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Reflexiones sobre el Triduo Pascual

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PASCUA Comunión - Participación - Compromiso

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P. Carlos Pabón Cárdenas, cjm.

PASCUA Comunión - Participación - Compromiso

Reflexiones sobre el Triduo Pascual

Pasto

2013

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VOLVEMOS A ACTIVAR EN NOSOTROS

Y EN NUESTRAS COMUNIDADES LA MEMORIA VIVA

DEL SEÑOR QUE MUERE Y RESUCITA

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INTRODUCCION DE NUEVO VAMOS A CELEBRAR EL “TRIDUO PASCUAL”, QUE ES EL CORAZÓN

de la Semana Santa, el punto culminante al que nos lleva la Cuaresma. Es una experiencia de gracia, de liberación y de perdón, pero, al

mismo tiempo, es un tiempo de compromiso con la Vida Nueva En esta oportunidad la celebración del Triduo Pascual tiene como contexto y ambiente vital el «Año de la Fe», que ha sido proclamado por el Papa Benedicto XVI como «un momento de gracia y de compromiso por una conversión a Dios cada vez más plena, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo» (BENEDICTO XVI, Homilía, 16 Octubre 2011, cuando anunció la convocación del «Año de la FE»).

Con la motivación del «Año de la Fe» queremos celebrar «con nuevo

ardor» el Triduo Pascual. Nos sentimos invitados a asimilar y vivir, personal y comunitariamente, la gracia de una nueva presencia del Resucitado (cfr. Juan Pablo II, MND, 16), para un nuevo compromiso con El en la obra de evangelizar el mundo (cfr. MND, 24-28). «No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente» (cf. Jn. 4, 14)» (BENEDICTO XVI, PF. 3).

Somos creyentes, que orientamos toda nuestra vida en el sentido de

Jesucristo, nuestro Salvador, que nos revela a Dios Padre, que nos concede el don del Espíritu Santo, para convertirnos en el Pueblo de la

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Nueva Alianza, la Iglesia, Comunidad de fe, esperanza y amor, llamada a ser «casa y escuela de comunión» (Juan Pablo II, Carta Apostólica «Novo Millennio ineunte» (NMI), 2001, 43a).

Celebramos con gozo que «"La puerta de la fe" (cf. Hch. 14, 27), que

introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida» (BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Porta Fidei (PF). 1).

Nuestra Iglesia, por el don del Espíritu, busca estar atenta a los

requerimientos de su Señor y estar al día en las motivaciones y exigencias de su fe: quiere «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo» (BENEDICTO XVI, PF. 2). Nosotros somos cristianos, que llevamos el nombre mismo de Cristo, desde el Bautismo, sacramento por el cual «morimos y resucitamos con Cristo» (Ro. 6, 1-11).

La Comunidad Cristiana, bajo la conducción de sus pastores, se está

comprometiendo muy decididamente en un proceso vital de renovación para la evangelización. Este proceso nos va conduciendo gradualmente en un espíritu de mayor conciencia de nuestra pertenencia eclesial, hacia una comunión orgánica y una participación dinámica.

Celebrar de nuevo el Triduo Pascual nos va a servir, como ha de

suceder todos los años, para renacer en la fe pascual, para sentir de nuevo muy viva en nosotros, en la Iglesia, la memoria de Jesús, para valorarnos como hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos, constructores de un mismo Reino, para que seamos testigos suyos aquí y ahora..

Nuestra fe cristiana nos permite la celebración de un TRIDUO SACRO

(tres días sagrados) cada año en la Iglesia, como tiempo privilegiado para

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volver a activar, en los cristianos y en toda la comunidad, la memoria del Señor. Este triduo comprende el Jueves, el Viernes y el Sábado santos.

Si en realidad se cuenta el tiempo, según las costumbres judías, a

partir del atardecer («la aparición del primer lucero»), tendríamos entonces que decir que el “Triduo Sacro” comienza el Jueves al atardecer y termina el Domingo: de Jueves a Viernes, de Viernes a Sábado, de Sábado a Domingo.

En cuanto a las celebraciones del primer día del triduo, ellas tienen un

marcado sentido sacramental (simbólico), en el que aparece todo el Misterio celebrado: la Cena del Señor; pero también la Reconciliación y el Misterio Eclesial de comunión y participación (la «Misa Crismal» en la cual el Obispo bendice el Crisma y los Oleos con los que se administrarán los sacramentos en la Iglesia. Esta Misa en general se ha anticipado una semana antes del Jueves Santo, por motivos pastorales, para que puedan estar presentes, ojalá, todos los Sacerdotes del Presbiterio diocesano).

En cuanto a las celebraciones del segundo y del tercer día, ellas

constituyen una unidad litúrgica, repartida en el tiempo. La liturgia del Viernes Santo pertenece propiamente al misterio de la Palabra (liturgia de la Palabra) del Sábado Santo. La liturgia del Sábado Santo es algo así como la culminación sacramental de las celebraciones del Viernes. Y las celebraciones del Domingo no son propiamente algo distinto de lo celebrado en la Vigilia del Sábado.

Necesitamos lograr que la celebración, llena de ritos y de símbolos, no

esté vacía de significado y que no se disperse el mensaje y su contenido. Las reflexiones que siguen quieren ser una ayuda para motivar en

nosotros el espíritu con que hemos de acercarnos a la celebración del Misterio Cristiano de la Pascua. Esperamos que lleguen a servir a los creyentes y a la Comunidad para que por la Celebración de la Pascua en el contexto del «Año de la Fe» lleguemos a «asombrarno» a «conmocionarnos» verdaderamente con este Acontecimiento Salvador y

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nos decidamos a participar de verdad en la Vida y en la Misión de la Iglesia y hagamos de ella «casa y escuela de comunión», para que lleguemos a «hacer conocer a los demás la belleza del Evangelio que da la vida» (BENEDICTO XVI, Homilía, 16 Octubre 2011, cuando anunció la convocación del «Año de la FE»)..

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1 Jueves Santo La hora del Amor

Jesús se acerca a la hora trascendental para El y para el

mundo de pasar al Padre. Está con los suyos y redobla con ellos su

amor profundo: Jn. 13, 1

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1.1. EL RECUERDO DE LA PASCUA: Ex. 12, 1-8.11-14 Celebrar la Eucaristía, actualización de la Cena del Señor, es vivir la

experiencia de que la Pascua, acontecimiento liberador-salvador por excelencia para el Pueblo de Israel, ha llegado a su cúlmen de realización y cumplimiento en el Misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo.

La Palabra nos recuerda las prescripciones para celebrarla. En los

relatos del Exodo se concede una especial importancia a la sangre (vv.12-13): su empleo entre los nómadas aseguraba la fecundidad de sus rebaños y untada en los palos de las tiendas ahuyentaba los espíritus malignos. En este contexto, se quiere destacar que la sangre es signo de vida. Por eso, también entre nosotros, una transfusión de sangre es oportunidad para salvar una vida. El libro sagrado afirma: “La vida de toda carne es su sangre” (Lv. 17, 11).

De esta manera se subraya que la Alianza que Dios quiere establecer

con su Pueblo es comunión de vida, y no un simple contrato. Se trata de entrar en comunión, de llegar al encuentro con el Señor vivo y con los hermanos. La actualización de la Pascua, en la celebración de la Eucaristía, es renovación de la Alianza y, por lo mismo, actualización del compromiso de fidelidad a Dios y a los hermanos, contra la idolatría y la injusticia.

1.2. TRADICIÓN SOBRE LA EUCARISTÍA: 1CO. 11, 23-26 La Iglesia proclama, en la celebración de la Cena del Señor el Jueves

Santo, la palabra que San Pablo nos entrega en la Primer Carta a los

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Corintios. Este pasaje paulino es el primer texto (el más antiguo) sobre la Eucaristía. Recoge una Tradición que se remonta a Jesús y expresa la forma en que las Comunidades Cristianas Primitivas celebraban la “Fracción del Pan” (cfr. Hch. 2, 42ss).

La Pascua Judía rememora y actualiza cada año la liberación de

Egipto: “Este día lo recordarán siempre y lo celebrarán como fiesta del Señor, institución perpetua para todas las generaciones” (Ex. 12, 14; cfr. 12, 26-27a). La Nueva Pascua, la Cristiana, “proclama la Muerte del Señor hasta que vuelva” (1Co. 11, 26).

Una comida es un medio que tenemos las personas para compartir

fraternalmente nuestra vida, para propiciar el acercamiento, para fortalecer las relaciones de familia, de amistad. En la mayor parte de las Religiones se tiene la experiencia de la comida con carácter sagrado. En Israel la comida sagrada tiene una significación particular: es el signo de los bienes mesiánicos, del favor divino, de la abundancia del don de Dios que se derrama sin límites para favorecer a su Pueblo: Is. 25, 6.9;

San Pablo recuerda a los Corintios, y a nosotros, el sentido del

banquete fraterno del Señor, con todas las implicaciones religiosas, éticas y sociales que contiene. Al celebrar la Cena del Señor nos sentimos hermanos, hijos de Dios, la familia grande que es la Iglesia. El Apóstol introduce, en el texto, solemnemente, las palabras “recibir” y “transmitir”: son las expresiones rabínicas para señalar una entrega autorizada de la Tradición religiosa (cfr. FOULKES Irene, Primera Carta a los Corintios, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, (2003), pp. 847-848).

Los Corintios, olvidando el aspecto misterioso

de la Cena, disputaban entre sí y de ese modo negaban el aspecto esencial del banquete eucarístico: el Sacrificio de Cristo, en estado de servicio y abajamiento.

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1.3. EL SERVICIO DEL AMOr: Jn. 13, 1-15 Esa actitud de servicio y abajamiento resalta en la escena del

“Lavatorio de los pies”, exclusiva del evangelio según San Juan, y uno de los momentos principales de su relato de la Cena (Jn. 13, 1-15).

El relato del Lavatorio de los pies se mueve sobre el contraste “Señor

- servidor” (cfr. Flp. 2, 7). Este signo del amor de Jesús hacia los hombres va acompañado del mandato de imitar su ejemplo (Jn. 13, 15). La doble alusión a Judas parece importante para la comprensión del texto: no hay excepciones para el mandamiento del amor. En efecto, Jesús lava también los pies a aquél que lo va a traicionar.

Este gesto de Jesús sirve de pórtico a todo el Triduo Pascual. A veces

se confunde esta acción del Maestro con la costumbre de lavarse antes o después de las comidas, propia de aquellos tiempos. Pero aquí Jesús no sigue costumbre alguna. Hay que anotar que el lavatorio tuvo lugar “durante la cena”, ni antes ni después (vv. 2.3). “El evangelista sitúa esta acción en el tiempo y en espacio interior de Jesús” ( MUÑOZ LEON Domingo, Evangelio según san Juan, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, p. 653; cfr. pp. 652-654).

La intención del Señor está bien clara en los versículos 10 y 14.

Quiere purificar a Judas y quiere darles a todos un ejemplo de humildad. Ambas cosas, la pureza y el amor fraterno capaz de servir a los demás son las condiciones necesarias para que se constituya la Iglesia de Jesús.

La caridad está en la esencia de la Iglesia, o sea, el amor al Maestro,

que lleva a una adhesión total a El y el amor a los hermanos, capaz de servirles en todo. Así se pertenece a la Iglesia de Jesús.

Queremos destacar, en el contexto del Lavatorio de los pies, un gesto

muy significativo, una “acción simbólica” (es decir, cargada de significado) de Jesús: antes de lavar los pies a los discípulos, “se quita el manto” (v. 4: “tithesin ta imatía”, dice el texto griego: tiqhsin ta imatia); y después

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de lavarles los pies, «tomó de nuevo el manto» (v. 12: «elaben ta imatía», dice el texto griego: elaben ta imatia). Entre estos dos gestos

(quitarse el manto y tomarlo de nuevo), sucede el lavatorio. Ahora bien, los dos verbos que encontramos en el texto original (en griego) son “tithemi” (tiqhmi = quitar, despojar, dejar) y «lambano» (lambanw =

tomar, recoger, recuperar). Son los dos mismos verbos utilizados por Juan en una fórmula muy suya, cuando habla de la misión del Buen Pastor: «desprenderse de la vida y volver a tomarla» (Jn. 10, 17.18).

El capítulo 10 de San Juan habla de la misión del Buen Pastor: «Doy

mi vida» (Jn. 10,17: «ego tithemi ten psyjen mou», dice el texto griego: ego tiqhmi ten yuchn mou )… «para recuperarla de nuevo» (Jn. 10,

18: «ina palin labo autén», dice el texto griego: ina palin labw auten). En el versículo siguiente dice el texto de Juan: «Tengo poder

para darla y para recuperarla de nuevo» (Jn. 10, 18. Es indudable que con estas expresiones se está hablando de la Muerte y la Resurrección de Jesús.

Por otra parte, si reparamos en el interés de Juan por “los vestidos”

(“ta imatía”) de Jesús en la Pasión (Jn. 19, 23ss: “los soldados se apropiaron de sus vestidos dejando aparte la túnica”), podemos reflexionar este gesto (“quitarse” y “ponerse de nuevo” la túnica) que estamos destacando y pensar que acentúa el valor parabólico, es decir, significativo, del relato del lavatorio de los pies.

Jesús, entonces, al imitar (si así puede decirse) su Muerte y su

Resurrección, muestra que ése es el “servicio” por excelencia, fuente de toda “purificación” y condición necesaria para entrar en el Reino (“…no tendrías parte conmigo”: Jn.13, 8).

1.4. JESÚS INVIERTE EL ORDEn: Jn. 13, 12b-15 El lavatorio era una costumbre muy oriental. En tiempos de Jesús la

gente iba descalza o con sandalias. Cuando iban a casa del anfitrión que

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los había invitado, los pies se llenaban de polvo; por eso, a la entrada de la casa había un recipiente con agua para que los huéspedes se laven o un esclavo lo hacía. Este trabajo no lo hacía un judío libre, ni siquiera un esclavo judío, sino un esclavo pagano.

Como señal de agradecimiento o de respeto, los discípulos podían

lavarle los pies al maestro con el que habían vivido en común durante años y cuya vida y enseñanza habían tomado (ésa era la costumbre en las escuelas de los Rabinos).

Lo que hace Jesús: ¡invierte el orden! Por hacer algo bueno a sus

amigos, Jesús trastoca la costumbre: se pone de rodillas ante ellos para realizar un trabajo de un esclavo pagano.

Cuando las palabras son insuficientes se acude a los signos y a lo

gestos, que se graban mejor en la memoria. Jesús, con este gesto, da una lección perenne de Amor y de Humildad. Alguien ha dicho que el lavatorio de los pies muestra “el amor divino en traje de faena!”.

Jesús quiere que esa conducta sea característica de sus discípulos.

Por eso, con la conciencia de toda su autoridad, realiza este servicio de esclavos: “Si Yo, Maestro y Señor…” (Jn. 13, 14; cfr. MUÑOZ LEON Domingo, oc. p. 654). Y repetimos que también a Judas le prestó este servicio. No se puede negar un servicio fraterno a un prójimo, sea quien sea. El lavatorio de los pies sigue siendo todavía un gesto muy significativo en la celebración anual del Jueves Santo; el Papa realiza todos los años este gesto con los presos de la cárcel romana de Ara Coeli.

1.5. JESÚS ES MAESTRO EN LA CELEBRACIÓN DE LA CENA 1.5.1. Anuncia el reino de Dios: Hace presente el dominio pacífico de Dios, con su bondad y

misericordia, que otorga a todos la libertad y la dignidad. Así, anuncia la

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causa de Dios, proclama el bien del hombre, frente a la legalidad y al mismo culto (se hace siervo, siendo Señor).

1.5.2. Jesús proclama la causa del hombre: Convierte a sus discípulos en “señores”, cuando se inclina ante ellos

para lavarles los pies. Aquí radica la novedad del Evangelio: un servicio sin vanaglorias, un perdón sin fin, que no excluye a nadie: se extiende a todos, inmorales, enfermos, infelices, samaritanos, mujeres, niños, pobres, ricos…

1.5.3. Dios es Amor: El Dios de Jesús es Padre, lleno de ternura y de misericordia

entrañable. Este amor que viene de Dios y se encarna en Jesús se convierte en distintivo y en mandato para los discípulos de Jesús.

1.5.4. Dios viene acompañado: El prójimo, en el Evangelio de Jesús, ni es un intruso, ni un lejano. Es

la cercanía de Dios. En el otro se nos revela Dios y, por eso, merece ser conocido, acogido, aceptado. Es necesario compartir con el prójimo y madurar con él: “hagan lo mismo unos a otros” (Jn. 13, 14.15).

1.5.6. El amor cristiano tienes características: * Es concreto: tiene que sentirlo el prójimo, sin abstracciones, ni

idealismos. “Cada hombre es tu hermano, pero tu hermano no lo sabe”. Hay que hacerle sentir la fraternidad de un modo palpable.

* Es fantástico: Que el amor no sea ni manipulado, ni burocratizado, ni

institucionalizado. Que el amor sea “creador” , como Dios. La fantasía también es imagen de Dios, Creador del hombre.

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* Es inteligente: “El que ama conoce a Dios” (1Jn.4, 7b). Hay inteligencia cuando hay amor, pero hay que amar de modo inteligente, con la sabiduría del corazón, para no caer en un amor ingenuo y tonto (dar de comer a los muertos y enterrar a los hambrientos…).

Con todo esto, entendemos que Amor, Eucaristía y Servicio es lo

mismo. En la Eucaristía celebramos siempre el Amor de Dios. Entonces, el compromiso, al renovar la Cena del Señor y sus gestos, tendrá que ser revisar nuestras habituales formas de amor, servicio y caridad; juzgar si nuestro amor es concreto, fantástico e inteligente. Dar la paz ¿es un gesto ritual que toca hacer dentro de las ceremonias, o es apertura de un corazón que comparte? ¿Excluimos a los terroristas del amor fraterno?

Jesús, con un gesto que borra todas las diferencias de rango, quiere

consolidar la fraternidad entre los discípulos. 1.6. MANDAMIENTO NUEVO: Jn. 13, 34-35 En el ambiente de esa Cena de amigos, después de expresarles su

amor en su servicio, Jesús entregó el “Mandamiento nuevo” (vv. 3.4). Lo llama así para adaptarse al horizonte de comprensión y de experiencia de los discípulos; pero, si hemos entendido bien el permanente gesto de Dios, su manera de actuar en la historia, reconocemos que el Amor, ni es “mandamiento” (puesto que no hay nada más libre y más gratuito), ni es “nuevo” (pues el amor ha sido siempre el motivo y la razón de la Creación de Dios y de su acción en la Historia a favor del ser humano. Cfr. Sal. 136: “… porque es eterno su amor”).

Jesús ha hablado del mandamiento que recibió de su Padre de dar

voluntariamente su vida para que las ovejas “tengan vida en abundancia” (Jn. 10, 18); más tarde repitió que su mandato “es vida eterna” (Jn. 12, 50). Luego, existe una relación entre el Padre y el Hijo que puede calificarse de “Amor”, de obediencia voluntaria y de unión. Esta relación la expresa Jesús cumpliendo su misión salvadora; es un amor de obras y eficaz para todo el mundo. Este es el “mandamiento” recibido del Padre:

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salvarnos con su Muerte. No se trata de una “ley”, ni de una orden, sino del sentido y la esencia de una misión y hasta, en cierto modo, de una persona.

Según Jn. 13, 34-35; 15, 12 y otros pasajes del mismo evangelio (cfr.

TOUS Lorenzo, “Experiencia humana de Dios”, pp- 47-52) este mandamiento de Jesús ha de entenderse como un caso más en el que la relación entre el Padre y el Hijo se prolonga en identidad de naturaleza hasta el discípulo de Jesús. Se prolonga o se repite paralelamente. Aquí es el caso del Amor; otras veces será la Vida (Jn. 6, 57), o bien el conocimiento mutuo (Jn. 10, 14-15), o bien la Misión en el mundo (Jn. 20, 21). De modo que la fuente de este amor se encuentra en el seno del Padre, en el Misterio de la Trinidad.

Se trata de amar como Jesús amaba, como Dios nos ama, o sea, por

la fuerza del Espíritu Santo (Jn. 15, 9). Esto no significa que el amor cristiano sea diferente del amor humano, puesto que la persona humana sólo tiene un corazón para amar, sino que en el fondo del ser “ha sido derramado el amor de Dios por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Ro. 5, 5).

1.7. AUSENCIA DE JESÚS: JN. 14, 1-31 Jesús anuncia a sus discípulos inesperadamente su partida (Jn. 14,

19) y ante la próxima ausencia del Maestro los Apóstoles quedan turbados en su interior (Jn. 1. 27b; 16, 6). Ellos no saben qué significa aquella ida al Padre ni comprenden qué sentido pueda tener el inmediato pasado al lado de Jesús si ahora no va a tener continuidad. Tampoco saben el camino para acompañar a Jesús (Jn. 14, 5). La turbación es, pues, un desconcierto general producido por l ausencia del Maestro; es una situación en la que el pasado pierde sentido, el futuro se desconoce totalmente, y así uno no sabe qué hacer con el presente.

Para esta crítica situación la consigna de Jesús es “¡crean!” (Jn. 14,

1). Esta palabra significa lo mismo que “amarlo” y “guardar su Palabra”

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(Jn. 14, 23).Esta fe equivale a fiarse de todo lo que han visto y oído al lado de Jesús y amarlo ahora equivale a retener su Palabra y la adhesión a su persona como el tesoro espiritual más importante. Jesús ha de seguir siendo durante la turbación el primer valor del discípulo, el absoluto, por el cual no vuelva atrás ni se pase al mundo. Creer en El es mantenerse en firme esperanza y no renunciar a nada de lo recibido de El.

Esta fidelidad hace posible la liberación de todos los motivos que

hacían menos libre el seguimiento de Jesús, tales como el aplauso popular, su fama, sus milagros y la influencia de su persona. Ahora los discípulos quedarán solos y lejos de Jesús. Manteniéndose ellos, a pesar de todo, en el mismo puesto dan prueba de su amor sincero y fiel (cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c. pp. 656-659).

1.8. UNA ALEGRE CERTEZA: 1CO. 11, 2.23-26 La Primera Carta a los Corintios, en el capítulo 11, comienza así:

“…los alabo porque se acuerdan siempre de mí y conservan las tradiciones tales como se las transmití” (1Co. 11, 2). Esta carta data, probablemente, de poco antes de la Pascua del año 57 d.C., lo cual quiere decir que el Apóstol la escribió a los 25 años de la Muerte de Jesús.

Alaba a los Corintios por su fidelidad en conservar las tradiciones;

más aún, una tradición muy particular porque se remonta a Jesús mismo, a la Cena del Señor. La Comunidad se propone revivir esa Tradición precisamente como don que Cristo ofrece a sus discípulos para hacer perennemente actual la Pascua.

Así, el gesto pascual de Jesús, que fue único e irrepetible en sus

circunstancias históricas, se hace en Corinto -y después en Roma, en América, en Colombia, en todo el mundo- repetible sacramentalmente en la Celebración Eucarística que llega a todo ser humano para comunicarle la amistad de Dios.

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Este hecho nos produce también a nosotros, que celebramos la Cena del Señor después de 21 siglos, la misma alegre certeza que experimentaban los primeros cristianos: nos reunimos para celebrar la Eucaristía, para hacer memoria de la Pasión, de la Muerte de Jesús, por amor. Lo hacemos con la certeza de que no es solamente recuerdo del pasado, sino realidad presente, entrega de Cristo a cada uno de nosotros, donación irrevocable de El a la Iglesia.

San Pablo alaba a la Comunidad de Corinto porque celebra la Cena

como memoria y como actualidad, como mirada al pasado y como presencia, como esperanza y como profecía para el futuro.

1.9. UNA EXIGENCIA ÉTICA Y SOCIAL: 1CO. 11, 17-22.27-34 No todo es loable en la Comunidad de Corinto. San Pablo encuentra

también un motivo por el cual no puede alabar a la Comunidad. Y es que esa Comunidad no sabe tener plena confianza en la Cena del Señor Jesús; no sabe poner con valentía la Eucaristía en el centro, no quiere renunciar a la “propia cena”, al propio modo de administrar el Misterio (vv. 20-22). La Comunidad mezcla el proyecto humano con el proyecto divino y, en esto, se divide, se debilita, se enferma, incluso encuentra la muerte: “como y bebe la propia condenación” (vv. 29.30).

La Cena del Señor -y todo lo que atañe a la Eucaristía- no admite ser

colocada al servicio de otros intereses; quiere un corazón y un don sin divisiones, porque está destinada a formar el único Cuerpo de Cristo, en el tiempo, hasta la Parusía (vv. 31-34).

Nos podemos preguntar qué le dice todo esto a nuestra vida y a

nuestras Eucaristías, en nuestra realidad actual de violencia y de muerte, de descomposición moral y social, pero también de ingentes esfuerzos por la paz y la concordia. Nos dice y nos reprocha -“en esto no los alabo” (1Co. 11, 22c)- que nuestra participación en la Eucaristía se parece a veces, infortunadamente, a la de los Corintios: se celebra desganadamente y, por tanto, no produce frutos, porque no cultivamos las

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disposiciones espirituales que son, al mismo tiempo, premisa y fruto de la celebración, y no transforman la situación de injusticia y desigualdades que desdice de lo que está llamada a ser la Comunidad Cristiana: “Casa y escuela de comunión”.

Nos acercamos a la Cena del Señor sin la seria voluntad de

interrogarnos lealmente sobre el sentido de nuestra vida. Vamos a la Eucaristía a hacer algo religioso, pero no para dejar que el don total de Cristo por nosotros cuestione toda nuestra vida.

Jesús, en la última Cena -y luego en la agonía de Getsemaní y en

toda su Pasión hasta la crucifixión-, es el que ha renunciado a sí mismo, a los propios gustos, a la propia voluntad. Jesús renunció a sí mismo para gustar la voluntad del Padre y para ponerse a nuestra disposición como quien sirve, el que lava los pies a sus discípulos. En toda Eucaristía nos exige el compromiso y, al mismo tiempo, nos comunica la gracia de renunciar a nosotros mismos para llegar a ser hijos de Dios, hermanos de todos los hombres y señores del mundo.

1.10. UN ITINERARIO DE CONVERSIÓN: 1CO. 11, 28-33 La Eucaristía exige y produce una profunda conversión. San Pablo la

explica y expresa en algunas actitudes espirituales concretas (cfr. FOULKES Irene, o.c. pp. 848-849):

1.10.1. Ante todo, invita a “examinarse a sí mismo” (1Co. 11, 28). Para aprender a examinarnos a nosotros mismos, es necesario que

profundicemos el gusto de la contemplación y nos preguntemos seriamente sobre los fines últimos de la existencia, sobre el sentido de nuestra vida. Podemos reflexionar y pensar también con nuestros hermanos, incluyendo también a los que no tienen nuestras ideas, comunicándoles lo que más nos interesa.

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1.10.2. Otra actitud recomendada por san Pablo es la de “saber discernir -reconocer- el Cuerpo del Señor” (1Co. 11, 29).

Tratemos de poder discernir el Cuerpo del Señor en los signos pobres

y sencillos con los que se presenta: “un pedazo de pan y un poco de vino”. En la pobreza de esos signos sacramentales del pan y del vino, y también en el cuerpo y en el espíritu de los más pobres, en la pobreza y en las limitaciones de nuestras comunidades, en la oscuridad de tantas situaciones difíciles en que vivimos, y en la desolación de tantos hermanos nuestros marginados. Abramos ojos y corazón a la invitación del Apóstol: “¡Discernir (= reconocer) el Cuerpo del Señor!” (1Co. 11, 29).

1.10.3. Finalmente, san Pablo recomienda: «esperarse unos a

otros» (1Co. 11, 33). Esto cuando se reúne para la Cena. Educarnos en esto es educarnos

en esa plenitud de buenas maneras que se llama “hospitalidad”. 1.11. UN DON NO MERECIDO: Mt. 8, 8 El pecado que daña el estilo eucarístico de nuestras comunidades es,

con frecuencia, el de considerar la Eucaristía como obvia, como algo que de todos modos se nos da. Una actitud semejante la tenemos, por ejemplo, respecto de la Palabra: creemos que ya la sabemos, que la conocemos, la hemos escuchado tantas veces, creemos que ya no tiene nada que decirnos. Una actitud semejante la tenemos, a veces, ante el Crucifijo: lo hemos visto, estamos acostumbrados a verlo, ¡parece que las cosas tenían que suceder así!...

En cambio, la actitud que necesitamos es la de la atención, la

reverencia, la maravilla ante el Misterio de Dios; por tanto, maravillarnos ante el misterio de su Palabra, de su Cruz, de su Cuerpo y su Sangre que nos da bajo las especies del Pan y del Vino. Es la actitud de maravilla que suscita inmediatamente en nosotros el sentido de ser indignos de semejante don tan grande (cfr. LEVORATTI Armando J., Evangedlio

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según san Mateo, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, p. 321-322). Una verdadera indignidad sería la de considerarnos merecedores de recibirlo, sería como reducir el don a algo que se nos debe, una gracia que se nos debe, un amor calculado.

Ejemplo de maravilla, atención, adoración, reconocimiento por los

dones de Dios es la actitud de Isabel, la madre de Juan Bautista: “¿quién soy yo para que venga a mí la Madre de mi Señor?” (Lc. 1, 43); es la actitud de María que se turba ante las palabras el ángel, porque le parece ser indigna de un anuncio tan solemne (Lc. 1, 29); es la actitud del centurión romano que la Iglesia nos recuerda al presentarnos el Pan eucarístico: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa” (Mt. 8, 8); es la actitud de Isaías: “¡Ay de mí, Señor, yo soy hombre de labios impuros, que habito en un pueblo de labios impuros y he visto con mis propios ojos al Rey y Señor todopoderoso” (Is. 6, 5); es la actitud de Juan Bautista: “No soy digno de desatar la correa de sus sandalias” (Mc. 1, 7); es la actitud del publicano: “Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador” (Lc. 18, 13b).

Por el contrario, la indignidad eucarística es la que expresa el fariseo:

“Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano” (Lc. 18, 11). Era como si dijera estoy a paz y salvo, tranquilo, tengo derecho a tu don, no tengo nada que perdonar a nadie, soy mejor que todos y no necesito conversión.

Come y bebe indignamente el que se acerca a la Mesa del Señor sin

estar hambriento y sediento del perdón de Cristo; come y bebe indignamente el que se cree suficientemente en regla con Dios y con los hombres y cree que no tiene que reconciliarse con nadie, que no le debe nada a nadie, y cree que casi es Dios el que le debe a él por haber ido a la Iglesia, por haber hecho el esfuerzo de acercarse a la Mesa Eucarística.

La presunción de creerse dignos de la Eucaristía abre las puertas a

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una suficiencia y a una saciedad que hace la Eucaristía casi ineficaz, y no la ve ya como un don increíble, infinitamente grande, don ante el cual debemos caer de rodillas en adoración agradecida.

1.12. EUCARISTÍA Y TESTIMONIO: JN. 21, 17-25 En la confrontación con la caridad de Cristo presente en la Eucaristía,

la Iglesia descubre que la propia caridad debe continuamente sobrepasar los límites de la comunidad para abrirse a todos los hombres, que Cristo ama y quiere atraer en su amor hacia el Padre (cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c., pp. 681).

Cuando la comunidad no pone en el centro de sí misma los propios

proyectos, o las propias instituciones, o las propias exigencias, sino a Jesús presente en la Eucaristía, se ve objetivamente colocada en estado de misión hacia toda persona, toda situación, todo ámbito humano a donde debe llegar el alegre anuncio de la Pascua de Cristo y quedar involucrados en la celebración del amor de Dios.

Además, la confrontación con la Eucaristía no sólo renueva

continuamente en la conciencia de la Iglesia la exigencia de la Misión, sino que indica también su ley fundamental.

Es la ley que ilustra el capítulo 21 de Juan a propósito de la misión de

Pedro y del discípulo predilecto (Jn. 21, 17-25), es decir, la ley del testimonio. Se trata de mostrar a los hermanos una vida que realmente está atraída por el amor de Cristo hacia el Padre y que encuentra en esta atracción una particular plenitud humana.

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Las necesidades de los hermanos no son el criterio último de la misión. El criterio es el de compartir el amor del Padre y de Cristo.

Este amor va en busca de las necesidades humanas, se deja aferrar

de su urgencia, valora las resonancias que él suscita, utiliza los instrumentos del análisis social, que los pone en clara evidencia. Pero también descubre aspectos nuevos e insospechados, revela al hombre a sí mismo según las dimensiones reales de su ser, desenmascara los deseos incorrectos y pecaminosos, profundiza las tensiones puramente epidérmicas, suscitando deseos más amplios.

Abre el corazón y las obras del hombre a la presencia de Dios en la

historia. Anuncia un perdón capaz de destruir el egoísmo y de regenerar las energías más hermosas.

1.13. ¡ES EL SEÑOR!: JN. 21, 1-16 El análisis de nuestras dificultades respecto de la Eucaristía nos lleva

a acercarnos a su misterio sin anticipar ideas, esquemas, proyectos, que nos impiden captar su plenitud. Por tanto, deberíamos volver a meditar sobre todo lo que la doctrina católica nos enseña sobre la Eucaristía, que el Papa Juan Pablo II ha resumido y reafirmado en su magisterio eucarístico contenido en la Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” (2003) y en la Carta Apostólica “Mane nobiscum Domine” (2004).

Una reflexión sobre la Eucaristía tiene como fundamento una reflexión

sobre el singularísimo acontecimiento de Jesucristo y, como fruto, una reflexión sobre la Comunidad Cristiana; pero, más ampliamente, exige, al comienzo, una reflexión sobre el hombre abierto al misterio y, al final, una reflexión sobre el testimonio del amor de Dios al hombre de hoy.

La reflexión tiene presente como cuadro de referencia el capítulo 21 del evangelio de san Juan. La narración de la aparición de Jesús a algunos de los discípulos después de la infructuosa pesca en el lago, en su desarrollo narrativo, condensa los temas principales de la historia de la salvación (cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c. pp. 681-682).

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Comienza la narración describiéndonos sugestivamente la condición

humana. De fondo está la oscuridad de la noche, que termina en la luz matutina. Pero es una luz todavía incierta, que no permite una visión nítida de las cosas. En relación con esta situación ambiental está la situación espiritual de los discípulos. Parten con el gesto audaz y seguro, expresado en la propuesta de Pedro: “Voy a pescar” (Jn. 21, 3). Pero no pescan nada. Palpan con la mano que no hay una identidad plena y cierta entre los bienes que el hombre pretende y los bienes que efectivamente alcanza. En la búsqueda de la felicidad y de la alegría, la libertad humana debe contar con los factores extraños a ella. Debe poner en programa también la espera, la paciencia, el fracaso. Debe aprender a esperar, a pedir, a acoger.

Lo que los discípulos buscaron en vano con la fatiga infructuosa de la

noche, Jesús se lo concede milagrosamente. El llena el vacío que separa el deseo humano de su objeto. El gesto milagroso incita a los discípulos a preguntarse quién es el misterioso personaje que ha aparecido en la orilla del lago. Pero el milagro suscita un camino de fe: el camino que el discípulo predilecto recorre con los pasos rápidos del corazón y que Pedro recorre nadando sobre las olas del lago.

El punto crucial de este camino está en reconocer que el Jesús

Resucitado, que satisface los deseos del hombre, es también el Jesús Crucificado, que ha confiado al Padre el cumplimiento de los propios deseos. Ha uniformado su voluntad con la voluntad del Padre. Ha aceptado perder la propia vida sobre la Cruz, para cumplir la misión de proclamar al hombre pecador y alejado de Dios que el Padre no lo abandona al fracaso, no lo rechaza aunque esté rechazado; más aún, le dona a su propio Hijo para demostrar que ni siquiera el pecado impide a Dios amar el hombre y atraerlo a sí en un gesto de perdón, que vence al pecado y a la muerte.

Todo esto se encuentra implícitamente en el grito del discípulo

predilecto, que rompe el silencio de la mañana: “¡Es el Señor!” (Jn. 21, 7).

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Esta expresión, en efecto, recuerda las profesiones de fe de la Iglesia primitiva. Jesús, que se ha humillado en la muerte, obediente al Padre y por amor a los hombres, ha sido glorificado por el Padre y ha sido proclamado Señor, es decir, el que lleva plenamente en sí la fuerza del amor y de salvación que es propia de Dios mismo.

1.14. TRANSFORMA LA INTELIGENCIA Y CONMUEVE EL CORAZÓN: JN. 21,

18 Esta comunión de Mesa entre Jesús y los suyos, aunque no es una

Eucaristía propiamente dicha, retoma el vocabulario eucarístico del Nuevo Testamento y nos invita a reflexionar sobre la Cena y sobre la Eucaristía.

La Eucaristía, tal como es Acogida en la fe de la Iglesia, presenta un

aspecto sorprendente, que transforma la inteligencia y conmueve el corazón. Estamos ante uno de esos gestos abismales del amor de Dios, ante los cuales la única actitud posible al hombre es la una rendición de adoración, llena de ilimitada gratitud.

La Eucaristía no es sólo la modalidad querida por Jesús para hacer

perennemente presente la eficacia salvífica de la Pascua. En ella no está solamente presente la voluntad de Jesús, que instituye un gesto de salvación. En ella está presente simplemente (pero ¡cuántos misterios en esta simplicidad!) Jesús mismo.

En la Eucaristía Jesús se entrega a nosotros. Solamente El puede

darse a nosotros El mismo como don, porque solamente El es una sola cosa con el amor infinito de Dios, que puede hacer cualquier cosa. Claro está que hay que tener en cuenta los instrumentos humanos de los que Jesús se sirve.

Pero todo esto lo recorre y sobrepasa una novedad absoluta: es tal la

fuerza de comunión manifestada y actuada en el sacrificio de la Cruz, que ella hace presente en la Eucaristía a Cristo mismo en el acto de donarse

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al Padre y a los hombres, para permanecer siempre con ellos. Jesús, que ya de muchas maneras atrae a sí a la Iglesia con la fuerza de su espíritu y de su Palabra, suscita en la Iglesia la voluntad de obedecer a su mandato. “Hagan esto en memoria mía” (Lc. 22, 19b).

Y cuando la Iglesia, en la humildad y en la sencillez de su fe, obedece

a este mandato, Jesús con el poder de su Espíritu y de su Palabra lleva la atracción de la Iglesia a sí al nivel de una comunión tan intensa que se convierte en auténtica y real presencia de El mismo en la Iglesia: el pan y el vino se convierten realmente, por misteriosa transformación que se llama “transubstanciación”, en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada sobre la Cruz; en los signos convivales del comer, beber, festejar se realiza la comunión real de los creyentes con el Señor.

La Eucaristía se presenta así como la manera sacramental con que el

sacrificio pascual de Jesús se hace perennemente presente en la historia para abrir a todos los hombres la entrada a la vida y real presencia del Señor.

Se trata de prodigios que florecen sobre ese prodigio de inagotable amor, que es el Misterio Pascual. Por otra parte, se podría decir que se trata de la cosa más sencilla: Dios, en la Eucaristía de Jesús, toma en serio la propia voluntad de alianza, es decir, la decisión de estar realmente con los hombres, de acogerlos como hijos, de atraerlos a la intimidad de su vida.

1.15. REALIZACIÓN DE LA FIDELIDAD AL AMOR DE JESÚS: JN. 21, 15-17 “Cuando comieron dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan,

¿me amas más que éstos?... Apacienta mis ovejas” (Jn. 21, 15).Estas palabras nos invitan a profundizar la relación entre Eucaristía e Iglesia.

Por una parte, la Eucaristía se celebra en la Iglesia y desde la Iglesia:

sucede solamente dentro de la fe de la Iglesia, que es fiel al mandamiento de Jesús. Por otra parte, la Eucaristía, en cuanto presencia perenne de la Pascua, es la que hace a la Iglesia. Esta es la enseñanza central y

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fundamento de la Encíclica de Juan Pablo II sobre la Eucaristía (Cf. Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucaristía, cap. IV)..

Para comprender estos aspectos, debemos pensar en la “atracción”

con la que Jesús constituye y reúne a su alrededor a su Iglesia, mediante el Espíritu Santo y la Palabra. Para tener una idea sencilla y concreta de esta atracción, sigamos con el capítulo 21 del cuarto evangelio. Pensemos en la triple profesión de amor por parte de Pedro (Jn. 21, 15-17). Esta llena de resonancias sicológicas, de dolorosa conciencia humana, de sentimientos apasionados e intensos. Pero, en último término, no es el producto de energías humanas.

Sin duda se puede extender a esta profesión de amor del capítulo 21

de Juan lo que se dice de la profesión de fe del capítulo 16 de Mateo: es un don que viene de lo alto, es iniciativa del Padre (Mt. 16, 17). En este amor de Pedro por Jesús se vislumbra el misterio de la Iglesia. La Iglesia es la esposa enamorada de Cristo. Su amor por Cristo empeña las energías más bellas de la libertad, crea iniciativas generosas y abiertas. Pero la Iglesia sabe que puede amar, porque es amada.

Por lo demás, en todo auténtico amor vibra un impulso de confianza.

Por tanto, el cristiano se deja amar de Cristo y hace consistir su amor en la respuesta fiel al amor de Jesús. La Eucaristía es precisamente la realización de esta fidelidad.

El amor ilumina la soledad y hace la comunión. Eso es la Eucaristía,

eso es el Sacerdocio. La Eucaristía es el sacramento de la unidad. El sacerdote es el hombre comunicador de la paz en la justicia y en el amor. La Eucaristía abre el corazón de los hombres a la sencillez del servicio. Es el servicio que el sacerdote, reproduciendo el gesto de Jesús, manifiesta lavándoles los pies a doce personas que representan a la comunidad. Esto es nada más que el símbolo de lo que tiene que ser la vida; la vida de toda la Iglesia servidora de los hombres por la Palabra, la Eucaristía y por la donación total.

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Jesús se había definido a sí mismo como “el Buen Pastor que

da la vida por las ovejas” (Jn. 10, 11). Y cuando llega el último

definitivo momento, en el que una persona se juega y decide toda

su vida, Jesús es capaz de llevar sus palabras hasta la Cruz.

2 Viernes

Santo La hora del Dolor

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2.1. EL SACRIFICIO REDENTOR: JN. 15, 13 Las palabras y gestos de amor y entrega de Jesús en la Cena son

confirmados al día siguiente en la Cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el extremo… Nadie tiene más amor que el da la vida por los amigos” (Jn. 13, 1b; 15, 13). Jesús ha sido fiel hasta la muerte y Dios lo resucitó de entre los muertos.

El Viernes Santo se reúne la Comunidad Cristiana para escuchar la

Palabra de Dios que nos relata la Muerte de Jesús, para adorar la Cruz Redentora y para compartir el Pan que nos une a todos en el Cuerpo entregado de Cristo (cfr. 1Co. 10, 16-17).

Jesús condenado y crucificado es el Siervo de Dios, que carga con el

pecado de los hombres. En el centro de la celebración aparece en este día la Cruz de Cristo. Ella atrae todas nuestras miradas, a ella se dirigen, sobre todo, nuestros corazones. Queremos dejar que se cumplan en nosotros las palabras de Jesús: “Cuando Yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia Mí” (Jn. 12, 32).

Pocas horas antes de morir, Jesús ha declarado el amor que siente

por sus discípulos: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por los amigos” (Jn. 15, 13). Y es un amor fiel hasta el final, “hasta el extremo” (Jn. 13, 1b). Toda la vida de Jesús es vida de amor, expresión del amor con que El mismo se sabe y siente amado por el Padre. Es un amor universal, que se expresa de una forma especialmente delicada en su predilección por los pobres, los pecadores, los pequeños (Mt. 11, 25-30; 18, 2-6.10.12-14; Lc. 14, 7-14; Lc. 16, 19-31; 19, 1-10; 21, 1-4).

Jesús se había definido a sí mismo como “el Buen Pastor que da la

vida por las ovejas” (Jn. 10, 11). Y cuando llega el último definitivo momento, en el que una persona se juega y decide toda su vida, Jesús es capaz de llevar sus palabras hasta la Cruz. En el momento supremo, Jesús no abandona a los suyos, sino que encara la realidad en fidelidad a

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su proyecto, a la trayectoria que ha guiado toda su vida (Jn. 12, 27. Cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c., pp. 660-661).

Su Cuerpo será realmente entregado y su Sangre será realmente

derramada “por ustedes y por todos los hombres” (Mc. 14, 22-25; Mt. 26, 26-29; Lc. 22, 15-20; 1Co. 11, 23-25). Sus palabras de la tarde anterior quedarán afirmadas por su aceptación de la Cruz. En su Muerte no excluirá a nadie. Su amor acogerá también a los enemigos, como El exigía a los que aceptaban seguirlo: “Padre, perdónales…” (Lc. 23, 34).

2.2. RESUMEN Y PLENITUD DE LA VIDA DE JESÚS: JN. 19, 30 En realidad, Jesús muere el día en que empieza a vivir, el día en que

decide compartir la condición humana. Jesús se atrevió a presentar, a revelar a un Dios de rostro muy humano, sensible y cercano a los sencillos y al sufrimiento humano. Es una imagen de Dios muy distinta a la del dios de los poderosos; es un Dios que se revela “a los sencillos” (Mt. 11, 25). Es el Dios Amor, el Padre misericordioso (Lc. 15, 11-32).

En Jesús se cumple plena y espléndidamente la figura del “Siervo de

Yahvé” que presenta Isaías (Is. 52, 13 - 53,12). Una figura desfigurada, que no parecía hombre, despreciada, llevado a la muerte en un juicio vil, sin defensa, sin justicia. Se lo acusa de blasfemo (cfr. Mt. 9, 3; Mc. 14, 64), herido de Dios y humillado; su mensaje religioso parece haber fracasado.

Pero, su Muerte es salvación para todos, su Sangre será eficaz y su

aparente fracaso será asumido por el Padre que lo glorificará: “…se oyó esta voz venida del cielo: Yo lo he glorificado y volveré a glorificarlo” (Jn. 12, 28b.; cfr. 17, 1.24).

2.3. ¿CÓMO SE PUEDE FESTEJAR EL DOLOR? Se hace importante abrir nuestro corazón al mensaje que nos viene

de las Sagradas Escrituras. Ellas nos invitan, no a festejar el dolor, sino a festejar al amor.

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¿Por qué murió Jesús? Una primera respuesta es ésta: Jesús murió

porque no fue comprendido ni acogido, porque se encontró con corazones hostiles y pecadores. Pero hay una segunda respuesta más profunda y decisiva: Jesús murió porque no dejó de amar a los hombres, incluso cuando le preparaban la cruz y la muerte.

Los textos bíblicos subrayan con fuerza la conciencia y la libertad con

las que Jesús fue al encuentro de la muerte. El conoce y acepta la muerte y, de esta manera, hace suya la misteriosa figura del Siervo de Yahvé trazada por Isaías: “El cargó con nuestros sufrimientos, se echó encima nuestros dolores… Por sus llagas fuimos curados… Se entregó El mismo a la muerte y fue contado entre los impíos, mientras cargaba sobre sí el pecado de muchos e intercedía por los pecadores” (Is. 53,4-6).

Debemos detenernos con atención y conmoción ante esta voluntaria

aceptación del sufrimiento por parte de Jesús. Jesús no quiere el dolor, no inventa la cruz. Como todo hombre, El quiere la vida, quiere la alegría. Pero encuentra el mal, el sufrimiento, la muerte en el camino que El recorre junto con los hombres. El quiere eliminar el mal, pero nos sorprende el modo de eliminarlo.

Dios elimina el mal no ignorándolo, dándole rodeos, suplantándolo, sino agrediéndolo y transformándolo desde dentro con la fuerza del amor. Estando junto con los hombres, aceptándolos y perdonándolos, aun cuando le preparen la cruz y la muerte, Jesús revela hasta qué punto impulsa el amor del Padre, al que El adhiere con obediencia filial: ni la cruz ni la muerte logran que Dios se canse de amar a los hombres, o se retire de ellos, o los abandone al propio destino. El dolor de la Cruz se convierte así en un modo clamoroso de gritar el amor: libera insospechadas y prodigiosas potencialidades humanas; se convierte en signo y ocasión de libertad, de valentía, de amorosa obediencia al Padre, de dedicación incondicional al hombre. La Resurrección no hará sino revelar la misteriosa y desbordante vitalidad que está oculta en la Cruz de Cristo.

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Pero todo esto es posible, porque se trata de la Cruz de Cristo y no de una cruz cualquiera. El cristiano, el discípulo de Cristo, recibe de su Maestro y Señor la misma misión: transformar la cruz del hombre en Cruz de Cristo. La cruz del hombre es ambigua, no tiene esperanza. La Cruz de Cristo es luminosa, tiene el nombre del amor, prepara en la esperanza la victoria de la vida y de la Resurrección.

No celebramos el dolor, sino la alegría de esta donación de Cristo que

hace la unidad de los hermanos. No es hoy un día de duelo y de tristeza. Es un día de profundidad, de recogimiento, de reflexión, de participación muy honda en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús, pero no es un día de duelo. Esta es la hora para la cual Jesús había venido al mundo (Jn. 12, 27-28). Es la hora que El desea ardientemente; es un día de fiesta, de gloria y de alegría; pero de una alegría muy honda y muy austera, como tiene que ser siempre la alegría del cristiano: no la alegría de la superficialidad y del ruido, del bullicio o la dispersión, sino la alegría del perdón, la alegría del amor, la alegría de la reconciliación.

2.4. EL MISTERIO DE LA CRUZ: 1CO. 1, 18-31 Cuando acudimos a la Liturgia del Viernes Santo, vamos a pensar en

Jesucristo, a adorarlo como el Señor y Redentor, a reconocerlo como el único Salvador misericordioso y universal. A encontrarnos con El en el Misterio salvador de su Cruz, “locura para los que se pierden, pero, para los que está en vías de salvación, para nosotros, poder de Dios” (1Co. 1, 18. Cfr. Irene FOULKEZ, o.c., p. 830).

La cruz es pareja para todos: todos la llevamos (limitación humana,

problemas, preocupaciones), todos la sufrimos (enfermedades, sufrimientos, angustias), todos la cargamos (pobreza, situaciones tensas, injusticias). La Cruz es señal del cristiano (Mt. 16, 24-25). Es un gesto de Dios, un gesto comprometedor. Es camino de madurez (Lc. 24, 25):pide disciplina, exige renuncia, fomenta la rectitud. Es el camino elegido para salvar, el camino seguro para vencer e iluminado para transformar.

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En Cristo, la Cruz es signo de fidelidad: se funda en el amor, se vive en el interior y se expresa en el obrar. Cristo la aceptó y por eso su adhesión fue perfecta, su respuesta plena y su entrega total. El convirtió la Cruz en expresión de amor, porque la Cruz de Cristo unifica, cohesiona y anima. Esta Cruz de Cristo comunica confianza, contagia serenidad y contiene felicidad: “Alégrense y regocíjense, porque será grande su recompensa en los cielos, pues así persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes” (Mt. 5, 12).

En el Calvario tres cruces permanecen en pie, pero sólo una es

redentora. Tres cruces que nos enseñan a vivir, tres cruces que nos abren tres caminos. La cruz del mal ladrón nos habla de dureza, tensión, desesperación, resentimiento. La cruz del buen ladrón nos habla de una merecida aceptación, humilde y sincera, de la propia realidad y de la propia responsabilidad (“lo nuestro es justo..”: Lc.23, 41).

La Cruz de Cristo nos enseña, con un lenguaje muy nuestro, ¡qué es

el Amor! En la Cruz Cristo sella su nobleza, se muestra sereno, dominando la situación, y promete vida: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23, 43). En la Cruz Cristo resalta el triunfo del Amor.

Hemos mirado tres cruces, hemos descubierto las tres actitudes,

hemos llegado al momento de decidir. La Cruz de Cristo ha irradiado una luz penetrante, ha enseñado el único modo de vencer, ha abierto el camino seguro de la verdadera liberación, salvación integral de la persona humana y del mundo: “A El deben ustedes su existencia cristiana, ya que Cristo fue hecho para nosotros sabiduría que procede de Dios, salvación, santificación y redención” (1Co. 1, 30).

La muerte en la Cruz es la máxima expresión del amor de Dios al

hombre y del desamor del hombre a Dios. Es en la Muerte de Cristo donde se revela la tragedia del misterio del pecado y la grandeza del misterio de la piedad. Por eso, para el creyente, ha comenzado una realidad nueva y eterna, que él mismo tiene que asumir y amar constantemente.

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Jesús vive su Muerte como entrega de su ser, no reteniendo nada

para sí y haciéndose todo para los demás. Esta actitud, que aparentemente muestra un fracaso, en realidad representa la verdadera realización del ser: la Resurrección nos hace plenamente humanos, explicitando todo lo que Dios colocó de divino en nuestra realidad.

No entendemos humanamente el misterio de la Cruz. El Señor pudo

elegir un camino más fácil para nosotros, los hombres, que tenemos que seguir después su ruta; pudo haber elegido un camino más de acuerdo con nuestra debilidad. Sin embargo, ha querido el camino extremo de la Cruz. Y en la Cruz se nos da, se nos entrega. Esta Cruz es la glorificación del Padre (Jn. 13, 31-32; 17, 1.4.5). En ella Cristo muere para hacernos hermanos.

2.5. “DICHOSOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE HACER LA VOLUNTAD

DE DIOS”: Mt. 5, 6 La Cruz nos invita a tener sed, pero la sed de Jesucristo (Jn. 19, 28b).

Es decir, la búsqueda apasionada de la reconciliación y la paz. Hay que “buscar primero el Reino de Dios, porque todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt.6, 33). Es buscar primero lo que hace vivir a todos los hombres y mujeres del mundo en justicia e igualdad, buscar primero el compartir para que lo que necesitamos adquiera un gusto nuevo: “Dios los saciará” (Mt. 5, 6. Cfr. LEVORATTI Armando J., o.c., pp. 301).

En nuestra sociedad opulenta, cada día tenemos más abundancia de

cosas, pero, sin embargo, va creciendo la sensación del anonimato, el aislamiento, la soledad, el vacío de ternura y de cariño. Esto hace que experimentemos un malestar generalizado, pues, en el fondo, es el amor el que nos hace falta. Jesús hizo suyo el anhelo profundo de la existencia humana y por eso tuvo sed (Jn. 19, 28b).

Esta necesidad de amor nos viene reclamada también por otra

experiencia: la injusta situación de quienes se ven excluídos de una vida

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digna por la dinámica de un desarrollo que sólo favorece a los más poderosos. En un país donde vive una grandísima parte de seres humanos para quienes el sobrevivir es la máxima dificultad y la muerte su destino más seguro, necesitamos justicia. Pero no es suficiente; se necesita también esa forma más profunda que es el amor. Es decir, ¡necesitamos justicia con amor!

Por eso, aun cuando el hombre tenga una seguridad social que cubra todas las necesidades, seguirá necesitando siempre ser atendido con amor. Ahora bien, se trata de un amor liberador, como el amor que surge de la Cruz de Jesucristo.

La sed de Cristo en la Cruz es anhelo ardiente de esperanza, de

mejores días, de recuperación del sentido de la vida. En Colombia -y en el mundo- vivimos la sensación de que las razones para vivir se han agotado. Esta situación pesimista de nuestra sociedad desesperada la podemos expresar a tres niveles: muerte de Dios (crisis de la apertura al Trascendente), muerte del hombre (crisis de los humanismos, desprecio casi absoluto de la vida), muerte del mundo (crisis ecológica).

2.6. LA RELIGIÓN DE LA CRUZ ES DISTINTA: Lc. 23, 34 Ante el panorama de nuestra realidad descompuesta y desequilibrada,

el sol del futuro se ha nublado, el horizonte de la realidad se ha oscurecido. Y estamos sedientos de una vida con sentido, sedientos de razones para vivir y razones para seguir teniendo esperanza. Ahí es donde trata de llegar el Evangelio de Jesús. El asume nuestra condición existencial, entre aturdida, insatisfecha, esperanzada o descreída. Creer en Jesucristo es afirmar, con hechos, que podemos ser distintos y vivir de otra manera mejor.

En medio de la oscuridad y el miedo, cuando el ser humano parece

experimentar la soledad total de una crisis religiosa profunda, Jesús siempre aparece para devolvernos la paz. No es una paz de cementerios, ni la paz tranquila de nuestras silenciosas celebraciones, ni es la paz adormecedora de conciencias. Es la paz que lleva marcados los rasgos

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de la lucha y el esfuerzo, las llagas de la Cruz, las heridas de quien no se ha quedado pasivo sino que ha compartido las búsquedas, afanes y problemas de una Humanidad necesitada de sentido, esperanza y perdón. La paz es el regalo que se da a quien la busca, a quien en la vida deja jirones de piel y corazón en el compromiso diario de la historia y la convivencia cotidiana.

El primer mundo fue transformado por Adán en un mundo de dolor,

violencia y tristeza. Abel-Caín es el modelo del antiguo mundo de rivalidades, envidias y discordias, de agresividad y de violencia, porque no hay fraternidad.

Es la experiencia de perdón la que caracteriza y refleja la autenticidad

de un nuevo mundo creado por Dios en el Misterio Redentor de Jesucristo. Es la experiencia de saberse aceptado, entendido y acogido lo que distingue al discípulo de Jesús que se deja salvar por El, como contrapunto a la experiencia de Adán que, fracasado por no estar a la altura de la exigencia moral encomendada para preservar la vida en el Edén, fue expulsado, rechazado y condenado.

El perdón es la primera experiencia y la primera tarea que debe

disfrutar y extender a los demás quien acepta ser discípulo de Jesús. Porque es el perdón, como expresión máxima de amor, la más fuerte necesidad humana cuando uno, como ser humano, descubre su inconsistencia y debilidad radical y se ve expuesto a la intemperie de una vida dura y de un mundo hostil. Dios es la experiencia más profunda con la que podemos encontrarnos, porque enlaza con nuestra necesidad más íntima y cambia maravillosamente nuestra realidad personal haciéndonos capaces de algo que parecía imposible: nos convierte en seres humanos distintos.

Por eso, nuestra religión es, también, distinta. Porque su misión

primera no es cambiar el mundo, sino disfrutar del cambio que Dios hace en nosotros y darlo a conocer para que todos, tan necesitados, débiles y temerosos como nosotros, puedan tener la gran oportunidad de la alegría

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pascual, de la fiesta de la Resurrección, del Amor gratuito que acepta y acoge a todo ser humano tal cual es.

Seguir a Jesús, ser cristiano, es asumir la misma actitud y

responsabilidad de amor y servicio de Jesús. No podemos quedarnos en los gestos, ni en los ritos. Hay que dar el paso del rito a la vida. Como seguidores de Jesús, no podemos quedarnos en la última Cena, en el lavatorio de los pies; hemos de seguirlo hasta Getsemaní y hasta la Cruz. Sólo si estamos dispuestos a dar la vida (¡cuánto más lo que vale menos que la vida, como son los medios de vida!), en actitud de amor y de obediencia a Dios y de amor y de servicio a los hermanos, andaremos tras los pasos de Jesús.

Y es tanto más urgente, cuanto que vivimos en un país y en un mundo

en el que hasta los servicios básicos están frecuentemente afectados por la sed insaciable del dinero, por el afán de lucro, por el ansia de acaparar. Vivimos en una sociedad en donde la salud, la educación, el bienestar personal familiar y social, no son derechos fundamentales de todos, sino privilegios exclusivos de unos pocos.

En una cultura en la que prima el individualismo, domina a sus anchas

el egoísmo, se rinde culto a la explotación, se sacrifica todo al interés personal y se huye de la responsabilidad, refugiándose en la indiferencia y en la insolidaridad, sólo la recuperación del amor, del desinterés y del servicio pueden conducirnos a la salvación, es decir, a la justicia, a la igualdad, a la fraternidad, a la paz.

Nos preocupan el racismo, la xenofobia… y ¡con razón! Pero debería

preocuparnos también, y quizá más, la indiferencia, la falta de interés por los demás. No el interés de la curiosidad y del “chismoseo”, sino el interés humano, el de la proximidad, el de la fraternidad y servicialidad. Es que hemos perdido el sentido de la humanidad, de la solidaridad, de la ciudadanía, de la vecindad. El otro, el prójimo, no es más que un desconocido. Peor aún, uno a quien no nos interesa conocer “para no complicarnos la vida”.

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2.7. DAR RAZÓN DE NUESTRA ESPERANZA: 1Pe. 3, 15 Urge descubrir al prójimo, mirarlo, interesarnos por él, acercarnos a él

(Lc. 10, 34), juntarnos con él, con cualquier otro, con todos los otros. Porque unos y otros somos un solo pueblo, un solo nosotros, todos nosotros, la Humanidad, la fraternidad. Un corazón solitario no es un corazón, y un hombre insolidario es una frustración.

¿Cómo traducir de un modo práctico el mensaje de Jesús? ¿Qué

fórmula utilizar para responder a quienes preguntan en qué consiste ser cristiano y para qué sirve? Los primeros cristianos trataron de expresar esa fe en hechos de solidaridad (Hch. 2, 44-47a; 1Pe. 2, 12; 3, 8-12). Si el Dios de Jesús es el Dios que se da, los cristianos son aquéllos que dan y se dan a los demás.

Bien lo entendieron los cristianos de los primeros siglos cuando

hicieron del servicio a los pobres y su identificación con ellos en la pobreza un ideal de vida que algunos confirmaron con su abandono del mundo cómodo y su dedicación a la oración y al ayuno (Hch. 4, 32-35).

Bien lo entendieron Francisco de Asís y sus Hermanos Menores,

cuando se entregaron ellos mismos a convivir con los pobres en medio de un mundo que comenzaba a saborear los primeros destellos del dinero en la sociedad mercantil a la que ellos desafiaban.

Bien lo entendieron los cristianos del siglo XIX que, por sensibilidad a

la nueva pobreza que provocaban las estructuras industriales y sociales de su tiempo, prefirieron meterse en las entrañas de un mundo no cristiano, en lugar de mantenerse alejados de sus problemas, a salvo de su ateísmo y de sus críticas.

Bien lo entienden hoy, también, los creyentes que dedican su vida a

los más necesitados y mantienen la significación humana de un mensaje divino que es siempre esperanza de vida nueva. Hasta nuestro mundo

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entiende mejor la traducción del mensaje que hace un misionero con su vida que la que le dan los ritos que celebramos.

Nosotros, cristianos del siglo XXI, que celebramos una vez más la

Pascua que pasa por la Cruz, ¿esperamos el Reino de Dios? Esta esperaza, ¿se nota con fuerza en nuestra vida? ¿Nuestra vida da razón de nuestra esperanza? Pero, ¿de verdad tenemos sed de ese Reino, sed de justicia, de amor, de reconciliación, de paz? ¿Nos conformamos con pedir y esperar que venga el Reino de Dios, o trabajamos por ese Reino y nos comprometemos a ser constructores de una sociedad justa, fraterna, cristiana? ¿Trabajamos por la paz, la justicia, la fraternidad, la solidaridad de todos los colombianos, el desarrollo y bienestar de todos? Si es así, ¡no habrá sido en vano la Cruz de Jesucristo!

El Misterio de la Cruz de Cristo nos demuestra que el verdugo no

triunfa sobre la víctima, los ídolos de la muerte no triunfan sobre el Dios de la Vida. Esperamos el anuncio próximo de la Resurrección de Jesucristo, que será proclamado al mundo entero desde la Vigilia Pascual, y que puede y debe generar en nosotros fe, verdad, vida y esperanza (cfr. CERVANTES GABARRON José , Primera Carta de Pedro, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, p. 1129).

Que la Virgen fiel nos enseñe a tomar la cruz que cada uno lleva, con

una aceptación serena, con un valor pacífico, ¡con un amor capaz de salvar! Entonces, y sólo entonces, daremos “razón de nuestra esperanza”.

2.8. JESÚS EN LA CRUZ CUMPLE EL PLAN DEL PADRE: Jn. 19, 23-42 Juan no describe la crucifixión, ni la terrible agonía, ni la muerte de

Jesús. Le interesa más lo que ocurre al pie de la Cruz, las reacciones de algunos grupos humanos y las actitudes profundas con que Jesús muere y que nos han conseguido la salvación, o sea, el Espíritu santo.

Los soldados se reparten sus vestidos y sortean la túnica (Jn. 19, 23-

24). Cumplen así la Escritura, o sea, la acción tiene un sentido más

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profundo que un simple detalle narrativo. ¿Será que Juan ve a Jesús como Sumo Sacerdote? O, ¿será que en la túnica ve la unidad de la Iglesia que es una e indivisible como Jesús mismo? (cfr. TALAVERO, S. Pasión y Resurrección en el IVº Evangelio, pp. 242-250).

Otro grupo centrado en su madre, lo acompaña y recibe de El su

última voluntad (Jn. 19, 25-27). No se trata de una escena familiar propiamente. El evangelista describe el nacimiento de una nueva relación de y con María, cuyo origen está en la relación de todo discípulo con Jesús. No se trata de una responsabilidad humana, la de cuidar a María en su ancianidad, sino de una riqueza o de un don que el discípulo amado recibe entre sus tesoros espirituales: el acoger a María entre sus propios bienes, como un valor espiritual y real, que le cambia su fisonomía. María es aquí constituída Madre de la Iglesia por Jesús y ella como tal es recibida por los cristianos en la persona del discípulo amado (cfr. Ignace DE LA POTTERIE, La palabra de Jesús “Hé ahí a tu Madre” y la acogida del discípulo (Jn. 19, 27b)).

La actitud más destacada por Juan en la muerte de Jesús es la

obediencia al Plan del Padre. Quiere cumplirlo en su totalidad. Una totalidad plena que recuerda la plenitud del amor que abre el pórtico de la Pasión: “amar hasta el extremo” y “dar la vida por los amigos” (Jn. 13, 1; 15, 13). Jesús se rinde plenamente a esta voluntad del Padre e inclina la cabeza. Entonces abre el último grado de su gloria salvadora, entonces es glorificado y nos merece el Espíritu Santo.

El evangelista sigue su técnica o su teología anticipando

acontecimientos que en otras tradiciones no aparecerán hasta más tarde. “Dijo: ´Todo está cumplido´. Inclinó la cabeza y entregó el Espíritu” (Jn. 19, 30). Ahora se cumple lo que había anunciado en 7, 39b: “…aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado”. Así para Juan el misterio de Pentecostés -efusión del don del Espíritu Santo- no baja en forma de llamas de fuego sino como un río de sangre y de agua que brota del costado abierto de Jesús en la Cruz.

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De ahí el gran énfasis que Juan concede a la escena siguiente: 19, 31-37. Dos citas del Antiguo Testamento la rubrican y dejan atisbar la luz de su misterio. Hasta apela el autor a la verdad de Jesús para fundamentar la vivacidad de su propio testimonio (v. 35). Es un teólogo de la Iglesia naciente que quiere transmitir la fe de ésta en el misterio que ofrece como mensaje de salvación: “Verás el cielo abierto”, había sido el anuncio y promesa de Jesús a Natanael que se maravilló sólo porque lo vió “debajo de la higuera” (Jn. 1, 51). El costado abierto por la lanzada es la ventana del misterio de Dios Salvador.

Aquí el Padre nos habla, aquí nos perdona, aquí se nos acerca, y

desde aquí nos derrama su Espíritu. Queda lejos y como en sombras el tabernáculo de la presencia de Dios en el Antiguo Testamento y los encuentros de Moisés con Yahvé. También resulta muy pobre la figura de Adán dormido dejando nacer por obra del “cirujano” divino la bella figura de Eva forjada de una costilla (cf. Gn. 2, 21-22). Jesús muerto en la Cruz es la fuente de la vida y del amor de Dios. El nos da su Espíritu y engendra la Iglesia de los redimidos. Bautismo y Eucaristía, agua viva y sangre divina, riegan y alimentan la nueva humanidad, la que es capaz de hacer de esta tierra un nuevo paraíso, el del Reino de Dios.

Termina Juan el relato de la Pasión dejando que aparezca Nicodemo

y cierre maravillosamente el relato: Jn. 19, 38-42. Los otros evangelistas sólo presentan a José de Arimatea. Juan le añade este compañero que cumple un gesto de envidiable amistad sincera. Ya no teme a nadie, ni a los suyos, ni a Pilato. Nicodemo acude con abundancia de aromas y antes de iniciarse el descanso sagrado de Pascua entierran a Jesús. Antes de ponerse el sol dejan al Maestro descansando en paz. Su Madre es testigo agradecido y María Magdalena deja allí su corazón sellado también.

2.9. VALENTÍA DE MIRAR CON FE AL CRUCIFICADO: 1Co. 1, 16ss. La muerte de cruz tiene un lenguaje preciso y tenía un lenguaje muy

claro para los judíos y para los paganos de aquel tiempo, y, por tanto, también para los primeros creyentes provenientes de ese ambiente. Para

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los judíos, ese modo de morir sobre la cruz era la demostración clarísima de una muerte maldecida por Dios, de un hombre abandonado de Dios y de los hombres.

Por lo demás, el modo dramático con el que el Evangelio de Mateo

presenta la muerte del Crucificado parece no querer quitar nada a esa soledad y a ese abandono. Más aún parece que añade algo más. En efecto, la sola palabra de Jesús que se transmite es la del comienzo del salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt. 27, 46).

Es el grito de un salmo de oración confiada, es palabra de lamentación sin rebelión, pero, sin embargo, palabra que da el sentido de la tremenda experiencia de distancia del Padre, que supone para Jesús su estar entre los pecadores y su morir en cruz. Este es el eco que una muerte semejante tenía en el corazón de los judíos.

Para los paganos y los judíos, la cruz era la medida de la necedad, de

incomprender la pretensión de Cristo de ser el Mesías, de ser hombre de Dios. Las cualidades del Crucificado no pueden, a los ojos de los paganos y de los judíos, ser de ningún modo las cualidades de Dios. El Crucificado no tiene nada de la fuerza, poder y superioridad que parecen características de la divinidad: demuestra, más bien, inferioridad, debilidad. No se ve en el Crucificado ni a un Dios ni a un héroe, y su estilo de muerte ni siquiera se puede comparar con el de un sabio, como Sócrates, que muere en la calma y en la nobleza de su decisión.

Aquí hay sobresaltos dramáticos, sangre, oscuridad, crueldad. La

muerte de cristo en la Cruz aparece mucho menos divina, en cuanto se tiene una idea sublime de lo divino: Dios como alguien incapaz de participar en el mundo, incapaz de tener misericordia con los que están por debajo de El.

En la cruz, pues, entran en crisis los valores según los cuales se

concibe tanto lo divino como lo humano. Crisis que desaparece solamente cuando, a la luz de la Resurrección de Cristo, tenemos la valentía de mirar

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con la fe al Crucificado Jesús de Nazaret y de ver que, precisamente allí, en esa cruz, El es para nosotros poder y sabiduría de Dios, “justicia, santificación y redención” (1Co. 1, 30). En la cruz y desde la cruz Jesús revela al Padre.

En una mirada de contemplación y de adoración, podemos

comprender que la entrega de Cristo a la cruz, la entrega al Padre y a los hombres y el ser entregado al Padre por nosotros, hacen resplandecer en Jesús una perfecta actitud de obediencia, de oferta y de amor.

La obediencia de Jesús, Hijo del Padre hasta la muerte, es la

revelación coherente de su modo filial de referirse al Padre. El, que desde siempre es la Palabra, no puede vivir sino en el estilo de la Palabra acogida en obediencia.

2.10. LA CRUZ, ESCUELA DE HUMANISMO El acontecimiento doloroso de Jesús espera mucho más que nuestra

sola compasión, nuestra participación humana. La Cruz se convierte en escuela de vida: nosotros también debemos recorrer el “via crucis” con El, si queremos ser plenamente hombres, si queremos la vida y la salvación. Sin embargo, ante este tremendo misterio de la cruz nos preguntamos: ¿Pero es realmente así? ¿El “via crucis” nos hace ser verdaderamente hombres?

A simple vista nos parece imposible que la cruz sea escuela de

humanismo, pues en ella el hombre aparece humillado y aplastado; sin embargo, el auténtico humanismo, es decir, el verdadero amor por el hombre, se prueba precisamente en la cruz, pues “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn. 15, 13).

Por lo tanto, oremos así: “Señor, enséñanos desde tu Cruz, en tu

Cruz, a conocer quién es Dios. Enséñanos a conocer quién es el hombre, enséñanos a conocer quiénes somos nosotros”.

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Y meditando en silencio, reflexionando sobre el misterio de la Cruz, nos damos cuenta de que, en la Pasión y en la Muerte, Jesús ama al hombre tal como es, ama al hombre con su pecado, con su separación de Dios, con su tragedia; Jesús ama al hombre con su realismo más áspero, más duro de aceptar. Y de este hombre, tan realísticamente amado, Jesús no se separa, no huye, sino que por medio de un amor sin límites trata de despertar en él, en nosotros, las más hermosa energías de arrepentimiento, de conversión, de fe renovada.

El humanismo de la cruz, entendido con este realismo y con esta

fidelidad, desenmascara ciertos humanismos que, infortunadamente, más de una vez son sólo ideología y hasta fuga ante la realidad del hombre. ¡Cuán a menudo no tenemos la valentía de mirar al hombre real! Tratamos siempre de inventarnos uno que no existe, sino en nuestra fantasía, en nuestro deseo y hasta en nuestra repugnancia para comprometernos hasta el fondo.

Cuando una situación humana nos pide una total renuncia a nosotros

mismos, nosotros, todos nosotros, instintivamente tratamos de esquivar, o simplemente emprendemos el camino de la fuga; nos vamos en compañía de los apóstoles, que también huyeron ante el realismo de la Pasión de Jesús.

La muerte de Jesús sobre la cruz, mientras nos proclama que Dios

nos ama hasta el fondo, mientras nos asegura que esta capacidad de amar se nos da a cada uno de nosotros, nos invita a revisar con valentía y con lealtad los criterios que inspiran nuestras relaciones con los demás, nuestra dedicación al hombre y nuestro servicio a los hermanos.

A muchos niveles y sobre muchos planos es como debemos tratar de

desenmascarar las formas de fuga que caracterizan nuestro pretendido humanismo. ¡Cuántas veces a nivel de la familia nos dejamos llevar por la búsqueda de la gratificación, del provecho de nosotros mismos, y no aceptamos a las personas que nos están cerca, así como son, en su realidad; las quisiéramos siempre distintas y nos encolerizamos!

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¡Cuántas veces aún en la amistad, no vamos más allá de una cierta

camaradería! ¡Cuántas veces en el ámbito profesional nos dejamos arrastrar solamente por el interés y no tratamos de prestar un servicio hasta el fondo, servicio que nos exige salir de nosotros mismos, tomar parte de algún modo en la cruz y participar de su fuerza reveladora!

¡Y cuántas veces ante problemas de sufrimiento y de enfermedad de

otros y nuestra, tratamos de cerrar los ojos en vez de mirar de frente la realidad, de mirarla manteniéndonos unidos a la cruz del Señor! ¡Cuántas veces ante los problemas de los marginados, nos lavamos las manos como Pilato, nos alejamos, porque nos parece que no nos atañen! ¡Cuántas veces ante peticiones que nos hacen nuestros hermanos, manifestamos molestia, irritación, rechazo!

Estas son tantas realidades sencillas de nuestra vida cotidiana en las

que Jesús desde la cruz nos pide llevar a cabo una profunda conversión, ponernos realmente de rodillas ante la cruz para captar el realismo y la fidelidad que cambian la vida.

2.11. LA PASIÓN DE CRISTO CONTINÚA EN EL TIEMPO La Pasión de cristo pasa hoy por las casas de muchos que sufren, de

muchos que lo perdieron todo porque el invierno los dejó en la calle… Pensamos en los desocupados, los que piensan en el futuro con creciente temor, los secuestrados todavía esperados con ansia y aflicción, los que han sido víctimas de una violencia absurda y despiadada.

Pero también pasa por la casa de los ancianos, ya sin energías y

marginados, en soledad -¡y cuántos de ellos se lamentan con dolor por esa soledad!-; pasa por las casas de los que esperan justicia sin lograr obtenerla, de los que han tenido que abandonar su patria por cualquier motivo sin lograr encontrar una nueva o sentirse acogidos, y que tal vez no tienen ni una casa y que están cerca de nosotros.

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El misterio de la cruz se renueva en todos los que se sienten excluidos y que como tales los hace sentir nuestra sociedad, como los minusválidos, o aquéllos a los que se les señalan caminos de salida que son soluciones de muerte: drogadictos, enfermos de sida, desadaptados, encarcelados que, en los lugares que deberían ser de expiación pero también de redención, siguen siendo víctimas de un clima de violencia y de muerte que en el pasado pudieron ellos mismos contribuir a crear. En fin, esta pasión y este sufrimiento pasan por el corazón de todos los que piensan que su sacrificio y su fidelidad al deber cotidiano es inútil e incomprendido, y que son víctimas de este deber.

A veces nos parece imposible, al leer los periódicos, pensar que

hombres tan pequeños pueden hacer en el mundo tanto mal y, sin embargo, si escuchamos la lectura de la Pasión, no es un sentimiento distinto del que sentimos que nos nace en el corazón. La Pasión del Señor nos enseña no solamente a darnos cuenta de quien sufre, no sólo a socorrerlo, sino también a salir de la lógica de la violencia que parece perpetuarse en el corazón del hombre y en la historia de la humanidad.

Un gesto de perdón y de oración como el de Cristo moribundo y que

otros, en nuestros días, tratan de hacer vivo y operante, es una buena noticia que nos ayuda a creer que el misterio del Viernes Santo conoce todavía y siempre el alba del día de Pascua y que Cristo no quiere tener otras manos sino las nuestras para ayudar a nuestros hermanos.

2.12. POR SUS LLAGAS FUIMOS CURADOS: IS. 53, 5; 1Pe. 2, 24 Isaías, profeta anónimo, es un hombre llamado a decir palabras

nuevas: “Dios me dió una lengua de iniciados” (Is. 50, 4), es decir, una lengua de quien escucha cosas desconocidas para poderlas manifestar a otros. Estas palabras encuentran oposición y causan sufrimiento, pero el profeta debe resistir: “He presentado la espalda a los flageladores, no he retirado el rostro a los insultos y salivazos” (Is. 50, 6). Este sufrimiento es el que salva al pueblo, nos salva a nosotros: “Por sus llagas fuimos

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curados” (Is. 53, 5; 1Pe. 2, 24. Cfr. CERVANTES GABARRON José , o.c. p. 1123).

Estas palabras misteriosas que hablan de mensajeros rechazados,

pero capaces de salvar son una clave interpretativa de la historia de Jesús y de la historia de la Iglesia. Ellas logran su máximo grado de intensidad en la palabra profética de Jesús pronunciada con amor hacia el mundo, y en el rechazo que nosotros, con nuestro pecado, hemos hecho y hacemos de Jesús.

Hoy debemos recordar nuestro pecado en la humildad del corazón; el

pecado estrictamente personal y secreto, que tal vez solamente nosotros conocemos o muy pocos, y el pecado que, por falta de solidaridad y fraternidad, golpea a otros y contribuye a aumentar la injusticia en el mundo. De todos estos pecados, de todo lo que hemos cometido resistiendo a la Palabra de Dios, al amor de Dios, de todo esto, estamos ahora llamados a arrepentirnos, a humillarnos y a confundirnos delante del Crucificado.

2.13. NUESTRO COMPROMISO Jesús ha sido fiel a la voluntad del Padre, incluso a costa de su vida.

La Palabra de Dios, la Comunión del Cuerpo del Señor y el apoyo de la Comunidad de fe, nos ayudarán a mantenernos ilusionados en su seguimiento. Así, el Espíritu del Señor se va haciendo, poco a poco, motor de nuestro actuar.

Que no se dé entre nosotros la contradicción de alimentarnos del

Cordero de Dios y portarnos después como lobos con los demás. El compromiso es concentrar en la Cruz de Cristo nuestras propias experiencias de sufrimiento y de dolor, la cruz de todos los hombres y mujeres del mundo, para llenar el corazón de esperanza ante su inminente Resurrección, que celebraremos desde la Vigilia Pascual, al día siguiente, en el más luminoso amanecer de la historia humana.

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Estamos llamados a contemplar a Jesús víctima de nuestro pecado, figura real y signo tangible de todo hombre maltratado y desfigurado por los pecados de otros hombres. Asumiendo la condición del profeta indefenso, Cristo quiere obligarnos a abrir los ojos sobre la realidad enceguecedora de la miseria.

Si nuestra conversión es auténtica y es fruto del amor y del perdón del

Crucificado, termina originando una transformación en el mundo, a nuestro alrededor.

Animados por la Cruz, nos liberamos de la desesperación, de la

resignación, de la protesta: “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en Mí” (Jn. 14, 1). El compromiso desde hoy es aceptar la cruz que duele y molesta, contar con la cruz de los otros que se debe compartir, asumir la cruz de nosotros mismos (temperamento, limitaciones); vivir en la cruz que nos llama, nos reúne y nos renueva; asumir la Cruz que salva por amor, que transforma con valor y que santifica con alegría.

Con la fortaleza del Espíritu aceptamos la Cruz sin quejas, sin

explicaciones, sin medida. Aceptamos la cruz que duele y molesta. Aceptamos vivir en la cruz. A menudo renegamos, no aceptamos, no comprendemos. Hoy la Cruz nos llama, nos reúne, nos renueva

La Virgen Fiel nos enseña a tomar la Cruz que cada uno lleva, con

una aceptación serena, con un valor pacífico, ¡con un amor capaz de salvar!.

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3 Sábado Santo

La hora del Gozo

Hoy se anuncia y se proclama la Vida y la Resurrección ante la

muerte. Es ¡volver a vivir! Pero vivir de verdad, haciéndonos cargo

de nuestra vida, haciéndonos dueños de ella, para que la tomemos

en serio y respondamos por ella.

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3.1. LA FIESTA DE LA VIDA NUEVA: Ro. 6, 1-11 La Vigilia Pascual es la fiesta de la vida Nueva. Nosotros tenemos

demasiadas fiestas... y, a veces, carecen de sentido, nos dejan vacíos, si es que no terminan en tragedia.

Al final del Triduo Pascual, estamos ya ante ¡la Fiesta! Y la invitación

es a entrar en ella, vivirla, no tanto pensarla. El Cristianismo tiene una esencia festiva: es primero “Vida” y después “reflexión”. La Fe cristiana nos llama a la Vida, a una Vida en propiedad, personalizada y responsable. Sin embargo, ¡vivimos como muertos! Nos cae bien el llamado de atención del Apocalipsis: “Conozco tus obras y, aunque tienes nombre de vivo, estás muerto” (Ap. 3, 1b).

Hoy se anuncia y se proclama la Vida y la Resurrección ante la

muerte. Es ¡volver a vivir! Pero vivir de verdad, haciéndonos cargo de nuestra vida, haciéndonos dueños de ella, para que la tomemos en serio y respondamos por ella. En esta Noche Santa la Vida vence a la muerte, la Luz vence a la oscuridad, el Amor es más fuerte que el egoísmo. En la Vigilia Pascual los Cristianos de todo el mundo nos reunimos en torno a Cristo Resucitado, nuestra Luz, Verdad y Paz.

Esta Noche Santa está cargada de signos, que suscitan emociones en

todos nosotros. La Luz va disipando las tinieblas, como la Vida va surgiendo desde el abismo de la muerte. Hoy se cumplen todas las esperanzas…, se hacen realidad todos los sueños. Jesús Resucitado es el signo de que nosotros podemos hacer en nuestro mundo una historia de resurrección.

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3.2. NOCHE DE LA LUZ: Jn. 8, 12 Es la Noche del Fuego Nuevo. Celebramos el paso de la oscuridad a

la Luz, “de la servidumbre al Servicio”. El fuego nuevo es signo de la Nueva Creación. En él se enciende el Cirio Pascual: es Cristo-Luz, victorioso, Salvador. Es la verdadera “Luz del mundo”.

En la oscuridad de nuestra vida, queremos seguir siempre esa Luz y

comunicarla también a los demás. Por eso, en la celebración de la Vigilia Pascual, encendemos nuestras velas de la Luz del Cirio, se la comunicamos a los otros y juntos cantamos a Cristo que camina delante de nosotros.

La alegría que irradia la Luz de este Cirio se proclama en un hermoso

poema de homenaje a Cristo, la Luz que brilla en las tinieblas de la humanidad. Ese poema se llama “Pregón Pascual”.

En el Cirio se graban una y las letras A y W. Luego se graban las

cifras del año que está transcurriendo y, finalmente, se incrustan cinco granos de incienso. Con estos signos se está afirmando, desde la convicción de fe de la Iglesia, que Cristo, Muerto y Resucitado, lleva a plenitud la historia y la vida, hoy y siempre. Se expresa felicidad porque la Pascua de Cristo re-crea a la Humanidad y a todo el universo.

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3.3. LA PALABRA Desde la liturgia de la Luz entramos en la celebración de la

Resurrección del Señor. La Palabra nos hace entrar en el sentido de esos acontecimientos que celebramos. Por la Palabra recordamos las maravillas que Dios ha realizado para salvar al primer Israel (Antiguo Testamento) y cómo, en el avance contínuo de la Historia de la Salvación, “en la plenitud de los tiempos”, Dios envió a su Hijo (Hbr. 1, 1) para que su Pascua transformara verdaderamente al hombre y al mundo.

Varias lecturas bíblicas, acompañadas de oraciones y salmos, nos

permiten asumir la Historia de Salvación -testimoniada en la Sagrada Escritura– como nuestra propia historia (nuestro año en curso está grabado en el Cirio Pascual). A la luz de Cristo Resucitado –cuyo símbolo es el Cirio– vemos cómo la Sagrada Escritura nos da testimonio de la experiencia de Salvación vivida por el Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, y por la Iglesia Cristiana en el Nuevo Testamento. Es ésta la experiencia de Salvación que estamos hoy celebrando y viviendo. Nuestro Dios Salvador es el mismo Dios del Exodo, el Dios de la libertad. ¡Siempre será el Dios de la libertad! Dondequiera que se haga posible la libertad verdadera, allí se podrá experimentar a Dios.

Los Apóstoles se dedicaron a proclamar la gran Noticia, la Buena

Nueva de Jesucristo, Muerto y Resucitado para la salvación del mundo (Hch. 10, 14a.37-43).

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La verdadera vida, la que no está amenazada por la muerte, es la de Dios. Jesús ha sido glorificado y nuestra mirada tiene que estar dirigida a El, a los grandes valores auténticos, a “las cosas de arriba” que nos revela Dios, según la exhortación de San Pablo (Col. 3, 1-4).

La existencia pascual es una dinámica: necesitamos morir para

resucitar. Esta es la historia que debemos vivir todos los días de nuestra vida los cristianos, los discípulos-seguidores de Jesús (Ro. 6, 1-11). Es que ¡Jesús vive!. El que ha muerto, que ha sido crucificado, ya no pertenece al reino de los muertos, sino al mundo de la Vida.

3.4. EL AGUA La celebración de la palabra en la Vigilia Pascual desemboca en la

Liturgia Bautismal, en la fiesta del agua. El bautismo es algo más que la puerta de entrada en la Iglesia en un pasado que uno deja atrás, porque pertenece a la infancia, sino que es el comienzo de una vida permanentemente configurada por esta unión con Cristo significada en realidad, eficazmente, por el Bautismo. Es un injerto en su Muerte y Resurrección (Ro. 6, 8-11).

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El agua es símbolo e la Vida: nacemos del agua y nos mantenemos vivos por el agua. La Liturgia Pascual nos hace evocar de nuevo esa realidad profunda del nacimiento por el agua, de tal manera que, al participar en el Bautismo de nuestros niños o adultos, y al renovar nosotros mismos las “promesas bautismales”, nos sintamos como recién nacidos (“neófitos”) y, así, emprendamos de nuevo el camino de la fe.

El compromiso bautismal es renuncia al Mal. Reconocemos ante Dios

Padre que los cristianos, reunidos para celebrar la Pascua, somos esclavos de situaciones personales y comunitarias que nos impiden ser hombres y mujeres nuevos.

Nuestro mundo está lejos de ser el reino de hermanos que Cristo

inició y restauró. Y reconocemos que todos somos responsables de esta situación. Por eso necesitamos que el Espíritu de Dios, que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos, nos resucite también a nosotros a una Vida Nueva. Por eso renovamos nuestros compromisos bautismales.

3.5. EL PAN Participamos del todo en la Pascua comiendo la Eucaristía, que “es

fuente de la unidad eclesial y, a la vez, su máxima manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión… Es comunión fraterna, cultivada por una “espiritualidad de comunión” que nos mueve a sentimientos recíprocos de apertura, afecto, comprensión y perdón” (Juan Pablo II: MND, 21; cfr. NMI, 43b).

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Tenemos, entonces, tres signos: Luz (que nos hace testigos), Agua (que nos hace hijos) y Pan (que nos hace hermanos).

3.6. ¿A QUIÉN BUSCAS EN EL SEPULCRO?: Jn. 20, 15-17 El relato de Juan nos presenta la pregunta de Jesús a la mujer: “¿A

quién buscas?”. Para San Juan es una pregunta muy significativa, porque se trata de la misma pregunta que Jesús hizo al comienzo de su ministerio público, cuando los dos discípulos del Bautista se le acercaron para saber quién era El: “Ustedes, ¿a quién buscan?” (Jn. 1, 38).

Y ahora, al final de la narración evangélica según San Juan, vuelve

esta misma pregunta: “¿A quién buscas?”. Es decir, tú buscas a alguien. Es la pregunta que el Resucitado dirige al hombre y a la mujer de todos los tiempos, en todos los ambientes y culturas: tú buscas a alguien que te enjugue las lágrimas, que te ame con amor fiel, que te salve: tú no sabes a quién buscas, pero estás buscando a Dios.

Cuando Jesús, su Palabra y su Espíritu nos hacen esta pregunta, ésta

resuena poderosamente en nosotros y sentimos toda la fuerza del Resucitado: es nuestra Pascua, que cada uno de nosotros vivimos, abriendo la tumba de nuestro corazón a la fuerza del Señor Viviente.

Si escuchamos esta pregunta, si nos esforzamos por contestar,

entonces escucharemos también nosotros pronunciar nuestro nombre como la mujer escuchó a Jesús que decía: “¡María!” (Jn. 20, 16).

María Magdalena reconoce a Jesús solamente después de que El la

llamó por el nombre, que despertó su persona, regeneró su libertad, renovó en ella el poder creador con que Dios llama a todo hombre a la existencia y le confía una misión en la vida: “Ve y dí a mis hermanos…” (Jn. 20, 17).

Es necesario que nos dejemos preguntar por Jesús Resucitado por

qué lloramos hoy, cuáles son nuestros más profundos sufrimientos. Que

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El nos conceda que podamos entrar en lo más profundo de nuestro corazón para ver qué es lo que buscamos, cuál es el objeto de nuestra búsqueda sin límites.

Si oramos así, Jesús nos ayudará y descubriremos que buscamos a

una persona, que lo buscamos a El, muerto y Resucitado por nosotros. Nos ayudará a quitar la piedra del sepulcro de nuestra vida reconociendo que El está vivo, ahora y siempre.

3.7. LOS SIGNOS DEL RESUCITADO: Jn. 20, 10-18 San Juan, en su evangelio, nos narra el llanto de María Magdalena

junto al sepulcro. En pocas líneas lo recuerda cuatro veces: “María se quedó allí, junto al sepulcro, llorando. Sin dejar de llorar volvió asomarse al sepulcro… Los ángeles le preguntaron: Mujer, ¿por qué lloras?... Jesús le preguntó: ¿por qué lloras?” (Jn. 20, 11.13a.15).

El evangelista da la respuesta inmediata. Llora, no sólo porque Jesús

está muerto, sino porque teme también que hayan profanado su sepulcro: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn. 20, 13b.). A más de esta respuesta inmediata, hay un significado más profundo de la mujer que sigue llorando a pesar de que comienza a ver ante ella los signos de la Resurrección: el sepulcro vacío y dos ángeles.

La verdadera respuesta a la pregunta: “¿Por qué lloras?”, se debería

hacer así: lloro porque no puedo comprender los signos del Resucitado. Tengo los ojos tan inflamados por el llanto que no sé ver los signos de la vida y no sé aceptar las palabras de consuelo. Para María Magdalena, que ha quedado profundamente impresionada por la muerte de Jesús, no hay sino muerte a su alrededor, no puede haber sino muerte. Su mente está rígida en la contemplación del cadáver de Jesús y no admite que haya otra posibilidad de existencia, que haya modo de escapar del círculo irreparable de la muerte.

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El llanto inconsolable de la mujer nos hace ver otra cosa. Ante todo nosotros, cristianos, que buscamos al Señor, que creemos con los labios, que proclamamos la Resurrección del Señor y que, sin embargo, encontramos dificultad para reconocer los signos de la presencia del Resucitado en nosotros y a nuestro alrededor, estamos invitados a descubrir los signos del Resucitado.

A veces nos detenemos subrayando las faltas, los signos de muerte,

las desolaciones. Como esta mujer que no quería dejarse consolar e insistía en su petición del cadáver de Jesús, del mismo modo a nosotros se nos hace difícil aceptar, en profundidad, la alegría transformadora de la Resurrección. Es claro que llorar es doloroso, pero puede ser más fácil que acoger una gran alegría, que abrir el propio corazón a una esperanza desconcertante.

María Magdalena es la imagen de nosotros, cristianos, y más todavía,

la imagen de todo ser humano. 3.8. LA ALEGRÍA PASCUAL: Jn. 20, 19-23 La presencia del resucitado acabó con el encerramiento y el miedo y

llevó la paz a los discípulos, que “se llenaron de alegría al ver al Señor” (Jn. 20, 20b. Cfr. MUÑOZ LEON Domingo, o.c. p.679). Nos preguntamos: ¿qué es nuestra alegría de Pascua? ¿Qué significa, qué dice, qué contiene? ¿No corre, tal vez, el riesgo de ser algo superficial que nos decimos, que quisiéramos que también interiormente fuera verdadera hasta el fondo, pero sin saber bien cómo?

O también, si miramos con fe a la verdadera fuente de esta alegría

pascual, que es Cristo Resucitado, ¿no corremos quizás otro riesgo, como es el de expresar una alegría basada en la Resurrección de Cristo, pero olvidando casi la Muerte, la Pasión y la Cruz…Algo así como si nada de esto hubiera sucedido?... La Pasión y Muerte de Cristo no fueron una pesadilla. En realidad están en medio de nosotros, en el sufrimiento de muchos, hoy. Y entonces también podemos maravillarnos de que el

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anuncio de alegría pascual no quite el sufrimiento del mundo, que después de una breve euforia nos encontramos, pasado mañana, mañana y tal vez hoy mismo ante los problemas de siempre: la enfermedad, la injusticia, la violencia, el hambre.

¿Cómo, pues, entender la alegría pascual para que no sea

simplemente externa, para que no se base en la remoción de los sufrimientos de Cristo y los nuestros? ¿Para que no sea solamente una breve pausa, sino, como la Resurrección de Cristo, un cambio en la vida?

La Palabra de Dios nos dice que Jesús Resucitado es el Jesús que

sufrió y murió, incluso es el Jesús que “tenía” que morir (en el evangelio de Lucas se dirá, incluso: “Era necesario que Cristo sufriera estas cosas” Lc. 24, 26).

Comprendemos entonces que la vida nueva del Señor no es

simplemente la cancelación de la muerte en cruz, como si no hubiera nunca sucedido y fuera una cosa que hay que olvidar; más bien es el descubrimiento de la vitalidad prodigiosa que ella ya presenta en la vida y en la muerte de Jesús, en su muerte vivida en el abandono confiado en el Padre, en el amor, en la dedicación a los hermanos. Este era ya el secreto de su vivir, que El había depositado con cuidado para los suyos en el Sacramento de la Eucaristía, declarando que daba libremente la vida por amor, en abandono al Padre, por todos nosotros (cf. Lc. 22, 19-20).

3.9. NOSOTROS SOMOS TESTIGOS DE ESTAS COSAS: Hch. 5, 32 Hemos escuchado y hemos expresado con gestos, palabras, símbolos

elocuentes un anuncio fundamental: ¡Cristo vive y es nuestra vida! ¿De dónde nos viene este anuncio? Nos viene de lejos, de la voz del ángel de la Resurrección; de las mujeres que descubrieron el sepulcro vacío; de los Apóstoles que vieron al Señor vivo. De ellos se propagó el mensaje inmediatamente, con extraordinaria rapidez, de persona a persona, de grupo a grupo, y a partir de ese mensaje se formaron en todas partes comunidades de creyentes.

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En el estudio de los textos del Nuevo Testamento podemos recorrer

este camino del mensaje y descubrir las fórmulas primitivas, las que todavía tienen el sabor originario del primer anuncio: ¡El Señor ha resucitado verdaderamente! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro? ¡Dios ha resucitado a ese Jesús a quien los hombres habían crucificado!

Todo el cristianismo primitivo está en pie o cae con este anuncio.

Nuestra fe no ha nacido de una palabra abstracta, aunque elevadísima, como el anuncio de la fraternidad o del primado del amor. Nació de un hecho testimoniado y proclamado por los que habían participado en él: ¡Cristo ha resucitado verdaderamente!

Este anuncio nos viene, pues, de lejos, en el tiempo, por medio de

una cadena ininterrumpida de testigos. Pero también está aquí, cerca de nosotros, en medio de nosotros, dentro de nosotros. Pero, ¿cómo? El Apóstol Pedro, cuya voz escuchamos en la lectura de los Hechos que anuncia la Resurrección, expresa esta realidad así: “Nosotros somos testigos de estas cosas -es decir, de la Resurrección y glorificación de Jesús-, como lo es también el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que le obedecen” (Hch. 5, 32. Cfr. RICHARD Pablo , Hechos de los Apóstoles, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, pp. 704-705).

Al testimonio de los Apóstoles se une el testimonio del don del Espíritu

Santo. Es el Espíritu Santo el que obra en nuestros corazones, el Espíritu que obró en la Iglesia del Concilio, el que sigue obrando en la Iglesia de hoy y de siempre, el que nos está guiando en estos momentos de la historia de la Iglesia.

Cristo Resucitado no es, pues, solamente nuestra vida, sino nuestro

vivir. Son su amor, su oración, su energía de viviente que toman posesión de la Iglesia mediante el Espíritu y testimonian al mundo que Cristo resucitó y vive en los siglos, en nuestro siglo.

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3.10. LA FUERZA Y LA POTESTAD DE JESÚS: Mt. 28, 18b-20 Impresionan las últimas palabras pronunciadas por Jesús sobre la

tierra, según el evangelio de San Mateo y el sentido de la totalidad que viene de su afirmación: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos míos todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo cuanto yo les he mandado. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 18b-20).

3.11. LA EXPERIENCIA DE EMAÚS: Lc. 24, 13-35 Al convocar a la Iglesia para el “Año de la Eucaristía”, el Papa Juan

Pablo II dice: “El ícono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía (…). Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del ‘Pan de vida’, con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de ‘estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo’ (cf Mt 28,20)” (Juan Pablo II, MND 2).

La Pascua, ahora a nosotros, nos llena con esa misma alegría que

llenaba a los dos discípulos de Emaús cuando escuchaban a Jesús que trazaba la figura del Mesías y lo que se preparaba para los tiempos de la salvación. A menudo todos nosotros nos parecemos a los dos discípulos de Emaús: estamos encorvados, doblegados, inclinados sobre los acontecimientos cotidianos o sobre la realidades sociales que nos rodean y que a veces nos pesan, nos entristecen, nos preocupan. La misma realidad eclesial, si la miramos con ojo demasiado analítico, hipnotizados por éste o el otro aspecto, nos puede crear ese sentido de pesadez, de incapacidad para acoger todo el designio de Dios que caracterizaba a los discípulos de Emaús precisamente mientras caminaban teniendo a su lado al Señor Resucitado (cfr. MORA PAZ César y LEVORATTI Armando

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J., Evangelio según san Lucas, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, pp. 585-586).

Tenían “el todo” de la salvación tenían la clave de la historia y, en

cambio, se encaprichaban a no ver y a deplorar lo que había sucedido (vv. 17b.18.20-24), como si fuera algo sin conexión, sin significado y no formara parte de un designio. La persona viva de Jesús que caminaba con ellos, con su palabra y con la amabilidad de su presencia (vv. 25-26) gradualmente los llevó a captar con maravilla y luego con entusiasmo la riqueza del designio en el que estaba inserta la vida y la misma muerte de Jesús (vv. 27-28).

En el fragmento de la propia vida, cada uno puede captar la plenitud

de la Resurrección que lo ilumina y que lo hace parte de un todo de Iglesia, de Reino de Dios del que tenemos el don inmenso de tener la experiencia consciente por medio del don de la Fe. En esta totalidad de Iglesia, toda la realidad humana está inserta y es llevada por la fuerza del Espíritu hacia esa transformación del hombre y de la sociedad a la que nosotros queremos dar nuestra contribución modesta con todo el sacrificio que se nos pida, pero con esta grande esperanza en el corazón.

3.12. HEMOS VISTO AL SEÑOR: Jn. 20, 1-31 El capítulo 20 del evangelio según San Juan es una revelación de

Jesús Resucitado. Con ello el evangelista completa las sucesivas revelaciones de Jesús que ha ido exponiendo a lo largo de su obra (cfr. LEON-DUFOUR Xavier, Lectura el Evangelio de Juan: Jn. 18-21. vol. IV, Sígueme, 2001, pp. 160-217).

Aquí el autor sagrado quiere desbrozar el camino para que los

creyentes nos incorporemos de algún modo a la gloria del Resucitado. Así como Jesús quedaría incompleto como Salvador sin este hecho fundamental con que remató su vida y su obra, así también el cristiano quedaría manco si no participase de algún modo de la vida gloriosa de Jesús. Este capítulo, pensado en principio como el final del evangelio,

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responde a estas intenciones. Para ello presenta a varios personajes en su proceso hacia el descubrimiento de la vida gloriosa del Maestro y su incorporación a su dinámica.

Las dos figuras más destacadas son María Magdalena y el apóstol

Tomás. Entre una y otro es presentado el grupo de los otros diez apóstoles al recibir la primera visita del Resucitado. Quedan aún otros dos cuyo proceso hacia la fe forma parte del itinerario de la Magdalena. Todos ellos recorren la profunda experiencia de descubrir por la fe y por el amor la nueva vida con que se les presenta aquel mismo Jesús que habían dejado muerto y sepultado.

El evangelista sabe que este proceso es inherente a la fe, que sin esta

etapa no sería ni cristiana ni eclesial, y por eso presenta estas manifestaciones del Resucitado con un fin más didáctico que apologético (cfr. LEON DUFOUR, Xavier. Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Salamanca 1974, pp., 238-260).

María Magdalena (Jn. 20, 1-18) creía que todo había terminado al

dejar a Jesús en el sepulcro; pero al mismo tiempo intuía que era un absurdo para Jesús y un desastre para sí misma. De ahí que su amor al Maestro no consentía aceptar los hechos y luchaba contra lo imposible: ella sola quería mover la piedra del sepulcro. ¿Qué pensaba hacer después si lo conseguía? ¿Y por qué se asusta cuando otro le ofrece el trabajo hecho? No busquemos lógica en el amor.

Entre la Muerte y la Resurrección de Jesús pasó un tiempo lleno de

misterios. De la misma manera ha de pasar un espacio espiritual o un proceso humano y sobrenatural, hasta que María haya recibido todos los elementos que la conduzcan del Jesús terreno al Jesús glorioso y Resucitado. Mientras ella está pasando este túnel no tiene capacidad suficiente para asimilar los mensajes que le van llegando y por eso se asusta, corre, vuelve al sepulcro, llora, no entiende a los ángeles, confunde al hortelano, sufre y, sobre todo, espera con amor y lucha contra lo que ella consideraba absurdo: la muerte de su Señor.

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Desde otro punto de partida, lo mismo le ocurrió al apóstol Tomás (Jn.

20, 24-29). También él sufrirá por la dificultad que tiene para unir la vida mortal con la vida gloriosa de Jesús, y por eso querrá tender un puente que las una: las cinco llagas comprobadas con sus propios dedos. Cuando las haya palpado podrá creer que Jesús es el mismo y por tanto que existe la vida gloriosa. Propiamente no estamos ante un caso de “incredulidad”, ni de rechazo empedernido, sino todo lo contrario, puesto que lo que Tomás quiere es poder creer, o sea, tener un fundamento para aceptar la gloria de Jesús. Tomás tiene el mismo problema que tenemos los creyentes de todos los tiempos, por eso también pasa por un túnel.

En ambos, en María Magdalena y en Tomás, la luz llega de lo alto, de

Jesús. Pues está bien claro que los datos que fundamentan la fe cristiana sólo la engendran de verdad cuando los informa la otra luz venida de lo alto: “Nadie puede venir a Mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn. 6, 44).

La Magdalena recibe esta luz a través de una palabra, cuando Jesús

la llama por su nombre: “¡María!” (Jn. 20, 16). Tomás, cuando Jesús se le presenta y se le abre para que toque y compruebe. En ambos casos este momento los incluye en el misterio de la Pascua y les comunica su dinamismo salvador. María ha oído su nombre y ya lo entiende todo. Entenderlo equivale a saber y comprobar que es verdad lo que intuía de Jesús, que no puede morir. Su amor no la engañaba. La realidad superará toda esperanza ya que no sólo ve que aquel Jesús que vió enterrar sigue vivo, sino que, aún siendo la misma persona, ahora vive otra vida superior que va a comunicar a los suyos.

De momento María no puede asimilar un mensaje tan grande e

insospechado; por eso Jesús tiene que obligarle a que deje de abrazarlo porque ella no sabía ni podía hacer otra cosa como expresión de su gozo. Jesús la desengaña en el sentido de que no vive como cuando estaba con ellos; ahora ya está junto al Padre y prepara allí lugar para cada uno de

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sus hermanos (cfr. Jn. 14, 1-3). María no debe retenerlo, sino seguirlo de algún modo, comunicando a los suyos la noticia pascual (Jn. 20, 17-18).

Cuando este grupo de discípulos pase a ser el de sus hermanos

entonces tendrá lugar el abrazo y la unión definitiva de todos con Jesús junto al Padre. Entre tanto hay que acelerar la misión al mundo. El mensaje de Pascua ha de llenar la tierra con su luz y su vida nueva.

Esto es lo que entendió María y lo expresó con su proclamación

solemne y oficial a la Iglesia: “¡He visto al Señor!” (Jn. 20, 18). Lo mismo confesó Tomás al exclamar diciendo: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn. 20, 28).

Así como la Magdalena comprendió el Misterio de Jesús al oír su

nombre propio, María, así ahora también descubre su propia identidad de mensajera pascual al confesar el nombre nuevo de Jesús: ¡Señor! La fe cristiana consiste en confesar que “Jesús es Señor” (Flp. 2, 11). Por boca de Magdalena y de Tomás lo proclama la Iglesia de Juan. De este modo, Pascua es el término final que cierra en un mismo punto el misterio de Dios Padre y del hombre creyente, pues al creer en Jesús como el Señor que nos salva, descubrimos el sentido de nuestra vida que recibimos los creyentes y que hemos de comunicar al mundo.

3.13. MISIÓN DE LA IGLESIA DIRIGIDA POR PEDRO: Jn. 21, 1-14 Nos vamos a fijar en esta primera escena del capítulo 21 del Cuarto

Evangelio. Esta escena tiene parecido con la pesca milagrosa de Lc. 5, 1-11. Juan presenta a un grupo de seis apóstoles que siguen a Pedro en la decisión cotidiana de ir a pescar en el lago de Galilea (vv. 1-3a). Aquella noche no pescaron nada (v. 3b). Pero la situación cambió al amanecer por intervención de Jesús (vv. 4-6). Fiándose de El echaron la red a la derecha y recogieron 153 peces grandes, tantos como especies catalogadas se conocían en la antigüedad (cfr. LEON-DUFOUR, X. Lectura del Evangelio de Juan: Jn. 18-21, vol IV, pp. 223-232).

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Ciertamente el evangelista presenta aquí la misión de la Iglesia dirigida por Pedro: predicar el Evangelio a todo el mundo y reunir a todos los hombres dentro de su red única, que no se rompe, como no pudo romperse la túnica de Jesús al pie de la Cruz.

El éxito de esta misión no es de Pedro ni de sus compañeros, sino de

la Palabra de Jesús. Con todo, Pedro tiene en esta escena un papel muy importante. Tiene la iniciativa y es el que al final corre hacia Jesús cuando el discípulo amado intuye de lejos que es el Señor quien los espera a la orilla del mar.

Quiere decir el evangelio que después de Jesús Pedro es el primero,

es anterior al mismo discípulo amado. En el mismo capítulo se repetirá esta idea.

Después de esta escena de prodigio Jesús y los Apóstoles “comen

juntos” y la escena guarda un paralelismo con la multiplicación de los panes: “Jesús se acercó, tomó el pan en sus manos y lo repartió; y lo mismo hizo con los peces” (Jn. 21, 13; 6, 11). Seguramente el autor tiene en su mente la celebración de la Eucaristía en la Iglesia a la hora de redactar esta comida de pan y pescado preparada por Jesús a la orilla del lago.

3.14. MARIA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN El tema de los «pobres de Yahvé» («anawim») es un tema muy

importante para comprender el papel de la Santísima Virgen en la historia de la salvación. Ella nos es presentada, en definitiva, como la persona que representa la actitud ideal de apertura, la de los pobres, para hacer posible la irrupción salvadora de Dios en nuestro mundo: “El Señor miró la pequeñez de su esclava… e hizo obras grandes por mí…” (Lc. 1, 48.49; cfr. 51-55; MORA PAZ C. y LEVORATTI A. J. , o.c. p. 479) .

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3.15. MARIA, LA VIRGEN DE LA ESPERANZA Más que una virgen dolorosa, Maria nos es presentada por la tradición

cristiana original como una virgen valiente, no derrumbada por el dolor,.sino «de pie», llena de esperanza. En realidad no podríamos comprender que quien ha manifestado, con el espíritu de los pobres («anawim»), su disponibilidad incondicional para hacer posible la realización de los designios de Dios, fuera ahora una virgen sin esperanza.

Para todos nosotros, la Virgen María es un estimulo para mirar más

allá de la inmediatez del dolor, para adivinar a Dios, que viene como un Dios salvador, a pesar del sufrimiento: “Ella conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón” (Lc. 2, 50b).

Antes de reunirse por la noche, para celebrar la Vigilia Pascual, que

es la gran experiencia de la Iglesia, la Comunidad Cristiana pone su mira en la Madre de Jesús y nuestra Madre, la Santísima Virgen María. Para todos nosotros los cristianos, en particular para los católicos y de manera muy especial para los cristianos de América Latina, nuestra fe es incomprensible sin la devoción a la Santísima Virgen. A ella la miramos como a la Madre dolorosa, pero más que eso como a la Virgen de la esperanza. Ella es la «Estrella de la Nueva Evangelización».

La «Hija de Sión», de que habla el profeta, es figura de la Virgen

María que espera ahora, gozosa, la Salvación del nuevo Pueblo de Dios, es decir, de la Iglesia, por medio de la Resurrección de Jesús: «¡Exulta sin freno, Hija de Sión, grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna. Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de guerra, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio alcanzará de mar a mar, desde el Río al confín de la tierra»(Zac. 9, 9-10).

El Concilio Vaticano II nos habla de María relacionándola con Cristo y

con la Iglesia:

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«La Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de

Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas. Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima» (Constitución sobre la Iglesia, LG. 53).

En el evangelio, el ángel saluda a María como «Llena de Gracia», es

decir, favorecida por el Señor Dios, llena del Espíritu Santo. En ella se cumplió el designio de Salvación del Nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia (Lc. 1, 16-38. Cfr. MORA PAZ César y LEVORATTI Armando J., Evangelio según san Lucas, en Comentario Bíblico Latinoamericano, Nuevo Testamento, p. 478).

3.16. MARIA, LA GRAN PRESENCIA REVELADORA DEL DIOS TIERNO EN

NUESTRO MUNDO LATINOAMERICANO. Nuestro mundo latinoamericano ha sido definido como el mundo de

los «pueblos crucificados». Un mundo del dolor, del sufrimiento causado por la opresión y por la injusticia. Pero en medio de estas realidades que hemos proyectado sobre la imagen misma del Cristo sufriente, María ha sido una presencia consoladora: en Guadalupe, en Luján, en Chiquinquirá, en Las Lajas, en el Quinche.

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Se ha hablado, de una manera muy hermosa, de la revelación en

María de los rasgos maternales del rostro tierno de Dios. En medio del sufrimiento y de todos los problemas que podamos tener en nuestro mundo, Dios no nos deja de mostrar su rostro tierno y esperanzador.

Por eso, al poner en este día, en el suspenso entre el sufrimiento y el

triunfo, nuestra mirada en María, debemos reafirmar en nosotros mismos la actitud de la esperanza. De hecho, esta noche estaremos llenos de gozo celebrando el gran misterio de la vida.

Con María esperamos seguros la Resurrección de Jesús. Como ella,

también seremos testigos ante el mundo de la Resurrección del Señor por medio de la alegría auténticamente cristiana y reflejada en el amor a los hermanos y hermanas.

Que María se digne incitarnos a cantar con frecuencia el “Magnificat”,

su himno de alabanza y gratitud al Padre bondadoso de los cielos, por cada maravilla que Dios realiza en nuestra vida cristiana y mediante nuestro testimonio misionero. Que ella nos convenza de imitar su permanecer de pie junto a la Cruz (Jn. 19, 25) cuando surjan dificultades e incomprensiones en el árduo camino de la fidelidad al compromiso cristiano que hemos renovado en la Vigilia Pascual. Que ella nos contagie de su entusiasmo para volver a repetir, con más convicción que antes, pero sin perder la frescura de nuestras primicias bautismales, la respuesta afirmativa, espontánea, diáfana, lúcida que definió un día nuestra vida y el sentido de ella: “Hágase en mí según tu Palabra” (Lc. 1, 38).

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CONCLUSION

Al terminar la celebración de la Semana Santa y, sobre todo, del Triduo Pascual queremos sentir y vivir que para nosotros ser cristianos no significa simplemente practicar costumbres religiosas; y que ser Iglesia no significa simplemente tener parte en una organización humana, sino hacer la experiencia comunitaria de la fe que transforma la vida. Sentimos y vivimos que la fe nos compromete en una tarea de valoración de nosotros mismos, de los demás y de nuestra propia cultura; es decir, la fe nos humaniza, nos promueve y eleva nuestra condición de vida personal y comunitaria.

La Pascua que hemos celebrado es la realización del Misterio

Cristiano dentro de la Iglesia, es decir, que en la Iglesia, o mejor, en los cristianos, suceden, acontecen realmente la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Luego, Misterio Pascual, Misterio Cristiano y Misterio de la Iglesia es lo mismo. Y esto es precisamente lo que celebramos, recordamos y actualizamos en la Pascua.

Pero, ¿qué ha sido el Triduo Pascual? Se trata de un tiempo fuerte

para vivir el Misterio Cristiano, es decir, un tiempo especial, propicio y disponible para que los cristianos realicen en su propia vida el Misterio Cristiano asumido en el sacramento del Bautismo.

El Triduo Pascual ha sido fundamentalmente una celebración vital del

Misterio Pascual vivido durante la Cuaresma. Ha Sido avanzar en nuestro proceso de humanización e identificación con Cristo. Y la vivencia

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responsable de los sacramentos (Bautismo, Confirmación y Eucaristía, sobre todo) es ya parte de una real celebración de la Pascua.

El Triduo Pascual es también una profesión de fe con signos: lectura

de la Pasión, la Cruz, la Palabra abundantemente servida (sobre todo, en la Vigilia Pascual del Sábado)… Tres signos muy especiales nos han hablado en la celebración del Triduo Pascual, especialmente en la cumbre del mismo que es la Vigilia Pascual: Luz, Agua y Pan. Esto quiere decir que celebrar la Pascua nos compromete muy seriamente a ser «testigos» (luz), «hijos» (agua) y «hermanos» (pan).Todos esos signos nos hablan del mensaje fundamental de la Pascua: la ¡Resurrección de Jesús!

Con la Pascua comienza el gran esfuerzo de toda nuestra vida para

ser “hombres y mujeres nuevos”, testigos de Cristo Resucitado. Como bautizados y como consagrados, vamos, en la Pascua –Cruz y Resurrección- al encuentro con Jesucristo vivo, que es «camino de conversión, de comunión y de solidaridad». El es la Cabeza de una Humanidad Nueva y el Salvador de todos los que creen en El.

Después de celebrar la Pascua, regresamos a nuestras actividades

ordinarias, a nuestro ambiente para la vida diaria. Tenemos que ser testigos de esta Pascua, mensajeros de esperanza para el mundo que sufre.

Hemos celebrado la Pascua... Ahora nos toca, a través de la vida de

todos los días, ¡hacer la pascua!.

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Dios Padre, luz y fuerza de nuestras vidas: haz que demos frutos de espiritual resurrección,

puesto que por el agua purificadora del Bautismo

nos has dado un nuevo corazón de hijos. Y concédenos que reflejemos, en nuestra

manera de vivir, el rostro del Señor Resucitado: para que el mundo entero vaya encontrando el

camino hacia la plenitud que en Cristo Glorificado nos prometes.

Josep Urdeix

¡¡¡ FeliceS PascuaS !!!

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¡GRACIAS, SEÑOR!

Gracias, Señor por el don de la vida, Gracias por el maravilloso don de la esperanza.

Que esta esperanza actúe con fuerza en nuestra vida. La felicidad está en servirte a Ti,

Señor Díos nuestro, y en servir a nuestros hermanos.

Que vivamos para ayudar a todos a vivir.

Que trabajemos por el bienestar de todos. Que obremos siempre por amor y solidaridad,

para que este mundo y esta vida sean tránsito hacia la que nos has prometido

en la Resurrección de tu Hijo.

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“Hacer de la Iglesia la casa y la escuela

de la comunión, éste es el gran desafío que

tenemos ante nosotros… si queremos ser

fieles al designio de Dios y responder a las

profundas esperanzas del mundo”

Juan Pablo II: NMI, 43a.

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Yo hago nuevas

todas las cosas Ap. 21, 5

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CONTENIDO

INTRODUCCION 9

JUEVES SANTO 13

VIERNES SANTO 35

SABADO SANTO 57

CONCLUSION 79 INDICE 85

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