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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO I

¿Qué es una nación?

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UNA INVESTIGACIÓN QUE SE proponga hacer un estudio comparativo de

las ideas sobre la nación que orientaron la construcción de los Estados-nación

a finales del siglo XIX en Colombia y Argentina debe sortear, desde sus inicios,

bastantes escollos teóricos. El principal de ellos es la ambigüedad o, al menos,

la falta de acuerdo entre los especialistas sobre los conceptos de nación, nacio­

nalidad y nacionalismo.

Nuestra preocupación no es la construcción del Estado nacional, ni siquiera

del nacionalismo, a menos que aceptemos una definición muy laxa del térmi­

no, como es el caso de teóricos como Anderson (1983) o Gellner (1988); sino

del ideario sobre nación y nacionalidad que, durante el período 1880-1910, guia­

ron a las élites en la consolidación (incluso la construcción, para muchos in­

vestigadores) de estos dos estados nacionales. Ideas que se plasman en artículos

políticos, ensayos y constituciones. En otras palabras, y a manera de ejemplo,

qué idea de nación llevó a que los preámbulos de las constituciones de Colom­

bia y Argentina de 1886 y 1853 tuvieran referencias a fuentes de legitimidad tan

diferentes -Dios y el pueblo, respectivamente- y cómo se relacionan con el pa­

pel disímil que se le asignó a la Iglesia Católica en ambos proyectos nacionales.

Afirmación que, en ningún momento, equivale a decir que esta dimensión ideo­

lógica fuera el único factor condicionante -n i siquiera, necesariamente el prin­

cipal- de la organización nacional que entonces quedó plasmada aunque sus

élites ilustradas soñaran, en algunos momentos de este proceso, concretar un

proyecto totalmente acorde a la razón.

Sin embargo, los conceptos de nación, nacionalidad y nacionalismo tanto

en su definición contemporánea como en la connotación particular que se les

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dio en la época que nos interesa, van a estar presentes constantemente en toda la exposición . Por tal motivo, es importante hacer una presentación previa del sentido que le daremos a los conceptos, sin pretender con ello abarcar el estado ac­tual de la discusión. Con más razón cuando, como señala Anderson (1993, p. 22), "al revés de lo que ocurre con la mayoría de los ismos, el nacionalismo no ha producido jamás sus propios grandes pensadores..."

II

Desde la conocida definición de Renán en ¿Qué es una naciónr, concebi­da como una alternativa a las reivindicaciones raciales de la derecha francesa encarnada en C. Maurras, entre otros, los teóricos han estado atrapados en el dilema planteado por dos posiciones contrapuestas. El objetivismo "ontologi-zante" que recurre a afirmaciones propagandísticas basadas en la unidad de len­gua o en un destino histórico común que, según historiadores contemporáneos (Gellner, 1988; Anderson, 1983; Hobsbawn, 1991), pocas veces resisten la com­probación empírica, o el subjetivismo del cual Renán es un exponente ("una nación es un plebiscito diario").

En el intento de salir de esta dicotomía, una corriente de historiadores, apoyándose en una frase de Renán que recuerda que la esencia de una nación no es sólo que todos los individuos tengan muchas cosas en común, sino que también hayan olvidado muchas otras (Renán, 1957; p. 84), hacen énfasis en

Para evitar confusiones, en adelante, cuando hablamos de la idea de nación, nos es­tamos refiriendo a aquellos principios que guiaron los proyectos nacionales de las élites, he-gemónicas o no (cuando nos remitamos a las posibles resistencias populares, se hará la aclaración del caso). En cambio, el concepto de nación, remite a la elaboración desarrollada por los especialistas en el tema.

"Para nosotros una nación es un alma, un espíritu, una familia espiritual; resulta, en el pasado, de recuerdos, de sacrificios, de glorias, con frecuencia de duelos y de penas co­munes; en el presente, del deseo de continuar viviendo juntos. Lo que constituye una na­ción no es el hablar la misma lengua o el pertenecer al mismo grupo etnográfico; es haber hecho grandes cosas en el pasado y querer hacerlas en el porvenir"(Renán, 1957, pp. 72-73). La que complementa más adelante con lo siguiente: "Una nación es, pues, una gran solida­ridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer. Supone un pasado, pero se resume, sin embargo, en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito de todos los días, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida" (ibid., p. 107).

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que la nación es un artefacto inventado durante los siglos XVIII y XIX por los nacionalismos.

En esta lógica, Anderson construyó una definición que hizo carrera; "la na­ción es una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y so­berana" (Anderson, 1983; p. 23). Esta idea nueva (la nación) irá a reemplazar -según el mismo autor- los dos sistemas culturales relevantes en la premoder-nidad: el reino dinástico y la religión, gracias a una transformación de las es­tructuras de la imaginación dadas por la aparición de la novela y el periódico "que proveyeron los medios técnicos necesarios para la representación de la clase de comunidad imaginada que es la nación" (Anderson, 1983; pp. 46-47). De lo que concluye que fue la asociación fortuita del capitalismo y la imprenta lo que hizo posible la aparición de este tipo de comunidades. Coherentemente con lo anterior, definirá"La nacionalidad o la calidad de nación (...) al igual que el na­cionalismo, (como) artefactos culturales de una clase particular" (Anderson, 1983; p.21).

En un enfoque similar, Hobsbawn equipara el concepto de nación al de nacionalismo . A este último lo define, siguiendo a Gellner, como el principio que afirma que la unidad política y nacional deberían ser congruentes. Y agre­ga que este principio impone obligaciones públicas para con la nación. La na­ción, así concebida:

Es una entidad social sólo en la medida en que se refiere a cierta clase de estado territorial moderno, el "estado-nación", y de nada sirve hablar de nación y de na­cionalidad excepto en la medida en que ambas se refieren a él. Por otra parte, al igual que Gellner, yo recalcaría el elemento de artefacto, invención e ingeniería social que interviene en la construcción de naciones. En pocas palabras, a efectos del análisis, el nacionalismo antecede a las naciones. Las naciones no construyen es­tados y nacionalismos, sino que ocurre al revés (Hobsbawn, 1991; p. 18).

Sin embargo, más cuidadoso que Gellner, Hobsbawn reconoce que este ar­tefacto cultural no es únicamente construido desde arriba como un subproducto de la modernización. En la aparición del fenómeno de la nación también par-

Por nuestra parte, prescindiremos del concepto de nacionalismo en la medida en que siendo su definición aún más discutida que la de nación, a nuestro juicio, refiere a una ideo­logía política que exalta la identidad y la unidad de un grupo humano en un territorio (Smith, 1997; cap. 4).

Resaltado del autor.

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ticipan las personas comunes y corrientes con sus anhelos cotidianos. Por eso se pregunta por qué, luego de perder sus "comunidades reales", la gente adhiere entusiastamente a esta nueva "comunidad imaginada". Y concluye que "en mu­chas partes del mundo los Estados y los movimientos nacionales podían movi­lizar ciertas variantes de sentimientos de pertenencia colectiva que ya existían y que podían funcionar, por así decirlo, potencialmente en la escala macropolí-tica capaz de armonizar con Estados y naciones modernos. A estos lazos los lla­maré "protonacionales" (Hobsbawn, 1991; p. 55).

Este acercamiento a la cuestión nacional, que llamaremos "relativista" por el énfasis que pone en la construcción instrumental de artefactos culturales, de­jando en segundo plano -aunque no desconociendo- los aspectos culturales, políticos y geográficos, ha sido ampliamente acogido por la historiografía co­lombiana (véase Muñera, 1998; González y Bolívar, 2002; Zambrano, 1989). El éxito de este acercamiento no se debe atribuir únicamente a posibles aspectos miméticos producidos por la moda, sino que se presenta como una alternativa a las tentaciones autoritarias de construir la identidad nacional, apelando a la etnicidad (el mestizaje para el caso colombiano) o la unidad cultural al estilo del melting-pot .

Este enfoque tiene el gran mérito de vincular explícitamente el concepto de nación al de Estado nacional, es decir, a hacer referencia al papel jugado por la comunidad política. Pero, paradójicamente, el énfasis en la comunidad po­lítica termina otra vez resolviéndose en un problema cultural; esta vez como resultado de una manipulación cultural de las élites. Una sobrevaloración del papel integrador de la cultura - o al menos un uso ambiguo del concepto- y una reducción de las dimensiones del hecho nacional a un puro intento de ma­nipulación de las élites, empobrecen este acercamiento.

Pero recordar que el hecho nacional no puede ser entendido como resul­tado de una manipulación cultural más o menos consciente de las élites políti­cas, obviando otros procesos de integración nacional asociados a la creación

Aunque esta discusión no sea central para el problema que nos planteamos, no so­bra recordar que la existencia de una identidad nacional no implica en ningún momento la destrucción de las identidades particulares o, como señala Miiler (1997; p. 194) una cultura pública común puede coexistir con una multiplicidad de culturas privadas como parecería ser el caso de los Estados Unidos. En un sentido similar Touraine (1997; p. 206) sugiere que "una nación sólo existe por la asociación de una organización económica y una conciencia de identidad cultural, asociación que supone una capacidad de decisión política, y ésta es más grande allí donde se reconoce el principio de la soberanía popular."

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de una economía unificada en un territorio previamente delimitado, la exis­tencia de un estatuto legal más o menos inclusivo de todos los ciudadanos y, sobre todo, la existencia de "una cultura pública " (Smith, 1997; p. 62), no sig­nifica minimizar el papel que jugó la idea de nación que orientó el proyecto de dichas élites.

Weber, quien no desarrolló profundamente el tema, introduce unas im­portantes intuiciones para tratar de precisar el concepto de nación diferencián­dolo del de nacionalidad y del de etnia. Si la comunidad étnica, para este autor, está basada en una unidad de lenguaje, creencias religiosas, memoria y costum­bres, la orientación hacia la unión política particular, estará en la base de la idea de nación. Por tanto, nacionalidad será la creencia de participar de una unidad nacional (siendo variados los motivos que sustentan esta creencia, donde la unidad de lengua es uno de los más usuales): la unión política particular será una base fundamental para constituir esta creencia. Y agrega más adelante,

Siempre el concepto de nación nos refiere al poder político y lo nacional (...) es un tipo de 'pathos' que, en un grupo humano unido por comunidad de lengua­je, religión, costumbres o destino, se vincula a la idea de una organización polí­tica propia, ya existente o a la que se aspira y cuanto más se carga el acento sobre la idea de poder, tanto más específico resulta ese sentimiento patético (Weber, 1977; pp. 320-327).

De esta manera, sin desconocer los factores culturales, el papel fundamental ju­gado por el poder o la diferencia de intereses entre intelectuales y políticos (los primeros centrarán su preocupación en la comunidad de cultura; los segundos en el Estado); Weber introducirá un concepto central en la idea de nación: el pa­pel que para ella juega la comunidad política. De allí que un factor decisivo para la nacionalidad será la existencia de una comunidad basada en la memoria que permite la construcción de la creencia en un destino político común.

Esta afirmación de Weber llama la atención sobre el papel desempeñado por la comunidad política en estos procesos de integración. Es decir, si la idea de nacionalidad tiene una referencia cultural importante, el concepto de na­ción es, necesariamente, un concepto político. Este abordaje conceptual, ade­más, es más coherente con los acercamientos sociológicos que destacan las

El concepto de cultura pública es utilizado, entre otros, por Smith (1997) y Miiler (1997). Miiler, (1997; p. 194) la define como un "conjunto de comprensiones sobre la natu­raleza de la comunidad política, sus principios e instituciones, sus normas sociales..."

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múltiples fuentes que están en la base de la integración social y de la unidad nacional .

Se impone, entonces, tratar el fenómeno nacional como un hecho multidimensional que siendo cultural no se agota allí. Justamente, es con relación al concepto de cultura pública que el papel jugado por el discurso de las élites -políticas e intelectuales que, para el caso que nos ocupará, coinciden-cobra su mayor dimensión en la constitución del hecho nacional.

Resumiendo, aunque no creemos que el fenómeno nacional sea un subproducto del nacionalismo basado en una exitosa hegemonía cultural de una clase particular, sí será fundamental en nuestro análisis la referencia a la comunidad política; más cuando consideramos que -al menos para América Latina- la construcción de la nación y el Estado son fenómenos estrechamente relacionados. En palabras de Torres Rivas, "La delimitación territorial de la nación constituye parte del proceso original de formación del poder estatal en América Latina. Pero la dimensión espacial no sólo no se agota en el territorio, sino que aquella supone también un mínimo institucional, un aparato material dotado de funciones y atributos de organización interior. Y delimitación territorial es lo mismo que jurisdicción institucional, límites al ejercicio de aquellos atributos que, por lo

Antony Smith (1997 y 2000) es el principal exponente de este abordaje teórico we-beriano.

Torres Rivas hace una útil distinción de las distintas connotaciones del término:"... son tres por lo menos los niveles o grados de significación en que se concreta usualmente el hecho nacional: a-. (...) como conjunto de rasgos culturales e históricos que, por lo general, se uni­fican a partir de una base étnica o lingüística común. En este caso es sinónimo de naciona-litario, neologismo de origen francés que alude a la existencia de uno o varios de estos rasgos que por lo general están presentes en una agrupación social que precede a la nación, b-. como fuerza integradora que facilita o conduce a una identificación común; la nación es sinóni­mo de conciencia colectiva y, de hecho, funciona con extraordinaria fuerza orgánica o, me­jor dicho, como cualidad orgánica en virtud de la cual se mantiene la cohesión interna y se aseguran formas de integración/participación. Es la idea de un sujeto colectivo y soberano que además otorga un sentido de pertenencia transclasista y una capacidad de autoidentificación defensiva, por rechazo o como fuerza de dominación, expansiva, justificadora de los poderes de una clase; c-. finalmente, la noción de nación tiene un referente espacial. Nación es sinó­nimo de comunidad territorializada, espacio interior concebido como límite de carácter po­lítico-administrativo. No se trata simplemente de la geografía, sino de la delimitación de un 'interior' donde se desarrollan y reproducen las diversas instancias de la vida comunal por referencia a una dimensión externa. Nacional es en ese sentido lo opuesto a lo externo, que es extranjero" (Torres Rivas, 1985; pp. 101-102).

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demás, no siempre coincidieron con los límites-frontera del Estado" (Torres Rivas, 1985; p. 113).

Sin embargo, no remite únicamente a esa naciente comunidad política que fueron después los Estados latinoamericanos; sino también a cantidad de ritos y símbolos que van construyendo esa conciencia de pasado común que se potencia­rán bajo la forma Estado, en la medida en que éste vaya haciendo coincidir la juris­dicción con la frontera en la conquista del hinterland. Sin embargo, este movimiento político militar, deberá complementarse en el proceso de formación del Estado moderno, con los factores cohesivos proporcionados desde el poder, la expansión político-administrativa y una serie de elementos simbólicos como la religión, el idio­ma, los símbolos asociados a la Independencia, el "progreso", entre otros (Torres Rivas, 1985; p. 113). Las guerras de independencia y posteriormente la conquista del hinterland irán consolidando en América Latina, ese pasado común, al tiempo que el Estado contribuirá a fijarlo en la emergencia de un nuevo mito civil .

La manera en que las élites ilustradas conciben este proceso se define en un proyecto de nación que implica, también, unas formas de adelantar la do­minación de clase y la construcción de hegemonía. Proyecto que tiene que ver con la valoración de las bases culturales nacionales para recogerlas (o negar­las) en la nación proyectada; con los elementos que se privilegiarán en el for­talecimiento de una conciencia colectiva de pertenencia, tanto identitarios (religiosos, raciales, épicos, etc.) como políticos (por ejemplo, ciudadanía) y,, claro, con las propuestas de política de construcción y administración del Es­tado. En otras palabras, cómo se movilizarán los componentes de la identidad nacional (verdadera o atribuida a los habitantes) para crear ese sentimiento de pertenencia y en qué políticas se buscará plasmarlos.

Este proyecto de construir nación, como ya se señaló, se da paralelo a la construcción del Estado -con todas las deficiencias y limitaciones que tenga esta construcción-. Pues no sólo ambas construcciones son paralelas, sino que el pen­samiento político latinoamericano concebía que el Estado era el lugar adecua­do para emprender este proyecto (Pécaut, 1987; p. 10).

III La relación entre proyecto de nación y proyecto de Estado es especialmente

palpable en Colombia y Argentina (aunque hay mayor coincidencia en el tiem-

Elise Marienstras (1988) hace un interesante seguimiento de la emergencia de ese mito civil en los Estados Unidos.

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po en la primera que en la segunda, este es un fenómeno que se produce más o menos simultáneamente en toda América Latina) pues, a menudo, son las mis­ma élites ilustradas las que, con su participación en política, van a tratar de vol­ver realidad sus construcciones ideológicas. Aunque también es cierto que estas construcciones deberán sufrir muchas adaptaciones cuando se enfrenten a la realidad nacional, so pena de fracasar en el intento, como sucedió con los libe­rales de mitad del siglo XIX en Colombia y Argentina.

Y es justamente cuando estas élites letradas dan el paso o se articulan con otras fuerzas políticas actuantes que se da el proceso de organización nacional en ambos países. Lo que no significa que durante este período no se produzcan ¡deas sobre la construcción de la nación; sino que éstas estarán, por fuerza, acom­pañadas de una mayor dosis de realismo. A diferencia del período inmediata­mente anterior, no son Roca -en Argentina- o Nuñez -en Colombia- ideólogos doctrinarios. Pero eso no significa que carezcan de una concepción de nación que, en el interjuego con las realidades nacionales, orientará sus políticas. Tam­bién son ellos los que le darán una fisonomía a ambos Estados que se proyecta­rá bien entrado el siglo XX.

Estas ideas de nación deberán ser rastreadas en los discursos de estas élites letradas ya en el poder -como es observable en el caso colombiano- o a través

C. W. Mills llama élites a aquellos individuos que tienen una posición de mando en las instituciones directivas de la estructura social, es decir a quienes están en la cumbre de las estructuras sociales principales. Siguiendo esta misma tradición, se puede hacer dife­rencia entre "la élite política y gobernante -los que participan más o menos directamente en las decisiones políticas- y la élite no gobernante -los que están en la parte más alta de las estructuras no políticas-" (ibid.). Más estrictamente, reserva el concepto de "élites del po­der" (para los Estados Unidos contemporáneo) a las élites económicas, políticas y militares (Mills, 1968; p. 122), pero advirtiendo que la naturaleza de estas élites debe ser definida para cada período histórico y que la relación entre éstas es necesariamente variable y conflictiva. Esta definición, que parece contar con un relativo consenso entre los investigadores socia­les, es seguida cercanamente por F. Safford (1989; pp. 14-15) cuando señala, "el término éli­te hace referencia a las figuras que sobresalieron en alguna actividad (la política, la educación, la economía, etc.). Las élites que se mencionan aquí pueden ser consideradas como miem­bros de la clase alta. (Y continúa en palabras casi idénticas a las de Mills). Pero élite y clase alta no son términos intercambiables; el primero se aplica sólo a aquellos individuos de la clase alta que desempeñaron un papel de liderazgo. Cuando el término élite es utilizado sin un calificativo, hace referencia a los líderes políticos. Otras clases de élites son identificadas explícitamente". También nosotros, cuando nos referimos a élites a secas (sin adjetivo), ha­blamos de los detentadores del poder político -pero no de cualquiera- sin que en ningún momento equiparemos élite a clase. En otro apartado volveremos sobre este tema.

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de los propagandistas que actúan como sus intelectuales orgánicos. Por otra par­te, aunque las élites, como ya se mencionó, dejarán plasmadas sus ideas en mani­fiestos políticos y normas legales, serán los intelectuales quienes con mayor claridad argumentativa desarrollarán estas ideas, pues son ellos, como lo seña­la L. Coser (1980;pp. 10-11) "...los hombres que tratan de dar normas morales y de mantener símbolos generales significativos; los que producen, guían y for­man las disposiciones expresas dentro de una sociedad".

Ampliar el análisis del discurso de las élites políticas hasta las intelectuales no es una elección gratuita pues es conocido -desde Maquiavelo- el papel de estos últimos en la construcción de las ideas de nacionalidad y en la organiza­ción de los nacientes Estados nacionales , como lo señala Anderson para el pro­ceso de conformación de éstos en el proceso de descolonización comenzado en América Latina a principios del siglo XIX. Es también, en esa dirección, que se puede entender la afirmación de Weber (1977; p. 682) de que la idea de nación se halla, para sus mantenedores, en la más íntima relación con los intereses de "prestigio". Por tanto, si los que disponen del poder dentro de una comunidad política exaltan la idea de Estado, los que se encuentran en el seno de una "co­munidad de cultura" usurpan la dirección de la construcción de la idea de na­ción. En todo caso, de fundamental interés metodológico, se torna un tanto irrelevante cuando -tanto en Colombia como en Argentina, y en toda América Latina- intelectuales y políticos tienden a coincidir.

Es, entonces, en el discurso de estas élites -más allá de la discusión sobre si la nación es una realidad objetiva o subjetiva- donde rastrearemos las pro­puestas de construcción de ciudadanía, de elementos culturales y de identidad que deberían caracterizar al habitante del nuevo país. Este enfoque nos hará pri­vilegiar los aspectos ideológicos de construcción de la nación, sin que ello sig­nifique que éstos hayan sido causa suficiente o determinante en el resultado final.

La pregunta sobre el discurso de las élites durante los procesos de organi­zación nacional - o si se prefiere de construcción del Estado moderno en Co-

Obviamente, este discurso de los intelectuales no será el único elemento que influ­ya en la formación de estas nuevas entidades, sino que la concentración del poder -en mano de las monarquías absolutas en Europa-, la creación de un mercado nacional, aunados a la conciencia de un territorio y "un tiempo compartido" (como lo señala Anderson, [ 1983 ]) son otros factores de importancia. Sin embargo, desde el principio, son los intelectuales por su vin­culación con la lengua escrita -aspecto importante en la difusión de ideas entre las élites- y con la discusión de los significados últimos en los términos en que lo señala Coser, los prime­ros en construir esta "comunidad imaginada" con intenciones claramentes políticas.

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lombia y Argentina- cobra validez contemporánea cuando, aún hoy, muchos analistas encuentran en ambos países un déficit de ciudadanía que atribuyen a decisiones que, tomadas durante este período en cuestión, se proyectaron ha­cia el siglo XX. Y, si aceptamos que el hecho nacional está concernido directa­mente con lo político, el problema de la ciudadanía está en el centro del discurso nacional. La respuesta a esta pregunta debería iluminar la comprensión del pos­terior desarrollo político en ambos países; por ejemplo, la debilidad crónica del Estado en Colombia, o la tendencia hacia las salidas autoritarias - a partir de la década del 30- en Argentina.

Así, F. González (1998; pp. 166-167) considera que Colombia "es una so­ciedad donde no se pasa a las solidaridades abstractas, basadas en la ciudada­nía, ni se introyectan formas de autocontrol, ni se dan referencias a una normatividad impersonal, y donde la solución de la mayoría de los problemas no pasa por el Estado." Y más adelante agrega: "No se trataría entonces, como decíamos, de que Colombia hubiera vivido un proceso incompleto de forma­ción de Estado-nación sino que su evolución refleja, más bien un caso particu­lar de dicha formación." A mitad de siglo, Romero encuentra también que con la derrota de los liberales mitristas, en este período que se llama era aluvial (o a veces, oligárquica), se sella la separación entre élites y masas, definiéndose una característica del país . Una influyente línea de pensamiento orientada hacia el poder político adoptará la tesis de Romero para explicar la oscilación entre populismo y dictadura que ha caracterizado a la Argentina. Y estos son sólo dos ejemplos.

Más allá del acuerdo que nos merezcan estas afirmaciones, creemos que esclarecer las diferentes concepciones sobre la nación que guiaron la construc­ción de los Estados nacionales en Colombia y Argentina permitirá alimentar este debate y quizás aportar otras interpretaciones.

"El primer signo de esta era que se inicia es, en el campo político-social, un nuevo divorcio entre las masas y las élite. Las masas han cambiado su estructura y su fisonomía y, por reflejo, las élites han cambiado de significación y de actitud frente a ellas y frente a los problemas del país. Las consecuencias de este hecho fueron inmensas y perduran aún hoy en el panorama argentino." (J. L. Romero, 1946; pp. 67-68).

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