raúl garrobo robles. licenciado en filosofía por la universidad

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Eikasia. Revista de Filosofía, año III, 17 (marzo 2008). http://www.revistadefilosofia.org 127 El druida, el rey y la soberanía sagrada Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés a través del espejo de la primera Grecia Raúl Garrobo Robles Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid Diplomado en Estudios Avanzados en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid PREFACIO A lo largo de las siguientes páginas es nuestro propósito presentar al lector las líneas centrales del antiguo pensamiento céltico irlandés. Como tendremos oportunidad de apreciar en este estudio, la búsqueda de un pensamiento abstracto entre estas gentes a la manera de la filosofía griega inaugurada estrictamente por Platón y Aristóteles es enteramente descabellada, pues hasta la llegada del Cristianismo a la isla allá por el siglo V los irlandeses no cedieron su intelecto a las letras, las cuales, con el tiempo y durante algunos siglos, hubieron de alzarlos durante la Edad Media a la cima del pensamiento teorético occidental. Prueba de que los celtas insulares llegaron a alcanzar las más altas esferas del debate filosófico y teológico de la época son las figuras centrales de Pelagio (finales del siglo IV y principios del V) y Escoto Erígena (siglo IX). Sin embargo, con anterioridad a estos nombres, los cuales no sin dificultad pueden ser localizados en los manuales de filosofía medieval, los celtas irlandeses, ubicados en una profunda concepción oral en cuanto a la transmisión y perpetuación de sus tradiciones, no alcanzaron a pensar su entorno y su propia posición en él a la manera como las sociedades alfabetizadas suelen hacerlo, esto es, bajo criterios lógicos y científicos. En su lugar, dirigida por el binomio inequívocamente indoeuropeo rey- druida, la antigua sociedad irlandesa desplegó sus inquietudes intelectuales en los mitos. Su pensamiento, en tal caso, debe ser reconocido como mítico, mas no por ello hemos de infravalorarlo ni juzgarlo como pobre e insuficiente, pues en los mitos viene a recogerse la ideología de la sociedad que hubo de crearlos, sus valores e ideales, y en definitiva, su ser y su estructura mismos.

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Page 1: Raúl Garrobo Robles. Licenciado en Filosofía por la Universidad

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El druida, el rey y la soberanía sagrada Aspectos míticos del antiguo pensamiento céltico irlandés

a través del espejo de la primera Grecia

Raúl Garrobo Robles

Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid Diplomado en Estudios Avanzados en Filosofía por la Universidad Autónoma de

Madrid

PREFACIO

A lo largo de las siguientes páginas es nuestro propósito presentar al lector las

líneas centrales del antiguo pensamiento céltico irlandés. Como tendremos oportunidad

de apreciar en este estudio, la búsqueda de un pensamiento abstracto entre estas gentes a

la manera de la filosofía griega inaugurada estrictamente por Platón y Aristóteles es

enteramente descabellada, pues hasta la llegada del Cristianismo a la isla allá por el

siglo V los irlandeses no cedieron su intelecto a las letras, las cuales, con el tiempo y

durante algunos siglos, hubieron de alzarlos durante la Edad Media a la cima del

pensamiento teorético occidental. Prueba de que los celtas insulares llegaron a alcanzar

las más altas esferas del debate filosófico y teológico de la época son las figuras

centrales de Pelagio (finales del siglo IV y principios del V) y Escoto Erígena (siglo

IX). Sin embargo, con anterioridad a estos nombres, los cuales no sin dificultad pueden

ser localizados en los manuales de filosofía medieval, los celtas irlandeses, ubicados en

una profunda concepción oral en cuanto a la transmisión y perpetuación de sus

tradiciones, no alcanzaron a pensar su entorno y su propia posición en él a la manera

como las sociedades alfabetizadas suelen hacerlo, esto es, bajo criterios lógicos y

científicos. En su lugar, dirigida por el binomio inequívocamente indoeuropeo rey-

druida, la antigua sociedad irlandesa desplegó sus inquietudes intelectuales en los mitos.

Su pensamiento, en tal caso, debe ser reconocido como mítico, mas no por ello hemos

de infravalorarlo ni juzgarlo como pobre e insuficiente, pues en los mitos viene a

recogerse la ideología de la sociedad que hubo de crearlos, sus valores e ideales, y en

definitiva, su ser y su estructura mismos.

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En tanto que paradigma y guía de nuestras reflexiones, en el primero de los tres

capítulos que conforman el presente estudio habremos de servirnos de la dialéctica que

puede ser localizada en la Antigua Grecia entre sabiduría y filosofía, pues sólo así,

reflejado en el espejo que proporciona este reconocido escenario, podremos alcanzar a

vislumbrar el verdadero alcance del antiguo pensamiento céltico irlandés. No menos

indispensable, en el segundo capítulo nos detendremos brevemente en el comentario del

devenir histórico de los celtas irlandeses, así como en el examen del estatuto y las

posibilidades de su literatura de tradición oral. Mientras que, por su parte, en el tercero y

último desplegaremos el análisis de las principales estructuras y categorías que

configuran los cimientos de su pensamiento mítico.

Como es obvio, un estudio de estas características no puede llevarse a cabo

dejando a un lado los recursos que la historia, la arqueología o la lingüística pueden

ofrecernos, sin olvidar, cómo no, las aportaciones de la antropología o la mitología

comparada. Como consecuencia, a lo largo de estas páginas habremos de manejar un

tipo determinado de procedimientos, así como gran número de datos que, en principio,

hemos de considerar ajenos a la filosofía, pero sin los cuales todo examen del

pensamiento de los pueblos iletrados, como es el caso de los celtas irlandeses, resultaría

irrealizable. Por otro lado, inevitable es admitirlo, los materiales que ponen a nuestro

alcance tanto las ciencias históricas como la lingüística, la antropología o la mitología

comparada se encuentran sensiblemente dispersos, lo que en muchos casos dificulta

sobremanera el acceso a una visión de conjunto, rigurosa e interdisciplinal. Por todo

ello, el terreno por el que habremos de desenvolvernos se encuentra hasta tal punto

intrincado que, aquellos que desean transitarlo, como es nuestro caso, corren el riesgo

de perderse, bien en la espesura, bien en uno solo de sus muchos recodos. Habida cuenta

de esta circunstancia, no podemos dejar de mencionar aquí nuestro sincero deseo de

mostrarnos receptivos ante las críticas y sugerencias que el lector quiera hacernos llegar.

Ahora bien, debido principalmente a la propia naturaleza del presente trabajo, el

cual no puede eludir el estudio de la antigua sabiduría en sus relaciones con la primera

filosofía (motivo éste por el que llega a abarcar escenarios tan distantes y dispares como

son la Antigua Grecia, Mesopotamia o Irlanda), somos conscientes de que no todos los

lectores se sentirán satisfechos con el resultado de nuestros esfuerzos. Pues, en efecto,

quien acuda a estas páginas exclusivamente bajo el reclamo del druidismo y la

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mitología céltica habrá de sentirse tan confundido y perplejo en su descontento como

aquel que pretenda descubrir bajo estas mismas líneas algo así como la Metafísica o El

ser y el tiempo de los antiguos irlandeses. Por ello, ante esta circunstancia, es nuestro

deseo advertir al lector de antemano.

En otro orden de cosas, a lo largo del presente estudio nos hemos permitido

transcribir algunas palabras en griego, latín o irlandés, ya bien en el corpus de nuestro

texto, ya en las citas, donde aparecen siempre entre corchetes. Con ello, en ningún caso

hemos pretendido hacer alarde de nuestros conocimientos en relación a estas lenguas.

Por lo contrario, si hemos decidido incluir tales términos se debe principalmente a dos

motivos: el rigor científico y, sobre todo, su capacidad para evocar un campo semántico

que en la mayoría de los casos no alcanza a cubrir la traducción.

Asimismo, por lo que se refiere a las notas a pie de página, hemos preferido

anotar siempre la referencia bibliográfica completa. Esta decisión se encuentra

justificada por nuestro deseo de facilitar al lector, de una manera rápida y cómoda, el

acceso a la obra en cuestión sin necesidad de tener que interrumpir la lectura para acudir

a la bibliografía que aparece incorporada al final del trabajo.

Por último, cabe mostrar aquí nuestro agradecimiento a Tomás Pollán e Ignacio

Vento, ambos profesores de la Universidad Autónoma de Madrid, quienes, desde que

nos conocemos, no han dudado nunca en poner a nuestra disposición sus amplios

conocimientos. Asimismo, es también nuestro deseo agradecer al profesor Charles

Doherty del Colegio Universitario de Dublín la ayuda inestimable que hubo de prestar

al autor de estas páginas durante su estancia en Irlanda. Por supuesto, sea cual fuere el

resultado final de este estudio, ninguno de estos amigos debe ser responsabilizado de lo

errores que en él hallamos podido cometer.

Gracias también, cómo no, a vosotros, Cristina y Sergio.

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–Capítulo I–

La antigua sabiduría a través del espejo de la primera Grecia

Con anterioridad a la aparición del pensamiento filosófico hubo un tiempo en el

que la sabiduría de las gentes que poblaron el continente europeo se articulaba en torno

a la palabra asertórica, no discutida, que afluía en determinados individuos desde el

trasfondo sagrado de la realidad cotidiana. Aunque apenas conocemos nada de ellos en

este respecto, tal parece haber sido el saber característico de los celtas continentales,

uno de los pueblos más importantes que ocuparon el interior de Europa durante su

protohistoria. Esta afirmación viene a sostenerse sobre los informes que tanto la

lingüística como la arqueología aportaron en su día al estudio de nuestro pasado, los

cuales, confirmando muchos de los aspectos apuntados por las fuentes grecorromanas,

concluyeron la existencia de una identidad céltica que se constata ya durante la Primera

Edad del Hierro y que encontró su apogeo expansivo en los siglos –IV y –III. Desde

aquel día en el que la lingüística y la arqueología abrieron las puertas de la

investigación, el escenario céltico irlandés (el mejor conocido de todos), no ha dejado

de arrojar luz sobre los aspectos más oscuros del pasado céltico continental, a saber,

aquellos que hacen referencia a la cultura y al espíritu. Pues la gran baza del patrimonio

irlandés, más allá de la excepcional pervivencia de lo céltico sobre la isla, es su antigua

literatura de raíces paganas, inexistente en el continente, la cual, como afirma Venceslas

Kruta, se utiliza «para hacer prudentes comparaciones e interpolaciones que han

producido ya algunos resultados interesantes, sobre todo en el terreno de lo religioso»1.

Por eso, cuanto pueda ser dicho a propósito de la sabiduría y el pensamiento de los

celtas continentales dependerá siempre, en última instancia, de la lectura que hagamos

de las fuentes escritas irlandesas.

La importancia que conlleva comprender perfectamente el papel que juega esta

literatura a la hora de permitirnos el acceso a las estructuras culturales y espirituales de

la Irlanda pagana es fundamental para el desarrollo de nuestro análisis sobre el antiguo

pensamiento céltico irlandés. Sin embargo, no diremos más de ella por el momento,

pues esta cuestión será tratada más ampliamente y con mayor detalle en el segundo

1 Kruta, V., Los celtas, Edaf, 2002, p. 31.

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capítulo de este estudio. En este primer capítulo son muchas todavía las cuestiones que

hemos de atender a propósito de la sabiduría y el pensamiento mítico y religioso de los

grupos humanos que ocuparon Europa durante la Antigüedad, de entre los cuales

destacan tanto los pobladores de la Irlanda pagana como las gentes que formaron la

Primera Grecia2. Pues no sólo hablaremos durante estas primeras páginas de irlandeses,

sino principalmente de griegos, entre los que habremos de localizar el paradigma que

nos servirá de base para el posterior análisis del pensamiento céltico irlandés. Además,

lo que viene a constituir uno de los objetivos de este primer capítulo, a través del

modelo griego intentaremos establecer un vínculo formal entre la sabiduría de la

Primera Grecia y la de la Irlanda pagana, de tal suerte que, al quedar situados a la

misma altura que los sabios y maestros de verdad griegos, los integrantes de la clase

intelectual druídica puedan quedar libres de todas aquellas acusaciones que los sitúan en

la misma órbita que los charlatanes y farsantes. Así pues, debido a su utilidad, será

Grecia el punto de partida de este viaje en pos de los antiguos sabios y maestros de

verdad del continente europeo. Un viaje que nos conducirá, en última instancia, hasta el

extremo más occidental del antiguo mundo conocido.

–1–

MAESTROS DE VERDAD

Con anterioridad al así llamado milagro griego, los antiguos pobladores de la

región hoy conocida como Grecia dispusieron de mecanismos complejos a través de los

cuales lograron entrar en contacto con el trasfondo de la realidad cotidiana. De hecho,

percibir una fractura metafísica en la realidad no dependió únicamente de la filosofía.

Antes de que los filósofos emplearan sus capacidades para concretar la verdad

(a)lh/ qeia), determinados individuos de la Grecia Oscura y Arcaica tuvieron acceso a

ese trasfondo sagrado desde el cual brotaban unos conocimientos excepcionales y, por

lo tanto, una sabiduría que era reconocida como tal por el resto de la comunidad.

Adivinos, poetas y aquellos soberanos de justicia que aún conservaban parte de las

2 Empleamos aquí y en lo sucesivo la expresión “Primera Grecia” para hacer referencia a la Época Oscura y a la Arcaica. No debe, por lo tanto, confundirse con el Período Micénico, el cual será citado como tal.

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funciones religiosas que detentara el gobernante micénico fueron los maestros de la

palabra sagrada revelada y, por lo mismo, de la verdad. Pues, en efecto, si la filosofía

griega tuvo como objetivo desde su mismo nacimiento el esclarecimiento de la verdad,

ésta fue en primer lugar palabra sagrada vinculada a las personas del adivino, el poeta y

el soberano de justicia.3

Debido a su utilidad para el análisis del antiguo pensamiento céltico irlandés, en

estas primeras páginas tenemos intención de hacer un breve repaso de las características

más significativas atribuidas al pensamiento religioso y mítico de los maestros de

verdad que proliferaron durante la Primera Grecia. No pretendemos ser exhaustivos.

Nos bastará con traer a estas líneas aquellos ejemplos que consideramos

paradigmáticos.4 Sin embargo, antes de empezar a hablar directamente de adivinos,

poetas y soberanos, todos ellos maestros de verdad y, por lo mismo, portavoces de un

tipo concreto de palabra que brota desde lo que aquí llamaremos el trasfondo sagrado de

la realidad, parece lógico detenernos también brevemente en el análisis de lo sagrado

como realidad última que se deja sentir desde su ocultamiento y que subyace a todo

decir verdadero.

En la Antigua Grecia, si algo tuvieron en común el adivino, el poeta y el

soberano de justicia, entre ellos mismos y también respecto a los primeros sabios y

filósofos, no fue sino su relación con el fondo sagrado y misterioso de la realidad

última. Ahora bien, la manera en que esta realidad ha sido aprehendida por cada pueblo

en cada momento de su historia no ha sido siempre la misma. En el mundo griego

antiguo, el cual no supuso ninguna excepción a este proceso, la realidad última adoptó

distintos rostros que llegaron a rivalizar entre sí por la ortodoxia de su apariencia. Aun

así, su referencia originaria y genuina, lo sagrado, nunca llegó a desaparecer del todo, ni

siquiera cuando la filosofía, encabezada por Platón, pretendió desplazar a los

tradicionales maestros de verdad.

Según se constata en la obra de María Zambrano El hombre y lo divino, lo

sagrado, situándonos en un plano antropológico universal, es «la presencia inexorable

3 Sobre esta cuestión resulta imprescindible la lectura de la obra de Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004. 4 Por ello, como complemento para el lector que desee profundizar más en cada caso, incluiremos a pie de página, como en este caso, aquellos comentarios y referencias bibliográficas que, a nuestro juicio, vienen a ampliar información sobre los puntos tratados en el corpus de nuestro texto.

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de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible»5,

«es una irradiación de la vida que emana de un fondo de misterio; es la realidad oculta,

escondida»6. Igualmente, según hubo de sentirlo el hombre originario, lo sagrado puede

ser concretado como «lo divino no revelado aún», «ese algo que más tarde, después de

un largo y fatigoso trabajo, se llamarán dioses»7. Ahora bien, si atendemos a las

palabras de la ilustre pensadora malagueña, especialmente a las referencias a los dioses

y a la realidad oculta, no nos será difícil localizar en la primera de éstas la manifestación

religiosa y mito-poética de lo sagrado, a saber, lo divino, cuya imagen se convirtió en la

primera materialización conceptual construida sobre la presencia sentida de lo sagrado.

En cuanto a la realidad oculta, fue la filosofía la que pasó a hacerse cargo directamente

de ella al tomar el desocultamiento de lo sagrado como desocultamiento de lo real, esto

es, del ente (to\ o)/ n), de lo verdadero (t o\ a)lhqh/ j). Por eso «el origen de la filosofía

se hunde en esa lucha que tiene lugar dentro todavía de lo sagrado y frente a ello»8. Sin

ir más lejos, en los fragmentos que conservamos de Heráclito y Parménides se puede

apreciar la pervivencia de las maneras propias del pensamiento oracular y poético de los

antiguos maestros de verdad. Así pues, no debe extrañarnos el carácter excéntrico (al

racionalismo filosófico, se entiende) de buena parte de los pensadores presocráticos; lo

que viene a mostrarnos lo cerca de los tradicionales maestros de la palabra sagrada que

llegaron a encontrarse los precursores inmediatos de la filosofía. Ahora bien, más allá

de las formas que caracterizan el surgimiento del pensamiento filosófico, lo que nos

interesa en este momento de la exposición es el hecho de que hubo un tiempo en el que

el adivino, el poeta y el soberano de justicia detentaron el poder de la palabra verdadera

que, con el advenimiento de la filosofía, reclamaría para sí el filósofo.

En el segundo apartado de este capítulo analizaremos el proceso según el cual el

filósofo, encarnado en Platón, llegó a solicitar para sí la exclusividad de la palabra

certera que habría de situarlo, de acuerdo con sus expectativas, por encima del resto de

los ciudadanos haciéndole asumir las más altas responsabilidades políticas de la ciudad.

Sin embargo, antes de entrar en estos asuntos, parece evidente detenernos en la figura de

los antiguos maestros de verdad que aparecen en los textos griegos más arcaicos, donde

5 Zambrano, M., El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1993, p. 31. 6 Zambrano, M., El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1993, p. 33. 7 Zambrano, M., El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1993, p. 28. 8 Zambrano, M., El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1993, p. 66.

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el pensamiento filosófico que hubo de propiciar el surgimiento de la pólis, como es

lógico, no está presente, al menos como tal. Con ello no sólo intentaremos hacer más

comprensible el empeño de la filosofía por desplazar a estos maestros tradicionales de la

palabra, sino que, sobre todo, a partir de las figuras griegas del adivino, el poeta y el

soberano de justicia, fijaremos tres de las funciones más importantes de los antiguos

maestros de verdad, a saber, la adivinación profética, el mantenimiento de la memoria

colectiva de la tribu y la manifestación ante ésta última de la existencia indispensable de

la soberanía sagrada. Funciones que, como veremos, reaparecerán en el mundo céltico

irlandés, aunque, eso sí, bajo modificaciones que corresponden a su funcionamiento en

otra época y en otro escenario. En tal caso, aún nos queda por ver de qué manera se

presentaron en la Antigua Grecia estos maestros de verdad ante las gentes que como tal

les reconocieron. ¿En qué consistía su maestría? ¿Cuál fue su sabiduría?

Por lo que se refiere al adivino, no cabe duda de que fue considerado durante la

Primera Grecia maestro de verdad. Ya fuera a través de la inducción de presagios o por

mediación de las visiones, sabemos que su palabra ofrecía al resto de la comunidad el

conocimiento de la voluntad divina que, por lo general, era trascendente al común de los

mortales. Respaldado por la divinidad, Apolo en este caso, la cual le había otorgado su

don, el adivino era capaz de acceder al plano religioso de lo sagrado donde se tejían los

destinos y, por lo tanto, podía descifrar e incluso ver los designios ocultos en la maraña

del presente, retroceder hasta el pasado o anticipar el futuro. El poeta de la Ilíada nos

describe con suficiente detalle las capacidades de uno de estos maestros de verdad, a

quien hemos de tomar como arquetipo de aquellos adivinos que operaban a través de la

inducción de presagios. Se trata del Testórida Calcante:

«de los agoreros [oi¹wn opo/ lwn] con mucho el mejor, que conocía [vÃdh] lo que es, lo que iba a ser y lo que había sido, y había guiado a los aqueos con sus naves hasta Ilio gracias a la adivinación [ma ntos u/ nhn] que le había procurado Febo Apolo»9.

De hecho, como muestra de su proceder inductivo, en el canto II de este mismo

poema se da a conocer uno de sus vaticinios, según el cual los aqueos habrían de penar

9 Homero, Ilíada, I, 69-72; traducción de Crespo Güemes, E., Gredos, Madrid, 1996, p. 105.

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durante no menos de nueve años frente a las puertas de Troya antes de lograr tomarla.

Es Odiseo quien describe la situación ante la asamblea de los aqueos:

«“Parece que fue ayer o anteayer cuando las naves de los aqueos se unieron en Áulide para traer la ruina de Príamo y los troyanos, y nosotros estábamos alrededor del manantial [k r h/ nhn] en sacros altares sacrificando en honor de los inmortales cumplidas hecatombes bajo un bello plátano [pla ta ni/ s t%] de donde fluía cristalina agua. Entonces apareció un gran portento: una serpiente de lomo rojo intenso, pavorosa, que seguro que el Olímpico en persona sacó a la luz, y que emergió de debajo del altar y se lanzó al plátano. Allí había unos polluelos de gorrión recién nacidos, tiernas criaturas sobre la cimera rama, acurrucados de terror bajo las hojas: eran ocho, y la novena era la madre que había tenido a los hijos. Entonces aquélla los fue devorando entre sus gorjeos lastimeros, y a la madre, que revoloteaba alrededor de sus hijos llena de pena, con sus anillos la prendió del ala mientras piaba alrededor. Tras devorar a los hijos del gorrión y a la propia madre, la hizo muy conspicua el dios que la había hecho aparecer; pues la convirtió en piedra el taimado hijo de Crono. Y nosotros, quietos de pie, admirábamos el suceso. Tan graves prodigios interrumpieron las hecatombes de los dioses. Calcante entonces tomó la palabra y pronunció este vaticinio [qeopr op e/ wn]:

`¿Por qué os quedáis suspensos, aqueos, de melenuda cabellera? El providente Zeus nos ha mostrado este elevado portento, tardío en llegar y en cumplirse, cuya gloria nunca perecerá. Igual que ésa ha devorado a los hijos del gorrión y a la madre, los ocho, y la novena era la madre que había tenido a los hijos, también nosotros combatiremos allí el mismo número de años y al décimo tomaremos la ciudad, de anchas calles´. Eso es lo que aquél proclamó, y todo se está cumpliendo ahora”»10.

Reconocemos que se trata ésta de una cita quizá demasiado extensa, por lo que

bien hubiéramos podido acortarla o resolverla mediante una explicación preliminar de la

naturaleza del portento. Si hemos decidido incluirla en su totalidad, esto es, tal y como

la hemos presentado, se debe a que en ella se nos ofrecen algunas de las claves de

acceso a los mecanismos de funcionamiento del pensamiento prefilosófico; claves que

habrán de reaparecer, aunque mucho más activas, en las narraciones irlandesas. Se trata

de la disposición que debe adoptar el escenario donde se ha de propiciar el contacto con

lo sagrado, a saber, la presencia de «sacros altares» en las cercanías de un manantial «de

donde fluía cristalina agua» «bajo un bello plátano». De hecho, más allá de la

10 Homero, Ilíada, II, 303-330; traducción de Crespo Güemes, E., Gredos, Madrid, 1996, pp. 132-133.

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pertinencia de este pasaje, resulta innegable la existencia de cierta dependencia por

parte de los grupos humanos que poblaron el continente europeo durante la Antigüedad

respecto de las aguas que fluían desde la Madre Tierra y el árbol que enterraba sus

raíces en ella, nutriéndose. No es esto, por lo tanto, nada nuevo. Ni es gratuito, a nuestro

juicio, que sea en torno a este escenario donde se produce el portento que Zeus envía a

los aqueos. Portento desde el cual Calcante, maestro de verdad, extrae su conocimiento

y aporta su palabra verdadera.

Somos conscientes de que la aparición de las aguas y el árbol en el antiguo

poema de la guerra de Troya puede ser considerada por algunos lectores como algo

perfectamente circunstancial que responde, en última instancia, a su utilidad narrativa.

Sin embargo, nada más lejos de la realidad, pues, repitámoslo, su presencia desempeña

un papel fundamental dentro de los procesos afines al pensamiento prefilosófico

indoeuropeo, ya sea éste céltico o griego. En efecto, no debemos olvidar que el lento

proceso de formación de la Primera Grecia se efectuó sobre los sustratos poblacionales

micénico y dorio, entre otros, los cuales, a pesar de involucrarse en el entorno

mediterráneo, nunca llegaron a desprenderse completamente de su identidad

indoeuropea. Sea como fuere, de figurar estos mismos elementos en alguno de los

relatos irlandeses no dudaríamos en llamarlos aguas y árbol sagrados, mostrando así su

función simbólica dentro del pensamiento céltico. Esta afirmación, como tendremos

oportunidad de demostrar, se encuentra en estrecha relación con la existencia entre los

habitantes de la Irlanda pagana de una clase intelectual sólida que llegó a operar sobre

buena parte de los asuntos de la comunidad tribal, fijando el culto y los ritos de acuerdo

al dictamen de su sabiduría druídica; una clase intelectual centralizada que no llegó a

poseer la Primera Grecia, no al menos a la manera céltica, y cuya inexistencia sobre el

escenario panhelénico bien pudo influir en el proceso de desintegración de

determinados aspectos cultuales y rituales de la herencia indoeuropea. Ahora bien, si

tratáramos más a fondo esta cuestión nos alejaríamos demasiado de la línea argumental

que para este primer capítulo nos hemos fijado.11 Dicho esto, por lo tanto, podemos

retomar sin más el análisis que sobre la figura del adivino veníamos realizando.

11 Además, un análisis riguroso de la vigencia de las estructuras indoeuropeas entre los habitantes de la Primera Grecia requeriría un tratamiento que, por límite de espacio, no podemos desarrollar aquí. Habremos, pues, de dejarlo pendiente para posteriores estudios e, incluso, invitamos a quienes así lo

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Tal como aparece descrito en la cita que introdujimos más arriba, el arquetipo de

adivino que representa Calcante era capaz de acceder al trasfondo sagrado de la realidad

donde se tejían los destinos. Para ello, según nos confirma el poeta de la Ilíada,

Calcante se servía del don de la inducción que Apolo le había otorgado con el fin de que

pudiera leer correctamente los presagios dispuestos ante él. Para la mentalidad de las

gentes de la Primera Grecia, los presagios pertenecían al plano trascendente de lo

sagrado, pues, a la manera de fenotipos, no eran sino la impronta de las fuerzas

subyacentes que los producían. Así pues, era leyendo estos presagios, esto es,

interpretándolos, como el adivino accedía a la voluntad de los dioses y revelaba su

verdad. Bajo este paradigma, por lo tanto, el adivino (ma/ ntij) era realmente un

intérprete (pr ofh/ thj).

En el proceso ritual de adivinación que se llevaba a cabo en Delfos también

debía participar uno de estos intérpretes, no ya mítico, como Calcante, sino de carne y

hueso. Así lo expresa Heráclito cuando considera que:

«el señor, cuyo templo adivinatorio [ma nteiÍo/ n] es el que está en Delfos, ni dice [ou Ãte le/ gei] ni oculta [ouÃte k r u/ ptei], sino que da señales [a)lla\ s hma i¿ nei]»12,

de lo que se desprende que el intérprete era el encargado de aprehender y desvelar estas

señales, contenidas en las palabras de la Pitia, la cual había caído previamente en un

estado extático que hacía de ella el vehículo de expresión de la voluntad divina. Pues, en

efecto, la Pitia venía a estar “entusiasmada”, esto es, poseída por el dios (e)/ nqeoj),

“endemoniada” si se quiere. Ahora bien, más allá de la disposición psicológica de

aquélla, el ritual previo a esta posesión, al menos según es descrito por Eric R. Dodds en

Los griegos y lo irracional, es bastante significativo. Este ritual no conducía

fisiológicamente al éxtasis, pero, no cabe duda, propiciaba la autosugestión de la Pitia.

Ésta, escribe aquél, «se bañaba, probablemente, en la fuente Castalia, y quizá bebía de

deseen a seguir los trabajos iniciados por Georges Dumézil y Émile Benveniste en este campo y aplicarlos a las formas del pensamiento prefilosófico de la Primera Grecia; terreno éste que, por otro lado, no se encuentra yermo en lo que a estudios precedentes se refiere. 12 Heráclito, fg. 93 DK; traducción de García Calvo, A., Razón común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito, Lucina, Madrid, 1985, p. 114.

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un manantial sagrado». Asimismo, «establecía contacto con el dios mediante su árbol

sagrado, el laurel», sosteniendo en su mano una rama de dicho árbol.13 En este ritual,

por lo tanto, encontramos de nuevo la presencia de las aguas y el árbol que

anteriormente localizáramos en el escenario descrito en el canto II de la Ilíada. Además,

en esta ocasión es Dodds, y no sólo nosotros, quien les atribuye carácter sagrado. Por

ello, después de todo, parece posible establecer un paralelo entre las antiguas creencias

de las gentes que ocuparon la Europa continental, tal es el caso de los celtas, y aquellas

otras que dieron origen al milagro griego.14

Regresando al análisis de la figura y funciones de la Pitia, debemos tener claro

que aunque ésta no estaba en condiciones de dar cuenta del significado de sus propias

palabras, era a ella a quien se tenía realmente como portavoz de la voluntad

trascendente, siendo el intérprete uno más entre sus asistentes. Según esto, en los

oráculos de Apolo, y no sólo en el de Delfos, era la Pitia quien asumía las funciones del

maestro de verdad que representara Calcante en la Ilíada, con la salvedad de que ella

misma, afectada por el trance, estaba incapacitada para desvelar sus propias palabras.

Hasta el momento hemos venido hablando de dos tipos bien diferenciados de

adivinos maestros de verdad: aquellos que operaban a través de la adivinación

inductiva, de quienes es arquetipo Calcante, y aquellos otros, como la Pitia, que

entraban en contacto con el trasfondo sagrado de la realidad por mediación de la

adivinación extática. Ahora bien, en adición a éstos, la Primera Grecia conoció un tercer

tipo de adivinación: la videncia. En este caso, el paradigma que ilustra las capacidades

de estos videntes ha de ser localizado en la Odisea, donde Teoclímeno ofrece a los

pretendientes de Penélope la visión del destino que les aguarda:

«“¡Desgraciados! ¿Qué mal os aflige? Sumidos en noche vuestros rostros están, las cabezas, las mismas rodillas; el sollozo os abrasa, las caras se os

13 Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, p. 79. 14 Ahora bien, nada más lejos de nuestra intención que suponer aquí cierto parentesco, pues únicamente hablamos de semejanza. Por ahora nuestro proceder se limita a llamar la atención sobre la presencia de las aguas y el árbol sagrados en ambas tradiciones, pues actuando así introducimos un antecedente que nos será muy útil a la hora de tratar estos mismos aspectos en el escenario irlandés. Sin embargo, la posibilidad de que estos elementos tengan en la Antigua Grecia (como creemos que también sucede en la Irlanda pagana) la misma relación con la legitimación simbólica de la palabra certera es una cuestión que no podemos eludir y que, por lo tanto, habrá de ser tratada en este estudio. De momento, la dejamos a un lado, aunque habremos de retomarla más adelante.

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cubren de llanto; las paredes chorrean de sangre, las vigas hermosas; el vestíbulo llenan y pueblan el patio fantasmas que a las sombras se lanzan del Érebo; el sol en el cielo se ha eclipsado, una niebla funesta recúbrelo todo”»15.

Y unos versos más abajo:

«“ojos tengo y oídos y tengo dos pies bien servibles y una mente [no/ oj] por dentro cabal y sin tacha. Con ellos a la calle me iré, porque veo [noe/w] el desastre que viene sobre todos vosotros; ninguno podrá desviarlo ni rehuirlo entre tanto galán como en casa de Ulises el divino insultáis a los hombres tramando maldades”»16.

Sobre este pasaje, así como sobre este tipo concreto de arte adivinatoria que

opera a través de las visiones, Dodds ha señalado su similitud «con el simbolismo de la

visión céltica» y ha afirmando que «parece demasiado próximo para ser considerado

accidental»17. Si tal similitud es cierta, a lo largo de este estudio dispondremos de

sobradas oportunidades para demostrarlo; si accidental, no entraremos en ello, al menos

de momento. Para nosotros es suficiente con saber que estos videntes se encuentran en

la línea de la adivinación por inducción y la adivinación extática; es decir, su don, el de

Teoclímeno, es tan divino como el de Calcante o la Pitia, siendo su palabra igualmente

verdadera. De hecho, algunos autores18 han señalado el parecido existente entre el modo

de operar de estos videntes y el de la inspiración poética, donde, como veremos en

breve, la palabra certera dependía en última instancia de la gracia otorgada por las

Musas. Sin embargo, y a pesar de esta similitud, durante la Primera Grecia las

competencias del vidente y del poeta fueron irreconciliables, lo que no sucedió

necesariamente entre los celtas irlandeses. Pero no anticipemos esta cuestión.

Dejando a un lado a los adivinos, cabe ahora introducirnos en la figura del

segundo de los tres tipos de maestros de verdad cuyo examen nos hemos propuesto

15 Homero, Odisea, XX, 351-357; traducción de Pabón, J. M., Gredos, Madrid, 1998, p. 432. 16 Homero, Odisea, XX, 365-370; traducción de Pabón, J. M., Gredos, Madrid, 1998, pp. 432-433. 17 Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, nota 38 al capítulo 3, p. 91; ver también pp. 76-77. 18 Tal es el caso de Nilsson, M. P., Geschichte der griechischen Religion, I 154; citado por Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, nota 38 al capítulo 3, p. 91.

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llevar a cabo en este apartado. Esta figura no es otra que la formada por los poetas, a

quienes debemos considerar como los encargados de mantener la memoria ancestral de

la comunidad. Mas no debemos entender ésta como una memoria convencional, esto es,

como una memoria histórica que busca reconstruir el pasado desde una perspectiva

temporal, sino como una memoria sagrada, en tanto que la palabra que brota de ella

viene a incidir tanto en el ordenamiento de la comunidad (la cual se reafirma a sí misma

en torno a sus tradiciones ancestrales y sagradas) como en el del cosmos (cuya armonía

habría de favorecer). La palabra del poeta, por lo tanto, debe entenderse ante todo como

palabra sagrada y verdadera. Los muchos ejemplos que pueden ser localizados en la

literatura de la Primera Grecia así lo muestran, como ocurre, por ejemplo, cuando

Odiseo se dirige al poeta de los feacios:

«“¡Oh Demódoco! Téngote en más que a ningún otro hombre, ya te haya enseñado [e)d i¿ d ac e)] la Musa nacida de Zeus o ya Apolo, pues cantas tan bien lo ocurrido a los dánaos, sus trabajos, sus penas, su largo afanar, cual si hubieras encontrádote allí o escuchado a un testigo”»19.

Ahora bien, en los versos que acabamos de citar no queda expresado claramente

cuál es el origen del don que disfruta Demódoco, pues Odiseo no es capaz de identificar

con certeza la fuente de los conocimientos del aedo y duda entre Apolo y las Musas. Sin

embargo, a pesar de ello, en términos generales no cabe duda de que en Grecia la

inspiración poética se atribuía a las Musas, quienes, a la manera de la visión que Apolo

otorgaba a los adivinos, conocían:

«el presente, el pasado y el porvenir»20.

Y de ahí la confusión que el poeta de la Odisea pone en boca de su protagonista.

No obstante, y para ser precisos, Odiseo no menciona exactamente a las Musas, sino a

la Musa, de la cual dice que es hija de Zeus. Y, en efecto, según Hesíodo, de la unión

entre el dios supremo y la titánica hermana de Cronos y Océano, Mnemósyne, nacieron

19 Homero, Odisea, VIII, 487-491; traducción de Pabón, J. M., Gredos, Madrid, 1998, p. 222. 20 Hesíodo, Teogonía, 38.

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las nueve Musas conocidas como Clío, Euterpe, Talía, Melpómene, Terpsícore, Erato,

Polimnia, Urania y Calíope.21 Mas no parece quedar claro si todas éstas son las

encargadas de inspirar el canto de los poetas o tan sólo una de ellas. De hecho, hemos

constatado que mientras que en la Ilíada se alude por norma general al conjunto de las

Musas en relación a la inspiración poética, en la Odisea, por su parte, es la Musa, en

singular, la que toma el lugar de todo el grupo.22 Si esta Musa no es otra que Calíope o

cualquiera de sus hermanas, no lo podemos afirmar con certeza. Además, como apunta

Jean-Pierre Vernant, más bien podría tratarse de Mnemósyne, la «madre de las Musas

cuyo coro dirige y con las cuales, a veces, se confunde»23, la cual desempeña un papel

tanto o más importante que el de sus hijas dentro del pensamiento religioso de la

Primera Grecia en lo que concierne a la memoria y la palabra verdaderas del poeta.24

Pues, en efecto, Mnemósyne no es sino la diosa de la memoria, cuya sacralización,

dentro de una sociedad oral como lo fue la griega entre los siglos –XII y –VIII, no debe

extrañarnos. En tal caso, en una sociedad como ésta, parece incuestionable que la

omnisciencia poética provenía en última instancia de la potencia religiosa fundada en

Mnemósyne, mientras que sus hijas, las Musas, se limitaban a los diversos aspectos de

la palabra cantada. De ahí que el poeta acudiera a estas últimas, pero especialmente a su

madre, Mnemósyne (la Memoria), para acceder directamente, a través de una visión

personal como la del adivino, a los acontecimientos por él evocados, los cuales, en

última instancia, no dejaban de ser revelaciones verdaderas.

Más allá de su posición como maestros de verdad, e incluso más allá de su tarea

de celebrar tanto a los dioses inmortales como las hazañas de los hombres, gracias a

Eric A. Havelock25 sabemos que los poetas hubieron de desempeñar otra función no

menos importante que la anteriormente citada, a saber, la de constituirse en auténticas

“enciclopedias” ambulantes de la paideía griega primitiva (aquella inmediatamente

21 Hesíodo, Teogonía, 53-55 y 75-80. 22 Homero, Ilíada, II, 484 y 594. Odisea, I, 1; VIII, 63, 73, 481 y 488. 23 Vernant, J-P., “Aspectos míticos de la memoria y del tiempo”; en Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Ariel, Barcelona, 2001, p. 91. 24 Sobre la potencia religiosa de la Memoria en la Antigua Grecia y el papel determinante de Mnemósyne dentro del pensamiento mítico, léase a Detienne, M., “La memoria del poeta”; en Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004, pp. 55-76. Así como a Vernant, J-P., “Aspectos míticos de la memoria y del tiempo”; en Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Ariel, Barcelona, 2001, pp. 89-134. 25 Remitimos al lector a dos de sus obras más conocidas, ambas traducidas al castellano. La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona, 1996; y Prefacio a Platón, Antonio Machado Libros, Madrid, 2002.

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anterior al desarrollo y fortalecimiento de la pólis y de la escritura). En este sentido,

además de centrarse en el entretenimiento del auditorio, la poesía debió ser durante la

Primera Grecia una herramienta didáctica al servicio de la tradición. Es decir, justificada

su existencia dentro de una cultura oral, debió cumplir las funciones de recoger,

describir y transmitir los modelos de comportamiento tanto sociales como personales a

los que se atenía la comunidad y desde los cuales ésta reforzaba su cohesión. Según

esto, poemas como la Ilíada y la Odisea pueden y deben entenderse a la manera de

auténticos compendios culturales donde se daba constancia, entre otras realidades, del

trasfondo religioso del pensamiento de la época. En sus versos, en tal caso, las

actividades en torno a la verdad de la palabra desarrolladas por figuras míticas como

Calcante o Demódoco no se incluían de manera gratuita, es decir, no respondían en

último término a lo que nosotros llamamos el genio del artista, sino al deseo consciente

de reflejar la realidad de lo que se tenía comúnmente por sabiduría de origen divino.

Ahora bien, siendo la palabra de los poetas la materialización de una potencia

religiosa, es muy probable que sus funciones, lejos de detenerse en el entretenimiento

del auditorio y en el cometido de perpetuar la memoria de la comunidad, estuvieran

relacionadas en sus orígenes con algún tipo de ocupación litúrgica ligada al plano

religioso de lo sagrado. Así debió de ocurrir, al menos, entre los pobladores de la Grecia

Micénica, donde, como nos recuerda Marcel Detienne, «es posible que el poeta haya

tenido la función de celebrante, de acólito de la soberanía, encargado de colaborar en la

ordenación del mundo»26. Más aún, este mismo aspecto de la recitación poética como

palabra eficaz capaz de operar sobre el ordenamiento del cosmos puede ser localizado

también en Oriente Próximo, por lo que algunos autores han creído posible establecer

un vínculo entre las religiones mesopotámica, micénica y griega. Pues, ¿por qué no

habría el pueblo que conformó la Primera Grecia, a pesar de su reconocida herencia

indoeuropea, hundir su pasado en ciertas tradiciones del Mediterráneo e incluso del

Oriente Próximo? Veamos, por lo tanto, que puede decirnos sobre estas cuestiones el

estudio de las creencias minoico-micénica y mesopotámica.

Para empezar, sabemos que los habitantes que poblaron la región comprendida

entre los ríos Tigris y Eufrates conferían gran importancia a los cambios estacionales,

26 Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004, pp. 75-76.

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los cuales, al contrario de lo que sucedía en Egipto, eran completamente imprevisibles y

en ocasiones conllevaban auténticas catástrofes. De ahí que, cada año nuevo, durante el

período que abría el ciclo anual y que, por lo tanto, se creía que determinaba la

prosperidad de la región durante los siguientes meses, se llevara a cabo un festival

religioso propiciatorio27 en el que el cuarto día se recitaba, debido al poder eficaz de su

lectura, el poema de la creación conocido como Enuma elish, donde se narraba el

ordenamiento del mundo al principio de los tiempos y la victoria de los dioses sobre las

fuerzas del caos que amenazaban con la regresión. El objetivo de estas composiciones

era el de operar e interceder, a través de su recitado litúrgico, en el trasfondo sagrado de

la realidad que determinaba la armonía del cosmos y de la sociedad humana integrada

en él. Hasta qué punto los textos de las tablillas podían actuar sobre los asuntos

humanos aparece expresado directamente en los últimos versos de algunas de estas

creaciones poético-religiosas. Tal es el caso de la composición conocida como Poema

de Erra, donde el autor, inmediatamente antes de finalizar su obra, viene a expresar el

poder eficaz del poema, el cual, entre otros beneficios, era capaz de preservar del mal a

aquellos que guardaran una copia en su hogar:

«En la casa donde esta tablilla está depositada, aunque Erra se enoje y los Sibitti perpetren la muerte, la espada de la destrucción no se le acercará y se le garantizará la paz»28.

Por su parte, en el ya citado Enuma elish, antes de concluir la última tablilla,

parece afirmarse que al recitar el poema no sólo se conseguía preservar la memoria del

dios, sino que, con ello, también se promovía la prosperidad del reino.29

En un medio tan profundamente religioso como lo fue el formado por los

distintos Estados mesopotámicos, donde el poder institucional de las comunidades

sacerdotales vinculadas a los templos se extendía sobre el resto de la población, tenemos

27 Un análisis pormenorizado de la estructura interna de este festival, así como de su significado cósmico, ha sido realizado por Frankfort, H., “El festival del año nuevo”; en Reyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente Próximo en la Antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Alianza, Madrid, 2001, pp. 333-352. 28 El poema de Erra, tablilla V, 57; traducción de Jiménez Zamudio, R., Ediciones Clásicas, Madrid, 1999, p. 102. 29 Enuma elish. Poema babilónico de la creación, tablilla VII, 145-150; traducción de Lara Peinado, F., Trotta, Madrid, 1994, p. 89.

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suficientes motivos para creer que este tipo de obras poético-religiosas fueron

compuestas y redactadas por el propio sacerdocio. Si esto fue así, y no hay razones para

dudar de ello, estamos en mejor disposición para entender por qué el sacerdote

cualificado para la composición poética llegó a creer que las palabras que afluían a su

mente respondían en última instancia a la revelación que la divinidad le hacía llegar.

Estando al servicio tanto de los dioses como de la sociedad humana, esto es, sabiéndose

intermediarios del proceso que integraba la naturaleza y la sociedad, parece lógico que

estos sacerdotes creyeran que era la propia divinidad quien se ponía en contacto con

ellos para revelarles su voluntad, inaccesible al común de los mortales. Así lo expresa,

al menos, el que se dice autor del Poema de Erra, el cual debió ser muy probablemente

un sacerdote vinculado al templo del dios Marduk o bien al del propio Erra:

«En el transcurso de la noche (un dios / Ishum) le hizo la revelación (y) cuando en la mañana lo recitó, nada omitió. Ni una sola línea añadió de más»30.

Cabe destacar, por lo tanto, las similitudes entre la inspiración poética que

aparece en este último texto y la de los maestros de verdad griegos. Pues, en efecto, a

pesar de que en el escenario mesopotámico la divinidad se ponía en contacto con el

poeta a través del sueño que traía la noche, en ambos casos la verdad les era revelada

directamente desde el plano trascendente de lo sagrado; es decir, tanto en Grecia como

en Mesopotamia se trataba de una revelación. Si esta semejanza, en concreto, se debe a

la existencia de una vía de conexión entre ambos escenarios es algo que no podemos

asegurar. No porque tal vía no existiera, que no es el caso, sino porque los datos de que

disponemos son insuficientes para apoyar dicha afirmación. Aun así, la existencia de

contactos entre el Cercano Oriente y el entorno minoico-micénico es suficientemente

conocida, lo que ha llevado a algunos autores a suponer la presencia entre los micenios

de un grupo de poetas-sacerdotes que dispondrían básicamente de las mismas funciones

religiosas que sus homólogos mesopotamios. Así sucede, por ejemplo, con Marcel

Detienne, quien considera «posible trasladar a la civilización micénica los caracteres

30 El poema de Erra, tablilla V, 43-44; traducción de Jiménez Zamudio, R., Ediciones Clásicas, Madrid, 1999, p. 100.

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tradicionales de la poesía religiosa [mesopotámica] y, en primer lugar, el tipo de palabra

mágico-religiosa fundada en la memoria»31.

Sabemos que en torno al siglo –XV la civilización micénica llegó a dominar la

isla de Creta hasta el punto de asumir las redes de comunicación que aquélla había

establecido con el Mediterráneo Oriental y el Próximo Oriente. De hecho, es muy

posible que a través de estos contactos los micenios adoptaran parte de la cultura y

maneras orientales. Tal es el caso de la existencia entre ellos de la escritura silábica

conocida como lineal B, la cual no había sido inventada para transcribir el griego

micénico. Sin embargo, mucho más significativa que esta escritura es la presencia entre

los micenios de una figura real, el wa-na-ka (ánax, según la posterior transcripción

griega), el cual posiblemente asumía sobre sí las funciones de la soberanía sagrada a la

manera de los gobernantes mesopotámicos. Por todo ello, aunque fundamentalmente

por la existencia durante la Primera Grecia de una composición como la Teogonía de

Hesíodo, nos inclinamos a pensar, junto con Detienne, que en el escenario micénico, al

igual que en Mesopotamia, también debieron de celebrarse rituales propiciatorios en los

que el rey y sus oficiantes hubieron de ocupar un lugar preponderante dentro de la

liturgia y en los que se recitarían los mitos de aparición y ordenamiento tanto del

cosmos como de los dioses. Según esto, el poema de Hesíodo sería el último testigo de

una tradición cultural que se remontaría en última instancia a las primeras

composiciones cosmo-teogónicas sumerias.32 De hecho, desde que Francis M. Cornford

dedicara la segunda parte de su obra inconclusa Principium sapientiae33 al estudio de la

cosmogonía filosófica griega, así como a los orígenes de ésta en el pensamiento mítico-

religioso precedente, las similitudes que pueden ser establecidas entre el Enuma elish y

la Teogonía de Hesíodo no han pasado desapercibidas. Sin embargo, entre ambas

composiciones existe una diferencia sustancial, no ya temática o de contenido, sino

funcional; una diferencia que se encuentra justificada por el colapso del mundo

micénico en torno al siglo –XII, momento éste en el que se rompen los lazos que

suponemos habían llevado a los minecios a adoptar el sistema según el cual el soberano

31 Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004, nota 41 al capítulo 2, p. 65. 32 Léase en este respecto a Vernant, J-P., “Cosmogonías y mitos de soberanía”; en Los orígenes del pensamiento griego, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 115-131. 33 Cornford, F. M., “La cosmogonía filosófica y sus orígenes en el mito y el ritual”; en Principium sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico griego, Visor, Madrid, 1987, pp. 191-306.

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y sus oficiantes asumían el equilibrio del cosmos. A efectos de nuestra exposición, las

causas de este colapso son irrelevantes, mas no sus consecuencias, pues el hundimiento

del mundo micénico inaugura en Grecia el período conocido como Época Oscura. Es en

este período donde va a aparecer por primera vez la figura del poeta tal y como nosotros

la conocemos. Sin embargo, algo había cambiado respecto a sus antecesores micénicos,

pues, aunque en la Primera Grecia todavía conservaba éste sus funciones religiosas,

entre las que ya hemos citado el trato con la divinidad y el estatuto de su palabra, el

poeta de la Época Oscura era ya incapaz de obrar como funcionario de la desaparecida

soberanía sagrada y, por lo mismo, era incapaz de interceder en el ordenamiento del

cosmos. Tal es el caso de Homero, el cual se desentiende de estos aspectos para

centrarse en la narración de las hazañas famosas de los hombres; las únicas que

considera dignas de ser rescatadas del olvido (lh/ qh) a través de la verdad (a)lh/ qeia)

de su palabra. Tan sólo Hesíodo, ya en el Período Arcaico, parece afrontar en la

Teogonía la composición poética de un mito sobre la aparición de la soberanía y el

establecimiento del orden cósmico, pero, a pesar de ello, el poema carece del estatuto

religioso necesario para perpetuar dicho orden, pues, aunque aún es palabra verdadera,

no es ya palabra eficaz.

Dejamos aquí, por el momento, el análisis de la figura de los poetas como

maestros de verdad y funcionarios sociales. De sus homólogos irlandeses (homólogos,

al menos, en cuanto a la extensión de sus funciones), habremos de hablar extensamente

en los capítulos segundo y tercero del presente estudio. Lo dicho hasta ahora es

suficiente para hacernos comprender el papel de los poetas dentro de las sociedades

antiguas; un papel que les llevó a convertirse en piezas clave para la integración de la

sociedad en la naturaleza, y ello gracias a su trato privilegiado con el plano trascendente

de lo sagrado. Como veremos en breve, la figura griega del soberano que todavía

incorpora en su persona funciones religiosas, al igual que sucediera con el poeta, puede

resultarnos más comprensible a través de la vía de acceso al Próximo Oriente que el

dominio de la isla de Creta abrió a los micenios. Pues si los poetas-sacerdotes micénicos

hubieron de jugar un papel preponderante en el mantenimiento de la soberanía sagrada

que aseguraba el equilibrio del cosmos y de lo humano integrado en él, es muy posible

que el wa-na-ka, en tanto que delegado de los dioses, asumiera a través de su

comportamiento la responsabilidad última sobre la prosperidad del reino. En cualquier

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caso, antes de hablar de las competencias del rey en el escenario griego-micénico,

parece lógico detenernos en primer lugar en el paradigma que nos ofrece el Próximo

Oriente.

La figura del gobernante en los distintos Estados mesopotámicos nos es bien

conocida.34 Gracias a las tablillas desenterradas por los arqueólogos sabemos algunos de

los términos usados por los habitantes de estas ciudades-Estado para referirse a sus

soberanos. Uno de los más frecuentes, ensi, nos parece sumamente revelador, pues la

primera de sus dos sílabas, en, era empleada a su vez para designar al sumo sacerdote de

un templo.35 Este dato debe ayudarnos a comprender las funciones del gobernante

mesopotámico, a saber, una combinación de poder personal y servidumbre, pues éste no

se limitaba únicamente a administrar el reino, sino que lo hacía en tanto que ejecutor de

los designios divinos, lo que le convertía en un rey-sacerdote.

Son varios los casos que podemos citar como ejemplo de la función religiosa del

soberano. Ya hemos aludido en este estudio al festival del año nuevo, donde se llevaban

a cabo varias representaciones rituales por parte de la comunidad a través de las cuales

se propiciaba la renovación de la naturaleza que traía consigo la estación de las lluvias.

Pues bien, en estas representaciones el señor de la ciudad asumía un papel determinante.

Tal es el caso del ritual del matrimonio sagrado, el cual es especialmente relevante para

el desarrollo de este estudio, pues el gobernante, participando en él, hacía posible que la

tierra volviera a florecer tras la sequía provocada por la ausencia de lluvias. Por lo

demás, en este ritual se representaba la unión entre la Gran diosa, a quien hemos de

considerar como la Madre Tierra, y el dios de la fertilidad, el cual había sido encerrado

en la montaña-infierno y se esperaba su regreso; es decir, que había muerto, pero debía

renacer. Durante el ritual la comunidad llevaba a cabo la resurrección del dios de la

misma manera como la diosa, en el mito, lo había hecho; esto es, se representaba el

descenso a las profundidades de la montaña donde yacía el dios y allí se le asistía. Una

vez liberado, el siguiente paso en el proceso ritual de la representación era el

matrimonio entre el dios y la diosa, su unión carnal, la cual implicaba la prosperidad del

reino a través de la restauración de la fertilidad de los campos y del ganado.

34 Véase la segunda parte, dedicada a la monarquía mesopotámica, de la obra de Frankfort, H., Reyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente Próximo en la Antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Alianza, Madrid, 2001, pp. 235-352. 35 Roux, G., Mesopotamia. Historia política, económica y cultural, Akal, Madrid, 1990, p. 149.

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Por lo que se refiere a la diosa, aunque desconocemos quién era la persona que

adoptaba su figura, es muy posible que se tratara de una sacerdotisa del templo. Por su

parte, el papel del dios sólo podía ser asumido por el propio soberano de la ciudad, el

cual, en tanto que representante de la comunidad, se fusionaba con aquél haciendo

posible el despertar de la naturaleza. El gobernante, por lo tanto, era exaltado por

encima de cualquier otro mortal hasta el punto de alcanzar el privilegio de unirse con la

Gran diosa, pues, a pesar de tratarse de una representación, el contacto entre ambos no

era puesto en duda. «Uno de los principios lógicos del pensamiento creador de mitos»,

escribe Thorkild Jacobsen, «es el de que la analogía y la identidad acaban por fundirse;

“ser semejante” llega a confundirse con “ser”. Por lo tanto, actuando como, o

representando el papel de una fuerza de la naturaleza o de un dios, el hombre podía

revestirse ritualmente de estos poderes, identificándose con los dioses; y, una vez

identificado de este modo, puede hacer que esas fuerzas actúen de acuerdo con sus

deseos»36. Por ello, al fusionarse con el dios, el gobernante hacía ver a su pueblo que él

tomaba parte por ellos ante los dioses, pues tan sólo cumpliendo con sus obligaciones

religiosas podía hacer que su reino y su pueblo prosperaran. Es decir, si su

comportamiento había sido el correcto, si el soberano había administrado la ciudad y el

reino de acuerdo con la voluntad de los dioses, éstos terminarían por recompensar a la

comunidad. Y así, como vamos a ver a continuación, los aciertos del gobernante, sus

éxitos, eran debidos en último término a la voluntad de los dioses; lo que equivale a

decir que la justicia social mesopotámica, esto es, lo que a cada uno le correspondía por

su posición en el conjunto de los asuntos humanos, no era sino justicia cósmica.

Sabemos que en Mesopotamia el cosmos era tenido por un Estado dentro del

cual los distintos reinos humanos venían a incluirse. Como ha mostrado Jacobsen37, este

Estado cósmico estaba dirigido por la asamblea ejecutiva de los dioses, donde se había

dispuesto que cada uno de ellos debía asumir el control de una ciudad y ser su patrono.

Sin embargo, podía suceder que alguno de los dioses solicitara a la asamblea el control

temporal sobre el destino global de los asuntos humanos y que ésta aceptara delegar en

él su poder; lo que venía a implicar que la ciudad de la que el dios elegido era patrono

36 Jacobsen, T., “Mesopotamia”; en Frankfort, H. y H. A. / Wilson, J. A. / Jacobsen, T., El pensamiento prefilosófico. I. Egipto y Mesopotamia, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2003, p. 261. 37 Jacobsen, T., “Mesopotamia”; en Frankfort, H. y H. A. / Wilson, J. A. / Jacobsen, T., El pensamiento prefilosófico. I. Egipto y Mesopotamia, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2003, pp. 165-284.

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ejercería la supremacía sobre el resto de ciudades mesopotámicas. Por ello, cuando un

gobernante humano hacía prosperar a su ciudad, cuando lograba imponer el orden sobre

ella o cuando, trascendiendo las fronteras de ésta, se hacía con el control de otros

territorios, no era el propio gobernante el que triunfaba, sino el dios de la ciudad, el

cual, respaldado por la asamblea de los dioses, creía conveniente devolver a la

comunidad los servicios que ésta le había prestado. Bajo esta concepción, las decisiones

del gobernante podían poner en peligro el equilibrio del grupo humano, puesto que, a la

manera de una ordalía, el soberano debía penetrar la voluntad divina y salir victorioso;

es decir, escrutando lo oculto, debía vislumbrar la justicia cósmica, la única que al

aplicarse sobre los asuntos humanos no habría de causar daños a la sociedad.

Según ha constatado Henri Frankfort38, dos son los métodos a los que podía

recurrir el gobernante de una ciudad para ponerse en contacto con la divinidad. El

primero de ellos consistía en la interpretación de señales y agüeros de distinta

naturaleza, los cuales debían ser interpretados, no ya por el propio soberano, sino por

sus profetas-sacerdotes. Así, por ejemplo, «Nabonidus observó que la luna se oscurecía

cierto día», mientras que «Gudea se dio cuenta de que el Tigris no crecía en Lagash»39.

Como se puede apreciar, este tipo de interpretación de presagios se encuentra muy cerca

de la habilidad inductiva que Calcante exhibe en la Ilíada, sin embargo, al contrario de

lo que sucede en el escenario de la Primera Grecia, nada hay entre los adivinos

mesopotámicos que denote omnisciencia, pues, tras observar el cielo o las vísceras,

éstos se limitaban únicamente a comunicar al soberano la naturaleza favorable o

desfavorable de los presagios, guardando silencio en lo que habría de referirse a su

significado. Por lo que se refiere al segundo de los métodos a través de los cuales el

gobernante podía comunicarse con los dioses, en este caso era el propio soberano, y no

ya sus agoreros, quien accedía a la voluntad trascendente a través de los sueños que la

divinidad le hacía llegar. En cierto modo, se trata ésta de una forma arcaica y poco

desarrollada de lo que nosotros conocemos como sueño incubatorio, el cual, si

atendemos al mito del rey Minos y a la leyenda de Epiménides, muy posiblemente se

38 Frankfort, H., “Interpretación de lo sobrehumano”; en Reyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente Próximo en la Antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Alianza, Madrid, 2001, pp. 274-280. 39 Frankfort, H., “Interpretación de lo sobrehumano”; en Reyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente Próximo en la Antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Alianza, Madrid, 2001, p. 274.

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dio también en el entorno minóico-micénico. Como ya hemos dicho, no cabe duda de

que este tipo de sueño es incubatorio, aunque bajo una forma aún poco desarrollada en

comparación como se localizará más tarde en otras culturas y sociedades, entre ellas la

céltica. Por lo que se refiere a sus características, al contrario de lo que sucedía en la

revelación que el dios Ishum le hizo llegar en sueños al autor del Poema de Erra, donde

nada se decía acerca de si el poeta-sacerdote había propiciado él mismo la llegada del

sueño revelador, en el caso del soberano parece seguro que éste debía cumplir cierto

proceso ritual, el cual debía favorecer la aparición del sueño divinatorio. Según nos

muestran las tablillas, el gobernante debía acudir por la noche al templo y, una vez allí,

tras ofrecer sacrificios a los dioses y recitar sus plegarias, debía conciliar el sueño, a la

espera de recibir las visiones enviadas por la divinidad.40

Por lo tanto, no cabe duda de que el soberano mesopotámico se encontraba en

mejor disposición que cualquier otro miembro de la sociedad para acceder al plano de lo

sagrado donde se fijaban los destinos. ¿De qué otra manera puede interpretarse el sueño

incubatorio al que el propio gobernante se exponía sino como la muestra inequívoca de

su saber mántico? Por todo ello, su persona era la mejor indicada para extender la

justicia divina, esto es, la justicia cósmica, sobre los asuntos humanos. Ahora bien,

según ha defendido Marcel Detienne41, no parece descabellado atribuir estas mismas

características de la soberanía sagrada mesopotámica a aquella otra que se localiza en el

escenario micénico. De hecho, entre los ancestros griegos es muy posible que la figura

del wa-na-ka también gobernara la vida religiosa de la comunidad. «En apoyo de esta

hipótesis», escribe Jean-Pierre Vernant, «nótese que en Grecia se ha perpetuado, hasta

dentro del cuadro mismo de la ciudad, el recuerdo de una función religiosa de los reyes,

y que ese recuerdo ha sobrevivido bajo una forma mítica». «A la leyenda cretense de

Minos, que se somete cada nueve años en la caverna del Ida a la prueba que tiene que

renovar mediante un contacto directo con Zeus su poder real, responde en Esparta la

ordalía que cada nueve años imponen los éforos a sus dos reyes, escrutando el cielo en

el secreto de la noche, para leer en él si los soberanos no habrán cometido tal vez alguna

40 Jacobsen, T., “Mesopotamia”; en Frankfort, H. y H. A. / Wilson, J. A. / Jacobsen, T., El pensamiento prefilosófico. I. Egipto y Mesopotamia, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2003, pp. 248-249. Así como Frankfort, H., Reyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente Próximo en la Antigüedad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza, Alianza, Madrid, 2001, pp. 275 y 277. 41 Detienne, M., “El anciano del mar”; en Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004, pp. 77-101.

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falta que los descalifique para el ejercicio de la función real»42. De hecho, son varios los

casos documentados que, siguiendo a Marcel Detienne, podríamos citar aquí como

ejemplos de la pervivencia entre los griegos de la función divinatoria de la soberanía

sagrada. Es cierto que Detienne fundamenta sus reflexiones principalmente sobre la

figura del dios Nereo, a quien nombra como «vicario mítico del Rey de Justicia»43,

pero, más allá de estas figuras míticas, durante la Primera Grecia el vínculo que unía la

mántica con los soberanos de justicia de tipo micénico no puede ser puesto en

entredicho. Por todo ello, no debe extrañarnos que Detienne incluyera en su libro a estos

últimos entre los maestros de verdad.

Durante las últimas páginas hemos intentado mostrar al lector todas aquellas

cuestiones que nos han parecido pertinentes en relación a los distintos aspectos de la

sabiduría antigua que se encuentran ligados al empleo de la palabra certera, asertórica e

incuestionable, detentada por los maestros de verdad. Fue nuestro deseo al comienzo de

este primer capítulo el intentar ser breves, pues éstas son cuestiones perfectamente

conocidas entre los círculos académicos. Sin embargo, debido a las diversas

posibilidades que nos ofrece el estudio de los maestros de verdad a la hora de tratar

estas mismas cuestiones entre los celtas irlandeses, no hemos podido evitar extendernos

más de lo debido. Aun así, esperamos que el resultado haya sido satisfactorio. Cabe

ahora, por lo tanto, pasar al análisis del conflicto que enfrentó, ya desde Época Arcaica,

a la sabiduría tradicional con la nueva filosofía emergente; un conflicto que habrá de

servirnos para poner de manifiesto cuán cerca llegó a encontrarse el filósofo respecto de

los sabios y maestros de verdad que le antecedieron y con los que, codo con codo, llegó

incluso a convivir.

–2–

SABIDURÍA Y FILOSOFÍA

Como hemos podido apreciar en el apartado anterior, no cabe duda de que la

Primera Grecia dispuso en manos de sus adivinos, poetas y soberanos de justicia buena

42 Vernant, J-P., Los orígenes del pensamiento griego, Paidós, Barcelona, 1998, p. 41. 43 Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004, p. 99.

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parte del conocimiento de lo sagrado que hizo de ellos auténticos maestros de verdad.

Ahora bien, conforme las condiciones que dieron lugar al nacimiento de la filosofía

fueron configurándose, condiciones que han de localizarse en torno al surgimiento de la

escritura44 y de la vida pública que propiciaría la pólis45, el estatuto originario de estos

adivinos, poetas y soberanos de justicia, hasta entonces portavoces de la palabra

sagrada, se vio reducido lo suficiente como para ser desplazados de su posición

privilegiada. Este desplazamiento parece coincidir con el intento por parte del nuevo

saber filosófico de asimilar las competencias de los tradicionales maestros de verdad.

Bajo esta perspectiva, estos últimos hubieron de sufrir el ataque de la filosofía,

personificada principalmente en la figura del más grande y ambicioso de todos los

filósofos griegos, el ateniense Platón.

En este segundo apartado, por lo tanto, examinaremos las condiciones a través

de las cuales un nuevo tipo de pensamiento, más abstracto y con pretensiones de

objetividad, intentó abrirse camino durante la Antigüedad a expensas de deslegitimar la

sabiduría tradicional. Es cierto que este proceso se inicia ya con los presocráticos, sin

embargo preferimos comenzar la exposición de estas cuestiones a partir del giro

gnoseológico iniciado por el filósofo ateniense. Aun así, no ya únicamente los

pensadores presocráticos, sino incluso el propio Platón, tanto en sus maneras de

proceder como en varios aspectos de sus planteamientos, se encuentran inmersos en la

misma tradición que vienen a criticar y de la que pretenden separarse. Entendemos que

a estas alturas de la exposición no es necesario extenderse sobre la importancia que para

este estudio representa la familiaridad entre ambos tipos de pensamiento, a saber, el

mítico-religioso y el filosófico, pues sólo admitiéndola podrá entenderse la actividad de

la clase intelectual irlandesa (la de los druidas), como “filosofía”. En todo caso, esta

44 Sobre el papel determinante de los signos escritos (g ra /mm at a) en el nacimiento de la filosofía griega, véase la obra de Ronchi, R., La verdad en el espejo. Los presocráticos y el alba de la filosofía, Akal, Madrid, 1996. Asimismo, también puede acudirse a Havelock, E. A., “La teoría especial de la escritura griega”; en La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona, 1996, pp.135-156. 45 Para un análisis de los orígenes del pensamiento racional dentro del nuevo marco que posibilita la aparición de la ciudad, léase la obra de Vernant, J-P., Los orígenes del pensamiento griego, Paidós, Barcelona, 1998. Los antecedentes de este proceso han sido comentados por Detienne, M., “El proceso de secularización”; en Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Sextopiso, México D. F., 2004, pp. 137-163, donde se examinan determinadas instituciones arcaicas, como son los juegos funerarios, el reparto del botín o las asambleas deliberativas, todas ellas vinculadas al grupo cerrado de los guerreros, las cuales incorporan en su funcionamiento y composición estructural los antecedentes del empleo público y dialógico de la palabra que habría de florecer en la pólis.

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cuestión será desarrollada con más detalle en el tercer capítulo de este estudio, por lo

que no conviene anticiparla antes de haber asentado todas las piezas que habrán de

conducirnos a ella. Así pues, podemos comenzar sin más dilación con el análisis de la

crítica platónica efectuada sobre los tradicionales maestros de verdad.

Por lo que se refiere a los adivinos, según se desprende de la lectura de

determinados pasajes del Timeo, el interés de Platón por la mántica se centra en mostrar

la naturaleza diferencial que, según él, existe entre las funciones del vidente que cae en

el éxtasis adivinatorio y el intérprete de los oráculos:

«No es tarea del que cae en trance o aún está en él juzgar lo que se le apareció o lo que él mismo dijo. [...] Por ello, ciertamente, la costumbre colocó por encima de las adivinas inspiradas [e)nqe/ oij ma ntei/ a ij] al gremio de los intérpretes [pr ofhtw=n ge/ noj], como jueces. A éstos algunos los llaman adivinos [ma/ nteij], por que ignoran absolutamente que son intérpretes [u (pok r ita i/] de lo que ha sido dicho de manera enigmática y de las visiones, pero para nada adivinos [ma/ nteij], sino que su denominación sería, con absoluta justicia, intérprete [pr ofh=ta i]»46.

De hecho, de acuerdo con la teoría platónica de las tres partes del alma, teoría

imprescindible en el pensamiento del filósofo ateniense, la divinidad asignó el arte

adivinatoria (ma ntik h/) a la parte irracional del alma, esto es, a la insensatez

(a)fr os u / nh) humana.47 Por ello, al intentar desvelar la verdad de las visiones y de las

palabras enigmáticas que el componente irracional del adivino saca a flote, el intérprete,

según Platón, accede a la sabiduría sagrada a través de su propio intelecto:

«corresponde al prudente [e)/ mfr onoj] entender, cuando se recuerda, lo que dijo en sueños o en vigilia la naturaleza adivinatoria [e)nqou s ia s tikh=j fu / s ewj]»48.

¿Y quién mejor que el “amante de la sabiduría”, aquel que está en su razón por

encima de todos los demás, para interpretar los oráculos y los presagios que afloran

46 Platón, Timeo, 72 a-b; traducción de Lisi, F., Gredos, Madrid, 1992, p. 233. 47 Platón, Timeo, 71 e. 48 Platón, Timeo, 71 e; traducción de Lisi, F., Gredos, Madrid, 1992, p. 233.

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desde el plano sagrado de la realidad? ¿Quién mejor que él para dar cuenta de los

designios que se sustraen a la naturaleza (fu /s ij)? Pues el filósofo, según Platón, es el

mejor capacitado para re-conocer la verdad.

Aun así, ya bien por convicción propia o por estratagema retórica, Platón no

niega en ningún momento la autenticidad de la locura (ma ni/ a) adivinatoria que Apolo

concede a sus sacerdotes y favoritos. Al contrario, llega incluso a magnificarla:

«los bienes mayores se nos originan por locura [ma ni¿ a j], otorgada ciertamente por divina donación [qei¿ # me/ ntoi d o/ s ei d id ome/ nhj]»49.

Por lo tanto, lo que Platón pone en entredicho no es el estatuto sagrado de la

mántica, sino la capacidad de los videntes y los profetas para interpretar correctamente

la verdad de lo revelado. Pues, ya se encuentre latente bajo el enigma del oráculo u

oculta tras los presagios que afloran en la naturaleza, la verdad, según Platón, no es

tanto lo dado en la revelación cómo la manera adecuada de aprehender eso mismo dado.

De ahí que la verdad sólo pueda estar en posesión de aquel que, habiendo escapado de

la caverna, ha contemplado lo más auténtico, lo sagrado, y regresa al mundo de las

sombras para reeducar a sus conciudadanos, no ya en la contemplación de la verdad,

sino en la verdadera contemplación.50 Por lo demás, la mención del regreso del cautivo

a la caverna en el símil de la República no es gratuita, pues no debemos olvidar que la

labor platónica, como se aprecia en su crítica a la poesía, es eminentemente una labor

re-educativa; es decir, pretende sustituir un modelo formativo basado en la palabra

asertórica e incuestionable de los adivinos, poetas y soberanos de justicia por otro donde

la verdad deja de ser revelación para entenderse como adecuación, esto es, como

concordancia del conocimiento con la cosa misma.

En efecto, durante la Primera Grecia la esencia del ser, equiparable ésta a lo más

sagrado, se encontraba generalmente encubierta y oculta. Tan sólo esporádicamente se

hacía accesible a los hombres, y ello, por lo común, gracias a la mediación de los

tradicionales maestros de la palabra, los cuales eran capaces de hacerla aflorar a través

49 Platón, Fedro, 244 a; traducción de Gil, L., Labor, Barcelona, 1994, p. 309. 50 Véase el símil de la caverna, en Platón, República, VII, 514 a–517 a.

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de la revelación. Como consecuencia, la verdad y lo revelado en el desencubrimiento

fueron tomados como una y la misma cosa: alétheia. En Platón, sin embargo, como ha

mostrado Martin Heidegger51, la doctrina de la verdad, al menos según aparece en la

República, no puede ya concebirse estrictamente como revelación, sino como

concordancia y adecuación (o(mo i/ ws ij), la cual, por lo demás, depende en última

instancia de la rectitud de la mirada (o)r qo/ thj)52. Pues, según parece admitir el de

Atenas, sólo mirando rectamente se puede reconocer en lo que aparece, esto es, en lo

aparente, el aparecer propio (eiåd oj) de aquello, la idéa, que permite que algo aparezca.

Mas, según es relatado en el símil de la caverna, aquel que aprende a dirigir su mirada

de esta manera, esto es, aquel que habiendo escapado de su prisión puede ya contemplar

las ideas adecuando a ellas lo observado, lejos de escapar definitivamente de su cárcel,

debe regresar a las profundidades del mundo de siluetas y sombras para convivir de

nuevo con los que allí se encuentran. Y una vez allí, antes de quedar inactivo, ¿no

intentaría hacer comprender a sus conciudadanos, incluso a riesgo de su propia vida,

que lo observado en la caverna no son sino sombras y que, por desconocimiento e

ignorancia, su concepción de la verdad se encuentra equivocada? ¿No intentaría el

auténtico amante de la sabiduría re-educar la mirada de sus compañeros de prisión?

Pues «quien deba y quiera obrar en un mundo dirigido por la “idea”», nos recuerda

Martin Heidegger, «necesita, ante todo, saber mirar-hacia-ideas [Ideenblicks]. Y en esto

consiste justamente la esencia de la pa id ei/ a: el hacer a los hombres libres y firmes

para mirar clara y constantemente la esencia [Wesensblickes]»53. Por ello, ¿cómo no

habría Platón de rechazar la labor educativa de los poetas?

Durante la historia antigua de Grecia, qué duda cabe, Homero fue considerado

como el educador de la población. En una cultura como la griega, sujeta a una tradición

oral donde la escritura, aunque conocida desde finales de la Época Oscura, no llegó a

imponerse hasta el período clásico, los poemas homéricos llegaron a constituirse en

51 Heidegger, M., “Platons Lehre von der Wahrheit”; en Gesamtausgabe. I. Abteilung: veröffentlichte Schriften 1914-1970. Band 9. Wegmarken, Vittorio Klostermann, Frankfurt, 1976 (trad. esp.: “Doctrina de la verdad según Platón”; en Doctrina de la verdad según Platón y Carta sobre el humanismo, Universidad de Chile, Santiago de Chile). 52 Platón, República, VII, 515 d. 53 Heidegger, M., “Platons Lehre von der Wahrheit” 135; en Gesamtausgabe. I. Abteilung: veröffentlichte Schriften 1914-1970. Band 9. Wegmarken, Vittorio Klostermann, Frankfurt, 1976, p. 229 (trad. esp.: “Doctrina de la verdad según Platón”; en Doctrina de la verdad según Platón y Carta sobre el humanismo, Universidad de Chile, Santiago de Chile, p. 145).

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auténticas piezas de sabiduría popular. De hecho, según ha mostrado Eric A. Havelock,

en los versos de Homero puede localizarse toda una «“gestión” general de la vida, tanto

en sus aspectos sociales como en los personales»54. Platón mismo, según lo expresa en

la República, era perfectamente consciente de ello:

«cuando topes, Glaucón, con panegiristas de Homero que digan que este poeta fue quien educó [pepa i¿ d euk en] a Grecia y que, en lo que se refiere al gobierno y dirección de los asuntos humanos, es digno de que se le coja y se le estudie y conforme a su poesía se instituya la propia vida, deberás besarlos y abrazarlos como a los mejores sujetos en su medida y reconocer también que Homero es el más poético y primero de los trágicos»55.

Sin embargo, inmediatamente después, Platón no duda en cerrar las puertas de la

ciudad a los poetas inspirados:

«pero has de saber igualmente [Glaucón] que, en lo relativo a poesía, no han de admitirse en la ciudad más que los himnos a los dioses y los encomios de los héroes. Y, si admites también la musa placentera en cantos o en poemas, reinarán en tu ciudad el placer y el dolor en vez de la ley y aquel razonamiento que en cada caso parezca mejor a la comunidad»56.

Pues, según el de Atenas, ¿cómo podría el poeta, desconociendo el auténtico

significado de la verdad, educar correctamente a sus conciudadanos y guiarlos hacia lo

mejor? Si la rectitud de la mirada intelectiva, esto es, el “saber mirar-hacia-ideas”, es lo

que permite al hombre conocer el modelo de vida que le permitirá salir de su prisión

escapando del ciclo de las encarnaciones57, ¿cómo podría el poeta, para quien la verdad

no es sino lo revelado por su palabra, tornar su ignorancia en sabiduría y estimular a

través de su canto el comportamiento ejemplar que Platón propone? Ésta, y no otra, es

la auténtica razón por la cual el filósofo ateniense se vio seriamente amenazado por los

poetas. Mas no sólo por ellos, sino por todos los maestros de verdad, pues estos, en su

54 Havelock, E. A., Prefacio a Platón, Antonio Machado Libros, Madrid, 2002, p. 86. 55 Platón, República, X, 606 e–607 a; traducción de Pabón, J. M. / Fernández Galiano M., Alianza, Madrid, 1998, p. 527. 56 Platón, República, X, 607 a; traducción de Pabón, J. M. / Fernández Galiano M., Alianza, Madrid, 1998, p. 528. 57 Platón, Fedro, 248 c–249 d.

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conjunto, discurrían por senderos opuestos a los de Platón y hacían peligrar su ideal

antropológico y político. Como consecuencia, el de Atenas no podía permitir que se

dejara en manos de los poetas la educación de los ciudadanos, y mucho menos aún

llegar a admitir en el gobierno de su ciudad a soberanos cuyos criterios y decisiones

fueran susceptibles de fundamentarse en la pseudo-sabiduría de la mántica. En su lugar,

era el filósofo quien debía gobernar, pues sólo éste podía dirigir al conjunto de los

ciudadanos por el recto camino de la verdad hacia la contemplación de lo más excelso.

En definitiva, diría Platón, ¿quién mejor para asumir esta tarea sino aquel cuya alma

intelectiva es capaz de recordar la llanura sagrada de la verdad (a)lh/ qeia) donde

otrora, antes de caer en la cárcel que es el cuerpo, cabalgara el auriga de su alma

inmortal58? Pues el verdadero filósofo es el que examina la memoria de su alma para, de

ese modo, a través del recuerdo (a)na/ mnh s ij), poder interpretar y reconocer

correctamente las formas sagradas e inmutables que subyacen a la apariencia.

Ahora bien, a pesar de los cambios introducidos por el filósofo ateniense en

torno a la manera adecuada de entender la verdad, no todos sus planteamientos implican

ruptura respecto de las concepciones tradicionales. Al contrario, una lectura atenta de

los diálogos de Platón puede constatar la presencia en ellos de diversas creencias y

reflexiones que el de Atenas incorpora a su pensamiento desde el abundante material

manejado por los sabios y poetas de las generaciones anteriores a la suya. Tal es el caso,

como vamos a ver a continuación, de la concepción platónica del alma, la cual se

encuentra estrechamente asociada a la de la anámnesis, de tal manera que una y otra se

complementan para conformar su teoría del conocimiento.

En efecto, según le comenta a Sócrates uno de sus interlocutores en el Fedón,

aquel que ha aprendido tanto a mirar como a expresarse rectamente, esto es, aquel que

ha aprendido la verdad que subyace a la apariencia, también ha de saber, como

consecuencia, que su alma no siempre dependió de su cuerpo:

«según ese argumento, Sócrates, que tu sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender [ma/qhs ij] no es sino recordar [a)na/ mnhs ij], resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas

58 Platón, Fedro, 246 a–249 d.

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esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de llegar a estar en esta figura humana»59.

Pues la memoria, no ya a la manera del poeta, sino reconvertida en anámnesis,

además de ser en Platón el instrumento que permite conocer la verdad, es igualmente la

que permite probar la inmortalidad del alma haciendo ver que su existencia es

independiente del cuerpo en el que se encuentra cautiva; doctrina ésta más antigua que

los diálogos platónicos y, muy posiblemente, lo que intentaremos hacer ver, ajena en

sus orígenes a Grecia.

Pasaremos ahora, sin más dilación, a examinar el alcance de los antecedentes

que sitúan a Platón más cerca de los tradicionales sabios y maestros de verdad de lo que

la filosofía académica, normalmente, está dispuesta a aceptar.

En efecto, la filosofía suele ser reacia a la hora de admitir la validez de todos

aquellos componentes exógenos que pueden ser localizados en los orígenes del

pensamiento griego.60 A lo sumo, sólo oriente ha sido atendido de manera esporádica a

la hora de localizar en él las piezas necesarias para completar el rompecabezas de los

orígenes del pensamiento filosófico. Tal es el caso, por ejemplo, del orfismo, el cual

parece ocupar un papel esencial en la nueva configuración que sobre la noción de alma

se desarrolló en Grecia a partir del siglo –VI y cuyo lugar de origen ha sido reconocido

normalmente en oriente; lo que podría ser puesto en duda. Mas, como han apuntado

Eric R. Dodds61 y Francis M. Cornford62, figuras como Pitágoras, Empédocles o el

propio Platón no pueden ser plenamente entendidas fuera de la órbita del pensamiento

prefilosófico procedente del continente euroasiático.

Respecto a Pitágoras, de todos es sabido que fue uno de los primeros en adoptar

la doctrina de la inmortalidad del alma y su reencarnación después de la muerte del

59 Platón, Fedón, 72 e–73 a; traducción de Gil, L., Labor, Barcelona, 1994, p. 166. 60 Reticencias de este tipo pueden ser apreciadas, por ejemplo, en la obra de Kirk, G. S. / Raven, J. E. / Schofield, M., Los filósofos presocráticos. Historia crítica con selección de textos, Gredos, Madrid, 1994, donde se pone en duda la «influencia de culturas chamanistas del Asia central sobre la Grecia arcaica» (p. 332) y se acusa a los pueblos portadores de aquellas culturas de ser «políticamente primitivos» y, por lo mismo, incapaces de «iluminar las actividades de un sabio griego en la sociedad más compleja de una ciudad estado rica y poderosa» (p. 333). 61 Dodds, E. R., “Los chamanes griegos y el origen del puritanismo”; en Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, pp. 133-169. 62 Cornford, F. M., “Empirismo versus inspiración”; en Principium sapientiae. Los orígenes del pensamiento filosófico griego, Visor, Madrid, 1987, pp. 15-190.

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cuerpo. Entendida el alma (y u xh/), no ya como vida afectiva o volitiva (qu mo/ j), sino

como conciencia (n o/ oj), no cabe duda de que la noción pitagórica es ajena a la

tradición que aparece en los poemas homéricos.63 Ahora bien, hasta la publicación de

las obras ya citadas de Dodds y Cornford a comienzos de la década de los cincuenta

pocos podían suponer que esta doctrina atribuida al sabio de Samos parece remontar su

origen, no precisamente a Oriente Próximo, ni a Egipto, sino, muy probablemente, al

interior del continente euroasiático.

El inicio de la distorsión puede localizarse ya entre los propios autores

grecorromanos. Así, según Heródoto64, los egipcios fueron los primeros en afirmar la

inmortalidad del alma humana, la cual, después de morir el cuerpo que la había

albergado, entraba en un ciclo de reencarnaciones que la hacía habitar en animales de

todas las especies existentes, uno tras otro, hasta que, transcurridos 3000 años, se

introducía de nuevo en otro cuerpo humano en el momento de su nacimiento. Esta

doctrina, continúa aquél, fue adoptada por determinados sabios griegos, pero,

desgraciadamente, Heródoto se niega a citar sus nombres. A pesar de ello, gracias a

Diogenes Laercio sabemos de una elegía de Jenófanes según la cual Pitágoras habría

defendido la misma doctrina que Heródoto atribuye a los egipcios:

«Dicen que, al pasar [Pitágoras] en una ocasión junto a un cachorro que estaba siendo azotado, sintió compasión y dijo: “deja de apalearle, pues es el alma [y u xh/] de un amigo la que he reconocido, al oír sus alaridos”»65.

Ya sea ésta una atribución legítima o ya forme parte de la leyenda formada en

torno a la figura de Pitágoras, lo cierto es que la comunidad integrada por sus

seguidores sí llegó a creer en la inmortalidad y en la transmigración de las almas. Como

63 En efecto, la creencia en la transmigración de las almas es independiente de la que aparece en Homero y no pudo provenir en última instancia de la concepción que se desprende tanto de la Ilíada como de la Odisea. Léase a este respecto a Jaeger, W., “El origen de la doctrina de la divinidad del alma”; en La teología de los primeros filósofos griegos, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1993, pp. 77-92. Asimismo, también puede consultarse la obra de Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, pp. 133 y ss. 64 Heródoto, Historia, II, 123. 65 Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, VIII, 36; la traducción ha sido tomada de la versión española de la obra de Kirk, G. S. / Raven, J. E. / Schofield, M., Los filósofos presocráticos. Historia crítica con selección de textos (versión de García Fernández, J.), Gredos, Madrid, 1994, p. 320.

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prueba de ello se suele mencionar una de las muchas reglas que conformaban el modelo

pitagórico de vida, a saber, aquella que les obligaba a servirse de la memoria para

recordar, al final de la jornada, cada uno de los acontecimiento transcurridos durante el

día, pues, de ese modo, cada miembro de la comunidad se ejercitaba en la anámnesis

que habría de conducir a su alma a reconocer su identidad a través del recuerdo de sus

vidas pasadas. De hecho, según aparece en la Vida de Pitágoras redactada por Porfirio,

el sabio de Samos era plenamente capaz de recordar sin gran esfuerzo lo que su alma

había contemplado generaciones atrás:

«Había entre ellos un varón [Pitágoras], poseedor de sólidos conocimientos, y dominador de toda clase de actos, especialmente de los sensatos, que, naturalmente, había logrado la grandísima riqueza de la inteligencia. Porque, cada vez que con toda ella efectuaba una tentativa, fácilmente veía [leu/ ss es ken] cada uno de los seres existentes, en su detalle, en diez o en veinte generaciones humanas»66.

Según esta cita, la tradición griega atribuía a Pitágoras un tipo de visión muy

especial, la cual, como veremos en breve, puede ser puesta en relación, como ya han

hecho algunos autores, con la figura euroasiática del que, a falta de mejor término,

llamaremos “chamán”. Mas, ¿acaso no se encuentra también este tipo de visión

atribuida al sabio de Samos en la misma línea que la visión mántica de los adivinos y

los poetas? ¿No emplean ambos su memoria, tanto el sabio como los maestros de

verdad, para acceder a un tipo de conocimiento que habría de trascender, según el

común de los mortales, sus facultades cognoscitivas? Sin embargo, más allá de esta

semejanza, entre ambas tradiciones existe una diferencia determinante, pues, al

contrario de lo que sucede con los adivinos y los poetas, así como entre los celtas

irlandeses, entre los pitagóricos la búsqueda del conocimiento adopta un carácter

inequívocamente iniciático y escatológico. Pero no adelantemos esta cuestión y

regresemos, por el momento, a la línea argumental que veníamos trazando.

De acuerdo con ciertos informes que llegaron hasta Heródoto a través de los

griegos asentados en el Helesponto y las regiones próximas al Mar Negro, Pitágoras

tuvo un esclavo tracio llamado Zalmoxis, el cual, tras recuperar su libertad, regresó a su

66 Porfirio, Vida de Pitágoras, 30; traducción de Periago Lorente, M., Gredos, Madrid, 1987, p. 42.

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patria y comenzó a impartir allí la doctrina de la inmortalidad del alma que le enseñara

durante su cautiverio el de Samos.67 No obstante, si seguimos la opinión de Mircea

Eliade68, todo apunta a que este Zalmoxis fue realmente una divinidad (d a i/ mwn) tracia

y que, por lo tanto, Heródoto o sus informadores debieron interpretar erróneamente las

noticias llegadas hasta ellos. Ahora bien, ya fuera Zalmoxis un personaje histórico,

legendario o devenido en divinidad, de lo que no cabe duda es de que su presencia

dentro del ámbito griego parece responder a la evemerización de la existencia real de un

nexo de unión entre las creencias griegas y las del continente europeo. De hecho, de

acuerdo con algunos autores, como el geógrafo Estrabón69 o Hipólito de Roma70, los

celtas adoptaron la doctrina pitagórica de la inmortalidad del alma a través de Zalmoxis,

lo que no deja de ser difícil de aceptar, pues Pitágoras vivió en el siglo VI a. C., mucho

antes de que los celtas alcanzaran Tracia. En realidad, la información de que

disponemos parece indicar que ni los celtas tomaron sus creencias de Pitágoras, ni éste

de Egipto, sino que la creencia en la inmortalidad del alma irrumpió en Grecia desde

algún punto indeterminado de la Europa continental, muy posiblemente desde Escitia.

Tenemos constancia de que en esta región los chamanes practicaban un tipo concreto de

ritual extático cuyos efectos hacían creer a aquellos que los padecían que su alma

llevaba a cabo un viaje más allá de las ataduras del cuerpo. De ahí que se haya

considerado como posible que determinadas creencias fundadas sobre esta experiencia

se extendieran desde Escitia hacia el sur, lo que habría favorecido la aparición en Grecia

del alma-conciencia que se constata a partir del siglo –VI y que vino a superar la noción

homérica de alma-vida. En palabras de Eric R. Dodds, el flujo de ésta y otras creencias

«empieza en Escitia, cruza por el Helesponto a la Grecia Asiática, se combina quizá con

algunas reliquias de tradición minoica supervivientes en Creta, emigra al Extremo

Oriente con Pitágoras, y tiene su último representante destacado en el siciliano

Empédocles»71, quien representa «un antiquísimo tipo de personalidad, el del chamán,

que combina las funciones todavía indiferenciadas de mago y naturalista, poeta y

67 Heródoto, Historia, IV, 94-96. 68 Eliade, M., “Zalmoxis”; en De Zalmoxis a Gengis-Khan. Religiones y folklore de Dacia y de la Europa Oriental, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1985, pp. 35-84. 69 Estrabón, Geografía, XVI, 2, 38. 70 Hipólito de Roma, Refutación de todas las herejías, I, 2. 71 Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, p. 144.

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filósofo, predicador, curandero y consejero público»72. En definitiva, según creemos

nosotros, la figura chamánica que Dodds reconoce tanto en Pitágoras como en

Empédocles no responde sino al arquetipo de la clase intelectual indoeuropea que

poblaba el continente durante aquellos siglos; la misma exactamente que sería

constatada poco más tarde entre los celtas bajo la forma del druidismo.

Somos conscientes de que el punto hacia el que nos conducen estas reflexiones

puede causar el rechazo de ciertos sectores de la comunidad académica, pero, como

afirma Henri Hubert, sabemos que «hubo bárbaros que llegaron a las ciudades griegas e

itálicas como esclavos o como viajeros». De ellos, continúa el eminente historiador,

«los hubo sin duda que fueron profetas de civilización y algunos han sido citados como

modelo de sabiduría»73. Por ello, aunque pueda ser rechazada la idea de una posible

influencia ejercida en Grecia por parte de la sabiduría de los bárbaros, bajo ningún

concepto puede negarse que los propios griegos fueron conscientes de la presencia de

elementos exógenos continentales dentro del escenario helénico. Tal es el caso, por

ejemplo, de la figura semilegendaria del hiperbóreo Ábaris, cuya visita a Grecia fue

recordada durante mucho tiempo y en quien los griegos reconocieron el arquetipo de lo

que nosotros llamamos indistintamente chamán o druida, es decir, el arquetipo de la

clase intelectual indoeuropea. Así pues, ¿por qué no hubieron de recibir los griegos la

influencia de unas gentes que, como Ábaris, llegadas desde el norte, portaban un tipo de

sabiduría de la que ellos mismos, antaño, fueron seguramente partícipes? Pues, como

nos recuerda Hubert, «es en extremo probable que los dorios, antes de emigrar a Grecia

y más tarde a Italia, fueron en la Europa central vecinos de los celtas»74. Más aún, «la

región que se extiende desde el Danubio medio al Mar Egeo, de donde vinieron los

dorios, fue un semillero de formaciones análogas a las sociedades pitagóricas»75.

Zalmoxis y Ábaris no fueron los únicos bárbaros procedentes del norte y de las

regiones del interior que, tras llegar al escenario helénico, fueron reconocidos como

sabios por los griegos. Otros nombres, como el del escita Anacarsis, el cual llegó a ser

contado entre los siete sabios de Grecia, también fueron sumamente famosos. Sin

embargo, de entre todos los “extranjeros” que aún no hemos mencionado, es el cretense

72 Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, p. 143. 73 Hubert, H., Los celtas y la civilización céltica, Akal, Madrid, 2000, p. 11. 74 Hubert, H., Los celtas y la civilización céltica, Akal, Madrid, 2000, p. 460. 75 Hubert, H., Los celtas y la civilización céltica, Akal, Madrid, 2000, p. 460.

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Epiménides, a pesar de ser originario de Cnosos, el que más interesa en este momento a

nuestro análisis, pues éste siempre fue descrito por los griegos a la manera de los

chamanes. En este respecto, hasta nosotros han llegado varios fragmentos y comentarios

a propósito de su persona, de entre los cuales el más relevante, a nuestro juicio, es el

recogido por Máximo de Tiro:

«Llegó una vez a Atenas un varón cretense, de nombre Epiménides, que traía consigo una historia difícil de creer, que se contaba de este modo: se tumbó a mediodía en la cueva de Zeus Dicteo y allí, dijo, en un profundo sueño de muchos años seguidos se había encontrado él mismo con los dioses y las palabras de los dioses, la Verdad [a)lhqei¿ #] y la Justicia [d i¿k v]»76.

Qué duda cabe, el largo sueño al que se vio sometido Epiménides responde en

último término a los parámetros propios del sueño incubatorio al que, si recordamos, se

exponían voluntariamente los gobernantes mesopotámicos para alcanzar a penetrar la

voluntad divina y extraer de ella el conocimiento de la justicia cósmica y de la verdad

suprema; exactamente los mismos conocimientos que llegó a poseer Epiménides según

la versión de Máximo de Tiro. Como apuntamos más arriba, también el chamanismo

euroasiático explotó sobremanera las posibilidades del sueño incubatorio y los viajes del

alma más allá de las ataduras del cuerpo. Por ello, con el paso del tiempo, la figura del

cretense terminó por adquirir los rasgos de los chamanes del norte, para lo cual se llegó

incluso a decir de Epiménides que llevaba el cuerpo tatuado a la manera de los escitas.

Según habremos de apreciar en el tercer capítulo de este trabajo, los celtas

irlandeses, guiados en estos asuntos por sus druidas, también conocieron el sueño

mántico o incubatorio, así como la noción de alma-conciencia. Como entenderá el

lector, tiempo tendremos más adelante para tratar estas cuestiones con detalle, pues, de

momento, nuestros esfuerzos se van a centrar en una pareja de elementos, el árbol y las

aguas sagradas, que nos van a permitir establecer un vínculo formal entre la Primera

Grecia y la antigua Irlanda en lo que respecta a su ideal mítico cognoscitivo.

76 Máximo de Tiro, X, 1 a-b; traducido por García Gual, C., en Los siete sabios (y tres más), Alianza, Madrid, 1996, p. 163.

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Como ya advertimos brevemente en el primer apartado de este capítulo, tanto los

árboles como los cursos de agua y los manantiales, según su disposición y naturaleza, se

encuentran estrechamente asociados en el pensamiento mítico con lo que aquí

llamaremos la fuente del conocimiento; mas no un conocimiento cualquiera, sino aquél

que, accediendo a lo trascendente, fluye desde lo sagrado. Desde que comenzamos este

primer capítulo todos nuestros esfuerzos han ido encaminados a mostrar las

características de este tipo concreto de conocimiento, detentado por maestros de verdad

como Calcante y por sabios de diversa índole, entre los que ya hemos mencionado a

Zalmoxis, Ábaris o Epiménides, e incluso otros, más cercanos a la filosofía, como

Pitágoras y Empédocles. Todos éstos, al igual que los druidas célticos, pueden ser

relacionados en mayor o menor grado, bien con las aguas y los cursos de agua, bien con

algún tipo de árbol sagrado, pues, de una u otra manera, estos elementos vienen a

constituir en el pensamiento prefilosófico algo así como la fuente que, simbólicamente,

legitima el verdadero conocimiento. Con el objeto de apoyar esta afirmación, es nuestro

propósito realizar a continuación un breve recuento de aquellas situaciones en las que,

retomando los casos ya citados en nuestro estudio, es posible localizar el árbol y las

aguas sagradas en relación con la adquisición de la sabiduría que conduce a la palabra

verdadera.

Si recordamos, ya en la Ilíada, en tanto que agorero, Calcante pronunciaba su

vaticinio en las cercanías de un manantial (k r h/ nh) y bajo un bello plátano

(pla ta/ nis toj), lo que, de alguna manera, bajo la óptica del pensamiento mítico,

venía a mostrar la relación existente entre el estatuto de la palabra del adivino y las

fuerzas desde las cuales extraía éste su omnisciencia. Asimismo, una situación no muy

distinta pudimos presenciar en el caso de la Pitia, la cual, según las indicaciones de

Dodds, «establecía contacto con el dios mediante su árbol sagrado, el laurel», no sólo

masticando sus hojas, sino, además, sosteniendo en su mano una rama de dicho árbol.77

Como apunta Vernant, también en el poema de Hesíodo «las hijas de Mnemosyne,

ofreciéndole el bastón de la sabiduría, el skeptron, cortado de un laurel»78, permiten al

poeta alcanzar la verdad:

77 Dodds, E. R., Los griegos y lo irracional, Alianza, Madrid, 2001, p. 79. 78 Vernant, J-P., “Aspectos míticos de la memoria y del tiempo”; en Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Ariel, Barcelona, 2001, p. 95.

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«Así dijeron las hijas bien habladas del gran Zeus; me dieron un cetro [s k h=ptr on] tras haber cortado una admirable retoño del florido laurel [d a/ fnhj]; me infundieron una voz divina, para que celebrara lo venidero y lo pasado»79.

Evidentemente, éstas no son nociones desconocidas, por lo que cualquiera que

guste de los antiguos mitos y leyendas del continente europeo podría citar otros tantos

casos en los que el cetro, por ejemplo, viene a ocupar un papel relevante en una

determinada narración. Podría citar, entre otros, el caso de Agamenón en la Ilíada;

dueño del cetro que Zeus regaló a sus antepasados y que lo identifica como pastor de

huestes.80 Sin embargo, al hacerlo, también tendría que admitir el empleo de ese mismo

objeto como legitimador de la palabra en las asambleas que celebran los aqueos en el

poema, pues en éstas el cetro todavía conserva parte de su antiguo estatuto vinculado a

la palabra sagrada del soberano y rey de justicia; el único con libertad para decir a su

antojo. Así pues, aunque el empleo en la Primera Grecia de motivos como las aguas o el

árbol sea perfectamente conocido, la presencia de éstos en los relatos de las sociedades

que conocieron una sólida tradición oral no puede ser considerada como gratuita.

Más allá del rol desempeñado por el árbol, también los cursos de agua y los

manantiales parecen incorporar en el pensamiento mítico-religioso cierto tipo de

estatuto sagrado que hace de ellos fuentes de conocimiento, o de olvido, según la

naturaleza de sus aguas. En este respecto, como recordará el lector, antes de alcanzar el

éxtasis la Pitia se bañaba y bebía de un manantial sagrado. Mas ¿cuál es el significado

que subyace bajo esta clase de rituales y liturgias? Quizá podamos encontrar la clave en

la descripción del oráculo de Lebadea realizada por Pausanias. Pues en éste, antes de

acceder a la cueva de Trofonios, aquel que deseaba entrar en contacto con lo

trascendente era conducido a un par de fuentes próximas al lugar:

«Allí debe beber de un agua llamada Lete [Olvido], para olvidarse de todo lo que hasta entonces pensaba; después de esto debe beber de nuevo de otra

79 Hesíodo, Teogonía, 28-31; traducción de Martín Sánchez, A. y M. A., Alianza, Madrid, 1996, p. 30. 80 Homero, Ilíada, II, 100-108.

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agua, la de Mnemósine [Memoria], por la que recuerda lo que ha visto cuando bajó [a la cueva]»81.

En efecto, bajo la óptica del pensamiento mítico determinados ríos y manantiales

podían poner al alcance de quien bebiera sus aguas el conocimiento de lo trascendente

que, por norma general, se encontraba vedado para el común de los mortales. Sin

embargo, tal y como aparece en el pasaje de Pausanias, no todas las aguas permitían

recordar lo alcanzado en la revelación, sino tan sólo aquellas que, como Mnemósyne,

afianzaban tales conocimientos en el alma de quien las bebía. Es por ello que esta

potencia y divinidad de carácter psicológico puede ser localizada como fundamento de

buena parte de la sabiduría de los maestros de verdad y de los primeros sabios de

Grecia, pues ya asumiera la imagen mítico-religiosa de las aguas sagradas, ya adoptara

el rostro de la madre de las musas o ya apareciera reconvertida en anámnesis por la

filosofía emergente, Mnemósyne hubo siempre de legitimar la palabra verdadera

distinguiéndola de las meras opiniones.

Por lo demás, el vínculo que puede ser constatado en Grecia entre este tipo de

sabiduría, afianzada en Mnemósyne, y la doctrina de la inmortalidad y transmigración

de las almas es perfectamente evidente en el caso de Pitágoras y sus seguidores, los

cuales debían recurrir a la anámnesis para poder así rememorar sus anteriores

encarnaciones.

También Platón llegó a emplear en sus reflexiones la imagen mítico-religiosa de

las aguas del olvido, aunque, eso sí, siempre bajo la perspectiva escatológica de la

salvación de las almas. Pues, en efecto, el máximo paladín de la filosofía, el mismo que

en el Fedro no desea afirmarse en torno a la autenticidad de los mitos82, no muestra

ningún tipo de reparo a la hora de incluir al final de la República el recurso de las aguas

como instrumento para dar a conocer su doctrina de salvación. Se trata del relato que

Sócrates cuenta a Glaucón a propósito de la experiencia del alma de Er el panfilia en el

Más Allá83, donde, como explica magistralmente Jean-Pierre Vernant, «las almas

sedientas deben evitar beber en el río de la llanura de Leteo [llanura del Olvido] un agua

81 Pausanias, Descripción de Grecia, IX, 39, 8; traducción de Herrero Ingelmo, M. C., Gredos, Madrid, 1994, p. 335. 82 Platón, Fedro, 229 b–230 a. 83 Platón, República, 614 b y ss.

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“que ningún recipiente podría contener” y que al proporcionarles el olvido les envía de

nuevo al ciclo de las generaciones». «En las aguas del Leteo», continúa aquél, «las

almas pierden el recuerdo de las verdades eternas que han podido contemplar antes de

caer sobre la tierra y que la anámnesis, devolviéndoles a su verdadera naturaleza, les

permitiría reencontrar»84.

Así pues, debido a su utilidad simbólica, ni tan siquiera Platón fue capaz de

renunciar a los antiguos mecanismos del pensamiento mítico, lo que pone de manifiesto

que en el siglo –IV aquéllos todavía se encontraban perfectamente en uso. Cuánto más

hubieron de perdurar es una cuestión que excede los límites de nuestra investigación.

Además, es hora ya de poner fin a este primer capítulo y centrarnos en el auténtico

propósito de este estudio: el antiguo pensamiento céltico irlandés.

–CAPÍTULO II–

LA IRLANDA CÉLTICA Y SU LITERATURA DE TRADICIÓN ORAL

Como hemos podido apreciar a lo largo del capítulo anterior, las diferencias

entre la antigua sabiduría, por un lado, y la filosofía griega, por el otro, no fueron en

ningún caso insalvables. Una y otra llegaron a encontrarse lo suficientemente próximas

como para existir numerosos prestamos entre ellas. Sin embargo, como ya advertimos al

comienzo de estas páginas, no encontrará el lector en la Primera Grecia nuestro marco

principal de estudio, sino en la antigua Irlanda. Si hasta ahora hemos dedicado buena

parte de nuestros esfuerzos a mostrar la proximidad que llegó a existir durante la

Antigüedad entre maestros de verdad, sabios y filósofos, todos ellos formados a partir

de las mismas concepciones mítico-religiosas, se debe a la utilidad del escenario griego

para funcionar en nuestro análisis como modelo y paradigma de la antigua sabiduría

céltica. Por ello, una vez que disponemos de una base donde poder asentar nuestras

reflexiones en torno al pensamiento mítico de los antiguos pobladores de Irlanda,

podemos adentrarnos ya con paso firme en las cuestiones que, desde largo atrás,

prometimos estudiar.

84 Vernant, J-P., “Aspectos míticos de la memoria y del tiempo”; en Mito y pensamiento en la Grecia Antigua, Ariel, Barcelona, 2001, p. 101.

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No obstante, antes de acceder al análisis de la pareja formada por el druida y el

rey, esto es, antes de pasar a examinar la estructura que adopta la soberanía sagrada

entre los irlandeses, en este segundo capítulo aún hemos de tratar otro tipo de

cuestiones, de carácter introductorio y metodológico, sin las cuales el alcance de nuestro

estudio se vería sensiblemente limitado.

–3–

LOS CELTAS E IRLANDA

A pesar del largo período de tiempo transcurrido desde que en la segunda mitad

del siglo XIX las ciencias históricas se aplicaran a desvelar el origen y evolución de los

distintos pueblos célticos, todavía hoy hemos de enfrentarnos a un gran número de

lagunas que nos impiden recorrer de manera lineal y sin interrupciones el devenir de

estas gentes desde sus oscuros inicios hasta el momento en el que los primeros

documentos escritos, redactados por griegos y romanos, comienzan a hacer mención de

ellos. De hecho, es posible que jamás lleguemos a localizar las piezas que nos faltan.

Mas no todo ha de ser resignación, pues, gracias a los esfuerzos realizados por las

distintas generaciones de investigadores que sobre estos asuntos han venido trabajando,

gracias a estos eruditos cuyos nombres pueblan los libros que reposan bajo gruesas

capas de polvo en los sótanos de las bibliotecas, algo se ha avanzado, sin duda, y

nuestra ignorancia, aunque persiste en muchos aspectos, no es ya la misma que a

comienzos de la “edad dorada” de la investigación céltica a finales del siglo XIX y

comienzos del XX. Aun así, a pesar de que los senderos que nos conducen a los

antiguos celtas se encuentran ahora más despejados, quien desee en nuestro tiempo

abordar estas cuestiones habrá de adoptar la misma prudencia que en su día exhibieron

los investigadores mencionados, pues la misma celtomanía viene a enturbiar hoy como

ayer el estudio riguroso de estos asuntos.

El origen de los celtas, al igual que el de buena parte del resto de los pueblos

indoeuropeos, se remonta, hasta donde sabemos, a la prehistoria del viejo continente.

Para dar cuenta de este hecho, los investigadores se sirven de los conocimientos que

tanto la arqueología como la lingüística ponen a su alcance, así como de cualesquiera

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otros que puedan ayudar a arrojar algo de luz sobre el pasado céltico más remoto. Pues,

en efecto, los datos de que se disponen son en muchas ocasiones escasos e insuficientes,

lo que hace absolutamente necesario complementarlos con aquellos otros facilitados,

por ejemplo, por la antropología o la mitología comparada. Debido exclusivamente a

esta insuficiencia de las investigaciones, no todos los autores se aventuran a hablar

estrictamente de celtas con anterioridad al final de la Primera Edad del Hierro, esto es,

antes del siglo –V. Tal es el caso, por ejemplo, de Venceslas Kruta, para quien «la

atribución a grupos étnicos de las culturas arqueológicas de la Europa bárbara sigue

siendo totalmente hipotética antes de fines de la Primera Edad del Hierro»85. De hecho,

todavía a mediados del siglo XX los arqueólogos e historiadores consideraban como

célticos a los pueblos centroeuropeos de la Edad del Bronce que enterraban a sus

muertos en túmulos. Incluso se creyó ver a los celtas en los pueblos que se extendieron

durante los siglos –XIV a –IX desde Europa central hasta la Península Ibérica y que nos

son conocidos principalmente por su costumbre de incinerar los cuerpos de los difuntos

y enterrar las cenizas en urnas de cerámica. Hoy sabemos que en ninguno de estos dos

grupos se puede reconocer estrictamente a los celtas. Muy probablemente existieron

elementos célticos, tanto poblacionales como culturales, entre las gentes de los túmulos

y las de los campos de urnas, pero en ningún caso los datos de que disponemos nos

permiten hablar de tribus célticas antes del siglo –V.

Con anterioridad a su máximo período de expansión en los siglos –IV y –III,

sabemos que los celtas poblaban centroeuropa desde el alto Danubio hasta el Loira. Fue

éste un período de prosperidad que condujo a un aumento de la población, el cual

desembocó en las invasiones de los siglos anteriormente citados. Como ha señalado

Kruta86, estos movimientos de población no fueron migraciones, es decir, no supusieron

el abandono de la tierra patria. Fueron, más bien, procesos de colonización y de

expansión que condujeron a los celtas hacia regiones diversas del continente europeo.

Debemos rechazar, por lo tanto, la idea preconcebida de unas migraciones motivadas

por la presión territorial ejercida por los germanos desde el norte y los romanos desde el

sur. Este efecto de yunque y martillo es posterior en el tiempo y corresponde

principalmente al siglo –I, como atestigua el relato de César sobre la migración

85 Kruta, V., Los celtas, Edaf, Madrid, 2002, p. 85. 86 Kruta, V., Los celtas, Edaf, Madrid, 2002, pp. 127-130.

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helvética, en el que se describe a todo un pueblo preparándose para abandonar su

territorio ancestral y no regresar.87 Durante los siglos –IV y –III, lejos de abandonar sus

tierras, los celtas ampliaron sus territorios entrando en conflicto directo con sus grandes

rivales del Mediterráneo, a cuyos ojos, desde entonces, no pasaron desapercibidos según

se observa en las muchas citas y comentarios que, sobre los celtas, se pueden extraer de

las obras grecorromanas.

Uno de los aspectos en el que los especialistas se pusieron de acuerdo ya hace

tiempo es el de clasificar a los celtas no sólo por su evolución histórica y sus rasgos

culturales, sino también, muy importante, en función de las características de sus

respectivas lenguas, a saber, la goidélica (goídelc) y la britónica. Como resultado, dos

son los grupos célticos que hemos de distinguir: los goidelos (goídil) y los bretones.

Ambos grupos, no cabe duda, emigraron a las islas occidentales desde el continente

europeo, sin embargo, si seguimos la opinión de Henri Hubert88, los goidelos hubieron

de alcanzarlas mucho antes que el grupo britónico, el cual lo hizo sin duda durante la

Segunda Edad del Hierro. Además, si en Gran Bretaña los goidelos fueron absorbidos

por el empuje de la cultura britónica, no ocurrió lo mismo en Irlanda, donde la

población céltica más antigua logró preservar buena parte de su identidad ante el avance

de sus parientes. Ésta y no otra es la causa de que la sociedad céltica que nos describe la

literatura irlandesa de tradición oral se asemeje a la griega homérica, pues ambas

responden en última instancia a grupos humanos que aún se encontraban ligados en

cierto modo a la Edad del Hierro e, incluso, a la del Bronce.

Tras el ascenso militar de Roma en las regiones continentales, sólo los celtas de

las islas de Gran Bretaña y de Irlanda lograron mantener su identidad cultural. De

hecho, a pesar de la llegada del Cristianismo a sus tierras y el control romano de buena

parte de la isla de Bretaña, el carácter y las costumbres de los bretones y los goidelos se

mantuvieron a salvo. Fueron las invasiones bárbaras sobre las islas las que pusieron fin

a la pervivencia céltica en los territorios de la actual Inglaterra. Aun así, en ciertas zonas

de Escocia y Gales, así como en otras de la Bretaña Armoricana, el espíritu céltico ha

87 Julio César, Guerra de las Galias, I, 2-29. 88 Hubert, H., “Orígenes de los celtas” y “La expansión de los celtas en las islas británicas”; en Los celtas y la civilización céltica, Akal, Madrid, 2000, pp. 107-155 y 157-192.

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sobrevivido, más o menos inalterado, hasta nuestros días, mientras que en Irlanda, por

su parte, nunca ha desaparecido.

No cabe duda, la localización geográfica de Irlanda fue la que preservó a la isla

del grueso de los procesos de fluctuación que se produjeron sobre las diversas

identidades culturales de raíz indoeuropea en el occidente continental desde la aparición

de la potencia militar romana hasta la desintegración del Imperio y la formación de los

distintos reinos medievales. Con el propósito de ilustrar esta afirmación se suele decir

de Irlanda que nunca fue romanizada, aunque sí fue cristianizada. Sin embargo, si

seguimos a Jean Markale89, el carácter del Cristianismo que floreció en la isla desde que

San Patricio se encargara de iniciar su conversión allá por el siglo V, a pesar de la

pertenencia a la institución episcopal por parte del santo, encauzó en una vertiente

monacal de evolución propia que terminó por diferir sensiblemente de las maneras

romanas. De hecho, fue el carácter de este Cristianismo céltico el que preservó intacta,

salvó mínimas variaciones, buena parte de la riquísima tradición oral vinculada a la

iletrada población irlandesa de la Edad de los Metales; una tradición oral que sólo tras la

adopción del Cristianismo fue puesta por escrito en los monasterios irlandeses

medievales, cuando la clase druídica, y con ella su máxima de prohibir la escritura,

había quedado ya desplaza en favor del clero cristiano.

–4–

LA ANTIGUA LITERATURA IRLANDESA

El papel desempeñado por el Cristianismo en Irlanda fue decisivo en lo que

respecta a la dirección de los cambios que se produjeron en la isla. En poco tiempo los

celtas dejaron de ser una población iletrada, de costumbres y creencias paganas, para

convertirse a la nueva religión que triunfaba en el este y adoptar la escritura. Como

consecuencia, según fueron renunciando a su oralidad, los primeros irlandeses en

aceptar el Cristianismo fueron también los primeros en alfabetizarse, hasta el punto de

que ellos mismos se reunieron para erigir pequeños núcleos monásticos, básicamente

89 Markale, J., El cristianismo celta. Orígenes y huellas de una espiritualidad perdida, José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2001.

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aldeas, en los que habrían de desplegar sus habilidades intelectuales ligadas a la

escritura. «Tan despreocupados sobre la ortodoxia del pensamiento como

despreocupados estaban por la uniformidad de las prácticas monásticas», escribe

Thomas Cahill, «los monjes introdujeron en sus bibliotecas todo lo que les caía en las

manos. Tomaron la resolución de no dejar fuera nada. No eran para ellos los escrúpulos

de san Jerónimo, que temía acabar ardiendo en el infierno si leía a Cicerón. Una vez que

supieron leer los evangelios y los demás libros de la sagrada Biblia, las vidas de los

mártires y de los ascetas, y los sermones y los comentarios de los padres de la Iglesia,

empezaron a devorar toda la antigua literatura griega y latina que se les ponía por

delante»90. Fue esta temprana vocación por la cultura y las lenguas clásicas la que les

llevó a copiar una y otra vez las obras grecorromanas de la Antigüedad salvándolas de

la oscuridad que por entonces cubría las regiones continentales de Europa. Llegaron

incluso a traducir algunas de ellas a su propia lengua céltica. Pero, sobre todo, lejos de

seguir las directrices que, desde Roma, se extendían sobre el resto de las

circunscripciones episcopales, los monjes irlandeses no renunciaron a poner por escrito

su propia literatura pagana de tradición oral. Por ello, gracias al apego que en su día

mostraron por su patrimonio literario, actualmente podemos disfrutar de la literatura

vernácula europea más antigua que haya sobrevivido, la cual, a la manera de los poemas

de Homero, nos permite contemplar el remoto escenario donde se fraguó buena parte de

nuestro pasado europeo.

Cuán dura y tediosa debió ser en ocasiones la tarea de estos monjes-escribas lo

podemos entrever en muchas de sus glosas, algunas de las cuales constituyen verdaderas

piezas maestras de la lírica irlandesa, como es el caso del siguiente poema de finales del

siglo VIII o principios del IX compuesto sin duda por uno de los muchos monjes de la

isla que asumieron sobre sí la tarea de extender el monacato irlandés en el continente:

«El blanco Pangur y yo ejercemos cada uno nuestro oficio: él pone atención en cazar, yo pongo atención en mi arte. Yo prefiero, antes que la fama, ponerme aplicado en mi libro; el blanco Pangur no me envidia, prefiere su juego de niños. Cuando –siempre la misma historia– estamos solos en casa, tenemos en qué ocupar nuestro ingenio, cada uno en un juego interminable. A menudo, tras reñidos combates, un ratón cae entre sus redes; por lo que a mí respecta, cae en mi red una difícil ley de intrincado sentido. Él dirige sus

90 Cahill, Th., De cómo los irlandeses salvaron la civilización, Debate, Madrid, 1998, p. 164.

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claros ojos, perfectos, a los muros de alrededor; yo dirijo a la honda sabiduría mis límpidos ojos cansados. Se alegra, con ágil movimiento, cuando un ratón se prende de su zarpa; si entiendo algo difícil que me gusta, también yo mucho me alegro. Aunque estemos así siempre, ninguno estorba al otro: gusta a cada uno su oficio, disfrutamos uno y otro con ellos. Él es el solo señor del trabajo que hace cada día; a comprender bien lo que es difícil dedico yo mi trabajo»91.

Según nos transmite el poema, el prolongado trabajo en el scriptorium debió

exigir de estos monjes una gran dedicación hacia las letras y lo que éstas podían

transmitir, pues sólo amando su tarea en el día a día pudieron recoger por escrito la gran

variedad de poesía, canciones, proverbios, genealogías y tradiciones locales que

aparecen en los manuscritos, ya como piezas independientes, ya insertas en programas

narrativos de mayor amplitud. Sin embargo, más allá de esta literatura a la que, a falta

de mejor término, llamaremos “menor”, la verdadera riqueza literaria de los manuscritos

irlandeses, no cabe duda, se localiza en su relatos mitológicos y legendarios, los cuales,

a pesar de que en algunas ocasiones fueron puestos por escrito en fecha bastante tardía,

recogen y conforman la auténtica herencia céltica irlandesa.

Los principales manuscritos medievales irlandeses que incorporan las leyendas

de los dioses y héroes de la isla, tanto por su antigüedad como por la riqueza de su

contenido, son el Lebor na hUídre (Libro de la vaca parda), que data de principios del

siglo XII, y el Lebor Laiginn (Libro de Leinster), de mediados del mismo siglo. Estas

fechas, repitámoslo, sólo indican el momento en el que cada códice fue redactado, lo

que ha llevado a los especialistas a suponer una antigüedad mucho mayor para los

relatos que aparecen en los manuscritos, ofreciendo criterios que vinculan esta literatura

con formas culturales propias de la Edad del Hierro. Estos criterios se apoyan, en primer

lugar, en el análisis de la lengua reflejada en los códices, así como en el estudio del

carácter oral de la composición y transmisión de los relatos en relación con los diversos

momentos en los que éstos fueron puestos por escrito. Además, por norma general

disponemos de varios fragmentos de distintas versiones de cada relato, donde cada una

de ellas presenta pequeñas variaciones lingüísticas y de contenido, lo que ha llevado a

los eruditos a afirmar la pervivencia de una misma historia o leyenda a lo largo de los

91 Traducido del irlandés por Rivero Taravillo, A., “El clérigo y su gato”; en Antiguos poemas irlandeses, Gredos, Madrid, 2001, pp. 104-105.

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siglos y su reiterada puesta por escrito, ya bien desde la propia tradición oral o desde

otra versión manuscrita preexistente. En segundo lugar, los especialistas comparan el

contenido de los relatos con los restos materiales de la Irlanda pagana que aporta la

arqueología. Por todo ello, como resultado de las investigaciones, muchos especialistas

no han dudado en afirmar que el mundo que aparece reflejado en los relatos de los

manuscritos pertenece en esencia a la Edad del Hierro irlandesa (la cual se prolonga

hasta el siglo IV) o, al menos, a los primeros siglos de la Alta Edad Media (siglos V-

VII).92

El conjunto de las antiguas leyendas irlandesas ha sido agrupado por los

comentaristas actuales en cuatro grandes ciclos a la manera de la antigua literatura

griega, en la que se suele distinguir, por ejemplo, el Ciclo de Troya respecto del tebano,

y éstos, a su vez, de composiciones teogónicas como la de Hesíodo. Como es natural,

los propios poetas irlandeses nada sabían de la existencia de estos ciclos, pues ellos

distinguían cada una de las composiciones que debían memorizar en función de su

temática interna, que era independiente del trasfondo del relato.

Por lo que se refiere a la división contemporánea de estas leyendas en ciclos,

cuatro son los que se reconocen normalmente.93 Veámoslos.

El primero de ellos es el Ciclo Mitológico, donde se narran algunos de los

conflictos bélicos que se dieron en la Irlanda primordial a raíz de las diferentes

invasiones que sufrió la isla por parte de diversos pueblos, entre ellos las famosas

Túatha Dé Danann (tribus de la diosa Dana), hasta la llegada de los goidelos. También

se incluyen en este ciclo los immrama, esto es, las navegaciones a las que determinados

personajes o héroes se sometían hasta alcanzar el Otro Mundo irlandés. Por lo demás,

algunos de los relatos más destacables de este ciclo son el Leabhar Gabhála (El libro de

92 Sobre el estado actual de la investigación en relación al estudio lingüístico y arqueológico del grueso de los relatos contenidos en los manuscritos irlandeses, en general, y de la Táin Bó Cúailnge, en particular, léase a Ó Huiginn, R., “The background and development of Táin Bó Cúailnge”, así como a Mallory, J. P., “The world of Cú Chulainn. The archaeology of the Táin Bó Cúailnge”; ambos publicados en Aspects of the Táin, December Publications, Belfast, 1992, pp. 29-67 y 103-159. 93 Citaremos en esta ocasión tres obras que retoman y comentan de manera inmejorable la gran mayoría de los relatos irlandeses incluidos en estos ciclos. La primera de ellas, la más antigua, aunque no la menos significativa, es la de Rolleston, Th. W., Myths and legends of the Celtic race, George G. Harrap & Company Ltd., Londres, 1927 (trad. esp.: Los celtas, M. E. Editores, 1995). La segunda, convertida ya en un clásico, es la redactada por el gran especialista Dillon, M., Early Irish literature, University of Chicago Press, Chicago, 1948. Mientras que la tercera, por su parte, no es otra que la obra del excéntrico erudito del mundo céltico Markale, J., La epopeya celta en Irlanda, Júcar, Madrid, 1975.

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las invasiones), el Cath Maige Tuired (La segunda batalla de Mag Tuired) o el Imram

Brain (La navegación de Bran).

El segundo de los cuatro grandes ciclos irlandeses es el del Ulster, el cual recoge

las hazañas bélicas del héroe Cú Chulainn y del resto de paladines ulates durante el

gobierno del rey Conchobar sobre la provincia del Ulster, constantemente enemistada

con el resto de las provincias irlandesas. Dentro de este ciclo destaca por encima de

todos los demás relatos la Táin Bó Cúailnge (El robo del toro de Cooley), aunque la

Mesca Ulad (La embriaguez de los ulates), el Serglige Con Culainn (La postración de

Cú Chulainn) o la Fled Bricrend (El festín de Bricriu) también son reseñables.

El tercer gran grupo de leyendas se recoge en el Ciclo de Leinster, también

conocido como Ciclo de Finn o Ciclo Osiánico. En estos relatos se narran las aventuras

del gran héroe Finn mac Cumaill y su grupo de guerreros, los fíanna. En este caso, la

pieza más importante de este ciclo es la Acallam na Senórach (La conversación de los

ancianos), aunque existen otros muchos relatos de gran interés.

Por último, el Ciclo de los Reyes conforma el cuarto de estos grupos de

leyendas. El conjunto de sus relatos es conocido también como el Ciclo Histórico, pues

en él se recogen varios relatos protagonizados por personajes, reyes en su mayoría, que

poseen cierto trasfondo histórico. Entre los relatos de este ciclo destaca la bellísima

Togail Bruidne Dá Derga (El ataque a la casa de huéspedes de Dá Derga), sin duda

alguna una de nuestras leyendas favoritas.

Al agrupar estas leyendas en ciclos, los especialistas han facilitado el acceso por

parte del gran público a la literatura irlandesa de tradición oral, favoreciendo la

comprensión del complejo edificio mitológico y legendario que crearan los antiguos

habitantes de la isla. Sin embargo, a los poetas irlandeses no se les pasó por la cabeza el

clasificar sus relatos de esta manera, pues hemos de suponer que eran conscientes de

que el resto de la población conocía perfectamente los nombres de sus dioses y héroes

legendarios. En su lugar, independientemente del trasfondo de los diferentes relatos, ya

giraran éstos en torno a una determinada provincia o héroe, los antiguos poetas los

agruparon en función de su temática, lo que dio como resultado un número muy elevado

de arquetipos o series narrativas a memorizar.

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Sabemos que para alcanzar el máximo grado dentro del grupo de los poetas, los

miembros de la clase intelectual druídica debían conocer 350 historias agrupadas en no

menos de diecinueve series argumentales. Con el objeto de ilustrar perfectamente la

riqueza de la literatura mitológica y heroica irlandesa, es nuestra intención enumerar a

continuación el nombre de cada una de estas series, pues, de hecho, éstas nos son

conocidas gracias a dos listas incluidas en manuscritos que probablemente se remontan

a un original del siglo X. Las diferentes series, reunidas desde las listas conocidas como

A y B, son las togla (ataques), las tána (incursiones a provincias vecinas para adueñarse

del ganado), los tochmarca (galanteos para cortejar a una mujer), los catha (batallas),

los uatha (escondrijos con objeto de ocultarse), los immrama (navegaciones), las oitte

(muertes violentas), las fessa (festines), las forbassa (asedios), las echtrai (salidas en

búsqueda de aventuras), los aithid (fugas de amantes), los airgne (asesinatos), los

tomadma (inundaciones), las físi (visiones), las serca (amores), las sluagid

(expediciones militares), las tochomlada (invasiones), las coimperta (concepciones y

nacimientos) y, en último lugar, los buili (enloquecimientos).94

Después de incluir esta lista, la cual viene a recoger buena parte de la riqueza

temática de los relatos que hubieron de recitar los antiguos poetas irlandeses, no

creemos oportuno prolongar innecesariamente el comentario de estas cuestiones. Sin

embargo, no habremos de concluir aquí este segundo capítulo, pues aún debemos

atender una cuestión que se nos antoja de especial importancia, a saber, la que consiste

en dilucidar hasta qué punto el examen de las formas culturales que aparecen en los

manuscritos medievales irlandeses puede dar cuenta de los valores y patrones de

comportamiento vigentes entre los habitantes que poblaron la isla con anterioridad a su

cristianización. Es decir, ¿podría el análisis de unos mitos puestos por escrito durante la

Edad Media bajo una institución monacal desentrañar los modelos de comportamiento,

tanto ideales como cotidianos, de una población de raíces culturales célticas que hasta la

llegada del Cristianismo fiaba sus tradiciones, mitos y leyendas a la memoria de unos

poetas vinculados a la institución druídica? Responder a esta pregunta nos lleva a

introducir para este capítulo un tercer y último apartado en el que, con objeto de

94 Rees, A. / Rees, B., “The storyteller´s repertoire”; en Celtic heritage. Ancient tradition in Ireland and Wales, Thames and Hudson, Londres, 1998, pp. 207-212.

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ayudarnos en nuestro estudio, intentaremos dar cuenta de las posibilidades que nos

ofrece el análisis de la tradición oral.

–5–

MAESTROS DE TRADICIÓN

De acuerdo con el estudio realizado por el folklorista James H. Delargy, en

Irlanda, no hace mucho aún, todavía era relativamente fácil localizar entre sus

habitantes, principalmente en las regiones del oeste de la isla, auténticos cuenta-cuentos

a la manera, suponemos, de como debieron de proliferar es tiempos más remotos.95 Al

contrario que sus antepasados de la clase intelectual druídica, estos seanchaithe de la

primera mitad del siglo XX, pues por tal nombre son reconocidos en irlandés moderno,

no pertenecían a las clases privilegiadas de la sociedad. Lejos de llevar una vida

diferente de la de sus vecinos, se ganaban el pan de la misma manera que aquéllos, ya

fuera trabajando como pescadores, cuidando de su pequeña propiedad apenas rentable o

vagando por los alrededores en busca de algún sustento. En cambio, en lo que respecta a

sus funciones sociales como cuenta-cuentos, el lugar que hubieron de ocupar estos

narradores de historias dentro de su comunidad antes de que los medios de

comunicación de masas modificaran sus vidas debió ser sumamente importante, pues,

además de entretener al vecindario durante las tardes y las largas noches de invierno,

también hacían de historiadores de sus propias tradiciones, tanto locales como

nacionales. Por ello, teniendo en cuenta esta función social de los cuenta-cuentos, no

cabe duda de que los seanchaithe debieron de aparecer ante los ojos de sus allegados

como los guardianes de la tradición. De hecho, si atendemos al vocabulario de la

antigua lengua céltica de Irlanda podemos observar que el término senchas, en el cual

hemos de reconocer la misma raíz que en el irlandés moderno seanchaithe, significaba

ya por aquel entonces “historia”, “tradición”, mientras que senchae, por su parte, remitía

95 Sobre la figura tradicional irlandesa de los story-tellers, junto con algunas de las anécdotas e historias recogidas por James H. Delargy en su estudio, remitimos al lector a la introducción de De Prada, J. M., incluida en el libro Cuentos populares irlandeses, Siruela, Madrid, 1998, pp. XI-XV; así como a la obra de Rees, A. / Rees, B., Celtic heritage. Ancient tradition in Ireland and Wales, Thames and Hudson, Londres, 1998, pp. 11-15.

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directamente al “guardián de la tradición”, es decir, al “historiador”, miembro, como

otros tantos, de la clase intelectual druídica.

El importante papel que hubieron de desempeñar estos historiadores dentro de

las antiguas comunidades tribales irlandesas se encuentra atestiguado por la presencia

en los relatos del Ciclo del Ulster de un personaje llamado Sencha, esto es, un druida, el

cual suele figurar como asesor personal del rey Conchobar. Una de las escasas

referencias que sobre su persona aparecen en El robo del toro de Cooley nos lo presenta

dispuesto para la batalla final que poco después habría de enfrentar al ejército de los

ulates contra las tropas incursoras, donde se lo describe como:

«Sencha meic Ailella hijo de Máilchló, el elocuente orador [so-irlabraid] del Ulster y el hombre que [con su palabra] apacigua los ejércitos de las huestes de Irlanda»96;

lo que hace de él un especialista en oratoria a la manera de los sabios grecorromanos,

convirtiéndolo, según nos disponemos a mostrar en la siguiente cita, en maestro de la

palabra sagrada. Pues, en efecto, en la misma versión del relato, una vez que la

contienda ha comenzado, Conchobar, el gran rey del Ulster, acude a Sencha para

solicitar de él un tipo de ayuda que sólo el gran druida es capaz de ofrecer:

«contén a los hombres del Ulster y no les permitas regresar a la batalla hasta que los agüeros [tsheón] y augurios [tsholud] estén totalmente a nuestro favor»97.

Con Sencha, por lo tanto, nos encontramos ante un personaje mucho más

complejo de lo que nos muestran sus epónimos irlandeses de mediados del siglo XX,

pues, más allá de sus funciones como orador e historiador, su figura parece responder

también a los atributos que caracterizaban a los agoreros griegos que, bajo el arquetipo

96 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 4355-4356; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 120 y 256. 97 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 4651-4653; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 128-129 y 264.

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del homérico Calcante, tuvimos oportunidad de examinar en el primer capítulo de este

estudio.

De acuerdo con lo que acabamos de anticipar, sabemos que la antigua clase

intelectual irlandesa incluía entre sus competencias funciones muy diversas. De hecho,

en su obra sobre el druidismo, además del ya citado senchae (guardián de los anales y

demás tradiciones pseudo-históricas de la comunidad, así como de las genealogías

reales), Jean Markale se permite mencionar algunas de las denominaciones

correspondientes a otras tantas especializaciones de la institución druídica98, a saber, el

líaig (curandero especialista en plantas medicinales y quirurgía mágica), el deogbaire

(escanciador de sustancias embriagadoras y alucinógenas sólo por él conocidas), el

cruittire (arpista maestro en armonías capaces de alegrar los espíritus o de hacer

sucumbir a los hombres), el fáith (adivino, vidente e intérprete de presagios y augurios),

el breithem (juez y maestro de la palabra certera), el cainte (poeta satírico y maestro de

la palabra mágica cantada o recitada) y, por último, el scélaige (poeta épico, narrador de

los relatos tradicionales y maestro de verdad).99

Habida cuenta de nuestro actual propósito, en este tercer apartado del segundo

capítulo nos vamos a centrar exclusivamente en la figura druídica de los maestros de

tradición, para lo cual, ya nos encontremos ante historiadores, jueces o poetas, habremos

de tratarlos a todos por igual, con independencia del nombre de su especialidad. De

hecho, son los propios manuscritos irlandeses los que dan cuenta de un nombre

específico para todos ellos, fili (filid en plural), el cual, tras la irrupción del Cristianismo

en la isla, terminó por adueñarse del campo semántico que había poseído el término druí

(druida), utilizado hasta entonces para designar al conjunto de la clase intelectual. Por lo

tanto, es en la labor de estos filid, en tanto que grupo institucional heredero y

equivalente del de los druidas célticos, donde debemos localizar los esfuerzos de la

antigua comunidad irlandesa por preservar sus propias tradiciones orales.

98 Markale, J., Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989, p. 21. 99 En los relatos irlandeses contenidos en los manuscritos medievales se puede localizar fácilmente a los diferentes integrantes de la clase intelectual druídica, así como numerosos pasajes en los que se mencionan sus capacidades o en los que ellos mismos exhiben sus habilidades y conocimientos. Quien así lo desee puede encontrar numerosas referencias sobre estos mismos pasajes en el Dictionary of the Irish language. Based mainly on old and middle Irish materials. Compact edition, Royal Irish Academy, Dublín, 1998.

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Al igual que los seanchaithe de la Irlanda moderna, entre los antiguos celtas de

las Islas Británicas siempre existió un grupo de individuos pertenecientes a la clase

privilegiada que, a falta de escritura, se dedicaron a la difícil tarea de memorizar las

tradiciones de su comunidad para poder narrarlas posteriormente cuando así se lo

reclamara su pueblo durante las festividades más relevantes o en cualquier otro

momento que se creyera oportuno. Sin ir más lejos, en la cuarta rama de los relatos

galeses conocidos como Mabinogion podemos localizar una de estas situaciones

especiales en las que el recitado de la tradición oral de un pueblo ocupa el centro de

atención durante una reunión. Se trata de la pieza titulada Math, hijo de Mathonwy, en

uno de cuyos episodios se describe la llegada del gran hechicero Gwydyon,

acompañado por un grupo de supuestos bardos, a la corte de Pryderi, señor de la región

suroccidental de la actual Gales:

«Les recibieron bien. Aquella noche, Gwydyon se sentó a un lado de Pryderi.

–Mucho nos alegraría oír un relato a alguno de aquellos jóvenes ─dijo Pryderi.

–Señor –respondió Gwydyon–, es una costumbre entre nosotros que la primera noche en que nos encontramos junto a un gran hombre, el Pennkerdd (jefe de bardos) tome la palabra. Te relataré con mucho gusto un cuento.

Gwydyon era el mejor narrador de cuentos del mundo. Y aquella noche distrajo a la corte con agradables cuentos y relatos»100.

Por supuesto, los ejemplos que pueden ser citados no se limitan exclusivamente

a la primera literatura galesa. Como no podía ser de otra manera, también Irlanda recoge

en sus manuscritos buen número de ellos, entre los que cabe destacar, por

paradigmático, aquel en el que el fili Forfoll, durante todo un invierno, desde el 1º de

noviembre al 1º de mayo, recita a su anfitrión, el rey Mongán del Ulster, una historia

diferente cada noche:

100 Traducido del galés por Cirlot, V., Mabinogion, Promociones de Publicaciones Universitarias, Barcelona, 1986, pp. 141-142.

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«Durante su reinado, Mongán residía en Ráith Móir Maige Lini. Hasta él llegó Forgoll, el fili. [...] Cada noche el fili recitaba una historia [scél] a Mongán. Tan grande era su conocimiento que así estuvieron desde shamuin a béltaine»101.

Aunque pueda parecer inverosímil, esta misma situación, según la cual los

antiguos maestros de tradición eran capaces de regalar a su auditorio un relato distinto

cada noche durante largos períodos de tiempo, no debe ser juzgada como ficticia, pues,

de hecho, tal y como nos recuerdan Alwyn y Brinley Rees102, a lo largo de sus

investigaciones sobre el folklore de la población irlandesa de la primera mitad del siglo

XX, James H. Delargy logró encontrar al menos un caso idéntico al referido en el

antiguo relato legendario sobre la vida del rey Mongán.

Por lo demás, ya César, allá por el siglo –I, había constatado entre los galos la

costumbre de confiar a la memoria sus propias tradiciones:

«Se dice que aprenden allí [entre los druidas] gran número de versos. Y así, algunos permanecen en la instrucción veinte años»103.

Por otro lado, es también el procónsul romano el primero en advertir que los

celtas, aunque conocían y empleaban la escritura en ciertas ocasiones104, debido a algún

interdicto de sus druidas no desearon poner por escrito su propia literatura de tradición

oral:

101 Editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Meyer, K., The voyage of Bran, Llanerch Publishers, Felinfach, 1994, pp. 45-46 y 49. 102 Rees, A. / Rees, B., Celtic heritage. Ancient tradition in Ireland and Wales, Thames and Hudson, Londres, 1998, p. 16. 103 Julio César, Guerra de las Galias, VI, 14, 3; traducción de García Yebra, V. / Escolar Sobrino, H., Gredos, Madrid, 2001, pp. 242-243. 104 Julio César, Guerra de las Galias, I, 29, 1. En su lucha particular contra los enemigos del Ulster también Cú Chulainn emplea la escritura, en este caso oghámica, con procedimientos que hacen de ella un instrumento mágico vinculado a los conocimientos y las artes de los druidas que le instruyeron durante su infancia; véanse, por ejemplo, los versos 450-460 de la edición de O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 13 y 150. Sin embargo, la presencia del ogham en los relatos irlandeses no corresponde con la realidad histórica, pues sabemos que estas inscripciones no se remontan más allá de la época Cristiana, lo que hace imposible su presencia entre los celtas paganos.

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«Y no estiman que sea lícito encomendar estas cosas a las letras [neque fas esse existimant ea litteris mandare], aunque usan de las letras griegas en casi todas las restantes cosas, en los asuntos públicos y privados. Me parecen haber instituido esto por dos causas, por que ni quieren que su doctrina [disciplinam] se extienda al vulgo, ni que los que aprenden, confiados en las letras [litteris] (los escritos), cultiven menos la memoria; lo cual sucede casi a la mayoría, que descuidan la diligencia en aprender bien y la memoria con ayuda de las letras [praesidio litterarum]»105.

Como muestra el comentario de César, el problema de la conveniencia o

inconveniencia de la escritura no fue desconocido por el mundo grecorromano. Una de

las manifestaciones más bellas realizadas durante la Antigüedad en torno a esta cuestión

puede ser localizada en el Fedro de Platón, diálogo de madurez en el que Sócrates,

preocupado por las posibilidades dialógicas del lenguaje escrito, viene a desestimar los

discursos redactados con tinta, incapaces de defenderse a sí mismos, en favor de

aquellos otros que se escriben en el alma del que escucha:

«Así, pues, tanto el que deja escrito un manual, como el que lo recibe, en la idea de que de las letras derivará algo cierto y permanente, está probablemente lleno de gran ingenuidad [...] al creer que las palabras escritas son capaces de algo más que de hacer recordar a quien conoce el tema sobre el que versa lo escrito. [...] Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura [gr a fh/] y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, se callan con gran solemnidad. Lo mismo que les pasa a las palabras escritas [lo/ goi]. Se creería que hablan como si pensaran [le/ gein], pero si se les pregunta con el afán de informarse sobre algo de lo dicho, expresan tan sólo una cosa que siempre es la misma»106.

En las palabras del filósofo ateniense, al igual que hubo de suceder entre los

celtas, podemos localizar las reticencias que todavía en el siglo –IV los griegos sentían

por la literatura escrita, huérfana de padre, en favor de la oralidad. Es evidente que

Platón puso por escrito su propias reflexiones filosóficas bajo la forma de diálogos, sin

embargo, si atendemos a sus propias palabras107, el de Atenas siempre consideró esta

105 Julio César, Guerra de las Galias, VI, 14, 3-4; traducción de García Yebra, V. / Escolar Sobrino, H., Gredos, Madrid, 2001, pp. 242-243. 106 Platón, Fedro, 275 c-d; traducción de Luis GIL, Labor, Barcelona, 1994, p. 366. 107 Platón, Fedro, 276 d.

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labor como una diversión, lo que viene a mostrar el apego que aún sentía por la antigua

forma oral de la tradición griega. Por ello, añorada incluso por Platón, el cual representa

el punto de inflexión en Grecia entre la oralidad y la escritura, cabe preguntarnos por las

características de la tradición oral, ¿cuál fue su utilidad durante la Antigüedad? ¿Por qué

hubo de convertirse en una pieza clave para pueblos como los celtas o los griegos de la

Época Oscura?

Hemos de advertir en primer lugar que no existe contradicción alguna en lo que

acabamos de apuntar y aquello otro que fue afirmado en el segundo apartado del primer

capítulo, a saber, la pertenencia por parte del filósofo ateniense a una nueva corriente de

pensamiento que venía a negar en la Grecia del siglo –IV las formas tradicionales de la

sabiduría, ligadas por herencia a la palabra oral, no escrita. Platón nunca llegó a

oponerse a la oralidad, sino a las pretensiones de veracidad inmanentes a la palabra

asertórica e incuestionable de los antiguos maestros de tradición. Ya advertimos en su

momento que la verdad adquiere en la obra del filósofo ateniense unas connotaciones

que no están presentes entre sus antecesores y rivales, las cuales vienen a hacer de

aquélla, no ya el resultado de la revelación de lo sagrado, sino la adecuación entre el

pensamiento y la esencia de lo pensado. Por todo ello, podemos decir que nada hay en

el giro gnoseológico iniciado por Platón que pueda ser considerado como una crítica a la

oralidad en sí misma. De hecho, como muestra el que escribiera diálogos, el de Atenas

siempre creyó en la razón dialógica, enemiga, como no, de la palabra asertórica, su más

profunda negación. De ahí que el enfrentamiento de Platón con la tradición sólo se

produjera en cuanto al “mensaje”, y no en cuanto al “medio” en el que aquél se

transmitía, pues mientras que en el primero de estos dos niveles el diálogo se opone a la

palabra asertórica, en el segundo, lejos de existir oposición entre oralidad y escritura,

ésta aparece tan sólo como el vástago indefenso del lógos vivo.

Dejando a un lado a Platón, es nuestro propósito, como hemos prometido,

centrarnos a continuación en el papel desempeñado por la oralidad en el devenir de las

costumbres y tradiciones de los pueblos ágrafos de la Antigüedad, y concretamente en el

de la población de la Irlanda pagana. ¿Cuál fue su principal función entre los irlandeses?

¿Qué fue lo que hizo de la oralidad el instrumento de poder de la clase intelectual

druídica?

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Con objeto de ilustrar esta cuestión, el estatuto que los celtas asignaron a la

palabra oral puede ser apreciado de manera inmejorable en la descripción de una de las

divinidades galas realizada en el siglo II por el filósofo escéptico Luciano de Samosata.

El dios en cuestión no es otro que Ogmios, el cual puede ser identificado con el Ogma

de los irlandeses. Según la descripción del autor griego, el cual, debido a la piel de león

y la clava que porta el dios, reconoció en él a Heracles, no cabe duda de que Ogmios-

Ogma se encuentra estrechamente relacionado con el poder seductor de la elocuencia:

«A Heracles los celtas lo llaman Ogmio ( )/ Ogmion), usando una voz del país, y la imagen del dios la pintan muy rara. Para ellos es un viejo en las últimas, calvo por delante, enteramente canoso en los pelos que le quedan, llena su piel de arrugas y tostada hasta la completa negrura, como los viejos lobos de mar. Antes lo tomarías por un Caronte o un Japeto del Tártaro que por Heracles. Pero a pesar de sus trazas, tiene la indumentaria de Heracles: lleva ceñida la piel de león, tiene la maza en la diestra, porta el carcaj en bandolera y su mano izquierda muestra el arco tenso [...] Pero aún no he dicho lo más sorprendente de su imagen. Ese Heracles viejo arrastra una enorme masa de hombres, atados todos de las orejas. Sus lazos son finas cadenas de oro y ámbar, artísticas, semejantes a los más bellos collares. Y, pese a ir conducidos por elementos tan débiles, no intentan la huida –que lograrían fácilmente–, ni siquiera resisten o hacen fuerza con los pies, revolviéndose en sentido contrario al de la marcha, sino que prosiguen serenos y contentos, vitoreando a su guía, apresurándose todos con la cadena tensa al querer adelantarse; al parecer, se ofenderían si se los soltara. Pero lo que me resultó más extraño de todo no vacilaré en relatarlo: no teniendo el pintor punto al que ligar los extremos de las cadenas, pues en la diestra llevaba ya la maza y en la izquierda tenía el arco, perforó la punta de la lengua del dios y representó a todos arrastrando desde ella, ya que se vuelve sonriendo a sus prisioneros»108.

Es evidente que Luciano de Samosata no comprendió en un primer momento el

alcance mítico de la imagen del dios Ogmios, pues, como él mismo confiesa, quedó

confundido ante la inusual ubicación de las conexiones que, bajo la forma de finas

cadenas, conectaban la lengua del dios con las orejas de sus cautivos. Lo cierto es que

no podemos reprenderle por ello, pues mientras que los griegos habían dejado atrás la

oralidad hacía siglos, entre los celtas, en cambio, ésta se encontraba todavía

perfectamente activa y operante. Como consecuencia, bajo ningún concepto debemos 108 Luciano de Samosata, Heracles, 1-3; traducción de Espinosa Alarcón, A., Gredos, Madrid, 1981, pp. 96-97.

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buscar en Ogmios el tipo de dios-héroe que representa Hércules. Al contrario, más allá

de la clava y la piel de león, la fuerza que exhibe el dios no es física, sino intelectual,

pues, qué duda cabe, el dios céltico que aparece descrito en el texto de Luciano no es

otro que el de la elocuencia; circunstancia ésta por la que se lo representa en edad tan

avanzada, a la manera de los ancianos y druidas que habían dedicado sus vidas al

estudio y la instrucción. Por lo tanto, es el poder de la palabra lo que subyace a la

imagen mítica del dios, el mismo poder que pudimos observar en la antigua sabiduría

griega109 y el mismo que sólo puede manifestarse de esta manera en poblaciones donde

la oralidad, a través de la memoria de los maestros de verdad y de tradición, es el medio

de preservación de la cultura.

Una vez mostrado el vínculo que une la palabra con las formas orales que

dominan la cultura y el pensamiento de los pueblos iletrados, cabe ahora preguntarnos

por otro tipo de relación no menos importante, la cual puede ser localizada en el

binomio que a continuación nos proponemos estudiar, a saber, el formado por la

tradición oral y el pensamiento mítico. Pues, no debemos olvidarlo, el pensamiento

específico de las sociedades ágrafas se encuentra profundamente estructurado en

función de las posibilidades que le ofrece la oralidad como soporte.

Tal y como ha sido expresado por Eric A. Havelock en su obra ya clásica La

musa aprender a escribir, en poblaciones como la griega de la Época Oscura o la

irlandesa pagana, la oralidad fue «el instrumento que servía para establecer una

tradición cultural»110. De hecho, continúa aquél, no puede negarse que en estos grupos

humanos el lenguaje oral, «lo que dice y la manera de decirlo, conforma él mismo la

tradición que guía la conducta social»111. Ahora bien, más allá de la equivalencia en

estas sociedades entre tradición y oralidad, la sola presencia de esta última como medio

acústico de almacenamiento y transmisión cultural hubo de preformar la manera según

la cual estos pueblos fueron capaces de aprehender su entorno entregándolo a un tipo de

pensamiento que hemos de reconocer como mítico. En éste, el lenguaje abstracto al que

conduce la alfabetización no se encuentra presente; no, al menos, como lo concebimos

109 Léase en este respecto el pequeño escrito atribuido a Gorgias, Encomio de Helena. 110 Havelock, E. A., La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona, 1996, p. 105. 111 Havelock, E. A., La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona, 1996, p. 108.

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en nuestra cultura. Por ello, en lugar de las fórmulas abstractas que prescriben en las

sociedades alfabetizadas el comportamiento a seguir, en las culturas iletradas son los

casos concretos que representa el mito los que sirven de modelo de comportamiento

para la población.

Dicho esto, teniendo en cuenta que durante las últimas páginas hemos intentado

mostrar brevemente el influjo de la oralidad sobre las sociedades en las que opera, antes

de concluir este segundo capítulo no podemos eludir una última cuestión, la cual no se

halla muy alejada de la que ya hemos mencionado en el párrafo anterior. Se trata en este

caso de dilucidar hasta qué punto el examen de los mitos orales irlandeses puede dar

cuenta de los patrones y modelos sociales vigentes entre los habitantes de la isla. Es

decir, ¿son los mitos irlandeses, bajo la forma que han llegado hasta nosotros,

susceptibles de reflejar la organización social y las creencias religiosas de la Irlanda

pagana? Como vamos a ver a continuación, no es ésta una tarea sencilla, pues, en

efecto, entre nosotros y el entorno de realidades que queremos desentramar se

interponen no menos de dos problemáticas diferentes.

Por un lado, lo que las leyendas y relatos orales de los irlandeses vienen a

mostrarnos de su pasado pagano, lejos de ser el reflejo directo de una realidad social,

corresponde en muchos aspectos al intento por parte de los amanuenses que los pusieron

por escrito de recrear un marco social y material que hacía ya tiempo había dejado de

existir. Es cierto que las costumbres y tradiciones célticas que sobrevivieron al tránsito

que condujo a Irlanda desde la Edad del Hierro hasta la Edad Media han sido

atestiguadas por la arqueología como numerosas, sin embargo, todo parece indicar que

en este proceso muchas otras hubieron de perderse. Por ello, a pesar de que los relatos

de que disponemos dan cuenta en no pocas ocasiones de las formas de vida propias de

la Edad del Hierro, el retrato de la sociedad que en ellos aparece corresponde en esencia

con el de la Irlanda de los primeros tiempos del Cristianismo (siglos V-VIII).

Por otra parte, como ya mostrara Claude Lévi-Strauss en su Antropología

estructural dos, los relatos míticos pertenecientes a tradiciones orales, incluso aquellos

que los antropólogos recogen de primera mano, no siempre responden fielmente a la

realidad del grupo social que los crea. «La relación del mito con lo dado es segura»,

escribe aquél, «pero no en forma de re-presentación. Es de naturaleza dialéctica, y las

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instituciones descritas en los mitos pueden ser inversas de las instituciones reales»112; lo

que aplicado a nuestro análisis viene a suponer que las costumbres y tradiciones que

aparecen en los diferentes mitos irlandeses no tienen por qué corresponder con modelos

de comportamiento a seguir, sino con verdades negativas, esto es, con contramodelos

susceptibles de ser evitados por la población.

Ahora bien, habida cuenta del objeto concreto de nuestro estudio, ninguna de

estas dos problemáticas puede impedirnos completamente el acceso a las formas míticas

del antiguo pensamiento irlandés, pues, como apunta Lévi-Strauss113, si bien hemos de

evitar buscar en los mitos el fiel reflejo de la realidad etnográfica a la que pertenecen o a

la que se retrotraen, a través del estudio y el análisis de las composiciones de tradición

oral nos es perfectamente posible acceder a las categorías inconscientes del pensamiento

mítico que hubo de crearlas; categorías que difícilmente pueden aparecer disfrazadas y

cuya pervivencia a lo largo de los tiempos se ve favorecida por su propia naturaleza oral

e inconsciente. Por lo tanto, no existen motivos para detener nuestra investigación, la

cual aparece perfectamente viable.

Dicho esto, una vez preparado el terreno para el análisis de las estructuras

míticas del antiguo pensamiento céltico irlandés, damos por concluido este segundo

capítulo. En las páginas que figuran a continuación es nuestro propósito acercar al lector

al conjunto de las relaciones que constituyen la vida intelectual de la antigua Irlanda.

Para ello, siguiendo la división ofrecida por Georges Dumézil, nos centraremos en la

primera de las tres funciones indoeuropeas, a saber, aquella que se ocupa de la

administración de lo sagrado, del poder y de la justicia, y la cual, a través del binomio

rey-druida, viene a articularse en torno a la soberanía sagrada sin cuya presencia

perfectamente reglada no puede concebirse entre los celtas la vida en sociedad. Así

pues, sin más dilación, podemos pasar ya al estudio de estas cuestiones.

–CAPÍTULO III–

112 Lévi-Strauss, C., “La gesta de Asdiwal”; en Antropología estructural. Mito, sociedad, humanidades, Siglo XXI, México D. F., 2004, p. 169. 113 Lévi-Strauss, C., “La gesta de Asdiwal”; en Antropología estructural. Mito, sociedad, humanidades, Siglo XXI, México D. F., 2004, p. 170.

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EL DRUIDA, EL REY Y LA SOBERANÍA SAGRADA

En el año 82, en la región septentrional de la isla de Bretaña, apenas separada de

Irlanda por una estrecha franja de mar, Cneo Julio Agrícola, gobernador romano de la

provincia, hubo de recibir la visita de ciertos caudillos irlandeses, los cuales solicitaron

su ayuda para poner fin a los conflictos internos en los que se encontraba sumida su

propia isla. Apunto estuvo Agrícola de enviar algunos de sus contingentes a Irlanda,

pero los planes de ocupación se vieron sucesivamente postergados, hasta que finalmente

quedaron paralizados. Con ello, el último de los pueblos célticos libres pudo continuar

su propio devenir histórico sin que la larga mano de la romanización llegara nunca a

alcanzarlo.114 Más preocupada por los asuntos que acaecían dentro de sus amplias

fronteras, poco sabía Roma del gran favor que estaba haciendo a la historia de la

humanidad, pues sólo gracias a su indecisión podemos hoy contemplar en el caso

irlandés el único escenario en el que los antiguos celtas, a través de las fuentes que

obran en nuestro poder, todavía pueden hablarnos con su propia voz.

Ajena al dominio romano, la estructura social irlandesa evolucionó de manera

plenamente autónoma durante los primeros siglos de nuestra era, prolongando de ese

modo su carácter céltico hasta bien entrada la Alta Edad Media. Por ello, con objeto de

acercar al lector al escenario donde hubieron de fraguarse los mitos que van a constituir

en las siguientes páginas el fundamento de nuestro análisis, es nuestro propósito

detenernos brevemente en el comentario de la estructura básica de su sociedad.

De acuerdo con la opinión del eminente historiador Daniel A. Binchy, la antigua

sociedad irlandesa puede ser descrita como «tribal, rural, jerárquica y familiar (usando

esta palabra en su más antiguo sentido, donde indica una sociedad en la que la familia,

no el individuo, es la unidad)– en completo contraste con la sociedad unitaria,

urbanizada, igualitaria e individualista de nuestro tiempo»115. Bajo estos parámetros, era

la posesión de propiedad privada, principalmente ganado y objetos de lujo, lo que

afianzaba a los miembros de las familias que formaban las clases privilegiadas por

114 El hallazgo arqueológico en 1996 de una fortaleza romana apenas a quince millas de Dublín no altera en absoluto el alcance de nuestra afirmación, pues, aún así, Irlanda jamás fue romanizada. 115 Binchy, D. A., “Secular institutions”; en Early Irish society, Cultural Relations Committee of Ireland, Dublín, 1954, p. 54.

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encima de las gentes del común. Pues, al igual que en la Ilíada, poema que comparte sus

rasgos arcaizantes con las composiciones irlandesas más antiguas, la estima de un

hombre, ya fuera éste hábil y valeroso, se juzgaba en relación al estatuto de su familia.

Así aparece reflejado, al menos, en uno de los relatos más populares del Ciclo del

Ulster, El cuento del cerdo de Mac Dathó, donde uno de los guerreros que pugna por

trinchar el enorme cerdo que el anfitrión ofrece como plato fuerte de su banquete no

duda a la hora de mofarse del origen humilde de uno de sus rivales:

«¿Y qué –dijo Cet–, los hijos de pastores [bachlach] con sus motes van a pelear conmigo?»116.

Asimismo, en tanto que muestra del papel desempeñado por las riquezas entre

los antiguos irlandeses, pero también en cuanto que reflejo de la necesidad del carácter

aristocrático en relación a las clases privilegiadas, no podemos dejar de mencionar aquí

la famosa escena con la que se inicia El robo del toro de Cooley en su versión del Libro

de Leinster. En esta escena, comúnmente conocida como “La conversación sobre la

almohada”, la reina Medb de Connacht y su marido, Ailill, rivalizan entre sí por causa

de sus riquezas personales, lo que les conduce, sin que parezca importarles, a robar el

famoso toro ulate y, como consecuencia, a la guerra contra la vecina provincia del

Ulster.117

No necesitamos ahondar más en estas cuestiones, pues correríamos el riesgo de

alejarnos demasiado del auténtico propósito de este capítulo y del enfoque que más le

conviene. Creemos que con lo expuesto es suficiente para que el lector pueda hacerse

una mínima idea acerca de las características más relevantes de la antigua sociedad

irlandesa, especialmente en lo que se refiere a las clases privilegiadas. Pues, no lo

olvidemos, en la Irlanda pagana los miembros de la clase intelectual, los druidas, 116 Scél Mucci Mic Dathó, § 12; traducción de Moralejo Laso, A., “Cuentos de la cerda de Mac Dathó”; en Homenaxe a Álvaro Cunqueiro, Universidade de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela, 1982, p. 161. Quien así lo desee puede consultar también el original irlandés junto con una traducción inglesa en la edición de Chadwick, N. K., An early Irish reader, Cambridge University Press, Cambridge, 1927, pp. 12 y 21. Baste aquí indicar las connotaciones peyorativas inherentes al término irlandés designado para referir al pastor y siervo, bachlach, una de cuyas acepciones denota a la persona ignorante, al patán. 117 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 1-87; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 1-3 y 137-140.

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pertenecían a los estratos privilegiados, donde ocupaban una posición tan relevante

como la de su rey. Dicho esto, por lo tanto, podemos pasar ya sin más dilación al

primero de los tres apartados que han de conducirnos en este capítulo a desentramar

algunas de las claves más importantes que conforman el antiguo pensamiento céltico

irlandés.

–6–

LA INSTITUCIÓN DRUÍDICA: SABIOS, ADIVINOS Y POETAS

Si hemos de seguir la opinión de Jean Markale, la institución druídica hubo de

concernir «a todos los celtas sin excepción», tanto a los goidelos como a los bretones,

constituyendo «uno de los cimientos de la unidad céltica»118. Para elaborar este

razonamiento, los especialistas se sirven principalmente de los comentarios de Julio

César, los cuales conforman una de las referencias más importantes en este respecto,

sobre todo si tenemos en cuenta el hecho de que el procónsul romano llegó a conocer en

profundidad a los galos. Debido a su utilidad, es nuestro propósito citar a continuación

algunos de estos comentarios sobre la institución druídica que aparecen en la obra de

César, para lo cual habremos de ignorar en esta ocasión, por irrelevantes, las

acusaciones que puedan considerarlos como propaganda de utilidad política cuyo

objetivo era justificar la ocupación de la Galia:

«[Los druidas] atienden el culto divino [rebus divinis intersunt], ofician en los sacrificios públicos y privados [sacrificia publica ac privata procurant], interpretan los misterios de la religión [religiones interpretantur]: a ellos acude gran número de adolescentes para instruirse, y les tienen mucho respeto. Pues ellos sentencian casi todas las controversias públicas y privadas y, si se comete algún delito, si ocurre alguna muerte, si hay algún pleito sobre herencias o linderos, ellos son los que deciden y determinan los premios y los castigos: si alguna persona, particular o pública, no se atiene a su fallo, la ponen en entredicho de los sacrificios. Este castigo es para ellos el más grave. [...] Al frente de todos estos druidas hay uno, que tiene entre ellos la autoridad suprema. Muerto éste, o bien le sucede otro que aventaje a los demás en prestigio o, si hay varios iguales, se hace la elección por

118 Markale, J., Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989, p. 29.

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votación de los druidas; en ocasiones, llegan a disputarse la primacía con las armas. En cierta época del año, se reúnen los druidas en un lugar sagrado [in loco consecrato]119 del país de los carnutes, considerado como el centro de toda la Galia. Aquí concurren de todas partes los que tienen pleitos, y se atienen a sus decretos y sentencias»120.

Cierto es, no todos lo fragmentos que pueden ser extraídos de la obra de César

son tan objetivos como éste, más ¿por qué habríamos de poner en duda la veracidad del

aquí citado? ¿Dónde se encuentran en él los elementos etnocéntricos que pueden ser

reconocidos como propaganda política anti-céltica? No cabe, por lo tanto, poner en

entredicho las buenas intenciones del procónsul romano; no, al menos, en esta ocasión.

Asimismo, tampoco es posible acusarle de no haber comprendido correctamente el

alcance de la institución que tuvo oportunidad de conocer, pues, más allá de la

confianza que nos transmiten sus siete años de campaña en tierras célticas, al ser

contrastada con el resto de los informes que poseemos sobre el druidismo, la

descripción de César no puede sino aparecer como perfectamente fiable.

Una vez libres de toda sospecha, los comentarios del procónsul nos obligan a

reconocer en el druidismo la columna vertebral de la antigua sociedad céltica. En efecto,

no es difícil descubrir en los druidas a los auténticos guías e ideólogos de la población,

siempre dispuestos a interceder en los asuntos tanto públicos como privados, ya fueran

éstos de carácter práctico o contemplativo. De hecho, fue precisamente esta amplitud de

sus ocupaciones la que llevó a sus vecinos grecorromanos a nombrarles como filósofos.

Así lo hace, al menos, Cicerón, quien tuvo el honor de coincidir y conversar con uno de

éstos druidas galos:

«llegué a conocer personalmente al heduo Diviciaco [...], quien manifestaba conocer la ciencia de la naturaleza [naturae rationem], a la que los griegos llaman physiología [fusiologi/ a n]»121.

Lo que no dista mucho de lo también expuesto por César:

119 Probablemente en el interior de un bosque, ocupando un claro del mismo. 120 Julio César, Guerra de las Galias, VI, 13, 4-12; traducción de Valentín García, Yebra, V., / Escolar Sobrino, H., Gredos, Madrid, 2001, pp. 238-241. 121 Cicerón, Sobre la adivinación, I, 41, 90; traducción de Escobar, A., Gredos, Madrid, 1999, p. 119.

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«[Los druidas] disputan y enseñan a la juventud [disputant et iuventuti tradunt] muchas cosas acerca de los astros y del movimiento de ellos [de sideribus atque eorum motu], acerca de la magnitud del mundo y de las tierras [de mundi ac terrarum magnitudine], de la naturaleza de las cosas [de rerum natura], de la fuerza y poder de los dioses inmortales [de deorum immortalium vi ac potestate]»122.

En tal caso, según puede observarse en estas citas, cabe admitir la posibilidad de

que la clase intelectual céltica conociera, no ya la astronomía, lo que es muy posible,

sino, incluso, la filosofía natural o physiología, por lo que habrían alcanzado los cuatro

primeros niveles de los cinco que, según Aristóteles123, conformaban la antigua

sabiduría124. Mas, ¿hasta dónde hubieron de extenderse sus conocimientos?

Si seguimos las fuentes irlandesas, los filid o druidas formaban parte del grupo

instruido conocido como áes dána, esto es, la «gente de dones especiales»125. Este

grupo, al que ya nos hemos referido en más de una ocasión como “clase intelectual”,

estaba formalmente integrado por todos aquellos que se habían entregado al estudio

prolongado hasta alcanzar cualesquiera de las numerosas especialidades de la jerarquía

druídica, algunas de las cuales ya fueron citadas en el segundo capítulo. Por ello, ya

actuaran como médicos, juristas o historiadores de la tradición, ya como adivinos,

poetas o artesanos de gran habilidad, no cabe duda de que los sacerdotes y filósofos

pertenecientes al áes dána monopolizaban la totalidad de la vida intelectual irlandesa:

«soy fuerte [dice Sencha], soy listo [am trebar], soy noble [am án], soy diestro en las incursiones enemigas, soy consumado poeta [am ollam], soy sabio [am gáeth]. No soy olvidadizo. Converso con el rey. Estoy atento a sus palabras. Soy árbitro en los combates ante Conchobar, ante Conchobar

122 Julio César, Guerra de las Galias, VI, 14, 6; traducción de Valentín García, Yebra, V., / Escolar Sobrino, H., Gredos, Madrid, 2001, pp. 242-243. 123 Desgraciadamente, Acerca de la filosofía, la obra de Aristóteles que se ocupaba de estas cuestiones, no ha llegado hasta nosotros, a pesar de lo cual su contenido nos es parcialmente conocido gracias a los cometarios de autores más tardíos. En su libro Los siete sabios (y tres más), Alianza, Madrid, 1996, pp. 19 y ss., Carlos García Gual ha traducido los comentarios de uno de éstos autores, Juan Filópono, el cual viene a recuperar para la posteridad las líneas centrales de la división establecida por el de Estagira. 124 Siendo el quinto y último no otro que la filosofía primera, también conocida como metafísica. 125 Adoptamos aquí la traducción ofrecida por Eamon Butterfield en el “Epílogo histórico” incluido en El perro del Ulster. Una gesta de la antigua Irlanda, Muchnik, Barcelona, 1988, p. 208.

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victorioso en la batalla. Yo dicto la sentencia en el Ulad [concertaim bretha Ulad] sin mover a rebeldía a las partes»126;

descripción ésta que, además de concordar perfectamente con lo expuesto por César en

sus comentarios, viene a situar a los druidas a la misma altura que los sabios, magos y

chamanes, todos ellos representantes de un tipo concreto de sabiduría que en Grecia

hubo de ganarse la adhesión de figuras como Pitágoras o Empédocles y que Platón

terminó por transponer al plano de la filosofía. Ahora bien, más allá de las diversas

especializaciones que pueden ser constatadas entre los miembros de la clase intelectual

céltica, durante las próximas páginas es nuestro propósito centrarnos exclusivamente en

las funciones druídicas de los dos grandes maestros de la palabra sagrada, a saber, el

adivino y el poeta.

Por lo que se refiere a las facultades adivinatorias de los celtas, en las fuentes

grecorromanas pueden localizarse numerosas referencias que ponen de manifiesto el

proceder mántico de los druidas. Cicerón, sin ir más lejos, no duda en señalar al druida

heduo Diviciacos como intérprete de presagios a la manera del homérico Calcante:

«predecía [profitebatur] –en parte a través de augurios [partim auguriis], y en parte a través de pronósticos [partim coniectura]– lo que iba a pasar [quae essent futura]»127.

Sin embrago, es Diodoro de Sicilia, en un pasaje que suele atragantárseles a los

especialistas más celtófilos, quien mejor viene a ilustrar el componente sagrado de la

adivinación inductiva:

«Los galos [...] recurren a adivinos [ma/ ntes in], a los que consideran merecedores de gran reconocimiento; estos adivinos predicen el futuro mediante la observación del vuelo de los pájaros y el sacrificio de las víctimas, y todo el pueblo está atento a sus dictados. Observan una

126 Compert Con Culainn, § 7; traducción de Ortiz, P., / Renales, J., “La concepción de Cú Chulainn”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, p. 66. Quien así lo desee puede consultar el original irlandés en la edición de Van Hamel, A. G., “Compert Con Culainn”; en Compert Con Culainn and other stories, Stationery Office, Dublín, 1933, p. 7. 127 Cicerón, Sobre la adivinación, I, 41, 90; traducción de Escobar, A., Gredos, Madrid, 1999, p. 119.

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costumbre extraña e increíble, sobre todo cuando deben indagar respecto a algunos asuntos de importancia; en estos casos, en efecto, ofrecen en sacrificio la vida de un hombre, al que apuñalan con una daga en un lugar situado encima del diafragma, y cuando cae el hombre acuchillado, a partir de la observación de la caída, de la convulsión de los miembros, y también de la efusión de la sangre, los adivinos comprenden el futuro, fieles a una antigua práctica de observación de estos hechos usada durante muchos años»128.

Más allá del rechazo que la lectura de este tipo de comentarios suele suscitar hoy

en día, el sacrificio de seres humanos durante la Antigüedad, lejos de suponer una

aberración, hubo de poseer un significado y una utilidad bien definidas.129 En el caso

concreto de los celtas, el sacrificio no implicaba connotaciones sociales negativas. Al

contrario, a través de la muerte ritual de la víctima, la cual no siempre era forzada a

entregar su vida, el druida, en tanto que representante de la comunidad, entraba en

contacto con el trasfondo sagrado de la realidad desde el cual extraía el conocimiento de

lo trascendente. Este conocimiento era considerado de gran utilidad por la población, lo

que, hasta cierto punto, viene a explicar la gran estima que el grupo social mostraba

hacia sus druidas. Por otro lado, al entregar su vida como ofrenda, el así sacrificado

pasaba a ser él mismo sagrado, pues no otro parece haber sido entre los indoeuropeos el

significado del sacrificio, sino “hacer sagrado”. Por todo ello, aunque actualmente

pueda parecernos cruel, en tanto que proceder adivinatorio, el sacrificio céltico no puede

entenderse independientemente del trasfondo sagrado que siempre hubo de rodear las

intervenciones de los druidas permitiéndoles conocer, en último término, el grado de

integración de la sociedad en la naturaleza. Pero no adelantemos esta última cuestión,

pues será tratada con detenimiento en los siguientes apartados de este capítulo.

Dejando a un lado los sacrificios, la antigua literatura irlandesa también abunda

en pasajes donde los miembros de la clase intelectual druídica, a través de su visión

mántica, emiten profecías que, tarde o temprano, terminan por cumplirse. Tal es el caso,

128 Diodoro de Sicilia, Biblioteca histórica, V, 31, 3; traducción de Torres Esbarranch, J. J., Gredos, Madrid, 2004, pp. 275-276. Este tipo de sacrificio adivinatorio céltico ha sido cuidadosamente estudiado por García Quintela, M. V., en su artículo “El sacrificio humano adivinatorio céltico y la religión de los lusitanos”, Polis 3 (Madrid, 1991), pp. 25-37. 129 Léase el ensayo conjunto de Hubert, H. / Mauss, M., “De la naturaleza y de la función del sacrificio (1899)”; en Mauss, M., Lo sagrado y lo profano. Obras I, Barral, Barcelona, 1970, pp. 143-262. Asimismo, también puede consultarse la obra de Benveniste, E., Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Taurus, Madrid, 1983, pp. 350 y 371-376.

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por ejemplo, de la profecía que figura en el relato conocido como La embriaguez de los

ulates, donde, por confusión de los escribas, se narra una cabalgata imposible que

termina por conducir a los guerreros del Ulster, ebrios y extraviados, a la región

suroccidental de la isla, poblada por su rivales. Éstos, alarmados por la súbita aparición

de los campeones del norte, no dudan en interrogar a un anciano ciego, el cual se

muestra perfectamente capaz de recordar la antigua profecía druídica que largo atrás

había previsto la llegada de los ulates junto con la manera más propicia para acabar con

ellos.130

Efectivamente, los pasajes como éste que pueden ser localizados en los

manuscritos irlandeses son numerosos, sin embargo, más allá de su número y utilidad,

es el examen del propio nombre de los druidas el que mejor nos puede indicar en este

momento de la exposición la verdadera naturaleza de las facultades adivinatorias que,

según las fuentes, hubieron de poseer los miembros de la clase intelectual céltica.

Tal como dijimos en el segundo capítulo, el vocablo goidélico empleado por los

antiguos habitantes de la isla para nombrar a sus druidas suele aparecer en los

manuscritos irlandeses bajo la forma druid (druí en singular). Ahora bien, si hemos de

seguir a Jean Markale, esta forma (druí) proviene del antiguo céltico druwid, el cual

«puede descomponerse fácilmente en dru-, prefijo aumentativo con sentido

superlativo», «y en wid, término emparentado con la raíz indoeuropea del latín videre,

“ver”, y del griego idein, igualmente “ver” y “saber”»131. Por lo tanto, la naturaleza

superior de la sabiduría druídica se encontraría justificada por la potencia de su visión

intelectiva; la misma que hace de Cathbad uno de los más destacados druidas del Ulster,

siempre dispuesto a revelar los designios que se ocultan tras lo cotidiano:

«Cathbad el druida se encontraba instruyendo a sus discípulos en el noreste de Emain [...]. Uno de ellos preguntó a su maestro qué agüero [shén] y augurio [solud] traía ese día, si bueno o malo. Entonces dijo Cathbad que un

130 Mesca Ulad, §§ 42-43, vv. 787-816; editado en irlandés por Carmichael Watson, J., Mesca Ulad, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1983, pp. 35-36. Traducido al castellano por Ortiz, P. / Renales, J., “La embriaguez de los ulates”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, pp. 160-161. 131 Markale, J., Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989, p. 24.

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muchacho que tomara las armas (ese mismo día) sería noble y afamado, aunque de corta y pasajera vida»132;

de ahí que Cú Chulainn, quien accidentalmente había oído las palabras de Cathbad, se

dirigiera rápidamente al encuentro de su padre nutricio, el rey Conchobar, para recibir

de él las armas y el carro propios de los guerreros irlandeses.

Por lo demás, si en los manuscritos es la visión profética la que posibilita a los

druidas como Cathbad el acceso a los designios ocultos, en otras ocasiones es el valor

sagrado y asertórico de su palabra, sostenida por aquélla, la que les permite imponer los

destinos. Así sucede, por ejemplo, en el famoso pasaje incluido en El robo del toro de

Cooley en el que el gran héroe del Ulster, cuyo auténtico nombre es Sétanta, recibe su

famoso apodo, Cú Chulainn (Perro de Culann) de boca de Cathbad. Según cuenta el

relato, Culann el herrero había invitado a Conchobar, el gran rey del Ulster, a un

banquete que hubo de celebrarse en su hacienda. Ésta se encontraba protegida por un

enorme perro cuyo cometido, aquella noche, no era otro que velar por la seguridad de

los invitados, incluido Conchobar. Una vez que todos se encontraban en el interior de la

casa, aparece el jóven Sétanta, quien había recibido permiso por parte del rey para

asistir al banquete de su anfitrión. Cumpliendo con su cometido, el perro ataca al

muchacho, por lo que éste no tiene más remedio que matarlo, provocando gran sorpresa

entre los asistentes y una profunda aflicción en el herrero; circunstancia ésta que

conduce a Sétanta a ofrecerse él mismo como guardián de las posesiones de Culann y

ante la cual Cathbad no puede sino emitir el siguiente dictamen:

«Tu nombre será entonces Cú Chulainn (el Perro de Culann)»133.

132 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 922-927; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 25 y 163. Este mismo pasaje puede ser localizado en la versión que recoge el Libro de la vaca parda, O´Rahilly, C., Táin Bó Cúailnge. Recension I, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002, vv. 610-615, pp. 19 y 142. 133 Táin Bó Cúailnge (versión del Libro de la vaca parda), v. 603; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúailnge. Recension I, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002, pp. 19 y 142. El pasaje también figura en la versión del Libro de Leinster, Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, vv. 907-908, pp. 25 y 162-163.

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Desde ese día, tal y como dijera el druida, el niño se convirtió en el gran

defensor del Ulster, comportándose como su perro guardián, siempre dispuesto a darlo

todo, incluso su vida, para salvaguardar la integridad de la provincia, aun cuando para

ello tuviera que enfrentarse él solo contra todos los ejércitos de Irlanda.

Por otro lado, el cual se encuentra en estrecha relación con el episodio que

acabamos de resumir (esto es, con la capacidad de los druidas para fijar los destinos),

entre los miembros de la clase intelectual irlandesa también nos es posible localizar a

los encargados de administrar y dar a conocer a la población el aspecto negativo de lo

sagrado. En efecto, todo lo que sabemos a propósito de los druidas parece indicarnos

que eran ellos quienes prohibían el contacto con aquello que, de acuerdo con su visión

profética, podía resultar fatal para un determinado individuo o para el conjunto de la

comunidad. Es aquí, de hecho, donde debemos buscar el origen de los famosos

interdictos y prohibiciones, conocidos como gessi, que pueblan las páginas de los

manuscritos irlandeses. La manera de imponer estos interdictos consistía en

proclamarlos verbalmente, lo que nos sitúa de nuevo ante el carácter sagrado y

asertórico de la palabra. Además, si tenemos en cuenta que su transgresión traía la

desgracia, es muy posible que estos tabúes terminaran apareciendo ante la comunidad

como las condiciones necesarias para el mantenimiento del equilibrio que debía existir

entre la sociedad humana y el trasfondo sagrado de la realidad cotidiana. Éste y no otro

parece ser el significado de los extraños interdictos que figuran en el relato irlandés

conocido como El ataque a la casa de huéspedes de Dá Derga. En éste, el reinado de

Conaire mac Mess Buachalla sobre Tara aparece sujeto a no menos de siete gessi cuya

transgresión por parte del rey le supone su propia perdición y la de su gente:

«No llegarás a Tara rodeándola por el sur ni a Bregia rodeándola por el norte. No deberás cazar las bestias salvajes de Cerna. No saldrás más allá de Tara cada novena noche. No dormirás en una casa donde el resplandor del hogar sea visible después de la puesta del sol [...]. Tres de rojo no irán delante de ti a la casa de otro de rojo. Ningún robo será cometido en tu reinado. Después de ocultarse el sol ninguna mujer u hombre entrará en la casa donde tú estés. No detendrás la disputa de dos de tus hombres»134.

134 Togail Bruidne Dá Derga, § 16; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stokes, W., “The destruction of Dá Dergas´s hostel”, Revue Celtique 22 (París, 1901), pp. 26-27.

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En efecto, si la soberanía fue siempre para los celtas un asunto de índole sagrado

donde se jugaba el porvenir y la prosperidad de todo el grupo humano, la naturaleza de

las gessi impuestas sobre Conaire no podían sino indicar la brevedad y futilidad de su

reinado.

Dejando a un lado la visión profética, el estatuto sagrado de la palabra, tal y

como ha sido descrito, puede ser igualmente localizado entre los poetas y maestros de

tradición vinculados a la clase intelectual druídica. En este respecto, la composición

irlandesa conocida como El libro de las invasiones incorpora unos versos en los que su

autor llega a nombrase a sí mismo como maestro de verdad a la manera de los antiguos

poetas griegos:

«Yo soy Ua Floind, aquel que ha elegido llevar las verdades [fioru] hasta los reyes»135;

es decir, aquel que comparte con los reyes la verdad (fír, fírinne) que reside en sus

versos. La misma verdad que otro de los poetas que intervienen en la compilación dice

poseer, sin mentira alguna, cuando recita la lista de los líderes goidélicos que

arrebataron la isla de Irlanda a las tribus semidivinas conocidas como Túatha Dé

Danann:

«la memoria [memra] de sus nombres retengo, sin mentira [gan iomarbá]»136.

Por otro lado, como ya ocurriera en Grecia, los irlandeses también hubieron de

soñar con realizar hazañas que pudieran ser narradas o cantadas por los poetas,

adquiriendo de ese modo un renombre inmortal. Este mismo deseo, sin ir más lejos,

puede ser constatado perfectamente en uno de los pasajes de El robo del toro de Cooley 135 Leabhar Gabhála, § 41; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stewart Macalister, R. A. / Macneill, J., Leabhar Gabhála. The book of conquests of Ireland, Hodges, Figgis and Company Ltd., Dublín, 1916, pp. 70-71. Una traducción no muy lejana a la nuestra es ofrecida por Ramón Sainero en Leabhar Ghabhála. El libro de las invasiones, Akal, Madrid, 1988, p. 72. 136 Leabhar Gabhála, § 170; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stewart Macalister, R. A. / Macneill, J., Leabhar Gabhála. The book of conquests of Ireland, Hodges, Figgis and Company Ltd., Dublín, 1916, pp. 246-247; Sainero, R., Leabhar Ghabhála. El libro de las invasiones, Akal, Madrid, 1988, p. 178.

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en el que Cú Chulainn, al día siguiente de haber sembrado el pánico y la destrucción

entre las filas incursoras, decide salir bien temprano al campo de batalla para mostrarse

ante los poetas enemigos, los cuales habrían de inmortalizarle en sus versos, libre del

furor guerrero que deformara su aspecto la noche anterior:

«Por la mañana, Cú Chulainn salió a reconocer la hueste y mostrar así su grácil y bello aspecto a las mujeres, muchachas y damas, a los poetas [filedaib] y áes dána, pues no tenía por honorable ni por digna la terrible y mágica apariencia bajo la que se había mostrado la noche anterior»137.

Sin embargo, el pasaje que mejor puede mostrarnos la importancia que llegó a

tener el renombre entre los irlandeses no es otro que aquel en el que Cú Chulainn, como

ya vimos, acepta una breve vida si con ello puede alcanzar fama duradera.138

También Fer Diad, el gran oponente y hermano de armas de Cú Chulainn, no

tiene más remedio que enfrentarse con éste en combate singular para evitar de ese modo

la vergüenza de las sátiras que los poetas, por orden de la reina Medb de Connacht,

podrían lanzar contra él:

«mensajeros y heraldos fueron enviados ante Fer Diad. Pero Fer Diad los rechazó y esquivó y de nuevo los volvió a rechazar negándose a ir con ellos, pues sabía para qué le querían, para pelear con su amigo, compañero y hermano de armas, Cú Chulainn mac Sualtaim, así que no fue con ellos. Entonces Medb le envió druidas [drúith], poetas satíricos [glámma] y mordaces oradores [crúadgressa] para que, contra él, lanzaran tres burlas [áera] y tres sátiras [glámma dícend] que jamás lo abandonaran y le hicieran surgir sobre su cara tres ampollas [bolga] –vergüenza [ail], reproche [anim] y deshonra [athis]–, las cuales habrían de matarlo antes de nueve días si es que no moría el primero»139.

137 Táin Bó Cúailnge (versión del Libro de la vaca parda), vv. 2336-2340; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúailnge. Recension I, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002, pp. 71 y 189. Véase también la versión del Libro de Leinster, Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, vv. 2338-2342, pp. 63 y 203-204. 138 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 915 y ss; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 25 y ss. y 163 y ss. Este mismo pasaje puede ser localizado en la versión que recoge el Libro de la vaca parda, O´Rahilly, C., Táin Bó Cúailnge. Recension I, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002, vv. 610 y ss, pp. 19 y ss. y 142 y ss. 139 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 2617-2625; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 71-72 y 211-212. Este mismo pasaje puede ser localizado en la versión que recoge el

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Qué duda cabe, ningún otro pasaje de entre todos los que pueden ser localizados

en la antigua literatura irlandesa es capaz de ilustrar, tal y como éste lo hace, el poder

eficaz de la palabra druídica, pues ésta, si llegaba a ser encauzada en último extremo en

la sátira conocida como glám dícenn, podía incluso poner fin a la soberanía del rey,

atacando los cimientos sagrados sobre los cuales su reinado venía a sostenerse. En

consecuencia, siendo menos que rey, ¿cómo no habría Fer Diad de aceptar el combate

que los druidas le imponen? Por ello, temeroso de lo que los poetas pudieran hacerle, no

tiene más remedio que aceptar su destino y morir a manos de su propio amigo y

condiscípulo.

Dicho esto, una vez examinado el triple estatuto de la palabra druídica en tanto

que sagrada, verdadera y eficaz, cabe ahora centrarnos en el análisis de aquellos relatos

irlandeses en los que el árbol y las aguas sagradas hacen acto de presencia, pues sólo a

través del examen de estos elementos podremos alcanzar a comprender el origen mítico

y el por qué del conocimiento de lo trascendente que caracteriza la sabiduría de los

druidas.

–7–

LOS ÁRBOLES Y LAS AGUAS SAGRADAS COMO

FUENTES SIMBÓLICAS DE LA SABIDURÍA DRUÍDICA

La creencia céltica en la naturaleza sagrada de los bosques no es en absoluto

desconocida. ¡Ha sido tanto lo que se ha escrito en este respecto! Sin embargo, más allá

de los tópicos, no conviene mitigar su importancia, pues en ella parecen residir buena

parte de las vías que regulan el acceso a las estructuras míticas que conforman el

antiguo pensamiento céltico irlandés.

En efecto, los irlandeses siempre mostraron gran estima hacia sus bosques, pues,

de lo contrario, jamás habrían concebido los diversos reinos que conformaban el Otro

Libro de la vaca parda, O´Rahilly, C., Táin Bó Cúailnge. Recension I, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 2002, vv. 2577-2582, pp. 78-79 y 196.

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Mundo de la manera como aparecen reflejados en algunos de los relatos más famosos de

la isla. En uno de éstos, conocido como La postración de Cú Chulainn, el reino feérico

donde se extiende La Llanura del Placer (Mag Mell) aparece descrito como una región

donde crecen ciertos árboles que no cesan de dar frutos:

«Hay tres veces veinte árboles: encuentros que no son encuentros, los de sus copas; de cada árbol comen trescientos, de sus abundantes frutos [mes ilarda] sin cáscara»140.

Y entre todos éstos, un bello árbol de plata, símbolo inequívoco de la

abundancia:

«Hay un árbol [crand] en la puerta del cercado: no es feo, antes armonioso; árbol de plata [crand airgit] sobre el que brilla el sol como sobre oro acendradísimo»141.

Un árbol similar a éste, probablemente un manzano, puede ser igualmente

localizado en la descripción del Otro Mundo que aparece en La navegación de Bran,

donde el término irlandés empleado, bile (árbol anciano y venerado), no deja ninguna

duda respecto a su naturaleza sagrada:

«Había allí un anciano árbol [bile] en flor, sobre el que los pájaros trinaban las horas»142.

El mismo exactamente de donde provenía la rama de manzano143 con brotes de

plata que le es mostrada a Bran como prueba del esplendor y la fertilidad del reino

140 Serglige Con Culainn, § 33; traducción de Ortiz, P. / Renales, J., “La postración de Cú Chulainn”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, p. 204. Quien así lo desee puede consultar igualmente el original irlandés en la edición de Dillon, M., Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1975, vv. 502-505, p. 18. 141 Serglige Con Culainn, § 33; traducción de Ortiz, P. / Renales, J., “La postración de Cú Chulainn”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, p. 204. Quien así lo desee puede consultar igualmente el original irlandés en la edición de Dillon, M., Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1975, vv. 498-501, p. 17. 142 Imram Brain, § 7; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Meyer, K., The voyage of Bran, Llanerch Publishers, Felinfach, 1994, pp. 6-7.

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feérico de donde fue traída.144 Por ello, si atendemos a todas estas referencias, no cabe

duda de que nos encontramos ante una antigua creencia según la cual el Otro Mundo era

concebido como una región donde la fertilidad, reflejada en la abundancia de sus

árboles y bosques, contribuía a reforzar la idea de que allí la sociedad y la naturaleza

convivían en perfecta armonía.

Que los bosques eran tenidos por los irlandeses como lugares sagrados se

encuentra perfectamente constatado por la proximidad etimológica existente entre las

voces irlandesas noíb (sagrado), neimed (santuario, lugar sagrado), y el galo nemeton

(claro del bosque). Sabemos que los druidas se reunían en estos lugares145 para debatir

entre ellos y enseñar su doctrina a sus discípulos. Por ello, en tanto que mediadores en

el inevitable conflicto que conllevaba integrar a la sociedad en el conjunto sagrado de la

naturaleza, los miembros de la clase intelectual druídica aparecen retratados en los

manuscritos irlandeses como los portadores de un tipo concreto de palabra cuyo poder y

legitimidad parecen proceder simbólicamente de las regiones arbóreas. En caso

contrario, ¿por qué habría Sencha de recurrir a su famosa rama de bronce para aplacar

los ánimos durante las disputas internas de los ulates sino para poder así hacer uso de su

palabra en tanto que representante de lo sagrado?:

«Se levantó Sencha mac Ailella y agitó su rama [craíb] pacificadora hasta que hubo silencio y mutismo entre los ulates»146.

De hecho, ya nos situemos en la Antigua Grecia o en la Irlanda pagana, el

empleo de cetros, báculos, ramas o varas procedentes de determinados árboles se

encuentra justificado, dentro de las estructuras que conforman el pensamiento mítico,

por su utilidad para mostrar simbólicamente la relación que une a su portador con lo

sagrado; de ahí que en ocasiones estén hechas de metales preciosos, símbolo éstos de la 143 También el Más Allá de la leyenda artúrica, inequívocamente céltica, es llamado Avallon, esto es, “La Tierra de las Manzanas”. 144 Imram Brain, §§ 2-3; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Meyer, K., The voyage of Bran, Llanerch Publishers, Felinfach, 1994, pp. 2-5. 145 Véase, por ejemplo, la Farsalia de Lucano, I, 450-460; así como la Guerra de las Galias de César, VI, 13, 10. 146 Mesca Ulad, §10; traducción de Ortiz, P. / Renales, J., “La embriaguez de los ulates”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, p. 136. El original irlandés puede ser consultado en la edición de Carmichael Watson, J., Mesca Ulad, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1983, vv. 118-120, p. 6.

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abundancia.147 En este respecto, uno de los mejores ejemplos del vínculo que une la

sabiduría druídica con la naturaleza sagrada de los bosques puede ser localizado en la

descripción de la recolección del muérdago que aparece en la Historia natural de Plinio

el Viejo:

«Los druidas, pues así llaman [los galos] a sus magos, consideran el muérdago y el árbol que en él se engendra –al que suponen siempre ser un roble– por lo más sagrado [...], y tienen por cierto que hace fértil a cualquier animal estéril que lo beba, pues es remedio contra todos los venenos»148.

En efecto, el muérdago es una planta parasitaria que sólo sobrevive gracias a la

savia que extrae de los árboles sobre los que crece y de los cuáles se nutre. Su favorito,

no obstante, no es precisamente el roble, sino el manzano; dato éste que no influye para

nada en el significado de la recolección que Plinio describe, pues lo verdaderamente

importante de ésta es la naturaleza voraz del muérdago, compañero inseparable de

algunos de los árboles que los celtas siempre consideraron sagrados y de los cuales

extrae su fuerza vital (níab en antiguo irlandes).149 Por todo ello, es muy posible que el

motivo por el cual los druidas empleaban el muérdago no se encontrara muy alejado de

la cualidad simbólica que poseía esta planta para ilustrar la naturaleza y la procedencia

de la sabiduría druídica.

Por lo que se refiere al escenario irlandés, la antigua literatura de la isla es

perfectamente nítida cuando hace del árbol y las aguas sagradas fuentes simbólicas de la

147 Sin ir más lejos, el carácter sagrado de los reyes célticos puede ser apreciado en este sentido en uno de los relatos irlandeses conocido como El festín de Bricriu, donde se describe al rey Conchobar portando una vara de plata (cló n-argit) que golpea contra el poste de la casa para acallar a sus hombres. Fled Bricrend, § 21; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Henderson, G., Fled Bricrend. The feast of Bricriu, Irish Texts Society, Londres, 1993, pp. 22-23. 148 Plinio el viejo, Historia natural, XVI, 44. Para la traducción nos hemos permitido actualizar la versión realizada por el ilustre español Francisco Fernández, médico e historiador del rey Felipe II, publicada por Visor Libros, Madrid, 1998, 266-267. Por lo demás, el ritual de la recolección del muérdago ha sido descrito detalladamente por Jean Markale en “El muérdago y el ritual vegetal”; en Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989, pp. 148-158. Véase también, del mismo autor, Las tres espirales. Meditación sobre la espiritualidad céltica, José J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 1997, pp. 15 y ss. 149 De hecho, tal y como nos recuerda Émile Benveniste, «el irlandés noib, “sacer, santus”, de *noibo-, está en alternancia vocálica con *neibo-, que ha dado el sustantivo niab, “fuerza vital”». Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Taurus, Madrid, 1983, p. 354.

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sabiduría de los druidas.150 Así sucede, sin ir más lejos, en una de las numerosas y

breves composiciones topográficas conocidas como dindshenchas, la cual se ocupa del

río Shannon. En ésta, tal y como puede advertirse en la traducción que ofrecemos a

continuación, los árboles y las aguas sagradas conforman en la descripción del Pozo de

Connla la imagen mítica del lugar donde reside el conocimiento que caracteriza la

sabiduría de los poetas y druidas. Veámosla:

«Sined, la hija de Lodan Lucharglan meic Lir [...] quiso contemplar el Pozo de Connla [Tiprait Connla], el cual se halla bajo las aguas151; una cascada [tipra] donde se encuentran los avellanos [cuill] y la fuente de la sabiduría [heicsi], esto es, los avellanos de las artes poéticas [cuill crinmoind aiusa], cuyos frutos, flores y brotes maduran todos a un tiempo y caen junto con el agua hasta alcanzar el fondo, donde forman burbujas de púrpura real. Es entonces cuando el salmón mastica los frutos hasta que el jugo de las avellanas comienza a advertirse sobre su rojo vientre»152.

Además, continúa el texto:

«Siete arroyuelos de sabiduría [secht srotha éicsi] surgen [del pozo] para regresar allí de nuevo»153.

Por lo tanto, tal y como aparece en el texto que acabamos de citar, los avellanos

que se nutren de las aguas sagradas del pozo, así como sus frutos, vendrían a funcionar

simbólicamente como fuentes de la sabiduría druídica; lo que explicaría por qué el

salmón, el cual se encuentra vinculado a este tipo de pozos y nacimientos de agua, suele

aparecer en los relatos irlandeses como el transmisor que regala tan preciados

conocimientos a quien, por fortuna, como el gran héroe Finn, termina por apresarlo y

consumirlo.

150 Sobre esta cuestión resulta imprescindible la lectura del artículo de Watson, A., “The king, the poet and the sacred tree”, Études Celtiques 18 (París, 1981), pp. 165-180, y especialmente la parte titulada “The tree and the poet”, pp. 166-169. 151 Esto es, en las regiones feéricas y submarinas que, según la mitología irlandesa, también forman parte del Otro Mundo. 152 Sinann (Rennes Dindshenchas, § 59); editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stokes, W., “The prose tales in the Rennes Dindshenchas”, Revue Celtique 15 (París, 1894), pp. 456-457. 153 Sinann (Rennes Dindshenchas, § 59); editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stokes, W., “The prose tales in the Rennes Dindshenchas”, Revue Celtique 15 (París, 1894), pp. 456-457.

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Con objeto de ilustrar estas cuestiones podríamos citar otros cuantos ejemplos en

los que las aguas y los árboles sagrados aparecen como soportes de la sabiduría de la

clase intelectual céltica, mas no por ello vendríamos a ampliar la información que ya ha

sido ofrecida. Por ello, una vez examinado el origen y las virtudes de la sabiduría

druídica, creemos oportuno dar paso al tercero y último de los apartados que conforman

este capítulo, pues sólo ahora podremos alcanzar a comprender perfectamente el

verdadero alcance de la influencia que los druidas irlandeses llegaron a tener, no ya

sobre la población, sino, incluso, sobre sus reyes.

–8–

EL DRUIDA, EL REY Y LA SOBERANÍA SAGRADA

Desde que Georges Dumézil dedicara el conjunto de sus investigaciones a

desentramar la estructura ideológica trifuncional de las antiguas sociedades

indoeuropeas, entre ellas la irlandesa, el estudio comparado de los relatos míticos de

estos pueblos ha logrado en muchos casos despejar el acceso a su pasado oscuro e

incierto. Gracias a estas investigaciones154, hoy sabemos que la ideología de los

distintos grupos indoeuropeos se articulaba por lo común sobre tres pilares o funciones

bien definidas (la soberanía, la fuerza física y la fecundidad) de cuya colaboración

armoniosa dependía la prosperidad de la sociedad sobre la que operaban. Aún así, más

allá de la utilidad de las dos últimas funciones, sólo la primera de estas tres interesa a

nuestro estudio, pues es en ella, como advierte Dumézil, donde habremos de encontrar

la «administración de lo sagrado, del poder y del derecho»155, lo que equivale a decir

que es en ella donde habremos de localizar las tareas y asignaciones del druida y del

rey.

Las diferentes composiciones célticas que han llegado hasta nosotros, ya sean

éstas irlandesas, galesas o bretonas, contienen numerosas ejemplos del binomio 154 Las principales obras de Georges Dumézil son perfectamente conocidas, lo que hace innecesario citarlas aquí. No obstante, quien así lo desee puede consultar la bibliografía que incluimos al final de este estudio, pues allí podrá encontrar algunos de los títulos que nos han sido útiles para elaborar estas páginas. 155 Dumézil, G., El destino del guerrero. Aspectos míticos de la función guerrera entre los indoeuropeos, Siglo XXI, México D. F., 1990, p. 3.

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indoeuropeo rey-druida. Algunos de éstos, como es el caso del formado por Sencha y

Conchobar en el Ciclo del Ulster, ya han sido mencionados en este estudio, sin

embargo, de entre todos los que pueden ser citados, el más representativo de todos, a

nuestro juicio, no es otro que el constituido, cómo no, por el afamado rey bretón,

Arturo, y su inseparable consejero y mago, heredero de los druidas, Merlín. Más allá de

lo que pueda parecer, no es éste un ejemplo menor; por el contrario, en él es

perfectamente posible reconocer el papel decisivo del druida en lo que concierne a la

elección del rey como gobernante sagrado, que no divino, y a su tarea de dirigir y

controlar el buen comportamiento de este último con el objeto de salvaguardar la

prosperidad del reino y de la comunidad en él incluida. Efectivamente, a través de su

visión profética Merlín predice y prepara la llegada de Arturo, el rey llamado a devolver

el esplendor y la prosperidad a los bretones. Tal y como apunta Markale, «es Merlín el

que, por persona interpuesta, se encarga de la educación del joven Arturo; es él quien

establece las pruebas mediante las cuales se reconocerá a Arturo como monarca

sagrado: el episodio del bloque de piedra en el que está clavada la espada es el

equivalente de los rituales mágicos que precedían a la elección del rey entre los

irlandeses. Es Merlín el que aconseja a Arturo en todas sus acciones, el que le hace

emprender expediciones, el que le hace establecer la Mesa Redonda y sus caballeros. En

fin, es él el que desvela las grandes líneas de la leyenda del Graal y el que provoca la

famosa Búsqueda del Graal. Y el reino empezará a periclitar el día en que Merlín

desaparezca»156.

En efecto, en tanto que intermediarios entre lo profano y la naturaleza sagrada

conforme a la cual la sociedad irlandesa debía regirse, tan sólo los druidas albergaban

privilegios por encima de su rey. Así lo expresa con toda claridad uno de los pasajes

más citados de la antigua literatura de la isla, el cual puede ser localizado en La

embriaguez de los ulates:

«Uno de los gessa [interdictos] de los ulates es hablar antes que el rey, y uno de los gessa del rey es hablar antes que un druida»157.

156 Markale, J., Druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Taurus, Madrid, 1989, pp. 39-40. 157 Mesca Ulad, § 16; traducción de Ortiz, P. / Renales, J., “La embriaguez de los ulates”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989,

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Además, cuando así se requería, eran los druidas quienes debían preparar el

ritual mántico conocido como tarbfhes (literalmente “festín del toro”) a través del cual

debía ser elegido el nuevo rey. En esta ocasión el pasaje que mejor puede ilustrar este

proceso se localiza en La postración de Cú Chulainn, pues no por azar es éste uno de

los más importantes documentos antropológicos de la antigua Irlanda que obran en

nuestro poder:

«se hizo la ceremonia del toro [tarbfhes]. En ella se destinaba al sacrificio un toro blanco, y a un solo hombre a engullir hasta la saciedad de su carne y de su caldo. Bajo este hartazgo, se producía un sueño [chotlud] mientras cuatro druidas cantaban [chantain] un conjuro de la verdad [ór fírindi]. Por obra de los druidas, se revelaba en la visión [aslingi] qué clase de hombre debía ser hecho rey, según su aspecto y descripción observados en la visión, y qué se debía hacer al respecto»158.

Este ritual, qué duda cabe, puede ser puesto en conexión con los procedimientos

de adivinación mántica que fueron examinados al comienzo de este estudio. En efecto,

el sueño (cotlud) que aparece descrito en el pasaje que acabamos de contemplar nos

recuerda el sueño de tipo incubatorio al que se sometían los gobernantes mesopotámicos

y minoico-micénicos para alcanzar la revelación. Asimismo, también la visión

(aislinge), fruto del viaje onírico provocado por comer la carne del toro, se encuentra en

la misma línea que las visiones chamánicas que, como sabemos, hubieron de trastocar

en Grecia la concepción tradicional del alma-vida abriendo la puerta al pitagorismo. De

la misma manera, el conjuro de la verdad (ór fírindi) que los druidas cantan con objeto

de propiciar una visión legítima no se encuentra muy alejado de las pretensiones de

veracidad que exhiben los maestros de verdad griegos cuando hacen depender sus

conocimientos de potencias mítico-religiosas como Mnemósyne o de ramas de laurel

p. 140. El original irlandés puede ser consultado en la edición de Carmichael Watson, J., Mesca Ulad, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1983, vv. 234-235, p. 11. 158 Serglige Con Culainn, § 23; traducción de Ortiz, P. / Renales, J., “La postración de Cú Chulainn”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, p. 192. Quien así lo desee puede consultar el original irlandés en la edición de Dillon, M., Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1975, vv. 246-250, p. 9. Por lo demás, el tarbfhes también aparece descrito en La destrucción de la casa de huéspedes de Dá Derga, § 11; relato editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stokes, W., “The destruction of Dá Derga´s hostel”, Revue Celqtique 22 (París, 1901), pp. 22-23.

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llamadas a vincular su persona con lo sagrado; pues, no lo olvidemos, en Irlanda la

sabiduría druídica también provenía en último término de las aguas y los árboles

sagrados. Sin embargo, más allá de estas similitudes, las cuales nos ayudan a

comprender mejor ambos escenarios, lo verdaderamente importante de este ritual

mántico, aquello por lo que resulta tan valioso para nuestro estudio, es su capacidad

para mostrar el aspecto sagrado de una ceremonia en la que, por mediación de los

druidas, se debía elegir a la persona que en lo sucesivo habría de garantizar con su

comportamiento la prosperidad del grupo social.

La elección del rey dependía por entero de los druidas, pues éstos, en tanto que

portadores de la sabiduría sagrada, eran los únicos que podían legitimarlo para el poder.

Con objeto de ilustrar esta misma afirmación, en su artículo The king, the poet and the

sacred tree Alden Watson ha descrito la ceremonia de investidura de uno de estos reyes

tal y como aparece registrada en una antigua oda irlandesa.159 Según ésta, eran los filid,

los herederos de los druidas, quienes otorgaban al elegido la vara que le convertía en rey

y que en ocasiones era cortada directamente del árbol sagrado de la tribu, símbolo de la

soberanía real. Por ello, escribe Watson, «el concepto que subyace bajo este ritual es

evidente: la sabiduría sagrada es el componente básico de la soberanía. El rey no puede

llegar a ser rey ni continuar siéndolo a menos que sea imbuido con la sabiduría sagrada

que sólo el poeta [el fili] puede otorgarle»160. Como consecuencia, el rey debía respetar

a los druidas que lo habían sentado en el trono y satisfacer sus demandas, siempre y

cuando éstas no perjudicaran a la comunidad, pues, de lo contrario, aquéllos podían

volverse contra él y retirarle su autoridad.

De acuerdo con los manuscritos que obran en nuestro poder, uno de los

procedimientos usuales empleados por la clase intelectual druídica como represalia ante

el incumplimiento por parte del monarca de los tres requisitos ineludibles de la

soberanía consistía en derribar el árbol de donde el rey, por mediación de los druidas,

extraía la legitimidad sagrada de su reinado. De nuevo, el mejor ejemplo que podemos

citar es un pequeño fragmento perteneciente a una de las numerosas dindshenchas o

composiciones topográficas, la cual se ocupa, por lo demás, de la llanura conocida como

159 Watson, A., “The king and the poet”; en “The king, the poet and the sacred tree”, Études Celtiques 18 (París, 1981), pp. 176-179. 160 Watson, A., “The king and the poet”; en “The king, the poet and the sacred tree”, Études Celtiques 18 (París, 1981), p. 177.

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Mag Mugna. En ésta, según el texto, se alzaba un gran roble sagrado vinculado a la

monarquía suprema de Irlanda:

«Tres clases de frutos había sobre él, a saber, bellotas, manzanas y avellanas; y cuando el primero caía, otro fruto solía crecer. Largo tiempo permaneció oculto, hasta el nacimiento de Conn el de las Cien Batallas161 [...]. Ninine el poeta lo derribó en los días de Domnall meic Murchad, rey de Irlanda, el cual había rechazado una de las demandas de Ninine»162.

Como no podía ser de otro modo, la capacidad del árbol sagrado de Mag Mugna

para producir frutos constantemente responde en el pensamiento creador de mitos a la

imagen del rey céltico que debe abastecer a su pueblo. Por ello, cuando el monarca no

cumplía con lo que de él se esperaba, eran los miembros de la clase intelectual druídica

los que tenían el imperativo moral de acabar con su reinado. En esta línea, otro de los

métodos que solían emplear, el cual ya ha sido mencionado en este capítulo, consistía

en recurrir a la sátira, pues ésta, tal y como experimenta en su persona el rey Bres mac

Elatha en el relato conocido como La segunda batalla de Mag Tuired, era capaz de

derribar a los monarcas como si de árboles se trataran:

«En cierta ocasión, un poeta [file] llegó a la casa de Bres solicitando hospitalidad (esto es, Coirpre mac Étaín, el poeta de las Túatha Dé). Entró en una estrecha, negra, oscura y pequeña casa; y allí no había ni fuego ni muebles ni ropa de cama. Unos panecillos le fueron servidos sobre una pequeña fuente, sin otro acompañamiento. Al día siguiente se levantó y no estaba agradecido. Mientras cruzaba el patio dijo,

“Sin comida rápidamente sobre una fuente,

Sin leche de vaca con la que crece un ternero,

Sin una morada de hombre después de caer la noche,

Sin la compañía de cuenta-cuentos –esa es la condición de Bres.”

161 Rey supremo de Irlanda, a un tiempo histórico y legendario. 162 Mag Mugna ocus Brechmag (Rennes Dindshenchas, § 34); editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Stokes, W., “The prose tales in the Rennes Dindshenchas”, Revue Celtiques 15 (París, 1894), pp. 419-421.

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“La prosperidad [maín] de Bres no existirá más,” dijo, y fue verdad. Sólo hubo ruina sobre él desde aquella hora, y esa fue la primera sátira [hóer] que fue hecha en Irlanda»163.

Tal y como se aprecia en este episodio, en tanto que símbolo de la abundancia de

su pueblo, cuando el rey incumplía alguna de las tres cualidades que la soberanía

sagrada exigía de él, incluida la generosidad, era tarea del druida hacerle comprender su

error antes de que aquél acabara con la prosperidad del reino. Pues, en efecto, la

capacidad del rey céltico para hacer florecer la tierra está fuera de toda duda. En este

respecto, la antigua literatura irlandesa contiene numerosos pasajes que pueden ilustrar

perfectamente esta última afirmación. Sin ir más lejos, en El libro de las invasiones

podemos leer la siguiente referencia a propósito del rey mítico Eochaid mac Erc:

«bueno fue ese rey Eochaid hijo de Erc; no hubo lluvia durante su reinado, solamente rocío. No hubo ningún año sin fruta»164.

Asimismo, también Conchobar, en La embriaguez de los ulates, aparece

retratado en el texto como garante de su pueblo:

«Al cabo de un año, a quien hubiese ido allí [al Ulster] le habría parecido el cóiced165, gracias a Conchobar, una fuente de abundancia [thuli] y de justicia [téchta]»166.

En otras ocasiones, lejos de afirmarse directamente en los manuscritos las

cualidades mágico-religiosas del monarca para llevar la prosperidad a su reino, el

163 Cath Maige Tuired, § 39; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Gray, E. A., Cath Maige Tuired. The second battle of Mag Tuired, Irish Texts Society, Londres, 1998, pp. 34-35. Una segunda versión manuscrita de este pasaje ha sido recogida por Hull, V., “Cairpre mac Edaine´s satire upon Bres mac Eladain”, Zeitschrift für Celtische Philologie 18 (Halle, 1930), pp. 63-69. 164 Leabhar Gabhála, § 88; traducción de Sainero, R., Leabhar Ghabhála. El libro de las invasiones, Akal, Madrid, 1988, p. 109. Quien así lo desee puede consultar también el original irlandés junto con una traducción inglesa en la edición de Stewart Macalister, R. A. / Macneill, J., Leabhar Gabhála. The book of conquests of Ireland, Hodges, Figgis and Company Ltd., Dublín, 1916, pp. 136-137. 165 Literalmente “el quinto”, esto es, cada una de las cinco provincias que conformaban la isla. 166 Mesca Ulad, § 11; traducción de Ortiz, P. / Renales, J., “La embriaguez de los ulates”; en La embriaguez de los ulates y otras andanzas de Cú Chulainn, Torre Manrique Publicaciones, Madrid, 1989, p. 136. El original irlandés ha sido editado por Carmichael Watson, J., Mesca Ulad, Dublin Institute for Advanced Studies, Dublín, 1983, vv. 130-131, p. 6.

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pensamiento mítico que hubo de componer estos relatos hace depender estas mismas

cualidades de imágenes simbólicas, como la formada por el árbol, de gran eficacia. Es

en esta línea donde debemos situar, por ejemplo, los famosos calderos de la abundancia

que suelen poseer algunos reyes célticos para alimentar a su pueblo, pues, de éstos, tal

como se indica en La segunda batalla de Mag Tuired, nadie que estuviera hambriento

se alejaba jamás insatisfecho.167

Ahora bien, para ser garante y sustento de su gente el monarca debía cumplir una

serie de requisitos, tanto físicos como morales, sin los cuales la soberanía sagrada habría

de abandonarlo. En efecto, tal como lo expresa Pedro Pablo García May, «el rey estaba

obligado a ser un hombre [...] “completo” en su interior y en su exterior»168, pues, de lo

contrario, desprovisto él mismo de la perfección, entendida conforme al ideal céltico,

¿cómo podría a su vez extender ésta a sus dominios?

Por lo que se refiere a los requisitos físicos de los reyes, éstos no podían bajo

ningún concepto poseer discapacidades o imperfecciones que les impidieran efectuar

sus actividades acostumbradas. En este respecto, el ejemplo que los especialistas

acostumbran a citar no es otro que el de Núada, rey de las Túatha Dé Danann que, tras

perder uno de sus brazos en batalla, tuvo que ceder el trono al ya citado Bres mac

Elatha:

«Hubo enfrentamiento en lo concerniente a la soberanía [flathae] de los hombres de Irlanda entre los Túatha Dé y sus mujeres, pues Núada no era elegible para la realeza después de que su mano fuera cercenada. Entonces decidieron que sería apropiado para ellos entregarle la monarquía a Bres mac Elatha»169.

Sin embargo, tampoco Bres pudo conservar por mucho tiempo la vara real, pues

terminó por incumplir los requisitos que obligaban al rey a seguir en todo momento el

ideal de comportamiento que el ejercicio de la soberanía exigía:

167 Cath Maige Tuired, § 6; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Gray, E. A., Cath Maige Tuired. The second battle of Mag Tuired, Irish Texts Society, Londres, 1998, pp. 24-25. 168 García May, P. P., Los mitos celtas, Acento, Madrid, 2002, p. 23. 169 Cath Maige Tuired, § 14; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Gray, E. A., Cath Maige Tuired. The second battle of Mag Tuired, Irish Texts Society, Londres, 1998, pp. 26-27.

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«Por parte de su familia materna –las Túatha Dé– hubo gran murmullo en contra suya, pues sus armas estaban siempre sin engrasar. Tan a menudo como podían acudir [a la casa de Bres], no llegaban nunca a oler la cerveza ni a ver a sus poetas, ni a sus bardos, ni a sus satiristas, ni a sus harpistas, ni a sus gaiteros, ni a sus trompeteros, ni a sus juglares, ni a sus bufones entreteniéndoles en la casa»170.

En definitiva, Bres era demasiado avaro y despreocupado de sus funciones como

para responder a las exigencias y necesidades de su pueblo. Por ello, como

consecuencia de su falta de atenciones para con su huésped, el poeta satírico Coirpre

mac Étaín, ¿cómo no habría éste de lanzar contra él la sátira que finalmente hubo de

acabar con su reinado?

En efecto, el rey debía mostrar generosidad en todo momento, mas con ello no

era suficiente, pues, tal como aparece expresado de forma negativa en las condiciones

de matrimonio que la reina Medb de Connacht impuso sobre su marido según le

recuerda a éste al comienzo de El robo del toro de Cooley, el monarca debía ser,

además, un hombre sin celos y sin cobardía:

«yo exigía un regalo de novia inusual, tal como el que ninguna otra mujer había reclamado con anterioridad de un hombre de entre los hombres de Irlanda, a saber, un esposo sin avaricia [cen neóit], sin celos [cen ét] y sin temor [cen omon]»171.

De hecho, no podía ser de otro modo, pues, de acuerdo con Alwyn y Brinley

Rees, dentro del marco trifuncional indoeuropeo, «cuanto más elevada sea la jerarquía

social, tanto más ese estado social es exigente, y hay que hacer notar que la falta más

grave que pueda cometer una clase social consiste en rebajarse al nivel de la clase que

está inmediatamente debajo de ella: la avaricia es excusable en un siervo, pero

representa la negación de la vocación del agricultor [tercera función]; el miedo no es

incompatible con la misión pacífica del agricultor, pero para el guerrero [segunda

170 Cath Maige Tuired, § 36; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por Gray, E. A., Cath Maige Tuired. The second battle of Mag Tuired, Irish Texts Society, Londres, 1998, pp. 32-33. 171 Táin Bó Cúalnge (versión del Libro de Leinster), vv. 26-28; editado en irlandés junto con una traducción inglesa por O´Rahilly, C., Táin Bó Cúalnge from the Book of Leinster, Irish Texts Society, Londres, 1967, pp. 1 y 138.

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función] es el defecto más grave; los celos [...] son una cualidad normal del carácter del

guerrero, pero pueden destruir la imparcialidad que se exige del juez [primera función].

Ahora bien, un rey debe poseer las virtudes de todas las funciones, pero sin sus

debilidades»172; lo que concuerda perfectamente con el deber sagrado de su persona

para llevar la prosperidad a su pueblo. Por otro lado, el hecho de que fuera Medb, tal

como recuerda ella misma en los primeros versos de la Táin, y no los druidas, quien

exigiera de su consorte las virtudes propias de las tres funciones como requisito para

unirse con ella sobre el trono de Connacht es un dato enormemente significativo, pues

¿qué motivos y qué privilegios podría tener aquélla para actuar así?

Si seguimos la opinión de los especialistas, entre ellos Georges Dumézil173, bajo

la óptica del pensamiento mítico Medb no sería únicamente la reina de Connacht, sino

que, sobre todo, vendría a funcionar como símbolo y evemerización de la soberanía

(flaith) sagrada con la que el futuro rey debía contraer matrimonio. Como recordará el

lector, ésta no es la primera vez que en este estudio mencionamos el matrimonio

sagrado, pues éste, en tanto que procedimiento ritual para reconducir lo humano hacia lo

divino y conseguir, de ese modo, la integración de la sociedad en la naturaleza, ya fue

examinado cuando hablamos de los gobernantes mesopotámicos. En este respecto, al

igual que sucedía en Oriente Próximo, donde los gobernantes debían unirse ritualmente

con la Gran Diosa, en los antiguos relatos irlandeses también es posible localizar

numerosos episodios en los que determinados personajes femeninos, deidades

encarnadas, ofrecen a menudo “la amistad de sus muslos” a cambio de la tan preciada

soberanía.174 Cierto es, los manuscritos no siempre revelan que estas mujeres

representan a la Diosa Madre, pues el pensamiento mítico que hubo de sentirlo así era

un pensamiento vivo, esto es, incompatible con la tiranía del papel. En efecto, al

encontrarse arraigadas en lo más profundo del inconsciente colectivo de todos los celtas,

este tipo de nociones y creencias podían sobrevivir en el mito, pero no en los libros;

172 Rees, A. / Rees, B., Celtic heritage. Ancient tradition in Ireland and Wales, Thames and Hudson, Londres, 1998, p. 130. Por lo demás, la traducción ha sido tomada de la obra de Dumézil, G., Mito y epopeya. II. Tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey (versión española de Madero Báez, S. R.), Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1996, p. 335. 173 Dumézil, G., “Las reinas Medb” y “Medb, la soberanía y las virtudes regias”; en Mito y epopeya. II. Tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1996, pp. 328-331 y 332-337. 174 Dumézil, G., “Las reinas Medb” y “Medb, la soberanía y las virtudes regias”; en Mito y epopeya. II. Tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1996, pp. 328-331 y 332-337.

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pues las letras escritas, como sabía Platón, sólo son útiles mientras el lógos que las dio a

la tinta coexiste con ellas. Por ello, una vez que el regalo envenenado del Cristianismo

(la escritura) terminó por hacer innecesaria la presencia en Irlanda de los maestros

druídicos de tradición, el transcurso de unas pocas generaciones fue suficiente para

transformar la memoria en olvido y la verdad en superstición.

Sea como fuere, lo cierto es que en Irlanda, hasta la llegada del Cristianismo, los

encargados de componer los relatos que conformaban la auténtica tradición fueron

siempre los miembros de la clase intelectual druídica. Éstos, tal como dijimos, eran los

encargados de administrar la relación del grupo social con lo trascendente. Por ello, en

tanto que delegados de la naturaleza sagrada, es más que posible que fueran los druidas

quienes formularan en Irlanda la estructura simbólica del matrimonio sagrado haciendo

de él el mecanismo mítico a través del cual el monarca adquiría la legitimidad para

reinar. Pues, en efecto, si su sabiduría fluía y brotaba desde las aguas y los bosques de la

Gran Diosa (la Madre Tierra), ¿cómo no habrían los druidas de velar por lo humano

integrado en Ella? A nuestros ojos, por lo tanto, el rey céltico debe ser entendido como

la apuesta de los druidas para alcanzar el equilibrio y vivir en armonía con la naturaleza

sagrada.

* * * * * * * * * * * * * * *

A través de las páginas que conforman este estudio hemos podido apreciar un

tipo muy concreto de sabiduría, hoy devenida en superstición, donde la última palabra

hubo siempre de pertenecer a los miembros de la institución druídica. Éstos, además de

ser maestros de verdad, lo fueron también de tradición, pues, gracias al mito, entendido

éste no como relatos, sino como soporte de su pensamiento no alfabetizado, llegaron a

constituirse en los auténticos educadores de su pueblo. Más aún, la influencia que

llegaron a ejercer los druidas sobre sus conciudadanos hubo de extenderse también a la

administración de lo sagrado, pues sólo ellos de entre todos los miembros de la

comunidad estaban plenamente capacitados para alcanzar a penetrar con su visión

mántica el trasfondo último de la realidad donde se fijaban los destinos.

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...en definitiva, entre los celtas irlandeses no podía haber lugar para lo profano,

pues de ello se cuidaron siempre su druidas, a saber, de reconducir lo humano (la

sociedad) hacia lo sagrado (la naturaleza), integrando aquélla en ésta.

–BIBLIOGRAFÍA175–

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175 No encontrará el lector en esta sección las referencias bibliográficas de las fuentes grecorromanas y mesopotámicas. No obstante, si así lo desea, siempre puede consultarlas en las notas a pie de página incluidas en nuestro estudio.

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