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PRIMERAS PÁGINAS“hEuRIA PRovocA tEMPEStAdES”

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Primeras páginas: “Heuria provoca tempestades”

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No te pongas nervioso cuando llegue un nuevo mago

—Que os quede claro: ¡yo no puedo soportar alos chicos!

Ésta fue una de las primeras frases que pronuncióHeuria, la hija de Ari de Hameln, el nuevo mago,nada más llegar al Gran Circo Alfa. Iba dirigida aWiktor, a Maddox y al pequeñajo de Ekki —que sólotenía ocho años—, los cuales habían salido a la puertadel circo para ver llegar la caravana del padre de Heu-ria. No todos los días llegaba un artista nuevo directa-mente del Circo Universal, ni traía su propia carava-na, ni ésta era tan bonita como la del nuevo mago: eraantigua y enorme, y por fuera estaba pintada con imá-genes que representaban a ilusionistas famosos.

—Perteneció al gran Houdini —le explicaba Aride Hameln a Vlady, el gerente del circo, que tambiénhabía salido a la calle para ver las maniobras.

Pero lo que de ningún modo pasaba todos los

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días era que, además de un nuevo mago y de una ca-ravana antigua, llegara al circo una chica tan guapacomo Heuria. Al ver sus ojos verdes de gata, su pelodorado recogido en dos trenzas, las pecas que ador-naban su nariz y la blanquísima piel de sus mejillas,ninguno de los tres amigos acababa de creerse queaquello estuviera ocurriendo de verdad.

—¿Qué hacéis levantados tan temprano, chicos?—les preguntó Minerva, la maestra del circo.

—Estamos viendo la caravana del nuevo mago.A Minerva le bastó una ojeada para darse cuenta

del modo en que los tres amigos miraban a Heuria.—Ya. Seguro que es la más bonita que habéis vis-

to nunca, ¿no? Me refiero a la caravana, claro.Los tres chicos le dieron la razón.—Y Heuria, la hija del mago, tampoco está mal,

¿verdad? —continuó Minerva.—¿Heuria? Ni siquiera me había dado cuenta

—dijo Maddox.—La verdad es que yo tampoco. Ni la había vis-

to —afirmó Wiktor.—Yo soy demasiado pequeño para pensar en chi-

cas —añadió Ekki.Minerva sonrió y no quiso discutir con ellos,

porque sabía que estos asuntos no eran los más apro-

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piados para una conversación en plena calle. Pero nopudo evitar pensar para sus adentros: «Preveo queésta va a ser una temporada movidita».

El que no paraba de moverse era Sherlock Quick,el director del Gran Circo Alfa. La llegada de la ca-ravana del nuevo mago le había obligado a levantarsemás temprano para organizarlo todo. Primero, habíabuscado un lugar donde la caravana pudiera estacio-narse. Luego, había dirigido la maniobra para queno hubiera contratiempos. Le habían dicho que elmago que acababa de contratar era tan bueno comoquisquilloso y que tenía tanto talento como mal ca-rácter; ése era uno de los motivos por los cualesSherlock Quick andaba aquella mañana con pies deplomo. Deseaba que todo saliera bien, y estaba tannervioso que no podía parar ni un segundo de darinstrucciones de todo tipo:

—¡Quiten esas sogas de ahí! ¡Barran ese rincón!¡Instalen estas luces!

Los operarios del circo iban tras él y atendíansus órdenes. El primero en hacerlo era Watio, el jefede los electricistas. También les seguía Vlady, a quienle gustaba considerarse un ayudante en todas las áreas

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del circo, a pesar de que era uno de sus máximos res-ponsables; el payaso corría arriba y abajo llevandodestornilladores, pedazos de cable o sillas desfon-dadas.

A pesar de todo ello, como el director había te-mido, pronto comenzaron los problemas. El nuevomago sólo tuvo que ver el espacio donde pensabancolocar su preciosa caravana para empezar a pro-testar:

—¡No me gusta! ¡No me gusta en absoluto eserincón infecto! Apenas toca el sol, y no huele muybien, que digamos... —dijo.

—Es uno de los mejores sitios —explicó Quick—,está en el centro de la plaza, cerca de la salida de ar-tistas. Hay un lavabo ahí mismo, y el módulo-escue-la también está cerca. Es el mejor espacio libre quetenemos.

—Me pregunto por qué está libre —murmuróAri de Hameln.

—Es el lugar que ocupaba la caravana del malo-grado Míster Wu Long, que murió recientemente.

Míster Wu Long había sido el mago del circodurante más de veinte años. Era un hombre humildey sabio. Desgraciadamente, su sustituto no se le pa-recía mucho.

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—¿Queeeeeeeeeeeeé? ¿Nos está asignando el lu-gar de un muerto? —gritó indignado Ari de Hamelncon su vozarrón, que parecía salir de dentro de suimpresionante barriga—. ¿Cómo se atreve a tratar-nos así?

Sherlock Quick sintió como si hubiera mengua-do una talla o dos.

—No creía que fuera a molestarle —dijo.—¡Claro que me molesta! ¡Que paren inmedia-

tamente! ¡Dé la orden de inmediato! ¡No vamos a vi-vir en el lugar que ha dejado un muerto!

—Bueno... —se resignó Quick—, veré lo que sepuede hacer.

—En el Circo Universal teníamos el mejor sitio:había sol, agua corriente, tranquilidad... ¡Allí sí sa-ben cómo tratar bien a un artista!

—Haré lo posible, señor Hameln. Déjeme ver...Sherlock Quick, despeinado por el esfuerzo,

paseaba su porte elegante de un lado a otro en buscade una solución a aquel embrollo. Ari de Hamelncontemplaba la escena frunciendo los labios en unamueca de disgusto, mientras permanecía tieso comouna vara junto a la puerta. Heuria se había sentado,resignada, a contemplar la escena desde la escaleri-lla de la caravana de Marta, la trapecista.

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—¡Ése es el sitio que nos gusta! —oyó que excla-maba su padre, que tenía la manía de hablar siempreen plural, como si su hija tuviera que estar necesaria-mente de acuerdo con todo lo que él pensaba.

Ari de Hameln señalaba exactamente el lugardonde estaba sentada su hija. De la sorpresa —ytambién un poco de la vergüenza—, a Heuria se leabrieron los ojos como un par de soles. Y a Marta,que estaba preparando el desayuno como todos losdías y lanzaba de vez en cuando miradas curiosaspor la ventana, también se le desencajó la cara.

—¿Cómo dice, señor? —preguntó, atónita.—¡Éste es el lugar que quiero! —repitió Ari de

Hameln.




Sherlock Quick trató de ser diplomático en surespuesta:

—Verá, señor Hameln... —sonrió mostrandouna enorme hilera de dientes muy blancos sólo parahacer tiempo, mientras se le ocurría algo que de-cir—, este lugar ya está asignado. Pertenece a nues-tra trapecista desde que llegamos a Berlín. Y no meparece nada apropiado pedirle a Marta, que es unade las artistas más veteranas del circo, que deje su casaahora. No quiero causarle ese trastorno, me entien-de, ¿verdad?

Ari de Hameln sacó pecho y frunció el bigote.—Le comprendo perfectamente, señor Quick.

Prefiere usted trastornarme a mí. Quiero decir, anosotros.

—¡No, no, no! —se apresuró a contestar el direc-tor del circo—. Es sólo que tengo la esperanza de en-contrar una solución que nos satisfaga a todos.¿Quiere que vayamos a aquella parte de allí, para versi encontramos un lugar que sea de su agrado?

—Ya he encontrado un lugar que es de mi agra-do. Y es éste —respondió el mago, terco, mientrasseñalaba de nuevo hacia la caravana de la trapecista.

—Como sea tan buen mago como cabezota, va aser la sensación del nuevo espectáculo —le dijo Mar-

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ta a Sherlock Quick, desde su ventana, con una son-risa irónica dibujada en su boca.

El gerente del circo comenzaba a ponerse real-mente nervioso.

—¿Quién es el cabezota, señora mía? —preguntóAri de Hameln, cuya indignación iba en preocupanteaumento, igual que su tono de voz.

—Un momento, un momento, un momento... —empezó a decir Sherlock Quick, mientras solta-ba unas risitas ridículas—, por favor, que nadie seenfade.

—Va a ser difícil... —dijo Marta—, cuando esteseñor quiere echarme de mi casa.

—Puede usted llevarse su casa, señora. Lo únicoque quiero es el terreno, y creo que tengo derecho aelegir. ¡Soy la nueva estrella del espectáculo!

—¡No me haga reír! ¿La nueva qué? ¿Con esatripa?

—¿Qué le pasa a mi tripa, señora mía?—¡Que está más hinchada que un globo terrá-

queo, señor mío!—Tampoco usted está delgada, precisamente. No

entiendo cómo el trapecio soporta tanto peso.—¿Me está llamando gorda? ¿A mí?Sherlock Quick sudaba e intentaba hablarles a

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los dos, pero era inútil: el nuevo mago y la trapecistaestaban enzarzados en una discusión que subía devolumen por momentos, y que no llevaba muchastrazas de terminar pronto.

—¿Y usted qué trucos hace? ¿Rebota por toda lapista, como si fuera una pelota?

—¡No me falte al respeto, señora mía!—¡El respeto hay que ganárselo, señor mío!Ari de Hameln daba vueltas sobre sí mismo,

mientras caminaba sin sentido. Heuria le miraba concara de mortal aburrimiento, y la situación parecíacausarle un enorme cansancio.

—Esto es... esto es... ¡esto es inaudito! ¡Si llego asaberlo no vengo! ¡En el Universal ya me habríandado esta plaza, y sin necesidad de que yo la pidiera!

Marta parecía a punto de explotar. Rebufaba porla nariz, como si fuera un dragón a punto de escupirfuego. Pero en lugar de hacer esto, le espetó al mago:

—Entonces, caballero, ¡regrese usted al Univer-sal! Aquí no le necesitamos para nada.

Acto seguido, cerró la puerta de su caravana enlas narices de Ari de Hameln. Poca gente se habríaatrevido a hacer algo así, ya que el mago tenía un as-pecto imponente. Sólo por eso, Heuria pensó queMarta debía de ser una mujer realmente valiente.

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Sherlock Quick comenzaba a estar desesperado.—No, no, no, señor de Hameln, no queremos

que regrese usted al Universal. Estamos realmentecontentos de que haya aceptado la oferta del GranCirco Alfa, y sólo deseamos lo mejor para usted ypara su hija. Seguro que podemos encontrar una so-lución que nos agrade a t...

—¡La verdad, no se me ocurre cuál! —le inte-rrumpió el mago—. ¡Me voy a dar una vuelta! —vo-ciferó, mientras salía de allí con grandes zancadas.

Quick se volvió hacia Heuria y se encogió dehombros, en un gesto que parecía desesperado.

—No se preocupe. Se tranquilizará, y en un ratoestará mucho más razonable.

—¿Y qué hacemos con la caravana?La muchacha señaló hacia el otro extremo del

patio. Allí había un lugar libre lo bastante ampliopara que cupieran dos y hasta tres caravanas como lasuya. Se encontraba al lado de una de las salidas deemergencia, un poco alejado del resto de módulos ycarromatos.

—Yo la pondría allí —dijo.—¿No está un poco lejos de todo? —le preguntó

Sherlock Quick.—Por eso —añadió la niña—, es un lugar perfecto.

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A Sherlock Quick, las palabras de la joven ayu-dante del mago le parecieron las más sensatas que sehabían pronunciado allí durante toda la mañana. Poreso decidió acatarlas, y en seguida dio las órdenesoportunas para que se ejecutaran.

Aquella mañana aún había de depararles mássorpresas. Cuando Wiktor, Maddox y Ekki entra-ron en clase, Minerva les tenía reservado algo muyespecial: un recorte de periódico donde se hablabade ellos. El titular decía:

Impresionante actuación en el Gran Circo Alfa

En el artículo, que Minerva leyó despacio paraque todos lo entendieran bien, se hablaba del nuevoespectáculo. Todos los artistas merecían, según elcrítico, palabras de alabanza, aunque había un núme-ro que resultaba especialmente impresionante. Eneste punto, aparecían los nombres de Maddox yWiktor. El articulista hablaba de «la actuación másoriginal que se ha visto jamás sobre una pista de cir-co» y también de «dos jóvenes y prometedores artis-tas que tienen el futuro asegurado y que son capaces

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de alcanzar cualquier carpa a la que se proponganllegar». Se refería a su número de acrobacias y mala-barismos, con la aparición de fieras imposibles. Tam-bién había una frase para ellas, lo cual demostrabaque la función había sido todo un éxito: «De prontoaparecieron dos portentosos monstruos que dejaronal público con la boca abierta. Son tan realistas quemás de uno creerá que está, de verdad, ante animalesimaginarios», leyó Minerva.

Maddox y Wiktor sonrieron: ¡y eso que todavíano habían visto la hidra de Ekki! (De hecho, no la ve-rían jamás, porque aquel animalito era de todo menossociable). El problema de utilizar en un número a unhipogrifo y a una ave fénix era que el público podíaasustarse si descubría que eran reales. En lograr estasensación de irrealidad había tenido mucho que ver elpequeñajo, que era el ayudante del jefe de luces, y parael cual también había una mención elogiosa en la críti-ca: «Y todo eso apoyado por una iluminación tan suge-rente que te envuelve en un aire de mágica irrealidad».El artículo terminaba con una invitación concreta, casiuna orden: «Señoras y señores, por nada del mundo sepierdan el maravilloso espectáculo que el Gran CircoAlfa está ofreciendo en nuestra ciudad. Si no lo hacen,se arrepentirán cuando otros se lo cuenten».

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—¡Caray! —sonrió Minerva—. ¡Habéis triunfa-do de verdad, chicos! ¡Ya sois unos consumados ar-tistas de circo!


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