ratzinger entrega abandono alegria (castellà)

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I SIEMPRE HAY SEMILLAS QUE LLEGAN A SAZÓN « Salió el sembrador a sembrar...» (Lc 8,4-15) Todavía seguían confluyendo las gentes hacia Jesús cuando predicó la parábola del sembrador y la semilla, pero ya habían aparecido las primeras sombras del desengaño y de la desilusión en el grupo de los suyos. La parábola alude, en efecto, a la incredulidad de hombres que oyen pero no escuchan, que miran pero no ven. Así, pues, para entonces había quedado ya perfectamente claro que, aunque las muchedumbres se seguían agolpando en tomo al Señor, estaban en el fondo descontentas de él. Que no querían, en realidad, un Mesías que predicaba y curaba, que era bueno con los pobres y los débiles y era incluso uno de ellos, sino que deseaban algo completamente diferente: al héroe que avanza al toque de trompetas y persigue a los enemigos; al rey prodigioso que convertiría a Israel en el país de Jauja, en una especie de maravilloso paraíso de opulencia y bienestar. Ya en aquel momento era patente que la mayoría de los que le acompañaban eran sólo seguidores sin raíces y sin hondura, que le abandonarían apenas asomara el menor peligro. En la tribulación y el desaliento En esta situación de los primeros desengaños, del incipiente desaliento de los discípulos, predicó Jesús la parábola. Porque incluso los discípulos, los doce que el Señor había congregado en tomo a sí como su círculo más íntimo, se andaban preguntando: ¿En qué acabará todo esto? ¿Qué dará de sí una obra que se reduce a palabras y a algún que otro prodigio? ¿Cómo se producirá la salvación de Israel si se limita a predicar, a decir palabras y a curar de vez en cuando a personas sin influencia y sin importancia? ¿Si se va reduciendo a ojos vistas el pequeño grupo de los que le son fieles, si está cosechando fracasos bajo la forma de una predicación cada vez más claramente rechazada y de una hostilidad cada vez más viva en los círculos influyentes? En este contexto de impugnación, de dudas, de creciente desánimo, alude Jesús al sembrador de cuyo trabajo procede el pan que alimenta a los hombres. También sus obras, esas obras decisivas de las que depende la vida de los hombres, parecen una empresa sin esperanza. Son muchos ciertamente los peligros que se ciernen sobre el crecimiento de la simiente: el terreno estéril y pedregoso, la cizaña, las inclemencias del tiempo, todo parece conspirar para que fracase su trabajo. Debe recordarse aquí la situación -tantas veces casi desesperada- del campesino de Israel, que arranca su cosecha a una tierra que a cada instante amenaza en convertirse en desierto. Y aun así, aun admitiendo que son muchas las cosas hechas en vano, también debe saberse que hay siempre semillas que

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I

SIEMPRE HAY SEMILLAS QUE LLEGAN A SAZÓN

« Salió el sembrador a sembrar...» (Lc 8,4-15)

Todavía seguían confluyendo las gentes hacia Jesús cuando predicó la parábola del sembrador y la semilla, pero ya habían aparecido las primeras sombras del desengaño y de la desilusión en el grupo de los suyos. La parábola alude, en efecto, a la incredulidad de hombres que oyen pero no escuchan, que miran pero no ven. Así, pues, para entonces había quedado ya perfectamente claro que, aunque las muchedumbres se seguían agolpando en tomo al Señor, estaban en el fondo des-contentas de él. Que no querían, en realidad, un Mesías que predicaba y curaba, que era bueno con los pobres y los débiles y era incluso uno de ellos, sino que deseaban algo completamente di-ferente: al héroe que avanza al toque de trompetas y persigue a los enemigos; al rey prodigioso que convertiría a Israel en el país de Jauja, en una especie de maravilloso paraíso de opulencia y bienestar. Ya en aquel momento era patente que la mayoría de los que le acompañaban eran sólo seguidores sin raíces y sin hondura, que le abandonarían apenas asomara el menor peligro.

En la tribulación y el desaliento

En esta situación de los primeros desengaños, del incipiente desaliento de los discípulos, predicó Jesús la parábola. Porque incluso los discípulos, los doce que el Señor había congregado en tomo a sí como su círculo más íntimo, se andaban preguntando: ¿En qué acabará todo esto? ¿Qué dará de sí una obra que se reduce a palabras y a algún que otro prodigio? ¿Cómo se producirá la salvación de Israel si se limita a predicar, a decir palabras y a curar de vez en cuando a personas sin influencia y sin importancia? ¿Si se va reduciendo a ojos vistas el pequeño grupo de los que le son fieles, si está cosechando fracasos bajo la forma de una predicación cada vez más claramente rechazada y de una hostilidad cada vez más viva en los círculos influyentes?

En este contexto de impugnación, de dudas, de creciente desánimo, alude Jesús al sembrador de cuyo trabajo procede el pan que alimenta a los hombres. También sus obras, esas obras decisivas de las que depende la vida de los hombres, parecen una empresa sin esperanza. Son muchos ciertamente los peligros que se ciernen sobre el crecimiento de la simiente: el terreno estéril y pedregoso, la cizaña, las inclemencias del tiempo, todo parece conspirar para que fracase su trabajo. Debe recordarse aquí la situación -tantas veces casi desesperada- del campesino de Israel, que arranca su cosecha a una tierra que a cada instante amenaza en convertirse en desierto. Y aun así, aun admitiendo que son muchas las cosas hechas en vano, también debe saberse que hay siempre semillas que llegan a sazón, que crecen, a través y a despecho de todos los impedimentos, hasta dar fruto, y que merecen una y cien veces las fatigas que se les han dedicado.

Con esta indicación, Jesús quiere decir que todas las cosas que producen fruto verdadero em-piezan en este mundo por lo pequeño y lo escondido. También Dios se ha sometido a esta regla en su actuación sobre la tierra. Dios mismo entra de incógnito en este tiempo del mundo, se presenta bajo la figura de la pobreza, de la debilidad. y las realidades de Dios -la verdad, la justicia, el amor- son realidades escasamente presentes en este mundo. Pero aun así, de ellas viven los hom-bres, de ellas vive el mundo, y no podría subsistir si no existieran. Y seguirán existiendo, cuando ya hayan desaparecido y hayan sido olvidados desde mucho tiempo atrás los que más vociferan, los que más presuntuosamente gesticulan. Eso es lo que quiere decir Jesús con su parábola a los discípulos: esta cosa tan pequeña que se inicia con mi predicación seguirá creciendo cuando haya desaparecido hace mucho tiempo lo que hoy presume de ser importante.

De hecho, volviendo ahora la vista atrás, tenemos que confesar que la historia ha dado razón al Señor.

Han desaparecido los grandes imperios de aquel tiempo, sus palacios y edificios yacen sepultados bajo el polvo del desierto. Han caído en el olvido los hombres importantes y famosos de aquel tiempo o se encuentran a lo sumo, como figuras muertas del pasado, en las páginas de los libros de historia. Pero lo que ocurrió en aquel ignorado rincón de Galilea, lo que inició Jesús con aquel pequeño grupo de hombres, con aquellos insignificantes pescadores, esto se ha mantenido en pie, sigue siendo permanente actualidad en nuestros días: su palabra no ha pasado, sino que hasta este momento sigue siendo proclamada en todos los lugares de la tierra. La palabra ha madurado, a pesar de toda su debilidad y a despecho de los poderes que, según las previsiones humanas, deberían haberla sofocado sin remedio.

Sembradores de la palabra hoy

En esta hora en que nos encontramos se repite una vez más la historia del sembrador. Un joven se pone a disposición del Señor de la palabra, para hacer de sembrador. Y así se ha pronunciado también en nuestra hora la parábola de Jesús, la palabra de aliento, de esperanza y de gracia. Todos sabemos que también hoy, y precisamente hoy, se están produciendo ataques contra la fe, ataques que pretenden sorprendemos y desbordamos con su prepotencia, de tal modo que tenemos que preguntamos: ¿No ha sido todo en balde? ¿Cómo podrá resistir el débil poder de la fe frente a los gigantescos poderes de este mundo? ¿No quedará desgarrado y triturado bajo la presión de los poderes universales del ateísmo? ¿No debería simple y lisamente darse por vencido ante la técnica y las ciencias, dotadas de tantas capacidades y conocimientos? ¿No deberá sencillamente capitular ante el egoísmo y la codicia, que han alcanzado tan inmenso poder que ya no es posible mantenerlos a raya? Y podemos preguntar: ¿Tiene sentido ser hoy día sacerdote, sembra-dor de la palabra? ¿Es que no existen para un joven vocaciones o profesiones con mayores perspectivas de éxito, en las que poder desplegar mejor sus talentos?

¿No es todo esto algo ya irremediablemente superado? ¿No pertenece ya al pasado el tiempo en que las gentes acudían a las iglesias? ¿No estáis viendo con vuestros propios ojos -oímos decir- cómo todo se desmorona, lenta pero inexorablemente? ¿Por qué os aferráis a una posición perdida? Pero la verdad es que Dios sigue recorriendo de incógnito la historia. Sigue ocultando su poder bajo el velo de la impotencia. Y los valores divinos, los verdaderos, la verdad, el amor, la fe, la justicia, siguen siendo las cosas olvidadas y desvalidas de este mundo. Pues bien, a pesar de todo ello, esta parábola nos dice: ¡Tened ánimo! La cosecha de Dios

crece. Aunque sean muchos los simpatizantes que se escabullen apenas lo consideren oportuno. Y por mucho que sea lo que se ha llevado a cabo en balde y vanamente, en alguna parte, de alguna manera, llega a sazón la palabra. También hoy. Tampoco hoyes inútil que haya hombres que tengan la osadía de pregonar la palabra, de ponerse del lado y al servicio de la palabra. Que se atreven a oponerse a la avalancha, al torrente del egoísmo, de la codicia, de la incontinencia, y alzan un dique para detenerlo. En algún lugar madura en el silencio su sembrado. Nada es en balde. En lo oculto, el mundo vive del hecho de que siempre ha habido quienes han creído, quienes han esperado y amado.

Parece, por supuesto, muy a menudo que el sacerdote, el sembrador de la palabra, intenta de -fender una posición perdida. Que es un fracasado, tal como hoy nos ha hecho saber la epístola a propósito de Pablo, continuamente enfrentado a situaciones desesperadas. Pero del mismo modo que Pablo, en medio de toda su debilidad y de los embates, pudo experimentar siempre con feliz sorpresa la magnificente bondad de Dios, que hizo de él, a pesar y a lo largo de una serie de catástrofes verdaderamente angustiosas, un hombre henchido de optimismo, pleno de esperanza inquebrantable y de alegría, también el sacerdote podrá, en medio de todos los desengaños, experimentar con gozo profundo que los hombres viven, en una hondura protectora y cobijadora, de su pobre y débil servicio. Que de esto vive el mundo. Y que en medio de una siembra, a veces descorazonadora, la cosecha de Dios crece.

o Advertir la cercanía de Dios

De este modo, a través de la parábola del sembrador, el evangelio nos ofrece al mismo tiempo una imagen del sacerdote, a quien descubre la grandeza y la miseria de su servicio. Y es también, a una con ello, una buena señalización del camino que en este momento emprende nuestro amigo. Es asimismo una palabra de aliento para todos nosotros, los que avanzamos, en este tiempo que nos ha tocado vivir, a través de los embates dirigidos contra la fe: nos enseña, en efecto, a advertir, en medio de toda esta hostilidad, la cercanía de Dios y a estar henchidos de gozo, con la certeza de que, a pesar de todo, también mediante nuestra pobre fe y nuestra oración, crece la cosecha de Dios en el mundo y que lo oculto y escondido es más poderoso que lo grande y vocinglero. Y es, en fin, una palabra de advertencia que nos debe mover a reflexión. No resulta, en efecto, tan fácil hacer, a partir de este evangelio, tranquila y limpiamente la siguiente clasificación:

Nosotros somos los que estamos del lado de Dios; los «otros» son los que no permiten que su palabra prospere. ¿Quiénes son estos «otros»? Debemos preguntarnos, con total y absoluta honestidad, si no pertenecemos también nosotros, en una buena medida, al grupo de los «otros». Debemos examinar si nos encontramos también nosotros entre aquellos de quienes Jesús dijo que no tenían suficiente profundidad, o que son como la roca, que no permite echar raíces. O si tal vez pertenecemos -así debe seguir nuestro interrogatorio-- a los que Jesús llama veletas, que no saben resistir, sino que se dejan simplemente arrastrar por la corriente del tiempo, entregados al «se», a la masa; que se preguntan únicamente qué «se» dice, qué “se” hace o qué “se” piensa, y nunca han llegado a conocer la excelencia de la verdad, por la que merece la pena enfrentarse al «se» .

¿No formamos parte acaso demasiadas veces del grupo de aquellos en los que la simiente fue ahogada por los abrojos de las preocupaciones o de los placeres? ¿O nos contamos entre aquellos de quienes Jesús dice que en realidad la palabra no ha entrado en ellos, porque en cuanto la oyen viene Satanás y se la arrebata? ¿Es decir, entre aquellos que no sintonizan con la longitud de onda de Dios, porque el ruido del mundo ha adquirido tal volumen que ya no pueden percibir lo eterno, que habla en el silencio? ¿Entre los que, en el tumulto del tiempo, ya no tienen oídos para la eternidad de Dios? ¿No debemos meditar seriamente en el peligro de que, al final, seamos contados en el número de aquellos de quienes Jesús dijo que no «producen fruto», es decir, que han vivido inútilmente? Pero el fruto crece -así lo dice el Señor- en la paciencia y en la perseverancia de quien se mantiene firme, sople dondequiera el viento del tiempo.

o Ser grano de trigo de Dioso No hemos mencionado hasta ahora una sentencia del evangelio, una afirmación extremadamente dura,

que se encuentra entre la parábola y su explicación. Dijo Jesús a los discípulos: «A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan.» Se trata de una aseveración verdaderamente sombría. Según ella, parece como si el sembrador de la palabra hubiera sido enviado, en realidad, para no cosechar nada, para fracasar. Al fondo se perfilan los destinos de los grandes profetas de la antigua alianza, de aquellos testigos de Dios cuya suerte fue, de hecho, el fracaso, la derrota, la inutilidad de su oposición al poder de los poderosos de este mundo, de un Jeremías o de un Isaías, de cuyo libro se ha tomado esta sentencia (6,9). Para entenderla bien es preciso considerar, además del Evangelio de Lucas, el de Juan, donde se lee: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (12,24) En su primer capítulo, Juan describe además a Cristo como la palabra que existía desde el principio y que el mundo no recibió, pero que. a cuantos le recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios» (1,12).

Cristo mismo es el grano de trigo de Dios, que Dios ha enviado a los sembrados de este mundo. Es la palabra del amor eterno que Dios siembra en la tierra. Es el grano de trigo que debía morir para poder dar fruto. Cuando dentro de unos momentos celebremos todos juntos la eucaristía, tendremos en nuestras manos el pan candeal de Dios: el pan que es Cristo, el Señor mismo, el fruto que ha dado muchas veces cientos por uno desde la muerte del grano de trigo y se ha convertido en pan para el mundo entero. Por eso, el pan de la eucaristía es para nosotros señal de la cruz y, a la vez, señal de la

abundante y gozosa cosecha de Dios: en el pasado evoca la cruz, el grano de trigo que murió. Pero también anticipa el futuro, el gran banquete nupcial de Dios, al que acudiremos muchos del Este y del Oeste, del Norte y del Sur (cf. Mt 8,11); más aún, de hecho este banquete nupcial ha comenzado ya aquí, en la celebración de la sagrada eucaristía, donde hombres de todas las razas y de todas las clases pueden ser gozosos comensales de la mesa de Dios. Lo más hermoso y excelso del servicio sacerdotal es poder ser servidor de este santo banquete te, poder transformar y distribuir este pan de la unidad. También para el sacerdote tiene este pan una doble significación. También él deberá recordar en primer término la cruz: al final, también él deberá ser grano de trigo de Dios; no puede contentarse tan sólo con dar palabras y acciones exteriores, debe dar la sangre de sus venas, debe darse a sí mismo. Su destino está unido a Dios. En la epístola hemos escuchado lo que esto significa. Significa múltiples ataques y fracasos exteriores; significa también la angustia interna de no alcanzar el listón de lo debido, el dolor del fracaso, la conciencia de no haber sido auténtico grano de trigo y, lo que es tal vez lo más oprimente, lo más grave de todo: significa la pequeñez de lo hecho frente a la magnitud de lo encomendado. Quien lo sabe, comprenderá por qué el sacerdote dice cada día antes del prefacio: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea aceptable a Dios, Padre omnipotente.» Y abandona entonces la fácil palabrería y, en vez de ello, comprenderá en toda su enorme urgencia y atenderá esta llamada a contribuir a soportar la sagrada carga de Dios. Pero el grano de trigo no se refiere, tampoco en el caso del sacerdote, sólo a la cruz. También para él es una señal de gozo de Dios. Poder ser trigo de Dios y servidor del divino grano de trigo Jesucristo puede llevar la alegría a lo más hondo del corazón del hombre. En medio de su flaqueza se produce el triunfo de la gracia, tal como nos ha dicho la epístola a propósito de Pablo, que, en medio de su debilidad, siente la sobreabundante alegría de Dios. No sin vergüenza experimenta el sacerdote cómo en virtud de su palabra, pobre y débil, pueden sonreír los hombres en el último instante de su vida; cómo por medio de ella encuentran los hombres el sentido en el océano de la insensatez, el sentido a partir del cual pueden vivir; y advierte y siente, con agradecimiento, cómo por medio de su servicio descubren los hombres la gloria de Dios. Experimenta cómo, por su medio, por medio de su debilidad, hace grandes cosas, y le inunda la alegría porque Dios le ha mostrado a él, el más pequeño, tanta misericordia. Y al experimentado, adquiere conciencia de que el alegre banquete nupcial de Dios, su cosecha centuplicada, no es sólo futuro y promesa, sino que ha comenzado ya entre nosotros en este pan que él puede transformar y distribuir. Y sabe que poder ser sacerdote es la mayor exigencia y, al mismo tiempo, el máximo don.

Podemos así comprender perfectamente por qué la Iglesia hace recitar al sacerdote, después de la sagrada comunión, la oración que repite cada día, en las horas canónicas, con el salmista de la antigua alianza: «Llegaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42,4, según el texto griego).

Dirijamos nuestra oración a Dios, para que, cuando sea necesario, derrame algo del resplandor de esta alegría en nuestras vidas. Para que conceda a este sacerdote, que hoy se acerca por vez primera al altar de Dios, el resplandor cada vez más puro y más profundo de este gozo. Que le siga iluminando, cuando se acerque por última vez, cuando se acerque al altar de la eternidad, en la que sea Dios la alegría de nuestra vida eterna, de nuestra siempre perdurable juventud. Amén.

II

ENTREGARSE A SU VOLUNTAD

«Sígueme» (Lc 9,51-2)

El evangelio del discipulado incondicional nos indica, en el espejo de la figura del profeta Elías, quién es Jesús: «Aquí hay algo más que Elías.» Iremos viendo y explicando aquí, paso a paso, el significado de esta sentencia. Jesús aparece en ella como quien está en el camino de «dirigir su rostro a Jerusalén», avanza

hacia los días en que será «arrebatado» al cielo. Como por un lado será «asumido» en la gloria de Dios, pero, por otro, y al mismo tiempo, debe permanecer actualmente visible en este mundo, ha de llamar al servicio del seguimiento.

El seguimiento se entiende aquí no en un sentido general, es decir, en cuanto dirigido a todos los hombres, en cuanto que es el camino común para encontrar al Señor. Se entiende en un senti do especial, restringido, que ya había prediseñado el Antiguo Testamento a propósito de Moisés y Elías : como seguimiento ministerial, seguimiento por encargo, un ser admitido, ser recibido, para una misión especial. Se alude, pues. a lo que más tarde fue llamado «sucesión apostólica», el sacerdocio de la Iglesia. De ahí que este pasaje del evangelio, precisamente porque es en su totalidad un evangelio del misterio de Jesucris -to, es también, al mismo tiempo, un evangelio del servicio del sacerdocio. Este evangelio nos habla a nosotros en esta hora, en la que desfila ante nuestra mirada la vasta multitud histórica de los que oyeron y siguieron esta llamada; en la que nos llega la pregunta del futuro y la llamada del presente.

Escuchemos, pues, atentamente, esta lectura evangélica, sigámosla, paso a paso, pues nos permite percibir a Jesús sobre el telón de fondo de la figura de Elías y es así como nos solicita.

«Ser arrebatado»

Lo primero que debe advertirse es que Jesús se encamina hacia aquel «ser arrebatado», aquella «asunción» que Lucas formula misteriosamente según el modelo de Elías. Lo peculiar, en efecto, de Elías, lo que le separa y distingue de todos los demás varones de Dios de la antigua alianza y le sitúa a la altura de Moisés e incluso, bajo cierto aspecto, le supera, es que él no ha bajado, como los demás hombres, al mundo subterráneo, no ha descendido a la noche de la muerte, sino que ha sido arrebatado, asumido, y sigue estando en el mundo de los vivos. Ha sido guardado, conservado para la hora del fin y por eso se espera su venida en el momento final.

Fue arrebatado, asumido, y su asunción ocurrió en un carro de fuego, a través del cual el poder ardiente e iluminador del mundo celeste parece llegar hasta nuestro mundo, para elevarlo hasta aquél. «Aquí hay más que Elías.» Pero si Jesús quería ser más que Elías, también en él debía darse la «asunción», una asunción que tenía que ser mayor y más impresionante que aquel carro de fuego que Eliseo pudo seguir con la mirada.De hecho, el evangelio sabe que Jesús es alguien que ha sido asumido... Pero el carro de fuego con el que asciende y que ahora no ve sólo Eliseo, sino que es contemplado por la historia toda (hemos escuchado en la lectura: «todos mirarán al traspasado»), ese carro de fuego es algo absolutamente distinto de cuanto los hombres podían imaginar, ya que éstos esperaban escenas dramáticas, signos poderosos de Dios. Las estaciones de este carro de fuego son: Getsemaní, Caifás, Pilato, el vía crucis, el Gólgota. Éste es el modo como Jesús es arrebatado. El carro que le eleva a las alturas y abre las puertas del cielo es la cruz, o mejor dicho: la fuerza de su amor creador, que penetra hasta la muerte y salva así la frontera entre el cielo y la tierra. Su carro de fuego es el amor de la cruz, y es un carro que no sólo transporta a Elías, sino que ha sido construido para todos nosotros. A todos nosotros por igual quiere invitamos Jesús a subir a él; allí podemos todos nosotros ser asumidos, a una con él, en la promesa de la vida y en la superación de la muerte.

Cuando se compara, pues, a Elías con aquel que «es mayor», se comprende aquella extraña historia que ni el propio Elías acertaba a entender, en la que vivió, en el Horeb, la experiencia de que Dios no está en el fuego ni en la tempestad, sino en la palabra suave, en el suave y casi imperceptible signo de la bondad y del amor. Esto sí que es mayor que la tempestad de Elías; el nuevo carro que no le transporta sólo a él, sino a todos nosotros. A todos nosotros se nos muestra cómo se abren las cerradas puertas de la vida, cómo el hombre puede moverse hacia la altura. hacia aquel de quien se ha dicho: «En mi casa hay muchas moradas.»

El fuego renovador

Viene ahora un segundo acontecimiento: Jesús envía por delante a los dos «hijos del trueno». Santiago y Juan, para que le busquen alojamiento en Samaría, camino de Jerusalén. Pero dado que los samaritanos no reconocían a Jerusalén, era natural que no proporcionaran ningún tipo de ayuda a los peregrinos que se dirigían a la capital judía. Una vez más vuelve a sucederle, como al principio de su vida, que «no había sitio para él en la posada ». No tiene en este mundo un lugar donde reposar la cabeza. Es, por doquier, el indeseado.

De Elías cuenta la tradición que por tres veces hizo descender fuego del cielo que devoró a los que se le oponían y maquinaban encarcelarle. Entre las grandes manifestaciones de su poder se cuenta el hecho de que pudiera disponer del fuego del cielo para dirimir una controversia. Por eso, los dos hijos del Zebedeo esperan -habría que añadir que con razón- que aquel que era mayor que Elías hiciera descender fuego sobre Samaría de forma que los hombres podrían ver con sus propios ojos el castigo infligido a la ciudad inhospitalaria. Pero, una vez más, la res -puesta de Jesús es distinta. Para poder entenderla debemos leer este pasaje del evangelio en co-nexión con los Hechos de los apóstoles, en cuyo capítulo 8 nos narra Lucas la respuesta definitiva de Jesús.

Tras la ejecución de Esteban, la joven comunidad cristiana tuvo que huir de Judea. Comenzó a ser Iglesia universal cuando tuvo que adentrarse en lo hasta entonces desconocido e intransitable.Llegaban así mensajeros y aparece en Samaría el diácono Felipe, que anuncia la palabra de Jesús. Y aquellos que no habían recibido al Jesús terreno, le dicen ahora su «sí», se abren al mensaje de la fe. Rebosante de alegría, Felipe puede informar en Jerusalén que Samaría ha abrazado la fe. Ahora es Juan quien, esta vez con Pedro, se traslada allí; imponen las manos sobre los creyentes y les transmiten el Espíritu Santo. Se produce entonces un nuevo Pentecostés, éste es el fuego con el que Jesús da su respuesta: el fuego de Pentecostés, la hoguera de su palabra transformadora, en la que reside la fuerza de su misericordia y de su renovación y hace ver a los hombres que antes se enfrentaban entre sí que, a partir de él, deben profesarse mutuo afecto. Su nuevo fuego no es destructor.

El fuego con el que quiso encender el mundo es el poder del Espíritu Santo. Éste es el fuego que procede del carro ígneo de su cruz, que se hace patente a los hombres y les da nueva espe-ranza, nuevo camino, nueva vida. Una vez más, cuanto más suave parece su fuego, comparado con el poder aniquilador de Elías, tanto mayor es. Porque es escaso poder el de aniquilar. Esto es muy fácil. El poder auténtico consiste en la capacidad de construir, de dar vida, de abrir los corazones,' de transformar. Éste es el fuego de Jesús, su juicio de la nueva vida.

Abandonarlo todo

Llega finalmente el tercer punto, el seguimiento. Se narra en esta escena el encuentro de Jesús con tres hombres. En ellos y en sus respuestas se refleja lo que es el seguimiento, lo que significa el sacerdocio. Sorprende, en primer lugar, el hecho de que Jesús rechace al que se le acercó primero y le dijo que quería seguirle. Esto significa que el seguimiento o -para llamarlo ya, sin más rodeos, por su verdadero nombre- el sacerdocio no lo puede elegir nadie por su propia decisión. No es posible imaginarlo como un modo de conseguir seguridad en la vida, de ganarse el sustento, de obtener una cierta posición social. No se le puede elegir simplemente como algo que proporciona seguridad, amistad, protección" y cobijo, como un medio con que poder organizar la vida. Jamás puede ser simple medio de asegurar la subsistencia, elección personal. Nadie puede darse a sí mismo o por sí mismo el sacerdocio auténtico. Sólo puede ser respuesta a su voluntad, a su llamada.

El sacerdocio exige siempre que renunciemos a nuestra propia voluntad, a la idea de la simple

autorrealización, a lo que podríamos hacer o querríamos tener y nos entreguemos a otra voluntad para dejamos guiar por ella, llevar incluso adonde no queremos. Si no existe, si no está presente esa voluntad básica de entrega a otra voluntad, de identificarse con ella, de dejarse guiar adonde no habíamos calculado, no se está caminando por la auténtica senda sacerdotal y la ruta emprendida sólo podrá conducir a la perdición. El sacerdocio se apoya en el valor de aceptar la voluntad de otro, de responder a la llamada de otro y, a una con ello, en obtener paso a paso y cada vez más la gran certeza de que, entregados a esta voluntad, no somos destruidos, no somos aniquilados, sino que, dondequiera se nos conduzca y fueran cuales fueren las mudanzas que nos sobrevengan, estamos llegando realmente a la verdad de nuestro propio ser. Así estamos, en efecto, más cerca de nosotros que cuando sólo nos aferramos a nosotros mismos. Por consiguiente. seguirle -pronunciar ese «sí, aquí estoy, estoy dispuesto»- es siempre un acontecimiento pascual. Está relacionado con el seguimiento de la cruz, con el abandono de lo propio, con la renuncia a la propia capacidad y al propio cuidado de sí, con nuestra liberación gracias al salto hacia lo desconocido de otra voluntad, lo cual es, con todo, lo final y definitivamente conocido. Desde la cruz y la resurrección de Jesucristo advertimos que al fondo de todo esto está la voluntad y el poder que soporta en verdad al mundo y a todos nosotros.

No puede aplazarse la hora

El segundo hombre con el que Jesús se encuentra pone algunas objeciones realmente razonables. Desearía esperar hasta la muerte de su padre y gestionar mientras tanto los asuntos para que todo discurra por sus cauces normales, de suerte que pueda dejado todo bien dispuesto y ordenado antes de partir a otro lugar. Luego seguiría a Jesús. Pero, ¿quién sabe cuándo ocurrirá esto? ¿Seguirá teniendo entonces la fuerza de voluntad necesaria para ponerse en pie y seguir a Jesús? Una cosa vemos claramente: que la respuesta a la llamada de Jesús tiene prioridad y pide la entrega total. Es decir, tiene preferencia y reclama la totalidad de nuestro ser. No basta con entregar una parte de sí mismo, una parte de su tiempo y de su voluntad. De ser así, no se habría respondido a esta llamada, una llamada tan grande que solicita y llena la vida entera, pero que sólo la llena cuando se mantiene en su totalidad.

Esto significa también que existe la hora de Jesucristo, el instante que no puede aplazarse, porque no se puede calcular y decir: «Sí quiero, por supuesto, pero ahora me resulta demasiado peligroso. Todavía tengo que hacer esto o lo otro.» Porque así se puede dejar escapar el instante de su vida y perder, precisamente por culpa de estas cautelas, lo auténtico de la propia vida, que ya nunca se puede recuperar. Hay la hora de la llamada, que exige una

También el tercer hombre de esta escena quiere poner en orden los asuntos pendientes de su ca sa. Pide un poco de tiempo, pero también a él se le dice: «Te necesito enteramente.» No hay un sacerdocio a media jornada ni a medio corazón. Es algo que requiere al hombre que se entrega, j' no sólo una parte de su tiempo o de sus bienes.Y esto nos conduce de nuevo a Elías, el gran modelo en que se decisión instantánea, una decisión mucho más importante de cuanto podríamos imaginar y de lo que es perfectamente razonable. Tienen preferencia la razón de Jesús y su llamada: llegan primero. Tiene una importancia decisiva -y no sólo en el primer instante, sino para siempre y en todos los tramos del camino este valor para posponer lo que nos parece tan razonable ante este «más grande» que es él. Sólo así llegamos verdaderamente hasta su cercanía.

Tener el valor de estar cerca del fuego

dan juntas todas estas cosas. Eliseo quería ser su sucesor. Elías le dice: «Pides una cosa difícil; si estás a mi lado cuando sea llevado, si eres capaz de estar cerca del fuego, lo tendrás.» Y así ocurrió.

Lo que hemos oído acerca de las sentencias sobre el seguimiento de Jesús traduce en términos

prácticos estas palabras de Elías: el seguimiento exige que tengamos el valor de estar junto a su carro ígneo; que tengamos el valor de estar cerca del fuego, que ha venido para incendiar la tierra. Hay en Orígenes una sentencia atribuida a Jesús: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego.» Quien no quiera verse quemado, debe alejarse de él. En el sí al seguimiento se incluye el valor de dejarse abrasar por el fuego de la pasión de Jesucristo, que es también, al mismo tiempo, el fuego salvador del Espíritu Santo. Sólo si tenemos el valor de estar junto a este fuego, si nos dejamos incendiar nosotros mismos, sólo entonces podremos ser también nosotros fuego en esta tierra, el fuego de la vida, de la esperanza y del amor.

Éste es el fondo y, en definitiva, el núcleo de la llamada: que debemos estar preparados para dejamos abrasar, para dejamos incendiar por aquel cuyo corazón arde por la fuerza de su palabra. Si somos tibios y tediosos, no podemos traer el fuego a este mundo, ni aportar ningún poder de transformación.

Anunciar la alegría

Hay todavía otra sentencia, en la que se dice: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar la buena nueva.» Los trabajos de este mundo por los bienes y las riquezas son en el fondo preocupaciones por los muertos. «Tú sal de este trabajo de muertos de este mundo y anuncia la alegría», tal es el núcleo auténtico de la llamada que el Señor dirige a quienes han de transmitir su palabra. Anunciar la alegría: por eso a los servidores del evangelio los llama Pablo «servidores de vuestra alegría». Se ha insistido mucho aquí en la pasión de Jesús, pero es porque de su mismo centro surge la alegría. Que nuestro ser en el mundo no es un vivir para la muerte, no es un vivir desde la nada y hacia la nada, sino una vida que ha sido querida desde el principio por un amor infinito hacia el que se encamina, todo esto se advierte también en el carro de fuego de Jesucristo. Descubrimos su alegría cuando tenemos el valor de dejamos incendiar por el mensaje del Señor. Y cuando lo hemos descubierto. entonces podemos abrasar, porque entonces somos siervos de la alegría en medio de un mundo de muerte.

Supliquemos al Señor que nos permita hundimos y fundimos en esta luz, en esta hoguera de su alegría. Démosle gracias porque a lo largo de estos 400 años ha habido siempre, en este lugar, hombres que han puesto la mano en el arado y no han vuelto la vista atrás. Pidámosle que. también en esta hora, encuentre a muchos que le den el sí total. Roguémosle que nos conceda el valor de poner la mano en el arado, para ser así servidores de su alegría en este mundo. Amén.

III CONFIARLO TODO A EL

Muchos se gozarán...» (Lc 1,5-17) Oración oída y atendida

Tu petición ha sido escuchada, dice a Zacarías el arcángel Gabriel, al anunciarle el nacimiento de su hijo Juan Bautista. Esta frase nos ofrece, a mi entender, múltiples motivos de reflexión. El nacimiento de este hijo, que introduce el giro del tiempo, la redención del mundo, significa que han sido escuchadas las oraciones de un hombre. Acontece como respuesta a la llamada que desde el hombre ha llegado a Dios. La plegaria no cae en el vacío. No es tampoco una especie de psicoterapia en virtud de la cual reagrupamos nuestras fuerzas anímicas e intentamos conseguir un punto de equilibrio. No es un género de mera ficción para alcanzar un ejercicio y una paz espirituales. La oración apunta a la realidad. Es oída y atendida. Dios es, pues, aquel que tiene el poder, la capacidad, la voluntad y la paciencia de escuchar a los hombres. Es tan grande que puede estar también al lado de lo pequeño.

Y aunque el universo se rige por leyes estables, no quiere esto decir que esté fuera del alcan-ce del poder del amor, que es el poder de Dios. Dios puede responder.

Tal vez podamos avanzar un poco más y decir que la acción de Dios es siempre respuesta a la llamada suplicante del hombre. Pero no porque adopte el comportamiento de un gran señor a quien será preciso implorar para que conceda algo. No. Debe ser así desde dentro, porque sólo allí donde el hombre es suplicante, donde se supera, donde se entrega, donde percibe a Dios como la realidad, se abre a él, allí se abre la puerta del mundo hacia Dios y surge el espacio en el que él puede actuar a favor de y en nosotros, los hombres. Ciertamente, Dios está siempre en nosotros, pero nosotros no siempre estamos en él, dice san Agustín. Sólo cuando aceptamos su presencia, en cuanto que en la oración nuestro ser se abre a él, puede la acción de Dios actuar en nosotros y para nosotros los hombres. Orar, un camino para nosotros mismos

Hay aún otro aspecto en esta sentencia que me parece digno de reflexión, a saber, la pregunta de qué es, propiamente hablando, lo que había pedido Zacarías. Este anciano y su mujer estéril. Cuando el ángel le prometió un hijo, Zacarías lo rechazó como algo absurdo, algo que él no espe-raba de Dios, como algo que no consideraba sensato pedir en su oración. De donde podemos concluir que hada ya mucho tiempo que había dejado de pedir un hijo; pedía algo más, algo mayor, aquello que la Biblia llama la consolación de Israel, la redención del mundo.

Zacarías pertenecía evidentemente al grupo de aquellos de quienes dice Lucas, al describir al justo Simeón, que esperaban el consuelo de Israel (Lc 2,25). Esto mismo dice de los dos discípulos de Emaús. Indudablemente, de joven había suplicado Zacarías tener un hijo. Pero había llegado ya un momento en que él mismo comenzaba a ser insignificante y ya no pedía para sí. Sin embargo, no por ello se hundió en la amargura y la resignación, como si el mundo ya no le importara y aquel Dios que no le había escuchado se hubiera convertido para él en una cosa indiferente. Su vida se había tomado más libre, más rica, más grande. No confiaba menos en Dios, sino más. Ahora pedía el don divino, la salvación de Israel y, a una con ella -pues así está incluido en la misma Sagrada Escritura-, la salvación del mundo.Creo que, a partir de aquí, también nosotros podemos aprender a orar. No sólo que se nos dé, una vez más, el valor de orar, sino también la educación en la oración. Por supuesto, Dios es bueno y está del lado de lo pequeño y de los pequeños. Por eso, sin tener que avergonzamos por ello, podemos presentarle nuestros problemas personales, pequeños sin duda, pero tan grandes y tan preocupantes para nosotros. Al mismo tiempo, la oración debe ser también un camino para nosotros mismos, un camino a lo largo del cual vayamos aprendiendo poco a poco a ver cada vez más que lo que es inadmisible es que todo termine en un enquistamiento en nuestro egoísmo. Mediante la oración debemos ser más libres; debemos tomamos con menos seriedad a nosotros mismos y con más seriedad a él, para descubrir así la esencia genuina de la oración: pedir a Dios por la salvación del mundo, también hoy. También hoy debemos confiar en él, pues él -y sólo él- es capaz de dar en esta hora la salvación al mundo. Cuando nosotros, los cristianos, abandonamos esta convicción y pensamos que todo esto deberíamos hacerlo con nuestras solas fuerzas; cuando ya no confiamos en Dios y, como máximo, sólo le damos acceso al ámbito de lo privado, e incluso allí tiene la puerta cerrada, entonces el mundo es ingobernable e insalvable. Confiarlo todo a él; aprender, a lo largo de toda una vida, a orar y atreverse a orar, tal es la meta a que quieren llevamos estas sentencias bíblicas.

Podemos decir, pues, que Zacarías está aquí descrito con una sola frase: es un hombre que ora. Y esto significa que es un hombre que cree. Y también que es un hombre que espera. O dicho de otro modo: no cree simplemente que tal vez en alguna parte exista un ser superior, del que, por lo demás, no sabe nada y que, por añadidura, no! se hace notar, sino que cree que Dios existe. Y esto significa que para él ni el mundo es indiferente ni se le ha ido de las manos. Significa que todo lo que tenemos que hacer es abrimos a estas manos, porque quiere y puede actuar, aunque hace

cosas distintas de las que imaginamos en nuestras oraciones. Hizo cosas distintas de lasque esperaba el joven Zacarías y también distintas de las que había esperado más tarde. Tan distintas que, al principio, tuvo que quedarse mudo, para aprender de nuevo el lenguaje de Dios.

«No te soltaré»...Sin en esta reflexión, pensamos un poco en qué clase de hombre era, cobra toda su importancia el dato de que era un sacerdote, que también su esposa era hija de Aarón y que, por consiguiente, Juan Bautista pertenecía a la clase sacerdotal. No hay oposición entre el sacerdote y el profeta, sino que, según la voluntad de Dios, el último profeta de la antigua alianza y gran profeta de la alianza nueva fue sacerdote. Aquí se manifiesta la unidad de la acción divina: concretamente como unidad de sacerdocio y profecía. Según eso, el sacerdote no es en primer lugar un manojo de actividades, sino una reclamación a nuestro ser, un modo de vivir, que se manifiesta claramente en el ejemplo de Zacarías: es un hombre en diálogo con Dios; un hombre para quien Dios es realidad; un hombre que cree en él, se confía a él, que no cesa, a través de todas las vicisitudes de su vida, en porfiar con Dios, en sujetarle firmemente, en todos los fracasos que le sobrevienen: «No te soltaré hasta que no me hayas bendecido.» Cuando hoy en día se nos presentan a veces sacerdocio y profetismo como realidades opuestas, como si el sacerdocio fuera lo rígido e institucional y profetismo lo libre, lo edificante y renovador, cuando se contraponen el culto y la actividad social -entendiendo, una vez más, el culto como mera pompa externa en la que se afirma y se afianza el hombre y la actividad social como liberación y renovación del mundo- nos-otros podemos ver, por este ejemplo, que las cosas no son así. Sólo la profecía que procede de un previo contacto directo con Dios, de un «primero y ante todo» Dios, puede ser verdadera profecía de Dios. Y también, a la inversa, es cierto que sólo hay genuino sacerdocio cuando se orienta ala predicación y a la transformación del mundo desde el poder de la oración, de una oración que se extiende mucho más allá de todas nuestras actividades, porque abarca al mundo entero, a un mundo que también nosotros podemos abarcar silo vemos y lo abordamos desde Dios. De ahí que todas estas oposiciones y contraposiciones produzcan desorientación; desde ellas no puede entenderse correctamente ni el profetismo ni el sacerdocio. Existe, ciertamente, un tipo de degeneración del sacerdocio, un peligro que acecha tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, del mismo modo que hay una degeneración de la profecía. Los profetas de la antigua alianza denuncian y condenan la falsa profecía con palabras no menos duras que las pronunciadas contra el sacerdocio. El sacerdocio se degenera cuando se le considera sólo como una oportunidad de ganarse el sustento, cuando es sólo una ocupación mediante la cual tenemos un puesto en el mundo que nos permite alcanzar una cierta posición social, cuando, en definitiva, Dios se convierte en un medio para nuestros propios intereses. Entonces es ya sólo una caricatura y se opone a la irrupción de la nueva alianza y del mensaje de Cristo. Pero esta tentación ha existido en todos los tiempos. No se enfrentan entre sí el sacerdocio y la profecía; la oposición se da entre el falso sacerdocio y la falsa profecía y su imagen verdadera. Así contemplado, este pasaje evangélico es mucho más penetrante que cuando nos induce a rechazar uno de los dos órdenes y nos permite jactamos de haber elegido el lado bueno. El texto se convierte de este modo en una pregunta dirigida a nuestra conciencia, en un interrogante sobre nuestra actitud interior. En el antiguo ritual para la ordenación sacerdotal había una sentencia inquietante: Sat periculosum est hoc (harto peligroso es esto que hoy iniciáis). ¿Hemos injertado estas ideas en nuestras vidas? Para nosotros es claro: tener que relacionamos con Dios directamente cada día, tener esta relación como profesional con él, puede ser peligroso, porque puede significar que la cercanía de Dios acabe por parecemos

trivialidad. El temor y temblor de que pueda suceder tal cosa debe incitamos una y otra vez a revestimos de la humildad de la fe y de la osadía del servicio. Debemos ser hombres que oran, que creen y que esperan.

Lo que debemos hacer

Si, pues, el ser del sacerdote precede a su hacer, también en las palabras del ángel se perfila la respuesta a la pregunta de lo que nosotros, sacerdotes, debemos hacer. La actividad de Juan Bautista se presenta ante nosotros como eminentemente sacerdotal, como síntesis del sacerdocio y la profecía de la antigua alianza. Ambas cosas aparecen definitivamente unidas en el sacerdocio neo-testamentario. En esta unión se descubre la esencia del sacerdocio del Nuevo Testamento. En una sola frase aparece condensada la lista de nuestras actividades obligatorias: «Preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1,17). Creo que todos nosotros, cada uno a su manera, podemos reflexionar sobre cómo llevarlo acabo. El texto mismo nos proporciona varias indicaciones, de las que desearía destacar algunas. La primera se halla en la afirmación de que Juan deberá llevar a los hombres hacia Dios. Se trata de hecho, una vez más, de que suscitemos la fe, de que salgamos de nuestra pereza y desesperación y demos a los hombres, por medio de nuestra fe, el valor de ver a Dios como realidad en el mundo y en nuestras vidas. Sólo si ocurre así podrá el mundo vivir y permanecer. Viene luego una segunda frase de difícil traducción. El texto griego dice: Apeitheis en phronesei dikaion. Una interpretación podría ser: (Hará que)los rebeldes vuelvan a la justicia. Pero también podría verterse por: Llevará a los incrédulos a los sentimientos de los justos (es decir, a la prudencia de los justos). También es posible entender: Llevará a los rebeldes al recto juicio de lo justo. Existe una conexión o trabazón interna en todas estas versiones. En todo caso, se percibe aquí algo muy importante, a saber, que la fe no es una especie de idea de trogloditas que añadimos a las experiencias de nuestra vida real e incorporamos a nuestro bagaje espiritual. Y que la rebelión, el hacerse a sí mismo (“construir el mundo mejor”),no es el último grito de la razón sino que, por el contrario, el rebelde, el que se hace a sí mismo, es un ignorante que no se da cuenta ni de quién es él, ni qué es el mundo. La fe no es una filosofía abstrusa, sino un descubrir el camino hacia la prudencia, la comprensión, la objetividad, la percepción de la realidad total. Creo que debemos redescubrir este valor: el valor de reconocer a la fe como la objetividad , auténtica, como la percepción y la concepción que sabe captar el verdadero lenguaje del mundo. Todo nuestro ser nos dice que ni nos hemos hecho ni podemos hacemos a nosotros mismos. Que dependemos los unos de los otros y que todos dependemos, en definitiva, de algo o de alguien que no está en nuestras manos. Si tenemos el corazón vigilante, podremos percibir, a través de todas las tinieblas del mundo y de nuestras propias creaciones, que este misterioso otro, que ha mostrado su rostro en Jesucristo, no es un peligroso demonio, sino el Dios vivo, que nos ama y está de nuestra parte. La fe es puerta de entrada a la auténtica objetividad. Somos morales y creyentes sólo cuando no nos dejamos arrastrar simplemente por una gran idea -sea cual fuere- sino cuando nos preguntamos por la verdadera objetividad y tenemos el valor de atenemos a su sobria realidad.

Ésta fue una de las grandes tareas del Bautista en su tiempo: incitar, frente a los tumultuosos movimientos de liberación entonces existentes y cuyo resultado sería la destrucción total de Israel y su desaparición, durante casi 2000 años, del mapa de los pueblos, al valor para la sobriedad y la objetividad, dar a los hombres la fortaleza necesaria para, con la mirada puesta en Dios, perseverar en la paciencia de la razón.

Trabajar por la paz

Pasamos ahora a otra sentencia verdaderamente notable del evangelio: Él (Juan) ha sido llamado «para hacer volver los corazones de los padres a los hijos» (Lc 1,17). Se trata, pues, de una misión de paz. De hecho, a todo sacerdote se le encomienda esta misión. Sólo donde hay paz puede haber espacio para Dios. Juan fue llamado para crear -o al menos para trabajar en ese sentido-la paz en las familias y entre las generaciones y, desde aquí, la paz con Dios.

Pero, ¿cómo surge la paz? No mediante manifestaciones y peroratas, ni menos aún mediante el ejercicio de la violencia y a través de un moralismo que se aleja de la objetividad y destruye, por ende, los fundamentos de la moral. Un pueblo puede destruirse a sí mismo por completo, sin necesidad de agresiones exteriores, cuando ha perdido la capacidad de paz y de reconciliación, esto es, cuando ya no puede creer en la fuerza del bien y sólo conoce, por consiguiente, el lenguaje de la violencia, que es el lenguaje de la destrucción. El sacerdote ha sido llamado a ser mensajero de la paz, en cuanto que da a los hombres el valor de la reconciliación. Pero sólo puede dárselo si mantiene su corazón abierto para ser tocado y afectado por el inconmensurable perdón de Dios.

Me siento siempre profundamente conmovido por el hecho de que la penúltima petición del Padrenuestro -perdónanos como nosotros perdonamos-- es la única a la que el Señor ha añadido un comentario que en realidad es una exigencia: «como nosotros perdonamos.» Si no os perdonáis los unos a los otros -tal es el significado de la inclusión-, ¿cómo os va a perdonar el Padre? Pero en nuestro texto se insiste sobre todo en el otro aspecto, el verdaderamente humano en esta materia: se insiste en la familia como célula originaria de toda convivencia humana. En ella deben aprenderse las relaciones fundamentales de la sociedad y también, por tanto, la capacidad de relacionarse con Dios. En la familia, y sólo en ella y desde ella, puede la convivencia del amor superar la contraposición de la alteridad (del «otro»), para llegar a la verdadera comunidad. En ella deben aprender a conocerse las generaciones: de la salvación de la familia depende la capacidad de paz de un pueblo. Si la familia no concilia ya a varón y mujer, a jóvenes y ancianos, se pervier ten las relaciones humanas básicas, para convertirse en una lucha de todos contra todos. Por eso, que los padres se vuelvan a los hijos es el presupuesto para el comienzo de la paz mesiánica. De ahí que la destrucción de la familia sea la más segura señal del anticristo, del destructor de la paz, bajo la máscara de quienes afirman traer la paz y la liberación.

Los especialistas se han planteado la pregunta: ¿Quiénes son, en realidad, los que deben volverse? ¿Los padres a los hijos, o los hijos a los padres? El tema se presta, sin duda, a prolijas discusiones. Pero, a mi entender, si leemos bien el texto del Evangelio, junto con su prehistoria viejo testamentaria, se advierte claramente que no es que los unos deban convertirse a los otros, sino que ambos están necesitados de conversión, en cuanto que las dos partes tienen de nuevo el valor de creer en Dios. Sólo así aprenderán a entenderse y admitirse mutuamente. Sólo mediante la conversión del corazón a Dios puede surgir el va-lor para la convivencia, la confianza en los hombres y, a una con ello, la capacidad de amar y de soportar la alteridad.

Llenos de gozo y alegría

Para concluir, querría aludir brevemente a otra sentencia de este pasaje evangélico, también esta vez entresacada del mensaje del ángel. «Será para ti motivo de gozo y alegría -le dice el ángel a Zacarías-- y muchos se alegrarán por su nacimiento» (Lc 1,14). Cuando Jesús se acerca, reina la alegría. El evangelista Lucas, que compuso con sumo cuidado y reflexión su Evangelio y los Hechos de los apóstoles, nunca perdió de vista este hilo conductor. La última frase del Evangelio lucano dice, en efecto, que tras haber visto los discípulos la ascensión del Señor al cielo, se

volvieron a Jerusalén llenos de inmenso gozo (Lc 24,52). En los Hechos de los apóstoles reaparece esta idea. «Compartían la cena del Señor con alegría y sencillez de corazón» (Act 2,46). Se volvieron, pues, llenos de gozo tras haber contemplado la ascensión de Jesús. Desde una óptica meramente humana habríamos esperado leer: se volvieron llenos de tristeza. Pero no es así; quien ha visto al Señor no sólo desde fuera, quien ha sentido su corazón tocado por él, quien recibe y acepta al Crucificado y, justamente porque lo acepta, conoce la gracia de la resurrección, éste debe estar lleno de alegría. En la aceptación de la cruz se hace visible y perceptible la resurrección, el mundo se renueva y se llena de gozo el corazón. Al escuchar estas cosas advertimos cuán lejos nos hallamos del Señor, cuán alejados de aquel instante en el que Lucas pone fin a su Evangelio. Pidamos al Señor que se llegue hasta nosotros, que nos toque y nos conceda su cercanía y que también se cumpla en nosotros la promesa: te sentirás lleno de gozo y alegría y muchos se alegrarán. Amén.

IV

SIN ÉL TODO ES EN VANO

“Voy a pescar”(Jn 21,1-14)

Pocas veces se percibe de manera tan inmediata en un texto bíblico la alegría pascual de los discípulos como en el pasaje evangélico de la aparición de Jesús a orillas del lago de Tiberíades. El frescor de la mañana en el mar de Galilea nos permite intuir algo de la fresca alegría matinal de la Iglesia naciente, en la que todo es punto de partida, comienzo, esperanza. El extenso lago, cuyas aguas se funden en el horizonte con el azul del cielo, es imagen del futuro abierto de la Iglesia, en el que allá, a lo lejos, se tocan cielo y tierra. Se puede, llenos de consuelo y esperanza, acometer el riesgo de la partida al ancho mar de los tiempos venideros, porque Jesús está en la orilla y porque su palabra nos acompaña en el viaje.

En su palabra

A través de las imágenes del recuerdo que el evangelista despliega ante nosotros ha trazado al mismo tiempo un cuadro total de la Iglesia que aúna en sí promesa y orientación. Es un cuadro de múltiples capas. Intentaré arrojar un poco de luz sobre algunos de sus trazos. Sea el primero el encuentro con Jesús tras una noche de fatiga en vano. Él está en la orilla. Ha cruzado ya las aguas del tiempo y de la muerte. Ahora se halla en la orilla de la eternidad, pero justamente desde allí contempla a los suyos, está con ellos. Pide a los discípulos algo de comer.

Esto forma parte del misterio de Jesús, el Resucitado, forma parte de la humildad de Dios: pide la colaboración de los hombres, pide que se comprometan. Necesita su asentimiento. El Señor nos pide que emprendamos el viaje con él. Nos ruega que seamos pescadores para él. Nos suplica que confiemos en él y que actuemos de acuerdo con las enseñanzas de su palabra. Nos incita a que demos a esta palabra más importancia que a nuestras experiencias y conocimientos. Nos pide que actuemos y vivamos según su palabra.

Y entonces ocurre algo notable. Cuando los discípulos regresan, Jesús ya no necesita sus pe-ces. Ha preparado el desayuno y ahora es él quien invita a los discípulos; es el anfitrión que les da de comer. Se trata de un agasajo misterioso, aunque no de difícil interpretación. El pan es él mismo: «Yo soy el pan de vida.» Él es el grano de trigo que ha muerto, que ahora produce el ciento por uno y que basta para proporcionar alimento hasta el fin de los tiempos.

Su cruz, en la que se entregó personalmente, es la milagrosa multiplicación de los panes, la superación divina de la tentación satánica de capturar a los hombres con pan y sensacionalismos. Sólo el amor puede llevar a cabo una verdadera multiplicación de panes. Los bienes materiales, lo cuantitativo, disminuye a medida que se reparte.

El amor, en cambio, aumenta a medida que se va dando. Jesús es el pan y es también el pez que por nosotros descendió a las aguas de la muerte para buscamos y hallarnos allí. Así, pues, el desayuno que Jesús ofrece a los suyos en el punto límite entre el tiempo y la eternidad remite a la eucaristía. «Venid y comed», nos dice a cada uno de nosotros y nos hace traspasar así las fronteras del tiempo y de la muerte

Darlo todo, para recibirlo todo

Se percibe así claramente una primera imagen de la Iglesia: ésta es ante todo y sobre todo comunidad eucarística. En ella acontece lo nuevo, lo que la distingue de cualquier otra agrupación o comunidad humana. Dios entra en contacto con nosotros. Dios se nos da. Dios se hace nuestro pan, de modo que empezamos a vivir de él y, por tanto, a vivir verdaderamente. Tiempo y eternidad se interpenetran; entra en nuestro tiempo algo que es más importante que la muerte. Recibimos un alimento que no aparece y desaparece según la secuencia de muerte y renovación; recibimos un alimento que permanece y que introduce en lo perdurable. Y así es como nos convertimos en comunidad: desde la eucaristía, desde el misterio pascual del grano de trigo que muere.

Pero, ¿qué significa esto? ¿Cómo sucede? Si queremos dar una respuesta, acertada a esta pregunta, práctica, me parece de suma importancia la paradoja que hemos podido observar hace unos instantes. Primero, Jesús pide a los discípulos algo de comer: deben hacerse a la mar, deben actuar de acuerdo con sus instrucciones para poder atender a su petición. Pero, cuando regresan, se ve que es él quien da. Esta aparente contradicción no se debe a una falta de lógica del narrador o incluso del Señor. Pone, más bien, al descubierto las. dimensiones internas de la eucaristía y las dimensiones internas de la vida cristiana total. No hay aquí una especie de triquiñuela: primero debéis dar y luego recibiréis algo de lo que dais. Hay, por el contrario, una irrenunciable coherencia interna que, una vez más, tiene muchos aspectos. Aquí debo contentarme con mencionar, muy brevemente, algunos de ellos.

Cuando Jesús hace la petición a sus discípulos, éstos todavía no le habían reconocido. Debían, pues, dar de comer a un hambriento desconocido, a un hombre a quien no conocían. Y sólo cuando aprenden a dar así madura en ellos el amor que los capacita para recibir el alimento nuevo, el pan enteramente diferente, ese pan en que se convierte Dios para nosotros en Cristo. La dimensión social no le adviene a la eucaristía desde fuera, sino que es el espacio fuera del cual la eucaristía ni siquiera se puede formar.

Lo mismo habría ocurrido en la multiplicación de los panes: primero aquel muchacho tuvo que entregar los preciosos víveres que le había dado su madre; luego, cada uno de los comensales tuvo que repartir con los demás el trozo que aparentemente se había partido para él. Así es como se fue multiplicando el pan. Y así es como sucede siempre. Con ello, acontece a la vez algo más profundo: los discípulos que salen al mar abierto a pescar algo para Jesús deben, en el fondo, darse a sí mismos. Sólo quien se da a sí mismo descubre que antes le ha sido dado todo, que simplemente se da de tuis donis ac datis: de lo que previamente a recibido. Primero debemos darnos a nosotros mismos, para recibir luego el don de Dios. En definitiva, de Dios procede todo. Y sin embargo, este don de Dios no puede llegar hasta nosotros si primero no damos nosotros. Al final todo es gracia, porque las grandes cosas del

universo, la vida, el amor, Dios, no se pueden hacer, solo se pueden recibir como un don. Ello no obstante, solo podemos recibir dones si nosotros mismos los damos. Sólo dando, recibimos. Sólo siguiendo somos libres. Sólo ofrendando recibimos lo que de ningún modo podemos merecer. Se explica también así, en esta sencilla narración, una pregunta que desde el siglo de la reforma ha provocado apasionadas tensiones en el seno de la cristiandad. Dado todo y recibido todo no son conceptos ni actitudes mutuamente excluyentes, sino incluyentes, tal como hemos visto aquí. Se establece así, como verdad fundamental, que el sacrificio de Cristo es único y singular, y suficiente para todos nosotros. Se establece asimismo que todos nosotros somos únicamente receptores y que sería arrogancia pretender añadir algo de nuestra propia cosecha. Pero también se establece -sin que exista contradicción en ello- que su sacrificio sólo puede ser el nuestro si salimos a la mar abierta para dado todo a Cristo. El hecho de que el sacrificio de Cristo se nos dé en el sacrificio de la Iglesia no sólo no disminuye en nada el don de Cristo, sino que sólo así se hace visible la magnitud de su humanidad, pues Dios actúa al modo humano. Justamente en sus más grandes misterios es donde más profundamente acepta y eleva la esencia humana.

Pero ahora debemos retomar al evangelio. Hemos dicho antes que, al reflexionar de nuevo sobre las imágenes del recuerdo, reme mora Juan las ideas de lo esencial y lo permanente. En las imágenes de la mañana de Galilea nos da a conocer la imagen de la Iglesia, la esencia de la vida cristiana. En la primera imagen que encontramos de la Iglesia aparece ya la alusión a su núcleo eucarístico. La Iglesia es comunidad eucarística. Forma una unidad con el Señor. Al mismo tiempo, han podido verse los inmensos abismos de realidad humana y divina encerrados en las sencillas palabras del Resucitado: Venid a comer.Recibir la eucaristía significa desbordar todas las dimensiones del ser humano. Sólo la recibi-mos si recorremos todo el camino del misterio pascual que Jesús comparte con nosotros. Entra aquí no sólo lo litúrgico ni sólo lo espiritual, sino también lo que parece ser mera y simplemente mundano: nuestra disposición a preocupamos porque puedan comer también aquellos a quienes no conocemos, pero están necesitados de nuestra ayuda. Sólo porque abarca la esencia total del hombre y la entera realidad de Jesucristo, sólo por eso puede la eucaristía edificar la Iglesia, que es algo más que un club para el tiempo libre: es una comunidad que se extiende hasta la eternidad.

Plenitud y unidad

Quisiera referirme ahora brevemente a un segundo rasgo de la imagen de la Iglesia, perceptible, a mi entender, en este relato evangélico. Se trata fundador de una asociación cuya voluntad y memoria se conmemora de vez en cuando. Él es, en la eucaristía, el origen actual de la Iglesia. Por eso, la Iglesia no está unida a él en primer lugar a través de una serie de prescripciones jurídicas, sino que se apoya en él en virtud de una comunión existencial. Pablo prolonga esta línea de pensamiento hasta el punto de afirmar que, en realidad, sólo hay un elegido, si bien todos nosotros somos uno mediante la comunión con Cristo (Gál 4,15-29). Lo mismo se deduce cuando se analiza el origen externo de la Iglesia. No es una nueva creación de Jesús. El pueblo de Dios está en camino desde los días de Abraham y debe ser siempre necesariamente uno. Mediante la acción de Jesús, simplemente sus jalones fronterizos se corrieron hasta abarcar los confines de la tierra y se hundieron hasta el amor trinitario de Dios. Mientras que Lucas nos informa de una primera pesca al comienzo de la actividad pública de Jesús, en la que las redes se rompían, aquí Juan nos dice que, a pesar de la gran multitud de peces, no se rompió la red (21,11). No puede romperse. La Iglesia es una y debe ofrecer espacio para todos los peces de Jesucristo: el cuerpo traspasado, pero no quebrado, del

Crucificado es el espacio de nuestra unidad. Son muchas las cosas que pueden decirse sobre esta materia. Me contentaré con añadir, para poner punto final, una segunda interpretación del número 153, que apunta en la misma dirección y anticipa a la vez el futuro del evangelio. Se debe al sabio judío Robert Eisler, que ha llamado la atención sobre el hecho de que 153 es la suma de los valores numéricos de Simón (76) e ikhthys (pez, 77). También en esta interpretación se alude una vez más a la unidad de la Iglesia y a su catolicidad, si bien precisando más claramente el modo histórico de esta unidad. La unidad auténtica de la Iglesia es siempre el pez único, Jesucristo. Pero se ha vinculado él mismo y ha vinculado la unidad de su Iglesia a aquel a quien dio el nombre de Pedro. De hecho, todo el episodio culmina con la misión confiada a Pedro, a quien se le en-comienda apacentar el rebaño de Jesucristo, que es uno solo y que debe ser apacentado, en su totalidad, por el apóstol. Se da una íntima conexión entre Cristo y Pedro. La barca de Pedro se ha convertido en la nave de Cristo. Pedro es el fiador de Cristo. Si quiero aceptar a Cristo, debo aceptar la comunidad concreta de la única Iglesia, cuyo pastor es Pedro. Precisamente así prosigue su marcha el camino pascual. Porque, en efecto, sólo cuando aceptamos a Cristo de esta manera concreta y determinada nos vinculamos a él y nos dejamos llevar no según nuestra voluntad, sino según el dictado de la suya. La dimensión, al parecer, meramente jurídica, lo concreto y lo más profundo, el centro de la revelación, todos estos aspectos están inseparablemente unidos entre sí. Porque Dios es concreto y justamente en lo concreto se manifiesta lo divino. Roguemos al Señor que nos conceda pertenecer al grupo de los 153 peces de su irrompible red. Pidámosle que nos conceda unimos a él y dejamos guiar por él, incluso contra nuestra propia voluntad. Supliquémosle que se abran nuestros ojos para que, como Pedro, le reconozcamos y aprendamos a decir llenos de alegría: es el Señor. Amen.

V EL SERVICIODEL TESTIMONIO

«Es el Señor»

(Jn 21,1-14)

El pasaje de los Hechos de los apóstoles (Act 5,27b-32.40b-41) y la lectura del evangelio del tercer domingo de Pascua dan testimonio de Jesucristo, testifican su resurrección. No narran imaginaciones ni fantasías de los discípulos, porque en tal caso habría sido arrogante soberbia contraponer este testimonio como voluntad de Dios a la voluntad de los hombres. Habría sido, además, totalmente innecesario padecer cárceles y azotes por rendir este testimonio. Habría sido también insensato gozarse en los ultrajes que habían padecido ante las gentes, si bajo esta afrenta no se ocultara un honor superior, el honor de Dios y el honor de la verdad.

Dios ha respondido

Un testimonio de simples palabras no es de mucho peso; puede incluso ser falso testimonio. Pero cuando, con el testimonio del sufrimiento, la vida misma se convierte en testimonio, hay otros pesos en juego. Los apóstoles dan testimonio de Jesús con su propia vida, porque él es el viviente, la vida, cosa que ellos saben con total certeza.Dan el testimonio de su vida en favor de aquel a quien han visto viviente. Así suena el genuino mensaje de este día: Dios ha respondido. Dios es realmente Dios. Dios tiene

poder sobre el mundo, poder sobre nuestra vida y poder más allá de nuestra muerte. Dios es Dios. Tiene poder y su poder es bondad que otorga vida, la vida verdadera. Los apóstoles lo sabían, y no sólo como simple teoría, sino que lo llevaban ardientemente grabado en su alma como percepción viviente; por eso estaban llenos de alegría.La liturgia de la Iglesia quiere inducimos a recibir esta alegría, el gozo de los redimidos. Y la recibimos en la media en que percibimos a Cristo, certeza de que vive, de que ha resucitado verdaderamente. Tanto la epístola como el evangelio dan, pues, testimonio de Jesucristo. Él es el auténtico sujeto de estos textos, del mismo modo que es el verdadero sujeto de nuestra liturgia. Pero de este modo, y con esta referencia al Señor, los textos de este día nos dan también una imagen del testigo de Jesucristo.

¿Qué se requiere para ser testigo?

¿Cómo se convierte un hombre en testigo? El primer presupuesto básico aparece claramente en el relato de la pesca. Los apóstoles regresan a tierra. Hay un desconocido en la orilla. Aquel discípulo a quien Jesús amaba lo reconoce: «Es el Señor.» Pedro se levanta de un salto, se ciñe la túnica y se echa al agua, para ir así más rápidamente a su encuentro. El primer presupuesto es, pues, que quien quiera ser testigo de Jesucristo tiene que haberlo visto personalmente, tiene que conocerlo y reconocerlo. Y, ¿cómo ocurre esto? Ocurre, nos dice el evangelio, porque el amor loreconoce. Jesús está en la orilla; al principio no lo reconocemos, pero le oímos a través de la voz de la Iglesia. Es él. Ahora nos toca ponemos en pie, ir a buscado, acercamos a él. En la escucha de la Escritura, en el trato y frecuencia de los sacramentos, en el encuentro con él en la oración personal, en el encuentro con aquellos cuya vida está henchida de amor a Jesús, en las diferentes experiencias de nuestra vida y de múltiples maneras nos encontramos con él, él nos busca y así Acercarse a él por múltiples caminos, aprender a vedo, tal es la primera y principalísima misión del estudio de la teología. Porque este estudio no habla, en el fondo, de nada en absoluto, si las ideas de la ciencia no se refieren a la realidad de nuestra vida. Pero cuanto más lo conocemos, más cosas nos dicen todas las palabras de la revelación y tanto más se convierten en caminos hacia él y de él hacia los hombres. El testigo, pues, debe ser algo antes de hacer algo. Debe ser amigo de Jesús para no transmitir sólo conocimientos de segunda mano, sino para ser testigo verdadero. ¿Qué debe hacer el testigo?

Pero ahora surge la pregunta: ¿Qué debe hacer el testigo? El evangelio nos da tres respuestas que, en el fondo, se reducen a una. Antes de confiar a Pedro la misión de pastor, Jesús le pregunta: ¿Me amas? Debe amar a Jesús. A continuación se le encomienda: Apacienta mis corderos. Debe desempeñar las tareas propias del pastor. Y finalmente le dice: Antes elegías tú el camino. Pero ahora lo elige otro por ti y te lleva por él. Ya no es tu voluntad la que establece tu senda, sino la voluntad de otro. Debe ir en pos de otro. El seguimiento forma parte del servicio del discípulo; este servicio es un camino.

Apacentar

Amar, apacentar, seguir: con estos tres verbos describe el evangelio la esencia del apostolado y, por ende, también la del servicio sacerdotal. Dado que el amor es el lado interno de todo lo demás, podemos contentamos aquí con meditar algo más detenidamente sobre los otros dos actos fundamentales.Comencemos por la misión de apacentar. La sentencia alude a la época nómada del pasado de Israel, cuando era básicamente un pueblo de pastores. En el pasaje evangélico de este día nos hallamos ante una situación similar, aunque iluminada desde otra perspectiva: los discípulos que Jesús había congregado a orillas del lago de Galileahabían sido antes pescadores. Y desde esta actividad les descubre Jesús su profesión futura. A partir de ahora serás pescador de hombres», le dijo a Pedro la mañana misma de su llamamiento (Lc 5,10). De entre todas las interpretaciones de esta sentencia que he podido leer, la que más viva impresión me ha producido es la de san Jerónimo. Dice, poco más o menos: cuando se saca un pez del agua significa para él que ha perdido su elemento vital. Ya no puede respirar y, por tanto, muere. Pero a los hombres nos acontece en el bautismo, cuando nos hacemos cristianos, exactamente todo lo contrario: hasta entonces estábamos encerrados en las aguas saladas del mundo. No podíamos ver la luz, la luz de Dios. Tampoco podíamos contemplar la anchura del universo. Nuestro rostro se hallaba rodeado por la oscuridad del agua, vuelto hacia abajo, y nuestra vida estaba hundida en el mundo muerto del agua salada. Pero cuando, con el bautismo, fuimos sacados de aquel lugar, entonces comenzamos a ver la luz, entonces empezamos a vivir verdaderamente. Creo que no resulta difícil reconocer hoy día cuán ciertas son las anteriores afirmaciones. La vida sin Dios y contra Dios, que al principio parece tan atrayente y liberadora, sólo ha originado, de hecho una gran tristeza y una creciente irritación. El hombre se siente furioso contra la sociedad, contra el mundo, contra sí mismo y contra los demás: su vida le parece una construcción defectuosa, el hombre un error de la evolución. Ha perdido su elemento vital y todo le sabe a sal; a muerte y amargor. El hombre ha sido destinado a respirar la infinitud de la vida eterna. Cuando no puede hacerlo, se encuentra prisionero y sin luz. Sólo la fe nos conduce a los espacios abiertos, como cantan los Salmos. ¿Qué significa, por tanto, «pescar hombres»? Significa llevarlos al aire libre, a los amplios espacios de Dios, al elemento vital que les ha sido asignado. Cierto que cuando alguien se ve arrancado de sus hábitos y costumbres, al principio siempre se revuelve, como ha descrito con penetrante pluma Platón en su mito de la caverna. Quien está acostumbrado al mar, piensa en un primer momento que, cuando le sacan a la luz, le arrebatan la vida. Está enamorado de las tinieblas. Por eso, ser pescadores de hombres dista mucho de ser una empresa cómoda, pero es lo grandioso y humanamente lo más bello que puede darse. Se registran, sin duda, muchas salidas en vano al mar. Pero aun así, sigue siendo una maravillosa tarea acompañar a los hombres por el camino que lleva a la luz, a los amplios espacios, enseñarles a conocer la luz y la infinitud de Dios. Cuando inicié, hace ya 35 años, esta actividad, tenía miedo de cómo saldrían las cosas. Pero pude experimentar muy pronto y de manera muchas veces renovada cuán verdadera es la promesa del Señor de que otorga; ya en este mundo, el ciento por uno, también con aflicciones, sin duda, pero él cumple su palabra (Mc 10,29s). Aún nos queda otro aspecto por considerar: cuál es el verdadero centro y núcleo del arte de pescar hombres. En el evangelio de hoy Jesús da de comer a sus discípulos pan

y pescado. Ambos alimentos le simbolizan a él. Del mismo modo que se convirtió en grano de trigo que muere, también se convirtió en pez. Se hundió en las profundidades del mar. Con su vida dio cumplimiento a la señal de Jonás, entró en el vientre del mar. Ya hemos dicho antes que sólo el que se entrega a sí mismo puede ser testigo. Sólo aquel que, como Jesús, se convierte en «pez» puede ser pescador de hombres.

El seguimiento

Llegamos así al tema del seguimiento. Porque, en efecto, dejando ya aparte el lenguaje de las imágenes, todo lo anterior quiere decir sencillamente que el núcleo de la tarea de apacentar, el núcleo del ministerio de pastor, es el seguimiento. El pastor va delante del rebaño, nos dice el Evangelio de Juan. Sólo si caminamos delante podremos apacentar a los demás. Y sólo vamos delante, caminamos hacia adelante, si seguimos a aquel que nos ha precedido a todos: Jesucristo. Los Evangelios nos proporcionan, justamente en conexión con la figura de Pedro, varias indicaciones en las que se ve muy claramente el significado del seguimiento. Una de las escenas más impresionantes tiene lugar inmediatamente después de aquella confesión de fe de Pedro con que se inicia el episodio del primado. El Señor explica la peculiaridad de su reino mediante el recurso de preanunciar sus padecimientos. Y si antes, a través de las palabras de Pedro, hablaba alguien que es más que carne y sangre, ahora, en estas otras, la carne y la sangre dejan oír su poderosa voz. Pedro reprendió al Señor por aquellas declaraciones. La respuesta de Jesús es de una inusitada dureza: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8,33). Pedro había tomado la delantera al querer marcar el camino a Jesús. Seguimiento significa que ya no puede uno elegir su camino. Significa poner la propia voluntad en manos de la voluntad de Jesús, darle real y verdaderamente la precedencia. En este episodio puede percibirse un nuevo aspecto. Pedro está en el mar, Jesús en tierra. Para llegar hasta él, Pedro se lanza presta y animosamente al agua. Hay aquí un parecido con aquella otra narración, singularmente hermosa, en la que Pedro salta de la barca para ir al encuentro del Señor que camina sobre las olas. Mientras su mirada está fija en Jesús, avanza sin dificultades. Pero en el instante mismo en que fija su atención en el viento y el agua, empieza a hundirse (Mt 14,28-32). Recorre un camino en el que no rige la ley de la gravedad. Y puede avanzar por él mientras se deje llevar por la nueva y más poderosa fuerza de la gravedad de la cercanía de Jesucristo, según la sentencia: «Tened buen ánimo; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Se enfrentan aquí la fuerza de la gravedad y la gracia. El seguimiento de Jesucristo significa que debemos y podemos recorrer un camino que es opuesto al de la ley natural de la gravedad, al de la fuerza de la gravedad del egoísmo, de la búsqueda de las cosas solamente materiales y del deseo de ganancias máximas, que suele confundirse con la felicidad. El seguimiento es un camino a través de aguas agitadas y turbulentas, un camino que sólo podemos recorrer si nos hallamos dentro del campo de gravedades del amor de Jesucristo, si tenemos la mirada puesta en él y somos allí llevados por la nueva fuerza de la gravedad de la gracia, que es la que nos hace transitable el camino hacia la verdad y hacia Dios, un camino que no podríamos recorrer con nuestras solas fuerzas. Por eso, el seguimiento de Cristo es algo más que simple asentimiento a un determinado programa, es algo más que simpatía y solidaridad con un hombre al que consideramos nuestro modelo. No seguimos solamente al hombre Jesús, seguimos a Cristo, el Hijo de Dios vivo. Avanzamos por un camino divino.

¿Adónde lleva el camino de Jesús? Lleva a la resurrección, a la derecha del Padre. En todo este camino se piensa cuando se habla del seguimiento de Cristo. Sólo así se

recorre de principio a fin la vocación del hombre, sólo así llegamos verdaderamente a la meta, a la felicidad indivisa e in-destructible. Y sólo desde aquí se entiende por qué en el seguimiento entra también la cruz (Mc 8,34): porque no hay ningún otro modo de llegar a la resurrección, a la comunión con Dios. Todo este camino debemos recorrer, si queremos ser servidores y testigos de Jesucristo. y cada paso es diferente, según que se acepte la totalidad del camino o bien se seleccione sólo una parte, como si fuera una especie de programa de un partido político. A Cristo sólo se puede llegar si se tiene el valor de caminar sobre las olas y confiarse a su fuerza de gravedad, que es la fuerza de

la gravedad de la gracia.

Te llevarán a donde tú no quiereepisodio evangélico, una nueva y sorprendente imagen del seguimiento: extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará Te llevaré a donde tú no

quieresHallamos finalmente en las últimas líneas de este episodio evangélico una nueva y sorprendente imagen del seguimiento: extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tu no quieres (Jn 21,18). Hay aquí, probablemente, una alusión a la muerte en cruz que Pedro habría de sufrir en el seguimiento de Jesús: entonces extendería las manos y se las atarían. Se advierte ahora con absoluta claridad lo que sólo aparecía insinuado en la discusión entre Jesús y Pedro después del anuncio de la pasión. Pedro tiene que renunciar a su propia voluntad, ya no es él quien toma las decisiones. Es otro el que le ciñe. A propósito de este relato, me viene siempre a la memoria un pequeño gesto ritual que me causó profunda impresión cuando recibí la ordenación sacerdotal. Tras la unción, se le atan las manos al ordenado y así atadas toma el cáliz, de modo que ellas, ya una con ellas todo el propio ser, parecen como sujetas al cáliz. Esto me trae el recuerdo de la pregunta de Jesús a los hermanos Santiago y Juan: ¿Podréis beber el cáliz que yo he de beber? (Mc 10,38). El cáliz eucarístico, centro de la vida sacerdotal, reaviva siempre el recuerdo de esta sentencia. y luego las manos atadas, ungidas con el óleo mesiánico, el crisma. Las manos son expresión de nuestra personal capacidad de decisión, de nuestro poder: con ellas podemos asir, apoderamos de las cosas, defendemos. Las manos atadas son expresión de impotencia, de renuncia al poder. Nuestras manos se ponen en las manos de él, se colocan sobre el cáliz. Podría decirse que aquí se muestra sencilla y claramente que la eucaristía es el centro de la vida sacerdotal. La eucaristía es siempre algo más que ceremonia, que liturgia. Es una forma de vida. Tengo las manos atadas: ya no me pertenezco a mí mismo. Le pertenezco a él y, por él, a los demás. El seguimiento es disposición a ser atado, es ánimo pronto para lo definitivo, del mismo modo que él se ha atado y unido definitivamente a nosotros. Ahora bien, las manos atadas son en realidad manos abiertas, manos extendidas, como dice el evangelio. El valor para la atadura definitiva, para el sí total, esto es el seguimiento. Sólo en virtud de este sí total recorremos el camino entero de que hemos hablado antes. Y sólo el camino entero es camino verdadero, porque la verdad y el amor no consienten la división en partes. .Pidamos al Señor que nos permita comprender cada vez más profundamente este misterio del seguimiento. Roguémosle que nos otorgue el valor de descender de la barca de nuestras seguridades y cautelas terrenas para atrevemos a caminar sobre las

aguas. Supliquémosle que, en el momento oportuno, extienda sus manos hacia nosotros, nos tome de la mano y suba a nuestra barca. Démosle gracias porque nos ha llamado para estar en su presencia y a su servicio. Amén.

VI

VI

EN EL PRINCIPIO ESTÁ LA DISPOSICIÓN A ESCUCHAR

«Llamó a los que quiso» (Mc 3,13-19)Es para mí motivo de gran alegría poder dirigiros, queridos candidatos al sacerdocio de este obispado, un cordial saludo y celebrar con vosotros la santa eucaristía. Es hermoso ver cómo también hoy día hay jóvenes que se aprestan a seguir la llamada de Jesús: os haré pescadores de hombres. Reconforta saber que también en estos tiempos Dios «alegra la juventud» (Sal 42,4 Vulgata),la impulsa y estimula y despierta en ella el valor para desligarse de las ataduras de la vida burguesa, de la familia, de la búsqueda de grandes ingresos económicos, para llevar a Dios también a los demás. Es hermoso ver cómo en los jóvenes la Iglesia misma se mantiene joven y renueva constantemente su juventud. Con sus redes, traen el tiempo nuevo, nuevas ideas, nuevos conocimientos y experiencias a la tierra de la fe. De este modo, está siempre presente la hora del comienzo. Un seminario sacerdotal significa, en efecto, que también hoy el Señor sube al monte y llama a los que quiere. El seminario sacerdotal es este monte de Jesús. La mañana galilea no se pierde en un pasado remoto: es aquí fresca presencia, en la que una y otra vez se inicia de nuevo el día de la Iglesia. O mejor, el día de Jesucristo, hasta que finalmente llegue la mañana definitiva que ya no conoce ningún atardecer, porque el sol--el amor, revelado por siempre, del Dios trino-- nunca llega al ocaso

Subió al monte

El seminario es el monte al que Jesús sube para lanzar su llamada. En esta pequeña y maravillosa sección del Evangelio de Marcos cada palabra encierra un denso contenido. Por eso nos habla tan directamente, porque no son palabras que tengamos que traer trabajosamente a nuestras vidas desde una distante lejanía. Lo que aquí se dice nos afecta de una manera total y directa: es nuestra vida, nuestro presente. Jesús sube al monte: amaba las montañas, corno amaba el mar, las flores del campo, las aves del cielo. Amaba la creación, porque era su misma palabra hecha forma y figura, reflejo del misterio divino, del que él mismo procedía. Podemos decir, pues, que uno de los elementos constitutivos de la amistad con Jesús es el gozo por la creación, la alegría por su inmarcesible resplandor, por las pequeñas y las grandes maravillas del universo. Pero cuando, allá en la cima, resuena el llamamiento, sucede algo más: el monte es el lugar de la oración de Jesús. Es el lugar de su soledad, el lugar desde donde se dirige al Padre. El monte es expresión de la altura, de la ascensión interior, por encima de las ataduras de los afanes cotidianos. La llamada a los discípulos brota del diálogo de Jesús con el Padre. Sólo podemos escuchada si acompañamos a Jesús en esta ascensión interior. Si queremos encontramos con esta llamada, aceptada y llevada a sazón, debemos encontrar el monte de Jesús: la liberación de lo cotidiano, el silencio, el recogimiento, la dedicación al Dios vivo. Debemos llegar a aquella altura, a aquel espacio abierto en el que puede oírse la voz de Jesús..

...y llamó a los que había elegido

Porque, en efecto, siguieron ocurriendo más cosas: llamó a los que quiso. El sacerdocio sólo es posible cuando se ha aprendido a escuchar su voz. El sacerdocio se fundamenta en una relación dialogante. Pero se fundamenta, ante todo y sobretodo, en la iniciativa de Jesús. En este punto es muy expresiva la formulación del Evangelio de Marcos: llamó a los que quiso, no a los que lo deseaban. No existe el derecho al sacerdocio. Esta misión no se puede elegir como si de un oficio o una profesión se tratase. Sólo se puede ser elegido por él. El sacerdocio no figura en la lista de los derechos humanos. Nadie puede reclamar recibirlo. Jesús llama a los que él quiere. Hay derechos humanos que les competen a los hombres en razón de la naturaleza que Dios les ha dado y a favor de los cuales deben pronunciarse con total determinación todos cuantos tienen fe en el Creador. Pero hay también un derecho del Señor sobre aquellos a quienes él quiere. Aquel que ha escuchado su llamada puede decir de sí mismo: él me quiere. Existe una voluntad de Jesús sobre mí. Debo adentrarme en esta voluntad, debo ma-duraren ella. Ella es mi espacio vital. Nuestra vida será tanto más plena, más colmada y libre, cuanto más nos unifiquemos con esta voluntad, en la que está contenida la más profunda verdad de nuestro propio ser.

Constituyó a doce

Consideremos ahora, muy brevemente, las pala-brasque siguen: Constituyó a doce. Esta expresión acentúa, una vez más, que el sacerdocio ha: sido «creado» por Jesús. No es el producto de la decisión personal de un aspirante, ni puede tampoco establecerse en virtud de una decisión de la comunidad. Nadie puede pronunciar como propias aquellas palabras que sólo le pertenecen a él: Éste es mi cuerpo. Ésta es mi sangre. Yo perdono tus pecados. No hay comunidad que pueda otorgar tales poderes. Sólo él puede hacerlo. Precisamente esto es lo grande, lo enteramente consolador y reconfortante: que aquí penetra en la historia algo que supera todas nuestras capacidades. Justamente esta superación de toda nuestra capacidad personal es lo que espera nuestro corazón, lo que espera la historia siempre de nuevo, una y otra vez: potestad de perdonar, de cambiar el pasado; la potestad de invocar un amor que es indestructible. Doce es el número de las tribus de Israel, pero es también el número de las constelaciones que configuran el ciclo anual. Se ve así claramente que es preciso fundar un nuevo Israel. Pero no es menos claro que este nuevo pueblo tiene la misión de establecer la concordia entré el cielo y la tierra. hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Se abre aquí un camino que dictamina sobre cielo y tierra.. Los concilia entre sí. Y así, los doce, que han sido 1lamados a desempeñar esta misión, son en cierto modo las nuevas constelaciones de la historia, que nos señalan el camino a través de los siglos.

Para que estuvieran con él

Se abre aquí de pronto, ante nuestra mirada, un horizonte que tal vez nos pueda parecer hasta demasiado grandioso y atrevido, aunque las palabras que siguen encierran un sentido eminentemente práctico. Responden a la pregunta: ¿A qué han sido llamados estos hombres? ¿Cuál es la voluntad concreta de Jesús respecto de ellos? Se mencionan dos objetivos; “para que estuvieran con él” y “para enviarlos”

A primera vista, se diría que son objetivos contradictorios. O bien (podría aducirse) Jesús quiere que permanezcan a su lado y en su compañía y vayan siempre con él, o bien elige a hombres a los que puede enviar y que, por consiguiente, sólo pueden estar con él, a lo sumo, por algún tiempo. Formulando esta pregunta en una terminología posterior, podemos decir: aquí parecen contraponerse entre sí la vocación monástica contemplativa y la vocación apostólica. Las distinguimos entre sí y, a nuestro parecer, la una excluye en buena medida a la otra. Pero justamente aquí es donde nos corrige Jesús. sólo el que está junto a él puede ser enviado y sólo el que se deja enviar, el que transmite su mensaje y su amor, está a su lado. Hay, por supuesto, diversos estados, diversas formas de en-cargo, diferentes maneras de apostolado y de proximidad con él. De ningún modo pretendo negarlo. Pero antes y por encima de todas estas diferencias hay una unidad fundamental e irrenunciable. Los apóstoles son testigos de vista y de oído. Sólo quien le conoce, sólo quien conoce sus palabras y sus hechos, quien le ha experi mentado en la convivencia de largos días y noches, sólo éste puede llevarle a los demás. Así es también en nuestros días. «Para que estuvieran con él», tal es el componente primero y básico dela vocación sacerdotal.

Estar a su lado en la oración

Cuando como obispo -y también antes, simplemente como hermano en el sacerdocio- me he puesto a reflexionar sobre las causas que hacen que poco a poco se vaya desmoronando una vocación tan entusiasta y tan esperanzada en sus comienzos, siempre he llegado a la misma conclusión: ha habido un momento en que-.ha dejado de existir la oración callada y silenciosa, desplazada tal vez por el ruidoso celo por tantas cosas como hay que hacer Pero ahora es un celo vacío, porque ha perdido su empuje interior. algún momento se ha abandonado la confesión personal y, con ello, el contacto con la exigencia y el perdón, la renovación desde dentro en presencia del Señor, que es irrenunciable. «Para que estuvieran con él.» Se necesita este «con él» no sólo durante un cierto período inicial, a modo de fondo de reserva al que poder acudir más adelante. Estar con él debe constituir siempre la pieza central del servicio sacerdotal. Pero es preciso ejercitarse, practicar, aprenderlo hasta adquirir una cierta facilidad y naturalidad que permita mantenerse firme en tiempos difíciles. Quisiera, pues, rogaros muy encarecidamente que la consideréis una tarea fundamental durante vuestra época de seminaristas y también más tarde, durante vuestra vida sacerdotal: estar con él, aprender a mirarlo, ejercitarse en escucharle, conocer más y más al Señor en la oración, con la atención permanentemente puesta en la Sagrada Escritura Es importante cultivar la oración no sólo cuando tenemos gusto en ella. El hombre no puede alcanzar en su vida nada verdaderamente grande sin disciplina y método, y esto es aplicable también a la vida interior. Cuando escuchamos a un gran artista, que domina magistralmente su instrumento, nos admira la facilidad, la aparente naturalidad y soltura que permite que nos hable por sí misma la belleza de la composición. Pero, para que haya podido alcanzar al fin aquella fácil soltura en la que se expresa abierta y puramente la grandeza, he sido antes preciso un largo y disciplinado período de aprendizaje. Para nosotros no puede ser menos valiosa la vida interior que las ocupaciones exteriores, que el deporte o la capacidad técnica. El «crecimiento del hombre interior» merece que pongamos en juego todas nuestras energías: el mundo necesita hombres que sean interiormente ricos y maduros; el Señor los necesita para poder llamados y enviados.

Predicar y tener potestad

Nuestro texto menciona, finalmente, otros dos contenidos esenciales de la misión apostólica y sacerdotal: son enviados a predicar y están dotados de la potestad de expulsar a los demonios. Predicación y potestad -palabra y sacramento son las dos columnas fundamentales del servicio sacerdotal. Lo son en todos los tiempos. Ambos cometidos adquieren múltiples

formas en el desempeño de las actividades sacerdotales cotidianas. LA palabra tiene muchas expresiones, que van desde la predicación y la enseñanza hasta la conversación personal. El sacramento no se reduce al instante preciso de celebración litúrgica. Pide la preparación interior del que lo administra, y la orientación a Dios de quien lo recibe. Es importante poner mucho cuidado para no dejamos alejar de estos cometidos fundamentales. Después del concilio, ha surgido algunas veces la impresión de que hay cosas por hacer más urgentes que la predicación de la palabra de Dios y la administración de los sacramentos. Hay quienes piensan que habría que crear primero otra sociedad, antes de dedicar el tiempo a aquellas tareas. Tales opiniones se basan en una ceguera espiritual que sólo es capaz de percibir los valores materiales y olvida que el hombre necesita siempre la totalidad, quiere respuestas para el hambre del cuerpo y del alma. No pueden dejarse a un lado los problemas del espíritu. Al contrario, es su desplazamiento o su exclusión lo que provoca los otros problemas y los hace insolubles.

Nunca es, por tanto, superfluo conducir a los hombres hacia el Dios vivo. Por el contrario, ése es siempre el presupuesto básico para despertarlo mejor de las fuerzas humanas, aquello sin lo que, en definitiva, no pueden vivir. Cuanto más penetrados estemos nosotros mismos de la presencia del Dios vivo, tanto más podremos llevarla a los hombres y tanto mejor percibiremos que es justamente este servicio genuinamente sacerdotal el que no ignora la vida real, sino que hace «que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Recibir el ciento por uno

Para concluir, quisiera llamar vuestra atención sobre un texto posterior del Evangelio que prolonga la línea aquí iniciada (Mc 10,2l-31).El camino de Jesús en la tierra esta llegando a su fin; a los discípulos les oprime la pregunta de en qué acabará todo aquello. Están preocupados por su suerte, se interrogan si han hecho una elección acertada. Pedro dice en voz alta lo que todos piensan en su interior: «Mira, lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Mateo aclara el sentido de esta discreta pero acuciante pregunta al añadir el inciso: «¿Qué recibiremos a cambio?» (19,27).Esperaríamos que el Señor reprendiera la medrosidad, la poca fe o incluso el egoísmo apenas disimulado de estas palabras. Pero no ocurre así. Considera enteramente justificada esta pregunta cerca del para qué de todo aquello y da una sorprendente respuesta: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno; ahora, al presente, casas, hermanos, hermana madres; hijos y hacienda, con persecuciones; y en el tiempo venidero vida eterna» (Mc 10,29s). ¿Qué es lo sorprendente de esta respuesta? Que el Señor no alude solo a una recompensa en el más allá. Dice algo sumamente osado, casi increíble: Vuestra vida estará siempre, ciertamente, bajo el signo de las persecuciones;"será una vida muy humana, marcada por penurias y sufrimientos. Pero vuestra recompensa no ha sido lisa y llanamente aplazada o desplazada al más allá. Recibiréis en este mundo una recompensa centuplicada. Dios da ya en esta vida el ciento por uno, dice santa Teresa de Jesús, resumiendo el contenido de esta sentencia del Señor. Toda renuncia por su amor tendrá como respuesta un premio muchas veces superior. Dios es magnánimo y no se deja vencer generosidad. Forma parte del servicio apostólico comenzar por renunciar; el celibato es una de las maneras sumamente concreta en que debe plasmarse esta renuncia. Quien, al cabo de un período de tiempo más o menos largo, echa una mirada retrospectiva a su vida sacerdotal, sabe cuán verdaderas son las palabras de Jesús. Es cierto que primero hay que atreverse a dar el salto. Y nadie debería intentar resarcirse con calderilla, por así decirlo, por lo que se ha pagado con billetes grandes: el Espíritu Santo no se deja engañar, como sabemos bien por la historia de Ananías y Safira. Pero en medio de todas las tribulaciones que nunca faltan, es cada vez más cierto que surge y crece una gran familia de hermanos y hermanas, de padres y madres e hijos para aquel que trae a los hombres la palabra de la fe. Se reafirma una y otra vez la verdad de que Dios da el ciento por uno ya en este mundo. Sólo debemos tener el valor de dar primero este uno, de atreverse a dar el salto, como se atrevió Pedro que, todavía en los albores de su vocación, y una vez

más en contra de todas las probabilidades, caminó sobre las aguas y consiguió, como señal de los tiempos futuros, la pesca milagrosa que le permitió conocer el poder de Jesús. Demos este pobre uno de nuestras capacidades, de nuestra renuncia a nuestro pequeño mundo propio; pidamos al Señor renovadamente, día tras día, la generosidad de confiamos a él. Caminemos con él. Dejemos que él nos envíe. Estaremos así en buenas manos. Amén. 88

VII LA ESPIRITUALIDAD SACERDOTAL

«Fiado en tu palabra» (Le, 5,1-11) Ha sido muchísimo lo que, en el curso de los últimos veinte años, se ha reflexionado, y también discutido, sobre el sacerdocio. Éste, a lo largo de todos estos análisis y debates, ha mostrado poseer mayor vitalidad que la que encerraban muchos de los precipitados argumentos en virtud de los cuales se pretendía abandonado como un malentendido sacro y sustituido por servicios meramente funcionales, a tiempo parcial. Poco a poco se han ido descubriendo los supuestos que, en un primer momento, parecían hacer punto menos que irrefutables aquellas argumentaciones. La superación de los prejuicios vuelve a hacer posible una comprensión más profunda del testimonio bíblico en su unidad interna de Antiguo y Nuevo Testamento, de Biblia e Iglesia, de modo que ya no tenemos que beber el agua de las cisternas que, en la controversia de las hipótesis, ora se escurre ora se acumula en pequeñas y míseras reservas, sino que podemos acceder a la fuente viva de la fe de la Iglesia de todos los tiempos. Si estoy en lo cierto, en el futuro se planteará la siguiente pregunta: ¿Cómo se ha de leer realmente la Escritura? En la época de la formación del canon, que fue también la de la formación de la Iglesia y de su catolicidad, fue san Ireneo de Lyon el primero que tuvo que enfrentarse con este problema, de cuya solución depende la posibilidad o imposibilidad de la vida eclesial. Ya en su tiempo advirtió Ireneo que el principio sobre el que se basaba el cristianismo puesto al día e ilustrado (la llamada gnosis), y que amenazaba los cimientos mismos de la Iglesia, era la desmembración de la Biblia y la separación entre Biblia e Iglesia. Esta doble separación fundamental está precedida por la división interna de la Iglesia en comunidades, cada una de las cuales busca su propia legitimación mediante una selección de las fuentes. La desmembración de las fuentes de la fe arrastra consigo la desintegración de la communio, y a la inversa. La gnosis, que intenta presentar la división -separación de ambos Testamentos, separación de Escritura y tradición, de cristianos cultos e incultos- como la verdaderamente racional es, en realidad, un fenómeno de descomposición. La unidad de la Iglesia permite ver, en cambio, la unidad de aquello de lo que ella vive. y a la inversa, la Iglesia sólo vive si se nutre de la totalidad, de la multiforme unidad de Antiguo y Nuevo Testamento, de Escritura, tradición y realización creyente de la palabra. Pero, una vez que se ha sucumbido a la lógica de la descomposición, resulta ya en el fondo imposible llevar a cabo un correcto ensamblaje1. No me parece oportuno, en el marco de la. alegre festividad de este día, entrar en la discusión científica aquí insinuada, aunque debe, por supuesto, entablarse antes de analizar los detalles del testimonio bíblico, respecto, por ejemplo, del tema del sacerdocio. El gozo de este día constituye ya en sí mismo algo así como un «lugar teológico». Cincuenta años de sacerdocio son una realidad que habla por sí sola y que da a nuestras reflexiones un contexto concreto. He creído, pues, conveniente intentar en esta ocasión no una exposición científica sobre el sacerdocio, sino más bien algo así como una meditación espiritual en la que, sin la más mínima intención sistemática y sin pretensiones científicas, pueda exponer una serie de consideraciones sobre algunos pasajes de la Sagrada Escritura que personalmente me parecen importantes.

1.-. Reflejos de la imagen sacerdotal en los relatos de vocaciones de Lc 5,1-11 y Jn 1,35-42

Para empezar he elegido el texto de Lc 5,1-11. Se trata de aquel precioso relato de vocación en el que se cuenta cómo Pedro y sus compañeros, después de haber estado pescando inútilmente durante toda la noche, se hacen de nuevo a la mar, fiados de la palabra del Señor. Consiguen una captura tan abundante que las redes amenazan romperse. Viene a continuación la llamada: Serás pescador de hombres. Siento una especial predilección por este relato, porque en él se encierra el aura matinal del primer amor, de un comienzo lleno de esperanzas y de disposición, en cuya meditación me llega siempre la luminosidad y el frescor que es propio de los inicios: aquella alegría en el Señor de la que hemos hablado, si-guiendo el antiguo Salterio, al principio de la misa: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal 42,4). Al Dios a cuyo lado se renueva siempre la alegría juvenil, porque al ser la vida, es también la fuente de la auténtica juventud. Pero volvamos al texto. Se nos cuenta que las gentes se aglomeraban en torno a Jesús porque querían escuchar la palabra de Dios. Jesús se encuentra a orillas del mar, los pescadores están limpiando las redes y el Maestro sube a una de las dos barcas que allí había, la de Pedro. Le pide alejarse un poco de la orilla, se sienta en la barca y desde allí enseña. La barca de Pedro se ha convertid en cátedra de Jesucristo. Luego le dice a Simón: Boga mar adentro y echa las redes. Los pescadores han pasado toda la noche anterior tra-bajando en vano y parece absurdo salir a pescar ahora, en esta hora de la mañana. Pero ya Jesús se ha hecho tan importante para Pedro, tan determinante, que éste puede decir lo hago fiado de tu palabra La palabra cobra, pues, más realidad que lo al parecer empíricamente real y seguro. La mañana galilea, cuyo frescor parece poderse respirar en esta descripción, se convierte en imagen del nuevo amanecer del evangelio tras la noche e infructuosas actividades a que nos conduce una y otra vez nuestro hacer y querer. Cuando Pedro regresa a tierra con sus compañeros con tal cantidad de peces que las dos barcas juntas apenas podían transportados -la pesca había sido tan abundante que amenazaba con romper las redes no dejaba a sus espaldas sólo un camino exterior, una profesión artesana. Este viaje se había convertido en un camino interior, cuya amplitud ha indicado Lucas mediante dos palabras que le sirven de marco. El evangelista nos transmite, en efecto, que antes de la pesca Pedro se dirige al Señor con un epistata, equivalente a nuestro «profesor», o maestro» (rabbi). Pero all volver, se postra de rodillas ante Jesús y ya no le llama rabbi sino kyrie, es decir, le aplica expresiones propias de la divinidad. Pedro había recorrido el trayecto que va desde el rabbi al Señor, del maestro al Hijo. Tras esta peregrinación interior, ya está capacitado para recibir la vocación. Se hace aquí patente el paralelismo con Jn 1,35-42, el primer relato de vocación del cuarto Evangelio2. Se narra aquí cómo se unieron a Jesús los dos primeros discípulos -Andrés y otro del que no se da el nombre- impresionados por las palabras del Bautista: «He aquí el cordero de Dios.» Se sienten impresionados de un lado por la conciencia de su condición de pecadores que resuena en esta sentencia y, del otro, por la esperanza que trae a los pecadores el cordero de Dios. Se puede barruntar cómo ambos se sienten todavía inseguros: su discipulado es todavía vaci1ante. Van tras él cautelosamente, sin decir nada; al parecer, aún no se atreven a dirigirle la palabra. Entonces él se vuelve hacia ellos y les pregunta: ¿Qué queréis? La respuesta sigue siendo indecisa, un poco tímida y perpleja, pero no obstante lleva a lo esencial: Rabbi, ¿dónde vives? O con traducción más literal: ¿Dónde permaneces?¿Dónde está tu lugar o morada permanente, lo propio tuyo, para que podamos ir allá? Conviene recordar en este punto que la palabra «permanencia» es una de las de más hondo y denso contenido del Evangelio de Juan.

Jesús les respondió: “Venid y lo veréis.» La fórmula se repite en la conclusión del segundo relato

2.-. Para las siguientes reflexiones sobre Jn 1,35-42 debo las ideas principa1es a C.M. Martini, Damil ihr Frieden habt. Geistliches Leben nach dem Johannesromgelium, Friburgo de Brisg.3 1986, 204-209.

de vocación, el referente a Natanael, donde al final se dice: «Verás cosas mayores» (1,50). Así, .pues, el ontenido del venir es ver; venir es un entrar en un ser visto por él y en un ver con él. Donde él permanece, está abierto al cielo, el espacio. oculto de Dios (1,51); allí se encuentra el hombre en la luminosidad de Dios. «Venid y lo veréis concuerda también con el Salmo de comunión de la Iglesia: «Gustad y ved cuán bueno es el Señor» (Sal 33[34],9). El venir. y sólo el venir. lleva al ver. El gustar abre los ojos. Así como en el pasado, en el paraíso, al gustar del fruto prohibido se abrieron de manera funesta los ojos, también ahora, pero en sentido inverso, el gustar de lo verdadero abre los ojos de modo que pueda verse la bondad del Señor. Sólo en el venir, en la permanencia de Jesús, acontece el ver. Sin el riesgo del venir, no puede darse un ver. Juan añade una observación: era la hora décima (1,39); es decir. una hora ya muy tardía, en la que de ordinario no se piensa ya en emprender nuevas tareas; pero justamente en este momento acontece lo inaplazable, lo decisivo. Según ciertos cálculos apocalípticos, se pensaba que en esta hora se produciría el fin de los tiempos3. Quien viene a Jesús entra en lo definitivo, en el tiempo del fin.; entra en contacto con la parusía; que es ya realidad presente de la resurrección y del reino de Dios.

3.- Cfr Martini o,c, 207

En el venir acontece, pues, el ver. Juan ilustra esta idea mediante el mismo procedimiento que vimos antes en Lucas. A las primeras palabras de Jesús responden los dos con un rabbi. Pero cuando regresaron del lugar donde «permanecía», dijo Andrés a su hermano Simón: “Hemos encontrado a Cristo” (1,41). Viniendo a Jesús, permaneciendo a su lado, recorrió el camino que del rabbi lleva a Cristo, aprendió a ver en el maestro a Cristo. Sólo en la permanencia puede aprenderse esta lección. Se hace así visible la unidad interna entre el tercero y el cuarto Evangelios: en ambas ocasiones, tras una primera palabra aparece el valor para caminar con Jesús. Las dos veces se emprende, por una palabra suya, el experimento de la vida y las dos veces sucede que el venir se transforma en ver. Todos nosotros hemos iniciado ya, con el reconocimiento pleno del Hijo de Dios a través de la Iglesia, nuestro camino, pero aquel venir «fiado en tu palabra», aquel entrar en su «permanencia» sigue siendo, también para nosotros, condición previa del auténtico ver. Y sólo quien ve por sí mismo, quien no cree como «de segunda mano», puede llamar a otros. Este venir, - este atreverse- fiados de su palabra es, también hoy y por siempre, el presupuesto indispensable del apostolado, del llamamiento al servicio sacerdotal. Siempre tendremos necesidad de preguntarle: ¿Dónde vives (permaneces)? Y también será siempre necesario dirigirse, desde el interior, hacia la morada-permanencia de Jesús. Deberemos arrojar una y otra vez las redes fiados de su palabra, por absurdo que pueda parecer. Siempre será preciso tener a su palabra por más real que aquello que pretende ser lo único realmente válido: la estadística, la técnica, la opinión pública. A menudo nos parecerá que es ya la hora décima y que _deberíamos aplazar para más tarde la hora de Jesús. Pero precisamente así puede ser la hora de su cercanía. Hay todavía algunos rasgos más, comunes a ambos Evangelios. En Juan los dos discípulos se

sienten llamados por la sentencia sobre el cordero. Saben, evidentemente por propia experiencia, que son pecadores. Y esto no es para ellos un distante lenguaje religioso, sino algo que palpan y sienten en su interior, que constituye para ellos una realidad. Y como lo saben, el cordero es su esperanza y por eso empiezan a caminar tras é!. Cuando Pedro regresa con su abundante pesca,. sucede algo inesperado. Contra lo que cabría. imaginar, no abraza efusivamente a Jesús por el buen resultado del negocio, sino que cae de rodil1as a sus pies. No intenta retenerlo, como una sólida garantía de éxito, sino que le ruega que se a1eje, porque se siente temeroso ante el poder de Dios. «Aléjate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Cuando experimenta el hombre a Dios, conoce su condición de pecador, y sólo cuando ha conocido y reconocido verdaderamente a Dios se conoce tal como él mismo es en realidad. Pero también así es como llega el hombre a la autenticidad. Solo cuando el hombre sabe que es pecador y ha comprendido e1 carácter funesto del pecado entiende también el sentido de la llamada: «convertios y creed en la buena nueva»(Mc 1,15). Sin conversión no es posible acercarse a Jesús ni al evangelio. Hay, a este propósito, una paradoja de Chesterton que expresa con sumo acierto esta conexión: Se conoce a un santo en que se sabe que es pecador 4. El oscurecimiento de la experiencia de Dios se manifiesta hoy en la desaparición de la experiencia del pecado; y a la inversa, la desaparición de este conocimiento aleja al hombre de Dios. Aunque sin caer en una falsa pedagogía del temor, debemos aprender una vez más la verdad de la sentencia: Initium sapientiae timor Domini: la sabiduría, el verdadero conocimiento, empieza con el justo temor de Dios. Debemos aprenderlo de nuevo, para aprender también el verdadero amor y para comprender qué significa que podemos amarle y que él nos ama. También, pues, esta experiencia de Pedro, de Andrés y de Juan es un presupuesto básico del apostolado y, por ende, del sacerdocio. Sólo puede anunciar la conversión :-la primera palabra del cristianismo- quien previamente se siente invadido por el sentimiento de su necesidad y ha comprendido. Por la grandeza de la gracia. En los elementos fundamentales del camino espiritual del apostolado que aquí se van descubriendo se perfila también, al mismo tiempo, la conexión sacramental básica entre la Iglesia y el. servicio sacerdotal Si a la experiencia del pecado corresponden el bautismo y la penitencia, al venir y ver, al entrar en la morada permanente de Jesús, corresponde el misterio de la eucaristía. Ella es, en un sentido que antes de su institución no era posible ni tan siquiera imaginar, la permanencia de Jesús entre nosotros. «Allí veréis.» La eucaristía es el lugar donde se cumple la promesa hecha a Natanael, de que podremos ver el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre (Jn 1,51). Jesús mora y «permanece» en el sacrificio, en el acto de amor con el que se transfiere al Padre y, mediante su amor vicario, también a nosotros nos devuelve a él. El salmo de comunión (Sal 33[34]), que habla del gustar y ver, contiene esta otra frase: «Entrad y seréis iluminados» (ver. 6, según la Vulgata). Comulgar con Cristo es comulgar con la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1,9)5.Consideremos ahora el siguiente punto común a las dos narraciones que nos ocupan: la abundante pesca amenaza romper la red. Pedro y los suyos no conseguían alcanzar la orilla. A continuación se nos dice que entonces hicieron señas a sus compañeros de la otra barca, los cuales vinieron en su ayuda. Las dos barcas se llenaron tanto que casi se hundían (Lc 5,7). :La llamada de Jesús es al mismo tiempo una convocatoria, una llamada a syllabesthai, como se dice en el texto griego, a trabajar juntos, a la cooperación y ayuda mutua,a la labor en equipo de las dos barcas. La misma idea reaparece en Juan. Cuando Andrés regresa del lado de Jesús, no puede mantener en secreto su descubrimiento. Conduce hasta Jesús a su hermano Simón y también a Felipe, que, por su parte, hace lo mismo con Natanael (Jn 1,41-45). La llamada lleva a la unión, a la concordia, a la convivencia. Introduce en el discipulado y pide retransmisión. En toda vocación hay también un elemento humano, la dimensión de la fraternidad, del estímulo, del impulso proporcionado por otros. Cuando reflexionamos sobre nuestro propio camino, cada uno de nosotros sabe que el resplandor de Dios no ha descendido directamente sobre él, sino que de alguna manera

Consideremos ahora el siguiente punto común a las dos narraciones que nos ocupan: la abundante pesca amenaza romper la red. Pedro y los suyos no conseguían alcanzar la orilla. A continuación se nos dice que entonces hicieron señas a sus compañeros de la otra barca, los cuales vinieron en su ayuda. Las dos barcas se llenaron tanto que casi se hundían (Lc 5,7). La llamada de Jesús es al mismo tiempo una convocatoria, una llamada a syllabesthai;-como se dice en el texto griego, a trabajar juntos, a la cooperación y ayuda mutua, a la labor en equipo de las dos barcas. La misma idea reaparece en Juan. Cuando Andrés regresa del lado de Jesús, no puede mantener en secreto su descubrimiento. Conduce hasta Jesús a su hermano Simón y también a Felipe, que, por su parte, hace lo mismo con Natanael Un 1,41-45). La llamada lleva a la unión, a la concordia, a la convivencia. Introduce en el discipulado y pide retransmisión. En toda vocación hay también un elemento humano, la dimensión de la fraternidad, del estímulo, del impulso proporcionado por otros. Cuando reflexionamos sobre nuestro propio camino, cada uno de nosotros sabe que el resplandor de Dios no ha descendido directamente sobre él, sino que de alguna manera se vio interpelado por algún creyente,fue acompañado y sostenido por otros. Es cierto que la vocación sólo puede mantenerse en pie cuando no creemos únicamente como “de segunda mano”, “porque lo ha dicho éste o el otro”, sino cuando, guiados por los hermanos, somos nosotros mismos quienes encontramos a Jesús (cf. Jn 4,42). Ambas cosas están indisolublemente unidas: guiar, hablar, acompañar, sostener, y aquel «venid y veréis». Por eso creo que deberíamos desplegar mucho más valor para hablamos los unos a los otros y para no tener en poco aceptar la compañía de otros, fiados del testimonio ajeno. El «con» es parte constitutiva de la vertiente humana de la fe. Es uno de sus componentes. En este «con» debe madurar el encuentro personal con Jesús. Del mismo modo que el acompañar y el tomar consigo, también es importante soltar, liberar lo que cada vocación personal tiene de peculiar, por muy diferente que sea de lo que nosotros habíamos atribuido al interesado.

En Lucas estas ideas se amplían hasta ofrecer una visión total de la Iglesia. A los hijos del Ze-bedeo, Santiago y Juan, se les llama koinonoi “compañeros”, o más exactamente, «socios» de Pedro. Esto significa que entre los tres habían montado una pequeña asociación pesquera, una cooperativa, en la que Pedro figuraba como director y propietario principal6. Jesús dirigió su pri-mera llamada de este grupo, a esta koinonia (communio), a la cooperativa de Simón. En virtud de este llamamiento, la profesión profana de Simón se convierte en imagen de lo nuevo, de lo que está por venir. La asociación pesquera pasa a ser la communio de Jesús. Los cristianos forman la communio de esta barca de pescador, agrupados en virtud de la llamada de Jesús, unidos en el milagro de la gracia que, tras las noches sin esperanza, regala las riquezas del mar. Y I como en el don, también están unidos en la misión.

Hay en Jerónimo una hermosa interpretación de la expresión «pescador de hombres» que aquí, en esta. transformación interior de la profesión, pasa a ser una visión de futuro7. Dice Jerónimo que sacar a los peces del agua significa arrancarlos de su elemento vital y entregados, por tanto, a la muerte. Pero, en cambio, sacar a los hombres del agua del mundo significa arrancados del elemento de muerte y de la noche sin estrellas para darles el aire y la luz del cielo. Significa trasladados al elemento de la vida, que da al mismo tiempo luz y contemplación de la verdad. La luz es vida, porque el elemento vital del hombre, aquello de lo que vive en lo más hondo de él, es la verdad, que es a la vez amor. Es cierto que el hombre que nada en las aguas del mundo ignora estas cosas. Por eso se resiste a ser sacado del agua. Cree, por decido de algún modo, que es un pez normal, que morirá sin remedio si es

7. Jerónimo, In Psalmun 141 ad neophytos, CChr 78, 544.

arrancado del agua de las profundidades. Se trata, en realidad, de un acontecimiento mortal. Pero esta muerte lleva a la vida verdadera, sólo en la cual llega el hombre a su auténtica realidad. Ser discípulo significa dejarse capturar por Cristo, que es el pez misterioso que ha descendido hasta el agua del mundo, el agua de la muerte; que se ha hecho pez para dejarse primero capturar por nosotros, para ser nuestro pan de vida. Se deja capturar para que nosotros seamos capturados por él y hallemos el valor suficiente para dejamos sacar con él de las aguas

de nuestra rutina y de nuestras comodidades. Jesús se ha convertido en pescador de hombres al tomar sobre sí la noche del mar, al descender a la pasión de las profundidades. Pescador de hombres sólo puede ser quien, como él, se entrega a sí mismo. Y esto sólo puede hacerse cuando se confía en la barca de Pedro, cuando se entra en la comunión de Pedro. La vocación no es asunto privado, no es un perseguir por iniciativa propia la causa de Jesús. Su espacio es la Iglesia entera, que sólo puede existir en comunión con Pedro y en comunión, por tanto, con los apóstoles de Jesucristo.

2. La espiritualidad sacerdotal según el Salmo 15(16)

Quisiera, en segundo lugar -y dado que concedo una gran importancia a la unidad de ambos Testamentos--llamar la atención ahora sobre un texto viejo-testamentario, el Salmo 16 (15 según la enumeración griega). Los de más edad entre nosotros hemos recitado el versículo 5 de este salmo cuando recibimos la tonsura, al entrar en el estamento clerical, como lema, por así decirlo, de lo que recibíamos. Siempre que aparece este salmo (ahora está en las Completas del jueves) recuerdo cómo entonces procuré entender, mediante la comprensión de este texto, el proceso en que me insertaba, para poder desarrollarlo luego mediante razonamientos mentales. Este versículo fue, pues, para mí -y sigue siéndolo hasta el día de hoy- una luz preciosa, una directriz, respecto de la significación del sacerdocio y el modo de ponerlo en práctica. En la traducción de la Vulgata este versículo dice: Dominus pars hereditatis meae et calicis mei. Tu es qui restitues hereditatem meam mihi (El Señor es la porción de mi herencia y de mi copa. Tú me devolverás mi heredad).

Esta frase expresa en términos concretos lo que ya se había dicho en el verso 1: «En ti está mi bien (mi felicidad).» Y lo hace con un lenguaje enteramente profano, en un contexto completamente pragmático y todavía, al parecer, nada teológico, a saber, en el lenguaje de la propiedad rústica y de la distribución de la tierra de Israel, tal como la describen el libro de Josué y el Pentateuco8. De este reparto de la tierra entre las tribus de Israel quedaba excluida la tribu de Leví, la tri bu sacerdotal. A ella no se le dieron tierras. De ella se dice que «Yahveh es su heredad» (Dt 10,9; Jos 13,4). «Yo (Yahveh) soy tu porción y tu heredad» (Núm 18,20). Aquí se trata, en primer término, de una regulación sumamente concreta de los medios de subsistencia: los israelitas viven de la tierra que les ha sido entregada; la tierra es la base física de su existencia. Gracias a sus propiedades en tierras se le adjudica a cada uno, por así decirlo, su vida. Pero los sacerdotes no obtienen sus medios de subsistencia en virtud del cultivo agrícola de sus propiedades rústicas; su base existencial, también física, es Yahveh mismo. Dicho en términos concretos: los sacerdotes viven de su participación en los sacrificios y demás ofrendas del culto; de lo que se entrega a Yahveh, en lo que los sacerdotes, en su calidad de titulares del servicio divino, tienen una parte. Aparecen, pues, aquí dos géneros de subsistencia física, si bien ambos desembocan necesa-riamente, en virtud del pensamiento unitario de Israel, en una profundidad mayor. En efecto, para los israelitas la tierra no es tan sólo una garantía de manutención; es el modo como participan en la promesa que dios hizo a Abraham su inserción en aquella conexión vital con el pueblo elegido que procede de Dios. Frente a esto, el levita, es el hombre sin tierra y, en este sentido, el desprotegido, el excluido de las garantías terrenas. Está directa, única e inmediatamente entregado a Yahveh, como se dice en Sal 22,11. Mientras que en virtud de la propiedad de la tierra la garantía de subsistencia se desliga, al menos a primera vista, de Dios, ya que la tierra ofrece por así decirlo una especie de seguridad independiente, esto no resulta posible en el género de vida levítico. Sólo Dios es aquí entera y directamente el garante de la viga; de él depende la misma subsistencia terrena, la subsistencia física. Si desapareciera el servicio cultual, desaparecería también al mismo tiempo su base existencial. De ahí que la vida del levita sea a la vez privilegio y riesgo.. La cercanía divina en el santuario es su único e inmediato lugar vital.

En este punto me parece importante una observación incidental. La terminología de los versículos 5 y 6 es a todas luces la propia de la toma de posesión de la tierra y del diferente género de vida asignado a la tribu de Leví. Esto significa que este salmo es la canción de un sacerdote que..describe el medio

físico y espiritual de su vida. El hombre que aquí ora no sólo ha interpretado lo establecido por la Ley, la falta de posesiones externas y un género de vida de y para el culto divino en el sentido de un determinado tipo de subsistencia, sino que lo ha vivido desde su verdadero fundamento. Ha espiritualizado la Ley, la ha sobrepasado en dirección a Cristo, precisamente porque ha sabido realizar su auténtico contenido. Lo importante, pues, para nosotros, en este salmo es que, por un lado, se trata de una oración sacerdotal y, por otro, podemos contemplar en él la auto-superación interior del Antiguo Testamento en dirección a Cristo, la apresurada marcha de la antigua alianza a la nueva y la unidad, por tanto, de la historia de la salvación. No vivir de propiedades terrenas, sino del culto, significa para este orante vivir en la cercanía de Dios, instalar su existencia de modo que tenga una orientación interna hacia él. Hans-Joachim Kraus observa a este propósito, con razón, que aquí el Antiguo Testamento establece puntos de arranque para una comunidad mística con Dios que se despliega a partir de la peculiaridad de la prerrogativa de los levitas9. Aquí Yahveh ha pasado a ser la «tierra» del suplicante. En el siguiente versículo se advierte cómo se traduce esto en la vida cotidiana. Se dice en él: ”Pongo ante mí a Yahveh sin cesar” (v.8). El orante vive, pues en p resencia de Dios, se pone siempre ante su mirada. La siguiente frase es una variante de la misma idea, pues afirma: «El Señor está siempre a mi diestra.» Caminar con Dios, saber que está a su lado, tratar con él, contemplado y dejarse con templar por él, tal es el contenido interno de esta prerrogativa de los levitas. Aquí es donde Dios se convierte en la tierra, el país de la propia vida. Así es como vivimos y «permanecemos» junto a él. Aquí se produce el contacto entre este Salmo y lo que antes hemos visto en el Evangelio de Juan. Según esto, ser sacerdote significa llegarse hasta él, permanecer en su morada y aprender a mirar así. Permanecer en su permanencia. En los dos versículos siguientes se advierte aún mejor cómo acontece esto. El suplicante alaba aquí a Yahveh porque le «aconseja», y le da las gracias porque, incluso de noche, le «instruye». Los Setenta y la Vulgata se refieren evidentemente con esta fórmula al dolor físico, que «instruye» al hombre. La instrucción se concibe como un enderezamiento para adecuarse al verdadero ser humano, que es inseparable del sufrimiento. La palabra «instrucción» quiere ser aquí una expresión global para indicar la marcha del. hombre hacia la salvación, para señalar el proceso de transformación a lo largo del cual, de polvo nos convertimos en imagen de Dios y tenemos, para siempre, capacidades divinas. La vara con que castiga el maestro es sustituida aquí por los sufrimientos de la existencia a través de los cuales Dios nos guía y nos lleva a morar con él. Todo esto suscita el recuerdo del grandioso Salmo 119, de exaltación de la palabra de Dios, que recitamos ahora en la Hora intermedia del Breviario a lo largo de la semana. Está estructurado en tomo a la afirmación fundamental de la existencia del levita: El Señor es mi porción (v. 57; d. v.14). Reaparecen aquí una y otra vez bajo múltiples variantes los motivos a través de los cuales expone el Sal 16 esta realidad: «Tus preceptos ... son mis consejeros» (v. 24). «(Es) un bien para mí ser humillado, para que aprenda tus preceptos» (v. 71). «Sé que tu juicio es justo y que tienes razón al afligirme» (v. 75). Se entiende así la abismal profundidad de la súplica que atraviesa como un estribillo todo este Salmo: «Enséñame tus preceptos»(v. 12.26.29.33.64). Cuando la vida se instala con tanto realismo en la palabra de Dios, entonces nos «aconseja» el Señor. La palabra bíblica no es ya un cierto texto general y distante, sino que habla directa e inmediatamente dentro de mi vida. Penetra desde la distancia de la historia y se convierte en una palabra personal para mí. «El Señor me aconseja»; mi vida misma se convierte en palabra pronunciada por él. Se hace así verdad que «me enseñaste el camino de la vida» (Sal 16,11). Ahora la vida deja de ser un oscuro enigma. Sabemos ya lo que significa vivir. La vida se abre y en medio y a pesar de todas las fatigas de la educación se convierte en alegría. «Tus preceptos son cantares para mí», se dice en Sal 119,54. y no otra cosa afirma el Sal 16: «Se me alegra el corazón, mis entrañas exultan» (v. 9); «delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre» (v. 11). Cuando se lee así el Antiguo Testamento desde su mismo centro y se recibe la palabra de Dios como tierra de la vida, se produce automáticamente el contacto con aquel de quien nosotros creemos que es la palabra viva de Dios. No es, a mi entender, casualidad que en la primitiva

Iglesia se viera en este salmo la gran profecía de la resurrección, la descripción del nuevo David y del sacerdote definitivo Jesucristo. Aprender la vida no significa aprender una cierta técnica, sino superar la muerte. El misterio de Jesucristo, su muerte y resurrección alumbran allí donde se experimentan la pasión de la palabra y su indestructible fuerza vital. No son, por tanto, necesarios grandes esfuerzos para trasladado a nuestra propia espiritualidad. Desde su misma raíz forma parte del ser sacerdotal, algo parecido a aquella especie de abandono del levita, aquella carencia de tierra, aquel estar arrojado en Dios. Es muy significativo que el relato vocacional de Lc 5,1-11 finalice con las. palabras: “Dejándolo todo le siguieron” (v. 11). Sin este acto de renuncia no hay sacerdocio. No es posible la llamada al seguimiento sin esta señal de libertad que no admite componendas. A mi entender, es aquí donde alcanza el celibato, en cuanto renuncia a futuras posesiones terrenas y a un espacio familiar propio, su más hondo significado -más aún, su carácter de compromiso indispensable- para que se mantenga y se concrete aquel fundamental estar abandonado a Dios. Y esto significa, por supuesto, que el celibato exige una configuración total de la existencia. No puede cumplir enteramente su sentido si en las restantes cosas seguimos las reglas del juego y las normas de comportamiento sobre los bienes materiales habituales en nuestros días. Pero sobre todo no puede mantenerse en \ pie si no convertimos positivamente nuestra instalación junto a Dios en el centro de nuestra vida. Tanto el Sal 16, como el 119 aluden expresamente a la necesidad del trato habitual, constante y reflexivo con la palabra de Dios, que sólo así puede convertirse en nuestro hogar. Aparece también el indispensable rasgo comunitario de la piedad litúrgica cuando el Sal 16 habla del Señor como de «mi copa» (v. 5). En el lenguaje viejo-testamentario hay aquí una referencia a la copa festiva que circulaba de mano en mano en los banquetes cultuales, o también a la copa del destino, la copa que puede contener tanto la cólera como la salvación l0, El sacerdote suplicante de la nueva alianza puede ver aquí una alusión especial a aquel cáliz en virtud del cual el Señor pasa a ser, desde lo más profundo, nuestra tierra: el cáliz eucarístico, en el que él mismo se reparte como nuestra vida. La vida sacerdotal en presencia de Dios se concreta así en la vida en el misterio eucarístico. En lo más hondo, la eucaristía es la tierra que ha pasado a ser nuestra porción y de la que podemos decir «Mi cuerda me asigna un recinto de delicias, me gusta mi heredad» (v. 6).Se abren paso aquí otras dos observaciones de fundamental importancia.

3. Dos conclusiones fundamentales extraídas de los textos bíblicos

a) La unidad de ambos Testamentos

Considero de singular importancia en esta oración sacerdotal de la Antigua y la Nueva Alianza el hecho de que en ella se hace visible y experimentable la unidad interna de ambos Testamentos, la unidad de la espiritualidad bíblica y de sus realizaciones vitales fundamentales. Su excepcional significación radica en que una de las razones básicas de la crisis de la imagen sacerdotal cimentada en argumentos exegéticos y teológico s fue la desvinculación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, cuyas relaciones ya sólo se contemplaban como una tensión de oposición dialéctica entre la Ley y el Evangelio. Se daba por sentado que los servicios neo-testamentarios no tenían nada que ver con los ministerios del Antiguo Testamento. Se consideraba incluso como re-futación incontestable de la idea católica del sacerdocio el hecho de que podía significar una re-caída en las concepciones viejo-testamentarias. La cristología significaría la superación y supresión«Fiado en tu palabra»definitiva de todo sacerdocio, la difuminación de las fronteras entre lo sacro y lo profano, el abandono de la historia universal de las religiones y de su idea del sacerdocio. Eso es al menos lo que se afirmaba. Dondequiera se podían descubrir en la concepción eclesial del sacerdocio relaciones o interconexiones con el Antiguo Testamento, o con el universo conceptual de la historia de las religiones, se lo consideraba señal de una degeneración de lo cristiano en lo eclesial y como argumento en contra de la concepción sacerdotal de la Iglesia. Se cortaba así el contacto con la corriente general de la piedad bíblica y hasta de la misma experiencia humana y se quedaba condenado al destierro de una profanidad cuyo crispado cristo--

monismo ha disuelto, en realidad, la imagen bíblica de Cristo. Todo ello dependía a su vez de que también al Antiguo Testamento se le diseñaba como una contraposición entre la Ley y los profetas, punto en el que a la Ley se la identificaba con lo cultual y sacerdotal, ya lo profético con la crítica al culto y con una pura ética de la humanidad y la fraternidad, que encuentra a Dios no en. el templo sino en el prójimo. Al propio tiempo, podía definirse, de forma simplista, lo cultual como lo legal y caracterizar, por el lado contrario, la piedad profética como fe en la gracia. A remolque de estas ideas, el lugar propio del Nuevo Testamento se situaba en lo anticultual, en la simple humanidad y fraternidad, de modo que ningún intento posterior de comprender el sacerdocio podía llevar, desde esta concepción básica, a resultados sólidos y convincentes.

Debe insistirse en el análisis de todo este entramado conceptual. Para quien recita el sacerdotal Sal 16, y los restantes Salmos con él relacionados, en especial el 119, hay una cosa absolutamente evidente: la pretendida oposición radical entre sacerdotes y profetas, entre culto y profecía ---o, respectivamente, cristología-, se derrumba por sí sola. Este Salmo es, en efecto, una oración que tiene tanto de sacerdotal como de profética. En él se percibe claramente lo más puro y más profundo de la piedad profética y, además, como piedad sacerdotal. Y justamente porque es así se trata de un texto cristológico. Por ser así lo ha entendido la cristiandad, desde su más temprano origen, como una oración de Jesucristo, con la que Cristo nos obsequia de nuevo, para que podamos nuevamente orar junto con él (cf. Act 2,25-29). En él se expresa proféticamente el nuevo sacerdocio de Jesucristo y se advierte con claridad cómo en la nueva alianza existe y debe seguir existiendo, desde Cristo, el sacerdocio en la unidad de la historia total de la salvación. A partir de él puede comprenderse que el Señor no ha anulado la Ley, sino que la ha cumplido, la ha transferido de nuevo a la Iglesia y ha sido «superada» en ella como expresión de la gracia. El Antiguo Testamento pertenece a Cristo y, en Cristo, nos pertenece a nosotros. La fe sólo puede alentar en la unidad de los Testamentos b) Lo sacro y lo profano .

Llego así a la segunda de mis observaciones. A una con la recuperación de Antiguo Testamento, debe superarse también la difamación de lo sacro y la mistificación de lo profano. El cristianismo es, naturalmente, levadura; lo sacro no es algo excluyente y cerrado en sí, sino dinámico. El sa-cerdote está sujeto al imperativo del mandato: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19). Pero esta dinámica de la misión, esta apertura interior y esta amplitud del evangelio no puede confundirse con la fórmula: Id por el mundo y haceos mundo. Id al mundo y confirmadlo en su profundidad. Debe ocurrir lo contrario. Existe el misterio santo de Dios, el grano de mostaza del evangelio que no se identifica con el mundo, sino que está destinado a abrirse paso en el mundo entero. De ahí que debamos encontrar de nuevo el valor de lo sacro, el valor de la diferenciación de lo cristiano; no para trazar fronteras, sino para transformar, para ser verdaderamente dinámico.

Eugene Ionesco, uno de los fundadores del teatro del absurdo, ha dicho esto mismo con toda la pasión de un hombre de nuestra época, que busca como un sediento, en una entrevista celebrada en 1975. Citaré algunas de sus afirmaciones: «La Iglesia no quiere perder su clientela, quiere ganarse nuevos clientes. De aquí surge una especie de mundanización que es verdaderamente lamentable.» «El mundo se pierde, la Iglesia se pierde en el mundo. Los párrocos son ignorantes y mediocres [y otro tanto diría, a buen seguro, de los obispos], se sienten felices de ser simplemente hombres, como los demás mediocres pequeño-burgueses de izquierdas. He oído decir a un párroco en la iglesia: "Sed felices, daos la mano... Jesús os desea jovialmente unos hermosos buenos días." Dentro de. poco se instalará para la comunión del pan y el vino un bar donde se repartirán bocadillos y vasos de vino. Todo esto me parece una inconcebible majadería, una anti-espiritualidad total. La fraternidad no tiene nada que ver ni con la mediocridad ni con los hermanamientos. Necesitamos lo extra temporal, porque,

¿qué es la religión sin lo santo? No nos queda nada, nada sólido, todo se mueve. Y lo que nosotros necesitamos es una roca» 11.

En este contexto me vienen a la memoria algunas de las patéticas frases de la nueva obra de Peter Handke, Über die Dorfer. Se dice allí: «Nadie nos quiere y nadie nos ha querido nunca... Nuestras casas son descansillos de desesperación colgados sobre el vacío... No es que estemos en un camino equivocado, es que no estamos en ningún camino... ¡Cuán desamparada está la humanidad, cuán desamparada está la humanidad!»12

Oyendo la voz de estos hombres, que viven, sufren y aman con lúcida conciencia en el mundo actual, creo que se advierte claramente que no se puede servir a este mundo con banal afabilidad. Es un mundo que no necesita confirmación sino transformación, el radicalismo del evangelio.

Un pensamiento final: dar y recibir (Mc 10,28-31)

Para terminar, quisiera referirme brevemente a otro corto texto: el de M 10,28-31. Se trata del pasaje en que Pedro le dice a Jesús: «Ya ves, lo hemos dejado todo y te hemos seguido.» Mateo añade aquí algo que constituía el objetivo evidente de la frase de Pedro: «¿Qué recibiremos por ello?» Ya hemos hablado antes de la renuncia. Es un elemento indispensable de la espiritualidad apostólica, sacerdotal. Fijemos la atención ahora en la respuesta de Jesús, que es verdaderamente sorprendente. Contra lo que cabría esperar, no rechaza la pregunta de Pedro. No le reprende por esperar recompensas, sino que le da la razón: «Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el evangelio quedará sin recibir el ciento por uno ahora, al presente, en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el tiempo venidero, vida eterna.» Dios es magnánimo y si contemplamos honestamente el interior de nuestra vida, debemos admitir que ha respondido realmente a cada renuncia con un ciento por uno de recompensa. No se deja ganar en generosidad. No dilata su res -puesta hasta el mundo futuro, sino que da, ya ahora, el ciento por uno, aunque sigue siendo un mundo de persecuciones, angustias y sufrimientos. Santa Teresa de Jesús ha formulado de una manera sencilla y directa esta sentencia cuando dice que Dios da ya en esta vida el ciento por uno l3. Sólo se requiere que tengamos el valor de comenzar dando este uno, como hizo Pedro, quien por indicación del Señor salió de nuevo aquella mañana al mar abierto; y por ese uno recibiremos cien.Creo, pues, que en medio de nuestra medrosidad deberíamos pedir una y otra vez al Señor este valor, la confianza y la fe que en él se encierra. y que deberíamos darle las gracias por todos aquellos a quienes ha concedido este valor y que él nos otorga como señal de estímulo, para in-vitamos a dar este salto hasta las manos de su misericordia. Los jubileos sacerdotales son días y ocasiones propicios para este agradecimiento. No sólo la archidiócesis de Colonia, sino toda la Iglesia católica de Alemania y del ancho mundo da hoy gracias a Dios porque ha concedido a nuestro cardenal Hoffner el valor de hacerse a la mar por su palabra, el valor de dar lo suyo. Ha tenido que soportar por ello algunas tribulaciones, pero también ha podido experimentar que el Señor devuelve a manos llenas. Por eso, querido cardenal, ha sido usted para nosotros un testigo de Jesucristo. Le damos las gracias, al tiempo que le deseamos de todo corazón que pueda seguir dando todavía mucho más y durante mucho tiempo y que pueda seguir recibiendo siempre de nuevo la respuesta de la inagotable bondad de Dios.

FIN