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Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
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PRAXIS DESCOLONIZADORA EN EL IMAGINARIO
MESTIZO. LA APUESTA DE LA COYA Y DE LAS CHINAS
Andrés Gálvez Osorio1 Universidad de Santiago de Chile
Resumen
En el Tahuantinsuyo se llevaban a cabo prácticas de parentesco y mestizaje
como mecanismos de incorporación étnica mediante la guerra y seducción. Las
mujeres de las panacas protagonizaron dichas acciones, implicando una forma
de incorporar al otro para la conformación de un tejido social con cierta sime-
tría a nivel étnico, fundado en la asimetría radical de género. El cogobierno
entre el ayllu masculino y la panaca femenina permitió el despliegue de tácticas
complementarias de resistencia ante la colonización europea. La apuesta
femenina por el mestizaje se revela solidaria de las luchas anticoloniales de
largo aliento y que se reproducen hasta el presente. En la sociedad colonial
temprana se conformó un espacio fronterizo con la sociedad invasora, adap-
tando y domesticando la estructura de poder impuesta en términos econó-
micos, políticos y espirituales. Los Bailes Chinos del valle de Aconcagua y
norte chico del Chile, son festividades espirituales mestizas cuya capacidad
articuladora de lo prehispánico-europeo constituye un ethos universal desa-
fiante y desbordante del orden patriarcal/colonial impuesto por la globaliza-
ción capitalista en la actualidad.
Palabras clave: Bailes Chinos, ch’ixi, semiopraxis, sociología de la imagen,
barroco andino, eco-feminismo.
Abstract
In the Tahuantinsuyo practices of kinship and mestizaje were carried out as mechanisms
of ethnic incorporation through war and seduction. The women of the panacas carried
out these actions, implying a way of incorporating the other for the conformation of a
1 Psicólogo por la Universidad de Valparaíso enfocado en prácticas de transformación y acción
comunitaria. Formación en Sociología de la Imagen a través de la “cátedra libre” impartida por Silvia Rivera Cusicanqui en La Paz, Bolivia (2015), metodología cualitativa para el estudio de culturas visuales desde las especificidades de la historia andina. Investigador independiente que ha elaborado propuestas teóricas y políticas extrapolando las experiencias y estudios en materia de ciencias sociales en la región andina central (Ecuador, Perú y Bolivia) al contexto chileno. Ha compartido numerosas charlas y talleres en diversos espacios autogestionados y académicos. Contacto: [email protected].
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social fabric with certain ethnic symmetry, based on the radical asymmetry of gender.
The co-government between the male ayllu and the female panaca allowed the
deployment of complementary tactics of resistance to European colonization. The female
commitment to miscegenation is solidary of the long-term anti-colonial struggles that are
reproduced until the present. In early colonial society, a border space was formed with
the invading society, adapting and domesticating the power structure imposed in
economic, political and spiritual terms. The Chinese dances of the valley of Aconcagua
and northern small of Chile, are mestizo spiritual festivities whose articulating capacity
of the prehispanic-European constitutes a defiant and overflowing universal ethos of the
patriarchal / colonial order imposed by the capitalist globalization at present.
Keywords: Chinos dances, ch'ixi, semiopraxis, image sociology, Andean baroque, eco-
feminism.
Introducción
Una atmósfera discursiva saturada de neologismos y estereotipos fetichistas en
torno a “la cuestión indígena” que deambulan, hoy por hoy, en los circuitos de
las renovadas formas de colonialismo en nuestro continente, nos obliga a
reafirmar más que nunca nuestra actitud de sospecha. Conceptos como “colo-
nialidad”, “interculturalidad”, “multiculturalismo”, “transmodernidad”, y
otros tantos “pluri-multi” conforman una economía política del conocímien-to
que reactualiza las formas de saqueo de plusvalía simbólica (Rivera C., 2010;
2015). Así, la apropiación de saberes comunales por parte de la academia
logocéntrica y exotizante además de las “progresistas” políticas públicas de
estados nacionales y plurinacionales, se revelan acopladas estructuralmente a
las gigantescas inversiones de corporaciones financieras para programas
“culturalistas” de “reconocimiento” de derechos de minorías, propia de la
nueva agenda desarrollista de transformación de la infraestructura continental
para el flujo y saqueo de mercancías2.
Un “sentido de apropiación estatal” articulado a un “sentido de
naturalización”, como dice el warriache3 antropólogo Antileo (2013), nos mues-
2 Me refiero, sobre todo, al influjo de capitales extranjeros al que se endeudan los estados nacionales
y plurinacionales, como el del Banco Interamericano del Desarrollo (BID) que soporta la Iniciativa de Integración Regional para Sudamérica (IIRSA).
3 Literalmente del mazudungún “gente de la ciudad”. Se trata de un neologismo mapuche para referirse a la diáspora indígena da las ciudades. Al respecto, el sentido de naturalización estatal opera negando la historicidad colonial que dio origen a la migración campo-ciudad, encubriendo una diversidad étnica bajo el anonimato colectivo de la idea oficial del mestizaje. Como contestación a esta política de encubrimiento que restringe el poder político y capacidad de articulación de los
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tra que la actual política dominante combina la desestructuración de la memo-
ria histórica de los pueblos al mismo tiempo que atiende (captura) las legítimas
demandas socioambientales de comunidades afectadas, desde una lógica de
integración al mercado capitalista. De esta manera, la política culturalista
nacional e internacional ordena qué estigmas étnicos determinan una frontera
étnica desde la noción de “usos y costumbres”, fomentando una folclorización
ornamental para adquirir ventaja competitiva de emprendimiento individua-
lista.
La “tolerancia intercultural” oficial no es sino el umbral que separa al
“indio permitido” del “indio terrorista”, mecánica de un doble estándar que
reduce a nuestras sociedades cercarse en sí misma y alimenta mitos identitarios
paralizantes que fomenta guetos y fronteras simbólicas, a la vez que se agudiza
la vigilancia y criminalización de la resistencia. Tal es el caso de la persecución
judicial que el estado de Chile impuso a la machi4 Francisca Linconao5 quien
permaneció 9 meses de prisión preventiva acusada por la Ley Antiterrorista,
en base a montajes judiciales que la inculparon en el caso de la muerte del
matrimonio Luchsinger Mackay, en enero del 2013. Habiendo sido absuelta
dos veces por falta de pruebas, la segunda luego de una huelga de hambre de
14 días, ahora deberá recomenzar el proceso legal por el mismo caso. Por su
parte, mientras escribo estas líneas, el machi Celestino Córdoba, único con-
denado por el mismo caso a 18 años de cárcel, lleva más de un mes en huelga
de hambre líquida para conseguir, entre otras cosas, el respeto y derechos sobre
su condición de autoridad espiritual, además de exigir la real aplicación del
Convenio 169 de la OIT y restitución de tierras comunales.
Cacería de brujas que suma y sigue, como el caso de Macarena Valdés,
importante activista medioambiental de una comunidad mapuche encontrada
muerta en su casa en agosto del 2016 en la localidad de Tranquil, asediada por
el proyecto hidroeléctrico de la empresa austriaca RP Global. Su cuerpo
apareció como si se tratara de un suicidio, sin embargo, la autopsia fue clara:
movimientos indígenas y comunales es que considero vitales estas invenciones y resignificaciones del lenguaje. Así como con la palabra xampurrea, que refiere a la indeseada mezcla mapuche-español, resignificada hoy en forma positiva por algunos warriaches y mestizos/as. Véase Javier Milanca (2015): Xampurrea. Somos del Lof de los que no tienen Lof. Pehuén editores.
4 Machi es una autoridad político-espiritual mapuche estrictamente ligada a un suelo particular, por lo que su separación geográfica puede traer gravísimas consecuencias para la misma persona como para su comunidad.
5 Machi Francisca Lincono, fue la primera mujer mapuche en interponer y ganar un Recurso de Protección el 2009 contra una empresa forestal, haciendo cumplir por vez primera en Chile el convenio 169 de la OIT.
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la mujer no se suicidó, se trató de un ahorcamiento producido por terceros, de
los cuales aún no se hayan culpables6. Justamente, podemos decir con Silvia
Federici [2004] (2010), que
Cada fase de la globalización capitalista, incluida la actual, ha venido
acompañada de un retorno a los aspectos más violentos de la acumulación
originaria, lo que demuestra que la continua expulsión de los campesinos de
la tierra, la guerra, y el saqueo a escala global y la degradación de las mujeres
son condiciones necesarias para la existencia del capitalismo en cualquier
época (p. 22).
Violencias y contradicciones de un pasado no superado que quedan
encubiertas en la modernidad capitalista. En este horizonte, la labor intelectual
crítica en materia de nuestra memoria colectiva resulta imprescindible, por lo
que comparto las reflexiones de Emanuel Rivera (2017) en torno a los debates
desarrollados en el primer Congreso Internacional sobre Magia y Religión en
los Andes Prehispánicos y Virreinales celebrado en Lima, donde destaca la
tarea de replantear nuestra historia acorde a las coyunturas socioeconómicas
de nuestro presente, problematizando otra vez la cuestión de “lo andino”, “lo
indígena” y nuestro “pasado prehispánico”. Se trata de volver la mirada al
pasado para la búsqueda de saberes que nos ayuden a dibujar colectivamente
nuevas utopías y horizontes, este es pues el objetivo del presente trabajo.
Pretendo así aportar al aphtapi u “olla común” de perspectivas para la
reactualización de nuestra memoria, a partir de mi propio enamoramiento con
lo andino que me llevó atravesar fronteras nacionales y epistémicas, reco-
rriendo nuestra región andina por un taki-thaki7 que desembocó en reconocer,
en el punto de partida del viaje, es decir, en el paisaje en el que nací y crie, un
nudo importante de nuestra memoria que en principio daba la espalda. Un
recorrido que me volvió mi mirada a las iglesias e imágenes cristiano-católicas,
aunque ahora con otras manchas en mi perspectiva.
Me pronunciaré a partir de mi experiencia inmersa en un particular
complejo ritual festivo mestizo propio del norte chico y zona central de Chile,
–la región de los valles transversales y del valle de Aconcagua– manifestación
de una religiosidad popular que, como es común en la región andina, convoca
6 Véase el testimonio de su marido Ruben Collío en http://radio.uchile.cl/2018/01/18/esposo-de-
macarena - valdes-que-se-sepa-que-a-la-negra-la-asesinaron-por-ser-mujer-y-alzar-la-voz/ 7 Taki-thaki es un heterónimo pareado quichwa/aymara que significa canto y camino aludiendo a una
territorialidad sonora. Por separado, taki significa danza, por su parte thaki refiere a un sendero o camino asociado a los ceques, y que combinado con la palabra aymara amt’aña (recordar) significa un pasaje al pasado a través de la memoria (Rivera Cusicanqui y El Colectivo, 2010).
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a las comunidades inter-locales para una procesión de fiestas a través de un
calendario religioso a celebrar en una determinada calle, pueblo o ciudad, a su
Santo Patrono o Virgen tutelar. Me refiero a los Bailes Chinos, cuyas cofradías
más antiguas fueron fundadas en los albores de la colonización europea tenien-
do como principio histórico a Andacollo, localidad del norte chico que confinó
la diáspora de múltiples comunidades étnicas para las encomiendas mineras y
la consolidación de la economía mercantil en el siglo XVI. Hoy en día la fiesta
de la Virgen de Andacollo –la “chinita” – congrega en sus dos salidas anuales a
miles de peregrinos, famosa por ser la procesión religiosa más grande del país
junto con la fiesta de la Virgen de La Tirana, celebrada en la región del
Tarapacá, y cuya custodia en cada procesión, al igual que para Andacollo, es
estrictamente reservada por una cofradía del Baile Chino local.
Una sociología de la imagen del Baile Chino
Como primer antecedente teórico contemporáneo que se aproxima a este tipo
de expresión ritual en Chile, destaco la interpretación de la modernidad barroca
que Morandé (1984) utiliza en su cuestionamiento al proyecto modernizador
dominante (en plena dictadura militar chilena), en el que describe una “cultura
mestiza” de matriz precolombina que se resiste a la síntesis forzada desde
tiempos coloniales hasta la actual hegemonía neoliberal. Cobra aquí relevancia
la ritualidad y la oralidad como ámbito de la memoria que se cultiva como
fuente interpretativa de nuestra realidad histórica, descubriendo y desmán-
telando los sesgos de la producción textual oficial e ilustrada. Según Morandé
(1984), lo dramático-sacrificial y el carácter cosmocéntrico que se expresa en
el ethos barroco latinoamericano marcan rupturas con la historicidad cronológica
dominante, abriendo un devenir histórico alterno con su propio marco de
comprensión. La historia es aquí contada desde el rito que reactualiza los mitos
escatológicos, recreando la historia en forma cíclica e interminable, como tal
es el caso del barroco reinterpretado en Latinoamérica (Alvarado, 2016).
En contraparte a esta historicidad cíclica y ritual, la historicidad
hegemónica, anclada a la palabra pública oficial y al archivo textual, resulta en
un registro ficcional que encubre la violencia de status heredada desde la
colonia por medio de la idea ciudadana e ilustrada de contrato, corriendo
“tupidos velos” de violencia en los que la palabra pública se disocia de las
prácticas (Montecino, 2007). Al decir de la socióloga boliviana Silvia Rivera
Cusicanqui (2010), se trata de una “doble moral” que reactualiza la violencia
del colonialismo interno donde “las palabras no designan, sino encubren, y
esto es particularmente evidente en la fase republicana, cuando se tuvieron que
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adoptar ideologías igualitarias y al mismo tiempo escamotear los derechos
ciudadanos a una mayoría de la población” (p. 19). En contextos coloniales,
dice la autora, los eufemismos y ficciones toman el lenguaje de las palabras
encubriendo la realidad, de manera que es en lo “no dicho” donde
encontramos auténticos significados y “el lenguaje simbólico toma la escena”
(p. 13). Ahora bien, “en todos los periodos de la historia, la imagen ha servido
como instrumento de construcción de imaginarios colectivos o desmontaje de
los mismos” (Rivera y el Colectivo, 2010, p. 23), por lo que es fundamental
centrarse en la relación entre las formas de producción y acumulación
económica con las formas de producción visual como vía del discurso hegemó-
nico. En este sentido, las imágenes impuestas por los colonizadores, sobre todo
el de tipo religioso que expresaba dicotomías como cielo-infierno, muerte-vida,
dios-diablo; implica una forma de disciplinamiento cultural para los indios, los
cuales, sin embargo, reinterpretaron estas representaciones oposicionales,
adoptando el panteón cristiano (Santísima Trinidad, Virgen María, todos los
Santos y hasta el Diablo) a “un conjunto múltiple de deidades de la tierra,
produciendo así una forma sutil de resistencia” (p. 25).
La sociología de la imagen, propuesta metodológica desarrollada por
Silvia Rivera, resulta una hábil propuesta para interpretar las resignificaciones
y subversiones que anclan nuestro imaginario mestizo a una resistencia
indígena ante la hegemonía colonial y postcolonial. Esta metodología se
orienta a abordar toda práctica de representación, la “totalidad del mundo
visual” (Rivera., 2015, p. 21), desde imágenes de archivo, arte pictórico,
dibujos, textiles, registro fotográfico y video, así como también representa-
ciones colectivas sedimentadas en el espacio urbano (Halbwachs 1997). Estas
visualizaciones se alternan con el texto en “un tránsito entre la imagen y la
palabra” (Rivera C., 2015, p. 176) para crear una artesanía de montaje creativo
a partir de la propia experiencia vivida. Lejos de pretender ser una práctica de
representación exotizante de “sociedades otras” para reportarlas a la “sociedad
urbana/académica”, esta praxis metodológica pretende ser un ejercicio para
tomar distancia y desfamiliarizarce de las naturalizaciones rutinarias, es decir,
de problematizar el colonialismo interno. Esta “artesanía intelectual” en la
que inscribo mi perspectiva investigativa se sustenta en una epistemología que
Rivera C. (2015) elabora en su búsqueda de una “genealogía intelectual
propia” desde donde dar una mirada teórica particular y autónoma a la total-
dad. En este sentido, en dialogo y debate con otros autores que reflexionan
sobre el barroco andino, la autora se aleja de las nociones de sincretismo e
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hibridez8 para comprender nuestros fundamentos epistemológicos a partir de
la palabra aymara ch’ixi: gris jaspeado de manchas menudas que connota una
fuerza explosiva que resulta de la yuxtaposición contenciosa de contrarios. “Lo
ch’ixi conjuga el mundo indio con su opuesto, sin mezclarse nunca con él”
(Rivera C., 2010, p 70), una dialéctica sin síntesis creativa de retóricas y
prácticas de potencial universal capaces de subvertir la episteme de la razón
instrumental. Desde aquí, la historia es entendida en forma no lineal sino
cíclica, en espirales en los que colisionan y entran en conflicto múltiples
proyectos de modernidad y hegemonía.
De acuerdo a estos presupuestos metodológicos y epistemológicos, mi
aproximación al ethos barroco en las procesiones de los Bailes Chinos implica
adentrarme en la cultura visual de la trama social-histórica en la que me
involucro. Las fuentes para mi interpretación remite a esas culturas visuales
que operan como teoría social con trayectoria propia en nuestro continente,
cobrando importancia la producción artística y teórica de cronistas indios y
mestizos como Guaman Poma o la Escuela Cusqueña (s.XVI-XVIII) del barro-
co andino.
Ajeno de las lecturas historicistas que cuestionan la autenticidad histó-
rica de este tipo de testimonios, orientados a develar las falsedades e invencio-
nes del artistas y cronistas como Waman Poma, pretendo, siguiendo la pro-
puesta metodológica y epistémica de Rivera, rescatar el “alto valor interpre-
tativo de la imagen” sin desatender el “marco conceptual y moral desde el cual
se escribe o dibuja” (2010, p. 31). En este sentido, mi posición como flautero y
aprendiz de alférez de los Bailes Chinos me permite desplegar mi investigación
en la semiopraxis (Grosso, 2012), es decir, en los sentidos-en-acción que emanan
desde el cuerpo de los manifestantes de este culto espiritual comunitario.
Articulando mi experiencia vivida con la revisión de algunos aportes desde la
historia, la antropología, musicología y sociología, junto al montaje de
imágenes fotográficas de esta manifestación espiritual y obras pictóricas de
artistas y cronistas del barroco colonial, esbozaré mi interpre-tación de nuestra
historia andina en las regiones de los valles transversales del norte chico y el
valle del Aconcagua.
8 Uno de los conceptos centrales que inspiraron en Silvia Rivera la idea de lo ch’ixi, es el de ‘sociedad
abigarrada’ de René Zalavaleta. Por su parte, la idea de un barroco ch’ixi, viene de la mano del ethos barroco que nos habla Bolivar Echeverría. Desde estos fundamentos teóricos Rivera (2010) cuestiona la noción de híbridez, como la de García Canclini, además de advertir los peligros de la idea de sincretismo (síntesis cronológica), pues implica una amalgama de opuestos que desembocan en un ser completamente nuevo, lo cual resulta funcional a la política de mestizaje oficial de los proyectos modernizantes de las elites en época republicana.
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Bailes Chinos. Entre flauta ancestral y la palabra colonial
En los Bailes Chinos la mayor parte de los y las participantes componen un
instrumento colectivo de flautas chinas, instrumento de viento de un solo orificio
de resonancia compuesto por dos diámetros yuxtapuestos que los etnomu-
sicólogos denominan tubo complejo. Como lo describiera Pérez de Arce (1997,
2017), se presenta en este ritual una reactualización del “sonido rajado”, cuya
acústica es herencia de una tradición que se remonta a más de 3.000 años,
vinculando las antiguas culturas de la costa peruana de Paracas y Nazca, con
San Pedro, Diaguita, Aconcagua y Pikunche de la zona central de Chile. Este
soporte sonoro ha pasado inalterado –aunque con otros soportes materiales– a
las fiestas de Bailes Chinos, así como también a la pifilka o pufulka mapuche.
La sonoridad estridente ajena a todo canon musical europeo es reproducida
por dos filas de flauteros/as, ejecutándolas a modo de pregunta-respuesta a
ritmo marcado por el bombo y la percusión de uno/a o dos tamboreros/as.
Este/a último/a es quien tiene la particular autoridad de ejecutar ciertas
maniobras corporales llamadas mudanzas que los/las demás integrantes deben
seguir estrictamente al mismo tiempo y ritmo con que ejecutan las flautas, al
son del tambor. Estas incluyen repetidas secuencias de flexiones de piernas que
requieren de una importante capacidad física la cual es vista como una ofrenda
corporal a la imagen tutelar de cada fiesta.
Cual doble serpiente que revive en cada procesión, este cuerpo
polifónico corporalmente sincronizado, articulado a otras cofradías de Bailes
Chinos (y/o bailes danzantes, morenadas, diabladas, dependiendo de la fiesta),
se desplaza durante horas acompañando la imagen sagrada llevada en andas,
cuyo comienzo generalmente es la iglesia donde se halla dicha imagen,
prolongándose a las calles y caminos que la circundan, en un continuo que
desconoce las habituales restricciones del territorio y la obligación del trabajo.
Esta autoridad corporal que encarna el/la tamborero/ra, está mediada
por otra particular autoridad: el/la Alférez portador/a de una bandera
generalmente “chilena” y casi siempre jefe o jefa de la cofradía. Este/a
abanderado/a despliega el canto a lo divino: canto poético improvisado que toma
la estructura de las cuartetas y décimas que se introdujeron en Latinoamérica
durante la temprana colonia. A cada estrofa cantada, los y las chinas de su
cofradía deben repetir los dos últimos versos coreando a todo pulmón,
agachando la cabeza y llevando la flauta al contacto con el suelo.
Este canto deriva tanto en contrapuntos como saludo a las imágenes. El
primero corresponde a la interlocución a través de cuartetas entre dos alféreces
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en compañía de su respectiva cofradía, quienes siempre van repitiendo los dos
últimos versos de cada estrofa, y que ocurre en el comienzo de una procesión
a modo de saludo ritual. La segunda, corresponde a una conversación más
compleja: el/la alférez junto a su cofradía se ubican frente a la imagen santoral
para cantarle a la imagen sagrada que tiene enfrente, en un diálogo directo con
lo divino, sin intermediación de alguna autoridad clerical, en la que los
alféreces muestran su destreza poética para improvisar versos en los que trans-
mite las “historias” bíblicas transmitidas en formas oral. Así, las antiguas sono-
ridades de la flauta de “tubo complejo” se yuxtaponen al canto de décimas y
cuartetas interpretado por el/la alférez cuya estructura superficial se muestra
como europea.
Una modernidad china que interpela
En los últimos años, estudios de la antropología, arqueología, historia y etno-
musicología han tenido cierto impacto dentro y fuera del círculo de esta
práctica espiritual, donde destaca una estrategia de visibilización de un conjunto
de elementos étnicos prehispánicos que encarnan la sonoridad y la historicidad
de las personas cultoras, cuyas interpretaciones han estado sujetas a múltiples
debates, que a mi juicio, abren nuevas posibilidades de acción y comprensión,
así como también aciertos y peligros (cf. Pérez de A., 1997, 2017; Mercado,
Rondon & Piwonka, 2003; Mercado, 2003, 2008; Contreras & González, 2014;
Ruiz Z., 2014).
En este sentido, el etnomusicólogo José Pérez de A. (2017) se pregunta
por el cómo un conjunto de factores sonoros de origen prehispánico ha podido
permanecer allí reproduciéndose a pesar del influjo de la “cultura global”. Para
ello, el autor abandona como marco temporal de estudio las fechas posteriores
a 1960, por considerar que en esa década se habrían sufrido importantes
modificaciones como “La erosión del principio de exclusividad masculina (se
incorporan mujeres al baile), la exclusividad organológica de la fiesta de chinos
(se incorporan bailes danzantes o de instrumento grueso) y a nivel de percepción
de la sociedad global (son reconocidos como patrimonio de la humanidad por
la UNESCO en 2014)” (Pérez de A., 2017, p. 1).
Para el autor, en el plano del lenguaje habría un importante vacío en
el que ya no se nombran los antiguos dioses por sus nombres, quedando la
presencia única de un Dios al cual se nombra a partir de una particular sono-
ridad. De esta manera, celebra la resistencia de esta sonoridad estridente de tan
únicas densidades tímbricas y armónicas que se mantienen hoy como única
marca de “saber ancestral” vivo en el valle de Aconcagua, Resistencia que en
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el plano visual sería nulo, pues el catolicismo y la “chilenidad” propias de la
estética de la globalización habrían ocupado por completo esta dimensión en
los Bailes Chinos (Pérez, 2017).
Sin embargo, desde la perspectiva histórica elaborada por Rivera
(2010), estoy convencido de que las imágenes justamente nos pueden ayudar a
descubrir los sentidos censurados por la lengua oficial, por lo que disiento con
lo expuesto por el etnomusicólogo. En este esfuerzo, el testimonio escrito y
visual de Guaman Poma (1615), habría retratado, en uno de sus casi
cuatrocientos dibujos presentes en su carta de mil páginas dirigida al Rey de
España, una escena que nos evoca súbitamente una fiesta de Bailes Chinos. Se
trata de la imagen de la “Fiesta de los Collasuyus” (ver Figura 10) correspon-
diente al capítulo “Armas Propias”9 de la misma obra.
Podemos apreciar allí la doble hilera masculina de “takies” en las que
soplan unas flautas de características similares a las flautas chinas, y una mujer
tocando la wancara o caja de percusión gigante, a través de un ordenamiento
visual izquierda-derecha en el que el cronista nos da cuenta de la doble
jerarquía complementaria de género presente en la sociedad andina tal como
él la oyó y vivió (Rivera Cusicanqui, 2010, 2015). En estos contextos rituales
es usual encontrar estrictamente a las mujeres ejecutando las percusiones y a
los varones los instrumentos de viento salvo algunas muy específicas
excepciones. Podemos proyectar en esta imagen una clara implicación qhip-
nayra10 en el que el pasado prehispánico se reactualiza en el presente de los
Bailes Chinos, al son de continuidades y rupturas propias de cada
reactualización de la memoria (ver Figura 11).
9 De acuerdo al índice temático elaborado por Rivera Cusicanqui (manustrito inédito). La autora
entiende por un solo capítulo al contenido que aborda la teoría de lo propio, es decir, las fiestas, culto a los ancestros y wak’as, el calendario ritual, las calles de jerarquía etaria, entre otros. El capítulo se lo titula Armas Propias y pertenece a una página de título.
10 Se refiere, al método desarrollado por Rivera y el equipo THOA (Taller de historia oral andina) de La Paz, a partir del descubrimiento del aforismo aymara “Qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani”, que generalmente traduce como “mirando el pasado para caminar por el presente y el futuro”. Este método implica así la idea del pasado que esta frente a los ojos (Nayra = pasado, ojos) que corresponde al Nayra Pacha (Ñaupa Pacha en qhichwa) y de un futuro que está a las espaldas (Qhip = futuro, espalda), de manera que podemos hallar frente a nuestros ojos (como en los dibujos de Waman Puma o en las imágenes de las procesiones andinas) un pasado no superado a partir del cual podemos crear futuro (Rivera C., 2010, 2015; Rivera C. y el Colectivo, 2010).
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Figura 10. Fiesta de los Collasuyus. Fuente: Guaman Poma, 1615,
http://www.kb.dk/permalink/2006/poma/326/es/text/?open=idp349552
Ahora bien, si tomamos esta imagen y la comparamos con el presente
de los Bailes Chinos, podemos ver e inferir un sin número de rupturas con el
orden prehispánico: el tambor hoy en día es ejecutado tanto por hombres como
mujeres, lo mismo para con las flautas; los trajes han incorporado la simbología
de la religión invasora, así como también los logotipos de la nación republicana
como son las franjas tricolores o la bandera en el caso del Alférez. De esta
manera, vemos cómo la imagen actual de esta práctica se ha recargado del
influjo de imágenes coloniales y postcoloniales, sedimentándose en los cuerpos
de las/los bailarines. Sin contar el influjo de la espiritualidad new age, que se
ha tomado en las últimas dos décadas una buena parte de la sensibilidad de la
gente que se siente cercana o en la causa del reconocimiento de saberes
ancestrales o de pueblos originarios, lo cual es por su puesto aplicable a la
comunidad académica.
En esta complejidad social creo que es perfectamente aplicable para la
cofradía de Baile Chino en la que yo me inicié. Se trata de una comunidad
heterogénea de amigos y amigas de múltiples edades, creencias, posturas
políticas, etc., con los/as cuales compartimos una sensibilidad con estas fiestas
que se activa, de maneras distintas, a partir de la interpelación que nos provoca
el despliegue de esta expresividad ritual. Como sucede con otras hermandades
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“andino-urbanas” –lakitas, sikuris, entre otras– la mayor parte de integrantes
de esta cofradía la ocupan mujeres, por la sencilla razón de que son ellas
quienes han sido las más entusiastas para implicarse en mantener la llama viva
de esta espiritualidad propia de estos valles.
Figura 11. Flauta y tambor. Fiesta de San Pedro de Loncura, 2016. Fuente: Archivo personal. Fotografía de Valentina Guajardo.
En lo que a mí concierne, mi acercamiento a esta espiritualidad mesti-
za partió por una curiosidad esencialista y exotizante que radicaba justamente
en lo peculiar que resulta comprobar el sonido de una flauta familiar de la
mapuche en medio de la esfera religiosa católica. Me sentí profundamente
interpelado por los chinos desde la primera vez que bailé para una fiesta de San
Pedro. Tanta era mi soberbia eurocentrada que no era capaz ni de repetir los
versos que entonaba el Alférez. Me costaba darles la cara a las imágenes
descolonizadoras latentes en estas fiestas. Sin embargo, las fiestas y los viajes
continuarían, confrontando mi habitus colonialista en cada procesión, iglesia,
o cuadro religioso al que me exponía. Así, de vuelta de un viaje por Perú y
Bolivia, el cuerpo estaría preparado para reinterpretar las contra-dicciones
vividas en los Bailes Chinos, y ver de cerca las manchas de lo que de lejos
parecía un sincretismo.
El sonido reverberante de las flautas, la hiperventilación pulmonar, el
ejercicio muscular de las mudanzas, las horas de procesión, la imponente
multitud que encarna y personifica a las clases subalternas en forma celebra-
toria, se toman gran parte del espacio de la fiesta. La otra cara de esta descrip-
ción de la fiesta la ocupa la misa parroquial que no pocas veces es seguida por
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
145
un montaje escénico que incluye la entonación del himno nacional, la
presentación de la cueca de salón –danza nacional oficial impuesto en la última
dictadura– por grupos disfrazados del “huaso chileno” que suelen asistir
montados a caballo, además de la música embazada “religiosa” (como los
villancicos en época navideña) amplificada por parlantes que se impone al
canto a lo alférez. En otras palabras, se suele desplegar en paralelo a los Bailes
Chinos un discurso hegemónico desde donde se busca imponer una identidad
maniquea de lo chileno como “comunidad imaginada” (Anderson, 1983)
anclada a los sucesivos proyectos modernizantes e ilustrados de la elite
dominante chilena (Montecino 2007).
Queda así manifiesta y grabada en nuestras retinas la imagen
conflictiva y nunca sincrética latente en cada fiesta, en la que los abigarrados
entramados comunales que viven esta geografía son atravesados por las
políticas de estigmatización y borramiento que pretende transformar la
“barroca topografía social colonial en llanos espacios nacionales” (Grosso,
2012, p. 20). Sin embargo, la bandera nacional no sólo está presente junto a la
bandera del Vaticano dentro de la iglesia, o acompañando a los “huasos
chilenos”. El/la alférez se pone frente a las imágenes patronales sujetando una
bandera chilena que no será flameada, sino más bien doblada, en despliegues y
repliegues que el/la abanderado/a realiza junto a sutiles gestos demostradoras
de humildad y hasta sumisión, pero que resulta en explosión de voces y
emociones cuando este le canta al Santo o a su chinita, avivado por el coro de
sus chinos/as. Canto que permite incluso, poetizar en forma contestataria a los
poderes hegemónicos presentes ahí mismo en la fiesta.
De esta forma, en medio de esa lucha simbólica, aparece la episteme
comunal de los/las chinos/as en una lógica combinatoria en que las dos
sonoridades descritas –la prehispánica y la europea– son engarzadas a través
de sutiles gestos que realizan tanto alférez como el resto de los/as chinos/as,
en un sentido práctico que ha permitido a lo largo de 500 años alzar la voz
subalterna literalmente en frente de los curas, patrones de hacienda y
autoridades políticas. Se trata de un “estado de cuerpo” más que un “estado
del alma” dadoras de un sentido práctico de una necesidad social materializada
en esquemas motrices y automatismos corporales (Bourdieu, 2007).
Este taki-thaki, canto y camino de los chinos y chinas, disputa el privile-
gio de la palabra dentro y fuera de la iglesia, en donde los poetas/cantores sa-
ben también “poner de su cosecha”, es decir, añadir a la “historia” de las
escrituras bíblicas su propia “historia” de sentires y deseos para pedir por los
enfermos, rogar por lluvias, implorar consuelos, lanzar un chiste, contar una
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
146
anécdota, hablar con los/as muertos/as, y un largo etcétera que dependerá de
las coyunturas, de la época del año, y, por su puesto, del Santo o Santa
específica que protagonice la fiesta. Son pues los Bailes Chinos de Chile, no
mero conjunto de “usos y costumbres” ni patrimonio “inmaterial” dispuesto a
ser objeto de “reconocimiento” o “visibilización”, son ante todo una apuesta
china por la modernidad, una “otra mirada a la totalidad” (Rivera C. y el
Colectivo, 2010).
Las chinas y el culto a los ancestros
Otro rasgo que resulta importante a destacar en los Bailes Chinos es el
elaborado arte del diálogo con lo aparentemente no-humano. Más allá del
totemismo o el animismo, los Bailes Chinos han cultivado un perspectivimo
(Viveiros de Castro, 2013) que nos permite ver como humanos, es decir, como
seres con alma e intención, a las imágenes patronales. De esta manera, las
imágenes son dotadas de agencia a través de las “mandas” que la gente le pide
en momentos específicos (ver Figura 13). Este “modo de ser” más que un
“modo de aparecer”, conecta los saberes chinos con un profundo fondo cultural
andino-amazónico, al mismo tiempo que desafía y desborda la pregunta
hegemónica sobre quién ostenta los estigmas propios de lo indígena (Viveiros
de Castro, 2013, p. 99). “Formas locales de conocer” (Grosso, 2012) que se
despliegan a modos cotidianos de rendir culto a los ancestros, como es el caso
emblemático de las “animitas” chilenas.
También resulta interesante como se inscriben los nombres de los
difuntos en algunos Santos Patrones particulares, como es el caso de San
Pedro, al cual los pescadores acompañan con las fotografías de sus difuntos a
quienes la mar les llevó la vida en las arduas jornadas de trabajo, más ahora
que deben competir la pesca de arrastre industrial con la pesca artesanal. Los
alféreces de los bailes chinos aprovechan así estas instancias para conectase y
dialogar con ellos/as, como intermediación para agradecer o pedir una
“manda” a la cual después corresponder recíprocamente con, por ejemplo, una
placa de “favor concebido” o un acto de devoción a la animita o Santo Patrón
particular. También resaltan los altares que la gente sabe preparar fuera de sus
casas, a la cual le ponen alguna imagen patronal de su hogar o bien fotografías
de los retratos de sus difuntos/as, como para invitarlos a ellos/as también a
participar de la procesión. De esta forma cuando los bailes pasan al frente de
una de ellas, estos se detienen para dedicarle unas mudanzas y unos versos
cantados por el/la alférez (ver Figura 12).
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
147
Comprender cómo es posible todo este complejo repertorio de saberes
locales, de tácticas y artes de hacer tanto epistémicos como políticos (De
Certeau, 2000), nos conduce a volver a preguntarnos por la palabra china, que
da el nombre esta ritualidad. José Perez de Arce (2017) describe que ‘china’ es
una derivación del quichwa y el aymara que connota mujer u hembra que luego
fuera apropiada por los españoles para denominar a las mujeres de “servicio”.
Al respecto, Salinas (2012) detalla
El pueblo se sintió heredero de las ‘chinas’, como se identificó a las mujeres
plebeyas, denominándolas con esta expresión quechua. ‘China’, si bien tuvo
un carácter de discriminación racista –por parte de las elites–, en su
expresión ‘chinita’ fue una fórmula sobresaliente de afecto y de cariño. Las
chinas fueron calificadas como indígenas sospechosas de romper la decencia
del orden católico establecido […] animaron la vida festiva y amorosa
chilena del siglo XVII” (p. 333).
¿Qué consecuencias tendría entonces que los bailes chinos hayan
tomado su nombre a partir de una identificación propia o impuesta con estas
mujeres violentadas? Responder a esta pregunta conlleva comprender la
importancia del período de transición a la sociedad colonial en la que el mundo
andino se enfrentara a la conquista española a través de la articulación de
diversas tácticas de ofensiva, resistencia y adopción, cuyo desenlace fue el
nacimiento de los mesticillos y mesticillas que describe Guaman Poma. En este
contexto, la aparición de huachos y huachas fue un hecho cuestionable tanto
para el mundo indio como el de los españoles, discriminados y severamente
estigmatizados. Sin embargo, señala Barragán (1992) esta imagen fue cambian-
do pasando a definir una forma táctica para evadir el pago de tributos a la Coro-
na por parte de los indios, y por los españoles como una forma de blanquea-
miento de los pueblos indígenas. Como consecuencia de este mecanismo de
mestizaje colonial, las primeras generaciones mestizas estuvieron marcadas
por el vacío casi completo de referente paterno, el “padre ausente” (Montecino
[1991] 2007), pero pudieron cobijarse
…en una compleja apuesta femenina por la sobrevivencia en las durísimas
condiciones de la sociedad colonial, lo que induce a estas mujeres a recrear
una serie de normas de comportamiento colectivo, prácticas rituales, reglas
endogámicas y mecanismos legítimos de circulación de bienes y conyugues,
lo que hace acaba constituyendo una auténtica “tercera república”, que hace
de puente entre la sociedad española y la indígena (Rivera C. [1997] 2010).
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
148
De esta manera aparece la china, la mestiza, la pobre, que constituyó
el “oscuro objeto del deseo” de los españoles, criollos y hacendados, iniciando
a los hijos de la familia en la vida sexual, siendo además quien ocupara el
espacio de la madre, en tanto “nana” (niñera) (Montecino [1991], 2007). Sin
embargo, la actividad del mestizaje no siempre estuvo marcada por esta honda
huella patriarcal, pues, como expresa Rivera (2010) en un ensayo en el que
interpreta las relaciones de poder de género de las sociedades andinas, la
actividad del mestizaje no se restringe a la temporalidad colonial, pues dicho
fenómeno resultó ser un eje central en la práctica de parentesco y de
convivencia social en la región andina.
Figura 12. “Alférez y su cofradía saludando a San Pedro”, Fiesta de San Pedro de
Loncura, 2016. Fuente: Archivo personal. Fotografía de Valentina Guajardo.
Tomando como marco de análisis el estudio de Zuidema (1989) sobre
la genealogía paralela de dos sociedades diferentes: el ayllu como esfera de
poder masculino que circulaba por herencia sanguínea, y la panaka como
esfera de poder femenina de lazos de afinidad; Rivera se centra en la suerte de
“cogobierno femenino” que fuera protagonista de la coexistencia de diversi-
dades en una unidad territorial y política. Las dinámicas de parentesco desple-
gadas por el Tahuantisuyo, todavía válidas para algunas sociedades andinas
del altiplano, significaban la articulación entre seducción y guerra, en tanto las
campañas de expansión inka implicaban un intercambio de mujeres con las
etnias conquistadas. El “esquema de simetría asentado en la unión de dos
estructuras asimétricas complementarias” Zuidema (1989) significa una resolu-
ción de la diferencia de atributos biológicos sexuales, fundando una doble jerar-
quía de género, sistema capaz de balancear intercambios simbólicos a través
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
149
del parentesco que integraban a las autoridades de las etnias conquistadas a la
estructura del Tahuantisuyo.
Si por un lado las artes de guerra elaboradas por la esfera masculina
fijaban las fronteras del estado inka, las mujeres se especializaban las artes
textiles y rituales en donde se cuida desde dentro una capacidad de social-
zación hacia afuera. La parentela femenina podía configurar un sistema de
alianzas interétnicas a través del endoculturación, pues todo lo ajeno o extraño
podía integrarse para compartir el poder y herencia pues “la otredad no
significaba ausencia de la condición humana” (Rivera C., 2010, p. 185). Esta
apuesta por el mestizaje sería también una de las primeras tácticas impulsadas
por el Tawantisuyu para el afrontamiento de los conquistadores, como lo
muestra el dibujo de Guaman Poma que ilustra la escena en que el inka
Atahualpa le ofrece a Pizarro mujeres doncellas.
Este primer intento de seducción marcaría la impronta del devenir de
nuestra condición biológica y cultural, es el advenimiento de una nueva reali-
dad mestiza en el que las mujeres indias fueron activas en la configuración de
las sociedades mercantiles de los siglos XVI y XVII. El costo de la conforma-
ción de esta “tercera república” que conectaba ambos mundos eran la subor-
dinación como sirvienta, amancebada, o concubina del español, pero permitía
un mecanismo de supervivencia en la que podían evadir tributos, compensar
la falta de legitimidad social con poder económico y prestigios, adquirir
propiedades y negocios, a través de la ayuda del amante español o criollo. Las
tácticas hipergámicas de estas mujeres cristalizan esta huella con-flictiva que
ensancha la frontera entre las dos sociedades, abriendo espacio para la
“reproducción celebratoria y prácticas de convivencia andina, formas de
reciprocidad y poder rituales, haciéndolas compatibles con aquellos rasgos que
en principio parecían los talismanes malignos de la cultura invasora: el dinero,
el mercado, la religión católica” (Rivera C., 2010, p. 195).
La apuesta femenina por el mestizaje. La Coya Beatriz en el Barroco Andino
La imagen de este proceso bien puede ser descrito con el cuadro del Matri-
monio de Beatriz Clara Coya y Marín García de Loyola, el anónimo de la
escuela cusqueña de fines del siglo XVII, de la iglesia de la Compañía de Jesús.
El análisis de Alba Choque (2014) sobre este cuadro describe el proceso en el
cual los indios colonizados y aculturados impulsaron un método de adaptación
y adopción de los cánones de representación europeos que les servían para
consolidar el poder de la corte y el clero. El barroco andino tendría así una
agencia oscilatoria entre una forma de control colonial y una táctica de reafir-
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
150
mación del poder político precolonial, a través de retratos de todos los “reyes”
incas y las “reinas” coyas, en un contexto en que la sociedad colonizada
accedía a los espacios de poder virreinal por medio del parentesco en el que
mujeres de la elite andina contraían matrimonio con la nobleza colona. La
nobleza incaica que apostó por la táctica de la seducción para enfrentar la
dominación española pudo acceder a privilegios comparados al de la nobleza
europea, quedando exentos de tasa de impuestos al ser descendientes de la elite
inka. A través de estas “imágenes idealizadas” de pintores anónimos, se dio un
espacio, un “vehículo de propaganda subalterna”, en el que confieren un
espacio de poder a lo femenino en medio de la sociedad patriarcal colonial
dominante (Choque, 2014, p. 48).
El lienzo del matrimonio de la Ñusta Beatriz se perfila lo ch’ixi en toda
su complejidad, en él se conjugan “atemporalidades visuales y narrativas típico
de la pintura Cusqueña”. Aparecen en el fondo de la derecha pictórica de la
imagen, los actores de la elite indígena que advenían la situación del
Tawantisuyu que se encarnaría en la biografía de Beatriz. La decisión de su
padre Diego Sayri Tupac Inca, descendiente de Huayna Capac, la llevan a ella
y a su madre Cusi Huarcai a abandonar Vilcabamba –el último territorio de
soberanía inka- y refugiarse en Cusco, aspirando a negociar con los conquis-
tadores. Sin embargo, Tupac Amaru I, quien decide una táctica más confronta-
cional, provoca que el virrey Francisco de Toledo decida someter por la fuerza
a las fuerzas rebeldes de Vilcabamba y romper negociaciones. Martín García
de Loyola, encargado de la captura de Túpac Amaru, obtiene del virrey la
recompensa de contraer matrimonio con la legítima heredera del poder del
Tawantisuyu, vínculo que interrelaciona en forma fundacional dos proyectos
civilizatorios en conflicto (Choque, 2014).
Por un lado, la imagen idealizada en el retrato de Beatriz Ñusta encar-
na símbolos, códigos y significados que la hacen portadora del pensamiento,
religión y conservación del proyecto político andino. El autor, probablemente
influenciado por la referencia de los trajes de las coyas presente en el Nueva
Crónica de Waman Poma, incorpora en su indumentaria los tocapus 11 que
refuerzan la idea de que Beatriz no sólo es heredera de territorios, sino también
es depositaria de poderes rituales y espirituales relacionados con la fertilidad
de las tierras. El tupu, por su parte, corresponde a una mezcla de modelo inca
con el modelo de las joyas europeas. Su imagen quedará instaurada en forma
11 Sistema ideográfico de poder tejido por las mujeres en el Tawantisuyu que comunican unidad de
pertenencia, así como un conjunto de poderes rituales y simbólicos de un determinado grupo social.
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
151
fundacional como referencia para el diseño de otras nobles incas, así como
modelo para las múltiples Vírgenes María nacidas de la creatividad de los
artistas andinos. De esta manera, este cuadro, como sucede con el conjunto del
barroco andino, significa una penetración del poder y espiritualidad de la
sociedad andina en el centro del poder colonial. Los descendientes indios y
mestizos encontrarán aquí un espacio y un “apuntalamiento entre ellos y el
poder virreinal” (Choque, 2014, p. 50).
Del otro lado, la otra cara de esta “invensión ideológica” (Choque,
2014, p. 50) viene de la mano de Martín García de Loyola, quien toma
posesión de Beatriz como una forma en el que el proyecto ecuménico Jesuita
deja en claro su relación con el incario, al ser este capitán de conquista descen-
diente de San Ignacio de Loyola, uno de los fundadores de la Orden Jesuita.
Choque (2014), también refiere en su análisis el empleo de los dedos índices en
el cuadro, el cual es empleado en el arte desde el renacimiento para expresar
mensajes reemplazando la gesticulación del rostro. Resulta interesan-te al
respecto la mano de la Coya quien dirige su dedo índice a los tocapus, en los
que figura el modelo de la actual whiphala, en una dirección terrenal “¿Estará
refiriéndose al infierno?, ¿al uku pacha, aquel tiempo-espacio mundo interior
de los incas? Y aunque hay algo perturbador creado por el gesto de este dedo,
lo único certero es que el personaje está señalando su propio nombre en el
suelo” (Choque, 2014, p. 56).
Siendo la única del cuadro en poseer su reconocimiento de título
nobiliario. El artista hace del gesto del índice un código propio para resaltar
nuestra historia visual que perdurará en el sacrificio y apuesta femenina por el
mestizaje, lo que abre las interpretaciones de esta imagen polisémica. De esta
manera, para Choque (2014), el artista de este cuadro era un “profundo
conocedor de los códigos del pensamiento y la religión inca” (p. 58), quien
dejara detalles ocultos quizás incluso para la propia Orden de la Compañía de
Jesús. El gesto de la mano (Barthes 1995) de este pintor habría producido así
una narrativa oculta que quizá hallaremos en relación con la otra contraparte
del cuadro, en la que aparece el matrimonio de la única hija de Beatriz con
Martín García, la mestiza vestida a usanza española Ana María Lorenza de
Loyola. Su mano derecha, a diferencia del de su madre, aparece no sujeta del
de su conyugue en un gesto de autoafirmación, quizás queriendo dar cuenta
del conjunto de privilegios y títulos noviliarios heredados por ambas vías de
descendencia.
Pero no es si no al centro del cuadro donde se destacan a dos firguras
clave de este cuadro como dispositivo de poder colonial; aparece San Ignacio
Yuyarccuni Año II N° 2 Andrés Gálvez
152
de Loyola –tío de Martín García– junto a San Francisco de Borja –padre del
novio de Ana María, Juan Enriquez de Borja– ambos santos intrínsecamente
relacionados con la fundación de la Orden Jesuíta. Así, a través de ambos
matrimonios protagonizados por los herederos de la Orden y las herederas del
poder inka, se funda simbólicamente el poder ecuménico en el que se
entrelazan ambas sociedades en colisión. Como nota Gisbert (2004), “era algo
que se quería dar a conocer a nivel popular, pues no está escrito en documentos
ni en libros, sino pintado en un lienzo a la vista de todos, suficientemente
explícito que, aún para los que no sabían leer, pudieran comprenderlo” (p.
155).
Aquí nos llama la atención especialmente la imagen de San Francisco,
cuya biografía se halla marcada por la temprana muerte de la emperatriz Isabel
de Portugal de quien fuera su caballerizo mayor y posterior guardián de su
cuerpo en su traslado desde Toledo a Granada en donde sería sepultada. Al
descubrir el féretro con el fin de corroborar su identidad al momento del
entierro, Francisco de Borja quedaría impactado al ver el rostro descompuesto
de la emperatriz, coyuntura que el mismo atribuye a su conversión religiosa.
La imagen de este San Francisco en estrecha relación con la calavera de la
emperatriz es típica en sus representaciones pictóricas artistas europeas
renacentistas como el Lienzo de 1624 de Alonso Cano.
Por su parte, la calavera tiene su aparición en obras como la de Hans
Memling, en la tabla central del altar de Lübeck (1491), en forma asociada al
crucifico. En dicha imagen es posible apreciar el calvario de cristo acompañado
de los otros dos crucificados. De fondo en el cielo es posible divisar el sol y la
luna. Hacia abajo aparece la calavera junto a algunos huesos desparramados
como alusión al misterio del Gólgota. Sin embargo, en el barroco andino es
posible encontrar el mismo motivo, como ocurre con la representación del
Cristo en la Cruz de Guaman Poma (f. 935), lo que nos muestra cómo las
temáticas y estilos estéticos son incorporados por los indios, transformando sus
significados. En este caso, el dibujo de nuestro cronista muestra una exaltación
de la calavera ubicada a los pies de la cruz.
Para comprender el poder interpretativo de esta adaptación estética de
la calavera como símbolo alegórico, es preciso rastrear la presencia de esta a lo
largo de la Nueva Crónica. La podemos hallar en el capítulo de las Armas
Propias, en donde el centro de atención del cronista se fija en mostrar el orden
político espiritual propio, previo a la llegada de los españoles (Rivera, 2015).
La calavera aparece ligada al culto a los ancestros en los cuatro suyus, en las
escenas donde muestran los ritos en relación a los cuerpos momificados dentro
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153
de los pukullus o chullpares, construcciones funerarias todavía visibles en el
altiplano (Gisbert, 1999).
Como hemos visto a lo largo de este ensayo, el culto a los ancestros
también tendría un ordenamiento espacial en relación a los géneros masculinos
y femeninos. En el dibujo del panteón andino realizado por Santa Cruz
Pachakuti Yamki en el que dice tomar de referencia una de las planchas de oro
del templo de Coricancha en Cusco, aparecen los astros siderales del
hanan/alax pacha en correspondencia con el kay/aka pacha en un orden
masculino-femenino, derecho-izquierdo, respectivamente. En este caso, el
árbol mallki representativo de las ramas genealógicas de los antepasados
aparece en el lado femenino, ligando así esta dimensión de culto a los ancestros
directamente con la esfera de poder femenino.
De esta manera, no resulta extraño que en la imagen de la segunda
edad del mito de las edades de Guaman Poma, la mujer esté sentada dentro de
la construcción funeraria (pukullu) invocando las fuerzas telúricas de
ukhu/manqha pacha. Por su parte, el hombre, invoca lo sagrado hacia arriba sin
que ningún astro le corresponda, ni si quiera el Sol le responde. “Hacedor del
mundo, ¿Dónde estás?” pregunta el Wari Runa, equivocado de la naturaleza de
la deidad a la que implora, pues Pachacamaq es definitivamente una deidad
telúrica (figuras 13 y 14). Intepretadas estas imágenes en conjunto, clarifica la
asociación que Rostworowski (1992) hace del culto a Pachacamac con el Señor
de los Milagros de Lima. La imagen de Taitacha Temblores, quien fuera
pintada por un esclavo africano, no sólo indicaría un culto a las fuerzas
tectónicas ordenadoras y creadoras del mundo, también indicaría que el
ukhupacha es un espacio de culto a los difuntos y es también un espacio ritual
femenino. Esta correspondencia entre nuestro cronista con gran parte de la
obra de la escuela cuzqueña, nos muestra el potencial epistémico de estas
verdaderas teorías de la colonización, una historia no empírica, pero de gran
poder interpretativo (Rivera, 2015).
Es esta capacidad y audacia creativa la que permitió al autor de la obra
del matrimonio de Beatriz Coya el ir a contrapelo del objetivo al cual se
destinaría dicha representación, y generar una sugerente asociación regida por
los dedos de las manos de los protagonistas, que apuntan cada uno a un
lugar/objeto específico: el libro de San Ignacio, la calavera de San Francisco y
el ukhu pacha y tocapus de la princesa inka. Aquí se elabora la yuxtaposición de
dos tradiciones civilizatorias en colisión: la de la escritura traída por Europa, y
la del repertorio performático y visual de la memoria andina, expresado en la
calavera. Archivo y repertorio, ritualidad andina y secularidad europea, tradi-
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ción y modernidad. Aparente contradicción irreconciliable, pero cuya disyun-
ción es tejida para abrir grietas a los dogmas coloniales, abriendo el espacio en
el centro para la aparición del culto a las wak’as para el diálogo con los
ancestros y los poderes de la naturaleza. Francisco de Borja, Santo patrono en
España, es incorporado a los Andes en forma transfigurada. Hoy en día es
posible ver a este San Francisco de Borja emparentado con la imagen de San
Francisco de Asís, el moreno a quien también se le ha agregado a su imagen
una calavera, como es el caso del cuadro de dicho santo en la Basílica del
Santuario de Copacabana, en Bolivia, que acompaña la imagen de la morena
Virgen de Copacabana en el mismo altar principal.
Figura 13. Entierro de Collasuyos.
Fuente: Guaman Poma, 1615, http: //www.kb.dk/permalink/2006/po
ma/295/es/text/?open=idp329024
En Chile, producto del influjo de las obras de la escuela cusqueña en la
época colonial, fueron traídos obras anónimas como el ubicado en la Iglesia
Nuestra Señora de la Merced, construida por la orden Jesuita en 1640. En
dicho lugar, pudimos observar, junto a mi cofradía de Bailes Chinos en medio
de una procesión, una particular versión del crucificado: se trata de una obra
anónima de la escuela cusqueña de la orden jesuita, en la que es posible
Figura 14. Segunda edad de indios. Fuente: Guaman Poma, 1615, http://
www.kb.dk/permalink/2006/poma/53/es/text/?open=idp156192
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155
apreciar paralelismos semióticos con el dibujo sobre el calvario ofrecido por
Waman Puma, en donde aparecen el Sol y la Luna personificados, junto a la
exaltación de la calavera presente en el espacio del ukhupacha.
El Señor de los Milagros, conocido hoy como el Santo Patrón de los
Migrantes, convocante de las fiestas y procesiones religiosas de enorme escala
en países como Nueva York, Buenos Aires, Santiago de Chile, y que incluso
ha conquistado corazones en Europa, lo que demuestra el potencial del
despliegue aglutinador de la episteme andina. En Valparaíso, en la actual
iglesia Sagrado Corazón de María ha sido incorporado este Santo por medio
un migrante Limeño quien llegó a estas tierras a través del circo. Don Ricardo
Miranda, es actualmente organizador de las procesiones para el Señor de los
Milagros en el mes de octubre, a la que concurren comunidades de Valparaíso
y comunidades de migrantes, articulando sociedades, espacialidades y
temporalidades diversas. La imagen con el Sol y la Luna en el cielo, una Virgen
María de pie frente al cristo crucificado, atravesada ella por la lanza de
longinus cual, si fuera el tupu de la Ñusta Beatriz, acompañan a Taitacha
Temblores. El espacio del ukhupacha esta vez aparece vacío, sin embargo, San
Juan aparece en la izquierda pictórica señalando con su índice hacia el “mundo
de abajo” (Figura 15).
Figura 15. El Señor de Los Milagros. Parroquia Sagrado
Corazón de María, Valparaíso. Fuente: Archivo personal.
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Un caso emblemático en el que reaparece el imaginario de la calavera
en el presente es la celebración de “las ñatitas” celebrada en el presente en la
octava de noviembre para Todos Santos, congregando miles de personas a la
zona del cementerio de La Paz en torno a las calaveras conservadas por
familias urbanas de sectores populares. Las familias de los difuntos toman sus
calaveras para brindar y comer con ellas, incluso en presencia del cura quien
también participa bendiciéndolas al momento que las gentes se las llevan a sus
casas para ser puestas en un altar (Rivera C. y el Colectivo, 2010). Las
asociaciones pictóricas presente en las obras de los artistas revisados, cual, si
fuera un diálogo teórico, resulta altamente provocativa. Cual, si fuera una
táctica en la que se estuviera domesticando a las elites coloniales respecto a la
importancia del culto a los muertos a través de esta exaltación de la calavera,
al punto en que lograron legitimarlas en algunos espacios de la región andina,
ensanchando ese espacio fronterizo que permitió hacerla convivir con la
estructura eclesiástica.
Como afirma Rivera Barrantes (2017) en su estudio sobre el culto a las
momias incas en los principios de la época colonial, la sociedad andina afianzó
la conservación y culto de los cuerpos de los inkas para la preservación de su
orden político sobre el espacio. La pronta destrucción de esta práctica ritual
habría repercutido en la elite cusqueña y población indígena en general, cuyo
corolario habría sido la continuación de la extirpación de idolatrías y la
consolidación de la iglesia católica en los Andes. Sin embargo, la importancia
del culto a los ancestros es un elemento muy importante todavía en las
sociedades andinas que heredamos de diversas maneras en nuestro presente
gracias a la labor que llevó a cabo la población india sobreviviente a los
exterminios del siglo XVI, “proeza civilizatoria” en que pusieron un límite a la
barbarie colonial marcada su ausencia de civiliza-ción. Así, en los albores de
la colonización europea, y por las clases marginales de las ciudades mestizas
que elaboraron una vida económica informal que llegó a incluso consagrarse
por la corona española, desarrollaron una forma de hacer “vivible lo invivible”
(Echeverría, 2002). Desde una “lógica de relacionalidad del todo” propia de la
filosofía andina (Estermann, 2011), la población andina apostó por la domesti-
cación de los dioses impuestos, en la que desplegaron el mismo recurso de
incorporación de la otredad que ejercían en tiempos pre-coloniales: el
parentesco. La táctica de la seducción –cuyas protagonistas eran las mujeres de
la panaka– con la que la sociedad inka se apropiaba de las wak’as de las etnias
conquistadas, se transformó en pavor y shock epistémico al contacto con los
colonizadores (Rivera C., 2015), pero que supo conformar “un ethos interpe-
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lante, fundado en el estrecho amarre entre peregrinajes rituales y trajines
comerciales” (Rivera C. y El Colectivo, 2010, p. 11).
La yuxtaposición de secularidad y ritualismo encarnado en el lienzo
del matrimonio de Doña Beatriz, nos sirve como recurso alegórico para la
interpretación de los Bailes Chinos. La performatividad china se muestra como
un artificio de alto nivel creativo a nivel estético, musical, ético y político, en
el que las clases populares tomaron selectivamente de lo europeo junto a
elementos de nuestro pasado prehispánico. Un mestizaje chino/ch’ixi/xam-
purrea, de sonoridades y sorodidades precoloniales y coloniales, de una poética
y performatividad marcada por la huella dolorosa y conflictiva de la coloniza-
ción, pero que ha permitido el ensanchamiento de las fronteras impuestas
abriendo posibilidades futuras de emancipación. El que nos llamemos Bailes
Chinos ya expresa esta huella conflictiva, pues revela que el pueblo se ha
identificado con las chinas, es decir, como herederos de las mujeres plebeyas
denominadas desde esta expresión quechua-aymara; en la ambivalencia de la
connotación racista ligada a la violencia patriarcal del “padre ausente” que
dejaba herederos huachos en el cuerpo de las amancebadas o cuncuvinas, a la
vez que connota el afecto con la que en el plano espiritual el pueblo se refiere
a la Virgen María como chinita (Montecinos [1991] 2007).
Actualmente los Bailes Chinos son reconocidos como patrimonio
cultural inmaterial por la UNESCO desde el 2014. A partir de una estrategia
de visibilización, este reconocimiento impone al estado chileno a que otorgue
un soporte de supuesto resguardo y protección para su reproducción. El
carácter culturalista de esta política implica un importante sesgo que no
contempla los aspectos económicos y materiales en los que viven sus
cultores/as. De hecho, esto pudiera repercutir en una forma de fetichismo en
el que esta práctica se convirtiera en el adorno cultural del cual las corpora-
ciones financieras extrajeran su plusvalía simbólica para encubrir la agenda
desarrollista neoextractivista que se impone en nuestros territorios.
Conclusiones
Los Bailes Chinos se han mantenido en forma autogestionada durante cientos
de años, por lo que dudo que vayan a caer al juego del esencialismo vinculado
a la noción de “pueblos originarios”. Sin embargo, también considero que el
hacer explícitas y el “sacar a la luz” el fondo cultural amerin-dio o la episteme
india latentes en estas fiestas pueden tener repercusiones favo-rables que
contribuyan con el potencial articulador que poseen estas fiestas, lo cual nos
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impone una enorme responsabilidad teórica y política. De esta maner-a,
nuestra tarea investigativa crítica debe estar sujeta siempre a la sospecha y
vigilancia epistemológica, por lo que fomentar espacios de discusión a nivel
académico o el crear situaciones desnaturalizantes con quienes compartimos
este tipo de prácticas es una tarea que no podemos dejar de realizar. Las chinas,
indias, cholas, zambas, morenadas, diabladas y toda la xampurreada social seguirá
interpelando y desmontando los estereotipos de la academia y la política
dominante exotizante y lococentrada. Los pretendidos “usos y costumbres”
esencialistas de estas prácticas seguirán subvirtiéndose, alterando constante-
mente los ordenamientos supuestamente predecibles de género, clase y etnia;
desplegando paradójicamente, la particular perspectiva china con la que se
dialoga con las fuerzas de la pacha, a través de nuevas agencias de las wak’as
del santoral popular. Al decir de la profesora Silvia Rivera Cusicanqui, la
activación de este potencial epistémico corre, como en cada horizonte históri-
co, un riesgo a la vez que una promesa; y depende de todas nosotras, gentes
que nos asumimos colonizadas, que la apuesta por el mestizaje siga guiando la
procesión social en pos de las articulaciones necesarias para acorralar el
colonialismo interno y revertir la crisis planetaria.
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