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PROCESOS DE LA ÉTICA A PARTIR DE LOS VALORES Y CONCEPCIONES DADAS,
EN UN MOMENTO HISTÓRICO DIALÉCTICO.
Sandra García Pérez
Ética proviene del griego ἔθος, que significa «comportamiento» o «costumbre».1
Su origen es propiamente griego, y se dirige a cuestionar aquellos principios que
guían la conducta humana, es decir, la moral, en tanto que ésta es el conjunto de
normas por las que el ser humano se ubica en su relación con los demás. Estos
principios son aquellos que llamamos «valores»: lo que hace que una cosa o
acción pueda ser calificada como buena o mala. Al calificar esas cosas o
acciones, nosotros estamos valorando. ¿Cómo se logra esto, bajo qué trasfondo?
Precisamente, la costumbre nos dará la primera base, pues todo aquello que se
rija por la costumbre de la sociedad a la que se pertenece, seguramente será algo
valioso. Detrás de este criterio está la idea de que aquello que tiene valor o es
bueno en sí (es fin en sí mismo) o lo es porque su adopción o cumplimiento
acarrea beneficios (es un medio).
En ese sentido, en la historia de la ética podemos encontrar que aquello que se
busca en términos morales es la virtud, el Bien o la felicidad, en la Antigüedad;
Dios, en el Medioevo; actuar conforme al deber, en la Ilustración, y actuar a partir
del reconocimiento del otro, en la época contemporánea. Existen también
diferentes teorías éticas que permiten hablar de una historia de la ética, pero el
desarrollo de ésta se ubica dentro de la filosofía. Es por ello que cuando se habla
de ética, se está hablando de filosofía. Las diferentes teorías éticas, por su
carácter, se dividen en teleológicas (como las de Aristóteles o Epicuro) o
deontológicas (como la de Kant o el utilitarismo de J. Stuart Mill), aunque ya en el
1 Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu, Diccionario de filosofía en CD-ROM (Copyright © 1996-99),
España, Empresa Editorial Herder S.A.
siglo XX surgió la metaética, como el estudio de los distintos supuestos teóricos
que la ética había manifestado a lo largo de su historia.
Así, el camino de la vida, lo ético –según algunas teorías– serán la felicidad o
el placer; la virtud, el deber o la obligación. Cada una de estas ideas marcará la
conducta humana, que apelan a una autoridad como el Estado (obediencia a la
tradición), la deidad (obediencia a la voluntad divina), la naturaleza (obediencia a
las leyes naturales) o la razón (obediencia al esfuerzo del pensamiento).
LA ÉTICA EN LA ANTIGÜEDAD
Durante los siglos VIII al VI a.C., los grandes relatos homéricos proyectan una
forma de vida inspiradora para la época: la vida de los héroes mitológicos, que
destacan valores como fuerza física, valentía, belleza, habilidad y linaje. Sin
embargo, destaca uno de sus héroes que no es fuerte y no tiene porte de
guerrero. Se trata de Odiseo, quien destaca por su enorme astucia y su
inteligencia más que por su fortaleza. De éste se delinea la imagen del griego
como sabio en el mundo antiguo, lo que dará pauta a la diferenciación entre él y el
«bárbaro».2
Ya en el siglo VI a.C., Pitágoras reflexionó sobre el comportamiento moral
desde la religión que dirigió: el orfismo.3 Él creía que la vida intelectual era
superior a nuestra naturaleza sensual, así que sostenía que la vida dedicada a la
disciplina mental era la que se debía seguir. Esta vida expresaba sencillez en todo
momento, al hablar, al vestir y al comer.
En los siglos V y IV a.C., la formación de las Polis pone en el escenario de la
filosofía a varios pensadores, maestros, que cuestionan los códigos morales del
mundo antiguo, incitando al relativismo moral. En contraparte, Sócrates defendía
la idea de hombre virtuoso, es decir, aquel que camina sobre los senderos del bien 2 En la Odisea, Homero no deja de insistir en la audacia e inteligencia de Ulises, quien sobrelleva sagazmente
los peligros que le van apareciendo en su regreso a Ítaca, como el gran cíclope hijo de Poseidón; Circe y
Calipso. 3 Según Abbagnano, ésta era una secta que pensaba en la vida terrenal como un paso para alcanzar una vida
más alta, alcanzable por medio de cierta forma de vida basada en ceremonias y ritos purificadores. Tal
creencia aparentemente llegó a los pitagóricos, a Empédocles y Platón. Nicola Abbagnano, Diccionario de
Filosofía, México, FCE, 1974.
y la justicia, de la verdad. Sócrates enfrentó el relativismo planteado por todos los
maestros o sofistas, identificando el saber con la virtud y a la ignorancia con el
vicio. Con ello, la sabiduría como búsqueda de la verdad se estableció como el
camino del hombre virtuoso.
Los grandes sabios, llamados por Platón «sofistas», plantearon ciertos
preceptos epistemológicos que implicaban el rechazo a la objetividad de los
sistemas morales. Recordemos el pensamiento de Gorgias, que en su nihilismo
desbordaba un desorden moral y una vida sin sentido. Por su parte, la tesis de que
el «hombre es la medida de todas las cosas», de Protágoras, implicaba que toda
acción humana tiene como guía la propia subjetividad, la relatividad.4
El antagonista de los sofistas fue la figura de Sócrates, dibujada por Platón
durante toda su obra. Sócrates se opuso radicalmente a quienes Platón llamó
«falsos sabios». Para Sócrates, no hay una actitud correcta más que la del
filósofo, que es el que busca la verdad, el verdadero conocimiento de las cosas:
«[…] no debemos curarnos de lo que diga el pueblo, sino sólo lo que dirá aquel
que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad».5 En ese sentido, el
filósofo es el hombre virtuoso por excelencia, porque identifica a la virtud con el
saber. Así, el conocimiento será el que haga virtuosos a los hombres, porque el
conocimiento lo es de aquello que guía correctamente la vida: la Verdad. Lo
contrario a la virtud, el vicio, el mal, será consecuencia de la ignorancia. La ironía
socrática y la mayéutica serán la prueba clara de si se está en buen camino hacia
la búsqueda de la sabiduría o en camino a la ignorancia (o falsa sabiduría). Sólo la
virtud, que es transmisible a través de la educación, guiará al hombre por el
camino del bien, de la moral.6
4 Y sin embargo, hay una defensa de las tesis de los sofistas. Para Jacqueline de Romilly, estas
interpretaciones de inmoralismo, de la destrucción de todo fundamento moral por parte de los sofistas, son
algo inciertas; en todo caso, no fueron entendidas, ya que lo que planteaban era una «moral nueva» y no una
inmoralidad. Al respecto, véase el «Capítulo V» y «Capítulo VI» de Jacqueline de Romilly, Los grandes
sofistas en la Atenas de Pericles. Una enseñanza nueva que desarrolló el arte de razonar, España, Seix
Barral, 1997. 5 «Critón o del Deber», en Platón, Diálogos, México, Editorial Porrúa, p. 24.
6 Contra los argumentos de sus amigos para que escapase de la cárcel, Sócrates apelaba a la siguiente idea:
«¿No admites, igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo reclaman la probidad y la
justicia?» Sócrates identifica a la justicia con el bien y a la injusticia, con el mal. «Critón o del Deber», en
Platón, Diálogos, México, Editorial Porrúa, p. 25.
Escuelas Socráticas
Las enseñanzas de Sócrates lograron la creación de varias escuelas enfocadas a
la filosofía moral. Fueron cuatro las corrientes éticas derivadas del socratismo: el
cinismo, la escuela de los cirenaicos, los megáricos y el platonismo. La escuela
cínica fue fundada por Antístenes en la Plaza del perro ágil, de ahí su nombre.
Ellos identifican a la eudaimonía (felicidad) con la autarquía o suficiencia, como un
modo de vida a través del cual se suprimen las necesidades. Para ellos, el hombre
virtuoso es aquel que no necesita del Estado y de los demás hombres para
sobrevivir. Esta actitud de individualismo y autosuficiencia conlleva un nivel de
vida donde el refinamiento es nulo, al igual que la relación entre individuo y ciudad
o cultura: «El resultado de esto es, naturalmente, el mendigo».7 La figura que
representa puntualmente esta actitud es la de Diógenes de Sínope, de quien
Diógenes Laercio cita lo siguiente:
Pasaba en cierta ocasión por donde Diógenes estaba lavando unas hierbas, y le
dijo éste: «Si hubieses aprendido a prepararte esta comida, no solicitarías los
palacios de los tiranos». A lo que respondió Aristipo: «Y si tú supieras tratar con
los hombres, no estarías lavando hierbas».8
El carácter de Diógenes demuestra la sensatez con la que se debe vivir la vida y la
humildad, que no requiere de lujos. Precisamente, esta anécdota muestra la
confianza en la capacidad del individuo para ser autónomo y la necedad de los
cínicos a ser sociables. También Diógenes fue imperioso al mostrarse frente a él
la figura del gran emperador Alejandro Magno, quien lo buscaba admirado por el
reconocimiento que hacían los griegos de su sabiduría:
Estando cogiendo el sol en el Cranión, se le acercó Alejandro y le dijo: «Pídeme
lo que quieras»; a lo que respondió él: «Pues no me hagas sombra».9
7 Julián Marías, Historia de la filosofía, España, Alianza, 2001, p. 86.
8 «Libro Segundo, Aristipo», en Diógenes Laercio, Vida de los filósofos más Ilustres, Tomo I, España, Luis
Navarro Editor, 1887. 9 Ibid, p. 337
Así, parece que los cínicos resaltaban la vida buena como vida de autocontrol,
alejada de la sociedad y más cercana a la naturaleza. Es lógico pensar en este
rechazo del mundo social, si recordamos que la polis griega estaba prácticamente
en decadencia y exaltando aquellos oropeles que la figura de Sócrates criticaba.
Por su parte, la escuela cirenaica fue fundada por Aristipo de Cirene (435-350
a.C.), para quien el bien supremo era el placer. Diógenes Laercio menciona el
carácter de su doctrina:
Por esta causa daba a Dionisio más gusto que los otros, y porque en todas
ocurrencias disponía bien las cosas, pues así como sabía disfrutar de las
comodidades que se ofrecían, así también se privaba sin pena de las que no se
ofrecían.10
Todo ser humano podría encontrar en el placer su máximo momento, pero sólo en
tanto que éste placer no dominara su vida. Precisamente, el sabio, para Aristipo,
era aquel que dominaba al placer como cualquier otro movimiento de su ser. El
sabio es dueño de sí; disfruta el placer pero no se apasiona. Al igual que Sócrates,
el sabio debe ser una persona con la capacidad de adaptarse (dominar) a
cualquier situación: en la riqueza o en la pobreza, en la prosperidad y en las
dificultades. La ética cirenaica destaca la serenidad del sabio, la imperturbabilidad,
pero también el goce, el placer.
Los megáricos fueron seguidores de Euclides (450-c.380 a.C.), quien partía
del pensamiento de Parménides y de la ética socrática. Del primero, destacó la
idea del Uno, al que identificó con la idea socrática del Bien; así, la unidad para él
es la virtud. Sin embargo, los megáricos afirmaban que aunque el Bien puede ser
llamado sabiduría, o Uno, ésta es un secreto del Universo que sólo puede ser
revelado mediante el estudio lógico. Por eso también se interesaron por la lógica,
específicamente en la argumentación, lo cual derivó, gracias a sus seguidores, en
el arte de argumentar sólo por argumentar, con el fin de vencer al adversario. Esto
llevó a Euclides y sus seguidores a la reflexión de las paradojas y al
10
Ibid, p. 334.
perfeccionamiento del razonamiento a través de la reducción al absurdo, que hoy
la conocemos como una forma de comprobar la validez o invalidez de los
argumentos.
Plantón (427-347 a.C.) defiende los valores trascendentes, absolutos, como
ideas en otro mundo pero que forjan a éste. La idea del Bien es la máxima idea
que reina en el Topus Uranos. Y como el hombre posee una parte propia de aquel
mundo, inmortal, deberá cumplir con el compromiso que implica el regreso de su
alma a aquel mundo inteligible. Se tratará de vivir, como lo pensaba Sócrates, de
acuerdo con esos valores que lo llevan a la trascendencia: la fortaleza (para
dominar los sentimientos), la templanza (para dominar las pasiones), la prudencia
(el ejercicio de la razón) y la justicia (como el equilibrio de las fuerzas del hombre).
Para Platón, el Bien es la idea dominadora de lo inteligible; en ese sentido, como
esencia de lo que es real (idea), el Bien estará presente en todo lo que existe. Por
ello pensaba que el mal no tiene existencia por sí mismo, sino sólo como reflejo
imperfecto (mala falsificación) de lo real, esto es, el Bien.
Toda su obra está cargada de mitos que explican lo real, y la forma en que los
escribe es el diálogo (la unión o confrontación de dos logos). En ellos expone, en
voz de Sócrates, que la virtud humana tiene que ver con el cumplimento de lo
justo, y lo justo es el cumplimiento de aquello para lo cual cada quien está hecho.
Esto permite la armonía en lo que sería la República. Ese quehacer innato no es
más que el cumplimiento del tipo de alma que se tenga.11 Sólo la persona justa
será una persona buena, en el cumplimiento y perfeccionamiento de su quehacer,
como artesano, como guerrero o como Gobernante.
Aristóteles (384-322 a.C) platea como finalidad de todo hombre alcanzar la
felicidad (eudaimonía), esto sólo a través de la sabiduría, en tanto que se presenta
como el ejercicio de la razón. Por ello, entenderá a la vida contemplativa como el
ideal de vida, en tanto que domina aquella parte del alma que desequilibra la
conducta humana: la parte apetitiva (deseos corporales). La vida contemplativa
ejercitará el llamado «justo medio» (adquirido por hábito: moral), que mantiene al
11
Sobre todo, estas referencias podemos encontrarlas en la República, donde trata la función de cada uno de
los habitantes del Estado. Platón, República, España, Biblioteca Clásica Gredos, 2000.
hombre alejado del vicio y lo hace virtuoso. El justo medio es el estado que se
encuentra entre los dos extremos de exceso e insuficiencia. La virtud, por ejemplo,
sería el justo medio entre el dispendio y la avaricia. El campo en el que se
desarrolla la ética, su único campo posible, no es más que la Polis. Aquí se
conjuntan la ética y la política. Por eso habla de la tendencia natural de los
hombres de reunirse primero en familias, luego esas familias en comunidades que
después formarán el Estado.
El estagirita está partiendo de la división entre seres racionales y seres
animales. Los hombres, como seres racionales (aunque existan los «bárbaros»),
tienen que llevar su vida de acuerdo con su propia naturaleza, y ésta llama hacia
la felicidad. Lo único que cumpliría con este criterio son aquellas virtudes
relacionadas con la actividad mental: el conocimiento y la contemplación. La vida
contemplativa resalta el estado más puro del alma: lo racional, que es la fuente de
diferencia con los demás seres.
ÉPOCA HELENÍSTICO-ROMANA
La muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) conlleva para los griegos la caída del
sistema ciudad-estado. Las guerras intestinas provocadas por la ausencia de
poder y el desorden que provocaba buscarlo prohíben que la polis se
reestablezca. Así, la libertad de los griegos se hizo vulnerable, al mismo tiempo
que se extendió su cultura:
La batalla de Queronea (338 a. C.) significa el final de la polis griega como
institución social, política, moral y religiosa. El conocimiento de las religiones
extranjeras, notablemente ampliado con las campañas de Alejandro conduce a
un sincretismo y, entre las personas cultas, a un relativismo. La decadencia de la
religión tradicional obliga a buscar una nueva orientación para la propia vida
personal.12
12
Friedo Ricken, Filosofía de la edad antigua, España, Herder, 1990, pp. 200-201.
Ante la desaparición de la polis, surge en el pensamiento de la época la idea de
un cosmopolitismo (habitantes del cosmos, no de una polis) y el individualismo,
que provocan ciertas actitudes que desplazan la idea de comunidad. Ambos
pensamiento los llevan a centrarse en la vida propia, en cómo actuar para uno
mismo, porque hasta el cosmopolitismo impide al individuo actuar conforme al
todo en su vastedad, así que no le queda más que preocuparse por sí mismo.
Por su parte, la decadencia de la religión tradicional provoca que la filosofía se
convierta en esa especie de guía que puede orientar la vida de los individuos. De
esta manera, la filosofía va derivando en moral, en esa búsqueda de
conocimientos que posibiliten establecer un camino de vida que antes era
posibilitado por el Estado. Éste parece ser el momento en que la filosofía surge
como praxis, es decir, como Ética. Ya las especulaciones filosóficas de Aristóteles
no serán suficientes, en tanto que lo importante es la vida misma en su práctica no
estatal.
Aquí surgen las llamadas escuelas helenísticas, de donde destacan:
a) La Estoa. Fue fundada por Zenón de Citio (siglo III a.C.), quien enseñó su
pensamiento en el pórtico (stoa) frente a la Acrópolis. Ricken menciona que hubo
tres etapas de la estoa (que llega hasta el siglo III), y que es la última o tardía la
que se centra en la moral y la sabiduría práctica de la vida, además, de la única
que se conservan escritos completos (como los de Cicerón).13 Los estoicos salen
a la defensa del conocimiento de las leyes que implica el orden del Cosmos,
porque nadie podría juzga lo bueno y lo malo sin conocer el plan de la naturaleza,
el cual se habrá de seguir para vivir felizmente, sin perturbaciones (ataraxia):
Obra moralmente bien el que convierte en motivo suyo el ordenamiento
teleológico de toda la naturaleza como tal. La satisfacción de los instintos
naturales se convierte en un obrar moralmente bueno, cuando el hombre sabe
que con ello obedece a la naturaleza universal.14
13
Friedo Ricken, Filosofía de la edad antigua, España, Herder, 1990. 14
Friedo Ricken, Filosofía de la edad antigua, España, Herder, 1990, p. 215.
Los seguidores de Zenón se interesaban por la política, mientras lograran
mantenerse indiferentes al éxito y al fracaso. El hecho de que guardasen una
actitud de pasividad tiene su motivo en el amor a su ser mismo y al temor de su
desaparición. Su norma básica era aceptar todo aquello que deviene de la vida sin
problema alguno, dominando emociones, sentimientos (la autorregulación como
uso de la razón).
b) El epicureismo. Epicuro (341-270 a.C), quien sostenía como máxima felicidad la
ausencia de dolor y la limitación de los deseos, es decir, la vida en ataraxia (sin
preocupaciones ni dolor). Epicuro identificó a la bondad más elevada con el placer,
y sostuvo la superioridad de una vida moderada, ascética, contemplativa. Fue
Lucrecio (98-55 a. C.) el principal exponente romano del epicureismo. Los
epicúreos pretendían el placer pero manteniendo la serenidad, es decir, el dominio
de las emociones. Rechazaban todo aquello que provocara pensamientos
perturbadores sobre la vida y la muerte. La autodisciplina es la herramienta
principal de una vida placentera, en tanto que es la capacidad de posponer el
placer inmediato para alcanzar un placer mediato más seguro y duradero.
MEDIOEVO
El cristianismo primitivo realzó el ascetismo, el martirio, la fe, la misericordia, el
perdón, el amor no erótico, como los modos correctos de comportase y vivir la
vida. El asentamiento del cristianismo en el pensamiento occidental desencadena
la idea de vida como Zoé (vida encaminada a Dios). Habrá varias corrientes de
pensamiento, órdenes en las que se van a identificar los intelectuales cristianos,
pero todos con la coincidencia de partir de la figura de cristo como el máximo ideal
ético. A partir de ello, coinciden con las normas que hoy conocemos como los diez
mandamientos y el amor al prójimo. El camino moral está proyectado hacia la
trascendencia, en tanto que el hombre tiene la opción, como un ser con libre
albedrío, entre comportarse éticamente e ir al paraíso o comportarse como pagano
e ir al infierno. La influencia del cristianismo cubre todo Occidente y sus normas,
que son religiosas, se han establecido como normas morales básicas.
El cristianismo aportó varios elementos de cambio al pensamiento tradicional,
con base en la idea de Dios como creador y único, todo poderoso, identificado con
la verdad. Si Dios es la verdad, entonces hay que dirigirse hacia él. Pero entonces
ya no será el sabio el hombre ideal, el que busca el conocimiento usando su
inteligencia, sino el hombre santo, que busca a Dios con la fe. Asimismo, el
hombre virtuoso no será aquel que ha vencido la ignorancia, es decir, el mal, sino
aquel que ha vencido el pecado, es decir, el mal que de nacimiento trae la
humanidad y el que provoca el libre albedrío.
De los pensadores más importantes de este periodo podemos mencionar a
San Agustín y a Sto. Tomás de Aquino, quienes representan las dos etapas del
medioevo más importantes. Él primero se enfrentó al maniqueísmo, que
consideraba la existencia tanto del bien como del mal. El problema que desataba
la presencia del mal en el mundo era que no podrían explicarse porque su creador
(Dios) es bondad pura. Entonces, ¿cómo es posible que exista el mal si Dios en su
infinita bondad lo ha creado? La existencia del mal contradice la bondad y
omnipotencia de Dios. San Agustín respondió que el mal no existe como
sustancia, sino como privación; esto es, el mal no es más que ausencia de bien. Si
moralmente el hombre peca es porque se encuentra con la ausencia del bien, en
la pequeñez de su libre albedrío, que no es nada frente a la verdadera libertad:
Dios. El hombre tendrá que alejarse de este no-ser que es el mal y encontrase con
Dios. Además del estado material en el que se vive, Agustín afirma una
comunidad en la que se ubica al creador: la Ciudad de Dios. Se trata de un pueblo
cristiano que tiene como eje de unión el amor a Dios. Todos aquellos hombres que
lo aman están ya dentro de esta mística Ciudad.
Por su parte, Sto. Tomás de Aquino (aristotélico) sostenía que el hombre,
como criatura de Dios (hecho a su imagen y semejanza), emana y depende de
Éste para vivir bien. En ese sentido, la verdadera felicidad consiste en la natural
re-unión (religión) con Dios, en un mundo venidero después de la muerte. Lo que
lleva a esto es la vida en fe, esperanza y caridad. La fe es superior para Tomás
porque dentro de la iluminación divina, ésta parte de lo más alto hacia lo más bajo,
mientras que el proceso que permite la razón es al revés: el objeto de la razón son
las realidades materiales, mientras que el de la fe son las inmateriales. Para la
razón, existen las verdades, pero la realidad es que sólo hay una verdad, que se
alcanza por la fe. La razón tiene la libertad de acudir hacia sus parámetros
permitidos, pero sin contradecir la fe, porque no es capaz de reconocer «los
misterios» con que se manifiesta la Verdad.
Al igual que para Aristóteles, Tomás defiende una moral teleológica y
eudemonista, pues sostiene que la finalidad de todo ser humano radica en la
búsqueda de su felicidad, pero ésta no radica en el campo intelectual planteado
por Aristóteles; es obvio esto considerando la diferencia entre fe y razón. La
felicidad para Santo Tomás es Dios. El hombre puede alcanzarla a través de su
conciencia (facultad) moral, que le permite captar aquellos preceptos de la
naturaleza, de lo creado por Dios: hacer el bien y evitar el mal será el mayor
principio.
MODERNIDAD
La Reforma
Con el cumplimiento de la Reforma protestante, el cristianismo comenzó a
transformarse. Para el clero protestante, por ejemplo, dejó de ser una práctica
importante el celibato, incluso el propio Martin Lutero (1483-1546) se casó. La
obra de Lutero es importante porque incita a la reflexión de aquellas bases del
pensamiento cristiano que impusieron el poder de la Iglesia durante todo el
medioevo.
Varios de sus escritos negaban la infabilidad defendida por los cristianos, hace
énfasis en las Escrituras como normas únicas de fe, niega a la misa como
sacrificio y elimina varios sacrificios. Con Lutero, la iglesia también pierde el poder
como casa única de lectura de las Escrituras. Con la traducción del Nuevo
Testamento, vulgariza, es decir, extiende a los alemanes comunes la lectura de
estos textos que antaño eran exclusivos de los padres de la iglesia. Su
pensamiento destaca por la creencia de que los hombres no tienen libre albedrío.
Todos somos –esencialmente– pecadores, y en ese sentido estamos
predestinados a la salvación o a la condena. Aquí destaca que para la salvación,
es más importante la fe que se tenga que los ritos que se hagan.
Por su parte, Juan Calvino (1509-1564), teólogo protestante francés, partió del
pensamiento de Lutero y también aceptó la idea de que la salvación sólo se
obtiene por la fe y de que existe en cada uno de nosotros el pecado original. De
ello se deriva que el hombre no sea un agente moral, en tanto que su naturaleza
humana parte de la corrupción original, por lo que cualquier movimiento hacia la
bondad no lo redime de su penitencia. Así, no le queda más que el camino de la
salvación, vivir sólo de la esperanza de que llegará a salvarse a través de lo que
se haga para sí mismo.
Precisamente, lo que permite la Reforma es el regreso a la importancia de la
individualidad y el alejamiento de los esquemas o estructuras eclesiásticas. Se
comienza a destacar la responsabilidad individual ante la autoridad o la tradición,
que decían cómo alcanzar el perdón de Dios y, por tanto, la salvación. Hugo
Grocio (1583-1645) manifiesta más claramente esto en su obra La ley de la guerra
y la paz (1625), que describe todas aquellas obligaciones políticas y civiles
derivadas de la ley romana clásica. Grocio sostenía que la ley natural no es
diferente a la divina, y que la por lo tanto, la naturaleza humana no encuentra un
camino diferente a la ley divina. En la naturaleza humana se expresa la tendencia
natural hacia la asociación pacífica entre los hombres, basada en la aquellos
principios generales de la conducta. Esto implica que, necesariamente, la
sociedad basa su armonía en la ley natural.
El inicio de la modernidad está marcado por las preocupaciones cientificistas
desatadas después del reconocimiento de figuras como Ptolomeo, Copérnico y
Galileo. En ese sentido, el esfuerzo del llamado «padre de la modernidad», René
Descartes, estará dirigido hacia la fundamentación filosófica de la ciencia, un
camino epistemológico que trata de separara los ámbitos de fe y la razón. La ética
deja de estar influida por la religión y se ampara al uso de la res cogitans. En su
Discurso del método, donde expone sus principios filosóficos, Descartes evade
hablar directamente de la ética, y manifiesta su intención de enfocarse a la ciencia
a partir de todas aquellas posturas éticas que su entorno configuraba.
Para Descartes, en rededor del hombre todo es digno de duda: la historia, la
filosofía, lo que introducen en él los sentidos, etcétera. Se puede dudar de todo,
pero esta acción permite asentar un axioma que le servirá a Descartes para la
construcción del método: se está dudando, es decir, se está pensando. Si los
sentidos son las herramientas para experimentar el mundo, éste será el segundo
objetivo de su filosofía, en tanto que si la duda es la única que garantiza al
pensamiento, será el sujeto mismo, su constitución, lo que tendrá que observarse
en la filosofía cartesiana.
Lo que se asegura de esta constitución es la propia existencia, en tanto que
quien duda comprueba en este dudar al yo que lo hace:
Para que al afirmar «yo soy» me equivocara, necesitaría empezar por ser, es
decir, no puedo equivocarme en esto. Esta primera verdad de mi existencia, el
cogito, ergo sum de las Meditaciones, es la primera verdad indubitable, de la que
no puedo dudar, aunque quiera.15
Je ne suis qu’une chose qui pense, dice Descartes. Estamos ante la
fundamentación del sujeto (mens cogitatio), del ego, como principio de todo
filosofar. Después se verá que a partir de él, este mundo tiene sentido, en tanto
que Descartes encuentra un mecanismo interno que le hace acceder a éste de
forma certera: la razón. El principio descubierto por Descartes lo pone ante la
evidencia de lo que es, es decir, la claridad y distinción de esa idea. Éstas son las
condiciones que cumple la idea de Dios. En su aislamiento, Descartes tiene una
idea de un ente perfecto, infinito, omnipotente. Tal idea no podría venir de la nada
porque se me presenta clara y distinta, y tampoco de «mí» porque ¿cómo podría
pensar la perfección y la infinitud un ser imperfecto y finito? Es necesario, según
15
Julián Marías, Historia de la filosofía, España, Alianza, 2001, p. 208.
este argumento, que esta idea sea algo tan real como el primer axioma derivado
de la duda; es claro pues que Dios existe.
Si Dios existe, entonces ya tenemos un garante de que aquello que surge en
mí como idea y que refiere al mundo no es un sueño ni obra de un genio maligno
que desea engañarme. Si Dios existe, todas mis ideas claras y distintas son
verdaderas, en tanto que reflejan la realidad de las cosas. Esto significa que es:
Dios la sustancia infinita que funda el ser de la sustancia extensa y la sustancia
pensante. Las dos [res extensa y res cogitans] son distintas y heterogéneas;
pero convienen en ser, en el mismo radical sentido de ser creado. Y en esta raíz
común que encuentran en Dios las dos sustancias finitas se funda la posibilidad
de su coincidencia, y, en definitiva, de la verdad.16
Esta primera etapa de análisis (aislamiento del ego para su estudio) y el problema
que desata (la separación entre la res cogitans y la res extensa) queda saldada
con la idea clara y distinta del creador del mundo. Dios es, pues, el garante de
esta relación, pero sólo en tanto acto de acercamiento de las cosas, pues es el yo
quien funda su ser, porque las cosas no pueden existir más que para mí, como
ideas del yo. El sujeto no sólo tiene la constitución que garantiza el conocimiento
del mundo (racionalismo), sino que lo conoce porque sólo en él y para él se dan
las ideas de las cosas (idealismo). Por eso Dios es importante aquí, porque
prácticamente funda la trascendencia del sujeto como sentido del mundo. En estas
meditaciones, Descartes no se interesa demasiado por la moral, porque está
fundando al sujeto, al cual le bastará una «moral provisional» derivada de todas
aquellas normas derivadas de la tradición.
La vía que se va trazando desde la reforma, con las reflexiones de la ley
natural y la divina lleva hacia la re-aparición fuerte de la filosofía política, como la
reflexión que engloba la manera en que el individuo ha de asumir su papel como
ciudadano. La conducta humana tendrá que ver más con la conformación del
Estado y consolidación como fuente de armonía social. Por ello, Thomas Hobbes
16
Ibid., p. 212.
(1588-1679) se enfoca al estudio de a la sociedad organizada y al poder político.
Su máxima obra es el Leviatán (1651), donde establece la aparición de la vida
humana en un Estado de Naturaleza, caracterizada por la lucha de todos contra
todos, sin un orden y una igualdad natural que lo permite:
La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y
del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de
cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro […] no es tan importante que uno
pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que
otro o pueda aspirar como él.17
Esta igualdad natural permite un estado de guerra constante que, según Hobbes,
lleva a los individuos a buscar su propia seguridad, a la que no encuentran más
que a través de un contrato social. En él, cada uno de los individuos cede su poder
original, natural, a un soberano, quien tendrá como tarea principal resguardar la
vida de todos. Este contrato es lo que da origen al Estado Civil, donde el individuo
ya puede comportarse de una manera ética; sin embargo, no lo hace por sí mismo
o por la importancia que tengan los demás para él, sino por el miedo que el
soberano ejerce a través de su poder, que le permite eliminar a quien no se
conduzca correctamente, en paz.
A partir de este pensamiento, el tema principal de la filosofía es este contrato
social: cómo se origina, qué lo fundamenta, cómo se lleva a cabo, bajo qué
condiciones. Lo vemos con John Locke (1632-1704) en sus dos Tratados sobre el
gobierno civil (1690), quien pensaba que el contrato social mediar el poder que
tiene la autoridad, para que éste no sea absoluto, y la libertad individual, que se
vería afectada por eso poder.
La aparición de Baruch Spinoza (1632-1677) puso en la palestra de la filosofía
a la razón como medida de conducta moral. Su obra más importante es la que
escribió de 1661 a 1675: Ética demostrada según el orden geométrico, donde
deduce la ética de la psicología, y ésta, de la metafísica. La importancia de la
17
Thomas Hobbes, Leviatán o de la Materia, Forma y Poder de una República Eclesiástica y Civil, México,
FCE, 2001, p. 61.
psicología radica en que es el alma, de la cual critica la posición cartesiana, es la
que prácticamente determina lo considerado bueno o malo, es decir, el bien y el
mal. Todo lo bueno es aquello que contribuye al conocimiento de la naturaleza
humana, y ésta es una tarea compartida por todos los individuos. En ese sentido,
la vida del sabio será la más acorde con estas intenciones, que no son más que
las del alma que, a través de la razón, logra frenar la concupiscencia y alcanzar
así la felicidad. Pero como manifestación finita de la sustancia (Dios), el hombre
alcanzará su más elevado estado cuando logre un «amor intelectual hacia Dios»:
[…] no en cuanto que nos imaginamos a Dios como presente (por la Proposición
29 de esta Parte), sino en cuanto que conocemos que es eterno; a esto es a lo
que llamo «amor intelectual de Dios».18
Así relaciona Spinoza la conducta de los hombres con el poder de su alma y su
libertad, que queda fundada en la idea de sustancia, es decir, de Dios. En este
punto vuelve a surgir el camino correcto de la sabiduría, pues el sabio tiene un
conocimiento de sí mismo y, por ello, de la sustancia:
[…] el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por las causas
exteriores y de no poseer jamás el verdadero contento del ánimo, vive, además,
casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas, y, tan pronto como deja
de padecer, deja también de ser. El sabio, por el contrario, considerado en
cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que, consciente de
sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna,
nunca deja de ser.19
La conducta ética tendrá que ser entonces aquella que nos proporciona
conocimiento sobre las cosas, sobre sí mismo y sobre Dios, en tanto que éste
último representa la existencia completa e infinita llamada sustancia.
18
Baruch de Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, España, Ediciones Orbis, 1980, p. 270. 19
Ibid., pp. 278-279.
Jean-Jaques Rousseau (1712-1778) niega lo que ya suponía Hobbes en su
Leviatán: que el hombre tenga una maldad natural provocada por la intempestiva
aparición de sus deseos y necesidades de sobrevivencia. Desde su Discurso
sobre las ciencias y las artes, publicada en 1750, va estableciendo su tesis sobre
«el buen samaritano», que defiende la bondad natural del hombre y su perdición a
través de la sociedad. En 1754 escribe el Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres, donde fundamenta con más
fuerza su tesis y sus críticas todas aquellas costumbres de la civilización que han
degenerado a los hombres de todos los pueblos, pues la naturaleza es buena,
sólo que la sociedad la corrompe: «‹¡Insensatos que sin cesar os quejáis de la
Naturaleza, aprended a conocer que vuestros males dependen de vosotros
mismos!›».20 Esto gritaba Rousseau en su Discurso.
En su Tratado sobre la naturaleza humana (1739), David Hume (1711-1776),
influido por la nueva física de Isaac Newton, se enfocó a describir la capacidad del
entendimiento humano. Basado en la idea del método experimental, sostenía que
todo conocimiento no deriva de ideas innatas o a priori, como el racionalismo
había establecido desde Descartes, sino que procede de creencias básicas
(hábito) sobre lo que es el mundo exterior. De las relaciones de hecho, las
relaciones establecidas en el mundo, deriva la verdad de hecho. La vía para el
conocimiento, por tanto, no es la razón, sino la costumbre. No hay conocimiento
que no devenga de la experiencia, y la experiencia es ese conjunto de relaciones
casuales que establecemos como necesarias sólo por su repetición en el mundo.
De ello se entenderá que no hay absolutamente nada que se dé antes de la
experiencia de las cosas. Sin embargo:
Hume reconoce en la esfera matemática un conocimiento independiente de la
experiencia y, por ende, universalmente válido. Todos los conceptos de este
conocimiento proceden también de la experiencia, pero las relaciones existentes
entre ellos son válidas independientemente de toda experiencia.21
20
Juan Jacobo Rousseau, Confesiones, México, Editorial Cumbre, 1977, p. 356. 21
J. Hessen, Teoría del conocimiento, México, Espasa-Calpe, 1986, p. 8.
De estas relaciones universales se deriva otro tipo de verdad: la de razón, pero en
su independencia de la experiencia, ganan la exclusión de criterios válidos para
universalidad las relaciones de hecho. La causalidad, por lo tanto, es un fantasma
que la mente impone a las sucesiones repetitivas de los hechos, como si todo lo
ocurrido en la naturaleza sucediera uniformemente. El pensamiento de Hume lo
posiciona como una de las figuras más importantes del escepticismo, que
influenciará en los grandes problemas de la filosofía de la ciencia y al desarrollo
del sistema kantiano.
A pesar de su escepticismo, no podríamos encasillar a Hume bajo la misma
bandera respecto a la moral, pues a ésta la fundamenta por la necesidad de todo
hombre de vivir de una forma placentera, agradable, buena. Esta vida lleva a los
hombres a actuar moralmente, porque así obtienen satisfacción y placer, y evitan
el malestar y el displacer.
En rigor, su argumentación no exige la negación de la universalidad implícita en
los juicios morales. Asume como dada la «realidad» de dichos juicios. Así pues,
resulta perfectamente razonable mantener una distinción entre los significados
de los enunciados «X es malo» y «X provoca en mí ciertos sentimientos de
maldad», en la medida en que el primero pretende representar un juicio de valor
universal, mientras que el último representa una observación introspectiva.22
La posibilidad de la moral como universal no se basa en el razonamiento; no es
una verdad de hecho ni de razón, porque su base es el sentimiento. Bajo este
sentimiento, el hombre sociabiliza, porque con ello cubrirá su satisfacción y, por
simpatía, también tratará de cubrir la de los demás.
Ya en el siglo XVIII, el periodo de la ilustración, los límites del cientificismo son
bien dibujados por Emmanuel Kant (1724-1804), quien destaca a la razón como
pura y como razón práctica, es decir, evalúa el carácter humano como
pensamiento pero también, como acción, como práctica. Kant, después del
idealismo cartesiano y el empirismo inglés, significa la vuelta a los elementos
22
Matthew Stewart, La verdad sobre todo. Una historia irreverente de la filosofía, México, Taurus, 1999, p.
252.
constitutivos del sujeto como receptáculo de la realidad (giro copernicano). Pero
Kant, afectado por las nuevas teorías científicas de la época (Newton), reconoce
un espacio donde el sujeto (trascendental) ya no puede acceder, es decir, instaura
límites a la epistemología en pos de la ciencia que le descubre dos condiciones
irrecusables de todo acto epistemológico: el espacio y el tiempo.
Según el filósofo de Königsberg, el sujeto tiene la capacidad, esas condiciones
epistemológicas (las categorías) que le permiten conocer, pero aquello a que tiene
acceso no es al ser de las cosas (noúmenos), sino a sus fenómenos. Estas
categorías de espacio y tiempo dadas por la ciencia le permiten distinguir a Kant
entre aquello que se ubica aquí, los fenómenos, y lo que trasciende a todo espacio
y tiempo: los noúmenos. Las condiciones de todo acto epistemológico son,
primariamente, su ubicación espacio-temporal. Aquello que no esté determinado
por esto no puede ser conocido: «Las cosas en sí son inaccesibles; no puedo
conocerlas, porque en cuanto las conozco ya están en mí, afectadas por mi
subjetividad; las cosas en sí (noúmenos) no son espaciales ni temporales […]».23
Aquí, bajo el campo epistemológico, aún es el hombre quien determina de
cierta manera a su objeto de conocimiento, los fenómenos. Lo dado (un caos de
sensaciones) se ordena bajo los parámetros que el sujeto pone (las categorías
espacio-tiempo), de tal manera que de la unión de ambos elementos surge la cosa
conocida o fenómeno. «El pensamiento, pues, al ordenar el caos de sensaciones,
hace las cosas; por esto decía Kant que no era el pensamiento el que se adaptaba
a las cosas, sino al revés».24 Esta ausencia de la cosa en sí permite la acción del
sujeto sobre lo que se presenta de esa cosa, de tal manera que la ciencia podrá
explicar y conocer todo aquello que se presente ante la razón pura, es decir, ante
aquellas condiciones racionales que todo ser racional en general posee. La razón
pura en Kant es la explicación detallada de aquella condición que Descartes
descubrió a través de la duda, y será ese núcleo que fundamente la subjetividad
en la filosofía moderna.
23
Julián Marías, Historia de la filosofía, España, Alianza, 2001, p. 277. 24
Ibid., p. 278.
La pregunta que surge es ¿qué existe que este mecanismo de la razón no
pueda conocer?, es decir, ¿qué existe fuera del espacio y del tiempo? Con la
posibilidad de resolver estas cuestiones, Kant introduce la posibilidad de la
metafísica al ámbito epistemológico. Sus respuestas ubican a la metafísica lejos
de la ciencia, en tanto que su objeto de estudio es precisamente aquello que la
ciencia ya no puede alcanzar. La metafísica será entonces una ciencia
trascendental en tanto estudio de lo a priori, de lo que está fuera del espacio y del
tiempo: los noúmenos. Lo que se intenta conocer en este ámbito son a Dios, el
mundo y el alma. En este sentido, la metafísica clásica no reconoce un error: la
existencia de Dios o el alma no es algo que se pueda predicar, no es una
propiedad, sino su relación con las demás cosas. El ser es trascendental, no un
predicado real. Esto significa que el ser no es objeto de conocimiento como lo son
los fenómenos, porque trascienden las condiciones de todo conocimiento. Esto
puede significar que el alma o Dios sólo tienen un sentido presencial cuando
actuamos «como si» existieran, porque parece que sólo así nos ponemos en
relación con ellas y vislumbramos entonces su existencia.
Esta cabida a la metafísica no es gratuita en el sistema kantiano. Recordemos
que Descartes alcanza a vislumbrar la exigencia de parámetros sólidos para andar
por el mundo. Es algo tan necesario y fue tan difícil con las pretensiones
epistemológicas que se tenían, que Descartes ya no pudo más que mantener los
preceptos morales de su época sin justificación racional alguna. Es estudio de las
concepciones morales en el filósofo francés quedó sólo en un proyecto que lo
modernidad le ha cobrado siglo tras siglo a la filosofía. Kant no pretendía quedar
en la misma situación. Con la puesta en escena de la metafísica intenta cubrir ese
espacio que la razón pura no puede dominar: la moral. Pero es tan grande la
influencia de la ciencia y las pretensiones desatadas por el idealismo cartesiano,
que sólo la fe pudo ser el garante más preciso de la metafísica kantiana. Si el
aparato epistemológico del sujeto ha dominado ya su propio objeto, queda de
antemano imputarle su actitud ante el mundo de los otros, algo que a la razón pura
le va pero que no puede mecanizar como lo hace en su aprehensión de los
fenómenos. Kant encuentra la salida tras su sentimiento pietista y recobra, a
través de la metafísica, un espacio que la fe había perdido con el racionalismo.
Entonces aquí cada espacio tendrá su propio camino y su propia forma de andar
por él. Conozco (Crítica de la razón pura) y actúo (Crítica de la razón práctica),
pero no por uno hago lo otro.
En la Crítica a la razón pura (1781), Kant establece un juicio de la razón contra
la razón que «resuelve la posibilidad o imposibilidad de una metafísica en
general».25 En esta obra explica la posibilidad de la experiencia científica, la
estructura que la permite, el método y su objeto de conocimiento. La conclusión
conlleva el reconocimiento de los fenómenos, manifestaciones en un espacio y
tiempo (categorías a priori), como el ámbito propio de la ciencia. Esta
fundamentación permite a Kant sacar de ese «teatro» de discusiones a la
metafísica, la cual –reconoce Kant– no es una ciencia. La obra permite resolver
una de las tres preguntas esenciales para el hombre: ¿Qué puedo saber?
El hombre, como sujeto pensante, genera conocimiento; sin embargo, también
ejerce la acción. En ese sentido, el hombre es un ser capaz de pensar y actuar
con autonomía, lo que lo lleva a evitar todo lo autoritario impuesto por la misma
cultura, ya que se hace a sí mismo la segunda pregunta: ¿Qué debo hacer?
Precisamente sobre esta pregunta giran la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres (1785) y la Crítica de la razón práctica (1788). En la primera Crítica, se
cierra el camino de la metafísica como ciencia, pero también se abre su propio
camino cuando Kant habla de la diferencia entre fenómeno y noúmeno. La
presencia del noúmeno en la filosofía kantiana es el reconocimiento de los
antiguas propuestas griegas, presencia que funda la reflexión de lo trascendente:
el alma inmortal, la existencia de Dios y la posibilidad de la felicidad, postulados
que permiten toda moral y fundan la importancia de la metafísica.26
Kant responde en estas obras que en tanto que el hombre es un ser que
actúa, no puede estar alejado de la moral, que se plantea como el ejercicio del
deber por el deber. Esto es la autonomía moral, la aceptación y práctica del deber
25
Manuel Kant, Crítica de la razón pura, México, Porrúa, 2000, p. 6. 26
Véase el «Libro Segundo. Capítulo Primero», parágrafos IV y V, de Manuel Kant, Crítica de la razón
práctica [Fundamentación de la metafísica de las costumbres y La paz perpetua], México, Porrúa, 1996, pp.
176-182.
por el deber mismo, que se fundamenta no a través de la ciencia, sino de la
metafísica. El ámbito de la ética no corresponde a la razón pura (episteme), sino al
de la razón práctica. Se trata de cumplir nuestros deberes como seres humanos,
como cosmopolitas, sin moralinas culturales ni intereses personales. Toda acción
buena con finalidad rompe con el deber, porque éste trasciende el mundo terrenal.
A partir de ahí, Kant plantea su imperativo categórico, que impide la relatividad de
la ética y su aplicabilidad en cualquier ámbito. Este imperativo es la expresión
formal de una ley moral, pero que en su formalidad conlleva una universalidad:
Obra según máximas que puedan al mismo tiempo tenerse por objeto a sí
mismas, como leyes naturales universales. Así está constituida la fórmula de una
voluntad absolutamente buena.27
Para Kant, el imperativo categórico encierra la posibilidad constante de que cada
hombre trate y sea tratado siempre como un fin y nunca como un medio. Esto es
actuar conforme al deber, es decir, conforme a la razón pura práctica. Nuestra
condición de seres racionales y libres conlleva la insuperable presencia de la
moral universal, expresada por este imperativo:
No hay nadie, ni aun el peor bribón, que, si está habituado a usar de su razón, no
sienta, al oír referencias de ejemplos notables de rectitud en los fines, de firmeza
en seguir buenas máximas, de compasión y universal benevolencia (unidas estas
virtudes a grandes sacrificios de provecho y bienestar), ni sientan, digo, el deseo
de tener también él esos buenos sentimientos.28
Para preconfigurar el imperativo, Kant acude no al estudio del ser, sino al deber
ser, que la razón teórica no podrá comprobar, pero que es evidente en sí mismo.
Esto expresa la voluntad desatada en la Ilustración, al darle toda la confianza a la
razón, pero también, la moderación que le impone a Kant el conocimiento de la
filosofía antigua.
27
Manuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres [Crítica de la razón práctica y La paz
perpetua], México, Porrúa, 1996, p. 50. 28
Ibid., pp. 60-61.
A finales del siglo XVIII, surge una corriente de pensamiento representada por
el inglés Jeremy Bentham (1748-1832), y desarrollada más tarde por James Mill
(1773-1836) y John Stuart Mill (1806-1873). La obra más importante de Bentham
es su Introducción a los principios de la moral y de la legislación, publicada en
1789. En ella defiende la tesis principal del utilitarismo: lo útil es lo importante para
los hombres, y con «útil» se refiere a aquello que proporciona placer o evita dolor
al mayor número de personas. Este criterio abarca tanto los aspectos morales,
como los políticos. Es, pues, un principio de acción, de proveer el bien para el
mayor número de personas. Su fundamento es el siguiente: toda acción humana
es provocada por el deseo por obtener placer, pero también, evitar el sufrimiento.
Si hay algo placentero que proporcione felicidad, habrá que valorar si lo hace a la
mayoría de personas; si es así, entonces será útil y tendrá que llevarse a cabo.
En Alemania seguía el idealismo hasta sus consecuencias últimas. Después
de Kant, Fichte y Schelling desarrollan los alcances o posibilidades del yo,
centrados en la pregunta kantiana: «¿Qué puedo conocer?»; sin embargo, es la
aparición de Hegel (1770-1831) la que provoca un cambio importante en la
manera de hacer filosofía, pues construye, se dice, el último de los grandes
sistemas filosóficos de la historia. Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831)
planteó que la historia del hombre y la naturaleza no es más que una serie de
etapas dirigidas hacia la revelación de una realidad fundamental que las envuelve:
el espíritu absoluto. En ese sentido, para Hegel, eticidad (no la moral) no es tanto
la manifestación de la razón práctica o un momento de universalidad humana, sino
un desarrollo natural que va desde la familia hasta su perfección en el Estado:
Como espíritu inmediato o natural es la familia; la totalidad relativa de las
relaciones de los individuos como personas independientes es la sociedad; y el
espíritu desarrollado en una sociedad orgánica es el Estado.29
Esto significa que cada uno de los momentos en que la vida del hombre va
evolucionando son líneas de desarrollo hacia la manifestación del espíritu
29
Julián Marías, op. cit., España, Alianza, 2001, p. 316.
absoluto, porque «la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo,
ni el resultado es el todo real, sino que lo es en unión con su devenir».30 De lo que
se trata es de la realización del espíritu en un despliegue de sí mismo que tiene
como momento de antítesis a la naturaleza. Pero en tanto que antítesis, ésta
desembocará en una síntesis final, que será el reconocimiento de sí mismo, del
espíritu absoluto, en el saber. Este momento lo encuentra Hegel con el Estado
prusiano y ese saber, con su filosofía.
Hegel habla, respecto de la formación del Estado, de eticidad y no de moral,
en tanto que la moral está guiada por motivaciones que determinan una acción, lo
que la hace subjetiva; mientras que la eticidad es la ética objetiva, es decir, la
realización del espíritu objetivo en su natural devenir. Los entes finitos son parte
del devenir, pero como meros momentos del espíritu absoluto. Éste tiene dos
estadios, como parte de su devenir: el objetivo y el subjetivo. El estadio subjetivo
es el espíritu hecho sujeto, un sujeto que se sabe a sí mismo, que está unido a un
cuerpo en unidad vital, en tanto alma. Su estudio, por tanto, va a ser psicología.
Pero el estadio objetivo se divide en tres: derecho, moralidad y eticidad, que
representan la superación propia del sujeto. El primero regresa a la persona a su
estado de derecho, es decir, a ser tratado como persona. En tal caso, cada vez
que se delinque es necesaria una pena, pues sólo ésta regresa al individuo a su
condición primera. La moralidad está fundada en los motivos, en tanto que
determinan la moralidad de una acción. Los motivos la subjetivizan por completo,
de ahí que se traslade a la eticidad, que es la ética objetiva, desarrollada en la
familia primero, en la sociedad y, por último, en el Estado, plenitud del espíritu
objetivo.
Toda la filosofía posterior se califica como una reacción de defensa o ataque a
las tesis de Hegel. De estas críticas, podemos destacar la que hace su
«antagonista» de clases: Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien expone su
filosofía en El mundo como voluntad y representación (1819). Aquí, contra Hegel,
afirma que la historia no es racionalidad, es decir, despliegue del espíritu, sino
30
G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, México, FCE, 1998, p. 8.
puro azar, porque el mundo no es una cosa en sí, sino una representación del
sujeto, de la voluntad.
Aquello de que hacemos abstracción aquí, como se verá después, no es más
que la voluntad, lo cual es lo único que constituye el otro aspecto del mundo.
Éste es por una parte representación, y nada más que representación, y por otra,
voluntad y nada más que voluntad.31
¿Por qué pierde toda objetividad el mundo? Schopenhauer defiende la idea de
que nada es sino para el hombre, para el sujeto:
Aquello que lo conoce todo y que de nadie es conocido, es el sujeto. Es pues el
sostén del mundo, la condición constante, sobreentendida siempre, de todo lo
perceptible, de todo objeto, puesto que todo cuanto existe sólo existe para el
sujeto.32
La existencia del sujeto hace del mundo una representación de su voluntad. Sin
embargo, esto no hace al hombre el rey del mundo. La vida está cargada de dolor
constante, de insatisfacción y tedio; eso es la vida. Ella absorbe al hombre en su
instinto de reproducción, es voluntad pura, que nos utiliza para su más claro fin:
«conservar la especie». Nuestro querer, nuestra «voluntad», no son más que
manifestaciones de este «querer» de la Vida, de la Naturaleza.
La lucha es, pues, contra la voluntad. El hombre encuentra un resguardo, una
liberación momentánea del dolor, en la estética. La obra de arte es una ventana
hacia la libertad real, un pequeño alejamiento de la voluntad y el dolor que implica.
Pero la verdadera negación de la voluntad de vivir es la Ética, en tanto que es el
momento en que se cumple la liberación de la individualidad egoísta y la práctica
de la ascesis, como negación de toda voluntad. El egoísmo es la herramienta
principal para la conservación de la especie, de la voluntad de vivir, que impide la
31
Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Volumen I, España, Editorial Folio,
2002, p. 18. 32
Op. cit., p. 19.
compasión y la piedad. Esta ascesis de la vida no es más que la fundición del
hombre con el mundo, es decir, con la Nada:
Para aquellos en quienes la voluntad se ha suprimido y convertido, este mundo
tan real, con todos sus soles y sus vías lácteas, es verdaderamente la Nada.33
Schopenhauer se acerca aquí y reconoce a las doctrinas budistas, cuyo origen
es el rechazo de Buda hacia el dolor y sufrimiento que descubrió en el mundo. La
ascesis que plantea es el rito de meditación del budismo, que tiene el objetivo de
liberarse de su cuerpo y fundirse con el mundo.
También el filósofo-teólogo danés Sören Kierkegaard (1813-1855) reaccionó
contra Hegel. Él se enfocó al problema de la elección. Pensaba que el individuo es
lo más importante, no el espíritu hegeliano, que presenta el tema de la elección
como algo objetivo, cuando en realidad se trata de un problema individual. Como
ser finito, dice en Apostilla conclusiva no científica (1846), el hombre no está
dispuesto más que al conocimiento progresivo de su propia existencia absurda, y
ningún sistema puede darle el saber total. Su existencia puede tener sentido sólo
si se acerca a un carácter religioso. Una vida religiosa el estadio final que un
hombre puede elegir, los anteriores son la vida estética (la del seductor) y la vida
ética, la del cumplimiento de los deberes. A pesar de que este segundo estadio
impone deberes universales y una vida moderada, basada en el matrimonio, no es
suficiente porque no alcanza la fe (supresión del pensar). La cuestión es elegir en
qué momento nos hemos de quedar, aunque es seguro que ninguno de estos
momentos podrá quitarnos el sentimiento de angustia, es decir, el vértigo que
provoca nuestra libertad, nuestra constante posibilidad de elegir.
Friedrich Nietzsche (1844-1900) logró cambiar el panorama mundial de la ética
desarrollado desde la antigüedad. La crítica que hace a partir de su vitalismo, de la
idea de superhombre, logra desentramar todos aquellos supuestos que esconden
los planteamientos de Platón y el cristianismo. Su propuesta parte de la
transmutación de los valores. La genealogía enfocada a los grandes sistemas de
33
Ibid, Volumen II, p. 215.
pensamiento descubren que los valores trascendentales, aquellos sustentados
sobre todo por el cristianismo, suponen la huída del mundo real, de todo aquello
que aparece como instintivo a los ojos del pensamiento clásico. Su propuesta es
transformar esta perspectiva y hacer énfasis en lo que la moral ha negado: lo
dionisiaco. Tanto lo dionisiaco como lo apolíneo (lo racional) son constitutivos del
hombre, pero toda la historia de la filosofía ha tratado de ocultar lo primero: la
voluntad de poder.
CONTEMPORANEIDAD
A partir de las experiencias bélicas de principios y mediados del XX, de la
ascensión del sistema capitalista basado en la explotación, la industrialización y el
desarrollo de la técnica, el campo de la ética retoma su importancia inicial. Ante
los sistemas económicos que determinan de muchas maneras la vida humana,
surge una especie de liberalismo, pensamiento que plantea y defiende la libertad
plena del hombre.
Bertrand Russell (1872-1970) afirmaba que la ética surge de una necesidad
práctica: evitar el «conflicto entre los deseos». Para esta regulación, Russell pone
a la prudencia como la actitud que evitaría la inclinación hacia los deseos que
incluso pueden perjudicar a los otros:
Si se practicara más la prudencia en la vida subsiguiente, el mundo pronto se
convertiría en un paraíso, puesto que bastaría por completo para evitar guerras,
que son actos de pasión, no de razón.34
Pero ésa sólo es una parte de la moral. Russell apela al derecho como el método
externo para lograr que los hombres vivan juntos en sociedad, «pese a la
posibilidad de que sus deseos puedan entrechocarse». El reto es ése porque sólo
en la sociedad el hombre es completo. Con esto se cumple la verdadera moral,
don de la educación encontrará su papel principal.
34
Beltrand Russell, Escritos básicos I, México, Obras Maestras del Pensamiento Contemporáneo, 1985, p.
301.
Martin Buber (1878-1965) estableció la importancia que tiene para la ética la
relación entre Yo y tú (1922), una relación trascendental basada en el diálogo.
Esta posición proviene de la tradición judaica, y expresa prácticamente la
necesidad de la indeterminación del hombre por parte del hombre. Este
pensamiento ha tenido como máximo representante a Emmanuel Lévinas (1906-
1995), quien apunta que la vida del hombre encuentra sentido sólo en la relación
con el Otro, que es la auténtica relación humana. La experiencia del Holocausto le
permite establecer un análisis puntual al elemento construido por toda la
modernidad y que permitió precisamente esta experiencia: el Yo o el Mismo. El Yo
o Ego resulta de la aprehensión de todo aquello que le aparece en su experiencia
del mundo (objeto). Pero en este proceso se incluye a los otros, es decir, a los
demás hombres, lo que imponen una determinación, una eliminación de todas
aquellas singularidades que distinguen a los seres humanos. En términos
generales, la relación que establece la potencia del yo es la de sujeto-objeto, aun
cuando quien esté frente sea también un hombre. Esta concepción ha sido la
causante de la concreción del asesinato de miles de personas en los campos de
concentración y es el origen de toda relación violenta entre los humanos.
En la obra de Lévinas (Totalidad e infinito, Ética e infinito, De otro modo que
ser o más allá de la esencia) cuestiona el estado en que los hombres han
sometido su existencia. La consumación de nuestros más grandes egoísmo se
han manifestado y distribuido casi por igual. El Mismo aún no ha sido capaz de
desnudarse, desprenderse de todos aquellos embates de su ego, que lo recubren
de armaduras hasta la violencia. Esa desnudez consiste en el reconocimiento
efectivo del Otro:
El Otro que se manifiesta en el rostro traspasa, de alguna manera, su propia
esencia plástica a la manera de un ser que abriera la ventana en la que, sin
embargo, ya se perfila su figura […] Lo ‹absolutamente› otro no se refleja en la
conciencia. Se resiste de tal forma que ni siquiera resistencia se convierte en
contenido de conciencia. La visitación consiste en trastocar el egoísmo mismo
del Yo que sostiene esta conversión. El rostro desarbola la intencionalidad que le
apunta.35
El rostro del otro, para Lévinas, es exigencia ética y trastrocamiento del
entendimiento, de la razón pura del yo que absorbe hasta los sueños de los
demás en cada uno de sus movimientos. Es rostro es la prueba de nuestra
condición de ser-para-el-otro.
Por su parte, el pensamiento existencialista, con Jean Paul Sartre (1905-
1980), defiende la libertad ontológica del hombre. Afirma que éste está
«condenado a ser libre»: «Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y sin
embargo, por otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de
todo lo que hace».36 Esto implica que toda acción humana tendrá que estar
pendiente de no sacrificar o coartar la libertad de los demás, es decir, habrá que
ser responsables por cada uno de nuestros actos. Para Sartre, la libertad conlleva,
necesariamente, responsabilidad; la determinación excluye esta responsabilidad
porque prácticamente es un mecanicismo, en el que el hombre actúa bajo
parámetros establecidos por la naturaleza (estructuralismo) o Dios. Pero no hay
leyes naturales que oriente nuestra vida ni hay Dios, así que «no hay signos en el
mundo» más que nuestra libertad de decidir cómo se actúa. Si hay una línea es el
reconocimiento de que también los otros son libres, y en esa medida atenderé mi
responsabilidad. La negación de nuestra condición de libertad se llama «mala fe».
La mala fe surge del sentimiento de angustia que causa la propia existencia y que
se quiere evitar. Saber que cada día somos diferentes y que somos responsables
de la «existencia» (la mía y la de los demás) nos remite a un estado de negación
de nuestro propio existir. Esto conlleva irresponsabilidad, así que la mala fe será la
causa de daño hacia los demás.
Martin Heidegger (1889-1976) asumió esta fatalidad de la inexistencia de Dios,
y planteó una idea clave para entender la condición existencia del hombre: éste es
un ser finito, un ser-para-la-muerte. La concreción del ser se encuentra en su
muerte, por lo que sus decisiones éticas tendrán que evaluar su condición ante la
35
Emmanuel Lévinas, Humanismo del otro hombre, España, Caparrós Editores, 1998, pp. 44-45. 36
Jean Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo, México, Ediciones Peña Hermanos, 1998, p. 18.
muerte. Pero también se es ser-en-el-mundo, es decir, estamos arrojados en él y
nuestras posibilidades de ser sólo se encuentran en él. El mundo es la condición
del existir en tanto que el hombre sólo puede consumarse como posibilidad en él.
Cuando esta existencia se descubre como posibilidad constante en el mundo, es
cuando se encuentra el auténtico vivir (ser auténtico). No hay una ética
desglosada en la filosofía heideggeriana, pero su afirmación del Dasein como un
ser en un mundo común, significa un estar-con-los-otros. Esto ya manifiesta la
necesidad de, por lo menos, reconocer a quienes habitan el mundo junto conmigo.
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