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1 Ponencia preparada para el XIII Congreso Nacional de Ciencia Política “La política en entredicho. Volatilidad global, desigualdades persistentes y gobernabilidad democrática”, organizado por la Sociedad Argentina de Análisis Político y la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 2 al 5 de agosto de 2017. Ponencia: “Teología y representación en el Leviatán de Hobbes” Area temática: Relecturas de los clásicos del pensamiento político Autor: José Luis Galimidi (UdeSA- UBA) En el primer párrafo de la Introducción de su Leviatán, Thomas Hobbes plantea una analogía que, entiendo, no es una mera forma de hablar como si, sino que tiene un sentido tético, sustantivo. La síntesis del argumento, que se despliega a lo largo de todo el libro, sería como sigue: así como la Naturaleza genera seres vivientes en general, de los cuales la obra más excelente -por racional- es el hombre, así también el hombre puede crear máquinas en general, que son como animales porque son autómata. Y en particular es capaz de generar un Estado (Civitas), que es como un hombre artificial, de tamaño y fortaleza muy superiores a los del hombre natural. Puesto que Hobbes define la Naturaleza como el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, la analogía arroja un resultado que corrobora la afirmación bíblica de los primeros episodios del Génesis. El hombre, con su capacidad de generar artificios, es imagen y semejanza de Dios, porque, con su arte política, mediante la celebración de pactos y convenios, insufla el aliento vital, el fiat, que origina el Common Wealth. En el Capítulo 17, la propuesta analógica se intensifica, porque hace del hombre un creador de seres superiores al hombre mismo. Allí Hobbes dice que, mediante el contrato originario, se genera un Leviatán, en alusión directa al monstruo marino del Libro de Job, la más poderosa de todas las criaturas vivientes, a la cual no hay poder sobre la tierra que se le pueda comparar. Y para abundar con las imágenes que explican al Estado, equipara a este último con un Dios Mortal, gracioso dador de paz y protección, sólo inferior en cuanto a su capacidad benéfica, al único Dios Inmortal.

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Ponencia preparada para el XIII Congreso Nacional de Ciencia Política “La

política en entredicho. Volatilidad global, desigualdades persistentes y

gobernabilidad democrática”, organizado por la Sociedad Argentina de Análisis

Político y la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 2 al 5 de agosto de

2017.

Ponencia: “Teología y representación en el Leviatán de Hobbes”

Area temática: Relecturas de los clásicos del pensamiento político

Autor: José Luis Galimidi (UdeSA- UBA)

En el primer párrafo de la Introducción de su Leviatán, Thomas Hobbes plantea una

analogía que, entiendo, no es una mera forma de hablar como si, sino que tiene un

sentido tético, sustantivo. La síntesis del argumento, que se despliega a lo largo de todo el

libro, sería como sigue: así como la Naturaleza genera seres vivientes en general, de los

cuales la obra más excelente -por racional- es el hombre, así también el hombre puede

crear máquinas en general, que son como animales porque son autómata. Y en particular

es capaz de generar un Estado (Civitas), que es como un hombre artificial, de tamaño y

fortaleza muy superiores a los del hombre natural. Puesto que Hobbes define la

Naturaleza como el arte con el que Dios ha hecho y gobierna el mundo, la analogía arroja

un resultado que corrobora la afirmación bíblica de los primeros episodios del Génesis. El

hombre, con su capacidad de generar artificios, es imagen y semejanza de Dios, porque,

con su arte política, mediante la celebración de pactos y convenios, insufla el aliento vital,

el fiat, que origina el Common Wealth. En el Capítulo 17, la propuesta analógica se

intensifica, porque hace del hombre un creador de seres superiores al hombre mismo. Allí

Hobbes dice que, mediante el contrato originario, se genera un Leviatán, en alusión

directa al monstruo marino del Libro de Job, la más poderosa de todas las criaturas

vivientes, a la cual no hay poder sobre la tierra que se le pueda comparar. Y para abundar

con las imágenes que explican al Estado, equipara a este último con un Dios Mortal,

gracioso dador de paz y protección, sólo inferior en cuanto a su capacidad benéfica, al

único Dios Inmortal.

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Diferentes como son entre sí, todas estas imágenes -hombre artificial enorme,

Leviatán y Dios Mortal- plantean una situación paradójica. De un lado, son figuras

magnífcas, sumamente elevadas. Es razonable que Hobbes las presente investidas con el

temor reverencial que les profesan los súbditos: “a common power to keep them all in

awe”. Pero, del otro, al ser artificios, obra del arbitrio y de la inteligencia práctica del

hombre, están en una posición subsidiaria de utilidad y servicio. El hombre, que es un ser

vulnerable y carente, es como un Dios para el Estado, el que, a su vez, es como un Dios

protector y juzgador para el ciudadano. La misma tensión aparece en la dualidad esencial

que Hobbes atribuye a la condición humana: de un lado, somos la matter -desordenada,

turbulenta- a partir de la cual se elabora la asociación política, el barro primal al que se le

imprime la forma racional de los pactos. Del otro, somos los makers, los que diseñamos la

estructura y tratamos de realizarla. El hombre como materia, sugiere Hobbes al comienzo

del Capítulo 29, es intemperie (lobuna) del hombre, de la cual, ahora como Arquitectos,

nos podríamos proteger si diéramos con el diseño edilicio adecuado.

Todo lo anterior aparece concentrado en el tratamiento de la cuestión de la

representación política, que para Hobbes siempre es autoridad autorizada: el soberano es

auctoritas -es decir, legisla, gobierna, juzga, defiende y castiga- por delegación autorizante

de quienes necesitan de –desesperan por- su actividad ordenadora y protectora. El

Leviatán manda sobre sus mandantes, la máquina sobre su ingeniero, la copia sobre el

demiurgo. Hay, esquemáticamente, dos maneras de interpretar esta tensión en la teoría

hobbesiana de la autorización, novedad decisiva que diferencia al Leviatán de los otros

dos tratados políticos, De Cive y Elements of Law. Si se privilegia una mirada

procedimental, asociada a una lectura positivista, se diría que Hobbes presenta su teoría

de la autorización con una intención retórica, un poco explicativa y otro poco ideológica.

Lo real y originario, para el filósofo, lo que cuenta como ultima ratio, sería el individuo

aislado, con su estructura motivacional, cognitiva y práctica. Las construcciones colectivas

y los dispositivos de representación son artificios que tienen una existencia figurada, o de

segundo orden. Útiles para ilustrar con imágenes aproximadas un campo fenoménico muy

complejo, como lo es el de lo político, y también para persuadir a las gentes sencillas de

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cuál es la actitud más conveniente que deben observar respecto de los poderes

constituidos. Si una sociedad política disfruta de una existencia continuada, próspera,

segura e internamente pacífica es porque un número relevante de habitantes se porta

como si cada uno hubiese pactado, y porque considera la persona y las acciones de las

autoridades políticas como si las hubiese autorizado él mismo. El relato ficcional de la

autorización que acompaña al del contrato fundante es un refuerzo mítico que, al modo

de una religión civil, complementa el poder fáctico de los agentes estatales, y contribuye a

disminuir las fricciones propias de la puja de intereses, siempre individuales y

mayormente prosaicos.

Ahora bien. Hay otra perspectiva de lectura, que, a los efectos expositivos, llamaré

provisoriamente metafísico-teológica. En esta interpretación, el hombre de Hobbes es un

ser de representación, igual que las organizaciones sociales y las entidades estatales en los

que se realiza. La condición de persona que actúa, autoriza y representa es una cualidad

del ser, del percibir y del hacer que es propia y específica de lo humano. Y que, además,

vincula al hombre con lo teológico. En ambas dimensiones, cada una con su jerarquía, se

da la dualidad esencial de una riqueza interior, “invisible”, que es universal y primado

ontológico respecto de sus diferentes apariciones, siempre particulares. Estas apariciones,

de Dios o de cada hombre, como acciones, palabras o construcciones, lo revelan ahí

afuera ante un otro, el cual, para ser intérprete e interlocutor competente de dicha

aparición, también debe ser capaz de una dualidad ser-aparecer correlativa. Lo teológico,

en esta segunda perspectiva, no es en Hobbes un mero dispositivo ficticio de conjetura

cognitiva y de consecuente control social, sino que, por el contrario, es fuente analógica

del ser del hombre, y, por vía del proceso de secularización, antecedente genealógico de

la dignidad de sus estructuras políticas de representación.

En el presente trabajo, justamente, vamos a concentrarnos en la teoría hobbesiana

de la personalidad y de la representación, tal como aparece en el Leviatán. Este tópico,

entendemos, puede ser fructífero como vía de acceso a la comprensión de la relación de

fundamentación que entendemos existe entre la visión teológica de Hobbes y su

concepción de la soberanía. A tal fin, nos apoyaremos previamente en un repaso

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ordenado por lo que creemos que significa para nuestro autor el gesto filosófico de

fundamentar la soberanía, y también presentaremos, de manera esquemática, la visión

que el pensador argentino Jorge Dotti ofrece respecto de la centralidad de la figura de la

representación, que, como forma secularizada de la cristología, articula la estructura

conceptual de la estatalidad en la modernidad temprana.

1. ¿Qué entiende Hobbes por fundamentar?

En lugares del texto relativamente exteriores al desarrollo argumentativo in extenso,

como “Introducción”, “Repaso y conclusión”, y hasta el título y subtítulo mismos, Hobbes

ofrece, en pocas palabras, una síntesis de su intención de escritura y de las bases para su

pretensión de validez. Una lectura atenta de estos pasajes arroja que el asunto principal

de su doctrina es el equilibrio adecuado entre el poder del soberano en lo civil y lo

eclesial, de un lado, y los derechos y libertades de los súbditos, del otro.1 O, dicho de un

modo más tético, “la observancia inviolable … de la relación recíproca entre protección y

obediencia”.2 Esa es la “naturaleza del hombre artificial” que hay que describir.3 Para

dicha descripción, Hobbes encuentra que su raciocinio es sólido, y que sus principios son

verdaderos y adecuados, porque fundamenta (“I ground”) las conclusiones de su discurso

en las inclinaciones naturales de la humanidad y en las leyes divinas, a las que se puede

acceder tanto mediante razón cuanto por revelación positiva, que consta en los Textos

Sagrados.

La síntesis precedente supone el compromiso de desarrollar las implicancias de

preguntas como las siguientes: ¿qué clase de actitudes ponen en acto los seres humanos

cuando se encuentran con sus semejantes? ¿cuántas maneras básicas hay de pensar la

situación de una multitud de hombres que ocupan un cierto territorio? La respuesta,

sabemos, Hobbes la busca recurriendo a una conjetura en abstracto: el análisis resolutivo

retrocede desde la aparición de una característica determinada hasta las capacidades y

1 Cf. “A Review and Conclusion ”, p. 489. Cito el texto según la siguiente edición: Thomas Hobbes, Leviathan.

Edited by Richard Tuck. New York, Cambridge University Press, 1991. 2 Ibid., 491.

3 Cf. “Introduction”, p.10.

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necesidades elementales de un ficticio hombre en soledad. A partir de ese modelo de

individuo atomizado, entendido en función de las condicionantes elementales de sus

movimientos, la argumentación progresa en dos etapas. La primera de ellas conjetura

cómo es (cómo sería) la dinámica de interacción más probable en la que se encontraría

una multitud de individuos si no hubiesen desarrollado y actualizado ciertas capacidades

de racionalidad, cooperación y autolimitación. Esta es la “condición de naturaleza”, a la

que, con una pretensión teoremática (porque la muestra como resultado de desarrollos

deductivos previos) y no meramente aforística, Hobbes caracteriza como de guerra de

todo hombre contra todo hombre.4 Que dicha condición, además de inconveniente, es, en

cierto sentido, insuficiente en cuanto a potencial no actualizado, lo muestra el

celebérrimo pasaje del Capítulo 13 que concluye diciendo que la vida se vuelve “solitaria,

miserable, desagradable, brutal y breve”.5 En efecto, allí Hobbes enumera las principales

ventajas y bienestares que la falta de acuerdo sensato entre los hombres está impidiendo

que se desplieguen y persistan, como el cultivo de las tierras, la industria, el desarrollo de

las artes, el comercio, la navegación y hasta la misma medición del tiempo. La pregunta

platónicamente fundamental -“¿qué es un Estado?”-, asumida por el subtítulo del libro

(“Materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil”), aparece en el orden

expositivo como un intento de solución a esta situación que ha descubierto

conjeturalmente la investigación. La pregunta -retórica, en tanto cargada con las vías de

solución- sería: “Dado que la naturaleza de los hombres es tal que la dinámica más

probable para su coexistencia es la de un desorden violento, dinámica que impide abrigar

la esperanza razonable del disfrute de sus escenarios más placenteros, productivos y

decentes, ¿cuál sería el diseño del orden en común más adecuado, que, a la vez que no

exija utópicamente que los hombres aspiren a practicar virtudes que suelen estar alejadas

de sus estados de conciencia más habituales, también garantice una sustentabilidad

prolongada en el tiempo?”. Dicho de otra manera, la pregunta por la naturaleza de un

verdadero Estado, para Hobbes, implica indagar por una construcción colectiva, voluntaria

y artificial (en el sentido de que no fluye espontáneamente de las cualidades naturales de

4 Lev., Cap. 13, p. 88.

5 Ibid., p. 89.

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los hombres sin la mediación de un gesto práctico, libre e inteligente), que sea factible

porque -como diría Rousseau un tiempo después- considere a los hombres tal como estos

son, y que se ocupe de garantizar las condiciones para que cada uno se procure una vida

acompañada, próspera, agradable, civilizada y prolongada tanto como la naturaleza haya

previsto (es decir, lo contrario de solitary, poore, etc.).

Lo anterior se puede decir de este otro modo. El hombre tiene, por naturaleza, una

variedad de capacidades y necesidades, las cuales son analizadas en los primeros doce

capítulos del libro: sensibilidad, imaginación, pasiones, voluntad, lenguaje, raciocinio

teórico y práctico, y religiosidad. Esta variedad de competencias y motivaciones se

organiza según dos lógicas diferentes y complementarias, la del poder y la de las maneras.

Hobbes define el poder, de manera general, como la disposición presente de medios que

podrían procurar a una persona lo que ésta considera que es bueno para ella.6 Pero la

naturaleza del desear consiste en aspirar a la posesión actual y futura, por un tiempo

indefinido del objeto (del mismo tipo de objetos, si este es consumible), y también sucede

que entre los bienes más preciados por los hombres está la estima que cada uno cree que

todos los demás le deben. De esto resulta que la cuota de poder que cada uno necesitaría

para conseguir y persistir en el disfrute de los varios objetos que desea, y para lograr el

reconocimiento de sus semejantes, es siempre fatalmente superior a su habilidad y a sus

recursos presentes. La vida del hombre, concluye Hobbes, está universal y lógicamente

signada por “una búsqueda de poder tras poder que sólo cesa con la muerte”.7 Si ésta

fuera la única dinámica posible de la vida de relación, la organización política sería

indispensable, pero absolutamente irrealizable, porque el desarrollo parcial de una

capacidad cualquiera -bajo la lógica del poder- sólo sirve para incrementar la intensidad

de la puja por los bienes materiales y simbólicos. Existe, afortunadamente, otra forma de

ordenar y jerarquizar los impulsos que guían la actitud recíproca de las personas. Las

maneras, dice, Hobbes, son principios actitudinales que inclinan a los hombres a ceder, en

determinadas circunstancias, sus pretensiones de dominio y hasta de autogobierno, en

6 Lev. Cap. 10, p. 62.

7 Lev., Cap. 11, p. 70.

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pos de acceder a escenarios de tranquilidad y seguridad.8 En situaciones dilemáticas

donde la vocación de poder llevaría a atacar, desconfiar, ofender, etc., la necesidad -

igualmente existencial- de tranquilidad podría aconsejar moderación, conciliación,

humildad. En estos términos, un verdadero Estado, parece decir Hobbes, es aquél en el

cual la vocación de poder de los gobernantes y de los gobernados está bien nutrida, pero

equilibrada con la disposición a la tranquilidad, a la obediencia y al cuidado personal y

recíproco de aquellos mismos agentes. Fundamentar el Leviatán, precisamente, es una

operación filosófica compleja, tan compleja como la cosa misma que motiva la reflexión.

Es, en primer lugar, ofrecer los elementos teóricos que permitan entender qué es lo que

hace tan difícil la continuidad próspera y pacífica de las asociaciones políticas, lo cual, en

segundo lugar, debería dar ocasión a encontrar la mejor arquitectónica que pusiera fin al

problema. Para lo primero, en el aspecto diagnóstico, diríamos, Hobbes dice que la

experiencia histórica corrobora las líneas principales de su análisis. Para lo segundo, en

cambio, se trata de confiar en que alguna vez un soberano con suficiente lucidez y

carácter, se anime a intentar transformar mediante la educación pública “estas verdades

de especulación en la utilidad de la práctica”.9 Hobbes, en este sentido, es, con pleno

derecho, un antecesor eminente del despotismo ilustrado.

Hasta aquí, la primera rama de los fundamentos: las generales inclinaciones de la

naturaleza del hombre. La otra rama, como ya vimos, son las leyes que expresan la

voluntad divina, que se pueden conocer tanto por vía racional cuanto por lectura de la

Palabra Revelada. A grandes rasgos, se puede decir que esta segunda corriente del

movimiento de fundamentación transcurre de la siguiente manera. Hacia el final del

Capítulo 13 Hobbes ofrece una pista que nos parece muy relevante. Dice que existe una

posibilidad de salirse de la condición natural de guerra de todos contra todos, propiciada

en parte por las pasiones y en parte por la razón. Las pasiones relevantes, es sabido, son el

deseo de obtener mediante la propia industria los bienes que hagan a una vida

confortable y el temor a una muerte violenta, y la razón es la que sugiere artículos que

8 Ibid.

9 Lev., Cap. 31, p. 254.

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conduzcan a los hombres al acuerdo, llamados leyes de naturaleza. Este pasaje, decimos,

es relevante porque da cuenta de una zona de mediación entre la cruda condición de

naturaleza y las leyes de naturaleza. Lo mismo que provoca el enfrentamiento

embrutecedor es lo que, reorganizado y comprendido, puede propiciar su superación. En

la guerra de todos contra todos están operando, sin duda, pasiones disociadoras como la

soberbia, la ambición y el temor a todo lo desconocido. Pero también hay otras, como el

deseo de autopreservación, y de cuidado de los seres queridos y de los bienes que, aun sin

ser todavía propiedades, hacen a la mínima subsistencia. En este contexto, también hay

que reconocer entonces que la razón, entendida como capacidad de cálculo para

optimizar recursos con vistas a una meta determinada, no está del todo ausente. No es

completamente irracional anticipar el ataque cuando se ha logrado una cierta situación de

ventaja relativa (segunda causa natural de guerra), y tampoco lo es recurrir a la amenaza o

al combate cuando alguien nos burla o nos insulta ante la presencia de terceros (tercera

causa natural de guerra), porque de lo contrario se estaría incentivando una conducta

similar por parte de otros. La estima de los demás es, según argumenta Hobbes en el

capítulo 10, una de las principales fuentes de poder instrumental.

Pues bien. El sistema hobbesiano de legalidad natural, decimos, toma los mismos

elementos -pasiones y razón- y los organiza de una forma superadora. En primer lugar,

eleva a rango de derecho natural, y universaliza, la inclinación de los hombres a persistir

en la existencia. Combatir por la propia vida, libertad y un mínimo confort no sólo que es

un impulso digamos biológico, sino que también, creemos que da a entender Hobbes,

hace a la dignidad del hombre. Es legítimo echar mano de todos los recursos al alcance, y

hasta es indicio de responsabilidad confiarse sólo al propio criterio cuando no hay una

autoridad visible reconocida en común. Pero, en segundo lugar, la juridicidad natural

también indica que hay una manera más elevada y poderosa de hacer uso de la propia

razón y del propio derecho natural. El hombre artificial del que habla la Introducción es

superior al natural no sólo en tamaño y fuerza, sino también, y especialmente, en cuanto

al grado de racionalidad que lo genera y que luego ejerce y propicia para la propia

preservación. Es una racionalidad que, con una visión de largo alcance, ordena in foro

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interno, es decir conmina a la misma facultad judicativa que reivindicaba el derecho

natural, a disponerse al reconocimiento de la dignidad de los demás que cada uno reclama

para sí. La ley de naturaleza ordena tratar de restringir el propio derecho de naturaleza

sobre todas las cosas, lo cual incluye el derecho sobre la vida y el cuerpo de todos los

semejantes, cuando, a criterio de cada uno, hay otros que están dispuestos a un

reconocimiento similar. A partir de este primer y fundamental reconocimiento recíproco

(segunda ley de naturaleza), es que se puede empezar a pensar en reconocer el derecho

de los demás sobre terceras cosas, y entonces sí, a concebir la justicia como el

complimiento de los pactos de intercambio, y a partir de ello especificar una serie de

implicancias referidas a la vida productiva y cooperativa, o al menos, ya no violentamente

competitiva. Las leyes de naturaleza, interpretamos, se pueden entender de dos maneras

complementarias. En primer lugar, según el orden de la exposición del texto, son la

condición indispensable para que los hombres en multitud entiendan y consientan la

realización del convenio originario que iniciará la vida política en común. Para ser un

miembro competente de la asamblea que determinó la existencia del Leviatán hace falta

haber comprendido y querido el salto de calidad en la vida espiritual de cada uno que

implica el hecho de reconocer a cada uno de los futuros conciudadanos como un poseedor

de un derecho natural a la propia vida, libertad y confort. Y, por lo mismo, de suponerlo

como a alguien capaz de comprometerse a un intercambio futuro de bienes, de ofrecer

bienes gratuitos, de fungir como juez imparcial o como testigo veraz, de postergar ciertos

reclamos en pos de una situación de necesidad más urgente, etc. Y, en segundo lugar, las

leyes de naturaleza pueden leerse como las condiciones de posibilidad a priori, sin las

cuales la existencia próspera, pacífica y segura de un grupo grande de personas que ocupa

un territorio, es impensable. Las virtudes morales de la justicia, la equidad, el

agradecimiento, la moderación, la disposición al perdón de las ofensas y a someterse a un

arbitraje en caso de controversia, etc., no sólo son las únicas actitudes que pueden

hacernos salir de la condición miserable de naturaleza, sino que, recíprocamente, son

aquellas cuyo incumplimiento reiterado y generalizado pueden hacer que esta situación

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retorne, con mayor virulencia si cabe, a pesar de que se esté viviendo dentro de los

marcos formales de una asociación política.

Para cerrar este resumen intencionadamente sesgado y poder ir en busca del asunto

de nuestra intervención, anticipemos que la comprensión hobbessiana de las figuras de la

autoría, la personalidad y la representación responde a la misma lógica que hemos visto

que articula su concepción iusnaturalista. Por una parte, ya se encuentran presentes y

activas en la condición de naturaleza, y son cualidades anímicas indispensables para la

configuración y efectivización del convenio político inicial. Y por la otra, son, como

decíamos en nuestra Introducción, maneras del ser en relación que mantienen la vitalidad

de la asociación política ya constituida, en cuanto a la interacción societal, en cuanto al

ejercicio de la autoridad soberana, y en cuanto al aporte fundante de la dimensión

teológica.

2. El principio de la personalidad y su aporte fundante.

El Capítulo 16 de Leviatán –“De PERSONAS, AUTORES y cosas PERSONIFICADAS”-

introduce, como novedad teórica, la teoría de la representación y de la autorización. Estos

conceptos, como es bien sabido, revisten una centralidad asiduamente resaltada por el

propio Hobbes. Son los que articulan la aritmética de la realización del contrato originario,

y, por esa misma razón, también son los que dan cuenta de la validación de los derechos

del -justamente- representante soberano, de las principales responsabilidades de su

officium y de su estructura de ministerios y potestades delegables, así como de los

deberes y libertades de los súbditos. Podría decirse, sin temor a exagerar, que la lógica

que soporta a cualquier aspecto relevante de la arquitectura del edificio político diseñado

por Hobbes se remite, en última instancia, a una combinación de estos tres elementos

fundantes: el peligro de la reaparición de la condición de naturaleza –“el caos originario

de violencia y guerra civil”, lo llama en el capítulo 36-, la correlativa observancia del

espíritu de la legalidad natural, y la asunción por parte de cada súbdito, de los contenidos

básicos del compromiso recíproco de autorización.

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Ajustemos la lente sobre algunos pasajes del citado capítulo, para dejar que

aparezcan ciertos aspectos que nos interesa destacar. Dice Hobbes, abriendo el capítulo:

Una PERSONA es aquél cuyas palabras o acciones son consideradas, o bien como pertenecientes a él mismo

[as his own], o bien como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de otra cosa, a los cuales

aquéllas se atribuyen, ya sea en forma verdadera o ficticia. Cuando se considera que son de él, se lo llama

Persona Natural. Y cuando se las considera como representando las palabras y acciones de otro, entonces es

una Persona Artificial, o Ficticia.10

A continuación, Hobbes explica que el uso corriente de la palabra persona deriva del que

en la antigüedad se le asignaba al término en el contexto teatral. En latín se le decía así al

disfraz o máscara –“la apariencia externa”- con que los actores se mostraban ante el

público. De allí, sigue el filósofo, se extendió el significado a toda forma en general de

representar las acciones y dichos de alguien, como, por ejemplo, en los tribunales:

De modo tal que una Persona es lo mismo que un Actor, tanto en el escenario como en la conversación

corriente. Y Personificar es Actuar o Representar, ya sea a sí mismo o a otro. Y de aquél que actúa a otro [he

that acteth another], se dice porta su Persona, o que actúa en su nombre …

Hay Personas Artificiales cuyas palabras y acciones pertenecen [have their words and actions Owned by] a

aquellos a quienes ellas representan. Y entonces la Persona es el Actor, y el dueño de sus palabras y

acciones, el AUTOR; en tal caso, el Actor actúa por Autoridad. Pues de aquél que, con respecto a bienes y

posesiones, se dice que es Dueño, y en latín Dominus, en griego Kurios; en lo referente a acciones, se dice

que es Autor. Y así como el derecho de posesión se llama Dominio, el derecho de realizar una acción se

llama AUTORIDAD. 11

El capítulo 16 es el último de la Primera Parte del libro. A estar con lo anunciado en la

Introducción, trata, como todos los anteriores, de alguna característica de la naturaleza

humana, la que será materia prima para el edificio político. Pero también sabemos que la

intención de escritura de Hobbes es deductiva, y progresa de argumento en argumento. Y

entonces, así como la virulencia del estado de naturaleza descripta en el Capítulo 13 no

debería ser leída como una ocurrencia intuitiva -genial o equivocada, lo mismo da- sino

como explicitación de una serie de implicancias contenidas en desarrollos previos, en

10

Lev., Cap. 16, p. 111. 11

Ibid. p. 112.

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particular, los referidos a la dinámica de la imaginación y la del poder, así también la

cuestión de la autoría y la representación debe leerse, para jugar el juego, recuperando

afirmaciones ya argumentadas. En particular -creemos- las referidas a la teoría de la

acción voluntaria, del Capítulo 6, y a la dignidad del hombre derechohabiente,

desarrolladas en los capítulos 14 y 15. En esta tesitura resaltemos, entonces, que Hobbes

entiende que los hombres, por naturaleza, estamos cualificados por un desdoblamiento

esencial. Una dimensión externa, de aparición, de representación, de ejecución física de

acciones y palabras. Es la del actor. Y otra dimensión interna, no visible para los demás,

más compleja, constituida por, justamente, aquello de lo cual lo actuado es aparición,

outward appearence. Esta segunda dimensión, la del autor, tiene, a su vez, dos aspectos.

Por un lado, diríamos, fáctico, el referente a los movimientos, impulsos, imágenes,

pasiones y deliberaciones previas a la decisión que determina una acción voluntaria. Y por

el otro, que llamaríamos iusnatural o moral, implicado por el hecho de poder ser sujeto

último responsable de imputación y atribución, aquél -radicalmente diferente de y

jerárquicamente superior a- las cosas que pueden ser apropiadas y las acciones y palabras

que pueden ser actuadas.

Hobbes, además, vimos que propone, como matriz genealógica de la cuestión de la

personalidad, el contexto teatral y tribunalicio. Esto aporta la obviedad de que la

responsabilidad y la representación son cualidades del ser en relación. No se es persona

en soledad, sino ante alguien, público o juez, y el contexto es el que termina de configurar

el carácter natural o artificial de la situación. Veamos un caso (aparentemente) sencillo.

Juan, un ciudadano de Buenos Aires, autoriza a su representante Pedro para que, en su

nombre, gestione determinado negocio inmobiliario en Córdoba. Juan, el mandante y

dueño del dinero involucrado en la operación, confía en la lealtad y en el buen juicio de

Pedro. Por más precisas que sean sus indicaciones, hay cosas imprevisibles o indefinidas

que hay que decidir y manejar in situ y en tiempo real. Pedro, el actor, precisamente,

cobra honorarios por su tiempo y por su expertice. En cierto modo, las acciones y palabras

con las que representa a su cliente, le pertenecen, le son atribuibles. Hay maneras

excelentes y otras no tanto de cantar en público “Nessun Dorma”, de Puccini. El actor, por

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su parte, confía y ejerce su propio criterio para determinar que su mandante, el autor

Juan, no está loco, por ejemplo, que es capaz de hacerse responsable de las acciones

encomendadas, y también dueño del dinero en juego. Juan, el autor, además, confía en la

idoneidad y buena fe de las personas de Córdoba ante las que cuales Pedro presentará sus

credenciales como enviado. Y éstas, a su vez, confían en que Pedro ha sido válidamente

autorizado en Buenos Aires, en que no hará o dirá cosas que Juan no suscribiría, etc.

Todas estas confianzas recíprocas pueden faltar, obviamente, o ser traicionadas. Pero,

como las leyes de naturaleza, son el supuesto indispensable para propiciar el fluir más o

menos sereno de la vida de intercambio societal. El caso de una situación cualquiera de

respeto al orden civil es similar, aunque, obviamente, más intenso. En el agente que cobra

el impuesto en una localidad rural, Hobbes está suponiendo que el ciudadano que paga la

carga está “viendo” una sucesión superpuesta de imágenes encadenadas, de personas: el

recaudador que representa- es decir, actúa e interpreta- la voluntad del Ministro de

Hacienda, el cual hace lo propio con las indicaciones más o menos precisas del hombre o

asamblea de hombres que detentan el poder soberano, los cuales, a su vez, refieren la

imaginación del campesino al acto originario de intercambio recíproco entre particulares

que, angustiados por el temor la amenaza de una vida miserable, pero iluminados por la

lucidez de la razón natural, convinieron en autorizar a alguien para que los gobernara y

protegiera.

En otras palabras. Las situaciones de autorización y representación, cuando

transcurren con normalidad, suponen una actitud relativamente confiada (las cláusulas de

penalización en los contratos, o el derecho del ciudadano a pedir las credenciales del

funcionario estatal son prueba de que, después de todo, la confianza en el otro no es

absoluta. Si lo fuera, la estatalidad sería superflua) por parte de todos los agentes

involucrados. Y también una cierta idoneidad interpretativa, similar a la que hace falta

para ser un espectador competente en una pieza teatral, por virtud de la cual aquellos

ante quienes aparece el artificio de la representación son capaces de imaginar, y, en cierta

medida, de creer, adecuadamente todo lo que la situación no ofrece literalmente a sus

sentidos. En el funcionario que recauda impuestos tengo que ser capaz de “ver” al

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Ministro, en él al representante soberano, en él a la República, y en ella, todavía, a los

miembros de una multitud aterrada (es decir, a mí mismo), lúcida y agotada de tener a

cada otro por enemigo mortal. La actitud moral propia de la situación de personificación

es correlativa con la de la segunda ley de naturaleza: de un lado, aplaza el ejercicio pleno

del derecho natural de cada uno a disponer de todo lo que considere adecuado para

mejor preservarse, lo cual incluye, si es del caso, el cuerpo y la vida de los semejantes.

Solo dando a entender que el otro para mí ha dejado de ser una cosa más entre las cosas,

y que, como yo, tiene un derecho legítimo de aspirar a ser considerado poseedor exclusivo

de cosas y bienes, y autor responsable de acciones y dichos, es que estoy en condiciones

de ingresar a la asamblea originaria. Y, de manera inversa, este crédito recíproco

elemental y esta capacidad imaginativa de ver lo múltiple y moral en lo concreto de una

situación física particular, sólo se desarrollan y se afirman como hábito normal colectivo,

cuando la angustia y el terror a la muerte violenta han quedado atrás. El Estado

hobbesiano es, a la vez generado por y garante de, la dinámica de la representación.

3. Representación y teología.

Ahora bien. La representación se puede dar en varias direcciones. En un sentido

figuradamente descendente, el emisario es alguien subordinado al mandante, ya en

cuanto a la amplitud de visión, ya por limitación de las funciones delegadas. A veces

alguien tiene que ocuparse con asuntos que lo afectan pero que no son lo suficientemente

importantes como para que exijan su presencia física y su atención plena. Entonces

autoriza a otro para que lo personifique y actúe, con las limitaciones del caso, en su

nombre. Es lo habitual en cualquier organización jerárquica y más o menos compleja.

Otras veces, la representación es horizontal. Un grupo de personas necesita nombrar un

representante que cuide sus intereses comunes en determinada situación, y autorizan a

uno de ellos. Es razonable pensar que habrán de elegir a alguien sensato y leal, pero estas

virtudes no están necesariamente indicando una diferencia de jerarquía entre los autores

y el actor. Finalmente, y este es el caso más problemático, la representación puede ser

ascendente. El representante se ubica en una posición de franco liderazgo sobre los

representados, y entonces, a pesar de que necesita de su apoyo y, si el contexto está

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formalizado, también se requiere de un procedimiento de designación y autorización, la

situación para la que fue delegado exige un nivel de conciencia, de integridad y de

carácter que es poco habitual. El representante, en este caso, no debería ser un mero

exponente promedio de las virtudes y defectos del grupo que lo ha designado. Sin

embargo, es precisamente esta situación la que parece plantear Hobbes cuando dice que

la autoridad del hombre o grupo representante soberano, el mismo que dispondrá de un

poder absoluto, no revocable y que sólo responde legítimamente ante Dios en el fuero

interno de su conciencia, pero que no debe rendir cuentas ante sus gobernados, el que

tiene la responsabilidad de mantener a raya el siempre amenazante retorno de la

condición de naturaleza, no es más que un actor que porta las palabras y acciones de sus

mandantes-autores.12

La dificultad aparece cada vez que se vuelve sobre el ascenso instantáneo de la

condición de la naturaleza a la condición política. Si el pacto de generación del Leviatán es

indispensable porque la coexistencia sin autoridad común se ha vuelto inhumana,

entonces la factibilidad de las condiciones de realización del mismo son imposibles. Nadie

con un mínimo grado de introspección estará dispuesto a confiar en las virtudes políticas y

personales de nadie. Y, a la inversa, nadie realmente sensato y políticamente prudente

podrá persuadir a un número crítico de miembros de la multitud de que él tiene las

cualidades que la hora necesita, como para que se lo autorice en sentido figuradamente

ascendente. El grado de desconfianza recíproca y disolución moral es inversamente

proporcional a la capacidad colectiva para percibir la diferencia entre un líder decente y

un aventurero sin escrúpulos. Y aún supuesto el caso de que alguien haya logrado ese

consenso tan esquivo que permite unificar la voluntad y las voces de todos bajo una sola

voz, ¿cómo garantizar su lealtad para con los mandantes sin atarle las manos? Entregarle

un poder irrevocable y confiar en que la necesidad fructifique en virtud no parece muy

propio del espíritu hobbesiano. Da la impresión de que nuestro autor se hubiese

esmerado en extremar la intensidad dinámica y peligrosa, según la célebre frase

12

Cf. Lev., Cap. 16, p. 112.

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schmittiana, de la condición de naturaleza, haciendo que la solución estatal aparezca más

lejana a medida que se hace más urgente.

El texto ofrece una serie de respuestas parciales a esta dificultad. Mencionamos

tres:

- (i) La garantía de que el representante soberano pondrá lo mejor de sí en gobernar

con prudencia y sin dañar innecesariamente los derechos de sus súbditos está

dada por el peligro que corre su persona natural en caso de que el descontento

popular sea tan extremo que lleve a una rebelión.

- (ii) En línea con la anterior, en caso de que el soberano haya accedido por

adquisición o conquista, su voluntad de protección quedaría probada por el hecho

mismo de haber ofrecido el convenio de vida a cambio de obediencia. Es decir, por

haber transformado su situación de victoria militar en otra de conquista política.

- (iii) La inimputablidad del representante soberano es una regla de hierro de la

lógica de su constitución. El Leviatán, la república, es un animal artificial que cuyo

poder corporal está compuesto por la suma de los poderes cedidos por cada

individuo, pero que no puede ver ni juzgar más que por los ojos y la boca de la

persona artificial que le confiere unidad. La unidad de la multitud ocurre por virtud

de la unidad de su representante, y, entonces, no hay, por fuera de la multitud, un

tercero legítimo ante quien responder.

Pero este tipo de argumentos, todos parcialmente válidos, no alcanzan para contener

la severidad de la cuestión planteada, que, para repetirla, sería: ¿cómo confiar en la

estatura moral y prudencial de alguien que ha sido designado “desde abajo”, cuando

lo que hay abajo, precisamente, es desorden, furia y necedad? Aquí es cuando la

dimensión teológica de la representación viene en apoyo de su doctrina. En primer

lugar, porque la historia bíblica -hobbesianamente leída- corrobora que ya hubo un

pueblo que contó con un sistema de soberanía absoluta, y que por virtud de esa

lógica, fue capaz de superar situaciones de extrema adversidad. El poder político

ejercido por Moisés durante la travesía del desierto, interpreta Hobbes, es un modelo

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para toda forma de estatalidad moderna, porque fue ejercida por un hombre y

supervisada y aprobada por la voluntad revelada de Dios, la misma que, en forma

natural se hace escuchar como de ley de naturaleza para quien tenga la humildad y la

sensatez apropiadas. El representante soberano, dice Hobbes, se sienta en el trono de

Moisés, significando con ello que la misma voluntad divina que dispuso con su

inteligencia omnipotente el orden natural del mundo también es buena guía para

confiar en la idoneidad de quienes conduzcan el esquema que su racionalidad

aconseja. Y, en segundo lugar, porque el acontecimiento decisivo para la condición

espiritual de la humanidad tiene la forma de la representación. En la lectura teológico-

política de Jorge Dotti,13 de neto corte schmittiano, los contenidos de la Encarnación y

la presentificación mesiánica equivalen a la representación cristológica de lo

trascendente en lo inmanente. Esta espiritualización del mundo tiene la virtud doble

de conferir la dignidad de la capacidad de representación a cada hombre, como

imagen y semejanza de la chispa divina, y, por vía del proceso de secularización, de

investir al orden estatal con la santidad de la iglesia originaria. Ambos órdenes

comparten, en esta perspectiva, una misma lógica paradigmática en cruz: legitiman en

fuente trascendente su autoridad para actuar en lo inmanente; introducen un

principio de validación vertical para ordenar una grey horizontal de iguales, tanto en

su radical pecaminosidad cuanto en su común esperanza de obtener un tránsito

sereno en la tierra y la salvación trasmundana. La conciencia individual solitaria, en

este planteo, es motor de inherente conflictividad, y no puede, por tanto, se la

exclusiva base última del orden que propicie su acceso a un nivel más elevado d

humanización. Para que lo Universal prime sobre lo particular es necesario un

descenso desde la teología hacia lo político, argumenta Dotti, y entonces sí, mediante

la secularización de la novedad cristiana, Hobbes está en condiciones de atribuir al

soberano una capacidad análoga a la del Cristo, para mediar entre la ley divina y la ley

humana, y para hacerla valer, en forma personal, por vía de sucesivas autorizaciones,

13

Dotti, Jorge, “La repreentación teológico-política en Carl Schmitt”, Avatares filosóficos, #1, 2016 (27- 54).

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en cada caso concreto. El Hobbes de Dotti, así, elabora, en clave representacional, el

acta de nacimiento teológico-político de la soberanía moderna.