará la máxima facilidad, comodidad y bienestar, es que entre todos consigamos eliminar para siempre todo vestigio de sentimiento de culpa, toda angustia o malestar, toda mala conciencia por lo que hacemos.

Y, como decía antes, para que esta facilidad generalizada sea posible,

es la izquierda política la que da la cara en este asunto y se esfuerza por ir

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abriendo una brecha por la que luego irán muchos pasando. No creo que haga falta que les recuerde lo que hizo el PP durante sus dos legislaturas con la primera ley socialista del aborto, que en su día impugnó por inconstitucionalidad, (no tocarle ni una coma), ni el inexistente celo con el que azuzó a los fiscales para que la aplicación de la misma se pareciese algo a eso que dijo el TC sobre la excepcionalidad de los supuestos de no punición. ¿Piensan ustedes que en el futuro podría pasar algo diferente si el PP vuelve al poder?

¿Y por qué asume la izquierda esta muchas veces ingrata tarea de

defender lo indefendible, de, por ejemplo, jalear a personajes de la calaña de un doctor Morín? Pues porque la misma se encuentra atrapada por un poderoso prejuicio ideológico: la idea de que la liberalización del aborto es una causa feminista, es una reivindicación ligada a la secular lucha por la emancipación de la mujer.

La apropiación de su propio destino por el género femenino pasaría

por la reivindicación de la autonomía de decisión de toda mujer respecto de si contrae matrimonio o no y con quién, de si, esté o no casada, mantiene o no relaciones sexuales y con quién, y de si de esas relaciones sexuales pueden conllevar o no la generación y gestación de un hijo. Y, además, no sólo decidir libremente si se queda o no embarazada, sino decidir en todo momento si sigue adelante o no con el embarazo ya producido. Y es que, tener o no tener un hijo es algo que afecta no sólo al destino vital de la mujer, convirtiéndola en madre, con todo lo que ello supone, sino incluso a su propia consistencia física, por lo que la gestación tiene de proceso de alguna manera “invasivo”, que afecta y modifica el propio cuerpo de la gestante y que incluso normalmente es causa de dolor físico para la misma (“nosotras parimos, nosotras decidimos”).

Este tipo de pensamiento es el que lleva a que algo que tiene que ver,

como decía antes, con la laxitud de toda una sociedad y muy en particular con el egoísmo de los varones, se convierta en una bandera del feminismo y por ende de la izquierda.

Tercera parte: Análisis de los argumentos a favor de la

despenalización. ¿Y qué es lo que en el plano de la argumentación sostienen los

partidarios de la despenalización para justificar teóricamente su posición al respecto? Examinaré esos argumentos distinguiendo los que se refieren a cada una de las dos cuestiones clave que antes he diferenciado.

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A) La cuestión del enjuiciamiento moral de la acción de abortar.

En cuanto a la primera cuestión, es decir, en cuanto al enjuiciamiento moral de la acción de abortar, lo primero que tengo que decir es que los partidarios de la despenalización se suelen encontrar un tanto incómodos. Porque, claro, en términos argumentativos o de discusión racional, es difícil sostener que la acción de abortar, en sí misma considerada, sea algo bueno. Por ello, la postura de estos partidarios en relación con esta primera cuestión viene a ser básicamente elusiva.

La primera manifestación de ello es simplemente lingüística: se

sustituye la palabra aborto por una expresión mucho más aséptica y neutra, que incomoda mucho menos, “interrupción voluntaria del embarazo”, incluso por unas siglas, “IVE”. Ni que decir tiene que el término “interrupción” para expresar lo que realmente sucede no puede ser más eufemístico. Pero sobre todo me interesa el dato de que la interrupción se predica del embarazo: lo que se interrumpe es un embarazo. ¿Y qué es un embarazo? Pues un proceso fisiológico que le acontece a la mujer que está embarazada, como le podría estar pasando una gripe, una menstruación o la menopausia. ¿Pero realmente es eso lo que principalmente se interrumpe? ¿No se “interrumpe” más bien la vida del feto y como consecuencia de ello cesa la situación de embarazo de la mujer? ¿Por qué encubrimos con palabras y no ponemos los ojos en lo que realmente sucede? Un aborto como hecho en sí mismo es una acción dirigida consciente, voluntaria y directamente a hacer cesar, -¿por qué no decirlo?- a “destruir” la vida de “algo” que está vivo y con potencialidad de seguir viviendo. Y esa cesación o destrucción implica necesariamente el empleo de alguna forma de violencia, normalmente física, sobre el feto, una violencia suficiente para producir su muerte. Además, esta violencia se aplica sobre un ser que se encuentra en una situación de absoluta inferioridad: no puede contraatacar, ni defenderse, ni salir corriendo.

Siento mucho tener que incomodarles, pero me parece imprescindible,

para que sepamos todos exactamente de qué estamos hablando, que les explique en qué consisten algunas de las técnicas utilizadas para la práctica de abortos.

Así, una de las técnicas empleadas es el aborto por aspiración, que

consiste en lo siguiente: primero, se dilata el cuello del útero para que por él pueda caber un tubo que va conectado a un potente aspirador; la fuerza de la succión arrastra al feto y al resto del contenido uterino, todo deshecho en pequeños trozos. Una vez terminada la operación de succión, se suele realizar un legrado, para obtener la certeza de que el útero ha quedado bien

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vacío. Este método se suele usar cuando el embarazo es de menos de diez o doce semanas.

Otro método es el legrado o raspado, que, al parecer, es el más

frecuente. Se dilata el útero y se introduce en el mismo una especie de cucharilla de bordes cortantes llamada legra o “cureta”, con la cual se va troceando la placenta y el feto al ser movida de arriba a abajo por toda la cavidad del útero. Los trozos así obtenidos se extraen con la misma legra. Este método suele practicarse sobre todo en los tres o cuatro primeros meses de embarazo. Si la gestación ha superado las doce semanas, las dificultades aumentan y hay que trocear muy bien el cuerpo del feto para sacarlo al exterior. A veces, pueden quedar grandes fragmentos en el interior del útero, por ejemplo la cabeza, y por eso el agente que practica el aborto debe identificar cuidadosamente todos los restos extraídos para asegurarse de que no ha quedado nada dentro de la gestante…

No creo que haga falta que continúe. Después de lo dicho, uno no

puede dejar de preguntarse cómo es posible que la promoción de una mayor tolerancia ante este tipo de acción tan sórdida haya llegado a convertirse en una bandera del progresismo mundial.

En fin, el motivo ya lo he explicado antes. En cuanto a la

argumentación para hacernos digerible el mal trago que supone tomar conciencia de lo que es en sí misma esta acción de abortar, sigue estas dos líneas: por un lado, negarle humanidad al feto; y por otro lado, convertir la continuación de todo embarazo en el objeto de un acto de decisión de la mujer en el que se manifiesta, cualquiera que sea su resultado –es decir, se decida continuar con la gestación o se decida abortar-, el extraordinario valor ético de la autonomía personal de la misma.

Analizaré por separado estas dos cuestiones. a) La negación de la humanidad del feto.

En cuanto a la primera, la Ministra de Igualdad lo ha podido decir más

fuerte, pero no más claro: “no hay evidencia científica de que un feto de

trece semanas sea un ser humano”. Una afirmación como ésta no debe sorprendernos porque,

históricamente, todo episodio de violencia organizada sobre masas siempre ha venido ligado a una previa negación de la humanidad de las víctimas. Así sucedió por excelencia con los judíos durante el III Reich, y sucede hoy en las luchas entre etnias rivales en el África Subsahariana.

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Pues bien, esta negación de la humanidad del embrión o del feto suele

basarse en argumentos de carácter científico, o pseudocientífico, en argumentos jurídico-positivos y en otro variado grupo de argumentos que llamaré “metafísicos” o filosóficos.

1.- El argumento pseudocientífico más tosco es el que sostiene que el

feto es una parte del cuerpo de la gestante, como si se tratase de una víscera más de ésta, un riñón o un hígado, y por tanto, tan disponible para la mujer como cualquier otra parte de su cuerpo.

Hoy la verdad es que esto ya nadie lo sostiene. Pero sí nos dicen, por

ejemplo, que la ciencia nos muestra que un cigoto no es más que una célula, y que un embrión es una pelotita de células, todo lo cual se parece más a un protozoo o a una ameba que a un ser humano adulto. También se nos dice que hasta que no se alcanza el final del tercer mes de embarazo el feto no tiene un sistema nervioso lo suficientemente desarrollado como para tener sensibilidad, capacidad de sentir placer o dolor.

2.- En cuanto al argumento jurídico-positivo, consiste en identificar la

humanidad con la personalidad jurídica. Como nuestro derecho civil sólo reconoce personalidad a efectos jurídico-civiles a los nacidos con figura humana que sobreviven 24 horas enteramente desprendidos del seno materno (art. 30 CC), e incluso la protección anticipada del nasciturus del art. 29 CC está condicionada a que se produzca el nacimiento en las condiciones de ese artículo 30, está claro que un concebido que no llega a nacer no es persona para el derecho. Y solo las personas pueden ser titulares de derechos, entre ellos el derecho fundamental a la vida reconocido en la Constitución.

3.- Por último, los argumentos que he calificado como metafísicos o

filosóficos pueden ser algunos de los siguientes: - El argumento basado en la distinción de valor entre la potencia y el

acto. La forma de este argumento es la siguiente: un embrión o un feto humano es un ser humano en potencia, en sí mismo tiene todo lo necesario para desarrollarse hasta convertirse en un espécimen individual completo y único de ser humano, pero eso no quiere decir que ahora mismo sea ya un ser humano, como una bellota no es una encina, ni un huevo es una gallina. Partiendo de ello, –fíjense bien, porque este argumento es absolutamente determinante para mucha gente- cuando se juzga moralmente la acción de abortar no se puede atribuir anticipadamente al feto el valor intrínseco propio de aquello que habría llegado a ser pero que todavía no es, sino que

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solo se debe tener en cuenta y ponderar el valor intrínseco que en ese momento y en esa condición de feto tiene el mismo, es decir, el valor de una especie de larva o gusanito.

- Otro argumento filosófico muy importante está relacionado con lo

que podríamos llamar la desacralización del mundo natural y del propio ser humano que es característica de la mentalidad moderna.

Este argumento está directamente dirigido contra las concepciones

religiosas dualistas basadas, en último término, en la distinción entre materia y espíritu, en la creencia en el alma humana como sustancia espiritual diferenciable de la materia, un alma que se incorporaría al cuerpo humano desde el mismo momento en que éste comienza su vida individual, es decir desde la concepción, atribuyendo al compuesto resultante la dignidad propia de todo ser humano como criatura predilecta de Dios, etc.

Pues bien, la mentalidad moderna rechaza este espiritualismo y este

dualismo –a veces de forma completamente explícita: así, ese gran divulgador del pensamiento cientifista contemporáneo que es Eduardo Punset, que titula uno de sus últimos libros. “El alma está en el cerebro”-. Lo que se quiere decir con ello es que todo aquello que el pensamiento religioso –que es tachado de pensamiento mítico, precientífico- consideraba atributos del alma: la inteligencia, la memoria, los sentimientos, la imaginación, la voluntad, no son más que funciones propias de nuestro sistema neuronal, algo que al final es reconducible a una simple actividad bioquímica. No existe el alma, como una sustancia espiritual o inmaterial capaz de subsistir a un cuerpo. Lo que hay, según nos enseña la ciencia, es una actividad psíquica propia de unos animales con un sistema nervioso especialmente evolucionado.

Como es evidente, de conformidad con esta concepción, un embrión o

un feto que no tienen todavía sistema nervioso o lo tienen solo muy rudimentario, no tienen eso que todavía por inercia llamamos alma humana.

Por cierto, que los partidarios de la despenalización del aborto no

suelen desaprovechar la ocasión de recordarnos que la misma Iglesia Católica no ha sido siempre coherente en esta materia, porque en algún momento ha habido discrepancias entre determinados Padres de la Iglesia acerca del momento exacto de la gestación en que se incorporaría o aparecería el alma.

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¿Y qué podemos decir en relación con todos estos argumentos que se hacen valer para negar humanidad al feto?

1.- Comenzaré con el argumento jurídico-positivo, basado en el

concepto de personalidad jurídica. Pues bien, lo más elemental que se puede decir al respecto es que semejante argumento es absolutamente inane, porque incurre en flagrante circularidad. Y es que el concepto de persona que emplea, propio del positivismo jurídico, es un concepto tautológico y por tanto vacío. Si entendemos por personalidad la capacidad de ser titular de derechos y obligaciones y que solo la ley positiva atribuye derechos y obligaciones, entonces, será persona lo que en cada momento diga la ley positiva que es persona. Dicho de otra forma, si la ley positiva dijera que los judíos o los pelirrojos o los calvos no tienen personalidad jurídica, entonces los judíos o los pelirrojos o los calvos no serían personas, ni por tanto seres humanos.

En realidad, el concepto de persona, siendo un concepto jurídico –de

hecho, es el concepto jurídico más importante- tiene un fundamento extrajurídico. La ley civil no crea la personalidad, sino que se limita a reconocerla. Desde luego, ésta es la concepción propia de nuestra Constitución –como de todas las constituciones del constitucionalismo moderno, que tienen una innegable común base iusnaturalista- cuando dice en su artículo 10 que “La dignidad de la persona, los derechos inviolables

que le son inherentes, … son fundamento del orden político y de la paz

social”. Para nuestra Constitución, existe algo previo a ella misma y a todo poder constituido por ella, y por tanto a todo derecho positivo emanado del poder legislativo, que reclama un respeto y una inviolabilidad inherente a su propio ser. Difícilmente un concepto tan fundamental como éste va a quedar definido y acotado por una simple norma técnica e instrumental de puro derecho patrimonial como es el art. 30 CC, que lo que trata fundamentalmente es de evitar situaciones de incertidumbre en las sucesiones hereditarias (evitar discusiones en las herencias por si un hijo póstumo nació vivo o muerto). En definitiva, si todo el tema jurídico- constitucional de la personalidad humana se agota en ese artículo 30 CC, no sería persona humana ni podría ser víctima de un homicidio un bebé ya nacido mientras no transcurran 24 horas desde el parto.

2.- En cuanto a los argumentos de tipo científico, relacionados con el

grado de desarrollo físico o psíquico del feto, que son precisamente fundamentales para justificar una ley de plazos como la que se pretende, lo primero que tengo que decir es que la cuestión que aquí se plantea trasciende tanto al derecho positivo –según acabamos de ver- como a la misma ciencia. Porque lo que nos planteamos no es una cuestión de hecho,

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sino una cuestión de valor: qué valor reconocemos o atribuimos a un determinado ser. La ciencia nos puede aportar datos de hecho, que pueden ser más o menos relevantes a la hora de formar nuestro juicio de valor, pero ese juicio de valor, nunca –por definición- nos lo va a dar la ciencia, porque la ciencia se mueve en un plano fáctico, meramente descriptivo, y no en un plano valorativo. Así, la ciencia no nos puede decir qué es o qué no es un hombre a estos efectos, porque de lo que se trata es de decidir qué seres merecen o no un determinado trato o consideración. Decir humanidad a estos efectos es lo mismo que decir respeto incondicionado, es lo mismo que decir un ser que es un fin en sí mismo y no puede ser empleado como medio para fines ajenos.

La ciencia experimental nos puede decir que un embrión o un feto es

un ser vivo, temporalmente dependiente, en cuanto que está alojado dentro del cuerpo de ese otro ser vivo que es la madre, del cual necesita durante un tiempo para alcanzar un determinado grado de desarrollo o madurez; que las células que integran este feto cuentan con un ADN que coincide con el que es característico de lo que en biología se viene describiendo como especie humana, pero a su vez dotado de una absoluta individualidad, y que es como un pliego de instrucciones completo y suficiente para formar un individuo original y distinguible de cualquier otro. También nos puede decir que el hígado o el nervio óptico de ese feto se forman en la semana quinta o en la diecisiete. Pero más allá de esto ya sólo hay juicios de valor, tanto en un sentido como en otro. Es decir, tan juicio de valor extracientífico es decir que eso es un ser humano como decir que no lo es o que no lo es hasta la semana X.

En relación con esto último, el pretendido argumento científico da

lugar a un problema importante: el problema del límite. En definitiva, ¿por qué catorce semanas y no quince, o trece? No deja de ser curioso que, según los países, se adquiere la humanidad antes o después. Será que los fetos ingleses tardan más en desarrollar su sistema nervioso y su capacidad de sentir placer y dolor. ¿Cómo, sobre la base de un rasgo físico cuya adquisición se supone que es completamente gradual, un continuo, se puede establecer un diferenciación tan tajante que marca la diferencia entre el ser y el no ser, una diferencia de vida o muerte, y nunca mejor dicho? ¿Cómo podemos estar tan seguros de que aquello que en el primer día de la semana quince ya merece la protección penal, carece de todo valor intrínseco el día antes o cinco días antes? Claro, se nos dirá, en algún momento hay que poner el límite y nuestra ley ha tirado para abajo, porque seguro que hasta la semana diecisiete o dieciocho en esa cabecita no se mueve nada. Puede ser. Pero semejante planteamiento no es en absoluto sincero.

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En realidad, lo del plazo de catorce semanas en relación con el

desarrollo del sistema nervioso del feto es una simple excusa. Lo que queremos es un plazo suficiente desde que nos enteramos del embarazo para tener tiempo para poder tomar y ejecutar una decisión sin complicaciones judiciales. Para eso, tres meses puede ser suficiente, no hace falta llegar al mes quinto o sexto, cuando ya todo es mucho más aparatoso. Si el plazo tuviera que ver realmente con las características físicas y psíquicas propias de un feto de más de catorce semanas, entonces los partidarios de la despenalización que enarbolan este argumento deberían ser absolutamente rigurosos, so pena de incurrir en inhumanidad, respecto de los abortos practicados tanto en el pasado como en el futuro sobre fetos de más de catorce semanas. Y no lo son en absoluto. Todo lo contrario. No parecen haberse incomodado mucho por el dato de que bajo la ley vigente en muchas clínicas se han venido practicando con habitualidad abortos de criaturas de siete u ocho meses. Y además, si semejante evidencia científica fuera el fundamento de la despenalización en términos generales sólo hasta la semana catorce, la propia ley proyectada incurre en la grave contradicción de permitir también determinado abortos hasta la semana 22 o incluso sin límite de tiempo. ¿Ello es así porque los fetos afectados por una ceguera, por labio leporino o por síndrome de Down adquieren la condición humana ocho semanas –nada menos que dos meses- más tarde que los fetos “normales”? ¿O no se trata más bien de que en esos casos queremos contar con un plazo más largo para que no escapen al diagnóstico prenatal, no vaya a ser que la tara no se haya llegado a detectar durante las primeras catorce semanas?

En definitiva, los partidarios de la reforma invocan argumentos

científicos para justificar la no punición durante los primeros tres meses, pero no parecen sentirse en absoluto vinculados por esa misma evidencia científica cuando se trata de defender la vida del feto que ha superado ya la edad en cuestión. Es posible que algún Consejero de Estado de los que emitieron el dictamen del pasado 17 de septiembre tranquilice su conciencia pensando que siempre será menos mala una ley de plazos que el “cachondeo” que supone la aplicación de la ley vigente, que realmente significa un régimen de aborto libre sin límite de plazo con el disfraz de unos certificados de daño psíquico para la gestante que muchas clínicas tienen ya firmados en blanco. Pero lo cierto es que esta ley no se está promoviendo con la pretensión de introducir un mayor rigor, sino todo lo contrario. Lo que se pretende es asegurar un plazo que en todo caso sea de impunidad absoluta. En cuanto a lo que pase después de ese plazo, ya se verá.

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Por otra parte, esta distinción de grados de valor en el feto según el grado de maduración del mismo nos plantea otro problema evidente: puestos a hacer gradaciones de valor o dignidad, ¿por qué limitarnos a las fases intrauterinas de la vida humana? ¿Por qué no distinguir también, en términos de dignidad y de consecuente protección penal, al bebé de seis meses respecto del adolescente y a éste respecto del adulto, por cuanto las diferencias entre los mismos –apreciables científicamente- en términos de desarrollo físico, intelectual, afectivo son también evidentes? En definitiva, en términos de desarrollo intelectual, ¿no está un bebé de seis meses mucho más cerca de un feto que de un adulto? ¿Hay algo más tonto que la vida de un lactante, que sólo come y duerme? O también, ¿por qué no reconocer menos dignidad al anciano afectado de alzheimer, o al accidentado en coma? Y sobre todo, ¿por qué no podemos hacer gradaciones en la dignidad por razón de los diferentes grados de inteligencia y sensibilidad apreciables entre los seres humanos adultos?

Al respecto, no puedo dejar de señalar cómo el igualitarismo (ese ideal

absolutamente básico de la tradición ilustrada y progresista, ya se trate de defender la igualdad formal o jurídica, ya la igualdad material, la igualdad en el acceso al disfrute real de los bienes disponibles) presupone el reconocimiento de una igualdad sustancial o de “naturaleza” de todos los seres humanos, que, evidentemente, descansa en un acto de fe, en una creencia extracientífica. Por supuesto que, llevados por nuestro afán racionalizador, podemos cuestionar y relativizar esa noción de igualdad por ser acientífica, pero ¿a qué riesgo?

Y para terminar con esta cuestión del argumento científico, tengo que

decir que, si hay algo que es innegable, es que los avances científicos y tecnológicos nos permiten ver y oír cada vez mejor al feto. La técnica nos ha hecho trasparente el útero. Y en eso que nos muestran cada vez más nítidamente las ecografías tridimensionales es muy difícil no reconocer, incluso en los estadios más tempranos de la gestación, un rostro humano. Un rostro cuya humanidad hay que taparse los ojos para no ver. De hecho, el personal sanitario que trabaja en las clínicas donde se practican abortos suele decir que acostumbra no mirar a la cara de los fetos muertos. De otra forma, es evidente que su trabajo les resultaría insoportable.

3.- En cuanto a los argumentos que he llamado filosóficos, en relación

con el primero de ellos, la distinción de valor entre potencia y acto, entre el valor potencial del feto y su valor actual o intrínseco en el momento en que se practica el aborto, es posible hacer alguna observación.

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En primer lugar, aplicar una distinción lógica como ésa al valor de la vida humana en cualquiera de sus estadios no deja de suscitar dificultades. Así, la razón por la que castigamos penalmente el homicidio de un adulto ¿cuál es?: ¿el valor intrínseco de la vida de ese adulto en el momento de su muerte?, ¿o más bien su valor potencial en atención a su propensión natural a seguir viviendo? Y en directa relación con ello, ¿cuál es el valor actual e intrínseco de una vida? ¿El valor que la misma tiene en este momento presente? Pero, ¿qué es el presente? Si el presente no es más que un instante entre el pasado y el futuro. El pasado, lo que ya hemos vivido cada uno, ya nadie no los puede quitar; y el presente casi no tiene consistencia propia. De manera que lo que realmente nos pueden quitar es el futuro: nuestra proyección natural hacia el futuro. Así, lo que protegen las normas penales que castigan el homicidio no es el valor en este instante temporal de una vida, sino la legítima aspiración que reconocemos a todo ser humano a seguir viviendo. Es decir, no tanto su vida como su derecho a vivir.

Si esto es así, el mismo derecho a vivir reconocemos a una persona

adulta que –como se suele decir- ha triunfado en la vida y tiene una vida objetivamente muy interesante y llena de satisfacciones, que a un bebé lactante, que de momento tiene una vida bastante poco interesante.

Si aplicamos estas ideas al feto humano, la consistencia más o menos

compleja que en un momento dado tenga su psique y por tanto su experiencia vital actual no es, o no debería ser, el factor determinante del valor que reconocemos a su ser a efectos del indicado derecho a seguir viviendo. A tal efecto, debería bastarnos con saber que es un individuo de la especie humana cuya vida singular no es una simple expectativa sino algo que ya se ha puesto en marcha, se encuentra ya en curso, para entender que puede ser ya el soporte de una pretensión a seguir viviendo, cualquiera que sea su grado de desarrollo psíquico y su capacidad para ser feliz o infeliz en este preciso momento.

En relación con este tipo de observaciones, parece necesario recordar

que cuando nos planteamos el problema del valor de la vida humana cualquier cuantificación carece realmente de sentido. Lo propio de la tradición, no ya cristiana, sino humanista occidental, es la creencia en el valor infinito del individuo humano y de cada vida humana, algo que, por otra parte, no es difícil de experimentar por cada uno de nosotros. Por muy desgraciada o incluso anodina que pensemos que es nuestra vida, si en este momento recapacitásemos y mirásemos hacia atrás, todos tendríamos la sensación de haber experimentado millones de cosas, de haber conocido a una infinidad de personas, de haber visto mil lugares, de haber leído

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muchísimos libros o visto muchísimas películas, de haber saboreado mil platos, escuchado mil melodías, de haber soñado, anhelado, sufrido, disfrutado una infinidad de veces, en suma, de haber experimentado una inmensidad de vivencias. Todo esto que es inabarcable, que supera toda nuestra capacidad de rememoración, toda esta riqueza inmensa es lo que destruye una muerte prematura.

Para ilustrar esta idea me parece pertinente recordar ahora dos

películas cinematográficas relativamente recientes y muy conocidas. Las dos son del mismo director, Steven Spielberg, una es La lista de Schindler, y la otra Salvar al soldado Ryan. Las dos cuentan historias que se desarrollan en el marco de la Segunda Guerra Mundial y las dos tratan de lo mismo: precisamente, del valor infinito de cada individuo humano.

Si ustedes recuerdan, la primera de ellas tiene su momento culminante

en una escena muy al final cuando, terminada ya la guerra, el protagonista recibe las muestras de gratitud de un gran número de judíos a los que salvó y de sus familiares, pero justo en ese momento él se está lamentando por no haber podido salvar aunque sólo hubiera sido una vida más. Se da cuenta de que si hubiera vendido la valiosa insignia nazi que conservó hasta el final podría haber conseguido un poco de dinero para salvar alguna vida más, y siente no haberlo hecho como una pérdida irreparable.

La otra película citada es una variación más complicada sobre el

mismo tema. Una madre estadounidense ha perdido en la guerra a tres hijos y ya sólo le queda uno, que está justo participando en la campaña para liberar Francia tras el desembarco de Normandía y no se sabe si está vivo o muerto. El alto mando estadounidense decide que, por una razón simbólica y de moral nacional, ese último hijo de esa madre no puede morir. Y en mitad del fragor y la complicación de una campaña militar inmensa en la que están en juego las vidas de miles de hombres, se envía un pelotón tras las líneas enemigas con la única misión de encontrar y traer de vuelta vivo a un concreto soldado raso. Por supuesto que la última razón de la misión es política y no realmente ética, pero el tema de fondo presente en todo el desarrollo de la trama es lo que podríamos llamar la inconmensurabilidad del valor de la vida humana individual.

- El otro argumento de carácter filosófico al que antes me referí que

hacen valer los partidarios de la despenalización para negar humanidad al feto era el cuestionamiento de la idea de alma, que el feto tiene un alma desde su concepción, lo que sería el fundamento de su pretendida dignidad humana, lo que en definitiva no sería más que un prejuicio religioso, algo que presupone un acto de fe.

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Pues bien, sobre este argumento lo que tengo que decir es muy simple:

la dignidad que reconocemos a un feto se basa, por supuesto, en un acto de fe; pero es que la dignidad que reconocemos a los seres humanos adultos se basa también en un acto de fe.

Así, lo fundamental que se puede decir sobre ese pensamiento

científico desmitificador de la naturaleza y del hombre a que antes me he referido es que, cuando un pensamiento de este tipo se sigue con rigor hasta sus últimas consecuencias, se termina llegando –y así se está haciendo explícito ya por algunos en estos momentos- a un pensamiento “posthumanista”, que a veces es incluso “antihumanista”. Si toda la actividad psíquica de los seres humanos -que se supone que es nuestro rasgo más distintivo- se reduce a biología, a actividad bioquímica, entonces, la barrera y distinción entre lo humano y el resto del mundo biológico y natural se difumina. Al final, si los hombres sólo somos unos animales un poquito más evolucionados en algún determinado aspecto que otros animales, y si el genoma de nuestra especie, como hace poco hemos aprendido, no se diferencia apenas del genoma de la mosca de la fruta, resulta una absoluta fatuidad por nuestra parte –un antropocentrismo injustificado- que pretendamos para nuestra especie una preeminencia de valor, una “dignidad” distinta y superior que la del resto de los seres vivos.

En esta línea, el ecologismo radical casi termina tomando partido por

los animales no humanos, considerando que la mayor desgracia que le ha acontecido a este planeta fue precisamente la aparición de nuestra especie. O, sin llegar a tanto, ya hay pensadores que propugnan una relativización o cuestionamiento del concepto de “dignidad” humana, como una especie de dogma metafísico carente de todo fundamento científico y racional, como una expresión meramente emotiva, carente de sentido o contenido objetivo.

Toda esta forma de pensar materialista (en sentido filosófico) y

biologista lleva consigo una desacralización del universo, reducido a materia y energía, y del ser humano, que pierde cualquier rasgo o carácter divino o “sagrado”. Y esto es algo absolutamente significativo y pertinente para el asunto que nos ocupa, porque la pérdida del sentido de lo sagrado de cada ser humano significa en último término la pérdida del fundamento último de su pretensión a un respeto incondicionado; o dicho de otra forma, la pérdida de su inviolabilidad. Podríamos decir que hay un tabú, el tabú de lo humano, que nos protege a unos de otros. Un tabú que, por supuesto, se vulnera con frecuencia, pero cuya vigencia teórica nunca había sido discutida. Un tabú que tiene un último fundamento de tipo religioso –en realidad, es como el basamento común de todas las religiones-, y la

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experiencia nos está mostrando que es precisamente difícil de mantener cuando se derrumba ese fundamento religioso. Y la cuestión es que cuando se rompe este tabú es como si se levantase la veda y, entonces, lo que comienza es la cacería.

b) El valor positivo de la libertad de elección.

Con estas observaciones termino mi análisis sobre los argumentos a

favor de la despenalización que van en la línea de negar humanidad al feto víctima del aborto. A continuación, tengo que decir que esa línea argumentativa coexiste con otra, que es la preferida de los partidarios de la despenalización en relación con la cuestión del enjuiciamiento moral de la acción de abortar: la línea que llamaré del valor positivo de la libertad de decisión.

Se trata de una línea argumental que trata de presentar algo que

difícilmente no nos resulta negativo, un acto de muerte violenta, un acto contrario a la vida, como algo positivo y atractivo. ¿Y cómo se consigue esto que parece casi imposible? Pues acudiendo al otro gran valor de nuestra cultura, que es precisamente la libertad humana, en este caso, la libertad de la mujer. Se deja en penumbra lo que el aborto tiene de atentado contra una vida y se pone en primer plano lo que el aborto tiene de ejercicio de la libertad o autonomía de la mujer. Así, frente al movimiento pro vida o pro life aparece el movimiento pro choice, es decir, el movimiento a favor de la libre elección. Y como todo movimiento que promueve una libertad, el mismo resulta revestido de una imagen positiva y simpática.

Pues bien, el trasfondo teórico de esta idea de libre elección como

justificación moral de las prácticas abortivas es que la maternidad no es algo que sobreviene por naturaleza, de forma en gran parte azarosa e involuntaria, como sucedía en el pasado, sino que la maternidad, toda maternidad, es el resultado de un acto de voluntad de la mujer. La mujer es madre porque decide libremente que quiere ser madre. Así, el proyecto de ley que nos ocupa habla de un “derecho a la maternidad libremente

decidida”. Y este acto de decisión o de voluntad no es únicamente previo al embarazo, cuando la mujer decide o no tener relaciones sexuales o emplear o no determinados métodos anticonceptivos, sino que tiene lugar también y sobre todo una vez que ha tenido conocimiento de su situación de gestante. Entonces es cuando la mujer, conocedora de su situación real y actual de embarazo, realiza un acto de autonomía decidiendo si sigue adelante con el embarazo o lo interrumpe. Obsérvese -y esto es muy importante para entender este planteamiento, que es precisamente la clave de la reforma legal ahora mismo en curso- que tan acto de voluntad es

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interrumpir el embarazo, como seguir adelante con el mismo. Es decir, la mujer que tiene un hijo no lo tiene porque ése es el resultado de un simple proceso natural incontrolado, sino porque ella positivamente ha decidido tener ese hijo una vez que ha sabido que está encinta.

Así, la reproducción y la maternidad son el objeto de un derecho de la

mujer que ésta ejerce en el momento en que decide si continúa o no un embarazo. Y como tal derecho, su ejercicio es libre, porque lo que está en juego es la autonomía personal de la mujer, que es lo mismo que decir la dignidad de la mujer. Y lo que se juzga valioso es esa autonomía, esa libertad de decisión, cualquiera que sea el resultado de la decisión, es decir, tanto si se decide continuar la gestación como interrumpirla.

Por supuesto que este planteamiento teórico se suele revestir de

invocaciones retóricas al heroísmo de la mujer que se enfrenta en soledad a esa decisión dramática, a un grave conflicto existencial, en el que nadie debe interferir, porque lo valioso es que lo resuelva ella misma en su propia conciencia sin presiones de nadie, etc.

Pues bien, ¿qué se puede decir sobre este tipo de argumentación? Haré

cuatro observaciones: 1.- Este planteamiento da lugar, jurídicamente, a una consecuencia

fundamental, de la que hemos de ser conscientes: la absoluta cosificación del feto.

Fijémonos en que esa decisión libre de ser madre o no, estando ya

embarazada, no afecta sólo a la maternidad de la mujer, sino también a la vida del feto. Lo que realmente supone este derecho a la maternidad libremente decidida, así entendido, es el reconocimiento de una facultad de la mujer de decidir sobre la vida del feto. Es decir, no se trata sólo del derecho a no ser madre, sino del derecho a matar al feto para así no ser madre. A tal efecto, les recuerdo que en la legalidad vigente muchos de los abortos que se practican tienen por objeto fetos no sólo perfectamente viables en el caso de haber seguido adelante el embarazo, sino con tal grado de maduración que hubieran podido sobrevivir ya por sí mismos fuera del claustro materno, incluso algunos han tenido que ser rematados ya fuera del cuerpo de la madre.

Dicho de otra forma, si de lo que se trata es de reconocer la facultad de

toda mujer de decidir libremente si quiere ser madre, la despenalización del aborto voluntario es la más drástica de las soluciones, pero desde luego no la única. Así, sería posible que la ley reconociese un derecho de

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“exposición” o abandono del recién nacido (recordando la facultad de que gozaba el pater familias romano). De manera que, durante un determinado plazo de tiempo desde el nacimiento, la madre pudiera renunciar libremente a su maternidad, a la relación jurídica de filiación respecto del bebé nacido, pero sin necesidad de tener que matarlo (quedando el bebé bajo la tutela del Estado o de la Comunidad Autónoma y disponible para la adopción). Posibilidad ésta de exposición que se podría anticipar –para que la mujer no tuviera que soportar una gestación no deseada- a aquel momento de la gestación en que el feto, extraído ya del cuerpo materno –por ejemplo, mediante una cesárea o un parto provocado-, pudiera ser viable y mantenido con vida fuera del mismo.

Y si todo esto podría ser médica y legalmente posible, resulta claro

que la despenalización del aborto (absoluta, durante un determinado plazo desde el comienzo de la gestación, o si concurren determinadas circunstancias) lo que significa realmente es un derecho de vida y de muerte sobre el feto que se reconoce a la mujer gestante mientras dura la gestación, durante un determinado plazo desde su comienzo o si concurren determinadas circunstancias. Y si se reconoce ese derecho de vida o muerte sobre el feto, ello supone que ese feto se sujeta absolutamente a una voluntad para la que es un mero objeto, una cosa, algo, en definitiva, carente de “dignidad humana”, porque la dignidad humana, el valor incondicionado de todo ser humano, es incompatible con esa disponibilidad que comprende incluso la posibilidad de destrucción.

2.- En segundo lugar, este planteamiento da lugar a incongruencias

jurídicas muy importantes: - Si la reproducción y la filiación es un tema exclusivamente de

voluntad, ¿por qué la única voluntad a tener en cuenta en ese acto de autonomía es la de la madre? ¿Qué pasa con el padre? Porque luego resulta que porque un día practicó el sexo con la madre le imponemos toda la responsabilidad ligada a la filiación paterna sin permitirle realizar un acto semejante de autonomía.

- Y si consideramos que esa decisión sobre la subsistencia del feto

corresponde a la mujer gestante, es, en definitiva, porque durante la gestación el feto depende físicamente de ella, está alojado dentro del cuerpo de la mujer. Pero, ¿no debería ser ello más bien el fundamento de un deber especial de protección y cuidado y no de un poder de destrucción? Así, lo normal, cuando existe de facto una relación de dependencia, es que lo que se genere jurídicamente sea un especial deber de diligencia y cuidado y no un omnímodo poder de disposición.

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Esto me lleva también a señalar una extrañísima paradoja que suscita

la despenalización del aborto. Resulta que la paternidad o la maternidad una vez nacido el hijo es algo absolutamente indisponible, irrenunciable. La filiación crea un vínculo jurídico que no se puede romper nunca (por lo menos, por voluntad de los padres), del que nacen unos deberes y unas responsabilidades gravísimas, los deberes y las responsabilidades propias de la patria potestad, que es la función tuitiva por excelencia. Y sin embargo, de esta relación paterno-filial y de esos deberes y responsabilidades inherentes a la misma se puede escapar por esa extraña vía consistente en eliminar al hijo antes de que llegue a nacer. O sea, que nacido el hijo, cuidadito con tocarle un solo pelo o con no prestarle toda la asistencia que necesite mientras no pueda valerse por sí mismo. Sin embargo, a ese mismo hijo antes de nacer nos lo podemos cargar tan ricamente. ¿No les parece que hay aquí una absoluta incongruencia jurídica?

- Otra importante incongruencia es la siguiente: ¿por qué una decisión

de tal naturaleza no está sujeta al mismo régimen jurídico en cuanto a capacidad de obrar que otras decisiones que parecen bastante menos graves? En nuestro derecho, una menor de edad no puede decidir por sí sola que se somete a una operación de aumento de pecho, pero sí va a poder decidir abortar. También, para que una menor de edad se case necesita dispensa de la autoridad judicial. ¿Es menos grave abortar que casarse?

- Y por otra parte, en la acción de abortar no sólo participa la mujer

gestante. Esta en realidad se limita a solicitar una acción que luego ejecuta un tercero, el médico y otro personal sanitario. ¿Qué pasa con la autonomía y la conciencia de ese médico y ese personal sanitario? ¿En su función de servidores de esa autonomía de la mujer, no se pueden negar a prestar su colaboración cuando el derecho al aborto se convierte en una pretensión dirigida contra el Estado que éste debe necesariamente satisfacer? Pues resulta que este proyecto de ley se desentiende en absoluto del problema de una posible objeción de conciencia por parte del personal sanitario.

3.- En tercer lugar, este planteamiento se basa en un concepto de

autonomía absoluta y omnímoda que choca con nuestra cultura jurídica y con nuestro propio orden constitucional. Así, tengo que volver a insistir en la radical ruptura que ello supone respecto de la doctrina que estableció el TC en su sentencia del año 1985, una doctrina que se basaba, como ya he señalado, en la ponderación del valor de la vida del feto, sin ninguna distinción de plazo, con otros concretos valores constitucionalmente

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protegidos, ninguno de los cuales era el simple respeto de la discrecionalidad de la gestante. Así, cuando la sentencia apelaba al valor de la autonomía y dignidad de la mujer, era únicamente en relación con el caso de violación, porque en ese preciso supuesto la violación supone un ataque previo a la autonomía y dignidad de la mujer que la padece. Esta precisión que hago me parece extraordinariamente importante, porque la STC no ponderaba en términos generales el valor de la vida del feto con el valor de la dignidad y autonomía de la mujer, como si la libre decisión de abortar en cualquier caso formase parte de esa dignidad y autonomía de la mujer como valor constitucionalmente protegido, que es justo lo que ahora se pretende.

Jurídicamente, la noción de autonomía tiene un significado bastante

preciso: significa crear uno mismo la norma o precepto que ha de regir los propios intereses. Pero cuando los juristas hablamos de autonomía, no lo identificamos –al menos desde Ihering- con el reconocimiento del simple querer, de un poder de la voluntad completamente abstracto: el poder o la libertad de querer cualquier cosa, sino que de una forma u otra vinculamos el reconocimiento de ese poder de la voluntad a la persecución de algún fin, de algún interés, de algo con una mínima relevancia, o que al menos no choque por sí mismo con el orden moral o jurídico (es lo que los iusprivatistas llamamos la “causa” del negocio). De acuerdo con este enfoque “intencional” de la autonomía, la misma se carga de un cierto contenido moral y deja de ser simple libertad de la voluntad. Se convierte en algo así como libertad para el bien, aunque entendamos aquí bien en el sentido más lato y menos restrictivo que sea posible. Y eso es lo que, en definitiva, hace que la autonomía tenga moralmente un valor positivo.

De acuerdo con ello, a la hora de enjuiciar moralmente una acción

humana cualquiera, la libertad de la voluntad del sujeto que ha actuado o su “autonomía”, no es el valor que preferentemente debe ponderarse en ese juicio. Esa libertad de la voluntad interviniente no es el criterio que decide ese juicio moral, sino más bien el presupuesto de la posibilidad misma del juicio moral. En la medida en que reconozcamos que ese ser humano ha sido de facto libre de actuar de una forma o de otra (lo que, como nos enseñó Kant, es un “postulado” metafísico o extracientífico de la razón práctica), podremos plantearnos un enjuiciamiento en el plano moral y racional de ese comportamiento. Pero, si en el juicio sobre si lo hecho está bien o mal, es mejor o peor, introducimos la idea de que, se haya hecho lo que se haya hecho, lo importante es el valor moral que se manifiesta en el ejercicio de la libertad de acción o de elección en sí misma, entonces lo que queda cancelado es el discurso moral (y por ende, el jurídico) en su integridad, porque entonces ya no hay nada que decir sobre conducta

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humana alguna. Ante el valor inefable de la libertad humana, no nos queda otra que acatar el precepto de Wittgenstein y permanecer para siempre callados.

Lo diré de otra forma: por supuesto que la libertad, el libre desarrollo

de la personalidad y la autonomía, no sólo de la mujer embarazada, sino también de la mujer no embarazada, del varón, del anciano o del niño, son valores e incluso derechos fundamentales reconocidos y protegidos por nuestra Constitución con el máximo nivel de protección jurídica que quepa imaginar, pero ello no quiere decir que cualquier conducta de esos sujetos esté amparada en todo caso por la protección constitucional de la autonomía de la persona.

4.- Y por último y sobre todo, lo del heroísmo y dramatismo de la

decisión existencial es una gran mentira. Lo que realmente estamos promoviendo es que se tome esta decisión de abortar cada vez más a la ligera, como si realmente no plantease la misma ningún conflicto moral.

Así, es muy revelador lo siguiente: según el artículo 17 del proyecto

de ley, requisito para la práctica legal de un aborto durante las primeras catorce semanas es que la mujer reciba un sobre cerrado con una determinada información. ¿Saben ustedes sobre lo que debe versar esa información? Pues sobre las ayudas públicas disponibles para las mujeres embarazadas y la cobertura sanitaria durante el embarazo y el parto, y sobre los derechos laborales vinculados al embarazo y a la maternidad, las prestaciones y ayudas públicas para el cuidado y atención de los hijos e hijas, los beneficios fiscales y demás información relevante sobre incentivos y ayudas al nacimiento, y por último sobre los datos de centros de información sobre anticoncepción y sexo seguro y de centros donde pueda recibir voluntariamente asesoramiento antes y después de la interrupción del embarazo. ¿Lo están viendo? Lo que se pretende es que la mujer eche unas cuentas de lo que le cuesta tener el hijo o no tenerlo, que realice un cálculo económico, un análisis de utilidad, de coste/beneficio. Por si hubiera alguna duda, el Dictamen del Consejo de Estado ha venido a dejar aún más claro el asunto: según el más alto cuerpo consultivo del Estado, esta información –aunque ha de orientarse a la protección de la maternidad y no al fomento de la interrupción voluntaria del embarazo- no puede introducir consideraciones religiosas –lo entiendo- ni consideraciones éticas –lo que no deja de ser asombroso si en definitiva lo que plantea todo aborto es precisamente un dilema moral o ético-.

En fin, si de verdad pensásemos que en esos tres días de lapso

obligatorio entre la recepción de la información y la práctica del aborto la

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mujer debe resolver en conciencia algún tipo de conflicto moral, lo que introduciríamos obligatoriamente en el sobre es una ecografía del feto y no un resumen de los beneficios fiscales por natalidad.

B) La cuestión relativa a la postura que debe adoptar el Estado

ante las prácticas abortivas.

Y dicho todo esto, me tengo que ocupar de la segunda gran cuestión que dejé inicialmente planteada: ¿qué postura debe adoptar el Estado con sus leyes penales ante la existencia de prácticas abortivas?

Ya dejé expuesta inicialmente cuál era la posición al respecto de los

partidarios de la despenalización: el aborto plantea una cuestión privada de conciencia en la que no debe interferir el Estado, porque ello sería tanto como atribuir consecuencias jurídico-penales a lo que en definitiva sólo es una convicción religiosa muy respetable, pero que no se tiene por qué compartir por todos en una sociedad pluralista. Dicho de otra forma, la despenalización más o menos amplia del aborto no implica que se obligue a nadie a abortar, de manera que la mujer que quiera respetar en todo caso la vida de su feto puede seguir haciéndolo, sin que por ello nadie tenga que inmiscuirse en las decisiones de aquellas otras mujeres que den una solución diferente a ese conflicto moral que supone un embarazo no deseado.

En relación con este planteamiento, tengo que hacer también varias

observaciones: a) La no neutralidad moral del derecho penal

En primer lugar, este argumento entraña una gran falacia, supone un

desconocimiento de la naturaleza del derecho penal y del derecho en general: la falacia de la neutralidad moral del derecho. Lo que ignora u oculta el argumento es que no existe derecho alguno que sea moralmente neutro. Todo derecho es moral coactiva, moral en pie de guerra. Desde la regulación del derecho de usufructo o las legítimas sucesorias, hasta la ley de aguas, el código de circulación, o el decreto sobre opas, no existe una sola norma jurídica que sea meramente técnica o valorativamente neutral, que no responda a una determinada opción o convicción moral que la mayoría impone coactivamente sin contemplación alguna para los disidentes. Y en particular, el Código penal, por definición, es un monumento a la intolerancia moral: intolerancia con los que matan, intolerancia con los que roban, intolerancia con los que violan, intolerancia

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con los que defraudan a Hacienda, etc. De hecho, hoy está muy de moda hablar de “tolerancia cero” respecto de, por ejemplo, la violencia doméstica o de género. Y es evidente que el maltratador doméstico tiene sus propias convicciones morales respecto de la legitimidad del uso de la violencia en la intimidad de la familia, convicciones que chocan con la moral social hoy dominante, y a nadie –desde luego a nadie progresista- se le ocurre apelar al relativismo moral o al multicultularismo para defender un absentismo del Estado en la materia.

A la vista de ello, resulta claro que el problema que plantea la

despenalización del aborto no es –como interesadamente se quiere presentar- un dilema dogmatismo-tolerancia, sino más bien una cuestión de trazado de límites morales, el problema de qué concretas acciones se consideran social y legalmente tolerables y cuáles no. Fijémonos, al respecto, en que tanto la normativa actualmente vigente sobre el aborto como la nueva regulación ahora proyectada no dejan de conllevar sus correspondientes dosis de intolerancia moral o dogmatismo. Según nuestra normativa penal vigente, el aborto voluntario es un delito si no concurre alguno de los supuestos de despenalización. Y si es así, es porque para nuestra ley penal el feto humano está dotado de un valor, de una dignidad, que, como regla general, escapa a la disposición de la propia madre, sean cuales sean las convicciones morales de ésta al respecto. Y no menos “dogmática” es una ley permisiva con el aborto durante un determinado plazo: transcurrido el plazo, aunque sólo sea por un día, la ley impone su prejuicio moral sobre el valor del feto cualesquiera que sean las convicciones de la gestante. Y por supuesto, también es dogmática una ley penal que reconoce el aborto libre y sin embargo sanciona penalmente cualquier atentado de la madre contra el hijo ya nacido, o la que permite atentar contra los afectados por síndrome de Down durante un determinado plazo de gestación pero no después, etc.

Con lo cual la cuestión clave que no podemos dejar de suscitar es:

¿por qué en unos casos somos intolerantes y en otros no?; ¿por qué en unos casos reconocemos un valor o dignidad humana, que prevalece sobre la voluntad materna, y en otros casos no?; ¿cuál es la base racional y objetiva para semejantes diferencias de trato? Lo cual nos remite a todas las consideraciones que ya he realizado anteriormente.

b) De la protección penal de la vida del feto a la “protección”

encomendada a la propia gestante.

Una segunda observación es la siguiente: esta visión del aborto

voluntario como una cuestión simplemente privada de la mujer gestante

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choca con la doctrina hasta la fecha sentada por nuestro TC. Como ya señalé antes, de conformidad con la STC de 1985, la práctica de un aborto voluntario es algo que afecta a un valor tan importante socialmente que merece protección constitucional. La clave de la posición entonces del TC es que la vida es, en último término, el presupuesto de todos los valores, y por tanto de todo el orden social y jurídico. Sólo los nacidos son titulares del derecho fundamental constitucional a la vida, pero como la vida humana es un continuo que comienza con la concepción, la vida intrauterina es también vida humana y por tanto es un valor protegido por la Constitución. Y esta protección –como también ya señalé- a juicio del TC debe comprender la protección penal, salvo en aquellos supuestos límite, etc.

¿Cómo se puede justificar entonces la constitucionalidad de una ley

como la ahora proyectada que ya no invoca un supuesto límite de conflicto, sino que durante un determinado plazo de gestación somete la vida del feto a la absoluta discrecionalidad de la gestante?

Pues bien, lo que les voy a explicar ahora es algo muy importante:

cuál va a ser el argumento que empleará en su día el TC para justificar la constitucionalidad de esta ley proyectada: el mismo argumento que empleó una Sentencia del TC alemán de 28 de mayo de 1993 y el mismo al que ha apelado ya nuestro Consejo de Estado en su dictamen de 17 de septiembre. Les explico. Una primera sentencia del TC alemán de 25 de febrero de 1975 vino a rechazar la posibilidad de una ley de plazos, considerando que la protección constitucional de la vida del concebido era incompatible con una ley que dejaba durante un determinado plazo la subsistencia de esa vida a la absoluta discrecionalidad de la gestante. Sin embargo, en el año 1993, el TC alemán cambia de criterio y admite una ley de plazos sobre la base de la siguiente consideración: aunque el feto desde la concepción es un valor protegido por la Constitución, esa protección no tiene por qué asumirla necesariamente el Estado, sino que puede confiar esa protección a la propia mujer gestante, siempre y cuando ésta sea debidamente instruida al respecto. Esto es lo que se va a conocer como principio de autorresponsabilidad de la mujer gestante debidamente informada y asesorada. Dada la estrecha vinculación que existe entre el feto y la gestante, es ella la que está llamada en primer término a proteger la vida del feto, de manera que la ley le puede dar un voto de confianza, entendiendo que la misma actuará responsablemente cuando tome una decisión u otra, siendo suficiente en cuanto al deber de protección del Estado con que éste se cerciore de que esa decisión de la mujer se toma estando suficientemente informada y asesorada acerca de lo que va a hacer y de sus consecuencias.

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Algo de esta doctrina se refleja precisamente en el proyecto de ley que ahora tenemos a la vista, con esta exigencia del sobre con la información obligatoria que debe ser entregado antes de tres días de la fecha de la intervención. No obstante, semejante doctrina del TC alemán parte de la idea de que lo que debe promoverse o incentivarse por el poder público es precisamente que la gestante decida continuar con la gestación; mientras que el planteamiento de nuestro proyecto de ley es mucho más neutro, porque responde no a la idea de que sea la propia mujer la que se encargue responsablemente de proteger la vida del feto, sino de configurar el aborto libre como una especie de derecho subjetivo, como si tan bueno fuera seguir con la gestación como abortar. En este proyecto, que la vida del feto sea un valor a proteger de alguna manera, aunque sea en último término encomendando esa protección a la madre, es una idea que uno no encuentra por parte alguna. El feto como valor protegible es el gran ausente de este proyecto. De hecho, se evita todo lo posible nombrarlo, y cuando se alude a él se emplea una terminología muy abstracta: “la vida prenatal”.

Pues bien, ¿qué podemos decir sobre este planteamiento de la

autorresponsabilidad de la mujer gestante debidamente informada y asesorada? Pues, simplemente, que no sé si los Consejeros de Estado realmente se creen lo que están diciendo. Porque, si fuera así, su candidez no deja de sorprender en tan egregios juristas. O sea que, aun siendo la vida del feto durante esas primeras catorce semanas un valor constitucionalmente protegido –según no niega el Consejo de Estado-, la ley penal se puede desentender del asunto porque es suficiente con que la protección de ese valor se encomiende precisamente al sujeto que está planeando o ha decidido ya atentar contra el mismo. El Estado cumple con asegurarse de que se le entrega un sobrecito cerrado con información sobre ayudas a las embarazadas y a las madres y sobre sexo seguro –para que la próxima vez tenga más cuidado-, un sobrecito que abrirá y leerá o no en su casa, porque, ¡ojo!, nada de sermones de palabra, no se vaya a violentar. Es como si el Estado despenalizase los homicidios con arma de fuego bajo la condición de que en las armerías se entregase a todo comprador de una pistola un sobre cerrado con información sobre las ayudas públicas en caso de desempleo y los programas contra la drogadicción.

b) El efecto de la ley en la conciencia social.

Con esto llego ya a mi última reflexión –también muy relacionada con

la misma idea de no neutralidad moral de la ley-: la relación conciencia social-ley no es unidireccional, en el sentido de que las convicciones sociales vigentes son las que determinan lo que debe ser el contenido de la

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legalidad, sino más bien bidireccional. Y ello porque la legalidad vigente influye y mucho en la configuración de la conciencia social dominante, en la determinación de lo que socialmente se considera correcto y aceptable. La ley es educadora y muchas veces también maleducadora. Y al respecto, el caso del aborto es absolutamente paradigmático.

En el año 1985 lo que hizo nuestro legislador fue “despenalizar”,

declarar “no punibles”, las acciones abortivas en unos concretos supuestos que se concebían, en teoría, como excepcionales. Precisamente, los casos que se presentaban entonces ante la opinión pública eran siempre casos límite, el embarazo producto de una violación o el embarazo que conlleva un riesgo cierto de muerte para la gestante –casos que estadísticamente han sido siempre bastante infrecuentes-. Y despenalizar significaba sólo no perseguir penalmente unas determinadas acciones, pero no “legitimar” esas acciones como algo en sí mismo valioso, que hubiera que promocionar, como algo a lo que se tiene “derecho”. Ya vimos cómo la razón a que apeló el TC para admitir la despenalización de esos supuestos fue la idea de que “el legislador no puede emplear la máxima constricción -la sanción penal-

para imponer en estos casos la conducta que normalmente sería exigible,

pero que no lo es en ciertos supuestos concretos”. Lo que sucedió después, como saben todo ustedes, es que la ley de

despenalización de supuestos tenía su trampa. Además de considerar como supuesto de despenalización el caso absolutamente límite del embarazo que conlleva un riesgo para la vida de la gestante, se incluyó el embarazo con grave peligro para la salud física de la misma y, sobre todo, el embarazo con peligro para la salud psíquica. Y claro, ¿qué quiere decir salud psíquica? Pues no tener angustia, ni tensión, ni estrés por estar embarazada. Y, como es evidente, qué mujer que se encuentra a disgusto con un determinado embarazo no tiene estrés o malestar psicológico. Una mujer que está feliz con su embarazo no se plantea abortar, la que se plantea abortar es precisamente la que está a disgusto y por tanto estresada. Con lo cual llegamos a una situación en la cual toda mujer que quiera abortar aborta 1. Y así hoy tenemos en España un régimen de aborto absolutamente libre y además sin ninguna limitación de plazo.

1 Por cierto que el proyecto de la nueva ley viene a introducir subrepticiamente el famoso “cuarto supuesto” que todavía algunos echaban de menos en la normativa vigen-te: el perjuicio para la situación socio-económica de la mujer. Así, el art. 15 a) permite abortar si no se superan las veintidós semanas de gestación si existe grave riesgo para la “salud” de la embarazada, y según el art. 2 a) de la misma ley proyectada, “salud” es “el

estado de compoleto bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de

afecciones o enfermedades”.

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Hoy, según las estadísticas oficiales, en España se vienen practicando “legalmente” una media de cien mil abortos cada año, y el número no disminuye sino que va en aumento. El Consejo de Estado en su dictamen recoge la cifra de un millón de abortos desde la vigencia de la ley de 1985 y también se refiere a un número creciente de abortos reiterados por una misma mujer en edad adulta. Se nos dirá que la realidad social estaba ahí y la ley no ha hecho más que reconocerla; y que si la ley no hubiera permitido abortar en nuestro país, se habrían practicado los mismos abortos fuera, pero con más peligros para las mujeres implicadas, especialmente para las de peor posición económica. Pero, ¿estamos seguros de que es así? ¿No es razonable pensar que un efecto directo de la despenalización y de la aplicación tan laxa de la ley ha sido un deslizamiento de la conciencia social en el sentido de aceptar cada vez más las prácticas abortivas como algo completamente normal, de lo que uno no tiene por qué avergonzarse, es decir, una progresiva legitimación social del aborto y una completa banalización del grave conflicto moral que suscita todo aborto voluntario?

¿Qué es lo que está detrás de un cifra tan gigantesca como la indicada:

miles de mujeres enfrentándose con seriedad a un grave conflicto moral, o más bien una sociedad cada vez más insensible e inhumana, que acude con normalidad al aborto como una técnica de control de la natalidad, como método anticonceptivo ex post facto, o, incluso, como una técnica de selección eugenésica? Así, hoy es absolutamente frecuente escuchar en cualquier ámbito social cómo una embarazada cuenta con toda naturalidad cómo se va a practicar una amniocentesis porque ya tiene cierta edad y en la familia suya o de su marido hay antecedentes de cierta anomalía cromosómica… Y nadie parece incomodarse ante una manifestación que implica admitir la disposición a atentar contra la vida del feto en caso de no superar éste con éxito el examen de normalidad, cuando al mismo tiempo forma parte esencial del discurso más políticamente correcto la sensibilidad para con la “diferencia”, la lucha por los derechos civiles de todas las minorías y la promoción de la integración social de discapacitados físicos y psíquicos…

Fijémonos además, -y esto me parece muy importante- que esta

normalización social del aborto genera precisamente una presión de todo el entorno social sobre las mujeres, en especial las adolescentes, para que la solución a cualquier situación de embarazo inconveniente sea el aborto, cuando resulta que todo aborto –por mucho que lo rodeemos de asepsia médica y jurídica- no deja de producir siempre dos víctimas: primero el feto, y segundo, pero no menos importante, la mujer. Así, ante un problema que debería ser de toda la sociedad, es la mujer la que es inducida a superar una posible situación de angustia momentánea acudiendo a una salida que

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en realidad no es ninguna salida, porque durante toda su vida se le hace cargar a ella sola con una grave herida psicológica y moral.

En fin, lo que ha sucedido en nuestro país es que el hecho de que de

facto no se haya perseguido penalmente el aborto durante más de veinte años ha supuesto la pérdida de toda noción social de criminalidad, o de simple ilicitud o incorrección moral. Ello ha llevado a su vez a una “normalización” social de las prácticas abortivas y a una progresiva trivialización o banalización de las mismas, con el resultado de unas cifras cada vez más ingentes de abortos practicados.

Y en este contexto aparece este proyecto de ley, que lo que viene a

hacer es precisamente legitimar absolutamente las prácticas abortivas, convertirlas nada menos que en el objeto de un derecho subjetivo, y de una prestación obligatoria para el Estado. ¿Creemos sinceramente que con este nuevo planteamiento se va a reducir el número de abortos?

En definitiva -y con este concluyo- el objetivo final de esta ley es

anestesiar definitivamente la escasa conciencia moral que todavía pudiera quedar en nuestra sociedad en relación con este tema. Y uno no deja de preguntarse qué interés último puede haber en promover semejante objetivo. Porque al final no solo es que se esté perdiendo ese número ingente de vidas, sino que lo que realmente se está destruyendo es la humanidad de los que sobrevivimos.

Manuel González-Meneses 19 de octubre de 2009