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¿Qué dice el Papa sobre el Año de la fe?
Octubre 2011 a septiembre 2012
I. Índice
II. Extracto
III. Texto completo
I. Índice temático
1. Momento de gracia y compromiso.
2. Revitalizar la fe en la familia.
3. Redescubrir la fuerza y belleza de la fe.
4. Participación directa en la evangelización.
5. Renovación interior para profundizando en las exigencias de la vocación.
6. Superar el «analfabetismo religioso».
7. La fe crece cuando se vive como experiencia de amor.
8. Conducir a los hombres hacia Cristo.
9. Descubrir a Cristo en los acontecimientos y en su Palabra.
10. Anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría.
11. Conversión y evangelización, acompañados del rosario.
12. Un encuentro personal con Cristo en la Eucaristía
13. Purificar y revitalizar la fe.
14. Redescubrid la belleza de ser cristianos y ser Iglesia.
15. Los laicos: «corresponsables» del ser y del actuar de la Iglesia.
II. Extractos sobre el Año de la fe
1. Momento de gracia y compromiso
Este ―Año de la fe‖ empezará el 11 de octubre del 2012, en el 50º aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, y terminará el 24 de noviembre del 2013, Solemnidad
de Cristo Rey del Universo. Será un momento de gracia y de compromiso por una
conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo
con alegría al hombre de nuestro tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis entre los protagonistas de la
evangelización nueva que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, no sin dificultad,
pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos.
(16 de octubre de 2011)
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2. Revitalizar la fe en la familia
El calor del hogar, el ejemplo doméstico, es capaz de enseñar muchas más cosas de las
que pueden decir las palabras. Esta dimensión educativa de la familia puede recibir un
aliento especial en el Año de la Fe, que comenzará dentro de unos meses. Con este
motivo, os invito a revitalizar la fe en vuestras casas y tomar mayor conciencia del
Credo que profesamos", recuerda el papa.
(31 de diciembre 2012)
3. Redescubrir la fuerza y belleza de la fe
El tema de este Mensaje para la XX Jornada Mundial del Enfermo, ―¡Levántate, vete; tu
fe te ha salvado!‖, se refiere también al próximo ―Año de la fe‖, que comenzará el 11 de
octubre de 2012, ocasión propicia y preciosa para redescubrir la fuerza y la belleza de la
fe, para profundizar sus contenidos y para testimoniarla en la vida de cada día (cf. Carta
ap. Porta fidei, 11 de octubre de 2011). Deseo animar a los enfermos y a los que sufren
a encontrar siempre en la fe un ancla segura, alimentada por la escucha de la palabra de
Dios, la oración personal y los sacramentos, a la vez que invito a los pastores a facilitar
a los enfermos su celebración.
(11 de febrero 2012)
4. Participación directa en la evangelización
La celebración del 50 aniversario del Decreto conciliar Ad Gentes, la apertura del Año
de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, contribuyen a
reafirmar la voluntad de la Iglesia de empeñarse con mayor valor y celo en la missio ad
gentes para que el Evangelio llegue hasta los extremos confines de la tierra.[…]
Necesitamos por tanto recuperar el mismo fervor apostólico de las primeras
comunidades cristianas, que, pequeñas e indefensas, fueron capaces, a través de su
anuncio y testimonio, de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido.
[…] "la cooperación misionera se debe ampliar hoy a nuevas formas incluyendo no sólo
la ayuda económica, sino también la participación directa en la evangelización" (Juan
Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, 82). La celebración del Año de la Fe y del
Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un
relanzamiento de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.
(26 de enero 2012)
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5. Renovación interior para profundizar en las exigencias de la vocación
El Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo
especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don
esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la
renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores
esenciales y en las exigencias de su propia consagración. En el Año de la fe vosotros,
que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de
los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación
con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan
la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que
debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una
renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y
forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros
carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos
creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy. [..,] Que este Año de la fe constituya
para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los
consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva
evangelización.
(2 de febrero 2012)
6. Superar el «analfabetismo religioso»
El próximo «Año de la fe» debe ser para esta parroquia una ocasión propicia también
para aumentar y consolidar la experiencia de la catequesis sobre las grandes verdades de
la fe cristiana, de modo que permita a todo el barrio conocer y profundizar el Credo de
la Iglesia, y superar el «analfabetismo religioso», que es uno de los mayores problemas
de nuestro tiempo.
(4 de marzo 2012)
7. La fe crece cuando se vive como experiencia de amor
Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio
con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su
corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que
significa verdaderamente amar hasta el final.
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En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una
invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo
[...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y
se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
(25 de marzo 2012)
8. Conducir a los hombres hacia Cristo
Las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a
conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del
pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está
ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de
renovación eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina y
el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que
anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir
abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza,
libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos
e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del
Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte.
(26 de marzo 2012)
9. Descubrir a Cristo en los acontecimientos y en su Palabra
El «Año de la Fe», que iniciaremos dentro de pocos meses, nos ayudará y estimulará.
Queridos amigos, aprended a ver cómo actúa Dios en vuestras vidas, descubridlo oculto
en el corazón de los acontecimientos de cada día. Creed que Él es siempre fiel a la
alianza que ha sellado con vosotros el día de vuestro Bautismo. Sabed que jamás os
abandonará. Dirigid a menudo vuestra mirada hacia Él. En la cruz entregó su vida
porque os ama. La contemplación de un amor tan grande da a nuestros corazones una
esperanza y una alegría que nada puede destruir. Un cristiano nunca puede estar triste
porque ha encontrado a Cristo, que ha dado la vida por él.
Buscar al Señor, encontrarlo, significa también acoger su Palabra, que es alegría para el
corazón.
(27 de marzo 2012)
10. Anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría.
El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe
ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con
una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y
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fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos
suficientemente.
Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente
en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la
encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio
Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que
nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y,
naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa
Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.
(5 de abril de 2012)
11. Conversión y evangelización, acompañados del rosario
Estoy por lo tanto muy contento de poder alentar el proyecto de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos y de las Obras Pontificas Misioneras, en apoyo al Año de
la Fe. Tal proyecto prevé una campaña mundial que a través de la oración del santo
rosario, acompañe la obra de evangelización en el mundo y sea para tantos bautizados,
el redescubrir y profundizar la fe. […]
Cada hombre y cada pueblo tienen derecho a recibir el evangelio de la verdad. En esta
perspectiva asume un particular significado su empeño para celebrar el Año de la Fe, a
esta altura ya cercano; para reforzar el empeño de difusión del reino de Dios y del
conocimiento de la fe cristiana. Esto exige de parte de quienes ya encontraron a
Jesucristo ―una auténtica y renovada conversión al Señor, el único salvador del mundo‖.
(Carta ap. Porta Fidei, 6). Las comunidades cristianas ―de hecho tienen necesidad de
volver a escuchar la voz del Esposo, que invita a la conversión, que los incita al ardor de
cosas nuevas y los llama a empeñarse en la gran obra de la nueva evangelización‖. (Juan
Pablo II, Ex. ap. Postsin. Ecclesia in Europa, 23).
(11 de mayo de 2012)
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12. Un encuentro personal con Cristo en la Eucaristía
En un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo para celebrar el Año de
la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II
[…] La renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó
para que fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero
propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor, presente en la
Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a través de este contacto con el amor
de Cristo, pudiera crecer también el amor de sus hermanos y hermanas entre sí.
(17 de junio de 2012)
13. Purificar y revitalizar la fe
Aprovechen las reflexiones de la próxima Asamblea general ordinaria del Sínodo de los
Obispos, así como las propuestas del "Año de la Fe" […] El pueblo de Dios está
llamado a purificarse y a revitalizar su fe dejándose guiar por el Espíritu Santo, para dar
así nueva pujanza a su acción pastoral, pues «muchas veces la gente sincera que sale de
nuestra Iglesia no lo hace por lo que los grupos "no católicos" creen, sino
fundamentalmente por lo que ellos viven; no por razones doctrinales sino vivenciales;
no por motivos estrictamente dogmáticos, sino pastorales; no por problemas teológicos
sino metodológicos de nuestra Iglesia» (V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, n. 225). Se trata, por tanto, de
ser mejores creyentes, más piadosos, afables y acogedores en nuestras parroquias y
comunidades, para que nadie se sienta lejano o excluido.
(24 de junio de 2012)
14. Redescubrid la belleza de ser cristianos y ser Iglesia
También aquí hay necesidad de una nueva evangelización, y por ello os propongo que
viváis intensamente el Año de la fe que empezará en octubre, a los 50 años de la
apertura del concilio Vaticano II. Los documentos del Concilio contienen una riqueza
enorme para la formación de las nuevas generaciones cristianas, para la formación de
nuestra conciencia. Así que leedlos, leed el Catecismo de la Iglesia católica y así
redescubrid la belleza de ser cristianos, de ser Iglesia, de vivir el gran «nosotros» que
Jesús ha formado en torno a sí, para evangelizar el mundo: el «nosotros» de la Iglesia,
jamás cerrado, sino siempre abierto y orientado al anuncio del Evangelio.
(15 de julio 2012)
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15. Los laicos: «corresponsables» del ser y del actuar de la Iglesia.
Se trata de un tema de gran importancia para el laicado, que resulta muy oportuno en la
inminencia del Año de la fe y de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos sobre
la nueva evangelización. La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad
especialmente respecto al papel de los laicos en la Iglesia, que no se han de considerar
como «colaboradores» del clero, sino como personas realmente «corresponsables» del
ser y del actuar de la Iglesia. Es importante, por tanto, que se consolide un laicado
maduro y comprometido, capaz de dar su contribución específica a la misión eclesial, en
el respeto de los ministerios y de las tareas que cada uno tiene en la vida de la Iglesia y
siempre en comunión cordial con los obispos.
(5 septiembre 2012)
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III. Textos completos
1. Momento de gracia y compromiso.
Domingo 16 de octubre de 2011 (ZENIT.org
Con alegría celebro hoy la Misa para vosotros, que estáis comprometidos en muchas
partes del mundo en las fronteras de la nueva evangelización. Esta Liturgia es la
conclusión del encuentro que ayer os llamó a confrontaros en los ámbitos de esa misión
y a escuchar algunos testimonios significativos. Yo mismo he querido presentaros
algunos pensamientos, mientras hoy parto para vosotros el pan de la Palabra y de la
Eucaristía, en la certeza –compartida por todos nosotros- de que sin Cristo, Palabra y
Pan de vida, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Estoy contento porque este congreso
se sitúa en el contexto del mes de octubre, precisamente una semana antes de la Jornada
Mundial de las Misiones: esto pone a la nueva evangelización en su justa dimensión, en
armonía con la de la misión ad gentes.
Os dirijo un saludo cordial a todos vosotros, que habéis acogido la invitación del
Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. En particular saludo
y doy las gracias al Presidente de este Dicasterio de reciente institución, Mons.
Salvatore Fisichella, y a sus colaboradores.
Vamos ahora a las lecturas bíblicas en las cuales hoy el Señor nos habla. La primera,
extraída del Libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay otros dioses
fuera del Señor, e incluso el poderoso Ciro, emperador de los persas, forma parte de un
plan más grande, que sólo Dios conoce y lleva adelante. Esta lectura nos da el sentido
teológico de la historia: los cambios de época, el sucederse de las grandes potencias,
están bajo el supremo dominio de Dios; ningún poder terreno puede colocarse en su
lugar. La teología de la historia es un aspecto importante, esencial, de la nueva
evangelización, porque los hombres de nuestro tiempo, tras el nefasto periodo de los
imperios totalitarios del siglo XX, necesitan reencontrar una visión global del mundo y
del tiempo, una visión verdaderamente libre, pacífica, esa visión que el Concilio
Vaticano II ha transmitido en sus Documentos, y que mis Predecesores, el siervo de
Dios Pablo VI y el beato Juan Pablo II, han ilustrado con su Magisterio.
La segunda lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses, y esto ya es
muy sugerente, porque se trata de la carta más antigua que nos ha llegado del mayor
evangelizador de todos los tiempos, el apóstol Pablo. Él nos dice ante todo que no se
evangeliza de manera aislada: también él tenía de hecho como colaboradores a Silvano
y Timoteo (cfr 1 Ts 1,1), y a muchos otros. E inmediatamente agrega otra cosa muy
importante: que el anuncio debe estar siempre precedido, acompañado y seguido de la
oración. Escribe de hecho: ―En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros,
recordándoos sin cesar en nuestras oraciones‖ (v. 2). El Apóstol se dice bien consciente
del hecho de que los miembros de la comunidad no los ha elegido él, sino Dios: ―fueron
elegidos por él‖, afirma (v. 4). Cada misionero del Evangelio debe siempre tener
presente esta verdad: es el Señor quien toca los corazones con su Palabra y su Espíritu,
llamando a las personas a la fe y a la comunión en la Iglesia. Finalmente, Pablo nos deja
una enseñanza muy preciosa, extraída de su experiencia. Escribe: ―Os fue predicado
nuestro Evangelio no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo
con plena persuasión‖ (v. 5). La evangelización para ser eficaz, necesita la fuerza del
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Espíritu, que anime el anuncio e infunda en quien lo lleva esa ―plena persuasión‖ de la
cual nos habla el Apóstol. Este término ―persuasión‖, ―plena persuasión‖ en el original
griego, es pleroforìa: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo, psicológico,
sino más bien la plenitud, la fidelidad, lo completo, en este caso del anuncio de Cristo.
Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita estar acompañado de signos, de gestos,
como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y persuasión -así entendida- son
entonces inseparables y concurren a hacer así que el mensaje evangélico se difunda con
eficacia.
Nos detenemos ahora en el pasaje del Evangelio. Se trata del texto sobre la legitimidad
del tributo que hay que pagar al César, que contiene la célebre respuesta de Jesús: ―Lo
del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios‖ (Mt 22,21). Pero antes de llegar a
este punto, éste es un pasaje que se puede referir a cuanto tienen la misión de
evangelizar. De hecho, los interlocutores de Jesús –discípulos de los fariseos y
herodianos- se dirigen a Él con una apreciación, diciendo: ―Sabemos que eres veraz y
enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie porque no miras
la condición de las personas‖ (v. 16). Y es precisamente esta afirmación, aun surgida de
la hipocresía, la que debe llamar nuestra atención. Los discípulos de los fariseos y los
herodianos no creen en lo que dicen. Lo afirman con una captatio benevolentiae para
que los escuchen, pero su corazón está bien lejos de esa verdad; más bien quieren
ponerle una trampa a Jesús para poderlo acusar. Para nosotros en cambio, esa expresión
es preciosa y verdadera: Jesús, en efecto, es verdadero y enseña el camino de Dios
según la verdad y no está sujeto por nadie. Él mismo es este ―camino de Dios‖, que
nosotros estamos llamados a recorrer. Podemos recordar las palabras de Jesús, en el
Evangelio de Juan: ―Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida‖ (14,6). Es iluminador al
respecto el comentario de San Agustín: ―era necesario que Jesús dijese: Yo soy el
camino, la verdad y la vida‖ porque una vez conocido el camino faltaba conocer la
meta. El camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y ¿nosotros dónde vamos
sino a Él? ¿y por qué camino vamos sino a través de Él? (In Ioh 69, 2). Los nuevos
evangelizadores están llamados a caminar los primeros en este Camino que es Cristo,
para hacer conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida. Y en este
Camino, no se camina nunca solos, sino en compañía: una experiencia de comunión y
de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos, para hacer partícipes a los demás de
nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio, junto al anuncio, puede
abrir el corazón de los están en busca de la verdad, para que puedan alcanzar el sentido
de su propia vida.
Una breve reflexión también sobre la cuestión central del tributo al César. Jesús
responde con un sorprendente realismo político, ligado al teocentrismo de la tradición
profética. El tributo al César se paga, porque la imagen de la moneda es la suya; pero el
hombre, todo hombre, lleva consigo otra imagen, la de Dios, y por tanto es de Él, y sólo
de Él de quien cada uno es deudor de su existencia. Los Padres de la Iglesia,
inspirándose en el hecho de que Jesús se refiere a la imagen del Emperador acuñada en
la moneda del tributo, han interpretado este paso a la luz del concepto fundamental de
hombre imagen de Dios, contenido en el primer capítulo del Libro del Génesis.
Un Autor anónimo escribe: ―La imagen de Dios no está impresa en el oro sino en el
género humano. La moneda del César es oro, la de Dios es la humanidad… por tanto, da
tu riqueza al César, pero reserva a Dios la inocencia única de tu conciencia donde Dios
es contemplado… El César, en efecto, ha impreso su imagen en cada moneda, pero Dios
ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria‖ (Anónimo, Obra
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incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y San Agustín ha utilizado muchas veces esta
referencia en sus homilías: ―Si el César reclama su propia imagen impresa en la moneda
–afirma-, ¿no exigirá Dios del hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps.,
Salmo 94, 2). Y aún: ―Como se devuelve al César la moneda, así se devuelve a Dios el
alma iluminada e impresa por la luz de su rostro… Cristo en efecto habita en el interior
del hombre‖ (Ivi, Salmo 4, 8).
Esta palabra de Jesús es rica en contenido antropológico, y no se la puede reducir
solamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita a recordar a los hombres
la justa distinción entre la esfera de autoridad del César y la de Dios, entre el ámbito
político y el religioso. La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente
hablar de Dios, recordar su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos
que han perdido su identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir,
nuestra vida.
Precisamente para dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los
hombres fuera del desierto en el que a menudo se encuentran hacia el lugar de la vida, la
amistad con Cristo que nos da su vida en plenitud, quisiera anunciar en esta Celebración
eucarística que he decidido declarar un ―Año de la fe‖ que ilustraré con una especial
Carta apostólica. Este ―Año de la fe‖ empezará el 11 de octubre del 2012, en el 50º
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará el 24 de noviembre del
2013, Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será un momento de gracia y de
compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en
Él y para anunciarLo con alegría al hombre de nuestro tiempo.
Queridos hermanos y hermanas, vosotros estáis entre los protagonistas de la
evangelización nueva que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, no sin dificultad,
pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos.
En conclusión, hago mías las expresiones del apóstol Pablo que hemos escuchado:
agradezco a Dios por todos vosotros. Y os aseguro que os llevo en mis oraciones,
consciente de vuestro compromiso en la fe, vuestra laboriosidad en la caridad y vuestra
constante esperanza en Jesucristo nuestro Señor.
Que la Virgen María, que no tuvo miedo a responder ―sí‖ a la Palabra del Señor y,
después de haberla concebido en su seno, se puso en camino llena de alegría y
esperanza, sea siempre vuestro modelo y vuestra guía. Aprended de la Madre del Señor
y Madre nuestra a ser humildes y al mismo tiempo valerosos; sencillos y prudentes;
equilibrados y fuertes, no con la fuerza del mundo, sino con la de la verdad. Amén.
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2. Revitalizar la fe en la familia.
Benedicto XVI: "El calor del hogar enseña más que las palabras"
Mensaje del papa a la Fiesta de la Familia de Madrid
MADRID, sábado 31 diciembre 2011 (ZENIT.org).-Cientos de miles de personas
participaron este viernes en la Fiesta de las Familias, en la plaza de Colón de Madrid.
Desde las 14.30 se pudieron escuchar los testimonios de numerosos jóvenes y familias
durante el rezo del rosario. A las 16.30, comenzó la Santa Misa, presidida por el
cardenal arzobispo de Madrid Antonio María Rouco, al que acompañaron una treintena
de obispos llegados de algunos países de Europa y de toda España.
Durante la celebración, el cardenal Rouco leyó el mensaje del papa Benedicto XVI a los
congregados en Colón.
En su saludo a los participantes, el papa se une a esa acción de gracias "por este gran
misterio que ilumina todo hogar cristiano y dar muestra a la humanidad entera de
esperanza y alegría".
Invita a todos "a considerar esta celebración como continuación de la Navidad: Jesús se
hizo hombre para traer al mundo la bondad y el amor de Dios; y lo hizo allí donde el ser
humano está más dispuesto a desear lo mejor para el otro, a desvivirse por él, y a
anteponer el amor por encima de cualquier otro interés y pretensión".
"Así --añade el papa--, vino a una familia de corazón sencillo, nada presuntuoso, pero
henchido de ese afecto que vale más que cualquier otra cosa. Según el Evangelio, los
primeros de nuestro mundo que fueron a ver a Jesús, los pastores, 'vieron a María y a
José, y al niño acostado en el pesebre' (Lc12,6). Aquella familia, por decirlo así, es la
puerta de ingreso en la tierra del Salvador de la humanidad, el cual, al mismo tiempo, da
a la vida de amor y comunión hogareña la grandeza de ser un reflejo privilegiado del
misterio trinitario de Dios".
"Esta grandeza --añade- es también una espléndida vocación y un cometido decisivo
para la familia, que mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II, describía hace
treinta años como una participación 'viva y responsable en la misión de la Iglesia de
manera propia y original, es decir, poniendo al servicio de la Iglesia y de la sociedad su
propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y amor' (Familiaris Consortio,
50).
Anima "especialmente a las familias que participan en esa celebración, a ser conscientes
de tener a Dios a vuestro lado y de invocarlo siempre para recibir de él la ayuda
necesaria para superar vuestras dificultades, una ayuda cierta, fundada en la gracia del
sacramento del matrimonio".
"Dejaos guiar por la Iglesia --exhorta--, a la que Cristo ha encomendado la misión de
propagar la buena noticia de la salvación a través de los siglos, sin ceder a tantas fuerzas
mundanas que amenazan el gran tesoro de la familia, que debéis custodiar cada día".
"El Niño Jesús, que crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, en la intimidad del hogar
de Nazaret (cf. Lc2,40), aprendió también en él de alguna manera el modo humano de
vivir. Esto nos lleva a pensar en la dimensión educativa imprescindible de la familia,
donde se aprende a convivir, se transmite la fe, se afianzan los valores y se va
encauzando la libertad, para lograr que un día los hijos tengan plena conciencia de la
propia vocación y dignidad, y de la de los demás. El calor del hogar, el ejemplo
doméstico, es capaz de enseñar muchas más cosas de las que pueden decir las palabras.
Esta dimensión educativa de la familia puede recibir un aliento especial en el Año de la
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Fe, que comenzará dentro de unos meses. Con este motivo, os invito a revitalizar la fe
en vuestras casas y tomar mayor conciencia del Credo que profesamos", recuerda el
papa.
Y concluye evocando de nuevo "con emoción inolvidable la alegría de los jóvenes
reunidos en Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud" y pidiendo "a Dios, por
intercesión de Jesús, María y José, que no dejen de darle gracias por el don de la
familia, que sean agradecidos también con sus padres, y que se comprometan a defender
y hacer brillar la auténtica dignidad de esta institución primaria para la sociedad y tan
vital para la Iglesia. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la Bendición
Apostólica‖.
En su homilía, el cardenal Rouco empezó comentando el lema de la concentración:
―¡Gracias a la familia cristiana hemos nacido!‖. Un acontecimiento que, dijo, "ha
significado para la Iglesia y la sociedad, especialmente en Madrid y en España, un
verdadero torrente de gracia del Señor".
Estos jóvenes de la JMJ-2011, dijo el cardenal, "nos han pedido participar en la
celebración de la Fiesta de la Sagrada Familia, este año, con una presencia destacada y
significativa. Adujeron una hermosa y emotiva finalidad: el poder agradecer a sus
padres que hayan querido ser para ellos instrumentos necesarios y generosos de la
transmisión del don de la vida recibida de Dios".
"Los tiempos han sido y son difíciles para las familias --reconoció el cardenal--, nacidas
con el proyecto de constituirse y configurarse como una íntima comunidad de amor
conyugal −del esposo a la esposa y viceversa−, fiel, indisoluble y abierto sin
desnaturalizaciones voluntarias y sin reservas irresponsables al don de los hijos en
conformidad gozosa con el plan de Dios".
"La vida es un bien sagrado que el ser humano recibe de Dios --recordó el presidente de
la celebración--. El hombre no es el dueño de la vida sino su servidor: desde el
momento en el que es concebida en las entrañas maternas hasta el instante de la muerte
natural. Ninguna instancia humana puede disponer de la vida de un ser humano
inocente".
"El derecho a la vida de la persona humana, desde que es engendrada hasta que muere
naturalmente --subrayó--, es un derecho fundamental en un doble sentido: constituye,
por una parte, la base ética primordial de todo ordenamiento jurídico que quiera
considerarse justo, proporcionándole un fundamento prepolítico indispensable para el
orden constitucional; y, por otra, en cuanto anterior a él, ha de ser respetado, protegido y
promovido por el derecho positivo en todas sus expresiones legislativas. ¡Se trata de un
verdadero derecho natural!".
Definió a la familia como ―una comunión de personas‖. "La configuración institucional
de esas relaciones de 'comunión personal', en sus elementos y rasgos esenciales, es
también un bien sagrado que el ser humano y la sociedad reciben de Dios". añadió.
"¡Cuán otra sería la situación humana y espiritual de las sociedades europeas de hoy, sin
excluir a no pocos sectores de la comunidad eclesial, si se hubieran tomado en serio las
enseñanzas de la Familiaris Consortio! --afirmó--. ¡Cuántos dramas personales y
familiares se hubieran podido evitar y cuántas jóvenes vidas desorientadas y
desestructuradas hubieran podido lograrse!"
Y se preguntó "¿Qué sería hoy de tantas personas en paro y de tantos jóvenes que no
encuentran el primer empleo sin la ayuda de sus familias?".
"Uno de los aspectos más bellos de la JMJ-2011 de Madrid ha sido precisamente el
descubrimiento gozoso y alegre de la vocación para el matrimonio cristiano por parte de
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muchos jóvenes. ¿Cómo no van, pues, aquí y hoy a manifestar su decidido propósito de
ser igualmente testigos fervorosos, valientes y lúcidos, privada y públicamente, del
Evangelio del matrimonio y de la familia con sus palabras y con su comportamiento
diario? ¡Lo seréis! ¡Lo serán! Benedicto XVI se lo ha pedido en su Mensaje. ¡No le
defraudarán!", señaló.
Recordó evocando las palabras finales del Mensaje del papa para esta Eucaristía de la
Sagrada Familia de 2011 citadas arriba
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3. Redescubrir la fuerza y belleza de la fe.
MENSAJE DEL SANTO PADRE CON OCASIÓN DE LA XX JORNADA
MUNDIAL DEL ENFERMO
(11 de febrero de 2012)
―¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!‖ (Lc 17,19)
Queridos hermanos y hermanas!
En ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo, que celebraremos el próximo 11 de
febrero de 2012, memoria de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, deseo renovar mi
cercanía espiritual a todos los enfermos que se están hospitalizados o son atendidos por
las familias, y expreso a cada uno la solicitud y el afecto de toda la Iglesia. En la
acogida generosa y afectuosa de cada vida humana, sobre todo la débil y enferma, el
cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el
ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del
hombre para curarlos.
Este año, que constituye la preparación más inmediata para la solemne Jornada Mundial
del Enfermo, que se celebrará en Alemania el 11 de febrero de 2013, y que se centrará
en la emblemática figura evangélica del samaritano (cf. Lc 10,29-37), quisiera poner el
acento en los ―sacramentos de curación‖, es decir, en el sacramento de la penitencia y
de la reconciliación, y en el de la unción de los enfermos, que culminan de manera
natural en la comunión eucarística.
El encuentro de Jesús con los diez leprosos, descrito en el Evangelio de san Lucas (cf.
Lc 17,11-19), y en particular las palabras que el Señor dirige a uno de ellos:
―¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!‖ (v. 19), ayudan a tomar conciencia de la
importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento y la enfermedad, se
acercan al Señor. En el encuentro con él, pueden experimentar realmente que ¡quien
cree no está nunca solo! En efecto, Dios por medio de su Hijo, no nos abandona en
nuestras angustias y sufrimientos, está junto a nosotros, nos ayuda a llevarlas y desea
curar nuestro corazón en lo más profundo (cf. Mc 2,1-12).La fe de aquel leproso que, a
diferencia de los otros, al verse sanado, vuelve enseguida a Jesús lleno de asombro y de
alegría para manifestarle su reconocimiento, deja entrever que la salud recuperada es
signo de algo más precioso que la simple curación física, es signo de la salvación que
Dios nos da a través de Cristo, y que se expresa con las palabras de Jesús: tu fe te ha
salvado. Quien invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, está seguro de que su
amor no le abandona nunca, y de que el amor de la Iglesia, que continúa en el tiempo su
obra de salvación, nunca le faltará. La curación física, expresión de la salvación más
profunda, revela así la importancia que el hombre, en su integridad de alma y cuerpo,
tiene para el Señor. Cada uno de los sacramentos, además, expresa y actúa la
proximidad Dios mismo, el cual, de manera absolutamente gratuita, ―nos toca por medio
de realidades materiales …, que él toma a su servicio y las convierte en instrumentos del
encuentro entre nosotros y Él mismo‖ (Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010).
―La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión
de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero‖ (Homilía,
S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
La tarea principal de la Iglesia es, ciertamente, el anuncio del Reino de Dios, «pero
precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: ―… para curar los
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corazones desgarrados‖ (Is 61,1)» (ibíd.), según la misión que Jesús confió a sus
discípulos (cf. Lc 9,1-2; Mt 10,1.5-14; Mc 6,7-13). El binomio entre salud física y
renovación del alma lacerada nos ayuda, pues, a comprender mejor los ―sacramentos de
curación‖.
El sacramento de la penitencia ha sido, a menudo, el centro de reflexión de los pastores
de la Iglesia, por su gran importancia en el camino de la vida cristiana, ya que ―toda la
fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une a Él
con profunda amistad‖ (Catecismo de la Iglesia Católica, 1468). La Iglesia, continuando
el anuncio de perdón y reconciliación, proclamado por Jesús, no cesa de invitar a toda la
humanidad a convertirse y a creer en el Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo:
―Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara
por medio de nosotros. En nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios‖
(2 Co 5,20). Jesús, con su vida anuncia y hace presente la misericordia del Padre. Él no
ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar esperanza incluso en la
oscuridad más profunda del sufrimiento y del pecado, para dar la vida eterna; así, en el
sacramento de la penitencia, en la ―medicina de la confesión‖, la experiencia del pecado
no degenera en desesperación, sino que encuentra el amor que perdona y transforma (cf.
Juan Pablo II, Exhortación ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia, 31).
Dios, ―rico en misericordia‖ (Ef 2,4), como el padre de la parábola evangélica (cf. Lc
15, 11-32), no cierra el corazón a ninguno de sus hijos, sino que los espera, los busca,
los alcanza allí donde el rechazo de la comunión les ha encerrado en el aislamiento y en
la división, los llama a reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y
la reconciliación. El momento del sufrimiento, en el cual podría surgir la tentación de
abandonarse al desaliento y a la desesperación, puede transformarse en tiempo de gracia
para recapacitar y, como el hijo pródigo de la parábola, reflexionar sobre la propia vida,
reconociendo los errores y fallos, sentir la nostalgia del abrazo del Padre y recorrer el
camino de regreso a casa. Él, con su gran amor vela siempre y en cualquier
circunstancia sobre nuestra existencia y nos espera para ofrecer, a cada hijo que vuelve
a él, el don de la plena reconciliación y de la alegría.
De la lectura del Evangelio emerge, claramente, cómo Jesús ha mostrado una particular
predilección por los enfermos. Él no sólo ha enviado a sus discípulos a curar las heridas
(cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que también ha instituido para ellos un sacramento
específico: la unción de los enfermos. La carta de Santiago atestigua la presencia de este
gesto sacramental ya en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con la unción de
los enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda
a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les alivie sus penas y los salve;
es más, les exhorta a unirse espiritualmente a la pasión y a la muerte de Cristo, para
contribuir, de este modo, al bien del Pueblo de Dios.
Este sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio del monte de los Olivos,
donde Jesús dramáticamente encuentra, aceptándola, la vía que le indicaba el Padre, la
de la pasión, la del supremo acto de amor. En esa hora de prueba, él es el mediador
―llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento de la pasión del mundo,
transformándolo en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en
sus manos, llevándolo así realmente al momento de la redención‖ (Lectio divina,
Encuentro con el clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero ―el Huerto de los Olivos
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es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la
Redención … Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre ―activo‖
también en el óleo sacramental de la Iglesia … signo de la bondad de Dios que llega a
nosotros‖ (Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). En la unción de los enfermos,
la materia sacramental del óleo se nos ofrece, por decirlo así, ―como medicina de Dios
… que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero
que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, a la
resurrección (cf. St 5,14)‖ (ibíd.).Este sacramento merece hoy una mayor consideración,
tanto en la reflexión teológica como en la acción pastoral con los enfermos. Valorizando
los contenidos de la oración litúrgica que se adaptan a las diversas situaciones humanas
unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se ha llegado al final de la vida (cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, 1514), la unción de los enfermos no debe ser considerada como
―un sacramento menor‖ respecto a los otros. La atención y el cuidado pastoral hacia los
enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios con los que sufren, y por otro lado
beneficia también espiritualmente a los sacerdotes y a toda la comunidad cristiana,
sabiendo que todo lo que se hace con el más pequeño, se hace con el mismo Jesús (cf.
Mt 25,40).
A propósito de los ―sacramentos de la curación‖, san Agustín afirma: ―Dios cura todas
tus enfermedades. No temas, pues: todas tus enfermedades serán curadas … Tú sólo
debes dejar que él te cure y no rechazar sus manos‖ (Exposición sobre el salmo 102, 5:
PL 36, 1319-1320). Se trata de medios preciosos de la gracia de Dios, que ayudan al
enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud, con el misterio de la muerte y
resurrección de Cristo. Junto a estos dos sacramentos, quisiera también subrayar la
importancia de la eucaristía. Cuando se recibe en el momento de la enfermedad
contribuye de manera singular a realizar esta transformación, asociando a quien se nutre
con el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de sí mismo al Padre
para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad parroquial en
particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse con frecuencia a la comunión
sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad, no pueden ir a los lugares de
culto. De este modo, a estos hermanos y hermanas se les ofrece la posibilidad de
reforzar la relación con Cristo crucificado y resucitado, participando, con su vida
ofrecida por amor a Cristo, en la misma misión de la Iglesia. En esta perspectiva, es
importante que los sacerdotes que prestan su delicada misión en los hospitales, en las
clínicas y en las casas de los enfermos se sientan verdaderos « ―ministros de los
enfermos‖, signo e instrumento de la compasión de Cristo, que debe llegar a todo
hombre marcado por el sufrimiento» (Mensaje para la XVIII Jornada Mundial del
Enfermo, 22 de noviembre de 2009).
La conformación con el misterio pascual de Cristo, realizada también mediante la
práctica de la comunión espiritual, asume un significado muy particular cuando la
eucaristía se administra y se recibe como viático. En ese momento de la existencia,
resuenan de modo aún más incisivo las palabras del Señor: ―El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día‖ (Jn 6,54). En
efecto, la eucaristía, sobre todo como viático, es – según la definición de san Ignacio de
Antioquia – ―fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte‖ (Carta a los Efesios,
20: PG 5, 661), sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, que
a todos espera en la Jerusalén celeste.
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5. El tema de este Mensaje para la XX Jornada Mundial del Enfermo, ―¡Levántate, vete;
tu fe te ha salvado!‖, se refiere también al próximo ―Año de la fe‖, que comenzará el 11
de octubre de 2012, ocasión propicia y preciosa para redescubrir la fuerza y la belleza
de la fe, para profundizar sus contenidos y para testimoniarla en la vida de cada día (cf.
Carta ap. Porta fidei, 11 de octubre de 2011). Deseo animar a los enfermos y a los que
sufren a encontrar siempre en la fe un ancla segura, alimentada por la escucha de la
palabra de Dios, la oración personal y los sacramentos, a la vez que invito a los pastores
a facilitar a los enfermos su celebración. Que los sacerdotes, siguiendo el ejemplo del
Buen Pastor y como guías de la grey que les ha sido confiada, se muestren llenos de
alegría, atentos con los más débiles, los sencillos, los pecadores, manifestando la
infinita misericordia de Dios con las confortadoras palabras de la esperanza (cf. S.
Agustín, Carta 95, 1: PL 33, 351-352).A todos los que trabajan en el mundo de la salud,
como también a las familias que en sus propios miembros ven el rostro sufriente del
Señor Jesús, renuevo mi agradecimiento y el de la Iglesia, porque, con su competencia
profesional y tantas veces en silencio, sin hablar de Cristo, lo manifiestan (cf. Homilía,
S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).
A María, Madre de Misericordia y Salud de los Enfermos, dirigimos nuestra mirada
confiada y nuestra oración; su materna compasión, vivida junto al Hijo agonizante en la
Cruz, acompañe y sostenga la fe y la esperanza de cada persona enferma y que sufre en
el camino de curación de las heridas del cuerpo y del espíritu.Os aseguro mi recuerdo en
la oración, mientras imparto a cada uno una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 20 de noviembre de 2011, solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del
Universo.
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4. Participación directa en la evangelización.
Llamados a hacer resplandecer la Palabra de verdad
Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Misionera Mundial
CIUDAD DEL VATICANO, jueves 26 enero 2012 (ZENIT.org).- Publicamos el texto
del mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Misionera Mundial, que se celebra este
año el domingo 21 de octubre, con el tema: "Llamados a hacer resplandecer la Palabra
de verdad" (Carta apostólica Porta Fidei, n.6)
*****
Queridos hermanos y hermanas,
La celebración de la Jornada Misionera Mundial de este año se carga de un significado
especial. La celebración del 50 aniversario del Decreto conciliar Ad Gentes, la apertura
del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización,
contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesia de empeñarse con mayor valor y celo
en la missio ad gentes para que el Evangelio llegue hasta los extremos confines de la
tierra.
El Concilio Ecuménico Vaticano II, con la participación de los obispos provenientes de
cada ángulo de la tierra, fue un signo luminoso de la universalidad de la Iglesia,
acogiendo, por primera vez, tan alto número de padres conciliares procedentes de Asia,
África, América Latina y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores
de comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que llevaban a la sede
conciliar la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes y que se hacían
intérpretes de las complejas realidades del entonces llamado "Tercer Mundo".
Enriquecidos por la experiencia derivada de ser pastores de Iglesias jóvenes y en vía de
formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios, contribuyeron de
manera relevante a reafirmar la necesidad y la urgencia de la evangelización ad gentes,
y de esta manera llevar al centro de la eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.
Eclesiología misionera
Hoy esta visión no ha disminuido, al contrario, ha experimentado una fructífera
reflexión teológica y pastoral, y, al mismo tiempo, vuelve con renovada urgencia, ya
que se ha expandido enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo:
"Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso", comentó el beato
Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris Missio sobre la validez del mandato
misionero, y agregaba: "No podemos permanecer tranquilos, pensando en los millones
de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo, que viven sin
conocer del amor de Dios" (n. 86). Yo, también, en la proclamación del Año de la Fe,
escribí que Cristo "ahora como entonces, nos envía por los caminos del mundo para
proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra" (Carta Apostólica Porta Fidei,
7); proclamación, que, expresó también el siervo de Dios Pablo VI en su exhortación
apostólica Evangelii Nuntiandi, "no es para la Iglesia una aportación facultativa: es el
deber que le incumbe, por mandato del Señor Jesús, para que los hombres crean y se
salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser
reemplazado" (n. 5). Necesitamos por tanto recuperar el mismo fervor apostólico de las
primeras comunidades cristianas, que, pequeñas e indefensas, fueron capaces, a través
de su anuncio y testimonio, de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces
conocido.
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No sorprende, por tanto, que el Concilio Vaticano II y el posterior Magisterio de la
Iglesia insistan de modo especial en el mandato misionero que Cristo confiaó a sus
discípulos y que debe ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, obispos,
sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, laicos. El cuidado de anunciar el Evangelio
en todas las partes de la tierra pertenece principalmente a los obispos, principales
responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio
episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos, efectivamente, "han sido
consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo" (Juan
Pablo II, carta encíclica Redemptoris Missio, 63), "mensajeros de la fe, que llevan
nuevos discípulos a Cristo" (Ad Gentes, 20) y hacen "visible el espíritu y el ardor
misionero del Pueblo de Dios, de manera que toda la diócesis se hace misionera"(ibid.,
38).
La prioridad de la evangelización
El mandato de predicar el Evangelio no se agota, por lo tanto, para un pastor, en la
atención hacia la parte del Pueblo de Dios confiada a su cuidado pastoral, ni en el envío
de algún sacerdote, laico o laica fidei donum. Este debe implicar toda la actividad de la
Iglesia particular, todos sus sectores, en breve, todo su ser y su actuar. El Concilio
Vaticano II lo indicó con claridad y el Magisterio posterior lo confirmó con fuerza. Esto
exige adecuar constantemente estilos de vida, planes pastorales y organización
diocesana a esta dimensión fundamental de ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo
en continuo cambio. Y esto vale también para los Institutos de Vida Consagrada e las
Sociedades de Vida Apostólica, como también para los Movimientos eclesiales: todos
los componentes del grande mosaico de la Iglesia deben sentirse fuertemente
interpelados por el mandato del Señor de predicar el Evangelio, para que Cristo sea
anunciado en todas partes. Nosotros los pastores, los religiosos, las religiosas y todos
los fieles en Cristo, debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, "prisionero de
Cristo por los paganos" (Ef. 3, 1), trabajó, sufrió y luchó para llevar el Evangelio en
medio de los paganos (cfr Ef 1,24-29) sin ahorrar energías, tiempo y medios para dar a
conocer el Mensaje de Cristo.
Incluso hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma de toda
actividad eclesial, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el
Misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la
misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta su retorno. Como san Pablo,
debemos estar atentos a los lejanos, aquellos que no conocen todavía a Cristo y no han
experimentado la paternidad de Dios, con la conciencia de que "la cooperación
misionera se debe ampliar hoy a nuevas formas incluyendo no sólo la ayuda económica,
sino también la participación directa en la evangelización" (Juan Pablo II, carta
encíclica Redemptoris Missio, 82). La celebración del Año de la Fe y del Sínodo de los
Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un relanzamiento
de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.
Fe y anuncio
El afán de anunciar a Cristo nos impulsa también a leer la historia para discernir en ella
los problemas, aspiraciones y esperanzas de la humanidad, que Cristo debe sanar,
purificar y llenar de su presencia. Su Mensaje, en efecto, es siempre actual, entra en el
corazón mismo de la historia y es capaz de dar respuesta a las inquietudes más
profundas de cada hombre. Por esto la Iglesia, en todos sus integrantes, debe ser
consciente que "los inmensos horizontes de la misión eclesial, la complejidad de la
situación presente exigen hoy modos renovados para poder comunicar eficazmente la
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Palabra de Dios" (Benedicto XVI, exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini,
97). Esto exige, sobre todo, una renovada adhesión de fe personal y comunitaria al
Evangelio de Jesucristo, "en un momento de cambio profundo como el que la
humanidad está viviendo" (Carta Apostólica Porta fidei 8).
Uno de los obstáculos al impulso de la evangelización, de hecho, es la crisis de fe, no
sólo del mundo occidental, sino de gran parte de la humanidad, que sin embargo tiene
hambre y sed de Dios y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva,
como la samaritana que va al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como cuenta el
evangelista Juan, la peripecia de esta mujer es particularmente significativa (Cf. Jn. 4,1-
30): encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva, capaz de
saciar la sed para siempre. La mujer al principio no comprende, se queda en el nivel
material, pero lentamente es conducida por el Señor a realizar un camino de fe que la
lleva a reconocerlo como el Mesías. Y a este respecto san Agustín afirma: ―tras haber
acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa habría podido hacer [esta mujer] si
no abandonar el ánfora y correr a anunciar la buena noticia?‖ (Homilía 15,30). El
encuentro con Cristo como Persona viva que colma la sed del corazón no puede sino
llevar al deseo de compartir con otros la alegría de esta presencia y hacerlo conocer para
que todos la puedan experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la
fe para promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de
antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia a Dios, de forma que se
pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de evangelizar no debe quedar
nunca al margen de la actividad eclesial y de la vida personal del cristiano, sino
caracterizarla fuertemente, en la conciencia de ser destinatarios y, al mismo tiempo,
misioneros del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el
Kerigma del Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, el Kerigma del
amor de Dios absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, culminado en el
envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, el cual no desdeñó asumir la pobreza
de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola, por medio de la oferta de sí en
la cruz, del pecado y de la muerte.
La fe en Dios, en este designio de amor realizado en Cristo, es ante todo un don y un
misterio que hay que acoger en el corazón y en la vida y del que hay que dar gracias
siempre al Señor. Pero la fe es un don que nos ha sido dado para que sea compartido; es
un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino
iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha hecho en nuestra
existencia y que no podemos retener para nosotros mismos.
El anuncio se hace caridad
¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!, decía el apóstol Pablo (1 Cor. 9:16). Esta palabra
resuena con fuerza para cada cristiano y para cada comunidad cristiana en todos los
continentes. También para las Iglesias en los territorios de misión, Iglesias en su
mayoría jóvenes, a menudo de reciente fundación, el ser misioneras se ha convertido en
una dimensión connatural, incluso si ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos
sacerdotes, religiosos y religiosas, de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta
familias enteras dejan los propios países, sus comunidades locales y se van a otras
Iglesias para testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad
encuentra la salvación. Es una expresión de profunda comunión, compartir y caridad
entre las Iglesias, para que todo hombre pueda escuchar o volver a escuchar el anuncio
que resana y acercarse a los Sacramentos, fuente de la verdadera vida.
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Junto a este gran signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a las
Obras Misionales Pontificias, instrumento para la cooperación en la misión universal de
la Iglesia en el mundo. Por medio de sus acciones el anuncio del Evangelio se hace
también intervención en ayuda del prójimo, justicia hacia los más pobres, posibilidad de
educación en las más perdidas aldeas, asistencia médica en lugares remotos,
emancipación de la miseria, rehabilitación de quien está marginado, apoyo al desarrollo
de los pueblos, superación de las divisiones étnicas, respeto a la vida en cada una de sus
etapas.
Queridos hermanos y hermanas, invoco sobre la obra de la evangelización ad gentes, y
en particular sobre sus agentes, la efusión del Espíritu Santo, para que la gracia de Dios
la haga caminar más decididamente en la historia del mundo. Con el beato John Henry
Newman querría orar: "Acompaña, oh Señor, a tus misioneros en las tierras por
evangelizar, pon las palabras justas en sus labios, haz fructífera su fatiga". Que la
Virgen María, Madre de la Iglesia y Estrella de la evangelización, acompañe a todos los
misioneros del Evangelio.
Vaticano, 6 Enero 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor
Benedictus PP. XVI
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5. Renovación interior para profundizando en las exigencias de la vocación.
CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
CON OCASIÓN DE LA XVI JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Jueves 2 febrero de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús,
nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de
Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un
sacrificio (cf. Lc 2, 22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el
tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la
solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de
las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en
la fiesta de hoy.
El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento
que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por
parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos
reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el
anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de
modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las
tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones
y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).
El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la
Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos
constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos
han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos
evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el
Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la
consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los
que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.
Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la
Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo,
quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado
de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva
hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien,
por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se
quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo
mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la
estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la
vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas
que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar
vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega
de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso
que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.
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Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico
Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo
mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos
de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año
de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe
siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia
consagración. En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a
Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a
profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos,
aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que
unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y
característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un
influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del
pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al
Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y
para el mundo de hoy.
La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida
apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará
por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación
y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan
con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al
prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que
voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre
circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que
prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por
haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se
distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el
camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro
apostolado. Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del
Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan
testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con
todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene
ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata, 112). Amén.
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6. Superar el «analfabetismo religioso».
Domingo 4 de marzo de 2012
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juan Bautista de la Salle:
En primer lugar, quiero decir, con todo mi corazón, gracias por esta acogida tan cordial,
calurosa. Gracias al buen párroco por sus hermosas palabras; gracias por este espíritu de
familiaridad que encuentro. Somos realmente familia de Dios, y el hecho de que veis en
el Papa también al papá, es para mí algo muy hermoso, que me anima. Pero ahora
debemos pensar que tampoco el Papa es la última instancia: la última instancia es el
Señor y miramos al Señor para percibir, para captar —en la medida de lo posible— algo
del mensaje de este segundo domingo de Cuaresma.
La liturgia de este día nos prepara sea para el misterio de la Pasión —como escuchamos
en la primera lectura— sea para la alegría de la Resurrección.
La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba a Abrahán (cf.
Gn 22, 1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le nació en la vejez. Era el hijo de
la promesa, el hijo que debería llevar luego la salvación también a los pueblos. Pero un
día Abrahán recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se
encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es ciertamente el mayor
que se pueda imaginar. Sin embargo, no duda ni siquiera un instante y, después de
preparar lo necesario, parte junto con Isaac hacia el lugar establecido. Y podemos
imaginar esta caminata hacia la cima del monte, lo que sucedió en su corazón y en el
corazón de su hijo. Construye un altar, coloca la leña y, después de atar al muchacho,
aferra el cuchillo para inmolarlo. Abrahán se fía de Dios hasta tal punto que está
dispuesto incluso a sacrificar a su propio hijo y, juntamente con el hijo, su futuro,
porque sin ese hijo la promesa de la tierra no servía para nada, acabaría en la nada. Y
sacrificando a su hijo se sacrifica a sí mismo, todo su futuro, toda la promesa. Es
realmente un acto de fe radicalísimo. En ese momento lo detiene una orden de lo alto:
Dios no quiere la muerte, sino la vida; el verdadero sacrificio no da muerte, sino que es
la vida, y la obediencia de Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición
hasta hoy. Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio.
En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un sacrificio: nos dio a
su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el pecado y la muerte, para vencer al
maligno y para superar toda la malicia que existe en el mundo. Y esta extraordinaria
misericordia de Dios suscita la admiración del Apóstol y una profunda confianza en la
fuerza del amor de Dios a nosotros; de hecho, san Pablo afirma: «[Dios], que no se
reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará
todo con él?» (Rm 8, 32). Si Dios se da a sí mismo en el Hijo, nos da todo. Y san Pablo
insiste en la potencia del sacrificio redentor de Cristo contra cualquier otro poder que
pueda amenazar nuestra vida. Se pregunta: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios?
Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió; más
todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?» (vv.
33-34). Nosotros estamos en el corazón de Dios; esta es nuestra gran confianza. Esto
crea amor y en el amor vamos hacia Dios. Si Dios ha entregado a su propio Hijo por
todos nosotros, nadie podrá acusarnos, nadie podrá condenarnos, nadie podrá separarnos
de su inmenso amor. Precisamente el sacrificio supremo de amor en la cruz, que el Hijo
de Dios aceptó y eligió voluntariamente, se convierte en fuente de nuestra justificación,
de nuestra salvación. Y pensemos que en la Sagrada Eucaristía siempre está presente
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este acto del Señor, que en su corazón permanece por toda la eternidad, y este acto de su
corazón nos atrae, nos une a él.
Por último, el Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-10):
Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la cruz y Dios Padre lo proclama
su Hijo predilecto, el amado, e invita a los discípulos a escucharlo. Jesús sube a un
monte alto y toma consigo a tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán
especialmente cercanos a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. Poco
tiempo antes el Señor había anunciado su pasión y Pedro no había logrado comprender
por qué el Señor, el Hijo de Dios, hablaba de sufrimiento, de rechazo, de muerte, de
cruz; más aún, se había opuesto decididamente a esta perspectiva. Ahora Jesús toma
consigo a los tres discípulos para ayudarlos a comprender que el camino para llegar a la
gloria, el camino del amor luminoso que vence las tinieblas, pasa por la entrega total de
sí mismo, pasa por el escándalo de la cruz. Y el Señor debe tomar consigo, siempre de
nuevo, también a nosotros, al menos para comenzar a comprender que este es el camino
necesario. La transfiguración es un momento anticipado de luz que nos ayuda también a
nosotros a contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es un
misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión» porque en su
núcleo es un misterio de amor extraordinario de Dios; es el éxodo definitivo que nos
abre la puerta hacia la libertad y la novedad de la Resurrección, de la salvación del mal.
Tenemos necesidad de ella en nuestro camino diario, a menudo marcado también por la
oscuridad del mal.
Queridos hermanos y hermanas, como ya he dicho, me alegra mucho estar en medio de
vosotros, hoy, para celebrar el Día del Señor. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al
obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Giampaolo Perugini, a quien
agradezco, una vez más, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos
vosotros y también los gratos regalos que me habéis ofrecido. Saludo a los vicarios
parroquiales. Y saludo a las Hermanas Franciscanas Misioneras del Corazón
Inmaculado de María, presentes aquí desde hace muchos años, particularmente
beneméritas para la vida de esta parroquia, que encontró una pronta y generosa
hospitalidad en su casa durante los primeros tres años de vida. Extiendo luego mi saludo
a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que naturalmente sienten afecto por esta
iglesia parroquial que lleva el nombre de su fundador. Saludo, asimismo, a todos los que
colaboran en el ámbito de la parroquia: me refiero a los catequistas, a los miembros de
las asociaciones y de los movimientos, así como de los distintos grupos parroquiales.
Por último, quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a
los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades.
Al venir hoy entre vosotros, he notado la posición particular de esta iglesia, situada en el
punto más alto del barrio, y dotada de un campanario enhiesto, casi como un dedo o una
flecha hacia el cielo. Me parece que esta es una indicación importante: como los tres
Apóstoles del Evangelio, también nosotros necesitamos subir al monte de la
Transfiguración para recibir la luz de Dios, para que su rostro ilumine nuestro rostro. Y
es en la oración personal y comunitaria donde encontramos al Señor, no como una idea,
o como una propuesta moral, sino como una Persona que quiere entrar en relación con
nosotros, que quiere ser amigo y renovar nuestra vida para hacerla como la suya. Y este
encuentro no es sólo un hecho personal; esta iglesia vuestra, situada en el punto más
alto del barrio, os recuerda que el Evangelio debe ser comunicado, anunciado a todos.
No esperemos que otros vengan a traer mensajes diversos, que no llevan a la verdadera
vida; convertíos vosotros mismos en misioneros de Cristo para los hermanos en los
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lugares donde viven, trabajan, estudian o sólo pasan el tiempo libre. Conozco las
numerosas y significativas obras de evangelización que estáis llevando a cabo,
especialmente a través del oratorio llamado «Estrella polar» —me alegra llevar también
esta camiseta [la camiseta del oratorio]— donde, gracias al voluntariado de personas
competentes y generosas, y con la participación de las familias, se fomenta el encuentro
de muchachos en actividades deportivas, pero sin descuidar la formación cultural, a
través del arte y la música, y sobre todo se educa en la relación con Dios, en los valores
cristianos y en una participación cada vez más consciente en la celebración eucarística
dominical.
Me alegra que el sentido de pertenencia a la comunidad parroquial haya ido madurando
y consolidándose cada vez más a lo largo de los años. La fe se debe vivir juntamente y
la parroquia es un lugar donde se aprende a vivir la propia fe en el «nosotros» de la
Iglesia. Y deseo animaros a que crezca también la corresponsabilidad pastoral, en una
perspectiva de auténtica comunión entre todas las realidades presentes, que están
llamadas a caminar juntas, a vivir la complementariedad en la diversidad, a testimoniar
el «nosotros» de la Iglesia, de la familia de Dios. Conozco el empeño que ponéis en la
preparación de los muchachos y los jóvenes para los sacramentos de la vida cristiana. El
próximo «Año de la fe» debe ser para esta parroquia una ocasión propicia también para
aumentar y consolidar la experiencia de la catequesis sobre las grandes verdades de la fe
cristiana, de modo que permita a todo el barrio conocer y profundizar el Credo de la
Iglesia, y superar el «analfabetismo religioso», que es uno de los mayores problemas de
nuestro tiempo.
Queridos amigos, vuestra comunidad es joven —se ve—; está formada por familias
jóvenes, y gracias a Dios son muchos los niños y muchachos que la pueblan. A este
respecto, quiero recordar la misión de la familia, y de toda la comunidad cristiana, de
educar en la fe, con la ayuda del tema de este año pastoral, de las orientaciones
pastorales propuestas por la Conferencia episcopal italiana, y sin olvidar la profunda y
siempre actual enseñanza de san Juan Bautista de la Salle. En especial, queridas
familias, vosotras sois el ambiente de vida en donde se dan los primeros pasos en la fe;
sed comunidades donde se aprenda a conocer y amar cada vez más al Señor,
comunidades donde se dé un enriquecimiento mutuo para vivir una fe verdaderamente
adulta.
Por último, quiero recordaros a todos la importancia y la centralidad de la Eucaristía en
la vida personal y comunitaria. La santa misa debe estar en el centro de vuestro
Domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en
el cual alabar y celebrar a Aquel que murió y resucitó por nuestra salvación, día en el
cual vivir juntos en la alegría de una comunidad abierta y dispuesta a acoger a toda
persona sola o en dificultades. Reunidos en torno a la Eucaristía, de hecho, percibimos
más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje
del amor de Dios a todos los hombres. Precisamente por eso es importante que la
Eucaristía esté siempre en el corazón de la vida de los fieles, como lo está hoy.
Queridos hermanos y hermanas, desde el Tabor, el monte de la Transfiguración, el
itinerario cuaresmal nos conduce hasta el Gólgota, monte del supremo sacrificio de
amor del único Sacerdote de la alianza nueva y eterna. En ese sacrificio se encierra la
mayor fuerza de transformación del hombre y de la historia. Asumiendo sobre sí todas
las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitó al tercer día como vencedor de la
muerte y del Maligno. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este
gran misterio de la fe, que celebraremos en el Triduo de la pasión, muerte y resurrección
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de Cristo. Encomendemos a la Virgen María nuestro camino cuaresmal, así como el de
toda la Iglesia. Ella, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos
fieles de Cristo, cristianos maduros, para poder participar juntamente con ella en la
plenitud de la alegría pascual. Amén.
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7. La fe crece cuando se vive como experiencia de amor.
Un corazón puro ayuda en los momentos de dolor y esperanza del pueblo mexicano
Homilía de Benedicto XVI en la Santa Misa del Parque Bicentenario de León
LEÓN, domingo 25 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la homilía
pronunciada por Benedicto XVI en la Santa Misa celebrada a las 10 de la mañana, hora
local, en el Parque Expo Bicentenario de León, México, ante medio millón de personas
en su mayoría jóvenes.
*****
Queridos hermanos y hermanas:
Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente a monseñor José
Guadalupe Martín Rábago, arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida.
Saludo al episcopado mexicano, así como a los señores cardenales y demás obispos aquí
presentes, en particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también
mi saludo caluroso a las autoridades que nos acompañan, así como a todos los que se
han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo
responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos
para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del
Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en
los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad
el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya
por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su
seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo
confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde
dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue
abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón
nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para
seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al
Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una
explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón
quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar
su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus
propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no
insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros
pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más
profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también
al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su
autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena
se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza
el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser
glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús
responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn
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12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué
tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que
hay una relación. Alguien podría pensar –observa san Agustín– que Jesús se sentía
glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que
da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la
excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev.,
51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro
ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos
quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia
sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por
todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto
abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su
corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es
también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan
Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios,
por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del
Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya
había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó
claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn
2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en
lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato papa Juan Pablo II, aunque lo
deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo
mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo
de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como
también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus
reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se
representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de
espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su
reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o
la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios
que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio.
Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que,
por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente,
de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él,
a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles,
esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario
del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un
destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar
como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del
amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse
interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de
María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera
de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los obispos de Latinoamérica y el Caribe sintieron con clarividencia la
necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la
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historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que
suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental,
que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene
precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y
comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria,
a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe
y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de
conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías
para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a
su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22
de diciembre de 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a
la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el
de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían
aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una
invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo
[...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y
se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente
ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar
mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras.
Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos
mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a
promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad. Amén.
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8. Conducir a los hombres hacia Cristo.
Homilía en la celebración de Vísperas con los obispos de América Latina
LEÓN, lunes 26 marzo 2012 (ZENIT.org).- Después de la celebración de la misa
multitudinaria, este domingo 25 de marzo, el papa Benedicto XVI, a las 18 horas,
presidió la celebración de las Vísperas, con los obispos de México y de América Latina,
en la basílica-catedral de Nuestra Señora de la Luz de León, México. Ofrecemos el texto
de la homilía pronunciada por el santo padre durante las Vísperas.
A las 18 horas de la tarde del domingo, saliendo del Colegio Miraflores, el santo padre
llegó en auto a la catedral para la celebración de las Vísperas. Con los obispos de
México estaban presentes numerosos prelados en representación de las conferencias
episcopales de los países de América Latina y del Caribe que conmemoran los 200 años
de independencia.
Acogido a su llegada por el Capítulo de la Catedral, el papa se detuvo en oración ante el
Santísimo.
Tras el saludo de monseñor Carlos Aguiar Retes, arzobispo de Tlalnepantla, presidente
de la Conferencia Episcopal Mexicana y del Consejo Episcopal Latinoamericano
(CELAM), empezó el rezo de las Vísperas.
*****
Señores cardenales,
Queridos hermanos en el Episcopado:
Es un gran gozo rezar con todos ustedes en esta basílica-catedral de León, dedicada a
Nuestra Señora de la Luz. En la bella imagen que se venera en este templo, la Santísima
Virgen tiene en una mano a su Hijo con gran ternura, y extiende la otra para socorrer a
los pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos los tiempos, que la alaba por habernos
dado al Redentor, y se confía a ella por ser la Madre que su divino Hijo nos dejó desde
la cruz. Por eso, nosotros la imploramos frecuentemente como «esperanza nuestra»,
porque nos ha mostrado a Jesús y transmitido las grandezas que Dios ha hecho y hace
con la humanidad, de una manera sencilla, como explicándolas a los pequeños de la
casa.
Un signo decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura breve que hemos
proclamado en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a
Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron cumplimiento de hecho a las palabras de los
profetas (cf. Hch 13,27). Sí, la maldad y la ignorancia de los hombres no es capaz de
frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal no puede tanto.
Otra maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo que acabamos de recitar: Las
«peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en manantiales de agua» (Sal 113,8).
Lo que podría ser piedra de tropiezo y de escándalo, con el triunfo de Jesús sobre la
muerte se convierte en piedra angular: «Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un
milagro patente» (Sal117,23). No hay motivos, pues, para rendirse al despotismo del
mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste su fuerza en nuestras debilidades y
penurias.
Esperaba con gran ilusión este encuentro con ustedes, pastores de la Iglesia de Cristo
que peregrina en México y en los diversos países de este gran continente, como una
ocasión para mirar juntos a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea de anunciar
el evangelio en estos pueblos de recia raigambre católica. La situación actual de sus
diócesis plantea ciertamente retos y dificultades de muy diversa índole. Pero, sabiendo
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que el Señor ha resucitado, podemos proseguir confiados, con la convicción de que el
mal no tiene la última palabra de la historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos
espacios a una esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5).
Agradezco el cordial saludo que me ha dirigido el señor arzobispo de Tlalnepantla y
presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal
Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos. Y les ruego a ustedes,
pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar a sus sedes, trasmitan a sus
fieles el afecto entrañable del papa, que lleva muy dentro de su corazón todos sus
sufrimientos y aspiraciones.
Al ver en sus rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me
vienen a la mente las Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los participantes
aplauden cuando intervienen quienes ejercen su ministerio en situaciones
particularmente dolorosas para la vida y la misión de la Iglesia. Ese gesto brota de la fe
en el Señor, y significa fraternidad en los trabajos apostólicos, así como gratitud y
admiración por los que siembran el evangelio entre espinas, unas en forma de
persecución, otras de marginación o menosprecio. Tampoco faltan preocupaciones por
la carencia de medios y recursos humanos, o las trabas impuestas a la libertad de la
Iglesia en el cumplimiento de su misión.
El sucesor de Pedro participa de estos sentimientos y agradece su solicitud pastoral
paciente y humilde. Ustedes no están solos en los contratiempos, como tampoco lo están
en los logros evangelizadores. Todos estamos unidos en los padecimientos y en la
consolación (cf. 2 Co 1,5). Sepan que cuentan con un lugar destacado en la plegaria de
quien recibió de Cristo el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,31),
que les anima también en la misión de hacer que nuestro Señor Jesucristo sea cada vez
más conocido, amado y seguido en estas tierras, sin dejarse amedrentar por las
contrariedades.
La fe católica ha marcado significativamente la vida, costumbres e historia de este
continente, en el que muchas de sus naciones están conmemorando el bicentenario de su
independencia. Es un momento histórico en el que siguió brillando el nombre de Cristo,
llegado aquí por obra de insignes y abnegados misioneros, que lo proclamaron con
audacia y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo, mostrando que el hombre encuentra
en él su consistencia y la fuerza necesaria para vivir en plenitud y edificar una sociedad
digna del ser humano, como su Creador lo ha querido. Aquel ideal de no anteponer nada
al Señor, y de hacer penetrante la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios
signos y mejores tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los pastores de
hoy.
Las iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas a
conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las cadenas del
pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y responsable. A esto está
ayudando también la Misión continental promovida en Aparecida, que tantos frutos de
renovación eclesial está ya cosechando en las Iglesias particulares de América Latina y
el Caribe. Entre ellos, el estudio, la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que
anuncia el amor de Dios y nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir
abriendo los tesoros del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza,
libertad y salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos
e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la voluntad del
Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos hasta la muerte.
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Queridos hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral y evangelizador que se
abre ante nosotros, es de capital relevancia cuidar con gran esmero de los seminaristas,
animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste
crucificado» (1 Co 2,2). No menos fundamental es la cercanía a los presbíteros, a los
que nunca debe faltar la comprensión y el aliento de su obispo y, si fuera necesario,
también su paterna admonición sobre actitudes improcedentes. Son sus primeros
colaboradores en la comunión sacramental del sacerdocio, a los que han de mostrar una
constante y privilegiada cercanía. Igualmente cabe decir de las diversas formas de vida
consagrada, cuyos carismas han de ser valorados con gratitud y acompañados con
responsabilidad y respeto al don recibido. Y una atención cada vez más especial se debe
a los laicos más comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción
caritativa y el compromiso social. Su formación en la fe es crucial para hacer presente y
fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo que se sientan tratados como
quienes apenas cuentan en la Iglesia, no obstante la ilusión que ponen en trabajar en ella
según su propia vocación, y el gran sacrificio que a veces les supone esta dedicación. En
todo esto, es particularmente importante para los Pastores que reine un espíritu de
comunión entre sacerdotes, religiosos y laicos, evitando divisiones estériles, críticas y
recelos nocivos.
Con estos vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de
Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de quienes son marginados por la fuerza,
el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo. La Iglesia no puede
separar la alabanza de Dios del servicio a los hombres. El único Dios Padre y Creador
es el que nos ha constituido hermanos: ser hombre es ser hermano y guardián del
prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad, la Iglesia tiene que revivir y
actualizarlo que fue Jesús: el Buen Samaritano, que viniendo de lejos se insertó en la
historia de los hombres, nos levantó y se ocupó de nuestra curación.
Queridos hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina, que muchas veces
se ha unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir siendo semilla de esperanza, que
permita ver a todos cómo los frutos de la resurrección alcanzan y enriquecen estas
tierras.
Que la Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz, disipe las
tinieblas de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar en
la fe al pueblo latinoamericano en sus fatigas y anhelos, con entereza, valentía y fe
firme en quien todo lo puede y a todos ama hasta el extremo. Amén.
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9. Descubrir a Cristo en los acontecimientos y en su Palabra.
"Alegráos siempre en el Señor"
Mensaje de Benedicto XVI para la XXVII Jornada Mundial de la Juventud
CIUDAD DEL VATICANO, martes 27 marzo 2012 (ZENIT.org).- La Santa Sede ha
hecho público este martes el Mensaje de Benedicto XVI para laXXVII Jornada Mundial
de la Juventud, que se celebra el próximo Domingo de Ramos. Ofrecemos el texto del
Mensaje.
*****
«¡Alegráos siempre en el Señor!» (Flp 4,4)
Queridos jóvenes:
Me alegro de dirigirme de nuevo a vosotros con ocasión de la XXVII Jornada Mundial
de la Juventud. El recuerdo del encuentro de Madrid el pasado mes de agosto sigue muy
presente en mi corazón. Ha sido un momento extraordinario de gracia, durante el cual el
Señor ha bendecido a los jóvenes allí presentes, venidos del mundo entero. Doy gracias
a Dios por los muchos frutos que ha suscitado en aquellas jornadas y que en el futuro
seguirán multiplicándose entre los jóvenes y las comunidades a las que pertenecen.
Ahora nos estamos dirigiendo ya hacia la próxima cita en Río de Janeiro en el año 2013,
que tendrá como tema «¡Id y haced discípulos a todos los pueblos!» (cf. Mt 28,19).
Este año, el tema de la Jornada Mundial de la Juventud nos lo da la exhortación de la
Carta del apóstol san Pablo a los Filipenses: «¡Alegráos siempre en el Señor!» (4,4). En
efecto, La alegría es un elemento central de la experiencia cristiana. También
experimentamos en cada Jornada Mundial de la Juventud una alegría intensa, la alegría
de la comunión, la alegría de ser cristianos, la alegría de la fe. Esta es una de las
características de estos encuentros. Vemos la fuerza atrayente que ella tiene: en un
mundo marcado a menudo por la tristeza y la inquietud, la alegría es un testimonio
importante de la belleza y fiabilidad de la fe cristiana.
La Iglesia tiene la vocación de llevar la alegría al mundo, una alegría auténtica y
duradera, aquella que los ángeles anunciaron a los pastores de Belén en la noche del
nacimiento de Jesús (cf.Lc 2,10). Dios no sólo ha hablado, no sólo ha cumplido signos
prodigiosos en la historia de la humanidad, sino que se ha hecho tan cercano que ha
llegado a hacerse uno de nosotros, recorriendo las etapas de la vida entera del hombre.
En el difícil contexto actual, muchos jóvenes en vuestro entorno tienen una inmensa
necesidad de sentir que el mensaje cristiano es un mensaje de alegría y esperanza.
Quisiera reflexionar ahora con vosotros sobre esta alegría, sobre los caminos para
encontrarla, para que podáis vivirla cada vez con mayor profundidad y ser mensajeros
de ella entre los que os rodean.
1. Nuestro corazón está hecho para la alegría
La aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo del ser humano. Más allá de las
satisfacciones inmediatas y pasajeras, nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y
perdurable, que pueda dar «sabor» a la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros,
porque la juventud es un período de un continuo descubrimiento de la vida, del mundo,
de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se
manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y de verdad;
donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos.
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Cada día el Señor nos ofrece tantas alegrías sencillas: la alegría de vivir, la alegría ante
la belleza de la naturaleza, la alegría de un trabajo bien hecho, la alegría del servicio, la
alegría del amor sincero y puro. Y si miramos con atención, existen tantos motivos para
la alegría: los hermosos momentos de la vida familiar, la amistad compartida, el
descubrimiento de las propias capacidades personales y la consecución de buenos
resultados, el aprecio que otros nos tienen, la posibilidad de expresarse y sentirse
comprendidos, la sensación de ser útiles para el prójimo. Y, además, la adquisición de
nuevos conocimientos mediante los estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones
a través de viajes y encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro.
También pueden producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer una
obra literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e interpretar la música o
ver una película.
Pero cada día hay tantas dificultades con las que nos encontramos en nuestro corazón,
tenemos tantas preocupaciones por el futuro, que nos podemos preguntar si la alegría
plena y duradera a la cual aspiramos no es quizá una ilusión y una huída de la realidad.
Hay muchos jóvenes que se preguntan: ¿es verdaderamente posible hoy en día la alegría
plena? Esta búsqueda sigue varios caminos, algunos de los cuales se manifiestan como
erróneos, o por lo menos peligrosos. Pero, ¿cómo podemos distinguir las alegrías
verdaderamente duraderas de los placeres inmediatos y engañosos? ¿Cómo podemos
encontrar en la vida la verdadera alegría, aquella que dura y no nos abandona ni en los
momentos más difíciles?
2. Dios es la fuente de la verdadera alegría
En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del día a día o las
grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no lo parezca a primera vista,
porque Dios es comunión de amor eterno, es alegría infinita que no se encierra en sí
misma, sino que se difunde en aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a
su imagen por amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su
presencia y su gracia. Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina y eterna,
haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra vida está en el
ser aceptados, acogidos y amados por Él, y no con una acogida frágil como puede ser la
humana, sino con una acogida incondicional como lo es la divina: yo soy amado, tengo
un puesto en el mundo y en la historia, soy amado personalmente por Dios. Y si Dios
me acepta, me ama y estoy seguro de ello, entonces sabré con claridad y certeza que es
bueno que yo sea, que exista.
Este amor infinito de Dios para con cada uno de nosotros se manifiesta de modo pleno
en Jesucristo. En Él se encuentra la alegría que buscamos. En el Evangelio vemos cómo
los hechos que marcan el inicio de la vida de Jesús se caracterizan por la alegría.
Cuando el arcángel Gabriel anuncia a la Virgen María que será madre del Salvador,
comienza con esta palabra: «¡Alégrate!» (Lc 1,28). En el nacimiento de Jesús, el Ángel
del Señor dice a los pastores: «Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría
para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el
Señor» (Lc 2,11). Y los Magos que buscaban al niño, «al ver la estrella, se llenaron de
inmensa alegría» (Mt 2,10). El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de
Dios, que se ha hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando
escribía a los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito,
alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca» (Flp 4,4-
5). La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me
ama.
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En efecto, el encuentro con Jesús produce siempre una gran alegría interior. Lo
podemos ver en muchos episodios de los Evangelios. Recordemos la visita de Jesús a
Zaqueo, un recaudador de impuestos deshonesto, un pecador público, a quien Jesús
dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa». Y san Lucas dice que Zaqueo «lo
recibió muy contento» (Lc19,5-6). Es la alegría del encuentro con el Señor; es sentir el
amor de Dios que puede transformar toda la existencia y traer la salvación. Zaqueo
decide cambiar de vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres.
En la hora de la pasión de Jesús, este amor se manifiesta con toda su fuerza. Él, en los
últimos momentos de su vida terrena, en la cena con sus amigos, dice: «Como el Padre
me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor… Os he hablado de esto
para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9.11).
Jesús quiere introducir a sus discípulos y a cada uno de nosotros en la alegría plena, la
que Él comparte con el Padre, para que el amor con que el Padre le ama esté en nosotros
(cf. Jn 17,26). La alegría cristiana es abrirse a este amor de Dios y pertenecer a Él.
Los Evangelios relatan que María Magdalena y otras mujeres fueron a visitar el
sepulcro donde habían puesto a Jesús después de su muerte y recibieron de un Ángel
una noticia desconcertante, la de su resurrección. Entonces, así escribe el Evangelista,
abandonaron el sepulcro a toda prisa, «llenas de miedo y de alegría», y corrieron a
anunciar la feliz noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro y dijo: «Alegraos»
(Mt 28,8-9). Es la alegría de la salvación que se les ofrece: Cristo es el viviente, es el
que ha vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está presente en medio de nosotros
como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,21). El mal no tiene la
última palabra sobre nuestra vida, sino que la fe en Cristo Salvador nos dice que el amor
de Dios es el que vence.
Esta profunda alegría es fruto del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios, capaces de
vivir y gustar su bondad, de dirigirnos a Él con la expresión «Abba», Padre (cf. Rm
8,15). La alegría es signo de su presencia y su acción en nosotros.
3. Conservar en el corazón la alegría cristiana
Aquí nos preguntamos: ¿Cómo podemos recibir y conservar este don de la alegría
profunda, de la alegría espiritual?
Un Salmo dice: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón» (Sal 37,4).
Jesús explica que «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el
que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene
y compra el campo» (Mt 13,44). Encontrar y conservar la alegría espiritual surge del
encuentro con el Señor, que pide que le sigamos, que nos decidamos con determinación,
poniendo toda nuestra confianza en Él. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de arriesgar
vuestra vida abriéndola a Jesucristo y su Evangelio; es el camino para tener la paz y la
verdadera felicidad dentro de nosotros mismos, es el camino para la verdadera
realización de nuestra existencia de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.
Buscar la alegría en el Señor: la alegría es fruto de la fe, es reconocer cada día su
presencia, su amistad: «El Señor está cerca» (Flp 4,5); es volver a poner nuestra
confianza en Él, es crecer en su conocimiento y en su amor. El «Año de la Fe», que
iniciaremos dentro de pocos meses, nos ayudará y estimulará. Queridos amigos,
aprended a ver cómo actúa Dios en vuestras vidas, descubridlo oculto en el corazón de
los acontecimientos de cada día. Creed que Él es siempre fiel a la alianza que ha sellado
con vosotros el día de vuestro Bautismo. Sabed que jamás os abandonará. Dirigid a
menudo vuestra mirada hacia Él. En la cruz entregó su vida porque os ama. La
contemplación de un amor tan grande da a nuestros corazones una esperanza y una
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alegría que nada puede destruir. Un cristiano nunca puede estar triste porque ha
encontrado a Cristo, que ha dado la vida por él.
Buscar al Señor, encontrarlo, significa también acoger su Palabra, que es alegría para el
corazón. El profeta Jeremías escribe: «Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus
palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (Jr 15,16). Aprended a leer
y meditar la Sagrada Escritura; allí encontraréis una respuesta a las preguntas más
profundas sobre la verdad que anida en vuestro corazón y vuestra mente. La Palabra de
Dios hace que descubramos las maravillas que Dios ha obrado en la historia del hombre
y que, llenos de alegría, proclamemos en alabanza y adoración: «Venid, aclamemos al
Señor… postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro» (Sal 95,1.6).
La Liturgia en particular, es el lugar por excelencia donde se manifiesta la alegría que la
Iglesia recibe del Señor y transmite al mundo. Cada domingo, en la Eucaristía, las
comunidades cristianas celebran el Misterio central de la salvación: la muerte y
resurrección de Cristo. Este es un momento fundamental para el camino de cada
discípulo del Señor, donde se hace presente su sacrificio de amor; es el día en el que
encontramos al Cristo Resucitado, escuchamos su Palabra, nos alimentamos de su
Cuerpo y su Sangre. Un Salmo afirma: «Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra
alegría y nuestro gozo» (Sal 118,24). En la noche de Pascua, la Iglesia canta el Exultet,
expresión de alegría por la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte: «¡Exulte
el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo
con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». La alegría cristiana nace del saberse
amados por un Dios que se ha hecho hombre, que ha dado su vida por nosotros y ha
vencido el mal y la muerte; es vivir por amor a él. Santa Teresa del Niño Jesús, joven
carmelita, escribió: «Jesús, mi alegría es amarte a ti» (Poesía 45/7).
4. La alegría del amor
Queridos amigos, la alegría está íntimamente unida al amor; ambos son frutos
inseparables del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). El amor produce alegría, y la alegría es
una forma del amor. La beata Madre Teresa de Calcuta, recordando las palabras de
Jesús: «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35), decía: «La alegría es una red
de amor para capturar las almas. Dios ama al que da con alegría. Y quien da con alegría
da más». El siervo de Dios Pablo VI escribió: «En el mismo Dios, todo es alegría
porque todo es un don» (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 mayo 1975).
Pensando en los diferentes ámbitos de vuestra vida, quisiera deciros que amar significa
constancia, fidelidad, tener fe en los compromisos. Y esto, en primer lugar, con las
amistades. Nuestros amigos esperan que seamos sinceros, leales, fieles, porque el
verdadero amor es perseverante también y sobre todo en las dificultades. Y lo mismo
vale para el trabajo, los estudios y los servicios que desempeñáis. La fidelidad y la
perseverancia en el bien llevan a la alegría, aunque ésta no sea siempre inmediata.
Para entrar en la alegría del amor, estamos llamados también a ser generosos, a no
conformarnos con dar el mínimo, sino a comprometernos a fondo, con una atención
especial por los más necesitados. El mundo necesita hombres y mujeres competentes y
generosos, que se pongan al servicio del bien común. Esforzaos por estudiar con
seriedad; cultivad vuestros talentos y ponedlos desde ahora al servicio del prójimo.
Buscad el modo de contribuir, allí donde estéis, a que la sociedad sea más justa y
humana. Que toda vuestra vida esté impulsada por el espíritu de servicio, y no por la
búsqueda del poder, del éxito material y del dinero.
A propósito de generosidad, tengo que mencionar una alegría especial; es la que se
siente cuando se responde a la vocación de entregar toda la vida al Señor. Queridos
¡Venga tu Reino!
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jóvenes, no tengáis miedo de la llamada de Cristo a la vida religiosa, monástica,
misionera o al sacerdocio. Tened la certeza de que colma de alegría a los que,
dedicándole la vida desde esta perspectiva, responden a su invitación a dejar todo para
quedarse con Él y dedicarse con todo el corazón al servicio de los demás. Del mismo
modo, es grande la alegría que Él regala al hombre y a la mujer que se donan totalmente
el uno al otro en el matrimonio para formar una familia y convertirse en signo del amor
de Cristo por su Iglesia.
Quisiera mencionar un tercer elemento para entrar en la alegría del amor: hacer que
crezca en vuestra vida y en la vida de vuestras comunidades la comunión fraterna. Hay
vínculo estrecho entre la comunión y la alegría. No en vano san Pablo escribía su
exhortación en plural; es decir, no se dirige a cada uno en singular, sino que afirma:
«Alegraos siempre en el Señor» (Flp4,4). Sólo juntos, viviendo en comunión fraterna,
podemos experimentar esta alegría. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe así
la primera comunidad cristiana: «Partían el pan en las casas y tomaban el alimento con
alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46). Empleaos también vosotros a fondo para que
las comunidades cristianas puedan ser lugares privilegiados en que se comparta, se
atienda y cuiden unos a otros.
5. La alegría de la conversión
Queridos amigos, para vivir la verdadera alegría también hay que identificar las
tentaciones que la alejan. La cultura actual lleva a menudo a buscar metas, realizaciones
y placeres inmediatos, favoreciendo más la inconstancia que la perseverancia en el
esfuerzo y la fidelidad a los compromisos. Los mensajes que recibís empujar a entrar en
la lógica del consumo, prometiendo una felicidad artificial. La experiencia enseña que el
poseer no coincide con la alegría. Hay tantas personas que, a pesar de tener bienes
materiales en abundancia, a menudo están oprimidas por la desesperación, la tristeza y
sienten un vacío en la vida. Para permanecer en la alegría, estamos llamados a vivir en
el amor y la verdad, a vivir en Dios.
La voluntad de Dios es que nosotros seamos felices. Por ello nos ha dado las
indicaciones concretas para nuestro camino: los Mandamientos. Cumpliéndolos
encontramos el camino de la vida y de la felicidad. Aunque a primera vista puedan
parecer un conjunto de prohibiciones, casi un obstáculo a la libertad, si los meditamos
más atentamente a la luz del Mensaje de Cristo, representan un conjunto de reglas de
vida esenciales y valiosas que conducen a una existencia feliz, realizada según el
proyecto de Dios. Cuántas veces, en cambio, constatamos que construir ignorando a
Dios y su voluntad nos lleva a la desilusión, la tristeza y al sentimiento de derrota. La
experiencia del pecado como rechazo a seguirle, como ofensa a su amistad, ensombrece
nuestro corazón.
Pero aunque a veces el camino cristiano no es fácil y el compromiso de fidelidad al
amor del Señor encuentra obstáculos o registra caídas, Dios, en su misericordia, no nos
abandona, sino que nos ofrece siempre la posibilidad de volver a Él, de reconciliarnos
con Él, de experimentar la alegría de su amor que perdona y vuelve a acoger.
Queridos jóvenes, ¡recurrid a menudo al Sacramento de la Penitencia y la
Reconciliación! Es el Sacramento de la alegría reencontrada. Pedid al Espíritu Santo la
luz para saber reconocer vuestro pecado y la capacidad de pedir perdón a Dios
acercándoos a este Sacramento con constancia, serenidad y confianza. El Señor os
abrirá siempre sus brazos, os purificará y os llenará de su alegría: habrá alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierte (cf. Lc 15,7).
6. La alegría en las pruebas
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Al final puede que quede en nuestro corazón la pregunta de si es posible vivir de verdad
con alegría incluso en medio de tantas pruebas de la vida, especialmente las más
dolorosas y misteriosas; de si seguir al Señor y fiarse de Él da siempre la felicidad.
La respuesta nos la pueden dar algunas experiencias de jóvenes como vosotros que han
encontrado precisamente en Cristo la luz que permite dar fuerza y esperanza, también en
medio de situaciones muy difíciles. El beato Pier Giorgio Frassati (1901-1925)
experimentó tantas pruebas en su breve existencia; una de ellas concernía su vida
sentimental, que le había herido profundamente. Precisamente en esta situación, escribió
a su hermana: «Tú me preguntas si soy alegre; y ¿cómo no podría serlo? Mientras la fe
me de la fuerza estaré siempre alegre. Un católico no puede por menos de ser alegre...
El fin para el cual hemos sido creados nos indica el camino que, aunque esté sembrado
de espinas, no es un camino triste, es alegre incluso también a través del dolor» (Carta a
la hermana Luciana, Turín, 14 febrero 1925). Y el beato Juan Pablo II, al presentarlo
como modelo, dijo de él: «Era un joven de una alegría contagiosa, una alegría que
superaba también tantas dificultades de su vida» (Discurso a los jóvenes, Turín, 13 abril
1980).
Más cercana a nosotros, la joven Chiara Badano (1971-1990), recientemente
beatificada, experimentó cómo el dolor puede ser transfigurado por el amor y estar
habitado por la alegría. A la edad de 18 años, en un momento en el que el cáncer le
hacía sufrir de modo particular, rezó al Espíritu Santo para que intercediera por los
jóvenes de su Movimiento. Además de su curación, pidió a Dios que iluminara con su
Espíritu a todos aquellos jóvenes, que les diera la sabiduría y la luz: «Fue un momento
de Dios: sufría mucho físicamente, pero el alma cantaba» (Carta a Chiara Lubich,
Sassello, 20 de diciembre de 1989). La clave de su paz y alegría era la plena confianza
en el Señor y la aceptación de la enfermedad como misteriosa expresión de su voluntad
para su bien y el de los demás. A menudo repetía: «Jesús, si tú lo quieres, yo también lo
quiero».
Son dos sencillos testimonios, entre otros muchos, que muestran cómo el cristiano
auténtico no está nunca desesperado o triste, incluso ante las pruebas más duras, y
muestran que la alegría cristiana no es una huida de la realidad, sino una fuerza
sobrenatural para hacer frente y vivir las dificultades cotidianas. Sabemos que Cristo
crucificado y resucitado está con nosotros, es el amigo siempre fiel. Cuando
participamos en sus sufrimientos, participamos también en su alegría. Con Él y en Él, el
sufrimiento se transforma en amor. Y ahí se encuentra la alegría (cf. Col1,24).
7. Testigos de la alegría
Queridos amigos, para concluir quisiera alentaros a ser misioneros de la alegría. No se
puede ser feliz si los demás no lo son. Por ello, hay que compartir la alegría. Id a contar
a los demás jóvenes vuestra alegría de haber encontrado aquel tesoro precioso que es
Jesús mismo. No podemos conservar para nosotros la alegría de la fe; para que ésta
pueda permanecer en nosotros, tenemos que transmitirla. San Juan afirma: «Eso que
hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros… Os
escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,3-4).
A veces se presenta una imagen del Cristianismo como una propuesta de vida que
oprime nuestra libertad, que va contra nuestro deseo de felicidad y alegría. Pero esto no
corresponde a la verdad. Los cristianos son hombres y mujeres verdaderamente felices,
porque saben que nunca están solos, sino que siempre están sostenidos por las manos de
Dios. Sobre todo vosotros, jóvenes discípulos de Cristo, tenéis la tarea de mostrar al
mundo que la fe trae una felicidad y alegría verdadera, plena y duradera. Y si el modo
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de vivir de los cristianos parece a veces cansado y aburrido, entonces sed vosotros los
primeros en dar testimonio del rostro alegre y feliz de la fe. El Evangelio es la «buena
noticia» de que Dios nos ama y que cada uno de nosotros es importante para Él.
Mostrad al mundo que esto de verdad es así.
Por lo tanto, sed misioneros entusiasmados de la nueva evangelización. Llevad a los que
sufren, a los que están buscando, la alegría que Jesús quiere regalar. Llevadla a vuestras
familias, a vuestras escuelas y universidades, a vuestros lugares de trabajo y a vuestros
grupos de amigos, allí donde vivís. Veréis que es contagiosa. Y recibiréis el ciento por
uno: la alegría de la salvación para vosotros mismos, la alegría de ver la Misericordia de
Dios que obra en los corazones. En el día de vuestro encuentro definitivo con el Señor,
Él podrá deciros: «¡Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor!» (Mt 25,21).
Que la Virgen María os acompañe en este camino. Ella acogió al Señor dentro de sí y lo
anunció con un canto de alabanza y alegría, el Magníficat: «Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47). María
respondió plenamente al amor de Dios dedicando a Él su vida en un servicio humilde y
total. Es llamada «causa de nuestra alegría» porque nos ha dado a Jesús. Que Ella os
introduzca en aquella alegría que nadie os podrá quitar.
Vaticano, 15 de marzo de 2012
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10. Anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría.
Benedicto XVI: "Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma"
En la Misa Crismal el papa renovó las promesas sacerdotales con presbíteros de Roma
CIUDAD DEL VATICANO, jueves 5 abril 2012 (ZENIT.org).- Hoy en la mañana, con
ocasión del Jueves Santo, el santo padre Benedicto XVI presidió en la Basílica San
Pedro del Vaticano la Santa Misa Crismal, la que fue concelebrada por cardenales,
obispos y presbíteros --cerca de 1600, entre diocesanos y religiosos--, presentes en
Roma.
Durante la celebración, los sacerdotes renovaron las promesas realizadas al momento de
su ordenación, y fueron bendecidos por el obispo de Roma los óleos de los catecúmenos
y de los enfermos, así como el crisma.
Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el papa.
************
Queridos hermanos y hermanas:
En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por
la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de
forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al
Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado,
es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres
partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos también consagrados en la realidad de nuestra
vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con
esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más
fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y
reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo,
aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?».
Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de
la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior,
más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de
nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada
autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino
que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino
más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más
concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no
domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la
situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy? Recientemente, un grupo de
sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando
al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que
debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la
cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha
declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna
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autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia?
Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud
por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones
con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la
altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede
ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda
renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de trasformar la
Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?
Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las
tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí,
lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a
su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia,
frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la
responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese
modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha
concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo
así creíble su misión. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo,
su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.
Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se
defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la
historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera
renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos
de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la
acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado
y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es
necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del
dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor.
Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la
base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado
elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida
para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con
niveles de grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo
decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era
para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la
cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado
continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia.
Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos,
que nos han precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna
e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y
Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta
los sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la
actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con
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Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y
cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios
no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al
humilde signo del grano de mostaza.
Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la
renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este
momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos –
como dice Pablo – «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos
corresponde el ministerio de la enseñanza, el (munus docendi), que es una parte de esa
administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su
corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del
último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un
analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los
elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos
conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por
tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos
ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año
de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para
nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una
nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente
en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente.
Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente
en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la
encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio
Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que
nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y,
naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa
Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.
Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es
mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de
la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no
sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este
contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan
mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y
llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y,
mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que
es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a
ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos
modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago
publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un
docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él
mismo había sido tocado en su corazón.
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La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas
(animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En
algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque
– se dice – expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al
hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y
alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo
que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena. Y, como
sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus
necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos
preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del
hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor
destruido; de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que
sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los
hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo.
Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro
horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos.
Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas han de percibir nuestro
celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos
al Señor que nos colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos
servir a su verdad y a su amor. Amén.
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11. Conversión y evangelización, acompañados del rosario
El Papa se encontró con los responsables de las Obras Misionales Pontificias
En su discurso recordó a recién fallecido sub-secretario de Propaganda Fide
CIUDAD DEL VATICANO, Viernes, 11 de mayo 2012 (ZENIT.org).- Con motivo de
la asamblea anual del consejo superior de los directores nacionales de las Obras
Misionales Pontificias de todo el mundo, el Santo Padre Benedicto XVI recibió en
audiencia a la delegación y les dirigió el siguiente discurso:
****************
Señor cardenal,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
estimados hermanos y hermanas.
Me dirijo a todos ustedes dándoles un cordial saludo, iniciando por el señor cardenal
Fernando Filoni, prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, a
quien agradezco por su gentiles palabras y por las informaciones sobre la actividad de
las Obras Misionales Pontificias. Extiendo mi pensamiento al secretario Monseñor
Savio Hon Tai-Fai; al secretario adjunto Mons. Pergiuseppe Vacchelli, presidente de las
Obras Misionales Pontificias; a los directores nacionales y a todos los colaboradores, así
como a quienes prestan su generoso servicio en el dicasterio. Mi pensamiento como el
suyo en este momento se dirige al padre Massimo Cenci, subsecretario, fallecido
improvisamente. El Señor lo recompense por todo el trabajo que cumplió en misión y al
servicio de la Santa Sede.
El encuentro de hoy se realiza en el contexto de la Asamblea anual del Consejo Superior
de las Obras Misioneras Pontificias, a quien está confiada la cooperación misionera de
todas las iglesias del mundo.
La evangelización, que siempre tiene un carácter de urgencia, en estos tiempos empuja a
la Iglesia a obrar con paso aún más expedito por las vías del mundo, para llevar a cada
hombre a conocer a Cristo. Solamente en la verdad, de hecho, que es Cristo mismo, la
humanidad puede descubrir el sentido de su existencia, encontrar la salvación y crecer
en la justicia y en la paz.
Cada hombre y cada pueblo tienen derecho a recibir el evangelio de la verdad. En esta
perspectiva asume un particular significado su empeño para celebrar el Año de la Fe, a
esta altura ya cercano; para reforzar el empeño de difusión del reino de Dios y del
conocimiento de la fe cristiana. Esto exige de parte de quienes ya encontraron a
Jesucristo ―una auténtica y renovada conversión al Señor, el único salvador del mundo‖.
(Carta ap. Porta Fidei, 6). Las comunidades cristianas ―de hecho tienen necesidad de
volver a escuchar la voz del Esposo, que invita a la conversión, que los incita al ardor de
cosas nuevas y los llama a empeñarse en la gran obra de la nueva evangelización‖. (Juan
Pablo II, Ex. ap. Postsin. Ecclesia in Europa, 23).
Jesús, el Verbo encarnado es siempre el centro del anuncio, el punto de referencia para
la consecución y para la misma metodología de la misión evangelizadora, porque Él es
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el rostro humano que Dios quiere encontrar en cada hombre y en cada mujer para
hacerlos entrar en comunión con Él, en su amor. Recorrer las calles del mundo para
proclamar el evangelio a todos los pueblos de la tierra y guiarlos al encuentro con el
Señor (cfr. Cart. ap. Porta Fidei,7), exige entonces que el anunciador tenga una relación
personal y cotidiana con Cristo, lo conozca y lo ame profundamente.
La misión hoy tiene necesidad de renovar su confianza en la acción de Dios; tiene
necesidad de una oración más intensa para que venga su reino, para que sea hecha su
voluntad así en el Cielo como en la Tierra. Es necesario invocar luz y fuerza del Espíritu
Santo, y empeñarse con decisión y generosidad para inaugurar en un cierto sentido,
―una nueva época de anuncio del evangelio... porque después de dos mil años una gran
parte de la familia humana aún no reconoce a Cristo, pero también porque la situación
en la que la Iglesia y el mundo se encuentran, presenta particulares desafíos a la fe
religiosa‖ (Juan Pablo II, Exort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 29).
Estoy por lo tanto muy contento de poder alentar el proyecto de la Congregación para la
Evangelización de los Pueblos y de las Obras Pontificas Misioneras, en apoyo al Año de
la Fe. Tal proyecto prevé una campaña mundial que a través de la oración del santo
rosario, acompañe la obra de evangelización en el mundo y sea para tantos bautizados,
el redescubrir y profundizar la fe.
Queridos amigos, saben bien que el anuncio del evangelio comporta no pocas veces
dificultad y sufrimiento; el crecimiento del reino de Dios en el mundo, de hecho no
raramente tiene como costo la sangre de sus fieles.
En esta fase de cambios económicos, culturales y políticos, donde frecuentemente el ser
humano se siente solo, atrapado por la angustia y la desesperación, los mensajeros del
evangelio, también como anunciadores de esperanza y de paz, siguen siendo
perseguidos como su Maestro y Señor. No obstante esto, los problemas y la trágica
realidad de la persecución, la Iglesia no se desanima, permanece fiel al mandato de su
Señor, con la conciencia que ―como siempre en la historia cristiana, los mártires, o sea
los testimonios son numerosos e indispensables al camino del evangelio‖. (Juan Pablo
II, Redemptoris missio, 45). El mensaje de Cristo, hoy como ayer, no puede adecuarse a
la lógica de este mundo, porque es profecía y liberación, es semilla de una humanidad
nueva que crece y solamente al final de los tiempos tendrá su plena realización.
A ustedes se les confía en manera particular, la tarea de sostener a los ministros del
evangelio, ayudándoles a ―conservar la alegría de evangelizar aún cuando sea necesario
sembrar entre las lágrimas‖. (Pablo VI, Exort. ap. Evangeli nuntiandi, 80). Su peculiar
empeño contempla también mantener viva la vocación misionera de todos los discípulos
de Cristo, de manera que cada uno, según el carisma recibido por el Espíritu Santo,
pueda tomar parte de la misión universal que el Resucitado entregó a su Iglesia. Su obra
de animación y formación misionera hace parte del alma del cuidado pastoral, porque la
'missio ad gentes' constituye el paradigma de toda la acción apostólica de la Iglesia.
Sean cada vez más la expresión visible y concreta de la comunión de personas y de
medios entre las iglesias, que como vasos comunicantes viven la misma vocación y
tensión misionera, y en cada rincón de la Tierra trabaja para sembrar el Verbo de
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Verdad en todos los pueblos y culturas. Estoy seguro que continuarán a empeñarse para
que las iglesias locales asuman, siempre más generosamente, su parte de
responsabilidad en la misión universal de la iglesia.
La Virgen Santísima, Reina de las Misiones, les acompañe en este servicio y sostenga
cada una de sus fatigas para promover la conciencia y la colaboración misionera. Con
este deseo, que tengo siempre presente en mi oración, les agradezco a todos ustedes y a
los que cooperan en la causa de la evangelización, y de corazón imparto a cada uno la
bendición apostólica.
12. Un encuentro personal con Cristo en la Eucaristía
La Eucaristía requiere el compromiso de cada cristiano en la misión de la Iglesia
Mensaje de Benedicto XVI en la clausura del 50 Congreso Eucarístico Internacional
DUBLÍN, domingo 17 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto del videomensaje
del papa Benedicto XVI que los asistentes pudieron ver y escuchar en la clausura del 50
Congreso Eucarístico Internacional que se ha celebrado en Dublín, Irlanda.
*****
Queridos hermanos y hermanas:
Con gran afecto en el Señor, saludo a todos los que os habéis reunido en Dublín para el
50 Congreso Eucarístico Internacional, en especial al señor cardenal Brady, al señor
arzobispo Martin, al clero, a las personas consagradas, a los fieles de Irlanda y a todos
los que habéis venido desde lejos para apoyar a la Iglesia en Irlanda con vuestra
presencia y vuestras oraciones.
El tema del Congreso – «La Eucaristía: Comunión con Cristo y entre nosotros» – nos
lleva a reflexionar sobre la Iglesia como misterio de comunión con el Señor y con todos
los miembros de su cuerpo. Desde los primeros tiempos, la noción de koinonia o
communio ha sido central en la comprensión que la Iglesia ha tenido de sí misma, de su
relación con Cristo, su Fundador, y de los sacramentos que celebra, sobre todo la
Eucaristía. Mediante el Bautismo, se nos incorpora a la muerte de Cristo, renaciendo en
la gran familia de los hermanos y hermanas de Jesucristo; por la Confirmación
recibimos el sello del Espíritu Santo y, por nuestra participación en la Eucaristía,
entramos en comunión con Cristo y se hace visible en la tierra la comunión con los
demás. Recibimos también la prenda de la vida eterna futura.
El Congreso tiene lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo
para celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del inicio
del Concilio Vaticano II, un acontecimiento que puso en marcha la más amplia
renovación del rito romano que jamás se haya conocido. Basado en un examen profundo
de las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la participación plena y activa de los
fieles en el sacrificio eucarístico. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, y a la luz
de la experiencia de la Iglesia universal en este periodo, es evidente que los deseos de
los Padres Conciliares sobre la renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero
es igualmente claro que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La
renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para que
fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero propósito era
llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor, presente en la Eucaristía, y
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por tanto con el Dios vivo, para que a través de este contacto con el amor de Cristo,
pudiera crecer también el amor de sus hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la
revisión de las formas litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel
externo, y la «participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por
tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación litúrgica real. En
un mundo que ha cambiado, y cada vez más obsesionado con las cosas materiales,
debemos aprender a reconocer de nuevo la presencia misteriosa del Señor resucitado, el
único que puede dar amplitud y profundidad a nuestra vida.
La Eucaristía es el culto de toda la Iglesia, pero requiere igualmente el pleno
compromiso de cada cristiano en la misión de la Iglesia; implica una llamada a ser
pueblo santo de Dios, pero también a la santidad personal; se ha de celebrar con gran
alegría y sencillez, pero también tan digna y reverentemente como sea posible; nos
invita a arrepentirnos de nuestros pecados, pero también a perdonar a nuestros hermanos
y hermanas; nos une en el Espíritu, pero también nos da el mandato del mismo Espíritu
de llevar la Buena Nueva de la salvación a otros.
Por otra parte, la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en la cruz; su cuerpo
y su sangre instauran la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados y la
transformación del mundo. Durante siglos, Irlanda ha sido forjada en lo más hondo por
la santa Misa y por la fuerza de su gracia, así como por las generaciones de monjes,
mártires y misioneros que han vivido heroicamente la fe en el país y difundido la Buena
Nueva del amor de Dios y el perdón más allá de sus costas. Sois los herederos de una
Iglesia que ha sido una fuerza poderosa para el bien del mundo, y que ha llevado un
amor profundo y duradero a Cristo y a su bienaventurada Madre a muchos, a muchos
otros. Vuestros antepasados en la Iglesia en Irlanda supieron cómo esforzarse por la
santidad y la constancia en su vida personal, cómo proclamar el gozo que proviene del
Evangelio, cómo inculcar la importancia de pertenecer a la Iglesia universal, en
comunión con la Sede de Pedro, y la forma de transmitir el amor a la fe y la virtud
cristiana a otras generaciones. Nuestra fe católica, imbuida de un sentido radical de la
presencia de Dios, fascinada por la belleza de su creación que nos rodea y purificada por
la penitencia personal y la conciencia del perdón de Dios, es un legado que sin duda se
perfecciona y se alimenta cuando se lleva regularmente al altar del Señor en el sacrificio
de la Misa. La gratitud y la alegría por una historia tan grande de fe y de amor se han
visto recientemente conmocionados de una manera terrible al salir a la luz los pecados
cometidos por sacerdotes y personas consagradas contra personas confiadas a sus
cuidados. En lugar de mostrarles el camino hacia Cristo, hacia Dios, en lugar de dar
testimonio de su bondad, abusaron de ellos, socavando la credibilidad del mensaje de la
Iglesia. ¿Cómo se explica el que personas que reciben regularmente el cuerpo del Señor
y confiesan sus pecados en el sacramento de la penitencia hayan pecado de esta manera?
Sigue siendo un misterio. Pero, evidentemente, su cristianismo no estaba alimentado por
el encuentro gozoso con Cristo: se había convertido en una mera cuestión de hábito. El
esfuerzo del Concilio estaba orientado a superar esta forma de cristianismo y a
redescubrir la fe como una amistad personal profunda con la bondad de Jesucristo. El
Congreso Eucarístico tiene un objetivo similar. Aquí queremos encontrarnos con el
Señor resucitado. Le pedimos que nos llegue hasta lo más hondo. Que al igual que sopló
sobre los Apóstoles en la Pascua infundiéndoles su Espíritu, derrame también sobre
nosotros su aliento, la fuerza del Espíritu Santo, y así nos ayude a ser verdaderos
testigos de su amor, testigos de la verdad. Su verdad es su amor. El amor de Cristo es la
verdad.
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Mis queridos hermanos y hermanas, ruego que el Congreso sea para cada uno de
vosotros una experiencia espiritualmente fecunda de comunión con Cristo y su Iglesia.
Al mismo tiempo, me gustaría invitaros a uniros a mí en la oración, para que Dios
bendiga el próximo Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar en 2016 en la
ciudad de Cebú. Envío un caluroso saludo al pueblo de Filipinas, asegurando mi
cercanía en la oración durante el periodo de preparación a este gran encuentro eclesial.
Estoy seguro de que aportará una renovación espiritual duradera, no sólo a ellos, sino
también a todos los participantes del mundo entero. Ahora, encomiendo a todos los
participantes en este Congreso a la protección amorosa de María, Madre de Dios, y a
san Patricio, el gran Patrón de Irlanda, a la vez que, como muestra de gozo y paz en el
Señor, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.
13. Purificar y revitalizar la fe
El papa a los obispos de Colombia en visita 'ad limina apostolorum'
CIUDAD DEL VATICANO, domingo 24 junio 2012 (ZENIT.org
Queridos hermanos en el Episcopado:
1. Con gran gozo les recibo, pastores de la Iglesia de Dios que peregrina en Colombia,
venidos a Roma para realizar su visita ad limina y estrechar así los vínculos que les
unen con esta Sede Apostólica. Como sucesor de Pedro, ésta es una preciosa
oportunidad para reiterarles mi afecto y cordialidad. Agradezco las amables palabras
que me ha dirigido, en nombre de todos, monseñor Rubén Salazar Gómez, arzobispo de
Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal, presentándome las realidades que les
preocupan, así como los desafíos que han de afrontar las comunidades que presiden en
la fe.
2. Conozco los esfuerzos que, tanto en el seno de la Conferencia Episcopal como en sus
Iglesias particulares, han hecho en los últimos años para concretar iniciativas
encaminadas a fomentar una corriente de renovada y fructífera evangelización. En
efecto, Colombia no es ajena a las consecuencias del olvido de Dios. Mientras que años
atrás era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su
referencia al contenido de la fe y a cuanto inspirado en ella, hoy no parece que sea así
en vastos sectores de la sociedad, a causa de la crisis de valores espirituales y morales
que incide negativamente en muchos de sus compatriotas. Es indispensable, pues,
reavivar en todos los fieles su conciencia de ser discípulos y misioneros de Cristo,
nutriendo las raíces de su fe, fortaleciendo su esperanza y vigorizando su testimonio de
caridad.
3. A este respecto, ustedes han plasmado sus anhelos evangelizadores en el Plan Global
de la Conferencia Episcopal (2012-2020), resultado de un consciente discernimiento de
la hora que vive la Iglesia en Colombia. Les quiero animar a que sigan con tenacidad y
perseverancia las pautas en él trazadas. Háganlo afianzando la comunión a la que están
llamados los obispos en el ejercicio de su misión, pues, concordando planteamientos
pastorales y aunando voluntades, el ministerio que el Señor les confió alcanzará
copiosos frutos. Con este mismo objetivo, aprovechen las reflexiones de la próxima
Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, así como las propuestas del
"Año de la Fe" que he convocado, para ilustrar con ellas su magisterio e irrigar
benéficamente su apostolado.
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4. El creciente pluralismo religioso es un factor que exige una seria consideración. La
presencia cada vez más activa de comunidades pentecostales y evangélicas, no sólo en
Colombia, sino también en muchas regiones de América Latina, no puede ser ignorada
ni minusvalorada. En este sentido, es evidente que el pueblo de Dios está llamado a
purificarse y a revitalizar su fe dejándose guiar por el Espíritu Santo, para dar así nueva
pujanza a su acción pastoral, pues «muchas veces la gente sincera que sale de nuestra
Iglesia no lo hace por lo que los grupos "no católicos" creen, sino fundamentalmente
por lo que ellos viven; no por razones doctrinales sino vivenciales; no por motivos
estrictamente dogmáticos, sino pastorales; no por problemas teológicos sino
metodológicos de nuestra Iglesia» (V Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, n. 225). Se trata, por tanto, de
ser mejores creyentes, más piadosos, afables y acogedores en nuestras parroquias y
comunidades, para que nadie se sienta lejano o excluido. Hay que potenciar la
catequesis, otorgando una especial atención a los jóvenes y adultos; preparar con
esmero las homilías, así como promover la enseñanza de la doctrina católica en las
escuelas y universidades. Y todo esto para que se recobre en los bautizados su sentido
de pertenencia a la Iglesia y se despierte en ellos la aspiración de compartir con otros la
alegría de seguir a Cristo y ser miembros de su cuerpo místico. Es importante también
apelar a la tradición eclesial, incrementar la espiritualidad mariana y cuidar la rica
diversidad devocional. Facilitar un intercambio sereno y abierto con los otros cristianos,
sin perder la propia identidad, puede ayudar igualmente a mejorar las relaciones con
ellos y a superar desconfianzas y enfrentamientos innecesarios.
5. Movidos por el celo apostólico y mirando al bien común, no dejen ustedes de
individuar cuanto entorpece el recto progreso de Colombia, buscando salir al encuentro
de los que se hallan privados de libertad por causa de la inicua violencia. La
contemplación del rostro lacerado de Cristo en la Cruz les ha de impulsar también a
redoblar las medidas y los programas tendentes a acompañar amorosamente y a asistir a
cuantos se hallan probados, de modo peculiar a los que son víctimas de desastres
naturales, a los más pobres, a los campesinos, a los enfermos y afligidos, multiplicando
las iniciativas solidarias y las obras de amor y misericordia en su favor. No olviden
tampoco a quienes tienen que emigrar de su patria, porque han perdido su trabajo o se
afanan por encontrarlo; a los que ven avasallados sus derechos fundamentales y son
forzados a desplazarse de sus propias casas y a abandonar sus familias bajo la amenaza
de la mano oscura del terror y la criminalidad; o a los que han caído en la red infausta
del comercio de las drogas y las armas. Deseo alentarles a proseguir este camino de
servicio generoso y fraterno, que no es resultado de un cálculo humano, sino que nace
del amor a Dios y al prójimo, fuente en donde la Iglesia encuentra su fuerza para llevar
a cabo su tarea, brindando a los demás lo que ella misma ha aprendido del ejemplo
sublime de su divino Fundador.
6. Queridos hermanos en el Episcopado, si la gracia de Dios no lo precede y sostiene, el
hombre pronto flaquea en sus propósitos por transformar el mundo. Por eso, para que la
luz de lo Alto continúe haciendo fecundo el empeño profético y caritativo de la Iglesia
en Colombia, insistan en favorecer en los fieles el encuentro personal con Jesucristo, de
modo que oren sin desfallecer, mediten con asiduidad la Palabra de Dios y participen
más digna y fervorosamente en los sacramentos, celebrados a tenor de las normas
canónicas y los libros litúrgicos. Todo esto será cauce propicio para un idóneo itinerario
de Iniciación Cristiana, invitará a todos a la conversión y a la santidad y cooperará a la
tan necesaria renovación eclesial.
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7. Al terminar este encuentro, pido al Omnipotente que el Nombre de nuestro Señor
Jesús sea glorificado en ustedes, y ustedes en Él (cf. 2 Ts 1,12). A la vez que los pongo
bajo el amparo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, celestial Patrona de
Colombia, les imparto complacido la implorada Bendición Apostólica, como prenda de
paz y alegría en Jesucristo, Redentor del hombre.
14. Redescubrid la belleza de ser cristianos y ser Iglesia.
Domingo 15 de julio de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Estoy muy contento de hallarme entre vosotros hoy para celebrar esta Eucaristía y para
compartir gozos y esperanzas, fatigas y empeños, ideales y aspiraciones de esta
comunidad diocesana. Saludo al señor cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de
Estado y titular de esta diócesis. Saludo a vuestro pastor, monseñor Raffaello Martinelli,
y al alcalde de Frascati, agradeciéndoles las corteses palabras de bienvenida con las que
me han acogido en nombre de todos vosotros. Me alegra saludar al señor ministro, a los
presidentes de la Región y de la Provincia, al alcalde de Roma, a los demás alcaldes
presentes y a todas las distinguidas autoridades. Y estoy muy feliz por celebrar hoy con
vuestro obispo esta misa. Como él ha dicho, durante más de veinte años fue para mí un
fidelísimo y muy capaz colaborador en la Congregación para la doctrina de la fe, donde
trabajó sobre todo en el sector del catecismo y de la catequesis; con gran silencio y
discreción contribuyó al Catecismo de la Iglesia Católica y al Compendio del
Catecismo. En esta gran sinfonía de la fe también su voz está muy presente.
En el Evangelio de este domingo, Jesús toma la iniciativa de enviar a los doce apóstoles
en misión (cf. Mc 6, 7-13). En efecto, el término «apóstoles» significa precisamente
«enviados, mandados». Su vocación se realizará plenamente después de la resurrección
de Cristo, con el don del Espíritu Santo en Pentecostés. Sin embargo, es muy importante
que desde el principio Jesús quiere involucrar a los Doce en su acción: es una especie de
«aprendizaje» en vista de la gran responsabilidad que les espera. El hecho de que Jesús
llame a algunos discípulos a colaborar directamente en su misión, manifiesta un aspecto
de su amor: esto es, Él no desdeña la ayuda que otros hombres pueden dar a su obra;
conoce sus límites, sus debilidades, pero no los desprecia; es más, les confiere la
dignidad de ser sus enviados. Jesús los manda de dos en dos y les da instrucciones, que
el evangelista resume en pocas frases. La primera se refiere al espíritu de
desprendimiento: los apóstoles no deben estar apegados al dinero ni a la comodidad.
Jesús además advierte a los discípulos de que no recibirán siempre una acogida
favorable: a veces serán rechazados; incluso puede que hasta sean perseguidos. Pero
esto no les tiene que impresionar: deben hablar en nombre de Jesús y predicar el Reino
de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios.
La primera lectura proclamada nos presenta la misma perspectiva, mostrándonos que los
enviados de Dios a menudo no son bien recibidos. Este es el caso del profeta Amós,
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enviado por Dios a profetizar en el santuario de Betel, un santuario del reino de Israel
(cf. Am 7, 12-15). Amós predica con gran energía contra las injusticias, denunciando
sobre todo los abusos del rey y de los notables, abusos que ofenden al Señor y hacen
vanos los actos de culto. Por ello Amasías, sacerdote de Betel, ordena a Amós que se
marche. Él responde que no ha sido él quien ha elegido esta misión, sino que el Señor
ha hecho de él un profeta y le ha enviado precisamente allí, al reino de Israel. Por lo
tanto, ya se le acepte o rechace, seguirá profetizando, predicando lo que Dios dice y no
lo que los hombres quieren oír decir. Y esto sigue siendo el mandato de la Iglesia: no
predica lo que quieren oír decir los poderosos. Y su criterio es la verdad y la justicia
aunque esté contra los aplausos y contra el poder humano.
Igualmente, en el Evangelio Jesús advierte a los Doce que podrá ocurrir que en alguna
localidad sean rechazados. En tal caso deberán irse a otro lugar, tras haber realizado
ante la gente el gesto de sacudir el polvo de los pies, signo que expresa el
desprendimiento en dos sentidos: desprendimiento moral —como decir: el anuncio os
ha sido hecho, vosotros sois quienes lo rechazáis— y desprendimiento material —no
hemos querido y nada queremos para nosotros (cf. Mc 6, 11). La otra indicación muy
importante del pasaje evangélico es que los Doce no pueden conformarse con predicar
la conversión: a la predicación se debe acompañar, según las instrucciones y el ejemplo
de Jesús, la curación de los enfermos; curación corporal y espiritual. Habla de las
sanaciones concretas de las enfermedades, habla también de expulsar los demonios, o
sea, purificar la mente humana, limpiar, limpiar los ojos del alma que están oscurecidos
por las ideologías y por ello no pueden ver a Dios, no pueden ver la verdad y la justicia.
Esta doble curación corporal y espiritual es siempre el mandato de los discípulos de
Cristo. Por lo tanto la misión apostólica debe siempre comprender los dos aspectos de
predicación de la Palabra de Dios y de manifestación de su bondad con gestos de
caridad, de servicio y de entrega.
Queridos hermanos y hermanas: doy gracias a Dios que me ha enviado hoy a re-
anunciaros esta Palabra de salvación. Una Palabra que está en la base de la vida y de la
acción de la Iglesia, también de esta Iglesia que está en Frascati. Vuestro obispo me ha
informado del empeño pastoral que más le importa, que en esencia es un empeño
formativo, dirigido ante todo a los formadores: formar a los formadores. Es
precisamente lo que hizo Jesús con sus discípulos: les instruyó, les preparó, les formó
también mediante el «aprendizaje» misionero, para que fueran capaces de asumir la
responsabilidad apostólica en la Iglesia. En la comunidad cristiana éste es siempre el
primer servicio que ofrecen los responsables: a partir de los padres, que en la familia
cumplen la misión educativa con los hijos; pensemos en los párrocos, que son
responsables de la formación en la comunidad; en todos los sacerdotes, en los distintos
ámbitos de trabajo: todos viven una dimensión educativa prioritaria; y los fieles laicos,
además del ya recordado papel de padres, están involucrados en el servicio formativo
con los jóvenes o los adultos, como responsables en Acción Católica y en otros
movimientos eclesiales, o comprometidos en ambientes civiles y sociales, siempre con
una fuerte atención en la formación de las personas. El Señor llama a todos,
distribuyendo diversos dones para diversas tareas en la Iglesia. Llama al sacerdocio y a
la vida consagrada, y llama al matrimonio y al compromiso como laicos en la Iglesia
misma y en la sociedad. Importante es que la riqueza de los dones encuentre plena
acogida, especialmente por parte de los jóvenes; que se sienta la alegría de responder a
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Dios con uno mismo por entero, donando esa alegría en el camino del sacerdocio y de la
vida consagrada o en el camino del matrimonio, dos caminos complementarios que se
iluminan entre sí, se enriquecen recíprocamente y juntos enriquecen a la comunidad. La
virginidad por el Reino de Dios y el matrimonio son en ambos casos vocaciones,
llamadas de Dios a las que responder con y para toda la vida. Dios llama: es necesario
escuchar, acoger, responder. Como María: «Heme aquí, que se cumpla en mí según tu
palabra» (cf. Lc 1, 38).
Aquí también, en la comunidad diocesana de Frascati, el Señor siembra con largueza
sus dones, llama a seguirle y a extender en el hoy su misión. También aquí hay
necesidad de una nueva evangelización, y por ello os propongo que viváis intensamente
el Año de la fe que empezará en octubre, a los 50 años de la apertura del concilio
Vaticano II. Los documentos del Concilio contienen una riqueza enorme para la
formación de las nuevas generaciones cristianas, para la formación de nuestra
conciencia. Así que leedlos, leed el Catecismo de la Iglesia católica y así redescubrid la
belleza de ser cristianos, de ser Iglesia, de vivir el gran «nosotros» que Jesús ha formado
en torno a sí, para evangelizar el mundo: el «nosotros» de la Iglesia, jamás cerrado, sino
siempre abierto y orientado al anuncio del Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas de Frascati: estad unidos entre vosotros y al mismo
tiempo abiertos, misioneros. Permaneced firmes en la fe, arraigados en Cristo mediante
la Palabra y la Eucaristía; sed gente que ora para estar siempre unidos a Cristo, como
sarmientos a la vid, y al mismo tiempo id, llevad su mensaje a todos, especialmente a
los pequeños, a los pobres, a los que sufren. En cada comunidad quereos entre vosotros;
no estéis divididos, sino vivid como hermanos, para que el mundo crea que Jesús está
vivo en su Iglesia y el Reino de Dios está cerca. Los patronos de la diócesis de Frascati
son dos apóstoles: Felipe y Santiago, dos de los Doce. A su intercesión encomiendo el
camino de vuestra comunidad, para que se renueve en la fe y dé de ella claro testimonio
con las obras de la caridad. Amén.
15. Los laicos: «corresponsables» del ser y del actuar de la Iglesia..
Mensaje del santo padre al Foro Internacional de la Acción Católica
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 5 septiembre 2012 (ZENIT.org).-
Al venerado hermano Monseñor Domenico Sigalini,
Consejero general del Foro internacional de Acción Católica
Con ocasión de la VI Asamblea ordinaria del Foro internacional de Acción Católica,
deseo dirigirle un cordial saludo a usted y a todos los que participan en ese significativo
encuentro, y de modo particular al coordinador del Secretariado, Emilio Inzaurraga, a
los presidentes nacionales y a los consejeros. Saludo en especial al obispo de Iasi,
monseñor Petru Gherghel, y a su diócesis, que acogen este encuentro eclesial durante el
cual estáis llamados a reflexionar sobre la «corresponsabilidad eclesial y social».
Se trata de un tema de gran importancia para el laicado, que resulta muy oportuno en la
inminencia del Año de la fe y de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos sobre
la nueva evangelización. La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad
especialmente respecto al papel de los laicos en la Iglesia, que no se han de considerar
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como «colaboradores» del clero, sino como personas realmente «corresponsables» del
ser y del actuar de la Iglesia. Es importante, por tanto, que se consolide un laicado
maduro y comprometido, capaz de dar su contribución específica a la misión eclesial, en
el respeto de los ministerios y de las tareas que cada uno tiene en la vida de la Iglesia y
siempre en comunión cordial con los obispos.
Al respecto, la constitución dogmática Lumen gentium define el estilo de las relaciones
entre laicos y pastores con el adjetivo «familiar»: «De este trato familiar entre los laicos
y los pastores se pueden esperar muchos bienes para la Iglesia; actuando así, en los
laicos se desarrolla el sentido de la propia responsabilidad, se favorece el entusiasmo, y
las fuerzas de los laicos se unen más fácilmente a la tarea de los pastores. Estos,
ayudados por laicos competentes, pueden juzgar con mayor precisión y capacidad tanto
las realidades espirituales como las temporales, de manera que toda la Iglesia,
fortalecida por todos sus miembros, realice con mayor eficacia su misión para la vida
del mundo» (n. 37).
Queridos amigos, es importante ahondar y vivir este espíritu de comunión profunda en
la Iglesia, característica de los inicios de la comunidad cristiana, como lo atestigua el
libro de los Hechos de los Apóstoles: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y
una sola alma» (4, 32). Sentid como vuestro el compromiso de trabajar para la misión
de la Iglesia: con la oración, con el estudio, con la participación en la vida eclesial, con
una mirada atenta y positiva al mundo, en la búsqueda continua de los signos de los
tiempos. No os canséis de afinar cada vez más, con un serio y diario esfuerzo formativo,
los aspectos de vuestra peculiar vocación de fieles laicos, llamados a ser testigos
valientes y creíbles en todos los ámbitos de la sociedad, para que el Evangelio sea luz
que lleve esperanza a las situaciones problemáticas, de dificultad, de oscuridad, que los
hombres de hoy encuentran a menudo en el camino de la vida.
Guiar al encuentro con Cristo, anunciando su mensaje de salvación con lenguajes y
modos comprensibles a nuestro tiempo, caracterizado por procesos sociales y culturales
en rápida transformación, es el gran desafío de la nueva evangelización. Os animo a
proseguir con generosidad vuestro servicio a la Iglesia, viviendo plenamente vuestro
carisma, que tiene como rasgo fundamental asumir el fin apostólico de la Iglesia en su
globalidad, en equilibrio fecundo entre Iglesia universal e Iglesia local, y en espíritu de
íntima unión con el Sucesor de Pedro y de activa corresponsabilidad con los pastores
(cf. Apostolicam actuositatem, 20).
En esta fase de la historia, a la luz del Magisterio social de la Iglesia, trabajad también
para ser cada vez más un laboratorio de «globalización de la solidaridad y de la
caridad», para crecer, con toda la Iglesia, en la corresponsabilidad de ofrecer un futuro
de esperanza a la humanidad, teniendo también la valentía de formular propuestas
exigentes. Vuestras asociaciones de Acción Católica se glorían de una larga y fecunda
historia, escrita por
valientes testigos de Cristo y del Evangelio, algunos de los cuales han sido reconocidos
por la Iglesia como beatos y santos. Siguiendo su ejemplo, estáis llamados hoy a
renovar el compromiso de caminar por la senda de la santidad, manteniendo una intensa
vida de oración, favoreciendo y respetando itinerarios personales de fe y valorizando las
riquezas de cada uno, con el acompañamiento de sacerdotes consiliarios y de
responsables capaces de educar en la corresponsabilidad eclesial y social.
Que vuestra vida sea «transparente», guiada por el Evangelio e iluminada por el
encuentro con Cristo, amado y seguido sin temor. Asumid y compartid los programas
¡Venga tu Reino!
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pastorales de las diócesis y de las parroquias, favoreciendo ocasiones de encuentro y de
sincera colaboración
con los demás componentes de la comunidad eclesial, creando relaciones de estima y de
comunión con los sacerdotes, con vistas a una comunidad viva, ministerial y misionera.
Cultivad relaciones personales auténticas con todos, comenzando por la familia, y
ofreced vuestra disponibilidad a la participación, en todos los niveles de la vida social,
cultural y política, buscando siempre el bien común.
Con estos breves pensamientos, a la vez que os aseguro mi afectuoso recuerdo en la
oración por vosotros, por vuestras familias y por vuestras asociaciones, de corazón
envío a todos los participantes en la asamblea la bendición apostólica, que de buen
grado extiendo a las personas con quienes os encontréis en vuestro apostolado diario.