quiero agradecer la invitación, que el instituto empresa ... · escape si la obra está bien o mal...

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Acto de clausura del curso: "Programa Ejecutivo en Liderazgo Público" (LE.) "La transformación del sector público" Quiero agradecer la invitación, que el Instituto Empresa me trasladó, para participar en el acto de clausura de un curso cuyo contenido me parece de sumo interés, oportunidad y, sin duda, actualidad. Felicito, por ello, a quienes pusieron en marcha esta iniciativa y a quienes han participado en el mismo. Ya, la propia carta, en la que se me invitaba a compartir con ustedes esta clausura, mencionaba, como contenido del programa, una serie de aspectos, entre los que quiero señalar los siguientes: - Que el objetivo de este programa era "contribuir a la transformación de la Administración" y, repite ese término "transformación" lo que resulta muy significativo. - Que se pretende "ayudar a los gestores públicos a modernizar las instituciones", es decir, se habla de gestión más que de administración, lo que supone un nuevo enfoque en el ejercicio de la función.

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Acto de clausura del curso: "Programa Ejecutivo en

Liderazgo Público" (LE.)

"La transformación del sector público"

Quiero agradecer la invitación, que el Instituto Empresa me

trasladó, para participar en el acto de clausura de un curso cuyo

contenido me parece de sumo interés, oportunidad y, sin duda,

actualidad. Felicito, por ello, a quienes pusieron en marcha esta

iniciativa y a quienes han participado en el mismo.

Ya, la propia carta, en la que se me invitaba a compartir con

ustedes esta clausura, mencionaba, como contenido del

programa, una serie de aspectos, entre los que quiero señalar los

siguientes:

- Que el objetivo de este programa era "contribuir a la

transformación de la Administración" y, repite ese

término "transformación" lo que resulta muy

significativo.

- Que se pretende "ayudar a los gestores públicos a

modernizar las instituciones", es decir, se habla de gestión

más que de administración, lo que supone un nuevo

enfoque en el ejercicio de la función.

- Y por último, destacaba la carta: "todo lo que signifique

liderazgo y anticipación en el campo de la gestión pública".

Ese foco de atención puesto en el liderazgo, resulta esencial, junto con

la capacidad de anticiparse, es decir, de prever con suficiente

antelación las líneas de actuación en esa función de gestión.

Esa labor de liderazgo obliga a desarrollar un conocimiento claro y

preciso de las funciones a desempeñar; del equipo humano con el

que se cuenta; de saber distribuir el trabajo y delegar y, de una clara

labor de coordinación responsable.

Seguidamente, tratándose de la clausura de un Programa sobre

liderazgo público, permítanme hacerles unas breves consideraciones

sobre las características que debe reunir un líder del siglo XXI.

No cabe duda que el mundo está cambiando a pasos acelerados. En

menos de 30 años hemos pasado de un mundo dividido política e

ideológicamente en dos bloques a otro globalizado, de la comunicación

en papel a Internet y las nuevas tecnologías, de la peseta al euro... El

mundo se ha vuelto más complejo, interconectado e incierto. Y sin

embargo, hoy más que nunca algunas recetas clásicas siguen

teniendo plena vigencia. Es más, muchos problemas surgen

cuando nuestros líderes se dejan contagiar por la incertidumbre y el

cambio acelerado de las cosas, cayendo en el error de la decisión

apresurada, la ocurrencia, la falta de estrategia o el cambio de criterio

sin criterio.

En este sentido, un líder, y más en estos tiempos de crisis, debe

respetar tres "eses": serenidad, seriedad y sensatez.

A ello se une la necesidad de contar con experiencia. Aristóteles

decía que "los que aspiran a saber de política necesitan también

experiencia (...) Pues, mientras los hombres de experiencia juzgan

rectamente de las obras de su campo y entiende por qué medios y de qué

manera se llevan a cabo, y también qué combinaciones de ellos

armonizan, los hombres inexpertos deben contentarse con que no se les

escape si la obra está bien o mal hecha."

Podemos recordar asimismo a Cicerón quien consideraba como

componentes de la prudencia "la memoria del pasado, la

comprensión del presente y la previsión del futuro". Parafraseando a

J.G.A. Pocock cabría resumir esos dos asertos diciendo que lo que requiere

un gobernante es "experiencia, usos y prudencia".

Otro elemento de un buen líder es su habilidad para formar

equipos. Decía Maquiavelo en El Príncipe: "El juicio primero que se

forma de un soberano y de su entendimiento se apoya en el examen de los

hombres que le rodean". Pero seguidamente advertía: "(...) un error al

cual se sustraen con dificultad los príncipes, si no son muy prudentes o si no

tienen muy buena elección [son] los aduladores, de los cuales están llenas

las cortes".

Resulta en consecuencia esencial para todo dirigente político el tener

a su alrededor alguien que se atreva a decirle de verdad lo que

piensa. Un dirigente que no es capaz de oír opiniones sinceras, aunque

sean críticas demuestra que no está capacitado para el noble arte de

gobernar. Ese tipo de profesionales debe valorarse como oro en paño.

De nuevo no está de más escuchar a Maquiavelo: "El príncipe

prudente debe elegir hombre sabios y conceder sólo a ellos la libertad

de decirle la verdad, [...) debe preguntar mucho, escuchar a todos los

preguntados con verdadera paciencia y mostrar cierto resentimiento a

aquellos que, contenidos por algún respeto, no le digan entera su opinión,

(...) es regla infalible que un príncipe que no es sabio de suyo no puede

ser bien aconsejado".

Actualmente la reforma de la Administración Pública constituye,

sin lugar a dudas, uno de los objetivos y de los retos del Gobierno.

En este acto de clausura quisiera transmitirles, al menos en líneas

generales, la implicación del Consejo de Estado en este proceso de

reforma. Proceso que viene siendo una cuestión de constante atención

y que en la situación actual hay que considerarlo como de imperiosa

necesidad. No se trata de abordar mejoras puntuales, sino de una

reforma profunda de la manera de entender la administración y de su

actuar.

La propia Constitución de 1978, en su artículo 103.1 "La

administración pública sirve con objetividad los intereses generales y

actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía,

descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento

pleno a la Ley y el Derecho". Principios a los que habría que añadir el

de estabilidad presupuestaria incluido en el nuevo artículo 135.1. De

modo que la Constitución ya se ha encargado de fijar los principios a

los que debe responder la actuación de las administraciones públicas.

Los objetivos de la reforma que ha puesto en marcha el gobierno

pretende racionalizar la Administración Pública, reestructurar la

Administración Local y regular el empleo público. Se trata así de evitar

duplicidades en la prestación de servicios, reducir organismos

innecesarios, concentrar funciones. El resultado final al que se dirige

supondría contar con una Administración eficaz, ágil, austera y de

garantía para el ciudadano; una Adminis t rac ión que atienda y

responda a las necesidades de la sociedad y que no experimente

creando necesidades artificiales, que únicamente dan lugar a un

gasto público sin beneficio para los ciudadanos.

Este empeño constituye una tarea compleja que no se aborda con un

solo texto legal, ni de una sola vez, ni con el automatismo deseable. En

esa tarea está implicado el Gobierno desde su inicio y ha ido

aprobando una serie de iniciativas legislativas orientadas a ese

logro final.

Esta labor normativa, es precedida de un previo análisis de cuáles son

los problemas y las posibles soluciones. Ese trabajo de diagnostico y

tratamiento revela la necesidad de la reforma. Una de las razones la

constituye la excesiva dimensión que ha ido tomando la

Administración, y que a la larga se traduce en más burocracia y

menos administración, entendiendo este término como la correcta

gestión de los recursos humanos y materiales para el logro del bien

común.

En un modelo territorial como el nuestro, se han ido produciendo

duplicidades de órganos, en ocasiones, por un cierto efecto mimético,

que hay que tratar, sin duda de corregir. No nos podemos

permitir, ni económica, ni funcionalmente todo un entramado de

duplicidades. El grado de autonomía no depende de que su

organización administrativa sea más voluminosa y densa, sino que

depende de su mejor gestión y más eficaz de las competencias de que

se dispone.

El Consejo de Estado en el desarrollo de sus funciones cotidianas es

absolutamente consciente y sensible a esa reforma.

A lo largo de sus dictámenes busca satisfacer el principio de legalidad

acompañado de forma inmediata por la búsqueda de la eficacia y la

seguridad jurídica.

Cuando elabora sus dictámenes, informes, así como las observaciones y

sugerencias incluidas en sus Memorias anuales, tiene siempre presente

la finalidad de mejorar el funcionamiento del sector público y su

adaptación a las demandas y exigencias de la sociedad en cada momento.

De esta forma cumple la función que le encomienda el artículo 2 de su

Ley Orgánica: "Velar por la observancia de la Constitución y el resto del

Ordenamiento Jurídico, valorar los aspectos de oportunidad y

conveniencia y mayor eficacia de la administración".

El trabajo de colaboración normativa que desarrolla el Consejo al

dictaminar Anteproyectos de Ley y Proyectos de Real Decreto muestra

un elevado nivel de participación en ese nuevo diseño de la

administración y es especialmente significativo el número de proyectos

de ley remitidos al Congreso de los Diputados dictaminados previamente

por el Consejo de Estado.

Las dificultades económicas que actualmente atravesamos han ido

dando paso en el actuar público a una clara determinación de

rentabilizar al máximo recursos y esfuerzos; se va interiorizando la

cultura de una necesaria austeridad que no está reñida en absoluto con

la calidad.

Se nos exige a todos un mayor esfuerzo y ahí resulta clave, la correcta

gestión de eses esfuerzo conjunto por parte de quienes están llamados a

dirigirlos.

Todo ello nos lleva a la necesidad de contar con personas que asuman el

liderazgo en el ejercicio de sus responsabilidades en una sociedad tan

compleja y exigente como la actual.

Lo que hace que los gobernantes tengan éxito es que no piensan en

términos generales. Son capaces de comprender el carácter de un

determinado individuo, de un singular estado de cosas, de una singular

atmósfera, de una particular combinación de factores económicos,

políticos personales.

Se trata, más bien, de una dotación innata para la percepción y

comprensión imaginativas, o de lo que muchos llamarían simplemente

intuición.

«La cualidad que intento describir es esa comprensión especial de la vida

pública".

Aquello que tenían en común Bismarck (seguramente un ejemplo

sobresaliente, en el siglo XIX, de político dotado de un juicio político

considerable), Tayllerand, Franklin Roosevelt, Cavour, Disraeli, Glads-tone

o Atatürk, con los grandes novelistas psicológicos.

¿Qué es lo que el emperador Augusto o Bismarck sabían y el emperador

Claudio o José II no sabían? «Muy probablemente —nos dice Berlín— el

emperador José era intelectualmente más notable y bastante más culto

que Bismarck, y puede que Claudio supiera muchas más cosas que

Augusto. Pero Bismarck (o Augusto] tenían la capacidad de integrar o

sintetizar los vestigios y fragmentos efímeros, sueltos, infinitamente

variados, que integran la vida en cualquier nivel, al igual que todo ser

humano.

"Negar que los laboratorios o los modelos científicos ofrecen algo -a

veces mucho- de valor para la organización social o la acción política es

mero oscurantismo, pero mantener que tienen más que enseñarnos que

cualquier otra forma de experiencia es una forma igualmente ciega de

fanatismo doctrinario que ha llevado, a veces, a la tortura de hombres

inocentes por monomaniacos seudocientíficos en busca de un periodo de

felicidad y prosperidad".

"Tememos con razón -nos dice Berlín- a los reformadores temerarios,

que están demasiado obsesionados con su concepción como para prestar

atención al medio en que actúan, y que ignoran los elementos

imponderables: los puritanos, Robespierre, Lenin, Hitler, Stalin. Pues

hay un sentido literal en el que no saben lo que hacen (y tampoco les

importa)."

"Y estamos, con razón, dispuestos a confiar en los empiristas igualmente

audaces, Enrique IV de Francia, Pedro el Grande, Federico de Prusia,

Napoleón, Cavour, Lincoln, Lloyd George, Masaryk, Franklin Roosvelt".

Una idea fundamental: el arte de la política tiene leyes y métodos propios.

"La paradoja es esta:" -nos dice Berlín- "en el reino presidido por las

ciencias naturales se reconoce que ciertas leyes y principios están

establecidos por métodos adecuados -esto es, métodos reconocidos

como fiables por especialistas científicos-. Los que niegan o desafían estas

leyes o métodos -gente, digamos, que cree en una tierra plana, o no cree

en la gravedad- son considerados, con bastante razón, maniáticos o

lunáticos. Pero en la vida corriente, y quizá en algunas humanidades -

materias como la Historia, o la Filosofía, o el Derecho (que difieren de las

ciencias aunque solo sea porque no parecen establecer, o incluso querer

establecer, generalizaciones cada vez más extensas sobre el mundo)- son

utópicos aquellos que tienen demasiada fe en leyes y métodos

procedentes de campos extraños, sobre todo de las ciencias naturales, y

los aplican con gran confianza, algo mecánicamente. Las artes de la vida -

no menos las de la política- al igual que algunos estudios humanos,

resultan poseer su propio método y técnicas especiales, sus propios

criterios de éxito y fracaso. El utopismo, la falta de realismo, el mal juicio

no consisten aquí en no lograr aplicar los métodos de la ciencia natural,

sino, al contrario, en aplicarlos en exceso. Aquí el fracaso proviene de

resistirse a aquello que mejor funciona en cada campo, de ignorarlo u

oponerse a ello a favor de algún método o principio sistemático con

pretensión de validez universal, por ejemplo, los métodos de la ciencia

natural (como hizo Comte), de la teología histórica o de la evolución

social (como hizo Marx] o bien de un deseo por desafiar todos los

principios, todos los métodos en cuanto tales, de abogar simplemente

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por la confianza en una buena estrella o en la inspiración personal: es

decir, la mera irracionalidad».

A modo de conclusión:

¿Deberían ser los gobernantes científicos? ¿Deberían estar los

científicos instalados en el poder, como querían Platón, Saint-Simon o

H. G. Wells? La mayor parte de la desconfianza hacia los intelectuales

en la política surge de la creencia, no del todo falsa, de que, debido al

deseo de ver la vida de alguna manera simple, simétrica, ponen

demasiada esperanza en los resultados beneficiosos derivados de

aplicar directamente a la vida conclusiones obtenidas mediante

operaciones en una esfera teórica. Y la consecuencia de esta confianza

excesiva en la teoría, una consecuencia desgraciadamente corroborada

demasiadas veces por la experiencia, es que si los hechos —es decir, el

comportamiento de seres humanos vivos— son reacios a tal

experimento, el experimentador se molesta e intenta cambiar los

hechos para adecuarse a la teoría, lo que, en la práctica significa una

especie de vivisección de las sociedades hasta que se conviertan en lo

que la teoría originariamente declaraba que el experimento les debería

haber convertido.

Mi conclusión, con total fidelidad al pensamiento de Berlín, es también

clara. No tenemos, en efecto, elementos de juicio para decidir sobre

la sabiduría política de los gobernantes, ni para pronunciarnos

sobre el origen de sus virtudes como tales, ni para elaborar una

u

teoría acerca de su competencia o descubrir las misteriosas vías por

las que unos logran que las cosas se hagan y otros no. En el mundo de

las relaciones sociales no existe una ciencia específica, que se estudie y

aprenda, que ayude a los gobernantes a resolver los problemas de la

vida real. No hay en el determinismo radical, en los modelos

universales para el gobierno, o en el acopio de largas series de datos

empíricos, una base sólida que permita construir un sistema

científico capaz de explicar el éxito de los gobernantes. Las claves de

ese éxito hay que buscarlas a niveles menos pretenciosos, más

modestos: la capacidad de comprender lo esencial de la vida pública

y de integrar y sintetizar sus elementos; la convicción de que es vano

esperar que lleguen de la ciencia todas las respuestas; el don

privilegiado de saber usar la experiencia y la observación para adivinar

por dónde van las cosas; la opción por el empirismo audaz y no por el

reformismo temerario; la desconfianza hacia leyes y métodos

contrastados en campos distintos de la vida social. Los gobernantes no

tienen por qué ser científicos, ya lo hemos dicho: no hay una ciencia

política a la vista y mientras sea así, como enseña tan acertadamente

Berlin, «pretender sustituir el juicio individual por una ciencia espuria

está desacreditado por la experiencia, lesiona el valor de las ciencias

consolidadas y socava la fe en la razón humana».

José Manuel Romay Beccaría

16 de julio de 2013

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