ponencia felicidad, imperturbabilidad y esencia del bien

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SFA: ESTOICISMO Julián Harruch Morales FELICIDAD, IMPERTURBABILIDAD Y ESENCIA DEL BIEN: LA FILOSOFÍA COMO TERAPIA DE LA OPINIÓN Epícteto en la Universidad Nacional La escena tiene lugar en la Universidad Nacional. Es final de semestre y el profesor Epícteto ha citado a cada uno de sus estudiantes para discutir la calificación definitiva. Profesor Epícteto: “Tú, ven aquí, muéstrame tus progresos” (1.4 (13)) Estudiante tomando un libro en sus manos-: ¡Mira cómo lo he leído! ¡Mira cómo puedo formalizar las premisas y las conclusiones! PE: ¡Esclavo! No es eso lo que busco. Es: ¡Pero mira qué ensayos compongo! ¡Mira qué ponencia, qué protocolo, qué trabajo final! ¡Cuánta delicadeza en el desarrollo de los conceptos, cuánta precisión en la articulación de los argumentos, cuánta consistencia en las conclusiones! PE: Te has embutido de algunos conceptos filosóficos y te contentas por ello. ¡Da risa oírte! Vomitas de una manera grotesca lo que no has sido capaz de digerir, como esos malos estómagos que devuelven brutalmente los manjares que a toda prisa han injerido. Digiere, amigo, digiere, que más tarde tu espíritu, cambiado, demostrará los alimentos que le diste (cf. Máximas Epícteto, Sobre la filosofía y los filósofos, 2). Introducción: Si Epícteto enseñara filosofía hoy en cualquier universidad del mundo sus expectativas frente al efecto que las lecciones de filosofía deben tener sobre un estudiante resultarían, por decir lo menos, totalmente extravagantes y ridículas. Las clases de filosofía que hoy se imparten consisten en una instrucción meramente académica, cuyo objetivo es lograr desarrollar en el estudiante herramientas argumentativas e interpretativas para el trabajo de textos filosóficos. La distancia que hay entre una concepción de la labor pedagógica en filosofía como la nuestra y la que encontramos en Epícteto es totalmente evidente tras leer unas cuantas páginas de este autor. Para Epícteto la tarea de la ejercitación filosófica es conducir a una vida feliz, tranquila, libre de temor y angustia (1.4 (3, 4, 6)). En este sentido uno puede entender el ejercicio filosófico de manera análoga al ejercicio médico: “Cuando veas que uno está pálido, igual que el médico dice por el color: «Ése padece del bazo, ése del hígado», así también di tú: «Ése padece del deseo y del rechazo,

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Page 1: Ponencia Felicidad, Imperturbabilidad y Esencia Del Bien

SFA: ESTOICISMO

Julián Harruch Morales

FELICIDAD, IMPERTURBABILIDAD Y ESENCIA DEL BIEN: LA FILOSOFÍA COMO TERAPIA DE

LA OPINIÓN

Epícteto en la Universidad Nacional

La escena tiene lugar en la Universidad Nacional. Es final de semestre y el profesor Epícteto ha

citado a cada uno de sus estudiantes para discutir la calificación definitiva.

Profesor Epícteto: “Tú, ven aquí, muéstrame tus progresos” (1.4 (13))

Estudiante –tomando un libro en sus manos-: ¡Mira cómo lo he leído! ¡Mira cómo puedo formalizar

las premisas y las conclusiones!

PE: ¡Esclavo! No es eso lo que busco.

Es: ¡Pero mira qué ensayos compongo! ¡Mira qué ponencia, qué protocolo, qué trabajo final!

¡Cuánta delicadeza en el desarrollo de los conceptos, cuánta precisión en la articulación de los

argumentos, cuánta consistencia en las conclusiones!

PE: Te has embutido de algunos conceptos filosóficos y te contentas por ello. ¡Da risa oírte!

Vomitas de una manera grotesca lo que no has sido capaz de digerir, como esos malos estómagos

que devuelven brutalmente los manjares que a toda prisa han injerido. Digiere, amigo, digiere, que

más tarde tu espíritu, cambiado, demostrará los alimentos que le diste (cf. Máximas Epícteto,

Sobre la filosofía y los filósofos, 2).

Introducción:

Si Epícteto enseñara filosofía hoy en cualquier universidad del mundo sus expectativas

frente al efecto que las lecciones de filosofía deben tener sobre un estudiante resultarían,

por decir lo menos, totalmente extravagantes y ridículas. Las clases de filosofía que hoy se

imparten consisten en una instrucción meramente académica, cuyo objetivo es lograr

desarrollar en el estudiante herramientas argumentativas e interpretativas para el trabajo

de textos filosóficos. La distancia que hay entre una concepción de la labor pedagógica en

filosofía como la nuestra y la que encontramos en Epícteto es totalmente evidente tras

leer unas cuantas páginas de este autor. Para Epícteto la tarea de la ejercitación filosófica

es conducir a una vida feliz, tranquila, libre de temor y angustia (1.4 (3, 4, 6)).

En este sentido uno puede entender el ejercicio filosófico de manera análoga al ejercicio

médico: “Cuando veas que uno está pálido, igual que el médico dice por el color: «Ése

padece del bazo, ése del hígado», así también di tú: «Ése padece del deseo y del rechazo,

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no anda bien, tiene fiebre»” (2.13 (12)). De modo que así como hay dolencias físicas y sus

respectivos remedios, también el albedrío es proclive a algunas “enfermedades” que dan

lugar a la angustia y al temor, y que pueden ser curadas por la ejercitación filosófica.

El propósito de esta ponencia es abordar las nociones de felicidad e imperturbabilidad

que, como hemos visto, constituyen el fin del ejercicio filosófico. Para ello me valdré de la

analogía médica. De este modo, primero, caracterizaré la dolencia que la filosofía estoica

promete curar y, en segundo lugar, describiré la terapia que el estoico realizaría para tal

fin.

1. La dolencia del albedrío

La filosofía estoica, como ya mencioné, sostiene que el progreso hacia la virtud consiste en

acercarse -hasta llegar de modo definitivo- a la felicidad y la imperturbabilidad (1.4 (3-4)).

Concretamente, nos dice, la felicidad reside en el uso adecuado de las representaciones,

i.e., en el albedrío: la facultad de deseo y rechazo, de impulso y repulsión y de

asentimiento y duda (1.4 (10-12), 1.1 (10-13), 2.8). Tal y como Zeus promete a Epícteto: “si

te ocupas de ella y cifras en ella tu bien, nunca hallarás impedimentos ni tropezarás con

trabas, ni te angustiarás, ni harás reproches ni adularás a nadie” ((1.1 (12-13)). Así, en la

medida en que la felicidad y la angustia residen cada una en un determinado uso de las

representaciones, sólo el albedrío admite la naturaleza del bien y del mal, es decir, sólo

aquello que depende del albedrío puede ser realmente bueno o malo, mientras que lo que

no depende no es ni lo uno ni lo otro (2.1 (4)y 2.16 (1)); y, por tanto, es hacia allí a donde

debemos dirigirnos para caracterizar la dolencia a la que el estoico puede ofrecer terapia.

Así pues, tenemos la siguiente conclusión “La esencia del bien es cierta clase de albedrío;

la del mal cierta clase de albedrío” (1.29). Sin embargo, surge una primera cuestión:

¿cómo es que el mal puede residir en el albedrío? En efecto, se nos dice, el albedrío es

totalmente libre e independiente (2.2 (3-4) y ni siquiera Zeus puede vencerlo (1.1 (23)). La

pregunta es, pues, quién puede ponerle trabas e impedimentos al albedrío. Y la respuesta

es el albedrío mismo: “No sabes que la opinión se vence a sí misma; ni que al albedrío

ninguna otra cosa puede vencerlo sino él a sí mismo” (1.29 (12) o “(…) recuerda que nos

agobiamos a nosotros mismos, o sea, que las opiniones nos agobian y nos angustian”

(1.25 (28-29))1. Así pues, el albedrío se obstaculiza a sí mismo por medio de las opiniones

que se forma de las cosas, y este es el origen de la angustia y el temor. Tenemos que

caracterizar, entonces, cuáles son esas opiniones que ponen trabas e impedimentos al

albedrío.

1 Véase también 2.1 (13) y 2.16 (22-24).

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Es una presuposición de la filosofía de Epícteto que los seres humanos tenemos deseos y

motivaciones hacia lo bueno. Y que no buscamos ni rehuimos aquello que nos parece

malo o ni bueno ni malo (3.3 (2). Esto, como hemos visto a lo largo del seminario, procede

de la concepción del alma como racional en su totalidad. De ahí que se considere que todo

acto, deseo, emoción, pasión, impulso, etc., está mediado por la razón; concretamente,

está mediado por una concepción de lo que es el bien y el mal. Cuando tenemos un deseo

o cualquier otra disposición hacia algo es porque nos parece que ese algo es bueno. Ahora

bien, según Epícteto, la felicidad y la impasibilidad sobrevienen al hombre “(…) sólo en

caso de que no se frustre en su deseo y de que no vaya a parar a lo que es objeto de

rechazo (…) (1.4 (1))”. ¿Cómo podría Epícteto prometer que la filosofía conduce entonces

a la felicidad? O mejor, ¿cómo puede asegurar que obtendremos lo que deseamos y que

no caeremos en lo que rechazamos? Precisamente en la medida en que nos enseña a

desear sólo aquello que depende de nosotros y no rechazar aquello que no depende de

nosotros. En este sentido, las opiniones que obstaculizan al albedrío son aquellas que

sitúan al bien y al mal fuera de lo que depende de nosotros: “No sabe que quiere lo que

no le ha sido dado y que no quiere lo inevitable y que no conoce no lo suyo ni lo ajeno. Si,

efectivamente lo supiera, nunca se vería con trabas, nunca se vería con impedimentos, no

se angustiaría (2.13)2”. En este sentido, nuestras opiniones no sólo nos angustian sino que

nos esclavizan, pues al desear y rechazar cosas que no dependen de mi, tendré que

someterme a quien pueda procurármelas (Véase 2.2 (25)). ¿En qué consiste esa cierta

clase de albedrío de acuerdo con la naturaleza en donde reside el bien y, por tanto, la

felicidad y la imperturbabilidad? A estas alturas ya es evidente: es saber qué es lo mío y

que no es lo mío (1.1 (21)).

Todavía podemos decir algo más sobre las opiniones que ponen impedimentos al albedrío

y de las cuales surge la angustia. Sí, son opiniones equivocadas sobre el bien y el mal; pero

no opiniones sobre qué es el bien y el mal, sino opiniones sobre qué es el bien y el mal en

casos particulares. En efecto, como ya mencioné, según Epícteto, los seres humanos

estamos deseamos por naturaleza lo que consideramos bueno y rehuimos lo que

consideramos malo. Y, esto supone, a su vez, que tenemos un conjunto de presunciones

sobre estos temas “Sin embargo, del bien y del mal y de lo hermoso y de lo feo y de lo

decente e indecente y de la felicidad y de lo que conviene y de lo que se impone y de lo

que hay que hacer y de lo que no hay que hacer, ¿quién no ha venido con una noción

natural? Por eso todos nos servimos de las palabras e intentamos adecuar las

presunciones a los seres en particular” (2.11 (3-4)). Lo que quiero sostener, para terminar

de caracterizar la dolencia que el estoico curaría es lo siguiente: lo que nos angustian son

2 Véase también 1.27 (11), 2.1 (7) (12), 2.13 (1) (8) (9-11)

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opiniones sobre lo bueno y lo malo que nos hacen buscar o rehuir cosas que no dependen

de nosotros; pero lo equivocado de esas opiniones no es la presunción de lo que es bueno

y malo sino, sino la aplicación a los casos particulares:

Hallareis que esta es también la disputa entre Agamenón y Aquiles. Llámalos y que vengan

aquí en medio. – ¿Tú qué dices, Agamenón? ¿No debe suceder lo que debe y lo que está

bien? –Claro que debe – ¿Tú qué dices, Aquiles? ¿No te agrada que suceda lo que está

bien? –A mí, es lo que más me agrada. –Entonces, adecuad vuestras presunciones. Éste es

el comienzo de la disputa. No tengo por qué devolver a Criseida a su padre. El otro

responde. ¡Claro que tienes que hacerlo! En cualquier caso uno aplica mal la presunción.

(…) Por tanto, ¿en qué consiste la educación? En aprender a adecuar las presunciones

naturales a los objetos en particular según la naturaleza y, además, a distinguir que, de lo

existente, unas cosas dependen de nosotros y otras no dependen de nosotros” (1.22 (5-

10).

Por tanto, la tarea de la filosofía es eliminar las opiniones injustificadas de las cuales

proviene la angustia, siendo aquellas adecuaciones erróneas de particulares bajo las

presunciones naturales lo que nos conduce a desear y rechazar cosas que no dependen de

nosotros3 -y, por ende, a frustrarnos en lo que deseamos y a parar en aquello que

rechazamos-, es decir, a angustiarnos.

2. La terapia de la opinión: la resonancia de Sócrates y el examen de sí

Como he mencionado, a la filosofía de Epícteto subyace el presupuesto de que todos los

seres dotados de razón quieren el bien, a saber, la felicidad, y adecuarán todas sus

acciones para tal fin4, de acuerdo a lo que en cada caso les parezca lo bueno, es decir, de

acuerdo a cómo apliquen sus presunciones naturales. En este sentido, como he dicho, la

tarea de la terapia filosófica es ocuparse de las opiniones injustificadas. Y, en ese marco, la

figura de Sócrates es muy relevante.

El método socrático5 consiste, en primer lugar, en hacerle ver a su interlocutor que las

opiniones que sostiene al aplicar sus presunciones sobre lo bueno y lo malo a casos o

3 Todo el capítulo 1.11 –sobre el cual volveré- es un desarrollo de la idea planteada. Igualmente,

formulaciones en la misma líneas encontramos en 2.9 (14), 2.11(3-4) (6) (8-9), 2.17 (7). 4 Sobre esta idea véase Long pág. 50 (del pdf).

5 No voy a entrar en sí el Sócrates de Epícteto corresponde con el Sócrates que llamamos histórico y que

encontraríamos en los diálogos tempranos de Platón. Mi propósito es ver la relevancia de Sócrates para Epícteto y, en esa medida, lo importante es ver cómo el segundo leyó al primero. Dicho lo anterior, me parece claro –por la manera misma en que Epícteto aplica el método Socrático- que el Sócrates de las disertaciones no es sólo aporético: es decir, no sólo expone la ignorancia de sus interlocutores sino que también plantea algunas tesis. Bajo esta lectura el método socrático de Epícteto presupone que sus interlocutores al tener creencias falsas tiene simultáneamente creencias morales verdaderas que implican la

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situaciones particulares no han sido suficientemente analizadas. Es decir, que no han sido

elaboradas con el cuidado que dichos asuntos merecen. Al empezar el diálogo, el

interlocutor de Sócrates, exponiendo sus creencias y opiniones, se compromete con

ciertas premisas. En la medida que el diálogo avanza a partir de sucesivas preguntas y

respuestas, Sócrates pone en evidencia un conflicto entre las premisas con las que se

comprometió su interlocutor y las opiniones que subsecuentemente sostuvo. Este

conflicto expone la ignorancia del interlocutor sobre el tema tratado, al evidenciar cómo

éste se ha precipitado a comprometerse con sus opiniones sin un examen profundo y

exhaustivo.

Ahora bien, algo semejante es lo que hace Epícteto. En efecto, pone en evidencia el

conflicto intelectual que hay entre las presunciones naturales de su interlocutor y sus

opiniones sobre particulares, de modo que este conflicto resulte en la reorientación del

deseo y del rechazo. Y ¿cómo puede justificar Epícteto este paso, es decir, que del

conflicto intelectual entre nuestras creencia se siga de hecho una reforma en la conducta?

Hay claro un presupuesto, a saber-como señala Long-, que los seres humanos son

“amantes de la verdad y la consistencia” (Véase pág. 55): “Lo único insoportable para el

ser racional es lo irracional, pero lo razonable se puede soportar: (…) Sencillamente, si nos

fijamos hallaremos que nada abruma tanto al ser racional como lo irracional y, a la vez,

nada lo atrae tanto como lo racional” (1.2 (1-5)). Bajo esta lectura el error y el mal moral

resultan involuntarios y, por ello, la tarea de la filosofía consiste en sacar a la luz ese error

(Véase 1.11 (14), 1.18 (1-5), 1.26 (6)):

¿Cuál es la causa de asentir a algo? El que nos parezca que es. Por tanto, no es posible asentir a lo que parezca que no es. ¿Por qué? Porque ésta es la naturaleza del discernimiento: afirmar lo verdadero, rechazar lo falso, abstenerse ante lo indiferente. ¿Qué prueba hay de esto? «Siente ahora, si puedes, que es de noche». No es posible. «No sientas que es de día». No es posible. Siente o no sientas que el número de las estrellas es par». No es posible. Cuando alguien asiente a lo falso, sábete que no quería asentir a lo falso pues toda alma se ve privada de la verdad contra su voluntad, como dice Platón- sino que la mentira le pareció verdad 1.28 (1-5)).

Hasta aquí tenemos la primera parte de la terapia, mediante la cual se le hace caer en cuenta al paciente de que padece del albedrío. Y este es el principio de la filosofía: “el sentimiento de la contradicción mutua entre los hombres y la búsqueda de dónde se originan la contradicción y el reproche y la desconfianza del simple parecer” (2.11 (13)). Ahora, es claro que la mera conciencia de la ignorancia sobre el bien y el mal no es suficiente para ajustar nuestras opiniones a la naturaleza. La tarea de la filosofía es, de ahí en adelante, enseñar a “adaptar de modo acorde con la naturaleza el concepto de

negación de las primeras, y que saldrían a la luz como resultado del ejercicio dialógico. Para esta lectura me apoyo en Long (cf. (55)).

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razonable e irracional a los casos particulares” (1.2 (6))6. Y esta sería la otra virtud del método socrático tal y como lo practica Epícteto. El presupuesto es, de nuevo, en palabras de Long, que los hombres “poseen recursos mentales y morales que, traídos a la luz y articulados adecuadamente, pueden causar el abandono de creencias morales falsas e inconsistentes” (pág. 55).7

Conclusión y problema Y, entonces, ¿qué es la felicidad? Es un estado en el que el alma está imperturbable en virtud de que ha podido aplicar de manera correcta sus presunciones sobre lo bueno y lo malo a casos particulares –es decir, ha aprendido a reconocer en cada situación o circunstancia qué depende y qué no depende del albedrío-, de modo que sus deseos, rechazos, impulsos y repulsiones –que dependen todos de las opiniones que se tiene sobre lo bueno y lo malo- no se puedan frustrar. Ahora bien, para finalizar quiero dejar planteado un interrogante sobre el papel que

juegan las los deseos y los impulsos que tenemos hacia las cosas externas en la terapia

filosófica. Ya dijimos que el bien y el mal por naturaleza residen en el albedrío y que todo

lo que no depende de este no es por naturaleza ni bueno ni malo. Las cosas externas al

albedrío son, por tanto, indiferentes. Esto no significa, de acuerdo con Epícteto, que su

uso sea indiferente: “Entonces, ¿qué? ¿Han de ser usadas esas cosas descuidadamente?

De ningún modo, pues eso, a su vez, es un mal para el albedrío y, en ese sentido, contra

naturaleza. Sino que hay que hacerlo al mismo tiempo con interés, porque su uso no es

indiferente y al a vez con equilibrio y serenidad, porque la materia es indiferente” (2,5 (6-

8)). Este pasaje parece indicar que la terapia lleva a una moderación de las emociones, de

los deseos y de los impulsos hacia lo indiferente. Por ejemplo, no hace falta –como en el

caso del padre y su hija enferma (1.11)- que el padre deje de quererla; basta con que

modere su amor y se dé cuenta que la salud de ella no es algo que dependa de él y que,

por ende, ahí no residen el bien y la felicidad. O, por ejemplo: no es que no debamos

desear la salud del cuerpo y conservarlo completico y en buen estado; pero si un día nos

encontramos en una situación tal que un tirano nos chantajea con cortarnos una pierna a

menos que hagamos algo que consideramos indebido, en ese caso simplemente

reconoceríamos que el bien no reside en la pierna sino en ser coherentes con lo que se

nos aparece como bueno o malo y, por tanto, salvaguardando nuestra dignidad personal,

no deberíamos hacer lo que el tirano quiere.

6 Véase también 1.12 (15), 2.16 (27)

7 Podemos discutir en clase, como ejemplo de la terapia que he caracterizado, el capítulo 1.11 e ir señalando

la exposición de ignorancia y el subsecuente alumbramiento de las creencias morales verdaderas por parte del interlocutor.

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Sin embargo, hay otros pasajes que parecen indicar que la terapia, respecto a lo indiferente, no debe conducir sólo a la moderación sino a la extirpación de los deseos e impulsos hacia lo que no depende de nosotros:

Medea no lo soportó y llegó a matar a sus hijos. ¡Qué nobleza de alma, al menos en esto! Pues tenía una representación como es debido, la de no serle a uno posible lo que quiere. «Así, entonces, ¿castigaré al que me injuria y ofende? ¿Y yo qué gano con que sea tan desdichado? ¿Cómo lo lograré? Mataré a mis hijos. Pero también me castigaré a mí misma. ¿Y qué me importa? Eso es venirse abajo un alma de gran temple. Pues no sabía en dónde reside el hacer lo que queremos, que eso no hay que tomarlo de fuera ni transformando las cosas ni alterándolas. No quieras conservar a tu marido y nada de lo que quieres dejará de suceder. No quieras a toda costa que viva contigo, no quieras permanecer en Corinto y, en pocas palabras, no quieras nada más que lo que la divinidad quiere. Y ¿quién te impedirá a ti algo, quién te obligará a ti? No más que Zeus (la cursiva es mia (2. 17. (19-22)).

La pregunta es, entonces, ¿basta con moderar nuestros impulsos y deseos hacia lo que no depende de nosotros o debemos extirparlos? ¿A dónde debe conducir la terapia?

Bibliografía:

Ortíz, Paloma. 1993. Disertaciones por Arriano. Madrid. Gredos.

Long, Anthony. 2002. Epictetus. A Stoic and Socratic Guide to Life. Oxford: Oxford University Press.

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