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año 4 número 16 diciembre - enero 2011 10000 ejemplares Tercera historia de Giovanni Guareschi pág. 4 Paréntesis El periódico literario Poemas de Pavel Hrádok y Joan Margarit pág. 3 Vestidos, Ignacio Carrión pág. 4 Primavera sombría pág. 6 Réquiem por Orwell pág. 6 Taller de Escritura pág. 7 Léolo pág. 8 Paternidad irresponsable pág. 8 Juan José Millás Lo que sé de los hombrecillos pág. 11 Premio del V Concurso de Microrrelatos pág. 9 pág. 10 La sonrisa de Gagarin Teatro de la Decepción pág. 10

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Page 1: pág. 10 Paréntesis€¦ · Paternidad irresponsable pág. 8 ... Sólo hay que estar atento a lo que dicen y hacen algunas ... cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí —me

año 4número 16diciembre - enero 201110000 ejemplares

Tercerahistoria

de GiovanniGuareschi

pág. 4

ParéntesisEl periódico literario

Poemas de Pavel Hrádoky Joan Margarit

pág. 3Vestidos, Ignacio Carrión

pág. 4Primavera sombría

pág. 6Réquiem por Orwell

pág. 6Taller de Escritura

pág. 7Léolo

pág. 8Paternidad irresponsable

pág. 8

JuanJoséMillásLo que sé delos hombrecillos pág. 11

Premio del V Concursode Microrrelatospág. 9

pág. 10

La sonrisade Gagarin

Teatro dela Decepción

pág. 10

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2 Paréntesis diciembre 2010 - enero 2011

Periódico ParéntesisC/Sánchez Pastor, 1, 1ºdcha.

29015 MálagaTlf. 952 60 82 44

[email protected]

DirectorRafael Caumel

ConsejeroAntonio Almansa

CoordinadoraLola Lorente

DelegadoJorge Rosa

Redacción

Poesía de Siempre y de Hoy:Montserrat López,Mauricio Ciruelos

y otrosProsa de Siempre:

Rafael Caumel,Antonio Almansa

y otrosProsa de Hoy:

Pablo Betancourt,y otros

Viajes y Literatura:Pedro Rojano,Rafael Caumel

y otrosMúsica y Literatura:

Damián Marrapodi,Jorge Rosa

y otrosEscritura y Psicoanálisis:

Emilio Mármol, y otrosTaller de Escritura:

Rafael CaumelCrítica literaria:

Antonio Almansa, y otrosMicrotextos:

Eugenia Carrión,Montserrat López,

Damián Marrapodi,y otros

Cine:Sergio de los Santos, y otros

Convocatorias de concursos:Pablo Betancourt, y otros

Cartas de los lectores (atiende):Lola Lorente

Entrevista:Lola Lorente, y otros

Diseño y Maquetación:Rafael Caumel

Asistencia gráfica:Pedro Rojano

Mauricio CiruelosDamián Marrapodi

Tal vez crean ustedes que soloalgunos personajes de novela puedenser espásticos respecto al tiempo,como le pasa a mi tocayo de Matadero5, pero yo también lo soy, y el casoverídico que voy a contar así lodemuestra.

Fui a Córdoba con tiempo de sobrapara dar un paseo antes de cubrir lanoticia de la presentación de un libroy, al pasar por delante de laDelegación de Cultura, me encontréuna manifestación de funcionarios encontra del decreto 5/2010. “Nunca sesabe”, me dije, y saqué la cámara dela bolsa.

Un par de señoras peinadas depeluquería y con gruesas gafasnegras leían un manifiesto para unatelevisión local. Sosteniendo las tressábanas donde se habían pintado lasreclamaciones, había unos treinta fun-cionarios.

Tras realizar este recuento, des-cubrí un cartelito en el pretil de unparterre situado frente a la sede de ladelegación, al otro lado de la calle. Meacerqué a leerlo. Era una hoja dondese solicitaban donaciones para sufra-gar los gastos de la protesta, con otrahoja plegada para servir de cestillo.Hice una fotografía.

Una treintañera morena, delgada,justo lo bastante guapa como parasentirse superior, tardó menos de unminuto en separarse del grupo de fun-cionarios para acercarse a decirme:

―Eres tú quien ha sacado una fotodel cartelito.

―Sí ―contesté.―¿Me la dejas ver? Dame la

cámara.―No ―dije por instinto.―Pues tienes que borrarla.

―¿Cómo?―Que vas a borrarla.Fue en ese momento cuando miré

alrededor para comprobar si me habíaequivocado de país. No, aquello eraCórdoba pero, a pesar de las ropas yde las dos bicis de montaña quecruzaron, yo había saltado medio sigloatrás en el tiempo. Observé el lla-mador de ángeles que llevaba la tipacolgado del cuello. Levanté la vista yno encontré un tricornio sobre sucabeza.

―Te recuerdo que estamos en unavía pública y puedo hacer todas lasfotos que quiera ―le dije con calma.

―Y dónde la vas a publicar.Quise tranquilizarla diciéndole cuál

era mi intención:―La saqué como anécdota. No

voy a publicarla.―Y yo te tengo que creer, ¿no?Di media vuelta y me largué pen-

sando en lo frágil que es la verdad. Loque hasta un segundo antes era cier-to, se vino abajo con su última frase.

Los viajes en el tiempo existen yson frecuentes. Sólo hay que estaratento a lo que dicen y hacen algunaspersonas para poder experimentarlos,y no hace falta irse muy lejos.

Coda:Desgraciadamente, todos los via-

jes en el tiempo que he realizadohasta ahora han sido hacia atrás. Porfavor, si encuentran a alguien que lesproporcione uno hacia delante, nosean huraños y avísenme.

Caída libre

Cartas de los lectores

Valor seguro: Inversión en santos Error numérico

Fray Leopoldo de Alpandeire, aqueldel hábito tan kilométrico que aúnalcanza para seguir haciendo relica-rios, fue beatificado en septiembre. Laceremonia costó un millón y medio deeuros, que ha sufragado la orden(cada asistente al acto debía realizaruna aportación mínima de diez euros).La noticia se divulgó en los telediariosdespués de que nos mostrasen lasdesgracias humanas causadas porcualquier desastre natural o bélico,

tras la cifra de familias que tiene atodos sus miembros desempleados ola de los niños que, en el mundo, mue-ren cada día de hambre (alrededor dediez mil).

La beatificación parece una inver-sión empresarial, solo a falta de com-prar más tela de saco. ¿Y aún nos sor-prende el fracaso de la visita del Papaa nuestro país?

Isabel Navas (Sevilla)

El Real Madrid visitó Málaga el mespasado. La gente se agolpaba en lapuerta del NH para verlos y no pudeevitar compararlo con las charlas deescritores que se organizan, a las queno acuden más de treinta personas.Escudriñando la portada de su periódi-co veo que tiene una tirada de diez milejemplares. ¿Hay personas para tantoperiódico o se trata de un error?

Antonio Leiva (Málaga)

Billy Wallace

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Poesía de Hoy

El banquete

Con los fémures rotos bajo el pesode sus noventa años, desconfiada y voraz,mi suegra vigilaba, y el cobarde del suegro,bajo su obesidad, en diez lenguas callaba.Mi hijo, con un pozo oscuro y fríoen su cabeza, absorto se atracabamientras miraba la televisión.Mi hermano se mataba engordando, y gritabasucias procacidades a los manteles blancos.Mis padres parecían disecados,mudos de tanto odiarse,y con la soledad terminal en sus caras.Un banquete moral, repugnante y fantástico.Tú, con nuestra amistad salvada del naufragio,sonriente me mirabas: sin embargo,tantos años de monstruos han sido implacables.

Joan MargaritAntología personal

(Visor Libros, edición bilingüe)

Poesía de Siempre

La feria de la vida

Hubiera querido comprarmela barraca entera de la feria,la barraca pintada de color fresa,y hubiera querido obsequiartetambién el cinema donde vimoslas películas que nos dieronla idea de vivir en Marte.Hubiera querido ser asimismo el dueñode todos los hotelesen que nos escondimos,del tranvía en que huimos,del café en que nos dijimospara siempre adiós.Pero soy solo el dueño del neón fresaque anuncia intermitente, entrelluvioso,ACADEMIA de BAILE.

Tasio Peña

Pavel HrádokPoeta y pintor

(Praga, 1907-1953)

Si desea publicar un poema, cuento o microrrelato, envíelo junto a su nombre, apellidos y telé-fono a [email protected]. Paréntesis incluirá los mejores en los siguien-tes números del periódico.

Paréntesis 3diciembre 2010 - enero 2011

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Tercera historia, de Giovanni Guareschi

¿Muchachas? No; nada de mu-chachas. Si se trata de hacer un pocode jarana en la hostería, de cantar unrato, siempre dispuesto. Pero nadamás. Ya tengo mi novia que meespera todas las tardes junto al tercerposte del telégrafo en el camino de laFábrica.

Tenía yo catorce años y regresabaa casa en bicicleta por ese camino.Un ciruelo asomaba una rama porencima de un pequeño muro y ciertavez me detuve.

Una muchacha venía de los cam-pos con una cesta en la mano y lallamé. Debía tener unos diecinueveaños porque era mucho más alta queyo y bien formada.

—¿Quieres hacerme de escalera?—le dije. La muchacha dejó la cesta yyo me trepé sobre sus hombros. Larama estaba cargada de ciruelasamarillas y llené de ellas la camisa.

—Extiende el delantal, que vamosa medias —dije a la muchacha. Ellacontestó que no valía la pena.

—¿No te agradan las ciruelas? —pregunté.

—Sí, pero yo puedo arrancarlascuando quiero. La planta es mía: yovivo allí —me dijo.

Yo tenía entonces catorce años yllevaba los pantalones cortos, perotrabajaba de peón de albañil y notenía miedo a nadie. Ella era muchomás alta que yo y formada como unamujer.

—Tú tomas el pelo a la gente —exclamé mirándola enojado—; peroyo soy capaz de romperte la cara,larguirucha.

No dijo palabra. La encontré dos tardes después

siempre en el camino. —¡Adiós, larguirucha! —le grité.

Luego le hice una fea mueca con laboca. Ahora no podría hacerla, peroentonces las hacía mejor que el ca-pataz, que había aprendido enNápoles. La encontré otras veces,pero ya no le dije nada. Finalmenteuna tarde perdí la paciencia, salté dela bicicleta y le atajé el paso.

—¿Se podría saber por qué memiras así? —le pregunté echándomea un lado la visera de la gorra. Lamuchacha abrió dos ojos claros comoel agua, dos ojos como jamás habíavisto.

—Yo no te miro —contestó tímida-mente. Subí a mi bicicleta.

—¡Cuídate, larguirucha! —legrité—. Yo no bromeo.

Una semana después la vi delejos, que iba caminando acompaña-da por un mozo, y me dio una tremen-da rabia. Me alcé en pie sobre lospedales y empecé a correr como uncondenado. A dos metros del mucha-cho viré y al pasarle cerca le di unempujón y lo dejé en el suelo aplasta-do como una cáscara de higo. Oí quede atrás me gritaba hijo de malamujer y entonces desmonté y apoyéla bicicleta en un poste telegráfico

cerca de un montón de grava. Vi quecorría a mi encuentro como un conde-nado: era un mozo de unos veinteaños, y de un puñetazo me habríadescalabrado. Pero yo trabajaba depeón de albañil y no tenía miedo anadie. Cuando lo tuve a tiro le disparéuna pedrada que le dio justo en lacara.

Mi padre era un mecánico extra-ordinario y cuando tenía una llaveinglesa en la mano hacía escapar aun pueblo entero; pero también mipadre, si veía que yo conseguía le-vantar una piedra, daba media vueltay para pegarme esperaba que medurmiese. ¡Y era mi padre!¡Imagínense ese bobo! Le llené lacara de sangre, y luego, cuando medio la gana, salté en mi bicicleta y memarché. Dos tardes anduve dandorodeos, hasta que la tercera volví porel camino de la Fábrica y apenas vi ala muchacha, la alcancé y desmontéa la americana, saltando del asientohacia atrás.

Los muchachos de hoy hacen reírcuando van en bicicleta: guardaba-rros, campanillas, frenos, faroleseléctricos, cambios de velocidad, ¿ydespués? Yo tenía una Frera cubiertade herrumbre; pero para bajar losdieciséis peldaños de la plaza jamásdesmontaba: tomaba el manubrio a loGerbi y volaba hacia abajo como unrayo. Desmonté y me encontré frentea la muchacha. Yo llevaba la cestacolgada del manubrio y saqué unapiquetilla.

—Si te vuelvo a encontrar conotro, te parto la cabeza a ti y a él —dije.

La muchacha me miró con aque-llos sus ojos malditos, claros como elagua.

—¿Por qué hablas así? —me pre-guntó en voz baja. Yo no lo sabía,pero ¿qué importa?

—Porque sí —contesté—. Tú

debes ir de paseo sola o si no, conmi-go.

—Yo tengo diecinueve años y túcatorce cuando más —dijo—. Si almenos tuvieras dieciocho, ya seríaotra cosa. Ahora soy una mujer y túeres un muchacho.

—Pues espera a que yo tengadieciocho años —grité—. Y cuidadocon verte en compañía de alguno,porque entonces estás frita.

Yo era entonces peón de albañil yno tenía miedo de nada: cuando sen-tía hablar de mujeres, me mandaba amudar. Se me importaban un pito lasmujeres, pero ésa no debía hacer laestúpida con los demás.

Vi a la muchacha durante casicuatro años todas las tardes, menoslos domingos. Estaba siempre allí,apoyada en el tercer poste del telé-grafo, en el camino de la Fábrica. Sillovía tenía su buen paraguas abierto.No me paré ni una sola vez.

—Adiós —le decía al pasar.—Adiós —me contestaba.El día que cumplí los dieciocho

años desmonté de la bicicleta. —Tengo dieciocho años —le

dije—. Ahora puedes salir de paseoconmigo. Si te haces la estúpida, terompo la cabeza.

Ella tenía entonces veintitrés y sehabía hecho una mujer completa.Pero tenía siempre los mismos ojosclaros como el agua y hablaba siem-pre en voz baja, como antes.

—Tú tienes dieciocho años —mecontestó—, pero yo tengo veintitrés.Los muchachos me tomarían apedradas si me viesen ir en compañíade uno tan joven.

Dejé caer la bicicleta al suelo,recogí un guijarro chato y le dije:

—¿Ves aquel aislador, el primerodel tercer poste? —Con la cabeza mehizo seña que sí.

Le apunté al centro y quedó sola-mente el gancho de hierro, desnudo

como un gusano.—Los muchachos —exclamé—,

antes de tomarnos a pedradasdeberán saber trabajar así.

—Decía por decir —explicó lamuchacha—. No está bien que unamujer vaya de paseo con un menor.¡Si al menos hubieses hecho el servi-cio militar! —Ladeé a la izquierda lavisera de la gorra.

—¿Querida mía, por casualidadme has tomado por un tonto? Cuandohaya hecho el servicio militar, yo ten-dré veintiún años y tú tendrás vein-tiséis, y entonces empezarás denuevo la historia.

—No —contestó la muchacha—,entre dieciocho años y veintitrés esuna cosa y entre veintiuno y veintiséises otra. Más se vive, menos cuentanlas diferencias de edades. Que unhombre tenga veintiuno o veintiséises lo mismo.

Me parecía un razonamiento justo,pero yo no era tipo que se dejase lle-var de la nariz.

—En ese caso volveremos ahablar cuando haya hecho el serviciomilitar —dije saltando en la bicicleta—Pero mira que si cuando vuelvo no teencuentro, vengo a romperte lacabeza aunque sea bajo la cama detu padre.

Todas las tardes la veía paradajunto al tercer poste del telégrafo;pero yo nunca descendí. Le daba lasbuenas tardes y ella me contestababuenas tardes. Cuando me llamarona las filas, le grité:

—Mañana parto para la conscrip-ción.

—Hasta la vista —contestó lamuchacha.

Ahora no es el caso de recordartoda mi vida militar. Soporté dieciochomeses de fajina y en el regimiento nocambié. Habré hecho tres meses deejercicios; puede decirse que todas

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4 Paréntesis diciembre 2010 - enero 2011

Prosa de siempre

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Conviene precisar que la mujer sepuso los pantalones del hombre conmás soltura que el hombre cuando sepuso la falda de la mujer. Era la pri-mera vez que hacían una cosa así.Se les ocurrió tiempo atrás. Locomentaron en distintas ocasiones.Tenemos que hacerlo, decía él. Porqué no, decía ella. Cualquier día,claro que sí.

Y llegó el día. Hoy. Cruzaron unamirada mientras ella se ponía lospantalones de él y él la falda de ella.Naturalmente estaban solos en lacasa. En su habitación. Con la puertacerrada, por si acaso. La ventanacerrada y las cortinas corridas. Y asíparecía resultar mucho más sencillo.Ella se miró en el espejo al ajustarseel pantalón, que le quedaba largo. Yél tuvo que apretar el vientre parameterse la falda de ella.

¿Y ahora qué?, preguntó ella.No sé, balbuceó él.¿Cómo que no sabes? ¡Algo

habrá que hacer!, replicó ella.Sí, claro, hay que hacer algo.Luego la mujer dijo: supongo que

ahora debo imaginarme que soy tú, yhacer lo que tú harías.

De acuerdo, dijo él. Es una buenaidea.

Volvieron a mirarse. No se desea-ban. No sabían cómo continuar. Lespareció ridículo. Y ella fue la primeraen confesarlo: ¿no será todo estoalgo ridículo?

Da igual, dijo él. Todo es ridículo.No hacerlo también puede ser ridícu-lo. Depende de uno mismo.

Lo que no tiene sentido es seguirencerrados aquí, dijo ella. Salgamos.

¿Dónde vamos a ir? ¿Vamos aotra habitación?, le preguntó él convoz de niño travieso que juega a algoprohibido.

Vamos a la cocina, dijo ella.Y se dirigieron a la cocina, ella

delante y él detrás. Ella se volvió amirarlo por el pasillo. Soltó una risota-da.

¿Te burlas? ¿Te hago gracia?,preguntó él.

No me burlo. Sólo me río, tengoganas de reírme. ¿O es que nopuedo? ¿Para qué hacemos una ton-tería como ésta? Digo yo que serápara divertirnos, dijo ella.

No sé, no sé, repitió él.Ya estaban en la cocina. Había

desorden. Cacharros por fregar.Copas con restos de vino. Una sarténinclinada. Sin embargo no dijeronnada: lo arreglaremos todo mástarde, habrían comentado, ella o él,en otras circunstancias.

¿Y ahora? ¿Se puede saber quéhacemos aquí?, preguntó ella.

Nada, dijo él.Ahora podemos coger cada uno

un cuchillo, propuso ella.¿Un cuchillo?Sí, un cuchillo.Bueno, dijo él.Empuñaron cada uno un cuchillo.

Ella, el más largo.¿Pelamos patatas?, preguntó él.No. No estés impaciente, dijo ella.¿Yo?, contestó él algo tembloro-

so. La voz le salía sin fuerza.Tranquilo. Tranquilo. Hagamos un

esfuerzo para estar tranquilos, dijoella al apagar la luz. Somos tú y yo.

Sí, tú y yo, repitió él.Vamos a besarnos, dijo ella.Bien. Vamos a besarnos, asintió

él.Pero con el cuchillo en la boca, de

verdad, amor mío, dijo ella.Se oyó un golpe seco y desigual

seguido de un grito que en realidaderan dos gritos anegados de sangre,

la sangre de ella vomitada en la bocade él, y la sangre de él en la gargan-ta de ella.

Desfallecientes en la oscuridad,doblaron las rodillas y la cintura hastadejarse caer lentamente en el suelo,abrazados a su propio espanto y aldolor del otro. Gemían con una extra-

ña felicidad por lo ocurrido, sin pro-nunciar una sola palabra, incapacesde impedir o de detener la locura quehabían desencadenado, pero con-vencidos de que sería más queimprobable llegar con vida al amane-cer.

Vestidos, de Ignacio Carrión (editorial Rey Lear, 12€)

Paréntesis 5diciembre 2010 - enero 2011

Prosa de hoy

Tercera historia,

de G. Guareschi

VIENE DE LA PÁGINA ANTERIOR

las tardes me mandaban arrestado oestaba preso. Apenas pasaron losdieciocho meses me devolvieron acasa. Llegué al atardecer y sinvestirme de civil, salté en la bicicleta yme dirigí al camino de la Fábrica. Siésa me salía de nuevo con historias,la mataba a golpes con la bicicleta.Lentamente empezaba a caer lanoche y yo corría como un rayo pen-sando dónde diablos la encontraría.Pero no tuve que buscarla: lamuchacha estaba allí, esperándomepuntualmente bajo el tercer poste deltelégrafo. Era tal cual la había dejadoy los ojos eran los mismos, idénticos.Desmonté delante de ella.

—Concluí —le dije, enseñándolela papeleta de licenciamiento—. LaItalia sentada quiere decir licencia sin

término. Cuando Italia está de pie sig-nifica licencia provisoria.

—Es muy linda —contestó lamuchacha.

Yo había corrido como un almaque lleva el diablo y tenía la gargantaseca.

—¿Podría tomar un par de aque-llas ciruelas amarillas de la otra vez?—pregunté. La muchacha suspiró.

—Lo siento, pero el árbol sequemó.

—¿Se quemó? —dije con asom-bro—. ¿De cuándo aquí los ciruelosse queman?

—Hace seis meses —contestó lamuchacha—. Una noche prendió elfuego en el pajar y la casa se incendióy todas las plantas del huerto ardieroncomo fósforos. Todo se ha quemado.Al cabo de dos horas sólo quedabanlas puertas. ¿Las ves?

Miré al fondo y vi un trozo de muronegro, con una ventana que se abríasobre el cielo rojo.

—¿Y tú? —le pregunté.—También yo —dijo con un sus-

piro—; también yo como todo lodemás. Un montoncito de cenizas ysanseacabó.

Miré a la muchacha que estabaapoyada en el poste del telégrafo; lamiré fijamente, y a través de su cara yde su cuerpo, vi las vetas de lamadera del poste y las hierbas de lazanja. Le puse un dedo sobre lafrente y toqué el palo del telégrafo.

—¿Te hice daño? —pregunté.—Ninguno. Quedamos un rato en silencio,

mientras el cielo se tornaba de un rojocada vez más oscuro.

—¿Y entonces? —dije finalmente. —Te he esperado —suspiró la

muchacha— para hacerte ver que laculpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?

Yo tenía entonces veintiún años yera un tipo como para llamar la aten-ción. Las muchachas cuando meveían pasar sacaban afuera el pecho

como si se encontrasen en la revistadel general y me miraban hasta per-derme de vista a la distancia.

—Entonces —repitió la mucha-cha—, ¿puedo irme?

—No —le contesté—. Tú debesesperarme hasta que yo haya termi-nado este otro servicio. De mí no teríes, querida mía.

—Está bien —dijo la muchacha. Yme pareció que sonreía. Pero estasestupideces no son de mi gusto yenseguida me alejé.

Han corrido doce años y todas lastardes nos vemos. Yo paso sindesmontar siquiera de la bicicleta.

—Adiós.—Adiós. ¿Comprenden ustedes? Si se

trata de cantar un poco en la hostería,de hacer un poco de jarana, siempredispuesto. Pero nada más. Yo tengomi novia que me espera todas lastardes junto al tercer poste del telé-grafo sobre el camino de la Fábrica.

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Primavera sombría, de Unica Zürn (Ed. Siruela, 12’50€)

Hubo una época en la que, como atantos, me deslumbró el surrealismo;hoy conservo parte de aquella seduc-ción por algunos de los consideradosprecursores, como El Bosco oGiuseppe Arcimboldo y, desde luego,por André Breton, Max Ernst,

Giacometti, Man Ray, MarcelDuchamp, Henri Michaux y muchosotros. Los surrealistas elaboraron suspropuestas a partir de una lecturamuy particular de La interpretación delos sueños, de Sigmund Freud,tratando de plasmar en distintas arteslas complejas vicisitudes psíquicas deforma directa, espontánea (quizá sil-vestre, en términos psicoanalíticos),que, a mi entender, obvió un par detransiciones esenciales en el incons-ciente: la denominada condensacióny el desplazamiento. Pero los intrinca-dos asuntos de la mente suelen serexplicados en otro apartado ofrecidopor este periódico.

En el acercamiento a la poesía yavatares personales del surrealistaMichaux, conocí la existencia de laalemana Unica Zürn: me fascinó, enorden creciente, su belleza, su vida ysu obra: leí Primavera sombría y Elhombre jazmín en una corta ediciónque la editorial Seix Barral publicó en1986; después las reeditó Siruela enlos recientes 2005 y 2006.

Sin duda, ni la autora Unica Zürnni su novela corta (extensa en emo-ciones) Primavera sombría, sonaconsejables para lectores pusilá-nimes o que únicamente requieranentretenimiento. Con acierto, MenchuGutiérrez indica en su inteligente pró-logo: «Es literatura del frío: lo quecuenta tiene una naturaleza ardiente―la iniciación erótica, la formación deuna personalidad, la respuesta per-sonal ante el enigma de la vida―aunque parezca contarse con lenguade hielo».

La escritura de Unica Zürnestremece. Sin concesiones a símisma, indaga desde las ventajascreativas de la locura o desde su des-orden. Autobiográfica y premonitoria(detalla un suicidio que años despuésse reproduciría en la realidad), UnicaZürn escribe para saber, para cono-cerse al escribir y al leerse, y para ellocomienza en Primavera sombría conun recorrido tortuoso por su infancia:la vacilante relación con su padre,que luego influiría en las que ella

mantuvo con otros hombres; el vio-lento episodio sexual con su her-mano; la provisión de fantasías alter-nativas para defenderse de una reali-dad que sentía fatalmente hostil; lamisteriosa soldadura que unía sugoce al sufrimiento; la culpabilidadpor ser feliz ―cuando lo era― y elabatimiento, creyéndose inútil, alperder amores que imaginó inmor-tales.

Primavera sombría no debe leersedesde una pose entre indolente eintensa, sino desde la convicción deque, si bien los sucesos de la prota-gonista podrían ser o parecernosajenos, no así lo esencial de lo narra-do, que resulta perdurable: un logroque consiguen algunos autores y quellamamos «universalidad» en literatu-ra. Es una novela para recomendar afronterizos, a quienes saben o intuyenque en las heridas anidan certezasesclavistas por derrotar, por destruir,pero también los anhelos que lascicatrizan y reconstruyen la vida.

6 Paréntesis diciembre 2010 - enero 2011

CríticaAntonio Almansa

El hombre de hoy; réquiem por Orwell

Fermín echaba el día en aquel patio,siempre vestido de blanco. Yo pasabapor allí a las cinco y media, cuandovolvía del trabajo. Él apoyaba lafrente entre dos barrotes de la verja yme pedía que le diese un cigarrillo. Yose lo ofrecía y él sacaba su manoizquierda para cogerlo. Tenía las uñaspintadas de color burdeos.

Tardé en darme cuenta de queaquello era un manicomio, pensé quese trataba de un geriátrico, ese altilloal que la gente va a parar cuando notiene donde dejar caer el culo. Fermíntenía mal aspecto, yo no sabía si uncigarrillo más podría matarlo, pero selo daba de todos modos.

Durante varias semanas seguíconvidando con mis cigarros a aquelhombre que se pintaba las uñas decolor burdeos. Hasta que una tardedecidí que iría a hablar con él. Mesentía progre y pensé que las cuotasque pagaba a una ONG no eran sufi-cientes; tenía la oportunidad de com-prometerme más con los problemasdel mundo. Un enfermero me dirigióal patio. Fermín me miró sorprendido.Se presentó primero y me tendió lamano; no paró de agitar mi brazo conel suyo como por una eternidad.Pensé que se trataba de una malaidea. Cuando nos quedamos solossaqué la cajetilla del bolsillo y nossentamos en un banco; me explicóque no es el cigarrillo lo que te mandaal cajón, sino los atascos diarios, elnoticiero y el timbre que suena en elmomento más inoportuno.

Hablamos durante un par dehoras. Me contó que era poeta y

había viajado mucho por todaEuropa. También que era antropólo-go. Tal vez lo fuese, no lo sé, pero meconfesó que se marchó “de una vez ypara siempre”, porque la presión ledestrozaba las espaldas, la presiónde ser alguien, el tiempo que se esfu-ma, el dinero, el periódico de losdomingos y el prozac; “eso fue lo queme llevó a viajar”, dijo. Yo hubieraelegido la palabra huir, pero élescogió viajar, hasta que se instaló enuna granja hippie cerca deEdimburgo. Mencionó a Pink Floyd ysu experiencia con los ácidos. Laimportancia espiritual de la música.Cuando nos despedimos fue corrien-do a su habitación y me dejó un libro:1984, de Orwell. “Me lo devuelves enla próxima visita”.

Al llegar a casa me asomé a laventana, encendí un cigarro y penséen lo que me había contado acercade la vida moderna, las institucionespodridas y el poder. Sobre todo meinquietó que, una vez que el comunis-mo había dejado de existir, se nece-sitaba otro enemigo y otra forma dealimentar a la industria del miedo.“Mientras todos miramos para un ladonadie ve lo que pasa en el otro”,había susurrado mirando de reojo alenfermero apostado en la puerta delpatio. Con la colilla en la mano,todavía junto al ventanal, pensé que,aunque tenía el hábito de huir, no seatrevió a suicidarse. Al menos, no deun modo certero. Tal vez eligió hacer-lo lentamente después de entenderque todas las ciudades eran lamisma. Volví a mirar por la ventana y

me pareció ver que la calle estaballena de locos que venderían a susmadres por un contrato fijo.

Rebusqué en un cajón y encontréuna vieja cinta de Pink Floyd. Notenía ningún aparato con el queescuchar aquella antigualla, perorecordé la melodía de El muro.Aquellos músicos habían hecho untrabajo intelectual. Hoy en día todoera fast food; la música, el cine, todo.Hasta una película mala de antes eramejor que una película mala deahora. Sólo hay música sintética paradrogas sintéticas, para personas sin-téticas. Pero, ¿qué había pasado conel rock, cuántos ácidos tomabanGilmour o Waters ahora? Ya solovenden camisetas entre los adoles-centes. No nos dijeron cómo seguíala canción; ahora aquellos músicosmanejaban derechos de autor, habíanganado mucho dinero.

Me pregunté si la única salida eraautodestruirse. En cualquier caso esun derecho adquirido, pensé. ¿Qué

hacemos? ¿Queremos hacer algo?Al cabo de tres días fui a hacerle

otra visita a Fermín. En la puerta delmanicomio me encontré con unoshombres que estaban cargando uncamión con camas, escritorios yarchivadores. Les pregunté qué pasa-ba y me dijeron que el edificio habíasido clausurado por recortes de pre-supuesto y que los internados habíansido redistribuidos en otros noso-comios del país. “No te preocupes, tumadre va a estar bien”, dijo uno, y losdemás se rieron a carcajadas. Volví acasa.

Tenía dos opciones: o desechartodo lo que me había contado Fermíno seguir considerándolo. Lo que másme asustaba no era su desaparición―a fin de cuentas él no podía estarmucho tiempo en un mismo lugar―,sino lo cerca que me sentía de aquelhombre que se pintaba de un colorinsultante las uñas para decirle atodos que este mundo no le con-vencía.

MúsicaDamián Marrapodi

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Más duro que el hormigón

Aunque ahora me avergonzaría leer-los, mis primeros relatos me pare-cieron buenos cuando los escribí.Para mí eran tan bonitos y auténticos,plenos de intención y con tal equilibriode la intriga, que estaba convencidode que tenía facilidad para la escritu-ra. Los ponía a circular entre algunosfamiliares escogidos, unos pocosamigos y todas las amigas posibles, ytodos coincidían en la opinión: “estánbien”, e incluso los más allegadosmatizaban: “están muy bien”.

Intuí el error del método y no tardémucho en buscar personas conquienes organizar un grupo de escri-tura para intercambiar textos ycomentarlos (en aquella época noexistían talleres de escritura en miciudad). La primera crítica que recibíme sentó como un tiro y caí de llenoen esa estupidez tan generalizada depensar que la culpa es de los demás,incapaces como son de comprendertu arte y tu indiscutible valía. Éramosun grupo de aficionados sin argumen-tos sólidos, pero la experiencia mesirvió para comenzar a aceptar opi-niones de terceros.

Esto no significa que recomiendeel sistema. También aprendí que ungrupo de personas opinando puede,sin pretenderlo, confundir más de loque ayuda. La clave (en mi caso fue

así) consiste en encontrar a alguiencon un criterio tan forjado y solventecomo para que sus argumentos seanel escoplo que ayude a perforar lagruesa capa de hormigón con la queprotegemos nuestros errores. A partirde esa iniciación, se está más dis-puesto para seguir aprendiendo

mediante el estudio de los relatos deaquellos escritores a quienes decidi-mos convertir en nuestros maestros.

De todas formas, siempre vienebien contar con una persona de con-fianza a quien, previo pago de las co-pas que hagan falta, colarle tu ma-nuscrito para que te dé una opinión.

En todos los años que llevo impar-tiendo talleres, la principal dificultadque siempre he encontrado es laresistencia visceral a la crítica, inclu-so cuando el alumno es conscientede la importancia que tiene en su pro-greso. No faltan anécdotas de per-sonas que, al proponerles arreglaralgunos errores de bulto con motivode una posible publicación, secreyeron al mismo nivel que Faulknery gritaron: “esto va así o no va” (y porsupuesto, no fueron publicados),como también es memorable larespuesta que, a un ofrecimiento deaportar unas sugerencias a su texto,me dio uno de esos poetas queescriben su propia entrada en lawikipedia: “a mí no me corrige niGabriel García Márquez”.

Un taller de escritura está obligadoa facilitar al alumno el reconocimien-to, a veces agónico pero indispensa-ble, de que el cuento que escribió, tanbien definido y proporcionado como loconsideraba su autor, se va a conver-tir en tantas lecturas diferentes comopersonas lo hayan leído o escuchado.En cuanto aprenda esto, se ocuparáde lo importante: conseguir que suhistoria llegue al lector, le interese oemocione. A partir de ahí estará másabierto a la crítica, y sabrá sacarlemayor partido.

Taller de EscrituraRafael Caumel

Desbordamiento

Una vertiente de la escritura —del hecho deescribir— es el efecto de un desbordamiento subje-tivo. Es notorio, y casi un tópico, que la adolescen-cia es una edad propicia a la escritura. ¿Hay acasoetapa importante más decididamente expuesta alos desbordamientos? Entiéndanse como excesos,como ansia vital, o que los consideremos rebeldíatípica, esas edades, que pueden durar bastante,exponen a la juventud a los retos más duros y a laspruebas sobre las que se asentará el resto de susdías.

Tomados así, como ejemplo, nos dejan ver ensus excesos lo que en otras etapas posteriores sesometerá a la mesura, aunque sea bajo el falsomanto de lo que la hipocresía social impone comomodelo de conducta, el corsé de las buenas cos-tumbres que venden como “hábitos saludables”.

Me doy cuenta de que este breve escrito llevaya la marca de cierto exceso. No creo que el hechode la escritura pueda pensarse desde fuera de esanecesidad de poner sobre el papel, en el mundo,algo que nos desborda y que literalmente quieresalir o necesitamos exponer. Es más; desde elpunto de vista que planteamos, la escritura es unejercicio de encauzamiento, de apaciguamiento y,por decirlo todo, de salud psíquica.

Nuestro discurrir cotidiano conoce otros efectosde desbordamiento y el psicoanálisis se aplicasobre estos fenómenos que nos traen a la “superfi-cie” la verdad inconsciente en la que encuentran sujustificación. Si pensamos simplemente en la ocu-rrencia de un lapsus, que podemos tomarlo comofenómenos de desbordamiento, es decir, de algoque se expresa más allá de la barrera que impone

nuestro discurso, lo que podemos constatar es quenos permite pensar que hay algo previamenteescrito en nosotros mismos, que nos es desconoci-do y que quiere expresarse; que lo hace prescin-diendo, de entrada, de todo efecto de sentido,aunque después se le pueda dar (si se analiza) ypodamos saber lo que queremos más allá de lo quequeríamos decir.

Animo a los que escriben a que se vean enestos efectos de la escritura, donde probablementetodos seamos “novelas andantes”. Sugiero esfuer-zo para usar ese material, que es tan válido —omás— que muchos otros. Y animo a todos paraaceptar que, quiérase o no, de una u otra forma,ningún ser humano es ajeno a la escritura.

Escritura y PsicoanálisisEmilio Mármol

Paréntesis 7diciembre 2010 - enero 2011

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8 Paréntesis diciembre 2010 - enero 2011

1. Waka waka

Te divorcias, te relames de gusto pen-sando en la bicoca que te espera: esepisito de soltero laboriosamente des-ordenado, las reuniones de ami-guetes para ver el fútbol y beber unasbirras, las tías de paso –nada de ce-remonias: ha sido un placer y adiós

muy buenas−, el domingo en calzon-cillos rascándote los huevos sin quenadie te mire raro… Y va la colgadade mi ex, toda moderna ella, y meendosa a la niña; y es que ella, claro,ella tiene que realizarse y perfec-cionar su arte, porque mi ex es violi-nista (en Abu Graib no dudarían encontratar sus interminables pizzicatosde Paganini: son una tortura infalible)y tiene que hacer giras y bolos poresos mundos de Dios, y cómo se va ahacer ella cargo de Clarita, qué locu-ra, una niña en pleno crecimientonecesita una vida estable, ordenada.Vamos, que adiós a los amiguetes yal picadero. Ahora soy un padreresponsable con abono fijo en el sofádel psicoanalista. Desde que Claravolvió a mi vida para quedarse, miporvenir pinta de lo más oscuro.

Es notable la capacidad femeninapara diversificar las formas de tortura.No es solo que mi hija viva pegada almóvil como si se tratara de una pro-longación de sus manos; o que secrea que la razón de ser de los pan-

talones es que asome la mitad de lasbragas. Resulta que además me miracon una mezcla de estupor y repug-nancia más elaborada que la de sumadre, como si le hubieran tirado a lacara un pegote de blandiblú, y esoque delante de ella no ando en cal-zoncillos ni me rasco los huevos, noque yo me dé cuenta, al menos. Paramás inri, ha heredado la pasión meló-mana de mi ex. Bueno, puntualizo:Clara no tiene un pelo de virtuosa yademás es enemiga declarada delviolín –por algún sitio tenía que aso-mar la mezcla genética, digo yo, y mihija, después de todo, es una críasaludable, inmune al síndrome deEstocolmo−, pero primero le dio por elparaguas de Rihanna, que vale, quela mulata está de toma pan y moja,después pasó por DJ-tal y DJ-cual, yahora ha llegado al Waka waka deShakira, que también está buena,pero que se deja ver tan poco comoRihanna y en cambio se deja oírhasta la saciedad y a todo volumen.Otra con papeletas para Abu Graib.

Así las cosas, hoy mi incipienteconciencia de padre responsable hanecesitado un respiro y ha claudicadoante el expositor de MP3 de MediaMarkt. Para cuando llego a casa, yacasi he olvidado la información refe-rente a las secuelas auditivas queprovocan los benditos auriculares debotón. El último residuo de remordi-mientos desaparece ante la alegríade Clara al ver el MP3 que nos heregalado. Pero justo empezaba a ce-lebrar íntimamente el triunfo, mecidopor una feliz modorra, cuando Claraha irrumpido en el salón sin darmetiempo a impedir que pusiera el CDen el equipo. Exclama un “¡Mira,papá!”, sube el volumen, se sitúafrente a mí y al conjuro de un gritotribal despliega la coreografía com-pleta del Waka waka incluidas todassus contorsiones imposibles, mien-tras mi ánimo pasa del cabreo a ladesesperación, de la desesperación ala inquietud y de la inquietud aldesvelo: con ese meneo de caderas,cualquier día me desgracian a la niña.

Paternidad irresponsableAda Valero

Léolo, de Jean Claude Lauzon (coproducción francocanadiense, 1992)

Hay películas que pueden definirsecon un par de frases; otras, que lasconsiderábamos sublimes, se des-dibujan hoy en la memoria quizáporque el paso del tiempo las desme-jora. Con Léolo no ocurre igual: nosolo es una gran película sino algomás; posiblemente uno de losretratos filmados de la locura ―y delintento de evitarla― más sobrecoge-dores de los últimos veinte años.

Un preadolescente que vive en unbarrio sórdido, rodeado de la vulgari-dad y esquizofrenia familiar, trata deesquivar la vida con la que, a supesar, le ha tocado cargar. Lo intentacon la lectura (hay un único libro ensu casa que relee, El Valle de losavasallados, de Réjeau Ducharme),con su afición a la escritura y con lossueños (…porque sueño no estoyloco). Sus sueños le permiten imagi-nar mundos iluminados y amables, elamor perpetuo a Bianca, su vecina, yel fantaseado regreso a Italia: “Medespierto muy temprano. Mi vueltadel campo de los sueños es brutal alentrar en el país de lo cotidiano”.Léolo sueña a través de lo queescribe, y escribe lo que sueña. Susanotaciones, una especie de exorcis-mos contra la mísera realidad, le per-miten distanciarse de una familiatrastornada que camina hacia la locu-ra y recala en los psiquiátricos: suhermana catatónica; el padre, quesuministra laxantes a sus hijos (comosi fueran hostias) mientras vigilaobsesivamente las deposiciones; unhermano que desarrolla sus múscu-los hasta la exageración como un

escudo particular contra el miedo,pero que no le salvan de acobardarseen el momento menos oportuno paraél y para Léolo.

El joven director Lauzon echó elresto en su última película; muriópoco después, a los 44 años, en unaccidente aéreo. No tuvo miedo deabrir la caja de Pandora, de escribirun guión desde el agujero negro másprofundo y apasionado de su mente,

quizá elaborado por lo que el incons-ciente le dictó de su historia personal.Huyó deliberadamente de la realidadde cartón piedra hollywoodiense quese ha enquistado en el cine, y mues-tra las miserias humanas tandesnudas y aireadas que podríandoler (porque, quién sabe, podríamosreconocernos en ellas, admitir unafragilidad intrínseca, una moral ocul-ta..., y eso duele, repugna o asusta).

Pero es posible que los más honestosconsigo mismos encuentren otraintención en la película: un reflejo dela soledad compartida, y aprendan,como Léolo, a soñar para sosteneruna cordura resbaladiza.

Es una de las historias más ho-nestas, arriesgadas y auténticasjamás rodadas. Brutalmente febril yhermosa, fue realizada a partir de unguión confeccionado con una escritu-ra compulsiva y automática, repletode símbolos e iconografías que, enalgunas imágenes, pueden recor-darnos a Fellini. El hallazgo de lasmúsicas, que van de LoreenaMcKennitt a cantatas medievales, deTom Waits a Gilbert Bécaud y losRolling Stones, dotan a la película deun embrujo inmaterial. La voz en off,de gran belleza poética, nos introduceen una especie de realismo mágico:el director consigue un marcado con-traste entre lo que el espectador ve ylo que oye. Solo así, evadiéndonoscon la palabra narrada, podemossoportar imágenes tan duras comolas de una banda de niños fumando yfollándose a una gata; una escena depederastia o el intento de asesinatoen una bañera. Incluso llegar a son-reír cuando la madre ofrece a la fami-lia una pieza de hígado que ha sidoutilizado secretamente como vaginaapenas unas horas antes. Peroademás, paradójicamente, de esaforma tan violenta podemos enamo-rarnos apasionadamente de la Italiasoñada por Léolo o compartir tesorosencontrados en las profundidades depiscinas hinchables.

CineSergio de los Santos

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Paréntesis 9diciembre 2010 - enero 2011

V Concurso de Microrrelatos Paréntesis

Primer premio (1000 €)

Escena Primordial 1

Trepamos la loma. Los pies se nos hunden en la tierra. El sol está alto. Elaire trae olor a pasto quemado.

Desde la cima observamos la casilla, en medio del páramo. Vemos lospostes; imaginamos los alambres del contorno.

Ella cuelga ropa en las sogas del fondo. Nos llama con señas.Pasamos por el costado de la laguna. De reojo, vemos que ella espera con

los brazos en la cintura.Después corremos hacia la casilla. Nos lentificamos cuando estamos

cerca.Aferrados al alambre, vemos que su vestido floreado tiene seis botones.

Los dos del medio están abrochados. Ella camina hacia el tacho que aguar-da al lado de la soga. Nos mira. Se agacha para buscar algo que le quedósin colgar.

Recoge una tanga y un sostén. Los tiende. Entre una y otro, sonríe. Seacerca al alambrado y nos pregunta si hoy trajimos dinero.

Carlos CarusiBuenos Aires, Argentina

Fallo del jurado:Han sido 3174 cuentos procedentes de todas partes del mundo los que se hanpresentado en esta edición del concurso.

Felicitamos al ganador y a los autores de los cinco microrrelatos finalistas,a quienes agradecemos que nos hayan dado permiso para publicar sus tex-tos.

En este número de nuestro periódico, ofrecemos el relato ganador y dosde los finalistas. Los restantes finalistas serán publicados en el número defebrero.

Ganador:Escena primordial 1, de Carlos Carusi (Buenos Aires, Argentina)

Finalistas:El fantasma del Olimpia, de Miguel A. Royo Payarés (Zaragoza, España)Una mujer corriente, de Juan González de las Casas (Murcia, España)Burocracia, de Mª Eulalia Douglas Pedroso (La Habana, Cuba)Aula Magna, de Elena Marqués Nuñez (Sevilla, España)Cada cosa en su lugar, de Nathalie Moreno Arqueros (Santiago, Chile)

Finalista

El fantasma del Olimpia

Conociendo a mi padre, no me sorprendió que desapareciera el díaque cerró el Olimpia. Ese cine era toda su vida. Me sorprendió más quese llevara la trompeta. Semana y media tuvo paradas las obras. Ni rastro.Se convirtió en una leyenda. El fantasma del Olimpia, decían. Hace pococumplí los 18 y me dejaron entrar. Empecé a jugar y empecé a ganar. Elfantasma del Olimpia, dicen. No hago caso. Juego y gano. Gano muchodinero, tanto que puedo comprar el bingo y convertirlo en cine y reponerPlácido, la última película que vi tantas veces desde esta cabina. Hacefrío, como entonces, el tren se acerca, ya están aquí las artistas, quesuene la banda. Pero esta vez, harto de la misma partitura, algún músicodecide improvisar. Conociendo al nuevo trompetista no me sorprende.

Miguel Ángel Royo PayarésZaragoza (España)

Finalista

Una mujer corriente

Desde la primera visita tuve la impresión de desorientarme en su pre-sencia, a pesar de que, aunque pueda parecer lo contrario, Clara es unamujer corriente. Educada, alegre, deseable, no deja de resultar unamujer corriente.

La primera bolita de papel que arrojó contra mi cama, me parecióaccidental. Poco a poco se fueron convirtiendo en una curiosidad; no sési, a veces, una burla. Sin embargo, tan larga vigilia mudaba sus frivoli-dades en frágiles concesiones: descubría furtivamente el rinconcito desus pequeñas bragas, justo entre sus piernas. Ella lo sabía y fingía sen-sual indiferencia; le parecía divertido.

El musgo preserva el pasado, vela el futuro, como el desconchado deesta habitación, lo único que puedo ya ver desde aquí, inmóvil, desdeesta cama.

El presente se hace ahora innegable y todos guardan inusual silencio.Pero no olvidéis que la deslumbrante Clara es solo una mujer corriente.

Juan González de las CasasMurcia (España)

Paréntesis

La Asociación Cultural Paréntesis convoca el

VI Concurso de Microrrelatos ParéntesisPara autores de todo el mundo / Admisión hasta 30 de septiembre de 2011 / Bases expuestas en www.tallerparentesis.com

1.000 € al mejor microrrelato

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De pequeño quería ser cosmonauta.Nada de astronauta, esa versiónespacial de vaquero rumiante de chi-cle, sino cosmonauta, un auténticopionero. Mi ídolo era Gagarin, cuyasonrisa sencilla y franca me siguedejando absorto; ni Armstrong, niCollins ni Aldrin, ni los tres juntossupieron sonreír como él. La de Yuriera la sonrisa de la conquista sideral.

Conforme crecí, mi sueño se fuemoderando. En mis últimos años deEGB, de camino hacia el almacéndonde mi padre me obligaba a pulirpiedra como compensación por micapricho de ir al colegio, intuí queaquella marmolería era la única naveque iba a pisar. Sin embargo, queda-ba la vía teórica. No importaba cuán-tas planchas de mármol tuviese quepulir, yo iba a ser ingeniero aeronáuti-co. No iría al espacio, pero ayudaría aque otros fuesen. Aún no sabía nadadel padre de la cosmonáutica, SergeiKorolev, aunque para entonces yo eramucho más práctico y no me hubiesepermitido soñar con parecerme a él.

Luego, todo fue rápido. Durante elprimer año de instituto, diseñar unaavioneta ya lo consideraba un logro, yen tercero tenía claro que no podría ira Madrid a estudiar Aeronáutica. Nisiquiera disponía de medios para cur-sar Física en la universidad más pró-xima que ofrecía esa carrera, la deGranada. Así que estudié una inge-niería vulgar en mi vulgar ciudad.

La pequeña historia de mi sueñohabía comenzado con la llegada delhombre a la Luna y terminó en laépoca de la estandarización de losvuelos en lanzadera: un sofisticadopatinete que no puede ir más allá de

lo que Gagarin alcanzó en 1961 conel Vostok 1 (apenas una pelota deacero de dos metros de diámetro). Elproceso de declive de la carreraespacial fue paralelo al de mi carreraimaginada. De alguna forma, el pau-latino apaciguamiento del mundocoincidió con el mío.

Por supuesto, no fui consciente deeste proceso paralelo; a veces, inclu-

so me sorprendo diciendo que soy unhombre que se ha hecho a sí mismo.No es nada extraño: como la mayoría,soy experto en enterrar sueños. Taneficazmente lo había olvidado que,cuando el pasado verano hice unviaje a Moscú, estuve a punto de irmesin haber visitado el Museo de laCosmonáutica. Después de una se-mana allí, la mañana antes del vuelo

de regreso, dudé entre variasopciones como despedida y penséque este museo sería un paseocómodo, el preámbulo idóneo para nosobrecargar la pesada tarde deaeropuertos y aviones que me espe-raba. Supongo que unas camisetascon la sonrisa de Yuri que había vistoen los puestos de la calle Arbat inter-vinieron en aquella decisión, en apa-riencia inopinada.

Es curioso qué emboscadaspueden prepararte los sueños desdesu sepultura. Aquella mañana, la últi-ma, fue la más intensa y difícil queviví en Moscú. Tan ciego estaba quesolo me di cuenta de la encerronacuando entré en el paseo donde selevantan las estatuas de homenaje aKorolev, Gagarin, Tereshkova, y meencontré de cara con mis dioses. Alfinal del paseo, el Monumento a losConquistadores del Espacio, conaquel cohete en lo más alto de la pro-gresiva estela plateada, me obligó apreguntarme qué había sido de todoaquello. Hasta dónde puede renun-ciar el ser humano a sus sueños.

Yo había visitado las tumbas deChéjov, de Bulgákov, Gógol,Stanislavski, pero no estaba prepara-do para aquel cementerio.

Aguanté el tipo hasta que llegué,dentro del museo, frente a la urna quecontiene el traje de Gagarin. Fue ahídonde lloré. Todo esto es confuso yno sé hasta qué punto fueron lágri-mas de autocompasión. A mí mepareció que dentro de aquella urna decristal estaban encerradas, junto altraje del primer cosmonauta, no solomis ilusiones, sino las de toda lahumanidad.

La sonrisa de Gagarin

10 Paréntesis diciembre 2010 - enero 2011

ViajesRafael Caumel

Gestión sostenible del entusiasmo: Teatro de la DecepciónLa queja permanente es más aburridaque una homilía del papa en quinceidiomas. Es cierto que los problemasestán ahí y son graves: recortes drás-ticos de presupuestos; personas ycompañías fosilizadas que acaparanlas subvenciones; instituciones y pro-gramadores que no apuestan por losvalores emergentes y solo se ocupande perpetuar estereotipos. Un esce-nario penoso el teatral, de acuerdo,pero: ¿debe permitir el verdaderoartista que eso lo detenga?

Lo cómodo es escudarte en laqueja para no tener que hacer nada y,encima, poder echarle a otros la culpade tu renuncia. Lo comprometido(contigo mismo y el mundo) es buscarla forma de superar los obstáculospara desarrollar tu arte. Esta segundavía, llena de dificultades pero tambiénde satisfacciones, es la que hanelegido los integrantes del Teatro dela Decepción, una compañía fundadaen 2002 que, después de ocho años

sin haber recibido ni una sola subven-ción, se las ha ingeniado para hacergiras por países de tres continentes(Europa, África y América) por suspropios medios.

El director, Raúl Cortés, y el elen-co (Salva Atienza, Nerea Vega, PepiGallegos y Susana Vergara), todos ti-tulados o estudiantes de Bellas Artes,tienen muy clara su vocación.Procuran negociar para que estosproyectos internacionales se autofi-nancien pero, al final, muchos gastossalen de sus bolsillos. Las clavespara poder costearlos son dos:

1) “No hay subvenciones ni con-tratos, sentimos la censura hacia losnuevos trabajos”, dice Raúl, “perotenemos un salón en casa”. Raúlsabe que un elenco no se sostienearreglando una interpretación cadauno o dos meses en alguna sala. Serequiere un trabajo riguroso, cons-tante y, aunque sea limitada y enforma de donativos, una fuente de

ingresos. Por eso, Salva y él utilizanel salón de casa para representarobras teatrales todos los fines desemana.

2) Tras una de las represen-taciones, nos cuenta Susana: “Estamañana hice una actuación infantil yluego fui a trabajar a una panadería.He ganado 25€ que todavía no mehan pagado. Después me he venidoaquí a repasar la actuación. Así escomo sobrevivimos”.

Tanto el trabajo de dirección comoel nivel de las interpretaciones sor-prenden por su profesionalidad. ElTeatro de la Decepción surge comorespuesta seria a la política culturalde este país e incluso al mismo sec-tor teatral, que se muere deintrascendencia y banalidad.

Actualmente están representandoNo amanece en Génova, la segundaobra de Trilogía del desaliento, escri-ta por Raúl Cortés (Llaüt & sensenomed., Barcelona) que, lejos de tanta

comedia inspirada en sketchs televi-sivos y tanto monólogo de laParamount, busca devolver el teatro alos actores profundizando en los per-sonajes y en los grandes conflictosdel ser humano. Quien esté interesa-do, puede visitar el enlace:

http://teatrodecepcion.blogspot.com/

TeatroPablo Betancourt

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Paréntesis 11diciembre 2010 - enero 2011

Entrevista

Juan José Millás (Lo que sé de los hombrecillos, Seix Barral)

En su última novela, Lo que sé de loshombrecillos, el protagonista puedever la batalla que se libra en su cuer-po entre la contención y los deseos.Si no vemos hombrecillos, ¿es queestamos ciegos?

Sí, sin ninguna duda. Los hombre-cillos están por todas partes, sobretodo dentro de cada uno. Si no losvemos es porque no los queremosver, porque reprimimos todo lo quetiene que ver con nuestro ladooscuro, con resultados catastróficos.Es mejor reconocer la existencia deese otro lado que nos habita, paranegociar con él y llegar a acuerdos;cuanto más se reprime, con másfuerza se escapa por alguna grieta.

El personaje de mi novela se harodeado de un mundo normal parasofocarlo, y es ahí donde fracasa,porque la estrategia de sofocarlo esequivocada.

Hemos encontrado referencias aKafka y a Carrol en su novela. ¿Algúnautor más?

Muchos. Maupassant, Stevenson,Dostoievski, Cortázar, Borges,Espronceda. Es una larga tradición lade los autores que han tocado estetema y mi novela se inscribe en esatradición.

Sería largo preguntarle por cadauno de ellos pero, por ejemplo, ¿quéaprendió de Kafka?

De él intenté aprender eso quepodemos llamar la sencillez compleja.La metamorfosis se la puedes dar aun chico de quince años que no tengabagaje lector y la entenderá a su nivelde comprensión, y seguramente legustará. Es una novela sencilla ycompleja simultáneamente. Si a míme preguntaran cuál es la novela quemejor ha contado el siglo XX diría queha sido La metamorfosis, y llevacamino de contar también el XXI. Essorprendente que eso se haya hechocon un artefacto literario en torno aochenta páginas y además escritocon esa aparente sencillez.

Puede que alguien piense queusted se aleja de la realidad al

escribir. ¿Qué le contestaría?

Cuando nos planteamos la huidade la realidad estamos cometiendo unerror. ¿Qué es la realidad? Lossueños y las fantasías también sonrealidad, y no solamente lo son sinoque determinan lo que llamamos rea-lidad. Por ejemplo, esta botella (Millásseñala una botella de agua mineralque hay sobre la mesa) antes de con-vertirse en un objeto material, diga-mos real, tuvo que ser un fantasmaen la cabeza de quien la diseñó.Alguien tuvo que imaginarla o nohabría llegado al mundo real. Todo loque pasa por la cabeza llega tarde otemprano a la realidad y todo lo queestá en la realidad es porque hapasado antes por la cabeza. Poneruna barrera excesiva entre lossueños y la vigilia, los delirios y larazón, es un error, el resultado delmiedo a enfrentarnos a esa zona denosotros que es más oscura, menos

conocida y más inquietante, perotambién muchísimo más divertida.

Esa idea nos recuerda otras obrassuyas, como La soledad era esto.

Es una novela de esa zona de larealidad que, para verla, tenemos queponernos en alerta y desarrollar unascapacidades especiales. Unascapacidades que tuvimos en la infan-cia y adolescencia para entrar en con-tacto con otras estancias de la reali-dad. Gran parte de la tarea educativaconsiste en amputarnos esa capaci-dad, porque a profesores y padres lesdan mucho miedo los niños imagina-tivos. Con frecuencia se les repite lafrase: “pon los dos pies en la tierra”.Por lo menos déjame tener un pie enotro lado, ¿no?, que es mucho másgratificante y divertida la vida así,pero hay un miedo enorme a eselado, que está simbolizado tambiénen el miedo a la noche.

El sistema formativo nos adiestramucho en el resumen y no fomenta lacreatividad. ¿Es parte de ese miedo ala imaginación?

Sí. Se valora más la enseñanzadonde lo que se transmite esdemostrable. Si yo aprendo a dividir,me puedo ir a la cama diciendo “séuna cosa más que ayer”, pero si leouna buena novela soy más sabio queantes, pero no sabría decir por qué.En un mundo donde solo existe locuantificable, se carga el acentosobre disciplinas que proporcionan unsaber cuantificable. Por eso, siempreque el Ministerio de Cultura se pro-pone hacer cambios en el mundo dela enseñanza, pagan el pato lasHumanidades. No saben para qué sir-ven, como no es cuantificable lasabiduría que nos transmite, pareceque no es ninguna. Pero es mucha, yfundamental para la vida de cualquierpersona.

Negar toda esa zona de nuestroser que se alimenta con literatura,poesía, cine, arte en general, es unmodo de embrutecer al ser humano.

¿Conviene un ser humanoembrutecido?

Sí, sin duda sí, aunque por otrolado pienso que es muy peligrosopara aquellos que creen que les con-viene.

Después de treinta y cinco añospublicando en distintos formatos ymedios, y parafraseándole, ¿continúausted viviendo en conflicto con laspalabras?

Sí, ese conflicto es el que alimen-ta el deseo de seguir escribiendo. Sial acabar un libro tuviera la sensaciónde que ha sido perfecto, dejaría deescribir, ya estaría colmado esedeseo. Lo que nos empuja a volver aescribir es la sensación de que nohemos acertado. Cuando unoempieza a escribir, va a la búsquedade un lenguaje propio con la únicagarantía de que jamás lo alcanzará. Ysi lo alcanzáramos, moriríamos comoescritores.

Lola Lorente

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