recopilación discursos públicos 2013

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Página 1 de 22 Asignatura: Lenguaje Nivel: Cuarto Medio Coordinación 2013 RECOPILACIÓN DE DISCURSOS PÚBLICOS Mario Vargas Llosa “La literatura es fuego” Discurso pronunciado en Caracas, Venezuela en 1967, con ocasión de haber recibido el Premio Rómulo Gallegos. Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y Cinco metros de poemas de una delicadeza visionaria singular. Tenía un nombre sonoro y cortesano, de virrey, pero su vida había sido tenazmente oscura, tercamente infeliz. En Lima fue un provinciano hambriento y soñador que vivía en el barrio del Mercado , en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa , en Centroamérica , nadie sabe por qué , había sido desembarcado, encarcelado , torturado, convertido en una ruina febril . Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar alcanzaría una apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria de las gentes que tuvieron la suerte de conocerlo y leerlo. No me extrañaría que las alimañas hayan dado cuenta de los ejemplares de su único libro, enterrado en bibliotecas que nadie visita, y que sus poemas, que ya nadie lee, terminen muy pronto transmutados en “humo, en viento, en nada, como la insolente camisa colorada que compró para morir. Y, sin embargo , este compatriota mío había sido un hechicero consumado , un brujo de la palabra , un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explorador del sueño , un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo : como una diaria y furiosa inmolación. Convoco aquí , esta noche , su furtiva silueta nocturna para aguar mi propia fiesta, esta fiesta que han hecho posible , conjugados , la generosidad venezolana y el nombre ilustre de Rómulo Gallegos , porque la atribución a una novela mía del magnífico premio creado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Arte como estímulo y desafío a los novelistas de lengua española como homenaje a un gran creador americano , no sólo me llena de reconocimiento hacia Venezuela; también , y sobre todo , aumenta mi responsabilidad de escritor . Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno “aguafiestas” . El fantasma silencioso de Oquendo de Amat, instalado aquí a mi lado , debe hacernos recordar a todos – pero en especial a este peruano que ustedes arrebataron a su refugio del Valle del Canguro, en Londres , y trajeron a Caracas ,y abrumaron de amistad y de honores – el destino sombrío que ha sido , que es todavía en tantos casos , el de los creadores de América Latina. Es verdad que no todos nuestros escritores han sido probados al extremo de Oquendo de Amat; algunos consiguieron vencer la hostilidad, la indiferencia, el menosprecio de nuestros países por la literatura ,y escribieron , publicaron y hasta fueron leídos . Es verdad que no todos pudieron ser matados de hambre, de olvido o de ridículo. Pero estos afortunados constituyen la excepción. Como regla general , el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones excepcionalmente difíciles , porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi perfecto mecanismo para desalentar y matar en él la vocación , además de hermosa es absorbente y tiránica , y reclama de sus adeptos una entrega total .¿Cómo hubieran podido hacer de la literatura un destino excluyente , una militancia , quienes vivían rodeados de gente que en su mayoría , no sabían leer o no podían comprar libros ,y en su minoría , no les daba la gana de leer? Sin editores, sin lectores, sin un ambiente cultural que lo azuzara y exigiera, el escritor latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un principio que será vencido. Su vocación no era admitida por la sociedad, apenas tolerada; no le daba de vivir, hacía de él un productor disminuido y ad honorem. El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban su conciencia y sus convicciones. Porque además de no dar sitio en su ser a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anómalo, que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal. Por eso

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Lectura obligatoria, 4 medio. Instituto Nacional.

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Page 1: Recopilación discursos públicos 2013

Página 1 de 22

Asignatura: Lenguaje

Nivel: Cuarto Medio

Coordinación 2013

RECOPILACIÓN DE DISCURSOS PÚBLICOS Mario Vargas Llosa “La literatura es fuego” Discurso pronunciado en Caracas, Venezuela en 1967, con ocasión de haber recibido el Premio Rómulo Gallegos. Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y Cinco metros de poemas de una delicadeza visionaria singular. Tenía un nombre sonoro y cortesano, de virrey, pero su vida había sido tenazmente oscura, tercamente infeliz. En Lima fue un provinciano hambriento y soñador que vivía en el barrio del Mercado , en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa , en Centroamérica , nadie sabe por qué , había sido desembarcado, encarcelado , torturado, convertido en una ruina febril . Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar alcanzaría una apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria de las gentes que tuvieron la suerte de conocerlo y leerlo. No me extrañaría que las alimañas hayan dado cuenta de los ejemplares de su único libro, enterrado en bibliotecas que nadie visita, y que sus poemas, que ya nadie lee, terminen muy pronto transmutados en “humo, en viento, en nada, como la insolente camisa colorada que compró para morir. Y, sin embargo , este compatriota mío había sido un hechicero consumado , un brujo de la palabra , un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explorador del sueño , un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo : como una diaria y furiosa inmolación. Convoco aquí , esta noche , su furtiva silueta nocturna para aguar mi propia fiesta, esta fiesta que han hecho posible , conjugados , la generosidad venezolana y el nombre ilustre de Rómulo Gallegos , porque la atribución a una novela mía del magnífico premio creado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Arte como estímulo y desafío a los novelistas de lengua española como homenaje a un gran creador americano , no sólo me llena de reconocimiento hacia Venezuela; también , y sobre todo , aumenta mi responsabilidad de escritor . Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno “aguafiestas” . El fantasma silencioso de Oquendo de Amat, instalado aquí a mi lado , debe hacernos recordar a todos – pero en especial a este peruano que ustedes arrebataron a su refugio del Valle del Canguro, en Londres , y trajeron a Caracas ,y abrumaron de amistad y de honores – el destino sombrío que ha sido , que es todavía en tantos casos , el de los creadores de América Latina. Es verdad que no todos nuestros escritores han sido probados al extremo de Oquendo de Amat; algunos consiguieron vencer la hostilidad, la indiferencia, el menosprecio de nuestros países por la literatura ,y escribieron , publicaron y hasta fueron leídos . Es verdad que no todos pudieron ser matados de hambre, de olvido o de ridículo. Pero estos afortunados constituyen la excepción. Como regla general , el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones excepcionalmente difíciles , porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi perfecto mecanismo para desalentar y matar en él la vocación , además de hermosa es absorbente y tiránica , y reclama de sus adeptos una entrega total .¿Cómo hubieran podido hacer de la literatura un destino excluyente , una militancia , quienes vivían rodeados de gente que en su mayoría , no sabían leer o no podían comprar libros ,y en su minoría , no les daba la gana de leer? Sin editores, sin lectores, sin un ambiente cultural que lo azuzara y exigiera, el escritor latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un principio que será vencido. Su vocación no era admitida por la sociedad, apenas tolerada; no le daba de vivir, hacía de él un productor disminuido y ad honorem. El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban su conciencia y sus convicciones. Porque además de no dar sitio en su ser a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anómalo, que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal. Por eso

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nuestros escritores se han frustrado por docenas, y han desertado su vocación y la han traicionad, sirviéndola a medias y a escondidas, sin porfía ni rigor. Pero es cierto que en los últimos años las cosas empiezan a cambiar. Lentamente se insinúa en nuestros países un clima más hospitalario para la literatura. Los círculos de lectores descubren que los libros importan, que los escritores son algo más que locos benignos, que ellos tienen una función que cumplir entre los hombres. Pero entonces, a medida que comience a hacerse justicia al escritor latinoamericano, o más bien, a medida que comience a rectificarse la injusticia que ha pesado sobre él, una amenaza pude surgir, un peligro endiabladamente sutil. Las mismas sociedades que exiliaron y rechazaron al escritor, pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie de estatuto oficial. Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón de ser escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor, o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el desatino de inventar realidades verbales .La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencia, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola fracasarán. La literatura puede morir, pero no será nunca conformista. Sólo si se cumple esta condición es útil la literatura a la sociedad. Ella contribuye al perfeccionamiento humano, impidiendo el marasmo espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo, la parálisis humana, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquieta, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos: su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora, aun cuando para ello deba emplear las armas más hirientes. Es preciso que todos lo comprendan de una vez; mientras más duros sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura la violencia es una prueba de amor. La realidad americana, claro está, ofrece al escritor un verdadero festín de razones para ser un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la injusticia es ley , paraíso de ignorancia , de explotación , de desigualdades, cegadoras de miseria , de alienación económica , cultural y moral , nuestras tierras tumultuosas nos suministran materiales ejemplares para mostrar en ficciones de manera directa o indirecta , a través de hechos , sueños, testimonios , alegorías , pesadillas o visiones, que la realidad está mal hecha , que la vida debe cambiar . Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países la hora de justicia social y América Latina se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan , de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna. Pero cuando las injusticias sociales desaparezcan, de ningún modo habrá llegado para el escritor la hora del consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión seguirá, deberá seguir siendo la misma, cualquier transigencia en este dominio constituye, de parte del escritor, una traición. Dentro de la nueva sociedad , y por el camino que nos precipiten nuestros fantasmas y demonios personales , tendremos que seguir , como ayer, como ahora , diciendo no, rebelándonos , exigiendo que se reconozca nuestro derecho a disentir , mostrando , de esa manera viviente y mágica como sólo la literatura puede hacerlo , que el dogma , la censura , la arbitrariedad son también enemigos del progreso y de la dignidad humana , afirmando que la vida no es simple ni cabe en esquemas , que el camino de la verdad no siempre es liso y recto , sino a menudo tortuoso y abrupto , demostrando con

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nuestros libros una y otra vez la esencial complejidad y diversidad del mundo y la ambigüedad contradictoria de los hechos humanos. Como ayer, como ahora, si amamos nuestra vocación, tendremos que seguir librando las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía, aunque como a él nos derroten en todas. Nuestra vocación ha hecho de nosotros, los escritores, los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo. No sé si está bien o si está mal, sólo sé que es así. Esta es la condición del escritor y debemos reivindicarla tal como es. En estos años en que se comienza a descubrir, aceptar y auspiciar la literatura, América Latina debe saber, también, la amenaza que se cierne sobre ella, el duro precio que tendrá que pagar por la cultura. Nuestras sociedades deben estar alertadas: rechazado o aceptado, perseguido o premiado, el escritor que merezca este nombre seguirá arrojándoles a los hombres el espectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos. Otorgándome este premio que agradezco profundamente, y que he aceptado porque estimo que no exige de mí la más leve sombra de compromiso ideológico, político o estético. Pero, creo que otros con más obra y más mérito que yo, hubieron debido recibirlo en mi lugar. Pienso en el gran Onetti, por ejemplo, a quien América Latina no ha dado aún el reconocimiento que se merece, demostrándome desde que pisé esta ciudad enlutada tanto afecto, tanta cordialidad, Venezuela ha hecho de mí un abrumado deudor. La única manera como puedo pagar esa deuda es siendo, en la medida de mis fuerzas, más fiel, más leal, a esta vocación de escritor que, nunca sospeché me depararía una satisfacción tan grande como la de hoy.

Gabriel García Márquez “La soledad de América Latina” Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982. Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

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La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que

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Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente

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nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

Octavio Paz “La búsqueda del presente“ Discurso de aceptación del Premio Nobel 1990. Comienzo con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas. Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor, beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar, ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor, respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es, simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura universal.

Las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones.

Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho básico: son literaturas escritas en lenguas transplantadas. Las lenguas nacen y crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes de las lenguas transplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.

A despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier escritor español... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los

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Estados Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa. Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos, basta con pensar en el diálogo que

sostiene el escritor japonés, chino o árabe con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.

La gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados Unidos como potencia mundial; el de

la nuestra con las desventuras y convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas unidas por relaciones de oposición y afinidad.

La primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península. Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la Contrarreforma. Apenas si debo

mencionar, en el caso de los hispanoamericanos, lo que distingue a España de las otras naciones

europeas y le otorga una notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.

En América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese

presente - esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo tiempo, nos une y separa de la tradición europea.

La conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza. Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y la historia colectiva de los

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hombres pueden verse como tentativas destinadas a reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión. Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este

sentimiento. Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos. Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuando y cómo aparece este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.

El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos,

reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí: todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes - tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras.

¿Cuando se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque

pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que

yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente.

Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto - negro y rojizo como un ascua pero un ascua

dulce y fresca - era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.

Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del

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presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo

escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.

¿Qué es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo

magnética y elusiva, han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos. No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal. Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha pretendido exorcizarla y se habla mucho de la "postmodernidad". ¿Pero qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?

Para nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí que a veces se hablase de "europeizar" a nuestros países: lo moderno estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte en un gran

debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos durante el siglo XIX. Un episodio

puso en entredicho no tanto la legitimidad del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo. La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.

La búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido alegórico y caballeresco

que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que

durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo,

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a mi antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un latido en el río de las generaciones.

La idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad. Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro es Progreso.

Para el cristiano, el mundo - o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal - es un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma

individual sino el género humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca; nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades. El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la ciencia y de la técnica, aplicadas al dominio de la naturaleza y a la utilización de sus inmensos recursos.

El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el

fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala - los grados del ser - de la criatura al

Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como "postmodernidad", no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo resumen.

En primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso - la ciencia y la técnica - han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente en agentes de destrucción.

Finalmente, la existencia de armas nucleares es una refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación, añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.

En segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración. Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.

En tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia - cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas - no negaban la bondad esencial del proceso histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia. ¿Un

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dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia - en las

ciencias exactas y en la física - han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.

Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico. Sus (reyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos idelógicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.

Este pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que, simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica; nuestros absolutos - religiosos o filosóficos, éticos o estéticos - no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas, prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo

abstracto de la ideología anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.

La declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa. Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica. Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado - un triunfo por default del adversario - no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una

prosperidad envidiable; asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de

producir más para consumir más tiende ha convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor, la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.

La reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente luminoso y sombrío, el presente es una

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esfera donde se unen las dos mitades, la acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La

experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias.

En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado

inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos

asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

Pablo Neruda Recepción del Premio Nobel de Literatura Suecia, 21 de octubre de 1971

Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.

Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.

A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.

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Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:

-¿Tuvo mucho miedo?

-Mucho. Creí que había llegado mi última hora, dije.

Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me respondieron. -Ahí mismo -agregó uno de ellos- cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino.

Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.

Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.

Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida.

Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. ¿O lo conocían, nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.

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Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese nada más en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.

Señoras y Señores:

Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.

En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.

De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.

En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.

El poeta no es un pequeño dios. No, no es un pequeño dios. No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla

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conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.

Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.

En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.

Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.

Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe.

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Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, ¿Qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? ¿Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.

Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.

Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l'aurore, armés d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)

Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.

En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.

Así la poesía no habrá cantado en vano.

Gabriela Mistral “Recados para América Latina” EL GRITO

¡América, América! ¡Todo por ella; porque nos vendrá de ella desdicha o bien!

Somos aún México, Venezuela, Chile, el azteca-español, el quechua-español, el araucano-español; pero seremos mañana, cuando la desgracia nos haga crujir entre su dura quijada, un solo dolor y no más que un anhelo.

Maestro: enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de convencimiento. Divulga la América, su Bello, su Sarmiento, su Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano extraño, y además caduco, de hermosa caduquez fatal.

Describe tu América. Haz amar la luminosa meseta mexicana, la verde estepa de Venezuela, la negra selva austral. Dilo todo de tu América; di cómo se canta en la pampa argentina, cómo se arranca la perla en el Caribe, cómo se puebla de blancos la Patagonia.

Periodista: Ten la justicia para tu América total. No desprestigies a Nicaragua, para exaltar a Cuba; ni a

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Cuba para exaltar la Argentina. Piensa en que llegará la hora en que seamos uno, y entonces tu siembra de desprecio o de sarcasmo te morderá en carne propia.

Artista: Muestra en tu obra la capacidad de finura, la capacidad de sutileza, de exquisitez y hondura a la par, que tenemos. Exprime a tu Lugones, a tu Valencia, a tu Darío y a tu Nervo: Cree en nuestra sensibilidad que puede vibrar como la otra, manar como la otra la gota cristalina y breve de la obra perfecta.

Industrial: Ayúdanos tú a vencer, o siquiera a detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia que quiere vendérnoslo todo, poblarnos los campos y las ciudades de sus maquinarias, sus telas, hasta de lo que tenemos y no sabemos explotar. Instruye a tu obrero, instruye a tus químicos y a tus ingenieros. Industrial: tú deberías ser el jefe de esta cruzada que abandonas a los idealistas.

¿Odio al yankee? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios raciales. ¿Por qué le odiaríamos? Que odiemos lo que en nosotros nos hace vulnerables a su clavo de acero y de oro: a su voluntad y a su opulencia.

Dirijamos toda la actividad como una flecha hacia este futuro ineludible: la América Española una, unificada por dos cosas estupendas: la lengua que le dio Dios y el Dolor que da el Norte.

Nosotros ensoberbecimos a ese Norte con nuestra inercia; nosotros estamos creando, con nuestra pereza, su opulencia; nosotros le estamos haciendo aparecer, con nuestros odios mezquinos, sereno y hasta justo.

Discutimos incansablemente, mientras él hace, ejecuta; nos despedazamos, mientras él se oprime, como una carne joven, se hace duro y formidable, suelda de vínculos sus estados de mar a mar; hablamos, alegamos, mientras él siembra, funde, asierra, labra, multiplica, forja; crea con fuego, tierra, aire, agua; crea minuto a minuto, educa en su propia fe y se hace por esa fe divino e invencible.

¡América y sólo América! ¡Qué embriaguez semejante futuro, qué hermosura, qué reinado vasto para la libertad y las excelencias mayores!

1922.- Santiago de Chile.

EL TIPO DEL INDIO AMERICANO

La vergüenza del mestizo

Una de las razones que dictan la repugnancia criolla a confesar el indio en nuestra sangre, uno de los orígenes de nuestro miedo de decirnos lealmente mestizos, es la llamada "fealdad del indio". Se la tiene como verdad sin vuelta, se la ha aceptado como tres y dos son cinco. Corre parejas con las otras frases en plomada. "El indio es perezoso" y "el indio es malo".

Cuando los profesores de ciencias naturales enseñan los órdenes o las familias, y cuando los de dibujo hacen copiar las bestiecitas a los niños, parten del concepto racional de la diferencia, que viene a ser el mismo aplicable a las razas humanas: el molusco no tiene la manera de belleza del pez; el pez luce una sacada de otros elementos que el reptil-y el reptil señorea una hermosura radicalmente opuesta a la del ave, etc., etc.

Debía haberse enseñado a los niños nuestros la belleza diferenciada y también la opuesta de las razas. El ojo largo y estrecho consigue ser bello en el mongol, en tanto que en el caucásico envilece un poco el rostro; el color amarillento, que va de la paja a la badana, acentúa la delicadeza de la cara china, mientras que en la europea dice no más que cierta miseria sanguínea; el cabello crespo que en el

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caucásico es una especie de corona gloriosa de la cabeza, en el mestizo se hace sospechoso de mulataje y le preferimos la mecha aplastada del indio.

En vez de educarle de esta manera al niño nuestro el mirar y el interpretar, nuestros maestros renegados les han enseñado un tipo único de belleza, el caucásico, fuera del cual no hay apelación, una belleza fijada para los siglos por la raza griega a través de Fidias.

En cada atributo de la hermosura que los maestros nos enseñan, nos dan exactamente el repudio de un rasgo nuestro; en cada sumando de la gracia que nos hacen alabar nos sugieren la vergüenza de una condición de nuestros huesos o de nuestra piel. Así se forman hombres y mujeres con asco de su propia envoltura corporal; así se suministra la sensación de inferioridad de la cual se envenena invisiblemente nuestra raza, y así se vuelve viles a nuestras gentes sugiriéndoles que la huida hacia el otro tipo es la única salvación.

La belleza del indio

El indio es feo dentro de su tipo en la misma relación en que lo es el europeo común dentro del suyo.

Imaginemos una Venus maya, o mejor imaginemos el tipo de caballero Aguila del Museo de México como el de un Apolo tolteca, que eso es. Pongamos ahora mejilla contra mejilla con él a los hombres de la meseta de Anahuac. Cumplamos prueba idéntica con el Apolo del Belbedere del Louvre y alleguémosles a los franceses actuales que se creen sus herederos legítimos. Las cifras de los sub-Apolos y las de los sub-caballeros águilas serán iguales; tan poco frecuente en la belleza cabal en cualquier raza.

Alguno alegará que la comparación está viciada porque el punto de arranque son dos rostros sin paridad; uno redondamente perfecto y otro de discutible perfección. No hay tal; ambos enseñorean en el mismo filo absoluto de la belleza viril. Se dirá que a pesar de esta prueba un poco estadística las dos razas producen una impresión de conjunto bastante diversa: la francesa regala el ojo y la azteca lo disgusta.

La ilusión de ventaja la pone solamente el color; oscurézcase un poco en la imaginación ese blanco sonrosado y entonces se verá la verdad de las dos cabezas, que aquí como en muchas cosas, la línea domina la coloración.

Me leía yo sonriendo una geografía francesa en el capítulo sobre las razas. La descripción de la blanca correspondía a una especie de dictado que hubiese hecho el mismo Fidias sobre su Júpiter: nariz que baja recta de la frente a su remate, ojos noblemente espaciosos, boca mediana y de labios delicados, cabello en rizos grandes: Júpiter, padre de los dioses. Yo me acordaba de la naricilla remangada, tantas veces japonesa, que me encuentro todos los días, de las bocas grandes y vulgares, de los cabellos flojos que hacen gastar tanta electricidad para su ondulación y de la talla mediocre del francés común.

El falso tipo de Fidias

Se sabe cómo trabajaba Fidias: cogió unos cuantos rasgos, los mejores éxitos de la carne griega -aquí una frente ejemplar, allá un mentón sólido y fino, más allá un aire noble, atribuible al dios- unió estas líneas realistas con líneas enteramente intelectuales, y como lo inventado fue más que lo copiado de veras, el llamado tipo griego que aceptamos fue en su origen una especie de modelo del género humano, de súper-Adán posible dentro de la raza caucásica, pero en ningún caso realizado ni por griego ni por romano.

El procedimiento puede llamarse magistral. El hombre de Fidias, puro intento de escultura de los

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dioses y proyecto de la configuración del rostro humano futuro, pasaría a ser, por la vanidad de la raza blanca, el verídico hombre europeo.

Pienso en el resultado probable del método si aplicásemos la magna receta a nuestras razas aborígenes. El escultor de buena voluntad, reuniendo no más de cien ejemplares indios podría sacar las facciones y las cualidades que se van a enumerar "groso modo".

El indio piel roja nos prestaría su gran talla, su cuerpo magníficamente lanzado de rey cazador o de rey soldado sin ningún atolladero de grasa en vientre ni espaldas, musculado dentro de una gran esbeltez del pie a la frente. Los mayas proporcionarían su cráneo extraño, no hallado en otra parte, que es ancho contenedor de una frente desatada en una banda pálida y casi blanca que va de la sien a la sien; entregarían unos maxilares fortísimos y sin brutalidad que lo mismo pudiesen ser los de Mussolini -"quijadas de mascador de hierro"-. El indio quechua ofrecería para templar la acometividad del cráneo sus ojos dulces por excelencia, salidos de una raza cuya historia de mil años da más regusto de leche que de sangre. Esos ojos miran a través de una especie de óleo negro, de espejo embetunado con siete óleos de bondad y de paciencia humana, y muestran unas timideces conmovidas y conmovedoras de venado criollo, advirtiendo que la dulzura de este ojo negro no es banal como la del ojo azul de caucásico, sino profunda, como cavada del seno a la cuenca. Corre de la nariz a la sien este ojo quechua, parecido a una gruesa gota vertida en lámina inclinada, y lo festonea una ceja bella como la árabe, más larga aún y que engaña aumentando mañosamente la longitud de la pupila.

Yo me sé muy bien que la nariz cuesta hallarla en un orden de fineza, porque generalmente bolivianos y colombianos la llevan de aletas gruesas y anchas; pero hay la otra, la del aguileño maya, muy sensible, según la raza sensual que gusta de los perfumes. La boca también anda demasiado espesa en algunos grupos inferiores de los bajíos, donde el cuerpo se aplasta con las atmósferas o se hincha en los barriales genésicos; pero al igual que la nariz prima de la árabe, se la encuentra de labios delgados como la hoja del maíz, de una delgadez cortada y cortadora que es de las más expresivas para la gracia maliciosa y los rictus del dolor. Suele caer hacia los lados esta boca india con el desdén que ven esas razas que se saben dignas como cualquiera otra por talentos y virtudes y que han sido "humilladas y ofendidas" infinitamente; caen los extremos de esas bocas con más melancolía que amargura, y se levantan bruscamente en la risa burlona, dando una sorpresa a los que creen al indio tumbado en una animalidad triste.

He querido proporcionar a los maestros de nuestros niños estos detalles rápidos para que intenten y para que logren arrancarles a éstos la vergüenza de su tipo mestizo, que consciente o inconsciente le han dado. Pero este alegato por el cuerpo indio va a continuar otro día, porque es cosa larga de decir y asunto de más interés del que le damos.

Nápoles, junio 1932

LA AVENTURA DE LA LENGUA Vivo agradeciendo a ustedes, californianos, día a día, y pueblo a pueblo, el interés y el amor que vuestro Estado pone en la enseñanza del español

Vengo de hacer una ruta zigzagueada de lenguas diversas, y he visto la suerte del castellano a lo largo de esta cinta de mi viaje, tendida entre el Brasil, Suecia, Inglaterra y los Estados Unidos.

Los dos puntos en los cuales hallé nuestra lengua servida con vehemencia fueron los más opuestos que darse pueda: Suecia y California. En los dos sitios probé una verdadera euforia al comprobar que el castellano gana almas como quien siembra y cosecha a brazadas en ritmos alternos.

Sigue en el mundo la conquista de las tierras ajenas y la de los cuerpos ajenos: la vieja Conquista bruta y ávida no se ha acabado. Es la empresa resabida de brazo y coacción, de manotada y hierro, y sigue siendo odiosa, aunque se emboce de Derecho y de Bien. Prefiero a la eterna maniobra arrolladora de

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tierras y cuerpos, la empresa ganadora de almas, que es la expansión de cualquier idioma. Esta acción pascual de compartir el espíritu ajeno, esta marcha silenciosa de un habla sobre territorios incógnitos, no significa invasión sino apropiación recta y feliz, y me alegra las potencias: hasta me las pone a danzar...

Comprender fue siempre goce. Si nos hace dichosos entender las funciones vitales de la planta y aprender las maniobras del instinto en los animales. ¿Cómo no va a ser felicidad seguir el alma de una raza en su verbo?

La obra del día en nuestro pobre planeta es hoy precisamente el romper los sellos que guardan las arcas cerradas de ciertos pueblos y ver sus adentros y aprender en esa gruta oscura cuánto allí hay que dé una clave para tratar los jeroglíficos llamados China, o lndostán... o América del Sur.

Eso que llaman búsqueda del conocimiento, y que es, por excelencia, la tarea del hombre, requiere instrumentos sutiles. El primero de ellos es el aprendizaje de idiomas. Ustedes adoptaron este oficio

fino mucho antes de que la segunda guerra mundial sacudiese a los adormilados e hiciese ver a los ciegos. Y ustedes van a ser en cinco años más quienes den testimonio recto y claro a los dirigentes de los Estados Unidos sobre los países mal deletreados, mal averiguados, que son los nuestros. Es categoría subida esta de traducir el espíritu de las razas. Pero es también trabajo muy bello, porque se trata de ver y tocar raíces y sacarlas a la luz.

El aprendizaje de un idioma fue siempre una aventura fascinante, el mejor de todos los viajes y el llamado más leve y más penetrante que hacemos a las puertas ajenas en busca, no de mesa ni lecho, sino de coloquio, de diálogo entrañable.

Los sudamericanos no somos gentes de puertas atrancadas, Excepción hecha del indio puro que es huidizo, en cuanto a criatura herida y traicionada, los demás, el mestizo y el blanco del Sur, somos de una índole fácil fluvial. Nos gusta el extraño, por una curiosidad colombina de costas nuevas; viajamos bastante, somos "projimistas", es decir, cristianos que aman convivir. Somos dados al trueque o comercio de las almas, en el sentido que dio a esta palabra aduanera el francés Valéry.

Cuando ustedes, con nuestro idioma a flor de pecho, vayan a nuestros pueblos, allá les pagaremos las marchas forzadas de los cursos de español con la moneda de la cordialidad rápida y de la lealtad. Juntos hablaremos de nuestros problemas, juntos corregiremos los feos errores del pasado, como quien enmienda planas de cuaderno escolar...

En cuanto al volumen del idioma español, no es nada angosto ni leve; el alumno siente, como el bañista de río, que se ha metido en un torrente. La riqueza del castellano es realmente la de una catarata. Mucho creció la corriente verbal por el vaciadero de las generaciones y allí está ahora despeñada sobre un muchacho californiano que la recibe, cegado de resplandor y aturdido de la música vertical.

Las demás aventuras se quedan chiquitas al lado de ésta; son nómadas. Aquí es el trance de volverse niño y aventurar el amor propio, aceptando el balbucear, el caer de bruces a cada rato y el oír las risotadas del corro. Y el reído ha de reír con la clase entera y no enojarse como los vanidosos. (En esto ayuda el buen humor americano, linda virtud).

A ustedes, californianos, no se les ocurre que van a perder la batalla. Como el niño, vais aprendiendo sin saber cuánto, y pudiendo, y alcanzando. Pocas cosas se parecen más a una infancia que el aprendizaje de lenguas, y nada hay tan lindo como el trance de parar en seco la adultez, de hacer una pausa en ella y echar a correr por el espacio liso de la puerilidad, del deletreo y el pinino.

Y aquí también es lo del querer para alcanzar: lo de la bravura y el denuedo americano. La lucha con la lengua arisca y repechada vale por una batalla.

Porque cada lengua extraña es la Walkiria que está a unos pasos del que la codicia, pero la muy

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linajuda vive rodeada de un cintajo de fuego que pone miedo, aunque no mate a nadie... El corajudo salta y su audacia lo salva.

Entre gestas del alma, la de adquirir lenguas contrastadas me parece maravillosa. Precisamente a causa de que por ella no corre la sangre, sólo el femidillo del esfuerzo, y no se oye chirrido de sables sino a lo más un crujidito de dientes apretados... Y el ganar resulta un negocio fantástico del alma y vale por la toma de un latifundio sin horizonte...

Aprender una lengua se parece también a cualquier desembarco, al azoro de Colón o de Vasco de Gama. Primero es el penetrar en luz y aire nuevos y recibir el alud de mil criaturas inéditas que se vienen encima de golpe, y nos apabullan con su muchedumbre. Vamos y venimos dentro de la lengua novedosa, cayendo y levantando; nos parecemos al marinero mareado. Los sentidos pueden aquí y no pueden más allá. El sonido y el ritmo nuevos nos intrigan de un lado y de otro nos disgustan. Avanzamos en un zigzag de simpatías y de antipatías. Lo antipático es lo diferente, y nada más; la costumbre es una vieja remolona que detesta lo nuevo sólo por ser forastero.

El americano joven está dotado de una linda flexibilidad para esta empresa, y no carga las herrumbres reumáticas del americano colonial Ustedes, en cuanto a pueblo futurista no ponen mal gesto a los paisajes espirituales exóticos y les sonríen como a camaradas. Estas liberalidades, estas anchuras del ojo y del entendimiento, me parecen virtudes magníficas para el nuevo "pionerismo" que viene con las Naciones Unidas y que es preciso preparar. La misión universal de los Estados Unidos representa para cada uno de ustedes una obligación rotunda y urgente. Hay que volverse válido para esta nueva Caballería que son los cursos de lenguas extranjeras, y esta preparación es de inteligencia, de ética escolar y de arrojo juvenil.

En mis veinticuatro años de vida errante, yo supe siempre que nadie iba a enseñarme la verdad acerca de las tierras que recorría, sino su tradición y su costumbre presentes, es decir, sus libros, y la vida al aire libre, o sea cierta familiaridad con los muertos y los vivos de cada región. Lo que sé de Francia me vino de esos dos lados opuestos; lo que hizo mi pasión por Italia, fue eso mismo.

Léanse sus libros españoles y sudamericanos, como quien quiere salimos al encuentro. Lo mejor y lo peor de nosotros allí está. Estas marcas digitales, llamadas lenguas, son más verídicas que las otras de los pasaportes, en cuanto a confusión de las razas.

Al revés de casi todas las aventuras, que son cosa resonante y gesticular, la odisea verbal sólo se desarrolla en una sala de clase; ella comienza en silenciosa y larguísima recepción y pasa después al turno dulce del preguntar y el responder. En el aula de lenguas todo se resuelve, de aparte del maestro, en ir vaciando, con la fineza del pasador de diamantes, el emporio enorme del vocabulario y de aparte del discípulo todo consiste en un alerta casi divino de las facultades, y en esa fidelidad a la cual llamamos vulgarmente 'atención".

Pasados los primeros fosos y empalizadas filudas de la lectura extranjera, viene algo que llamaría la Doctora de Avila "unas grandes suavidades y maravillamientos". Porque una vez molida y tragada, con esófago pantagruélico, la res abierta del Vocabulario se inicia la excursión regustada y lenta por el reino ajeno, cuando la frontera está ya quemada, abierta, libre. Entonces van llegando los yantares, ya no gruesos ni agrios sino delicadísimos; es el ala del faisán español: el arribo a los místicos, honra de la cristiandad universal, el reír con Lope y Quevedo y el aguzar el entendimiento con Gracián y Góngora.

Bien pagados quedarán ustedes de sus jadeos, lo mismo que los marineros de las Carabelas, y ya bien hallados pasarán a la Antilla de las palmas, al Anáhuac del maíz y al Chile de la vid.

Algo quiero deciros sobre los americanismos. Tuve que hablar una noche en la Sorbona, e hice una confesión desnuda de mi criollismo verbal. Comencé declarando sin vergüenza alguna que no soy ni una purista ni una pura, sino persona impurísima en cuanto toca al idioma. De haber sido purista, jamás entendiese en Chile ni en doce países criollos la conversaduría de un peón de riego, de un vendedor, de un marinero y de cien oficios más. Con lengua tosca, verrugosa, callosa, con lengua manchada de aceites industriales, de barro limpio y barro pútrido, habla el treinta por ciento a lo

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menos de cada pueblo hispano-americano y de cualquiera del mundo. Eso es la lengua más viva que se oye, sea del lado provenzal, sea del siciliano, sea del taraumara, sea del chilote, sea del indio amazónico. (Además,-ustedes no van a quedarse sin el Martín Fierro y sin los folklores español y criollo).

Otra manera no hay -estoy bien segura- de adentrarse en los pueblos sino con la punción lograda por la aguja del idioma. Hablo de la lengua domada y rematada. Antes de llegar al hueso del verbo extraño, no se ha ganado cosa que valga: el fruto sigue colgado en su árbol... La faena es tocar fondo como el buzo y subir de allí cargado del tesoro.

Aparte de la virtud política y cristiana que trae el aprendizaje de las lenguas latinas, éstas avivan las facultades, inyectan ciertas clorofilas particularísimas y acarrean minerales misteriosos que circularán por el organismo del alma, llevando consigo la fertilización de todo un Nilo moral.

La inundación oral y auditiva, el sumírsenos el habla propia por meses o años, pone a veces temor.

Parece que cuanto era nuestro se nos va, y no es cierto. Aunque por momentos creamos que la lengua intrusa nos ocupa la casa, la propia no se ha movido. Sólo ocurre que tendremos en adelante, como los ricos, dos casas de vivir, tres o siete moradas, al igual de la Santa, por donde andar agradeciendo las anchuras que nos ceden Dios y la inteligencia, la cultura más la Gracia.

Texto inédito leído en la Universidad de California