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1 PINTAR LAS FUERZAS: Trazos para un “encuentro” entre Nietzsche y Kandinsky. Juan Salzano

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Page 1: Pintar las fuerzas_Trazos para un encuentro entre Nietzsche y Kandinsky (versión II_interlineado simple)

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PINTAR LAS FUERZAS:

Trazos para un “encuentro” entre Nietzsche y Kandinsky.

Juan Salzano

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Índice

• Índice…………………………………………………………………………………………...p. 2

• 0.0. La intuición de la Fuerza.......................................................................................................p. 3

• 0.1. Las líneas de fuerza……………………………………………………………...………...p. 11

• 0.00. Coda...................................................................................................................................p. 28

• Bibliografía.................................................................................................................................p. 30

• Catálogo de pinturas utilizadas...................................................................................................p. 31

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0.0. La intuición de la Fuerza: Gilles Deleuze, en una de sus clases sobre Spinoza, hace una hermosa lectura de la

pintura medieval en relación a la exigencia eclesiástica de atenerse a subordinar todo a las imágenes de Dios: “¿No podríamos hacer otra hipótesis, a saber, que la pintura en esa época tiene tanto más necesidad de Dios, que lo divino, lejos de ser una coacción para el pintor, es el lugar de su máxima emancipación? En otros términos, con Dios puede hacerse cualquier cosa, puede hacerse lo que no podría hacerse con los humanos, con las criaturas. Dios está, pues, investido directamente por la pintura, por una especie de flujo de pintura y, a ese nivel, la pintura va a encontrar una especie de libertad por su cuenta, libertad que nunca habría encontrado de otra forma”1.

En suma, y siguiendo a Bergson, el artista es aquel que convertiría los obstáculos en medios de creación: sí, la Iglesia coacciona a los artistas para que subordinen las líneas y los colores a la jerarquía de Cristo; pero este obstáculo, esta captura celeste del trazo y el khroma, será llevada a su potenciación, a tal nivel de desarrollo que los contornos entre lo divino y la pura naturaleza contra natura se volverán indiscernibles, se perderán en un espectro de dispersión en el que ya no es posible saber qué hay de divino en lo natural, qué hay de diabólico en lo divino.

No cabe duda, claro está, de que la pintura ostenta una adiposidad simbólica; hay una exigencia de re-presentación en las pinturas medievales: pintar la grandiosidad y la jerarquía divinas. Pero, ¿cómo se concilia la representación de lo divino con la prohibición de realizar imágenes –ídolos– de Dios? Por ejemplo, entre la Idea divina y sus copias infieles no puede haber más que un efecto de simulacro (tal y como lo pensaba Platón)2. Por eso los judíos evitaban representar en sus códices a Yahvé directamente; el Dios de los ejércitos era sustituido, aludido por un rayo o por una mano. Los cristianos, por el contrario, poseían la encarnación de Dios en Cristo-humano, razón de más para interpretar como válido el principio de representación.

Pero, más allá de estos vericuetos en los que la heterodoxia mina desde dentro a la ortodoxia, hay algo más: una visión positiva de estas potenciaciones. En la medida de sus posibilidades, en el seno de una época cuya captura de las líneas estaba encarnada por lo divino-cristiano, el artista cabalga el obstáculo de tal modo que le encuentra una salida: las formas y la representación (el simulacro de representación) de lo divino (sobrenatural y trascendente) se vuelven medios para la creación de nuevas fugas de la pintura, nuevas conquistas creativas inmanentes (no de modo evolutivo, ni mucho menos, claro está, sino siempre de nuevo, en cada época: un obstáculo o centro de poder no se define tanto por su zona de influencia como por su impotencia, por todo aquello que se le escapa y para restringir lo cual tuvo que surgir; todo obstáculo o poder es el índice de algo que se le resiste3).

Idea tentadora la que Deleuze nos pinta y que nosotros aceptamos de buen grado, pues si bien la exigencia divina en la pintura no produce una emancipación absoluta de la representación (ahora en función de ideas, de jerarquías, de un real del mundo suprasensible, trasmundano), manifiesta, sin embargo, la inmanencia de una fuga de la mera representación “naturalista”, de la obligación de “ilustrar”. Si no nos contentamos con observar los orígenes o los resultados de estos pasajes (la representación naturalista de la que se fuga y la representación divina a la que se llega, es decir, los estados de la pintura, en los que la línea abstracta aún se cierra en contornos, en formas, en ilustraciones o en narraciones), sino que exigimos una intuición de los pasajes mismos

1 Deleuze, Gilles; Spinoza: Cours Vincennes - 25/11/1980, en: http://www.webdeleuze.com/php/texte.php?cle=18&groupe=Spinoza&langue=3 2 El hombre está hecho “a imagen y semejanza” de Dios, pero, si bien conserva la imagen, desde la Caída ha perdido la semejanza. 3 “Por eso los centros de poder se definen más por lo que se les escapa o por su impotencia que por su zona de poder”, ver: Gilles Deleuze-Félix Guattari; Mil Mesetas, Valencia, Pre-textos, 2002, pp. 221-222 (En lo que sigue: MM).

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(el pasar de un estado al otro, de una representación a otra –pasar que ya no puede definirse a partir de los estados entre los que pasa, por lo que se vuelve un devenir-informe aunque absolutamente preciso en su borrosidad que pasa entre las formas y las arrastra hacia un movimiento caótico, aleatorio, no-lineal; el constante pasar en el seno de una misma representación que permite libertades insospechadas frente a un principio de realidad previo), nada nos impide captar esos movimientos o cambios como índices de algo más inapresable, más evanescente, aunque tanto más real: la positividad dinámica de las fuerzas, de las intensidades que se actualizan creando formas desde sí mismas, pero que son irreductibles a estas en virtud de su pura diferenciación, de su pura vibración, de su puro cambiar (un cambio, un “paso”, una fuerza, no son estados y, hemos dicho, no pueden ser explicados por estos). Después de todo, la mímesis no existe, nunca hubo tal mímesis. Por ejemplo, el retrato de un pájaro involucra a la obra en un devenir doble4: por un lado, un devenir-pájaro de la obra (y del artista en la obra: devenir-inhumano). Pero aquí se trata siempre de un pájaro inacabado (nunca un “pájaro” real, nunca la “forma” pájaro como “meta”). Un pájaro virtual, desarticulado, a su vez en devenir, en un devenir-pintura. El retrato de un pájaro es un devenir-pájaro de la obra en simultáneo con un devenir-pintura del pájaro en el que lo que se captura son “puras” fuerzas pajarísticas, desligadas de su “forma”: es un devenir-pájaro-devenido-pintura.

Primera exigencia de la pintura: Pensar la obra en movimiento, subordinar las formas y los materiales a las fuerzas y las intensidades.

Las formas son efectos (inmanentes, actuales y objetivos) de las fuerzas, aunque las fuerzas sólo existan actualizándose constantemente en formas por ellas creadas. Todo se dirime al nivel del sentido de los vectores: o bien la fuerza depende de una forma previa como su condición necesaria (ejemplo: la forma “informa” desde fuera a la fuerza, a la materia-potencia, pero esta última no es más que potencia indeterminada y no posee realidad propia, no es más que contenido relativo a la forma como su presupuesto limitante – Aristóteles como el psicopompo de esta tradición), o bien son las fuerzas las que constituyen las condiciones inmanentes de realidad de las formas (ejemplo: sin la cancelación o igualación provisorias de una multiplicidad de intensidades –que sin embargo insisten virtualmente– no podría haber formas, ni sustancias formadas, ni objetos sensibles). Si optamos por la segunda opción, realizamos el giro nietzscheano, al que se adhieren, entre otros, filósofos como Jacques Derrida, Georges Bataille, Maurice Blanchot, Michel Foucault, Jean-Francoise Lyotard y Gilles Deleuze. Esta lista no es homogénea ni general: el giro nietzscheano no se actualiza en cada uno de ellos de la misma manera, ni tiene las mismas consecuencias en su pensamiento.

En este texto, y en un gesto que parecerá, seguramente, soberbio (pero que no pasa de ser una sencilla conectividad y apertura a otras intervenciones), nos citaremos dos veces. Aquí, la primera: “(...) la fuerza como tal, nos recuerda Derrida recordando a Deleuze recordando a Nietzsche5 (en una secuencia de transformaciones de la fuerza), es diferencia de fuerza.

Ha sido Deleuze quien ha analizado la intensidad con mayor rigor y no se ha cansado de repetir su diferencialidad constitutiva6: la intensidad es una diferencia de intensidad entre un máximo y un mínimo infinitos de intensidad. Como tal comporta una resonancia unívoca no

4 Un devenir no es ni una imitación ni la adquisición de una nueva forma, ni tampoco un fenómeno imaginario: es una verdadera composición y transferencia real de fuerzas y potencias. El devenir es real sin ser real la “forma” que se deviene. Ver: MM, 239-307. 5 Derrida, Jacques; Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1998, p. 52. 6 Deleuze, Gilles; Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 14-15 (En lo que sigue: NF): “El ser de la fuerza es el plural (…), diferencia en la esencia y según la esencia”; y Diferencia y Repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002, p. 334 (En lo que sigue: DR): “La expresión ´diferencia de intensidad´ es una tautología. (...) Toda intensidad es diferencial, diferencia en sí misma”; p. 333: “La diferencia no es lo diverso. Lo diverso es dado. Pero la diferencia es aquello por lo que lo dado es dado. Es aquello por lo que lo dado es dado como diverso. (...) Toda diversidad, todo cambio remiten a una diferencia que es su razón suficiente. Todo lo que pasa y aparece es correlativo de órdenes de diferencias (...), diferencia de intensidad”. Razón inmanente, infinitamente abierta y descentrada, intermedial, sin comienzo ni fin, a diferencia de todo fundamento.

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totalizante de las infinitas gradientes de su multiplicidad abierta (el mar de las fuerzas –las olas, las ondas-, como el mundo de Nietzsche).

(...) La intensidad, la fuerza no existe en estado puro. Sin embargo, su insistencia virtual se

expresa también como “efecto” y “determinación”. Efecto: porque no existe fuera de los efectos que produce (la intensidad aparece, en la forma, como la saturación de su resonancia). Determinación: porque es condición inmanente de realidad de la forma (sin una intensidad, sin una vibración que saturar la forma no puede constituirse). La intensidad es saturada pero no eliminada: la différance es el imprevisto como condición y como desplazamiento (temporización y espaciamiento) de todo sistema de diferencias”7.

Si hay algo en la “fuerza”, en la “intensidad” que pueda seguir obsesionándonos, eso es su destello irreductible a cualquier totalización (totalizar un conjunto de fuerzas, de por sí, es una imposibilidad: se puede clausurar y cerrar un sistema de fuerzas, pero su desmarcaje seguirá insistiendo por doquier –delicias del hilo suelto en la sutura). Es la fuerza como concreción de una actividad sin agente, de una “entidad” sin unidad ni identidad -que, más que ser, insiste o irrumpe-, lo que la vuelve un (no)-concepto anexactamente genial. En realidad, la “fuerza” es perceptible (por ejemplo, los cuerpos, para los estoicos, eran fuerzas; la “realidad”, para Max Scheler, era la resistencia a los impulsos), es decir, es “sensible”, es “efecto” de resistencia. Un cuerpo, un fragmento de materia “sensible” ya es, de por sí, quantum de fuerza. Y la fuerza no es más que diferencia de intensidad. La intensidad de la fuerza es su principio diferencial, lo que hace a las fuerzas diferencia de fuerzas, multiplicidad de fuerzas en el “origen”.

Pero las fuerzas8, en tanto percibidas en la extensión, han anulado su intensidad, su diferencia de intensidad al explicarla, es decir, al ponerla fuera de sí. La intensidad es extática en la extensión (y en la percepción) que ella produce y en la que se explica (o en la que se identifica, en la que se anula). La materia es multiplicidad de fuerzas, pero la extensión (la res extensa) es ya sustancia, es decir, materia formada. No es formada por un principio trascendente a la fuerza; la fuerza “realmente” deviene expresiva, produce la forma extensa en la cual se expresa, pero se expresa en ella, en principio, anulando su diferencia, volviendo imperceptible la intensidad, la fuerza, la diferencialidad de la intensidad o de la fuerza. Toda extensión en la experiencia sensible, entonces, al tener cualidades, es ya materia formada. La intensidad aparece ahí englobada por una cualidad en la que se convierte en “grado” de ésta; la cualidad, con sus diferencias internas y cuantitativas de grado, tendrá diferencias extrínsecas de “naturaleza” con otras cualidades. Es esto lo que se llama una diferencia cualitativa, extrínseca, entre cualidades que conservan una identidad “formal” consigo mismas en tanto cualidades, identidad que permanece a través de todos los grados que la diferencian interna, cuantitativa e inesencialmente.

Pero así ya todo se ha invertido: es porque la intensidad es una continuidad diferencial de “grados”, cada uno de los cuales se diferencia del resto por “naturaleza”, por lo que puede darse, por abstracción y metonimia, la diferenciación sensible y racional de las diferencias de grado y de naturaleza. Si dejamos de subordinar la intensidad a la cualidad, la fuerza a la extensión, hallamos un nuevo tipo de diferencialidad, una diferencia que no es ni cuantitativa ni cualitativa, ni de grado ni de naturaleza. Habría que decir, más bien: la diferencia de intensidad, la intensidad como diferencia es una diferencia en la que cada grado es una singularidad, es decir, una diferencia de naturaleza, y, sin embargo, cada diferencia de naturaleza englobada por cada grado es constitutivamente diferencial, es decir, intrínseca. Esta es la razón por la cual una serie de diferencias intensivas de naturaleza puede, sin contradicción alguna, implicar una continuidad de grados heterogéneos en un plano de composición abierto. Y en el instante (pero todo esto coexiste

7 Sismografología y Máquina sísmica (Derrida, Nietzsche y la “fuerza” de la deconstrucción); monografía presentada al seminario “Nietzsche en la interpretación de Derrida”, pp. 3-4. 8 Para todo el análisis de la noción de “intensidad”, ver, de Deleuze, el capítulo llamado “Síntesis asimétrica de lo sensible”, en: DR, pp. 333-388.

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en un mismo tiempo) en el que una intensidad (o una multiplicidad necesaria de intensidades) se expresa en una extensión cuantitativa formalizada (matriz de los “objetos”) y en cualidades sensibles formalizadas (matriz de la percepción del sujeto), se produce una separación de lo cuantitativo y lo cualitativo, en la que se igualan las diferencias de naturaleza constitutivas del continuo heterogéneo de grados de intensidad, convirtiéndolas en diferencias meramente cuantitativas de grado de una misma cualidad, idéntica a sí misma (los grados como limitaciones o negaciones de una identidad cualitativa), y se reserva la diferencia de naturaleza para las relaciones extrínsecas entre ésta y otras cualidades ya delimitadas (la diferencia reducida a identidad, semejanza y oposición). Es el reino de lo general, aún si se trata de particulares, porque los particulares, definidos como objetos con sus cualidades, ya dependen de los conceptos generales que han ahogado bajo sus grilletes las marismas diferenciales de toda singularidad, de toda fuerza (dualidad sujeto-objeto sostenida en Dios y el Mundo).

Esta igualación, no obstante, es perfectamente “objetiva”. No se trata de ilusiones al modo de “falseamientos de una verdad de la intensidad”, porque es la mismísima intensidad la que, al explicarse, se pone fuera de sí en la forma que ella inmana. La tragedia consiste, más bien, en pasar por alto el hecho de su implicación, es decir, el hecho de que la fuerza o la intensidad no cesan de insistir por todos lados en las formas en las que se actualizan. Porque todas las uniformizaciones de la intensidad, todas las igualaciones de la fuerza que se emprenden en el nivel físico de lo cuantitativo y en el nivel sensible de lo cualitativo, no confirman la teleología entrópica de una realidad termodinámica. Nietzsche y Deleuze lo denunciarán constantemente: percibir en la experiencia la anulación de las diferencias para luego erigir esa anulación identitaria en principio (entropía), es construir la condición a imagen y semejanza de lo condicionado (este principio del calco es el error de todos los kantismos, las pulsiones de muerte y las manos invisibles del mercado).

La diferencia como intensidad, la intensidad como diferencia, desaparecen de lo sensible en la experiencia, pero no habría experiencia si ellas no hubiesen sido anuladas: condición inmanente de la experiencia real9. Precisamente por ello, aún si la intensidad de las fuerzas es

9 No hay que temerle al tufillo kantiano de estas fórmulas; el problema nunca fue hablar de condiciones, sino de la caracterización fija, subjetiva, trascendente, universal e identitaria a la que fueron sometidas a lo largo de la historia de la filosofía. Del mismo modo, la noción de absoluto no es un problema en sí misma. La noción de arché sí lo es, pero porque implica la función de centro gravitatorio, sostén permanente e invariable, constante a partir de la cual se distribuyen variables, modelo, principio, causa, origen o condición trascendentes (esencia como posibilidad en la que lo real ya está dado y que solo adquirirá variables accidentales en el proceso de realización: a imagen y semejanza). Cada vez que un absoluto es utilizado para identificar y anular las diferencias y las variaciones continuas (volviéndolas variables de una constante), es identificado con un arché, con lo trascendente, la invariancia (o permanencia), la identidad y el criterio del Juicio. Rechazar la noción de absoluto para quedarse con la de relativo no gana mucho. Recordemos la nietzscheana historia de un error: “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!” (Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1998, p. 58 [CI]). ¿Tenemos que interpretar esta idea como la ausencia de cualquier relación absoluto-relativo? No lo creemos, especialmente si se considera la noción nietzscheana de perspectivismo. No es un relativismo, precisamente porque se ha eliminado el mundo verdadero como “absoluto”. Lo que ha sucedido, y que da la pauta para la emergencia de un perspectivismo (que se diferencia radicalmente de un relativismo), es una redistribución y un cambio de naturaleza en las nociones de absoluto y relativo. Exageremos: Una vez que hemos eliminado el mundo verdadero, sólo queda el mundo aparente, pero ya no como aparente, sino como “verdadero”. Las comillas pretenden mostrar que esta nueva noción de “verdadero” (Nietzsche siempre habló de “nuevas verdades” en un sentido nuevo de “verdad”), ya no es totalmente metonímica. El Todo del devenir de las fuerzas no es metonímico porque el Todo es multiplicidad dinámica de singularidades, y porque también es el surgimiento de formas como configuraciones o detenciones provisorias de las fuerzas. Y este Todo, tomado de este modo, es un Todo abierto: es la vida como transformación, como cambio. Lo absoluto y lo relativo son sencillamente dos modos de movimiento. El primero implica un devenir que supera las formas en las que se detiene y se expresa, y que, al ser aquel el que las crea, es irreductible a ellas, es decir, absoluto. El segundo implica la reductibilidad de las formas a las fuerzas que las crean. Pero esto no afirma que lo relativo sea una apariencia o una ilusión. Lo relativo sólo es una ilusión cuando se vuelve metonímico, es decir, cuando se toma por absoluto, por el Todo, cerrando así ese Todo abierto. La famosa auto-objeción de Nietzsche: “Suponiendo que también esto sea nada más que interpretación - ¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa objeción? – bien, tanto mejor-.” (Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 2000, p. 48 [BM]), revela,

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igualada en la experiencia sensible, no deja de estar implicada en aquello en lo que se anula; esto es, continúa insistiendo de modo virtual (y sabemos que el virtual no porta los gestos “identitario” y “trascendente” que cunden en los posibles10). Es este coeficiente no dialectizable, este “y” móvil, esta diferencialidad constitutiva e inmanente aquello que, cual movimiento geológico o irrupción volcánica, ruge como el sin-fondo en el cual, y a partir del cual, emergen las extensiones, las formas, las cualidades (en suma, las sustancias: materia formada), y a partir del cual (y por la misma razón) ellas son disueltas (emergencia y disolución no pueden ser aquí oposiciones, pues una oposición solo es una diferencia sometida a la identidad; en el mundo de Nietzsche todo es diferencia, proceso, devenir, y por lo tanto, emergencia y disolución son las consecuencias “opositivas” de la misma diferencialidad intensiva en proceso).

La intensidad es lo no sensible en la sensación, pero también lo que sólo puede ser sentido (ya que es lo que “hace” sentir); es lo impensado en el pensamiento (“no dice yo, pero hace yo”11), pero también lo que sólo puede ser pensado (pues es lo que “hace” pensar)12. La intensidad como relación diferencial constitutiva de las fuerzas es la voluntad de poder, ese sí-mismo del que habla el Zaratustra13, agente plástico, inhumano e inconsciente del devenir de las fuerzas. Inconsciente irruptivo (ni externo ni interno: estallada inmanencia), lanceado por un principio de evanescencia. Según lo que se ha dicho, el concepto-límite de Caos no implica ni una “nada” ideal, ni un “desorden” extenso (ni indiferencia homogénea, ni diferencias externas-extensas entre elementos desligados e idénticos a sí mismos), sino que, según el principio mencionado, es la velocidad absoluta de la intensidad y de la fuerza: la coincidencia entre la aparición y desaparición de la intensidad en tanto multiplicidad de intensidades.

Y es éste, precisamente, el cambio de pensamiento que se produce entre El nacimiento de la tragedia14 y la obra posterior de Nietzsche: si, en su primera obra, la huella de Schopenhauer se percibe en la génesis representacional de la diferencia (por lo que la ausencia de representación

precisamente, aquello que en las interpretaciones constituye su absoluto: el cambio y el devenir infinito de las interpretaciones. No es la interpretación como tal aquello que se prueba en la objeción, sino algo más importante: el devenir de la interpretación, inmanente pero irreductible a ella (aquello que es condición inmanente de la variación y multiplicidad de interpretaciones y, a la vez, irreductible a ellas, ya que está entre una y otra, es el pasar o devenir de una a otra, y por ello, si bien “interpretable” –como despunta en la teoría de Nietzsche-, irreductible e inagotable con respecto a esa “interpretabilidad”: la interpretación del devenir no es el devenir de la interpretación, aunque sea inmanente a ella –esa interpretación sólo vale como sintomatología; en ese hiato acósmico se juega todo el problema –ver: BM, pp. 40-41, acerca de una interpretación del proceso que por ello no es parte de él, y sobre la fuerza sin porción fija o atómica de materia de la que sería fuerza). No es el ateísmo aquello que mueve a Nietzsche (de ahí su crítica a los anarquistas), pues los ateísmos –como los nihilismos– suelen caer en absolutos-fijos de modo inconsciente (las sombras de Dios). Es justamente para evitar la uniformización inconsciente del devenir a partir de la asimilación de “absoluto” e “identidad”, “fundamento” y “trascendencia”, por lo que invoca la creación impersonal de dioses, un absoluto del devenir, el devenir como lo único absoluto, un absoluto abierto, fundamento des-fondado, etc. El perspectivismo se vuelve así, no la archiconocida variación de la verdad según el punto de vista, sino el punto de vista según el cual se percibe la verdad de la variación en tanto tal; punto de vista inmanente a todas las cosas, a todas las fuerzas (pues la intensidad, en su diferencia, recorre todas las intensidades diferenciales): voluntad de poder y eterno retorno. 10 Lo virtual se opone a lo posible como el impulso indeterminado a la esencia predeterminada. Lo posible tiene cierta actualidad (pseudo-actualidad), o puede tenerla, en tanto posible, pero debe realizarse (por limitación de la esencia en las entidades que participan de ella). Si lo hace será siguiendo las líneas actuales que ya posee (lo real se parecerá a lo posible que realiza, a la esencia –allí ya está todo contenido para ser realizado). Lo virtual, en cambio, es real en tanto virtual, y, por lo tanto, no deben realizarse sus lineamientos, sino que debe actualizarse su potencia. Un virtual así solo se actualiza siguiendo líneas de divergencia, y no puede dividirse sin cambiar de naturaleza. De este modo, aquello que encarna al virtual no se parece a él, pero lo conserva como el fondo nebuloso, como el impulso indeterminado que hubo de crear líneas divergentes a través de las cuales actualizarse (pues no se hallaban predeterminadas en el virtual). Además, el virtual es inmanente en tanto dinámico: es virtual en tanto es el movimiento que se sustrae de las actualizaciones, buscando la diferenciación de la intensidad. Es el Afuera inmanente. Véase para todo esto: Deleuze, Gilles; El bergsonismo, Madrid, Cátedra, 1996, pp. 101-103. 11 Nietzsche, F.; Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1998, p. 64. 12 Ibíd., p. 65: “(...) y justo por ello debe pensar”. 13 Ibíd. 14 Nietzsche, F.; El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 1998 (En lo sucesivo: NT).

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no podría ser más que un Uno-primordial, homogéneo, in-diferenciado15), el giro propiamente nietzscheano consistirá en encontrar la diferencialidad no-representacional de las fuerzas; la homogeneidad relativa de las formas es establecida ahora por las configuraciones representacionales de las fuerzas no-representacionales, mientras que la diferencialidad ya está en el “origen” –el Uno-primordial deviene multiplicidad-dinámica-primordial (como condición inmanente de realidad, es decir, como aquello que impide la clausura de las formas, a la vez que las crea, y no como “fundamento”).

Si el mundo de Nietzsche es el del cambio y el movimiento (es decir, del devenir como principio de producción), irreductibles como tales al móvil (que en sí mismo no cambia), al plano inmóvil de referencia y a la trayectoria realizada del móvil, entonces se hace necesaria una dinámica de las fuerzas e intensidades irreductible a una cinemática de la extensión y de las trayectorias realizadas por objetos que no cambian16.

Esta es una posible interpretación del Dios ha muerto. Que Dios haya muerto (y suponiendo que hayamos rechazado sus sombras) quiere decir, a la vez, que emerge el reino de las fuerzas, la an-arquía coronada (Artaud), el heliogabalismo de los creadores pre-subjetivos o de la creación continua. Nunca una negación en Nietzsche es primaria; siempre es el correlato de una afirmación. En este caso, la muerte de Dios es la vida como devenir de las fuerzas valorativas e interpretantes (pero ella misma, aún si constantemente “valorada” o “interpretada” metonímicamente, es invalorable e ininterpretable17 –y no por “trascendente” o incognoscible al modo de cosa-en-sí, sino por transparencia, velocidad superficial, evanescencia), y esto invoca toda una redistribución de los conceptos, las palabras, los cuerpos, etc.

El impacto de esta descentrabilidad para las artes del siglo XX ha sido muy fuerte, y Wassily Kandinsky no es una excepción. Tanto en su obra pictórica como en sus textos, Kandinsky no deja de pintar las fuerzas, de apelar a la dimensión de las fuerzas que animan las formas (fuerzas a las que también llama: vibraciones, espíritu, rayo, tensiones). ¿No hacen esto muchos pintores, quizá los más interesantes? En todo caso, habrá que ver cómo lo hace Kandinsky.

Segunda exigencia de la pintura: para subordinar las formas a las fuerzas, buscar medios singulares pictóricos para captar estas fuerzas, someter los materiales y las formas a cierto tratamiento que logre volverlos antenas sintonizadoras de fuerzas.

Las fuerzas insisten en las formas, pero de modo imperceptible. ¿Cómo volverlas perceptibles mediante la pintura? Es la pregunta eterna de Paul Klee: ¿cómo hacer visible lo invisible?18 ¿Cómo tratar la forma para que revele las fuerzas que allí se ejercen? ¿En qué medida esto aparece en Nietzsche? No habría, por lo pronto, que quedarse en una idea de “influencia”, sino que se nos plantea la necesidad de recurrir a nociones como las de “contagios a distancia”, de

15 De esta operación se desprende, también, el dualismo inevitable entre Apolo y Dionisos, entre Forma-representación y voluntad. ¿Qué razones tendría un Uno-primordial no-representativo para diferenciarse formalmente? La forma multiplicadora tendría que ser opuesta a aquel Uno, y representaría una “culpa” o un “sufrimiento”, una desviación ilegítima a corregir, una “tragedia” (la naturaleza moralizada: así lo vio Schopenhauer, siguiendo a Anaximandro). Nietzsche, por el contrario, considerará el aspecto positivo de ese espíritu trágico, pero continuará separando ambos impulsos. En cambio, si se emancipa a la diferencia de la representación y se la ubica en el “origen”, en el Uno –tal y como hará Nietzsche en su obra posterior–, ya no resulta complejo explicar las formas. Se hablará de diferentes niveles (aunque coexistentes) de diferencias: de las diferencias intensivas (de fuerzas) a las diferencias formales-extensivas homogeneizantes (representativas) mediante configuraciones, cuasi-anulaciones y desaceleraciones de las primeras. Aquí, Apolo-diferencia-formal es un efecto de Dionisos-diferencia-intensiva, y Dionisos-diferencia-intensiva, áun siendo su condición de realidad, es inmanente a Apolo-diferencia-formal. Ya no hay oposición, ni dualismo: hay inmanencia de diferencias de naturaleza, de cambios diferenciales. 16 Ver: Bachelard, Gastón; El aire y los sueños. Ensayo sobre la imaginación del movimiento, México, FCE, 2002, pp. 312-327. Y, en especial, el capítulo sobre Nietzsche: “Nietzsche y el psiquismo ascencional”, pp. 159-201. 17 Nietzsche, F.; Crepúsculo de los ídolos, Madrid, Alianza, 1998, pp. 44, 63 y 76. 18 “No se trata de reproducir lo visible, se trata de volver visible”. Ver: Klee, P.; Teoría del arte moderno, Buenos Aires, Cactus, 2007, p. 35. También: Deleuze, G.; Pintura. El concepto de diagrama, Buenos Aires, Cactus, 2007, p. 69 (En lo sucesivo: P).

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“evoluciones a-paralelas”, de “alianzas intempestivas”. Algo pasa de uno a otro y se transmuta, adquiere otros rostros, algunas veces lo suficientemente desfigurados como para volverlos irreconocibles. ¿Cómo deviene el Dios ha muerto en Kandinsky y su pintura? ¿Cómo responde Kandinsky a la necesidad de quitar el arché trascendente que regía a la pintura, para volverla en sí misma “absoluta”?19 Y ese movimiento negativo, ¿qué movimiento afirmativo presupone e instala a partir de la emancipación de las líneas de arrastre, de marcha o de recorrido, o de las inflexiones dinámicas que proliferan orgullosas en sus lienzos? ¿Cómo se conecta esa liberación en la pintura con sus textos –cuasi-grimoriales– “acerca” de la pintura? ¿Qué conexión se cristaliza entre las nociones de “espíritu” kandiskyano y de “fuerza” nietzscheana? De resonancias pneumáticas, lejanas y esotéricas, y de fuerzas cercanas, contemporáneas y exotéricas está hecha esta mixtura. 0.1. Las líneas de fuerza:

La línea no tiene por qué hacer contorno: ¡cuánta “fuerza” se requiere para asentir a este

oblicuo convencimiento! Nada hay de intrínsecamente necesario en una línea para que haga contorno, para que delimite un exterior y un interior, una Figura, ni para que esa Figura devenga figurativa, re-presentativa de algo externo a la re-presentación. Sin duda, todo contorno se produce de modo actual, localizado, y en cuanto la línea se vuelve sensible nada evita que adquiera una forma (aún la forma de línea). Sin embargo, en un mundo en movimiento la línea actual no puede ser más que un segmento de una línea (o puro “trazo”) virtual, activa, libre e infinita, que no existe fuera de sus actualizaciones, pero que no se reduce a ellas, siendo como son “detenciones”, paradas relativas, de aquel trazo insistente (ni exterior ni interior, sino liminar) de una actividad transversal continua.

Singular y dinámico nodo el que se nos abre en el cruce entre la linea y la fuerza como la abstracción más concreta, como floración azorada que nos repite como un trigger: el principio inmanente de la línea dinámica es el clinamen, la declinación (o desviación) infinita de la fuerza (singularidad esencialmente extática en una teoría diferencial como la de Nietzsche). Una línea es una fuerza, decía Henry van de Velde20, y una línea abstracta, virtual, espontánea e infinita, que no hace contorno, es la diagonal emancipada de la cuadriculación cartesiana; la diagonal que, por estar arrastrada por la transversal, ya no está, de derecho, sometida a conectar puntos entre ejes verticales y horizontales (cuadriculado de la materia). La línea abstracta es la línea sinuosa, no-lineal (es decir, esencialmente imprevista), aleatoria, que está entre los puntos, sin comienzo ni fin, y que se emancipa de los puntos estáticos de referencia de un cuadriculado cuantitativo, cartesiano, vertical-horizontal21.

Si se admite el cambio incesante, entonces una figura geométrica como el “punto” no puede ser estática, exige estar desde siempre arrastrada por la velocidad (aún si ésta es increíblemente lenta22). El punto “estático” (sensible-relativo o geométrico-ideal) sólo puede ser la desaceleración o “efecto” de inmovilidad del punto dinámico, virtual, genético e inmanente de la línea imprevista (trompe-l´oeil objetivo, sin embargo, establecido por todo un ensamblaje de desaceleraciones que instala la co.r.relatividad de los movimientos como plano de referencia). En 19 Cragnolini, Mónica B.; “Nietzsche y el problema del lenguaje en la perspectiva de la música. Variaciones en torno a Doktor Faustus”, en: Cuadernos de Filosofía, Buenos Aires, Nº 41, marzo de 1995, pp. 91-118. 20 Henry van Velde; Kunstgewerbliche Laienpredigten, Ed. Herman Seeman Nachfolger, Leipzig, 1902, citado en la Introducción de 1965 de Max Bill a una reedición de De lo espiritual en el arte, y reproducido en: Kandinsky, W.; De lo espiritual en el arte, Buenos Aires, Paidós, 2004, p. 10 (En lo que sigue: DEA). 21 Ver para la “línea abstracta”: MM, pp. 499-509. 22 Seguimos acá la distinción entre velocidad y lentitud que proponían Deleuze-Guattari: la velocidad es todo movimiento que, por su intrínseca potencia de desviación (clinamen), rompe el campo de posibilidad de un centro gravitatorio (y es, por ello, esencialmente irreductible a él); la lentitud, en cambio, es todo movimiento relativo a un centro de gravedad. Se desprende de esto que la velocidad sigue siendo velocidad aún si está casi reducida a la inmovilidad, mientras que la lentitud sigue siendo lo que es aún siendo extremadamente veloz.

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la teoría de Paul Klee, por ejemplo, la línea libre, infinita, virtual y activa, procede de un punto elástico por velocidad (singularidad no-monádica, molecular, el punto gris del caos), por la inflexión infinita e intrínseca de ese mismo punto que se vuelve turbulenta (el caos-germen del punto que salta sobre sí mismo para que algo salga de ahí)23. La línea pasiva, sometida a las puntuaciones estáticas de los ejes cartesianos (organización que se pretende trascendente), sólo puede surgir como de-limitación de la fuerza activa y libre. No hay líneas rectas que formen contornos en la naturaleza, sin haber también líneas transversales no-representativas que deshacen los contornos, que están entre un contorno y otro como la labilidad incesante de sus límites (aunque no hay trascendencia de ambas líneas, sino vectores inmanentes de las líneas virtuales –las fuerzas re-activas o activas, la voluntad de poder afirmativa o negativa no son dos principios separados, sino que dependen de sus configuraciones actuales24). Si la teoría de las fuerzas nos ha exigido el traslado desde la entidad a la “entridad”, esta última no puede ser estática: región plutoniana del “y” móvil, del “entre” dinámico. Inmanencia que no se opone a una trascendencia como lo interior a lo exterior (esto ya presupone contornos). La inmanencia como límite dinámico e irreductible (dimensión liminar) entre dos trascendencias: el sujeto y el objeto, que se producen en la inmanencia. La inmanencia como cambio sin objeto del cambio, como actividad sin agente, una rebeldía frente a la onto-teo-logía del Dios-Gramática.

Si la pintura no puede evitar la inmovilidad relativa de lo sensible, ¿cómo pintar lo no-sensible (pero tampoco ideal -pues se trata de una fuerza que no es trascendente-, y por lo tanto singular, aún si sólo existe como multiplicidad difusa y diferencial de fuerzas)? ¿Cómo pasar de pintar entidades estáticas a pintar “entridades” dinámicas que desbordan los contornos? Desde siempre, en la pintura no se trató de otra cosa, pero a partir del siglo XX (y fines del siglo XIX), aquella adquiere una velocidad sin precedentes, una visibilidad abrumadora. En un texto de los años 40 llamado “Génesis y perspectiva artísticas del surrealismo”25, el poeta francés André Bretón se propone describir el camino que aleja al arte nuevo del viejo concepto artístico de mimesis y representación. El arte viejo (arte del renacimiento y la modernidad) en su estado de “normalidad”, salvo raras excepciones (las cuales, del mismo modo que el arte medieval, estaban en general condicionadas, por ejemplo, por razones místicas u ocultistas, las cuales, a su vez, estaban impulsadas por fugas liberadoras), consideraba fundamental su anclaje en el objeto externo. Ese era su modelo: la naturaleza exterior. Había, al parecer, una doble exigencia: ilustración y narratividad. El cuadro remitía, por semejanza, a algo externo, para ilustrarlo. También podía ser ubicado en una serie narrativa (un estado arrancado de una historia, una instantánea: relación interna con lo que pasa “antes” o “después” de la situación pintada, y a partir de la cual adquiere “significado”). O la “representación” de una emoción o de un concepto externos al cuadro. Según Bretón, fue quizá Giordano Bruno el primero en reivindicar un estatuto real para el correlato de la posibilidad continua de superación de la naturaleza que posee nuestro pensamiento. Ya en la época enciclopedista, Diderot iniciará una etapa de sospecha de la función del ojo: la vista, y de su satélite: el espejo26. Estos serían, entonces, algunos de los antecedentes de lo que alrededor de

23 Ver: Deleuze, G.; El pliegue. Leibniz y el barroco, Buenos Aires, Paidós, 2005, pp. 25-28 (En lo que sigue: EP). También: Klee, P.; Bases para la estructuración del arte, Buenos Aires, Libertador-Andrómeda, 2005, pp. 13-21 (para todo lo que sigue). 24 “¡(...) pero es, y no deja de ser, una voluntad!”, en: Nietzsche, F.; La genealogía de la moral, Madrid, Alianza, 1998, p. 186. 25 Bretón, André; Antología (1913-1966), Méjico, S.XXI, 1997, pp. 178-197. 26 Diderot en Carta sobre los ciegos: “Le pregunté (al ciego de nacimiento de Puisaux) lo que entendía por espejo: “Una máquina”, me contestó, “que pone las cosas en relieve lejos de sí mismas, si se encuentran convenientemente situadas en relación con ella. Es como mi mano, que no necesito posar junto a un objeto para sentirlo” … “¿Y qué son, en su opinión, los ojos?”, le dijo el señor de … “Es”, le dijo el ciego, “un órgano sobre el cual el aire produce un efecto de bastón en mi mano”. Esta respuesta nos hizo caer de las nubes, y mientras nos mirábamos unos a otros con admiración: “Es tan cierto”, continuó él, “que cuando coloco mi mano entre vuestros ojos y un objeto, mi mano os

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1910 se convertirá en una insurrección artística radical, cuyo motor estará prendado de la duda. Por supuesto, ya el impresionismo había comenzado a desconfiar del mero objeto para focalizarse en los infinitos avatares de la luz y la sombra, del detalle y el color: vibraciones minúsculas que comenzaban lentamente a minar el Modelo desde su interior (a fuerza de detalle, el objeto comienza a cambiar). El modelo antiguo del arte (la naturaleza, el orden convencional de la naturaleza), había entrado en crisis. Hacia 1910, nacían dos movimientos: el cubismo en Francia, y el arte no figurativo en Alemania (a este último se lo llamará más tarde expresionismo abstracto, cuyos exponentes serían Kandinsky y Marc, a diferencia del arte abstracto propugnado por Mondrian o del suprematismo de Malevich). Ahora bien, lo que observa Bretón es que en estos movimientos comienza a cuestionarse el objeto externo en su aspecto convencional de percepción. Se cuestiona la sujeción al referente, ya sea éste una mera reproducción del objeto externo o una mera expresión de emociones reconocibles (el hay que reinventar el amor de Rimbaud recuperado). El mundo externo se transforma en un desierto. El objeto convencional, reductible al Mundo, cae en descrédito y ya no puede funcionar como Modelo, pero el nuevo paradigma, según Bretón, aún no aparece en su total claridad. El futurismo, nacido en Italia de la mano de Marinnetti, y en Francia con los experimentos del simultaneísmo de Duchamp, extrema el movimiento de duda hasta el punto de alcanzar una relación primitiva y táctil con el objeto, socavando lo que de tiránico podía quedar aún en el imperio de la vista. Dirá Deleuze: no sólo lo táctil adquiere una independencia con respecto a la guía del ojo (a diferencia de la tactilidad óptica), sino que el mismo ojo adquiere una capacidad táctil (una capacidad propiamente táctil del ojo), es decir, se subordina a lo táctil (así, se diferencia lo óptico de lo háptico –del griego haptos: tacto). En suma, el Dios ha muerto de Nietzsche se recupera en la pintura como El referente como modelo ha muerto. Pero, ¿es la negatividad de la duda frente al objeto lo único que puede percibirse en la nueva pintura? No podemos apelar a la imaginación como aquello que reemplazaría a la representación. La imaginación todavía es demasiado re-presentativa. Es ya una pintura del objeto en la mente. Y nada se gana con la asociación libre de “ilustraciones”. La emoción, en tanto psicológica, no gana otro tanto; seguimos en el terreno de la re-presentación. Entendemos que pensar el arte por fuera de la re-presentación no es tarea fácil; la mayor parte de las huidas caen nuevamente en ella sin percibirlo. Volvamos, entonces, al problema de la fuerza.

El pintor no siempre ha tratado de re-presentar27. Si bien existen dimensiones representativas en la pintura, nunca han sido las más interesantes, ni cumplen funciones primordiales. Las representaciones de cosas perceptibles, “siempre” han estado en función de otra cosa (de cosas, hay que decirlo, prodigiosamente diversas). La re-presentación “siempre” ha intentado captar lo “irrepresentable”, es decir, lo imperceptible en lo perceptible: las fuerzas. En primer lugar, no interesa la semejanza entre la forma-modelo y la forma-copia en la pintura, sino aquello que en la forma-modelo constituye su fuga y que en la forma-copia se captura, haciéndola fugar también: el devenir de las fuerzas que insisten en la forma. Ya lo hemos mostrado con el ejemplo del retrato de un pájaro. Hay algo en la naturaleza que se desprende de la forma “humana, demasiado humana” de la percepción del pájaro (aunque “cuasi-necesaria”, justificada en un “tipo de vida gregario”), y que arrastra al artista a una Visión nueva (nosotros, los raros; nosotros, los tentadores). Pero esta Visión no puede ser “subjetiva”, en la medida en que la forma-sujeto también es arrastrada al devenir en esta Visión. Nunca se captaría el cambio desde la inmovilidad de un sujeto como observador parcial; es preciso ser arrastrado por el maelström de las fuerzas-afectos (el cuerpo como el hilo que conduce a una voluntad de potencia que lo desborda hacia la naturaleza-multiplicidad de fuerzas); es necesario introducirse, estar “entre” los

está presente, pero el objeto os está ausente. Lo mismo me sucede cuando busco una cosa con mi bastón y encuentro otra”. Citado en Bretón: ibid, p. 178, nota 1. 27 Para lo que sigue: P, pp. 49-88 (especialmente: pp. 68-69).

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torbellinos energéticos, sumergido en la cosmogénesis incesante, ya no como hombre sino como un haz de dinamismos y afectos (devenir inhumano del hombre) que sólo puede atravesar percepciones inhumanas de un paisaje antes del hombre y antes del mundo (pero “antes” no es cronológico, es coexistente al plano que impugna, del que se diferencia como un rayo: lo intempestivo), de un paisaje en devenir (es decir, perceptos: las percepciones en devenir, el devenir inhumano del paisaje)28.

Tal parece que la fuerza, la intensidad, el cambio se vuelven perceptibles, en la forma, como efecto-fuerza de de-formación. De ahí que en pintura sea tan importante el desequilibrio (y muchas veces, la difusión relativa del contorno). La fuerza se vuelve perceptible en el efecto de deformación al que somete a la forma. El tema, el motivo, el modelo, son secundarios, puntos de partida para poner en evidencia o “hacer visibles” las fuerzas (todo “tipo” de fuerzas). Estas no son “ilustradas” en la tela, pues son imperceptibles, ni tampoco son aludidas (así continuaríamos dentro del presupuesto que asume la irreductibilidad de las formas estáticas e idénticas, entre las cuales solo puede haber semejanza o alusión; afortunadamente, la fuerza permite contrabandos reales, devenires concretos, no representacionales), sino que son “repetidas” de modo “diferente”, son capturadas-creadas en tanto efecto sensible de deformación de las formas. Las fuerzas están ahí, efectivamente, pues no son más que esos efectos en la forma. Pero, a la vez, son un devenir, pues las fuerzas imperceptibles del “modelo” inicial se vuelven “perceptibles” por medios totalmente diferentes, estrictamente pictóricos. Doble devenir en el que las fuerzas se trasladan diferencialmente, resuenan unas en otras y mutan en cada devenir: devenir-fuerzas de la forma-modelo, pero devenir-flujo pictórico de las fuerzas, deshaciendo cualquier tipo de copia (aún si existen, como trompe l´oeil, efectos de semejanza). Captura de fuerzas a través de la forma y los materiales; tratamiento que pone a funcionar las tensiones, las vibraciones de la obra, y que transforma a ésta en una antena capaz de sintonizar, de captar las fuerzas mutantes. No otra cosa quiere decir que el arte produce “presencias” o “presentaciones”, en lugar de “representaciones”. Sin embargo, esta “presencia” no es un “ente” delimitado por la dimensión temporal del presente como copia de la eternidad, sino que se trata de la “presentación” de una fuerza, y en cuanto tal, por todo lo que llevamos dicho, es la presentación de un presente imposible, de una temporalidad propia de la fuerza en la que el pasado y el futuro devienen juntos, simultáneamente, esquivando el presente. Esta “presentación” sin “presente” corresponde a la pintura de las fuerzas. Y en cuanto tal es eterna, mientras dura como fuerza (a diferencia de la eternidad como presente absoluto, a-temporal, que existe fuera del cambio). Otra dimensión del tiempo: el eterno retorno de las fuerzas, del cambio29.

Pintura “absoluta”, por ello, no denomina solo la independencia del cuadro frente al mundo (pues la conexión de devenires y de fuerzas con el mundo –ahora devenido fuerzas- es evidente), sino la captura-creación perceptible de fuerzas imperceptibles por medios estrictamente pictóricos. Kandinsky no dirá otra cosa en toda su obra, escrita y pintada. La denominación

28 El sueño puramente apolíneo sería óptico, mientras que la embriaguez dionisíaca (o como alguna vez se la llamó: entusiasmo) es háptica, es decir, implica una refuncionalización táctil y próxima de todos los órganos: una visión háptica (a diferencia de la tactilidad óptica de un Apolo demasiado shopenhaueriano). Ver: CI, pp. 98-99. 29 Aión: la temporalidad del acontecimiento, de la intensidad. El tiempo al que aquí se alude no es el tiempo cronológico, pues no está medido según criterios espaciales (no es una temporalidad dividida en instantes, por lo que el “presente” no ocupa el puesto fundamental de la jerarquía ontológica frente a dos “supuestas” inexistencias como el pasado y el futuro). Entre un instante y otro, algo pasa, algo circula a una velocidad no-mensurable (pues está afectado por un coeficiente de velocidad siempre mayor o menor a la medición). Podemos dividir al infinito el tiempo. No obstante, entre cada parte de la nueva división (por más ínfima que esta fuera), algo pasa, irreductible a las partes entre las que pasa. Ese “algo” (aliquid) es la Duración, el tiempo heterogéneo o Aión. Un punto intensivo que se divide simultánea y constitutivamente en pasado y futuro, siempre evitando el presente (para Henri Bergson, se trataba del “pasado puro”, es decir, de un pasado que nunca había sido presente –ni podría serlo como tal–, pura virtualidad intensiva). Ni eternidad ni tiempo espacial (ambas modalidades del “presente”: la primera es un presente perpetuo, el segundo es un presente contingente –una la medida del otro), sino ETHERNIDAD, como la denominaba Alfred Jarry: el tiempo extra-formal.

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negativa “pintura no-figurativa” es el reverso de una tarea positiva: la de la “pintura absoluta”. El mismísimo Kandinsky la llamará así30, para luego dar el salto del término “abstracto” al término “concreto” para denominar su pintura (movimiento positivante). La pintura más abstracta será la más concreta, decía, en tanto no será abstracción de la apariencia del objeto, sino producción (y asi captación diferencial) de fuerzas espirituales-materiales (doblez indisoluble, ya lo veremos) que constituyen a los objetos. La absolutización de la pintura en sus propios medios y en su propia producción, emancipada ya de todo lo exterior a la pintura misma, no puede ser solapada a, o interpretada como, una remake de la teoria del art pour l´art31. Al no subordinarse a nada por fuera del arte, pero tampoco a principios formales eternos (pues Dios ha muerto), la pintura vuelve su rostro hacia la fuente de creación, hacia la vida de los medios y elementos pictóricos, conectándose inmediatamente con la vida y la creación de la propia naturaleza. Lo más interior que lo interior coincide así con lo más exterior que lo exterior: la fuerza o la intensidad son el Afuera dinámico-inmanente de las obras, el interno fulgor de extramuros de la naturaleza (reversibilidad de los límites entre los reinos, los géneros, las delimitaciones y las formas; resonancia diferencial de las fuerzas a todo el universo). Y la naturaleza dijo: soy contra natura. La trans-formación informal es la “verdadera” naturaleza que atraviesa los reinos y las formas.

En pintura, entonces, no se imita, se deviene y se hace devenir, es decir: se pintan las fuerzas. Es posible, repetimos, que la utilización de la dimensión objetual de la naturaleza (exterior e interior) como modelo de la pintura, siempre haya sido secundaria (salvo quizá en un arte meramente “decorativo”). El objeto, tal y como Kandinsky reconoce en las grandes obras de arte, fue siempre vehículo de expresión de una fuerza (la vida de las formas). Si una obra está viva, según Kandinsky, es esa vida la que importa en la obra y no la forma provisoria que adopta (aunque es en la forma y en su tratamiento-efectual en donde la fuerza se hace perceptible y debe hacerse perceptible). Y esta vida, esta fuerza tiene que ser agente, fuerza genética, cambio incesante espiritual-material, proceso, devenir (la voluntad de poder o potencia, según Nietzsche, como “agente” interno de las fuerzas, principio inmanente y diferencial de las fuerzas, matriz “primitiva” de los afectos y de los instintos32). Tal y como hemos mencionado, la línea como fuerza en devenir es la línea que no hace contorno, que no “quiere” ni “debe” hacer contorno (y que acaba haciéndolo cuando se somete a la delimitación puntual del cuadriculado cartesiano). La línea (la diagonal de Universo) se sostiene siempre por el medio, no tiene ni comienzo ni fin. Es un devenir, la diferencialidad intensiva de una multiplicidad de fuerzas, la transferencia incesante, el contrabando transformativo de energías. Si los elementos básicos de la pintura, según Kandinsky, son el punto, la línea y el plano, ¿cómo entablan un abrazo con el cambio y el devenir; cómo aparecen ahí las fuerzas?

Si en Paul Klee, que parte de la línea de libertad infinita, puede hallarse el devenir o la inflexión infinita en el punto elástico como agente turbulento e inmanente, en Kandinsky se parte de un punto geométrico, estático (centrípeto)33. Si bien este punto, como toda otra figura, tiene tensiones internas y toda una vida interna –lo que determina la infinitud de sus formas posibles y vuelve al círculo ideal una esencia difusa, anexacta, que se actualiza en infinitas formas posibles que no se parecen a aquel: redondel vital y no círculo matemático-, para que el punto se vuelva

30 Ver la introducción de Max Bill en DEA, pp. 12-13. 31 Tanto Nietzsche como Kandinsky rechazan esta teoría del arte. Para ambos, el arte tiene una meta que consiste en “vivificar”, “intensificar las fuerzas, las potencias”. Para Kandinsky, por ejemplo, la teoría del art pour l´art constituye “un arte castrado”, mientras que el arte que él propugna posee “una fuerza profética vivificadora, que puede actuar amplia y profundamente”. Para Nietzsche, el art pour l´art es “un gusano que se muerde la cola”, mientras que el arte dionisíaco es “el gran estimulante para vivir” que brinda un “sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas”. Ver: DEA, pp. 24-25; y CI, pp. 108-109 y 97. 32 Ver el aforismo 36 en: BM, pp. 65-66. Especialmente: “(...) definir inequívocamente toda fuerza agente como: voluntad de poder”, p. 66. Confrontar con: “Algo vivo quiere, antes que nada, dar libre curso a su fuerza – la vida misma es voluntad de poder – (...)”, en: BM, p. 36. 33 Para todo lo concerniente al punto: Kandinsky, W.; Punto y línea sobre el plano, Buenos Aires, Andrómeda, 2005, pp. 29-59 (En lo que sigue: PLP).

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línea necesita de una fuerza exterior, pues la fuerza intrínseca del punto es centrípeta (lo que vuelve al punto duro y estático). Antes que en las figuras geométricas, aún si ya no son representativas, el devenir y la inflexión infinita pueden encontrarse, más bien, en sus líneas de arrastre, de marcha y de recorrido, en las fuerzas de disrrupción, como él las llama34, que deshacen las formas. Ahí encontramos al espíritu en su parte más fugada, en su cercanía al Caos.

Sin embargo, en Kandinsky pareciera haber toda una codificación del Caos (esto se ve en muchos de los pintores abstractos, desde Mondrian hasta Malevich). Pareciera que la abstracción necesitara codificar las fuerzas, las líneas, los puntos, las cualidades del color, etc. Kandinsky, en especial, divide los elementos de la pintura en “formas” y “colores” con los cuales habrá de hacerse la composición pictórica. La forma, representativa o no (en tanto figurativa de un referente o delimitación puramente abstracta de un espacio o de una superficie –contorno), tiene sus tensiones internas, sus fuerzas. Los colores, también (y recordemos que hablar de interno con respecto a una fuerza no puede significar más que su irreductibilidad a sus actualizaciones: se habla aquí de una interioridad dinámica y no estática).

Kandinsky enuncia la fuerza de los colores apelando a algo muy semejante a lo que dirá Husserl acerca de las esencias difusas35: el rojo “espiritual” es un rojo impreciso, en la medida en que no está actualizado en una superficie ni delimitado por una forma (es un rojo infinito y virtual: la onda abierta que recorre las infinitas gradientes intensivas del rojo, no totalizable en una cualidad), pero sin embargo tiene toda la “precisión espiritual” que le da su propio ser como fuerza vibratoria. La esencia difusa no es exacta aunque es perfectamente rigurosa: es an-exacta, es decir, es inexacta por esencia y no por accidente. Esta es “(an)exactamente” la definición de una fuerza, de una intensidad: su diferencialidad constitutiva, por un lado, la constituye como esencialmente difusa, cambiante, pero a la vez, perfectamente singular y precisa, pues es esa diferencialidad la que la singulariza por diferenciación pura en el continuum infinito de intensidades diferenciales (positividad de la diferencia sin negación)36.

Hemos dicho, no obstante, que Kandinsky no cesa de codificar las líneas, las formas, los colores. Sus obras escritas están atiborradas de listas, de códigos inventados: vertical, blanco, activo; horizontal, negro, pasivo o inercia; ángulo agudo, amarillo, tensión creciente; ángulo obtuso, azul, pobreza37. La codificación pictórica implica una síntesis en la que se intenta reducir todas las formas y combinaciones posibles a un número finito de formas y combinaciones básicas. Un pintor como Jackson Pollock, cuyas líneas activas están arrastradas por fuerzas totalmente turbulentas y no hacen contorno, pues evitan las coordenadas puntuales al cambiar de dirección en cada uno de sus movimientos, sin delimitar exteriores o interiores, podria recriminarle a un pintor abstracto de este estilo que aún no es lo suficientemente abstracto, que sus líneas aún “hacen” contorno. Esta sentencia sería bastante atinada, si no fuera porque las perspectivas de los problemas pictóricos son muy diferentes en cada caso.

Las figuras pictóricas (es decir: que hacen contorno) se diferencian de las figuras geométricas en que las primeras han interiorizado sus tensiones; es decir, el movimiento que las describe. En este sentido, las figuras pictóricas tienen una vida que no tienen las puramente geométricas-ideales (si bien son también círculos, triángulos, cuadrados, etc.). En Apolo, está Dionisos. Por eso, Kandinsky podría contestar que es abstracto aún si las líneas hacen contorno y trazan figuras (y de hecho, para él, el realismo absoluto se identifica con la abstracción absoluta en tanto aquello que aparece ahí es la captación de un dinamismo de las fuerzas, más que la

34 DEA, p. 65. 35 DEA, p. 57. 36 Kandinsky lo repetirá hasta el hartazgo: “Ese movimiento del alma, indefinible y sin embargo preciso (vibración)...”; “Pero esas vibraciones más finas, si son idénticas en el plano del objetivo final, tienen en sí y por sí mismas diversos movimientos interiores que las diferencian”; “conjunto complejo y preciso de vibraciones” (ver: Mirada Retrospectiva, Buenos Aires, Emecé, 2002, p. 166 [MR]); y “...este ver espiritual es impreciso. Pero, al mismo tiempo, es preciso...” (ver: DEA, p. 57). El subrayado es nuestro. 37 P, p. 117.

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simple representación de un objeto –lo que, por otra parte, para Kandinsky es imposible). De ahí el dinamismo equilibrado de sus cuadros más geometrizantes.

En su obra, la intensidad, la fuerza están implicadas en las figuras que las explican o actualizan. Estas fuerzas están delimitadas por formas que parecen anularlas, identificarlas constantemente. Sin embargo, la interiorización de las tensiones o fuerzas que las describen, depende, a su vez, de las fuerzas “externas” que las arrastran a ello. El punto tiene una fuerza centrípeta que lo mantiene concentrado en sí mismo, sin relación con nada más. En virtud de una fuerza “externa”, el punto se convierte en línea (a diferencia de Klee, en cuya obra es el punto mismo el que está constituído por una fuerza aleatoria que lo hace saltar sobre sí y producir las figuras). Sin embargo, decir que se trata de una fuerza “externa” no nos compromete necesariamente con una trascendencia dualista de principios, de dos fuerzas opuestas, a modo maniqueísta, que entran en relación. Precisamente porque la fuerza, por definición (y por su propio “ser”), no puede existir aislada, la relacionalidad no es algo externo a las fuerzas sino su misma constitución (multiplicidad de fuerzas), aún si los vectores que adquieren en la dinámica procesual de sus relaciones determinan en cada momento un desequilibrio esencial, inseparablemente cualitativo y cuantitativo, entre tipos de fuerza: dominante-dominada, fuerte-débil, activa-reactiva, figurativa-abstracta. Estos tipos no se oponen, sino que, aún siendo por naturaleza diferentes, son inmanentes unos a otros en el proceso dinámico en el que surgen. Nietzsche ya lo intuía: no hay oposición porque son grados de intensidad diferencial de un continuum (“no hay oposiciones sino gradaciones, diferencias”, nos susurra Nietzsche al oído constantemente), pero tampoco hay identidad de fondo (diversos grados de una misma naturaleza) porque cada uno de esos grados es una intensidad, cuya diferencialidad constitutiva la singulariza de modo cualitativo (diferencia de naturaleza). Es precisamente esta “identidad diferencial” (singularidad) la que separa cualitativamente a cada intensidad de las infinitas restantes, y la que, a la vez, las relaciona esencialmente a todas en un continuum de grados heterogéneos (pues una diferencia de intensidad existe sólo en virtud de las infinitas diferencias de intensidad con las que está relacionada, y no podría existir “fuera” de esta difusa multiplicidad dinámica).

Por ello, que haya una fuerza centrípeta y otra centrífuga, que exista una fuerza que concentra una figura en sí misma y otra “exterior” que la arrastra hacia la génesis de la línea, esto no implica una trascendencia de fuerzas ni de principios, sino la necesidad de la definición de un ensamblaje dinámico e inmanente constituído por fuerzas o líneas-fuerza (incluído el pintor, el pincel, la pintura, la tela, etc.) que, en cada momento y en cada estado “relativo” del sistema abierto e imprevisto, asumen relacionalmente vectores precisos. De cada línea puede surgir la otra, sin por eso reducir el movimiento incesante a uno u otro polo: el desequilibrio es positivo y productor de equilibrios dinámicos, meta o ultra-estables, compositivos. Esta última palabra nos devuelve al problema de Kandinsky: la composición.

Llegamos al nivel crítico en el que el resto de las combinaciones nos vienen al encuentro con mayor facilidad. En virtud de la composición, la codificación a la que Kandinsky somete a sus flujos pictóricos no es trascendente, es decir, no es aquello que llamamos Organización (la sobre-codificación a partir de la cual se somete el dinamismo de un sistema a las leyes de una dimensión suplementaria o trascendente al mismo sistema, y en la que las invariantes o constantes trascendentes convierten las variaciones continuas del sistema –y en tanto previamente independientes de constantes suplementarias: absolutas– en variables relativas a estas constantes). La codificación pictórica de Kandinsky no es pre-determinada -es decir, no está “dada”-, ni funciona como tal. Emerge, en cambio, como creación pictórico-teórica en base a las exigencias de la composición (del mismo modo que el pasaje del atonalismo al dodecafonismo en Schoenberg se produce como una codificación a partir de los mismos elementos emancipados del sistema, y siempre con reglas y relaciones provisorias –de ahí que sus mejores discípulos no cesaran de inventar sus propias codificaciones). Es decir: la codificación está al servicio de la composición, y la composición, a su vez, tiene relaciones muy peculiares con el Caos, en tanto no se trata de una organización en la que se instalan invariantes independientes de las

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transformaciones que se quiere organizar, sino que, a partir de una invariante de transformación (eterno retorno), se instaura un plano en el que las conexiones de las fuerzas se autorregulan de modo inmanente (plano indiscernible de las conexiones efectuadas por las mismas fuerzas en cada momento, y, por lo tanto, mutante). Todo sucede como si tuviésemos que decidir entre dos Apolos que se diferencian, no solo por su “trascendencia” o “inmanencia” ni por su “inmutabilidad” o “provisoriedad”, sino también, y fundamentalmente, por su tipo de “conexión”: 1. Plano de organización cerrado y centralizado (identificación, gravitación, homogeneización y formalización pre-determinante de las funciones de sus elementos); 2. Plano de composición abierto y descentralizado (diferencialidad constitutiva, efectos de “semejanza” por medios “desemejantes” y experimentación no pre-determinada de las fuerzas). Queda claro que el segundo Apolo (el que Nietzsche invocará como el aspecto compositivo de Dionisos, luego de desechar el Apolo organizativo y schopenhaueriano de su primer libro) constituye un ensamblaje dinámico de heterogéneos en tanto heterogéneos (ensamblaje mutante), función que no podría cumplir jamás el Apolo organicista que “determinaría desde fuera” a Dionisos en El Nacimiento de la tragedia38.

Decíamos, entonces, que las fuerzas que forman las figuras en las obras de Kandinsky están implicadas, pero no dijimos cómo aparecen esas fuerzas en la composición. Si bien las fuerzas, en los ensamblajes dinámicos que constituyen, adquieren cierto tipo de equilibrios (la fuerza centrípeta del punto), estos equilibrios son sólo “provisorios”, son equilibrios dinámicos, de tensiones, y eso aparece en las combinaciones de las formas y los colores, en las relaciones de movimientos tensionados. El desequilibrio es fundamental, pero en los cuadros más geometrizantes de Kandinsky está reducido al mínimo y sólo resulta perceptible por la comparación entre figuras y colores delimitados (contornos). ¿No existe en Kandinsky una manera en la que se muestre la fuerza como desequilibrio positivo, como creador de equilibrios dinámicos? ¿No hay algo en Kandinsky que nos muestre la fuerza sin necesidad de pasar por el contorno y sus combinaciones y que por ello esté más cerca del Caos-límite? Ya lo hemos mencionado muchas veces: se trata de las líneas de arrastre, de marcha, de recorrido, de disrrupción. Estan son líneas que no trazan contorno ni se someten al cuadriculado cartesiano (aún si éste surge de aquellas). Si la fuerza, cinemáticamente mostrada, aparece en la combinación tensionada de formas (de modo virtual, sin necesidad de trazar la línea turbulenta y diferencial), es en el “efecto” de de-formación en el que aquella aparece de modo “directo”, ya no implicada, sino intuida como tal. En las líneas de disrrupción aparece la fuerza diferencial, no como anulada o identificada sino en su “estado” de diferenciación sensible. El desequilibrio, en este “efecto”, es positivo y revelador (¡la línea no tiene por qué hacer contorno!, parecen ahora gritar a coro Kandinsky, Klee y Pollock).

Ya sospechábamos que Kandinsky no era un pintor abstracto meramente geometrizante al modo de Mondrian (en quien la codificación será cada vez más extrema, sin llegar a ser sobre-codificante –aunque sus discípulos harán estragos al seguir estas codificaciones singulares como dogmas generalizables). ¿No se observan en sus cuadros más geometrizantes estas líneas de fuerza inestables, puramente abstractas? ¿No aparecen, de pronto, entre las figuras más delimitadas, más geométricas, estas líneas irruptivas, disrruptivas, que no parten de ningún lado y no van hacia ningún lugar, y que arrastran apenas hacia el desequilibrio a un equilibrio dinámico en apariencia demasiado sosegado?

Toda la descripción que el mismísimo Kandinsky hace de su camino hacia la no-figuración en Mirada Retrospectiva39 insinúa el flujo pictórico y perceptivo de una nueva función

38 No osbtante, cabe aclarar que no se trata en realidad de dos Apolos, sino de dos estados de un Apolo dinámico: la voluntad de poder que se invierte en su forma como si ésta fuera “suplementaria”, “inteligible”, “inmutable” y “determinante”, es decir, la voluntad de poder negativa, no deja de ser voluntad de poder. En determinadas circunstancias de fuerzas, la voluntad de poder produce este tipo de Apolo schopenhaueriano, desde sí mismo (la situación trascendente de Apolo se produce en la inmanencia del Apolo dionisíaco). 39 MR.

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háptica (y no óptica) del ojo. Y este flujo, ahí, aún no está codificado. Asimismo, en sus propios escritos teóricos, Kandinsky no dejará de apelar a esta línea de-formante, de arrastre, como la manifestación clara de la fuerza y el desequilibrio en tanto no implicados ni anulados en la forma, sino captados y pintados en su prodigiosa erupción. Aquí se muestra que no es necesario quedarse ni en la disolución de las formas (caos negro), ni en la creación de las formas (transformación), porque esta oposición o dualidad conserva aún el principio aristotélico que le brinda realidad plena tan sólo a la forma y se la niega a la fuerza, a aquello que no puede ser reducido a la forma. De este modo, la fuerza dinámica no puede ser “pensada” por fuera de la forma (aún si es inmanente a ella). La capacidad de pensar la fuerza como una realidad plena, dinámica y precisa (singularidad de lo difuso), se revela en esas líneas de arrastre que no describen contornos, que están “entre”, y que se distinguen compositivamente como un relámpago mercurial del Caos puramente descompositivo, sin necesidad de apelar a las formas como condiciones indispensables para evitar la disolución (falsa oposición: Forma-Caos), pues se sostiene en modulaciones singulares y autorregulatorias de las fuerzas mismas que elevan la imprecisión de las conexiones difusas en las que “ingresan”, a precisión y rigurosidad de lo dinámico, del cambio y del devenir (sin necesidad de comprender el devenir a partir de las formas “entre” las que se deviene –más bien, a la inversa).

Si bien no siempre las relaciones entre su textos teóricos y sus cuadros son exactas (ni unidireccionales: los cuadros no están determinados por la teoría ni a la inversa, sino que ambos polos constituyen momentos de un dinamismo de experimentación en desequilibrio), sí se observan algunas cercanías. En la famosa serie de sus Composiciones (las tres primeras destruidas en la Segunda Guerra Mundial), esto se observa de modo bastante claro. En sus primeras composiciones conservadas (Composición IV, 1911, y Composición V, 1911), observamos ese perfecto inicio de la abstracción en el que se vislumbran rastros de “semejanza” con respecto a figuras de la naturaleza. Sin embargo, ya comienzan a cornear las experimentaciones que Kandinsky codificará en su libro De lo espiritual en el arte (1911). Esas semejanzas son producidas en las marismas de una animación de fuerzas cromáticas. Las formas están al servicio de las fuerzas, difusas aunque dinámicamente singularizadas, del color. En aquel libro, lo que prima es, precisamente, el análisis del color y sus latencias vitales. No resulta casual la cercanía entre la fecha de publicación del libro (cuyas ideas, sin embargo, ya venía pergeñando en conexión con las experimentaciones previas y que consignará más tarde en Mirada Retrospectiva, 1918), y las fechas de creación de estas composiciones: 1911. Si aquí ya aparece la problemática de las fuerzas “espirituales” de los colores en su liberación de la figuración, el impacto de esta revelación sobrevendrá más tarde con las siguientes composiciones.

En 1913, dos años después de publicar De lo espiritual en el arte y de pintar las Composiciones IV y V, Kandinsky producirá las Composiciones VI y VII, dos de sus cuadros más sublimes y dionisíacos. Aquí, quizá extremando sus postulados y llevándolos más allá de sí mismos, alcanza un nivel de abstracción dinámica como nunca antes (y arriesgaríamos y exageraríamos deliciosamente: como nunca después). Devenires tempestuosos, turbulentos, pero que nunca caen en la disolución enchastrada de un Uno-primordial homogéneo, sino que se constituyen como floraciones dinámicas de gradaciones explosivas de intensidad: rayos, líneas, colores, fuerzas, recorridos, todo determinado por las líneas de arrastre y disrrupción (que en este Kandinsky no son diferentes: toda huida arrastra al resto –por lo que deshace las formas–, pero, conectada con otras huidas en una danza energética, en una composición, resulta en una creación positiva de dinamismos, a perfecta distancia real de las formas contorneadas y del Caos homogéneo de la pura entropía). Todo sucede como si los pasajes de su libro en los que trata estas líneas hubiesen tomado mayor protagonismo en sus cuadros y arrastraran todas las demás ideas y

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formas al turbulento corazón transversal que lamina lo real allí en donde lo real se desmiente a sí mismo, creando sus figuras en un velocísimo movimiento de manos40.

Sin embargo, es el salto realizado en sus composiciones diez años después, cuando Kandinsky publica Punto y línea sobre el plano (1923), lo que resulta desconcertante. La Composición VIII, creada el mismo año de publicación de este libro (1923), despliega un geometrismo que contrasta con vehemencia con las composiciones previas. ¿Qué ha podido suceder? La primacía del color y las fuerzas nómades de arrastre parecieran haber cedido frente a las figuras geométricas, tal y como en el nuevo libro sugería el frío título. Sin embargo, la diferencia establecida entre las figuras geométricas de la matemática y las figuras (no figurativas, es decir, no representacionales) pictóricas de Kandinsky41, en virtud de la interiorización de sus tensiones, sus latencias, sus fuerzas –en suma, de su vitalidad espiritual o del movimiento que las describe–, nos pone frente a un sencillo cambio de acento y profundización de algunos vectores de las fuerzas de “equilibrio”. Las tensiones de color y figura, los dinamismos entre las figuras y la ocasional línea de arrastre y movimiento sin contorno que atraviesa las figuras, nos revela que nada esencial ha cambiado desde la turbulenta carrera de la espiritualidad cromática en el arte, sino que la experimentación exige ahora una codificación “provisional” de esas tensiones. No obstante, los dinamismos siguen ahí, sólo que atenuados, puestos a realizar contornos, a expresar el momento genético de las formas y sus tensiones figurales. Esta continuidad es remarcada por el propio Kandinsky en su “Nota del autor” a Punto y línea sobre el plano42.

Queda claro, entonces, que en sus propios cuadros la problemática de las fuerzas en Kandinsky es tan dinámica y rigurosa como en sus obras escritas43. Sus problemas fueron siempre: a) pintar las fuerzas; y b) dar, en todas sus etapas, con modos, métodos y codificaciones nuevas que permitieran “hacerlas sensibles” para poder “hacer vibrar más finamente el espíritu”. De esta dimensión peculiar del problema pictórico-vital de Kandinsky a la problemática de Jackson Pollock y el action painting, hay tan sólo una superación de pudores, un desplazamiento de la perspectiva dinámica, una inversión de vectores, una inyección de Caos-germen.

Queda, entonces, agregar algunos comentarios con respecto a la “espiritualidad” de Kandinsky, pues aceptar la Teosofía y hablar del “espíritu” no lo convierte inmediatamente en un onto-teo-logista. En primer lugar, a la fuerza de la que tanto hemos hablado, Kandinsky, siguiendo una tradición hermética (en sus circunstancias histórico-geográficas: teosófica), la llama “espíritu o rayo”. Pero este “espíritu” no implica un idealismo de trascendencia opuesto a la materialidad o a la inmanencia del mundo (nunca importó la palabra sino el funcionamiento que esa palabra tiene en el ensamblaje dinámico-Kandinsky). Este espíritu tampoco es una homogeneidad a modo del Uno-primordial (Ur-Eine) de Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. El espíritu, tal y como lo define Kandinsky, es un conjunto complejo de vibraciones44, de tensiones, es decir, una diferencialidad intensiva (multiplicidad de grados imperceptibles de la

40 Los críticos, luego de variadas investigaciones, aseguran que los “motivos” de cada una de estas pinturas son los siguientes: Composición IV (La batalla apocalíptica, luego de la cual sobrevendrá la paz eterna), Composición V (La resurrección de los muertos), Composición VI (El Diluvio), Composición VII (Una combinación entre “La Resurrección”, “El Juicio Final”, “El Diluvio” y el “Jardín del Edén”). Siempre puede codificarse una serie lineal a partir de estas ideas: la batalla de la pintura, la resurrección de la vida de los colores, el diluvio de las fuerzas, y el gran estallido final en la combinatoria paradisíaca y apocalíptica de la nueva pintura. No obstante, nosotros nos privaremos de codificar a Kandinsky (aunque ya lo hemos hecho -¿dónde?- ahí, en donde la codificación no es unidireccional pues la pintura también codifica el título y lo vuelve reversible, incluyéndolo en la pintura). Pero aclaremos que no sorprende la elección de los “motivos”, pues la pintura parece tener relaciones muy estrechas con la cosmogenética. Ver la reseña de Mark Harden sobre la exhibición de “Kandinsky: Compositions” en el MOMA, en la web: http://www.glyphs.com/art/kandinsky/. 41 PLP, cap: “El plano básico”. 42 PLP, p. 17. 43 No analizaremos las composiciones restantes (IX y X). Baste mencionar los cambios drásticos que sufre en ellas la pintura de Kandinsky diez años después de la Composición VIII: su espíritu intempestivo y creativo proseguía su curso, deshaciendo y rehaciendo sus propias codificaciones previas. 44 Ver nota 36 del presente trabajo.

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materia misma). Oigamos este disparo de Kandinsky al pasar: “Aquí hablamos mucho de lo material y de lo inmaterial y de los estados intermedios `más o menos´ materiales. ¿Es todo `materia´? ¿O todo es espíritu? Las diferencias que establecemos entre materia y espíritu, ¿no serán más que matices de la materia o del espíritu? (...) Aquí, en este pequeño libro, no se puede discutir más extensamente el tema y basta con que no se tracen fronteras muy estrictas”45. Ahí ya está todo en germen: el problema de la materia y el espíritu como dualidad, los posibles reduccionismos a uno u otro polo, y las intuiciones acerca de las gradaciones y de las fronteras difusas. En suma, la noción de fuerza constituye el hilo perfectamente diferencial para graduar, en tanto fineza de la vibración, desde el espíritu hasta la materia, pero en un estricto nivel de inmanencia. La materia, llevada a sus dinamismos, no es mecánica ni sólida, sino que se desvanece en una multiplicidad de fuerzas. Pero estas fuerzas, tal y como Nietzsche establece, poseen un agente diferencial y activo: la voluntad de poder. Kandinsky, siguiendo la tradición más interesante del ocultismo46, llamará a esta dimensión dinámica de la materia: espíritu o rayo (el rayo blanco que da vida).

Y aqui llega por fin, el segundo momento de citarnos (momento que se dividirá en tres partes no-hegelianas): “¿Habrá que creer que los espíritus de los que hablan las invocaciones no pasan de ser almas pre-existentes bajo el régimen de “lo general” (¡sí, mi general!)?

Aquí es donde se equivocan los egópatas. La asimilación reduccionista del pneuma al alma, consumada durante siglos (a diferencia de la operación estoica de reducir el alma al pneuma), fue nefasta. La fluidez y la irradiación del pneuma difieren por naturaleza de la inmovilidad del alma47. De ahí que no se comprenda nada acerca de los matices distintivos entre el alma y los espíritus, y se trace un camino opresivo de los cuerpos al alma (organismo) y una captura almístico-imaginaria del espíritu-vibración. Éste no es homologable ni al alma ni al cuerpo (ni a sus variadas y agotadas síntesis). El espíritu, cuando liberado, funciona en otro plano: no se reduce ni al cuerpo “bajo” el alma, ni al alma “en” el cuerpo; (se) desmarca y (se) auto-produce (como) almas-efectos; pasa intensamente por los cuerpos desarticulados, flexibilizados; retoza en el entre-acto (René Clair). El espíritu es lo que Guattari llamaba lo “auto-consistencial”, con sus dos características de singularidad (persistencia local) y transistencia (consistencia transversal). Al igual que las radiaciones de al-Kindî o el pneuma de los estoicos, el espíritu, tal y como despunta en el bandidaje brujo, insiste invaginado en la materia: es la materia sin formalizar, el contacto sensible y vibracional entre las cosas, el englobamiento infinito entre materias heteróclitas (inmanacionismo).

No ficcionaba Klossowski cuando insistía en la diferencia que latía entre las almas incomunicables que se encorsetaban en el cuerpo organizado y la promiscuidad de los “espíritus mortales” (Soplos o alientos liberados) arrebolándose en los cuerpos como un pegoteo de intensidades (prácticas de posesión)48. La corporeidad, munida de espíritus singulares e indiscernibles, alcanza un máximo de porosidad y comunicabilidad: mescolanza, confusión mítica”49.

45 DEA, p. 30 (Nota 4). 46 Por ejemplo, ver: Fulcanelli; El misterio de las catedrales, Barcelona, Mondadori, 2005; y: Dion Fortune; La cábala mística, Buenos Aires, Kier, 2004; entre otros textos fundamentales. 47 “Un cuerpo no se reduce a un organismo, como tampoco el espíritu de cuerpo se reduce al alma de un organismo. El espíritu no es mejor, pero es volátil, mientras que el alma es gravífica, centro de gravedad”, en: MM, p. 372 (El subrayado es nuestro). Marsilio Ficino definía también al espíritu como “un cuerpo muy tenue, casi un no-cuerpo y casi ya alma; o casi una no-alma y casi ya cuerpo” (ver: Ioan Petrus Culianu; Eros y magia en el Renacimiento. 1484, Valencia, Siruela, 1999, p. 59 (Prefacio de Mircea Eliade). 48 Ya lo dijo Roberto Echavarren: “El espíritu del mal no es el espíritu, sino los espíritus” (Centralasia, Buenos Aires, Tsé=Tsé, 2005, pp. 21-22). 49 Ver: “La espiral de los pulsos”, en: VVAA; Nosotros, los brujos, Buenos Aires, Santiago Arcos ed., 2008 (en preparación). Editado y prologado por Juan Salzano.

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La tradición filosófica se ha perdido esta historia de la fuerza y sus transformaciones50. La determinación del pneuma como soplo vital o fuerza vital (diferenciada en sí misma) se perdió cuando fue reemplazada y reducida por la psiché. Los estoicos, sin embargo, la recuperaron en tanto fuerza y flujo de las cosas y fue a través de ellos que prosiguió su camino transformativo en la tradición ocultista más fugada (sincretismos entre la Cábala hermética moderna, el Tantra del Vama Marg o Sendero de la Mano Izquierda, la brujería pre-cristiana, el vudú gnóstico de las corrientes de La Couleuvre Noir, y los desarrollos de un materialismo ampliado a manos de la Alquimia más operativa), mientras que en la filosofía, el pneuma como espíritu, aún si pretendió diferenciarse del alma, fue construido en estricta dependencia de ella (y a su imagen y semejanza intelectuales), acabando en los desarrollos “subjetivos, yoicos y culturales” del idealismo alemán. En este sentido, Kandinsky, conocedor de estas tradiciones gracias a sus vínculos teosóficos y animado por su creatividad y libertad artísticas, establece una espiritualidad inmanente, dinámica y ubicada en el seno de un materialismo ampliado a la dimensión más turbulenta de la materia: las fuerzas.

Ya lo manifestaba el texto fundamental del hermetismo (La Tabla Esmeraldina): “Lo que es arriba es como lo que es abajo, y lo que es abajo es como lo que es arriba, para realizar los milagros de una sola cosa”, estableciendo, no una pobrísima y comparativa interpretación de correspondencias formales macro-microcósmicas (formalismo platónico-aristotélico), sino un gran oleaje de los flujos y de las fuerzas en dinamismo inmanente (en circulación o variación continuas)51. De ahí que un ateísmo estático sea un nuevo teísmo, mientras que un panteísmo pneumático y diferencial constituya el ateísmo más salvaje y creador. Auto-cita 2, Parte 2: “(...) toda teología negativa es el reverso de una brujería positiva. (...) el Dios que ahí se agita se sitúa a irreductible distancia del Uno trascendente, ensimismado e inmóvil de los sacerdotes contemplativos. Este Dios es plural e inmanente; es el afuera invaginado en el límite, el interno fulgor de extramuros. (...) Y ya que aquí caímos sin buscarlo: ¿No hace el arte lo mismo? ¿No hay un arte no antropomórfico que nos arrastra hacia la espiral de los pulsos, hacia el indiscernible rumor entre las cosas? Kandinsky hablaba del rayo blanco que fecunda (y de la mano negra que mata), de la resonancia interior y del complejo de vibraciones que constituían a una obra de arte (paquete o bloque de sensaciones, lo llamaba Deleuze), y que aún actualizándose en múltiples formas (realistas o abstractas: da igual si son llevadas al apogeo) las excede al vuelo: morfogénesis inmanente y heterogénea. Otro ejemplo clásico: los borrones (las lindes) del cuerpo por donde se escapan los vahos (espíritus mortales, fugas del pneuma) en la pintura de Bacon. Lo decimos: no hay más ateísmo que el nómade. Y los espíritus mortales (pneuma o radiación, exhalación o intensidad, fuerza o vibración, soplo o aliento) componen el frenesí del nomadismo”52.

Por esta razón, las palabras no importan sino por el modo en el que funcionan (de modo activo y no pre-determinado) en un ensamblaje dinámico y colectivo de enunciación; y en el ensamblaje-Kandinsky, el espíritu cumple una función muy semejante a aquella que cumple la voluntad de poder en el ensamblaje-Nietzsche. El mundo es, para ambos autores, un devenir abierto e inmanente, de creación diferencial incesante, y es eso lo que los vuelve aliados. 0.00. Coda:

50 No nos extenderemos en este problema, aunque aclaramos que es un asunto que nos posee por completo en los tiempos recientes y que esperamos dedicarle una investigación más extensa en un futuro no muy lejano. Baste para el presente trabajo, estos pocos comentarios. 51 Algo que conoce cualquier Iniciado: la formalización de las fuerzas en el Modelo del Árbol de la Vida khabbalístico no es más que una modelización estática de una circulación dinámica no pre-determinada; las fuerzas, una vez desechado ese modelo de acceso, se revelan turbulentas e inmanentes a las formas que ellas producen. De ahí que toda brujería sea, esencialmente, experimental. 52 “La espiral de los pulsos”, en: Nosotros, los brujos, op. cit.

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Nietzsche y Kandinsky son aliados en el terreno de las fuerzas53. No nos sorprende que ambos fueran músicos frustrados. Como dijimos al principio de este trabajo, nada nos seduce en el ajado dispositivo de la “influencia”. La “influencia” pareciera estar determinada por las filiaciones (imagen y semejanza), mientras que el “influjo” nos sugiere un torrente de fuerzas sísmicas o tsunámicas. La alianza implica comunicaciones entre seres heterogéneos, en las que se despliega una dimensión intermedial (hiato acósmico) en la que los pasajes que suceden en ese “entre dos” no se reducen a ninguno de aquellos seres, sino que más bien los vuelve indiscernibles, y, en esa imprecisión, perfecta e intensivamente determinados. Es en este terreno de los contagios que podemos hallar las transformaciones de las teorías de Nietzsche en las de Kandinsky (como en sus cuadros), abriendo caminos insospechados y transmutando ideas al mejor estilo alquímico.

Auto-cita 2, Parte 3 (disparo final): “Lo primero es una zona inasignable, aérea, una membrana cinemática pergeñada por elementos no-formados, dinámicos, un medio pneumático, un pneuma del medio, un pulmón sin contornos que respira como quien nace en frágil cuna de miasmas. De a poco, se infla una nube eléctrica, de nítidos chispazos. La perlan partículas evanescentes cuyas trayectorias no parecen seguir un plan premeditado sino que se entrecruzan en abstractos borrones, en líneas turbulentas: todo un mundo sub-molecular que se alimenta de sí mismo.

Ahora nos alejamos con lentitud, nos desplazamos con cautela y tomamos distancia prudencial. Comienzan a vislumbrarse los agrupamientos de polvo, de tierra, de piel –coreogeografía enviscada–, las concrescencias materiales que ya no se calzan la abstracción. Las líneas comienzan a trazar contornos distinguibles, formaciones concretas, yertos sedimentos que serán moldes a reproducir, dibujos de acumulada escarcha. La materia, a distancia, es tan lenta o tan veloz que parece inmóvil.

En algún lugar del torbellino creemos percibir un rostro, más allá un objeto, un signo, un individuo. El vivo tembladeral parece desaparecer, se intuye el nacimiento de una estabilidad. Algo como un diseño reconocible emerge y compone el contrapunto de una mirada. Instante de alumbramiento de todas las formas posibles. Lejos está ya la ebullición material: el paisaje ahora inteligible parece exento de rugosidades. Nada preocupa a los habitantes de estos espacios fijos, inmersos en sus asuntos de estado y sus intereses comunicacionales. A veces un desliz los agita, un tris los indispone, pero el arduamente forjado ejercicio del hábito rinde sus frutos y cualquier hiato acósmico que les socave la creencia es asignado inmediatamente a un tipificado reflejo imaginario, mientras se jura con la mano apoyada sobre el Manual de Psiquiatría y Buen Sentido.

De esa edad –tan segura de sí misma– nos corremos ahora de un salto, porque ya relinchan las junturas, mientras en los pegoteos liminares, elásticos, de la arquitectura natural crecen bosques de vapor, ingrávidos nidos de brujería: el prodigio de las lindes. Vibra el nodo de la mixtura: gimnásticas delicias y atavíos se desprenden, incorporales, de la irreductible hipertelia del relámpago. Porque entre el cielo y la tierra, el manjar ondulatorio de las fuerzas se escande en ráfagas de origen incierto, arabescos de lo efímero, mientras los brujos aprenden a libar del calor inhumano de sus fiebres (lateral digestión de las fieras y las liebres). Abandonados a las flotaciones reas, refractarios a las sugestiones reductivas del doble rostro consuetudinario (las cosas y los egos) –de reflejos tan tristes para el marino de los soplos–, aplican a sus testas las piezas rutilantes (fluxores) de una efusiva carcajada (jo – ju), y transforman la solemnidad de los paisajes en gracia de radiaciones (jo-cosas), la seguridad de las conciencias en intersticios espeluznantes (ju-egos)”54. 53 Kandinsky había leído a Nietzsche y lo cita algunas veces. Sin embargo, es la utilización que de él hace lo que resulta creativo y transformador en su propia teoría y en su propio arte. Véanse especialmente la referencia a la crítica nietzscheana a la moral, en: DEA, p. 38; y la interpretación “ateísta” que el nihilismo re-activo hace del “Dios ha muerto”, en: DEA, p. 33. 54 Fragmento de “Prólogo: La conspiración pneumática”, en: Nosotros, los brujos, op. cit.

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