procesos espaciales (2007)

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“Procesos espaciales y ciudad en la historia colonial rioplatense.”, en FERNÁNDEZ, Sandra Más allá del territorio. La historia regional y local como problema. Discusiones, balances y proyecciones, Prohistoria, Rosario, 2007, pp. 95-107 – ISBN 987-22462-0-3.

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Procesos espaciales y ciudad en la historia colonial rioplatense1

DARÍO G. BARRIERA Los alrededores de la casa, barrio, vecindades, que veo y por donde camino, por años y años los he creado en alegría y tristeza; con tantas circunstancias, tantas cosas han llegado a ser todo mi sentimiento poético.

Kavafis Aldea pequeña no engendró pequeña historia Recientemente se ha publicado un libro sobre los primeros años de vida de la ciudad de Buenos Aires. La pequeña aldea...2, tal su título, cumple acabadamente con el propósito que todos perseguimos al editar un trabajo: como lo señala –con mejores y más bellas palabras– Raúl Fradkin en el prólogo, el autor de este libro ha logrado transmitir en él, con solvencia y nitidez, una imagen beneficiada del Buenos Aires tempranocolonial. Pero la publicación de La pequeña aldea... es un acontecimiento importante, más allá de la bien ganada satisfacción que puede legítimamente sentir su autor. Y lo es por varios motivos: porque actualiza la discusión sobre un periodo de la historia rioplatense poco visitado, porque encara con seriedad los problemas espaciales –realizando una contribución importante sobre todo en el plano del análisis de las espacialidades indígenas– y porque, como todo buen libro, abre más problemas de los que cierra. Estos puntos de interés merecen ampliarse y son el disparador de los párrafos que siguen. En primer lugar, esta publicación presenta en formato de libro un cuadro con los trazos de por sí ya atractivos que se conocían de la producción de su autor bajo la forma de artículos editados en revistas especializadas. Aquellas pinceladas dejaban con ganas de ver más, y he aquí una obra terminada. Este cuadro también contiene brochazos de otros maestros, lo que nos permite ver también en él un momento actualizado de la manufactura colectiva de una línea de trabajo que ha hecho mella en nuestra concepción de la historia rioplatense. Observándolo con cierta perspectiva, puede advertirse la influencia de los estudios de Ceferino Garzón Maceda y la elaboración de aquella imagen fuertemente mediterránea del “espacio peruano” facturada por Carlos S. Assadourian; aunque también la versión más “atlantizada” de ese mismo espacio, que despuntaba en las contribuciones pioneras de Juan Carlos Garavaglia, Jorge Gelman, Zacarías Moutoukias y de Eduardo Saguier.3 En muchos sentidos, el trabajo de González Lebrero es tributario de las líneas abiertas por ellos y, en lo que concierne a la historia de aquella Buenos Aires de “beneméritos y confederados”, de vaqueadores, productores incipientes y comerciantes portugueses, constituye un digno corolario provisorio. Su condición de corolario deriva del aprovechamiento, de la actualización y, en ciertos párrafos, de la profundización de aquellos aportes. La de su carácter provisorio, obviamente, del estatuto mismo del conocimiento histórico, siempre circunstancial, interino y expectante de nuevas escrituras. La postal con la que el autor inaugura sus conclusiones es una síntesis apretada y acertada de la imagen que el libro contribuye a fijar e invita a superar. Allí puede leerse:

1 Trabajo publicado originalmente en la revista Prohistoria, Vol. VI, núm. 6, Rosario, 2002, pp. 153-164. 2 GONZÁLEZ LEBRERO, Rodolfo La pequeña aldea. Sociedad y economía en Buenos Aires (1580-1640), Biblos, Buenos Aires, 2002, 198 pp. 3 El lector del libro encontrará seguramente cierta similitud en los nombres referidos (aunque no en la formulación del diagnóstico) con lo expresado por Raúl Fradkin en el prólogo del mismo. He ensayado algunas explicaciones sobre el tema en BARRIERA, Darío “Atributos ausentes, avisos mudos, oídos sordos: la problemática de las formas del poder político en los estudios dedicados al área rioplatense durante el período colonial temprano (siglos XVI y XVII)”, en Hablemos de Historia, Año I, núm. 1, UADER, Paraná, 2001, pp. 91-103.

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“...en el Río de la Plata la sociedad hispánica modificó de manera progresiva el entorno preexistente adaptándolo a sus necesidades pero, al mismo tiempo, los diferentes intereses económicos debieron adaptarse, transformándose, a las condiciones del medio en el que desarrollaron sus actividades. Si la ‘pobreza de la tierra’ desalentó a los primeros pobladores, afanados en encontrar metales preciosos que sustentaran una vida holgada, diversos factores convergentes permitieron a sus vecinos desarrollar una importante actividad mercantil que los ubicaría con rapidez en un vértice nada desdeñable del espacio peruano. Después de todo, el río que prometía un camino fácil a la bienaventuranza haría honor a su nombre aunque de una manera menos directa que la soñada: el Plata no condujo a fabulosas minas que enriquecieran a sus conquistadores pero atrajo hacia él al menos parte de la producción de plata de Potosí.” (p. 173)

Pero si el párrafo escogido sirve como síntesis, es también, como toda síntesis, sesgada y mezquina. La pequeña aldea... da cuentas del trabajo de un historiador sensible a la articulación de tres dimensiones no siempre presentes en los estudios sobre ciudades o sociedades tempranocoloniales. La preocupación por articular en la comprensión histórica las contribuciones de la Arqueología, de los enfoques espaciales y de los estudios acerca de las interacciones entre las culturas en pugna en el marco de un medio biótico que los constriñe y es transformado, constituye la credencial más importante del libro. El autor se apoya sobre una plataforma de obras de las cuales sin dudas se ha beneficiado, pero es necesario marcar que la articulación de las inquietudes antes mencionadas en el panorama de una concepción marcadamente constructivista de la historia social, conforma otro de los aportes que no ocupan un lugar secundario a la hora del balance. Por este motivo, González Lebrero rinde tributo a contribuciones precedentes sobre el tema al mismo tiempo que su trabajo se distingue con claridad de ellas. El esfuerzo por conectar información arqueológica con referencias de viajeros, cronistas y fuentes oficiales oficia de soporte para la construcción de un extenso primer capítulo, que plantea el choque de la conquista como un problema complejo. Alguna de las afirmaciones que realiza sobre las características de los grupos humanos originarios abre seguramente caminos para la polémica.4 La segunda parte del capítulo, sobre la cual prefiero detenerme, ofrece materiales y reflexiones tan originales como pertinentes. Siguiendo la línea divulgada por Alfred Crosby,5 González Lebrero analiza e interpreta las transformaciones bióticas durante la coyuntura de la invasión y conquista españolas del Río de la Plata, en clave de experiencias espaciales. El diseño se puede esquematizar en cuatro entradas: desbalance en la relación fauna-predadores, superación de la ecuación predatoria (el grupo hispánico orienta sus relaciones hacia alianzas con grupos que practicaban agricultura incipiente), modificación del equilibrio ecológico por los animales europeos (donde destaca la consideración de la “competencia desigual por el alimento” entre los herbívoros autóctonos y los recién llegados) e impactos de la construcción de la ciudad sobre la vegetación (uso de los bosques, desplazamiento de especies autóctonas por la vid, los frutales y cereales, ablandamiento del pasto por parte de los animales). A esta propuesta ya de por sí compleja e innovadora,6 le sigue el análisis de lo que el autor denomina el “desplazamiento y la desestructuración de los espacios indígenas”: aquí los tópicos son menos novedosos. La atención se enfoca sobre la violencia guerrera, el secuestro de mujeres, el papel de las epidemias y los efectos de repartos y reducciones. Es destacable en este punto la sensibilidad hacia la dimensión política ínsita, por ejemplo, en el cruce de linajes indios, que afectara severamente las organizaciones jerárquicas indígenas (generando problemas en el interior de las comunidades tanto como pleitos entre encomenderos). Si el primer capítulo carga las tintas sobre los aspectos espaciales y bióticos, el segundo es donde González Lebrero despliega su visión sobre la espacialización efectiva, en términos hispánicos, del área rioplatense. Allí aparecen con claridad tanto los parámetros políticos de construcción de un territorio como los flujos de recursos y de intercambios en los cuales se involucró el nuevo núcleo urbano llamado

4 Cfr. CERUTI, Carlos “Ríos y praderas: los pueblos del litoral”, en TARRAGÓ, Myriam –directora– Nueva Historia Argentina. Los pueblos originarios y la conquista, Tomo I, Sudamericana, Buenos Aires, 2000, pp. 105-146. CERUTI, Carlos y RODRÍGUEZ, Jorge A. “Las tierras bajas del Nordeste y litoral mesopotámico”, en ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA –editora– Nueva Historia de la Nación Argentina. La Argentina aborigen: conquista y colonización, Vol. 1, Planeta, Buenos Aires, 1999, pp. 109-133. 5 CROSBY, Alfred Imperialismo ecológico, Crítica, Barcelona, 1988; El intercambio transoceánico. Consecuencias biológicas y culturales a partir de 1492, México, 1991. 6 En Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense: 1700-1830, De la Flor, IEHS, UPO, Buenos Aires, 1999, 385 pp., así como en algunos artículos previos a la edición de este libro, Juan Carlos Garavaglia ha puesto en marcha una verdadera línea de trabajo sobre el particular, focalizando sobre todo en el siglo XVIII; no obstante, y hasta donde alcanza la información que tengo disponible, no se han editado libros que sinteticen estas preocupaciones para el periodo cubierto por González Lebrero.

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Buenos Aires. El análisis de la superposición de proyectos de Oidores, Virreyes, Adelantados y Gobernadores, aunque presenta algunas lagunas, es correcto; no por falta de exhaustividad cae el autor en errores. El tercero y el más extenso de los capítulos del libro profundiza, siempre por la vía constructivista, el examen de los elementos claves de la organización hispánica del espacio urbano y de su hinterland. Aquí entraríamos ya en la letra fina, pero no es este el foro adecuado donde extenderse sobre los aciertos (varios) y contrasentidos (sobre todo pp. 90 y 91) en el análisis sobre la población portuguesa, el tipo de uso que realiza sobre las fuentes provenientes de la Iglesia o lo discutible del marco adoptado para considerar los efectos espaciales de la traza urbana. Tampoco lo es para cavilar sobre las ponderaciones de las cifras de ganado cimarrón o lamentar, por ejemplo, que unas cuantas afirmaciones fuertes no cuenten con la adecuada referencia al repositorio sobre el que se apoyan. Me interesa, al contrario, proponer algunas líneas de discusión sobre el núcleo duro del libro, que no es otro que el de la construcción de un espacio fronterizo en las márgenes del Imperio hispánico. Sobre el vocabulario y los conceptos Como preludio a la exposición de los fundamentos sobre los cuales apoyar la discusión, parece prudente explicar el alcance de algunos conceptos que aquí se utilizan, y su valor heurístico en función del área y periodo bajo análisis: cuando hacia finales del siglo XV y comienzos del XVI se abrió el extenso proceso de invasión, conquista y colonización de las tierras transoceánicas por parte de sociedades europeas, arrancó también otro tortuoso y violento capítulo en la historia de los choques entre civilizaciones. Cada una de ellas –múltiples, dado que no puede considerarse que las “americanas” constituyeran una sola– disponía de sus propios regímenes económicos, políticos, religiosos y, por supuesto, de su propia manera de interpretar y comprender el mundo. En este sentido, cuando el historiador realiza sus análisis e interpretaciones, introduce una conceptualización que, de hecho, pertenece a su propio universo cultural. Esta situación está presente incluso en los esfuerzos cercanos a la hermenéutica, que proponen comprender las culturas en sus propias claves.7 Así, cuando utilizamos herramientas intelectuales (conceptos) estamos sin duda haciendo elecciones de sentido que producen consecuencias que no deben ser evitadas, sino asumidas. El que los sistemas interpretativos de los pueblos indígenas americanos no se hayan dado en las coordenadas del racionalismo occidental no ha impedido –ni debe impedir– que se puedan analizar, como lo hace González Lebrero, los “usos del espacio”, o las “transformaciones bióticas” experimentadas por esas comunidades y sus hábitat con conceptos ajenos al universo que se analiza. No me parece que haya aquí violencia alguna. En tal caso, puede advertirse la presencia de la regulación de la producción del conocimiento científico: esto se propone de tal manera porque hoy es posible –hay consenso para– hacerlo de esta forma. El punto al que quiero llegar es al de la precisión de algunos conceptos que tienen que ver con el análisis de fenómenos espaciales –procesos sociales, siempre temporales, que impactan o inciden sobre un sitio, modificándolo– en un tiempo y en unas áreas específicas.8 Cuando se realizaron los acuerdos entre los Reyes Católicos y el Papa Alejandro VI, el centro de la concesión papal expresada en la bula fue la cesión de una jurisdicción temporal a favor de la Corona de Castilla y Aragón, y la retención de una jurisdicción espiritual, en la Santa Sede: pero, ¿sobre qué? Sobre las tierras que se pudieran anexar a la Corona, lo que allí hubiere plantado y sobre sus ocupantes.9

7 Me refiero aquí a lo que sucede incluso con la tradición hermenéutica dentro de las ciencias sociales, desde la historia conceptual de Koselleck hasta la antropología interpretativa de Clifford Geertz, quien “filtra” para antropólogos e historiadores algunas de las proposiciones de Hans Gadamer. Cfr. al respecto las discusiones sostenidas sobre el punto en los conocidos trabajos del propio Geertz y de G. Levi (“Los peligros del geertzismo”) incluidos en HOURCADE, Eduardo, GODOY, Cristina y BOTALLA, Horacio Luz y contraluz de una historia antropológica, Biblos, Buenos Aires, 1995. 8 El itinerario del concepto de “espacio” amerita algunos volúmenes aparte. Entre los historiadores, puede decirse generalizando, esto hace referencia al “terreno”, conceptualizado de diversas maneras. Llamaría la atención de no pocos colegas que, entre los geógrafos, el término “geografía espacialista” haga referencia, por ejemplo, a una línea teórica con un fuerte predominio de modelos matemáticos, con tendencia a la geometrización y la abstracción. Es, como decía, un terreno árido que amerita largas discusiones. Hace pocos años, en función de resolver la absurda dicotomía “tiempo/espacio”, Immanuel Wallerstein proponía utilizar solamente el concepto de “las realidades del TiempoEspacio” como “...ingrediente fundamental de nuestro mundo geohistórico”. Sus argumentos son perfectamente pertinentes, sin embargo, el uso no se ha estandarizado. No obstante, y aunque el llamado de atención del Wallerstein parezca montado sobre una obviedad, es interesante constatar la pervivencia tozuda de las divisiones disciplinares heredadas del positivismo, con las cuales obviamente convivimos. Al respecto de la propuesta mencionada véase WALLERSTEIN, Immanuel Unthinking social science. The limits of nineteenth-century paradigms, Cambridge-Oxford, 1991, capítulo 10. 9 La bibliografía al respecto es inconmensurable; de todos modos, las fuentes que plantean los términos que aquí recupero son las Bulas Inter coetera, del 3 de mayo de 1493, donde se hacía donación a los Reyes Católicos de las tierras situadas al occidente que no pertenecieran a otros príncipes cristianos; la Bula Eximiae devotionis (3 de mayo de 1493) ratificó y clarificó las concesiones hechas a los Reyes de Castilla por la anterior. La Segunda Bula Inter coetera, del 4 de mayo de 1493, fijó una línea demarcatoria entre los “territorios” pertenecientes a España y Portugal, situada a cien leguas al oeste de las islas Azores y Cabo Verde. Dado que la latitud de ambos archipiélagos es diferente, la línea no era derecha y no se podía utilizar un meridiano para precisar la

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Para comenzar a determinar cuáles serían los conceptos adecuados me apoyo en esta documentación por dos motivos: en primer lugar, los mismos fueron más que “la base jurídica” de la incorporación de las tierras americanas como “reinos de indias” al Orbe hispánico, dado que componían la trama pactista sobre la que se asentó la construcción política, elemento de la cultura que se proponía como regla de juego. En segundo lugar, en esas fuentes (en esa cultura) existen elementos que permiten confrontar y ubicar el significado de los conceptos en uso. Las mencionadas bulas otorgaban a los Reyes de “Castilla, León, Aragón y Granada” jurisdicción sobre “...tierras e islas y también a sus pobladores y habitantes...”; el texto de la primera Inter Caetera decía, por lo demás “dominio” sobre ellas. Las bulas fueron ofrecidas a los Reyes después de haber llegado las noticias del primer viaje de Cristóbal Colón.10 El texto de la Bula contemplaba no sólo la dimensión jurídica sino también la judicial: se hacía allí expresa alusión a que cualquier copia del mismo suscrita por un notario público o sellada por alguna persona investida de dignidad o una curia eclesiástica, goce de “...valor probatorio en un juicio o fuera de él...”. La donación debe entenderse, además, en sus términos: tenía una contraparte, cosa poco comprensible si se apela al repertorio jurídico liberal.11 El recurso a este texto no tiene pretensión erudita: sobre él se edificó la efectiva construcción política de las tierras americanas como territorios, es decir, como reinos de indias. Estas “tierras e islas”, en primer lugar, fueron “territorializadas”, junto con sus gentes: desde luego, desde la perspectiva del invasor, quien demostró disponer de los recursos para imponer las reglas del juego. ¿Qué autoriza a considerar la perspectiva del invasor en la trama de construcciones conceptuales?: el éxito de su empresa. No existe posibilidad de comprender la historia americana sin tomar seriamente en cuenta ese (amargo) dato. El punto de vista coincide, entonces, con el impuesto por la marcha del proceso: desde el mismo puede afirmarse que, para el siglo XVI y desde la perspectiva de la Corona, las tierras americanas ya eran territorios. Pero este criterio no es útil si el espacio-tiempo en estudio son los procesos espaciales del siglo XIX, cuando la problemática del territorio estaba ligada a la construcción del Estado nacional y, por lo tanto, vinculada no sólo con la cuestión de la jurisdicción sino con la del control efectivo sobre las jurisdicciones. Así, los conceptos no son evolutivos: son temporales, son temporalmente válidos, pero no progresan. Adquieren sentido solamente en configuraciones precisas. En 1937, O’Gorman había puesto esto en palabras confusas, que de todos modos dejan una enseñanza: afirmaba que en un estado nacional de tipo confederal, como el mexicano

“...la fijación de límites precisos es indispensable puesto que las entidades integrantes del territorio son personas jurídicas con derecho de soberanía sobre la extensión de su territorio. En la Colonia no fue lo mismo, y bastaba la enumeración de las cabeceras, con la lista de los pueblos, villas y rancherías sujetos a ellas.”12

La frase permite avanzar, en tal caso, sobre la diferencia de naturaleza que existe entre uno y otro tipo de territorialidad. Mientras que la primera, de tipo antiguo, se basaba en vínculos contractuales entre el príncipe, los virreinatos, las gobernaciones y sus términos (entre los cuerpos de la monarquía), en la segunda, la ficción de los derechos individuales y de la soberanía del pueblo funciona como soporte filosófico del establecimiento de unos criterios de delimitación que, en realidad, persiguen la función control de la nueva forma de poder político, el Estado nacional. O’Gorman se equivocaba luego al afirmar que la moderna es de derecho y la antigua es de hecho: ambas son de derecho. Lo que cambia es la naturaleza del vínculo contractual, por la aparición en primer plano de la revolución de la soberanía y del individuo. En las monarquías agregativas de la edad moderna, el problema central no era, como en el siglo XIX, el del “control” del territorio, sino el de la “conservación” de los reinos. Son dos problemas diferentes, que corresponden a dos periodos de la historia occidental completamente disímiles y que, por lo demás, se nutrían de y nutrieron a reflexiones y concepciones sobre la política completamente

demarcación. Ello daría origen al Tratado de Tordesillas de 1494. La Bula Piis fidelium, del 25 de junio del mismo año, concedió a fray Bernardo Boil amplias facultades espirituales, a quien los reyes luego enviaron a encabezar la evangelización en el Nuevo Mundo. Y la Bula Dudum siquidem, del 26 de septiembre de 1493, que precisó el dominio castellano sobre las tierras que se descubriesen más allá de las encontradas por Colón. 10 Según las mismas, se “...encontraron ciertas islas lejanísimas y también tierras firmes que hasta ahora no habían sido encontradas por ningún otro, en las cuales vive una inmensa cantidad de gente...”. La concesión del dominio de estas tierras –“...os donamos concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León...”– se hizo “...junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias...”. 11 Alejandro VI agregó que “Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destineis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes.” 12 O’GORMAN, Edmundo Historia de las divisiones territoriales de México, 6ta. ed., Porrúa, México, 1985, [1937], p. 3.

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diversas.13 Los términos en que se expresaba la política en la monarquía hispánica hasta finales del siglo XVIII eran católicos. Durante el proceso de las revoluciones y contrarrevoluciones burguesas (1789-1848) se destruyeron las bases del Antiguo Régimen y emergieron sociedades apoyadas en bases enteramente nuevas: en este marco se produjo el proceso que Bartolomé Clavero ha denominado de “revolución jurídica” y el nuevo universo al que las mismas otorgaban sentido era constitucional y burgués. Y se apoyó sobre las ruinas del otro.14 En segundo lugar viene la cuestión de la “espacialización”. Hasta ahora, los fenómenos sobre los que se ha llamado la atención son principalmente jurídicos. Por lo tanto, es a partir de textos de inspiración jurídica (de una antropología jurídica) desde donde se delimitará aquí el alcance de la construcción de un “espacio”. Aunque no exclusivamente. En su Visperas del Leviatán, António Manuel Hespanha ofrecía una definición tan acotada como suficiente: el espacio es la extensión organizada.15 La extensión –las “islas y tierra firme”– formaba parte de territorios (tierras asignadas a una jurisdicción política, vinculadas con un conjunto político dotante de sentido territorial) pero podían no ser espacios. ¿Desde qué punto de vista?: desde luego, desde el punto de vista del que organiza. De esta manera, y esto es muy claro por ejemplo en los cronistas del siglo XVII, las sierras, valles y ríos al sur de los valles calchaquíes (noroeste de la actual República Argentina), eran evidentemente terreno de experiencia, medio físico con sentido –un espacio– para los pueblos denominados comechingones. El sur de la mesopotamia tenía también su sentido para los guaraníes; no cabe duda de que, según los términos de nuestros análisis contemporáneos, constituían para ellos un espacio. Formaban parte de un conjunto significativo para los grupos humanos que se relacionaban en ellos. Pero el europeo no percibió como “espacializados” estos territorios que estaban organizados bajo un orden que no comprendían (como sí comprendían la organización de ciudades con centros ceremoniales que articulaban la vida religiosa y política a un tiempo, por ejemplo). Es por esto que cuando se habla del proceso de espacialización (de organización) desde el punto de vista europeo se habla, siguiendo a Le Goff, de un proceso de “occidentalización del espacio”:16 aquellos territorios organizados según una cierta lógica que, desde el punto de vista del invasor, debían ser significados, organizados, nuevamente. Este fenómeno no cupo dentro de los términos negociables y, por lo tanto, se utilizó la violencia, otro de los elementos constitutivos de la política.17 La relación entre espacio (organización), violencia, civilización, política y religión no es gratuita: estaba contenida en los términos de la contraprestación que obligaba a los Reyes Católicos en la Bula; y no es importante porque estaba allí. Estaba allí porque era constitutiva de la civilización occidental, incluso antes del cristianismo. Cuando Alejandro VI indicaba que se debía instruir a los pobladores de las islas y tierras firmes descubiertas en la “fe católica” no escindía las “buenas costumbres”. La tradición judeo-cristiana (heredera de la grecolatina), articulaba en la vida en policía –en rigor, la organización de la población en torno al eje de la plaza, los símbolos de la religión, el gobierno y la justicia– el ideal de la ciudad terrestre, que, cabe decirlo, era bastante más que un ideal. La semántica de “política” en los términos actuales no existía en el siglo XVI, su significante era policía.18 El nudo gordiano de la policía y de la doctrina era la ciudad; su forma específicamente indiana, la división de la población en “república de españoles” y “repúblicas de indios”. Esta división trascendía incluso la ubicación física: en ciudades en que las dos “repúblicas” no estaban físicamente separadas, igualmente existían; allí era, sobre todo, jurídica. Aquella policía era profundamente tributaria de la teología cristiana. La conquista hispánica en el Río de la Plata En primer término, parece necesario recordar lo siguiente: cada vez que los españoles encararon la invasión, conquista y ocupación efectiva del litoral paranaense-rioplatense desde el sur, fracasaron. El litoral fue primero incluido jurisdiccionalmente bajo la égida de la sede de gobernación asunceña –en solapamiento con la más abarcativa Lima, capital del virreinato creado en 1534– y espacializado después (a partir de las negociaciones con y la imposición violenta a tribus originarias en la disputa por el control

13 Cfr. los trabajos de Conrad Russell, Alberto De la Hera, Xavier Gil Pujol y Paul Monod en RUSSELL, Conrad y ANDRÉS-GALLEGO, José –editores– Las monarquías del Antiguo Régimen ¿monarquías compuestas?, Universidad Complutense, Madrid, 1996. 14 CLAVERO, Bartolomé “Política de un problema: la revolución burguesa”, en CLAVERO, Bartolomé et ál. Estudios sobre la revolución burguesa en España, Siglo XXI, Madrid, 1979, pp. 42-43. 15 HESPANHA, António Manuel Vísperas del Leviatán. Instituciones y poder político. Portugal -siglo XVII, Taurus, Madrid, 1990, p. 77. 16 Quien considera al “occidente medieval” como una unidad civilizatoria cuya organización reposa sobre la base común de la construcción de una sociedad en términos cristianos. Cfr. LE GOFF, Jacques La civilización del occidente medieval, Juventud, Barcelona, 1969, entre otros. 17 Al respecto véase ARENDT, Hanna De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1995; y ¿Qué es la política?, Paidós, Barcelona, 1997, 156 pp. 18 COVARRUBIAS, Sebastián de Tesoro de la Lengua Castellana, 1611.

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sobre la extensión) de norte a sur y de noroeste a sudeste. Esto es nítido y hay que enfatizarlo: el área se organizó a contrapelo de la letra de las Capitulaciones regias, y los agentes operaron desde una dinámica localizada sobre bastiones de occidentalización del espacio, sin observar la lógica de la proximidad ni la de una lectura administrativa del espacio. Los contrastes entre los procesos imaginados y cartografiados por los cosmógrafos y cartógrafos de la monarquía con la práctica de la conquista y colonización efectiva son brutales. Mientras que la Monarquía imaginaba jurisdicciones “horizontales”, basadas en cortes meridionales, la extensión sudamericana se espacializaba a partir de los recorridos concretos de los agentes y los frentes de disputa que le planteaban las comunidades indígenas, siguiendo el diseño propuesto por los caminos ensayados para arribar al país de la plata. Un buen ejemplo de aquellas decisiones administrativas tomadas “desde arriba”, que no mellaron el territorio, puede extraerse de las pergamíneas gobernaciones de Alcazaba (1534) o de Diego Centeno (1548), existentes como concesiones, pero sin consecuencias espaciales ni políticas en el área.19 La práctica efectiva de la conquista y la colonización –es decir, dos dimensiones de interacción con los otros, interacción asimétrica que, a través de la fuerza conseguía imponer la dominación política y la dirección del flujo de la renta– generaban, desde el punto de vista de los occidentales, espacios que no coincidían, desde ya, con los territorios. Se creaban jurisdicciones y se investían justicias con base en los territorios, pero la acción, las relaciones sociales y las direcciones del flujo producto de esas relaciones, generaban espacios que atravesaban, unían, articulaban y hasta producían cuestionamientos sobre la disposición territorial de la monarquía en sus provincias americanas.20 Se puede decir que el espacio colonial tenía una dinámica que desbordaba los territorios provinciales. Pero también es preciso señalar que los procesos de territorialización y espacialización¸ analíticamente diferentes y diferenciables, coincidían temporalmente, aunque sus desarrollos señalaran tendencias hacia formas que, cartográficamente, podían estar reñidas entre sí. En La pequeña aldea..., González Lebrero está sobre una buena pista cuando considera a las distancias y a las fronteras como asuntos atinentes menos a las matemáticas que a las relaciones sociales, pero en la composición final este rasgo se diluye frente a la centralidad que adquiere en su mirada la composición de lugar realizada a partir de la erección de Buenos Aires, objeto de su estudio. En este sentido, hubiera sido deseable dedicar una mayor atención a los vínculos, apenas señalados, con la ciudad de Santa Fe durante los primeros años, tanto como al recorrido de Juan de Garay, cuyo itinerario habla a las claras sobre el trazado de proyectos ambiciosos, contradictorios y que muestran que la secuencia del proceso fue esencialmente conflictiva. Desde este punto de vista, su estudio queda algo desconectado de las direcciones impuestas por el proceso de espacialización tal y como se dio históricamente en el área. En segundo lugar, existe en el libro una vacilación teórica que, por lo demás, es tácita. Aunque parece haber adoptado el marco regional como clave de análisis de la construcción de un espacio, el autor utiliza (¿como sinónimos?) ora la idea de espacio económico, ora la vía de la región organizada en torno del mercado (o de los distintos mercados, según vaya el fragmento en cuestión por la vía comprensiva o la explicativa). En este sentido, no solamente no inaugura nuevas vías de reflexión –permanece atrapado entre las claves estructuralistas de la teoría perrouxiana21 heredada vía Assadourian22 y las neoestructuralistas de la tácita pero omnipresente ciencia regional23– sino que, además, hay que lamentar la ausencia de una discusión teórica explícita, en donde pudieran verse con mayor claridad cuáles fueron las elecciones del autor que, como queda dicho, deben inferirse, en estos dos últimos capítulos, del resultado final. En tercer lugar, tanto en lo que concierne a la espacialización como a la integración “regional”, vía los distintos circuitos que conducían los flujos del intercambio, que atravesaban y eran atravesados por la actividad de esta nueva ciudad, el diseño es excelente. Sin embargo, en el mismo, queda la sensación de que el autor concibe a las prácticas políticas como fenómenos “casi” derivados de la organización económica. He dudado en introducir esta observación, pero una nueva lectura del escrito me ha disuadido de no plantearla: si la fase organizativa del espacio peruano con su frente atlántico culmina (y no comienza, como es evidente) con el impulso que da el “polo de desarrollo” potosino sobre todo desde la

19 Véase NOCETTI, Oscar y MIR, Lucio La disputa por la Tierra. Tucumán, Río de la Plata y Chile, (1531-1822), Sudamericana, Buenos Aires, 1997, pp. 21 y 69. 20 Así lo hacían los agentes, explicando muchas veces las razones espaciales por las cuales creían inconveniente estar sometidos a tales o cuales jurisdicciones territoriales. Capitulares de Buenos Aires, por ejemplo, solicitaban a comienzos del siglo XVII, que su tribunal de alzada fuera la Real Audiencia de Santiago de Chile y no la de Charcas. BARRIERA, Darío Vers une histoire politique configurationnelle. Conquérants, familles et rapports de pouvoir dans une ville aux confins de l´Empire Espagnol (Santa Fe, Río de la Plata, XVI-XVII siècles), Tesis de doctorado en historia y civilizaciones, EHESS, París, 2002. 21 PERROUX, François Economía del siglo XX, Ariel, Barcelona, 1970. 22 ASSADOURIAN, Carlos El sistema de la economía colonial. Mercado interno, Regiones y Espacio Económico, IEP, Lima, 1982. 23 ISARD, Walter Métodos de análisis regional. Una introducción a la ciencia regional, Ariel, Barcelona, 1971; BENKO, George La ciencia regional, Univ. del Sur, Bahía Blanca, 1999.

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época toledana,24 la territorialización y espacialización del ancho y extenso corredor al sureste del Perú y al sur de Asunción (de los valles calchaquíes a las pampas, de las selvas chaco-paraguayas al estuario platense) fueron fruto de la construcción política, en términos católicos, de fragmentos de la Monarquía hispánica que, a su vez, aprovechó y ahondó, por ejemplo, las diferentes rutas (terrestres y fluviales) ya conocidas por los pueblos que controlaban esas tierras antes de la invasión europea. La política fue, en aquella sociedad de Antiguo Régimen, el ámbito de administración y de la lucha por los recursos; fue el terreno de las relaciones sociales en donde se dirimía la distribución y la administración de recursos materiales y simbólicos: los grupos hispánicos no esperaron el cenit de la producción potosina para convertir lo que para ellos era pura extensión en espacios y territorios.25 Bien al contrario, el proceso de especialización se puso en marcha con el de territorialización. La creación de unos espacios estaba en marcha y Potosí actuó como acelerador y como proveedor de nuevos sentidos. Sin embargo, creo que fue desde la práctica política de la Monarquía y de los agentes particulares, desde el conflicto entablado con las comunidades locales, desde la disputa del territorio a los indígenas que se desplegaron todas las estrategias destructivas y constructivas que, con miras a la obtención de recursos –en términos de Assadourian, de maximización u optimización de la extracción de la renta–, desde donde se arribó a las condiciones que derivaron en el cenit potosino o en la fundación de la ciudad estudiada en La pequeña aldea. La reflexión no carga aquí sobre el terreno de determinaciones en última instancia: al contrario, pretende plantear la discusión acerca de las proporciones temáticas presentes en el las redes de causalidades tomadas en cuenta para el análisis. Mientras que los esquemas brindados respecto del proceso de construcción del espacio relacionados con el litoral paranaense no parecen para este lector absolutamente satisfactorios, los finos análisis que involucran el espacio fluvial del “riachuelo”, al contrario, presentan una originalidad y un valor de primer orden. El autor del libro esgrime un conocimiento del terreno en lo que concierne a la ciudad de Buenos Aires que es patente y encomiable: pero su competencia en la asignatura juega en contra del lector no habituado a caminar las calles porteñas que, para su desesperación, buscará en las páginas del libro (inútilmente) algunos planos o mapas que se compadezcan de su ignorancia sobre la materia. La quincena de cuadros y gráficos, al contrario, saldan hasta la salud el apetito de quienes gustamos echar un vistazo a información cuantitativa bien organizada. Si por algún motivo es posible hablar hoy en día de una “historiografía nacional”, creo que es, básicamente, a partir de que se comparten (se sufren), dentro de un mismo marco jurídico, social, económico y político –dicho rápidamente, dentro del área territorial de un Estado nacional– las condiciones de producción inherentes al oficio que hemos elegido. En este sentido, lo apuntado por Raúl Fradkin en el prólogo, acerca del asombro que produce la edición en la Argentina de un libro como el de González Lebrero, no debe ser soslayado. Al contrario, debe ser subrayado con algunos datos que no quisiera dejar de refrescar en esta ocasión. Muchos lamentamos, todavía, que la tesis de Jorge Gelman26 aún permanezca inédita; que los trabajos de Saguier sobre el temprano siglo XVII en Buenos Aires tampoco vieran la luz bajo la forma de libro en español;27 conseguir en librerías un ejemplar de Contrabando y control colonial... de Zacarías Moutoukias28 es, tomándolo con humor, una tarea detectivesca, que puede derivar en melancólicas conversaciones con el librero de turno sobre el desaparecido Centro Editor de América Latina y aquellos años felices; no correrá mejor suerte quien

24 El presupuesto que comparte el autor (la expansión de la minería potosina como organizador del espacio peruano) está largamente expuesto en ASSADOURIAN, Carlos S. “La producción de la mercancía dinero en la formación del mercado interno colonial. El caso del espacio peruano, siglo XVI”, en FLORESCANO, Enrique Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América Latina (1500-1975), F.C.E., México, 1979, pp. 223-292. He discutido la validez de este supuesto para explicar el proceso de espacialización rioplatense en BARRIERA, Darío Vers une histoire politique configurationnelle. Conquérants, familles et rapports de pouvoir dans une ville aux confins de l´Empire Espagnol (Santa Fe, Río de la Plata, XVI-XVII siècles), Tesis de doctorado en historia y civilizaciones, EHESS, París, 2002, segunda parte. 25 La creación de jurisdicciones y el asiento de ciudades en toda la extensión al sur de Charcas fue planteada, argumentada y ejecutada parcialmente, según cada caso, por el virrey Aguirre, el oidor Matienzo, el presidente La Gasca (sus cartas de 1547 son elocuentes al respecto), luego por la Real Audiencia de Charcas desde 1563, a lo que se sumaban las fallidas entradas por el Río de la Plata y la descarga asunceña de la década de 1570. Cfr. LEVILLIER, Roberto Nueva Crónica de la conquista del Tucumán, Tomo I, Madrid, 1926; NOCETTI, Oscar y MIR, Lucio La disputa por la tierra..., cit. y GUÉRIN, Miguel Alberto “La organización inicial del espacio rioplatense”, en TANDETER, Enrique –director– Nueva Historia Argentina. La sociedad colonial, Tomo II, Sudamericana, Buenos Aires, 1999. 26 GELMAN, Jorge Daniel Economie et administration locale dans le Rio de la Plata du XVIIeme siècle, Thèse de Doctorat, École des Hautes Etudes en Sciences Sociales, Paris, 1983. 27 Sin embargo, desde 2003, poco después que se publicara este artículo en la revista Prohistoria, si bien no había libros en formato papel, Saguier habilitó el acceso a toda su producción, traducida al español, en formato electrónico. Véase www.er-saguier.org, donde publicó su obra Un debate histórico inconcluso en la historia de América Latina (1600-2000), actualmente en 16 tomos-archivos PDF. 28 MOUTOUKIAS, Zacarías Contrabando y control colonial en el siglo XVII, CEAL, Buenos Aires, 1988.

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intente hacerse dueño por vía legítima de compra en librerías de ejemplares de Mercado interno y economía colonial... de J. C. Garavaglia (publicado en México) o de El sistema de la economía colonial de Carlos S. Assadourian (editado por casas peruanas y mexicanas).29 Es cierto, las milenaristas ediciones de Historias Argentinas publicadas por Sudamericana o Planeta cubren en cierta forma la demanda de lecturas actualizadas sobre el tema.30 Pero la desaparición de los estantes de aquellos libros sobre los cuales se apuntala la formación de las nuevas generaciones de historiadores, la ausencia de buenos materiales –hija de la crisis y también de la desidia, matrimonio repugnante– es un síntoma de mala salud. En este sentido, los interesados en la materia estamos de parabienes. La pequeña aldea..., compendia, actualiza y, en algunos terrenos, ciertamente supera las contribuciones que hicieron época en aquellos libros ausentes. Su publicación no nos dice que el enfermo está curado; pero es un parte que abre cierta esperanza.

29 GARAVAGLIA, Juan Carlos Mercado interno y economía colonial, Grijalbo, México, 1983; ASSADOURIAN, Carlos Sempat El sistema de la economía colonial..., cit.; esta obra también fue editada en México por Editorial Nueva Imagen. 30 ACADEMIA NACIONAL DE LA HISTORIA –editora– Nueva Historia de la Nación Argentina. Período Español, Vol. 2 Planeta, Buenos Aires, 1999; Nueva Historia de la Nación Argentina. Período Español, Vol. 3, Planeta, Buenos Aires, 1999; TANDETER, Enrique –director– La sociedad colonial, cit.