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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVIII, N o 75. Lima-Boston, 1 er semestre de 2012, pp. 11-25 POÉTICA NARRATIVA Y TRADUCCIÓN CULTURAL EN JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Raúl Bueno Dartmouth College / Universidad Nacional Mayor de San Marcos Resumen El zorro de arriba y el zorro de abajo tipifica la novela traductora que caracteriza la carrera de Arguedas. En este trabajo, argumento que la novela está empapada de traducciones de muchos niveles, y que Arguedas usa el relato prehispánico del Perú como el quid para crear nuevas interpretaciones de la vida peruana. Equilibrando dos papeles como transculturador y traductor cultural, Arguedas modela sus personajes para representar diversas dimensiones, míticas y políti- cas, de la historia y la sociedad peruana. También, se refuerza la importancia del símbolo del zorro en esta obra en particular, y cómo está transculturado por todo el texto. Palabras clave: traducción cultural, transculturación, heterogeneidad, El zorro de arriba y el zorro de abajo, José María Arguedas. Abstract El zorro de arriba y el zorro de abajo epitomizes the translation novel that Arguedas is known for. In this essay, I argue that the novel is steeped in translations on many levels, and that Arguedas uses prehispanic history in Peru as a crux for creating new interpretations of Peruvian life. Balancing roles as both a transcul- turador and a cultural translator, Arguedas models his characters to represent many dimensions, mythical and political, of Peruvian history and society. I also reinforce the importance of the symbol of the zorro (fox) in this particular work, and how it is transculturally reproduced throughout the text. Keywords: cultural translation, transculturation, heterogeneity, El zorro de arriba y el zorro de abajo (The Fox from Up Above and the Fox from Down Below), José María Arguedas. Voy a enfocar el caso José María Arguedas –y en particular su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971, en adelante Los zo- rros)– desde el punto de vista de la traducción cultural. El hecho es

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Análisis de la poesía de José María Arguedas.

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVIII, No 75. Lima-Boston, 1er semestre de 2012, pp. 11-25

POÉTICA NARRATIVA Y TRADUCCIÓN CULTURAL

EN JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Raúl Bueno Dartmouth College / Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Resumen

El zorro de arriba y el zorro de abajo tipifica la novela traductora que caracteriza la carrera de Arguedas. En este trabajo, argumento que la novela está empapada de traducciones de muchos niveles, y que Arguedas usa el relato prehispánico del Perú como el quid para crear nuevas interpretaciones de la vida peruana. Equilibrando dos papeles como transculturador y traductor cultural, Arguedas modela sus personajes para representar diversas dimensiones, míticas y políti-cas, de la historia y la sociedad peruana. También, se refuerza la importancia del símbolo del zorro en esta obra en particular, y cómo está transculturado por todo el texto. Palabras clave: traducción cultural, transculturación, heterogeneidad, El zorro de arriba y el zorro de abajo, José María Arguedas.

Abstract El zorro de arriba y el zorro de abajo epitomizes the translation novel that Arguedas is known for. In this essay, I argue that the novel is steeped in translations on many levels, and that Arguedas uses prehispanic history in Peru as a crux for creating new interpretations of Peruvian life. Balancing roles as both a transcul-turador and a cultural translator, Arguedas models his characters to represent many dimensions, mythical and political, of Peruvian history and society. I also reinforce the importance of the symbol of the zorro (fox) in this particular work, and how it is transculturally reproduced throughout the text. Keywords: cultural translation, transculturation, heterogeneity, El zorro de arriba y el zorro de abajo (The Fox from Up Above and the Fox from Down Below), José María Arguedas.

Voy a enfocar el caso José María Arguedas –y en particular su

novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971, en adelante Los zo-rros)– desde el punto de vista de la traducción cultural. El hecho es

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que Arguedas ha traducido toda su vida. Lo ha hecho como persona bilingüe, escritor y antropólogo. Ha traducido la cultura quechua moderna para que halle curso y dignificado sentido en la castellano-parlante del Perú. En Los zorros por primera y única vez en su vida no traduce en el sentido tradicional, diríamos bilateral, de texto a texto, o más exactamente de cultura a cultura, sino antes bien trans-cribe una compleja situación multilingüe y multicultural, en la que varias traducciones tienen o han tenido lugar en diversos niveles de realidad y hasta en comprensiones visiblemente metalingüísticas. Ahí Arguedas reproduce en un pavoroso batallar con la escritura, del que deja amplio testimonio, un hablar polifónico y de múltiples registros, orígenes, direcciones, visiones del mundo y niveles de in-teligencia, que podríamos adherir a lo babélico de no ser porque su aparente caos no deja de procurar un sentido profundo y, en su di-versidad, unitario. Se trata de un hablar situado en el cruce conflicti-vo de gramáticas y léxicos, grados de competencia idiomática y ac-cidentado aprendizaje de otras lenguas y culturas, que halla en el puerto siderúrgico y pesquero de Chimbote –el puerto pesquero más grande del mundo– el lugar de batalla y su punto de inflexión. Esa precisa circunstancia –lugar de dicciones y contradicciones, de versiones y di-versiones, de traducciones, en fin, de amplio espec-tro– es el motivo central de este trabajo. Se arribará a la convicción de que una destacada poética de la traducción está en la base y la estruc-tura estética de la novela. Y lo que en otras obras de ficción del mismo autor era apoyo argumentativo, elemento coadyuvante, ma-teria de ilustración referencial, en ésta se hace parte sustancial de su sistema compositivo.

Parto de una constatación triple que, por su evidencia, ha pasado por desapercibida para la crítica: casi nadie en el mundo representa-do por Los zorros habla en su contexto original, digamos en su tierra; casi ningún migrante andino habla (o escribe) en su lengua original –obviamente tampoco el autor, “el individuo que […] escribe este libro” (58), quien otra vez ha tenido que dejar de lado su lengua más entrañable, que es el quechua1–; y casi todos los criollos que acuden

1 Sabemos que el quechua es la lengua prioritaria de Arguedas, la lengua de

sus afectos profundos, por varios indicadores dispuestos a la largo de su obra general, como cuando al final del “Primer diario” confiesa que eleva “oraciones

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al lugar atraídos por la quimera de la pesca industrial –en especial Chaucato– se expresan en una lengua brutal, propiciada por la cul-tura logrera, prostibularia y dilapidadora del lugar, tan alejada de los términos caros a una lengua materna. Incluso los migrantes que bus-can la liberación se sienten impulsados a hablar un lenguaje reden-tor, cuyos niveles de extrañeza tocan lo mesiánico y aun delirante –en especial el loco Moncada–. En consecuencia, todos los prota-gonistas de la novela traducen cuando hablan, esto es, acoplan en una lengua segunda, en la que a ojos vista tienen distintos grados de competencia, los contenidos que arden por volcarse en la lengua que les sería más natural y confortable. Así la novela es, desde su mismo origen, una obra traducida al español y sus variantes dialecta-les de lugar. Nace y vive en situaciones de traducción. Es, en suma, una novela fundada sobre la traducción y desarrollada en traduccio-nes a todo nivel, según veremos en lo que sigue.

Los personajes serranos con papel protagónico del llamado rela-to (capítulos I a IV de la primera parte, y “hervores” de la segunda) traducen todos. Eso se ve con facilidad en su hablar “motoso”, pla-gado de inflexiones quechuas y de violaciones a la gramática y la fo-nética castellanas, lo que evidencia una lucha para dar cabida en len-gua ajena a lo que con más propiedad estaría dicho en la de origen. Ellos son Tinoco, Asto, Orfa, Esteban de la Cruz, Gregorio Bazalar, Hilario Caullama, Cecilio Ramírez...; en particular Asto y don Este-ban. El primero, embriagado por su primer salario pesquero, produ-ce la secuencia eufórica “Piscador juerte, machazo... Ochinta tonila-das anchovita, yo” (45), en que la típica confusión fonética de voca-les y cierta ausencia de verbos atan la expresión a una matriz indíge-na y evidencian una traducción bastante accidentada. Por su parte, don Esteban de la Cruz es consciente de las dificultades del traslado de una lengua a otra y del esfuerzo que eso le cuesta, de ahí que en señalados casos (en el diálogo con su compadre Moncada) tenga que acudir a su lengua materna para darle seguridad a su traducción: “El bolsita del pión, chuspa que llamamos...” (168), dice, y luego le pregunta a Moncada para enderezar una traducción errónea: “¿Des-

quechuas” a los santos al ser acosado sexualmente por la mestiza Fidela (28), o cuando necesita convocar sus canciones en la ficción narrativa, o incluso en la vida civil (fui testigo privilegiado de ello).

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abridoso?” El compadre le corrige, “desabrido”, a lo que don Este-ban añade una réplica que yo hallo ejemplar porque afirma la segu-ridad que le da el uso de su lengua de origen: “Eso mismo, en qui-chua, más seguro dice qaima” (169). Sobre la interacción lingüística entre serranos y criollos resulta muy interesante observar aquí la aplicación de un “mote” que le hace el zambo Mendieta al cabo de policía que lo está tomando preso, lo que origina esta pregunta: “¿Por qué dices 'ostí'?” Mendieta responde: “En la cara; en el hablar se conoce al serrano. Usted serrano” (42). Es decir, le habla al cabo con las variantes de español que ha aprendido de los migrantes de la sierra, no sólo con palabras mal pronunciadas, sino con una gramá-tica influida por las estructuras quechuas: “Usted serrano” en lugar de un “usted es serrano”. Dicho de otro modo, Mendieta está ajus-tando su expresión a la de los migrantes: traduciendo su hablar al español “motoso” de los migrantes de las alturas, que el policía co-noce bien por su origen.

Chaucato, dueño de una antigua y pequeña embarcación pesque-ra, no es serrano, sino lo que en el Perú de hoy se dice criollo. Pero su lengua de batalla es una jerigonza violenta y harto sexualizada, que busca acreditar autoridad y hasta autoconservación en un medio que ya le resulta peligrosamente hostil porque ha caído en desgracia ante el poderoso armador Braschi. Interpelando a dos nuevos tripu-lantes, violinista el primero y homosexual el segundo, dice: “¿No vomitas? Entonces vas derecho a la anchoveta que Braschi, el cule-macho, li’ha quitado a los ‘cochos’ alcatraces. Ese, ese qu’está a tu lado, va’olvidar aquí el ojete, porque la mar es la más grande concha chupadora del mundo. La concha exige pincho, ¿no es cierto, Mu-do?” (31s). El violinista, el Mudo, el characato Pretel, Zavala, el Tar-ta participan de esa jerga, aunque con diferentes grados de necesi-dad y rudeza. Por ejemplo, casi todos comparten la noción de que el mar es una inmensa vagina que origina el boom de la harina y del aceite de pescado. Dice el Tarta: “Yo voy a la gran chucha’e tu ma-dre que n-n-nos alimenta, que-que-que parió a Braschi, a Rincón” (49). Por otro lado, Moncada, su compadre don Esteban, Cecilio Ramírez y el padre Cardozo pertenecen a una estirpe de predicado-res visionarios que, apoyados en el prestigio de destacados discursos e iconos religiosos o civiles, actuando en distintos grados de perti-nencia y hasta de coherencia, hablan un lenguaje de redención espi-

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ritual o social. Descontextualizan y adaptan, es decir, traducen a si-tuaciones reales esos discursos y dejan fluir un habla cuya extrañeza y enigma producen seducción y aun empatía en sus oyentes. Al res-pecto, refiriéndose a Moncada dice la esposa de don Esteban: “Lo-co por causa de nuestros pecados; pobrecito [...] Predica y como a santo lo marterizan” (181).

Es obvio que los gringos de la novela, los hermanos adventistas, los religiosos de varias congregaciones instaladas en el área, el cura hispánico Cardozo, el ex-cuerpo de paz Maxwell, viven en Chimbo-te en constante situación de traducción. Hablan en castellano lo que podrían decir mejor en inglés. El loco Moncada se ha percatado de ello y, cuando el tren tritura la jaula de cuyes y un gallo, ensaya esta predicación: “¡Ah, ah! La vida, la muerte, la pestilencia de harina de pescado, de fraile norteamericano gentil, caballero que no pronuncia el castellano como es debido. El yanki cura [...] no va a poder nunca por nunca jamás hablar como es debido el castellano, el español que decimos” (67). Sabe Moncada que los migrantes andinos, entre ellos su compadre don Esteban, están en la misma situación, pero lo que no dice de éstos dice de los norteamericanos, obviamente porque en su mentalidad no siempre incoherente, o misteriosa, tiene claro que éstos son invasores: “¡Que se vayan los extranjeros!”, clama (65). En efecto, aunque hay extranjeros como Maxwell y el padre Cardozo que hablan bastante bien el castellano, hay efectivamente otros, co-mo el padre Hutchinson, que trastornan su sintaxis al modo de los andinos: “el padre Cardozo ha derramado lágrima de emoción sin-cero” (259). Puede ser el mismo que, en el traslado de cruces y ca-dáveres a otro cementerio, perifonea: “Solamente otros muertes en-terrar en otro cementerio, otro lado San Pedro. Ustedes decidir, ilustrísimo obispo Monseñor, respetar” (73). También resulta in-teresante constatar que a veces los gringos optan por su propio idioma, y hasta se instan a hablarlo: “Explícate o explícame. Y usa el inglés con más frecuencia” (244) le pide Cardozo a Maxwell. En un caso digno de mencionarse Maxwell, retirado ya del Cuerpo de Paz, bailando con la “tremenda” prostituta gorda repite en inglés: “¡Un hipopótamo sagrado!” (39). Obviamente lo dice en ese idioma para no herir a la mujer, que en efecto evolucionaba haciendo temblar sus carnes, en una mezcla de gracia y de ridículo, pero la expresión

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se registra en español –en un acto de traducción cuya índole vamos a considerar luego– debido sin duda a la intervención del narrador.

Durante la larga conversación entre don Ángel Rincón Jaramillo, jefe de la Nautilus Fishing, y don Diego éste afirma: “dicen, don Ángel, que aquí en Chimbote a todos se les borra la cara, se les asancocha la moral, se les mete en molde” (97). Una moral asanco-chada vendría ser, a partir de “sancochar” que registra Moliner2, una moral malograda, o deficitaria. Quiero extender la noción al campo del lenguaje para añadir que, a la luz de lo ya visto, en Chimbote a todos se les asancocha la expresión y lo que va acarreando el lugar es una suerte de habla asancochada. Es producto del forasterismo ca-racterístico del entorno, del masivo aprendizaje de lenguas y culturas que impone la singular situación de Chimbote, del masivo proceso de traducción que ese aprendizaje fomenta, y de todas las demandas que supone un cuerpo social tan heterogéneo como efervescente. Se complica aún más el cuadro inter- y trans-lingüístico de lo represen-tado si tenemos en cuenta que aún hay en ese universo otras instan-cias de traducción, esta vez debidas a los personajes míticos –los zo-rros– que animan el conjunto, la presencia del narrador del relato, y del autor que escribe sus diarios. A eso vamos.

Pero antes, ahora que hablamos del autor, conviene avanzar este pequeño excurso en el que se puede ver a la vez el grado de perte-nencia –y pertinencia–que el autor demuestra hacia su lengua que-chua, y lo que podríamos llamar el grado cero de su traducción cul-tural. Al inicio de su “Segundo diario” al hablar de la secuencia de Todas las sangres que da cuenta de la batalla de siglos que en estas tie-rras sostienen los diablos indígena y español, Arguedas escribe: “Y esa pelea aparece en la novela como ganada por el yawar mayu, el río sangriento, que así llamamos en quechua al primer repunte de los ríos que cargan los jugos formados en las cumbres y abismos por los insectos, el sol, la luna y la música” (89). Son de notar: la traduc-ción de la expresión, la expansión de su contexto cultural, que avisa del cuidado que tiene un traductor no meramente lingüístico-frasal, sino cumplidamente cultural, y, por sobre todo, el sentido de recí-proca propiedad que hay entre el autor y la lengua quechua, ella es

2 “Alteración de ‘soncocho’ [...] Sancochar. Cocer o guisar una vianda mal o

incompletamente” (1101).

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de él, como él es de ella, lo que queda expresado por un inclusivo “nosotros” que sin lugar a dudas lo hace parte natural del conjunto cultural indígena que lo abarca. Más de lo mismo, aunque quizá de modo menos explícito, tenemos en los usos y definiciones que Ar-guedas en sus diarios da de “ocllo”, “lloclla”, “nionena”, “ayllu”, “ayoq sapatilla” , “ima sapra”, “jalka”, etc.

El título de la novela sugiere una engañosa dualidad, en que dos sujetos en sus respectivas situaciones ejecutan dos historias que de algún modo se relacionan. El lector pronto se da cuenta de que los humanizados zorros de arriba y abajo, los espacios que habitan y los relatos que generan son múltiples, y que el juego de dobles se re-produce como en la progresiva división celular. La lectura entonces revela que hay muchos espacios de arriba y de abajo, que la catego-ría misma no es tanto espacial como social, y aun histórica, que las historias consisten de un profuso tramado de peripecias individuales y colectivas, y que los proverbiales zorros son, en verdad, varios, existiendo por sí o mediante inusitadas encarnaciones en personajes que creíamos consistentemente humanos, ni divinos ni animaliza-dos. Y aunque todavía el relato sostiene la alegoría primigenia de costa y sierra del Perú, de sujetos andinos y serranos, y aún la más actual de indígenas de las alturas y mestizos y criollos de las zonas bajas, el lector ha de enfrentarse a zorros que antes eran de arriba y ahora son de abajo, o al revés, o de ambos espacios a la vez, o de distintas dimensiones de realidad, sean éstas mitológicas, literarias, socio-históricas, gnoseológicas y aún epistemológicas. Un pasaje de aliento mítico puede ejemplificar lo hasta aquí dicho: “EL ZORRO DE ARRIBA: [...] Oye: yo he bajado siempre y tú has subido. Pero ahora es peor y mejor. Hay mundos de más arriba y de más abajo. El individuo que pretendió quitarse la vida y escribe este libro era de arriba; tiene aún [ahora que es de abajo] ima sapra sacudiéndose bajo su pecho. ¿De dónde, de qué es ahora?” (58; los énfasis y el inciso son evidentemente míos). Se entiende que el individuo que escribe, en otras palabras: Arguedas, el autor material del discurso, es encarna-ción de uno de los zorros, o de ambos, o de manera más turbadora aún, es un tercer zorro, ahora de arriba y de abajo, de antes y de la actualidad, y etcétera. En lo que sigue nos proponemos ingresar en la multiplicación de zorros planteada por la novela. Dejaremos para

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más adelante el tema también inquietante de la multiplicación de es-pacios históricos que esos zorros refieren.

La secuencia que sirve de base a toda esta generación vulpina no le pertenece directamente a Arguedas, ni siquiera al mundo andino actual. Le pertenece a la antigüedad prehispánica, y más exactamen-te al mundo que a fines del siglo XVI le cupo conocer, en las alturas de Huarochirí, al extirpador de idolatrías Francisco de Ávila. El im-placable “doctor Ávila” –según Guaman Poma (437s y 444)– había recogido en quechua las supersticiones que Arguedas traduce al es-pañol para el volumen bilingüe Dioses y hombres de Huarochirí editado por Pierre Duviols en 1966. Es del archivo, entonces, de donde Ar-guedas extrae el recurso compositivo que le da base y contenido hermenéutico a su novela. He argumentado en otro lugar (2011) que la diferencia entre traducción cultural y transculturación radica en la diferencia entre comprender y asumir: quien comprende y explica una realidad cultural ajena es el traductor cultural (artistas, literatos, críti-cos, etnólogos y antropólogos van de este lado). Quien asume y ha-ce suyo parte del patrimonio cultural del otro es el transculturador. Arguedas narrador, etnólogo y antropólogo se vale de su doble condición de creador y científico social para construir su novela. És-ta revela la presencia de ambas, traducción cultural y transcultura-ción. En la novela se percibe que hay comprensión suficiente del mito andino de los dos zorros tanto en su contexto original como en sus proyecciones: en el pasado antiguo los dos zorros se encon-traron en el cerro Latausaco de Huarochirí para intercambiar infor-mación conflictiva, que en ese entonces era del orden de la sexuali-dad femenina inaceptable. Arguedas vuelve a traducir el mito que bien conoce, en esta ocasión en versión simplificada y a la vez ex-tendida –licencias de literato–, para transculturarlo en su texto y ha-cerlo así viable a la revelación de nuevos conflictos y anomalías. Así, los mundos de arriba y de abajo, ya de por sí en tradicionales rela-ciones de conflicto, entran de nuevo en diálogo para revelar una si-tuación contemporánea plagada de irregularidades e inquietudes. En el proceso narrativo los mundos se desverticalizan, se hacen de acá y de allá, o del primer y tercer mundos, o de la fuerza de trabajo y el capital, o aún de lo tradicional-mágico y lo moderno-racional. En el fondo, eso es también lo que propone Arguedas con su libro: distin-tas pero complementarias traducciones culturales, incluso traduc-

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ciones de traducciones; y distintas transculturaciones –piénsese por un instante en las conversiones de los norteamericanos Cardozo y Maxwell, sacerdote aquél y miembro del Cuerpo de Paz éste, que devienen luchadores sociales en busca de la liberación de un pueblo que hacen suyo–; incluso transculturaciones de transculturaciones. Ahí está parte de su grandeza, y la de su libro: en reproducir e ilus-trar con vividez, con angustia de vida y muerte, un basto y tumul-tuoso proceso cultural y social que no acaba, que solamente muta. Y en ese proceso de reproducción (o de retraducción) no puede evitar que su libro resulte homológicamente complicado, “entrecortado y quejoso”, “destroncado” (267, 270 –“¿Último diario?”) como el universo que traduce3 y atrapa.

La novela de Arguedas deja la apariencia de ser una continuación o un desprendimiento contemporáneo del mito de los zorros inclui-do en Dioses y hombres de Huarochirí. Mas, a partir de las nociones de traducción cultural y transculturación que acá se manejan, va que-dando claro que Arguedas está usando metafóricamente –incluso metodológicamente– el relato prehispánico. Influido por el pensa-miento mágico que transpira la novela, el lector se siente inclinado a pensar que los zorros míticos trascienden su libro y controlan todo el conjunto discursivo, incluyendo al autor material. Pero esto es también un efecto de sentido diseñado por la instancia autoral. Hay, en efecto, signos hábilmente dispuestos en el texto con el objeto de generar esa impresión. Los zorros –esto es, los breves textos que los presentan como tales–irrumpen en el espacio de los textos del autor material (“Primer diario”) y del narrador del relato (capítulo prime-ro). Es como si ambas instancias discursivas fueran sus dominios, como si los dos enunciadores de más alcance en esta obra de ficción fueran sus dependencias. Además, según ya hemos visto, en la se-gunda incursión uno de los zorros hace una referencia condescen-diente al autor: “El individuo que pretendió quitarse la vida y escri-be este libro” (58). Es más, ellos mismos se asignan la función de narradores del relato, como puede verse claramente en esta secuen-

3 Es hora que aclare aquí que suscribo la noción de traducción aplicada por

Paula Rubel y Abraham Rosman al trabajo antropológico de transcripción y explicación de realidades culturales ajenas: “Los antropólogos son escuchas que ‘traducen’ la cultura local, creando una pintura para el mundo de afuera” (16).

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cia que pretende comprobar una pericia enunciativa: “EL ZORRO DE ABAJO: ¿Entiendes bien lo que digo y cuento? EL ZORRO DE ARRIBA: Confundes un poco las cosas” (56; mi énfasis). Sin em-bargo, toda esta situación meta-textual y proteica de los zorros cae por su peso, cuando una simple pregunta de Arguedas al final de su “Segundo diario” recupere la autoría de las incursiones y ponga en entredicho tan interesante y hasta bello tramado: “¿a qué habré me-tido estos zorros tan difíciles en la novela?” (94). Queda claro aquí el doble papel traductor de Arguedas, que primero traslada la narra-tiva de los míticos zorros del quechua al español, que luego traslada (traduce) la imaginería y figuraciones de los zorros desde un contex-to andino legendario a otro costeño actual, indigenizado, donde vuelven a ejercer sus funciones de observadores e intérpretes de la realidad, sujetos de comunicación y revelaciones, sutilmente per-meables a la música y casi siempre hechizados, para bien o para mal, por la sexualidad femenina. Cuando en el relato del acaecer de Chimbote los zorros, que humanizados incursionan en la vida de los protagonistas y sus alrededores, se hallan cómodos y danzan jubilo-sos, como don Diego al ritmo de una canción que luego resulta que es una “yunsa” cajabambina, o como el hombre pequeño de camisa roja al ritmo de la música que fluye de la guitarra del ciego Crispín, entonces sabemos que esos zorros no sólo han sido traducidos –y traducidos bien, en sus funciones culturales, repito–, sino que se han aclimatado a este mundo: han sido transculturados. Sin embar-go, aunque ellos vayan por todo lado en los textos del libro, al pun-to de parecer omnipresentes vigilantes de cada una de las acciones, y que en sus momentos más visibles corran y salten y zigzagueen por el libro como lo hacen ya en el mundo representado que ahora habi-tan, ellos no están ahí para controlar, ni para narrar, aunque eso di-gan y hasta parezca que hacen, especialmente cuando encarnan en personajes de súbito aspecto vulpino (don Ángel, el Tarta, el mensa-jero, entre los que todavía no he nombrado). Están ahí para apoyar y apurar (o retardar, que a veces pasa) un proceso compositivo del que son inspiradores, leitmotifs, incluso razón estructural, y a su ma-nera, claro, también personajes.

La crítica ha hecho ver que los zorros mitológicos funcionan en la novela como nexos entre los diarios y el relato (Cornejo Polar, Lienhard, entre otros). A la luz de lo que vamos argumentando yo

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quiero ver ese nexo en función traductora. No hablo de traduccio-nes especulares, por supuesto, pero tampoco de versiones desco-medidas, sino más bien prolijas en la ampliación de funciones –que Barthes denominaba catalíticas– en el texto de llegada. Para esa crí-tica está claro que los zorros comunican traduciendo especialmente situaciones culposas originadas por la sexualidad femenina. En efec-to, al final del primer diario tenemos la iniciación sexual del autor cuando era adolescente (“Todo mi cuerpo anhelaba [...] Fidela se echó a mi lado. Se había levantado el traje; le toqué el cuerpo con mis manos” 28), la cual, mediante una línea del zorro de abajo (“Un sexo desconocido confunde a ésos” 29) y otra del de arriba (“fue detenido por una virgen ramera que los esperó con las piernas des-nudas” 58) se traduce en varias situaciones prostibularias de Chim-bote y también en el tópico del poderoso órgano sexual femenino que es el mar, proveedor de la inmensa riqueza pesquera. Me intere-sa destacar dos escenas equivalentes a la del diario. Una es la del an-dino que retrocede entre encandilado y pasmado ante el avance de la mujer desnuda: “La ramera abrió los brazos, blanquísimos, movió los pechos. Asto se apellidaba ese pescador. ‘¡Lucero, estrella!’ dijo a locas, cuando ella se inclinó para abrazarlo” (45). Otra es la del Tar-ta, que antes de su epifánica carrera de zorro feliz, besa en público el sexo de una desnudista: “avanzó de rodillas; tomó con cada mano una pierna de la mujer...” (142).

El valor alegórico de las escenas que hemos referido (el pecado, el castigo, la dicha, la creación, la riqueza... dígalo usted, lector) también es traducción transculturante del texto original, pero de partes no incluidas por Arguedas en el diálogo recordatorio de sus zorros. Lo que en el discurso mítico cuenta el zorro de arriba sobre la infidelidad de la mujer de Tamtañamca se expresa en objetos que son brevísimas alegorías, como el grano de maíz que salta del tosta-dor y se introduce en la vagina de la mujer, la mujer que da de co-mer ese grano a un hombre que no es su esposo, la culpa que se ex-presa en la serpiente que le devora su casa, y el sapo de dos cabezas que mora debajo del batán. Entonces tenemos que concluir que los zorros originales, en especial el de arriba, ya traducían las ocurrencias de su tiempo a un lenguaje mítico; y que Arguedas, mediante sus re-novados zorros, vuelve a traducirlas en contexto chimbotano y am-biente prostibulario. El dinero que pagan Asto, el Tarta, Chaucato,

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Tinoco y los otros pescadores tiene una pesada maldición de origen: no va a prosperar en manos de los pobres y se va a disipar en sexo, alcohol y otras francachelas, sin provecho ni satisfacción duradera. Fuera de ese circuito neo-mítico, sabemos por el zorro don Diego que es la mafia instalada por Braschi y los otros armadores quienes se encargan de orquestar el retorno seguro del dinero que entregan como salario a los pescadores. ¿Por qué traer a una situación con-temporánea tercermundista una mitología de muchos siglos? Rodri-go Montoya sugiere que los zorros de Arguedas están penetrados de una historia de cuatro siglos y medio de impacto cultural occidental, que llega a nuestros días. En efecto, vemos que la dominación colo-nial los ha hecho de algún modo solidarios, es decir a los sujetos y pueblos a quienes representan: el yunga desaparece o sube a las altu-ras y se une a los andinos, los andinos, más recientemente migran a las ciudades costeñas y reinstalan un nuevo zorro de abajo que re-formula el panorama cultural costeño y de las grandes ciudades. Existen, pues, razones para que en la traducción transculturadora de Arguedas haya lugar para una esperanza y hasta una necesidad de solidaridad entre estos zorros que, en el pasado, estaban marcados por la oposición y el conflicto.

Conviene remarcar a estas alturas que, sumando las reales y po-sibles instancias de traducción, traducción cultural y transcultura-ción ya vistas se justifica postular la existencia de un principio es-tructural de la obra –no el único, pero no el menos importante entre los ya señalados por la crítica– basado en la traducción y sus amplia-ciones y variantes transculturales. Digo una razón poética de alcan-ce, de la que en mucho dependen el orden y el funcionamiento del relato chimbotano, y aun del sistema discursivo que lo comprende. Así, la pulsión traductora, que en la obra anterior de Arguedas es comparativamente discreta y en general coadyuvante, en Los zorros se vuelve patente, diríamos protagónica, incluso generativa, y por ello mismo central.

A la pregunta de en qué lengua se expresan los zorros surge la pronta respuesta: en quechua. Tiene que ser en quechua, pues esa es su lengua digamos materna; y es en quechua, en efecto, cuando una traducción al español cede su lugar ante el original nativo al final de su incursión en el capítulo primero. Ambos zorros ahí se expresan directamente en esa lengua. Primero el de arriba, haciendo una in-

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vocación casi clásica: “Yanawiku hina takiykamuway atispaqa, aslla-tapas, Chimbotemanta…” (“cuéntame de Chimbote... Canta si pue-des, un instante” –58), y luego el de abajo, dando un prolijo reporte de la pestilencia y miseria del lugar: “Nisiutam kaypi, sumaq, millay kapaykuma, imaymana…” (“…los olores repugnantes y las fragan-cias…” –58ss). Cabe preguntarse, antes de continuar: ¿quién tradu-ce? ¿Los zorros? Ha de ser el autor, el único probadamente bilingüe en ese conjunto discursivo. Ha de ser él, que es quien lo controla y modula hasta el final, pese a sus circunstancias. Ahora bien, a partir de la comprobación de que la lengua de los zorros es el quechua, y de un acto de fe en la posibilidad fuerte de que los zorros sean los narradores de los aconteceres chimbotanos del libro, Martin Lien-hard sostiene que “todo el texto del Relato [es decir, el conjunto de todas las secuencias narrativas propiamente novelísticas –mi aclara-ción] se ha traducido del quechua” (180). Esto es en gran medida verdad, pero por otras razones. La mayor es que el autor material del libro es bilingüe. Pero bilingüe con especial preferencia por el quechua, que es la lengua de la ternura y de sus afectos primeros, según dijo en un aparte del Primer Encuentro de Narradores Perua-nos de Arequipa, en junio de 1965. Además, don Ángel Rincón y don Diego no hablan quechua. El primero es de Cajamarca, zona ya castellanizada según el propio Arguedas. El segundo usa gorra india, pero está perfectamente familiarizado con los manejos del imperio industrial de Braschi, es supuestamente parte de la industria y usa un “nosotros” gerencial, engañoso, destinado a generar el habla sincera de don Ángel. No descuento, con todo, que Arguedas pudo haber escrito su libro en quechua, pero eso nos habría dejado “fuera del círculo” a todos nosotros, ahora, y antes a su esposa Sybila y a sus entrañables amigos invocados en los “diarios”. Y habría desatendi-do, de paso, su llamada antropológica –”traducir” realidades otras– y su compromiso de intelectual comprometido con la liberación de los oprimidos –su amistad profunda con el teólogo Gustavo Gutié-rrez–. Tal como nos ha llegado, con su forma heteróclita y sus vaci-laciones y disloques y silencios, este libro nos pone a los lectores al filo mismo de la traducción, y de sus valores y problemas, y nos po-ne en relieve a un Arguedas viviendo (y muriendo) precisamente en ese filo, en el que fue situado desde el inicio y para siempre por su doble condición de creador y antropólogo bilingüe.

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RAÚL BUENO

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Con Los zorros Arguedas emprende su última y más ambiciosa ta-rea de traducción cultural y de transculturación. La empresa es vas-ta, como vasto y complejo es el mundo efervescente, multifacético y multicultural del puerto pesquero de Chimbote de los años 60, que se propuso representar de modo narrativo, es decir, traduciéndolo a relato ficcional. Y en esa portentosa tarea se le fue literalmente la vida. Toda su trayectoria escrituraria el autor la había pasado tradu-ciendo culturas, más que meramente textos, haciendo que éstas tu-vieran sentido y valor la una en las otras. Su labor de mayor enver-gadura, vista desde esta época que ha fragmentado el concepto, li-cuado las fronteras de los campos de estudio y relativizado la mira-da, pero que no afecta la unidad del propósito trascendente del au-tor, ha sido siempre la de tender puentes de comunicación entre los dos sectores básicos de la cultura andina: el castellano-parlante y el que se expresa en lenguas indígenas. Hoy podemos ver que esos puentes tienen que ver más con el concepto ampliado de traducción que aquí se maneja, que con el de transculturación narrativa con que Ángel Rama lo lanzara a la cúspide de nuestros estudios culturales. Es que este último concepto enfatiza la apropiación cultural y, para el caso narrativo, la adopción de formas metropolitanas que permi-tan vehicular contenidos y valores regionales y tradicionales sin atender a la portentosa tarea lingüístico-cultural en la que Arguedas empeñara su vida. La traducción cultural cara a nuestro autor, estoy convencido, capea mejor la heterogeneidad raigal de la cultura pe-ruana –sin disolverla en la peligrosa homogeneidad– y hace que las culturas andinas y sus pre-textos y textos –mitos, leyendas, cantos, ritos...– tengan significación casi plena en la cultura de llegada. Ese proceso lo ahondó y enriqueció Arguedas en la escritura de Los zo-rros y en la traducción de su referente a una necesariamente quebra-da y algo contrahecha, pero siempre potente materia narrativa.

Hanover, NH, 13 de octubre, 2011

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