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Nicolás Palou, DNI 31877932 1. Antes de hablar de Wittgenstein, o más apropiadamente, de alguno de los “distintos” Wittgenstein según a qué etapa de su pensamiento nos refiramos (temprana o madura), será conveniente presentar un panorama general del estado de cosas en la lógica, la filosofía y la ciencia de fines de siglo XIX. En efecto, suele considerarse a Frege el padre de la filosofía analítica por haber fundado una nueva lógica formal que sustituyó a la aristotélica. La innovación consistió precisamente en abandonar aquella concepción de la proposición en términos de sujeto-predicado (S es P) para pasar a otra en donde una Función insaturada pone en relación Objetos que vienen a saturarla (por caso «aRb», donde “a” y “b” son nombres propios de objetos y R es una función que los vincula “a” rompió “b”). Lo primero que debemos decir sobre Frege es que no le interesaba el lenguaje, ni aun la filosofía misma: era un matemático que se vio en la necesidad de producir un aparato formal nuevo que satisficiera las necesidades de la ciencia para transmitir la verdad. Así pues es como asoma por ¿primera? vez una concepción del lenguaje como «ideal de transparencia», del lenguaje como un medio que permita capturar la realidad del mundo sin pérdidas ni modificaciones. El método emprendido por Frege, y que Wittgenstein heredará a su vez de él y de Russell, reside en que la realidad es un complejo descomponible en fragmentos cada vez más pequeños hasta llegar a un punto en que no se puede seguir la división y se llega a los “simples”: los nombres. Esta imagen del lenguaje es conocida como atomismo lógico, y tiene a la base la idea de que como las proposiciones son compuestos de nombres (elementos), la verdad de la proposición dependerá en última instancia de la verdad de sus partes componentes (Principio de Composicionalidad). Estamos ya habilitados para introducir al joven Wittgenstein de principios de siglo XX, a quien distinguiremos primeramente de los aspectos que lo alejan de sus maestros Frege y Russell y en segunda instancia de su propia versión madura y evolucionada. Con respecto a lo primero, debemos señalar que su primera gran obra, el Tractatus Logicus-Philosophicus no limita su interés al lenguaje de la ciencia o de la matemática, sino que se interesa por la naturaleza misma de los problemas filosóficos en su relación con el lenguaje (aspecto que compartirá en su etapa de madurez). En el Tractatus, Wittgenstein seguirá explícitamente a Frege en su planteo de atomismo lógico, construyendo una “imagen del lenguaje” según la cual éste funciona como «espejo» de la realidad para mostrarla tal cual es. Para ello, establece una suerte de simetría entre la estructura de la realidad y la del lenguaje, cuando en la Proposición 1.1 sostenga que “el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”.

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Trabajo acerca de las imágenes del lenguaje de Wittgenstein, Heidegger y Gadamer para la cátedra de filosofía contemporánea de la Universidad de Buenos Aires.

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Page 1: Parcial de HFContemporánea.pdf

Nicolás Palou, DNI 31877932

1. Antes de hablar de Wittgenstein, o más apropiadamente, de alguno de los “distintos”

Wittgenstein según a qué etapa de su pensamiento nos refiramos (temprana o madura), será

conveniente presentar un panorama general del estado de cosas en la lógica, la filosofía y la

ciencia de fines de siglo XIX. En efecto, suele considerarse a Frege el padre de la filosofía

analítica por haber fundado una nueva lógica formal que sustituyó a la aristotélica. La

innovación consistió precisamente en abandonar aquella concepción de la proposición en

términos de sujeto-predicado (S es P) para pasar a otra en donde una Función insaturada pone

en relación Objetos que vienen a saturarla (por caso «aRb», donde “a” y “b” son nombres

propios de objetos y R es una función que los vincula – “a” rompió “b”). Lo primero que

debemos decir sobre Frege es que no le interesaba el lenguaje, ni aun la filosofía misma: era

un matemático que se vio en la necesidad de producir un aparato formal nuevo que satisficiera

las necesidades de la ciencia para transmitir la verdad. Así pues es como asoma por ¿primera?

vez una concepción del lenguaje como «ideal de transparencia», del lenguaje como un medio

que permita capturar la realidad del mundo sin pérdidas ni modificaciones. El método

emprendido por Frege, y que Wittgenstein heredará a su vez de él y de Russell, reside en que

la realidad es un complejo descomponible en fragmentos cada vez más pequeños hasta llegar

a un punto en que no se puede seguir la división y se llega a los “simples”: los nombres. Esta

imagen del lenguaje es conocida como atomismo lógico, y tiene a la base la idea de que como

las proposiciones son compuestos de nombres (elementos), la verdad de la proposición

dependerá en última instancia de la verdad de sus partes componentes (Principio de

Composicionalidad).

Estamos ya habilitados para introducir al joven Wittgenstein de principios de siglo XX, a

quien distinguiremos primeramente de los aspectos que lo alejan de sus maestros Frege y

Russell y en segunda instancia de su propia versión madura y evolucionada. Con respecto a lo

primero, debemos señalar que su primera gran obra, el Tractatus Logicus-Philosophicus no

limita su interés al lenguaje de la ciencia o de la matemática, sino que se interesa por la

naturaleza misma de los problemas filosóficos en su relación con el lenguaje (aspecto que

compartirá en su etapa de madurez). En el Tractatus, Wittgenstein seguirá explícitamente a

Frege en su planteo de atomismo lógico, construyendo una “imagen del lenguaje” según la

cual éste funciona como «espejo» de la realidad para mostrarla tal cual es. Para ello, establece

una suerte de simetría entre la estructura de la realidad y la del lenguaje, cuando en la

Proposición 1.1 sostenga que “el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas”.

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Contrastémosla ahora con la 3.221: “a los objetos solo puedo nombrarlos. Los signos hacen

las veces de ellos. Solo puedo hablar de ellos, no puedo expresarlos…”. Esto viene a querer

decir que los objetos simples, los elementos constitutivos de la realidad solo pueden ser

conocidos inmediatamente en su mostración mientras que los hechos (o estados-de-cosas) sí

pueden expresarse (decirse) en vista de ser compuestos. En 4.1212 queda claro cuál es el

resultado de esta operación: “Lo que puede ser mostrado, no puede ser dicho”. Precisamente

éste es el eje central que articula todo el Tractatus: la distinción entre el decir (los hechos) y el

mostrar (el lenguaje).

El 5.4733 es la última escala que precisamos para entender el sentido de la enigmática

frase referida en la consigna: “Frege dice: cualquier proposición formada correctamente debe

tener un sentido; y yo digo: cualquier proposición posible está correctamente formada y si

carece de sentido ello sólo puede deberse a que no hemos dado significado a algunas de sus

partes”. Ahora queda bien iluminado el sentido 5.5563: “todas las proposiciones de nuestro

lenguaje ordinario están de hecho, tal como están, perfectamente ordenadas desde un punto de

vista lógico”: ¡no podía ser de otra manera! Los problemas no radican en la forma de la

proposición en tanto proposición, sino en el hecho de que a veces “no hemos dado significado

a algunas de sus partes”, esto es, que uno o más de los nombres que componen la proposición

no refieren propiamente a ningún objeto del mundo. En efecto, para el Wittgenstein del

Tractatus, el significado de un nombre es el objeto al que designa. Este es quizás uno de los

puntos de mayor contraste con el Wittgenstein de las Investigaciones Filosóficas. Si en el

Tractatus el signo cobra vida en el espacio interior como imagen como resultado de reducir el

uso de las palabras a la nominación de objetos, la crítica que desarrolla en los primeros veinte

parágrafos IF contra de la enseñanza ostensiva del lenguaje viene a echar por tierra aquella

noción, dado que es imposible dar a entender qué aspecto de la cosa señalamos cuando

decimos “esto es rojo” (¿pero cómo sé que no está señalando la textura suave de „esto‟?). Para

ello sería necesario disponer ya de un lenguaje, y en todo caso la enseñanza ostensiva nos

permitiría hacer la traducción de un idioma al otro, porque ya poseemos el concepto de

“color”, “textura”, etc...

En IF, el lenguaje ya no es concebido como un sistema singular y cerrado susceptible de

ser analizado sino más bien como una pluralidad heterogénea, para lo cual introduce el

concepto de “juegos de lenguaje”. Ellos son redes de semejanzas y diferencias que se

entrecruzan en diversos grados y maneras, como parecidos de familia. La invocación del

parentesco viene a ser el modo en que Wittgenstein evita recaer en el esencialismo, de manera

tal que no hay algo común a todos los juegos, la esencia que los haría tales; simplemente

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guardan semejanzas. El lenguaje es pensado así como una sustancia con la cual se pueden

armar diversas configuraciones. Al no definir una forma fija siempre idéntica a sí misma, su

totalización no puede ser sino imaginaria. Contingencia y no totalidad son ahora las notas

distintivas del lenguaje. De esta manera, el lenguaje ha perdido su carácter de espejo para

tornarse en algo opaco e imperfecto, pero por ello mismo funcional. El significado de las

palabras ya no son las cosas a las que refieren sino que se constituye en el uso que le damos

en el entramado de nuestras formas de vida, a las acciones que llevamos a cabo con él.

Contamos ya con las claves para descifrar el sentido de la metáfora del laberinto del lenguaje,

que no sólo refuerza su carácter heterogéneo mencionado anteriormente, sino que muestra el

carácter fundamentalmente situado y vivo del lenguaje: las palabras no tienen un sentido fijo

y unívoco, sino que están en permanente desplazamiento y dependencia de los fines que

perseguimos en cada momento. Si asimilásemos el lenguaje a un mapa, entenderíamos que no

colabora en nada a nuestra orientación hasta habernos situarnos en un territorio. Una misma

pregunta, por ejemplo, puede tener el sentido, desde un lado, de procurarnos información que

nos falta; pero desde otro lado, podríamos hacer la misma pregunta pero esta vez con el

propósito de determinar si la otra persona conoce o no la respuesta (como en un parcial

universitario). Así queda puesto en evidencia que “la misma” pregunta es y no es la misma,

según de qué lado nos aproximemos a ella.

En cuanto a las semejanzas y diferencias que se pueden establecer entre el primer y el

segundo Wittgenstein, cabe decir por el lado de las semejanzas que ambos proyectos

consideran que no hay genuinos problemas filosóficos, sino que son el resultado de los

embrujos que el lenguaje ejerce sobre nuestro entendimiento. Entre las diferencias se destaca

el abandono de la concepción del significado de un nombre como igual al simple al que

designa. En IF, se llega a la comprensión de que no tiene sentido hablar de “simples”,

“objetos elementales”, pues aquello que en todo caso denominamos simple está siempre en

función de lo que queremos lograr con la expresión. De allí que el significado de una palabra

pase a ser concebido como su uso en el lenguaje para lograr un fin determinado.

2. En su libro de 1927 Ser y Tiempo, Martin Heidegger lidera una cruzada en pos de la

recuperación del concepto de ser a la manera en que lo vislumbraron los presocráticos, y que

a partir de la intervención de Platón ha sido secuestrado por el ente. En efecto, Parménides, el

padre (si no el abuelo) de la filosofía, inscribió al ser como aquello por lo cual hay algo,

cosas, entes. Sin embargo, el ingreso de Platón a la escena significó la «entificación» del ser,

quedando así reducido a lo que conocemos como Formas o Ideas. Luego con Aristóteles el ser

quedaría fijado como algo que “se dice de varias maneras” (aunque privilegiado como ousía).

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De allí en más, la tradición filosófica continuó por el sendero de la ontología –la ciencia del

estudio de los entes–, llegando hasta Descartes (“yo soy una cosa que piensa”) y recuperado

en última instancia por quien sería mentor de Heidegger, Edmund Husserl. Asistimos, pues,

como decíamos al principio, a la titánica labor de ir contra dos mil quinientos años de

tradición filosófica para restituir al ser a su lugar de privilegio con respecto al ente.

Parte de esa tarea consiste en desmontar la concepción heredada desde Aristóteles, quien

en De interpretatione hace de la proposición la “sede” de la verdad y que más tarde, con

Frege, pasaría a alojar también el sentido de las expresiones lingüísticas. Sin embargo, antes

de ingresar en la crítica a esta concepción, es dable ofrecer una breve presentación del

concepto de Dasein y sus especificaciones ontológicas (los existenciarios), a partir de los

cuales se despliega la estructura de Ser y Tiempo. En efecto, si el proyecto de la recuperación

del ser había de comenzar por alguna parte, no parecía haber mejor candidato que aquel

singularísimo entre los entes del mundo que se pregunta por el ser de las cosas y de sí: el

hombre. El Dasein, pues (si bien no debe ser identificado con el hombre), es –cual su nombre

lo mienta– el ser-ahí que se encuentra en estado-de-yecto (arrojado, sin haberlo pedido) junto

a los entes en el mundo; mundo que, por cierto, no aloja a las cosas como un balde al agua

sino que se constituye a partir de ellas mismas, como quien habla del “mundo de la

farándula”, por caso. Pero volviendo al Dasein: su condición, a diferencia de las meras cosas,

es la de algo inacabado y abierto; es pura posibilidad, poder-ser. La primera de sus

especificaciones es lo que Heidegger da a llamar la disposicionalidad, en referencia al estado

afectivo que «dispone» mejor o peor al Dasein para su encuentro con el mundo. El segundo

existenciario del Dasein es la comprensión, que debe ser enmarcada dentro de la crítica

heideggeriana a la visión moderna, para la cual el sujeto conoce al objeto mediante

representaciones. Aquí, el carácter mismo de la disposicionalidad del Dasein como algo que

está ya en el mundo junto con los entes permite suprimir a la representación y en su lugar se

instala la capacidad del Dasein de ver-en-torno de sí para comprender los entes que le rodean,

pues reconoce en ellos una función, una utilidad, un servir-para. Este reconocimiento

inmediato es donde al Dasein se le revela el sentido de las cosas, vale decir, las interpreta en

función de la tarea que decide cumplir y las incorpora en un plexo de significaciones

interrelacionadas que se remiten unas a otras. Así es como el escultor no necesita

«representarse» el cincel como objeto para tallar la piedra; simplemente lo reconoce y lo

interpreta como algo que está en relación con la piedra y en última instancia, con la estatua

que desea producir para deleite de sí y otros Dasein.

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El tercer existenciario es el habla, que es el articulador de la comprensión de los entes que

están en su mundo, esto es, la articulación del sentido de manera expresa. "Articulado" quiere

decir que esa totalidad (la del taller, o, en términos más generales, el mundo) no es una

totalidad indiferenciada, uniforme, sino dotada de diversos niveles, funciones, relaciones de

finalidad, de subordinación o coordinación, etc.

Nos hallamos ahora en condiciones de evaluar la crítica heideggeriana a la proposición

como sede del sentido o significado. Se deja ver desde la caracterización de los existenciarios

del Dasein que éste no puede no-comprender; que la interpretación de los entes le es

constitutiva por la misma facticidad de su ser-ahí; por lo menos, cuando se trata de desplegar

sus posibilidades en un hacer concreto. Distinto es el caso de la actividad teórico-

contemplativa, en donde los entes no son más a-la-mano sino ante-los-ojos, esto es, que

devienen objetos de estudio. En esta instancia, derivada de aquella comprensión originaria, el

Dasein procura conocer el ser-de-los-entes que tiene ante sí. De hecho, esta fue la actitud

predominante desde que Platón dijera que la filosofía nació con el «maravillarse ante los

fenómenos» que desembocó en el olvido del ser como pregunta fundamental e hizo que se

privilegiase el estudio del «qué es» de los entes en tanto tales. Efectivamente, al rotar desde el

«cómo» hacia el «qué», la proposición apofántica se elevó como aquello que vendría a

comunicar la definición, y con ella, el significado de las cosas. Pero no cualquier tipo de

proposición, sino aquella que “dice las cosas como son”, lo que se conoce como teoría de la

verdad adecuacionista. Y si bien Heidegger no alza objeciones a tal consideración de la

verdad, sí sostiene que ella no es la originaria ni la más fundamental sino más bien aquella

otra que se le revela al Dasein en tanto interpreta las cosas que tiene a-la-mano. Esto lo

expresa claramente en el mismo §33: “Como la interpretación en general, la proposición tiene

necesariamente sus fundamentos existenciarios en el „tener‟, el „ver‟ y el „concebir‟ previos”.

Su cruzada es, en definitiva, una reacción contra el positivismo lógico de su tiempo, que

buscó depurar el lenguaje hasta sus elementos constitutivos más simples, procurando una

lógica analítica que garantizase una verdad válida, pura, infalible, objetiva...

Pero yendo más lejos aún, la propuesta heideggeriana busca alertarnos sobre lo que él

denominó la caída, que lejos está de ser una alusión bíblica. Antes bien, la caída es una

consecuencia directa del olvido del ser por parte del hombre, que a su vez lo llevó a olvidar su

condición de proyecto inacabado y comportarse como si fuera un mero ente intramundano. La

cotidianeidad –en connivencia con ciertos embrujos de las formas gramaticales que facilitan

referirse a la esposa como “mi mujer”, cual si fuese una cosa– lleva al hombre a cerrarse, a

abandonar su estado-de-abierto. Las manifestaciones más patentes de esta condición (sobre

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todo en cuanto a los [d]efectos gramaticales) son el uno, lo impersonal y las habladurías. Lo

primero se da cuando nos referimos a nosotros mismos en tercera persona al decir “uno

trabaja para que le vaya bien”. El impersonal aparece cuando nos amparamos en expresiones

tales como “se dice que…”, “se estila tal cosa” para justificar nuestro accionar

descomprometido y azaroso que elude la responsabilidad que nos cabe como seres libres –y

este “estar condenados a ser libres”, el estar obligados-a-elegir-a-cada-momento, es

precisamente lo que nos angustia. La vocación por su parte sería ya aquello que impulsa al

Dasein a salir de la apatía y rechazar a lo Uno y lo Impersonal y, por cierto, también las

habladurías en las que caemos al elidir todo matiz; cuando nivelamos, simplificamos… en fin,

cuando exiliamos al misterio del mundo – «¡Todo es conocido! ¡Todo se sabe, no hay de qué

preocuparse!». En rigor, se trata de un autoengaño que nos legitima a llevar una vida

inauténtica. Apacible, sí, pero ¡oh, tan inauténtica!

3. En el desarrollo anterior hemos hecho alguna mención de los conceptos de Dasein, ser-

a-la-mano y ser-ante-los ojos, sobre los cuales daremos algunas precisiones más. El ser-a-la-

mano es aquel tipo de ente que “hace frente” dentro del mundo, esto es, las cosas que se

presentan de manera inmediata al Dasein en cuanto que “sirven para”, “son perjudiciales”,

“son empleables”, por lo que Heidegger también los llama útiles. El Dasein se encuentra ya en

una situación de familiaridad con los seres-a-la-mano, que le facilitan su manipulación no

mediada por representaciones intelectuales (contra lo que habían sostenido los modernos hasta

Husserl inclusive con su intencionalidad de la conciencia). Pero cabe preguntarse ahora,

¿dónde se da todo esto, y cuáles son las condiciones de posibilidad para que «hagan frente» al

Dasein? La respuesta de Heidegger se articula alrededor del concepto de conformidad y que

nos brindará la clave para atravesar el espinoso problema de la mundanidad del mundo.

La conformidad, pues, es una relación compleja entre el Dasein, los entes intramundanos y

otros Dasein que habitan ese mundo. Aquí es útil remitirnos a la fórmula que el mismo

Heidegger usa: “La conformidad implica: „conformarse con‟ algo „en‟ algo. La relación

„con…en…‟ es lo que se indica con el término de referencia”. Aquello con lo cual el Dasein

se conforma es el ser-a-la-mano, y lo hace en referencia a algo, que puede ser (1) otro ser-a-

la-mano o, (2) otro Dasein. En el primer caso, cuando la referencia es a otro mero ente,

estamos ante el “para qué”, en el “en qué” de un ser empleable; en el segundo en cambio

debemos hablar ya de que hay un “por mor del qué”. Traducido esto a términos más

familiares, tendríamos que en la secuencia de conformidades concatenadas, los útiles son

medios de los que el Dasein se vale para alcanzar un fin último que cierra la cadena, y que es

siempre un Dasein (otro o uno mismo).

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“Un útil no es, rigurosamente tomado, nunca” agrega Heidegger para decirnos que el útil

no se da jamás aislado, sino que se da siempre dentro de un todo de útiles o plexo referencial

del que forma parte. Esto, en efecto, es la condición de posibilidad para el darse de los seres-

a-la-mano y es lo que propiamente se llama mundo; la estructura particular que da forma a ese

mundo es su mundanidad. El Dasein, por su parte, en su familiaridad con estas relaciones se

significa a sí mismo, se da a comprender originalmente su ser y poder-ser en el mundo. Y así,

tenemos que “el todo de relaciones de este significar lo llamamos la significatividad”.

El ser-ante-los-ojos, tal como habíamos esbozado en la consigna anterior, se diferencia del

ser-a-la-mano por el hecho de no pertenecer a la esfera de la práxis sino a la teórica, por la

cual el Dasein contempla al ente que «hace frente» para descubrir su ser. Esta es la actividad

propia del «filósofo dialéctico» tal como la concibió Platón: la búsqueda de la esencia oculta

de las cosas, expresada en aquellas Ideas que eran captables con el «ojo de la mente». En un

sentido más propio, el ser-ante-los-ojos son los que de alguna manera están ya objetivados,

articulados por el habla, y donde la comprensión ya pasa a ser expresa en lugar de tácita,

como en el ser-a-la-mano.

Nos encontramos con que Dasein y Mundo no son dos cosas separadas e independientes.

Tampoco hay ya una conciencia «interior» y un mundo «exterior» como sostenían los

modernos, pues el Dasein ya es(ta) afuera en-el-mundo, es ser en-el-mundo, el suyo es un

estado de arrojo-hacia, de ec-sistencia, de proyección. Y es que su facticidad radica en la

apertura que le es constitutiva; apertura que lo fuerza a realizarse, a determinarse en el hacer.

Nada está prescrito de antemano para él; palabras como «fatalidad» o «destino» no pueden

tener ya ningún sentido, a no ser que se las utilice para justificar la dejadez.

4. Gadamer comienza su argumentación reponiendo una concepción, por lo general

acepada (aunque no por él), según la cual sería posible la comprensión independientemente

del lenguaje, y que sólo cuando hablamos del entendimiento intersubjetivo propio del diálogo

estamos propiamente en el ámbito lingüístico. Uno de los principales argumentos que nos

inclinarían a pensar así es la existencia de cosas como los «acuerdos tácitos» o la «lectura del

pensamiento». En efecto, si puedo comprender lo que piensa o siente otro sin que éste tenga

necesidad de expresarlo, parecería ser que la comprensión es independiente del lenguaje, e

incluso anterior a él, por darse en nuestro interior como lo más inmediato. Otro hecho

corriente en favor de aquella tesis parecería ser aquellas ocasiones en que nos maravillamos

en la comprensión de un fenómeno de tal magnitud que nos deja sin habla; nos parece que las

palabras no alcanzan para expresar aquello que presenciamos, y que de algún modo

misterioso, conocemos.

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Sin embargo, Gadamer intentará demostrar que, de hecho, toda comprensión es de carácter

lingüístico, y de esta manera, asimilable al entendimiento. Comencemos primero por la

célebre teoría platónica del asombro: En principio, sostiene Gadamer que “cuando alguien se

queda sin habla, significa que ese alguien quisiera decir tanto que no sabe por dónde

empezar”, lo cual situaría a la comprensión dentro de los fenómenos lingüísticos –resta aun

ver qué argumentos ofrece Gadamer para esta hipótesis. Prosiguiendo entonces con el

análisis, sostiene que, en todo caso, es la misma incomprensión que se manifiesta como

“perturbación del consenso” lo que nos convoca a querer comprender, a avanzar en la

indagación. Esta perturbación puede darse respecto del discurso de otro que nos resulta oscuro

y confuso, pero también respecto de nuestros propios prejuicios y expectativas pre-

esquemáticas, que nos dificultan conceptualizar lo que tenemos ante los ojos. Algo así le

sucedió a uno de los primeros zoólogos en el siglo XIX durante su visita a las islas del

Pacífico, cuando se topó por primera vez con un ornitorrinco y creyó estar alucinando. Pero

dejemos de lado por ahora este segundo aspecto y concentrémonos en tematizar la

incomprensión en el diálogo con otro.

Si nos regimos por nuestras experiencias cotidianas, no parece difícil sostener la tesis de

que el entendimiento y el consenso entre las personas están más cerca de ser la excepción que

la regla, situación poco favorable que nos incita a esforzarnos por lograr la comprensión, pero,

¿cómo lograrlo? Gadamer propone desbancar la hegemonía de aquella concepción heredada

de la modernidad, y particularmente de las ciencias exactas y matemáticas, que privilegiaron

el método del aislamiento y la abstracción de la experiencia inmediata para acceder a la

esencia matemático-racional de la naturaleza. Los éxitos que deparó la técnica hicieron que

esta concepción se entronizara como modo privilegiado de acceso a la comprensión,

usurpando el lugar que había tenido hasta entonces el entendimiento “tácito”, en tanto modo

originario. Se “matematizó” la comprensión, alejándola del lenguaje natural, escindiéndola

del entendimiento. La pregunta que se hace Gadamer es ¿era necesario extender el método de

las ciencias exactas al resto de las esferas de acción y conocimiento humano? Y la respuesta

viene dada por otra pregunta: ¿hay acaso la misma distancia entre dos personas que la que hay

entre un físico y el átomo, al que debe forzar para que le revele sus secretos mediante

vertiginosas colisiones? Algo nos inclina a pensar que no; que el entendimiento es más

originario que los malos entendidos. Esto es precisamente lo que se manifiesta en los

“acuerdos tácitos”.

Resta entonces justificar en qué sentido puede aún decirse que este fenómeno es de índole

lingüística. La respuesta de Gadamer es que la discusión (en sentido fuerte, agresivo) y los

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debates acalorados que hoy parecen predominantes no son de hecho el modo primario en que

las personas se comunican, sino más bien el diálogo. No hay allí una pretensión por

imponerse al otro; antes bien, privilegiamos un estado de apertura por el cual nos volvemos

permeables a las palabras del otro. Mantener la guardia baja es la condición de posibilidad

para lograr un entendimiento mutuo, en donde las opiniones se van formando como síntesis

del diálogo, hasta que finalmente desemboca en el silencio, que es el signo del consenso. De

allí que Gadamer sostenga que el acuerdo tácito no es ya un ejemplo en contra sino más bien

un efecto del lenguaje, de diálogos logrados que se han mantenido anteriormente. Sin

embargo, no significa esto caer en la ingenuidad de que el mero dialogar basta para alcanzar

un acuerdo: “no siempre lo conseguiremos, pero nuestra vida social descansa en el

presupuesto de que la conversación, en su sentido más amplio, deshace el bloqueo producido

por el aferramiento a las propias opiniones” (esto último siendo quizás una referencia a

aquello que decíamos antes acerca de la dificultad de comprender lo novedoso, lo que no cabe

en nuestros esquemas conceptuales). Podríamos sintetizar todo esto bajo la fórmula: toda

comprensión-acuerdo es el resultado de una conversación (diálogo); pero no toda

conversación produce acuerdo-comprensión, pues hay también intereses irreconciliables.

Sin embargo, parece haber algo en todo este desarrollo que no termina por ser enteramente

satisfactorio a la hora de reivindicar al lenguaje como siendo anterior la comprensión, y eso

porque todavía nos resta martillar el clavo que es la tesis fundamental de Gadamer: el

lenguaje es lo originario porque es constitutivo de la sociedad misma, de la que el hombre no

puede eludirse. Porque la sociedad, en la medida en que se funda sobre las convenciones,

tiene por institución primera al lenguaje. Y éste (en consonancia con la teoría saussureana),

tiene en su especificidad semiótica arbitraria y en su mutabilidad-inmutabilidad sincrónico-

diacrónica la inevitabilidad de estar vivo, pese a todos los conformismos. El acuerdo, el

entendimiento y la comprensión ya están dados en general; son la norma y no la excepción

precisamente porque están en la esencia misma de nuestro vivir en comunidad.