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Sin pena ni gloria / Pedro Cornejo Guinassi

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Pedro Cornejo Guinassi

Sin pena ni gloriaMonólogos de un desconocido

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© Pedro Cornejo Guinassipedrocornejoguinassi@gmail.comwww.pedrocornejoguinassi.com

© Códice ediciones S.A.C.para su sello editorial Ediciones El Santo Oficio

Galicia 190, Santiago de Surco. Telf.: [email protected]

Primera edición Tiraje: 200 ejemplares

Diseño de carátula:Claudia Salem

Fotografía:Karim Salem

Hecho el depósito legal enla Biblioteca Nacional del Perú:

2010-11252

ISBN:978-612-45840-0-8

Impresión: Códice ediciones S.A.C.

SIN PENA NI GLORIA

MONÓLOGOS DE UN DESCONOCIDOLima, setiembre de 2010

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PARA JUAN LUIS, POR ESTAR SIEMPRE AHÍ.PARA TALI, POR ESTAR AHORA.

PARA ORIANA, SIMPLEMENTE POR EXISTIR.

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Yo, que no fui capaz de bajar de este barco, para salvarmeme bajé de mi vida. Escalón a escalón. Y cada escalónera un deseo. A cada nuevo paso, un deseo al que decíaadiós. No estoy loco, hermano. No estamos locos cuandohemos encontrado el sistema para salvarnos. (…). Losdeseos estaban destrozándome el alma. Podía vivirlos,pero no lo conseguí. Así que entonces los conjuré. Y unoa uno los fui dejando detrás de mí.

ALESSANDRO BARICCO

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EL PRINCIPIO DEL FIN

Todo lo que comienza, termina mal, poco a pocoANDRÉS CALAMARO

1 de junio de 1986. Sala de espera del HospitalCayetano Heredia. En el televisor juegan Brasil y España porla primera fase de la Copa Mundial de Fútbol. Michel acabade meter un tremendo pelotazo que rebota en el travesañodel arco de Carlos, desciende en picado y atraviesa la línea demeta pero el arbitro no valida el gol. Una más de las múltiplesjugadas polémicas de las que están poblados los mundiales.Entretanto, mi madre se debate entre la vida y la muerte en lasala de cuidados intensivos. Su lucha no dura demasiado.Horas después se nos comunica que ha fallecido por una causaque yo prefiero ignorar u olvidar. Me acerco a su lecho demuerte. Está cubierta de pies a cabeza por una sábana y loque más me llama la atención es la grosera hinchazón de sucuerpo pero decido no preguntar nada. Está muerta y eso estodo lo que importa. Estoy estupefacto, anonadado pero noconmovido. Ni una sola lágrima resbala por mi rostro. Dealguna manera sé que se trata de una muerte anunciada.

Faltaba poco para que cumpla 25 años, una edad quesiempre encontré ideal para morir. No sé por qué. Lo únicoque sé es que «el sol nocturno de la melancolía» salió para mía muy temprana edad, cuando era un niño lleno de heridasemocionales: amante devoto de mi madre pero víctima de su

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frialdad y de su constante ausencia física y afectiva; temerosode las mujeres pero, a la vez, sobreexcitado con miles defantasías sexuales en torno a ellas; rencoroso, resentido,antisocial y lleno de una infinita rabia contenida contra elmundo tal y como lo conocía. Un hervidero de sentimientoscontradictorios e inarticulados que generaba un estado tal deconfusión que solo podía ser domesticado, de cara al exterior,por una mente racional y analítica que, no por casualidad, seconvirtió en un mecanismo de defensa intelectual frente a lahostilidad de un entorno en el que, como diría la canción delos Rolling Stones, no podía encontrar satisfacción.

Que estos sentimientos de aflicción, enojo ydescontento tuvieran que ver con la traumática experienciade mi nacimiento, es cosa que ni mi psicoanalista puedeafirmar con certeza. Lo que sí puedo decir es que el míofue, como todos, un nacimiento contingente e involuntario,como resultado del cual fui arrojado a un mundodesconocido que, con el correr de los años, se me antojaríaabsolutamente adverso. Un lugar del que muy prontohubiera querido salir corriendo a la nada de la que provenía.Pero también un nacimiento inesperado para mis padresque ya tenían tres hijos, el menor de los cuales me llevaba 7años y la mayor nada menos que 13. Inesperado es, porsupuesto, una manera eufemística de decir «indeseado», noplanificado: un tiro al aire. Y lo digo porque, para esa época,mis padres ya se llevaban muy mal, aunque debo decir quenunca tuve la seguridad de que alguna vez se hubieran llevadobien. En todo caso, siempre me pregunté cómo dos personastan radicalmente distintas e incluso contrapuestas –racial,social, psicológica, cultural y moralmente– se aventuraron

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a unir sus destinos hasta que la muerte de uno de ellos –mimadre– efectivamente los separó.

Y es que mis padres eran como el agua y el aceite. Mimadre procedía de una familia de inmigrantes italianos quedecidieron afincarse en Arequipa, en la ciudad de Mollendo,para ser más precisos. Al parecer –y esto forma parte de lamitología familiar– mi abuelo materno era un abogado muyprestigioso, adinerado, culto y de talante aristocrático. Esaes, al menos, la imagen idealizada que mi madre nos legó yque, a su vez, le fue proyectada a ella por su nana, ya quemi abuelo se suicidó cuando mi madre tenía sólo cinco añosy, por lo tanto, es poco lo que puede haber recordado de él.Mi abuela, por su lado, era de origen español y vivió hastalos setenta y tantos años. Era, curiosamente, una mujer delo más corriente, frívola y chismosa, que debe haber sidomuy guapa en su juventud, porque de otro modo no séentiende que mi abuelo –si era tan ilustrado como se cuenta–se haya casado con ella y haya tenido seis hijos (cinco mujeresy un hombre), de los cuales las dos mayores también sequitaron la vida. En todo caso, parece que mi madre heredólos rasgos de personalidad de mi abuelo: sus modalesseñoriales, su altivez, su humanismo y su caráctermelancólico. Era, para todos los efectos, una elegante damade la alta sociedad mistiana.

Mi padre, en cambio, era un arequipeño de pura cepa.Campechano, criollo, vital y nada cultivado. Hijo de uncomerciante sin mayores aspiraciones, tenía, sin embargo, esaarrogancia –mezcla de orgullo y vanidad– que ha hechocélebres a los arequipeños y que fue, supongo, lo que le dio

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alas para aproximarse a una mujer como mi madre quepertenecía a una esfera social muy distinta. Era un hombrerecio, apuesto, divertido y mundano, que conocía muy bienlas artes de la seducción y que sabía soslayar sus orígenesandinos, la falta de lustre de su apellido y su condición deempleado de cuello y corbata. De este modo, se las arreglópara conquistar a mi madre, en momentos en que la familiade esta había perdido ya sus viejos laureles.

El resultado de esa unión no pudo ser más catastrófico,entre otras cosas porque los valores de uno y otra estaban enlas antípodas. Mi madre, en efecto, apreciaba por encima detodo aquello que a mi padre le tenía sin cuidado: la educacióny la cultura, pero también cierto tipo de confort materialasociado con el refinamiento propio de una élite social yainexistente pero que, a sus ojos, representaba todo aquelloque daba sentido a la vida. La nobleza, pues, en su acepciónmás compleja: como forma elevada del espíritu, como ethosque contiene dentro de sí virtudes como la inteligencia, lahonradez, el buen gusto, la discreción y la decencia. Mi padre,en cambio, era un hombre que no tenía una clara concienciade sí mismo, de su identidad ni, por lo tanto, de sus valores.No era un presunto aristócrata venido a menos, como mimadre, pero tampoco era un pequeño burgués en el sentidopropio de la palabra. Era un hombre honesto y luchador,ciertamente, pero carecía por completo del sentido del ahorroy no tenía idea de lo que significaba invertir. Era incapaz depensar en el futuro y tenía una enorme dificultad paraestablecer «correctamente» las prioridades en lo que a gastosse refiere. Desde luego, esto se reflejaba dramáticamente en la

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economía familiar. Era muy hábil e ingenioso para las cosasprácticas pero, por alguna razón que desconozco, no podíaevitar dejar las cosas sin terminar del todo, como si laprecariedad fuera una condición existencial de la que no podíadesprenderse. Finalmente, era soberbio pero sentía una mezclade admiración y envidia por la gente que tenía plata, vestíaropa fina y manejaba autos caros.

Eran, pues, dos individuos totalmente disímiles:introvertida, sofisticada y distante, una; extrovertido,chabacano y sentimental, el otro. Pero, de alguna manera, seatrajeron, se desearon y se convirtieron en marido y mujer.Fueron lo suficientemente ingenuos y entusiastas para creerque el amor diluiría las diferencias o, por lo menos, las haríairrelevantes. Pero estas no hicieron otra cosa que crecer ensilencio, hasta convertirse en insalvables abismos que notardaron en distanciarlos e indisponerlos mutuamente. Sumatrimonio se transformó entonces en «un infiernoconsentido», para usar la expresión que emplea MichelHouellebecq para denominar a esa soledad de a dos en la quesuele convertirse la vida de pareja. La gran paradoja radica enque ese matrimonio, incluso una vez convertido en uncotidiano campo de batalla, también fue, para mis padres, la(sin)razón de sus vidas. Obsesionados, como estaban, porforjar una familia feliz no cayeron en la cuenta de que el bellosueño se había tornado aterradora pesadilla.

El deterioro de aquella relación tuvo, sin embargo, undesencadenante: un lío de faldas de mi padre sobre el queabundan las versiones contradictorias pero que se produjo

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cuando mi madre estaba embarazada de su tercer hijo y quela afectó irremediablemente hiriendo de muerte a un vínculoque, a pesar de ello, duró, contra todos los pronósticos, tresdécadas más. Seis años después del infausto suceso, nacía,por desgracia, yo, entregado a las fauces de una familia en laque la armonía y la confianza brillaban por su ausencia. Habíansido sustituidas por una pila de secretos y mentiras cuyasconsecuencias empecé a padecer muy pronto –unos padresque discutían todo el tiempo, unos hermanos que se teníanrecelos que no atinaba a descifrar– y que me enseñaron que lavida familiar es la mejor expresión de las inclinacionesmasoquistas del ser humano: un tormento colectivo que nosautoinflingimos de manera voluntaria.

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LA NOCHE OSCURA

Planet earth is blue and there’s nothing I can do

David Bowie

A pesar de todo, hay una época de mi vida que recuerdocon bucólica nostalgia. La que transcurrió, aproximadamente,entre los tres y los seis años de edad. Vivíamos entonces enHuánuco, en una gran casa, con techos a dos aguas, hecha deadobe, con un enorme jardín poblado de árboles de granenvergadura y de los que caían frutas de diversa índole; conun corral en la parte trasera, lleno de gallos de pelea, gallinas,pollos y patos, y con la infaltable presencia de un perro pastoralemán llamado Oso al que yo molestaba abusando de supaciencia hasta que se cansaba y con un solo movimiento desu cabezota me tiraba al suelo y ponía una pata sobre mipecho para mantenerme inmóvil. El juego volvía a comenzarcuando yo le mordía la oreja y él me soltaba.

Pero la vida en Huánuco no solo fue entrañable sinodefinitoria en muchos sentidos. Fue ahí donde empezó aforjarse el indestructible vínculo afectivo entre mi hermanomayor, que me llevaba 11 años, y yo. Dos sucesos,paradójicamente violentos, han quedado registrados en mimemoria como los férreos galvanizadores de un lazo que ya

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desde entonces se vislumbraba como algo especial y distintoal que habitualmente une a dos hermanos. Una noche enque, como era habitual, mis padres habían salido, yo cogí deuna despensa una botella de formol y me la bebí. No sé muybien cómo pero el hecho es que mi hermano se percatóinmediatamente de lo ocurrido y prácticamente me ahogóen leche fresca, realizándome un lavado gástrico tanimprovisado como efectivo y que, obviamente, salvó mi vida.

En otra ocasión, él me estaba dando de comer y yo meresistía cerrando la boca o devolviendo los alimentos. Tomóentonces una carabina de balines que tenía sobre la mesa ydisparó hacia el suelo con el afán de asustarme pero el tirocayo sobre mis pies, sin hacerme mayor daño, es cierto, perodándome tal susto que me puse a comer sin rechistar. Laprimera anécdota pasó a simbolizar, en mi imaginario infantil,la protección, el afecto y la sensación de seguridad que a partirde ahí representaría, para mí, su figura. La segunda anécdota,en cambio, lejos de ser una experiencia atemorizante ointimidatoria, fue procesada por mí de una manera curiosa:vi en ella la imagen de la autoridad que, ciertamente, utilizabael temor pero no como un fin ni como un recurso arbitrariosino como una forma de reprenderme para que hiciera lo quemejor me convenía. Desde luego, ambos hechos pueden serinterpretados y asimilados de maneras muy distintas a comoyo lo hice pero lo cierto es que, en virtud de esosacontecimientos, entre otros, mi hermano se convirtió, para

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mí, en sinónimo de protección, autoridad y respeto, es decir,en una figura paterna.

Pero ni siquiera la presencia de un padre simbólico,que compensaba muchas de las carencias de mi verdaderopadre, podía privarme de los miedos que como ser humanocomencé a experimentar desde muy niño. La oscuridad de lanoche se convirtió en mi imaginación en el escenario propiciopara la aparición de fantasmas y monstruos que me quitabanliteralmente el sueño. No sabía yo, en esa etapa pueril, queno hay más demonios que los que uno lleva adentro, así que,como cualquier chico de esa edad –cuatro o cinco años–,empecé a forjar mis propias «calaveras y diablitos», comodirían Los Fabulosos Cadillacs. Lo curioso es que esos temoresinfantiles muy pronto se tradujeron en imágenes en donde lamuerte de mis padres aparecía como algo inminente. En unode esos sueños –el más recurrente– yo estaba en un barcopirata y era testigo de cómo mi padre, inmovilizado en unasilla de ruedas, era arrojado al mar. En otro, también reiterado,una pandilla de brujas secuestraba a mi madre y se la llevabacon rumbo desconocido. En ambos, el telón de fondo era lanoche oscura e infinita.

La muerte –la de mis padres y la mía– se transformó,desde entonces, en una fantasía constante. Era como siencontrara cierto placer en imaginar cómo sería, que ocurriríasi mis padres dejaran de existir. Y si bien solía despertar muyasustado de mis tanáticas pesadillas, cuando pensaba en ello

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durante la vigilia lo que sentía era una indescriptible sensaciónde angustia pero, a la vez, una enorme curiosidad. No por loque hubiera «después de la muerte» –jamás tuve, pese a haberestudiado en colegios católicos, ninguna predisposición a creeren un «más allá»– sino por lo que pasaría aquí conmigo. ¿Cómome sentiría? ¿Quién cuidaría de mí? ¿Qué cosas me perdería yqué otras podría descubrir? Porque, siendo apenas un niño, yala muerte ocupaba un lugar importantísimo en mi mente eincluso tenía una representación figurativa de ella, tomadaciertamente de las historietas que leía: la de un hombre cubiertode pies a cabeza por una túnica completamente negra ypremunido de una guadaña. Una imagen muy parecida a laque muchos años después encontraría en esa extraordinariapelícula de Ingmar Bergman que es El sétimo sello y queconstituye un verdadero arquetipo.

La noche eterna. Era así como yo imaginaba la muerte.Y tal vez de ese miedo infantil proceda la dificultad paradormir que empecé a padecer cuando ni siquiera habíacumplido diez años de edad y que, luego, con el paso deltiempo, se transformaría, paulatinamente, en un insomnioferoz con el que he tenido que aprender a convivir. Porque,para mí, dormir no ha sido nunca –o casi nunca– sinónimode placentero reposo. Por el contrario, el final del día y laineludible necesidad de acostarse siempre significaron elingreso a una zona peligrosa, donde deambulaban monstruosde diversa índole que podían llevarse consigo a lo que yo másquería; una zona, además, de la que, tal vez, no había retorno;

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un hueco negro, pues, en el que uno se hundía tan prontocomo perdía la conciencia. En tal sentido, mi insomnio quizásno haya sido motivado por otra cosa que por mi negativa,mi resistencia a dormir en la medida en que esa experienciaestaba siempre asociada con la muerte, con una especie demuerte temporal, de la que uno resurge al despertar pero sinque exista ninguna garantía de que ello vaya a ocurrirnecesariamente.

Pero ¿de dónde procedían estos pensamientos? ¿Cuálfue el origen de esa «natural» inclinación hacia la muerte?¿Por qué, desde que tengo uso de razón, siempre hubo unlado mío para el cual vivir era poco menos que un suplicio?¿Y qué experiencias fueron convirtiendo parte de mi existenciaen un viaje peligroso y nocturno por carreteras oscuras,siempre al borde del abismo? Porque, para mí, la vida nuncaha sido una epopeya, una enérgica afirmación de la voluntadni un acto de confianza frente al mundo sino una constantehuída, una retirada en busca de cobijo, de refugio, de unrincón acogedor donde esconderme, protegerme, guarecerme.O, como dice John Banville, un lugar de calor uterino dondequedarme encogido, oculto de la indiferente mirada del sol yla severa erosión del aire.

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EL PADRE DEL CORDERO

Después de recibir una buena tunda y serhumillado, me sentía libre.

ORHAN PAMUK

Era un chico enfermizo, frágil y sin demasiado apego ala vida. Nunca heredé la tradición paterna de resolver lasdiferencias con los otros a puñetes. Opté más bien porejercitar una mente y una lengua persuasivas, manipuladorasy, si así lo requerían las circunstancias, agresivas. Haciendouna paráfrasis de la archiconocida cita podría decirse que lomío fue, desde muy temprano, mens insana in corpore insano.En efecto, la inteligencia era, para mí, un perversomecanismo de defensa y ataque, un arma que yo blandía –desesperadamente– para sobrevivir en medio de la jungla queera la vida escolar, en particular, y la vida social, en general.Pero, como dijo alguna vez Santiago Auserón, «la inteligenciano sirve de nada, si la cabeza te cambia de color». Y mi cabezaparecía estar, de hecho, en permanente metamorfosis,intentando adaptarse a las cambiantes situaciones por lacamaleónica vía de la mímesis. Un camino que, ciertamente,me permitió eludir (casi) todo tipo de confrontación físicapero que, a cambio, me volvió bastante cobarde para plantarlecara a la realidad y me convirtió en una suerte de lisiadoemocional, incapaz de lidiar con mis propios sentimientos .

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Además, y por eso digo casi, había un ámbito en el que eldiálogo y la razón no servían de nada: mi casa. Sí, el espaciodonde supuestamente debía sentirme más seguro –el hogar–era donde me sentía más vulnerable y en peligro. Y no porgusto: fue allí donde recibí las palizas más dolorosas yhumillantes.

Y es que mi familia tenía como jefe a un hombre parael cual un buen golpe valía siempre más que mil palabras: mipadre. Para él aquello de «la letra con sangre entra» era unaverdad que debió estar grabada a fuego en el frontis de todasy cada una de las casas en que mi familia vivió antes dedisolverse tras la muerte de mi madre. Una verdad que seimponía –o que debía imponerse– por su propio peso y que,por definición, no admitía objeciones. Por lo demás, laviolencia de mi padre reunía algunos atributos que le sonconsustanciales como manifestación de poder. Era gratuita yarbitraria, es decir, no tenía justificación ni lógica alguna. Supropósito no solo era castigar sino humillar, eliminar todorezago de dignidad en sus víctimas, en otras palabras, anularsu autoestima. Y era brutal, es decir, no tenía ningún tipo decontemplaciones respecto al dolor que podía estarproduciendo. No obstante, en su descargo –si cabe– hay quedecir que su violencia era completamente impulsiva y ciega.No era el resultado de una maquinación previa –mi padre erademasiado elemental para eso– sino la reacción agresiva,inopinada y generalmente desproporcionada frente a cualquier

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cosa que, desde su estrechísimo punto de vista, pusiera encuestión su autoridad.

Recuerdo, por ejemplo, que, a mediados de los añossetentas, cuando tenía unos 14 años, me volví hincha delfútbol argentino cuyos torneos seguía apasionadamente através de la revista El Gráfico que todos los viernes llegaba auno de los kioskos que estaba ubicado cerca de nuestra casa.Para mí la semana empezaba a tener sentido en el momentoen que adquiría la revista de marras y concluía el domingoluego de asistir al estadio a ver al equipo de mis amores, elSporting Cristal. Pues bien, desde la primera vez que vió ElGráfico circulando por la casa, mi padre dejó bien sentadoque no solo le disgustaba profundamente que esa publicaciónanduviera por ahí sino que era una suerte de objeto prohibidocuya posesión podía tener graves consecuencias para mí. Comoes de suponer, y sabiendo que mi viejo no se andaba conmeras amenazas, opté por leer mis revistas en las horas en queél estaba en su trabajo y ponerlas, luego, a buen recaudo de suinquisitiva mirada. Ocurrió, sin embargo, que, llevado porel entusiasmo, un día tuve la malhadada idea de decorar micuarto con los posters que la revista El Gráfico traía consigo.Ni bien mi padre posó su mirada en las paredes de midormitorio, fue presa de una ira descontrolada que se tradujo,de inmediato, en el destrozo de los afiches en cuestión y enun ultimátum dirigido hacia mí.

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Pero yo no estaba dispuesto a renunciar a lo que másalegría me daba. Entre otras cosas, porque había sido testigode cómo, durante años, mi hermano mayor se enfrentaba ami padre en discusiones violentas que en más de una ocasiónterminaron a los golpes. La diferencia era que, conformepasaba el tiempo, mi padre ya no podía someter con tantafacilidad a mi hermano, quien no solo se rebelabaabiertamente contra él sino que, llegado el momento, empezóa ser capaz de responder a sus ataques de igual a igual. Elejemplo de mi hermano –una de cuyas memorables broncascon mi padre tuvo su origen en la defensa que hizo de míante una de las habituales bravuconadas de este– calóprofundamente y, de alguna manera, trazó el camino de loque sería de ahí en adelante la conflictiva e insumisa relacióncon mi padre.

Y el fútbol argentino siguió siendo una de las manzanasde la discordia que, tarde o temprano, tenía que conducir aun desenlace explosivo. Este se produjo a raíz de la llegada alos kioskos de un extraordinario libro publicado por ElGráfico bajo el título de «El maravilloso mundo del fútbol»,un volumen de lujo, de gran formato y, por ende, bastantecaro. No me acuerdo muy bien cómo pero mi padre se enteróde mi intención de comprarlo y me advirtió que él no medaría ni medio sol para adquirirlo así que era mejor que meolvidase del asunto. No contó con que yo le respondería queeso a mí no me importaba porque conseguiría el dinero pormi cuenta para tener el libro. Semejante insolencia trajo las

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consecuencias que eran previsibles: una catana de aquellas,que me dejó hecho un guiñapo ante la mirada asustada peroimpasible de mi madre. Al final me compré el libro perotuve que dejarlo en el departamento de mi hermano mayor,que para ese entonces ya estaba casado y vivía a dos cuadrasde mi casa, e ir a leerlo poco a poco y a hurtadillas durante lasnoches so pretexto de que iba de visita. Demás está decir quela sensación de estar violando un tabú no hizo sino acrecentaral máximo el placer que supuso aquella lectura.

Sin embargo, faltaría a la verdad si dijera que la relacióncon mi padre fue de maltrato permanente. Ya lo he dicho: lasuya era una violencia gratuita, arbitraria y, por lo tanto,inesperada, que era expresión de una ciega impulsividad queno medía, en lo más mínimo, sus consecuencias. Es ciertoque fuimos sus hijos quienes la padecimos de un modoparticularmente feroz, pero lo es también que, en muchísimasocasiones, sus iracundos arrebatos tuvieron como víctimas aquienes pretendieron abusar, de una u otra forma, de sus seresqueridos. Sí, porque, aunque suene paradójico, mi padre nosquería y nos quería a muerte. Y hubiera estado dispuesto adar su vida por cualquiera de nosotros. A su manera, porsupuesto. Una manera casi animal. Porque mi padre amaba yodiaba como un salvaje: sus sentimientos no tenían doblecesy se manifestaban de un modo tan inmediato comoinstintivo, sea cual fuere el ámbito en el que se moviese: comoenloquecido, supersticioso y visceral hincha del DeportivoMunicipal, siempre listo para sumarse a la gresca por quítame

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estas pajas; como orgulloso, indoblegable e inclusoinsubordinado trabajador que perdió más de un empleo porromperle la cara a sus jefes cuando estos se ponían faltosos;como justiciero ciudadano que no dudaba en agarrarse atrompadas con el ladrón que trataba de robarle la billetera ocon el policía que pretendía abusar de su poder; y, last but notthe least, como padre de familia que era capaz de matar (y demorir) en defensa de su esposa y de sus hijos sin importar laenvergadura de su(s) adversario(s) ni las circunstancias en quese desarrollaban los acontecimientos.

Pero si hay alguna experiencia que me trae a la memoriaa mi viejo de cuerpo entero es el fútbol. Era, como he dicho,fanático del Deportivo Municipal pero, por encima de ello,era un apasionado del fútbol como deporte, como espectáculoy como ritual colectivo. Recuerdo con nitidez cuando mellevó por primera vez al Estadio Nacional a ver al «Echa Muni»que había recuperado el lugar que por entonces le correspondíaen la primera división del fútbol peruano de la mano de unjovencísimo «Cholo» Sotil. Corría el año 1968 y el rival eranada menos que Universitario de Deportes que venía de hacerun campañón en la Copa Libertadores de 1967 ganándole aRacing Club y River Plate de Argentina aunque eso no fuerasuficiente para llegar a la final. Esa noche mágica aprendí variascosas: que «la» tribuna a la que iría siempre con mi viejo erala Popular Sur, que la U era el enemigo jurado, que el Estadioera una suerte de zona liberada donde se me permitía decir e

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incluso gritar a voz en cuello todas las lisuras que se meocurriesen no solo sin que se me censure sino incluso con elbeneplácito de mi padre y sus amigos que me incitabanalegremente a ello. Pero también aprendí algo que no fue delagrado del viejo: que yo no sería hicha del Municipal, pormucho que él me dijera que era el equipo con la camisetamás bonita, con la barra más ingeniosa y que tenía a Sotil,junto con Cubillas, la más grande promesa del fútbol nacionalen ese momento. Al final la U ganó 5 a 2 pero nos fuimoscon la alegría de ver un premonitorio golazo del «Cholo»luego de driblear a varios adversarios.

Desde ese día, mis fines de semana estuvieronconsagrados, por lo menos hasta que entré a la universidada ir al Estadio, sea para ver el Torneo Descentralizado deaquella época, sea para ver la Copa Perú. En ambos casos,siempre había un sentimiento, una pasión que hacía que setratara de una experiencia suprema. De hecho, para mí ypara mi padre, no había nada más importante que hacer enel tiempo libre –del trabajo, en su caso; del colegio, en elmío– que ir al Estadio Nacional a alentar a nuestros equipos:él al Muni y yo al Cristal. Tanto que hasta ahora «siento» laansiedad que nos embargaba desde que nos levantábamos yque transformaba todo lo que hacíamos en una mera antesaladel momento esperado: salir de casa para tomar el colectivoque nos llevaría al Estadio.

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Recuerdo como si fuera ayer las carreras para llegar a laboletería y comprar las entradas, carreras que no tenían ningunaotra justificación –porque siempre llegábamos tempranísimo,mucho antes de que empiece el primer partido del doblete,triplete e incluso cuatriplete programado para la ocasión– quela prisa de mi padre por estar ya sentado en las graderías, allíen Sur, en la parte alta, cerca de la tribuna de Oriente; lascolas y apretaderas para ingresar al Estadio con el trasfondointimidatorio de la policía montada repartiendo varazos adiestra y siniestra; las carretillas con «sánguches» de hot dog,de huevo o de carne –de dudosa procedencia pero a quién leimportaba eso entonces– que se situaban en las afueras delrecinto; el olor de las flores y de los anticuchos que se vendíanun poco más allá; el grasoso pero adictivo dulzor de aquelloschurros que salían de ollas llenas de aceite recalentado, el saborinolvidable de la canchita, el maní, la «revolución caliente» yel sanguito que vendían en la tribuna y la poderosa sazón delseco de res con frejoles –con su bicarbonato más «para queno haga mal»– que se consumía en la cafetería que estabajunto a unos baños cuya pestilencia no resultaba niremotamente incómoda. Y en medio de todo ese folclore lacariñosa complicidad con mi padre, una complicidad queterminaba cuando regresábamos a casa –con la radio portátilen la oreja escuchando los siempre polémicos comentariosde Pocho Rospigliosi, Lucho Garro, Littman Gallo u ÓscarArtacho– felices si habíamos ganado, furiosos si habíamosperdido, pero nunca tristes ni aburridos y mucho menoshastiados, sino siempre renovados y recargados, palpitando

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ya los partidos de la siguiente fecha. Para que empiece denuevo el catártico ritual de cada fin de semana.

Tal vez por esa razón, es decir, porque intuía que todoaquello tenía un carácter formativo –«la universidad de la vida»,como diría el legendario Leopoldo Fernández, Tres Patines– ami padre le gustaba decir que yo me crié en la tribuna sur delEstadio Nacional. Y no le faltaba razón porque fue ahí dondeasimilé todo aquello que el colegio era incapaz de enseñarme:los códigos de la calle, el roce social –entendido no comocontacto con las clases altas sino más bién como proceso de«contaminación» de todos los sectores en un país que vivía unaetapa de efervescencia socio-cultural generada a partir del golpemilitar del general Juan Velasco Alvarado– y, por encima detodo, la experiencia de que había muchas maneras de ser y decomportarse, distintas todas ellas pero igualmente legítimas,aunque solo fuera dentro del marco multitudinario peroperfectamente acotado de un partido de fútbol.

En el contexto de aquellas exacerbadas jornadasfutboleras mi padre se convertía, para mí, en un gigante. Peroun gigante bueno, amoroso y protector, que poco tenía quever con el ogro abusivo y despótico en el que se transformabacuando estábamos en casa. Y no porque en el Estadio fueseotro, a la manera de un Dr. Jekyll y Mr. Hyde, sino porquelos mismos atributos que definían su personalidad se revelabande manera distinta en ambos escenarios. Entonces suautoritarismo se convertía en firmeza de carácter, su machismo

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en virilidad, su iracundia en coraje, su impulsividad en pasión,su arrebatada vehemencia en impetuosa energía, subrusquedad en arrojo. De ahí que, cuando íbamos al Estadio,yo me sintiera completamente a salvo, seguro de que, seacual fuera el peligro, ahí estaba mi padre para defendermecon éxito.

Y es que, para bien y para mal, mi viejo era characatohasta el tuétano, con esa famosa nevada como parteconsustancial de su ser. No importaba que fuera flaco,desgarbado y, en sus últimos tiempos, macilento. Noimportaba que quien tuviera al frente lo doblara en peso ytamaño. Cuando la cosa se ponía caliente el hombre setransformaba y metía rodillazo, combo, cabezazo, patada ycodazo con una naturalidad y contundencia que lo hacíandifícil de vencer. Y es que él no peleaba con la fuerza de sucuerpo –aunque fuesen sus extremidades las que lanzaban losgolpes– sino con la de su resentimiento, su frustración, sucólera. Las mismas que se ponían en acción cuando nos metíaesas cueras que serían para el recuerdo sino fuera porque lasheridas emocionales que dejaron eran, y son, para el olvido.

Y esos sentimientos de frustración que movilizabaninconscientemente a mi padre no eran gratuitos. El hombrehabía crecido en medio del desamparo al que lo sometió miabuelo –otro ejemplar de aquellos– quien, no contento conabandonarlo a manos de su hermana, se opuso –me pregunto¿con qué autoridad moral?– a que esta le pagase los estudios

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de ingeniería mecánica en Chile, condenándolo a renunciar asus aspiraciones y dejando en su interior una bomba de tiempoque no cesó de estallar a lo largo de su vida, haciéndola volaren mil pedazos.

Pero con la misma indomable impulsividad con la quemi padre peleaba, también amaba y expresaba sus afectos. Yes que de él podía decirse cualquier cosa menos que eraindiferente. Nunca olvidaré su impotente llanto, sentado enlas escaleras del departamento que ocupábamos en Miraflores,cuando uno de mis hermanos –el tercero– fue metido tras lasrejas por la dictadura de Velasco durante unos disturbiosproducidos en los alrededores de la avenida Larco. Tampocosus incontenibles lágrimas cuando mi madre murió y él sintió,con toda la intensidad de la que era capaz, que se quedabasolo para siempre, «perdido como un perro», según sus propiaspalabras. Pero también es imposible olvidar sus locos arrebatosde alegría y efusión sentimental –que tanto medesconcertaban e incluso avergonzaban– cuando había fiestasfamiliares en las que estaban presentes sus hijos y sus nietos,haciendo realidad por un instante su sueño de ver a toda lafamilia unida bajo un mismo techo.

El viejo era así. En sus mejores momentos, un torrenteincontenible de pasión y vitalidad que impresionaba por sudespliegue de energía, sus alardes de virilidad tanto como porsu poder de seducción. En sus peores momentos, un verdaderoenergúmeno que hablaba con las manos y que no era capaz

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de entender otro lenguaje que no fuera el de los golpes. En lamayoría de los casos, sin embargo, mi padre no era otra cosaque un hombre sencillo e inseguro, incapaz de arriesgar cuandode cosas verdaderamente importantes se trataba. Al respecto,su relación con el dinero era reveladora: le quemaba las manosy, entonces, no encontraba mejor forma de librarse de laresponsabilidad de administrarlo que entregándole el sobrecon su sueldo a mi madre. No tenía la más puta idea decómo invertirlo para hacerlo crecer ni de cómo gastarlo y,por lo tanto, era extraordinariamente tacaño en lo trascendente–la educación de sus hijos, por ejemplo– y olímpicamentemanirroto a la hora de adquirir los últimos juguetes que latecnología ofrecía en ese momento (llámese televisores oequipos de sonido). Su negativa a asumir un créditohipotecario para la compra de un departamento, por ejemplo–solo explicable por su naturaleza timorata en materiaeconómica–, nos condenó a llevar una vida de eternosinquilinos que, con el paso del tiempo, nos hizo caerirremediablemente en la escala social, para vergüenza de mimadre para quien vivir fuera de los linderos de Miraflores yaconstituía, de por sí, una desgracia stricto sensu.

En tal sentido, la historia de mi familia fue, desdeque llegamos a Lima para quedarnos, una espiral descendenteque solo tocó fondo cuando mis padres, ya liberados de lacarga económica que suponía la manutención de su últimohijo –o sea, yo– se toparon con la triste y desoladora realidadde que no tenían nada, de que sus respectivos sueldos de

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jubilación tampoco alcanzaban ya para nada y de que nisiquiera sus hijos estaban en condiciones de ayudarlos.Sobrevino entonces la catástrofe, una catástrofe que empezó,sin duda, con la muerte de mi madre pero que continuó luegocon la miserable viudez de mi padre, su absurdo deceso y losesperpénticos esfuerzos de cada uno de sus hijos por tratar deeludir un destino cada vez más funesto.

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EL AGUJERO INTERIOR

Madre, tú me dejaste pero yo nunca te dejé

JOHN LENNON

¿Y dónde estaba mi madre cuando mi padre daba riendasuelta a su furia y la emprendía a golpes contra mí? La preguntaes, por supuesto, retórica. Ella siempre estaba ahí pero sinhacer nada. Como un testigo mudo, horrorizado pero, almismo tiempo, impotente. Una presencia que era, a la vez,una ausencia. Y que solo se hacía sentir cuando la paliza habíaterminado y allí estaba ella para darme consuelo, flaco consuelocuando lo que yo hubiera querido era que ella se interpusieseentre mi padre y yo y evitara o detuviera el castigo. ¿Por quéno lo hizo? Es una pregunta que siempre me he hecho y quenunca ha encontrado una respuesta satisfactoria. Porque mimadre no era una mujer sumisa y temerosa de mi padre. Porel contrario, era más bien altanera e incluso despectiva con él.Y tampoco era de aquellas madres que consideraban que unabuena tunda fuera la mejor forma de enderezar a sus hijos, apesar de que ocasionalmente recurría a un cocacho, un pellizcoo un jalón de orejas para ponernos en vereda. Y, sin embargo,su inacción era reveladora de algo, o más bien de que algo lefaltaba, es decir, de una carencia. Esa carencia que, desde queestuve en su útero, me transmitió a través del cordón

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umbilical, y que explica, en parte por lo menos, mi proverbialfalta de autoestima.

Si mi padre padeció el abandono afectivo de mi abuelo,mi madre experimento algo mucho peor. Su padre se quitó lavida cuando ella tenía cinco años. Este acontecimiento –sumadoal suicidio de sus dos hermanas mayores– la marcaron parasiempre. Fue un conjunto de hechos que no pudo superar jamás.Claro, en esa época ir al psicólogo era una práctica que seconsideraba reservada para la gente loca y el psicoanálisis erauna terapia muy poco difundida. Entonces, mi madre tuvoque cargar, sin ningún tipo de apoyo ni orientación, con elpeso de esas muertes incomprensibles y fue finalmente aplastadapor ellas.

Yo recién me enteré de esos sucesos después delfallecimiento de mi madre y pude, entonces, comenzar aentender las razones de su carácter melancólico y, en el tramofinal de su vida, francamente depresivo. Porque no me cabendudas de que, independientemente del mal que clínicamentela llevó a la tumba, ella se dejó morir. Y lo peor del caso esque sus hijos asistimos con los brazos cruzados a su caída.Una caída no sólo anunciada sino escenificada a vista ypaciencia de todos nosotros. Al respecto, la recuerdo, mesesantes de su muerte, haciendo todo lo posible por ocultar sudesdicha, su falta de ganas de vivir, detrás de una penosamáscara dibujada por el alcohol. Temblaba visiblemente ypasaba el día sola sin hacer nada, cosa que a mí –pobre imbécil–

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me irritaba profundamente porque me parecía que suabatimiento era un síntoma de debilidad que ella no podía nidebía permitirse. En ese momento, yo creía, ingenuamente,que nuestro estado emocional dependía de nuestra voluntady que mi madre había tirado la toalla sin que hubiera ningunaverdadera razón para ello.

Sin embargo, esas razones existían: su matrimonio eraun desastre y su vida había perdido todo sentido desde elmomento en que se fue a Huancayo siguiendo a mi padrecomo siempre lo hizo: sin ningún convencimiento,simplemente porque ese era su deber como esposa o porque, apesar de todo, la compañía de mi padre era preferible a lasoledad. No obstante, tengo la certeza de que ella sabía queesa decisión sería fatal porque alejarse de sus hijos y, sobre todo,de sus nietos significaba abandonar todo aquello que le hacíasentir que su vida valía la pena. Entonces, ¿por qué lo hizo?¿Por qué no se quedó en Lima viviendo en casa de una de sushermanas o de uno de sus hijos? ¿Por qué optó por cortar, de lamanera más absurda, la soga que la mantenía unida con el anclade la vida? ¿Por qué, en fin, eligió suicidarse lentamente?

No es fácil responder a estas preguntas, entre otras cosas,porque, como ya he dicho, el tema de los suicidios de miabuelo y de mis tías fue siempre un tabú familiar. Un oscurosecreto de cuya existencia empecé a sospechar cuando, teniendo20 años, me fui de casa de mis padres a vivir solo y mi viejo,con lágrimas en los ojos, me suplicó que, por favor, no siguiera

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los pasos de la familia de mi madre. Pero también porqueella vivía la vida como una fatalidad ineludible y librementeasumida. Como si su destino ya estuviera escrito de antemanoy fuera inútil resistirse. Así había sido, en efecto, desde quetengo memoria. Desde aquel momento aciago en que«descubrió» la supuesta infidelidad de mi padre y todo,absolutamente todo, se derrumbó para ella. Creo que en esedurísimo trance mi madre se vió a sí misma puesta en laencrucijada decisiva de su existencia. Debía escoger entre loque su conciencia le dictaba –dejar a mi padre– o lo que lasconvenciones aconsejaban –tragar saliva, hacerse de la vistagorda y continuar como si nada hubiera ocurrido. Pero ellano hizo ni lo uno ni lo otro: no le perdonó nunca a mi viejoel presunto desliz, acumuló todo el rencor del que era capaz yse resignó a seguir unida al hombre al que, desde ese instante,despreciaría para siempre. Es decir, hizo justamente lo queno debía hacer: renunciar a sí misma e inmolarse en el altarde «su familia».

Ese sacrificio, sin embargo, era, para ella, la penitenciaque debía cumplir por lo que le había ocurrido a su padre y asus hermanas. Un castigo que no era susceptible de ser evitado.Casi una maldición. La desventura que se derivaría de aquellainfausta decisión ensombrecería definitivamente la vida demi madre. Pero, en realidad, el infortunio era, para ella, unestigma cuyos orígenes se remontaban a aquellas terriblesmuertes. En algún lugar de su inconsciente, mi madre –unamujer profundamente católica– parecía estar convencida de

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que no tenía derecho a ser feliz y que el sufrimiento era elprecio que había que pagar para redimirse de la culpa por elpecado mortal en que habían incurrido mi abuelo y mis tías.Solo así puedo explicarme que mi madre haya soportado unavida en común que solo le traería decepciones y que ellasomatizaría luego bajo la forma de una úlcera que no la dejaríaen paz hasta el fin de sus días.

No quiero decir con esto que mi madre fuese unapersona permanentemente desdichada pero sí que había entorno a ella un halo de pesadumbre y desconsuelo que estabadirectamente vinculado con la temprana defunción de susilusiones. No por casualidad uno de sus libros preferidos eraBuenos días, tristeza, de Francoise Sagan. Y, aunque sueneparadójico, tampoco era gratuito que uno de sus poemasfavoritos fuese If de Rudyard Kipling, esa oda al poder de lavoluntad a la que mi madre se aferraba como un idealprecisamente porque sabía que sus sueños se habían hechotrizas, como diría el tango, «en un abrazo que le diera laverdad». De ahí que la firmeza de su fe fuese inversamenteproporcional a la conciencia de su flaqueza. Y que sus ganasde vivir fueran, paulatinamente, desvaneciéndose para dejarsu lugar a un paralizante «sentimiento» de apatía.

Había, en efecto, algo de estoico en el comportamientode mi madre. No solo en su pasiva aceptación de lo que, asus ojos, era inevitable sino también en la indolencia con laque hacía frente a sus padecimientos. Nunca la oí quejarse de

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sus dolores ni lamentarse de sus frustraciones. Pero tampocola vi rebelarse contra ellos. Era como si para ella no hubieralugar, en esta vida, para reclamos ni protestas. Como si elsufrimiento fuera algo tan consustancial a la experiencia deser humano que había que aprender a convivir serenamentecon él. Tal vez por ahí –la idea cristiana de que la base de laeducación está en el quebranto de la voluntad– esté laexplicación a la aparente impasibilidad con la que contemplólas palizas que me propinó mi padre y el silencio cómpliceque guardó ante los maltratos de los que fui víctima por partede las monjas y curas de los colegios en los que estudié.

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ESCUELA CERRADA

No guru, no method, no teacher

VAN MORRISON

«Pegar a los hijos se consideraba un métodopedagógico fundamental; las bofetadas formaban parteintegrante de la marcha cotidiana de los días, como lasoraciones o los deberes. En principio, no hacía falta una razón,un motivo en especial para la paliza diaria; los padres yeducadores pegaban a los niños por pura tradición, pararespetar las costumbres». Esta frase del escritor húngaro SándorMarai refleja plenamente lo que fue mi vida al interior de mifamilia y del colegio. Lo curioso –o mejor sería decir, lodramático– es que Marai habla de una experiencia situada enel contexto de las dos primeras décadas del siglo XX y lo queyo viví se remonta a los años setentas de la centuria pasada.Hay cincuenta años de distancia y, sin embargo, la violencia–física y psicológica– seguía siendo la columna vertebral dela educación. No es de extrañar, pues, que al mundo le hayaido como le ha ido: después de todo, son esas generacionesque crecieron bajo el signo del terror las que, más tarde,tendrían en sus manos el destino del planeta.

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De la violencia paterna ya hablé in extenso. Ahora metoca referirme al muy amable trato que me prodigaron monjasy curas desde los 6 hasta los 16 años. El hecho de que ellasfueran mis mentoras en primaria y ellos en secundaria podríahacer creer que la intensidad de los golpes propinados paraque «entrara en razón» fue aumentando gradualmente. Nadamás falso. Las «madres» pegaban con la misma dureza, saña ycrueldad que los «padres», y ni unas ni otros paraban mientesen la eventual fragilidad de sus víctimas. Por el contrario,parecían actuar movidos por la convicción de que el castigoera el mejor remedio para la debilidad del cuerpo, de lavoluntad y del espíritu. Así lo prueba la forma tan democráticacon la que repartían cachetadas, reglazos y puñetes. Noimportaba la naturaleza de la falta cometida: hablar en clase,llegar tarde, desobedecer al profesor, incumplir la tarea asignada,no llevar el uniforme completo, etc. Lo decisivo era que tuacción u omisión pusiera en entredicho –voluntaria oinvoluntariamente– la autoridad de aquellas personas en quienesnuestros padres habían delegado la responsabilidad de educarnos.En el caso de quienes estudiamos en colegios religiosos, nodejaba de ser sintomático que ellos fueran llamados «madres»,si eran monjas, y «padres», si eran sacerdotes. Como si entrenuestros padres biológicos y estos «padres putativos» existiera,como de hecho existía, una identificación, una continuidad,un acuerdo tácito según el cual no sólo el maltrato estabapermitido sino que se consideraba parte necesaria y consustancialde una buena educación.

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Al respecto, recuerdo que en una ocasión, cuando estabaen secundaria, un profesor de música –¡qué brutal ironía!–agarró a golpes a un alumno porque no sabía distinguir elsonido de un violín dentro del magma sinfónico que noshacía escuchar en un tocadiscos dizque de alta fidelidad. Pero,en su enloquecido arrebato, el energúmeno perdió los papelesy no contento con sacudirle unos buenos mamporros,empezó a estrellarle la cabeza contra la pizarra. Cuando elchico daba muestras evidentes de estar grogui, el «maestro»se detuvo, echó al estudiante fuera del salón y, dirigiéndose atoda la clase que asistía aterrada al espectáculo, nos lanzó unafilípica en la que nos advertía del alto costo que podía tenerpara nosotros el no prestar la debida atención a lo que estabatratando de enseñarnos.

Al día siguiente, el alumno que había co-protagonizadoel incidente se presentó al colegio con su padre para protestarpor el abuso inflingido. Pasando por encima de las secretariasque le suplicaban que se tranquilizase, el furioso padre dirigiósu pasos a nuestra aula con la intención evidente de sacarle lamierda al profesor de música. En el momento en que entrabaal salón, sin embargo, ocurrió algo inesperado: padre y maestrose vieron las caras y se reconocieron de inmediato. En unsentido simbólico pero también en un sentido literal: amboshabían sido compañeros en la escuela y, seguramente, habíansufrido lo que nosotros padecíamos en ese momento. Y, enlugar de agarrarse a trompadas, se dieron un fuerte abrazo,

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intercambiaron sonrisas, se susurraron algunas frases cómplicesy se despidieron. En ese momento, todos los alumnosestábamos pasmados mientras el profesor nos miraba,satisfecho, con una mezcla de superioridad y condescendencia.

Ninguna otra anécdota me reveló de una manera másperfecta que era inútil pretender que mis padres me protegierande quienes fungían de maestros. Había que apañárselas solosy para ello era preciso no ser «bueno», es decir, obediente,dócil, sino parecerlo. Y a ejercitarme en ese arte de larepresentación, del que dependía mi integridad, me dediquécon toda mi energía e inteligencia. Y la verdad es que mal nome fue, al menos si, en retrospectiva, comparo mi suerte conla de muchos de mis compañeros. Es cierto que no me faltaronlos «tortazos», como decía una monja cuya pequeña estaturaera inversamente proporcional a su sadismo, ni los castigosinquisitoriales –el que más recuerdo era uno que consistía enmantenerse arrodillado sobre unas chapitas de metal con losbrazos abiertos en cruz durante horas– pero tampoco me cabeduda, a la luz de las atroces vejaciones a las que fueronsometidos otros, de que la saqué barata, muy barata.

Me las arreglé, además, lo mismo que mis compañerosde clase, para tomarme mis pequeñas venganzas. Las máscotidianas iban desde «meter chongo» hasta arrojarleproyectiles y salivazos al profesor cuando estaba distraído.Pero las venganzas más dulces y las que disfruté con mayorgozo fueron de otra índole y tuvieron por objeto ya no a tal

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o cual profesor, a tal o cual cura, sino al colegio mismo comoinstitución. La mayor, sin duda, fue volverme impermeablea todo aquello que trataban de inculcarme y desarrollar unrechazo visceral hacia todo tipo de autoridad y, en particular,hacia la autoridad religiosa. Otras fueron escabullirme parano asistir a las misas, desacatar interiormente todas las órdenessin dar pábulo para que me reprendan y negarmesistemáticamente a participar de los retiros así como de la«vida social» del colegio. En tal sentido, haber saboteadoalgunas de las actividades que se organizaban para recaudarfondos para la patética fiesta de promoción y, puntualmente,haber sido el único de todas las secciones que no asistió a esatradicional celebración, figurarán siempre en la lista de laspoquísimas cosas que recuerdo con orgullo de mi paso porese castrante y ominoso cuartel que, para mí, fue el colegio.

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HUMANO, DEMASIADO HUMANO

Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre

MARTÍN ADÁN

Siempre fui un tipo fragmentado, disociado,desintegrado, incapaz de reunir los pedazos –experienciasvitales, vínculos afectivos, relaciones sociales, recuerdos, etc.–que conformaban mi vida. Por ejemplo, desde que me mudéde Miraflores a Barranco, cuando tenía 17 años y ya estabaen la universidad, mis dificultades para manejar situacionesen las que estuvieran presentes amigos procedentes de círculosdistintos se acentuaron notablemente. Cada grupo de amigos–definido por mis distintos gustos, aficiones e intereses– era,para mí, como un coto cerrado que no debía mezclarse conel otro. Lo que no sabía en ese momento es que esa resistenciaa articular mis diferentes redes sociales era una expresióninconciente y autodestructiva de mi negativa a integrar losdistintos aspectos de mi personalidad.

Poco a poco, dejé de frecuentar a algunos de esos gruposde amigos y a frecuentar algunos otros hasta que, a partir deun determinado momento, opté por renunciar a cualquierforma de «gregarismo» y por vincularme de formarigurosamente individual con las personas, lo que significabaevitar en la medida de lo posible reunirme con más de un

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amigo a la vez. Mis vínculos afectivos pasaron a ser no soloindependientes el uno respecto del otro sino que en mi mundointerno cada uno de ellos ocupaba una suerte decompartimento estanco separado de los demás. Así, se mehizo normal ver a cada uno de mis viejos amigos por su ladoy nunca, o casi nunca, juntos; mantener a mis novias al margende mi familia o amigos; vivir en simultáneo una serie de vidasparalelas y que no tenían ninguna posibilidad de entrecruzarseen algún punto.

Esto me condujo progresivamente a un estado deaislamiento que ha sido el resultado de dos actitudescontradictorias pero que produjeron el mismo efecto: el odiovisceral contra mí mismo y el egoísmo más rabioso. Ambasinclinaciones se concentran en lo que se conoce comomisantropía, esa aversión al trato con los seres humanos quees propia de aquellos individuos que, a través de un procesoindudablemente patológico, se vuelven a tal puntointolerantes con sus semejantes que, ante la imposibilidad desustraerse por completo a su contacto, se limitan a soportarloy a reducirlo al mínimo. Yo no sé si sea un misántropo perono solo no tengo ninguna simpatía por el género humanosino que me parece tan despreciable que me identificoplenamente con el poeta César Calvo cuando expresa su deseode nacionalizarse serpiente en su memorable libro tituladoLas tres mitades de Ino Moxo. Tal vez discreparía en laelección de la especie –preferiría convertirme en un felino–pero convengo con él en su abominación de la raza humana.

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Eso no quita que, a pesar de eso, y como ser humano quesoy, sienta ocasionalmente la necesidad de estar con otrosemejante, en el mejor de los casos –cuando se trata de algunode mis escasos amigos– para disfrutar de su compañía, y, enel peor, para recordarme lo canallas y miserables que somos.

Basta mirar diariamente los noticieros de la televisiónpara constatar hasta qué punto todos los discursos que aboganpor el humanismo, sea en su variante cristiana –el hombrecomo ser «creado a imagen y semejanza de Dios»– o en suacepción secular moderna –el hombre como centro deluniverso, amo y señor de la naturaleza– no son otra cosa quecháchara autocomplaciente. Ya lo dice Dostoievsky: el hombrees el único animal verdaderamente cruel, perverso, el únicoque mata sin necesidad, por puro placer, con saña, alevosía yventaja. El «asesino por naturaleza», para emplear la frase queda título a la película de Oliver Stone. El criminal parexcellence. Y que no solo mata sino que tortura, es decir, seregodea en el dolor ajeno. El único ser vivo que no respetalímite alguno, que sobrepasa constantemente los linderos delo permisible y que posee una capacidad (auto)destructivaaparentemente inagotable. Para decirlo en breve, sólo elhombre puede ser siempre peor de lo que ya es. Y, para colmode las ironías, cree que mejora, por el hecho de que, comodijera Marx, es capaz de transformar sus condicionesmateriales de existencia. Cosa que no está en discusión, porcierto, pero que nada tiene que ver con el supuesto progresomoral de la humanidad.

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Por eso, cuando se difunde al mundo la noticia deque un individuo ha destrozado a hachazos a otro, que loha mutilado y ha guardado sus pedazos en el congelador,que se lo ha comido con su voluntaria anuencia, que haencerrado y violado sistemáticamente a su hija y asesinado alos hijos que ha procreado con esta, en fin, cuando nosenteramos de alguna de las innumerables atrocidades que elser humano es capaz de cometer y, de hecho, comete, resulta,por lo menos, paradójico que se diga que se trata de actosinhumanos. ¿Inhumanos? Todo lo contrario: son humanos,demasiado humanos, para usar –aunque sea fuera de contexto–la célebre expresión de Nietszche. ¿Con qué autoridad moralel hombre califica de monstruosos e irracionales esos actoscuando el único monstruo es, precisamente, el hombre, ycuando la realización de los episodios más macabros exige,justamente, una racionalidad tan rigurosa como bestial? Y estono significa, como pudiera alegarse, que hay seres humanos«malos» que no hacen honor a su condición de tales y sereshumanos «buenos» que serían los que mantienen viva laesperanza del humanismo. Porque el «monstruo» vive en todosy cada uno de nosotros, y nunca se sabe cuándo ni bajo quécircunstancias ese «monstruo» puede salir de su jaula para hacergala de su barbarie.

¿Y la civilización? ¿Qué hace la civilización? ¿Refrena labarbarie? ¿O, por el contrario, la refina hasta extremosalucinantes? ¿O no ha sido Occidente, el «emblema» de lacivilización, el que ha protagonizado los episodios más

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sofisticadamente cruentos de la historia? ¿Qué puede decirsede la guerra en su versión cibernética, aquella de la que hemossido testigos y/o partícipes en Irak o Afganistán? Simplementeque ahora el hombre está en pleno dominio de sus facultadestanáticas y que puede realizar verdaderos genocidios con unaasepsia que ni los jefes más avezados de la Gestapo hubierasiquiera soñado. La civilización, pues, como sugiere IrvineWelsh, «no erradica el salvajismo y la crueldad, solo da laimpresión de volverlos menos escabrosos y teatrales».

¿Quiere esto decir que somos peores que antes?Tampoco. Los fervorosos teóricos de la decadencia comoSpengler son igual de «iluminados» que los ilustradospartidarios del progreso solo que el signo se ha invertido. Yano avanzamos sino que retrocedemos. Pero ¿en qué época lahumanidad ha sido lo bastante sana como para decir que,desde entonces, no hemos hecho otra cosa que declinar? Nila Antigua Grecia ni el Renacimiento parecen ser otra cosaque idealizaciones sin fundamento. Como también lo es, entiempos más recientes, la puesta en un pedestal de los sesentascomo «década prodigiosa». Es cierto que siempre podemosser más abyectos de lo que ya somos pero ese es un rasgo de lahumanidad de todos los tiempos. Y la barbarie de ayer no esni mejor ni peor que la de hoy.

En todo caso, siempre he encontrado muchas másrazones para desconfiar del género humano que para depositarmi esperanza en él. Y muchos más motivos para morir que

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para vivir. Lo cual, ciertamente, me ha hecho un flaco favorpues me ha predispuesto anímicamente en contra del flujonatural de la vida y me ha impedido disfrutar –sin temores nivacilaciones– de lo que ella, a pesar de todo, ofrece. Por lodemás, nunca he podido explicarme por qué la gente se aferraa la vida cuando no parece haber ninguna razón que lo justifique.

Tal vez sea por miedo a la muerte. Al respecto, es hartoconocido el razonamiento socrático: si no sabemos qué ocurredespués de la muerte entonces no hay por qué temer, puesresulta absurdo sentir miedo ante lo desconocido. Pero, creoque en ese punto, como en muchos otros, el viejo filósofogriego estaba dorándole la píldora a sus «discípulos». Porquejustamente lo que infunde más temor es lo desconocido. Y,claro, el hecho de que, como señala Henning Mankel, lamuerte ataque tan al azar. Pero, además, está el dolor, elsufrimiento que está aparejado con la muerte. Un temadesdeñosa y sospechosamente soslayado por la filosofía.Porque ¿qué se puede oponer al contundente argumento deque la muerte supone un dolor físico y/o emocional que resultaaterrador para cualquiera que no esté mal de la cabeza? ¿Lameditación? ¿El control mental? ¿La filosofía comoconsolación? ¿La fe en una vida mejor después de la muerte?Bullshit. Sólo el terror ante la inminencia de la muerte puede–aunque suene paradójico– hacer que, abrumados por laimpresión, asistamos impávidos y supuestamente serenos anuestra propia desaparición.

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LA MALDICIÓN DE PANDORA

Buscarla era como buscar un refugio en el abismo.Una tentación y a la vez un suicidio.

HARUKI MURAKAMI

La miré, suspiré hondo y me lo prometí solemnemente:no volvería a mirar a una chica. Cuando me hice estejuramento tenía apenas 11 años. Demasiado pronto para estardecepcionado de las mujeres pero lo cierto es que ya mehabían roto el corazón y me habían calentado los huevos enmás de una ocasión. Y ya no estaba dispuesto a soportarlo denuevo. Estaba terminando mis estudios primarios en uncolegio mixto de monjas españolas donde la censura moralera directamente proporcional a la arrechura sexual y dondeel manoseo y los chapes eran moneda corriente desde tercer ocuarto grado. Uno de mis amigos, incluso, ya alardeaba dehaber debutado y no había muchas razones para dudar deello, si tenemos en cuenta que yo era testigo de sus encerronasen el baño de la casa de una chica de la que yo estaba templadopero que, para variar, no me daba bola. Es más: tuvo el cuajode aceptar mi declaración de amor pero de no dejarme darlemás que besitos inocuos.

Y la verdad es que yo ya estaba hasta la coronilla de queme tengan en pindinga porque no era la primera vez. Antes,

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me había enamorado perdidamente de un niña rubia, de ojosazules, de origen norteamericano –sí, misma Barbie– que medijo que se lo iba a pensar y que me fue dando largas hastaque dejó el colegio. Yo lloraba como un pelotudo escuchandolos discos de 45 RPM de mi hermana –ya saben: LosIracundos, Los Ángeles Negros, Jeanette, Piero, LeonardoFavio, Sandro, Nino Bravo, Camilo Sesto, etc.– mientrasdaba vueltas por la sala de mi casa sin ser capaz de entenderpor qué el rechazo o la indiferencia de las chicas que megustaban me hacía sufrir tanto.

Para aumentar mi confusión, las vecinas de la quintaen la que vivía –chicas mayores, de 15 o 16 años, que yahabían cruzado la pista hacía rato– se vacilaban dándome unosbesos con lengua que me ponían tan excitado que ni bientenía la oportunidad de meterme al baño me masturbabahasta más no poder. Pero, claro, esas chicas estaban fuera demi alcance –como potenciales enamoradas, quiero decir. Y loque yo quería era tener una «hembrita», que fuera solo mía ycon la que pudiera realizar las fantasías sexuales que rondabanmi cabeza desde que descubrí en la mesa de noche de mihermano un libro que desataría en mí el onanismo másdesenfrenado: Memorias de una pulga. Ninguna experienciaerótica ulterior superaría las cotas de placer que obtuve conlos orgasmos que me deparó la lectura de ese volumen.

De manera que cuando me hice el juramento aquel yasabía de lo que me iba a perder si renunciaba a las mujeres.

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Pero era consciente también de los padecimientos que meiba a evitar. Y, además, ya había descubierto que las llaves queabrían las puertas del placer estaban literalmente en mis manos.Así que la relación costo–beneficio me parecía ampliamentefavorable, más aún teniendo en cuenta que en secundaria ibaa estudiar en un colegio de curas que no era mixto pero sí eracaro (al menos, para mis padres). Me dediqué, pues, a estudiarlo suficiente como para estar en el cuadro de honor, requisitonecesario para mantener la beca que se me había otorgado.Los fines de semana, ya lo he dicho, estaban dedicados a asistira mi templo particular: el Estadio Nacional.

Por supuesto, no pude mantener el juramento pormuchos años. Pero mi relación con las mujeres siguió siendodesastrosa. Nunca me fue bien con ellas. En mi adolescenciasólo supe de rechazos, mis escarceos juveniles fueron escasosy dejaron la imborrable huella del abandono, mi matrimoniofracasó rápidamente y los esporádicos romances posteriores ami divorcio fueron un calvario y terminaron siempre mal. Yes que jamás he sabido entender a las mujeres: o me sonindiferentes o me aferro a ellas con una desesperación rayanaen la locura. De cualquier forma, lo cierto es que siempresalgo mal parado. Y esa es la razón por la cual nunca dejaré dearrepentirme por haber roto aquel juramento infantil. Esa esla razón también por la que se me ocurrió escribir estemisógino ejercicio dialéctico:

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Mujer que no jode es hombre. ¿Quién no ha escuchadoesta frase que las damas calificarían con seguridad de machista?Y, sin embargo, se trata de una expresión que forma parte dellenguaje coloquial y que es perfectamente inteligible aún cuandose trata de una suerte de oxímoron lógico e incluso si uno –ysobre todo una– rechaza el sentido de la consigna. Que es obvioy que, sin duda, refleja un prejuicio propio de lo que unafeminista militante calificaría como sociedad falocéntrica, a saber,que las mujeres son per se conflictivas, problemáticas, jodidas.¿Por qué perder el tiempo, entonces, en un enunciado ingeniosopero cuya evidencia no parece dejar espacio para ningunareflexión? Porque, como suele ocurrir con el lenguaje, detrás odebajo del sentido manifiesto existe otro latente, connotativo yciertamente metafórico que sí da que pensar.

En efecto, al afirmar que las mujeres son «por naturaleza»jodidas, lo que se está diciendo, en primer lugar, es que es imposibleque una mujer no lo sea. No obstante, la frase no nos permiteinferir que los hombres per se no sean jodidos. Solo sugiere que,a diferencia de lo que ocurre en el sexo femenino, es posibleencontrar, en el género masculino, individuos que no joden. Laidea que queda flotando –y que es la que interesa explorar aquí–es aquella según la cual las mujeres son de una naturalezaradicalmente distinta al hombre no solo, ni principalmente,por su estructura genital y genética sino por su modo de ser, elmismo que, según la frase, queda condensado en el hecho deque joden.

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Joder, entonces, es, de acuerdo a esta expresión, un rasgodefinitorio de las mujeres –necesario, dirían los filósofos– en tantoque constituye un atributo masculino apenas contingente, esdecir, que puede o no estar presente. Toda mujer, en cambio,jode necesariamente porque si no jode deja de ser mujer («eshombre», lo cual es una contradicción en los términos). Estoqueda categóricamente proclamado en otra máxima quepareciera gemela de la que nos ocupa: «jodes como hembra»,donde nuevamente se reafirma que el joder es un predicado delsustantivo mujer y que solo por un desplazamiento semánticopuede ser atribuido al hombre. Demás está decir que el término«joder» está aquí entendido en su acepción de «molestar,fastidiar» o en la de «arruinar, destrozar», mas no en la de«practicar el coito», como se dice en el Diccionario de la RealAcademia de la Lengua Española.

Pero algo más se desliza en esta curiosa afirmación y esque los motivos por las cuales las mujeres joden carecen de todofundamento racional. Es decir, las mujeres joden por la sencillarazón de que no pueden dejar de hacerlo. Joder es, por así decirlo,algo que les nace de los forros, de las vísceras. Un impulso, pues,tan profundamente arraigado que no puede hacer otra cosa quemanifestarse. Ahora bien, lo que la frase sugiere, además, esque a quienes joden las mujeres es a los hombres pues son estoslos que no solo acuñan la expresión sino que la emplean paradesvalorizarlas. Y, algo fundamental, para subrayar que lasmujeres son extrañas, incomprensibles, raras. Es decir, son «lo

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otro», aquello que «nosotros» (los hombres) no somos. El sexoopuesto: nuestra némesis.

Ya oigo las voces de protesta de las féminas y también demuchos varones «bien pensantes» que encontrarán estasreflexiones tan reaccionarias como ociosas. Pero, seamos francos,dejemos a un lado por un momento lo que es «políticamentecorrecto» y preguntémonos, como hacemos con harta frecuencia,«¿quién entiende a las mujeres?». Porque si las mujeres nosresultan jodidas, si nos complican la vida es porque no lascomprendemos y porque sentimos que no nos comprenden. Yme atrevería a decir que incluso cuando creemos comprenderlas,estamos lejos de lograrlo. Como si hombre y mujer fueran dosparadigmas inconmensurables, donde no hay lugar para lacomunicación sino únicamente para el malentendido. Peroocurre que el malentendido es la condición de posibilidad ytambién el límite de la comunicación. Como dice Philip Roth«vivir consiste en malentender al prójimo, malentenderlo unavez y otra y muchas más, y, entonces, tras una cuidadosareflexión, malentenderlo de nuevo. Así sabemos que estamosvivos, porque nos equivocamos». Y esto es particularmente ciertocon respecto a las mujeres.

Por eso la apoteosis del orgasmo es la experiencia supremapor excelencia, la única que le permite a hombres y mujeres alcanzaresa comunión que ninguna otra forma de relación –incluyendo esoque se llama amor– puede lograr. Desde luego, el orgasmo nohace que seamos más felices ni que nos entendamos mejor. Por

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el contrario, nos hace terriblemente conscientes de la ilusoriafugacidad de ese extático momento de comunión de los cuerposy de las almas. Y, de paso, nos revela que, contra lo que loshombres nos empeñamos en creer, la mujer es esencialmenteun abismo insondable que nos absorbe, nos chupa, nos exprimedejándonos completamente debilitados y deshechos.

A la luz de este texto, ¿puede decirse que soy unmisógino y que odio a las mujeres? Tal vez. Pero sé, al mismotiempo, que me resultan irresistibles. Una sola mirada, elcontoneo de su cuerpo, una caricia y, claro está, un buen polvome descalabran por completo y me pueden convertir en uncompleto idiota capaz de hacer cosas de las que, pasado elhechizo, me avergüenzo por completo. Pero, por másesfuerzos que hago, recaigo una y otra vez en esa telaraña quelas féminas saben tejer tan bien y de la que solo puedo escaparactivando un viejo mecanismo de defensa: activar el congeladorque llevo dentro de mí y que me vuelve insensible.Cómodamente insensible.

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N.N.

Tengo un ambicioso plan:consiste en sobrevivir

NACHO VEGAS

Pedro K. Así es como me conocen todos. Dicen queme parezco a un ignoto cantante de rock subterráneo limeño,que respondía a ese alias. Pero yo he visto fotos suyas y noencuentro similitud física alguna. A pesar de ello, elpseudónimo ha quedado y ya nadie me llama por mi nombre.Y de tanto escucharlo, ha acabado por gustarme. Tiene unaresonancia obviamente kafkiana: ese halo plomizo, anónimoy mediocre con el que me identifico plenamente. Y del cualme siento orgulloso a pesar de todo. Claro, ustedes sepreguntarán cómo puede uno sentirse satisfecho de ser untipo corriente, sin nada que lo distinga del promedio peroocurre que no poseer atributos llamativos es grandioso porqueuno se vuelve, de algún modo, invisible. Y eso permite pasarsiempre desapercibido, lo que constituye una enorme ventaja:nadie se fija en ti, ergo, nadie te jode. Y eso ya es mucho decir,por lo menos para mí.

Desde luego, esta vocación por el anonimato no escasual. El sufrimiento es la mejor escuela y cuando lainteracción con los demás ha sido una experienciasistemáticamente dolorosa, uno se vuelve no sólo desconfiadosino temeroso de los otros. Y entonces uno se refugia dentro

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de sí mismo y trata, por todos los medios, de evitar todocontacto –empezando por el contacto visual– con los sereshumanos. Por eso –ya que no puedo vivir encerrado en mihabitación– yo siempre voy por el mundo cabizbajo y nuncamiro a los ojos de la gente. No solo porque no me gustasentirme observado sino porque me da miedo. Cuando elloocurre, por un descuido mío o por alguna circunstanciaineludible, empiezo a sudar y la angustia se apodera de mí.Tengo la impresión que la persona en cuestión tiene malasintenciones y, como me considero un hombre absolutamentedébil y vulnerable, me acobardo fácilmente y emprendo lahuída. Por eso detesto andar por la calle y odio las multitudes.Y como no sé ni me interesa manejar auto, trato dedesplazarme lo menos posible y así mi vida transcurre entremi habitación y la universidad, donde trabajo como profesorde filología.

Sí, ya sé que parece inverosímil que yo, precisamenteyo, que huyo de la gente como de la peste, me dedique a laenseñanza pero es que no sé hacer otra cosa para ganarme lavida. Pero ustedes se preguntarán cómo hago para sobrellevarla experiencia de estar frente a decenas de alumnos que tienendepositada su atención en mí. Pues debo decir que no hasido fácil habituarme a ello pero lo he conseguido. Y, aunqueparezca contradictorio, el hecho de que sea una masa humanala que me escucha me facilita las cosas. En primer lugar, porqueno miro a nadie cuando hablo: fijo la vista en la pared queestá frente a mi pupitre, me concentro en lo que voy a deciry me dejo llevar por las palabras. Entro así en una especie detrance, del cual solo salgo cuando el reloj me indica que la

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clase ha terminado. Demás está decir que no doy pie a quelos alumnos participen ni hagan preguntas –mucho menosque me busquen fuera de clase– pero, al parecer, soy unmuy buen expositor –claro y preciso–, lo cual me permitepasar piola sin tener la necesidad de establecer la más mínimacomunicación personal con ellos. En todo caso, y comouna forma de protección adicional, siempre estoy con losaudífonos puestos escuchando música a un volumen muyalto y solo me los quito el tiempo exacto que dura miperorata. Los alumnos me ven, claro está, como un bichoraro pero como soy puntual, responsable y conozco lamateria que dicto, no tienen quejas. Además, suelo serbastante relajado a la hora de corregir exámenes, de maneraque rara vez desapruebo a alguien. Esa es otra manera de nollamar la atención.

Así, mi vida transcurre de manera predecible, aburridapero felizmente tranquila. Porque no hay nada peor para míque las sorpresas, los sobresaltos, en fin, la irrupción súbitade lo inesperado. Se infiere fácilmente de ello que soy unhombre de costumbres muy rígidas: me levanto siempre a lamisma hora, sigo a rajatabla una rutina prefijada de antemanoy me acuesto regularmente a las once de la noche.Obviamente, no puedo impedir que ocurran cosas imprevistaso que la realidad me obligue a salir momentáneamente de mihabitual monotonía. Pero –aunque toda alteración trae consigoun fuerte componente de ansiedad y tensión emocional, quepuede, incluso, conducirme a la desesperación– trato deminimizar ese riesgo, por un lado, reduciendo al máximo miradio de actividades y, por otro, eligiendo siempre aquellas

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que impliquen el menor movimiento tanto físico comoanímico. Para lo cual es imprescindible domeñar mis deseosde manera tal que sea poco, muy poco lo que necesite paravivir en paz. Desde este punto de vista, no he hecho otracosa, a lo largo de mi existencia, que ejercitarme en el desapego–material y afectivo– siguiendo la enseñanza de los estoicos,esos grandes sabios de la antigüedad.

Cómo llegué a adoptar este modo de vida es algo queno tengo muy claro. Probablemente se trate de una reacción–originalmente inconsciente y luego asumida de maneradeliberada– a una infancia y adolescencia desagradablementenómadas. Sí, los primeros cinco años de mi vida los paséerrando –por razones de trabajo de mi padre– de Lima aHuancayo, de Huancayo a Huaraz, de Huaraz a Jauja, de Jaujaa Huanuco, en un viejo Opel K-det en el que, por alguna razónque no llegaba a comprender, viajábamos los seis miembros dela familia, arrumados los unos contra los otros, en lascondiciones más incómodas que cabía imaginar, y por unasatroces carreteras nocturnas y llenas de niebla, en las quetampoco entendí cómo no sufrimos algún accidente fatal.

Una vez establecidos en Lima, se acabaron, los viajeshasta bien entrada mi adolescencia pero continuaron losdesplazamientos, ahora bajo la forma de sucesivas mudanzasde un distrito a otro. Esta tendencia a cambiar de domicilioprocedía del hecho de que mis padres siempre vivieron encasas alquiladas, lo que los obligaba a estar constantementeen una precaria situación de tránsito. Esto generó en mí unaprofunda sensación de desarraigo que no me abandonaría

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jamás. De hecho, sólo desde que me fui a vivir por mi cuenta–cosa que ocurrió a los veinte años– he contabilizado alrededorde treinta lugares de residencia. Y no exagero: he vivido enSan Borja, Miraflores, Corpac, Callao, Pueblo Libre, SanMiguel, Barranco, Surco, Surquillo, Lince, San Isidro, etc.He vivido en casas, departamentos, habitaciones y hastahoteles trasladándome de un sitio a otro a razón de una vezpor año, en promedio. No obstante, esta aparentementeirresistible y compulsiva necesidad de mudarme de casa noes, en absoluto, expresión de un espíritu «gitano» o aventurero.Es simplemente el resultado de una incapacidad para «sentarcabeza», para consolidar una identidad y un espacio propios.Es, en realidad, y aunque resulte paradójico, el fruto de unapersonalidad transtornada que le tiene fobia a todo cambiopero que pretende compensar este déficit por la vía absurda ytortuosa de liar bártulos y llevar la mochila a otra parte cadados por tres. Porque, a decir verdad, estos movimientos mehan servido, curiosamente, para quedarme en el mismo lugar:en esa morada inmutable que es mi mundo interior. Ununiverso poblado de hábitos, manías, supersticiones, traumas,miedos y fantasías que se resisten a cambiar y que conviertenmi vida en un predecible guión de película barata donde loshechos, los leitmotivs y los desenlaces son siempre, einevitablemente, los mismos: una serie de capítulos inconexosgobernados por una ciega fatalidad.

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SIN PENA NI GLORIAM ONÓLOGOS DE U N DESCONOCIDO

se terminó de imprimir en setiembre de 2010en los talleres de Códice ediciones S.A.C.

Galicia 190, Urb. Higuereta, SurcoTelefax: 273 2055

Lima - Perú