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PROCESOS DE LA ÉTICA A PARTIR DE LOS VALORES Y CONCEPCIONES DADAS, EN UN MOMENTO HISTÓRICO DIALÉCTICO. Sandra García Pérez Ética proviene del griego ἔθος, que significa «comportamiento» o «costumbre». 1 Su origen es propiamente griego, y se dirige a cuestionar aquellos principios que guían la conducta humana, es decir, la moral, en tanto que ésta es el conjunto de normas por las que el ser humano se ubica en su relación con los demás. Estos principios son aquellos que llamamos «valores»: lo que hace que una cosa o acción pueda ser calificada como buena o mala. Al calificar esas cosas o acciones, nosotros estamos valorando. ¿Cómo se logra esto, bajo qué trasfondo? Precisamente, la costumbre nos dará la primera base, pues todo aquello que se rija por la costumbre de la sociedad a la que se pertenece, seguramente será algo valioso. Detrás de este criterio está la idea de que aquello que tiene valor o es bueno en sí (es fin en sí mismo) o lo es porque su adopción o cumplimiento acarrea beneficios (es un medio). En ese sentido, en la historia de la ética podemos encontrar que aquello que se busca en términos morales es la virtud, el Bien o la felicidad, en la Antigüedad; Dios, en el Medioevo; actuar conforme al deber, en la Ilustración, y actuar a partir del reconocimiento del otro, en la época contemporánea. Existen también diferentes teorías éticas que permiten hablar de una historia de la ética, pero el desarrollo de ésta se ubica dentro de la filosofía. Es por ello que cuando se habla de ética, se está hablando de filosofía. Las diferentes teorías éticas, por su carácter, se dividen en teleológicas (como las de Aristóteles o Epicuro) o deontológicas (como la de Kant o el utilitarismo de J. Stuart Mill), aunque ya en el 1 Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu, Diccionario de filosofía en CD-ROM (Copyright © 1996-99), España, Empresa Editorial Herder S.A.

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PROCESOS DE LA ÉTICA A PARTIR DE LOS VALORES Y CONCEPCIONES DADAS,

EN UN MOMENTO HISTÓRICO DIALÉCTICO.

Sandra García Pérez

Ética proviene del griego ἔθος, que significa «comportamiento» o «costumbre».1

Su origen es propiamente griego, y se dirige a cuestionar aquellos principios que

guían la conducta humana, es decir, la moral, en tanto que ésta es el conjunto de

normas por las que el ser humano se ubica en su relación con los demás. Estos

principios son aquellos que llamamos «valores»: lo que hace que una cosa o

acción pueda ser calificada como buena o mala. Al calificar esas cosas o

acciones, nosotros estamos valorando. ¿Cómo se logra esto, bajo qué trasfondo?

Precisamente, la costumbre nos dará la primera base, pues todo aquello que se

rija por la costumbre de la sociedad a la que se pertenece, seguramente será algo

valioso. Detrás de este criterio está la idea de que aquello que tiene valor o es

bueno en sí (es fin en sí mismo) o lo es porque su adopción o cumplimiento

acarrea beneficios (es un medio).

En ese sentido, en la historia de la ética podemos encontrar que aquello que se

busca en términos morales es la virtud, el Bien o la felicidad, en la Antigüedad;

Dios, en el Medioevo; actuar conforme al deber, en la Ilustración, y actuar a partir

del reconocimiento del otro, en la época contemporánea. Existen también

diferentes teorías éticas que permiten hablar de una historia de la ética, pero el

desarrollo de ésta se ubica dentro de la filosofía. Es por ello que cuando se habla

de ética, se está hablando de filosofía. Las diferentes teorías éticas, por su

carácter, se dividen en teleológicas (como las de Aristóteles o Epicuro) o

deontológicas (como la de Kant o el utilitarismo de J. Stuart Mill), aunque ya en el

1 Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu, Diccionario de filosofía en CD-ROM (Copyright © 1996-99),

España, Empresa Editorial Herder S.A.

siglo XX surgió la metaética, como el estudio de los distintos supuestos teóricos

que la ética había manifestado a lo largo de su historia.

Así, el camino de la vida, lo ético –según algunas teorías– serán la felicidad o

el placer; la virtud, el deber o la obligación. Cada una de estas ideas marcará la

conducta humana, que apelan a una autoridad como el Estado (obediencia a la

tradición), la deidad (obediencia a la voluntad divina), la naturaleza (obediencia a

las leyes naturales) o la razón (obediencia al esfuerzo del pensamiento).

LA ÉTICA EN LA ANTIGÜEDAD

Durante los siglos VIII al VI a.C., los grandes relatos homéricos proyectan una

forma de vida inspiradora para la época: la vida de los héroes mitológicos, que

destacan valores como fuerza física, valentía, belleza, habilidad y linaje. Sin

embargo, destaca uno de sus héroes que no es fuerte y no tiene porte de

guerrero. Se trata de Odiseo, quien destaca por su enorme astucia y su

inteligencia más que por su fortaleza. De éste se delinea la imagen del griego

como sabio en el mundo antiguo, lo que dará pauta a la diferenciación entre él y el

«bárbaro».2

Ya en el siglo VI a.C., Pitágoras reflexionó sobre el comportamiento moral

desde la religión que dirigió: el orfismo.3 Él creía que la vida intelectual era

superior a nuestra naturaleza sensual, así que sostenía que la vida dedicada a la

disciplina mental era la que se debía seguir. Esta vida expresaba sencillez en todo

momento, al hablar, al vestir y al comer.

En los siglos V y IV a.C., la formación de las Polis pone en el escenario de la

filosofía a varios pensadores, maestros, que cuestionan los códigos morales del

mundo antiguo, incitando al relativismo moral. En contraparte, Sócrates defendía

la idea de hombre virtuoso, es decir, aquel que camina sobre los senderos del bien 2 En la Odisea, Homero no deja de insistir en la audacia e inteligencia de Ulises, quien sobrelleva sagazmente

los peligros que le van apareciendo en su regreso a Ítaca, como el gran cíclope hijo de Poseidón; Circe y

Calipso. 3 Según Abbagnano, ésta era una secta que pensaba en la vida terrenal como un paso para alcanzar una vida

más alta, alcanzable por medio de cierta forma de vida basada en ceremonias y ritos purificadores. Tal

creencia aparentemente llegó a los pitagóricos, a Empédocles y Platón. Nicola Abbagnano, Diccionario de

Filosofía, México, FCE, 1974.

y la justicia, de la verdad. Sócrates enfrentó el relativismo planteado por todos los

maestros o sofistas, identificando el saber con la virtud y a la ignorancia con el

vicio. Con ello, la sabiduría como búsqueda de la verdad se estableció como el

camino del hombre virtuoso.

Los grandes sabios, llamados por Platón «sofistas», plantearon ciertos

preceptos epistemológicos que implicaban el rechazo a la objetividad de los

sistemas morales. Recordemos el pensamiento de Gorgias, que en su nihilismo

desbordaba un desorden moral y una vida sin sentido. Por su parte, la tesis de que

el «hombre es la medida de todas las cosas», de Protágoras, implicaba que toda

acción humana tiene como guía la propia subjetividad, la relatividad.4

El antagonista de los sofistas fue la figura de Sócrates, dibujada por Platón

durante toda su obra. Sócrates se opuso radicalmente a quienes Platón llamó

«falsos sabios». Para Sócrates, no hay una actitud correcta más que la del

filósofo, que es el que busca la verdad, el verdadero conocimiento de las cosas:

«[…] no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino sólo lo que dirá aquel

que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad».5 En ese sentido, el

filósofo es el hombre virtuoso por excelencia, porque identifica a la virtud con el

saber. Así, el conocimiento será el que haga virtuosos a los hombres, porque el

conocimiento lo es de aquello que guía correctamente la vida: la Verdad. Lo

contrario a la virtud, el vicio, el mal, será consecuencia de la ignorancia. La ironía

socrática y la mayéutica serán la prueba clara de si se está en buen camino hacia

la búsqueda de la sabiduría o en camino a la ignorancia (o falsa sabiduría). Sólo la

virtud, que es transmisible a través de la educación, guiará al hombre por el

camino del bien, de la moral.6

4 Y sin embargo, hay una defensa de las tesis de los sofistas. Para Jacqueline de Romilly, estas

interpretaciones de inmoralismo, de la destrucción de todo fundamento moral por parte de los sofistas, son

algo inciertas; en todo caso, no fueron entendidas, ya que lo que planteaban era una «moral nueva» y no una

inmoralidad. Al respecto, véase el «Capítulo V» y «Capítulo VI» de Jacqueline de Romilly, Los grandes

sofistas en la Atenas de Pericles. Una enseñanza nueva que desarrolló el arte de razonar, España, Seix

Barral, 1997. 5 «Critón o del Deber», en Platón, Diálogos, México, Editorial Porrúa, p. 24.

6 Contra los argumentos de sus amigos para que escapase de la cárcel, Sócrates apelaba a la siguiente idea:

«¿No admites, igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo reclaman la probidad y la

justicia?» Sócrates identifica a la justicia con el bien y a la injusticia, con el mal. «Critón o del Deber», en

Platón, Diálogos, México, Editorial Porrúa, p. 25.

Escuelas Socráticas

Las enseñanzas de Sócrates lograron la creación de varias escuelas enfocadas a

la filosofía moral. Fueron cuatro las corrientes éticas derivadas del socratismo: el

cinismo, la escuela de los cirenaicos, los megáricos y el platonismo. La escuela

cínica fue fundada por Antístenes en la Plaza del perro ágil, de ahí su nombre.

Ellos identifican a la eudaimonía (felicidad) con la autarquía o suficiencia, como un

modo de vida a través del cual se suprimen las necesidades. Para ellos, el hombre

virtuoso es aquel que no necesita del Estado y de los demás hombres para

sobrevivir. Esta actitud de individualismo y autosuficiencia conlleva un nivel de

vida donde el refinamiento es nulo, al igual que la relación entre individuo y ciudad

o cultura: «El resultado de esto es, naturalmente, el mendigo».7 La figura que

representa puntualmente esta actitud es la de Diógenes de Sínope, de quien

Diógenes Laercio cita lo siguiente:

Pasaba en cierta ocasión por donde Diógenes estaba lavando unas hierbas, y le

dijo éste: «Si hubieses aprendido a prepararte esta comida, no solicitarías los

palacios de los tiranos». A lo que respondió Aristipo: «Y si tú supieras tratar con

los hombres, no estarías lavando hierbas».8

El carácter de Diógenes demuestra la sensatez con la que se debe vivir la vida y la

humildad, que no requiere de lujos. Precisamente, esta anécdota muestra la

confianza en la capacidad del individuo para ser autónomo y la necedad de los

cínicos a ser sociables. También Diógenes fue imperioso al mostrarse frente a él

la figura del gran emperador Alejandro Magno, quien lo buscaba admirado por el

reconocimiento que hacían los griegos de su sabiduría:

Estando cogiendo el sol en el Cranión, se le acercó Alejandro y le dijo: «Pídeme

lo que quieras»; a lo que respondió él: «Pues no me hagas sombra».9

7 Julián Marías, Historia de la filosofía, España, Alianza, 2001, p. 86.

8 «Libro Segundo, Aristipo», en Diógenes Laercio, Vida de los filósofos más Ilustres, Tomo I, España, Luis

Navarro Editor, 1887. 9 Ibid, p. 337

Así, parece que los cínicos resaltaban la vida buena como vida de autocontrol,

alejada de la sociedad y más cercana a la naturaleza. Es lógico pensar en este

rechazo del mundo social, si recordamos que la polis griega estaba prácticamente

en decadencia y exaltando aquellos oropeles que la figura de Sócrates criticaba.

Por su parte, la escuela cirenaica fue fundada por Aristipo de Cirene (435-350

a.C.), para quien el bien supremo era el placer. Diógenes Laercio menciona el

carácter de su doctrina:

Por esta causa daba a Dionisio más gusto que los otros, y porque en todas

ocurrencias disponía bien las cosas, pues así como sabía disfrutar de las

comodidades que se ofrecían, así también se privaba sin pena de las que no se

ofrecían.10

Todo ser humano podría encontrar en el placer su máximo momento, pero sólo en

tanto que éste placer no dominara su vida. Precisamente, el sabio, para Aristipo,

era aquel que dominaba al placer como cualquier otro movimiento de su ser. El

sabio es dueño de sí; disfruta el placer pero no se apasiona. Al igual que Sócrates,

el sabio debe ser una persona con la capacidad de adaptarse (dominar) a

cualquier situación: en la riqueza o en la pobreza, en la prosperidad y en las

dificultades. La ética cirenaica destaca la serenidad del sabio, la imperturbabilidad,

pero también el goce, el placer.

Los megáricos fueron seguidores de Euclides (450-c.380 a.C.), quien partía

del pensamiento de Parménides y de la ética socrática. Del primero, destacó la

idea del Uno, al que identificó con la idea socrática del Bien; así, la unidad para él

es la virtud. Sin embargo, los megáricos afirmaban que aunque el Bien puede ser

llamado sabiduría, o Uno, ésta es un secreto del Universo que sólo puede ser

revelado mediante el estudio lógico. Por eso también se interesaron por la lógica,

específicamente en la argumentación, lo cual derivó, gracias a sus seguidores, en

el arte de argumentar sólo por argumentar, con el fin de vencer al adversario. Esto

llevó a Euclides y sus seguidores a la reflexión de las paradojas y al

10

Ibid, p. 334.

perfeccionamiento del razonamiento a través de la reducción al absurdo, que hoy

la conocemos como una forma de comprobar la validez o invalidez de los

argumentos.

Plantón (427-347 a.C.) defiende los valores trascendentes, absolutos, como

ideas en otro mundo pero que forjan a éste. La idea del Bien es la máxima idea

que reina en el Topus Uranos. Y como el hombre posee una parte propia de aquel

mundo, inmortal, deberá cumplir con el compromiso que implica el regreso de su

alma a aquel mundo inteligible. Se tratará de vivir, como lo pensaba Sócrates, de

acuerdo con esos valores que lo llevan a la trascendencia: la fortaleza (para

dominar los sentimientos), la templanza (para dominar las pasiones), la prudencia

(el ejercicio de la razón) y la justicia (como el equilibrio de las fuerzas del hombre).

Para Platón, el Bien es la idea dominadora de lo inteligible; en ese sentido, como

esencia de lo que es real (idea), el Bien estará presente en todo lo que existe. Por

ello pensaba que el mal no tiene existencia por sí mismo, sino sólo como reflejo

imperfecto (mala falsificación) de lo real, esto es, el Bien.

Toda su obra está cargada de mitos que explican lo real, y la forma en que los

escribe es el diálogo (la unión o confrontación de dos logos). En ellos expone, en

voz de Sócrates, que la virtud humana tiene que ver con el cumplimento de lo

justo, y lo justo es el cumplimiento de aquello para lo cual cada quien está hecho.

Esto permite la armonía en lo que sería la República. Ese quehacer innato no es

más que el cumplimiento del tipo de alma que se tenga.11 Sólo la persona justa

será una persona buena, en el cumplimiento y perfeccionamiento de su quehacer,

como artesano, como guerrero o como Gobernante.

Aristóteles (384-322 a.C) platea como finalidad de todo hombre alcanzar la

felicidad (eudaimonía), esto sólo a través de la sabiduría, en tanto que se presenta

como el ejercicio de la razón. Por ello, entenderá a la vida contemplativa como el

ideal de vida, en tanto que domina aquella parte del alma que desequilibra la

conducta humana: la parte apetitiva (deseos corporales). La vida contemplativa

ejercitará el llamado «justo medio» (adquirido por hábito: moral), que mantiene al

11

Sobre todo, estas referencias podemos encontrarlas en la República, donde trata la función de cada uno de

los habitantes del Estado. Platón, República, España, Biblioteca Clásica Gredos, 2000.

hombre alejado del vicio y lo hace virtuoso. El justo medio es el estado que se

encuentra entre los dos extremos de exceso e insuficiencia. La virtud, por ejemplo,

sería el justo medio entre el dispendio y la avaricia. El campo en el que se

desarrolla la ética, su único campo posible, no es más que la Polis. Aquí se

conjuntan la ética y la política. Por eso habla de la tendencia natural de los

hombres de reunirse primero en familias, luego esas familias en comunidades que

después formarán el Estado.

El estagirita está partiendo de la división entre seres racionales y seres

animales. Los hombres, como seres racionales (aunque existan los «bárbaros»),

tienen que llevar su vida de acuerdo con su propia naturaleza, y ésta llama hacia

la felicidad. Lo único que cumpliría con este criterio son aquellas virtudes

relacionadas con la actividad mental: el conocimiento y la contemplación. La vida

contemplativa resalta el estado más puro del alma: lo racional, que es la fuente de

diferencia con los demás seres.

ÉPOCA HELENÍSTICO-ROMANA

La muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) conlleva para los griegos la caída del

sistema ciudad-estado. Las guerras intestinas provocadas por la ausencia de

poder y el desorden que provocaba buscarlo prohíben que la polis se

reestablezca. Así, la libertad de los griegos se hizo vulnerable, al mismo tiempo

que se extendió su cultura:

La batalla de Queronea (338 a. C.) significa el final de la polis griega como

institución social, política, moral y religiosa. El conocimiento de las religiones

extranjeras, notablemente ampliado con las campañas de Alejandro conduce a

un sincretismo y, entre las personas cultas, a un relativismo. La decadencia de la

religión tradicional obliga a buscar una nueva orientación para la propia vida

personal.12

12

Friedo Ricken, Filosofía de la edad antigua, España, Herder, 1990, pp. 200-201.

Ante la desaparición de la polis, surge en el pensamiento de la época la idea de

un cosmopolitismo (habitantes del cosmos, no de una polis) y el individualismo,

que provocan ciertas actitudes que desplazan la idea de comunidad. Ambos

pensamiento los llevan a centrarse en la vida propia, en cómo actuar para uno

mismo, porque hasta el cosmopolitismo impide al individuo actuar conforme al

todo en su vastedad, así que no le queda más que preocuparse por sí mismo.

Por su parte, la decadencia de la religión tradicional provoca que la filosofía se

convierta en esa especie de guía que puede orientar la vida de los individuos. De

esta manera, la filosofía va derivando en moral, en esa búsqueda de

conocimientos que posibiliten establecer un camino de vida que antes era

posibilitado por el Estado. Éste parece ser el momento en que la filosofía surge

como praxis, es decir, como Ética. Ya las especulaciones filosóficas de Aristóteles

no serán suficientes, en tanto que lo importante es la vida misma en su práctica no

estatal.

Aquí surgen las llamadas escuelas helenísticas, de donde destacan:

a) La Estoa. Fue fundada por Zenón de Citio (siglo III a.C.), quien enseñó su

pensamiento en el pórtico (stoa) frente a la Acrópolis. Ricken menciona que hubo

tres etapas de la estoa (que llega hasta el siglo III), y que es la última o tardía la

que se centra en la moral y la sabiduría práctica de la vida, además, de la única

que se conservan escritos completos (como los de Cicerón).13 Los estoicos salen

a la defensa del conocimiento de las leyes que implica el orden del Cosmos,

porque nadie podría juzga lo bueno y lo malo sin conocer el plan de la naturaleza,

el cual se habrá de seguir para vivir felizmente, sin perturbaciones (ataraxia):

Obra moralmente bien el que convierte en motivo suyo el ordenamiento

teleológico de toda la naturaleza como tal. La satisfacción de los instintos

naturales se convierte en un obrar moralmente bueno, cuando el hombre sabe

que con ello obedece a la naturaleza universal.14

13

Friedo Ricken, Filosofía de la edad antigua, España, Herder, 1990. 14

Friedo Ricken, Filosofía de la edad antigua, España, Herder, 1990, p. 215.

Los seguidores de Zenón se interesaban por la política, mientras lograran

mantenerse indiferentes al éxito y al fracaso. El hecho de que guardasen una

actitud de pasividad tiene su motivo en el amor a su ser mismo y al temor de su

desaparición. Su norma básica era aceptar todo aquello que deviene de la vida sin

problema alguno, dominando emociones, sentimientos (la autorregulación como

uso de la razón).

b) El epicureismo. Epicuro (341-270 a.C), quien sostenía como máxima felicidad la

ausencia de dolor y la limitación de los deseos, es decir, la vida en ataraxia (sin

preocupaciones ni dolor). Epicuro identificó a la bondad más elevada con el placer,

y sostuvo la superioridad de una vida moderada, ascética, contemplativa. Fue

Lucrecio (98-55 a. C.) el principal exponente romano del epicureismo. Los

epicúreos pretendían el placer pero manteniendo la serenidad, es decir, el dominio

de las emociones. Rechazaban todo aquello que provocara pensamientos

perturbadores sobre la vida y la muerte. La autodisciplina es la herramienta

principal de una vida placentera, en tanto que es la capacidad de posponer el

placer inmediato para alcanzar un placer mediato más seguro y duradero.

MEDIOEVO

El cristianismo primitivo realzó el ascetismo, el martirio, la fe, la misericordia, el

perdón, el amor no erótico, como los modos correctos de comportase y vivir la

vida. El asentamiento del cristianismo en el pensamiento occidental desencadena

la idea de vida como Zoé (vida encaminada a Dios). Habrá varias corrientes de

pensamiento, órdenes en las que se van a identificar los intelectuales cristianos,

pero todos con la coincidencia de partir de la figura de cristo como el máximo ideal

ético. A partir de ello, coinciden con las normas que hoy conocemos como los diez

mandamientos y el amor al prójimo. El camino moral está proyectado hacia la

trascendencia, en tanto que el hombre tiene la opción, como un ser con libre

albedrío, entre comportarse éticamente e ir al paraíso o comportarse como pagano

e ir al infierno. La influencia del cristianismo cubre todo Occidente y sus normas,

que son religiosas, se han establecido como normas morales básicas.

El cristianismo aportó varios elementos de cambio al pensamiento tradicional,

con base en la idea de Dios como creador y único, todo poderoso, identificado con

la verdad. Si Dios es la verdad, entonces hay que dirigirse hacia él. Pero entonces

ya no será el sabio el hombre ideal, el que busca el conocimiento usando su

inteligencia, sino el hombre santo, que busca a Dios con la fe. Asimismo, el

hombre virtuoso no será aquel que ha vencido la ignorancia, es decir, el mal, sino

aquel que ha vencido el pecado, es decir, el mal que de nacimiento trae la

humanidad y el que provoca el libre albedrío.

De los pensadores más importantes de este periodo podemos mencionar a

San Agustín y a Sto. Tomás de Aquino, quienes representan las dos etapas del

medioevo más importantes. Él primero se enfrentó al maniqueísmo, que

consideraba la existencia tanto del bien como del mal. El problema que desataba

la presencia del mal en el mundo era que no podrían explicarse porque su creador

(Dios) es bondad pura. Entonces, ¿cómo es posible que exista el mal si Dios en su

infinita bondad lo ha creado? La existencia del mal contradice la bondad y

omnipotencia de Dios. San Agustín respondió que el mal no existe como

sustancia, sino como privación; esto es, el mal no es más que ausencia de bien. Si

moralmente el hombre peca es porque se encuentra con la ausencia del bien, en

la pequeñez de su libre albedrío, que no es nada frente a la verdadera libertad:

Dios. El hombre tendrá que alejarse de este no-ser que es el mal y encontrase con

Dios. Además del estado material en el que se vive, Agustín afirma una

comunidad en la que se ubica al creador: la Ciudad de Dios. Se trata de un pueblo

cristiano que tiene como eje de unión el amor a Dios. Todos aquellos hombres que

lo aman están ya dentro de esta mística Ciudad.

Por su parte, Sto. Tomás de Aquino (aristotélico) sostenía que el hombre,

como criatura de Dios (hecho a su imagen y semejanza), emana y depende de

Éste para vivir bien. En ese sentido, la verdadera felicidad consiste en la natural

re-unión (religión) con Dios, en un mundo venidero después de la muerte. Lo que

lleva a esto es la vida en fe, esperanza y caridad. La fe es superior para Tomás

porque dentro de la iluminación divina, ésta parte de lo más alto hacia lo más bajo,

mientras que el proceso que permite la razón es al revés: el objeto de la razón son

las realidades materiales, mientras que el de la fe son las inmateriales. Para la

razón, existen las verdades, pero la realidad es que sólo hay una verdad, que se

alcanza por la fe. La razón tiene la libertad de acudir hacia sus parámetros

permitidos, pero sin contradecir la fe, porque no es capaz de reconocer «los

misterios» con que se manifiesta la Verdad.

Al igual que para Aristóteles, Tomás defiende una moral teleológica y

eudemonista, pues sostiene que la finalidad de todo ser humano radica en la

búsqueda de su felicidad, pero ésta no radica en el campo intelectual planteado

por Aristóteles; es obvio esto considerando la diferencia entre fe y razón. La

felicidad para Santo Tomás es Dios. El hombre puede alcanzarla a través de su

conciencia (facultad) moral, que le permite captar aquellos preceptos de la

naturaleza, de lo creado por Dios: hacer el bien y evitar el mal será el mayor

principio.

MODERNIDAD

La Reforma

Con el cumplimiento de la Reforma protestante, el cristianismo comenzó a

transformarse. Para el clero protestante, por ejemplo, dejó de ser una práctica

importante el celibato, incluso el propio Martin Lutero (1483-1546) se casó. La

obra de Lutero es importante porque incita a la reflexión de aquellas bases del

pensamiento cristiano que impusieron el poder de la Iglesia durante todo el

medioevo.

Varios de sus escritos negaban la infabilidad defendida por los cristianos, hace

énfasis en las Escrituras como normas únicas de fe, niega a la misa como

sacrificio y elimina varios sacrificios. Con Lutero, la iglesia también pierde el poder

como casa única de lectura de las Escrituras. Con la traducción del Nuevo

Testamento, vulgariza, es decir, extiende a los alemanes comunes la lectura de

estos textos que antaño eran exclusivos de los padres de la iglesia. Su

pensamiento destaca por la creencia de que los hombres no tienen libre albedrío.

Todos somos –esencialmente– pecadores, y en ese sentido estamos

predestinados a la salvación o a la condena. Aquí destaca que para la salvación,

es más importante la fe que se tenga que los ritos que se hagan.

Por su parte, Juan Calvino (1509-1564), teólogo protestante francés, partió del

pensamiento de Lutero y también aceptó la idea de que la salvación sólo se

obtiene por la fe y de que existe en cada uno de nosotros el pecado original. De

ello se deriva que el hombre no sea un agente moral, en tanto que su naturaleza

humana parte de la corrupción original, por lo que cualquier movimiento hacia la

bondad no lo redime de su penitencia. Así, no le queda más que el camino de la

salvación, vivir sólo de la esperanza de que llegará a salvarse a través de lo que

se haga para sí mismo.

Precisamente, lo que permite la Reforma es el regreso a la importancia de la

individualidad y el alejamiento de los esquemas o estructuras eclesiásticas. Se

comienza a destacar la responsabilidad individual ante la autoridad o la tradición,

que decían cómo alcanzar el perdón de Dios y, por tanto, la salvación. Hugo

Grocio (1583-1645) manifiesta más claramente esto en su obra La ley de la guerra

y la paz (1625), que describe todas aquellas obligaciones políticas y civiles

derivadas de la ley romana clásica. Grocio sostenía que la ley natural no es

diferente a la divina, y que la por lo tanto, la naturaleza humana no encuentra un

camino diferente a la ley divina. En la naturaleza humana se expresa la tendencia

natural hacia la asociación pacífica entre los hombres, basada en la aquellos

principios generales de la conducta. Esto implica que, necesariamente, la

sociedad basa su armonía en la ley natural.

El inicio de la modernidad está marcado por las preocupaciones cientificistas

desatadas después del reconocimiento de figuras como Ptolomeo, Copérnico y

Galileo. En ese sentido, el esfuerzo del llamado «padre de la modernidad», René

Descartes, estará dirigido hacia la fundamentación filosófica de la ciencia, un

camino epistemológico que trata de separara los ámbitos de fe y la razón. La ética

deja de estar influida por la religión y se ampara al uso de la res cogitans. En su

Discurso del método, donde expone sus principios filosóficos, Descartes evade

hablar directamente de la ética, y manifiesta su intención de enfocarse a la ciencia

a partir de todas aquellas posturas éticas que su entorno configuraba.

Para Descartes, en rededor del hombre todo es digno de duda: la historia, la

filosofía, lo que introducen en él los sentidos, etcétera. Se puede dudar de todo,

pero esta acción permite asentar un axioma que le servirá a Descartes para la

construcción del método: se está dudando, es decir, se está pensando. Si los

sentidos son las herramientas para experimentar el mundo, éste será el segundo

objetivo de su filosofía, en tanto que si la duda es la única que garantiza al

pensamiento, será el sujeto mismo, su constitución, lo que tendrá que observarse

en la filosofía cartesiana.

Lo que se asegura de esta constitución es la propia existencia, en tanto que

quien duda comprueba en este dudar al yo que lo hace:

Para que al afirmar «yo soy» me equivocara, necesitaría empezar por ser, es

decir, no puedo equivocarme en esto. Esta primera verdad de mi existencia, el

cogito, ergo sum de las Meditaciones, es la primera verdad indubitable, de la que

no puedo dudar, aunque quiera.15

Je ne suis qu’une chose qui pense, dice Descartes. Estamos ante la

fundamentación del sujeto (mens cogitatio), del ego, como principio de todo

filosofar. Después se verá que a partir de él, este mundo tiene sentido, en tanto

que Descartes encuentra un mecanismo interno que le hace acceder a éste de

forma certera: la razón. El principio descubierto por Descartes lo pone ante la

evidencia de lo que es, es decir, la claridad y distinción de esa idea. Éstas son las

condiciones que cumple la idea de Dios. En su aislamiento, Descartes tiene una

idea de un ente perfecto, infinito, omnipotente. Tal idea no podría venir de la nada

porque se me presenta clara y distinta, y tampoco de «mí» porque ¿cómo podría

pensar la perfección y la infinitud un ser imperfecto y finito? Es necesario, según

15

Julián Marías, Historia de la filosofía, España, Alianza, 2001, p. 208.

este argumento, que esta idea sea algo tan real como el primer axioma derivado

de la duda; es claro pues que Dios existe.

Si Dios existe, entonces ya tenemos un garante de que aquello que surge en

mí como idea y que refiere al mundo no es un sueño ni obra de un genio maligno

que desea engañarme. Si Dios existe, todas mis ideas claras y distintas son

verdaderas, en tanto que reflejan la realidad de las cosas. Esto significa que es:

Dios la sustancia infinita que funda el ser de la sustancia extensa y la sustancia

pensante. Las dos [res extensa y res cogitans] son distintas y heterogéneas;

pero convienen en ser, en el mismo radical sentido de ser creado. Y en esta raíz

común que encuentran en Dios las dos sustancias finitas se funda la posibilidad

de su coincidencia, y, en definitiva, de la verdad.16

Esta primera etapa de análisis (aislamiento del ego para su estudio) y el problema

que desata (la separación entre la res cogitans y la res extensa) queda saldada

con la idea clara y distinta del creador del mundo. Dios es, pues, el garante de

esta relación, pero sólo en tanto acto de acercamiento de las cosas, pues es el yo

quien funda su ser, porque las cosas no pueden existir más que para mí, como

ideas del yo. El sujeto no sólo tiene la constitución que garantiza el conocimiento

del mundo (racionalismo), sino que lo conoce porque sólo en él y para él se dan

las ideas de las cosas (idealismo). Por eso Dios es importante aquí, porque

prácticamente funda la trascendencia del sujeto como sentido del mundo. En estas

meditaciones, Descartes no se interesa demasiado por la moral, porque está

fundando al sujeto, al cual le bastará una «moral provisional» derivada de todas

aquellas normas derivadas de la tradición.

La vía que se va trazando desde la reforma, con las reflexiones de la ley

natural y la divina lleva hacia la re-aparición fuerte de la filosofía política, como la

reflexión que engloba la manera en que el individuo ha de asumir su papel como

ciudadano. La conducta humana tendrá que ver más con la conformación del

Estado y consolidación como fuente de armonía social. Por ello, Thomas Hobbes

16

Ibid., p. 212.

(1588-1679) se enfoca al estudio de a la sociedad organizada y al poder político.

Su máxima obra es el Leviatán (1651), donde establece la aparición de la vida

humana en un Estado de Naturaleza, caracterizada por la lucha de todos contra

todos, sin un orden y una igualdad natural que lo permite:

La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y

del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de

cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro […] no es tan importante que uno

pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que

otro o pueda aspirar como él.17

Esta igualdad natural permite un estado de guerra constante que, según Hobbes,

lleva a los individuos a buscar su propia seguridad, a la que no encuentran más

que a través de un contrato social. En él, cada uno de los individuos cede su poder

original, natural, a un soberano, quien tendrá como tarea principal resguardar la

vida de todos. Este contrato es lo que da origen al Estado Civil, donde el individuo

ya puede comportarse de una manera ética; sin embargo, no lo hace por sí mismo

o por la importancia que tengan los demás para él, sino por el miedo que el

soberano ejerce a través de su poder, que le permite eliminar a quien no se

conduzca correctamente, en paz.

A partir de este pensamiento, el tema principal de la filosofía es este contrato

social: cómo se origina, qué lo fundamenta, cómo se lleva a cabo, bajo qué

condiciones. Lo vemos con John Locke (1632-1704) en sus dos Tratados sobre el

gobierno civil (1690), quien pensaba que el contrato social mediar el poder que

tiene la autoridad, para que éste no sea absoluto, y la libertad individual, que se

vería afectada por eso poder.

La aparición de Baruch Spinoza (1632-1677) puso en la palestra de la filosofía

a la razón como medida de conducta moral. Su obra más importante es la que

escribió de 1661 a 1675: Ética demostrada según el orden geométrico, donde

deduce la ética de la psicología, y ésta, de la metafísica. La importancia de la

17

Thomas Hobbes, Leviatán o de la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y Civil, México,

FCE, 2001, p. 61.

psicología radica en que es el alma, de la cual critica la posición cartesiana, es la

que prácticamente determina lo considerado bueno o malo, es decir, el bien y el

mal. Todo lo bueno es aquello que contribuye al conocimiento de la naturaleza

humana, y ésta es una tarea compartida por todos los individuos. En ese sentido,

la vida del sabio será la más acorde con estas intenciones, que no son más que

las del alma que, a través de la razón, logra frenar la concupiscencia y alcanzar

así la felicidad. Pero como manifestación finita de la sustancia (Dios), el hombre

alcanzará su más elevado estado cuando logre un «amor intelectual hacia Dios»:

[…] no en cuanto que nos imaginamos a Dios como presente (por la Proposición

29 de esta Parte), sino en cuanto que conocemos que es eterno; a esto es a lo

que llamo «amor intelectual de Dios».18

Así relaciona Spinoza la conducta de los hombres con el poder de su alma y su

libertad, que queda fundada en la idea de sustancia, es decir, de Dios. En este

punto vuelve a surgir el camino correcto de la sabiduría, pues el sabio tiene un

conocimiento de sí mismo y, por ello, de la sustancia:

[…] el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas

exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento del ánimo, vive, además,

casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas, y, tan pronto como deja

de padecer, deja también de ser. El sabio, por el contrario, considerado en

cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de

sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna,

nunca deja de ser.19

La conducta ética tendrá que ser entonces aquella que nos proporciona

conocimiento sobre las cosas, sobre sí mismo y sobre Dios, en tanto que éste

último representa la existencia completa e infinita llamada sustancia.

18

Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, España, Ediciones Orbis, 1980, p. 270. 19

Ibid., pp. 278-279.

Jean-Jaques Rousseau (1712-1778) niega lo que ya suponía Hobbes en su

Leviatán: que el hombre tenga una maldad natural provocada por la intempestiva

aparición de sus deseos y necesidades de sobrevivencia. Desde su Discurso

sobre las ciencias y las artes, publicada en 1750, va estableciendo su tesis sobre

«el buen samaritano», que defiende la bondad natural del hombre y su perdición a

través de la sociedad. En 1754 escribe el Discurso sobre el origen y los

fundamentos de la desigualdad entre los hombres, donde fundamenta con más

fuerza su tesis y sus críticas todas aquellas costumbres de la civilización que han

degenerado a los hombres de todos los pueblos, pues la naturaleza es buena,

sólo que la sociedad la corrompe: «‹¡Insensatos que sin cesar os quejáis de la

Naturaleza, aprended a conocer que vuestros males dependen de vosotros

mismos!›».20 Esto gritaba Rousseau en su Discurso.

En su Tratado sobre la naturaleza humana (1739), David Hume (1711-1776),

influido por la nueva física de Isaac Newton, se enfocó a describir la capacidad del

entendimiento humano. Basado en la idea del método experimental, sostenía que

todo conocimiento no deriva de ideas innatas o a priori, como el racionalismo

había establecido desde Descartes, sino que procede de creencias básicas

(hábito) sobre lo que es el mundo exterior. De las relaciones de hecho, las

relaciones establecidas en el mundo, deriva la verdad de hecho. La vía para el

conocimiento, por tanto, no es la razón, sino la costumbre. No hay conocimiento

que no devenga de la experiencia, y la experiencia es ese conjunto de relaciones

casuales que establecemos como necesarias sólo por su repetición en el mundo.

De ello se entenderá que no hay absolutamente nada que se dé antes de la

experiencia de las cosas. Sin embargo:

Hume reconoce en la esfera matemática un conocimiento independiente de la

experiencia y, por ende, universalmente válido. Todos los conceptos de este

conocimiento proceden también de la experiencia, pero las relaciones existentes

entre ellos son válidas independientemente de toda experiencia.21

20

Juan Jacobo Rousseau, Confesiones, México, Editorial Cumbre, 1977, p. 356. 21

J. Hessen, Teoría del conocimiento, México, Espasa-Calpe, 1986, p. 8.

De estas relaciones universales se deriva otro tipo de verdad: la de razón, pero en

su independencia de la experiencia, ganan la exclusión de criterios válidos para

universalidad las relaciones de hecho. La causalidad, por lo tanto, es un fantasma

que la mente impone a las sucesiones repetitivas de los hechos, como si todo lo

ocurrido en la naturaleza sucediera uniformemente. El pensamiento de Hume lo

posiciona como una de las figuras más importantes del escepticismo, que

influenciará en los grandes problemas de la filosofía de la ciencia y al desarrollo

del sistema kantiano.

A pesar de su escepticismo, no podríamos encasillar a Hume bajo la misma

bandera respecto a la moral, pues a ésta la fundamenta por la necesidad de todo

hombre de vivir de una forma placentera, agradable, buena. Esta vida lleva a los

hombres a actuar moralmente, porque así obtienen satisfacción y placer, y evitan

el malestar y el displacer.

En rigor, su argumentación no exige la negación de la universalidad implícita en

los juicios morales. Asume como dada la «realidad» de dichos juicios. Así pues,

resulta perfectamente razonable mantener una distinción entre los significados

de los enunciados «X es malo» y «X provoca en mí ciertos sentimientos de

maldad», en la medida en que el primero pretende representar un juicio de valor

universal, mientras que el último representa una observación introspectiva.22

La posibilidad de la moral como universal no se basa en el razonamiento; no es

una verdad de hecho ni de razón, porque su base es el sentimiento. Bajo este

sentimiento, el hombre sociabiliza, porque con ello cubrirá su satisfacción y, por

simpatía, también tratará de cubrir la de los demás.

Ya en el siglo XVIII, el periodo de la ilustración, los límites del cientificismo son

bien dibujados por Emmanuel Kant (1724-1804), quien destaca a la razón como

pura y como razón práctica, es decir, evalúa el carácter humano como

pensamiento pero también, como acción, como práctica. Kant, después del

idealismo cartesiano y el empirismo inglés, significa la vuelta a los elementos

22

Matthew Stewart, La verdad sobre todo. Una historia irreverente de la filosofía, México, Taurus, 1999, p.

252.

constitutivos del sujeto como receptáculo de la realidad (giro copernicano). Pero

Kant, afectado por las nuevas teorías científicas de la época (Newton), reconoce

un espacio donde el sujeto (trascendental) ya no puede acceder, es decir, instaura

límites a la epistemología en pos de la ciencia que le descubre dos condiciones

irrecusables de todo acto epistemológico: el espacio y el tiempo.

Según el filósofo de Königsberg, el sujeto tiene la capacidad, esas condiciones

epistemológicas (las categorías) que le permiten conocer, pero aquello a que tiene

acceso no es al ser de las cosas (noúmenos), sino a sus fenómenos. Estas

categorías de espacio y tiempo dadas por la ciencia le permiten distinguir a Kant

entre aquello que se ubica aquí, los fenómenos, y lo que trasciende a todo espacio

y tiempo: los noúmenos. Las condiciones de todo acto epistemológico son,

primariamente, su ubicación espacio-temporal. Aquello que no esté determinado

por esto no puede ser conocido: «Las cosas en sí son inaccesibles; no puedo

conocerlas, porque en cuanto las conozco ya están en mí, afectadas por mi

subjetividad; las cosas en sí (noúmenos) no son espaciales ni temporales […]».23

Aquí, bajo el campo epistemológico, aún es el hombre quien determina de

cierta manera a su objeto de conocimiento, los fenómenos. Lo dado (un caos de

sensaciones) se ordena bajo los parámetros que el sujeto pone (las categorías

espacio-tiempo), de tal manera que de la unión de ambos elementos surge la cosa

conocida o fenómeno. «El pensamiento, pues, al ordenar el caos de sensaciones,

hace las cosas; por esto decía Kant que no era el pensamiento el que se adaptaba

a las cosas, sino al revés».24 Esta ausencia de la cosa en sí permite la acción del

sujeto sobre lo que se presenta de esa cosa, de tal manera que la ciencia podrá

explicar y conocer todo aquello que se presente ante la razón pura, es decir, ante

aquellas condiciones racionales que todo ser racional en general posee. La razón

pura en Kant es la explicación detallada de aquella condición que Descartes

descubrió a través de la duda, y será ese núcleo que fundamente la subjetividad

en la filosofía moderna.

23

Julián Marías, Historia de la filosofía, España, Alianza, 2001, p. 277. 24

Ibid., p. 278.

La pregunta que surge es ¿qué existe que este mecanismo de la razón no

pueda conocer?, es decir, ¿qué existe fuera del espacio y del tiempo? Con la

posibilidad de resolver estas cuestiones, Kant introduce la posibilidad de la

metafísica al ámbito epistemológico. Sus respuestas ubican a la metafísica lejos

de la ciencia, en tanto que su objeto de estudio es precisamente aquello que la

ciencia ya no puede alcanzar. La metafísica será entonces una ciencia

trascendental en tanto estudio de lo a priori, de lo que está fuera del espacio y del

tiempo: los noúmenos. Lo que se intenta conocer en este ámbito son a Dios, el

mundo y el alma. En este sentido, la metafísica clásica no reconoce un error: la

existencia de Dios o el alma no es algo que se pueda predicar, no es una

propiedad, sino su relación con las demás cosas. El ser es trascendental, no un

predicado real. Esto significa que el ser no es objeto de conocimiento como lo son

los fenómenos, porque trascienden las condiciones de todo conocimiento. Esto

puede significar que el alma o Dios sólo tienen un sentido presencial cuando

actuamos «como si» existieran, porque parece que sólo así nos ponemos en

relación con ellas y vislumbramos entonces su existencia.

Esta cabida a la metafísica no es gratuita en el sistema kantiano. Recordemos

que Descartes alcanza a vislumbrar la exigencia de parámetros sólidos para andar

por el mundo. Es algo tan necesario y fue tan difícil con las pretensiones

epistemológicas que se tenían, que Descartes ya no pudo más que mantener los

preceptos morales de su época sin justificación racional alguna. Es estudio de las

concepciones morales en el filósofo francés quedó sólo en un proyecto que lo

modernidad le ha cobrado siglo tras siglo a la filosofía. Kant no pretendía quedar

en la misma situación. Con la puesta en escena de la metafísica intenta cubrir ese

espacio que la razón pura no puede dominar: la moral. Pero es tan grande la

influencia de la ciencia y las pretensiones desatadas por el idealismo cartesiano,

que sólo la fe pudo ser el garante más preciso de la metafísica kantiana. Si el

aparato epistemológico del sujeto ha dominado ya su propio objeto, queda de

antemano imputarle su actitud ante el mundo de los otros, algo que a la razón pura

le va pero que no puede mecanizar como lo hace en su aprehensión de los

fenómenos. Kant encuentra la salida tras su sentimiento pietista y recobra, a

través de la metafísica, un espacio que la fe había perdido con el racionalismo.

Entonces aquí cada espacio tendrá su propio camino y su propia forma de andar

por él. Conozco (Crítica de la razón pura) y actúo (Crítica de la razón práctica),

pero no por uno hago lo otro.

En la Crítica a la razón pura (1781), Kant establece un juicio de la razón contra

la razón que «resuelve la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en

general».25 En esta obra explica la posibilidad de la experiencia científica, la

estructura que la permite, el método y su objeto de conocimiento. La conclusión

conlleva el reconocimiento de los fenómenos, manifestaciones en un espacio y

tiempo (categorías a priori), como el ámbito propio de la ciencia. Esta

fundamentación permite a Kant sacar de ese «teatro» de discusiones a la

metafísica, la cual –reconoce Kant– no es una ciencia. La obra permite resolver

una de las tres preguntas esenciales para el hombre: ¿Qué puedo saber?

El hombre, como sujeto pensante, genera conocimiento; sin embargo, también

ejerce la acción. En ese sentido, el hombre es un ser capaz de pensar y actuar

con autonomía, lo que lo lleva a evitar todo lo autoritario impuesto por la misma

cultura, ya que se hace a sí mismo la segunda pregunta: ¿Qué debo hacer?

Precisamente sobre esta pregunta giran la Fundamentación de la metafísica de las

costumbres (1785) y la Crítica de la razón práctica (1788). En la primera Crítica, se

cierra el camino de la metafísica como ciencia, pero también se abre su propio

camino cuando Kant habla de la diferencia entre fenómeno y noúmeno. La

presencia del noúmeno en la filosofía kantiana es el reconocimiento de los

antiguas propuestas griegas, presencia que funda la reflexión de lo trascendente:

el alma inmortal, la existencia de Dios y la posibilidad de la felicidad, postulados

que permiten toda moral y fundan la importancia de la metafísica.26

Kant responde en estas obras que en tanto que el hombre es un ser que

actúa, no puede estar alejado de la moral, que se plantea como el ejercicio del

deber por el deber. Esto es la autonomía moral, la aceptación y práctica del deber

25

Manuel Kant, Crítica de la razón pura, México, Porrúa, 2000, p. 6. 26

Véase el «Libro Segundo. Capítulo Primero», parágrafos IV y V, de Manuel Kant, Crítica de la razón

práctica [Fundamentación de la metafísica de las costumbres y La paz perpetua], México, Porrúa, 1996, pp.

176-182.

por el deber mismo, que se fundamenta no a través de la ciencia, sino de la

metafísica. El ámbito de la ética no corresponde a la razón pura (episteme), sino al

de la razón práctica. Se trata de cumplir nuestros deberes como seres humanos,

como cosmopolitas, sin moralinas culturales ni intereses personales. Toda acción

buena con finalidad rompe con el deber, porque éste trasciende el mundo terrenal.

A partir de ahí, Kant plantea su imperativo categórico, que impide la relatividad de

la ética y su aplicabilidad en cualquier ámbito. Este imperativo es la expresión

formal de una ley moral, pero que en su formalidad conlleva una universalidad:

Obra según máximas que puedan al mismo tiempo tenerse por objeto a sí

mismas, como leyes naturales universales. Así está constituida la fórmula de una

voluntad absolutamente buena.27

Para Kant, el imperativo categórico encierra la posibilidad constante de que cada

hombre trate y sea tratado siempre como un fin y nunca como un medio. Esto es

actuar conforme al deber, es decir, conforme a la razón pura práctica. Nuestra

condición de seres racionales y libres conlleva la insuperable presencia de la

moral universal, expresada por este imperativo:

No hay nadie, ni aun el peor bribón, que, si está habituado a usar de su razón, no

sienta, al oír referencias de ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza

en seguir buenas máximas, de compasión y universal benevolencia (unidas estas

virtudes a grandes sacrificios de provecho y bienestar), ni sientan, digo, el deseo

de tener también él esos buenos sentimientos.28

Para preconfigurar el imperativo, Kant acude no al estudio del ser, sino al deber

ser, que la razón teórica no podrá comprobar, pero que es evidente en sí mismo.

Esto expresa la voluntad desatada en la Ilustración, al darle toda la confianza a la

razón, pero también, la moderación que le impone a Kant el conocimiento de la

filosofía antigua.

27

Manuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres [Crítica de la razón práctica y La paz

perpetua], México, Porrúa, 1996, p. 50. 28

Ibid., pp. 60-61.

A finales del siglo XVIII, surge una corriente de pensamiento representada por

el inglés Jeremy Bentham (1748-1832), y desarrollada más tarde por James Mill

(1773-1836) y John Stuart Mill (1806-1873). La obra más importante de Bentham

es su Introducción a los principios de la moral y de la legislación, publicada en

1789. En ella defiende la tesis principal del utilitarismo: lo útil es lo importante para

los hombres, y con «útil» se refiere a aquello que proporciona placer o evita dolor

al mayor número de personas. Este criterio abarca tanto los aspectos morales,

como los políticos. Es, pues, un principio de acción, de proveer el bien para el

mayor número de personas. Su fundamento es el siguiente: toda acción humana

es provocada por el deseo por obtener placer, pero también, evitar el sufrimiento.

Si hay algo placentero que proporcione felicidad, habrá que valorar si lo hace a la

mayoría de personas; si es así, entonces será útil y tendrá que llevarse a cabo.

En Alemania seguía el idealismo hasta sus consecuencias últimas. Después

de Kant, Fichte y Schelling desarrollan los alcances o posibilidades del yo,

centrados en la pregunta kantiana: «¿Qué puedo conocer?»; sin embargo, es la

aparición de Hegel (1770-1831) la que provoca un cambio importante en la

manera de hacer filosofía, pues construye, se dice, el último de los grandes

sistemas filosóficos de la historia. Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831)

planteó que la historia del hombre y la naturaleza no es más que una serie de

etapas dirigidas hacia la revelación de una realidad fundamental que las envuelve:

el espíritu absoluto. En ese sentido, para Hegel, eticidad (no la moral) no es tanto

la manifestación de la razón práctica o un momento de universalidad humana, sino

un desarrollo natural que va desde la familia hasta su perfección en el Estado:

Como espíritu inmediato o natural es la familia; la totalidad relativa de las

relaciones de los individuos como personas independientes es la sociedad; y el

espíritu desarrollado en una sociedad orgánica es el Estado.29

Esto significa que cada uno de los momentos en que la vida del hombre va

evolucionando son líneas de desarrollo hacia la manifestación del espíritu

29

Julián Marías, op. cit., España, Alianza, 2001, p. 316.

absoluto, porque «la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo,

ni el resultado es el todo real, sino que lo es en unión con su devenir».30 De lo que

se trata es de la realización del espíritu en un despliegue de sí mismo que tiene

como momento de antítesis a la naturaleza. Pero en tanto que antítesis, ésta

desembocará en una síntesis final, que será el reconocimiento de sí mismo, del

espíritu absoluto, en el saber. Este momento lo encuentra Hegel con el Estado

prusiano y ese saber, con su filosofía.

Hegel habla, respecto de la formación del Estado, de eticidad y no de moral,

en tanto que la moral está guiada por motivaciones que determinan una acción, lo

que la hace subjetiva; mientras que la eticidad es la ética objetiva, es decir, la

realización del espíritu objetivo en su natural devenir. Los entes finitos son parte

del devenir, pero como meros momentos del espíritu absoluto. Éste tiene dos

estadios, como parte de su devenir: el objetivo y el subjetivo. El estadio subjetivo

es el espíritu hecho sujeto, un sujeto que se sabe a sí mismo, que está unido a un

cuerpo en unidad vital, en tanto alma. Su estudio, por tanto, va a ser psicología.

Pero el estadio objetivo se divide en tres: derecho, moralidad y eticidad, que

representan la superación propia del sujeto. El primero regresa a la persona a su

estado de derecho, es decir, a ser tratado como persona. En tal caso, cada vez

que se delinque es necesaria una pena, pues sólo ésta regresa al individuo a su

condición primera. La moralidad está fundada en los motivos, en tanto que

determinan la moralidad de una acción. Los motivos la subjetivizan por completo,

de ahí que se traslade a la eticidad, que es la ética objetiva, desarrollada en la

familia primero, en la sociedad y, por último, en el Estado, plenitud del espíritu

objetivo.

Toda la filosofía posterior se califica como una reacción de defensa o ataque a

las tesis de Hegel. De estas críticas, podemos destacar la que hace su

«antagonista» de clases: Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien expone su

filosofía en El mundo como voluntad y representación (1819). Aquí, contra Hegel,

afirma que la historia no es racionalidad, es decir, despliegue del espíritu, sino

30

G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1998, p. 8.

puro azar, porque el mundo no es una cosa en sí, sino una representación del

sujeto, de la voluntad.

Aquello de que hacemos abstracción aquí, como se verá después, no es más

que la voluntad, lo cual es lo único que constituye el otro aspecto del mundo.

Éste es por una parte representación, y nada más que representación, y por otra,

voluntad y nada más que voluntad.31

¿Por qué pierde toda objetividad el mundo? Schopenhauer defiende la idea de

que nada es sino para el hombre, para el sujeto:

Aquello que lo conoce todo y que de nadie es conocido, es el sujeto. Es pues el

sostén del mundo, la condición constante, sobreentendida siempre, de todo lo

perceptible, de todo objeto, puesto que todo cuanto existe sólo existe para el

sujeto.32

La existencia del sujeto hace del mundo una representación de su voluntad. Sin

embargo, esto no hace al hombre el rey del mundo. La vida está cargada de dolor

constante, de insatisfacción y tedio; eso es la vida. Ella absorbe al hombre en su

instinto de reproducción, es voluntad pura, que nos utiliza para su más claro fin:

«conservar la especie». Nuestro querer, nuestra «voluntad», no son más que

manifestaciones de este «querer» de la Vida, de la Naturaleza.

La lucha es, pues, contra la voluntad. El hombre encuentra un resguardo, una

liberación momentánea del dolor, en la estética. La obra de arte es una ventana

hacia la libertad real, un pequeño alejamiento de la voluntad y el dolor que implica.

Pero la verdadera negación de la voluntad de vivir es la Ética, en tanto que es el

momento en que se cumple la liberación de la individualidad egoísta y la práctica

de la ascesis, como negación de toda voluntad. El egoísmo es la herramienta

principal para la conservación de la especie, de la voluntad de vivir, que impide la

31

Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Volumen I, España, Editorial Folio,

2002, p. 18. 32

Op. cit., p. 19.

compasión y la piedad. Esta ascesis de la vida no es más que la fundición del

hombre con el mundo, es decir, con la Nada:

Para aquellos en quienes la voluntad se ha suprimido y convertido, este mundo

tan real, con todos sus soles y sus vías lácteas, es verdaderamente la Nada.33

Schopenhauer se acerca aquí y reconoce a las doctrinas budistas, cuyo origen

es el rechazo de Buda hacia el dolor y sufrimiento que descubrió en el mundo. La

ascesis que plantea es el rito de meditación del budismo, que tiene el objetivo de

liberarse de su cuerpo y fundirse con el mundo.

También el filósofo-teólogo danés Sören Kierkegaard (1813-1855) reaccionó

contra Hegel. Él se enfocó al problema de la elección. Pensaba que el individuo es

lo más importante, no el espíritu hegeliano, que presenta el tema de la elección

como algo objetivo, cuando en realidad se trata de un problema individual. Como

ser finito, dice en Apostilla conclusiva no científica (1846), el hombre no está

dispuesto más que al conocimiento progresivo de su propia existencia absurda, y

ningún sistema puede darle el saber total. Su existencia puede tener sentido sólo

si se acerca a un carácter religioso. Una vida religiosa el estadio final que un

hombre puede elegir, los anteriores son la vida estética (la del seductor) y la vida

ética, la del cumplimiento de los deberes. A pesar de que este segundo estadio

impone deberes universales y una vida moderada, basada en el matrimonio, no es

suficiente porque no alcanza la fe (supresión del pensar). La cuestión es elegir en

qué momento nos hemos de quedar, aunque es seguro que ninguno de estos

momentos podrá quitarnos el sentimiento de angustia, es decir, el vértigo que

provoca nuestra libertad, nuestra constante posibilidad de elegir.

Friedrich Nietzsche (1844-1900) logró cambiar el panorama mundial de la ética

desarrollado desde la antigüedad. La crítica que hace a partir de su vitalismo, de la

idea de superhombre, logra desentramar todos aquellos supuestos que esconden

los planteamientos de Platón y el cristianismo. Su propuesta parte de la

transmutación de los valores. La genealogía enfocada a los grandes sistemas de

33

Ibid, Volumen II, p. 215.

pensamiento descubren que los valores trascendentales, aquellos sustentados

sobre todo por el cristianismo, suponen la huída del mundo real, de todo aquello

que aparece como instintivo a los ojos del pensamiento clásico. Su propuesta es

transformar esta perspectiva y hacer énfasis en lo que la moral ha negado: lo

dionisiaco. Tanto lo dionisiaco como lo apolíneo (lo racional) son constitutivos del

hombre, pero toda la historia de la filosofía ha tratado de ocultar lo primero: la

voluntad de poder.

CONTEMPORANEIDAD

A partir de las experiencias bélicas de principios y mediados del XX, de la

ascensión del sistema capitalista basado en la explotación, la industrialización y el

desarrollo de la técnica, el campo de la ética retoma su importancia inicial. Ante

los sistemas económicos que determinan de muchas maneras la vida humana,

surge una especie de liberalismo, pensamiento que plantea y defiende la libertad

plena del hombre.

Bertrand Russell (1872-1970) afirmaba que la ética surge de una necesidad

práctica: evitar el «conflicto entre los deseos». Para esta regulación, Russell pone

a la prudencia como la actitud que evitaría la inclinación hacia los deseos que

incluso pueden perjudicar a los otros:

Si se practicara más la prudencia en la vida subsiguiente, el mundo pronto se

convertiría en un paraíso, puesto que bastaría por completo para evitar guerras,

que son actos de pasión, no de razón.34

Pero ésa sólo es una parte de la moral. Russell apela al derecho como el método

externo para lograr que los hombres vivan juntos en sociedad, «pese a la

posibilidad de que sus deseos puedan entrechocarse». El reto es ése porque sólo

en la sociedad el hombre es completo. Con esto se cumple la verdadera moral,

don de la educación encontrará su papel principal.

34

Beltrand Russell, Escritos básicos I, México, Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo, 1985, p.

301.

Martin Buber (1878-1965) estableció la importancia que tiene para la ética la

relación entre Yo y tú (1922), una relación trascendental basada en el diálogo.

Esta posición proviene de la tradición judaica, y expresa prácticamente la

necesidad de la indeterminación del hombre por parte del hombre. Este

pensamiento ha tenido como máximo representante a Emmanuel Lévinas (1906-

1995), quien apunta que la vida del hombre encuentra sentido sólo en la relación

con el Otro, que es la auténtica relación humana. La experiencia del Holocausto le

permite establecer un análisis puntual al elemento construido por toda la

modernidad y que permitió precisamente esta experiencia: el Yo o el Mismo. El Yo

o Ego resulta de la aprehensión de todo aquello que le aparece en su experiencia

del mundo (objeto). Pero en este proceso se incluye a los otros, es decir, a los

demás hombres, lo que imponen una determinación, una eliminación de todas

aquellas singularidades que distinguen a los seres humanos. En términos

generales, la relación que establece la potencia del yo es la de sujeto-objeto, aun

cuando quien esté frente sea también un hombre. Esta concepción ha sido la

causante de la concreción del asesinato de miles de personas en los campos de

concentración y es el origen de toda relación violenta entre los humanos.

En la obra de Lévinas (Totalidad e infinito, Ética e infinito, De otro modo que

ser o más allá de la esencia) cuestiona el estado en que los hombres han

sometido su existencia. La consumación de nuestros más grandes egoísmo se

han manifestado y distribuido casi por igual. El Mismo aún no ha sido capaz de

desnudarse, desprenderse de todos aquellos embates de su ego, que lo recubren

de armaduras hasta la violencia. Esa desnudez consiste en el reconocimiento

efectivo del Otro:

El Otro que se manifiesta en el rostro traspasa, de alguna manera, su propia

esencia plástica a la manera de un ser que abriera la ventana en la que, sin

embargo, ya se perfila su figura […] Lo ‹absolutamente› otro no se refleja en la

conciencia. Se resiste de tal forma que ni siquiera resistencia se convierte en

contenido de conciencia. La visitación consiste en trastocar el egoísmo mismo

del Yo que sostiene esta conversión. El rostro desarbola la intencionalidad que le

apunta.35

El rostro del otro, para Lévinas, es exigencia ética y trastrocamiento del

entendimiento, de la razón pura del yo que absorbe hasta los sueños de los

demás en cada uno de sus movimientos. Es rostro es la prueba de nuestra

condición de ser-para-el-otro.

Por su parte, el pensamiento existencialista, con Jean Paul Sartre (1905-

1980), defiende la libertad ontológica del hombre. Afirma que éste está

«condenado a ser libre»: «Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y sin

embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de

todo lo que hace».36 Esto implica que toda acción humana tendrá que estar

pendiente de no sacrificar o coartar la libertad de los demás, es decir, habrá que

ser responsables por cada uno de nuestros actos. Para Sartre, la libertad conlleva,

necesariamente, responsabilidad; la determinación excluye esta responsabilidad

porque prácticamente es un mecanicismo, en el que el hombre actúa bajo

parámetros establecidos por la naturaleza (estructuralismo) o Dios. Pero no hay

leyes naturales que oriente nuestra vida ni hay Dios, así que «no hay signos en el

mundo» más que nuestra libertad de decidir cómo se actúa. Si hay una línea es el

reconocimiento de que también los otros son libres, y en esa medida atenderé mi

responsabilidad. La negación de nuestra condición de libertad se llama «mala fe».

La mala fe surge del sentimiento de angustia que causa la propia existencia y que

se quiere evitar. Saber que cada día somos diferentes y que somos responsables

de la «existencia» (la mía y la de los demás) nos remite a un estado de negación

de nuestro propio existir. Esto conlleva irresponsabilidad, así que la mala fe será la

causa de daño hacia los demás.

Martin Heidegger (1889-1976) asumió esta fatalidad de la inexistencia de Dios,

y planteó una idea clave para entender la condición existencia del hombre: éste es

un ser finito, un ser-para-la-muerte. La concreción del ser se encuentra en su

muerte, por lo que sus decisiones éticas tendrán que evaluar su condición ante la

35

Emmanuel Lévinas, Humanismo del otro hombre, España, Caparrós Editores, 1998, pp. 44-45. 36

Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, México, Ediciones Peña Hermanos, 1998, p. 18.

muerte. Pero también se es ser-en-el-mundo, es decir, estamos arrojados en él y

nuestras posibilidades de ser sólo se encuentran en él. El mundo es la condición

del existir en tanto que el hombre sólo puede consumarse como posibilidad en él.

Cuando esta existencia se descubre como posibilidad constante en el mundo, es

cuando se encuentra el auténtico vivir (ser auténtico). No hay una ética

desglosada en la filosofía heideggeriana, pero su afirmación del Dasein como un

ser en un mundo común, significa un estar-con-los-otros. Esto ya manifiesta la

necesidad de, por lo menos, reconocer a quienes habitan el mundo junto conmigo.

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