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Pedro

Héctor Hernández

La lija iba de un lado a otro sobre el cofre del auto, el agua remojaba la lámina y

desprendía poco a poco la pintura, hasta que el metal comenzaba a brillar. Al

fondo, una grabadora vieja y llena de polvo regalaba una frase de amor

transformada en dolor: “acábame de matar, pa´qué me dejas herido”. Las paredes

del taller, improvisado en el patio de una casa, tenían el tapiz clásico de rubias

despampanantes con nombres exóticos. Pedro soñaba una y otra vez a “Nikole”,

que le regalaba una sonrisa cada que levantaba la mirada. Sueños, lijas, música

de banda al calor del mediodía, un día como tantos.

— Si don, es que mire, tuvimos un problema con el que nos trae la pintura,

y pus no quiere que le pongamos una que le quede mal, ¿o si mi jefe? —con las

excusas ingeniosas que le brotaban al instante, el papá de Pedro intentaba calmar

la furia de su cliente.

— No Don Javi usted ya se está pasando, me dijo que mi carro iba a quedar

hace una semana, ¿ya ve que no? —la frustración del cliente se traducía en más

palabras del papá de Pedro.

— Mire, ya casi está todo lijado su carro. Namás le falta la puerta, pero de

seguro ya queda de volada —dijo, señalando el auto que Pedro lijaba.

— Pues sólo está semana, no más, sino no le pago nada, no se quiera

pasar de listo mi may, que ya ve que la competencia está canija y no le conviene

andar perdiendo clientes por andar de incumplido —dijo el cliente en tono de

advertencia.

— No, no, como cree, usted desea una vueltecita en tres días y ya verá

como queda perrón su carro. —dijo con una sonrisa que empalagaba, feliz de que

su cliente no hubiera huido al taller de los Rodríguez.

Con tanto trabajo bajo el sol, Pedro se detuvo un momento para ir por un vaso con

agua. Al regresar su papá estaba esperándolo al lado del auto.

— ¡A ver a qué hora escuincle! No te digo, me descuido tantito y ya andas

de zángano. No, no bueno para nada, usted me tiene que ayudar. Nomás

acuérdese que la casa no se mantiene sola, o qué, vamos a comer aire o qué

¡Carajo!

— Papá, pero sólo fui a tomar agua, el calor está canijo…

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— El calor nada, a ver, apúrale —interrumpió Don Javi.

Pedro comenzó a lijar de nuevo la puerta del auto, iba hacia arriba y hacia abajo,

de un lado y al otro. Parecía que las palabras de su papá le hacían lijar más fuerte,

ahora no sólo era la fuerza del trabajo, también era la del coraje que tenía que

soportar en silencio, porque responder algo significaba un trompón aplicado

quirúrgicamente a su mejilla. Y otra vez, agua, lija, arriba, abajo, a un lado, a otro,

y de repente el zape le hizo tirar la lija. No supo que le dolió más, si la mano de su

papá o su frente chocando con la puerta.

— ¿Qué haces tonto? Así no se hace, eres tarado ¿o qué?. Carajo, parece

que no has visto como lo hago. Va a quedar de la patada. De verás, además de

tonto, inútil. Te pareces a la familia de tu mamá, pura bola de buenos para nada

que no saben hacer nada, a ver, trae para acá —le dijo mientras le arrebataba la

lija de las manos.

Pedro soltó la lija y se la entregó a su papá, miró su reloj, era casi la una.

Sutilmente comenzó la huida, no sin antes la ración de insultos habituales en su

papá. De nuevo, escuchaba en silencio, resbalando poco a poco hacía la entrada

de su casa, así como las palabras le resbalaban por la ropa manchada de agua y

pintura diluida.

— Pero si de seguro nada más te vas a hacer tonto, para eso sí sirves,

verdá. Un día voy a ir a tu escuela nada más para ver cómo pierdes el tiempo,

mientras yo aquí me parto el lomo por ti y tus hermanos —Pedro se detuvo un

momento para recibir los insultos— Ya zángano, ¡ya!, lárgate antes de que me

hagas enojar más.

A pesar de que estaba acostumbrado a los regaños del papá, no sabía cómo

reaccionar ante las palabras hirientes de quien pensaba que debería de ser el

primero en confiar en él. En el comedor, su mamá le ofreció un taco antes de partir

a la escuela, pero tenía un nudo en el estómago que no lo dejó comer en paz.

Camino a la secundaria ya no quería pensar en nada, sólo se dejó llevar por sus

pasos amodorrados por el clima.

Calles antes de llegar a la secundaria, Pedro se encontró con sus amigos. Entre

ellos comparten el mismo lenguaje, se saludan con puñetazos en los brazos o con

patadas “dormilonas”. Así son ellos, así se hablan, así se responden. El contacto

físico del que carecen en casa lo reciben de sus amigos, porque aunque de forma

violenta, un golpe es un gesto de cariño. Además ahora Pedro no callaba, ahora

era la voz de sus puños los que hablaban por él. No había que agachar la mirada

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para escuchar, porque ahora él era el que miraba a todos, desafiante,

imponiéndose.

De todos sus amigos, Pedro era el único que no tenía apodo, eso claro

porque él había sido el que había puesto los apodos. Y aunque a Marco no le

gustaba que se fijaran en sus orejas porque las creía enormes, no podía decirle

nada a Pedro por el apodo de “el orejas”. Era mejor callar y soportar ser su amigo,

a ser su enemigo y tener que lidiar todos los días con la fuerza de sus casi 190

centímetros de altura.

— ¿Ya viste a Laura? Está re linda, quisiera robarle un beso –dijo el orejas.

— ¡Nah! Yo quiero que sea mi novia, pero no me pela, siempre le habló y

hasta el otro día le regalé una paleta pero ni me sonrío –dijo el copetes cuando

Pedro lo interrumpió.

— Ella es mía, así que si me enteró que le andan hablando no se la van a

acabar conmigo. Ya saben, así que no le jueguen al vivo —amenazó Pedro.

— Uy, pues creo que ya te la ganaron, mira, ahí viene con Nicolás —dijo el

copetes.

Pedro los miró con odio, no entendía cómo Laura se podía fijar en Nicolás. Ella,

una de las chavas más bonitas de la secundaria 198 hablando ese chaparro y

gordo de Nicolás. Mucho menos podía comprender cómo él, en su territorio, en la

secundaria, él, Pedro, al que todos le temían, el más fregón, no podía ni siquiera

lograr una sonrisa de Laura. No podía comprender, pero si podía hacer lo que

todos esperaban de él.

— ¿A dónde vas gordo? A ver, ¿cuánto traes? —le dijo a Nicolás, mientras

lo sujetaba de la mochila.

— Ya Pedro —rogó Nico—, hoy no me dieron mucho mis papás. Toma, te

doy diez pesos, pero ya déjame –las risas del copetes y el orejas se empezaban a

escuchar más y más fuerte.

— A ver, dame, y ya lárgate antes de que me hagas enojar más —dijo

Pedro mientras le daba un empujón a Nico.

En el “B” las cosas casi siempre eran las mismas, los maestros, los aviones de

papel, las tareas que se pasan de cuaderno en cuaderno, sólo sin copiar el

nombre porque sería el colmo. Pedro y su pandilla estaban cerca de la puerta,

tratando de ligar a las del “A” que tenían una fama que querían comprobar. Total,

ni ponían atención a la clase y tampoco podían ligar, pero hacían el intento por

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disimular alguna de las dos. En el grupo, mientras la maestra se distraía

calificando, nadie salía porque sabían que si cruzaban la puerta las cosas no iban

a terminar bien. Por eso cuando la chicharra sonó, todos salieron corriendo a

llenar el baño y vaciar las vejigas.

Después de la escala obligada, todo era una maraña de brazos, monedas y

salsa en la barra de la cooperativa. Agua, Totis, Frutsis, sopes, quesadillas, hot

dogs, sincronizadas, enchiladas, totopos, y un sinfín de comida “nutritiva”. Sin

embargo, había un momento en el que el alboroto comenzaba a volverse una

larga pausa en la escuela, y es que Pedro y el copetes se acercaban. Todos

sabían que si se cruzaban perdían dinero o ganaban una visita con todos los

gastos pagados al suelo, (incluyendo la comida que las manos debían de tirar para

evitar que la cara cayera de golpe sobre el cemento frío).

El pedido fue breve, dos aguas de horchata y dos sincronizadas. Los diez

pesos de Nicolás completaron los 25 pesos que costó la comida. Los mismos diez

pesos de Nico, el mismo que perdido en su orden no vio que Pedro estaba junto a

él. ¡Sí!, Nico, el mismo que sin mirar giró rápido y estrelló las enchiladas sobre el

sweater rojo, el mismo que se inundaba por la bolsa de horchata que también se

reventaba.

De repente, la escuela calló.

Los rumores eran como olas que alcanzaban hasta el más pequeño rincón de la

escuela, y así, los balones quedaron botando en la soledad de las canchas,

porque ahora toda la escuela era la escena manchada de enchiladas y agua de

horchata. La mirada de los de primero, segundo y tercero estaba estática, a la

espera de la golpiza del año.

— Pe-pe-pedro. Pe-pe-pe-perdón —dijo Nico con terror— No te vi, en

verdad, sabes que no lo haría jamás con la intención. De verdad, perdón.

Pedro no dijo nada, pero todos notaron como el tono de su piel comenzó a

ponerse colorado.

— Mira, Pedro, si quieres te compró otra agua y hasta si quieres te invito

unas enchiladas. O si quieres me llevo tu sweater a mi casa y lo lavo. En verdad,

perdón —decía Nico, atropellando sus palabras, tratando de calmar a Pedro, que

a cada segundo que pasaba se veía más y más enojado.

Pedro alcanzó a soltar un puñetazo que derrumbó a Nicolás, un instante después

era una patada.

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— Idiota ¿qué no te fijas? —dijo Pedro, mientras veía a lo que debía ser

Nico revolcándose de dolor en el piso— Eres un tarado, inútil —y le daba otra

patada.

Pedro comenzó a escuchar cada una de las palabras que recordaba de su papá y

las repetía, una tras otra, cada vez con más fuerza, gritando. No sabía si la fuerza

de sus golpes provenía de la mancha de horchata con crema y queso que escurría

de su sweater o si era por el eco de su padre. Su voz se pobló de las imágenes

del taller y de los golpes de su papá. Nico no era Nico, no, él era una figura del

padre de Pedro, del silencio que tenía que soportar todos los días, pero que ahora

podía liberar al viento y estrellarlo en el cuerpo de Nicolás.

De repente lo impensable, las patadas y los gritos cesaron, pero la voz de

su padre seguía sonando en su cabeza. Pedro tenía la oportunidad de seguir

golpeando a Nico, pero no lo hizo más, se detuvo. No lograba adivinar por qué las

patadas pararon, no sabía por qué no se le abalanzó al suelo para golpearlo. Esta

interrogante no sólo nacía en Pedro, sino que todos en la escuela tampoco lo

podían entender, y tampoco lo quisieron saber porque el ruido de la chicharra

comenzaba a vibrar, y todo volvió a andar. Todo comenzó a girar, pero sobre todo

el movimiento en Pedro, remolino de pensamientos infinitos que no podía parar.

Tal vez nunca supo lo que sintió esa tarde, pero de lo que está seguro es que

nada volvería a ser igual, y después de eso nada podía ser igual.

Actividad:

En equipo, luego de leer la historia reflexionen y escriban un comentario para el

foro en el que respondan a las siguientes preguntas. Recuerden que no es un

examen:

¿Qué creen que Pedro siente hacia Nicolás?, ¿por qué lo agrede?

¿Qué le sucedió a Pedro?, ¿Por qué creen que dejó de golpear a Nico?

¿Creen que la situación que la manera en que Pedro se comporta tenga

repercusiones en el futuro?, ¿cuáles serían?