por una educación republicana

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Gregorio Luri desgrana con extremado rigor analítico buena parte de los problemas del sistema educativo en España. Una educación de altas pretensiones morales, forjada en el constructivismo dominante, pero que no proporciona los niveles de calidad requeridos. Frente a las apelaciones genéricas a la espontaneidad y a la construcción autónoma de la personalidad, Luri aboga por las virtudes republicanas del modelo educativo (pluralismo, trabajo en equipo, argumentación, etc…), por reivindicar la virtud y por reforzar los lazos de copertenencia entre los actores del sistema. En definitiva, por defender en la escuela una ética del deber antes que una ética de la curación.

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Gregorio LuriPOR UNA EDUCACIÓN REPUBLICANA

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COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS

POR UNA EDUCACIÓN REPUBLICANA

Gregorio Luri

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Dirección Editorial: Miquel Osset HernándezDiseño gráfico de la colección: Imma CanalDiseño editorial: Ana VarelaFotografía de la portada: © Andrew Rich

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright»,bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra porcualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: mayo 2013

© Gregorio LuriTítulo original: Per una educació republicana. Escola i valors. EditorialBarcino, dentro de la colección Observatori dels Valors© para esta edición: Editorial Proteus

c/ Rossinyol, 408445 Cànoves i Samalúswww.editorialproteus.com

Depósito legal: B. 13377-2013ISBN: 978-84-15549-90-1BIC: JN, HPQ

Impreso en España - Printed in SpainEl Tinter, SAL. - BarcelonaEmpresa certificada EMASImpreso en papel 100% reciclado

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ÍNDICE

¿Qué es la «educación republicana»?...............................................................................9

Es la educación de la ejemplaridad pública y de la noble ambición desuperarse (p. 9) — Es la educación en la coherencia pedagógica (p. 14)

— Es la reivindicación de la dimensión republicana de la pedagogía(p. 18) — Es la educación en la confianza en el valor de la escuela (p.

24) — Es el compromiso cívico republicano (p. 28) — Es la aceptacióncrítica de la verdad (p. 37) — Es la defensa de la objetividad del saber(p. 41) — Es la exigencia moral al alumno (p. 48) — Es el compromisocon el valor valioso (p. 56)

Cómo recuperar la dimensión republicana de la escuela......................................................63

La radiografía (p. 63) — Los alumnos (p. 66) — Los docentes (p. 68) —La sociedad española (p. 72)

Los fines de la escuela...........................................................................................................79

El valor de los fines (p. 79) — Finalidad cultural y política (p. 82) —Finalidad psicológica (p. 121) — Finalidad intelectual (p. 137) — Fina-lidad institucional (p. 176)

Bibliografía....................................................................................................................203

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¿QUÉ ES LA «EDUCACIÓN REPUBLICANA»?

ES LA EDUCACIÓN DE LA EJEMPLARIDAD PÚBLICA Y DE LA NOBLE AMBICIÓN DE SUPERARSE

La res publica, decía Cicerón, es el quehacer común (res populi). Aeste quehacer común le daremos en estas páginas el nombre de«copertenencia». La educación republicana será, entonces, la edu-cación de la copertenencia o, mejor dicho, aquella educación queparte de la constatación de que el niño es un miembro de una comu-nidad determinada y se plantea la meta de convertirlo en ciudadanoresponsable de la misma: en un ciudadano sensible al valor de la vir-tud de la copertenencia.

El escritor catalán Ramom Rucabado (1884-1966) se planteóesta cuestión en un ensayo titulado Compendio de educación civil(1920), que comienza, sin medias tintas, con esta pregunta: «¿Cuáles el mayor bien que un ciudadano puede hacer en la ciudad?». Nocomienza interrogándose, como probablemente haríamos hoy, porlos derechos del ciudadano, sino por la dimensión más alta de laciudadanía. Aquí radica la grandeza de su propuesta. Si la preguntaes noble, la respuesta, también: «El ejemplo de su conducta moral»,nos dice. La educación republicana es, por su propia naturaleza,muy ambiciosa.

Este libro comenzó a esbozarse a medida que la lectura del Com-pendio de educación civil iba despertando en mi esta pregunta: ¿Porqué tenemos hoy tantas dificultades para pensar la ciudadanía deuna manera ambiciosa?

La tesis de Rucabado es que sólo gracias a las experiencias decopertenencia nos vamos haciendo hombres. Son nuestros conciu-dadanos los que nos enseñan con su ejemplo en qué consiste ser

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hombres y por lo tanto, es nuestra comunidad la que pone horizon-tes a nuestras aspiraciones humanas. «La educación moral de losniños —defendía el republicano Destutt de Tracy— sólo será laconsecuencia de la educación moral de los adultos». No hay, enconsecuencia, ningún derecho político al mal ejemplo. Cuando losjóvenes comienzan a mirar a los mayores con extrañeza, como sifueran extranjeros, es que la educación republicana ha perdido susentido: ya no hay figuras de autoridad intergeneracional cuya expe-riencia sirva de orientación a los ciudadanos.

Nada de lo que hacemos públicamente pasa desapercibido paraaquellos con los que hemos establecido lazos de copertenencia. Cadaacto público de cada ciudadano tiene, en sí mismo, un valor ejem-plar (positivo o negativo) y es, en este sentido, y de manera inevita-ble, un acto republicano. La moral republicana se nos presenta,entonces, como una educación de la presencia pública y de la miradao, dicho de otra manera: como una educación de la atención y delapetito.

Si se quiere conocer bien la educación de un país, no hay queolvidarse de preguntar a los jóvenes por las figuras públicas queatraen con más avidez su atención. La fuerza del ejemplo es tangrande que podemos decir sin temor a equivocarnos, que una escuelasólo es verdaderamente educadora cuando sabe acompañar el saberque transmite con modelos capaces de mostrarlo realizado demanera atractiva.

La propuesta de Rucabado no tiene nada de original. Tampocopretende serlo. Se encuentra bien desarrollada en las obras de Aris-tóteles y se ha mantenido vigente hasta hace relativamente pocotiempo. Thomas Jefferson defendía en sus Notes on the State of Vir-ginia, que la virtud del individuo preserva el vigor de la república.Podemos atrevernos a añadir algo con lo que el propio Jefferson esta-ría de acuerdo: La virtud republicana no se muestra únicamente enel ejemplo individual de sus ciudadanos. Se muestra también en lasalud de las instituciones republicanas. Y, ya que hablamos de edu-cación, hay que especificar: también en la salud de la escuela y en lasalud de la transmisión del legado de la ejemplaridad comunitaria.

La transmisión y las instituciones pueden, evidentemente, sercriticadas en éste o en cualquier otro aspecto, pero toda crítica

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honesta debería tener presente que la justificación última de ambasno se encuentra tanto en sus éxitos como en nuestra incapacidadpara arreglárnoslas sin ellas. Podemos y debemos hacer lo posiblepor mejorar nuestras instituciones e iluminar nuestra tradición, peroconvendría partir del presupuesto de su racionalidad. Por eso mismoes más racional ser fiel a los lazos de copertenencia que pretenderrefundarlos en cada momento en función de nuestros deseos cir-cunstanciales. En el caso de que hubiera que justificar la necesidadde las instituciones y de la transmisión, me parece que tal empresadebería correr a cargo de quien las cuestiona. Me preservaría, encualquier caso, el derecho de preguntarle al cuestionador cuál es sulegitimad para exigir a las instituciones y a la transmisión una legi-timación absoluta. Pero resulta evidente que pocas veces, en nues-tros debates educativos, se opone lo bueno a lo malo. Es másmoderno oponer la innovación y la tradición, suponiendo la equi-valencia entre bondad e innovación. Si algo sobreabunda hoy es lacrítica indiscriminada no tanto a las imperfecciones de la escuelacomo a la institución escolar. Muchos consideran más noble pro-poner alternativas pedagógicas globales a la escuela que nadie haexperimentado (o que han sido mil veces experimentadas y aban-donadas, por sus pobres resultados) que defender, por ejemplo, lapuntualidad de profesores y alumnos, una medida ciertamente muyhumilde, pero que ahorraría muchos problemas a los centros edu-cativos. Hay demasiados escapistas del presente que se dedican aculpabilizar a los que nos negamos a seguirlos en su fuga de la rea-lidad, de que sus sueños no se hayan realizado.

Cualquier aficionado a la música popular moderna podrá tara-rear más de una canción con exageradas críticas a la escuela. Perodifícilmente recordará alguna que la defienda sin complejos. ¿Cuán-tas veces hemos oído Another brick in the Wall de Pink Floyd yhemos tarareado We don’t need no education? Podría añadir espon-táneamente a esta lista Kodrachrome de Paul Simon o School’s outde Alice Cooper.

Disponemos de suficientes experiencias históricas como parapermitirnos sospechar que cuando una cultura comienza a dudarde sí misma es que carece de instituciones capaces de dar sentido ala copertenencia.

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La copertenencia nombra una relación de reciprocidad (más omenos asimétrica) que caracteriza el proceso de humanización. Losseres humanos nos pertenecemos unos a otros y esta copertenen-cia es decisiva tanto para la construcción de la imagen del yo comode la imagen del otro. La construcción de nuestra subjetividad nies ni puede ser ajena a la experiencia de la interacción y, en relacióncon ella, a la experiencia de la preferencia y de la elección. Nuestrallegada a la vida tiene lugar con nuestro nacimiento, pero a la coper-tenencia llegamos cuando somos aceptados por unos brazos quenos acogen con una emoción sincera. Esta acogida es el primer yfundamental gesto de copertenencia. Sin él simplemente no ten-dríamos viabilidad como seres humanos y es bien sabido que la cali-dad de la acogida marcará de manera indeleble la misma estructurade nuestra personalidad. Desde el primer gesto de aceptación, y demanera inevitable, las personas que nos rodean proyectan sobrenosotros sus ideales sobre lo que es ser humano y de esta maneranos van humanizando. Pero también nosotros, incluso sin preten-derlo, los humanizamos a ellos, porque les ponemos ante los ojosposibilidades inéditas de experimentarse a ellos mismos comohumanos. Cualquier abuelo sabe, perfectamente, a qué me refiero.

Todo el desarrollo posterior del recién nacido se resume en labúsqueda de un espacio habitable éticamente entre el yo y los otroso, expresado de otro modo, entre el egoísmo y el altruismo. Las nece-sidades egoístas están ahí, presentes e insoslayables: la necesidad deprotección, de ocuparse de la propia salvaguarda, de atender a lasnecesidades biológicas inmediatas, etc. Pero junto a (y a vecesenfrente de) las necesidades egoístas están las demandas de los otrosque conforman el mundo común sin el que nuestro yo caería en elaislamiento. El espacio intermedio, ese entrambos cuyos límites seconfunden con el yo, por un lado, y con los otros, por otro, es elespacio de la tensión ética: el de la copertenencia y la responsabili-dad. En él se despliega nuestra biografía.

Gracias a la salud de nuestros lazos de copertenencia nos libra-mos de la prisión del narcisismo y encontramos a nuestro alcancereferencial las historias de quienes nos rodean, con sus esperanzas,sufrimientos, realizaciones, etc. De esta manera sabemos que ni esta-mos solos en el mundo ni nuestras experiencias son exclusivamente

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nuestras. Aprendemos así a relativizar nuestros pequeños males coti-dianos y a no otorgar más realce que el merecido a nuestras peque-ñas diferencias. La copertenencia es, pues, una estructura de reali-zación personal, pero también es una estructura terapéutica.

Dada la importancia del espacio relacional, podríamos definirla educación republicana como la educación de la distancia justa dela copertenencia. Una fábula de Schopenhauer cuenta que unospuercoespines quisieron acercarse unos a otros en un gélido día deinvierno para darse calor. Sintiendo enseguida los pinchazos de suspúas se vieron obligados a separarse... hasta que el frío los empujó ajuntarse de nuevo y así fueron pasando de un sufrimiento punzantea otro, hasta que hallaron la distancia adecuada para darse calor sinhacerse daño. Del mismo modo impulsa a los hombres el deseo decompañía a buscarse los unos a los otros, pero sus muchos defectosvuelve a separarlos de nuevo.

A algo de esto se refería Joaquín Costa en su Escuela y despensade 1899 al hablar de las dos fuerzas de proyección y atracción queactúan entre los hombres como entre los planetas las leyes de New-ton: la libertad y la fraternidad. Ambas son necesarias para seguiruna trayectoria humana, pero su equilibrio exacto es siempre pro-blemático. Precisamente por eso en las cosas humanas no hay sus-tituto para la prudencia.

Siendo útil esta imagen de los puercoespines, resulta incompleta,porque si bien nos indica que hay unas determinadas condicionesmínimas para la realización de la copertenencia, nos oculta que elhombre sólo alcanza sus posibilidades más altas cuando dispone demodelos de emulación con mayores ambiciones que las de los puer-coespines. Estos simpáticos animales son acomodaticios y —cier-tamente, como muchos hombres— se conforman con ir tirando,sorteando como pueden las dificultades que les salen al paso. Perosin aspiraciones nobles, sea cual sea la altura de nuestra cuna, nopasaremos de plebeyos. Los puercoespines no miran más allá de suspúas.

En la escuela la renuncia a la ambición significa la renuncia auno de los motores más potentes del aprendizaje.

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ES LA EDUCACIÓN EN LA COHERENCIA PEDAGÓGICA

En la evidencia de nuestros actos (en nuestra actuación en el espa-cio de la copertenencia) se expresan nuestras auténticas conviccio-nes morales con más claridad que en nuestras teorías. «Lo que túhaces sabe lo que eres», decía Jacques Lacan. Efectivamente, la éticase insinúa en la intención, pero se realiza en la acción. Aunque puedeser comprensible justificar puntualmente ciertas acciones, especial-mente en el caso de los niños pequeños, por la intención que laspuso en marcha, obviando sus resultados, si justificamos cuantohacemos por la ingenuidad de nuestra intención, sólo pondremosde manifiesto los límites de nuestro sentido de la realidad.

Decía Dewey que todos los principios por sí mismos son abs-tractos y sólo se concretan en las evidencias que resultan de su apli-cación. En educación, las evidencias son las conductas de nuestrosalumnos. Por eso nuestro sistema educativo en general y cada cen-tro en particular se encuentra moralmente a la altura de estas con-ductas. Ahora bien, como nuestros resultados divergen de nuestrospropósitos, hemos aprendido a evaluarnos de acuerdo con los segun-dos, postergando sine die la evaluación de los primeros. Es una pos-tura cómoda, porque permite mantener inmaculadas las concien-cias poco exigentes.

Hay muchos centros que actúan como si la nobleza de sus ide-ales los exonerara de la responsabilidad de rendir cuentas a la socie-dad que los sustenta y hay muchos profesores en las facultades depedagogía más dispuestos a hacer de apóstoles de Ferrer y Guardiaque de la utopía de la puntualidad, el orden, la exigencia y la cor-dialidad. Más de un maestro he conocido que se mostraba muchomás preocupado de la felicidad de sus alumnos que de enseñarles ahablar bien.

Hace ya medio siglo que Bogdan Suchodolski definió la educa-ción tradicional como aquella educación que por moverse en laesfera de los nobles ideales irrealizables es más apta para suscitar elcinismo de los jóvenes que para templar su voluntad. Efectivamente,la escuela que solamente se mide a sí misma por la altura de susintenciones vive levitando como un espejismo entre la realidad y lanada. En este sentido, es la escuela más inmovilista.

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Sé muy bien de qué hablo. Más de una vez me he visto criticadopor «resultadista» al defender en público estas ideas. Si ser resulta-dista quiere decir que se tiene presente la coherencia entre propósi-tos y evidencias, lo confieso, lo soy. Y no veo motivos para cambiar.¿A qué se deben las resistencias a la evaluación de muchos nuestroscentros educativos sostenidos con fondos públicos? ¿Es que los padresno tienen derecho a estar bien informados de sus resultados? Cuando,para formarse una idea de dónde pueden matricular a sus hijos, visi-tan unos cuantos centros, es altamente probable que se encuentrencon la misma cantinela en todos ellos: les presentarán las grandesideas de su proyecto pedagógico, que acostumbran a ser muy simila-res de un colegio a otro, pero dudo que les hablen de sus resultados.

El 31 de mayo de 1804 el filósofo Arthur Schopenhauer, queestaba viajando por Suiza, hizo una visita al castillo de Burgdorf, dondePestalozzi había creado su famoso Instituto pedagógico. Al concluirla visita, escribió: «El método educativo de Pestalozzi, tan diferentede los otros, solo mostrará su éxito cuando se sepa si con él puedenformarse hombres razonables». Efectivamente, de eso se trata.

Pocos centros educativos se detienen a analizar con rigor de quémanera, exactamente, se ponen de manifiesto en la conducta de susalumnos las convicciones que dicen tener y a poner en concordan-cia lo que dicen creer y lo que realmente hacen. La mayoría se dejaconducir por una buena fe en la que se mezclan los ideales que tie-nen mejor prensa social, retazos de diversas teorías psicopedagógi-cas, un conjunto heterogéneo de valores más o menos explicitados(pero no necesariamente coherentes entre sí), una diversidad deplanteamientos ideológicos de profesores y familias, la personali-dad del equipo directivo, etc.

Al hablar de «coherencia pedagógica» soy plenamente cons-ciente de que le estoy poniendo nombre a un problema, no a unasolución, porque como cualquier profesor comprueba a los dos díasde empezar su trabajo, la urgencia de los problemas a resolver enuna clase (y no digamos ya en el centro) es siempre mayor que nues-tro tiempo para pensar una respuesta.

A mi modo de ver está por pensar a fondo la reticencia que pre-senta la realidad escolar a dejarse resumir en una teoría. Esta reti-cencia es un hecho generalizado y como tal debería merecer nues-

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tra atención analítica, sin embargo, hay demasiada gente que, sinentender en qué consiste realmente una escuela, se gana la vida tra-zándole derroteros por las cartas de la idealidad.

Albert Camus aseguraba que había aprendido una lección deética sumamente importante de su afición al fútbol: que nunca sesabe a ciencia cierta por dónde ha de llegarte la pelota. Quizás debié-ramos entonces introducir el fútbol como una materia selectiva enlas oposiciones a profesores porque, efectivamente, nunca saben pordónde les vendrá el siguiente problema. No hay manera de preversu trayectoria. Ofreceré a continuación algunos ejemplos.

En las últimas décadas los docentes de todo el mundo se hanvisto sometidos a un considerable número de reformas. En unossitios más que en otros, claro está, pero en todas partes son escasaslas reformas que tienen éxito. No es extraño encontrarse en la prensapedagógica internacional con artículos que culpabilizan de los fra-casos al «education establishment». ¿Es realmente así?

Finlandia parece tener entre los europeos y los americanos laexclusiva de la enseñanza efectiva, al menos tal como es evaluadapor PISA. Por lo tanto sería lógico esperar que este país ofreciera loselementos de consenso necesarios para que los países que quierenmejorar escolarmente se pongan manos a la obra. Pero no es esto loque ocurre. Por paradójico que parezca, el consenso que se estáimponiendo internacionalmente entre los reformistas va exacta-mente en la dirección contraria. Se basa en medidas como el estí-mulo de la competencia, la libre elección de centros y las evaluacio-nes sistemáticas del sistema educativo. Ninguna de ellas se practicaen Finlandia. No importa. El dogma reformista imperante ha deci-dido dos cosas (las propuestas del ministro Wert son un buen ejem-plo de ello): no tener como referente a Finlandia y sostener que sualternativa es la única política educativa posible.

Cualquier persona acostumbrada a mirar a la realidad escolarcara a cara conoce a profesores que intentan dar oficialmente unaimagen que se corresponda con lo que las autoridades escolares exi-gen de ellos, pero que en cuanto entran en su aula y cierran la puertaa sus espaldas, se dedican a hacer honestamente lo que creen quetienen que hacer con los recursos de que disponen. Viven en unaespecie de esquizofrenia profesional porque han descubierto que

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para ser fieles a lo que honestamente saben hacer, han de rendir unhipócrita homenaje de pleitesía a los reformistas de turno.

La mayoría de la actividad espontánea de una clase no cabe enuna teoría pedagógica. No caben, por ejemplo, los estados de ánimodel profesor, que no pueden ser preprogramados para acompañaren cada momento al desarrollo del curriculum escolar con el climaemotivo adecuado. Sin embargo es bien evidente que enseñamoscon estados de ánimo… que se apoderan de nosotros sin previo aviso.

Aquello que hace que un maestro sea más efectivo que otro sepuede comprobar en los resultados de los alumnos, pero es bien difí-cil de teorizar. De hecho, no sabemos exactamente qué hemos deevaluar para identificar a un buen maestro, lo cual sería dramáticosi no fuese relativamente fácil reconocer al malo. La fundación deBill Gates lleva invertida una suma ingente de dinero intentandoaislar la quintaesencia del maestro eficiente. Hasta el día de hoy noparece haber tenido mucho éxito en la empresa.

Los norteamericanos utilizan la expresión «value added» (valorañadido) para referirse a la específica intervención de un profesor enel progreso de un alumno. Pretenden darle un valor matemáticomediante la medición de los conocimientos escolares al principio yal final de un curso escolar. La diferencia entre el crecimiento pre-visto y el real en cada caso mostraría el valor añadido del maestro, suIVA docente. Pero el concepto de efectividad no es axiológicamenteneutral y ello tiene consecuencias notables en un mundo como elnuestro en el que la pluralidad es uno de los valores supremos. Paracomprobarlo, basta con comparar la publicidad gráfica de las escue-las a lo largo del siglo XX. La imagen publicitaria es una magnificamuestra del tipo de alumno que los centros muestran a las familiascomo ejemplo de lo que saben hacer. A mediados de siglo predomi-naba la imagen de un alumno bien vestido, bien peinado y serio hin-cando los codos, concentrado en el estudio de un libro. A finales delsiglo lo que predominaba era el niño saludable y activo, sonriente yvestido un poco informal, acompañado de aparatos tecnológicos.

Dicho esto, pareciera que nos hemos olvidado de la defensa dela coherencia pedagógica y caído en una especie de fatalismo. Enmodo alguno. La exigencia de coherencia (de una coherencia queno será algorítmica, sino hermenéutica, práctica, prudente) es irre-

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nunciable, porque necesitamos integrar todo cuanto nos ocurre enun relato escolar al que poder considerar nuestro con orgullo y delque colectivamente nos corresponsabilicemos mediante el ejercicioconstante de prácticas reflexivas. El reto de la coherencia es ética-mente insoslayable, precisamente por la enorme complejidad conque se desarrolla la acción pedagógica. Para darle respuesta meparece que el método adecuado no es el de la fidelidad ciega a unateoría, sino el de la práctica médica, que es una práctica reflexiva.

A partir de unos determinados síntomas, el médico se hace unaidea provisional del diagnóstico que parece explicar la situación delpaciente y orienta a éste en una dirección terapéutica determinada.Si el tratamiento parece dar resultado, lo prudente es continuar conél, si no es así, probará algún tratamiento alternativo o quizás modi-ficará el diagnóstico. Una vez restablecida la salud, el médico ofre-cerá al paciente consejos adecuados para cuidar de la misma, peroquizás al día siguiente se presente ese mismo paciente con un brazoroto o con una inesperada subida de fiebre. No hay una teoría gene-ral de la prudencia médica como no la hay de la pedagógica. En lascuestiones educativas, como en las médicas, hay una racionalidadespecífica en la que el saber se ve impelido a dialogar permanente-mente con la práctica.

Es necesario defender la prudencia del docente contra los dog-matismos téoricos. Es necesaria la defensa teórica del sentido comúnpedagógico. Pero hemos de tener claro que la defensa teórica delsentido común es incapaz de proporcionarnos las bases teóricas delsentido común. Por sí sola, la formación teórica no ha hecho nuncade un mal maestro un buen maestro, pero sí ha dejado agotados aabundantes buenos maestros.

La escuela es una causa noble que merece ser defendida. Pero esuna causa compleja e imperfecta. Precisamente por ello ha de serdefendida la coherencia.

ES LA REIVINDICACIÓN DE LA DIMENSIÓN REPUBLICANA DE LA PEDAGOGÍA

Educativamente, nuestra situación histórica es la del retroceso dela educación republicana. Pero este retroceso no obedece a la casua-

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lidad, sino a la dinámica que ha venido siguiendo la historia de laeducación, que ha llevado a una progresiva pérdida de relevancia delo republicano en beneficio de lo psicológico primero y, después, delo económico. Podemos trazar a grandes rasgos esta historia pre-sentándola como tres grandes ejercicios de reducción de la comple-jidad educativa.

El primer ejercicio de reducción es el de la pedagogía política ala pedagogía utópica. Tiene lugar a lo largo del siglo XIX. La peda-gogía clásica se mantuvo fiel a un proyecto centrípeto para el queeducar significaba civilizar al niño, haciéndolo un hombre activode su comunidad política. No pretendía formar ciudadanos delmundo, sino buenos ciudadanos de Atenas o de Roma, es decir, ciu-dadanos capaces de representar de manera excelente las virtudespolíticas especialmente valoradas por su comunidad. En este sen-tido los dos grandes educadores de la antigüedad han sido Cicerón(su Sueño de Escipión tiene un valor arquetípico) y Plutarco. El pro-ceso de degradación del ideal republicano es largo, pero nos limita-remos a resaltar que en el siglo XIX la pedagogía se empapa del uto-pismo progresista de la época y se confiere a sí misma la misión deperfeccionar «al» hombre gracias a la sustitución de la educaciónpolítica por la científica. La confianza en la perfectibilidad del hom-bre y en la capacidad de la técnica educativa para perfeccionarlo, esel gran dogma del momento. El progreso de la educación asegura-ría mecánicamente el progreso de la humanidad.

La pedagogía utópica le pide a la escuela un hombre nuevo paraun mundo nuevo, cargando sobre sus espaldas la responsabilidaddel cambio social. Como el futuro tarda en llegar y, normalmente,cuando aparece tiende a parecerse mucho al presente, el control ide-ológico de los docentes se impone como un imperativo moral.¡Cuántas purgas ideológicas hemos visto en el siglo XX! Sinembargo ni la escuela franquista fue capaz de garantizar la supervi-vencia del franquismo, ni la fascista italiana la del fascismo, ni lasoviética la del comunismo, etc. Ello no evita que continuamentelos programadores educativos intenten introducir en la escuela pro-gramaciones de cambios de mentalidades.

Si la enseñanza tradicional utilizaba los instrumentos culturalespara desarrollar el potencial del niño, la pedagogía utopista desarro-

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lla determinadas capacidades del niño para promover el cambiosocial. Como resultado, muchos estudiantes que concluyen la ense-ñanza obligatoria creen saber lo que quieren de la sociedad, peroignoran los fundamentos culturales de su mundo.

En una ocasión la directora de una escuela pública de Barce-lona se me presentó de esta manera: «Soy M., directora de laescuela X, que es la única escuela pública, laica, catalana, verde yno sexista del barrio». «¿Y de resultados, cómo andamos?», lepregunté yo. Inmediatamente vi que mi pregunta había sido tomadacomo una impertinencia. Hay escuelas cuyos idearios pedagógicospodrían perfectamente resumirse de esta manera: «Estamos a favorde todo lo bueno y en contra de todo lo malo». El problema es queno saben qué es exactamente lo que conviene y lo que no convienea sus alumnos.

El segundo ejercicio de reducción es el de la pedagogía utópicaa la psicopedagogía. A principios del siglo XX la perspectiva uto-pista abarca tanto lo social como lo psicológico y su intención esafirmar al niño como niño, no como un adulto en potencia. Lamisma espontaneidad infantil se concibe como el fundamento desu educación. Hoy son claramente mayoritarios los psicopedago-gos que defienden que ni el niño ni el joven han de ser contempla-dos como adultos en potencia, sino como lo que son. Pero lo queson, por muy respetable que sea, es un momento de un proceso que,si le negamos la finalidad, se convierte en actividad sin fin trascen-dente, es decir, en espontaneidad que se justifica a sí misma en suexpresión incondicionada. El activismo pedagógico no es tan activocomo cree si carece de orientación teleológica, porque no disponede la dirección de una actividad superior que le sirva de guía. Alainse preguntaba con razón si no estaremos haciendo pasivos a los niñosde tanto obligarlos a ser activos. Con frecuencia parece que la escuelamoderna es una institución hiperactiva.

Joan Roure Parella, uno de los profesores de la Escola Normalde la Generalitat de Catalunya defendía el 3 de marzo de 1933 enEscola Normal, el boletín de esta institución, que la pedagogía esesencialmente pedagogía de la cultura propia, es decir, del conjuntode contenidos y formas en las que la propia comunidad se expresay se objetiva. Cuando la juventud no se acerca a los valores hereda-

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dos, una cultura se encuentra en crisis. Roure Parella es lo suficien-temente clarividente para darse cuenta de que durante el primer ter-cio del siglo XX la psicología se ha ido imponiendo a la pedagogía,pero la psicología —dice— «separa al individuo de su mundo y,por lo tanto, a la juventud de los valores objetivos de su cultura».Efectivamente, así es. El resultado de este proceso es una escuelamucho más preocupada de discernir cuáles son las condiciones cien-tíficas del aprendizaje de cada niño en particular (véase la fijaciónun poco neurótica de algunos por las últimas investigaciones de lasneurociencias) que por situar al niño ante fines republicanos comu-nes moralmente apetecibles.

La aparición de las pomposamente autodenominadas «cienciasde la educación» es posible porque en primer lugar el conductismoy en segundo lugar, a mediados de siglo, el constructivismo se pre-sentan a sí mismos como saberes rigurosos capaces de resolver losproblemas del aprendizaje. Más allá de sus evidentes diferencias, elconductismo y el constructivismo obedecen a un mismo movi-miento centrífugo, que se va desarrollando a lo largo del siglo, desustitución de lo político por lo psicológico. Mientras la educaciónpolítica clásica se entendía a sí misma como un proceso de confor-mación ciudadana de acuerdo con los ideales cívicos, la psicopeda-gogía se propone como meta el objetivo imposible de desarrollar«todas» las potencialidades del niño. Es imposible porque muchasde las potencialidades del niño son claramente contradictorias entresí y, por lo tanto, para potenciar unas, inevitablemente se han dereprimir otras. Pero la psicología, por sí misma, carece de criteriospara discriminar entre unas y otras. Esto era bien sabido por la peda-gogía política clásica, pero la psicopedagogía no quiere saberlo y semanifiesta polémicamente contra todo intento de influir coerciti-vamente en el niño. No quiere verse a sí misma como una actividadrepresiva, sino liberadora. En este sentido, los únicos aprendizajesescolares que tienen valor para ella son los que concibe como ins-trumentos de desarrollo de las potencialidades infantiles. Este pro-ceso es contemporáneo de la crisis de la autoridad docente, que esbásicamente, una crisis de la autoridad de la transmisión, como vere-mos en su momento. Todos aquellos aprendizajes que permitenhacernos cargo de lo que podríamos llamar la sintaxis de la coper-

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tenencia, pierden relevancia ante los valores de la espontaneidadexpresiva. Bajo los efectos de esta reducción la pedagogía se con-vierte en una ciencia de la enseñanza en general, hasta el punto deconsentir que el profesor sea un ignorante en las ciencias particula-res. El profesor tendría por objetivo enseñar a aprender, en general,sin que el qué, el objeto del aprendizaje, sea de su incumbencia.Debería estar formado para enseñar, no para dominar ningún campoconcreto del saber. Las escuelas fueron creadas para permitir la trans-misión a las nuevas generaciones de lo que la sociedad más apre-ciaba de sí misma, pero este objetivo es impracticable si el centro dela actividad escolar ya no es el saber, sino la actividad del niño y suderecho a dar forma a su diferencia con el resto de los alumnos. Noes de extrañar, pues, que en la segunda reducción aparezcan demanera pública la impugnación global de la escuela, las propuestasdesescolarizadoras y antiautoritarias, la educación en casa, las críti-cas ideológicas a la transmisión, etc.

El pedagogo francés Marc Le Bris, haciendo repaso de su vidadocente, publicó un libro provocadoramente titulado Y vuestroshijos no sabrán ni leer… ni contar. Resume la memoria escolar demuchos maestros que llegaron a las escuelas a finales de los años 70y principios de los 80 del siglo pasado exultantes de entusiasmo pro-gresista y dispuestos a dar la batalla contra los maestros tradiciona-les. A lo largo de su vida académica han practicado todas las meto-dologías que se presentaban con un aura vanguardista. Confesé-moslo: a la escuela progre le ha preocupado menos tener razón quequedarse anticuada. Decía Gómez de Ávila que el tonto no seinquieta cuando le dicen que sus ideas son falsas, sino cuando ledicen que pasaron de moda. Para estar a la moda hemos abierto depar en par las puertas de la escuela a todas las innovaciones. Sinembargo, nuestros alumnos obtienen peores resultados que los alum-nos de los maestros antiguos que hacían dictados, enseñaban lastablas de multiplicar cantando, estimulaban la memorización depoemas y el cálculo mental, no tenían complejo de desalmados porenseñar gramática, etc. «Escribo este libro —confiesa Le Bris—para alarmar a los padres, para que salven a sus hijos, para que haganel trabajo de la escuela en casa». Y concluye: «La pedagogíamoderna sólo sirve para justificar el abandono de las ambiciones

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que teníamos por nuestros niños. Nos encontramos ante una ver-dadera catástrofe cultural».

Este estado de ánimo es real entre muchos docentes y no es nadaextraño encontrarse con opiniones de este tipo en los claustros. Unamigo mío, profesor universitario, a quien le comenté las tesis deeste libro, me dijo que él había constatado que los papeles educati-vos de la familia y la escuela han cambiado. Ahora es la escuela laque educa en valores, así que la familia no tiene otro remedio queocuparse de la instrucción del niño.

Estamos asistiendo actualmente a una tercera reducción quecomenzó a manifestarse a comienzos del siglo XXI: es la reducciónde la pedagogía a la economía. Durante las últimas décadas la ideade que la educación promueve el progreso económico ha sido deuso común y ha jugado un papel determinante en el diseño de laspolíticas educativas. Sin embargo los pedagogos, psicólogos y filó-sofos de la educación han mostrado relativamente poco interés poresta cuestión y, en general, por el concepto de capital humano. Loseconomistas han tenido menos prejuicios. Por eso, a partir de lasevidencias de los estudios internacionales, como PISA, han adqui-rido un protagonismo insospechado en educación. Son ellos y yano los pedagogos o los psicólogos los que llevan hoy la voz cantanteporque han sido capaces de llamar la atención, con datos objetivossobre la mesa, sobre los resultados de los alumnos, el retorno de lasinversiones educativas, las relaciones entre microeconomía y ense-ñanza, la influencia del profesor en el rendimiento del alumno, etc.Los economistas, al describir la escuela como una organización conuna meta (producir conocimiento) y con ciertos recursos (en pri-mer lugar, los profesores), nos han mostrado que si una empresahiciera lo que hacen la mayoría de las escuelas, se vería enfrentadaa la ira de los accionistas por la falta de transparencia en la gestión.Las ideas actualmente dominantes entre los reformistas educativos,como la rendición de cuentas, la autonomía de los centros educa-tivos, el fomento de la carrera docente, la importancia de organi-zar bien los curricula y de dar más valor a las materias instrumen-tales, la necesidad de comparar los propios resultados con los deotros países, la libre elección de centro por parte de las familias, elincentivismo docente y discente, etc., están siendo discutidas por

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economistas con un vigor extraordinario, tanto es así que en la prác-tica parecen haber relegado a pedagogos y psicólogos a la periferiade los debates educativos internacionales. Los economistas son losque con mayor claridad han puesto sobre la mesa cuestiones quenadie quería ver. Por ejemplo, que desde los años 80 del siglo XXhasta mediados de la primera década del siglo XXI, muchos paísesincrementaron sustancialmente sus presupuestos educativos y redu-jeron las ratios hasta un 50% sin mejorar, en absoluto, sus resulta-dos. Varios, incluso, los han empeorado. Como en educación nohay ninguna organización pública o privada que prevenga a los con-sumidores contra las prácticas fraudulentas, los economistas creenpoder asumir este papel. La verdad es que no parece haber para ellosningún tema protegido por la corrección política. Por ejemplo sise trata de estudiar las diferencias de resultados ligadas al género oa la estructura familiar, son ellos los que se lanzan, con las estadís-ticas bajo el brazo, a interrogar a la realidad. Para muchos pedago-gos este ejercicio parece ser demasiado violento. No están dispues-tos a poner en cuestión sus dogmas y, por lo tanto, se niegan a verque las chicas obtienen mejores resultados escolares que los chicoso que los hijos de familias monoparentales obtienen resultadosmediocres. El protagonismo de los economistas en la pedagogía,aunque inevitablemente sesgado, tiene algo de higiénico, pues estatercera reducción puede verse como un retorno a la política, aun-que ya no ponga el acento en las virtudes republicanas, sino en laempleabilidad, la productividad o la competitividad. Pero nos equi-vocaríamos si creyéramos que sustituyendo la enseñanza por el«management» y el «coaching» resolveríamos los problemas denuestras escuelas.

La debilidad de nuestras escuelas es, exactamente, la debilidadde su ambición. Es la debilidad de su dimensión republicana.

ES LA EDUCACIÓN EN LA CONFIANZA EN EL VALOR DE LA ESCUELA

En el bachillerato LOGSE los alumnos cursaban muchas horas deética. No por ello la consideraron una materia noble. Incluso se refe-rían a ella con el nombre coloquial de «María». Había más

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«Marías», pero la más «María» de todas era la ética. Las materiasserias, importantes, las que realmente contaban eran las otras. Laética era un paréntesis entre las disciplinas serias. Nadie impugnabasu presencia en el curriculum, pero era impartida sin demasiadoentusiasmo y recibida como un entretenimiento decorativo.

En las clases de ética tenían lugar, básicamente, dos actividades. Una era el estudio epidérmico de diferentes teorías éticas, que

se presentaban como una sucesión cronológica de proyectos alter-nativos de interrogación sobre la vida buena. El hecho de quehubiera muchos era la auténtica enseñanza del curriculum. Por eso,al concluir el curso, los alumnos se iban de vacaciones con la con-vicción de que en las cuestiones de la vida buena, cada uno estabaautorizado a decir la última palabra. Si cada filósofo creía tenerrazón, es que ninguno tenía razón de manera evidente. Cuando elprofesor hablaba sobre Sócrates era difícil no dejarse convencer porsus argumentos, pero el reinado de Sócrates en el ranking de la cre-dibilidad ética era efímero. No podía resistir la teoría de la virtudaristotélica. La idea de que lo mejor siempre se encuentra en el tér-mino medio parecía tan fácil de entender como de aplicar. Pero jus-tamente cuando los alumnos se habían convertido al aristotelismo,aparecían al galope las éticas helenísticas con los seductores argu-mentos morales de Epicuro. ¿Cómo puede un adolescente resistirsea la dignificación del placer? Es cierto que Epicuro habla del pla-cer sensato, pero el adolescente tiende a creer espontáneamente quelo sensato es confundir el deseo con la realidad. Es cierto, también,que Epicuro habla con frecuencia de los límites del placer, pero deesto sabe poco quien tiene la imaginación azuzada por mil deseos.Quizás —pensaba más de un alumno— la menos razonable de laséticas antiguas era la cristiana, tan cargada de preceptos y manda-mientos. El Dios de la Biblia no deja a nadie vivir en paz. Su éticasería mucho más razonable si en lugar de mandar, sugiriera. Moi-sés hubiera bajado mucho más liviano del monte Sinaí con las diezsugerencias.

Como, a poco que se descuidase el profesor, el curso se le veníaencima, en un par de clases saltaba de los antiguos a los modernossacándose de la chistera académica a Kant, habitualmente presen-tado como una especie de atleta moral, el campeón austero del deber,

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