populismo en la venezuela de hugo chavez
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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PLATAFACULTAD DE HUMANIDADES Y CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
DEPARTAMENTO DE SOCIOLOGÍA
ESTADO Y POLITICA EN AMERICA LATINA
TRABAJO FINAL
Populismo en la Venezuela de Hugo Chávez
Autora: Pilar Alí Brouchoud
1
Introducción
La crisis del modelo de reformas neoliberales en Latinoamérica en los
comienzos del nuevo milenio ha dado lugar a la aparición en el continente de una serie
de gobiernos que en mayor o menor medida cuestionan los principios del Consenso de
Washington. Los gobiernos de Luis Inácio “Lula” da Silva en Brasil, Néstor y Cristina
Kirchner en Argentina y Hugo Chávez en Venezuela son sólo algunos ejemplos del
fenómeno. Muchos de estos gobiernos han sido calificados de “populistas” tanto por la
prensa como por las ciencias sociales, reeditándose una vez más el debate sobre este
controversial concepto. En la mayoría de los casos esta evaluación se hace en un sentido
peyorativo, haciendo hincapié en los peligros del populismo para la “democracia”, con
sus liderazgos personalistas que gobernarían a espaldas de las instituciones. Esto
sumado a que su política económica no estaría orientada al progreso económico y social
de largo plazo, sino que constituiría una política irresponsable, orientada a ganar apoyo
entre las masas con medidas no sostenibles en el tiempo y sin criterio alguno que las
guíe.1 Sin embargo, entre quienes conceptualizan a estos gobiernos como populistas hay
quienes no lo hacen con una intención despectiva sino asignándole al concepto un valor
positivo2.
Dentro de las experiencias que se han calificado como populistas, acaso aquella
que más atención ha despertado sea la de Venezuela, tanto por la profundidad de sus
cambios y la virulencia de la retórica de su gobernante, como por la aspiración de su
gobierno de influir en la política regional e internacional. En este marco, nuestro trabajo
tendrá como objetivo identificar aquellos rasgos de la experiencia venezolana que
pueden ser calificados de populistas, así como aquellos que no encajan en esa
conceptualización. En este sentido, queremos aclarar desde ahora la necesaria limitación
y provisionalidad que esta tarea reviste, dado que estamos hablando de una experiencia
que no ha terminado sino que está en curso y cambia constantemente, lo que hace
imposible una caracterización definitiva.
1 Un ejemplo de estas conceptualizaciones se puede ver en los escritos del “socialista” español Ludolfo Paramio, quien llama a construir una izquierda “democrática” en los países de Latinoamérica, para evitar que las crisis sean resueltas en la forma de gobiernos populistas, dado que, según él, “(…) el populismo no es un proyecto democrático. Divide a la sociedad a través de su distinción maniquea entre sectores populares y oligárquicos, basa su discurso en la confrontación y no pretende crear ciudadanos, sino seguidores. Por otra parte, la dinámica política del populismo puede derivar fácilmente en políticas económicas poco o nada responsables, ya que su prioridad es la redistribución clientelar en lugar de la inversión y la transformación de la sociedad” (Paramio, 2005: 72).2 Por ejemplo en Parker (2001) y Lander (2003).
2
En primer lugar, dado que el concepto de populismo, lejos de recibir una
definición unívoca, es acaso una de las nociones del pensamiento político que más se ha
debatido, dedicaremos un primer apartado a presentar y criticar las diferentes teorías
que se han ofrecido al respecto. Una de esas teorías (la de Ernesto Laclau) merecerá una
sección aparte, debido a su complejidad y fundamentalmente por ser la que tendremos
en mente al analizar la experiencia venezolana. Las siguientes dos secciones
descomponen el fenómeno venezolano en una serie de aspectos, analizando los alcances
de la hipótesis populista para su descripción y explicación.
El concepto de populismo
Existen fuertes discrepancias entre los científicos a la hora de definir el
significado del término “populismo”, así como al momento de establecer las
experiencias a las que cabe englobar dentro de este concepto. Así es que el populismo
parece abarcar a figuras y movimientos tan disímiles como los narodniki rusos y los
movimientos rurales estadounidenses de fines del siglo XIX; los nacionalismos árabes;
Cárdenas y Perón; Fujimori y Menem; Kirchner y Chávez. Asimismo, se lo identifica
con un sinnúmero de cuestiones: demagogia y personalismo; incorporación de las
mayorías a la vida política; intervención estatal en la economía, industrialización
sustitutiva y políticas de mercado interno; antiimperialismo; ascenso de la burguesía en
detrimento de la “oligarquía”; conciliación de clases…En fin, todo es confusión y
desorden a la hora de hablar del populismo. Y sin embargo el concepto sigue siendo
usado y parece no poder ser reemplazado por un término alternativo.
Aquí nos limitaremos al tratamiento del concepto en relación a la experiencia
latinoamericana, que es la que nos interesa. Básicamente, las teorías acerca del
populismo varían entre aquellas que se centran en los rasgos económicos y aquellas que
lo conceptualizan como un fenómeno político-ideológico (Viguera, 1993).
Entre las teorías que asocian al populismo a un determinado proyecto económico
o modelo de acumulación, la más articulada corresponde a Vilas (1988). Vilas
conceptualiza al populismo como una estrategia de acumulación de capital,
correspondiente a un momento determinado del desarrollo capitalista. Su rasgo
característico sería el predominio de la producción para el consumo interno (lo que no
significa necesariamente una redistribución de los ingresos, como novedosamente
observa el autor). Según esta teoría, la iniciativa de implementar esta estrategia no
3
provino de la burguesía local, cuyas preocupaciones habrían estado ligadas a asuntos
como la protección frente a la producción extranjera, las exenciones de derechos de
importación de bienes de inversión y otros temas, pero no a la necesidad de ampliar el
consumo de las masas para acelerar el crecimiento de la industria. Según Vilas, los
industriales nacionales no veían a los obreros como consumidores potenciales, sino
como uno de los componentes principales de su estructura de costos, y por tanto no
consideraban al crecimiento del consumo popular como una solución a sus problemas.
Al decir de Vilas, no identificaban la contradicción existente entre el tipo de oferta
industrial y la baja elasticidad de su demanda, por un lado, y el perfil de la distribución
del ingreso, por el otro.
Por lo dicho antes, la iniciativa para impulsar una estrategia de industrialización
basada en la demanda asalariada no habría provenido de la clase empresaria, sino de un
actor externo a ella: el Estado. Pero además, el avance de la industrialización
latinoamericana más allá de los límites que imponía la división internacional del trabajo
y el ascenso de los industriales dentro del bloque de fuerzas dominantes, se habrían
apoyado, a través del Estado, en la movilización de las masas urbanas. No obstante, no
sería correcto, según el autor, hablar de una alianza de clases, que supone una cierta
equiparación entre las fuerzas confluyentes y un programa conjunto, sino apenas de “un
conjunto fluido de coincidencias y acuerdos coyunturales” o un “sistema de equilibrios
inestables de participación” impuesto desde afuera de las clases involucradas por el
Estado. (Vilas, 1988).
Consideramos que el enfoque de Vilas no es útil para el trabajo que nos
proponemos, dado que restringe el populismo a un determinado período histórico,
imposibilitando la extensión del concepto a fenómenos que transcurren en otra época
pero que consideramos tienen mucho en común con los populismos clásicos. Su análisis
es demasiado “singularizador”3, y nos impide utilizar una categoría que a nuestro
entender puede iluminar una serie de aspectos del proceso venezolano. Esto no significa
que descartemos la importancia de los factores económicos. En breve volveremos sobre
esto.
En cuanto al enfoque que concibe al populismo como un fenómeno político-
ideológico, nos referiremos en primer lugar a las teorías desarrolladas desde la
perspectiva funcionalista, como es el caso de las de Germani (1962) y Di Tella (1965).
3 La categoría pertenece al historiador A. J. Hexter, quien, tal como comentan Mackinnon y Petrone (1999), divide a los historiadores en lumpers (agrupadores) y splitters (singularizadores).
4
Según Germani (1962) los populismos latinoamericanos (o movimientos
nacional-populares, como él los llama) surgen cuando, en el tránsito de los países de
esta región hacia las formas modernas de la sociedad industrial, la incorporación de las
mayorías a la vida moderna se produce antes de que existan canales legítimos para su
participación.
En la teoría de Germani son claves los conceptos de movilización e integración.
El concepto de movilización alude al proceso por el cual grupos antes pasivos
comienzan a intervenir en la vida nacional. En condiciones normales, esta movilización
toma la forma de integración. Esta consiste en la intervención dentro de canales
institucionalizados en virtud del régimen político imperante, intervención que es además
percibida como legítima por los grupos movilizados (lo cual implica aceptar ciertas
“reglas del juego” que aseguren un mínimo de integración en la estructura social).
Mientras que en los países desarrollados habría existido esta correspondencia entre
movilización e integración, este no sería el caso para los países latinoamericanos, en los
cuales la rápida industrialización, la urbanización y la masiva migración interna durante
las primeras décadas del siglo XX y sobre todo en los años ’30 habrían dado lugar a la
movilización de vastos sectores hasta entonces excluidos sin que existiesen mecanismos
de integración (sindicatos, partidos políticos) capaces de absorberlos. La movilización
habría tomado entonces la forma patológica de los movimientos nacional-populares, por
medio de los cuales estas “masas disponibles” ingresan a la política a través de la acción
de un líder carismático que logra atraerlas y manipularlas. (Germani, 1962).
El análisis de Di Tella (1965) no difiere demasiado del de Germani, aunque hace
un mayor hincapié en el análisis del liderazgo populista y, en ese sentido, de la función
de las elites en las coaliciones populistas y sus motivaciones para ingresar en ellas (a
diferencia de Germani, cuyo análisis está centrado en las clases populares). Para Di
Tella, en los países subdesarrollados los procesos de reforma no pueden ser iguales a los
que se dieron en Europa. En este continente, la reforma fue producida primero por un
partido liberal, basado en las clases medias, y luego por un movimiento obrero centrado
en los sindicatos. Esto no ocurre así en el caso de los países subdesarrollados, por varias
razones. Por un lado, el liberalismo ya no puede ser en estos países una ideología anti-
status quo, dado que se ha mezclado con la ideología de las clases dominantes de las
potencias occidentales, y por tanto está asociado al imperialismo y a los sectores
dominantes locales ligados a intereses externos. Por otro lado, los sindicalistas o
izquierdistas locales no miran con entusiasmo el ejemplo del movimiento obrero
5
europeo, dado que éste tiende a aceptar la política exterior de las clases dominantes de
sus respectivos países. Finalmente, la formación de un movimiento obrero exige una
activa participación de las masas y una lenta acumulación organizativa, condiciones que
no se dan cuando ocurre un incremento repentino del volumen de la clase obrera urbana,
como es el caso de los países subdesarrollados.
Así es que, según Di Tella, como consecuencia de la debilidad o imposibilidad
de formar un movimiento político liberal u obrero, la reforma en los países
subdesarrollados será encarada por movimientos políticos de tipo “populista”.
Uno de los mecanismos centrales para la emergencia de un movimiento
populista está dado, según Di Tella, en el fenómeno de la “revolución de las
aspiraciones”, que tiene lugar cuando un país no sólo es pobre en términos absolutos
sino que constituye una periferia respecto de zonas ricas. En los países subdesarrollados,
los medios de comunicación difunden los ideales modernos y los estilos de vida de los
países centrales con gran rapidez, produciéndose una elevación del nivel de expectativas
de las personas a un ritmo mucho más acelerado que el de la expansión económica que
posibilitaría su satisfacción. Así, se genera uno de los factores necesarios para la
emergencia de un movimiento populista: una masa descontenta, producto del desfasaje
entre sus deseos y las posibilidades del sistema de realizarlos. A esto debe sumarse,
según Di Tella, la presencia de elites anti- statu quo (sectores de las clases superiores
que se hallan en una situación de “incongruencia de status”, es decir, de abismo entre
las aspiraciones y las satisfacciones en la esfera ocupacional), dispuestas a dirigirla.
La perspectiva funcionalista, con su caracterización de las masas como
infinitamente manipulables, además de ser profundamente eurocéntrica, ha sido
desmentida por las investigaciones sobre los ejemplos históricos concretos. El
populismo puede haber implicado la “utilización” de los sectores populares por parte de
los líderes para obtener determinados fines, pero también fue un proceso en el que los
sectores populares participaron conscientemente y en defensa de ciertos intereses
propios, y en el que incluso llegaron a sobrepasar los proyectos e intenciones originales
del líder. Por ejemplo, Knight (1994) señala en relación al caso mexicano que “(…) la
política emanaba desde arriba, pero también estaba influenciada por la presión desde
abajo” y que “(…) la relación entre el Estado y el movimiento popular fue bidireccional,
y las presiones se produjeron en ambas direcciones”. En tanto, un estudio sobre el
varguismo señala que “más que obstaculizar el desarrollo de una conciencia de clase
entre los trabajadores, los llamamientos populistas de Getúlio sirvieron en realidad
6
como un punto de reunión que contribuyó a unificar a la clase obrera y aumentar la
confianza en sí mismos” (French, 1989: 65).
Uno de los autores que más se ha opuesto a la caracterización peyorativa del
populismo ha sido Ernesto Laclau. Su teoría también analiza el populismo como un
fenómeno eminentemente político, pero su enfoque difiere radicalmente del
funcionalista, ya que de una caracterización del fenómeno como patológico e irracional
pasamos a una teoría para la cual el populismo es el rasgo central y la racionalidad
específica de toda política. En la sección siguiente veremos con más detalle su teoría.
Laclau y el populismo: de fenómeno aberrante a condición de la política
La teoría de Laclau parte de cuestionar los análisis que asignan al populismo una
connotación peyorativa, como los que acabamos de exponer. Según el autor, estas
conceptualizaciones estarían basadas en dos supuestos cuestionables. El primero de
ellos es que el populismo es vago e indeterminado en su discurso, en los actores a los
que interpela y en sus postulados políticos; el segundo es el que señala que el populismo
es mera retórica. A estas dos ideas Laclau responde que, por un lado, la vaguedad y la
indeterminación no constituyen defectos de un discurso sino que están inscriptas en la
realidad social, y, por otro, que la retórica no es un mero epifenómeno de una estructura
conceptual previa, sino la condición para que ésta adquiera su cohesión interna (Laclau,
2005). Así, los símbolos y los líderes, por ejemplo, lejos de ser expresiones de
manipulación o de falsa conciencia, constituyen la única forma en la que un grupo
puede adquirir unidad e identidad. No son meramente la representación de algo ya
existente y previo, sino su condición constitutiva. En palabras de este autor: “(…) los
símbolos o identidades populares, en tanto son una superficie de inscripción, no
expresan pasivamente lo que está inscripto en ella [en una cadena equivalencial de
demandas], sino que, de hecho, constituyen lo que expresan a través del momento
mismo de su expresión. En otras palabras, la posición del sujeto popular no expresa
simplemente una unidad de demandas constituida fuera y antes de sí mismo, sino que es
el momento decisivo en el establecimiento de esa unidad (…) el nombre se convierte en
el fundamento de la cosa” (Laclau, 2005: 129-130).
Si para Laclau las identidades políticas no son mera representación de intereses
o de grupos ya constituidos previamente, está claro que el populismo no puede definirse
en términos de una base social determinada o de un contenido específico. El populismo
7
sería más bien una lógica de constitución política. Y no es una lógica particular, sino
que nos dice algo acerca de las condiciones de la política como tal. Es decir que la
lógica populista está presente en mayor o menor medida en cualquier intervención
política (Laclau, 2005).
El análisis de Laclau bebe de diversas fuentes. Una de las más importantes es el
psicoanálisis. Según la teoría de Freud, en el origen de toda pulsión está la referencia a
un estado primordial (la relación madre/hijo), visto como absolutamente pleno y feliz, al
que los seres humanos tratamos de retornar durante todas nuestras vidas. Según los
postulados de Lacan, que Laclau retoma, este estado de plenitud absoluta (la Cosa, en
términos de Freud) es inalcanzable, y sólo podemos satisfacer nuestro deseo de él a
través de un objeto parcial (el objeto a). Éste, según Laclau, no es una parcialidad
dentro de la totalidad, sino una parcialidad que es la totalidad. La Cosa constituye una
totalidad imposible, a la que jamás podremos acceder de modo directo porque carece de
todo contenido positivo (es sólo la experiencia de una falta, de una ausencia). Es sólo a
través de ese objeto parcial que le da nombre que podemos acceder de alguna manera a
la plenitud (Laclau, 2005, 2008).
Una segunda fuente es la lingüística. Para Laclau, el análisis lingüístico va más
allá del estudio del lenguaje y abarca la totalidad de los sistemas de significación. Según
el autor, toda estructura significativa es un sistema de diferencias. Esto quiere decir que
la identidad de cada elemento no tiene un fundamento positivo sino que requiere de su
diferencia con todos los otros para expresarse. Es decir, que la totalidad está presente en
cada acto individual de significación, como su condición de posibilidad. Ahora bien, si
hablamos de totalidad necesariamente tenemos que determinar sus límites. Pero si nos
estamos refiriendo a los límites de un sistema significativo, esos límites no pueden ser
ellos mismos significados. Esto implica que los límites no pueden constituirse en torno
de una diferencia más, porque, dado que estamos tratando con una totalidad que abarca
todas las diferencias, esta otra diferencia sería interna al sistema, y no nos permitiría ir
más allá de él. Sólo podemos tener verdaderos límites si estos son el resultado de una
exclusión, por medio de la cual la totalidad expele algo de si misma con el fin de
constituirse. En este caso, las realidades a cada lado del límite no serían simplemente
distintas (en cuyo caso no habríamos ido más allá del sistema de diferencias), sino
radicalmente heterogéneas e inconmensurables. Ahora bien, con respecto al elemento
excluido, todas las diferencias del sistema son equivalentes entre sí (en la medida en
que pertenecen al lado interno de la frontera de exclusión). Pero la equivalencia es
8
justamente lo que subvierte la diferencia, de modo que toda identidad se construye
dentro de esta tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia.
Ahora bien, si el carácter sistemático del sistema es un resultado de la exclusión, es ésta
la que funda al sistema como tal, y no algún sustrato positivo común a todos sus
elementos. Por lo tanto, esta totalidad no puede ser representada en un nivel conceptual.
Esto no implica, sin embargo, que no pueda ser representada. No obstante, los medios
de la representación son por naturaleza diferenciales. Siguiendo con los postulados de
Laclau, el problema se resuelve si una diferencia, sin dejar de ser particular, asume un
rol de significación universal. (Laclau, 1996, 2005, 2008).
Estas ideas anticipan de alguna manera los postulados más propiamente políticos
de la teoría del populismo de Laclau, a los que ahora nos referiremos. El punto de
partida de la conceptualización de Laclau es una situación en la cual un determinado
grupo formula una demanda particular a las instituciones locales. Si esta demanda es
satisfecha, todo acaba allí. Pero si no lo es, la gente puede percibir que existen otras
personas con demandas insatisfechas. Si las cosas persisten, habrá una acumulación de
demandas insatisfechas y una incapacidad creciente de las instituciones (que según
Laclau operan bajo la lógica de la diferencia), de absorberlas de modo independiente
unas de las otras. Así, estas demandas comienzan a articularse en una relación
equivalencial. El resultado de esto puede ser, si ningún otro factor lo interrumpe, el
surgimiento de un abismo entre el sistema institucional y la población. De este modo,
comienzan a surgir dos condiciones básicas del populismo: la formación de una frontera
antagónica que separa al “pueblo” del poder y una articulación equivalencial de
demandas que hace posible el surgimiento del pueblo.
Sin embargo, para que la unidad de las demandas vaya más allá del vago
sentimiento de solidaridad dado por su oposición común al régimen, se requiere de una
instancia simbólica que actúe como denominador común de la totalidad de la serie. Esta
instancia simbólica no tendrá la función de representar un rasgo positivo común a todas
las demandas (ya que en este caso estas constituirían una diferencia más dentro del
sistema de diferencias), sino que será expresión de una pura negatividad, de una
ausencia, de una plenitud inalcanzable que sólo se manifiesta a través de su reverso
(como una falta, una insatisfacción, una deficiencia). Así, no se trata de un significante
que expresa un concepto, sino que aquí lo simbólico realiza una operación performativa
que constituye la cadena como tal. Pero como la significación requiere necesariamente
de un contenido particular, diferencial, es que una de las demandas se despoja
9
parcialmente de su particularidad para asumir el rol de significante de la totalidad4. Cuál
de estas demandas va a adquirir significación universal es el resultado contingente de la
lucha política.
Esta demanda que cristaliza la identidad popular se caracteriza por estar
internamente dividida: por un lado, es una demanda particular; por otro, se convierte en
el significante de la cadena total de demandas equivalenciales. Cuanto más amplia sea la
cadena equivalencial, menos ligado va a estar este significante a su contenido particular
original. Es decir que a medida que se vuelve cada vez más pleno desde un punto de
vista extensivo, deviene cada vez más pobre en términos intensivos, ya que tiene que
despojarse de contenidos particulares para abarcar demandas sociales que son
totalmente heterogéneas entre sí. Se convierte así en lo que Laclau denomina un
“significante vacío”. Este significante vacío puede estar dado por diversos símbolos o
nombres, entre los cuales está también el nombre del líder.
Ahora bien, no sólo esta demanda va a estar en una situación de ambigüedad,
sino que el resto de las que componen la cadena estarán siempre en una tensión entre la
lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia, sin que ninguna de las dos pueda
ser eliminada. Si elimináramos la lógica de la diferencia, ya no estaríamos en presencia
de una equivalencia sino de una identidad, y no habría grupo. Es así que las dos lógicas
están siempre presentes en toda constitución de identidades políticas. Cuando la lógica
de la equivalencia predomina sobre la lógica de la diferencia es que hablamos de
populismo (Laclau, 2003, 2005, 2008).
La conceptualización antes descrita es la que nos servirá de base a la hora de
analizar la experiencia venezolana bajo el gobierno de Chávez. Sus aspectos más
valiosos e innovadores están dados por su intento de despojar a la noción de su
connotación peyorativa que lo asociaba con manipulación de las masas y demagogia, así
como en la recuperación de la dimensión esencialmente política de todo proceso
emancipatorio. El primer giro teórico nos permite analizar de una manera más compleja
y menos prejuiciosa la realidad latinoamericana, en oposición a aquellos que se niegan a
reconocer a ciertas experiencias su valor progresivo sólo porque no se ajustan a un
paradigma de desarrollo histórico o a un modelo teórico. En relación al segundo
aspecto, creemos que la heterogeneidad de los actores y la variedad de las
reivindicaciones (ecológicas, étnicas, de género, aunque también de clase, claro está)
4 Podemos ver aquí la clara influencia ejercida sobre Laclau por la teoría gramsciana de la hegemonía.
1
que pueden plantearse en relación al capitalismo actual, obligan a que la construcción de
identidades sea cada vez más política. Asimismo, ya no podemos hablar de la clase
obrera como el sujeto que necesariamente hegemonizará todos los procesos. En la
experiencia latinoamericana reciente (de la que Venezuela forma parte), otros actores
han tenido un fuerte peso: indígenas, campesinos, sectores marginales de las ciudades,
desocupados y trabajadores informales, militares…
No obstante, a riesgo de contradecirnos, creemos que al hablar de populismo en
Latinoamérica no se pueden dejar de lado ciertos aspectos económicos, que sirvieron
para distinguir los regímenes populistas de otro tipo de regímenes que se han dado
históricamente en el continente, sustentados en premisas económicas muy distintas5.
Los populismos no representaron sólo la incorporación de sectores antes excluidos a la
vida política, sino que significaron un cambio de modelo económico (si bien en muchos
casos éste ya estaba insinuado en las políticas sustitutivas que se adoptaron durante la
década del ’30), o por lo menos su consolidación y articulación.
Asimismo, el concepto de Laclau es capaz de explicar el surgimiento del
populismo, pero no el apoyo popular que éste recibe una vez en el poder, y que le
permite mantenerse en el gobierno. Este respaldo sólo puede extenderse en el tiempo en
la medida en que estos regímenes promuevan políticas sociales y económicas favorables
a las clases humildes, al tiempo que lo hacen sin cuestionar de modo total los privilegios
de los sectores empresarios. Es por esta razón y por los motivos expuestos en el párrafo
anterior que agregaremos a la conceptualización del populismo ciertos rasgos
económicos. Sabemos que con esto podemos estar traicionando la perspectiva de Laclau
(que insiste en que el populismo no puede ser definido en términos de ningún contenido
específico). Pero nuestro interés no era hacer una apología de la teoría laclausiana, sino
tomar las categorías de su análisis que nos parecen productivas para el estudio del
fenómeno que estamos abordando.
Es decir que el populismo es para nosotros un modo de constitución de
identidades políticas caracterizado por la formación de cadenas de equivalencias entre
demandas heterogéneas; el establecimiento de una frontera antagónica entre “el pueblo”
y las instituciones; la división consiguiente de la sociedad en dos campos opuestos; la
unificación simbólica de la cadena equivalencial mediante una serie de significantes
vacíos y el surgimiento de un líder como significante vacío por excelencia. Asimismo,
5 Por esta razón es que nos oponemos, con Vilas (2003), a la caracterización de los regímenes neoliberales de Menem o Fujimori como “neopopulistas”.
1
el populismo latinoamericano presenta a nuestro entender una serie de características
económicas: intervención estatal en la economía, fuerte impulso al mercado interno y al
consumo popular, redistribución progresiva de ingresos, políticas sociales activas y
control estatal de recursos estratégicos.
Atendiendo a los elementos de nuestra concepción del fenómeno populista, en el
primer apartado examinaremos la experiencia venezolana bajo el gobierno chavista
atendiendo a la formación de las identidades, el establecimiento de fronteras políticas, el
rol de lo simbólico y el papel del líder, examinando cuánto tienen en común con una
dinámica del tipo de la que describe Laclau. El segundo apartado, en tanto, analizará la
política económica del gobierno chavista, intentando señalar hasta que punto ésta
coincide o no con un modelo económico populista.
Identidades políticas, símbolos y liderazgo en la Venezuela chavista
El proceso que llevaría a Chávez a la presidencia comienza a surgir en
Venezuela durante las administraciones de Carlos Andrés Pérez (1989-1993) y Rafael
Caldera (1994-1999). Durante la década en la que estuvieron en el poder, estos dos
gobernantes promovieron en Venezuela una serie de reformas de tipo neoliberal
(privatizaciones, modificaciones en el sistema de seguridad social, desregulación
económica, etc.) (Ellner, 2009). Estas reformas terminaron de consolidar un modelo de
país excluyente que ya venía delineándose desde finales de los ’70 y principios de los
’80, período a partir del cual el deterioro sostenido del ingreso petrolero sume al país en
una fuerte crisis que tiene como consecuencia un creciente deterioro en las condiciones
de vida de la vasta mayoría de la población.
De modo paralelo al deterioro económico, durante las últimas dos décadas se va
dando en Venezuela un proceso progresivo de deslegitimación de las instituciones
creadas a partir del Pacto del Punto Fijo6, que se mostraban envejecidas e incapaces de
resolver los desafíos económicos que presentaba la crisis (inflación, empleo informal,
desocupación) y de absorber las demandas de nuevos actores sociales. Asimismo,
6 El Pacto del Punto Fijo es un pacto político que inaugura la democracia en Venezuela tras el derrocamiento del dictador Marcos Pérez Giménez en 1958, cuyos protagonistas son los dos partidos políticos principales del país, Acción Democrática (AD, socialdemócrata) y COPEI (socialcristiano), y que prevé un sistema de alternancia en el poder entre las dos fuerzas y de reparto parejo y consensuado de los cargos políticos entre los dos partidos. Además, cuenta con el respaldo de las Fuerzas Armadas, la jerarquía eclesiástica, la principal federación sindical del país (la Confederación de Trabajadores de Venezuela, CTV) y la mayor organización empresarial (la Federación de Cámaras de Comercio y Producción, FEDECÁMARAS).
1
numerosos hechos de corrupción, escándalos familiares y ciertos hechos violentos que
daban cuenta de la arbitrariedad del ejercicio del poder y de la impunidad de los
poderosos7, van minando cada vez más la poca credibilidad de la clase política en el
poder. Esto se acentúa durante los gobiernos de Pérez y Caldera, llegando en 1993 a una
crisis de los partidos tradicionales y al fin del bipartidismo que había reinado desde
19588. (López Maya, 2005).
En un contexto en el que los canales de comunicación entre el gobierno y las
mayorías se encuentran cerrados, y las instituciones muestran una total incapacidad para
vehiculizar las demandas sociales, es que tiene lugar un proceso creciente de
movilización popular. En este sentido, no sólo aumenta la frecuencia de la protesta, sino
que esta adquiere un carácter cada vez más violento. (López Maya, 2002). La primera
manifestación de este proceso de movilización es la revuelta popular conocida como el
Caracazo, que surge como respuesta a la implementación del paquete de reformas de
ajuste estructural por parte del gobierno de Carlos Andrés Pérez. Esta revuelta comenzó
el 27 de febrero de 1989 con una protesta en Caracas contra el aumento de los pasajes
del transporte público. A esto siguieron cinco días de saqueos masivos, barricadas,
cortes de calle y otras modalidades de protesta. Estas acciones trascendieron el ámbito
de la capital y se extendieron por todo el país, aunque con una duración algo menor. El
gobierno respondió con la declaración del estado de sitio y el toque de queda y con una
fuerte represión a manos de la policía y las tropas militares, produciéndose un saldo de
numerosos heridos y muertos (la cifra de estos últimos varía entre 277 y 400, de acuerdo
con las estimaciones). A partir del Caracazo se desencadena en Venezuela una ola de
protestas que se extiende durante toda la década de los ’90 (López Maya, 2005).
Empiezan a darse así las condiciones para una movilización populista del tipo de
la descrita por Laclau: la imposibilidad del sistema político de absorber las demandas de
la población de una manera vertical, diferencial, lo que genera las condiciones para una
articulación de demandas en cadenas equivalenciales; y un creciente distanciamiento
entre la sociedad civil y las instituciones. Sin embargo, la movilización todavía es
desorganizada y las acciones dispersas, además de carecer de un contenido claro más
allá de la simple oposición al régimen vigente. Serían el liderazgo de Chávez y el
7 Con esto último nos referimos a la matanza de un estudiante en manos de un abogado acaudalado en Mérida en 1987 y a la llamada Masacre del Amparo, en la que un comando especial del ejército asesinó a un grupo de pescadores y pretendió tapar el hecho afirmando que en realidad los muertos eran guerrilleros de la FARC colombiana. 8 Caldera no gana la presidencia con el COPEI, partido del cual había sido fundador y principal dirigente durante medio siglo, sino con una nueva fuerza llamada Convergencia Nacional.
1
discurso del bolivarianismo los que terminarían de aglutinar al movimiento,
funcionando como lo que Laclau denomina “significantes vacíos”.
El movimiento del que formaba parte Chávez, el MBR- 200 (Movimiento
Bolivariano Revolucionario 200), es una organización militar clandestina creada en
1982 cuyos valores principales son el nacionalismo, el patriotismo y la lucha contra la
corrupción. Con el tiempo, los oficiales de este movimiento fueron estableciendo
vínculos con organizaciones civiles, sobre todo con partidos de izquierda como el
Partido de la Revolución Venezolana (PRV), Causa R, Liga Socialista, Bandera Roja y
el Movimiento al Socialismo, que radicalizaron su ideario (López Maya, 2009). La
decisión del gobierno de llamar a las Fuerzas Armadas a reprimir al pueblo durante el
Caracazo encolerizó a los miembros del MBR-200, y la amarga experiencia de esos días
engrosó las filas del movimiento con oficiales de rango medio e inferior. Serían estos
nuevos miembros los que convencerían al grupo de tomar las armas contra Carlos
Andrés Pérez. Así es como en los meses de febrero y noviembre de 1992 tuvieron lugar
dos intentos de golpe de estado dirigidos por el MBR-200. Ambos fracasaron, pero aún
así fueron claves para desencadenar el proceso que llevó a la destitución de Pérez de la
presidencia9. La continuación de las políticas neoliberales de Pérez llevada a cabo por su
sucesor Rafael Caldera, y el creciente descrédito con que eran vistas las instituciones
existentes (consideradas deshonestas, desgastadas e insensibles a los reclamos de la
población) son los factores que llevarían a Chávez a la presidencia en 1998. (Ellner,
2009).
Con el triunfo de Chávez surge un liderazgo capaz de consolidar y unificar lo
que Laclau denomina la “cadena equivalencial de demandas”. Tal como señala Raby
(2006): “El pueblo venezolano encontró una identidad colectiva y se constituyó como
sujeto político a través de las acciones de Hugo Chávez y del Movimiento Bolivariano;
hablar de uno sin el otro no tiene sentido en la actual fase histórica”.
Sin embargo, es preciso matizar un poco la idea de que el de Chávez es un liderazgo
típicamente populista. Por un lado, es cierto, la ausencia de organización y de
tradiciones políticas previas y la gran heterogeneidad del movimiento chavista hacen
que la figura del líder adquiera una extraordinaria centralidad en el proceso venezolano.
9 Después del levantamiento de febrero, el presidente Pérez, en un intento de demostrar su imparcialidad y compromiso con la justicia nombró a varias figuras independientes en cargos públicos claves. Uno de estos nuevos funcionarios (el Procurador General Ramón Escovar) denunció a Pérez por especulación con fondos públicos, tras lo cual Pérez fue llevado a juicio. Finalmente renunció, siendo reemplazado por el historiador Ramón J. Velázquez, cuyo gobierno interino duró hasta las elecciones presidenciales de diciembre de 1993 (Ellner, 2009).
1
Por otro lado, sin embargo, hay estudios que señalan que parece haber en el chavismo
una menor tendencia a la institucionalización y subordinación del movimiento popular
al estado y al líder que la registrada en otras experiencias populistas, y éste parece haber
tenido, al menos en ciertas ocasiones, un grado de iniciativa autónoma mucho mayor
que el observado bajo otros regímenes populistas. Así es que el chavismo, lejos de
reproducir todas las características de las experiencias populistas (más identificadas con
el centralismo y la movilización “desde arriba”), incorporaría también rasgos de una
estrategia de transformación “desde abajo” (tal como la postulada por teóricos como
Toni Negri). Esto es lo que sostiene Ellner (2006), que señala que “la distancia entre las
bases del movimiento chavista y el partido gobernante, como lo muestran las agudas
críticas de las primeras contra el último, también concuerda con el enfoque «desde
abajo» y no tiene paralelo en situaciones de transformación radical en América Latina.
Además, las continuas movilizaciones de masas, que han sido esenciales para la
supervivencia política de Chávez, tienen pocos equivalentes en la historia del
continente. Algunas de las movilizaciones chavistas contrastan con las acciones
controladas desde arriba por el populismo radical (…) y están particularmente en
armonía con el modelo «desde abajo»; así por ejemplo, las tomas de compañías durante
el paro general de 2002-2003 fueron el resultado de iniciativas de los trabajadores,
mientras el gobierno sólo vino a definir su posición dos años después con la
expropiación de algunas de esas empresas” (Ellner, 2006: 90). No obstante, el
llamamiento y la conformación en estos últimos tiempos del Partido Socialista Unido de
Venezuela (PSUV), va a nuestro juicio en contra de esa tendencia, por más aspectos
positivos que por otro lado pueda tener.
De un modo u otro, es claro que existen algunas diferencias. Si para la teoría del
populismo de Laclau la categoría de representación es central, y si ciertos grupos sólo
pueden adquirir identidad y actuar como sujetos políticos a través de la representación
del líder10, el interés del movimiento chavista en multiplicar los mecanismos de
10 Por ejemplo, Laclau señala que “(…) la categoría de representación ha ocupado un
lugar bastante precario en la teoría política, es decir, la teoría política democrática siempre ha desconfiado
de las relaciones de representación. Por ejemplo, para Rousseau la representación es una categoría que es
lo que en inglés llamaríamos el second best en las relaciones políticas, porque una sociedad realmente
democrática es una sociedad en la cual hay un ejercicio directo de la acción política por parte de los
agentes sociales (…) Si nosotros por el contrario sostenemos que la representación es inherente a lo
político, y que lo político supone una complejidad social que es irreductible, y que por consiguiente
requiere una articulación entre voluntades complejas, vamos a tener que presentar el problema de la
1
democracia directa y semidirecta (en la construcción de lo que denominan una
democracia participativa y protagónica) y de descentralizar la toma de decisiones en
algunos ámbitos y transferirla al ámbito local implican un fuerte cuestionamiento de la
noción de representación.
Analicemos ahora la cuestión de la división de la sociedad en dos campos
antagónicos, señalada por Laclau como otra de las características centrales del
populismo. En este sentido, en el discurso de Chávez se puede apreciar claramente el
establecimiento de una frontera dicotómica entre “el pueblo” y el sistema político
vigente desde el Pacto de Punto Fijo, tildado de corrupto, elitista y antipatriótico. Esto
puede percibirse, por ejemplo, en la alocución de cierre de campaña antes de ganar sus
primeras elecciones presidenciales, que conviene citar in extenso: “Aquí hay dos
opciones nada más: el continuismo y la corrupción, o la salvación de Venezuela.
Delante de ustedes, venezolanos, tienen dos caminos nada más, dos opciones nada más.
Y como dice la Biblia, que es muy sabia, la Palabra de Dios, no se puede estar bien con
Dios y con el diablo, uno está con Dios o con el diablo. Cada quien que escoja su
camino. Aquellos que quieren que Venezuela se siga hundiendo en el atraso, en la
miseria, aquellos que quieren que le sigan aplicando a Venezuela los paquetes del
neoliberalismo salvaje, que lo que hacen es producir desempleo, hambre y miseria,
aquellos que quieren que Venezuela termine de hundirse, entonces vayan a votar por los
corruptos, que todos están unidos en torno al candidato de la corrupción, que no es otro
que el señor Salas Romer (...) Ahora, los que quieren que Venezuela salga de este
laberinto tenebroso, los que quieren ver el nacimiento de una nueva república, los que
quieren ver la Asamblea Nacional Constituyente para transformar a Venezuela en una
verdadera democracia popular, una verdadera democracia participativa, los que quieren
que en Venezuela reine la justicia, los que quieren que Venezuela dé un salto adelante
hacia el próximo siglo, todos los que quieren salvar a Venezuela, síganme, como dijo
Jesús un día. Vamos juntos a salvar a la patria. Y como dijo Jesús, dejad que los
muertos entierren a sus muertos. Y vengan con nosotros a la vida, al futuro, a la
representación como central (…)” (Laclau, 2003). Y en la misma ponencia: “Supongamos que nosotros
encontramos grupos marginales que no pertenecen a ninguna posición definida dentro del sistema de
relaciones sociales, este tipo de gente lo que va a necesitar en primer lugar es un cierto discurso que los
dote de una cierta identidad y que les permita negociar con un medio exterior. Y en este sentido la
función del representante es de primera importancia”.
1
esperanza, a la resurrección de un pueblo, a una patria nueva” (citado en Parker, 2001:
31).
Casi una década después, una intervención de Chávez vuelve a referirse a la
sociedad venezolana en similares términos dicotómicos: “Nosotros, los
Independentistas, andamos con un juramento; aquel que hizo nuestro líder, Simón
Bolívar, en el Monte Sacro el 15 de Agosto de 1805. Nosotros, los Patriotas, tenemos un
proyecto, portamos una bandera… Ellos, los Colonialistas, no tienen juramento, no
tienen proyecto, no tienen bandera. (…) representan lo contrario a la patria, son la
contrabandera, son la contravenezuela, son lo contrabolívar. Son la negación. Son la no-
patria. Aquí y ahora, lo esencial es que, de ganar el No, se impondría la colonia, la
contrapatria. Y al ganar el SI, se impondrá la Patria, la Independencia. (…) Por ello, les
repito, hombres y mujeres, juventud venezolana: ¡Los que quieran patria, vengan
conmigo! ¡Los que vengan conmigo, tendrán patria!” (Chávez, 2009).
A la identificación de un enemigo interno, se sumó más adelante el
establecimiento de otra frontera antagónica: la que separa a la “Nación”, del
“imperialismo”. Éste último se asoció básicamente a Estados Unidos, y en particular al
entonces presidente George W. Bush, a quien Chávez calificó repetidas veces como “el
diablo”.
Finalmente, vamos a examinar la otra característica señalada por Laclau como
definitoria del populismo: la tendencia de los símbolos que encarnan las identidades
populares a convertirse en “significantes vacíos”, que coincide con lo comúnmente
señalado en relación al carácter vago, indeterminado y excesivamente pragmático del
discurso populista (aunque, como ya vimos, esto para Laclau no es un defecto sino que
constituye la condición de posibilidad de la formación de identidades políticas). ¿Es
pertinente esta caracterización para describir al chavismo? En principio sí. El
“bolivarianismo” y el “socialismo del siglo XXI” carecen en el proceso venezolano de
un contenido demasiado específico. Chávez mismo ha señalado en más de una ocasión
el carácter no del todo articulado de sus ideas: “(…) presentamos a nuestra generación y
a nuestros compatriotas [unas ideas que no están acabadas] para el diseño de un
proyecto de largo alcance, en el cual lo ideológico es fundamental, pero hay que
desarrollarlo como todas las demás facetas o líneas del proyecto Simón Bolívar, que
acepta experiencias de cualquier país, tendencia, cualquier época histórica, etc. El árbol
tiene que ser una circunferencia, tiene que aceptar ideas de todo tipo, de la derecha, de
la izquierda, de las ruinas ideológicas de estos viejos sistemas capitalistas o comunistas,
1
y hay elementos o ruinas que son gigantes y hay que tomarlas” (citado en Lander,
2004). La mención de la “derecha” o la ambigüedad de este discurso no deberían asustar
a nadie. Fidel Castro (acerca de cuyas credenciales revolucionarias nadie de buena fe
podría dudar) pronunció un discurso similar el 8 de mayo de 1959: “Nosotros
respetamos todas las ideas; nosotros respetamos todas las creencias…nosotros no nos
vamos a poner a la derecha ni nos vamos a poner a la izquierda, ni nos vamos a poner en
el centro... Nosotros nos vamos a poner un poco más adelante que la derecha y que la
izquierda... un paso más allá de la derecha y un paso más allá de la izquierda. ¿O es que
acaso tienen los hombres que nacer maniatados a las ideas que quieran los demás?”
(Raby, 2006).
Sin embargo, creemos que en estos diez años el proceso venezolano se ha venido
radicalizando crecientemente, y de modo paralelo el discurso ha ido adquiriendo un
carácter más clasista, incorporando más referencias marxistas y de izquierda en
detrimento de otras, y configurando un perfil ideológico de contornos más definibles.
Tal como señala Ellner (2006), quizá un tanto exageradamente: “(…) la política
venezolana se ha convertido en un juego de suma cero, al tiempo que el discurso refleja
un claro sesgo de clase. Nunca antes en la historia del país había declarado un jefe de
Estado que asistir a los pobres es más importante que ayudar a otros sectores de la
población (…) Esta priorización social contrasta con el discurso de los movimientos
populistas radicales de los años treinta y cuarenta, que en gran parte huían del tema del
conflicto de clase” (Ellner, 2006: 88). Si afirmamos entonces que el discurso chavista se
ha ido volviendo cada vez más radical, trascendiendo los límites de los populismos
clásicos, podríamos preguntarnos si es posible afirmar lo mismo en relación a la política
económica. A ello está dedicada la sección siguiente.
El modelo económico venezolano: ¿más allá del populismo?
Durante los primeros tres años del gobierno de Chávez, la política económica,
muy lejos de trascender los límites del modelo económico llevado a cabo por los
populismos clásicos, implicó más bien una continuidad con algunas de las políticas
económicas neoliberales. Con la excepción del ámbito de los hidrocarburos (en relación
al cual se perciben importantes cambios como la política de recuperación de la OPEP y
de los precios del petróleo, la suspensión del proceso privatizador que estaba teniendo
lugar a partir de la llamada apertura petrolera iniciada por Caldera y la legislación
1
orientada a recuperar el control del ejecutivo sobre las orientaciones básicas de la
política de hidrocarburos), la orientación de la política económica es bastante ortodoxa.
El manejo de las principales variables macroeconómicas (política cambiaria, monetaria,
financiera y fiscal) coincide con los postulados neoliberales en tanto otorga prioridad a
los equilibrios macroeconómicos y al control de la inflación. La deuda externa, en tanto,
se paga con rigurosa puntualidad, aunque no se adquieren nuevos compromisos.
Finalmente, dos normas jurídicas de los primeros años de gobierno, orientadas a crear
un “clima de confianza” para que los inversionistas internacionales colocaran su capital
en Venezuela, están inspiradas en postulados neoliberales. Una de ellas es la Ley de
Promoción y Protección de Inversiones (octubre de 1999), que entre otras cosas
establece que las inversiones no requieren autorización previa, que en eventuales
expropiaciones las indemnizaciones se pagarán a precios de mercado y en moneda
convertible y serán libremente transferibles al exterior y que las controversias entre
inversionistas y el estado se resolverán en los tribunales internacionales. La otra es la
Ley Orgánica de Telecomunicaciones (marzo de 2000), que fue reivindicada por los
inversionistas internacionales como modelo de apertura y transparencia.
Sin embargo, a partir de noviembre de 2001 se inicia una nueva etapa en la
política económica, con la aprobación de la Ley Habilitante (que autoriza al ejecutivo
nacional a emitir decretos con fuerza de ley en ciertas áreas) y un conjunto de 49 leyes
aprobadas a partir de ella, que empiezan a revertir las tendencias neoliberales de los
años ’90. En el conjunto de estas leyes se destacan aquellas destinadas al fomento de las
pequeñas y medianas empresas, a la promoción de las cooperativas y a la
democratización del crédito. Pero sobre todo sobresalen tres normas: la Ley Orgánica de
Hidrocarburos (que establece la propiedad mayoritaria del Estado de todas las
compañías mixtas a cargo de operaciones petroleras), la Ley de Pesca y Acuacultura
(que define como propiedad del estado los recursos hidrobiológicos del territorio
nacional, establece restricciones a la pesca industrial y reserva una amplia gama de
actividades pesqueras para los pescadores tradicionales en detrimento de aquella) y la
Ley de Tierras (que si bien reconoce la propiedad privada, establece limitaciones
fundadas en el derecho de los campesinos a la tierra y a la seguridad agroalimentaria, y
que otorga al Estado la potestad de expropiar tierras subutilizadas).
Si esto ya representaba un fuerte avance y una ruptura definitiva con el modelo
neoliberal, a mediados del 2003 se inicia una tercera etapa de la política económica con
cambios mucho más profundos. Esta se manifiesta en la puesta en marcha de una serie
1
de Misiones (educativas, de salud, de comercialización de bienes de primera necesidad a
precios bajos, de capacitación laboral para personas excluidas del mercado de trabajo),
que a diferencia de las políticas sociales focalizadas de la década anterior se orientan al
logro de la equidad social y a la superación de las desigualdades políticas y culturales,
haciendo hincapié en la participación y en la construcción de ciudadanía. Asimismo, se
fomenta cada vez más la creación de un sector de economía social (cooperativas,
microemprendimientos productivos en las comunidades, etc.) mediante ayuda financiera
y técnica. Otro avance está dado por la implementación de arreglos de cogestión
(participación de los trabajadores en los directorios de las empresas) en diversas
compañías, comenzando por la empresa estatal de aluminio Alcasa. Durante esta etapa
se da una significativa mejoría tanto en los indicadores sociales como en la distribución
del ingreso (Ellner, 2006; Lander y Navarrete, 2009).
Tras el triunfo en las elecciones de 2006, la economía tomó un rumbo
definitivamente radical. Este se manifiesta, en primer lugar, en la estatización,
nacionalización o intervención (según los casos) de empresas estratégicas concentradas
en manos de grupos extranjeros o de grupos nacionales poderosos. Este es el caso de la
C. A. Nacional de Teléfonos de Venezuela (CANTV), de empresas eléctricas,
cementeras, metalúrgicas (Sidor, Matesi, Comsigua, Orinoco Iron, Venprecar),
alimenticias (Los Andes y empresas arroceras de los grupos Polar y Cargill), bancos
(Santander), aerolíneas (Aeropostal) y hoteles (Hilton). También se puede ver una clara
orientación radical en el avance efectivo sobre la nacionalización de las principales
riquezas del país (petróleo de la Faja del Orinoco, latifundios, minería con la Reforma
de la Ley de Minas, etc.); la creación de unidades productivas bajo control estatal y
comunal (Empresas de Producción Socialista); la profundización de la reforma agraria y
la búsqueda de aumentar la producción agrícola; y finalmente la aceleración del
proceso de industrialización pesada (a través del MIBAM, la Corporación Venezolana
de Guayana (CVG) y la Compañía Nacional de Industrial Básicas (CONIBA) (Wexell
Severo, 2009; El Universal, 14/05/09).
En resumen, podemos observar en las orientaciones de la economía venezolana
algunas similitudes con el modelo de los populismos clásicos, en el sentido de una
creciente intervención estatal de la economía, una redistribución progresiva de los
recursos y el intento de reeditar una industrialización que pueda abastecer al mercado
nacional. Un rasgo novedoso sería la insistencia en crear un sector fuerte de “economía
social” (cooperativas, empresas gestionadas por sus trabajadores, emprendimientos
2
comunitarios). Asimismo, en estos últimos tres años la dinámica del proceso de
nacionalizaciones, de recuperación de los recursos y de creación de empresas estatales
ha dotado al proceso de una radicalidad tal que, creemos, implica trascender los límites
de los populismos clásicos y avanzar en una dirección (tímidamente) socialista.
Conclusión
Según hemos visto en los dos apartados anteriores, el proceso venezolano bajo el
gobierno de Chávez se distancia en algunos puntos de lo que establece la hipótesis
populista. Tanto en el postulado de una democracia participativa y protagónica como en
el fomento a la economía social encontramos rasgos que no coinciden con el
centralismo característico de los populismos clásicos y que van en una dirección de
descentralización y traspaso de la toma de decisiones a la esfera local en detrimento de
la nacional que tienen que ver con lo que Ellner (2006), denomina una estrategia de
transformación “desde abajo”, aunque tanto en uno como en otro caso existen
contradicciones, limitaciones y retrocesos. Asimismo, sostenemos que el proceso
económico ha adquirido un rumbo tal en los últimos tres años que lo coloca en una
posición de una radicalidad desconocida en los populismos anteriores.
No obstante, es indudable que el proceso venezolano tiene fuertes rasgos
populistas. Esto implicaría para algunos negar su carácter revolucionario. No es nuestro
caso. Tal como señala Raby (2006), el populismo auténtico es de hecho potencialmente
revolucionario“(…) primero porque surge en una situación de crisis hegemónica, y
segundo porque por su propia dinámica de masiva movilización popular por fuera de
todos los partidos e instituciones existentes profundiza la crisis de representación. (…)
La reivindicación de la soberanía popular implica favorecer la formación de estructuras
de poder popular, y a menos que la cúpula del movimiento sea capaz de limitar la
movilización popular y canalizarla en estructuras corporativo-burguesas (como sucedió
con el peronismo), la dinámica del poder popular es tendencialmente socialista. En
ciertas condiciones, entonces, el populismo es potencialmente revolucionario: tesis que
para muchos sin duda resulta paradójica e incluso absurda, pero que es la única
hipótesis capaz de explicar la trayectoria completamente heterodoxa de los procesos
revolucionarios cubano y venezolano”. Además, en todo caso, lo revolucionario no se
define en términos de alguna receta teórica preestablecida, ni de ningún modelo externo,
sino en relación a las realidades concretas y a la historia autóctona. Y la realidad
2
concreta que tuvimos en Latinoamérica fue la de un largo período de hegemonía
neoliberal. Por lo tanto, el populismo hoy en día es para nosotros indudablemente
revolucionario, y también lo es el movimiento que desde hace una década, con
contradicciones pero en una dirección crecientemente radical, está llevando a cabo el
movimiento chavista en Venezuela, y que es un ejemplo para Latinoamérica y el resto
del planeta de que un mundo mejor es posible.
2
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