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Ramón Villares y Javier Moreno Luzón Restauración y dictadura Volumen 7 historia de españa josep fontana y ramón villares - Directores

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Page 1: Ramón Villares historia de españa historia de españa · los problemas cruciales de la sociedad española. Una sociedad en transformación, en la que apareció un nuevo modelo demográfico,

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CRITICACOLECCIÓN Historia de España

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Sí - Kurz Alufin Luxor 426

INSTRUCCIONES ESPECIALES

DISEÑO

REALIZACIÓN

ANNA

14,5x22,5 Retapado

40 mm

Dos formas políticas muy distintas, una monarquía constitucional y una dictadura militar, definen el período histórico que discurre entre el final del Sexenio revolucionario y el advenimiento de la Segunda República española. Los historiadores solían ver la Restauración como un régimen oligárquico e inmóvil que gobernaba un país atrasado y pobre, o como un sistema político estable presidido por la alternancia pacífica en el poder de los partidos caciquiles. Y la dictadura del general Primo de Rivera como el mero corolario de esa situación. Ramón Villares y Javier Moreno Luzón han recogido los avances historiográficos de los últimos años para presentar esta época no como un estanque de plácidas aguas, sino como un enorme laboratorio en el que se experimentaron diversos remedios para los problemas cruciales de la sociedad española. Una sociedad en transformación, en la que apareció un nuevo modelo demográfico, el mundo rural respondió a los retos de la crisis finisecular, crecieron las ciudades y se reanudó el impulso industrializador al arrimo de la Gran Guerra. Y en la que se multiplicaron los actores políticos, surgieron y se agudizaron conflictos —nacionalistas, clericales, obreros, militares— y se dejó sentir la crisis mundial del liberalismo. En la que, en definitiva, los cambios produjeron tensiones que ni los gobiernos constitucionales ni los dictatoriales pudieron resolver.

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en 7 Ramón Villares y Javier Moreno Luzón

Restauración y dictaduraVolumen 7

historia de españahistoria de españaj o s e p f o n t a n a y r a m ó n v i l l a r e s - D i r e c t o r e sj o s e p f o n t a n a y r a m ó n v i l l a r e s - D i r e c t o r e s

Plan de la obra

Volumen 1 Hispania Antigua Domingo Plácido

Volumen 2 Épocas medievales Eduardo Manzano Moreno

Volumen 3 Monarquía e Imperio Antonio-Miguel Bernal

Volumen 4 La crisis de la Monarquía Pablo Fernández Albaladejo

Volumen 5 Reformismo e Ilustración Pedro Ruiz Torres

Volumen 6 La época del liberalismo Josep Fontana

Volumen 7 Restauración y Dictadura Ramón Villares y Javier Moreno Luzón

Volumen 8 República y guerra civil Julián Casanova

Volumen 9 La dictadura de Franco Borja de Riquer

Volumen 10 Democracia Santos Juliá

Volumen 11 España y Europa José Luis García Delgado, Juan Pablo Fusi y José Manuel Sánchez Ron

Volumen 12 Historia y memoria José Álvarez Junco

Ramón Villares es catedrático de Historia Con-temporánea en la Universidad de Santiago de Compostela, institución de la que ha sido Rector (1990-1994). Fue presidente de la Asociación de Historia Contemporánea y es académico de la Real Academia Galega. Miembro de consejos ase-sores de revistas de la especialidad (Ayer, Historia Social, Ler História, Análise Social), ha publicado numerosas obras sobre temas de historia social y agraria, historiografía, historia intelectual e historia de Galicia. Entre sus publicaciones cabe citar La propiedad de la tierra en Galicia, 1500-1936 (1982), Señores y campesinos en la península ibéri-ca, ss. xviii-xx (1991), Figuras da nación (1997), El mundo contemporáneo, siglos xix y xx (2001), His-toria de Galicia (2004) y Fuga e retorno de Adrián Solovio. Sobre a educación sentimental dun intelec-tual galeguista (2007). Desde 2006, es presidente del Consello da Cultura Galega.

Javier Moreno Luzón (Hellín, 1967) es profe-sor titular de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universi-dad Complutense de Madrid. Ha sido asimismo investigador en Harvard University, la LSE y la EHESS de París. Especialista en la vida política de la Restauración, ha publicado diversos tra-bajos sobre el clientelismo político, el partido liberal, el parlamento, la monarquía y el espa-ñolismo. Entre otros libros, es autor de Romano-nes. Caciquismo y política liberal (1998) y editor de Alfonso xiii. Un político en el trono (2003) y Cons-truir España. Nacionalismo español y procesos de nacionalización (2007). En la actualidad también es vicepresidente de la Asociación de Historia Contemporánea.10163003PVP 27,90 €

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j o s e p f o n t a n a y r a m ó n v i l l a r e s - D i r e c t o r e s

historia de españa

Ramón Villares y Javier Moreno LuzónRestauración y Dictadura

volumen 7

Crítica Marcial Pons

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Vol.1: Domingo Plácido Vol.7: Ramón Villares yHISPANIA ANTIGUA Javier Moreno Luzón

Vol.2: Eduardo Manzano RESTAURACIÓN Y DICTADURA

LOS REINOS MEDIEVALES Vol.8: Julián CasanovaVol.3: Antonio-Miguel Bernal REPÚBLICA Y GUERRA CIVIL

MONARQUÍA E IMPERIO Vol.9: Borja de RiquerVol.4: Pablo Fernández Albaladejo LA DICTADURA DE FRANCO

LA CRISIS DE LA MONARQUÍA Vol.10: Santos JuliáVol.5: Pedro Ruiz Torres ESPAÑA EN DEMOCRACIA

REFORMISMO E ILUSTRACIÓN Vol.11: José L. García Delgado, Juan Vol.6: Josep Fontana P. Fusi, José M. Sánchez Ron

LA ÉPOCA DEL LIBERALISMO ESPAÑA Y EUROPA

Vol.12: José Álvarez JuncoHISTORIA Y MEMORIA

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historia de españa

v

Primera edición: marzo de 2009Primera edición en esta nueva presentación: septiembre de 2016

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo lassanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución deejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Diseño de la colección y de la cubierta: Jaime FernándezIlustración de la cubierta: Inocencio Medina Vera, «De actualidad palpitante. Un ban-quete electoral», Blanco y Negro, 1905Frontispicio: Francesc Sans Cabot, «Alfonso XII», 1881Documentación para Apéndices: Jaume Claret, Jesús Marchán y Manel LópezRealización: A

_tona, S. L.

© del presente volumen: Ramón Villares y Javier Moreno Luzón, 2009© de esta Historia de España: Crítica/Marcial Pons, [email protected] de la colección: 978-84-8432-917-6ISBN de este volumen: 978-84-4423-921-8Depósito legal: B. 12.404-20092016 – Impreso y encuadernado en España por Book Print Digital S. A.

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Introducción general

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Esta nueva Historia de España que publican en coedición Crítica(Barcelona) y Marcial Pons, Ediciones de Historia (Madrid), perte-nece a un género historiográfico que cuenta con una gran tradiciónen la cultura española, pues son numerosas las obras que, con el títu-lo más o menos explícito de «historia general de España», se han pu-blicado desde el siglo XVI hasta la actualidad. No es menester efectuaruna genealogía de esta tradición literaria para darse cuenta de queeste es un reto al que los historiadores de cada época han intentadoenfrentarse.

Dejando al margen la abundancia de «crónicas» y «anales» detradición medieval, es opinión común que las obras del vasco Este-ban de Garibay (1571) y del jesuita toledano Juan de Mariana(1592) son las primeras expresiones dignas del nombre de historiasde España. Ambas planteaban uno de los grandes debates políticos ehistoriográficos que, desde entonces, no ha dejado de estar presenteen este tipo de obras: ¿Cuál es el sujeto del relato? En el caso de Gari-bay, su relato es una exposición yuxtapuesta de la «universal historiade todos los reynos de España». En el caso de Mariana, su enfoque esmás unitarista y el eje sobre el que gravita la narración es el reino deCastilla.

La obra más influyente fue, sin duda, la del padre Mariana, His-toriae de rebus Hispaniae, en versión latina de 1592 y castellana de 1601, que fue durante más de dos siglos el gran referente de la histo-riografía española. Impresa todavía en el siglo XIX, la obra de Maria-

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Índice

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Introducción general, Josep Fontana y Ramón Villares . . . . . viiPrólogo, Ramón Villares y Javier Moreno Luzón . . . . . . . . . . xv

Primera parteALFONSO XII Y REGENCIA,

1875-1902Ramón Villares

Capítulo 1. La restauración de la monarquía . . . . . . . . . . 3De Sagunto a Madrid . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5De alfonsinos a conservadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13Revisar el Sexenio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24Dos guerras mal acabadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32Una nueva constitución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44Fusiones y escisiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

Capítulo 2. La hegemonía liberal. Reformas políticas y pacto clientelar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65El retorno de Sagasta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66La «refundación» del sistema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74Ciudadanía y civilismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79Turno y elecciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96Un sistema clientelar: el caciquismo . . . . . . . . . . . . . . . . 104

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Capítulo 3. Fabricantes y trabajadores . . . . . . . . . . . . . . . 121La «fábrica de España» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123Los negocios mineros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132El malestar de la agricultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136El viraje proteccionista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142Arcaísmo demográfico y reajustes sociales . . . . . . . . . . . 151La cuestión social y obrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165

Capítulo 4. La «España regional». Cultura y nación . . . . . 177Cultura letrada, cultura popular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180Instrucción y pedagogía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196«Hacer» españoles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 206La nación y la región . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223

Capítulo 5. Fin de siglo. Guerra en Ultramar y crisis del 98 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243Los gobiernos de los noventa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 246«Recogimiento» o aislamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 250El gobierno de las colonias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255Una guerra colonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273Una guerra imperialista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2831898, año cero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 296

Segunda parteALFONSO XIII,

1902-1931Javier Moreno Luzón

Capítulo 6. Regeneremos la patria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307La jura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307Dar la batalla al clericalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 314Tiempos saturados de pedagogía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327

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Protesta y reforma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 336Naciones en disputa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 350

Capítulo 7. Apogeo de la monarquía liberal . . . . . . . . . . . 365Arde Barcelona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 365Revolución desde arriba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369Una monarquía nacional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 382Conjunción y confederación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393Transiciones sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 400Grietas en el turno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 412

Capítulo 8. Guerra al liberalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 421Neutralidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 421Un país casi rico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 434Verano del 17 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 444El horizonte bolchevique . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 456«Reino en España» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 469Militares contra civiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 482

Capítulo 9. Dictadura y cierre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 497El golpe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 497Descuajar el caciquismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 504Happy Twenties . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 514Patria, religión y monarquía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 527Un régimen imposible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 536«No más servir a señores que en gusanos se

convierten» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 546

Apéndices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 555Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 557Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 583Cartografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 597

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Capítulo 3. Fabricantes y trabajadores . . . . . . . . . . . . . . . 121La «fábrica de España» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123Los negocios mineros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132El malestar de la agricultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136El viraje proteccionista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142Arcaísmo demográfico y reajustes sociales . . . . . . . . . . . 151La cuestión social y obrera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165

Capítulo 4. La «España regional». Cultura y nación . . . . . 177Cultura letrada, cultura popular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180Instrucción y pedagogía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196«Hacer» españoles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 206La nación y la región . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223

Capítulo 5. Fin de siglo. Guerra en Ultramar y crisis del 98 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243Los gobiernos de los noventa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 246«Recogimiento» o aislamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 250El gobierno de las colonias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255Una guerra colonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273Una guerra imperialista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2831898, año cero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 296

Segunda parteALFONSO XIII,

1902-1931Javier Moreno Luzón

Capítulo 6. Regeneremos la patria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307La jura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307Dar la batalla al clericalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 314Tiempos saturados de pedagogía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327

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Protesta y reforma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 336Naciones en disputa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 350

Capítulo 7. Apogeo de la monarquía liberal . . . . . . . . . . . 365Arde Barcelona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 365Revolución desde arriba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369Una monarquía nacional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 382Conjunción y confederación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393Transiciones sociales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 400Grietas en el turno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 412

Capítulo 8. Guerra al liberalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 421Neutralidades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 421Un país casi rico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 434Verano del 17 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 444El horizonte bolchevique . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 456«Reino en España» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 469Militares contra civiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 482

Capítulo 9. Dictadura y cierre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 497El golpe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 497Descuajar el caciquismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 504Happy Twenties . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 514Patria, religión y monarquía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 527Un régimen imposible . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 536«No más servir a señores que en gusanos se

convierten» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 546

Apéndices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 555Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 557Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 583Cartografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 597

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Las cifras de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 613Documentos y testimonios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 635

Índice alfabético . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 735Procedencia de las ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 753

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Capítulo 1

La restauración de la monarquía

La restauración de la monarquía abre uno de los periodosmejor definidos de la historia contemporánea de España. Elconcepto «restauración», de larga tradición en el pensamientopolítico como expresión de una vuelta a una situación anterior,adquiere en este caso algunos matices que la alejan de aquelsentido estricto. Y por más que uno de los artífices de la restau-ración, Cánovas del Castillo, presentara su programa como una«continuación de la historia de España», su deseo obedecía mása su formación de historiador que a una definición cabal de laépoca que comienza a finales de 1874 y se extiende hasta el mesde septiembre de 1923. Si hubiera que procurar alguna analogíacomparativa, el caso español estaría más próximo de la Restau-raçâo portuguesa abierta en 1851 que del régimen impuesto enFrancia tras la derrota napoleónica. Ensayadas durante el Sexe-nio revolucionario varias fórmulas políticas, la restauración enEspaña de la dinastía borbónica tiene algo de retorno a la situa-ción anterior a 1868, pero también algunas novedades impor-tantes.

Frente a la monarquía de carácter democrático definida enla constitución de 1869, que representaba el rey Amadeo, vuelveuna monarquía constitucional, ni democrática ni tampoco par-lamentaria, pero alejada del exclusivismo de partido de la épocaisabelina. El régimen canovista será definido como liberal porsus propios dirigentes y, luego, como oligárquico por los rege-

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neracionistas. En todo caso, el ejercicio de la «política sin de-mocracia» fue bastante común en toda Europa occidental du-rante la segunda mitad del siglo xix. Frente al protagonismo delmilitarismo pretoriano de los espadones románticos, se ensa-yará un sistema de gobierno de vocación civilista, por más que lafigura del rey-soldado adquiera, sobre todo en el reinado de Al-fonso XIII, un protagonismo excesivo e incómodo. Frente a laaparición en la escena política de las clases medias y popularesurbanas, defensoras de una alternativa política democrática, sealzan las clases conservadoras con las palabras de orden social yjerarquía política como estandartes. Frente a los intentos deconstruir unas nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado, ex-presadas en la libertad de cultos y en la supremacía del poder civil frente al eclesiástico, la Iglesia recuperará en el nuevo régi-men posiciones de privilegio superiores a lo que pudiera supo-nerse tras la derrota del carlismo, pero sin lograr oficialmente laimplantación de la unidad religiosa. Y, en fin, frente a la tentati-va de construir un estado federal que el régimen republicanollevó a su propia constitución de 1873, se recupera la idea de unestado unitario que, al menos hasta después de la crisis del 98,apenas volverá a ser puesto en cuestión, aunque en la soluciónde la cuestión foral vasca se mantengan matices federales en unmarco de unidad constitucional.

El régimen político de la Restauración tiene, pues, una claravocación de fijar unas nuevas bases de la convivencia política yde organización del poder, de acuerdo con los principios teóri-cos del liberalismo doctrinario. Busca la integración de las eli-tes sociales y políticas bajo el paraguas de la «legalidad común»de la monarquía, a costa de crear una amplia gama de excluidosdel sistema, desde los republicanos hasta las clases obreras e,incluso, los carlistas. Se levanta sobre los escombros produci-dos por el ciclón revolucionario del Sexenio, en un contexto in-

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ternacional que le resultaba favorable, pero evita la caída en unapolítica reaccionaria. La afirmación del imperio guillerminoalemán, bajo la batuta de Bismarck, y el miedo provocado por los ecos de la Comuna parisina, fueron un acicate para construirel edificio que los conservadores españoles quisieron levan-tar con un programa de «autoridad y orden». El establecimientodel régimen de la Restauración fue un proceso relativamente rápido. Sentadas sus bases esenciales en la década de los se-tenta, bajo la dirección política e intelectual de los conservado-res, su culminación tiene lugar en la década de los ochenta,cuando los liberales de varia estirpe unificados por Práxedes M. Sagasta acometan la fusión entre los principios de 1869 y losrepresentados por la constitución de 1876. La muerte del reyAlfonso XII y el acuerdo o pacto de 1885 (el impropiamente lla-mado pacto del Pardo) marcan de forma definitiva la consolida-ción del régimen.

De Sagunto a Madrid

Una vez desbaratada la asamblea de la república por las tro-pas del general Pavía en la madrugada del 3 de enero de 1874, laincertidumbre se apoderó del panorama político español. In-certeza que estaba agravada además por la existencia de dos gue-rras, una civil y otra colonial. Podría haber sido la ocasión paraintentar la restauración de la monarquía borbónica, pero la si-tuación no estaba todavía del todo madura. Los líderes políticosy militares convocados entonces por el general Pavía —desdeSerrano o Sagasta hasta Cánovas o Montero Ríos— aceptaron loshechos consumados e indicaron al general Serrano, duque de la

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neracionistas. En todo caso, el ejercicio de la «política sin de-mocracia» fue bastante común en toda Europa occidental du-rante la segunda mitad del siglo xix. Frente al protagonismo delmilitarismo pretoriano de los espadones románticos, se ensa-yará un sistema de gobierno de vocación civilista, por más que lafigura del rey-soldado adquiera, sobre todo en el reinado de Al-fonso XIII, un protagonismo excesivo e incómodo. Frente a laaparición en la escena política de las clases medias y popularesurbanas, defensoras de una alternativa política democrática, sealzan las clases conservadoras con las palabras de orden social yjerarquía política como estandartes. Frente a los intentos deconstruir unas nuevas relaciones entre la Iglesia y el Estado, ex-presadas en la libertad de cultos y en la supremacía del poder civil frente al eclesiástico, la Iglesia recuperará en el nuevo régi-men posiciones de privilegio superiores a lo que pudiera supo-nerse tras la derrota del carlismo, pero sin lograr oficialmente laimplantación de la unidad religiosa. Y, en fin, frente a la tentati-va de construir un estado federal que el régimen republicanollevó a su propia constitución de 1873, se recupera la idea de unestado unitario que, al menos hasta después de la crisis del 98,apenas volverá a ser puesto en cuestión, aunque en la soluciónde la cuestión foral vasca se mantengan matices federales en unmarco de unidad constitucional.

El régimen político de la Restauración tiene, pues, una claravocación de fijar unas nuevas bases de la convivencia política yde organización del poder, de acuerdo con los principios teóri-cos del liberalismo doctrinario. Busca la integración de las eli-tes sociales y políticas bajo el paraguas de la «legalidad común»de la monarquía, a costa de crear una amplia gama de excluidosdel sistema, desde los republicanos hasta las clases obreras e,incluso, los carlistas. Se levanta sobre los escombros produci-dos por el ciclón revolucionario del Sexenio, en un contexto in-

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ternacional que le resultaba favorable, pero evita la caída en unapolítica reaccionaria. La afirmación del imperio guillerminoalemán, bajo la batuta de Bismarck, y el miedo provocado por los ecos de la Comuna parisina, fueron un acicate para construirel edificio que los conservadores españoles quisieron levan-tar con un programa de «autoridad y orden». El establecimientodel régimen de la Restauración fue un proceso relativamente rápido. Sentadas sus bases esenciales en la década de los se-tenta, bajo la dirección política e intelectual de los conservado-res, su culminación tiene lugar en la década de los ochenta,cuando los liberales de varia estirpe unificados por Práxedes M. Sagasta acometan la fusión entre los principios de 1869 y losrepresentados por la constitución de 1876. La muerte del reyAlfonso XII y el acuerdo o pacto de 1885 (el impropiamente lla-mado pacto del Pardo) marcan de forma definitiva la consolida-ción del régimen.

De Sagunto a Madrid

Una vez desbaratada la asamblea de la república por las tro-pas del general Pavía en la madrugada del 3 de enero de 1874, laincertidumbre se apoderó del panorama político español. In-certeza que estaba agravada además por la existencia de dos gue-rras, una civil y otra colonial. Podría haber sido la ocasión paraintentar la restauración de la monarquía borbónica, pero la si-tuación no estaba todavía del todo madura. Los líderes políticosy militares convocados entonces por el general Pavía —desdeSerrano o Sagasta hasta Cánovas o Montero Ríos— aceptaron loshechos consumados e indicaron al general Serrano, duque de la

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Torre, como «jefe absoluto del Estado», lo que para muchos coe-táneos era una dictadura encubierta. Un perspicaz observador po-lítico como era Cánovas del Castillo, protagonista directo de lossucesos de aquellos días, le escribe a la reina Isabel II, el 9 deenero de 1874, que «vencidos los republicanos, desde hoy la Re-pública es sólo un nombre». Era un nombre que, al menos, evi-taba formalmente la existencia de la monarquía, en la que fiabamucha gente sin estar de acuerdo en la dinastía que debía ocu-parla ni tampoco en el modo de instaurarla.

Por de pronto, del nombre y de su contenido quisieron apo-derarse de nuevo los radicales y los militares, que soñaban conun régimen autoritario a imagen del representado en Francia porel general McMahon, aquí personificado en la figura del gene-ral Serrano. Autoridad y orden eran palabras que se invocabanentonces como exorcismo contra la experiencia republicana fe-deral y los considerados excesos sociales por parte de las clasesconservadoras, asustadas de los «gorros colorados» que pulula-ban por las calles de Madrid y de otras ciudades españolas, comoFerrol, en cuya insurrección de 1872 también habían aparecidobanderas «coloradas». Las palabras de orden les sonaban bien alos partidarios de la restauración borbónica, pero no queríanvincular su acción política a una intervención de un ejército enel que, además, había todavía «muchos elementos revoluciona-rios», en opinión de Cánovas. Era preciso esperar y, sobre todo,debilitar el apoyo social, político y militar que tenía el régimenformalmente republicano presidido por el duque de la Torre.

La operación política de restaurar la monarquía borbónicaavanzó notablemente durante todo el año 1874 y lo que parecíadifícil en enero, resultó mucho más fácil en diciembre. El cons-tante desplazamiento hacia la derecha del régimen de la Res-pú-blica —la definición es de Alonso Martínez— que presidía Serra-no, así como el enorme protagonismo alcanzado por los militares

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en la guerra carlista, fueron allanando el camino que llevaba a larestauración de la monarquía borbónica, que se asociaba con lasideas de estabilidad y de orden social. La restauración «se acercaa pasos de gigante», le decía Juan Valera a su hermana Sofía enmayo de 1874. El cansancio producido por la experiencia del Se-xenio, sobre todo en lo que se refería a la difícil conciliación delos principales partidos políticos de la época amadeísta y el fra-caso de la república (más tarde consagrada como «primera» porPérez Galdós en uno de sus últimos Episodios nacionales) habíanabonado el campo para que la situación política derivase en unaguerra de todos contra todos, en la que las conspiraciones esta-ban a la orden del día y el futuro se imaginaba de muchos colores.

Conspiraban los alfonsinos e incluso los amigos de la des-tronada reina Isabel que, por veces, se acercaron incluso a donCarlos o, alternativamente, al general Serrano; conspiraban losantiguos radicales y los republicanos, que no se fiaban del todode Serrano y sus aspiraciones macmahonistas; y, naturalmente,conspiraban los militares, solos o en unión de grupos civiles. Atodos animaba y detenía a un tiempo la guerra carlista, pero nilos mejores militares como Concha o Serrano lograban rema-tarla. De un éxito en la «guerra del Norte» fiaban su futuro per-sonal e incluso el del país, figuras prestigiosas como el marquésdel Duero o el propio Serrano. Al primero, que estaba en conni-vencia con los alfonsinos, una bala silenciosa lo mató en MonteMuro, en junio de 1874, cuando estaba a punto de abandonar elcampo de batalla, con un pie en el estribo de su caballo, comoreflejaría un cuadro de Agrasot pintado en 1884. Al segundo, latela de araña tejida entre sus propios conmilitones, su gobiernoy, por supuesto, los partidarios del retorno de la monarquíaborbónica le bloquearon sus aspiraciones políticas.

En la guerra de todos contra todos, la cuestión estaba en sa-ber cómo cortar el aparente nudo gordiano con que estaba atada

la restauración de la monarquía

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Torre, como «jefe absoluto del Estado», lo que para muchos coe-táneos era una dictadura encubierta. Un perspicaz observador po-lítico como era Cánovas del Castillo, protagonista directo de lossucesos de aquellos días, le escribe a la reina Isabel II, el 9 deenero de 1874, que «vencidos los republicanos, desde hoy la Re-pública es sólo un nombre». Era un nombre que, al menos, evi-taba formalmente la existencia de la monarquía, en la que fiabamucha gente sin estar de acuerdo en la dinastía que debía ocu-parla ni tampoco en el modo de instaurarla.

Por de pronto, del nombre y de su contenido quisieron apo-derarse de nuevo los radicales y los militares, que soñaban conun régimen autoritario a imagen del representado en Francia porel general McMahon, aquí personificado en la figura del gene-ral Serrano. Autoridad y orden eran palabras que se invocabanentonces como exorcismo contra la experiencia republicana fe-deral y los considerados excesos sociales por parte de las clasesconservadoras, asustadas de los «gorros colorados» que pulula-ban por las calles de Madrid y de otras ciudades españolas, comoFerrol, en cuya insurrección de 1872 también habían aparecidobanderas «coloradas». Las palabras de orden les sonaban bien alos partidarios de la restauración borbónica, pero no queríanvincular su acción política a una intervención de un ejército enel que, además, había todavía «muchos elementos revoluciona-rios», en opinión de Cánovas. Era preciso esperar y, sobre todo,debilitar el apoyo social, político y militar que tenía el régimenformalmente republicano presidido por el duque de la Torre.

La operación política de restaurar la monarquía borbónicaavanzó notablemente durante todo el año 1874 y lo que parecíadifícil en enero, resultó mucho más fácil en diciembre. El cons-tante desplazamiento hacia la derecha del régimen de la Res-pú-blica —la definición es de Alonso Martínez— que presidía Serra-no, así como el enorme protagonismo alcanzado por los militares

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en la guerra carlista, fueron allanando el camino que llevaba a larestauración de la monarquía borbónica, que se asociaba con lasideas de estabilidad y de orden social. La restauración «se acercaa pasos de gigante», le decía Juan Valera a su hermana Sofía enmayo de 1874. El cansancio producido por la experiencia del Se-xenio, sobre todo en lo que se refería a la difícil conciliación delos principales partidos políticos de la época amadeísta y el fra-caso de la república (más tarde consagrada como «primera» porPérez Galdós en uno de sus últimos Episodios nacionales) habíanabonado el campo para que la situación política derivase en unaguerra de todos contra todos, en la que las conspiraciones esta-ban a la orden del día y el futuro se imaginaba de muchos colores.

Conspiraban los alfonsinos e incluso los amigos de la des-tronada reina Isabel que, por veces, se acercaron incluso a donCarlos o, alternativamente, al general Serrano; conspiraban losantiguos radicales y los republicanos, que no se fiaban del todode Serrano y sus aspiraciones macmahonistas; y, naturalmente,conspiraban los militares, solos o en unión de grupos civiles. Atodos animaba y detenía a un tiempo la guerra carlista, pero nilos mejores militares como Concha o Serrano lograban rema-tarla. De un éxito en la «guerra del Norte» fiaban su futuro per-sonal e incluso el del país, figuras prestigiosas como el marquésdel Duero o el propio Serrano. Al primero, que estaba en conni-vencia con los alfonsinos, una bala silenciosa lo mató en MonteMuro, en junio de 1874, cuando estaba a punto de abandonar elcampo de batalla, con un pie en el estribo de su caballo, comoreflejaría un cuadro de Agrasot pintado en 1884. Al segundo, latela de araña tejida entre sus propios conmilitones, su gobiernoy, por supuesto, los partidarios del retorno de la monarquíaborbónica le bloquearon sus aspiraciones políticas.

En la guerra de todos contra todos, la cuestión estaba en sa-ber cómo cortar el aparente nudo gordiano con que estaba atada

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la política española. Los alfonsinos querían evitar un pronun-ciamiento o motín militar que diera el triunfo al príncipe Alfon-so, mientras fuese posible esperar su aclamación, «pues ésta conla paz sería la base más sólida de un reinado», que era lo que se ledecía a Cánovas en las numerosas misivas que le llegaban de susamigos políticos. De todas formas, según cuenta el marqués deLema en sus Recuerdos, Cánovas confiaba en un «suceso» que tra-jese la monarquía y que, a la vez, evitase su proclamación parla-mentaria, como había sucedido en el caso del rey Amadeo, lo quemucho le repugnaba al líder del alfonsismo. Las opciones eranverdaderamente limitadas. Al final, un general tímido pero de-cidido dio el paso en Sagunto, promoviendo un alzamiento antela aparente pasividad de los conspiradores de Madrid, coman-dados por Cánovas. Si éste hizo o no la vista gorda ante la inicia-tiva, a pesar de haber sido advertido previamente de ella por laconocida carta que le envió Martínez Campos antes de partir ha-cia Sagunto, nunca se ha aclarado del todo. Lo que sí está históri-camente claro es que Sagunto fue la espoleta que desencadenó elrápido proceso de restauración de la dinastía borbónica. Fue el «suceso» que se esperaba en los cuartos de banderas y en lossalones aristocráticos adornados con la flor de lis, que con enor-me astucia sabría aprovechar Cánovas.

Los últimos días del año 1874 fueron ciertamente pródigos ensucesos, que se desarrollaron en escenarios muy diferentes: en Sagunto, en Madrid, en Tudela e incluso en París. En cada unode estos lugares, diferentes protagonistas aportaron su grano dearena a la solución final, que fue la restauración de la monarquíade los Borbones, en la persona del príncipe Alfonso, hijo de lareina destronada en 1868, de quien había recibido la legitimidaddinástica con la abdicación a su favor en 1870. Para entonces, ha-

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bían transcurrido algo más de seis años, repletos de cambios po-líticos, con una monarquía democrática, una república bajo dosformas distintas, dos constituciones y, además, dos guerras in-conclusas. A pesar de tantas mudanzas, pocos españoles podríanhaber imaginado que, después de los tres jamases solemnementepronunciados por el general Prim contra la dinastía borbónica,el retorno de esta hubiera sido tan rápido.

El hecho más conocido tuvo lugar en las afueras de la ciudadde Sagunto, donde el general Martínez Campos, que carecía en-tonces de mando en plaza, logró que las tropas del brigadier Dabán dieran vivas al príncipe Alfonso como nuevo monarcaespañol. Sucedió a primera hora de la mañana del día 29 de di-ciembre. A las pocas horas, la decisión era comunicada a losprincipales jefes militares, al líder del alfonsismo, Cánovas delCastillo, y al propio gobierno, entonces presidido por PráxedesM. Sagasta. La preparación del pronunciamiento había sido re-lativamente rápida en su forma material e incluso tuvo algo deimprovisado, de creer en la escrupulosa —o cínica— versión de Cá-novas, que calificó la acción como una «botarada» o una «calave-rada». Pero algo estaba en el ambiente que hizo posible que unaproclamación realizada en una plaza militar de escasa impor-tancia, que podría no haber pasado de un pronunciamiento másde los muchos que ya había vivido la España liberal —y que infe-lizmente no habría de ser el último—, se convirtiera en el primeracto de un régimen político que, para muchos cronistas coetá-neos, fue la monarquía de Sagunto.

La conversión de este hecho aislado en un acontecimientopolítico decisivo tuvo lugar en otro escenario, en la ciudad deMadrid. Allí estaban un gobierno, algo demediado por las con-tingencias de la guerra carlista, y la oposición política que re-presentaban los partidarios del príncipe Alfonso, los conocidoscomo alfonsinos. La reacción de unos y otros fue indicativa de

la restauración de la monarquía

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la política española. Los alfonsinos querían evitar un pronun-ciamiento o motín militar que diera el triunfo al príncipe Alfon-so, mientras fuese posible esperar su aclamación, «pues ésta conla paz sería la base más sólida de un reinado», que era lo que se ledecía a Cánovas en las numerosas misivas que le llegaban de susamigos políticos. De todas formas, según cuenta el marqués deLema en sus Recuerdos, Cánovas confiaba en un «suceso» que tra-jese la monarquía y que, a la vez, evitase su proclamación parla-mentaria, como había sucedido en el caso del rey Amadeo, lo quemucho le repugnaba al líder del alfonsismo. Las opciones eranverdaderamente limitadas. Al final, un general tímido pero de-cidido dio el paso en Sagunto, promoviendo un alzamiento antela aparente pasividad de los conspiradores de Madrid, coman-dados por Cánovas. Si éste hizo o no la vista gorda ante la inicia-tiva, a pesar de haber sido advertido previamente de ella por laconocida carta que le envió Martínez Campos antes de partir ha-cia Sagunto, nunca se ha aclarado del todo. Lo que sí está históri-camente claro es que Sagunto fue la espoleta que desencadenó elrápido proceso de restauración de la dinastía borbónica. Fue el «suceso» que se esperaba en los cuartos de banderas y en lossalones aristocráticos adornados con la flor de lis, que con enor-me astucia sabría aprovechar Cánovas.

Los últimos días del año 1874 fueron ciertamente pródigos ensucesos, que se desarrollaron en escenarios muy diferentes: en Sagunto, en Madrid, en Tudela e incluso en París. En cada unode estos lugares, diferentes protagonistas aportaron su grano dearena a la solución final, que fue la restauración de la monarquíade los Borbones, en la persona del príncipe Alfonso, hijo de lareina destronada en 1868, de quien había recibido la legitimidaddinástica con la abdicación a su favor en 1870. Para entonces, ha-

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bían transcurrido algo más de seis años, repletos de cambios po-líticos, con una monarquía democrática, una república bajo dosformas distintas, dos constituciones y, además, dos guerras in-conclusas. A pesar de tantas mudanzas, pocos españoles podríanhaber imaginado que, después de los tres jamases solemnementepronunciados por el general Prim contra la dinastía borbónica,el retorno de esta hubiera sido tan rápido.

El hecho más conocido tuvo lugar en las afueras de la ciudadde Sagunto, donde el general Martínez Campos, que carecía en-tonces de mando en plaza, logró que las tropas del brigadier Dabán dieran vivas al príncipe Alfonso como nuevo monarcaespañol. Sucedió a primera hora de la mañana del día 29 de di-ciembre. A las pocas horas, la decisión era comunicada a losprincipales jefes militares, al líder del alfonsismo, Cánovas delCastillo, y al propio gobierno, entonces presidido por PráxedesM. Sagasta. La preparación del pronunciamiento había sido re-lativamente rápida en su forma material e incluso tuvo algo deimprovisado, de creer en la escrupulosa —o cínica— versión de Cá-novas, que calificó la acción como una «botarada» o una «calave-rada». Pero algo estaba en el ambiente que hizo posible que unaproclamación realizada en una plaza militar de escasa impor-tancia, que podría no haber pasado de un pronunciamiento másde los muchos que ya había vivido la España liberal —y que infe-lizmente no habría de ser el último—, se convirtiera en el primeracto de un régimen político que, para muchos cronistas coetá-neos, fue la monarquía de Sagunto.

La conversión de este hecho aislado en un acontecimientopolítico decisivo tuvo lugar en otro escenario, en la ciudad deMadrid. Allí estaban un gobierno, algo demediado por las con-tingencias de la guerra carlista, y la oposición política que re-presentaban los partidarios del príncipe Alfonso, los conocidoscomo alfonsinos. La reacción de unos y otros fue indicativa de

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que el pronunciamiento de Sagunto era algo esperado, con in-dependencia del lugar concreto en que hubiese sucedido. El go-bierno de Sagasta, que estaba al frente de un régimen mal de-finido, ni quiso ni tampoco pudo defenderse ante el hecho consumado de Sagunto. La mayoría de los oficiales militares queno estaban en el frente del Norte lo apoyó de forma tácita o ex-presa. Resistir suponía adoptar una decisión numantina porparte de un gobierno que, aun representando el ala moderada dela tradición revolucionaria del Sexenio, carecía de horizontepolítico preciso, aunque claramente prefiriese un régimen mo-nárquico al republicano en el que formalmente estaba. El pro-pio Sagasta optaba por la monarquía —no necesariamente con ladinastía borbónica—, pero no aprobaba el procedimiento de losalfonsinos para su restauración.

El titular del poder ejecutivo, el general Serrano, no estabaen Madrid, sino en el frente bélico del Norte, pero era ya un vie-jo conocido de la política española. Aunque andaba en cabildeoscon sectores monárquicos y con el entorno de la reina Isabel II,carecía de contacto directo con los alfonsinos y con los pronun-ciados en Sagunto, que desconfiaban de sus ambiciones perso-nales. Informado Serrano del pronunciamiento y de la situaciónmilitar en Madrid, mantuvo desde Tudela una conferencia tele-gráfica con Sagasta y el resto del gobierno, en la que quedó clarala resignación con que unos y otros aceptaban los hechos consu-mados que, en cierto modo, presentían. El duque de la Torre re-chazó abandonar el frente carlista para enfrentarse a sus com-pañeros de armas de la capital, declinando toda resistencia. Y éstos, mediante un pronunciamiento pasivo que amenazabacon ser activo, forzaron al gobierno presidido por Sagasta a quehiciera entrega del poder a los nuevos dueños de la situación.Fue el resultado de un largo forcejeo entre civiles y militares,tanto en Madrid como en el Norte.

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«Esto no tiene remedio», aseveró el ministro de la Guerra enuno de los muchos telegramas cruzados entonces entre el gobier-no de Madrid y el general Serrano. El desenlace fue, con todo, máspacífico de lo que podría aventurarse, pues podría haber corridola sangre, como quiso suponer años más tarde uno de los protago-nistas de la novela del padre Luis Coloma, Pequeñeces, en la que lehace decir al «peludo»marqués de Butrón, trasunto literario de unalfonsino de peso, el marqués de Molins: «la Restauración es cosahecha; pero solo llegaremos a ella atravesando un charco de san-gre». No hubo tal. El gobierno de Sagasta aceptó formalmente lasconsecuencias del pronunciamiento militar y, rendido, entregóel poder al capitán general de Madrid, Fernando Primo de Rivera.La despedida entre dos viejos conocidos, como eran Sagasta y Se-rrano, osciló entre cierta grandeza y un fácil sentimentalismo: «elpatriotismo me veda que se hagan tres gobiernos en España», dijoel general, reconociendo de paso el éxito de alfonsinos y de carlis-tas, mientras que Sagasta contestó, en palabras escasamente pre-monitorias, que «nos despedimos quizás para mucho tiempo». Delo que se despedían, por algo más de seis años, era del ejercicio delpoder, al que realmente sólo volvería Sagasta.

Mientras tanto, los vencedores de aquellas jornadas preparabansu acceso al poder. Cánovas del Castillo, como líder del alfonsis-mo, escenificó en Madrid la peripecia de todo pronunciamientodel que nunca se sabe su resultado. Consciente de su capacidadde maniobra, evitó esconderse y es detenido oficialmente paraacabar siendo agasajado en el gobierno civil de Madrid, dondeasiste a una cena ofrecida por el propio poncio y su esposa. Pro-nuncia entonces un discurso programático que hizo las deliciasde un dirigente radical como Cristino Martos y, de inmediato,nombra un ministerio-regencia para asumir el poder conferido

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que el pronunciamiento de Sagunto era algo esperado, con in-dependencia del lugar concreto en que hubiese sucedido. El go-bierno de Sagasta, que estaba al frente de un régimen mal de-finido, ni quiso ni tampoco pudo defenderse ante el hecho consumado de Sagunto. La mayoría de los oficiales militares queno estaban en el frente del Norte lo apoyó de forma tácita o ex-presa. Resistir suponía adoptar una decisión numantina porparte de un gobierno que, aun representando el ala moderada dela tradición revolucionaria del Sexenio, carecía de horizontepolítico preciso, aunque claramente prefiriese un régimen mo-nárquico al republicano en el que formalmente estaba. El pro-pio Sagasta optaba por la monarquía —no necesariamente con ladinastía borbónica—, pero no aprobaba el procedimiento de losalfonsinos para su restauración.

El titular del poder ejecutivo, el general Serrano, no estabaen Madrid, sino en el frente bélico del Norte, pero era ya un vie-jo conocido de la política española. Aunque andaba en cabildeoscon sectores monárquicos y con el entorno de la reina Isabel II,carecía de contacto directo con los alfonsinos y con los pronun-ciados en Sagunto, que desconfiaban de sus ambiciones perso-nales. Informado Serrano del pronunciamiento y de la situaciónmilitar en Madrid, mantuvo desde Tudela una conferencia tele-gráfica con Sagasta y el resto del gobierno, en la que quedó clarala resignación con que unos y otros aceptaban los hechos consu-mados que, en cierto modo, presentían. El duque de la Torre re-chazó abandonar el frente carlista para enfrentarse a sus com-pañeros de armas de la capital, declinando toda resistencia. Y éstos, mediante un pronunciamiento pasivo que amenazabacon ser activo, forzaron al gobierno presidido por Sagasta a quehiciera entrega del poder a los nuevos dueños de la situación.Fue el resultado de un largo forcejeo entre civiles y militares,tanto en Madrid como en el Norte.

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«Esto no tiene remedio», aseveró el ministro de la Guerra enuno de los muchos telegramas cruzados entonces entre el gobier-no de Madrid y el general Serrano. El desenlace fue, con todo, máspacífico de lo que podría aventurarse, pues podría haber corridola sangre, como quiso suponer años más tarde uno de los protago-nistas de la novela del padre Luis Coloma, Pequeñeces, en la que lehace decir al «peludo»marqués de Butrón, trasunto literario de unalfonsino de peso, el marqués de Molins: «la Restauración es cosahecha; pero solo llegaremos a ella atravesando un charco de san-gre». No hubo tal. El gobierno de Sagasta aceptó formalmente lasconsecuencias del pronunciamiento militar y, rendido, entregóel poder al capitán general de Madrid, Fernando Primo de Rivera.La despedida entre dos viejos conocidos, como eran Sagasta y Se-rrano, osciló entre cierta grandeza y un fácil sentimentalismo: «elpatriotismo me veda que se hagan tres gobiernos en España», dijoel general, reconociendo de paso el éxito de alfonsinos y de carlis-tas, mientras que Sagasta contestó, en palabras escasamente pre-monitorias, que «nos despedimos quizás para mucho tiempo». Delo que se despedían, por algo más de seis años, era del ejercicio delpoder, al que realmente sólo volvería Sagasta.

Mientras tanto, los vencedores de aquellas jornadas preparabansu acceso al poder. Cánovas del Castillo, como líder del alfonsis-mo, escenificó en Madrid la peripecia de todo pronunciamientodel que nunca se sabe su resultado. Consciente de su capacidadde maniobra, evitó esconderse y es detenido oficialmente paraacabar siendo agasajado en el gobierno civil de Madrid, dondeasiste a una cena ofrecida por el propio poncio y su esposa. Pro-nuncia entonces un discurso programático que hizo las deliciasde un dirigente radical como Cristino Martos y, de inmediato,nombra un ministerio-regencia para asumir el poder conferido

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por Primo de Rivera a la espera de la llegada del príncipe Alfon-so, ya convertido en monarca. Los muchos conspiradores quehabían pululado por los palacios aristocráticos de la capital,como el del duque de Sexto, o por las redacciones de algunos pe-riódicos, como La Época, salen ufanos de sus escondites, cons-cientes de ser los dueños de la situación, aunque entonces no erani mucho menos previsible que la restauración de la monarquíapudiese engendrar un régimen que habría de durar medio siglo.

Los acontecimientos habían pasado tan rápido y las comu-nicaciones eran tan lentas que el propio interesado tardó untiempo en saber la buena nueva de que estaba a punto de ser reyde España. El príncipe Alfonso, que se había paseado por mediaEuropa durante el año 1874, retornaba aquellos días desdeSandhurst (Inglaterra) a París, donde residía su madre Isabel.Cuentan las crónicas coetáneas que un billete escrito en francéspor mano femenina le hizo sabedor, al atardecer del día 30, deque «Votre Majesté a été proclamé Roi hier soir par l’Armée es-pagnole». Fue antes de asistir a una sesión teatral, a la que pese atodo no renunció a ir. A las pocas horas, llegaron varios telegra-mas oficiales, entre ellos uno de Cánovas que, dirigido a la reinaIsabel, le comunica «este gran triunfo, alcanzado sin lucha ni de-rramamiento de sangre». Era la obsesión de los alfonsinos: ven-cer a la revolución «sin batalla de Alcolea». Comienzan entonceslos preparativos para el retorno del príncipe Alfonso, ya conver-tido en monarca. Mientras que en España se organizan solemnestedeums en las catedrales de las principales ciudades y se orde-nan masivos repartos de pan a los pobres, el nuevo monarca sedirige a España por vía marítima, embarcando en Marsella conrumbo a Barcelona, donde pisó tierra el día 9 de enero. La elec-ción de la ciudad catalana no era casual, sino un acto de «recom-pensa de lo mucho que los industriales habían trabajado para elrestablecimiento de la monarquía», en opinión de G. Graell.

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El recibimiento de que fue objeto, a juzgar por la carta que Du-rán y Bas le escribe a Cánovas al día siguiente, es superior en calorpopular al que tuviera en 1860 la reina Isabel II, «viniendo des-pués de la guerra de África» y «no tiene comparación con la de donAmadeo». A alguno que lo vitoreaba, como el joven Claudio LópezBru, le estaba «reventando la garganta» desde el día del pronun-ciamiento de Sagunto. El entusiasmo descrito por el político con-servador catalán no estaba exento de cierta ironía, pues se tratabade la «capital de Cataluña, de este país que se ha llamado revolu-cionario por excelencia», pero también revela que el retorno de lamonarquía borbónica era el resultado de un estado de opinión fa-vorable entre «los propietarios rurales, los grandes contribuyen-tes, los hombres que más han padecido en su seguridad y en susintereses en los últimos seis años». Otra cosa era la percepciónpopular, que vivió el tránsito de poder del fin de año de 1874 conuna indisimulada indiferencia, tanto en el no-rechazo del pro-nunciamiento de Sagunto como en el poco entusiasmo sobre lanueva situación. El monarca lo pudo comprobar el 15 de enero,con ocasión de su entrada en Madrid en un día de «sol invernizo»,aunque las crónicas coetáneas no se privaran de comparar la«apoteósica» llegada de Alfonso XII con la frialdad (agravada poruna gran nevada y por hallarse Prim de cuerpo presente) con quehabía sido recibido cuatro años antes el rey Amadeo de Saboya.

De alfonsinos a conservadores

«La Restauración es un hecho», dijo Cánovas al recibir el po-der de manos de los militares pronunciados. Pero la llegada dela monarquía en la persona del príncipe Alfonso no podría en-

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por Primo de Rivera a la espera de la llegada del príncipe Alfon-so, ya convertido en monarca. Los muchos conspiradores quehabían pululado por los palacios aristocráticos de la capital,como el del duque de Sexto, o por las redacciones de algunos pe-riódicos, como La Época, salen ufanos de sus escondites, cons-cientes de ser los dueños de la situación, aunque entonces no erani mucho menos previsible que la restauración de la monarquíapudiese engendrar un régimen que habría de durar medio siglo.

Los acontecimientos habían pasado tan rápido y las comu-nicaciones eran tan lentas que el propio interesado tardó untiempo en saber la buena nueva de que estaba a punto de ser reyde España. El príncipe Alfonso, que se había paseado por mediaEuropa durante el año 1874, retornaba aquellos días desdeSandhurst (Inglaterra) a París, donde residía su madre Isabel.Cuentan las crónicas coetáneas que un billete escrito en francéspor mano femenina le hizo sabedor, al atardecer del día 30, deque «Votre Majesté a été proclamé Roi hier soir par l’Armée es-pagnole». Fue antes de asistir a una sesión teatral, a la que pese atodo no renunció a ir. A las pocas horas, llegaron varios telegra-mas oficiales, entre ellos uno de Cánovas que, dirigido a la reinaIsabel, le comunica «este gran triunfo, alcanzado sin lucha ni de-rramamiento de sangre». Era la obsesión de los alfonsinos: ven-cer a la revolución «sin batalla de Alcolea». Comienzan entonceslos preparativos para el retorno del príncipe Alfonso, ya conver-tido en monarca. Mientras que en España se organizan solemnestedeums en las catedrales de las principales ciudades y se orde-nan masivos repartos de pan a los pobres, el nuevo monarca sedirige a España por vía marítima, embarcando en Marsella conrumbo a Barcelona, donde pisó tierra el día 9 de enero. La elec-ción de la ciudad catalana no era casual, sino un acto de «recom-pensa de lo mucho que los industriales habían trabajado para elrestablecimiento de la monarquía», en opinión de G. Graell.

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El recibimiento de que fue objeto, a juzgar por la carta que Du-rán y Bas le escribe a Cánovas al día siguiente, es superior en calorpopular al que tuviera en 1860 la reina Isabel II, «viniendo des-pués de la guerra de África» y «no tiene comparación con la de donAmadeo». A alguno que lo vitoreaba, como el joven Claudio LópezBru, le estaba «reventando la garganta» desde el día del pronun-ciamiento de Sagunto. El entusiasmo descrito por el político con-servador catalán no estaba exento de cierta ironía, pues se tratabade la «capital de Cataluña, de este país que se ha llamado revolu-cionario por excelencia», pero también revela que el retorno de lamonarquía borbónica era el resultado de un estado de opinión fa-vorable entre «los propietarios rurales, los grandes contribuyen-tes, los hombres que más han padecido en su seguridad y en susintereses en los últimos seis años». Otra cosa era la percepciónpopular, que vivió el tránsito de poder del fin de año de 1874 conuna indisimulada indiferencia, tanto en el no-rechazo del pro-nunciamiento de Sagunto como en el poco entusiasmo sobre lanueva situación. El monarca lo pudo comprobar el 15 de enero,con ocasión de su entrada en Madrid en un día de «sol invernizo»,aunque las crónicas coetáneas no se privaran de comparar la«apoteósica» llegada de Alfonso XII con la frialdad (agravada poruna gran nevada y por hallarse Prim de cuerpo presente) con quehabía sido recibido cuatro años antes el rey Amadeo de Saboya.

De alfonsinos a conservadores

«La Restauración es un hecho», dijo Cánovas al recibir el po-der de manos de los militares pronunciados. Pero la llegada dela monarquía en la persona del príncipe Alfonso no podría en-

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tenderse con la sola evocación de los sucesos que tuvieron lugara finales del año 1874. Fue un proceso bastante más laborioso,que hunde sus raíces en la propia experiencia del Sexenio. Que,además, tuviese lugar en un clima de aceptación generalizadorevela no sólo la dimensión del fracaso de la política de los hom-bres del Sexenio, sino la larga y cuidadosa preparación de queestuvo precedido. La situación abierta por el pronunciamientode Pavía había desembocado en un régimen sin futuro, tanto porsu indefinición sobre la forma de gobierno, cuanto por su con-dición autoritaria y la debilidad militar, al hallarse dividido elejército entre monárquicos (en gran medida, alfonsinos) y re-publicanos. De ello era bien consciente Cánovas, cuando enenero de 1874 pergeñaba para la reina Isabel un panorama de lasituación política prometedor, pero necesitado de tiempo parasu maduración: «los principios democráticos están heridos demuerte» y tan sólo es cuestión de «calma, serenidad, paciencia,tanto como perseverancia y energía».

De algunas de estas virtudes no carecieron los alfonsinos, asícomo de apoyos económicos, sociales e ideológicos nada des-preciables, desde los cuarteles militares o las sacristías de lasiglesias a los salones de la aristocracia o los bufetes de relevan-tes financieros o profesionales liberales. El vacío que la buenasociedad española había propinado a la monarquía amadeísta,tildada de poco castiza y estigmatizada con el sambenito de per-tenecer a la dinastía que acababa de encerrar en el Vaticano alpapa Pío IX, se transformó en una reivindicación más que sim-bólica de la dinastía borbónica, mediante alardes de españolis-mo y algaradas presididas por la flor de lis, emblema de la di-nastía borbónica. Fue la Ladie’s Revolution, luego evocada congruesos trazos por el padre Coloma en su novela Pequeñeces, muycelebrada entre las damas de la buena sociedad que veraneabanen Zarauz y en Biarritz. El rechazo frontal que la Iglesia ejerció

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contra la política del Sexenio, sin renunciar a su apoyo directo alcarlismo, benefició indirectamente la obra de los alfonsinos. Laguerra contra los insurrectos cubanos decantó a gran parte delas elites industriales y bancarias, especialmente las vinculadascon Cataluña, hacia la solución borbónica.

La argamasa que dio solidez al alfonsismo fue su capacidadpara organizar un movimiento que, sin ser enteramente nove-doso en el panorama político español, tuvo la habilidad de si-tuarse en una posición intermedia: «ni con la Revolución ni conla Corte», dijo Cánovas en septiembre de 1868 desde su retirodorado de investigador en el archivo histórico de Simancas. Loque equivalía a decir que no compartía la suerte de los modera-dos, que eran los vencidos de la Gloriosa, ni tampoco se inscri-bía en la nómina de la coalición septembrina de unionistas,progresistas y demócratas cimbrios. Esta fue la brújula políticaque orientó en sus primeros pasos lo que luego sería conocidocomo el partido alfonsino, que nace y se desarrolla en el am-biente de socialización política y debate ideológico abierto porla revolución del 68. En las Cortes constituyentes de 1869 seformó un pequeño grupo parlamentario, autodefinido como«oposición liberal-conservadora», en el que militaban figurascomo Cánovas, Silvela, Elduayen y Álvarez Bugallal. Su papel enaquellas Cortes no fue determinante —en la elección del reyAmadeo votaron en blanco—, pero contribuyó a forjar la identi-dad de un movimiento político que, sin ser todavía un partido,gozaba de un perfil bastante preciso: una lealtad sin fisuras a ladinastía de los Borbones —que no a la reina Isabel—, una defen-sa sistemática en sus escritos y discursos del orden social tradi-cional fundado en la propiedad y la autoridad y, además, unaadopción entusiasta de los principios del liberalismo doctrina-rio, frente a la orientación democrática de la política de los gru-pos septembrinos.

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tenderse con la sola evocación de los sucesos que tuvieron lugara finales del año 1874. Fue un proceso bastante más laborioso,que hunde sus raíces en la propia experiencia del Sexenio. Que,además, tuviese lugar en un clima de aceptación generalizadorevela no sólo la dimensión del fracaso de la política de los hom-bres del Sexenio, sino la larga y cuidadosa preparación de queestuvo precedido. La situación abierta por el pronunciamientode Pavía había desembocado en un régimen sin futuro, tanto porsu indefinición sobre la forma de gobierno, cuanto por su con-dición autoritaria y la debilidad militar, al hallarse dividido elejército entre monárquicos (en gran medida, alfonsinos) y re-publicanos. De ello era bien consciente Cánovas, cuando enenero de 1874 pergeñaba para la reina Isabel un panorama de lasituación política prometedor, pero necesitado de tiempo parasu maduración: «los principios democráticos están heridos demuerte» y tan sólo es cuestión de «calma, serenidad, paciencia,tanto como perseverancia y energía».

De algunas de estas virtudes no carecieron los alfonsinos, asícomo de apoyos económicos, sociales e ideológicos nada des-preciables, desde los cuarteles militares o las sacristías de lasiglesias a los salones de la aristocracia o los bufetes de relevan-tes financieros o profesionales liberales. El vacío que la buenasociedad española había propinado a la monarquía amadeísta,tildada de poco castiza y estigmatizada con el sambenito de per-tenecer a la dinastía que acababa de encerrar en el Vaticano alpapa Pío IX, se transformó en una reivindicación más que sim-bólica de la dinastía borbónica, mediante alardes de españolis-mo y algaradas presididas por la flor de lis, emblema de la di-nastía borbónica. Fue la Ladie’s Revolution, luego evocada congruesos trazos por el padre Coloma en su novela Pequeñeces, muycelebrada entre las damas de la buena sociedad que veraneabanen Zarauz y en Biarritz. El rechazo frontal que la Iglesia ejerció

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contra la política del Sexenio, sin renunciar a su apoyo directo alcarlismo, benefició indirectamente la obra de los alfonsinos. Laguerra contra los insurrectos cubanos decantó a gran parte delas elites industriales y bancarias, especialmente las vinculadascon Cataluña, hacia la solución borbónica.

La argamasa que dio solidez al alfonsismo fue su capacidadpara organizar un movimiento que, sin ser enteramente nove-doso en el panorama político español, tuvo la habilidad de si-tuarse en una posición intermedia: «ni con la Revolución ni conla Corte», dijo Cánovas en septiembre de 1868 desde su retirodorado de investigador en el archivo histórico de Simancas. Loque equivalía a decir que no compartía la suerte de los modera-dos, que eran los vencidos de la Gloriosa, ni tampoco se inscri-bía en la nómina de la coalición septembrina de unionistas,progresistas y demócratas cimbrios. Esta fue la brújula políticaque orientó en sus primeros pasos lo que luego sería conocidocomo el partido alfonsino, que nace y se desarrolla en el am-biente de socialización política y debate ideológico abierto porla revolución del 68. En las Cortes constituyentes de 1869 seformó un pequeño grupo parlamentario, autodefinido como«oposición liberal-conservadora», en el que militaban figurascomo Cánovas, Silvela, Elduayen y Álvarez Bugallal. Su papel enaquellas Cortes no fue determinante —en la elección del reyAmadeo votaron en blanco—, pero contribuyó a forjar la identi-dad de un movimiento político que, sin ser todavía un partido,gozaba de un perfil bastante preciso: una lealtad sin fisuras a ladinastía de los Borbones —que no a la reina Isabel—, una defen-sa sistemática en sus escritos y discursos del orden social tradi-cional fundado en la propiedad y la autoridad y, además, unaadopción entusiasta de los principios del liberalismo doctrina-rio, frente a la orientación democrática de la política de los gru-pos septembrinos.

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La constitución del grupo alfonsino no fue, sin embargo, unresultado exclusivo de este grupo liberal-conservador, real-mente minoritario en la vida política hasta la abdicación del reyAmadeo. Fue el extraordinario apoyo social recibido de parte dela aristocracia, la alta burguesía y de jefes militares, así como suexitosa gestión de las relaciones políticas con la familia de losBorbones, lo que finalmente hizo de aquel movimiento de círcu-los alfonsinos, que se dedicaban con pasión a la celebración debanquetes políticos y de veladas en los salones de la buena so-ciedad, un partido político sobre el que descansó la primera fasede la restauración borbónica. Fue el partido liberal alfonsino,luego denominado liberal-conservador, antes de acabar siendosimplemente el partido conservador. Aunque sus diferenciassociológicas sean a veces tenues, la distinción entre los alfonsi-nos y otros grupos próximos (fuesen los antiguos moderados obien los carlistas) fue una constante en el proceso de construc-ción de este nuevo partido conservador, que bajo sucesivos li-derazgos prolonga su protagonismo en la política española hastala proclamación de la Segunda República en 1931. En los pri-meros años de la Restauración, la principal tarea de Cánovas fueabsorber a la mayoría de los antiguos moderados y a los carlis-tas, proceso que se extiende desde 1876 a 1884.

En el trasfondo social de la Restauración, medido a través delgrupo alfonsino, se advierten dos componentes que resultandecisivos para entender el entusiasmo con que las elites socialesy políticas se manifiestan ante el retorno de la monarquía. Elprimero es el apoyo explícito que Cánovas y el alfonsismo reci-ben del mundo de los negocios, con asiento especial en la ciudadde Barcelona, que temían la política económica y colonial de loshombres del Sexenio, tanto en su versión librecambista como

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en su falta de convicción en el mantenimiento de Cuba como co-lonia. A través de figuras como el abogado Durán y Bas o del pe-riodista Mañé y Flaquer, director del Diario de Barcelona, fue te-jiendo Cánovas una tupida malla de apoyos a su proyecto. A finalesde 1873, cuando Cánovas le sugiere a Durán la necesidad de en-trar en contacto con 105 «personas importantes» del Principa-do, entre ellas se encuentra más de la mitad de los dirigentes delCírculo Hispano-Ultramarino, la mayoría de la directiva de laLiga Nacional, numerosos altos cargos del Banco de Barcelona ofuturos accionistas del Banco Hispano-Colonial.

Si Azaña pudo decir en 1924, en su interpretación del golpede estado de 1923, que la dictadura de Primo de Rivera llegabaenvuelta en «paño catalán», algo similar se podría decir de laRestauración de 1874, en la que la contribución catalana fue de-cisiva. Que Alfonso XII arribase a España por el puerto de Barce-lona fue el mejor reconocimiento de este apoyo, como lo sería elgran protagonismo que tanto la Ciudad Condal como el Princi-pado de Cataluña adquieren en toda la época de la Restauración,especialmente en tiempos del monarca Alfonso XII. Sin embar-go, estos apoyos catalanes a la política canovista estuvieron pla-gados de desencuentros y de disidencias, debidas a la práctica de los conservadores del Principado de ser «ministeriales a la ca-talana», dada su independencia de criterio en asuntos como lapolítica económica o la codificación civil. Pero también se debióa la divergencia respecto de Cánovas con que los líderes catala-nes entendían la acción política, mucho más corporativa y de re-presentación de los intereses económicos que de una sumisión a las directrices de las elites políticas madrileñas que tendían a verlas provincias como simples «tributarias de la Corte de Madrid»,según denuncia Durán y Bas en 1880 al propio Cánovas.

El segundo apoyo básico procedía del entorno colonial, tan-to catalán como madrileño e incluso del radicado en la propia

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La constitución del grupo alfonsino no fue, sin embargo, unresultado exclusivo de este grupo liberal-conservador, real-mente minoritario en la vida política hasta la abdicación del reyAmadeo. Fue el extraordinario apoyo social recibido de parte dela aristocracia, la alta burguesía y de jefes militares, así como suexitosa gestión de las relaciones políticas con la familia de losBorbones, lo que finalmente hizo de aquel movimiento de círcu-los alfonsinos, que se dedicaban con pasión a la celebración debanquetes políticos y de veladas en los salones de la buena so-ciedad, un partido político sobre el que descansó la primera fasede la restauración borbónica. Fue el partido liberal alfonsino,luego denominado liberal-conservador, antes de acabar siendosimplemente el partido conservador. Aunque sus diferenciassociológicas sean a veces tenues, la distinción entre los alfonsi-nos y otros grupos próximos (fuesen los antiguos moderados obien los carlistas) fue una constante en el proceso de construc-ción de este nuevo partido conservador, que bajo sucesivos li-derazgos prolonga su protagonismo en la política española hastala proclamación de la Segunda República en 1931. En los pri-meros años de la Restauración, la principal tarea de Cánovas fueabsorber a la mayoría de los antiguos moderados y a los carlis-tas, proceso que se extiende desde 1876 a 1884.

En el trasfondo social de la Restauración, medido a través delgrupo alfonsino, se advierten dos componentes que resultandecisivos para entender el entusiasmo con que las elites socialesy políticas se manifiestan ante el retorno de la monarquía. Elprimero es el apoyo explícito que Cánovas y el alfonsismo reci-ben del mundo de los negocios, con asiento especial en la ciudadde Barcelona, que temían la política económica y colonial de loshombres del Sexenio, tanto en su versión librecambista como

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en su falta de convicción en el mantenimiento de Cuba como co-lonia. A través de figuras como el abogado Durán y Bas o del pe-riodista Mañé y Flaquer, director del Diario de Barcelona, fue te-jiendo Cánovas una tupida malla de apoyos a su proyecto. A finalesde 1873, cuando Cánovas le sugiere a Durán la necesidad de en-trar en contacto con 105 «personas importantes» del Principa-do, entre ellas se encuentra más de la mitad de los dirigentes delCírculo Hispano-Ultramarino, la mayoría de la directiva de laLiga Nacional, numerosos altos cargos del Banco de Barcelona ofuturos accionistas del Banco Hispano-Colonial.

Si Azaña pudo decir en 1924, en su interpretación del golpede estado de 1923, que la dictadura de Primo de Rivera llegabaenvuelta en «paño catalán», algo similar se podría decir de laRestauración de 1874, en la que la contribución catalana fue de-cisiva. Que Alfonso XII arribase a España por el puerto de Barce-lona fue el mejor reconocimiento de este apoyo, como lo sería elgran protagonismo que tanto la Ciudad Condal como el Princi-pado de Cataluña adquieren en toda la época de la Restauración,especialmente en tiempos del monarca Alfonso XII. Sin embar-go, estos apoyos catalanes a la política canovista estuvieron pla-gados de desencuentros y de disidencias, debidas a la práctica de los conservadores del Principado de ser «ministeriales a la ca-talana», dada su independencia de criterio en asuntos como lapolítica económica o la codificación civil. Pero también se debióa la divergencia respecto de Cánovas con que los líderes catala-nes entendían la acción política, mucho más corporativa y de re-presentación de los intereses económicos que de una sumisión a las directrices de las elites políticas madrileñas que tendían a verlas provincias como simples «tributarias de la Corte de Madrid»,según denuncia Durán y Bas en 1880 al propio Cánovas.

El segundo apoyo básico procedía del entorno colonial, tan-to catalán como madrileño e incluso del radicado en la propia

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isla de Cuba o en Londres. Porque el pegamento que unía a par-tidarios del retorno de la monarquía con banqueros y profesio-nales era, sin duda, el formado por los intereses coloniales, elllamado «trasfondo cubano» de la Restauración. Ciertamente,los negocios de Cuba y Filipinas no tenían un único color políti-co ni una ubicación territorial reducida. Políticos moderadoscomo el conde de Cheste, septembrinos como Serrano o Rome-ro Robledo, incluso militares como el marqués de La Habana oMartínez Campos, gozaban de intensa vinculación con los inte-reses antillanos. A ellos se unían figuras como las de AntonioLópez (luego marqués de Comillas), la familia Güell, el marquésde Manzanedo o la familia de Julián Zulueta, propietario del in-genio azucarero Álava y primer traficante del comercio de escla-vos. Todos ellos vieron en la monarquía borbónica el medio másútil para superar el miedo provocado por los «gorros colorados»y la supuesta anarquía provocada por la república, pero tambiénpara asegurar la condición colonial de las posesiones de Ultra-mar, para lo que organizaron diversos medios de presión (ligas,círculos ultramarinos, clubes y casinos), que en gran medidaacabaron formando parte del entramado político del futuro par-tido liberal-conservador. Algunos de ellos recurrieron a la polí-tica de presión corporativa sobre los dirigentes políticos del Se-xenio, especialmente en el ministerio de Ultramar, para evitarel desarrollo constitucional de una nueva política colonial (in-cluida la abolicionista), y otros, como Manzanedo, realizaronuna masiva aportación de recursos a la causa de la Restauración,sobre todo a partir de la proclamación de la Primera República.

El primer éxito de los alfonsinos fue lograr la abdicación deIsabel II a favor de su primogénito en junio de 1870, tras una pe-culiar encuesta cursada por la reina a los dirigentes monárqui-cos de la época moderada, que apoyaron de forma unánime laabdicación. En su ejecución resultó decisivo el trabajo de aristó-

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cratas como el duque de Sexto («Pepe Alcañices»). El segundopaso, algo más dificultoso, fue la aceptación por parte de la reinaIsabel de la entrega de poderes a Cánovas para fijar los hitos de laformación del príncipe Alfonso y la dirección política del movi-miento que pugnaba por su retorno al trono español. Era unamedida imprescindible para desligar la alternativa del jovenpríncipe de las intrigas cortesanas, a las que de forma alternativarecurría la reina Isabel en sus confidencias políticas. La atribu-ción a Cánovas de estas competencias se produce de forma tar-día, en agosto de 1873, pero fue una decisión irreversible, pormás que la reina Isabel intentase varias veces recuperar algunaautonomía de actuación que, sin embargo, nunca logró ni tan si-quiera cuando su hijo se había convertido en monarca. Aunquesu entorno pugnó por lograr su retorno a la España gobernadapor su hijo, su estancia fue corta, pasando el resto de su vida en elexilio parisino, donde acabaría falleciendo en 1904.

La preparación política e ideológica de la Restauración logró unnotable espaldarazo con la publicación de un texto programáti-co, conocido como el manifiesto de Sandhurst, en el mes de di-ciembre de 1874. Aunque su redacción se le atribuye a Cánovasy su entorno periodístico, fue un texto que pasó por varias ma-nos, incluidas las de la reina Isabel quien, según Cánovas, loexaminó y discutió «detenidamente». Su contenido debe enten-derse como la expresión del pacto político a que llegaron las dis-tintas fracciones internas del alfonsismo a finales de 1874 paralegitimar la alternativa borbónica y lanzar un programa de ac-ción para el joven príncipe. Publicado el manifiesto en diversosperiódicos europeos como una respuesta personal del príncipeAlfonso a las numerosas felicitaciones que, procedentes de me-dios sociales y políticos alfonsinos, supuestamente había re-

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isla de Cuba o en Londres. Porque el pegamento que unía a par-tidarios del retorno de la monarquía con banqueros y profesio-nales era, sin duda, el formado por los intereses coloniales, elllamado «trasfondo cubano» de la Restauración. Ciertamente,los negocios de Cuba y Filipinas no tenían un único color políti-co ni una ubicación territorial reducida. Políticos moderadoscomo el conde de Cheste, septembrinos como Serrano o Rome-ro Robledo, incluso militares como el marqués de La Habana oMartínez Campos, gozaban de intensa vinculación con los inte-reses antillanos. A ellos se unían figuras como las de AntonioLópez (luego marqués de Comillas), la familia Güell, el marquésde Manzanedo o la familia de Julián Zulueta, propietario del in-genio azucarero Álava y primer traficante del comercio de escla-vos. Todos ellos vieron en la monarquía borbónica el medio másútil para superar el miedo provocado por los «gorros colorados»y la supuesta anarquía provocada por la república, pero tambiénpara asegurar la condición colonial de las posesiones de Ultra-mar, para lo que organizaron diversos medios de presión (ligas,círculos ultramarinos, clubes y casinos), que en gran medidaacabaron formando parte del entramado político del futuro par-tido liberal-conservador. Algunos de ellos recurrieron a la polí-tica de presión corporativa sobre los dirigentes políticos del Se-xenio, especialmente en el ministerio de Ultramar, para evitarel desarrollo constitucional de una nueva política colonial (in-cluida la abolicionista), y otros, como Manzanedo, realizaronuna masiva aportación de recursos a la causa de la Restauración,sobre todo a partir de la proclamación de la Primera República.

El primer éxito de los alfonsinos fue lograr la abdicación deIsabel II a favor de su primogénito en junio de 1870, tras una pe-culiar encuesta cursada por la reina a los dirigentes monárqui-cos de la época moderada, que apoyaron de forma unánime laabdicación. En su ejecución resultó decisivo el trabajo de aristó-

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cratas como el duque de Sexto («Pepe Alcañices»). El segundopaso, algo más dificultoso, fue la aceptación por parte de la reinaIsabel de la entrega de poderes a Cánovas para fijar los hitos de laformación del príncipe Alfonso y la dirección política del movi-miento que pugnaba por su retorno al trono español. Era unamedida imprescindible para desligar la alternativa del jovenpríncipe de las intrigas cortesanas, a las que de forma alternativarecurría la reina Isabel en sus confidencias políticas. La atribu-ción a Cánovas de estas competencias se produce de forma tar-día, en agosto de 1873, pero fue una decisión irreversible, pormás que la reina Isabel intentase varias veces recuperar algunaautonomía de actuación que, sin embargo, nunca logró ni tan si-quiera cuando su hijo se había convertido en monarca. Aunquesu entorno pugnó por lograr su retorno a la España gobernadapor su hijo, su estancia fue corta, pasando el resto de su vida en elexilio parisino, donde acabaría falleciendo en 1904.

La preparación política e ideológica de la Restauración logró unnotable espaldarazo con la publicación de un texto programáti-co, conocido como el manifiesto de Sandhurst, en el mes de di-ciembre de 1874. Aunque su redacción se le atribuye a Cánovasy su entorno periodístico, fue un texto que pasó por varias ma-nos, incluidas las de la reina Isabel quien, según Cánovas, loexaminó y discutió «detenidamente». Su contenido debe enten-derse como la expresión del pacto político a que llegaron las dis-tintas fracciones internas del alfonsismo a finales de 1874 paralegitimar la alternativa borbónica y lanzar un programa de ac-ción para el joven príncipe. Publicado el manifiesto en diversosperiódicos europeos como una respuesta personal del príncipeAlfonso a las numerosas felicitaciones que, procedentes de me-dios sociales y políticos alfonsinos, supuestamente había re-

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cibido desde España con motivo de su cumpleaños (diecisieteaños cumplidos el 28 de noviembre de 1874), su objetivo erapresentar tanto en España como en el extranjero las grandes lí-neas de la operación política que se estaba gestando.

Los contenidos de este manifiesto son un prodigio de conci-sión. En apenas mil palabras están resumidos los principios bá-sicos del régimen de la Restauración que, en gran medida, aca-barán plasmándose en la constitución de 1876 y en muchos delos textos doctrinales o discursos parlamentarios de Cánovas yde sus amigos políticos, incluidos aliados ocasionales comoAlonso Martínez. Tres de esos principios merecen ser subraya-dos. El primero es la defensa de la continuidad dinástica, me-diante el retorno de una «monarquía hereditaria y representati-va», que sea el punto de encuentro y la garantía de «derechos eintereses desde las clases obreras hasta las más elevadas». Aquíestá la idea de continuidad y de tradición como fundamentos deledificio político de la Restauración. El segundo principio es laapuesta por el «restablecimiento de la Monarquía Constitucio-nal» que debería actuar «de conformidad con los votos y la con-veniencia de la Nación». Aunque el principio monárquico esprioritario, se reconoce de algún modo el poder de la nación, lo que adelanta una de las claves del sistema constitucional de 1876, que será la soberanía compartida entre el monarca y las Cortes. Y, tercer principio, proclamación por parte del prín-cipe de un sentimiento patriótico, liberal y católico. En unaconcisa fórmula, que fue objeto de largas negociaciones, le hacedecir Cánovas al príncipe Alfonso que «sea lo que quiera misuerte, ni dejaré de ser buen español, ni, como todos mis ante-pasados, buen católico, ni como hombre del siglo, verdadera-mente liberal».

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La apuesta de los alfonsinos por la persona del príncipe Alfonsopara ocupar el trono español fue dificultosa, tanto por el intentode intervencionismo de las potencias europeas en los asuntosespañoles, como por las constantes intrigas que se tejían en elentorno de su madre. La llegada a España del monarca alentó latendencia de la reina Isabel a inmiscuirse en los asuntos políti-cos del interior, aunque con poco éxito. La información que te-nía el gobierno de los cabildeos de la familia real en la capital delSena era puntual. La reina Isabel no escondía, además, sus opi-niones sobre el rey y sus ministros: «habla mal de todo el mun-do», advierte Molins en 1877. Razón de más para convertir alnuevo monarca en un espejo de la nueva política que los conser-vadores canovistas quieren implantar en España y evitar la re-petición de la época isabelina de una nueva y valleinclanesca«corte de los milagros».

Uno de los objetivos más cuidados por los alfonsinos y, deforma especial, por Cánovas fue la formación del joven monarcay la popularización de la figura del rey, en un intento de combi-nar regeneración política y nacionalización de la instituciónmonárquica. La formación del príncipe Alfonso, seguida de cer-ca por el canovista duque de Sexto, tuvo lugar en diferentes cole-gios extranjeros de París, Ginebra o Viena, hasta acabar en laacademia militar inglesa de Sandhurst. Aunque su estancia fuebreve en casi todos ellos, adquirió dominio de lenguas y un regu-lar conocimiento de la historia europea, así como de algunos delos teóricos políticos más apreciados en la época (BenjaminConstant, Walter Bagehot). Su curiosidad intelectual no llegabaa los niveles de algunos monarcas coetáneos, como el joven donPedro V de Portugal, que demandaba ansiosamente novedades yconsejos de buen gobierno a su tío el príncipe Alberto, esposo dela reina Victoria de Inglaterra. Pero a juzgar por la impresión quecausaba en los observadores extranjeros y por los libros que se

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