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Para todas aquellas personas a las que la pasión

las enamora y el amor las apasiona

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1

Qué pesadita es mi jefa.

Sinceramente, al final tendré que pensar lo

mismo que media empresa: que ella y Miguel, el

guaperas de mi compañero, tienen un lío. Pero

no. No quiero ser mal pensada y entrar en la

misma ruleta en la que todas mis compañeras han

entrado. El cuchicheo.

Desde enero trabajo para la empresa Müller,

una compañía de fármacos alemanes. Soy la

secretaria de la jefa de las delegaciones y, aunque

mi trabajo me gusta, me siento explotada muy a

menudo. Vamos… que sólo le falta a mi jefa

atarme a la silla y echarme un chusco de pan para

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comer.

Cuando por fin termino el montón de trabajo

que mi querida jefa me ha ordenado tener listo

para el día siguiente, dejo los informes sobre su

mesa y regreso a la mía. Cojo el bolso y me voy

sin mirar atrás. Necesito salir de la oficina o

acabaré saliendo en las noticias como la asesina

en serie de jefas que se creen el ombligo del

mundo.

Son las once y veinte de la noche… ¡Vaya

horitas!

En la calle llueve a mares. ¡Perfecto! Chaparrón

de verano. Llego hasta la puerta y, tras echarle

valor al asunto, corro hacia el parking donde me

espera mi amado León. Entro en el garaje como

una sopa y, tras darle al botón del mando,

Leoncito pestañea sus luces dándome la

bienvenida. ¡Es más mono…!

Rápidamente me meto en él. No soy miedosa,

pero no me gustan los parkings y menos aún si

son tan solitarios como éste a estas horas.

Inconscientemente, comienzo a recordar películas

de terror en las que la chica camina por uno de

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ellos y un desalmado vestido de negro aparece y

la acuchilla hasta morir. ¡Joder, qué mal rato!

En cuanto estoy dentro del coche, cierro los

pestillos, abro el bolso, saco un pañuelo de papel

y me seco la cara. ¡Estoy empapada! Pero justo

cuando voy a meter las llaves en el contacto…

¡zas!, se me caen. Maldigo a oscuras y me agacho

para buscarlas.

Toco el suelo con la mano. A la derecha no

están. A la izquierda tampoco. Vaya… encuentro

el paquete de chicles que busqué hace días. ¡Bien!

Sigo toqueteando el suelo del coche y por fin las

encuentro. Entonces oigo unas risas cercanas y

miro a mí alrededor con cuidado para que no me

vean.

¡Oh, Dios mío!

Entre risas y colegueo veo acercarse a mi jefa y a

Miguel. Parecen divertidos. Eso me pone de mala

leche. Yo currando hasta las once y pico y ellos,

de parranda. ¡Qué injusticia! De pronto, mi jefa y

Miguel se apoyan en la columna de al lado y se

besan.

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¡Vaya tela…!

¡No me lo puedo creer!

Semiagachada en el interior de mi automóvil

para que no me vean, contengo la respiración.

Por favor… ¡por favor! Si se dan cuenta de que

estoy ahí, me muero de la vergüenza. Y no. No

quiero que eso ocurra. De repente, mi jefa suelta

el bolso y sin ningún miramiento toca con

decisión la entrepierna de Miguel. ¡¡¡Le está

tocando el paquete!!!

¡Por todos los santos! Pero ¿qué estoy viendo?

¡Dios! Ahora es Miguel quien le mete mano a

ella por debajo de la falda. Se la sube, la empuja

hacia arriba contra la columna y se comienza a

refregar contra ella. ¡¡Qué fuerte!!

¡Ay, madre! ¿Qué hago?

Quiero marcharme. No quiero ver lo que hacen

pero tampoco puedo salir de allí. Si arranco el

coche, sabrán que los he pillado. Así que,

agazapada y sin moverme, no puedo dejar de

mirar lo que hacen. Entonces, Miguel vuelve a

apoyarla en el suelo y la obliga a dar la vuelta. La

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coloca sobre el capó del coche y le baja las bragas,

primero con la boca y luego con las manos.

¡Joder, le estoy viendo el culo a mi jefa! ¡Qué

horror! Y en aquel momento escucho a Miguel

preguntarle:

—Dime, ¿qué quieres que te haga?

Mi jefa, como una gata en celo, murmura

entregada por completo a la causa.

—Lo que quieras… lo que tú quieras.

¡Qué fuerte, por Dios, qué fuerte! Y yo en

primera fila. Sólo me faltan las palomitas.

Miguel vuelve a empujarla sobre el capó. Le

abre las piernas y mete la boca en el sexo de ella.

¡Ay, madre! Pero ¿de qué estoy siendo testigo?

Mi jefa, doña Tiquismiquis, suelta un gemido y

yo me tapo los ojos. Pero la curiosidad, el morbo

o como se llame me puede y me los destapo de

nuevo. Sin pestañear veo cómo él, tras relamerse,

se separa unos centímetros de ella y le mete un

dedo, luego dos y, levantándose, la agarra de su

pelazo oscuro y tira de él mientras mueve sus

dedos a un ritmo que, para qué negarlo, haría

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suspirar a cualquiera.

—¡Síiiiiiiiiiiiii!—escucho gemir a mi jefa.

Respiro con dificultad.

Me va a dar algo.

¡Qué calor!

Me guste o no, ver aquello me está poniendo

frenética, y no precisamente por estar de los

nervios. Mis relaciones sexuales son normalitas,

tirando a predecibles, así que lo cierto es que ver

aquello en vivo y en directo me está excitando.

Miguel se baja la bragueta de su pantalón gris.

Saca un más que aceptable pene de su interior…

¡Vaya con Miguel! Y me quedo ojiplática cuando

veo que se lo clava de una sola estacada. ¡Me

muero! Pero de placer… Vamos, justo por lo que

está jadeando mi jefa.

Mis pezones están duros y, de pronto, me doy

cuenta de que me los estoy tocando. Pero

¿cuándo he metido mi mano por el interior de la

blusa? Rápidamente saco mi mano de ahí, pero

mis pezones y el centro de mi deseo protestan.

¡Ellos quieren más! Pero no. Eso no puede ser. Yo

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no hago esas cosas. Minutos después, tras varios

gemidos y bamboleos, Miguel y mi jefa se

recomponen. ¡Olé! ¡Ya han terminado! Se meten

en el coche y se marchan. Respiro aliviada.

Cuando por fin vuelvo a quedarme sola en el

parking, me incorporo de mi escondrijo y me

siento en el asiento de mi coche. Las manos me

tiemblan. Las rodillas también. Y noto que mi

respiración está acelerada. Exaltada por lo que

acabo de presenciar, cierro los ojos mientras me

tranquilizo y pienso cómo sería tener sexo de ese

calibre. ¡Caliente!

Diez minutos después, arranco el coche y salgo

del parking. Me voy a tomar unas cervezas con

mis amigos. Necesito refrescarme y refrescar mi

calenturienta… mente.

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2

Al día siguiente, cuando llego a la oficina, todos

parecen felices. Me cruzo con Miguel y no puedo

evitar sonreír. Él y la jefa. Si ellos supieran que los

vi… Pero, como no quiero pensar en ello, me

dirijo hacia mi mesa y mientras enciendo mi

ordenador veo que se acerca hasta mí.

—Buenos días, Judith.

—Buenos días.

Miguel, además de ser mi compañero, es un tipo

muy simpático. Desde el primer día que llegué a

la oficina ha sido un encanto conmigo y nos

llevamos muy bien. Casi todas en el curro babean

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por él, pero, no sé por qué, en mí no surte el

mismo efecto. ¿Será que no me gustan los

bomboncitos sonrientes? Pero, claro, ahora,

sabiendo lo que sé y habiéndole visto su aparatito

en acción, no puedo evitar mirarlo de otra forma

mientras intento no gritar: «¡Torero!».

—¿Recuerdas que esta tarde hay reunión

general?

—Ajá.

Como es de esperar, sonríe, me agarra del brazo

y dice…

—Venga, vamos a tomarnos un café. Sé que te

mueres por un cafetito y una tostada de la

cafetería.

Sonrío yo también. Cómo me conoce el

puñetero… Además de simpático y guapo, al tío

no se le escapa una. Ése, junto a su perpetua

sonrisa, es el gran atractivo de Miguel. No olvida

detalle. De ahí que se lleve a las churris de calle.

Cuando llegamos a la cafetería de la novena

planta, vamos a la barra, pedimos nuestra

consumición y nos dirigimos a nuestra mesa.

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Digo nuestra mesa porque siempre nos sentamos

allí. Se nos unen Paco y Raúl. Una parejita gay

con la que me llevo muy bien. Como siempre

hacen, me besuquean el cuello y me hacen reír.

Los cuatro comenzamos a hablar e

inconscientemente recuerdo lo que vi la noche

anterior en el parking. ¡Miguel y la jefa! Vaya

polvazo más morboso que se marcaron ante mi

cara. ¡Vaya con mi compañero, es un portento el

chico!

—¿Qué te pasa? Te noto distraída —pregunta

Miguel.

Eso me reactiva. Lo miro y le respondo,

intentando olvidar las imágenes que por mi

mente pululan:

—Estoy en Babia, lo sé. Mi gato cada día está

más apagadito y…

—Qué pena, el Currito —murmura Paco y Raúl

me hace un gesto comprensivo.

—Vaya, lo siento, preciosa —responde Miguel,

mientras me coge la mano.

Durante un rato hablamos de mi gato y eso me

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pone aún más triste. Adoro a Curro e,

inevitablemente, cada día que pasa, cada hora,

cada minuto, su vida se acorta un poco más. Es

algo que aprendí a asumir desde que el

veterinario me lo dijo, pero aun así me cuesta. Me

cuesta mucho.

De pronto, mi jefa llega, rodeada por varios

hombres, como siempre. ¡Es una comehombres!

Miguel la mira y sonríe. Yo me callo. Mi jefa es

una mujer muy atractiva. Vamos, una

cincuentona potente, una morena de rompe y

rasga, soltera pero no entera, y a la que se le han

atribuido varios líos en la empresa. Se cuida

como nadie y no falta ni un solo día al gimnasio.

O sea, que le gusta… gustar.

—Judith —me interrumpe Miguel—. ¿Te queda

mucho?

Vuelvo en mí y dejo de mirar a mi jefa para

mirar mi desayuno. Doy un trago al café y

contesto:

—¡Acabado!

Los cuatro nos levantamos y salimos de la

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cafetería. Debemos comenzar a trabajar.

Una hora después, tras hacer las fotocopias

pertinentes y acabar el recurso, me dirijo al

despacho de mi jefa. Llamo con los nudillos y

entro.

—Aquí tiene el contrato finalizado para la

delegación de Albacete.

—Gracias —responde escuetamente mientras lo

ojea.

Como de costumbre, me quedo parada ante ella

a la espera de sus órdenes. El pelo de mi jefa me

encanta, tan ondulado, tan cuidado. Nada que

ver con mi pelo moreno y liso que suelo recoger

en un moño sobre mi cabeza. Suena el teléfono y

antes de que me mire lo cojo.

—Despacho de la señora Mónica Sánchez. Le

atiende su secretaria, la señorita Flores, ¿en qué

puedo ayudarlo?

—Buenos días, señorita Flores —responde una

voz profunda de hombre con cierto tonillo

guiri—. Soy Eric Zimmerman. Querría hablar con

su jefa.

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Al reconocer aquel nombre, reacciono

rápidamente.

—Un momento, señor Zimmerman.

Mi jefa, al escuchar aquel apellido, suelta los

papeles que hasta ese momento sujetaba y, tras

arrancarme literalmente el teléfono de las manos,

dice con una encantadora sonrisa en los labios:

—Eric… ¡qué alegría saber de ti! —Tras un

pequeño silencio, continúa—: Por supuesto, por

supuesto. ¡Ah! Pero ¿ya has llegado a Madrid?…

—Entonces suelta una risotada más falsa que un

euro con la cara de Popeye y susurra—: Por

supuesto, Eric. A las dos te espero en recepción

para comer.

Y tras decir esto, cuelga y me mira.

—Pídeme cita para la peluquería para dentro de

media hora. Después, reserva para dos en el

restaurante de Gemma.

Dicho y hecho. Cinco minutos más tarde sale de

la oficina escopeteada y regresa hora y media

después con su pelo más lustroso y bonito y con

el maquillaje retocado. A las dos menos cuarto

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veo que Miguel toca con los nudillos en su puerta

y entra. ¡Vaya tela! No quiero ni pensar lo que

estarán haciendo. Pasados cinco minutos oigo

risotadas. A las dos menos cinco, la puerta se

abre, salen los dos y mi jefa se me acerca.

—Judith, ya te puedes ir a comer. Y recuerda:

estaré con el señor Zimmerman. Si a las cinco no

he vuelto y necesitas cualquier cosa, llámame al

móvil.

Cuando la bruja mala y Miguel se van respiro

por fin aliviada. Me suelto el pelo y me quito las

gafas. Después recojo mis cosas y me dirijo hacia

el ascensor. Mi oficina está en la planta diecisiete

y el ascensor se para en varias plantas para ir

recogiendo a otros trabajadores, así que siempre

suele tardar en llegar a la planta baja. De pronto,

entre la planta seis y la cinco, el ascensor da un

trompicón y se detiene del todo. Saltan las luces

de emergencia y Manuela, la de paquetería, se

pone a chillar.

—¡Ay, virgencita! ¿Qué ocurre?

—Tranquila —respondo—. Se habrá ido la luz y

seguro que pronto vuelve.

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—¿Y cuánto va a tardar?

—Pues no lo sé, Manuela. Pero si te pones

nerviosa, vas a pasar un ratito malo y se te hará

eterno. Así que respira y verás cómo la luz vuelve

en un pispás.

Pero veinte minutos después, la luz sigue

brillando por su ausencia y Manuela, junto a

varias chicas de contabilidad, entra en pánico.

Percibo que tengo que hacer algo.

Vamos a ver. A mí no me gusta nada estar

encerrada en un ascensor. Me agobia mucho y

comienzo a sudar. Si entro en pánico, será peor,

de modo que decido buscar soluciones. Lo

primero, me recojo el pelo en la nuca y lo sujeto

con un bolígrafo. Después le paso mi botellita de

agua a Manuela para que beba e intento bromear

con las chicas de contabilidad mientras reparto

chicles con sabor a fresa. Pero mi calor va en

aumento, así que finalmente saco un abanico de

mi bolso y comienzo a abanicarme. ¡Qué calor!

En ese momento, uno de los hombres que se

mantenían en un segundo plano apoyado en el

ascensor se acerca a mí y me agarra por el codo.

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—¿Te encuentras bien?

Sin mirarlo y sin dejar de abanicarme, le

contesto:

—¡Uf! ¿Te miento o te digo la verdad?

—Prefiero la verdad.

Divertida, me vuelvo hacia él y, de repente, mi

nariz choca contra una americana gris. Huele

muy bien. Perfume caro.

Pero ¿qué hace tan cerca de mí?

Inmediatamente doy un paso hacia atrás y lo

miro para ver de quién se trata. Desde luego, es

alto, le llego a la altura del nudo de la corbata.

También es castaño, tirando a rubio, joven y con

ojos claros. No me suena de nada y, al ver que me

mira a la espera de una contestación, cuchicheo

para que sólo él me pueda oír.

—Entre tú y yo, los ascensores nunca me han

gustado y como no se abran las puertas en breve,

me va a entrar el nervio y…

—¿El nervio?

—Aja…

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—¿Qué es «entrar el nervio»?

—Eso, en mi idioma, es perder la compostura y

volverse loca —le respondo, sin parar de

abanicarme—. Créeme. No querrías verme en esa

situación. Incluso, como me descuide, me pongo

a echar espumarajos por la boca y la cabeza me

da vueltas como a la niña de El exorcista. ¡Vamos,

todo un numerito! —Mis nervios aumentan y le

pregunto, en un intento por calmarme—:

¿Quieres un chicle de fresa?

—Gracias —responde y coge uno.

Pero lo gracioso es que lo abre y me lo mete en

la boca a mí. Lo acepto soprendida y, sin saber

por qué, abro otro chicle y hago la operación a la

inversa. Él, divertido, también lo acepta.

Miro a Manuela y compañía. Siguen histéricas,

sudorosas y descoloridas. De modo que,

dispuesta a que mi histerismo no aumente,

intento entablar conversación con el desconocido.

—¿Eres nuevo en la empresa?

—No.

El ascensor se mueve y todas se ponen a chillar.

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Yo no voy a ser menos. Me agarro al brazo del

hombre en cuestión y le retuerzo la manga.

Cuando soy consciente, lo suelto en seguida.

—Perdón… perdón —me disculpo.

—Tranquila, no pasa nada.

Pero no puedo estar tranquila. ¿Cómo voy a

estar tranquila encerrada en un ascensor? De

repente noto un picor en mi cuello. Abro mi bolso

y saco un espejito del neceser. Me miro en él y

empiezo a maldecir.

—¡Mierda, mierda! ¡Me estoy llenando de

ronchones!

Veo que el hombre me mira sorprendido. Yo me

retiro el pelo del cuello y se lo enseño.

—Cuando me pongo nerviosa me salen

ronchones en la piel, ¿lo ves?

Él asiente y yo me rasco.

—No —dice, sujetándome la mano—. Si haces

eso, empeorarás.

Y ni corto ni perezoso se agacha y me sopla en el

cuello. ¡Oh, Dios! ¡Qué bien huele y qué gustito

da sentir ese airecito! Dos segundos más tarde,

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me doy cuenta de que hago el ridículo al soltar

un gemidito.

¿Qué estoy haciendo?

Me tapo el cuello e intento desviar el tema.

—Tengo dos horas para comer y, como sigamos

aquí, ¡hoy no como!

—Supongo que tu superior entenderá la

situación y te permitirá llegar un poco más tarde.

Eso me hace sonreír. Éste no conoce a mi jefa.

—Creo que supones mucho. —Llena de

curiosidad, le digo—: Por tu acento eres…

—Alemán.

No me extraña. Mi empresa es alemana y

teutones como aquél pululan todos los días por

allí. Pero, sin poder evitarlo, lo miro con una

sonrisita maliciosa.

—¡Suerte en la Eurocopa!

Entonces él, con gesto serio, se encoge de

hombros.

—No me interesa el fútbol.

—¡¿No?!

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—No.

Sorprendida de que a un tío, a un alemán, no le

guste el fútbol, me hincho orgullosa al pensar en

nuestra selección y susurro para mí:

—Pues no sabes lo que te pierdes.

Sin inmutarse, él parece leerme la mente y se

acerca de nuevo a mi oreja, poniéndome la carne

de gallina.

—De todas formas, ganemos o perdamos

aceptaremos el resultado —me susurra.

Dicho esto, da un paso atrás y regresa a su sitio.

¿Le habrá molestado mi comentario?

Yo lo imito y me doy la vuelta para no tener que

verlo. Miro el reloj; las tres menos cuarto.

¡Mierda! Ya he perdido tres cuartos de hora de mi

comida y ya no me da tiempo a llegar al Vips.

Con las ganas que tenía de comerme un Vips

Club… ¡En fin! Pararé en el bar de Almudena y

me comeré un bocata. No tengo tiempo para más.

De pronto, las luces se encienden, el ascensor

reanuda su marcha y todos en su interior

aplaudimos.

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¡Yo la primera!

Movida por la curiosidad, vuelvo a mirar al

desconocido que se ha preocupado por mí y veo

que él sigue observándome. Vaya, con luz es más

alto y más ¡sexy!

Cuando el ascensor llega a la planta cero y las

puertas se abren, Manuela y las de contabilidad

salen de su interior como caballos desbocados

entre chillidos e histerismos. Cómo me alegro de

no ser así. La verdad es que soy un poco chicazo.

Mi padre me crió así. Sin embargo, cuando salgo,

me quedo parada al ver a mi jefa.

—¡Eric, por el amor de Dios! —oigo que dice—.

Cuando he bajado para encontrarme contigo e

irnos a comer y he recibido tu Whatsapp

diciéndome que estabas encerrado en el ascensor

¡creí morir! ¡Qué angustia! ¿Estás bien?

—Perfectamente —responde la voz del hombre

que ha hablado conmigo sólo unos momentos

antes.

De pronto, mi cabeza rebobina. Eric. Comida.

Jefa. ¿Eric Zimmerman, el jefazo, es a quien le he

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dicho que soy como la niña de El exorcista y le he

metido un chicle de fresa en la boca? Me pongo

como un tomate y me niego a mirarlo a la cara.

¡Dios! ¡Qué ridícula soy!

Deseo escapar de allí cuanto antes, pero

entonces siento que alguien me agarra del codo.

—Gracias por el chicle… ¿señorita?

—Judith —responde mi jefa—. Ella es mi

secretaria.

El ahora identificado como señor Eric

Zimmerman asiente y, sin importarle la cara de

mi jefa, porque no la mira a ella si no a mí dice:

—Entonces es la señorita Judith Flores, ¿verdad?

—Sí —respondo como si fuera boba. ¡Como una

lela total!

Mi jefa se cansa de no sentirse la protagonista

del momento y lo agarra posesivamente del

brazo, tirando de él.

—¿Qué tal si nos vamos a comer, Eric? ¡Es

tardísimo!

Como si me hubieran plantado en el vestíbulo

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de la empresa, yo levanto mi cabeza y sonrío.

Instantes después, aquel impresionante hombre

de ojos claros se aleja, aunque, antes de salir por

la puerta, se vuelve y me mira. Cuando por fin

desaparece suspiro y pienso: «¿Por qué no me

habré estado calladita en el ascensor?».

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3

A la mañana siguiente, cuando llego a la oficina,

la primera persona que me encuentro al entrar en

la cafetería es el señor Zimmerman. Noto que

levanta la vista y me mira, pero yo me hago la

sueca. No me apetece saludarlo.

Ahora ya sé quién es y siempre he pensado que

los jefazos cuanto más lejos, mejor. Lagarto,

lagarto… Pero la verdad es que este hombre me

pone nerviosa. Desde su posición y escondido

tras el periódico, intuyo que me está observando,

que me está estudiando. Levanto los ojos y ¡zas!

Tengo razón. Me bebo rápidamente el café y me

voy. Tengo que trabajar.

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Durante el día vuelvo a coincidir con él en

varios sitios. Pero cuando toma posesión del

antiguo despacho de su padre, que está frente al

mío y conectado por el archivo al de mi jefa, ¡me

quiero morir! En ningún momento se dirige a mí,

pero puedo sentir su mirada vaya por donde

vaya. Intento esconderme tras la pantalla del

ordenador, pero es imposible. Él siempre

encuentra la manera de cruzar su mirada con la

mía.

Cuando salgo de la oficina, me voy directa al

gimnasio. Una clase de spinning y un rato en el

jacuzzi tras terminarla me quitan todo el estrés

acumulado y llego a mi casa como una malva,

lista para dormir.

Los siguientes días, más de lo mismo. El señor

Zimmerman, ese guapo jefazo con el que he

comenzado a soñar y al que toda la oficina venera

y lame el culo, aparece por todos los lados por

donde me muevo, y eso hace que me ponga

nerviosa.

Es serio, borde y apenas sonríe. Pero noto que

me busca con la mirada y eso me desconcierta.

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Los días van pasando y, finalmente, una

mañana cruzo un par de sonrisitas con él. Pero

¿qué estoy haciendo? Ese día ya no cierra la

puerta de su despacho y su ángulo de visión es

aún mejor. Me tiene totalmente controlada. ¡Qué

agobio por Dios!

Por si fuera poco, cada día que coincido con él

en la cafetería me observa… me observa… y me

observa. Aunque, cuando me ve aparecer con

Miguel o los chicos, se va rápidamente. ¡Qué

descanso!

Hoy estoy liadísima con cientos de papeles que

la tiquismiquis de mi jefa me ha pedido. Como

siempre, parece no recordar que Miguel, aunque

sea el secretario del señor Zimmerman, es quien

debe ocuparse del cincuenta por ciento del

papeleo que gestionamos.

A la hora de comer aparece el objeto de mis

sueños húmedos en el despacho y, tras clavar su

insistente mirada sobre mí, entra en el despacho

de mi jefa sin llamar para salir dos segundos

después los dos juntos e irse a comer.

Cuando me quedo sola, me siento por fin

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aliviada. No sé qué me pasa con ese hombre, pero

su presencia me acalora y me hace hervir la

sangre. Tras recoger un poco mi mesa decido

hacer lo mismo que ellos y me voy a comer. Pero

es tal el agobio de papeles que sé que me espera

que, en vez de utilizar mis dos horitas para ello,

salgo sólo una hora y regreso en seguida.

Al llegar, meto mi bolso en mi cajonera, cojo mi

iPod y me pongo mis auriculares. Si algo me

gusta en esta vida es la música. Mi madre nos

enseñó a mi padre, a mi hermana y a mí que la

música es lo único que amansa a las fieras y

reduce los males. Ése, entre otros muchos, es uno

de sus legados y quizá por eso adoro la música y

me paso el día tarareando canciones. Nada más

encender el iPod comienzo a cantar mientras me

lío con el papeleo. ¡Mi vida se reduce al papeleo!

Entro en el despacho de la tiquismiquis de mi

jefa cargada con carpetas y abro una especie de

vestidor que utilizamos como archivo. Ese

vestidor comunica con el despacho del señor

Zimmerman, pero, como sé que no está, me relajo

y comienzo a archivar mientras canturreo:

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Te regalo mi amor, te regalo mi vida,

a pesar del dolor, eres tú quien me inspira.

No somos perfectos, somos polos opuestos.

Te amo con fuerza, te odio a momentos.

Te regalo mi amor, te regalo mi vida,

te regalaré el Sol siempre que me lo pidas.

No somos perfectos, sólo polos opuestos.

Mientras que sea junto a ti, siempre lo intentaría

¿Qué no daría…?

—Señorita Flores, canta usted fatal.

Esa voz. Ese acento.

La carpeta que tengo en las manos se me cae al

suelo por el susto. Me agacho a cogerla y, ¡zas!,

coscorrón que me meto con él. Con el señor

Zimmerman. ¡Con la angustia instalada en mi

cara por la cantidad de meteduras de pata que

estoy cometiendo con ese supermegajefazo

alemán…! Lo miro y me quito los auriculares.

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—Lo siento, señor Zimmerman —murmuro.

—No pasa nada. —Toca mi frente y pregunta

con familiaridad—. ¿Tú estás bien?

Como un muñequito de esos que hay en las

partes traseras de algunos coches, asiento con la

cabeza. Otra vez me ha vuelto a preguntar si

estoy bien ¡Qué mono! Sin poder evitarlo, mis

ojos y todo mi ser le hacen un escaneo en

profundidad: alto, pelo castaño con mechas

rubias, treinta y pocos años, fibroso, ojos azules,

voz profunda y sensual… Vamos, un pibonazo en

toda regla.

—Siento haberte asustado —añade—. No era mi

intención.

Vuelvo a mover mi cabeza como un muñeco.

¡Seré boba! Me levanto del suelo con la carpeta en

mis manos y pregunto:

—¿Ha venido con usted la señora Sánchez?

—Sí.

Sorprendida, porque no la he oído entrar en su

despacho, comienzo a intentar salir del archivo,

cuando el alemán me agarra del brazo.

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—¿Qué cantabas?

Aquella pregunta me pilla tan de sorpresa que

estoy a punto de soltarle: «¿Y a ti qué te

importa?». Pero, afortunadamente, contengo mi

impulsividad.

—Una canción.

Sonríe. ¡Dios! ¡Qué sonrisa!

—Lo sé… La letra me gustó. ¿Qué canción es?

—Blanco y negro de Malú, señor.

Pero parece que mis palabras le hacen gracia.

¿Se estará riendo de mí?

—¿Ahora que sabes quién soy me llamas señor?

—Disculpe, señor Zimmerman —aclaro con

profesionalidad—. En el ascensor no lo reconocí.

Pero ahora que ya sé quién es, creo que debo

tratarlo como se merece.

Él da un paso hacia mí y yo doy otro hacia atrás.

¿Qué hace?

Él vuelve a dar otro paso y yo, al intentar hacer

lo mismo, me pego contra el archivador. No

tengo salida. El señor Zimmerman, ese tío sexy al

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que hace unos días metí un chicle de fresa en la

boca, está casi encima de mí y se está agachando

para ponerse a mi altura.

—Me gustabas más cuando no sabías quién era

—murmura.

—Señor, yo…

—Eric. Mi nombre es Eric.

Confundida y atacada de los nervios por el

morbo que ese gigante me está provocando, trago

el nudo de emociones que me cosquillea por todo

el cuerpo.

—Lo siento, señor. Pero no creo que esto sea

correcto.

Y, sin pedirme permiso, me quita el bolígrafo

que me sujeta el moño y mi lacio y oscuro pelo

cae alrededor de mis hombros. Yo lo miro. Él me

mira también. Y a nuestras miradas le sigue un

más que significativo silencio en el que los dos

respiramos con irregularidad.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —me

pregunta, rompiendo el silencio.

—No, señor —respondo al punto del colapso.

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—Entonces, ¿dónde has dejado a la chica

chispeante del ascensor?

Cuando voy a responder, oigo las voces de mi

jefa y Miguel que entran en el despacho.

Zimmerman pega su cuerpo al mío y me ordena

callar. Sin saber muy bien por qué, le hago caso.

—¿Dónde está Judith? —oigo que pregunta mi

jefa.

—Casi con seguridad, te diría que en la

cafetería. Habrá ido a por una Coca-Cola. Tardará

en regresar —responde Miguel, y cierra la puerta

del despacho de mi jefa.

—¿Seguro?

—Seguro —insiste Miguel—. Vamos, ven aquí y

déjame ver qué llevas hoy bajo la falda.

¡Dios! Esto no puede estar pasando.

El señor Zimmerman no debería ver lo que creo

que esos dos están a punto de hacer. Pienso.

Pienso cómo entretenerlo o despistarlo, pero no

se me ocurre nada. Aquel hombre está casi

encima de mí, sin quitarme ojo.

—Tranquila, señorita Flores. Dejémoslos que se

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diviertan —me susurra.

¡Me quiero morir!

¡¡Qué vergüenza!!

Instantes después no se oye nada a excepción

del sonido de las bocas y las lenguas de esos dos

al chocar. Asustada ante aquel incómodo silencio,

miro por la abertura de la puerta del archivo y

me tapo la boca al ver a mi jefa sentada sobre su

mesa y a Miguel manoseándola. Mi respiración se

agita y Zimmerman sonríe desde su altura. Me

pasa la mano por la cintura y me acerca más a él.

—¿Excitada? —me pregunta.

Lo miro y no hablo. No pienso contestar esa

pregunta. Estoy avergonzada por lo que estamos

presenciando los dos juntos. Pero sus ojos

inquisidores se clavan en mí y él acerca todavía

más su boca a la mía.

—¿Te excita más el fútbol que esto? —insiste.

¡Oh, Dios! Me excita él. Él, él y él.

¿Cómo no excitarme con un hombre como ése

encima de mí y ante una situación semejante? ¡A

la porra el fútbol! Al final, vuelvo a asentir como

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un muñequito. No tengo vergüenza.

Zimmerman, al verme tan alterada, también

mueve su cabeza. Mira por la rendija y me

arrastra hasta quedar ambos delante del hueco de

la puerta. Lo que veo me deja sin habla. Mi jefa se

encuentra abierta de piernas sobre la mesa,

mientras Miguel pasea su boca con avidez por la

entrepierna de ella. Cierro los ojos. No quiero ver

aquello. ¡Qué vergüenza! Instantes después, el

alemán, que continúa agarrándome con fuerza,

vuelve a empujarme contra el archivador y

pregunta cerca de mi oreja:

—¿Te asusta lo que ves?

—No… —Él sonríe y yo añado entre

cuchicheos—: Pero no me parece bien que los

estemos mirando, señor Zimmerman. Creo que…

—Mirarlos no nos hará daño y, además, es

excitante.

—Es mi jefa.

Hace un gesto afirmativo y, mientras pasea su

boca por mi oreja, susurra:

—Daría todo lo que tengo porque fueras tú

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quien esté sobre la mesa. Pasearía mi boca por tus

muslos, para después meter mi lengua en tu

interior y hacerte mía.

Boquiabierta.

Pasmada.

Alucinada.

Pero ¿qué me ha dicho ese hombre?

Impresionada y altamente excitada, voy a

contestarle una fresca cuando, de repente, todo

mi cuerpo reacciona y siento que mi vientre se

deshace. Lo que ese hombre acaba de decir me

altera y no lo puedo disimular, por mucho que

sea una grosería por su parte. Entonces, el

recorrido de sus labios se detiene frente a mi

boca. Sin dejar de mirarme, saca su húmeda

lengua, la pasa por mi labio superior, después

por el inferior y, finalmente, me da un leve y

dulce mordisquito en el labio.

No me muevo. ¡No puedo ni respirar!

Al ver que mi respiración se agita, vuelve a

sacar su lengua e, inconscientemente, abro la

boca. Quiero más. Sus pupilas se dilatan. Seguro

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de lo que está haciendo, mete su lengua en el

interior de mi boca y, con una pericia que me deja

sin sentido, comienza a moverla hasta hacerme

perder el sentido.

Olvidándome de todo, respondo a sus

exigencias y en seguida siento que soy yo la que

se aprieta contra su recio pecho en busca de algo

más. Me dejo llevar por mi deseo. Durante unos

segundos, nos besamos apasionadamente en el

más absoluto de los silencios mientras

escuchamos los placenteros gemidos de mi jefa.

Mi cuerpo tiembla al contacto con su cuerpo.

Siento cómo sus manos me aprietan el trasero y

deseo gritar… pero ¡de gusto! Instantes después,

saca su lengua de mi boca y, sin apartar sus

azules ojos de mí, pregunta:

—¿Cenas conmigo?

Vuelvo a mover la cabeza, pero esta vez para

negarme. No pienso cenar con él. Es el jefazo, el

dueño de la empresa. Pero mi respuesta parece

no agradarle y afirma:

—Sí. Cenas conmigo.

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—No.

—¿Te gusta llevarme la contraria?

—No, señor.

—¿Entonces?

—Yo no ceno con jefes.

—Conmigo sí.

Su proximidad es irresistible y el nuevo asalto a

mi boca es arrebatador. Si antes hubo llamaradas,

ahora es puro fuego. Ardor… Calor… Y cuando

consigue que toda yo me convierta en gelatina

entre sus manos, vuelve a sacar su lengua de mi

boca y amaga una sonrisa. ¡Me encantan esos

amagos!

Sin habla y perturbada, lo miro. ¿Qué narices

estoy haciendo?

Sin moverse un milímetro de su posición, saca

una Blackberry negra y comienza a teclear en ella.

Minutos después oigo que llaman a la puerta de

mi jefa, mientras él me pide silencio. Miguel y ella

se recomponen rápidamente y no puedo evitar

sorprenderme de su capacidad de reacción.

Segundos después, Miguel abre.

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—Disculpe, señora Sánchez —dice un

desconocido—. El señor Zimmerman quiere

tomar un café con usted. La espera en la cafetería

de la planta nueve.

A través de la puerta entreabierta y aún con el

alemán encima, veo cómo Miguel se marcha y mi

jefa saca un neceser de uno de los cajones de su

mesa. Se repasa los labios rápidamente y, tras

colocarse el pelo y la ropa, sale del despacho. En

ese momento, siento que la presión que ejerce ese

hombre sobre mí se relaja y me suelta.

—Escuche, señor Zimmerman…

Pero no me deja hablar. Vuelve a ponerme un

dedo en la boca. Me siento tentada de morderlo,

pero me contengo. Y, tras abrir las puertas del

archivo, me mira y me dice:

—De acuerdo. No nos tutearemos. —Camina

hacia la puerta y añade con una seguridad

aplastante—: La paso a recoger por su casa a las

nueve. Póngase guapa, señorita Flores.

Y yo, me quedo mirando la puerta como una

tonta.

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Pero ¿de qué va este tío?

Quiero gritar que no, pero si lo hago, toda la

oficina me oiría. Acalorada y frenética salgo del

archivo y, mientras camino hacia mi mesa, suena

mi móvil. Un mensaje. Lo abro y me quedo a

cuadros cuando leo: «Soy el jefe y sé dónde vive.

No se le ocurra no estar preparada a las nueve en

punto».

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4

A las siete y media llego a mi casa. Saludo a mi

gato Curro que acude a recibirme acercándose

muy despacio. Una vez dejo el bolso sobre el sofá

color berenjena, me dirijo hacia la cocina, cojo

unas gotas, abro la boca de Curro y le doy su

medicación. El pobre ni se inmuta.

Tras darle su ración de mimos, abro la nevera

para tomarme una Coca-Cola. Tengo un vicio con

las Coca-Colas… ¡tremendo! Sin pensar en nada

más, miro el montonazo de plancha que tengo

esperándome en la silla. Aunque esto de vivir

sola y ser independiente tiene sus cosas buenas,

seguro que si aún estuviera viviendo con mi

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padre, esa ropa ya estaría planchadita y colgada

en el armario.

Tras acabarme la lata me voy directa a la ducha.

Antes pongo un CD de Guns’n’Roses. Me

encanta este grupo. Y Axl, el cantante, con esos

pelos y esa cara tan de guiri, y con su particular

movimiento de caderas. ¡Me vuelve loca! Entro

en el baño. Me quito la ropa mientras tarareo

Sweet Child O´Mine:

She´s got a smile that it seems to me,

Reminds me of childhood memories

Where everything was as fresh as the brigh blue sky.

¡Vaya, qué marcha! ¡Qué voz tiene ese hombre!

Instantes después, suspiro al sentir cómo cae el

agua caliente por mi piel. Me hace sentir limpia.

Pero, de repente, el señor Zimmerman y su

manera de hablarme aparecen en mi mente y mis

manos, resbaladizas por el jabón, bajan por mi

cuerpo. Abro las piernas y me toco. ¡Oh, sí,

Zimmerman!

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Pensar en su boca, en cómo recorrió mis labios

con su lengua me enciende. Recordar sus ojos y

todo él me pone a cien. ¡Calor de nuevo! Mis

manos vuelan sobre mí y una de ellas se para en

mi pecho derecho mientras la desgarradora voz

del cantante de Guns’n’Roses continúa su

canción. Me toco el pezón derecho con el pulgar y

éste se hincha. ¡Más calor!

Cierro los ojos y pienso que es Zimmerman

quien lo toca, quien lo endurece. No lo conozco.

No sé nada de él. Pero sí sé que su cercanía me

pone como una moto. Un jadeo sale de mi boca

justo en el momento en que oigo sonar mi

teléfono. Paso de él. No quiero interrumpir este

momento. Pero al sexto pitido abro los ojos, salgo

de mi burbuja de placer, cojo la toalla y corro a mi

habitación para cogerlo.

—¿Por qué has tardado tanto en cogerlo?

Es mi hermana. Como siempre tan oportuna y

tan preguntona.

—Estaba en la ducha, Raquel. ¿Alguna objeción?

Su risita me hace reír a mí también.

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—¿Cómo está Curro?

Me encojo de hombros y suspiro.

—Igual que ayer. Poco más puedo decir.

—Cuchufleta, tienes que estar preparada.

Recuerda lo que dijo el veterinario.

—Lo sé, lo sé.

—¿Te ha llamado Fernando? —me pregunta tras

un breve silencio.

—No.

—¿Y lo vas a llamar tú a él?

—No.

Como mi hermana no se contenta con lo que

respondo, insiste:

—Judith, ese chico te conviene. Tiene un trabajo

estable, es guapo, amable y…

—Pues líate tú con él.

—¡Judith! —protesta mi hermana.

Fernando es el típico amigo de toda la vida.

Ambos somos de Jerez. Mi padre y su padre

viven en esa preciosa localidad y nos conocemos

desde pequeños. En la adolescencia comenzamos

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un tonteo que continuamos en la madurez. Él

vive en Valencia y yo en Madrid. Es inspector de

policía, y nos vemos en las vacaciones de verano

e invierno cuando los dos vamos a Jerez o en

viajecitos relámpago que él hace a Madrid con

cualquier excusa para verme.

Es alto, moreno y divertido. Con él te puedes

pasar horas riendo, porque tiene una gracia y un

salero que no se pueden aguantar. El problema es

que yo no estoy colgada por él como sé que él lo

está por mí. Me gusta. Es mi rollito de verano y

compartimos fluidos cuando viene a verme. Pero

nada más. Yo no quiero nada más, aunque mi

hermana, mi padre y todos los amigos de Jerez se

empeñen en emparejarnos una y otra vez.

—Escucha, Judith, no seas tonta y llámalo. Dijo

que iría a verte antes de ir a Jerez y seguro que lo

hace.

—¡Dios! ¡Qué pesadita eres, Raquel!

Mi hermana siempre me hace lo mismo: me

lleva al límite y, cuando ve que voy a salir por

peteneras, cambia de conversación.

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—¿Vienes a casa a cenar?

—No. Tengo una cita.

Oigo que resopla.

—¿Y se puede saber con quién? —pregunta.

—Con un amigo —miento. Con lo puritana que

es, si le digo que es con mi jefe, seguro que le da

un patatús—. Y ahora, hermanita, se acabó de

preguntar.

—Vale, tú sabrás lo que haces. Pero sigo

pensando que estás haciendo el tonto con

Fernando y, al final, se va a cansar de ti. ¡Ya lo

verás!

—¡Raquel!

—Vale, vale, Cuchu, no digo nada más. Por

cierto, hoy he vuelto a recibir flores de Jesús.

¿Qué piensas?

—Joder, Raquel, ¿qué quieres que piense? —

respondo molesta—. Pues que es un detalle

bonito.

—Sí. Pero él nunca antes me había regalado dos

ramos de flores en tres semanas seguidas. Aquí

ocurre algo. Pasa algo, lo sé. Lo conozco y él no es

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tan detallista.

Miro el reloj digital que hay sobre mi mesilla: las

ocho y cinco minutos. Sin embargo, dispuesta a

aguantar las paranoias de mi hermana, me llevo

el teléfono al baño, pongo el manos libres y me

envuelvo el pelo en una toalla.

—Vamos a ver, ¿qué ocurre ahora?

Como ya comienza a ser habitual en Raquel, me

cuenta su última movida con su marido. Llevan

casados diez años y su vida dejó de ser

emocionante cuanto nació Luz, mi sobrina. Sus

continuas crisis matrimoniales son su tema

preferido de conversación, pero a mí me agotan.

—Ya no salimos. Ya no paseamos de la mano.

Ya no me invita nunca a cenar. Y ahora, de

pronto, me regala dos ramos de flores. ¿No crees

que será porque se siente culpable por algo?

Mi mente quiere gritar: «¡Sí! Creo que tu marido

te la está dando con queso». Pero mi hermana es

una sufridora nata, así que le respondo

rápidamente:

—Pues no. Quizá simplemente vio las flores y se

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acordó de ti. ¿Dónde está el problema?

Tras media hora de charla con ella, finalmente

consigo colgar el teléfono sin hablarle de mi

extraña cita con el señor Zimmerman. Me

gustaría explicárselo, pero mi hermana en

seguida me diría: «¿Estás loca? ¿Es tu jefe?». O

bien: «¿Y si es un asesino de mujeres?». Así que

mejor me callo. No quiero pensar que ella pueda

tener razón.

A las nueve menos veinte miro histérica mi

armario.

No sé qué ponerme.

Quiero estar guapa como él me pidió, pero la

verdad es que mi ropa es básica y funcional.

Trajes para el trabajo y vaqueros para salir con los

amigos. Al final, opto por un vestido verde que

tiene un bonito escote y se ajusta a mis curvas y

estreno unos sugerentes zapatos de tacón. Mi

último caprichazo.

Vuelvo a mirar el reloj, nerviosa. Las nueve

menos diez.

Sin tiempo que perder, enchufo el secador,

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pongo la cabeza boca abajo y me seco la melena a

toda mecha. Sorprendentemente, el resultado me

gusta. Como no soy de maquillarme mucho,

simplemente me hago la raya en el ojo, me pongo

rímel y me pinto los labios. Odio maquillarme

demasiado; eso se lo dejo a mi jefa.

Suena el telefonillo de mi casa. Miro el reloj. Las

nueve en punto. Puntualidad alemana. Lo

descuelgo nerviosa y, antes de poder decir ni mu,

oigo una voz que me dice:

—Señorita Flores, la estoy esperando. Baje.

Tras balbucear un tímido «Voy» cuelgo el

telefonillo. Seguidamente, cojo el bolso, le doy un

beso en la cabeza a Curro y le digo hasta luego.

Dos minutos después, al salir de mi portal, lo veo

apoyado en un impresionante BMW de color

granate. Aunque más impresionante está él con

un traje oscuro. Al verme, Zimmerman se acerca

a mí y me da un casto beso en la mejilla.

—Está usted muy guapa —observa.

Tengo dos opciones: sonreír y darle las gracias o

callarme. Opto por la segunda. Estoy tan nerviosa

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y desconcertada que, si digo algo, vete a saber lo

que me sale por la boca.

Me abre la puerta trasera del coche y me

sorprendo al ver que tenemos chófer.

Vaya, ¡qué lujazo!

Lo saludo. Me saluda a su vez.

—Tomás, tengo reserva en el Moroccio —le dice

Zimmerman nada más entrar en el coche.

Una vez dicho eso, le da a un botón y un cristal

opaco se interpone entre el conductor y nosotros.

Me mira y yo no sé qué decir. Me sudan las

manos y siento que mi corazón se me va a salir

del pecho.

—¿Está bien?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué está tan callada?

Lo miro y me encojo de hombros sin saber qué

contestar.

—Nunca he tenido una cita como ésta, señor

Zimmerman —consigo decirle—. Por norma,

cuando salgo a cenar con un hombre yo…

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Sin dejarme terminar la frase me mira con sus

penetrantes ojos azules.

—¿Sale a cenar con muchos hombres?

Aquella pregunta me sorprende. Pero ¿este tío

se cree el único espécimen macho del mundo? Así

que respiro hondo y procuro no soltarle un

borderío de los míos.

—Siempre que me apetece —le aclaro.

Alzo mi barbilla con altanería y, cuando creo

que no voy a decir ni una palabra más, le suelto:

—Lo que no entiendo es qué hago aquí, en su

coche, con usted y dirigiéndome a cenar. Eso es lo

que todavía no logro entender.

Él no responde. Sólo me mira… me mira… me

mira y me pone histérica con su mirada.

—¿Va usted a hablar o pretende estar el resto

del viaje mirándome?

—Mirarla es muy agradable, señorita Flores.

Maldigo y resoplo. ¿En qué embolado me he

metido? Pero como no puedo callar ni debajo del

agua, le pregunto:

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—¿A qué se debe esta cena?

—Me agrada su compañía.

—¿Y a cuento de qué viene la preguntita de si

salgo con muchos hombres?

—Simple curiosidad.

—¿Curiosidad? —replico rascándome el

cuello—. ¿Acaso un hombre como usted lleva una

vida monacal?

—No, señorita.

—Me alegra saberlo, porque yo tampoco.

—No se rasque el cuello, señorita Flores —me

susurra, curvando sus labios—. Los ronchones…

Cansada de tanto formalismo y, más tras lo

hablado, protesto. ¡De perdidos al río!

—Por favor… Llámeme Judith o Jud. Dejemos

los formalismos para el horario de oficina. Vale,

usted es mi jefe y yo le debo un respeto por ello,

pero me incomoda cenar con alguien que

continuamente se dirige a mí por mi apellido.

Asiente. Parece que mis palabras le han gustado.

Sus labios me lanzan una sonrisa y su cara se

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acerca a la mía.

—Me parece perfecto, siempre y cuando usted a

mí me llame Eric —susurra—. Es incómodo y

muy impersonal cenar con una mujer que me

llama por mi apellido.

Tras dar un nuevo resoplido, acepto y le tiendo

la mano.

—De acuerdo, Eric, encantada de conocerte.

Me coge la mano y, sorprendentemente,

deposita sobre ella un beso.

—Lo mismo digo, Jud —añade en tono dulzón.

En ese instante, el coche se detiene y Tomás nos

abre la puerta desde el exterior. El señor

Zimmerman… digo, Eric baja y me ofrece su

mano para salir. Una vez en la calle, el chófer se

monta de nuevo en el BMW y se marcha.

Entonces, Eric me agarra de la cintura y leo un

cartel que pone «Moroccio».

Entrar en aquel bonito e iluminado restaurante

me pone de mejor humor. Siempre he querido

entrar. Además, estoy famélica; casi no he comido

al mediodía y tengo una hambre atroz. Mientras

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entramos, observo las mesas del lugar y, en

especial, los platos que sirven los camareros.

Madre mía, ¡qué pinta tiene todo! Al ver a mi

acompañante, el maître sonríe y camina hacia

nosotros.

—Acompáñenme —nos dice, tras saludarnos.

Eric me agarra de la mano y yo me dejo hacer.

Observo cómo algunas de las mujeres lo miran,

cosa que hace que me enorgullezca de ser yo la

que va de su mano. Tras cruzar la sala en la que

la gente está cenando, llegamos a un espacio

separado por telas doradas de satén. No puedo

evitar sorprenderme, y, cuando el maître abre

una de esas cortinas y nos invita a pasar, casi

silbo.

Es una estancia lujosa e iluminada con velas. En

un lateral hay un sillón con aspecto de cómodo y,

en el centro, una redonda y bien vestida mesa

para dos. Eric sonríe al ver mi gesto de sorpresa y

observo cómo le indica con la mirada al maître

que se retire. Se acerca a mí y, con galantería,

retira una de las sillas para que me siente.

—¿Te gusta? —me pregunta.

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—Sí…

En cuanto me acomodo en la silla, él rodea la

mesa y toma asiento frente a mí.

—¿Nunca has cenado aquí?

—He pasado mil veces por la puerta pero nunca

he entrado. Sólo con verlo desde fuera intuyo que

sus precios son prohibitivos para una mileurista

como yo.

Al decir aquello, Eric arruga la nariz y extiende

su mano sobre la mesa hasta llegar a la mía. La

coge y comienza a dibujar circulitos sobre mi

muñeca.

—Para ti, pocas cosas serán prohibitivas —

murmura.

Eso me hace reír.

—Más de las que crees.

—Lo dudo, pequeña. Seguro que tú eres la que

se pone límites.

Su mirada, su voz ronca y su manera de

llamarme «pequeña» me cautivan. Me erizan el

vello de todo mi cuerpo. Él. El señor Zimmerman,

mi jefe, me fascina a cada segundo que pasa.

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Toca un botón verde que hay en un lateral de la

mesa y, al cabo de unos segundos, aparece un

camarero con una botella de vino. Mientras le

sirve a él, leo en su etiqueta «Flor de Pingus.

Rivera del Duero». ¡Dios, si no me gusta el vino!

Y me muero por una Coca-Cola fría. En cuanto el

camarero le sirve, Eric coge la copa, la mueve, se

la acerca a la nariz y le da un pequeño sorbo.

—Excelente.

El camarero vuelve a servirle y después da la

vuelta a la mesa y me sirve a mí también. Me

rasco. Instantes después se va, dejándonos solos.

—Prueba el vino, Jud. Es fantástico.

Cojo la copa, poniendo cara de circunstancias.

Pero cuando voy a llevármela a la boca, siento su

mano sobre la mía.

—¿Qué ocurre? —me pregunta.

—Nada.

Zimmerman ladea la cabeza.

—Jud, te conozco poco, pero me estoy

percatando de las ronchas que te están

apareciendo en el cuello —me suelta,

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sorprendiéndome—. Tú misma me lo confesaste.

¿Qué pasa?

Sin poder evitarlo sonrío. Vaya con el señor

Zimmerman, no se le escapa una.

—¿La verdad?

—Siempre —insiste.

—No me gusta el vino y me muero por una

Coca-Cola fresquita.

Boquiabierto y divertido, me mira como si le

hubiera dicho que «Los Teletubbies» es mi serie

favorita y que Bob Esponja es mi novio.

—Este vino color rubí oscuro te gustará —

murmura con una voz ronca pero dulce—. Hazlo

por mí y pruébalo. Si no te agrada, por supuesto,

te pediré una Coca-Cola.

Ni que decir tiene que lo pruebo rápidamente.

—¿Y bien? —pregunta sin apartar sus

penetrantes ojos de mí.

—Está rico. Mejor de lo que pensaba.

—¿Te pido la Coca-Cola?

Sonrío y niego con la cabeza. Instantes después,

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la cortina se vuelve a abrir y aparecen dos

camareros con varios platos.

—Me tomé la libertad de decidir la cena para los

dos, ¿te parece bien?

Asiento. No me queda más remedio. Y poco

después disfruto de un exquisito cóctel de

gambas, de un fino paté de berenjenas y,

posteriormente, de un delicioso salmón a la

naranja mientras charlamos. Eric Zimmerman se

ha convertido de repente en un hombre con un

gran sentido del humor y eso me encanta.

Entonces me doy cuenta de que una luz naranja

se enciende en el lateral derecho de la estancia.

—¿Qué es eso?

Eric, sin necesidad de mirar, sabe a lo que me

refiero.

—Algo que quizá tras el postre te enseñe.

Eso me hace sonreír y le doy un trago al vino,

que, por cierto, cada vez me sabe mejor.

—¿Por qué tras el postre?

Mi pregunta parece divertirlo. Me recorre con

los ojos y se echa atrás en su silla.

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—Porque primero quiero cenar.

No pregunto más y, cuando acabo mi salmón,

los camareros entran para retirar los platos.

Segundos después, entra otro camarero y deja

ante mí una porción de tarta de chocolate

acompañada por una bola de color rosa.

—Mmm, qué rico —y al ver que a él no le

sirven, pregunto—: ¿Tú no tomas postre?

No me contesta. Se limita a levantarse, coger su

silla y sentarse a mi lado. Me altero. Es tan sexy

que es imposible no pensar mil y una lujurias en

ese momento. Coge la cucharita, parte un pedazo

de tarta, coge helado y dice:

—Abre la boca.

Pestañeo sorprendida.

—¿Cómo?

No repite lo dicho. Me enseña la cuchara y yo,

automáticamente, abro la boca. Me tiene

extasiada. Mete la cuchara lentamente en mi boca

y yo cierro mis labios sobre ella. Me mira. Yo me

excito y sonrío tímidamente. Nada más tragar esa

delicatessen, me dispongo a decir algo, pero él

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me interrumpe:

—¿Está rico?

Con mi paladar aún dulzón por el chocolate y el

helado de fresa, asiento. Él se acerca.

—¿Puedo probar?

Le digo que sí y mi sorpresa es mayúscula

cuando lo que prueba son mis labios. Mi boca.

Posa sus suculentos labios en los míos y los

saborea. Como hizo por la mañana en el archivo,

primero saca su lengua, chupa mi labio superior,

luego el inferior, después un mordisquito y, al

final, su sensual lengua me invade y yo cierro los

ojos dispuesta a más. Cuando siento su mano

sobre mi rodilla, mi respiración se acelera, pero

no me muevo. Quiero más. Lentamente la sube

hasta llegar a la cara interna de mis muslos y los

masajea. Su mano sube hasta mis bragas y siento

sus dedos en ellas. Pero, de repente, se separa de

mí y regresa a su posición en la silla.

Mis mejillas queman. Arden, del mismo modo

que ardo toda yo. Aquel íntimo contacto me ha

puesto a cien. ¿Qué me pasa? Un beso y un

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simple roce de su mano han conseguido que casi

tenga un orgasmo y eso me acelera el pulso. Eric

me observa. Veo el deseo en sus ojos.

—Te desnudaría aquí mismo —murmura.

Jadeo. ¡Dios! ¡Me va a dar algo!

Quiero más y esta vez soy yo la que se lanza a

besarlo. Él acepta mis labios pero, cuando lo voy

a agarrar del cuello, me sujeta las manos y se

separa unos milímetros de mí.

—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar? —

pregunta, muy cerca de mis labios.

Esa pregunta me descoloca por completo. ¿A

qué se refiere? Pero es tal el deseo que siento en

ese momento por él y quiero ser tan malota que

respondo totalmente hechizada:

—Hasta donde lleguemos.

—¿Seguro?

—Bueno —murmuro acalorada—. El sado no

me va.

Eric sonríe. Pasa las manos por debajo de mis

piernas y por mi cintura y me coloca sobre sus

piernas. Voy a estallar. ¡Estoy sobre mi jefe! Mete

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su nariz en mi cuello y lo oigo aspirar mi aroma.

Mi perfume. Aire de Loewe. Cierro los ojos y

cuando los abro veo que me está mirando.

—¿Quieres saber qué significa esa luz naranja?

Dirijo mi mirada hacia la luz, que sigue

encendida, y asiento. Eric mueve su mano y

aprieta uno de los botones que hay en el lateral

de la mesa. Las cortinas de raso que están bajo la

luz naranja se recogen y aparece un cristal oscuro.

¿Qué es eso? Eric me observa. Instantes después,

el cristal se aclara y veo con toda nitidez a dos

mujeres sobre una mesa practicando sexo oral.

Alucinada, anonadada e incrédula miro el

espectáculo que aquellas dos desconocidas nos

ofrecen cuando, de pronto, Eric pulsa otro botón

y los gemidos de esas dos mujeres resuenan en

nuestro reservado. No sé qué hacer. No sé ni

siquiera dónde mirar.

—¿Estás preparada para esto? —me pregunta.

La piel me arde mientras siento sus fuertes

dedos cosquillearme la cintura. Lo miro,

confundida.

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—¿Por qué vemos algo así?

—Me excita mirar. ¿No te excita a ti?

No contesto. No puedo. Estoy tan bloqueada

que no sé ni siquiera si sigo respirando.

—Todos tenemos nuestra pequeña parte voyeur.

El hecho de mirar algo supuestamente prohibido,

morboso o excitante nos encanta, nos estimula y

nos hace querer más.

Vuelvo a dirigir mi vista hacia el cristal mientras

las respiraciones de las dos mujeres retumban por

la sala y entonces veo que Eric aprieta otro botón

y las cortinas del lado izquierdo se recogen. Allí

había una luz verde. Segundos después, el cristal

se aclara y veo a dos hombres y a una mujer. Ella

está tumbada sobre un diván. Un hombre la

penetra y otro le mordisquea los pechos mientras

ella, gustosa, disfruta con el momento.

—Escenas como éstas son dignas de observar —

prosigue Eric—. Los gestos de la mujer mientras

permite que disfruten de su cuerpo y su

feminidad son enloquecedores. Observa su

deleite… Mmmm… Disfruta con lo que le están

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haciendo. Se entrega gustosa a ellos, ¿no crees?

—No… lo sé.

—Las mujeres sois una continua fuente de

morbo para mí. Sois deliciosas.

Con el pulso a mil, cojo el vaso de vino y me lo

bebo del tirón. Estoy sedienta cuando lo oigo

decirme:

—Tranquila. No nos ven. Pero ellos han

permitido que se los pueda observar. La luz

naranja permite ver y la luz verde te invita a

participar. ¿Te gustaría hacerlo?

—¿El qué?

—Participar.

—No —balbuceo histérica.

—¿Por qué?

Mi corazón late desbocado y consigo responder:

—Yo… Yo no hago cosas así.

Sus cejas se levantan y pregunta:

—¿Eres virgen?

—¡Noooooooooooo! —respondo con demasiada

efusividad—. Pero yo…

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—Vale. Entiendo. Tú practicas sexo tradicional,

¿verdad?

Como una tonta asiento y él me coge la barbilla

para que mire al trío que continúa con su

ardoroso juego.

—Ellos también practican sexo tradicional —

añade—. Sólo que a veces juegan y experimentan

algo diferente. ¿De verdad que no te atrae?

Sin querer retirar mis ojos de ellos, los observo

e, inconscientemente, un gemido sale de mi

interior al ver el disfrute de aquella mujer. Estoy

excitada.

—No… yo… —respondo.

—¿Te incomoda hablar de sexo?

Lo miro sorprendida. ¿A qué viene esa pregunta

ahora?

—Tus ojos delatan nerviosismo y tu boca deseo

—insiste—. No me puedes negar que lo que ves

te excita, y mucho, ¿verdad?

No respondo. Me niego. Y él, controlador de la

situación, murmura cerca de mi oído:

—Lo pasarías bien. Muy bien, Jud. Yo me

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encargaría de proporcionarte todo el placer que

tú quisieras. Sólo tienes que pedirlo y yo te lo

daré.

Como una boba, asiento. En la vida me hubiera

imaginado algo así. No sé dónde detener mi

mirada. Estoy tan excitada que hasta me da

vergüenza admitirlo. El lugar, el momento y el

hombre que está junto a mí no me permiten que

siga pensando.

—En estos reservados, quien lo desea degusta

una exquisita cena y algo más. Sólo un selecto

grupo de personas podemos acceder a estas

dependencias. Y, si tras la cena deseas jugar, sólo

hay que pulsar este botón y los cristales

desaparecerán.

De pronto me pongo histérica. Muy nerviosa. Yo

no deseo nada de lo que él me está diciendo.

Intento levantarme, pero Eric me sujeta. No me

deja moverme y, con la respiración más que

acelerada, susurro:

—Quiero marcharme de aquí.

—Son sólo las once.

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—Da igual… quiero irme.

—¿Por qué, Jud? —Al ver que no contesto,

añade—: Creo recordar que has dicho que estabas

dispuesta a todo lo que yo quisiera.

—No me refería a eso. Yo… yo no hago esas

cosas.

Sujetándome con más fuerza, me obliga a

mirarlo y, tras clavar sus claros ojos en los míos,

murmura cerca de mi boca:

—Te sorprenderías, si lo probaras.

—Eric, yo no…

—Jud, el sexo es un juego muy divertido. Sólo

hay que atreverse a experimentar.

Niego con la cabeza, presa de los nervios. No

quiero experimentar. Con el sexo normal que

conozco, me sobra y me basta. Tras unos

segundos que a mí me parecen eternos, Eric

aprieta los botones y los gemidos desaparecen.

Unos instantes después, los cristales se vuelven

oscuros y las cortinas caen.

—Gracias —consigo balbucear.

Me levanta de su regazo y me mira con el rostro

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serio.

—Vamos, Jud. Te llevaré a tu casa.

Media hora después y tras un extraño aunque

no incómodo silencio, sólo roto por su

conversación al teléfono con una mujer, llegamos

a mi calle. Se baja conmigo del coche y me

acompaña. Su actitud vuelve a ser fría y distante.

Sube conmigo en el ascensor. Cuando llegamos a

mi puerta, quiero invitarlo a pasar, pero me

interrumpe:

—Ha sido una cena muy agradable, señorita

Flores. Gracias por su compañía.

Dicho esto, me besa la mano y se va. Yo me

quedo excitada a las once y media de la noche y

sin palabras. ¿Vuelvo a ser la señorita Flores?

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5

Al día siguiente, cuando llego a la oficina y

entro en el despacho de mi jefa para buscar unos

archivos, suspiro al recordar lo ocurrido allí el día

antes. Casi no he dormido. Mi mente no ha

parado de pensar en el señor Zimmerman y en lo

sucedido entre nosotros. La noche anterior,

cuando llegué a casa, vi en diferido el partido

Alemania-Italia. ¡Vaya partidazo de Italia! Estoy

deseando refregarle por la cara a ese listillo la

eliminación de su país.

Miguel aparece y nos vamos juntos a desayunar.

Allí se nos unen Paco y Raúl y charlamos

divertidos, mientras yo observo la puerta de la

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entrada a la espera de que Eric, el jefazo, el

hombre que me invitó a cenar y me puso como

una moto, aparezca. Pero no lo hace. Eso me

desilusiona, así que, en cuanto acabamos de

desayunar, regresamos a nuestros puestos de

trabajo.

Al llegar al despacho, Miguel se marcha a

administración. Tiene que solucionar algo que el

señor Zimmerman le pidió el día anterior.

Dispuesta a enfrentarme a un nuevo día,

enciendo mi ordenador cuando suena mi

teléfono. Es de recepción para indicarme que un

joven con un ramo de flores pregunta por mí.

¡¿Flores?! Nerviosa, me levanto de mi silla. Nunca

nadie me ha mandado flores y tengo clarísimo de

quién son: Zimmerman.

Con el corazón latiendo a mil por hora veo que

se abren las puertas del ascensor y un joven con

una gorra roja y un precioso ramo mira la

numeración de los despachos. Pero, al darse

cuenta de que lo estoy mirando, aprieta el paso.

—¿Es usted la señorita Flores? —pregunta al

llegar frente a mí.

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Quiero gritar: «¡Sí! ¡Diosssssssssss…!».

El ramo es espectacular. Rosas amarillas

preciosas. ¡Divinas!

El joven de la gorra roja me mira y, finalmente,

asiento a su pregunta. Me tiende el ramo y dice:

—Firme aquí y, por favor, entréguele este ramo

a la señora Mónica Sánchez.

La mandíbula se me cae al suelo.

¿¡Es para mi jefa!?

Mi gozo en un pozo. Mis breves segundos de

felicidad por creerme alguien especial se han

borrado de un plumazo. Pero sin querer dar a

entender mi decepción cojo el ramo, lo miro y

casi lloro. Hubiera sido tan bonito que hubiera

sido para mí…

Dejo el ramo sobre mi mesa y firmo el papel que

el chico me tiende. Una vez se va el mensajero,

llevo las preciosas flores hasta el despacho de mi

jefa. Las dejo encima de su mesa y me doy la

vuelta para marcharme. Pero entonces siento que

me puede la curiosidad, así que me giro, busco

entre las flores la tarjeta. La abro y leo: «Mónica,

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la próxima vez, ¿repetimos? Eric Zimmerman».

Leer eso me pone furiosa. ¿Cómo que

«repetimos»?

¡Por Dios! Pero si parece el anuncio de las

Natillas: «¿Repetimos?».

Rápidamente dejo la notita en su sitio y salgo

del despacho. Mi humor ahora es negro. Espero

que nadie me tosa en las próximas horas o lo va a

pagar muy caro. Me conozco y soy una mala

arpía cuando me enfado.

Sin poder quitarme ese «¿Repetimos?» de la

cabeza, comienzo a teclear un informe en mi

ordenador, cuando aparece mi jefa.

—Buenos días, Judith. Pasa a mi despacho —me

dice, sin mirarme.

¡No! Ahora no. Pero me levanto y la sigo.

Cuando entro y cierro la puerta ella ve el ramo

de flores. Lo coge. Saca la tarjeta y la veo sonreír.

¡Será imbécil! Me pica el cuello. Jodido

sarpullido.

—He hablado con Roberto, de personal —me

dice.

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¡Ay, madre! ¿Me va a despedir?

—Va a haber cambios en la empresa. Ayer tuve

una reunión muy interesante con el señor

Zimmerman y van a cambiar algunas cosas en

muchas de las delegaciones españolas.

Escuchar que tuvo una reunión interesante me

molesta. Pero entonces, suena el teléfono y lo cojo

rápidamente.

—Buenos días. Despacho de la señora Mónica

Sánchez. Le atiende su secretaria, la señorita

Flores. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Buenos días, señorita Flores —¡Es

Zimmerman!—. ¿Me podría pasar con su jefa?

Con el corazón a mil por hora, consigo

balbucear:

—Un momento, por favor.

Ni que decir tiene que mi jefa, en cuanto le digo

que es él, aplaude, no sólo con las manos, y me

indica que salga del despacho. Aunque antes de

salir la oigo decir:

—Holaaaaaaaaaaa. ¿Llegaste bien a tu hotel

anoche?

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¿Anoche? ¡¿Anoche?! ¿Cómo que anoche?

Cierro la puerta.

Pero ¡si anoche estuvo conmigo!

Entonces, rápidamente, mi prodigiosa mente

imagina lo que ocurrió. Ella era la mujer con la

que hablaba en el coche. Me dejó en casa y se fue

con ella. ¿Volvería al Moroccio?

Cada segundo que pasa estoy más enfadada.

Pero ¿por qué? El señor Zimmerman y yo no

tenemos nada. Sólo cenamos, me metió mano por

encima de la ropa y presenciamos juntos un

espectáculo sexual. ¿Eso me da derecho a estar

enfadada?

Regreso a mi silla y vuelvo a teclear en el

ordenador. Tengo que trabajar. No quiero pensar.

En ocasiones, pensar no es bueno, y ésta es una

de esas ocasiones. A la una, mi jefa sale del

despacho y, tras una mirada con Miguel, él se

levanta y se marchan juntos. Sé lo que van a

hacer. Fornicarán como conejos durante las dos

horas para comer, vete a saber dónde.

Trabajo, trabajo y más trabajo. Me centro en mi

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trabajo.

Estoy tan cabreada que me pongo a hacerlo con

mucho ímpetu y me quito de encima un montón

de papeleo. Sobre las dos y media llega Óscar,

uno de los vigilantes jurado que hay en la puerta

de la empresa.

—Esto lo ha dejado para ti el chófer del señor

Zimmerman —dice, entregándome un sobre.

Boquiabierta, miro el sobre cerrado con mi

nombre escrito. Asiento a Óscar, y éste se va. Me

quedo un rato observando el sobre y, sin saber

por qué, abro un cajón y lo guardo en él. No

pienso abrirlo hasta el lunes. Es viernes. Tengo

jornada continua y salgo a las tres.

El teléfono suena. Lo cojo y, tras soltar toda la

parafernalia de siempre, escucho al otro lado:

—¿Has abierto el paquete que te he enviado?

¡Zimmerman! No respondo y él añade:

—Te oigo respirar. Contesta.

Por mi mente pasa decirle mil cosas. La primera:

«¡Mandón!». La segunda es peor.

—Señor Zimmerman, me acaba de llegar y he

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decidido dejarlo para el lunes —respondo

finalmente.

—Es un regalo para ti.

—No quiero ningún regalo suyo —murmuro

con un hilo de voz, sorprendida por sus palabras.

—¿Por qué?

—Porque no.

—¡Ah! Señorita Flores, esa contestación no me

vale. Ábralo por favor.

—No —insisto.

Lo oigo resoplar… Lo estoy enfadando.

—Por favor, ábrelo.

—¿Y por qué tengo que abrirlo?

—Jud, porque es un regalo que he comprado

pensando en ti.

Vaya… ¿Vuelvo a ser Jud?

Y como soy una blanda, una tonta y además una

curiosa de remate, al final abro el cajón, saco el

sobre y tras rasgarlo miro en su interior.

—¿Qué es esto?

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Lo oigo reír.

—Dijiste que estabas dispuesta a todo.

—¿Eh? Bueno… yo…

—Te gustarán, pequeña, te lo aseguro —me

interrumpe—. Uno es para casa y otro para que lo

lleves en el bolso y lo puedas utilizar en cualquier

lugar y en cualquier momento.

Al escuchar el tono de su voz al decir «en

cualquier momento», se me corta la respiración.

¡Dios, ya estamos otra vez!

—Estaré en tu casa a las seis —afirma antes de

que yo pueda contestarle—. Te enseñaré para qué

sirven.

—No, no estaré. Voy al gimnasio.

—A las seis.

La comunicación se corta y yo me quedo con

cara de tonta.

Mientras oigo el pitido de la línea al otro lado

del teléfono, deseo soltar por mi boca cientos de

improperios. Pero sólo los escucharía yo. Él ya no

está.

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Enfadada, cuelgo el teléfono. Miro de nuevo

dentro del sobre y leo «Vibrador Fairy. Estrella en

Japón». En ese momento, mi cuerpo reacciona y

resoplo. Finalmente lo guardo en el bolso y apoyo

los codos en la mesa y mi cabeza entre mis

manos.

—Debo parar esto —digo en voz baja—. Pero

¡ya!

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6

Cuando llego a casa, mi Curro me recibe. Es un

encanto. Leo la nota en que mi hermana me

explica que le ha dado la medicación y sonrío.

Qué mona es.

Tras quitarme la ropa me pongo algo más

cómodo y me preparo algo de comer. Cocino

unos ricos macarrones a la carbonara, me lleno el

plato y me siento en el sofá a ver la tele mientras

los devoro.

Cuando acabo con todo el plato, me recuesto en

el sofá y, sin darme cuenta, me sumerjo en un

sueño profundo hasta que un sonido estridente

me despierta de repente. Adormilada, me levanto

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y el pitido vuelve a sonar. Es el telefonillo.

—¿Quién es? —pregunto, frotándome los ojos.

—Jud. Soy Eric.

Entonces, me despierto rápidamente. Miro el

reloj. Las seis en punto. ¡Por favor! Pero ¿cuánto

he dormido? Me pongo nerviosa. Mi casa está

hecha un desastre. El plato con los restos de la

comida sobre la mesa, la cocina empantanada y

yo tengo una pinta horrible.

—Jud, ¿me abres? —insiste.

Quiero decirle que no. Pero no me atrevo y, tras

resoplar, aprieto el botón. Rápidamente cuelgo el

telefonillo. Sé que tengo un minuto y medio más

o menos hasta que suene el timbre de la puerta de

mi casa. Como Speedy González salto por encima

del sillón. No me dejo los dientes en la mesa de

milagro. Cojo el plato. Salto de nuevo el sillón.

Llego a la cocina y, antes de que pueda hacer un

movimiento más, oigo el timbre de mi puerta.

Dejo el plato. Le echo agua para que no se vean

los restos.

¡Oh, Dios, está todo sin fregar!

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El timbre vuelve a sonar. Me miro en el espejo.

Tengo el pelo enmarañado. Lo arreglo como

puedo y corro a abrir la puerta.

Cuando abro, jadeo por las carreras que me he

metido y me sorprendo al ver a Eric vestido con

un vaquero y una camisa oscura. Está guapísimo.

Siento cómo su mirada me recorre y pregunta:

—¿Estabas corriendo?

Como si fuera tonta, me apoyo en la puerta.

Menudas carreras me acabo de meter. Él me mira

de arriba abajo. Estoy a punto de gritarle: «¡Ya lo

sé! Estoy horrible». Pero me sorprende cuando

me dice:

—Me encantan tus zapatillas.

Me pongo roja como un tomate al mirar mis

zapatillas de Bob Esponja que mi sobrina me

regaló. Eric entra sin que yo lo invite. Curro se

acerca. Para ser un gato es muy sociable. Eric se

agacha y lo acaricia. A partir de ese momento

Curro se convierte en su aliado.

Cierro la puerta y me apoyo en ella. Curro es tan

maravilloso que no puedo dejar de sonreír. Eric

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me mira, se levanta y me entrega una botella.

—Toma, preciosa. Ábrela, ponla en una cubitera

con bastante hielo y coge dos copas.

Asiento sin rechistar. Ya está dando órdenes.

Al llegar a la cocina, saco la cubitera que me

regaló mi padre, echo hielo en ella, abro la botella

y, al meterla en el hielo, me fijo con curiosidad en

las pegatinas rosas y leo «Moët Chandon

Rosado».

—Dijiste que te gustaba la fresa —escucho

mientras siento cómo me pasa la mano por la

cintura para acercarme a él—. En el aroma de ese

champán domina el aroma de fresas silvestres. Te

gustará.

Extasiada por su cercanía, cierro los ojos y

asiento. Me pone como una moto. De pronto, me

da la vuelta y quedo apoyada entre el frigorífico y

él. Mi respiración se agita. Él me mira. Yo lo miro

y entonces hace eso que tanto me gusta. Se

agacha, acerca su lengua a mi labio superior y lo

repasa.

¡Dios, qué bien sabe!

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Abro mi boca a la espera de que ahora me

repase el labio de abajo, pero no. Me equivoco.

Me levanta entre sus brazos para tenerme a su

altura y luego mete su lengua directamente en mi

boca con una pasión voraz.

Incapaz de seguir colgada como un chorizo,

enrosco mis piernas en su cintura y, cuando él

pega su entrepierna en el centro de mi deseo, me

derrito. Sentir su excitación dura y caliente sobre

mí me hace querer desnudarlo. Pero entonces

separa su boca de la mía y me pregunta:

—¿Dónde está lo que te he regalado hoy?

Vuelvo a ponerme colorada.

¿Este hombre sólo piensa en sexo? Vale, yo

también.

Sin embargo, incapaz de no responder a sus

inquisidores ojos, respondo:

—Allí.

Sin soltarme, mira en la dirección que le he

dicho. Camina hacia allí conmigo enlazada a su

cuerpo y me suelta. Abre el sobre, saca lo que hay

en él y rompe el plástico del embalaje, primero de

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una cosa y luego de la otra. Mientras lo hace, no

me quita ojo y eso que respira con más

intensidad. Me agita.

—Coge el champán y las copas.

Lo hago. Este tío va al grano. Cuando acaba de

sacar los artilugios de su embalaje camina hacia la

cocina y los mete bajo el grifo. Luego, los seca con

una servilleta de papel y vuelve de nuevo hacia

mí y me coge de la mano.

—Llévame a tu habitación —me dice.

Dispuesta a llevarlo hasta el mismísimo cielo en

mis brazos si fuera necesario, lo conduzco por el

pasillo hasta llegar ante la puerta de mi

habitación. La abro y ante nosotros queda

expuesta mi bonita cama blanca comprada en

Ikea. Entramos y me suelta la mano. Dejo el

champán y las dos copas sobre la mesilla,

mientras él se sienta en la cama.

—Desnúdate.

Su orden me hace salir del limbo de fresas y

burbujitas en el que él me había sumergido y,

todavía excitada, protesto:

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—No.

Sin apartar su mirada de mí, repite sin cambiar

su gesto:

—Desnúdate.

Chamuscada en el horno de emociones en el que

me encuentro, niego con la cabeza. Él asiente. Se

levanta con cara de mala leche. Tira los artilugios

que lleva en su mano sobre la cama.

—Perfecto, señorita Flores.

¡Buenoooo!

¿Volvemos a las andadas?

Al verlo pasar por mi lado, reacciono y lo agarro

por el brazo. Tiro de él con fuerza.

—¿Perfecto qué, señor Zimmerman? —le

pregunto, envalentonada.

Con gesto altivo, mira mi mano en su brazo.

Entonces, lo suelto.

—Cuando quiera comportarse como una mujer

y no como una niña, llámeme.

Eso me enciende.

Me fastidia.

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¿Quién se ha creído ese presuntuoso?

Yo soy una mujer. Una mujer independiente que

sabe lo que quiere. Por ello respondo en los

mismos términos:

—¡Perfecto!

Aquella contestación lo desconcierta. Lo veo en

sus ojos y en su mirada.

—¿Perfecto qué, señorita Flores?

Sin cambiar mi semblante serio, lo miro e

intento no desmayarme por la tensión que

acumulo en mi cuerpo.

—Cuando quiera comportarse como un hombre

y no creerse un ser todopoderoso al que no se le

puede negar nada, quizá lo llame.

¿He dicho «quizá lo llame»? Madre mía, pero

¿qué es eso de «quizá»?

Deseo a aquel hombre.

Deseo desnudarme.

Deseo que se desnude.

Deseo tenerlo entre mis piernas y voy yo y le

suelto: «Quizá lo llame».

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Una tensión endemoniada se cierne entre los

dos. Ninguno parece querer dar su brazo a torcer,

cuando mi mano busca la de él y éste,

sorprendiéndome, la agarra. Lentamente y con

cara de mala leche, se acerca a mí y me besa. Me

pone su gesto serio.

¡Vaya, me encanta!

Me succiona los labios con deleite y yo le

respondo poniéndome de puntillas. De nuevo se

separa y se sienta en la cama. No hablamos. Sólo

nos miramos. Me quito las zapatillas de Bob

Esponja. Sin pestañear, le sigue el pantalón corto

que llevo y a continuación la camiseta. Me quedo

ante él en ropa interior. Al ver que él respira con

profundidad, me siento poderosa. Eso me gusta.

Me excita. Nunca he hecho una cosa así con un

desconocido, pero descubro que me encanta.

Instintivamente me acerco a él. Lo tiento. Veo

que cierra los ojos y acerca su nariz a mis

braguitas. Doy un paso atrás y noto que se

mosquea. Sonrío con malicia y él me imita. Con

una sensualidad que yo no sabía que tenía, me

bajo un tirante del sujetador, luego el otro y

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vuelvo a acercarme a él. Esta vez me agarra con

fuerza por las nalgas y ya no puedo escapar.

Vuelve a acercar su nariz a mis braguitas y me

estremezco cuando siento su aliento y un dulce

mordisco en mi depilado monte de Venus.

Sin hablar, levanta la cabeza y con una mano me

saca del sujetador el pecho derecho. Me acerca

más a él y se mete el pezón en su boca con un

gesto posesivo. ¡Dios! Estoy tan excitada que voy

a gritar. Juguetea con mi pecho mientras yo le

revuelvo el pelo y lo aprieto contra mí. Vuelvo a

sentirme poderosa. Sensual. Voluptuosa. Me miro

en los espejos de mi armario y la imagen es, como

poco, intrigante. Morbosa. Cuando creo que voy

a explotar, me separa de él y, sin necesidad de

que diga nada, sé lo que quiere. Me quito el

sujetador y las bragas y quedo totalmente

desnuda ante él. Durante unos segundos veo

cómo me recorre con su mirada hasta que dice:

—Eres preciosa.

Oír su ronca voz cargada de erotismo me hace

sonreír y, cuando él me tiende la mano, yo se la

acepto. Se levanta. Me besa y siento sus

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poderosas manos por todo mi cuerpo. Me deleito.

Me tumba en la cama y me siento pequeña.

Pequeñita. Eric Zimmerman me mira altivo y un

gemido sale de mi interior en el momento en que

él me coge de las piernas y me las separa.

—Tranquila, Jud, lo deseas.

Se quita la camisa y vuelvo a gemir. Aquel

hombre es impresionante con su sensual torso.

Aún con los pantalones puestos se pone a cuatro

patas sobre mí y coge uno de los artilugios que

me ha regalado.

—Cuando un hombre regala a una mujer un

aparatito de éstos —murmura, mientras me lo

enseña—, es porque quiere jugar con ella y

hacerla vibrar. Desea que se deshaga entre sus

manos y disfrutar plenamente de sus orgasmos,

de su cuerpo y de toda ella. Nunca lo olvides. —

Como siempre, asiento como una tonta y él

prosigue—: Esto es un vibrador para tu clítoris.

Ahora cierra los ojos y abre las piernas para mí —

susurra—. Te aseguro que tendrás un maravilloso

orgasmo.

No me muevo.

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Estoy asustada.

Nunca he utilizado un vibrador para el clítoris y

oír lo que él me dice me avergüenza, pero me

excita. Eric ve la indecisión en mis ojos. Pasa su

mano delicadamente por mi barbilla y me besa.

Cuando se separa de mí pregunta:

—Jud, ¿te fías de mí?

Lo miro durante unos segundos. Es mi jefe.

¿Debo fiarme de él?

Tengo miedo a lo desconocido. ¡No lo conozco!

Ni sé lo que me va a hacer.

Pero estoy tan excitada que, finalmente, vuelvo

a asentir. Me besa e, instantes después,

desaparece de mi vista. Siento cómo se acomoda

entre mis piernas mientras yo miro el techo y me

muerdo los labios. Estoy muy nerviosa. Nunca he

estado tan expuesta a un hombre. Mis relaciones

hasta ese momento han sido de lo más normales

y ahora, de repente, me encuentro desnuda en mi

habitación, tumbada en la cama y abierta de

piernas para un desconocido que encima ¡es mi

jefe!

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—Me encanta que estés totalmente depilada —

susurra.

Me besa la cara interna de los muslos mientras

con delicadeza me acaricia las piernas. Tiemblo.

Luego me las dobla y cierro los ojos para no

observar la imagen grotesca que debo dar.

Entonces siento sus dedos por mi vagina. Eso

vuelve a estremecerme y, cuando su caliente boca

se posa en ella, doy un salto. Eric comienza a

mover su lengua como cuando lo hace sobre mi

boca. Primero un lengüetazo, después otro y mis

piernas, inconscientemente, se abren más. Su

lengua va a mi clítoris. Lo rodea. Lo estimula y,

en el momento en que se hincha, lo coge con los

labios y tira de él. Jadeo.

Escucho un runrún. Un extraño ruido que

pronto identifico como el vibrador. Eric lo pasa

por la cara interna de mis muslos y tiemblo de

excitación. Y, cuando lo pasa por mis labios

vaginales, un electrizante gemido me hace abrir

los ojos.

—Pequeña, te gustará —lo oigo decirme.

Y tiene razón.

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¡Me gusta!

Esa vibración, acompañada del morbo del

momento, me enloquece. Con cuidado abre los

pliegues de mi sexo y coloca aquel aparato sobre

mi bultito, sobre mi clítoris. Me muevo. Es

electrizante. Segundos después, lo retira y siento

su lengua succionarme con avidez. Pocos

después, su boca se retira y vuelvo a sentir la

vibración. Esta vez no encima de mi clítoris, sino

al lado. De pronto, un calor enorme comienza a

subirme del estómago hacia arriba. Siento que

voy a estallar de placer, cuando me doy cuenta de

que la vibración ha subido de potencia. Ahora es

más fuerte, más devastadora. Más intensa. El

calor se concentra en mi cara y en mi sien.

Respiro agitadamente. Nunca había sentido ese

calor. Nunca me había sentido así. Me siento

como una flor a punto de abrirse al mundo.

¡Voy a explotar!

Y cuando no puedo más, un gemido

incontrolable sale de mi boca. Cierro las piernas y

me arqueo, convulsionándome, mientras él retira

el vibrador de mi clítoris. Durante unos segundos

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boqueo como un pez.

¿Qué ha pasado?

Al sentir que él se tumba sobre mí y toma mi

boca resurjo de mis cenizas y lo beso. Lo deseo.

Le devoro la boca en busca de más.

—Pídeme lo que quieras —escucho que me dice

mientras me sigue besando.

Su voz, su tono al decir aquella insinuante frase

me excita aún más. Le tomo la palabra y toco su

cinturón.

—Necesito tenerte dentro ¡ya!

Mi petición parece convertirse en su urgencia.

—¿Tomas algún tipo de anticonceptivo? —

pregunta.

—Sí. La píldora.

—Aun así —murmura—, me pondré

preservativo.

Rápidamente se quita los pantalones y los

calzoncillos. Se queda totalmente desnudo ante

mí y me estremezco de placer. Eric es

impresionante. Fuerte y varonil. Su pene

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escandalosamente duro y erecto está preparado

para mí. Alargo mi mano y lo toco. Suave. Él

cierra los ojos.

—Para un segundo o no podré darte lo que

quieres.

Obediente, le hago caso mientras veo que rasga

con los dientes el envoltorio de un preservativo.

Se lo coloca con celeridad y se tumba sobre mí sin

hablar. Me coloca las piernas sobre sus hombros y

sin dejar de mirarme a los ojos me penetra

lentamente hasta el fondo.

—Así, pequeña, así. Ábrete para mí.

Inmóvil bajo su peso, le permito entrar en mi

interior.

¡Oh, sí, me gusta!

Su pene duro y rígido me enloquece y siento

cómo busca refugio con desesperación dentro de

mí. Me ensarta hasta el fondo y yo jadeo cuando

bambolea las caderas.

—¿Te gusta así?

Asiento. Pero él exige que le hable y para hasta

que respondo:

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—Sí.

—¿Quieres que continúe?

Deseosa de más, estiro mis manos, agarro su

culo y lo lanzo hacia mí. Sus ojos brillan, lo veo

sonreír y yo me arqueo de placer. Eric es

poderoso y posesivo. Su mirada, su cuerpo, su

virilidad pueden conmigo y cuando comienza

una serie de rápidas envestidas y siento su

mirada ardiente me corro de placer. Instantes

después me baja las piernas de sus hombros y me

las pone a ambos lados de sus piernas. El juego

continúa. Coge mis caderas con sus fuertes

manos.

—Mírame, pequeña.

Abro los ojos y lo miro. Es un dios y yo me

siento una simple mortal entre sus manos.

—Quiero que me mires siempre, ¿entendido?

No puedo evitar volver a asentir como una boba

y no le quito el ojo de encima mientras,

enardecida de nuevo, veo cómo se hunde una y

otra vez en mi interior. Ver su expresión y su

fuerza me enloquece. Abro mis piernas todo lo

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que puedo para darle más cabida y noto cómo mi

útero se contrae. Tras varios envites que me

rompen por dentro y me revuelven por completo,

Eric cierra los ojos y se corre tras un gruñido

sexy, mientras me aprieta contra él. Finalmente

cae sobre mí.

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7

Desnuda y con su duro cuerpo sobre el mío,

intento recuperar el control de mi respiración. Lo

ocurrido ha sido ¡fantástico! Le acaricio la cabeza,

que reposa sobre mi cuerpo, con mimo y aspiro

su perfume. Es varonil y me gusta. Noto su boca

sobre mi pecho y eso también me gusta. No

quiero moverme. No quiero que él se mueva.

Quiero disfrutar de ese momento un segundo

más. Pero entonces, él rueda hacia el lado

derecho de la cama y me mira.

—¿Todo bien, Jud?

Digo que sí con la cabeza. Él sonríe.

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Instantes después veo que se levanta y se

marcha de la habitación. Oigo la ducha. Deseo

ducharme con él pero no me ha invitado. Me

siento en la cama sudorosa y veo en mi reloj

digital que son las siete y media.

¿Cuánto tiempo hemos estado jugando?

Minutos después aparece desnudo y mojado.

¡Apetecible! Me sorprendo al darme cuenta de

que coge los calzoncillos y se los pone.

—Anoche perdisteis el partido de fútbol contra

Italia. ¡Lo siento! Os mandaron a casita.

Eric me mira y añade:

—Sabemos perder, te lo dije. Otra vez será.

Sigue vistiéndose sin inmutarse por lo que le

acabo de decir.

—¿Qué haces? —le pregunto.

—Vestirme.

—¿Por qué?

—Tengo un compromiso —responde

escuetamente.

¿Un compromiso? ¿Se va y me deja así?

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Irritada por su falta de tacto, tras lo que ha

ocurrido entre nosotros, me pongo la camiseta y

las bragas.

—¿Vas a repetir con mi jefa? —le suelto, incapaz

de morderme la lengua.

Eso lo sorprende.

¡Ay, Dios! Pero ¿qué he dicho?

Sin mover un solo músculo de su cara se acerca

a mí, vestido únicamente con los calzoncillos.

—Sabía que eras curiosa, pero no tanto como

para leer las tarjetas que no son para ti —me dice,

escrutándome con su mirada.

Eso me avergüenza. Acabo de dejar constancia

de que soy una fisgona. Pero sigo mostrándome

incapaz de contener mi lengua.

—Lo que tú pienses me da igual —le digo.

—No debería darte igual, pequeña. Soy tu jefe.

Con un descaro increíble, lo miro, me encojo de

hombros y respondo:

—Pues me lo da, seas mi jefe o no.

Me levanto de la cama y camino hacia la cocina.

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Quiero agua, ¡agua! No champán con olor a

fresas. Cuando me vuelvo está detrás de mí.

—¿Qué haces que no te vistes y te vas? —le

pregunto sin inmutarme y levantando una ceja.

No responde. Sólo me mira, desafiante, con los

ojos entornados.

Furiosa lo empujo y salgo de la cocina.

Camino de vuelta a mi habitación y siento que

viene detrás de mí.

—Vístete y vete de mi casa —le grito,

volviéndome hacia él—. ¡Fuera!

—Jud… —oigo que me dice en voz baja.

—¡Ni Jud, ni leches! Quiero que te vayas de mi

casa. Pero, vamos a ver: ¿para qué has venido?

Me mira con un gesto que me impulsa a partirle

la cara. Me contengo. Es mi jefe.

—Vine a lo que tú ya sabes.

—¡¿Sexo?!

—Sí. Quedé en que te enseñaría a utilizar el

vibrador.

Dice eso y se queda tan pancho. ¡Flipante!

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—Pero ¿es que me crees tan tonta como para no

saber cómo se utiliza? —vuelvo a gritarle, presa

de los nervios.

—No, Jud —comenta con aire distraído,

mientras me sonríe—. Simplemente quería ser el

primero en hacerlo.

—¿El primero?

—Sí, el primero. Porque estoy convencido de

que a partir de hoy lo utilizarás muchas veces,

mientras piensas en mí.

Esa seguridad chulesca me mata y, torciendo el

gesto, replico, dispuesta a todo:

—Pero ¡serás creído! ¡Presumido! ¡Vanidoso y

pretencioso! ¿Tú quién te crees que eres? ¿El

ombligo del mundo y el hombre más irresistible

de la Tierra?

Con una tranquilidad que me desconcierta,

responde mientras se pone el pantalón:

—No, Jud. No me creo nada de eso. Pero he sido

el primero que ha jugado con un vibrador en tu

cuerpo. Eso, te guste o no, nunca lo podrás

obviar. Y aunque en un futuro juegues sola o con

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otros hombres, siempre… sabrás que yo fui el

primero.

Escucharlo decir aquello me excita.

Me calienta.

¿Qué me pasa con ese hombre?

Pero no estoy dispuesta a caer en su influjo.

—Vale, habrás sido el primero. Pero la vida es

muy larga y te aseguro que no serás el único. El

sexo es algo estupendo en esta vida y siempre lo

he disfrutado con quien he querido, cuando he

querido y como he querido. Y tiene razón, señor

Zimmerman. Le tengo que dar las gracias por

algo. Gracias por no regalarme unas insulsas

rosas y regalarme un vibrador que estoy segura

que me resultará de gran ayuda cuando esté

practicando sexo con otros hombres. Gracias por

alegrar mi vida sexual.

Lo oigo resoplar. Bien. Lo estoy cabreando.

—Un consejo —me replica, contra todo

pronóstico—. Lleva el otro vibrador que te he

regalado siempre en el bolso. Tiene forma de

barra de labios y reúne toda la discreción para

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que nadie, excepto tú, sepa lo que es. Estoy

seguro de que te será de gran utilidad y que

encontrarás sitios discretos para utilizarlo sola o

en compañía.

Eso me descoloca. Esperaba que me mandara a

freír espárragos, no aquello.

Malhumorada, me dispongo a sacar a la arpía

mal hablada que hay en mí, cuando me coge por

la cintura y me atrae hacia él. Lo miro y, por un

momento, me siento tentada a subir la rodilla y

darle donde más le duele. Pero no. No puedo

hacer eso. Es el señor Zimmerman y me gusta

mucho. Entonces, me coge de la barbilla y me

hace mirarlo a los ojos. Y antes de que pueda

hacer o decir nada, saca su lengua y me la pasa

por el labio superior. Después me succiona el

inferior y cuando siento la dureza de su pene

contra mí, murmura:

—¿Quieres que te folle?

Quiero decirle que no.

Quiero que se vaya de mi casa.

¡Lo odio por cómo me utiliza!

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Pero mi cuerpo no responde. Se niega a hacerme

caso. Sólo puedo seguir mirándolo mientras un

deseo inmenso crece con fuerza en mi interior y

yo ya no me reconozco. ¿Qué me pasa?

—Jud, responde —exige.

Convencida de que sólo puedo contestar que sí,

asiento y él, sin miramientos, me da la vuelta

entre sus brazos. Me hace caminar ante él hasta el

aparador de mi habitación. Me planta las manos

en él y me inclina hacia adelante. Después me

arranca las bragas de un tirón y yo gimo. No

puedo moverme mientras siento que saca la

cartera de su pantalón y, de su interior, un

preservativo. Se quita el pantalón y los

calzoncillos con una mano, mientras con la otra

me masajea las nalgas. Cierro los ojos, mientras

imagino que se pone el preservativo. No sé qué

estoy haciendo. Sólo sé que estoy a su merced,

dispuesta a que haga lo que quiera conmigo.

—Separa las piernas —susurra en mi oído.

Mis piernas tienen vida propia y hacen lo que él

pide mientras me acaricia el trasero con una

mano y con la otra se enreda mi pelo para

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tenerme bien sujeta.

—Sí, pequeña, así.

Y, sin más, con una fuerte embestida me penetra

y oigo un ahogado gemido en mi cuello. Eso me

aviva. Luego, me da un azotito exigente. ¡Me

gusta!

Me agarro al aparador y siento que las piernas

me flojean. Él debe notar mi debilidad porque me

agarra por la cintura con las dos manos de modo

posesivo y comienza a bombear su erecto pene

con una intensidad increíble dentro y fuera de mí.

Una y otra vez. Una y otra vez.

En aquella posición y sin tacones, me siento

pequeña ante él, es más, me siento como una

muñeca a la que mueven en busca de placer. De

pronto, las embestidas paran de ritmo y su mano

abandona mi cadera y baja hasta mi vagina. Mete

los dedos en mi hendidura y me busca el clítoris.

Eso me hace jadear.

—Otro día —me dice—, te follaré mientras te

masturbo con lo que te he regalado.

Le digo que sí. Quiero que lo haga.

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Quiero que lo haga ya. No quiero que se vaya.

Quiero… quiero…

Sus embestidas se hacen cada segundo más

lentas y yo me muevo nerviosa, incitándolo a que

suba el ritmo. Él lo sabe. Lo intuye y pregunta

cerca de mi oreja con su voz ronca.

—¿Más?

—Sí… sí… Quiero más.

Una nueva embestida hasta el fondo. Jadeo por

el placer.

—¿Qué más quieres? —añade, mientras aprieta

los dientes.

—Más.

Grito de placer ante su nueva penetración.

—Sé clara, pequeña. Estás húmeda y caliente.

¿Qué quieres?

Mi mente funciona a una velocidad

desbordante. Sé lo que quiero, así que, sin

importarme lo que piense de mí, suplico:

—Quiero que me penetres fuerte. Quiero que…

Un grito escapa de mi boca al sentir cómo mis

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palabras lo avivan. Lo siento jadear. Lo vuelven

loco. Sus embestidas fuertes y profundas

comienzan de nuevo y yo me arqueo dispuesta a

más y más, hasta que llega el clímax. Segundos

después, él explota también y suelta un gemido

de placer mientras me ensarta por última vez.

Agotada y satisfecha, me agarro con fuerza al

mueble. Lo siento apoyado en mi espalda y eso

me reconforta.

Al cabo de un rato me incorporo y suspiro

mientras me doy aire. Tengo calor. En esa ocasión

soy yo la que se marcha directa a la ducha, donde

disfruto en soledad de cómo el agua resbala por

mi cuerpo.

Me demoro más de lo normal. Sólo espero que

él no esté cuando salga. Sin embargo, cuando lo

hago lo veo apaciblemente sentado en la cama

con la copa de champán en la mano.

Mi gesto es un poema. Me doy cuenta de que mi

ceño está fruncido y mi boca, tensa.

Lo miro. Me mira y, cuando veo que él va a

decir algo, levanto la mano para interrumpirlo:

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—Estoy cabreada. Y cuando estoy cabreada

mejor que no hables. Por lo tanto, si no quieres

que saque la Cruella de Vil que llevo dentro, coge

tus cosas y márchate de mi casa.

Me toma de la mano.

—¡Suéltame!

—No. —Tira de mí hasta dejarme entre sus

piernas—. ¿Quieres que me quede contigo?

—No.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Vas a responder continuamente con

monosílabos?

Lo carbonizo con la mirada.

Frunzo mis ojos y siseo con ganas de arrancarle

aquella sonrisita de cabroncete de la boca:

—¿Qué parte de «Estoy cabreada» no has

entendido?

Me suelta. Da un trago a su copa y, tras

saborearla, susurra:

—¡Ah! Las españolas y vuestro maldito carácter.

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¿Por qué seréis así?

Le voy a… Le voy a dar un guantazo.

Juro que como diga alguna perlita más le

estampo la botella de etiqueta rosa en la cabeza,

aunque sea mi jefe.

—De acuerdo, pequeña, me iré. Tengo una cita.

Pero regresaré mañana a la una. Te invito a comer

y, a cambio, tú me enseñarás algo de Madrid, ¿te

parece?

Con un gesto serio que incluso el mismísimo

Robert De Niro sería incapaz de poner, lo miró y

gruño:

—No. No me parece. Que te enseñe Madrid otra

española. Yo tengo cosas más importantes que

hacer que estar contigo de turismo.

Y vuelve a hacerlo. Se acerca a mí, pone sus

labios frente a mi boca, saca su lengua, recorre mi

labio superior y añade:

—Mañana pasaré a buscarte a la una. No se

hable más.

Abro la boca estupefacta y resoplo. Él sonríe.

Quiero mandarlo a que le den por donde

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amargan los pepinos, pero no puedo. El

hipnotismo de sus ojos no me deja. Finalmente,

mientras tira de mí en dirección a la puerta dice:

—Que pases una buena noche, Jud. Y si me

echas de menos, ya tienes con qué jugar.

Poco después se va de mi casa y yo me quedo

como una imbécil mirando la puerta.

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8

Estoy dormida como un tronco cuando oigo el

sonido de la puerta de mi casa al abrirse. Salto de

la cama ¿Qué hora es? Miro el reloj de mi mesilla.

Las once y siete. Me tumbo de nuevo en la cama.

No quiero saber quién es hasta que, de pronto,

una pequeña bomba cae sobre mí y grita:

—¡Hola, titaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Mi sobrina Luz.

Maldigo en silencio, pero luego miro a la

pequeña y la agarro para besarla con amor.

Adoro a mi sobrina. Pero cuando mis ojos se

cruzan con los de mi hermana, mi mirada dice de

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todo menos bonita. Veinte minutos después y

recién salida de la ducha, entro en el comedor en

pijama. Mi hermana está preparando algo de

desayuno mientras mi pequeña Luz, espachurra

entre sus brazos al pobre Curro y ve los dibujos

de la televisión.

Entro en la cocina, me siento en la encimera y

pregunto:

—¿Se puede saber qué haces en mi casa un

sábado a las once de la mañana?

Mi hermana me mira y pone un café ante mí.

—Me engaña —cuchichea.

Sorprendida por sus palabras, me dispongo a

contestarle, pero ella baja la voz para que Luz no

la oiga y prosigue:

—Acabo de descubrir que el sinvergüenza de mi

marido ¡me engaña! Me paso media vida a

régimen, yendo al gimnasio, cuidándome para

estar siempre estupenda y ¡ese desgraciado me

engaña! Pero no, esto no va a quedar así. Te juro

que voy a contratar al mejor abogado que

encuentre y le voy a sacar hasta los higadillos por

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cabrón. Te juro que…

Necesito un segundo. Tiempo muerto. Levanto

la mano y pregunto:

—¿Por qué sabes que te engaña?

—Lo sé y punto.

—No me vale esa respuesta —insisto cuando la

pequeña entra en la cocina.

—Mami, voy al baño.

Raquel asiente y dice:

—Oye, no te olvides de limpiarte el petete con

papel, ¿vale?

La pequeña desaparece de nuestra vista.

—Ayer Pili, la madre de la amiguita de Luz —

continúa—, me confesó que descubrió que su

marido la engañaba cuando éste comenzó a

comprarse él mismo la ropa. Y justamente,

Alfredo hace dos días se compró una camisa ¡y

unos calzoncillos!

Eso me deja patitiesa. No sé qué decir.

Efectivamente, se dice que uno de los síntomas

para desconfiar en un hombre es ése. Pero claro,

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tampoco se puede decir que eso sea una tónica

general en todos. Y menos en mi cuñado. Que no,

que no me lo imagino.

—Pero, Raquel, eso no quiere decir nada

mujer…

—Sí. Eso quiere decir mucho.

—¡Anda ya, exagerada!—río para quitarle

importancia.

—De exagerada nada, cuchufleta. Me mira de

forma extraña… como si quisiera decirme algo

y… cuando hacemos el amor, él…

—No quiero saber más—la interrumpo. Pensar

en mi cuñado en plan caliente no me apetece.

Entonces, mi sobrina irrumpe en la cocina y

pregunta:

—Tita… ¿por qué este pintalabios no pinta pero

tiembla?

Al escuchar eso creo morir. Rápidamente miro a

la pequeña y veo que trae en las manos el

vibrador en forma de pintalabios que Eric me ha

regalado. Salto de la encimera y se lo quito. Mi

hermana, como está en su mundo, ni se entera.

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Menos mal. Me guardo el jodido pintalabios en el

primer sitio que encuentro. En las bragas.

—Es un pintalabios de broma, pichurrina. ¿No

lo has visto?

La pequeña suelta una risotada y yo me parto.

Bendita inocencia. Mi hermana nos mira y mi

sobrina dice:

—Tita, no te olvides de la fiesta del martes.

—No lo haré, cariño —murmuro, mientras le

acaricio la cabeza con ternura.

Mi sobrina me mira con sus ojitos castaños,

tuerce la boca y dice:

—He discutido otra vez con Alicia. Es tonta y no

la pienso ajuntar en la vida.

Alicia es la mejor amiga de mi sobrina. Pero son

tan diferentes que no paran de discutir, aunque

luego no pueden vivir la una sin la otra. Yo soy

su intermediaria.

—¿Por qué habéis discutido?

Luz resopla y pone sus ojitos en blanco.

—Porque le dejé una película y ella dice que es

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mentira —cuchichea—. Me llamó tonta y cosas

peores y yo me enfadé. Pero ayer me trajo la

película, me pidió perdón y yo no la perdoné.

Sonrío. Mi canija y sus grandes problemas.

—Luz, sabes que siempre te digo que cuando

quieres a una persona hay que intentar solucionar

los problemas, ¿no? ¿Tú quieres a Alicia?

—Sí.

—Y si te ha pedido perdón por su error, ¿por

qué no la perdonas?

—Porque estoy enfadada con ella.

—Vale, entiendo tu enfado, pero ahora debes

pensar si tu enfado es tan importante como para

dejar de ser amiga de una persona a la que

quieres y que encima te ha pedido disculpas.

Piénsalo, ¿vale?

—De acuerdo, tita. Lo pensaré.

Segundos después la pequeña desaparece en el

interior de mi piso.

—¿Se puede saber qué te has guardado en el

pantalón? —pregunta Raquel.

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—Ya lo he dicho. Un pintalabios de broma —río

al recordar que está dentro de mis bragas.

Convencida o no, acepta lo dicho y no pide más

explicaciones. Eso me alegra. Media hora

después, tras haber despotricado todo lo habido y

por haber contra mi cuñado, mi hermana y mi

sobrina se van y me dejan tranquila en casa.

Miro el reloj. Las doce y cinco minutos.

Entonces recuerdo que Eric me vendrá a buscar

y maldigo. No pienso salir con él. Que salga con

la que tuvo la cita anoche. Voy a mi habitación,

cojo mi móvil y, sorprendida, me doy cuenta de

que tengo un mensaje. Es de Eric.

«Recuerda. A la una paso a buscarte.»

Eso me enfurece.

Pero ¿quién se ha creído éste que es para ocupar

mi tiempo? Le respondo:

«No pienso salir.»

Tras enviárselo, suspiro aliviada, pero mi alivio

dura poco cuando el teléfono suena y leo:

«Pequeña, no me hagas enfadar».

¿Que no lo haga enfadar?

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Este tío es de todo, menos bonito. Y, antes de

que le conteste, mi móvil pita de nuevo.

«Por tu bien, te espero a la una.»

Leer aquello me hace sonreír.

¡Será impertinente…! Así que decido

responderle: «Por su bien, señor Zimmerman, no

venga. No estoy de humor».

Mi móvil inmediatamente pita de nuevo.

«Señorita Flores, ¿quiere enfadarme?»

Boquiabierta, miro la pantalla y respondo: «Lo

que quiero es que se olvide de mí».

Dejo el móvil sobre la encimera, pero suena de

nuevo. Rápidamente lo cojo.

«Tienes dos opciones. La primera, enseñarme

Madrid y disfrutar del día conmigo. Y la segunda

enfadarme y soy tu JEFE. Tú decides.»

Me atraganto. Su abuso de autoridad me

enardece pero me excita.

¿Seré imbécil?

Con las manos temblorosas, vuelvo a dejarlo

sobre la encimera. No pienso contestarle. Pero el

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móvil pita de nuevo y yo, curiosa de mí, leo lo

que pone: «Elige opción».

Enfadada, maldigo por lo bajo.

Me lo imagino sonriendo mientras escribe

aquello. Eso me enfada aún más. Suelto el

teléfono. No pienso contestar y tres segundos

después vuelve a pitar. Leo: «Estoy esperando y

mi paciencia no es infinita».

Desesperada, me acuerdo de todos sus

antepasados. Y al final contesto: «A la una estaré

preparada».

Espero su respuesta, pero no llega. Convencida

de que me estoy metiendo en un juego al que no

debería jugar, me preparo otro café y, cuando

miro el reloj del microondas, veo que marca la

una menos veinte. Sin tiempo que perder, corro

por la casa.

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9

¿Qué me pongo?

Al final, me calzo unos vaqueros y una camiseta

negra de los Guns’n’Roses que me regaló mi

amiga Ana. Me sujeto el pelo en una coleta alta y

a la una suena el telefonillo. ¡Qué puntual!

Convencida de que es él, no contesto. Que vuelva

a llamar. Diez segundos después lo hace. Sonrío.

Descuelgo el telefonillo y pregunto distraída:

—¿Sí?

—Baja. Te espero.

¡Olé! Ni buenos días, ni nada.

¡Don Mandón ha regresado!

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Tras besar a Curro en la cabeza, salgo de mi casa

deseosa de que mi aspecto con vaqueros no le

guste nada de nada y decida no salir conmigo.

Pero me quedo a cuadros cuando llego a la calle y

lo veo vestido con unos vaqueros y una camiseta

negra junto a un impresionante Ferrari rojo que

me deja patidifusa. ¡Si lo pilla mi padre!

La sonrisa vuelve a mi boca. ¡Me encanta!

—¿Es tuyo? —pregunto, acercándome hasta él.

Se encoge de hombros y no contesta.

Asumo que es alquilado y me enamoro a

primera vista de aquella impresionante máquina.

Lo acaricio con mimo mientras siento que él me

mira.

—¿Me dejas conducirlo? —le pregunto.

—No.

—Venga, vaaaaaaaaaaaa —insisto—. No seas

aguafiestas y déjame. Mi padre tiene un taller y te

aseguro que sé hacerlo.

Eric me mira. Yo lo miro también.

Él resopla y yo sonrío. Finalmente niega con la

cabeza.

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—Enséñame Madrid y, si te portas bien, quizá

luego te permita conducirlo. —Eso me emociona

y prosigue—: Yo conduciré y tú me dirás dónde

ir. Así que, ¿dónde vamos?

Me quedo pensando un rato, pero en seguida le

contesto:

—¿Qué te parece si vamos a lo más guiri de

Madrid? Plaza Mayor, Puerta del Sol, Palacio

Real, ¿lo conoces?

No responde, así que le doy unas indicaciones y

nos sumergimos en el tráfico. Mientras él

conduce, disfruto del hecho de ir en un Ferrari.

¡Qué pasada! Subo la música de la radio. Me

encanta esa canción de Juanes. Él la baja. Vuelvo

a subirla. Él vuelve a bajarla.

—Vamos a ver, ¡que no escucho la canción! —

protesto.

—¿Estás sorda?

—No… no estoy sorda, pero un poquito de

vidilla a la música dentro de un coche no viene

mal.

—¿Y también tienes que cantar?

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Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que

respondo:

—¿Qué pasa? ¿que tú no cantas nunca?

—No.

—¿Por qué?

Tuerce el gesto mientras lo piensa… lo piensa…

y lo piensa.

—Sinceramente, no lo sé —contesta, finalmente.

Sorprendida por aquello, lo miro y añado:

—Pues la música es algo maravilloso en la vida.

Mi madre siempre decía que la música amansa

las fieras y que las letras de muchas canciones

pueden ser tan significativas para el ser humano

que incluso nos pueden ayudar a aclarar muchos

sentimientos.

—Hablas de tu madre en pasado. ¿Por qué?

—Murió de cáncer hace unos años.

Eric toca mi mano.

—Lo siento, Jud —murmura.

Le hago un gesto de comprensión con la cabeza,

y, sin querer dejar de hablar de mi madre, añado:

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—A ella le encantaba cantar y a mí me pasa

igual.

—¿Y no te da vergüenza cantar delante de mí?

—No, ¿por qué? —respondo, encogiéndome de

hombros.

—No lo sé, Jud, quizá por pudor.

—¡Qué va! Soy una loca de la música y me paso

el día canturreando. Por cierto, te lo recomiendo.

Vuelvo a subir la música y, demostrándole la

poca vergüenza que tengo, muevo los hombros y

canturreo:

Tengo la camisa negra, porque negra tengo el alma.

Yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama.

Cama cama caman baby, te digo con disimulo.

Que tengo la camisa negra y debajo tengo el difunto.

Finalmente, veo que la comisura de sus labios se

curva. Eso me proporciona seguridad y continúo

canturreando, canción tras canción. Al llegar al

centro de Madrid, metemos el coche en un

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parking subterráneo y lo miro con tristeza

mientras nos alejamos de él. Eric se da cuenta de

ello y se acerca a mi oído.

—Recuerda. Si eres buena, te dejaré conducirlo

—susurra.

Mi gesto cambia y un aleteo de felicidad me

cubre por completo cuando lo oigo reír. ¡Vaya!

¡Sabe reír! Tiene una risa muy bonita. Algo que

no utiliza mucho, pero que las pocas veces que lo

hace me encanta. Tras salir del parking, me coge

de la mano con seguridad. Eso me sorprende y,

como me agrada, no la retiro. Caminamos por la

calle del Carmen y desembocamos en la Puerta

del Sol. Subimos por la calle Mayor y llegamos

hasta la plaza Mayor. Veo que le maravilla todo

lo que ve mientras continuamos nuestro camino

hacia el Palacio Real. Cuando llegamos está

cerrado y, como las tripas nos comienzan a rugir,

le propongo comer en un restaurante italiano de

unos amigos míos.

Cuando llegamos al restaurante, mis amigos nos

saludan encantados. Rápidamente nos acomodan

en una mesita algo alejada del resto y, tras pedir

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los platos, nos traen algo de beber.

—¿Es buena la comida de aquí?

—La mejor. Giovanni y Pepa cocinan muy bien.

Y te aseguro que todos los productos vienen

directamente desde Milán.

Diez minutos después, lo comprueba él mismo

al degustar una mozzarella de búfala con tomate

que sabe a gloria.

—Muy rico.

Pincha un nuevo trozo y me lo ofrece. Yo lo

acepto.

—¿Lo ves? —trago—. Te lo dije…

Asiente. Pincha de nuevo y me vuelve a ofrecer.

Vuelvo a aceptarlo y entro en su juego. Pincho yo

y le ofrezco a él. Ambos comemos de la mano del

otro sin importarnos lo que piensen a nuestro

alrededor. Acabada la mozzarella, se limpia la

boca con la servilleta y me mira.

—Tengo que hacerte una proposición —me dice.

—Mmmm… Conociéndote, seguro que será

indecente.

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Sonríe ante mi comentario. Me toca la punta de

la nariz con su dedo y dice:

—Voy a estar en España durante un tiempo y

después regresaré a Alemania. Me imagino que

sabrás que mi padre murió hace tres semanas…

Me quiero encargar de visitar todas las

delegaciones que mi empresa tiene en España.

Necesito saber la situación de las mismas, ya que

quiero ampliar el negocio a otros países. Hasta el

momento era mi padre quien se ocupaba de todo

y… bueno… ahora el mando lo llevo yo.

—Siento lo de tu padre. Recuerdo haber oído…

—Escucha, Jud —me interrumpe. No me deja

profundizar en su vida—. Tengo varias reuniones

en distintas ciudades españolas y me gustaría que

me acompañaras. Sabes hablar y escribir

perfectamente en alemán y necesito que, tras las

reuniones, envíes varios documentos a mi sede en

Alemania. El jueves tengo que estar en Barcelona

y…

—No puedo. Tengo mucho trabajo y…

—Por tu trabajo no te preocupes. El jefe soy yo.

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—¿Me estás pidiendo que deje todo y te

acompañe en tus viajes? —le pregunto,

boquiabierta.

—Sí.

—¿Y por qué no se lo pides a Miguel? Él era el

secretario de tu padre.

—Te prefiero a ti. —Y al ver mi gesto añade—:

Vendrías en calidad de secretaria. Tus vacaciones

se aplazarían hasta que regresáramos y después

podrías cogerlas. Y, por supuesto, tus honorarios

por este viaje serán los que tú marques.

—¡Ufff…! No me tientes con mis honorarios o

me aprovecharé de ti.

Apoya los codos sobre la mesa. Junta las manos.

Deja caer la barbilla sobre ellas y murmura:

—Aprovéchate de mí.

El labio me tiembla.

No quiero entender lo que él me está

proponiendo. O al menos no quiero entenderlo

como yo lo estoy entendiendo. Pero como soy

incapaz de callar hasta debajo del agua, le

pregunto:

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—¿Me vas a pagar por estar conmigo?

Al decir aquello me mira fijamente y responde:

—Te voy a pagar por tu trabajo, Jud. ¿Por quién

me has tomado?

Nerviosa, el estómago se me cierra y vuelvo a

preguntar. Esta vez en un susurro, para que nadie

nos oiga:

—¿Y mi trabajo cuál se supone que será?

Sin inmutarse, clava sus impresionantes ojos en

mí y aclara:

—Te lo acabo de explicar, pequeña. Serás mi

secretaria. La persona que se ocupe de enviar a

las oficinas centrales de Alemania todo lo que

hablemos en esas reuniones.

Mi mente comienza a dar vueltas pero, antes de

que pueda decir nada más, me coge de la mano.

—No te voy a negar que me atraes. Me excita

sorprenderte y más aún oírte gemir. Pero créeme

que lo que te estoy proponiendo es totalmente

decente.

Eso me excita y me hace reír. De pronto, me

siento como Demi Moore en la película Una

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proposición indecente.

—En los hoteles, ¿habitaciones separadas? —

pregunto.

—Por supuesto. Ambos tendremos nuestro

propio espacio. Tienes para pensarlo hasta el

martes. Ese día necesito una respuesta o me

buscaré a otra secretaria.

En ese momento llega Giovanni con una

impresionante pizza cuatro estaciones y la coloca

en el centro. Después se va. El olor a especias me

abre el estómago y sonrío. Él me imita y a partir

de ese momento no volvemos a mencionar la

conversación. Se lo agradezco. Tengo que

pensarlo. Así que nos limitamos a disfrutar de

una estupenda comida.

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10

Tras salir del restaurante, Eric vuelve a cogerme

de la mano con un gesto posesivo, y yo me dejo

llevar. Cada vez me gustan más las sensaciones

que me provoca, a pesar de que estoy algo

desconcertada por su proposición.

Una parte de mí quiere rechazarla, pero otra

parte quiere aceptarla. Me gusta Eric. Me gustan

sus besos. Me gusta cómo me toca y sus juegos.

Caminamos en busca de la sombra por los

jardines del Palacio Real mientras hablamos de

mil cosas, aunque de ninguna en profundidad.

—¿Te apetece venir a mi hotel? —me pregunta

de repente.

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—¿Ahora?

Me mira. Recorre mi cuerpo con lujuria y

susurra con voz ronca:

—Sí. Ahora. Estoy alojado en el hotel Villa

Magna.

El estómago se me contrae. Ir a una habitación

con Eric supone ¡lo que supone! Sexo… sexo… y

sexo. Y, tras mirarlo unos segundos, le digo que sí

con la cabeza, convencida de que es eso lo que

quiero con él. Sexo. Caminamos de la mano hasta

el parking.

—¿Me dejarás conducir?

Me mira con sus inquietantes ojos azules y

acerca su boca a mi oído.

—¿Has sido buena?

—Buenísima.

—¿Y vas a volver a cantar?

—Con toda seguridad.

Lo oigo reír, pero no contesta. Cuando llegamos

al parking y paga el ticket, vuelve a mirarme y

me entrega las llaves.

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—Tus deseos son órdenes para mí, pequeña.

Emocionada, doy un salto a lo Rocky Balboa que

vuelve a hacerlo sonreír. Me pongo de puntillas y

lo beso en los labios. Esta vez soy yo quien le

agarra de la mano y tira de él en busca del

Ferrari.

—¡Uooooooooo! —grito, emocionada.

Eric se monta y se pone el cinturón.

—Bien, Jud —me dice—. Todo tuyo.

Dicho y hecho.

Arranco el motor y pongo la radio. En seguida,

la música de Maroon 5 llena el interior del

vehículo y, antes de que él toque el volumen, lo

miro y murmuro:

—Ni se te ocurra bajarlo.

Pone los ojos en blanco, pero sonríe. Está de

buen humor. Salimos del parking y me siento

como si fuera una guerrera amazónica con aquel

impresionante coche entre mis manos. Sé dónde

está el hotel Villa Magna, pero antes decido

darme una vueltecita por la M-30. Eric no habla,

simplemente me observa y aguanta estoicamente

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el volumen de la radio y mis cánticos. Media hora

después, cuando me doy por satisfecha, aminoro

la marcha y salgo de la M-30 para dirigirme al

hotel Villa Magna.

—¿Contenta por el paseo?

—Mucho —respondo, emocionada por haber

conducido semejante coche.

Sus manos me cosquillean las piernas y noto

que se paran sobre mi monte de Venus. Hace

circulitos sobre él y me humedezco al instante.

Escandalizada, quiero cerrar las piernas.

—Espero que dentro de media hora estés

todavía más contenta —me dice.

Eso me hace reír mientras noto sus manos

juguetonas apretando mi sexo a través del

vaquero. Eso me pone más y más, y, cuando

llegamos a la puerta del Villa Magna y nos

bajamos del coche, me agarra de la mano, me

quita las llaves y se las entrega al portero.

Después tira de mí hasta llegar a los ascensores.

Una vez en su interior, el ascensorista no necesita

preguntarnos nada: sabe perfectamente dónde

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nos tiene que llevar. Al llegar a la última planta,

se abren las puertas del ascensor y leo: «Suite

Royal».

Al entrar, respiro el lujo y el glamur en estado

puro. Muebles color café, jardín japonés…

Entonces me doy cuenta de que hay dos puertas

en la suite. Las abro y descubro dos fantásticas

habitaciones con enormes camas king size.

—¿Por qué utilizas una suite doble?

Eric se acerca a mí y se apoya en la pared.

—Porque en una habitación juego y en la otra

duermo —murmura.

De pronto, unos golpes en la puerta llaman mi

atención y entra un hombre de mediana edad.

Eric lo mira y dice:

—Tráiganos fresas, chocolate y un buen

champán francés. Lo dejo a su elección.

El hombre asiente y se marcha. Yo todavía estoy

en estado de shock mientras observo el placer de

lo exclusivo. Nos alejamos unos metros de la

puerta y caminamos por la habitación. Yo me

dirijo directamente a una terraza. Abro las

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puertas y salgo.

Pronto siento a Eric detrás de mí. Me coge por la

cintura y me aprieta contra él. Después baja su

cabeza y siento sus labios repartir cientos de

dulces besos por mi cuello. Cierro los ojos y me

dejo llevar. Noto sus manos por debajo de mi

camiseta y cómo éstas se agarran con fuerza a mis

pechos. Los masajea y comienzo a vibrar. Ha sido

entrar en la habitación y ya siento que me quiere

poseer. Lo apremia la prisa. Lo apremia hacerlo

ya.

—Eric, ¿puedo preguntarte algo?

—Sí.

A cada segundo que pasa me siento más

húmeda por las cosas que me hace sentir.

—¿Por qué vas tan de prisa?

Me mira… me mira… me mira y, finalmente,

dice:

—Porque no quiero perderme nada y menos

aún tratándose de ti. —Un jadeo sale por mi boca

y ahora es él quien pregunta—: ¿Llevas el

vibrador en el bolso?

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Al recordarlo maldigo en silencio.

—No —respondo.

Él no contesta y, sin que yo me mueva, noto que

me desabrocha el botón del vaquero y me baja la

cremallera. Introduce su mano bajo mis bragas,

traspasa mi húmeda hendidura, posa un dedo

sobre mi clítoris y comienza a moverlo. Lo

estimula.

—Dije que siempre lo llevaras encima, ¿lo

recuerdas?

—Sí.

—¡Ah, pequeña…! Debes recordar los consejos

que te doy si quieres que podamos disfrutar

plenamente del sexo.

Asiento, totalmente subyugada, cuando su dedo

se para y lo saca lentamente de debajo de mis

bragas. Quiero pedirle que continúe. En cambio,

me acerca el dedo a la boca.

—Quiero que sepas cómo sabes. Quiero que

entiendas por qué estoy loco por volver a

devorarte.

Sin necesidad de nada más, muevo el cuello y

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meto su dedo en mi boca. El sabor de mi sexo es

salado.

—Hoy, señorita Flores —vuelve a murmurar en

mi oído—, pagarás por no haber traído el

vibrador y haber frustrado uno de mis juegos.

—Lo siento y…

—No. No lo sientas, pequeña —murmura—.

Jugaremos a otra cosa. ¿Te atreves?

—Sí… —suspiro, más excitada a cada instante

que pasa.

—¿Estás segura?

—Sí…

—¿Sin límites?

—Sado no.

Lo oigo sonreír, cuando vuelven a escucharse

unos golpes en la puerta. Eric se aparta de mí y,

al volverme, veo que un camarero nos trae una

preciosa mesa de cristal y plata con lo que había

pedido. Eric descorcha el champán, sirve dos

copas y, acercándome una, brinda conmigo.

—Brindemos por lo bien que lo vamos a pasar

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jugando, señorita Flores.

Lo miro. Me mira.

Siento cómo mi cuerpo reacciona ante la palabra

«juego». Si viera esa mirada suya en Facebook no

dudaría en darle al «Me gusta». Al final sonrío,

choco mi copa contra la suya y asiento con toda la

seguridad que puedo.

—Brindo por ello, señor Zimmerman.

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11

Entre risas, insinuaciones y tocamientos nos

bebemos casi toda la botella de champán

mientras estamos en la bonita y enorme terraza

de la suite. Madrid está a mis pies y me encanta

mirar a mi alrededor. Todavía le doy vueltas a la

proposición que me hizo en el restaurante.

¿Debería aceptarla o rechazarla por lo que

significa?

Me encuentro algo achispada. No estoy

acostumbrada a beber y menos aún champán.

Eric habla con alguien por el móvil y lo observo.

Vestido con esos vaqueros de cintura baja y la

camiseta negra me pone a cien. Es fuerte y

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atlético. El típico hombre de ojos claros y pelo

corto que, si lo ves, no puedes evitar mirarlo. Me

sorprendo al ver que no lleva ningún tatuaje. Hoy

casi todos los hombres de su edad tienen uno.

Aunque casi que me alegro, porque, con lo que

me gustan a mí los tatuajes, se lo estaría

chupando todo el día.

Recorro con lascivia su cuerpo. Me detengo en

la parte superior de sus vaqueros y entonces me

doy cuenta de que tiene desabrochado el primer

botón. Me pone. Me excita. Me incita. Me

provoca. Instantes después, suelta el móvil y se

dirige hacia la cubitera. Me mira y sonríe. Calor.

Tengo mucho calor. Sirve unas últimas copas y

deja la botella vacía boca abajo. Se acerca a mí, me

entrega mi copa y murmura besándome la frente:

—Pasemos al dormitorio.

Los nervios de nuevo se apoderan de mí y

siento que mi sexo se contrae. Voy a ponerme los

tacones pero él dice que no, así que le hago caso.

Ha llegado el momento que llevo deseando,

anhelando e imaginando desde que lo vi

esperándome en la puerta de mi casa con el

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Ferrari.

Cuando entramos en uno de los preciosos y

espaciosos dormitorios, clavo mis ojos en la

enorme cama. Una king size. Eric se mueve por la

habitación y, de repente, una sensual música nos

envuelve. Se sienta y apoya una mano en la cama.

Con la otra sujeta la copa y le da un trago.

—¿Estás preparada para jugar, pequeña?

Mis partes bajas se contraen por la anticipación

y siento cómo me humedezco. Viéndolo así, tan

sexy, tan varonil… Estoy dispuesta para todo lo

que él quiera y consigo responder:

—Sí.

Lo veo asentir.

Se levanta. Abre un cajón.

Saca dos pañuelos de seda negros, una cámara

de vídeo y unos guantes. Eso me sorprende y me

asusta al mismo tiempo. Pero, incapaz de

moverme, me quedo parada a la espera de que se

acerque a mí. Lo hace. Pasa su lengua con

provocación por mi boca y me aprieta el trasero

con su mano.

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—Tienes un culito precioso. Estoy deseando

poseerlo.

Asustada, doy un paso atrás.

¡Nunca he practicado sexo anal!

Eric entiende mi callada respuesta. Da un paso

hacia mí. Me agarra de nuevo del trasero y

mientras vuelve a apretarme contra él murmura,

excitándome:

—Tranquila, pequeña. Hoy no penetraré tu

bonito trasero. Me excita saber que seré el

primero, pero quiero hacerte disfrutar y, cuando

lo hagamos, será poco a poco y estimulándote

para que sientas placer, no dolor. Confía en mí.

Trago el nudo de emociones que tengo

atascadas en mi garganta con la intención de

decir algo.

—Hoy jugaremos con los sentidos —prosigue—.

Pondré esta cámara sobre aquel mueble para

grabarlo todo. Así luego podremos ver juntos lo

ocurrido, ¿te parece?

—No me gustan las grabaciones… —consigo

decir.

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Esboza una cautivadora sonrisa. Los ojos le

brillan y me mira desde su altura.

—Tranquila, Jud. El primer interesado en que

no se vea por ahí nada de lo que tú y yo hacemos

soy yo, ¿no crees?

Lo pienso durante unos instantes y llego a la

conclusión de que tiene razón.

Él es el rico y poderoso. Quien tiene más que

perder de los dos. Acepto y él deja la cámara

sobre el mueble que había dicho y veo que pulsa

un botón. Se acerca de nuevo hacia mí.

—Te taparé los ojos con este pañuelo. ¡Tócalo!

Lo obedezco sin rechistar y siento la suavidad

de la tela. Seda.

—Lo que vas a sentir cuando te tenga desnuda

en la cama es la misma suavidad que has sentido

al tocar el pañuelo.

Escuchar eso me activa de nuevo. Asiento.

—Me encantan tus ojos —murmuro, sin poder

contenerme—. Tu mirada.

Eric me mira unos segundos y, sin hacer

referencia a lo que acabo de decir, prosigue:

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—Además de taparte los ojos, como sé que te

fías de mí, te ataré las manos y las sujetaré al

cabecero para que no puedas tocarme. —Cuando

voy a protestar me pone un dedo en la boca y

añade—: Es su castigo, señorita Flores, por haber

olvidado el vibrador.

Eso me hace sonreír y miro los guantes con

curiosidad. Se los pone y me toca los brazos. La

suavidad que siento me encanta. No noto sus

dedos. Sólo noto la suavidad que aquellos

guantes me proporcionan.

Sin hablar, se sienta sobre la cama y me mira.

Rápidamente entiendo lo que quiere y lo hago.

Me desnudo. Me quito el vaquero y la camiseta.

Repito la misma operación que el día anterior. Me

acerco a él vestida con el sujetador y las bragas y

siento cómo de nuevo apoya su frente en mi

estómago y posa su boca sobre mis bragas. La

sensación atiza mi clítoris y lo siento vibrar. Se

quita los guantes y los deja sobre la cama. Me

agarra la cintura con sus fuertes manos y me

sienta a horcajadas sobre él. Me mira y susurra

mientras siento su duro pene entre mis muslos y

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su aliento sobre mis pechos:

—¿Estás preparada para jugar a lo que yo

quiero?

—Sí —respondo aguijoneada por el deseo.

—¿De verdad?

—De verdad.

—¿Para lo que sea? —murmura acercándose a

mi boca.

Poso mis manos en su corto cabello y le masajeo

la cabeza.

—A todo excepto a…

—Sado —puntualiza, y yo sonrío.

Me desabrocha el sujetador y mis turgentes

pechos quedan libres ante él. Con avidez, se los

lleva a la boca. Primero uno y después otro. Me

endurece los pezones con su lengua y sus dedos y

eso me impulsa a gemir.

—Ofréceme tus pechos —pide con voz ronca.

Sentada a horcajadas sobre él, me los agarro con

las manos y los acerco a su boca. Cuando va a

chuparlos se los alejo y él me da un azote en el

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trasero. Ambos nos miramos y las chispas que

hay entre los dos parece que vayan a provocar un

cortocircuito. Eric me da otro azote. Pica. Y, no

dispuesta a recibir un tercero, le acerco mis

pechos a la boca y los toma. Los mordisquea y los

succiona mientras yo se los entrego.

Miro hacia la cámara.

Me parece increíble que yo esté haciendo eso,

pero ni puedo ni quiero parar. Esa sensación me

gusta. Eric y su arrolladora personalidad pueden

conmigo y en un momento así estoy dispuesta a

hacer todo lo que él me pida.

De pronto, siento sus dedos hurgar por debajo

de mis bragas y eso todavía me calienta más.

—Ponte de pie —me ordena.

Le hago caso y veo que él se escurre y se sienta

en el suelo entre mis piernas. Lentamente me

quita las bragas y, cuando me las saca por los

pies, me los separa, posa sus manos en mis

caderas y me hace flexionar las rodillas. Mi sexo.

Mi chorreante vagina. Mi clítoris y toda yo quedo

expuesta ante él.

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Su exigente boca sonríe y me incita con la

mirada para que pose mi vagina en su boca. Lo

hago y exploto y jadeo nada más notar su

contacto. Eric me agarra por las caderas y me

hace apretar mi vagina contra su boca. Me siento

extraña. Perversa en aquella postura.

Eric está sentado en el suelo y yo me encuentro

sobre él, moviendo mi sexo sobre su boca. Me

gusta. Me enloquece. Me fustiga. Noto cómo el

orgasmo crece en mí mientras me agarra por la

parte superior de mis muslos y me devora con

devoción. Su lengua entra y sale de mí para luego

rodear mi clítoris y conseguir que jadee mientras

me lo mordisquea con los dientes. Mil

sensaciones toman mi cuerpo y me dejo hacer.

Soy suya. Mi cuerpo es suyo. Me lo hace saber

con su posesión. Y cuando coge mi clítoris con

cuidado entre sus dientes y noto que tira de él

grito y enloquezco.

El calor de mi vagina se extiende por todo mi

cuerpo. Entonces, siento que ese ardor queda

localizado en mi cara y creo que me voy a correr.

—Túmbate sobre la cama, Jud —me dice,

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parándose.

Con la respiración entrecortada lo hago. Quiero

que continúe.

—Ponte más arriba… más. Abre las piernas para

que yo pueda ver lo que deseo. —Hago caso y

jadea enloquecido—. Así, pequeña… así…

enséñamelo todo.

Se quita la camiseta negra y la tira en un lateral

de la cama. Sus bíceps son impresionantes.

Después los pantalones y, mientras abro las

piernas y veo cómo observa la humedad que le

enseño, me fijo en que los guantes están a mi lado

junto a una caja abierta de preservativos. Con

seguridad, coge uno de los pañuelos de seda y se

sienta a horcajadas sobre mí.

—Dame tus manos.

Se las doy.

Las une y las ata por las muñecas.

Me besa y después me estira las manos atadas

por encima de la cabeza y ata el pañuelo a una

varilla del cabezal. Respiro con dificultad. Es la

primera vez que me dejo atar las manos y estoy

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nerviosa y excitada. Cuando ve que me tiene bien

sujeta acerca su cara a la mía y me besa primero

un ojo y después el otro. Instantes después, pone

ante mí el otro pañuelo oscuro y me lo ata en la

cabeza. No veo nada. Sólo oigo la música swing e

imagino lo que sucede.

Desnuda y expuesta totalmente a él, siento su

boca en mi barbilla. La besa. Quiero moverme

pero no puedo. Las ataduras me impiden hacerlo.

Su boca baja por mis pechos. Se entretiene en mis

pezones hasta endurecerlos de nuevo y después

utiliza sus dedos para excitarlos. Su recorrido

sigue bajando hasta llegar a mi ombligo y mi

respiración vuelve a acelerarse. Noto cómo su

boca llega hasta mi vagina, la besa y me abre más

las piernas. Sus dedos juegan en mi hendidura y

siento que resbalan por mi humedad. Su boca

vuelve a posarse en mí. Me chupa. Me succiona y

yo jadeo mientras me abro de piernas totalmente

para que tome todo lo que quiera de mí.

—Me encanta cómo sabes… —lo oigo decir tras

saquear durante unos pequeños segundos mi

hinchado clítoris.

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Tras decir aquello siento su respiración entre

mis muslos hasta que un reguero de dulces besos

comienza a bajar hacia mis tobillos. La cama se

mueve. Lo oigo alejarse y escucho de repente que

la música suena más alta. Respiro más agitada.

Deseo que siga, pero me asusta el hecho de no

saber qué ocurrirá. Instantes después, siento que

la cama se mueve y, por los movimientos, percibo

que se está poniendo los guantes. Acierto. Sus

manos enfundadas en los guantes comienzan a

recorrer despacio mis piernas.

Jadeo… jadeo… jadeo…

¡Sólo puedo jadear!

Cuando me dobla las piernas y me separa las

rodillas… ¡Oh, Dios! Su boca, de nuevo exigente,

se posa en mi sexo en busca de mi hinchado

clítoris. Lo mordisquea y yo grito. Lo estimula

con la lengua y yo jadeo. Siento que de nuevo lo

coge entre sus dientes pero esta vez no tira de él.

Esta vez, apresado entre sus dientes, le da

toquecitos con la lengua y vuelvo a gritar. La

presión que sus manos ejercen sobre mí,

acompañada de los movimientos de su boca, me

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vuelve loca.

Jadeo… jadeo… jadeo e intento cerrar las

piernas.

No me lo permite.

Sus dientes ahora me mordisquean uno de mis

labios internos y yo creo morir. Me arqueo, gimo

enloquecida y abro más las piernas. Su juego me

gusta y me excita. Deseo más y él me lo da. De

pronto, siento que en mi vagina introduce algo.

Es suave, frío y duro. Lo introduce con cuidado,

lo rota y lo saca y vuelve a repetir la operación.

Me siento enloquecer de placer y mis caderas se

levantan en busca de más. Su boca vuelve a mi

vagina mientras mete una y otra vez aquello

dentro de mí.

Durante unos minutos, mi cuerpo es su cuerpo.

Soy su esclava sexual. Deseo que no pare y,

cuando saca de mi interior lo que me ha metido y

su boca vuelve a posarse en busca de mi

hinchado clítoris, grito de satisfacción al notar

que tira de él. Me gusta. Su mano enfundada y

suave pasea ahora por mi trasero. Me coge de las

nalgas y me aprieta contra su boca. Voy a

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explotar, mientras uno de sus dedos juega en mi

orificio anal. Hace circulitos sobre él y yo pido

más.

El objeto que antes me volvió loca se pasea

sobre el orificio de mi ano. Me excita pero no lo

mete. Sólo lo pasea, como si quisiera indicarme

que algún día ya no se limitará sólo a pasearlo

por allí. De pronto, un orgasmo toma todo mi

cuerpo y me convulsiono por la satisfacción,

mientras siento que él me suelta las piernas.

—Me encanta tu sabor, pequeña —repite

mientras aprieto mis muslos y oigo cómo rasga el

preservativo.

Avivada por el deseo más increíble que nunca

pudiera imaginar, toda yo ardo. Me quemo. Noto

que la cama se hunde y siento su poderoso y

musculoso cuerpo a cuatro patas sobre el mío.

—Abre las piernas para mí.

Su voz ordenándome aquello en aquel momento

es música celestial para mis oídos. Su cuerpo

encaja con el mío. Siento su pene duro contra mi

húmeda vagina.

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—Pídeme lo que quieras —me dice.

¡Dios! ¡¡¡Qué frase!!! Me pirra cuando la dice.

Mi impaciencia me hace moverme en la cama.

No respondo y él exige:

—Pídeme lo que quieras. Habla o no continuaré.

Parapetada tras el pañuelo, respiro con

dificultad.

—¡Penétrame! —consigo decir ante su orden.

Lo oigo sonreír. Noto sus manos sobre mi

vagina. ¡Calor! Me toca y me abre los labios

vaginales para introducir la totalidad de su pene

en mi interior. Me arqueo. No se mueve, pero

siento el latido de su corazón dentro de mí

cuando me susurra al oído:

—¿Te gusta así?

Asiento. No puedo hablar. Tengo la boca tan

seca que casi no puedo articular palabras.

—¿Te has corrido con lo ocurrido

anteriormente?

—Sí.

—¿Has sentido placer?

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—Sí…

Lo oigo resoplar y me da un azotito en la nalga.

—Perfecto, pequeña… Ahora me toca a mí.

Contengo un gemido mientras siento que mi

cuerpo vuelve a arder. Me pellizca suavemente

los pezones.

—Estas húmeda y dispuesta… Me encanta.

Siento que la cama se mueve de nuevo. Y sin

sacar su pene de mi interior se pone de rodillas

sobre la cama. Me sujeta las caderas con las

manos y comienza un bombeo infernal. Dentro…

fuera… dentro… fuera.

Fuerte… fuerte…

Me da la sensación de que me va a partir en dos,

pero por el placer.

—¿Te gusta que te folle así? —me pregunta

entre susurros.

—Sí… sí…

Dentro… fuera… dentro… fuera.

Mi cuerpo vuelve a ser suyo. No quiero que

pare.

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Oigo sus gruñidos, su respiración entrecortada a

escasos metros de mí. Su fuerza me puede y, a

pesar de que sus manos, ahora sin guantes, me

aprietan las caderas, no me quejo y abro mis

piernas para él. Me corro. Sin poder ver la escena,

me la imagino y eso me vuelve más loca todavía.

Soy como una muñeca entre sus manos y paladeo

la plenitud de su posesión. Entonces se inclina

sobre mí y, tras una salvaje embestida final, oigo

su gruñido de satisfacción.

Instantes después y aún con las respiraciones

entrecortadas, me da un beso fuerte y posesivo.

Cuando se separa de mí, me desata las manos.

Después las coge con mimo y me besa las

muñecas. Me retira el pañuelo de los ojos y nos

miramos.

—¿Todo bien, pequeña?

Ensimismada y algo dolorida por la penetración

tan profunda, asiento.

—Sí.

Me doy cuenta que yo sólo digo sí… sí… sí…

pero es que no puedo decir otra cosa excepto

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«¡sí!».

Él sonríe. Se levanta de la cama. Se quita el

preservativo y se marcha hacia el baño.

—Me alegra saberlo.

Su rara frialdad en un momento como aquél me

desconcierta. Lo veo desaparecer y miro la

habitación. Mis ojos se paran en la cámara de

vídeo. Me muero por ver lo grabado. Encojo las

piernas y me levanto. Camino desnuda hacia el

baño. Escucho la ducha.

¡Quiero ducharme!

Eric me ve entrar en el baño. Está junto a un

neceser y, al verme reflejada en el espejo, se

molesta y lo cierra.

—¿Qué haces aquí?

Su voz me paraliza. ¿Qué le pasa?

—Tengo calor y quería ducharme.

Con el ceño fruncido responde:

—¿Te he pedido que te duches conmigo?

Lo miro extrañada.

Pero ¿qué le ocurre?

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Sin contestarle y enfadada, me doy la vuelta.

¡Que le den! Pero entonces siento su mano

húmeda sujetando la mía. Me suelto y gruño:

—¿Sabes? Odio cuando te pones tan borde. Ya

sé que lo nuestro es sólo sexo, pero no entiendo

que estés bien conmigo y, de pronto, en una

fracción de segundo, todo cambie y te vuelvas un

insensible. Pero, bueno, ¿por qué me tienes que

hablar así?

Eric me mira. Veo que cierra los ojos y

finalmente me acerca a él. Me dejo abrazar.

—Lo siento, Jud… Tienes razón. Disculpa mi

tono de voz.

Estoy enfadada.

Intento soltarme pero él no me deja. Me coge en

volandas, me lleva hasta el interior de la enorme

ducha, me suelta y dice mientras el agua nos

moja:

—Date la vuelta.

Veo sus intenciones y me niego, furiosa.

—¡No!

Él sonríe. Tuerce la cabeza y murmura

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cogiéndome de nuevo entre sus brazos:

—De acuerdo.

Al estar en volandas sobre él siento su pene

duro contra mis piernas. Lo miro y él acerca su

boca hasta la mía. Rápidamente me echo hacia

atrás.

—¿Qué haces?

—La cobra.

—¿La cobra? —repite, sorprendido.

Su cara de desconcierto me hace gracia. Mi mala

leche se disipa.

—En España se llama «hacer la cobra» cuando

alguien te va a besar y te retiras —le aclaro.

Eso le hace reír y su risa de nuevo puede

conmigo. Inconscientemente rodeo su cintura con

mis piernas.

—Si te beso, ¿me harás la cobra de nuevo? —me

pregunta, sin acercarse a mí.

Pongo cara de pensar, pero cuando siento su

duro pene murmuro:

—No… si me follas.

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¡Dios! ¿Qué he dicho?

¿He dicho follar? Si mi padre me escuchara, me

lavaría la boca con jabón durante un mes entero.

Según suelto la frase toda yo me siento

mediocre, pero ese sentimiento me lo quita de un

plumazo Eric cuando lo veo sonreír y, con una

mano, coge su pene y lo pasea por mi vagina.

Perversa. En ese momento me siento perversa.

Mala. Malota. Me apoya contra la pared y yo me

sujeto a una barra de metal.

—¿Qué me has pedido, pequeña?

Mi pecho sube y baja de lo excitada que estoy

con ver su mirada y repito:

—¡Fóllame!

Mis palabras le gustan. Lo atizan. Lo veo en su

mirada.

Le gusta utilizar ese término y le pone más

duro. Más bestia.

Sin preservativo y sin precauciones, bajo el

chorro de la ducha siento cómo mi carne se abre

al introducir su maravilloso y mojado pene en mí.

¡Sí! Es la primera vez que su piel y mi piel se

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restriegan sin preservativo y es maravilloso.

Alucinante.

Mi perversión aumenta. Y cuando siento que

sus testículos se restriegan contra mí, me agarro a

sus hombros con la intención de marcar el

movimiento. Pero Eric, como siempre, no me

deja. Pone sus manos en mis nalgas, las agarra

con fuerza y, tras darme un leve azote que hace

que lo mire a los ojos, me mueve en busca de

nuestro placer.

El sonido de nuestros cuerpos al chocar unido al

del agua me consume. Cierro los ojos y me dejo

llevar mientras nuestros jadeos retumban en el

precioso baño.

—Mírame —exige—. Si te gustan mis ojos,

mírame.

Abro los ojos y los clavo en él.

Veo su mandíbula en tensión, pero su azulada

mirada es la que me hechiza. El esfuerzo que

siento en su rostro y su boca entreabierta me

excita más. Entonces cambia el ritmo de las

embestidas y yo grito y echo la cabeza para atrás.

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—Mírame. Mírame siempre —vuelve a exigir.

Con los ojos vidriosos por el momento, me

agarro con fuerza a sus hombros y lo miro. Me

dejo manejar mientras su mirada me habla. Me

pide a gritos que me corra. Me exige que se lo

haga ver y, cuando no puedo más, le clavo las

uñas en los hombros y un grito agónico pero

lleno de placer sale de mi boca.

—Sí… así… córrete para mí.

Mi vagina se contrae y mis espasmos internos

consiguen lo que quiero. Darle placer. Lo veo en

sus ojos. Lo disfruta. Tras una embestida brutal,

saca su pene de mi interior y lo oigo soltar el aire

entre los dientes, mientras me muerde en el

hombro por el esfuerzo hecho.

El agua recorre nuestros cuerpos mientras

jadeamos por lo ocurrido. Lo nuestro es sexo en

estado puro. Y reconozco que me gusta tanto

como a él. Eric abre un poco más el agua fría. Eso

me hace gritar y, como dos tontos, comenzamos a

jugar bajo la ducha del hotel.

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12

Una hora después, los dos tumbados sobre la

cama, degustamos las fresas. Para mi sorpresa,

junto a las fresas y el champán, que ya ha sido

reemplazado por otra botella llena, hay un

cuenco de suave chocolate caliente. Mojar la fresa

en ese chocolate y meterlo en la boca me hace

gesticular una y otra vez.

¡Vaya maravilla!

Mis caras divierten a Eric, que no para de

sonreír. Lo noto tranquilo y distendido y me

tranquiliza ver que disfruta del momento. Le

encanta encargarse de limpiar con su boca las

motitas de fresa y chocolate que quedan en mis

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labios y se lo agradezco. Ese contacto suave se

asemeja a un dulce beso. Algo que Eric nunca me

ha dado. Sus besos son siempre salvajes y

posesivos.

Un ruido llama mi atención. Su portátil está

encendido y le indica que acaba de recibir un

mensaje.

—¿Siempre lo tienes encendido? —pregunto.

Eric mira el portátil y asiente.

—Sí. Siempre. Necesito estar al corriente de los

temas de la empresa en todo momento.

Se levanta, mira el correo y, en cuanto lo hace,

regresa a la cama junto a mí. Yo me meto una

nueva fresa en la boca. Están de muerte.

—Por lo que veo, te encanta el chocolate.

—Sí. ¿A ti no?

Se encoge de hombros y no responde. Yo vuelvo

al ataque.

—¿No te gusta lo dulce?

—Si es como tú, sí.

Ambos reímos.

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—¿En tu casa no tienes cosas dulces? —insisto.

—No.

—¿Por qué?

—Porque el dulce no me vuelve loco.

—¿Vives solo en Alemania?

No responde.

Pero por su gesto me doy cuenta de que no le ha

gustado la pregunta.

Quiero saber de él, si tiene perro o gato,

cualquier cosa, pero no me deja conocerlo. Es

comenzar a hablar de él y se cierra por completo.

Inquieta, miro a mi alrededor y mis ojos se

encuentran con la cámara de vídeo.

—¿Sigue grabando?

—Sí.

—¿Se puede saber qué estamos haciendo ahora

que sea interesante de grabar?

—Verte comer las fresas con chocolate, ¿te

parece poco?

Ambos nos reímos de nuevo.

—¿Se puede ver lo que ha grabado antes?

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Eric asiente.

—Sí. Sólo hay que enchufar la cámara al

televisor.

Nunca me he grabado mientras practico sexo y

verme me provoca una cierta curiosidad.

—¿Te apetece que lo veamos? —propongo.

Eric da un trago a su copa y levanta una ceja.

—¿Quieres?

—Sí.

Eric se levanta con decisión.

Saca un cable de su maletín, lo enchufa a la

cámara y a la tele y, con un pequeño mando a

distancia entre las manos, dice sentándose en la

cama para sujetarme contra él:

—¿Preparada?

—Claro.

Pulsa el botón e instantes después me veo en la

pantalla de la televisión. Eso me hace gracia. Mi

voz suena extraña, incluso la de él. Mojo otra

fresa en el chocolate y observo las imágenes. Eric

me hace tocar los pañuelos y nos reímos. Después

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me sonrojo al ver la siguiente imagen. Eric en el

suelo y yo con mi sexo sobre su boca totalmente

extasiada.

—¡Dios, qué vergüenza!

Eric sonríe. Me besa en el cuello.

—¿Por qué, preciosa? ¿Acaso no disfrutaste el

momento?

—Sí… claro que sí. Es sólo que…

Pero no puedo continuar.

Las imágenes siguientes de Eric atándome al

cabecero de la cama me dejan sin palabras. Lo

veo taparme los ojos con el otro pañuelo y,

después, cómo baja por mi cuerpo

entreteniéndose en mis pezones y mi ombligo.

Eso me estimula de nuevo. Eric sigue bajando

parándose en mi sexo. Se deleita y yo veo cómo

me entrego. Prosigue su bajada y, regándome de

dulces besos, llega hasta mis tobillos.

Extasiada por las imágenes, sonrío.

No puedo dejar de mirar la televisión cuando

veo en la pantalla que él se levanta. Yo sigo

tumbada en la cama, atada y con los ojos

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vendados, y él se dirige hacia el equipo de música

y sube el volumen. Instantes después, la puerta

de la habitación se abre. Pestañeo.

Entra una mujer rubia de pelo corto y se dirige

directamente hacia la cama donde yo sigo

maniatada. Casi no respiro.

Eric la sigue. La mujer está vestida con una

especie de camisón negro. Eric le chupa un pezón

y ésta le entrega algo metálico que lleva en las

manos. Después, coge los guantes que hay sobre

la cama y se los pone.

—¿Qué…? —intento balbucear. Me falta el aire.

Eric no me deja hablar.

Pone un dedo en mis labios y me obliga a mirar

la televisión.

Totalmente bloqueada, observo cómo la mujer,

tras ponerse los guantes, se sube a la cama

mientras Eric nos observa de pie. La mujer me

abre las piernas y posa su boca sobre mi vagina.

Estoy a punto de explotar de indignación.

¿Qué me está haciendo?

No puedo hablar. Sólo puedo mirar cómo me

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retuerzo en la cama y gimo mientras aquella

desconocida juega con mi cuerpo y yo se lo

permito. Una y otra vez abro mis piernas y

arqueo mi espalda invitándola a proseguir y ella

lo hace. Eric disfruta.

Instantes después, él le entrega lo que lleva en

las manos y veo que lo que sentí como duro, frío

y suave dentro de mí era un consolador metálico.

La mujer se lo mete en la boca. Lo chupa y

después me lo mete en la vagina. Yo jadeo. Me

gusta y ella lo vuelve a meter y a sacar con

delicadeza mientras su dedo enguantado pasea

por el agujero de mi ano.

Pasado un rato, Eric le pide el consolador sin

decir una palabra y ella se lo entrega. Eric le

señala de nuevo mi vagina mientras se toca su

duro pene. Ella obedece y vuelve a plantar

primero sus manos y después su ardiente boca

sobre mí. Yo estoy enloquecida. Abro mis piernas

y me elevo en su busca mientras ella, con sus

manos enguantadas, me agarra de los muslos y

me devora con auténtica devoción.

Instantes después, Eric le toca el hombro. Ella se

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levanta. Se quita los guantes y los deja de nuevo

sobre la cama. Eric la besa en la boca y, antes de

que se marche, dice:

—Me encanta cómo sabes.

Sigo en estado de shock por lo que veo, mientras

observo cómo Eric se mete entre mis piernas y,

tras cruzar unas palabras conmigo, se pone un

preservativo y me besa. Me hace abrir las piernas

y veo cómo me penetra y yo me arqueo. Me hace

suya sin parar y yo grito de placer.

Cuando no puedo mirar más, lo observo con la

respiración entrecortada. Estoy furiosa, excitada,

enfadada y con ganas de matarlo. No sé qué

pensar. No sé qué decir hasta que pregunto:

—¿Por qué has permitido eso?

—¿El qué, Jud?

Me levanto de la cama.

—¡Una mujer! —grito—. Una desconocida…

ella… ella…

—Dijiste que estabas dispuesta a todo menos a

sado, ¿lo recuerdas?

A cada instante me siento más desconcertada.

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Lo miro y gruño.

—Pero… pero a todo entre tú y yo… no entre…

—A todo, excepto a sado. Es… a todo, pequeña.

—Yo nunca te dije que quería tener sexo con

una mujer.

Eric me mira, se recuesta en la cama y responde

en actitud chulesca:

—Lo sé…

—¿Entonces?

—Yo nunca dije que no quisiera que tuvieras

sexo con una mujer. Es más. Ha sido algo

placentero y que espero repetir. Sólo hemos

jugado un poco, pequeña. No sé por qué te pones

así —insiste.

—¿Jugar? ¿A eso lo llamas tú jugar? Para mí,

jugar es hacerlo entre tú y yo aunque sea con

aparatitos de esos que te gustan pero… ¿Has

dicho repetir?

—Sí.

—Pues será con otra, chato, porque conmigo ¡lo

llevas claro! ¡Dios! La has besado a ella y luego a

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mí. ¡Qué asco!

Eric no se mueve. Su actitud ha cambiado y la

seriedad ha vuelto a él.

—Jud… mis juegos son así. Creí imaginar que

ya lo sabías. Las veces que hemos salido juntos te

he dejado ver qué es lo que a mí me gusta. En la

oficina, cuando vimos a tu jefa y a tu compañero

te di la primera pista. En el Moroccio, la noche

que te invité a cenar, te di la segunda. En tu casa,

cuando te enseñé a utilizar los vibradores te di la

tercera. Te considero una mujer inteligente y…

—Pero… eso es depravado. El sexo es un juego

entre dos. Y lo que tú haces…

—Lo que yo hago es sexo. Y mi manera de ver el

sexo no es depravada —dice levantando la voz—.

Por supuesto que es un juego entre dos. Siempre

lo he tenido claro y por eso te pregunté si estabas

dispuesta a todo. ¿Acaso no te lo pregunté?

Me mira a la espera de una respuesta. Contesto

que sí con la cabeza.

—Tú dijiste que sí. Recuérdalo. El sexo

convencional me aburre, ¿a ti no? —No respondo.

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No me da la gana—. El sexo es un juego, Jud. Un

juego que admite morbo, sensaciones y todo lo

que quieras incluir. Me gusta darte placer. Tu

placer es mi deleite y cuando te veo atizada de

deseo me vuelvo loco. Y escucharte decir que lo

que hago es depravado me enfada. Me molesta

mucho. Tus convencionalismos de niña y tu falta

de buen sexo es lo que hace que…

—¿Mi falta de buen sexo? —grito exacerbada

mientras me quito el albornoz—. Para tu

información, el sexo que he tenido todos estos

años ha sido ¡magnífico! Los hombres con los que

he estado me han hecho disfrutar tanto o más que

tú.

—Permíteme que lo dude —ríe con frialdad.

—¡Serás creído!

Aprieto los puños deseosa de soltarle un

guantazo.

—Vamos a ver, Jud. No dudo que tus

experiencias con otros hombres no hayan sido

satisfactorias. Sólo digo que nunca serán como las

vividas conmigo. Pero ¡joder! Si hasta cuando has

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dicho «¡Fóllame!» te has puesto roja.

—Decir eso es vulgar. Grotesco.

—No, pequeña. No es nada de eso. Simplemente

habló el morbo por ti. El morbo hace que los

humanos nos comportemos como seres

desinhibidos en ciertas ocasiones. El morbo es lo

que hace que quieras ver cómo otra mujer y otro

hombre devoran el cuerpo de tu mujer mientras

miras o participas. Tú, en la ducha, te has dejado

llevar por el morbo. Has dicho lo que querías.

Has pedido que te follara porque lo que deseabas

era eso.

—No quiero escucharte.

—Te guste o no, eres como la gran mayoría de la

humanidad. El problema es que esa humanidad

se divide entre los que no nos resignamos a los

convencionalismos y gozamos del sexo con

normalidad y sin tabú, y los que ven el sexo como

un pecado. Para muchos la palabra «sexo» es

¡tabú! ¡Peligro! Para mí la palabra «sexo» es

¡diversión! ¡Gozo! ¡Excitación! Y lo que más me

joroba de tus palabras es que sé que lo vivido te

ha gustado. Has disfrutado con el vibrador, con

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la mujer que ha estado entre tus piernas, incluso

con haber dicho la palabra «follar». Tu problema

es que lo niegas. Te mientes a ti misma.

Exacerbada e indignada, no le contesto. Tiene

razón, pero no pienso admitirlo. Antes muerta.

Sin mirarlo, me pongo las bragas y el sujetador.

Quiero desaparecer de allí. De aquella suite. De

aquel hotel y de la vida de él. Eric me observa, sin

moverse, desde la cama como un dios

todopoderoso. Busco mis vaqueros y mi camiseta

y, cuando estoy totalmente vestida, me quedo

parada en el centro de la habitación.

—Nada de lo vivido se puede cambiar. Pero a

partir de este momento, usted vuelve a ser el

señor Zimmerman y yo la señorita Flores. Por

favor, quiero recuperar mi vida normal y para

ello usted debe desaparecer de mi entorno.

Dicho esto, me doy la vuelta y me voy.

Necesito esfumarme de allí y olvidar lo

ocurrido.

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13

El domingo estoy agotada.

Quiero olvidarme de Eric pero todavía me

duelen los músculos de mi vagina por sus

gloriosas embestidas y eso me recuerda

continuamente lo ocurrido el día anterior. Me

parece horrible. Aún no he asumido que una

mujer jugara con mi sexo ante él.

A las once y cuarto me levanto de la cama y lo

primero que hago es hablar con mi padre. Lo

hago todos los domingos por la mañana.

Además, hoy es la final de la Eurocopa de fútbol

y me imagino que estará como loco. Si a alguien

le gusta el deporte, ése es mi padre. El teléfono da

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dos pitidos y oigo:

—Hola, morenita.

—Hola, papá.

Tras hablar durante diez minutos sobre Curro y

la Eurocopa, mi padre cambia el tema de

conversación.

—¿Estás bien, mi vida? Te noto apagada.

—Estoy bien, papá. Es sólo que estoy cansada.

—Morenita —intenta alegrarme—, te quedan

dos semanas para coger las vacaciones, ¿verdad?

Tiene razón. Mis vacaciones comienzan el 15 de

julio y el hecho de recordarlo me hace alegrarme.

—Exacto, papá. Pero es que las veo tan cerca

que no puedo evitar impacientarme.

Lo oigo sonreír. Eso me hace feliz. Papá lo pasó

mal cuando mamá murió hace dos años y sentir

que está bien me reconforta.

—¿Vas a venir unos días a casa? Ya sabes que

aquí en el pueblo hace calor, pero puse la piscina

para que vosotras la disfrutéis cuando vengáis.

—Por supuesto, papá. Eso no lo dudes.

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—Ah… el otro día el Lucena, el Bicharrón y yo

fuimos a hacer la inscripción para lo de Puerto

Real. Los vas a machacar.

Al pensar en ello, me animo. A mi padre y a sus

dos amigos del alma les encanta que todos los

años vayamos a ese evento y ni quiero, ni puedo

negárselo. Es algo que hacemos desde que era

una niña. Se pasan todo el año hablando de ello

y, en cuanto me ven llegar a Jerez en verano, la

adrenalina les sube por las venas.

—Perfecto, papá. Allí estaremos.

—Por cierto, ayer hablé con tu hermana.

—¡¿Y?!

—No sé, hija. La noté muy desanimada. ¿Tú

sabes qué le pasa?

Con fingido disimulo respondo:

—Que yo sepa nada, papá. Ya sabes cómo es de

histérica para todo —e intentando desviar el tema

de conversación digo—: ¿Adónde vas a ver hoy el

partido?

—En casa. ¿Y tú?

—He quedado con Azu y unos amigos en un

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bar. —Sonrío al pensarlo.

—¿Algún amigo especial, morenita?

—No, papá. Ninguno.

—Ojú, hija, me alegra saberlo. Porque otro

novio como ese que tuviste con un pendiente en

la nariz y otro en la ceja me repugnaría.

—Papáaaaaaaaaaaa… —digo, mientras me río a

carcajadas.

Recordar cómo miraba a Lolo, un ex, cuando lo

conoció todavía me resulta divertido. Mi padre es

muy tradicional para muchas cosas y más para

los novios. Consigo cambiar de tema y finalmente

regresamos al fútbol.

—Pues yo, hija, he organizado una barbacoa en

el patio trasero. Como imaginarás, vendrán los

amigos de siempre y nos hincharemos a gritar.

Por cierto, hace un par de días el Bicharrón me

dijo que Fernando llegará dentro de poco a Jerez.

¡Ah!, y creo que hoy está por los Madriles y te

visitará.

¡Ya empezamos con Fernando!

Mi padre y el Bicharrón llevan toda la vida

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intentando que Fernando y yo seamos novios

formales. Fernando me desvirgó cuando yo tenía

dieciocho años. Fue mi primera relación con un

hombre y, siempre que lo recuerdo, me hace

sonreír. Qué nerviosa estaba y qué atento fue él.

Es dulce y pausado en la cama y, aunque con él lo

paso bien, he estado con otros hombres que me

han hecho vibrar más.

Tras hablar un rato sobre Fernando, su

maravilloso trabajo de policía en Valencia y lo

excelente chico que es, cambio de tema y regreso

al fútbol. Mi padre se emociona con ese tema y yo

disfruto. Imaginar a mi padre y a los amigos de

toda la vida cantando divertidos eso de «Yo

soy… español… español… español» me encanta.

Cinco minutos después, me despido de él y

cuelgo el teléfono. Miro a Curro, que está

tumbado en el suelo, y lo subo al sofá. Respira

con dificultad y eso me encoge el corazón. Hace

dos meses, el veterinario me dijo que su vida se

estaba apagando y que, cada día que pasa, va a

más. Está viejito y, a pesar de la medicación, poco

más se puede hacer por él salvo mimarlo y

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quererlo mucho.

Suena mi móvil. Un mensaje. ¡Fernando!

«Estoy en Madrid. ¿Paso a buscarte y vemos el

partido juntos?»

Le mando un «¡De acuerdo!» y me tiro en el

sillón.

Sobre las dos y media de la tarde decido

calentarme en el microondas un vasito de arroz

blanco y unas salchichas. No me apetece cocinar.

No estoy de humor. Después de comer, me

tumbo en el sillón y en seguida viene a visitarme

Morfeo, hasta que el sonido de mi móvil me

despierta. Mi hermana.

—Hola, cuchufleta, ¿qué haces?

Me desperezo y contesto:

—Durmiendo, hasta que tú me has despertado.

—¿Saliste ayer de juerga?

Al pensar en el día anterior, asiento.

—Sí. Se puede decir que sí.

—¿Con quién?

—Con alguien que tú no conoces.

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—¿Algo serio? —curiosea.

Al escuchar aquello sonrío.

—No. Nada importante —respondo, moviendo

la cabeza.

Durante media hora me tiene al teléfono. Qué

pesadita es Raquel. No pasan dos días sin que

hablemos. Yo soy más despegada. Menos mal

que ella siempre hace por verme, porque si fuera

por mí, ya la habría perdido como hermana.

Como siempre, su conversación se centra en su

desastrosa vida marital. Cuando por fin cuelgo

Curro sigue en el sillón. No se ha movido. Me

acerco a él y veo que sus ojos me miran. Le beso

la cabecita y me entran ganas de llorar. Pero, tras

tragarme las lágrimas, le digo cosas cariñosas y

después me levanto a por una Coca-Cola. La

necesito.

Cuando regreso al salón cojo el portátil, lo

enciendo y me conecto a Facebook. En seguida

coincido con alguno de mis amigos virtuales y

nos echamos unas risas. El correo me parpadea y

decido mirarlo. Quince mensajes. Varios son de

amigas y amigos proponiéndome viajes para el

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verano finalmente; veo una dirección que me deja

atónita. Es Eric.

¿Cómo ha encontrado mi correo privado?

De: Eric Zimmerman

Fecha: 1 de julio de 2012 04.23

Para: Judith Flores

Asunto: Confirmación de proposición

Querida señorita Flores:

Siento mucho si le desagradó mi compañía hace

unas horas y todo lo que ello implica. Pero

debemos ser profesionales, así que recuerde,

necesito una respuesta en referencia a la

proposición que le hice.

Atentamente,

Eric Zimmerman

Boquiabierta, vuelvo a leer el mensaje. ¡Tendrá

morro este tío…!

Estoy por dar al «Delete» y borrar

definitivamente el mensaje. Pero mi impulsividad

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me hace responder:

De: Judith Flores

Fecha: 1 de julio de 2012 16.30

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Re: Confirmación de proposición

Querido señor Zimmerman:

Como usted dice, seamos profesionales. Mi

respuesta a su proposición es NO.

Atentamente,

Judith Flores

Envío el mensaje y un extraño regocijo se

apodera de mí.

¡Olé por mí!

Pero dos segundos después, ese regocijo

desaparece para dar paso a un dolor de estómago

cuando veo que su respuesta llega de inmediato.

De: Eric Zimmerman

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Fecha: 1 de julio de 2012 16.31

Para: Judith Flores

Asunto: Sea profesional y piense en ello.

Querida señorita Flores:

En ocasiones, las precipitaciones no son buenas.

Piénselo. Mi oferta seguirá en pie hasta el martes.

Espero que disfrute del domingo y su selección

gane la Eurocopa.

Atentamente,

Eric Zimmerman

Miro la pantalla, bloqueada.

¿Por qué no puede aceptar mi respuesta?

Estoy tentada de escribirle un e-mail poniéndolo

a caer de un burro, pero me niego. Dar más

explicaciones a alguien para quien soy sólo sexo

no merece la pena.

Enfadada, cierro el portátil y decido poner una

lavadora.

Al sacar la ropa sucia del cesto me encuentro

con las bragas rotas que Eric me arrancó. Cierro

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los ojos y suspiro. Recordar lo que hicimos en mi

habitación me pone cardíaca.

Abro los ojos, me levanto y camino hacia mi

dormitorio. Rodeo la cama y abro el cajón. Ante

mí se encuentran los regalos que él me hizo: los

vibradores. Los miro durante unos segundos y

cierro el cajón con fuerza. Regreso hasta la

lavadora. La abro y comienzo a meter la ropa.

Echo el detergente, el suavizante y la programo.

La lavadora comienza a funcionar y diez

minutos después sigo mirando cómo el tambor

de la ropa da vueltas tan rápidamente como mi

cabeza. Mi respiración se acelera y grito de

frustración:

—Te odio, Eric Zimmerman.

Mis pies se dan la vuelta y me dirijo de nuevo

hasta mi habitación. Vuelvo a abrir el cajón y me

quedo mirando el vibrador con mando a

distancia que él usó conmigo.

Mi entrepierna me pide a gritos jugar.

¡Me niego!

Hasta yo misma utilizo la palabra «jugar».

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Finalmente e incapaz de quitarme a Eric de la

cabeza y menos de mi entrepierna, me deshago

de los pantalones, las bragas y me siento en la

cama con el vibrador en la mano.

Toco la ruleta, lo pongo al 1 y la vibración

comienza.

Después al 2, al 3, al 4 y el máximo es el 5.

Muevo el vibrador en mi mano mientras mi

vagina y, en especial, mi clítoris gritan porque sea

allí donde lo mueva. Me tumbo en la cama.

Apago el vibrador y lo paseo por mis labios

vaginales. Me sorprendo de lo húmeda que estoy.

¡Eric!

El pequeño vibrador se resbala por mis labios.

Estoy húmeda y abierta. Lista para recibirlo. Lo

pongo al 1. La vibración comienza y cierro los

ojos. Subo la potencia al 2. Con mis dedos me

abro los labios vaginales y dejo que me masajee la

zona que está junto al clítoris. Un calor irresistible

se apodera de mí y comienzo a jadear. Retiro el

vibrador y junto las rodillas. Fuego. Pero quiero

más. ¡Eric!

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Separo de nuevo las piernas. Enciendo el

vibrador al 3 y lo pongo sobre la zona donde el

placer quería explotar. Pienso en Eric. En sus ojos.

En su boca. En cómo me toca. Vuelvo a cerrar los

ojos y pienso en el vídeo que vi. Me excita

recordar su cara, su gesto, mientras aquella mujer

me poseía. Volver a pensar en lo que sentí la

tarde anterior me acelera la respiración. Aquello

ha sido lo más morboso que me ha ocurrido en la

vida. Yo, abierta de piernas en una cama,

mientras una desconocida tomaba de mí lo que

quería, yo se lo ofrecía y él miraba. ¡Eric!

Estoy caliente. Muy caliente. Pongo el vibrador

al 4. El calor se hace insoportable. El ansia viva

por correrme comienza a aflorar en mi interior. El

ardor me sube a la cara mientras siento que voy a

explotar y mi cabeza imagina todo tipo de juegos

con él. ¡Eric!

Me arqueo en la cama. El clímax me llega

mientras oigo mis propios ronroneos.

Combustión. Jadeo aliviada y me convulsiono

sobre la cama. Abro los ojos, mientras el

acaloramiento se apodera de mí, y siento cómo el

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pequeño vibrador empapa mis dedos. Cierro las

piernas con fuerza y me dejo llevar por el

momento. Mientras, siento miles de sensaciones

nuevas y todas maravillosas. Calor. Excitación.

Fervor. Entusiasmo. Sólo falta ¡Eric!

Cinco minutos después y con la respiración

normalizada, me siento en la cama. Miro con

curiosidad aquel aparatito y sonrío. Aunque

nunca se lo diré, he pensado en él. En ¡Eric!

A las siete y media, Fernando llega a mi casa.

Como siempre está feliz y sonriente. Me da un

piquito en los labios y yo me dejo. Es un amor. A

las ocho llegamos al bareto donde he quedado

con mis amigos para ver la final España-Italia.

Tenemos que ganar. La juerga nos rodea y

comienzo a cantar y a divertirme como una loca

con mi bandera de la selección española colgada

a mi cuello y los colores rojo-amarillo-rojo

pintados en mi cara.

Aparece Nacho, un amigo tatuador. Es mi

confidente. Tenemos una amistad muy especial y

nos lo contamos todo. Cuando ve a Fernando se

ríe. Sabe la relación que tengo con él y le hace

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gracia. No entiende cómo éste sigue detrás de mí

tras todos los desplantes que le hago.

A las nueve menos cuarto, el partido da

comienzo. Estamos nerviosos. Nos jugamos el

Mundial. ¡Vamos España!

¡¡¡No hay dos sin tres!!!

En el minuto 14, Silva mete un golazo que nos

hace saltar de emoción. Fernando me abraza y yo

lo abrazo. Estamos felices. El ataque de Italia se

endurece pero Jordi Alba, en el minuto 41, mete

otro golazo que nos hace volver a gritar como

descosidos. Fernando me besa en el cuello y yo,

feliz, se lo permito. Llega el descanso y Fernando

ya me tiene sujeta por la cintura.

El segundo tiempo comienza y yo grito que

saquen a Torres.

¡Que saquen al Niño!

Y cuando veo que calienta y que el entrenador

Del Bosque le dice que salga, grito, aplaudo y

salto encantada. Fernando aprovecha la situación

y me sienta entre sus piernas. Yo me dejo. Pero

mi gozo se completa cuando en el minuto 84,

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Torres, ¡mi Torres!, mete el tercer gol.

¡Bien! ¡Bien…!

Fernando, al verme tan entregada a la causa, me

aúpa entre sus brazos y, de la felicidad, me planta

un besazo de campeonato. Después me suelta y,

cuando, en el minuto 88, Mata mete un golazo

tras un pedazo de pase de mi Torres, creo morir,

pero ¡de gusto! Y esta vez soy yo la que se lanza a

sus brazos y lo besa con furia española.

Cuando el partido termina, mis amigos y yo lo

celebramos a lo grande. Fernando no se separa y,

en un momento de calentón, nos metemos en el

baño de caballeros. Durante unos minutos dejo

que me bese y que me toque. Lo necesito. Sus

manos recorren mi cuerpo y ¡Dios! ¡No me puedo

quitar a mi jefe de la cabeza! De pronto, Fernando

no existe. Sólo ¡Eric!

Necesito que sea posesivo y desafiante, pero

Fernando es de todo menos eso. Al final, consigo

sacarlo del baño sin haber culminado. Está

cabreado, pero ni siquiera así me pone. Cuando

me invita a ir a su hotel y me niego, se marcha y,

sinceramente, yo me quedo la mar de feliz.

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Cuando llego a mi casa sobre las tres de la

mañana y me meto en la cama sonrío al pensar

que somos ¡campeones!

Me niego a pensar en nada más.

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14

A las siete y media de la mañana del lunes estoy

en pie. Curro está tranquilo. Le doy su

medicación y desayuno. Luego me meto en la

ducha. Diez minutos después salgo, me visto y

me maquillo.

A las ocho y media entro en la oficina. En el

ascensor coincido con Miguel y nos felicitamos

por haber ganado la Eurocopa. Estamos

emocionados. Bromeamos sobre nuestro fin de

semana y, como siempre, terminamos a

carcajadas. Subimos a la cafetería y allí gritamos

con otros compañeros: «¡No hay dos sin tres!».

Finalmente, nos sentamos a una mesa a

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desayunar con nuestro café. Diez minutos

después, la magdalena se me cae de las manos al

ver a Eric entrar con mi jefa y dos jefes más.

Está impresionante con su traje oscuro y su

camisa clara. Por su gesto serio habla de trabajo

pero, cuando llegan a la barra y piden los cafés,

me ve. Yo sigo hablando, disfrutando de la

compañía de mis compañeros, aunque con el

rabillo del ojo veo que ellos se sientan en una

mesa alejada de la nuestra. Eric se sienta en la

silla que queda frente a mí. Me mira y entonces

yo también lo miro. Nuestros ojos se encuentran

durante una fracción de segundo y, como era de

esperar, mi cuerpo reacciona.

—Vaya. Ya han llegado los jefes —dice

Miguel—. Por cierto, me han dicho que el otro día

te quedaste con el nuevo jefazo atrapada en el

ascensor.

—Sí. Con él y con algunas personas más —

respondo con desgana. Pero dispuesta a saber

más del jefazo, le pregunto—: Oye, tú que eras el

secretario de su padre, ¿de qué murió?

Miguel mira con curiosidad hacia la mesa del

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fondo.

—La verdad es que era un hombre extraño y

poco hablador. Murió de un ataque al corazón. —

Y al ver a mi jefa reír, susurra—: Por lo que veo el

nuevo jefazo le gusta a nuestra jefa. Sólo hay que

ver cómo se ríe y se toca el pelo.

Sin poder evitarlo, miro hacia su mesa y, de

nuevo, mis ojos se cruzan con la mirada fría y

gélida de Eric.

—¿El señor Zimmerman tenía más hijos?

—Sí. Pero sólo Iceman vive.

—¡¿Iceman?!

Miguel se ríe y, acercándose, cuchichea:

—Eric Zimmerman es ¡Iceman! El hombre de

hielo. ¿No has visto la cara de mala leche

continua que tiene? —Eso me hace reír y Miguel

añade—: Por lo que me ha dicho la jefa, es duro

de pelar. Peor que su padre.

No me sorprende lo que me comenta. Se dice

que la cara es el espejo del alma y la cara de Eric

es de tormento continuo. Pero el nombrecito me

hace gracia. Aun así, replico:

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—¿Por qué dices que él es el único hijo que

vive?

—Tenía una hermana, pero murió hace un par

de años.

—¿Qué le pasó?

—No sé, Judith… El señor Zimmerman nunca

habló de ello. Sólo sé que murió porque un día

me dijo que se tenía que marchar a Alemania al

entierro de su hija.

Saber eso me apena. Dos muertes en tan poco

espacio de tiempo tiene que ser muy doloroso.

—El señor Zimmerman estaba separado de su

mujer —continúa Miguel—. Iceman y él no tenían

buena relación; por eso él nunca venía por

España.

Saber aquellos datos de él me inquieta. Quiero

saber más, así que pregunto:

—¿Y por qué no tenían buena relación?

—No lo sé, preciosa —responde Miguel

mientras pone un mechón de pelo tras mi oreja—.

El señor Zimmerman era bastante hermético con

su vida privada. Por cierto, ¿cuándo vas a querer

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tomar una copa conmigo?

Escuchar aquello me hace sonreír. Apoyo los

codos sobre la mesa y, al dejar caer mi cara en

mis manos, respondo, mirándolo:

—Creo que nunca. No me gusta mezclar el

trabajo con el placer.

Mi contestación cargada de una ironía que él no

entiende me hace gracia. Miguel se acerca un

poco más a mí y murmura:

—Cuando hablas de placer, ¿a qué clase de

placer te refieres?

Sin moverme un ápice respondo:

—Vamos a ver, guaperas. Eres el caramelito que

todas las de la oficina se quieren comer y yo soy

una mujer muy celosa y no comparto. Por lo

tanto… búscate a otra porque conmigo lo llevas

crudo.

—Mmmm… ¡Me gusta lo difícil!

Eso me hace soltar una carcajada y Miguel me

sigue. De pronto, veo que Eric se levanta y sale de

la cafetería y respiro. No tenerlo cerca es un alivio

para mí. Diez minutos después, mi compañero y

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yo regresamos a nuestros puestos.

Cuando llego a mi mesa veo que la puerta del

despacho del jefazo está abierta. Maldigo. No

quiero verlo. Me siento y de pronto el móvil pita

y leo: «¿Ligando en horas de trabajo?».

Eso me incomoda, pero termino por sonreír.

En el fondo, el humor de Eric me hace gracia.

No pienso responder aunque, como siempre que

me pongo nerviosa, me rasco el cuello. Mi móvil

vuelve a pitar y leo: «No te rasques o el

sarpullido irá a peor».

Me observa. Miro hacia el despacho y lo veo

sentado en la que fue la mesa de su padre. Se

siente poderoso. Me está provocando, pero no

pienso caer en su juego. Achino los ojos

enfadada. Con la mirada, le digo de todo menos

bonito y, sorprendentemente, curva sus labios

mientras aguanta una sonrisa.

De pronto aparece mi jefa y dice,

interponiéndose en nuestro campo de visión:

—Judith, si alguien me llama, pásame la

llamada al despacho del señor Zimmerman.

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Sin abrir la boca, asiento. Mi jefa, contoneando

sus caderas, entra en el despacho de Eric y cierra

la puerta. Comienzo a trabajar y, a media

mañana, la puerta del despacho se abre. Veo salir

a mi jefa con una carpeta en las manos.

—Judith —me dice—. Me voy a ausentar de la

oficina una hora. Si el señor Zimmerman necesita

lo que sea, soluciónaselo. —Luego se vuelve hacia

Miguel y añade—: Acompáñame.

Mi compañero sonríe y yo también. ¡Vaya dos!

¡Ay!, si ellos supieran lo que yo sé…

Cuando desaparecen del despacho, el teléfono

interno suena. Maldigo al saber que es él. Al final

lo cojo.

—Señorita Flores, ¿puede pasar a mi despacho,

por favor?

Estoy tentada de decir que no. Pero eso no sería

profesional y yo, ante todo, soy una profesional.

—En seguida, señor Zimmerman.

Me levanto, entro en el despacho y pregunto:

—¿Qué desea, señor Zimmerman?

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Veo que apoya la cabeza en el alto asiento de

cuero negro.

—Cierre la puerta, por favor —responde,

mirándome.

Resoplo y siento que mi piel comienza a arder.

Mi maldito cuello me va a delatar y eso me

incomoda. Pero le hago caso y cierro la puerta.

—Enhorabuena. Ganasteis la Eurocopa.

—Gracias, señor.

El silencio entre nosotros se hace insoportable.

—¿Lo pasaste bien anoche? —añade.

No respondo.

—¿Quién era el tipo al que besaste y con el que

estuviste diecisiete minutos en el baño de

hombres? —me pregunta.

Boquiabierta, me lo quedo mirando.

—Te he preguntado —insiste—. ¿Quién es?

Colérica por lo que escucho, deseo lanzarle el

bolígrafo que llevo en la mano y clavárselo en el

cráneo, pero lo aprieto y respondo, mientras

contengo mis impulsos asesinos:

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—Eso no le incumbe, señor Zimmerman.

Increíble. ¿Me ha estado espiando? Me siento

molesta.

—¿Qué hay entre tú y el ligue de tu jefa? —

prosigue.

¡Hasta aquí hemos llegado! Pestañeo y

respondo:

—Mire, señor Zimmerman, no quiero ser

desagradable pero nada de lo que me pregunta es

de su incumbencia. Por lo tanto, si no quiere nada

más, volveré a mi puesto de trabajo.

Enfadada y sin darle tiempo a decir nada más,

salgo del despacho y cierro la puerta con ímpetu.

¿Quién se ha creído ése que es? Nada más

sentarme en mi silla, el teléfono interno vuelve a

sonar. Maldigo pero lo cojo.

—Señorita Flores, venga a mi despacho. ¡Ya!

Su voz suena enfurecida, pero yo también lo

estoy. Cuelgo el teléfono y, enfadada, entro de

nuevo dispuesta a mandarlo a la mierda.

—Tráigame un café, solo.

Salgo del despacho. Voy a la cafetería y, cuando

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regreso, se lo pongo encima de la mesa.

—No tomo azúcar. Tráigame sacarina.

Repito el camino, acordándome de todos sus

antepasados y, cuando regreso con la puñetera

sacarina, se la entrego.

—Eche medio sobrecito en el café y remuévalo.

¿Cómo? ¿Que le remueva el puñetero café?

Aquel trato me indigna. No para de mirarme y

la superioridad que muestra en su gesto me

reconcome las tripas. ¡Será idiota, el alemán!

Deseo tirarle el café a la cara, deseo mandarlo a

freír espárragos, pero al final hago lo que me pide

sin rechistar. Cuando termino, dejo el café frente

a él y me doy la vuelta para salir del despacho.

—No salga del despacho, señorita Flores.

Oigo que se levanta. Me doy la vuelta para

mirarlo.

Su ceño está fruncido. El mío también. Está

enfadado. Yo también.

Rodea la mesa. Se sienta ante ella con los brazos

cruzados y las piernas abiertas. Su actitud es

intimidatoria. Nuestra distancia se ha acortado.

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Eso me pone nerviosa.

—Jud…

—Para usted soy la señorita Flores, si no le

importa.

Me mira con su típica cara de mala leche y

siento que el aire se puede cortar con un cuchillo.

¡Menuda tensión!

—Señorita Flores, acérquese.

—No.

—Acérquese.

—¿Qué quiere? —exijo.

Sin cambiar su duro gesto, murmura entre

dientes:

—Acérquese, por favor.

Resoplo para que vea mi estado de ánimo y doy

un paso adelante.

Su dura mirada exige que me acerque más pero

no me dejo amedrentar.

—Señor Zimmerman, no me voy a acercar más.

Despídame si eso le hace seguir sintiéndose el

Rey del Universo. Pero no pienso acercarme más

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a usted. Y, como se pase un pelo, lo denuncio por

acoso.

Se incorpora de la mesa. Da dos pasos hacia mí

y yo doy un paso hacia atrás. Lo oigo resoplar.

Me coge del brazo, tira de mí y abre las puertas

del archivo. Me mete y, una vez en la intimidad

que nos da ese lugar, me coge con sus manos la

cabeza, me acerca a él y me besa con posesión.

Esta vez no se detiene a rozar su lengua contra

mi labio superior. No me pide permiso. Sólo me

atrae hacia él y me besa. Me empuja contra los

archivos y, cuando siente que mi cuerpo no

puede retroceder, abandona mis labios.

—Apenas he podido dormir pensando en ti y en

lo que hacías con el tipo de anoche.

Obnubilada por lo que dice, respondo con un

hilo de voz:

—No hice nada.

Eric aprieta sus caderas contra mí y siento su

erección.

—Te agarraba por la cintura. Paseaba su mirada

por tu cuerpo. Dejaste que te besara y entraste

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con él al baño de hombres. ¿Cómo puedes decir

que no hiciste nada?

Enloquecida por lo que me está haciendo sentir

con sus palabras y con su cercanía respondo:

—Con mi vida y con mi cuerpo hago lo que

quiero, señor Zimmerman.

Le doy un tremendo empujón y lo separo de mí.

—Yo no soy una muñequita de esas a las que

supongo que está acostumbrado a dar órdenes.

No vuelva a tocarme o…

—¿¡O!? —pregunta con voz ronca.

—O soy capaz de cualquier cosa —contesto.

Su mandíbula está tensa y, acercándose de

nuevo a mí, susurra:

—Jud, me deseas tanto como yo a ti. No lo

niegues —no respondo. No puedo. Su cercanía

me provoca mil sensaciones.

Mis ojos chispean. No sé si es indignación,

morbo o qué. El caso es que chispean mientras

aquel gigante con su cara de mala leche se cierne

sobre mí.

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—No estoy dispuesta a…

—¿Al sado? Eso ya lo sé, pequeña.

Su respuesta me pilla tan de sorpresa que no sé

qué responder. Su mirada me bloquea.

—¿Te está entrando el nervio?

Vuelve a desconcertarme, ¿cómo puede recordar

aquello que le expliqué en el ascensor? Me toco el

cuello. Voy a soltarle alguna de mis frescas,

cuando veo que hace una mueca.

—No te rasques, Jud.

Sin darme tiempo a moverme, se agacha y me

sopla en el cuello. Cierro los ojos. Mi indignación

baja de intensidad. Él se ha propuesto que sea así

y lo ha conseguido.

—Siento haberte puesto nerviosa —musita de

repente en mi oído—. Perdóname, pequeña.

Su poder es inmenso y ya me tiene donde

quiere. ¡Soy una blanda!

Me besa. Esta vez con desesperación. Me

sabotea y yo me dejo.

El hilo de mis pensamientos se bloquea y sólo

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pienso en besarlo y dejar que me bese.

¿Qué me ocurre?

Quiero reprimirme, pero no puedo. Nunca he

sido un juguete para ningún hombre, pero él

consigue controlarme. Lo deseo tanto como

necesito el aire para respirar y eso me asusta. Me

quema la vagina, la piel y siento que mis bragas

se humedecen y que lo único que deseo es que

me desnude y me posea.

Clavo mis ojos en él. Su cara seria y de

perdonavidas me encanta. Me vuelve loca. Es tan

sexy y devastador que soy incapaz de negarme a

nada de lo que me exija. Por primera vez en mi

vida me siento así y creo que no puedo hacer

nada por evitarlo. Me desabrocha el pantalón. Su

mano se mete con rapidez dentro de mis bragas.

—Estás húmeda para mí —me susurra.

¿Qué va a hacer? ¿Me va a desnudar en el

archivo?

Pero no. Mete más la mano y siento que uno de

sus dedos se introduce en mi interior y, segundos

después, otro más. Me agarra por el pelo, tira de

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él y subo la cabeza. Me besa de nuevo con

impaciencia, mientras me hace abrir las piernas

con su pierna y sus dedos entran y salen una y

otra vez de mí. Con su boca sobre la mía, reprimo

mis gemidos y sé que el clímax está cerca.

—Córrete para mí, Jud.

Mi cuerpo vuelve a reaccionar a sus palabras.

El placer que me está dando me hace querer

más. El brillo sensual de su mirada me vuelve

loca y me hace desear que me desnude, me tire en

el suelo y sea su pene el que juegue en mi

interior. Me muerdo el labio. Si no lo hago,

gritaré y toda la oficina vendrá para ver qué pasa.

—Vamos, Jud, déjate llevar.

Tenso la espalda y arqueo mis piernas mientras

me dejo avasallar con gusto por él. Quiero sus

dedos más dentro de mí y, cuando creo que voy a

explotar, lo beso para ahogar de nuevo mi

gemido en su boca, mientras siento que mis

músculos se contraen una y otra vez sobre sus

caricias y percibo aún más la humedad en mi

entrepierna. Poco a poco él se detiene y, cuando

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saca sus dedos de mi interior, quiero protestar. Él

se da cuenta. Vuelve a tomar mi cabeza entre sus

manos.

—Me debes un orgasmo, pequeña —murmura.

No puedo responder.

Sólo puedo abrir la boca y entrelazar su lengua

con la mía. Disfruto de su sabor excitante y

peligroso, olvidándome de nuevo de todo lo que

hay a nuestro alrededor y de mi enfado. No

quiero pensar que me utiliza como a un juguete.

No quiero pensar que es mi jefe. Simplemente no

quiero pensar.

Dos minutos después y con las respiraciones

más acompasadas, deja de presionarme contra los

archivadores y yo vuelvo a tomar el control sobre

mi cuerpo. Maldigo.

¿Qué he vuelto a hacer? ¿Cómo puedo ser tan

idiota cada vez que lo veo?

Él parece darse cuenta de lo que pienso y me

dedica una de sus habituales miradas gélidas.

—¿Has vuelto a pensar en mi proposición? —

me pregunta.

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Intento mirarlo. Me enfrento a Iceman y siento

que pierdo toda compostura.

—Ayer ya te respondí y te dije que no aceptaba.

Aprieta los labios y yo resoplo.

Lo miro sorprendida.

—¿Por qué eres tan cabezona? —añade—. Lo

que te propongo te reportaría unos beneficios

monetarios.

—¿Sólo monetarios?

Eric deja de sonreír ante mi pregunta.

—Todo depende de lo que quieras. Tú decides,

Jud. De momento necesito una secretaria. El sexo

surgirá, si tiene que surgir.

—¿Y si me niego a que vuelva a surgir? —

replico, intentando creerme mi propia mentira.

Eric me mira. Baja sus manos hasta mi pantalón

y lo abrocha.

—Aceptaré tu negativa —añade con

tranquilidad—. Otra accederá.

¡Será imbécil, creído y chulo…!

Y entonces sale del archivador y me deja sola.

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Durante unos segundos cierro los ojos y me

regaño a mí misma. ¿Por qué soy tan facilona

cuando estoy con él? Finalmente, me coloco la

camisa y el pelo y lo sigo. Él ya está sentado ante

su mesa y mira con el ceño fruncido la pantalla

del ordenador. Me dirijo con calma hacia la

puerta, dispuesta a salir.

—Te dije que te daba hasta el martes para la

respuesta y así será —me dice antes de que

abandone su despacho—. Ahora puedes regresar

a tu puesto de trabajo. Si vuelvo a necesitarte… te

llamaré.

Me pongo roja como un tomate.

Salgo del despacho. Cierro la puerta, me apoyo

en ella y miro a mi alrededor durante unos

segundos. Todos fuera de mi despacho están

trabajando. Parece que nadie se ha dado cuenta

de lo que acaba de suceder. Cojo mi bolso y me

voy al baño. Necesito lavarme. Siento mi vagina

empapada y eso me incomoda.

Veinte minutos después vuelvo a mi mesa y veo

que Miguel y mi jefa han regresado. Eric y yo no

volvemos a hablar ni a mirarnos. A las dos, la

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puerta del despacho se abre y salen juntos. No me

mira. Sólo mi jefa vuelve la cara hacia mí.

—Nos vamos a comer, Judith —me informa.

Asiento y respiro aliviada. Veo a Miguel recoger

sus cosas cuando mi teléfono suena. Es mi

hermana.

—Jud… tienes que venir a casa. ¡Ya!

Al escuchar aquello cierro los ojos y me siento.

Las piernas me tiemblan. No hace falta que siga

hablando. Sé lo que pasa.

Cuando cuelgo el teléfono, reprimo el llanto y

me trago las lágrimas. No quiero llorar en la

oficina. Soy una tía dura y los numeritos no van

conmigo. Busco a Miguel y lo encuentro

hablando con Eva. Parece que están ligando. Me

acerco a él y le informo de que me ha surgido un

problema urgente y que aquella tarde no

regresaré a trabajar. Él asiente sin prestarme

mucha atención y regreso a mi mesa. Vuelvo a

sentarme. Bebo agua de la botellita y, finalmente,

recojo mis cosas.

Las manos me tiemblan y las mejillas me arden.

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Necesito llorar. Hago un esfuerzo por apagar mi

ordenador, contengo mi pena y voy hacia el

ascensor. Cuando salgo de él, corro hacia el

parking y entonces me permito llorar. Antes no.

Cuando llego a casa mi hermana está con los

ojos encharcados por las lágrimas. Curro respira

con mucha dificultad y, sin perder un segundo,

llamo a mi veterinario. El veterinario, que me

conoce desde hace años, me indica que me espera

en la clínica.

A las cuatro y media de la tarde, tras una

inyección que el veterinario le pone para

facilitarle el viaje, Curro me deja. Me deja para

siempre, con el corazón destrozado y con la

sensación de una pérdida irreparable. Me agacho

sobre la mesa donde su cuerpo sin vida descansa.

Lo beso, acaricio su peluda cabeza por última vez

y cientos de lágrimas me nublan por completo la

vista.

—Adiós, cariño —murmuro.

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15

A las siete de la tarde me encuentro sentada en

el sofá de la casa de mi hermana.

Mi móvil suena. Mis amigos quieren que vaya a

la Cibeles a celebrar el triunfo de la Eurocopa.

Pero no estoy para fiestas. Apago el móvil. No

quiero saber nada de nadie. Estoy triste, muy

triste. Mi gran compañero, ese al que le contaba

todas mis penas y mis alegrías me ha

abandonado.

Lloro… lloro y lloro.

Mi hermana me abraza pero, inexplicablemente,

siento que necesito el abrazo de cierto

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impertinente. ¿Por qué?

Hemos dejado a mi sobrina en casa de una

vecina. No queremos que nos vea así. Bastante

difícil ha sido explicarle que Curro se ha ido al

cielo de los gatos como para que nos vea llorar

como dos magdalenas. Llega mi cuñado Jesús y

se nos une en el duelo. Los tres lloramos. Y

cuando llamo a mi padre por teléfono para

decírselo, ya somos cuatro. ¡Qué triste es todo!

A las nueve de la noche enciendo el móvil y

recibo la llamada de Fernando. Mi hermana lo ha

llamado y él se ofrece a venir a Madrid para

consolarme. Me niego y, tras hablar con él unos

pocos minutos, cuelgo y vuelvo a apagar el

móvil. Después de cenar algo, decido regresar a

mi casa. Necesito enfrentarme a ella y a su

soledad.

Pero cuando entro, una extraña emoción se

apodera de mí. Me da la sensación de que en

cualquier momento Curro, mi Currito, aparecerá

por alguno de los rincones y me ronroneará entre

las piernas. En cuanto cierro la puerta de la calle,

me apoyo contra ella. Mis ojos se llenan de

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lágrimas y me niego a controlarlas.

Lloro, lloro y lloro, y esta vez en soledad, que

sienta mejor.

Con los ojos hinchados y sin poder detenerme,

me dirijo hasta la cocina. Observo el cuenco de la

comida de Curro y me agacho a cogerlo. Abro la

basura y tiro la comida que hay en él. Lo meto en

el fregadero y lo lavo. Después de secarlo, lo miro

y no sé qué hacer con él. Lo dejo sobre la

encimera. Después cojo la bolsita de pienso y las

medicinas. Lo reúno todo y vuelvo a llorar como

una tonta.

Dos segundos después oigo que la puerta de la

calle se abre. Es mi hermana. Se acerca a mí y me

abraza.

—Sabía que estarías así, cuchufleta. Vamos, por

favor, deja de llorar.

Intento decir que no puedo. Que no quiero. Que

me niego a creer que Curro ya no regresará, pero

el llanto me impide hacerlo. Media hora más

tarde, la convenzo para que se marche de mi casa.

Escondo sus llaves para que no se las lleve y no

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vuelva a molestarme. Necesito estar sola.

Cuando voy al baño para lavarme la cara, veo el

arenero de Curro y de nuevo el llanto hace acto de

presencia. Me siento en el retrete dispuesta a

llorar durante horas, cuando oigo unos golpes en

la puerta. Convencida de que es mi hermana que

se ha dado cuenta de que no lleva las llaves, abro

y aparece el señor Zimmerman con cara de pocos

amigos.

¿Qué hace ahí?

Me mira sorprendido. Su expresión cambia por

completo y, sin moverse, pregunta:

—¿Qué te ocurre, Jud?

No puedo responder. Mi gesto se contrae y

vuelvo a llorar.

Se queda paralizado y entonces yo me acerco a

él, a su pecho, y me abraza. Necesito ese abrazo.

Oigo que la puerta se cierra y lloro con más pena.

No sé durante cuánto tiempo estamos así hasta

que de pronto soy consciente de que tiene la

camisa empapada de lágrimas. Finalmente me

separo de él.

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—Curro, mi gato, ha muerto —logro murmurar.

Es la primera vez que digo aquella terrible y

horrible palabra. ¡La odio!

Mi cara vuelve a contraerse y comienzo a llorar.

Esta vez siento que él tira de mí y se sienta en el

sofá. Me sienta a su lado. Intento hablar, pero el

hipo por mi tristeza no me lo permite. Sólo

consigo articular palabras entrecortadas, mientras

mi cuerpo se contrae involuntariamente y veo

que él está totalmente desconcertado. No sabe

qué hacer. Finalmente se levanta del sillón, coge

un vaso y lo llena de agua. Me lo trae y me obliga

a beber. Cinco minutos después me siento algo

más tranquila.

—Lo siento, Jud. Lo siento muchísimo.

Asiento como puedo, mientras aprieto mis

labios y trago el nudo de emociones que, de

nuevo, pugna por salir de mi interior. Abrazada a

él apoyo mi cabeza sobre su pecho y siento que

mis lágrimas salen de nuevo descontroladas. Esta

vez no tengo hipo y el simple hecho de sentir

cómo su mano me acaricia el pelo y el brazo me

reconforta.

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Sobre las doce de la noche, la pena me sigue

dominando, pero ya soy capaz de controlar mi

cuerpo y mis palabras, de modo que me

incorporo para mirarlo.

—Gracias —digo.

Siento que se conmueve, sus ojos lo revelan.

Acerca su frente a la mía y me susurra:.

—Jud… Jud… ¿Por qué no me lo dijiste? Te

hubiera acompañado y…

—No he estado sola. Mi hermana ha estado

conmigo en todo momento.

Eric mueve su cabeza, comprensivo, y me pasa

sus dedos pulgares por debajo de los ojos para

retirar unas lágrimas.

—Deberías descansar. Estás agotada y tu mente

necesita relajarse.

Asiento. Pero entonces me doy cuenta de que su

gesto se contrae.

—¿Te encuentras bien? —le pregunto.

Sorprendido por aquella pregunta, me mira.

—Sí. Sólo me duele un poco la cabeza.

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—Si quieres, tengo aspirinas en el botiquín.

Veo que sonríe. Entonces me da un beso en la

cabeza.

—No te preocupes. Se pasará.

Necesito dormir, pero no quiero que se vaya, de

modo que le sujeto la camisa para intentar

impedírselo.

—Me gustaría que te quedaras conmigo, aunque

sé que no puede ser.

—¿Por qué no puede ser?

—No quiero sexo —murmuro, con una

aplastante sinceridad.

Eric levanta su mano y me toca el óvalo de la

cara con una ternura que, hasta el momento,

nunca había utilizado conmigo.

—Me quedaré contigo y no intentaré nada hasta

que tú me lo pidas.

Eso me sorprende.

Se levanta y me tiende la mano. Yo se la cojo y

me lleva hasta mi habitación. Asombrada,

observo cómo se quita los zapatos. Yo hago lo

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mismo. Después se quita el pantalón. Lo imito.

Deja la camisa sobre una silla y se queda vestido

sólo con unos bóxers negros. ¡Sexy! Abre mi cama

y se mete en ella. Consecuente con lo que le he

pedido, me quito la camisa, después el sujetador

y saco de debajo de mi almohada mi camiseta de

tirantes y el culotte de dormir. Es del Demonio de

Tasmania. Veo que sonríe y yo pongo los ojos en

blanco.

Tras ponerme el pijama abro una pequeña cajita

redonda, saco una pastillita y me la tomo.

—¿Qué es eso?

—Mi anticonceptivo —aclaro.

Instantes después me tumbo junto a él, que pasa

su brazo bajo mi cuello. Me acerca hasta él y me

besa en la punta de la nariz.

—Duerme, Jud… duerme y descansa.

Su cercanía y su voz me relajan y, abrazados,

siento que me quedo profundamente dormida.

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16

Suena el despertador. Lo miro: las siete y media.

Alargo la mano y lo apago. Me desperezo en la

cama y mi mente se despierta rápidamente. Miro

a mi derecha y veo que Eric no está. Mi mente

vuelve a ser consciente de lo ocurrido y me siento

en la cama cuando oigo una voz:

—Buenos días.

Miro hacia la puerta y allí está él, vestido. Miro

su ropa y me sorprendo al ver que el traje que

lleva y la camisa no son los que traía el día

anterior. Él se da cuenta y responde:

—Tomás me lo ha traído hace una hora.

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—¿Qué tal tu cabeza? ¿Se fue el dolor? —

pregunto.

—Sí, Jud. Gracias por preguntar.

Le respondo con una triste sonrisa. Me levanto

de la cama sin ser consciente del horrible

espectáculo que ofrezco, despeluchada, legañosa

y con mi pijama del Demonio de Tasmania. Paso

por su lado y, al hacerlo, me pongo de puntillas y

le doy un beso en la mejilla mientras murmuro

un aún soñoliento «buenos días».

Voy a la cocina dispuesta a darle la medicación

a Curro, cuando veo todas sus cosas sobre la

encimera. Me paro en seco y siento a Eric detrás

de mí. No me deja pensar. Me coge por la cintura

y me da la vuelta.

—¡A la ducha! —me ordena.

Cuando salgo de ella y entro en la habitación

para vestirme, Eric no está allí. Así que me

apresuro a sacar un sujetador y unas bragas de

mi cajón y me los pongo. Después abro el armario

y me visto. En cuanto estoy vestida y presentable,

salgo al salón y lo veo leyendo un periódico.

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—Tienes café recién hecho —dice mientras me

mira—. Desayuna.

Veo que dobla el periódico, se levanta, se acerca

a mí y me besa en la cabeza.

—Hoy me acompañarás a Guadalajara. Tengo

que visitar las oficinas de allí. No te preocupes

por nada. En la oficina ya están avisados.

Le digo que sí con la cabeza, sin ganas de hablar

ni de protestar. Me tomo el café y, cuando dejo la

taza en el fregadero, siento que Eric se acerca de

nuevo por detrás, aunque esta vez no me toca.

—¿Estás mejor? —me pregunta.

Muevo mi cabeza en señal afirmativa, sin

mirarlo. Tengo ganas de llorar de nuevo pero

respiro y lo evito. Estoy segura de que Curro se

enfadará si sigo comportándome como una

blandengue. Con la mejor de mis sonrisas me doy

la vuelta y me retiro el pelo que me cae sobre los

ojos.

—Cuando quieras, podemos marcharnos.

Él asiente. No me toca.

No se acerca a mí más de lo estrictamente

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necesario. Bajamos al portal y allí está Tomás

esperándonos con el coche. Nos montamos y

comienza el viaje. Durante la hora que dura el

trayecto, Eric y yo miramos varios papeles. Yo

soy la encargada de llevar al día las delegaciones

de la empresa Müller, de modo que conozco casi

en primera persona a todos los jefes. Eric me

explica que quiere saber de primera mano

absolutamente todo de cada delegación:

productividad, cantidad de gente que trabaja en

las fábricas y rendimiento de las mismas. Eso me

pone nerviosa. Con el paro que hay ahora, tengo

miedo de que empiece a despedir a gente sin ton

ni son. Pero en seguida me aclara que ése no es su

propósito, sino lo contrario: intentar que sus

productos sean más competitivos y abrir el

campo de expansión.

A las diez y media llegamos a Guadalajara. No

me extraño cuando me doy cuenta de que

Enrique Matías no se sorprende de verme allí.

Nos saluda con afabilidad y entramos todos

juntos en su despacho. Durante tres horas, Eric y

él hablan de productividad, de carencias de la

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empresa y de un sinfín de cosas más. Yo, sentada

en un discreto segundo plano, tomo nota de todo

y a la una y media, cuando salimos de allí, me

voy feliz de ver que se han entendido.

Recibo un mensaje de Fernando. Le respondo

que estoy bien, pero maldigo en mi interior.

Recibir sus mensajes y estar con Eric me hace

sentir mal. Pero ¿por qué? Yo no tengo nada serio

con ninguno de los dos.

De regreso a Madrid, Eric me propone parar y

comer en algún pueblo. Me muestro encantada y

le digo que me parece bien. Tomás para en

Azuqueca de Henares y degustamos un delicioso

cordero. Durante la comida, él recibe varios

mensajes. Los lee con el ceño fruncido y no

contesta. A las cuatro proseguimos el viaje y

cuando llegamos al hotel Villa Magna me pongo

tensa. Eric lo nota y me coge la mano.

—Tranquila. Sólo quiero cambiarme de ropa

para pasar la tarde contigo. ¿Tienes algún plan?

Mi mente piensa con celeridad y, finalmente, le

digo que sí, que tengo un plan. Pero no le doy

tiempo a que pueda presuponer nada.

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—Tengo algo que hacer a las seis y media de la

tarde —le informo—. Si no tienes nada mejor,

quizá te gustaría acompañarme. Así puedo

enseñarte mi segundo trabajo.

Eso lo sorprende.

—¿Tienes un segundo trabajo?

Asiento divertida.

—Sí, se puede llamar así, aunque este año es el

último. Pero no pienso decirte de qué se trata si

no me acompañas.

Lo veo sonreír mientras baja del coche. Yo lo

sigo.

Llegamos al ascensor del hotel Villa Magna y el

ascensorista nos saluda y nos lleva directamente

hasta el ático. En cuanto entramos en su espaciosa

y bonita habitación, Eric deja su maletín con el

portátil sobre la mesa y se mete en la habitación

que no utilizamos el día que estuve allí jugando.

Suena su móvil. Un mensaje. No puedo evitar

mirar la pantalla iluminada y leo el nombre de

«Betta». ¿Quién será? Dos segundos después,

vuelve a sonar y en la pantalla leo «Marta». Vaya,

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sí que está solicitado.

Estoy inquieta. La última vez que estuve allí

ocurrió algo que todavía me avergüenza. Paseo

mis manos por el bonito sofá color café y miro el

jardín japonés, mientras intento que mi

respiración no se acelere. Si Eric sale desnudo de

la habitación y me invita a jugar con él, no sé si

voy a ser capaz de decirle que no.

—Cuando quieras nos podemos marchar —oigo

una voz tras de mí.

Sorprendida, me vuelvo y lo veo vestido con

unos vaqueros y una camiseta granate. Está

guapísimo. Elegante, como siempre. Y lo mejor,

está cumpliendo a rajatabla lo que me ha

prometido de no tocarme. Sin embargo, siento

que una extraña decepción crece en mí al no

verme arrastrada al mar de lujuria donde me

suele llevar.

¿Me estaré volviendo loca?

Diez minutos después, nos encontramos en el

coche de Tomás en dirección a mi casa.

Cuando entro en ella echo de menos la

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presencia de Curro. Eric se da cuenta y me besa

en la cabeza.

—Vamos, son las seis. Date prisa o llegarás

tarde.

Eso me reactiva.

Entro en mi habitación. Me pongo unos

vaqueros. Unas zapatillas de deporte y una

camiseta azul. Me recojo el pelo en una coleta alta

y salgo rápidamente de allí. Sin necesidad de

mirarlo, sé que me está observando. La

temperatura de mi piel sube cuando estoy cerca

de él. Cojo la cámara de fotos y una mochila

pequeña.

—Vamos —le digo.

Guío a Tomás entre el tráfico de Madrid y en

pocos minutos llegamos hasta la puerta de un

colegio. Eric, sorprendido, baja del coche y mira a

su alrededor. No parece haber nadie. Yo sonrío.

Lo cojo de la mano con decisión y tiro de él.

Entramos en el colegio y el desconcierto de su

cara crece. Me hace gracia verlo así. Me gusta

verlo desconcertado y tomo nota de ello.

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Segundos después, abro una puerta donde pone

«Gimnasio» y un bullicio tremendo nos engulle.

En seguida, docenas de niñas de edades

comprendidas entre los siete y los doce años

corren hacia mí gritando.

—¡Entrenadora! ¡Entrenadora!

Eric me mira, estupefacto.

—¿Entrenadora?

Yo sonrío y me encojo de hombros.

—Soy la entrenadora de fútbol femenino del

colegio de mi sobrina —respondo antes de que

las pequeñas lleguen hasta donde estamos

nosotros.

Eric abre la boca, por la sorpresa, y luego sonríe.

Pero ya no puedo hablar con él. Las pequeñas

han llegado hasta mí y se cuelgan de mis brazos y

mis piernas. Bromeo con ellas hasta que sus

madres me las quitan de encima.

—¿Quién es ese tiarrón? —oigo que me dice mi

hermana.

—Un amigo.

—¡Vaya, cuchufleta, vaya amigo! —murmura y

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yo sonrío.

Las mamás de las pequeñas se revolucionan

ante la presencia de Eric. Es normal. Eric

desprende sensualidad y yo lo sé. Tras saludar a

todo el mundo, mi hermana no para de pedirme

que le presente a Eric y al final claudico. ¡Anda

que no se pone pesadita! Finalmente, agarrada a

su brazo, me acerco hasta donde él se encuentra

sentado.

—Raquel, te presento a Eric. —Él se levanta para

saludarla—. Eric, ella es mi hermana y el monito

que está sentado en mi pie derecho es mi sobrina

Luz. —Se dan dos besos.

—¿Por qué eres tan alto? —pregunta mi sobrina.

Eric la mira y responde:

—Porque comí mucho cuando era pequeño.

Mi hermana y yo sonreímos.

—¿Por qué hablas tan raro? —vuelve a

preguntar Luz—. ¿Te pasa algo en la boca?

Yo voy a responder, pero entonces él se agacha

hacia mi sobrina.

—Es que soy alemán y, aunque sé hablar

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español, no puedo disimular mi acento.

La pequeña me mira, divertida. Pero yo maldigo

para mis adentros esperando su respuesta sin

poder detenerla.

—Vaya paliza que os dieron los italianos el otro

día. Os mandaron para casita.

Mi hermana se lleva a la niña, avergonzada, y

Eric se acerca a mí.

—No se puede negar que es tu sobrina —

susurra en mi oído—. Es tan clarita como tú a la

hora de decir las cosas.

Ambos reímos y las pequeñas corren de nuevo

hacia mí. Aquello no es un entrenamiento, es la

fiesta de verano que las mamás han montado

para acabar el curso. Durante hora y media hablo

con ellas, abrazo a las niñas para despedirme y

me hago cientos de fotos con ellas. Eric se

mantiene sentado en las gradas en un segundo

plano y, por su gesto, parece disfrutar del

espectáculo.

Las niñas me entregan un paquetito, lo abro y

de él saco un balón de fútbol hecho de chuches de

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colores. Aplaudo tanto como ellas, ¡me encantan

las chuches! Mi sobrina me mira y me señala a su

amiga Alicia. Han hecho las paces y yo levanto el

pulgar y le guiño el ojo. ¡Olé, mi niña! Pasados

unos minutos y después de besar a todas las

mamás y a mis pequeñas futbolistas, todas

abandonan el gimnasio. Mi hermana y mi sobrina

entre ellas.

Feliz por la despedida que me han brindado, me

vuelvo hacia Eric y lleno dos vasos de plástico

con un poco de Coca-Cola algo calentorra

mientras me acerco a él.

—¿Sorprendido? —le pregunto, ofreciéndole

uno de los vasos.

Eric lo acepta y le da un trago.

—Sí. Eres sorprendente.

—Vale, vale, no sigas, que me lo voy a creer.

Ambos nos reímos y nos miramos.

Ninguno dice nada y el silencio nos envuelve.

Finalmente cojo fuerzas y digo con sinceridad:

—Eric, mi vida es lo que ves: normalidad.

—Lo sé… lo sé y eso me preocupa.

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—¿Te preocupa? ¿Te preocupa que mi vida sea

normal?

Su mirada me traspasa.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque mi vida no es precisamente normal.

Mi cara debe de ser un poema. No lo entiendo,

pero antes de que le pida explicaciones, él

continúa hablando:

—Jud, tu vida exige relación y compromiso.

Unas palabras que para mí quedaron obsoletas

hace años. Muchos años. —Me toca con su mano

el óvalo de la cara y prosigue—: Me gustas, me

atraes, pero no te quiero engañar. Lo que me

atrae es el sexo entre nosotros. Me gusta poseerte,

meterme entre tus piernas y ver tu cara cuando te

corres. Pero me temo que muchos de mis juegos

no van a gustarte. Y no hablo de sado, hablo sólo

de sexo. Simplemente sexo.

Su mirada se oscurece. Me desconcierta pero no

quiero renunciar a seguir jugando.

—Soy una mujer normal, sin grandes

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pretensiones, que trabaja para tu empresa. Tengo

un padre, una hermana y una sobrina a los que

adoro y, hasta ayer, un gato que era mi mejor

amigo. Soy entrenadora de fútbol de un equipo

de niñas y no cobro un duro por ello, pero lo

hago porque me hace feliz. Tengo amigos y

amigas con los que disfrutar de partidos, de

vacaciones, de ir al cine o de salir a cenar. Ahora

te preguntarás por qué te cuento todo esto,

¿verdad? —Eric mueve la cabeza

afirmativamente—. No soy despampanante, no

me gusta vestir provocativa y ni siquiera lo

intento. Mis relaciones con los hombres han sido

normales, nada del otro mundo. Ya sabes, chica

conoce chico, se gustan y se acuestan. Pero nunca

nadie ha conseguido sacar de mí la parte que tú

en pocos días has sacado. Nunca pensé que el

morbo me pudiera volver loca. Nunca pensé que

yo pudiera estar haciendo lo que estoy haciendo

contigo. Me impones y me sometes de tal manera

que no puedo decir que no. Y no puedo decir que

no porque mi cuerpo y toda yo quiere hacer lo

que tú quieras. Odio que me den órdenes, y más

aún en el plano sexual. Pero a ti,

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inexplicablemente, te lo permito. En la vida me

hubiera imaginado que yo permitiría que un

desconocido como tú eres para mí, que no sabe

casi ni cómo me llamo, ni mi edad, ni nada de mi

vida, me exigiera sexo con sólo mirarme y yo se

lo permitiría. Todavía me cuesta comprender lo

que ocurrió el otro día en la habitación de tu hotel

y…

—Jud…

—No, déjame terminar —le exijo y coloco mi

mano en su boca—. Lo que ocurrió el otro día en

tu habitación, me guste o no reconocerlo, me

encantó. Reconozco que cuando vi las imágenes

me enfadé. Pero cuando he vuelto a pensar en

ello, en aquel momento, me he excitado y mucho.

Incluso el domingo utilicé el vibrador pensando

en ti y tuve un orgasmo maravilloso al imaginar

lo que ocurrió con aquella mujer en tu habitación.

—Eric sonríe—. Pero no me van las mujeres.

No… no me van y, si quieres volver a jugar

conmigo en ese plano, te exijo que antes me

consultes. Como te he dicho al principio de esta

conversación, no soy una especialista en sexo,

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pero lo vivido contigo me gusta, me pone, me

incita y estoy dispuesta a repetir.

—¿Incluso sin compromiso por mi parte?

Deseo decir que no, que lo quiero sólo para mí.

Pero eso significaría perderlo y eso sí que no lo

quiero.

—Incluso sin eso.

Eric mueve su cabeza, comprensivo.

—Y, por favor… te libero de no tener que

tocarme. Bésame y dime algo porque me voy a

morir de la vergüenza por la cantidad de cosas

locas que te acabo de decir.

—Me estás excitando, pequeña —murmura.

Saco de mi mochila un abanico y le sonrío,

avergonzada.

—Pues ni te imaginas cómo estoy yo sólo de

decírtelo.

Eric me devuelve la sonrisa y se retira el pelo de

cara.

—Tu nombre completo es Judith Flores García.

Tienes veinticinco años, un padre, una hermana y

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una sobrina. Por lo que he visto no tienes novio,

pero sí hombres que te desean. Sé dónde vives y

dónde trabajas. Tus teléfonos. Sé que conduces

muy bien un Ferrari, que te gusta cantar, y que no

te da vergüenza hacerlo delante de mí, y hoy he

sabido que eres entrenadora de fútbol. Te gustan

las fresas, el chocolate, la Coca-Cola, las chuches

y el fútbol y, si te pones nerviosa, te salen ronchas

en el cuello y te puede dar ¡el nervio! —Sonrío—.

Por la manera en que tratabas a tu mascota sé que

amas a los animales y que eres amiga de tus

amigos. Eres curiosa y cabezona, a veces en

exceso, y eso me saca de mis casillas, pero

también eres la mujer más sexy y desconcertante

con la que me he encontrado en la vida y

reconozco que eso me gusta. De momento, eso es

lo que sé de ti y me vale. ¡Ah! Y a partir de ahora

prometo consultar contigo todo lo referente al

sexo y nuestros juegos. Y ahora que me has

liberado de mi promesa, te besaré y te tocaré.

—¡Bien! —afirmo levantando los brazos.

—Y una vez solucionado ese tema necesito que

aceptes la proposición que te hice para conocerte

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mejor y para que me acompañes durante el

tiempo que esté en España —añade—. Esta

semana viajaremos a Barcelona. Tengo dos

importantes reuniones el jueves y el viernes. El

fin de semana lo dedicaremos, si tú quieres, al

sexo. ¿Te parece?

—Tu nombre es Eric Zimmerman —respondo,

sin importarme su frialdad—. Eres alemán y tu

padre…

Pero él tuerce el gesto e interrumpe mi discurso.

—Como favor personal, te pediría que nunca

menciones a mi padre. Ahora puedes continuar.

Esa orden me deja cortada, pero sigo:

—Eres un mandón patológico y no sé nada más

de ti, excepto que te gusta el morbo y jugar con el

sexo. Aun así, me gustaría conocerte un poco

más.

Siento su mirada penetrarme. Me traspasa y sé

que tiene una lucha interna por abrirse a mí o

continuar como estamos. Entonces se levanta y

tira de mí. Me besa y yo le correspondo. ¡Dios,

cuánto lo echaba de menos! Pocos segundos

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después, separa su boca de la mía.

—Mi madre es española, por eso hablo tan bien

el español. Duermo poco desde hace años. Tengo

treinta y un años. No estoy casado ni

comprometido. De momento, poco más te puedo

decir.

Emocionada por aquella pequeñísima

confidencia, sonrío y, feliz como si me hubiera

tocado la Bonoloto, añado haciéndolo reír:

—Señor Zimmerman, acepto su proposición. Ya

tiene acompañante.

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17

Mi jefa se vuelve loca cuando Eric la informa de

que yo lo acompañaré en su viaje a las

delegaciones. Miguel se alegra de no ser él. Mi

jefa intenta convencerlo de mil formas para que

yo no lo acompañe. Argumenta cosas como mi

falta de experiencia o mi poco tiempo en la

empresa, pero al final desiste. Eric manda y ella

debe aceptarlo. ¡Toma ya!

Llamo a mi padre el miércoles y le explico mi

retraso de las vacaciones por el viaje. Le parece

bien y me anima a hacer un buen trabajo. Si él

supiera el trasfondo de todo, me metía en una

caja y la embalaba para que no pudiera salir. Mi

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hermana, en cambio, se enfada conmigo.

Marcharme durante varias semanas fuera de

Madrid para ella es desquiciante. ¿A quién le va a

explicar sus problemas?

El jueves, Eric pasa a recogerme con su chófer a

las seis de la mañana. Viajamos en su avión

privado y tanto lujo me escandaliza. Parece que

acabo de salir del pueblo. Miro todo con tanta

curiosidad, que creo que Eric hace esfuerzos por

no reír.

Cuando llegamos a Barcelona, un coche nos

recoge en el aeropuerto del Prat y nos lleva

directos al hotel Arts. ¡Casi nada! Lo mejorcito de

la ciudad. Allí nos alojamos en la última planta en

dos suites. Ha cumplido su promesa:

habitaciones separadas. Cuando el botones cierra

la puerta tras de mí y me quedo en medio de

aquella enorme habitación, miro a mi alrededor.

Todo es grande, espacioso. Y lo mejor, hay unos

grandes ventanales que me permiten ver el mar.

Alucinada por el lujo que me rodea, suelto mi

maleta y me acerco a la ventana. ¡Increíble! Tras

disfrutar durante un rato del paisaje, comienzo a

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buscar y a curiosear. Abro la nevera y veo

chocolate. Me lanzo a por él. Cuando descubro la

zona de mi habitación donde se encuentra la

cama, un silbido de camionero sale de mí. ¡Es

preciosa! Grandes ventanales que dan al mar y

moqueta violeta a juego con un diván precioso.

La cama es enorme y me tiro en plancha sobre

ella. ¡Qué pasada! El baño es otra maravilla.

Madera clara y una bañera rodeada por espejos.

¡Morboso!

Al salir del baño, el teléfono suena. Es Eric.

—¿Qué tal tu suite?

—Alucinante. Enorme. Es como cinco veces mi

casa —me mofo.

Oigo cómo ríe al otro lado de la línea.

—En media hora te espero en recepción —me

dice—. No olvides los documentos.

Llego a recepción puntual y veo a Eric hablando

con una mujer. Alta, glamurosa y rubia.

Rubísima. Cuando él me ve, me invita a

acercarme a ellos y nos presenta:

—Amanda, ella es mi secretaria, la señorita

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Flores.

La tal Amanda me hace un escaneo en

profundidad y me da mal rollito, pero, en un

gesto de profesionalidad, las dos nos damos la

mano y Eric añade en alemán:

—Señorita Flores, la señorita Fisher ha venido

desde Berlín. Ella estará unos días con nosotros.

Amanda es la encargada de ver si podemos

suministrar nuestro medicamento en el Reino

Unido.

Sonríe mientras la rubia de piernas largas

mueve su cabeza en gesto afirmativo. Sin

embargo, percibo algo raro en su mirada. No sé lo

que es, pero no me gusta. Un hombre se acerca a

nosotros y nos indica que nuestro vehículo nos

espera. Los tres caminamos hacia una enorme

limusina negra. Eric se sienta junto a aquella

mujer y se olvida de mí. Eso me inquieta. Pero lo

que más me molesta es percibir que entre ellos

hubo o hay algo. Me lo dicen las miradas de la

rubia. De todas formas, como soy una

profesional, mantengo la compostura mientras

miro por la ventanilla e intento pensar en mis

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cosas.

Cuando llegamos a las oficinas centrales de

Barcelona, nos recibe el jefe de la delegación, Xavi

Dumas. Nada más verme, me sonríe, y luego

saluda al jefazo y a Amanda.

—Hola, Judith —se dirige a mí, después de

saludarlos—. ¡Qué alegría volver a verte!

—Lo mismo digo, señor Dumas.

Seguidamente, me saluda Jimena, su secretaria.

—Jud, ¿por qué no me has dicho que venías?

—Porque hasta ayer no sabía que tendría que

venir —respondo mientras la abrazo.

Jimena, con el gesto divertido, observa a Eric,

para luego mirarme a mí con picardía.

—Vaya, vaya, con el jefazo alemán… ¡Está

potentón!

Ambas nos reímos, pero nos dirigimos sin

demora hacia una salita que ella me indica.

Instantes después, varios directivos, entre los

que se encuentran Eric y Amanda, entran en la

estancia. Es una sala rectangular de paneles

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oscuros y una cristalera que da a un monte. En el

centro de la estancia hay una larga mesa con

varias sillas y, en un lateral, varias mesitas más

pequeñas. Me siento a una de esas mesitas y Eric

preside la mesa justo frente a mí. Su mirada

implacable me hace recordar el mote que le puso

Miguel: Iceman. Al recordarlo, no puedo evitar

sonreír.

La reunión comienza y Jimena, avisada por su

jefe, se levanta de mi lado y se sienta a la mesa.

Su jefe quiere que ella traduzca todo lo que él

vaya diciendo para la tal Amanda. Atiendo a lo

que dicen y observo que Jimena es una excelente

traductora. Pero ocurre algo que me sorprende.

En un momento dado, el señor Dumas menciona

al padre de Eric y éste, muy serio pero también

muy educadamente, le pide que no vuelva a

nombrarlo. ¿Qué habrá pasado entre padre e

hijo? Una hora después, mientras la reunión

continúa su curso, recibo un mensaje en mi

portátil.

De: Eric Zimmerman

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Fecha: 5 de julio de 2012 10.38

Para: Judith Flores

Asunto: Tu boca

Querida señorita Flores, ¿le ocurre algo? Su boca

la delata.

PS: Es usted la mujer más sexy de la reunión.

Eric Zimmerman

Sin mover mi cabeza, lo observo a través de mis

pestañas. ¿Tendrá morro? Lleva ignorándome

desde que aparecí en la recepción del hotel y

ahora me viene con ésas. Así que decido

responderle el correo.

De: Judith Flores

Fecha: 5 de julio de 2012 10.39

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Estoy trabajando

Estimado señor Zimmerman, le agradecería que

me dejara trabajar.

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Judith Flores

Sé que lo recibe. Lo veo mirar con interés a la

pantalla y cómo se curva la comisura de sus

labios. Al cabo de pocos segundos, teclea de

nuevo y yo recibo otro correo.

De: Eric Zimmerman

Fecha: 5 de julio de 2012 10.41

Para: Judith Flores

Asunto: ¿Enfadada?

Sus palabras me desconcentran, ¿está enfadada

por algo?

PS: Ese traje le sienta fenomenal.

Eric Zimmerman

Me muevo en mi silla, incómoda. ¿Tanto se me

nota? Intento sonreír, avergonzada, pero mi boca

se niega. Durante unos minutos atiendo a la

reunión hasta que mi ordenador me indica que he

recibido otro mensaje.

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De: Eric Zimmerman

Fecha: 5 de julio de 2012 10.46

Para: Judith Flores

Asunto: Usted decide

Le advierto, señorita Flores, que si no contesta a

mi correo en cinco minutos, pararé la reunión.

PS: ¡Lleva tanga bajo la falda!

Eric Zimmerman

Al leer aquello, abro los ojos como platos,

aunque intento mantener la calma. Se está tirando

un farol. Le encanta picarme. Sonrío y lo reto con

la mirada. Él no sonríe. El tiempo pasa y yo me

relajo. Lo veo mirar su ordenador e imagino que

está escribiéndome otro correo cuando de repente

interrumpe la reunión:

—Señores, acabo de recibir un correo que he de

responder de inmediato. Un contratiempo y les

pido disculpas por ello. —Y, levantándose,

añade—: ¿Serían todos tan amables de dejarnos a

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solas unos minutos a mi secretaria y a mí? Y, por

favor, por nada del mundo quiero que nos

interrumpan. Mi secretaria los avisará cuando

hayamos acabado.

Me quiero morir.

¿Está loco?

Abro los ojos tanto como me es posible y veo

que todos los directivos recogen sus carpetas y se

marchan. Jimena me guiña un ojo y sigue a su

jefe. La última en abandonar la sala es la tal

Amanda. Me mira con cara de perro y, tras

decirle a Eric en alemán «Estaré fuera», cierra la

puerta tras de sí.

Todavía sentada en mi silla lo miro sin

comprender nada. Eric cierra su portátil, se

repanchinga en su silla y clava su mirada en la

mía.

—Señorita Flores, venga aquí.

Me levanto como un resorte y me dirijo hacia él,

gesticulando por la sorpresa.

—Pero… Pero ¿cómo has podido hacerlo?

Me mira, sonríe y no contesta.

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—¿Cómo has podido parar una reunión? —

insisto.

—Te di cinco minutos.

—Pero…

—La reunión la has parado tú —me contesta.

—¡¿Yo?!

Eric responde afirmativamente y, justo cuando

me paro frente a él, me coge de la mano y, aún

sentado, me coloca entre sus piernas. Luego me

empuja y me hace sentar sobre la mesa. Ante él.

Acalorada, miro a mi alrededor en busca de

cámaras cuando él dice:

—La habitación no tiene cámaras pero no está

insonorizada. Si gritas, todos sabrán lo que

ocurre.

Voy a protestar, ya que a cada instante que pasa

me encuentro más alucinada, cuando Eric se

acerca a mí y hace eso que tan loca me vuelve.

Saca su lengua, la pasa por mi labio superior. Me

mira. Después vuelve a pasarla por mi labio

inferior, me lo muerde hasta que yo abro la boca

y finalmente me besa. Me succiona la boca de tal

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manera que me deja sin aliento y, como siempre,

caigo a sus pies. Me tumba en la mesa y me sube

la falda. Sus manos ascienden lentamente por mis

muslos hasta que siento que llegan a mis caderas.

Entonces agarra el tanga y me lo quita.

—Mmmm… Me alegra saber que llevas tanga.

Disfruto el momento y entro como una loba en

el juego.

Me paso la lengua por los labios y quiero gritar

«¡¡¡Sí!!!». Mi gesto lo estimula y enloquece. Abro

mis piernas con descaro pidiéndole más y él

levanta la cabeza, sin mover el resto de su cuerpo.

—¿Llevas en el bolso lo que te dije que debías

llevar siempre?

Cierro los ojos y maldigo con frustración.

—Me lo he dejado en el hotel.

Mi reacción lo hace sonreír. Me incorpora de la

mesa sin apenas tocarme, a excepción de la cara

interna de mis muslos.

—Lo siento, pequeña. Estoy seguro de que la

próxima vez no lo olvidarás.

Lo miro, bloqueada.

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¿Me va a dejar así?

Me da un azote en el trasero cuando me bajo de

la mesa.

—Señorita Flores, debemos continuar con la

reunión. Y, por favor, no vuelva a interrumpirla.

Siento las mejillas arreboladas y el deseo por

todo lo alto mientras él es el rey del control. Eso

me encoleriza. Lo sabe. Me agarra de la mano y

me acerca a él en un gesto posesivo.

—En cuanto terminemos la reunión te quiero

desnuda en el hotel. De momento, me quedo con

tu tanga.

—¡¿Cómo?!

—Lo que oyes.

—Ni hablar. Devuélvemelo.

—No.

—Eric, por favor. ¿Cómo voy a estar sin tanga?

Se levanta. Sonríe con malicia y se encoge de

hombros.

—Muy fácil. ¡Estando!

Me coloca bien la falda. Me empuja hacia la

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puerta e insiste.

—Vamos. Diles que entren. La reunión es

importante.

Histérica y a punto de que me dé un «pumba»,

sólo puedo resoplar.

¿Cómo me puede estar pasando esto a mí?

Finalmente, cierro los ojos, camino con

seguridad hacia la puerta y antes de abrir me

vuelvo hacia él.

—Ésta me la pagas.

Eric ni se inmuta.

Un minuto después, la reunión continúa y todo

vuelve a la normalidad. Todo, excepto que no

llevo tanga.

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18

La reunión se alarga más de lo esperado y no

salimos de las oficinas hasta las ocho y media de

la tarde. El rostro de Eric es serio. La tal Amanda,

para mi gusto, es una tocapelotas, no ha hecho

más que poner impedimentos a todo lo que se

hablaba.

Nos montamos en la limusina, con Amanda.

Durante el trayecto, Eric va parapetado tras una

máscara de hostilidad que no me gusta y me pide

varios papeles. Se los entrego. Él y Amanda los

miran mientras hablan sin parar.

Cuando llegamos al hotel deseo correr a la

habitación y desnudarme como él me ha pedido.

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No he podido parar de pensar en ello. Eric y yo.

Eric sobre mí. Eric poseyéndome. Pero mi gozo se

va a un pozo cuando le oigo decir:

—Señorita Flores, ¿le apetece cenar con Amanda

y conmigo?

Eso me paraliza. Aquella pregunta, en realidad,

debería ser: «Amanda, ¿le apetece cenar con la

señorita Flores y conmigo?».

Siento que la furia se concentra en mi estómago.

Ardo por dentro. Aunque, esta vez, mi ardor

nada tiene que ver con el deseo. Percibo la mirada

de aquella mujer sobre mí. En el fondo, le joroba

tanto como a mí compartir la compañía de Eric.

—Muchas gracias por la invitación, señor

Zimmerman —respondo, dispuesta a darle el

gusto—, pero tengo otros planes.

Para no variar, Eric pone cara de sorpresa. Por

su mirada, sé que esperaba cualquier otra

contestación menos aquélla. ¡Eso por listillo! Doy

las buenas noches y me marcho. Siento la mirada

de Eric en mi espalda pero continúo mi camino.

¡Para chula, yo! Cuando llego al ascensor y las

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puertas se cierran consigo respirar. Y cuando

entro en mi habitación grito frustrada.

—¡Imbécil! Eres un imbécil.

Irascible hasta con el aire que me roza, me dirijo

hacia el baño. Miro la bañera pero finalmente

decido darme una ducha. No quiero pensar en

Eric, ¡que le den! Salgo de la ducha. Me seco el

pelo y me obligo a ser la tía con carácter que

siempre he sido. Suena el teléfono de la

habitación. No lo cojo. Abro rápidamente mi

móvil. Tres llamadas perdidas de mi hermana.

¡Qué pesadilla! Decido llamarla en otro momento

y telefoneo a una amiga de Barcelona. Como es

de esperar, se vuelve loca al saber que estoy en la

ciudad y quedo con ella. Apago el móvil. Nadie

me va a chafar mi alegría, y menos Eric.

Así que ansiosa por salir de allí lo antes posible

sin ser vista, me pongo un vestido corto de estilo

ibicenco y unas sandalias de tacón. Hace un calor

horroroso y ese vestido liviano me viene de

perlas. Cuando estoy preparada cojo el bolso.

Abro la puerta con cuidado y miro el pasillo. No

hay moros en la costa y salgo. Pero sé que Eric

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está en la suite de al lado y en vez de esperar el

ascensor me escabullo por la escalera. Bajo cinco

tramos y finalmente cojo el ascensor.

Sonrío por mi proeza y cuando llego a recepción

y salgo por las puertas del hotel Arts, casi doy

saltos de alegría. Pero ésta dura poco. De pronto

soy consciente de que he dejado vía libre a esa

loba de Amanda y la mala leche se instala de

nuevo en mí.

Cojo un taxi y le doy la dirección. Mi amiga

Miriam me espera allí. Cuando llego al lugar,

rápidamente la veo. Está guapísima y

rápidamente nos fundimos en un sincero abrazo.

Miriam y yo somos amigas de toda la vida. Mi

madre era catalana y, hasta que murió, íbamos

todos los veranos a Hospitalet.

—Dios, nena ¡qué guapa estás! —me grita.

Tras una enorme tanda de besos, abrazos y

piropos, cogidas del brazo nos encaminamos

hacia el puerto. Miriam sabe que me gusta la

pizza y vamos a un restaurante que sabe que me

encantará. Para no perder la costumbre, comemos

de todo, regado con litros de Coca-Cola y no

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paramos de cotorrear durante horas. Sobre las

dos de la madrugada estoy cansada y quiero

regresar al hotel. Nos despedimos y quedamos en

llamarnos al día siguiente.

Feliz por la velada con Miriam regreso al hotel

llena de energía. Miriam es tan positiva y tan

vitalista que estar con ella siempre me llena de

felicidad.

Cuando el taxi se detiene en la preciosa entrada

del hotel Arts, pago al taxista, me despido de él y

me bajo sin fijarme que una limusina blanca está

parada a la derecha.

Camino con decisión hacia la puerta cuando

oigo una voz detrás de mí:

—¡Judith!

Me doy la vuelta y el corazón me da un vuelco.

En el interior de la limusina, por la ventanilla, veo

el rostro pétreo de Eric, alias Iceman. Mi

estómago se contrae. El rictus de su boca me hace

saber que está enfadado y su mirada me lo

ratifica. Intento que no me importe, pero es

imposible. Ese hombre me importa. Con chulería

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camino hacia el coche lentamente. Noto que sus

ojos me recorren entera, pero no se mueve.

Cuando llego hasta él, me agacho para mirar por

la ventanilla abierta.

—¿Dónde estabas? —gruñe.

—Divirtiéndome.

Un incómodo silencio se cierne entre los dos,

hasta que decido claudicar.

—¿Qué tal tu noche? ¿Lo has pasado bien con

Amanda?

Eric resopla. Sus ojos me fulminan.

—Deberías haberme dicho dónde estabas —

gruñe de nuevo—. Te he llamado mil veces y…

—Señor Zimmerman —lo interrumpo y, con voz

de pleitesía, añado educadamente—: Creo

recordar que me dio la opción de decidir si quería

o no cenar con usted y la señorita Amanda… ¿No

lo recuerda?

No contesta.

—Simplemente decidí divertirme tanto o más

que usted —continúa la arpía que hay en mí.

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Eso lo encoleriza. Lo veo en sus ojos. Miro su

mano y me doy cuenta de que sus nudillos están

blancos por la furia. De repente, abre la puerta de

la limusina.

—Entra —exige.

Lo pienso unos segundos. Los suficientes como

para cabrearlo más. Al final, decido entrar. En

realidad, toda yo lo está deseando. Cierro la

puerta. Eric me mira desafiante y, sin retirar su

mirada de mí, toca un botón de la limusina.

—Arranque.

Noto que el coche se mueve.

—Para su información, señorita Flores —añade,

con la mandíbula tensa—, la cena con la señorita

Amanda fue una cena de compromiso y negocios.

Y, como exige el protocolo, usted es la secretaria y

a usted era a la que debía invitar a la cena, no a

Amanda Fisher.

Muevo mi cabeza afirmativamente. Tiene razón.

Lo sé, pero igualmente me cabrea. En algunas

ocasiones no puedo evitar ser una bocazas, y ésta

es una de ellas. Sin querer dar mi brazo a torcer,

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respondo:

—Espero que al menos lo haya pasado bien en

su compañía.

La mirada de Eric me abrasa, mientras él se

mantiene a escasos centímetros de mí, sin

acercarse. Su perfume embriaga todos mis

sentidos y cientos de maripositas comienzan a

aletear en mi bajo vientre.

—Le aseguro, me crea o no, que hubiera

disfrutado más de su compañía. Y antes de que

siga comportándose como una niña malcriada,

exijo saber con quién ha estado y dónde. Llevo

horas esperando su regreso, sentado en esta

limusina, y quiero una explicación.

Eso me saca de mi mutismo de indiferencia.

—¿En serio llevas horas esperándome a la

puerta del hotel?

—Sí.

Mi parte de princesa que aún cree en los cuentos

de hadas salta de alegría. ¡Me ha estado

esperando!

—Eric, qué mono eres —murmuro, con voz

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dulce—. Lo siento. Yo creía que…

Noto que sus hombros se relajan.

—Vaya… —me pregunta, sin variar su duro

tono de voz—. ¿Vuelvo a ser Eric, señorita Flores?

Eso me hace sonreír. Él no mueve ni un

músculo. ¡Ay, mi Iceman! Y, como ya me ha

tocado la fibra tontorrona, me acerco más a él.

Siento que su cara se normaliza.

—Eric… lo siento.

—No lo sientas. Procura comportarte como un

adulto. No creo pedir tanto.

Vale. Me acaba de llamar niñata.

En otras circunstancias, me hubiera bajado del

coche y le hubiera dado con la puerta en las

narices, pero no puedo. Su magia ya me ha

hechizado. Sigue sin mirarme, pero yo no desisto.

—Llevo todo el día pensando en desnudarme

para ti. Y cuando me dijiste eso de la cena con

Amanda yo…

No me deja terminar la frase. Clava sus ojazos

en mí y me interrumpe:

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—Este viaje es fundamentalmente de trabajo.

¿Acaso lo has olvidado?

La dureza con la que se dirige a mí rompe el

encanto del momento y, con ello, mi tregua. Mi

gesto cambia. Mi respiración se acelera y no

puedo evitar sacar mi genio español.

—Sé muy bien que este viaje es de trabajo. Lo

dejamos claro antes de salir de Madrid. Pero hoy

tú has interrumpido una reunión, has echado a

todos fuera de la sala y luego me has quitado el

tanga. Tú qué te crees, ¿que yo soy de piedra? ¿O

un juguete más de tus jueguecitos? —Como no

responde, prosigo—: Vale, yo he aceptado este

viaje. Yo tengo la culpa de verme en esta

situación contigo y…

—¿Ahora llevas bragas o tanga?

Lo miro boquiabierta. ¿Se ha vuelto loco?

Sorprendida por aquella pregunta, frunzo el ceño

y me separo de él.

—Bastante te importará a ti lo que llevo. —Pero

mi genio revienta dentro de mí y le grito como

una descosida—: ¡Por el amor de Dios! ¿Estamos

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discutiendo y tú me preguntas si llevo bragas o

tanga?

—Sí.

Me niego a contestarle, enfurruñada. Tengo la

sensación de que me va a volver loca.

—Aún no me has dicho con quién has estado

esta noche y dónde.

Resoplo. Discutir con él me agota.

Finalmente, me dejo caer en el respaldo del

asiento del coche y me rindo.

—He cenado con mi amiga Miriam en el puerto

y llevo bragas. ¿Algo más?

—¿Solas?

Por un instante tengo la intención de mentir y

explicarle que he cenado con el equipo de rugby

de la ciudad, pero no tengo ganas de malas

interpretaciones.

—Pues sí. Solas. Cuando Miriam y yo nos

juntamos, nos gusta hablar, hablar y hablar.

Mi contestación parece contentarlo y veo que el

rictus de su boca se suaviza. Me mira. Lo siento

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moverse en el asiento y acercarse a mí, como si

quisiera besarme.

—Dame tus bragas —me dice.

—Pero bueno, ¿por qué te tengo que dar mis

bragas? —protesto.

Eric sonríe y me besa. ¡Por fin una tregua!

Después de besarme se separa de mí.

—Porque la última vez que estuve contigo no

las llevabas y no te he dado permiso para que te

las pongas.

—Vaya. Entonces, ¿me estás diciendo que

debería haber salido por Barcelona sin bragas? —

Veo que mi broma no le hace gracia, y murmuro,

quitándomelas con rapidez—: Toma las

puñeteras bragas.

Las coge con sus manos y se las mete en el

bolsillo del pantalón de lino que lleva. Está

guapísimo con ese pantalón ancho y la camiseta

azulona. Me mira mis piernas. Las toca y su

mirada sube hacia mis pechos.

—Veo que no llevas sujetador.

—No. Con este vestido no me hace falta.

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Asiente. Me toca los pechos por encima del

vestido.

—Siéntate frente a mí.

Sin rechistar me cambio de asiento y quedo

frente a él. Alarga la mano y toca mis piernas.

—Me encanta tu suavidad.

Mi corto vestido me llega hasta los muslos y él

lo sube unos centímetros más. Luego me hace

abrir las rodillas.

—Excelente y tentador.

Noto que comienzo a respirar más fuerte. Voy a

cerrar las piernas pero él no me deja.

—Mantenlas abiertas para mí.

Siento que se avecina sexo y me desconcierta no

saber cuándo, ni cómo. Pero toda yo comienzo a

excitarme. Lo deseo.

El coche se detiene. Eric me baja el vestido y,

dos segundos después, la puerta se abre. Estamos

ante un local de copas cuyo letrero reza

«Chaining».

Eric me da la mano para bajar de la limusina y el

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aire se enreda entre mis piernas. Me estremezco.

Mi vestido es muy corto y sin bragas me siento

casi desnuda. Eric me pone una mano en la

espalda y el portero del local abre la puerta. Eric

le dice algo y éste nos deja pasar.

Una vez en el interior, la música y el murmullo

de la gente nos envuelve. Noto la mano de Eric

sobre mi trasero y eso vuelve a excitarme. Me

guía hasta la barra y allí pedimos algo de beber.

El camarero le pone a él un whisky solo y a mí un

ron con Coca-Cola. Le doy un enorme trago.

Estoy sedienta. Miro a mi alrededor, movida por

la curiosidad, y veo cómo la gente habla y ríe

animada, cuando siento que se acerca a mi oído.

—Tu mal comportamiento de esta noche

conlleva un castigo.

Lo miro, sorprendida.

—Señor Zimmerman, me gustas mucho pero

como se te ocurra tocarme un pelo de una forma

que yo considere ofensiva, te aseguro que lo

pagarás.

Con su superioridad de siempre sonríe. Da un

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trago a su copa, se acerca hasta mi cara y

murmura poniéndome la carne de gallina:

—Pequeña, mis castigos nada tienen que ver con

lo que estás suponiendo. Recuérdalo.

Sin dejar de mirarnos bebemos de nuestras

copas y mi sed, unida a mis nervios, me lleva a

acabar rápidamente con mi bebida. Eric, al ver

aquello me coge la cabeza y me besa con

posesión. Me enloquece y cuando abandona mi

boca murmura:

—Sígueme.

Lo sigo, encantada, mientras él abre camino y no

permite que nadie me roce. Su protección me

encanta. Es excitante. Segundos después

entramos en otra sala. Ésta está menos

concurrida. La música no está tan alta y la gente

parece más tranquila. De nuevo, nos acercamos a

la barra. Esta vez nos colocamos en una esquina y

él vuelve a pedir las mismas bebidas de antes. El

camarero las prepara y las deja enfrente de

nosotros, y junto a ellas deposita una especie de

cubitera con agua y unas servilletas de lino. Eric

coge un taburete alto y me invita a sentarme.

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Encantada, lo hago. Mis zapatos ya comienzan a

atormentar mis pies.

Al sentarme, cruzo mis piernas.

Me da pánico que vean que no llevo bragas. Eric

me abraza. Coloca sus manos sobre mi cintura y

yo se las pongo alrededor del cuello. Momento

romántico. Esta vez soy yo quien acerca mi boca a

la de él, saco mi lengua. Le chupo el labio

superior pero, cuando voy a hacer lo mismo en su

labio inferior, sube su mano de mi cintura a mi

nuca y me besa de nuevo con posesión. Mete su

lengua en mi boca y la asalta con auténtica

pasión, lo que hace que vuelva a sentirme como si

fuera de plastilina entre sus brazos.

—Abre tus piernas para mí, Jud.

Lo miro unos segundos y, después, lanzo una

mirada a mi alrededor.

Calibro que la oscuridad del lugar y la posición

al final de la barra no dejarán ver que no llevo

bragas, aunque abra mis piernas. Sonrío.

Descruzo mis piernas y, sin dejar de mirarlo,

hago lo que me pide y apoyo los tacones en la

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barra del taburete.

Eric posa sus manos en mis rodillas y noto cómo

las sube muy… muy lentamente. Acerca su boca

a la mía y, sobre mis labios, siento que me dice

«Me encantas». Cierro los ojos y sus manos se

deslizan por la cara interna de mis muslos. Me

muevo inquieta. Quiero más. Estoy nerviosa por

hacer aquello en un sitio con gente, pero me

excita. Él se da cuenta y pega su boca a mi oreja.

—Tranquila, pequeña. Estamos en un club de

intercambio de sexo y aquí todo el mundo ha

venido a lo mismo.

Eso me asusta.

¿Un club de intercambio de sexo?

Me paralizo.

Horror, pavor y estupor. Eric gira mi taburete y

me hace mirar a la gente que hay a nuestro

alrededor. De pronto soy consciente de que, en la

barra, varios hombres de distintas edades nos

miran. Nos observan.

—Todos ellos están deseando meter la mano

bajo tu corto vestidito —susurra Eric en mi

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oído—. Sus gestos me demuestran que se mueren

por chuparte los pezones, desnudarte y, si yo les

dejo, penetrarte hasta que te corras. ¿No ves su

cara? Están excitados y desean atrapar tu clítoris

entre sus dientes para hacerte chillar de placer.

Mi pulso se acelera.

¡Estoy cardíaca!

Nunca he hecho nada parecido, pero me excita.

Me excita mucho. Mi respiración se entrecorta.

Imaginar lo que Eric me está narrando me hace

tener calor. Mucho calor. Intento dar la vuelta al

taburete, pero Eric lo mantiene quieto.

—Dijiste que querías que te contara todo lo que

me gusta, pequeña, y lo que me gusta es esto. El

morbo. Estamos en un club privado de sexo

donde la gente folla y se deja llevar por sus

apetencias. Aquí la gente se desinhibe de todo y

solamente piensa en el placer y en jugar.

Siento que el cuello me pica… ¡Los ronchones!

Pero Eric se da cuenta, me sujeta las manos y me

sopla.

—En lugares como éste —continúa—, la gente

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ofrece su cuerpo y su placer a cambio de nada.

Hay parejas que hacen intercambio, otras que

buscan un tercero para hacer un trío y otras que,

simplemente, se unen a una orgía. En este local

hay varios ambientes y ahora estamos en la

antesala del juego. Aquí uno decide si quiere

jugar o no y, sobre todo, elige con quién.

Eric gira el taburete. Me mira a la cara y añade

sin cambiar su gesto:

—Jud, estoy como loco por jugar. Me explota la

entrepierna y me muero por follarte. Somos una

pareja y podemos traspasar la puerta del fondo

del club.

Mi boca está seca. Pastosa. Cojo la copa y le doy

un buen trago.

—Tú ya has estado aquí, ¿verdad?

—Sí, en este local y en otros parecidos. Ya sabes

que me gusta el sexo, el morbo y las mujeres.

Muevo mi cabeza en un gesto afirmativo. Nos

quedamos en silencio unos breves segundos.

—¿Qué hay tras esa puerta?

—Una sala oscura donde la gente toca y es

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tocada sin saber por quién. Después hay una

pequeña sala con sillones separada por cortinajes

negros para quienes no quieren llegar hasta las

camas, dos jacuzzis, varias habitaciones privadas

para que folles con quien quieras sin ser visto y

una habitación grande con varias camas a la vista

de todos junto al segundo jacuzzi, donde todo el

que quiera se puede unir a la orgía.

Siento que las piernas me tiemblan. ¿Dónde me

ha metido este loco?

Me alegro de estar sentada o me caería al suelo.

Eric se da cuenta de mi estado y me aprieta

contra él.

—Pequeña… nunca haré nada que tú no

apruebes antes. Pero quiero que sepas que tu

juego es mi juego. Tu placer es el mío y tú y yo

somos los únicos dueños de nuestros cuerpos.

—Qué poético —consigo decir.

Eric bebe de su copa con tranquilidad mientras

siento que mi corazón bombea exageradamente.

Todo aquello es un mundo extraño para mí, pero

me doy cuenta de que no me asusta, sino que me

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atrae.

—Escucha, Jud. Entre nosotros, cuando estemos

en lugares como éste o acompañados de gente

entre cuatro paredes habrá dos condiciones. La

primera, nuestros besos son sólo para nosotros,

¿te parece bien?

—Sí.

Eso me alegra. Odio que bese a otra y luego me

bese a mí.

—Y la segunda es el respeto. Si algo te

incomoda o me incomoda debemos decirlo. Si no

quieres que alguien te toque, te penetre o te

chupe, debes decírmelo y yo rápidamente lo

pararé y viceversa, ¿de acuerdo?

—Vale —y en un hilo de voz murmuro—: Eric…

yo… yo no estoy preparada para nada de lo que

has dicho.

Veo que sonríe y me hace un gesto comprensivo

con la cabeza.

Después mete su mano entre mis piernas, la

pasa por mi mojada vagina y musita:

—Estás preparada, deseosa y húmeda. Pero

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tranquila, sólo haremos lo que tú quieras. Como

si sólo quieres mirar. Eso sí, cuando lleguemos al

hotel te follaré porque estoy a punto de explotar.

El calor que siento en mi rostro y en mi cuerpo

es terrible.

¡Voy a estallar!

Eric está muy caliente y siento cómo sigue

paseando su mano entre mis muslos y pone la

palma de su mano en mi vagina.

—Estás empapada… jugosa… receptiva. ¿Te

excita estar aquí?

Negarlo es una tontería y asiento:

—Sí. Pero lo que más me excita son las cosas

que dices.

—Mmmmm… ¿te excita lo que digo?

—Mucho.

—Eso significa que estás dispuesta a acceder a

todos mis juegos y caprichos y eso me gusta. Me

enloquece.

Noto que su mano presiona mi vagina.

Inconscientemente suelto un gemido.

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Con su otra mano libre, Eric coge la mía y la

pone sobre su erección. Toco por encima del

pantalón y toda yo me derrito. Está duro.

Increíblemente duro. Me besa. Me succiona los

labios.

—Voy a dar la vuelta al taburete para mostrarte

a esos hombres —dice, a escasos centímetros de

mi cara, cuando se separa de mí—. No cierres los

muslos y no te bajes el vestido.

Me abraso. Me quemo. Me acaloro.

Y, cuando Eric hace lo que dice y quedo abierta

de piernas ante ellos, una explosión salvaje toma

mi interior y respiro agitadamente.

Tres hombres me observan. Me comen con sus

ojos. Sus miradas suben de mis muslos a mi

vagina y noto su excitación. Desean poseerme y

en cierto modo lo hacen con la mirada. Anhelan

tocarme. De pronto, contra todo pronóstico, me

siento explosiva y perversa y mis pezones se

ponen duros como piedras mientras continúo con

las piernas separadas enseñándoles mi intimidad.

Eric, desde detrás, pega su mejilla a la mía y

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noto que sonríe.

Comienza a pasar sus manos por mis muslos y

me los abre más. Me expone más a ellos. Pasa su

dedo por mi hendidura, mete un dedo delante de

ellos y después lo saca y lo lleva a mi boca. Lo

chupo y, como una vampiresa del cine porno, me

relamo mientras observo las miradas perversas

de los tres hombres. En ese instante, Eric gira

rápidamente el taburete y me mira a los ojos.

—¿Te gusta la sensación de ser mirada?

Asiento. Él asiente también.

—¿Te gustaría que uno o varios de esos tipos y

yo nos metiéramos en un reservado contigo y te

desnudáramos? —Me acelero y Eric continúa—:

Te abriría las piernas y te ofrecería a ellos. Te

chuparán y tocarán mientras yo te sujeto y…

Mi vagina se contrae y vuelvo a asentir.

Cierro los ojos. Sólo de escuchar sus palabras ya

me encuentro al borde del orgasmo. Quiero hacer

todo lo que dice. Quiero jugar con él a lo que

desee. Estoy tan caliente que me siento dispuesta

a hacer cualquier cosa que quiera que haga,

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porque, una vez más, Eric puede con mi

voluntad.

Me besa mientras siento la mirada de esos tres

tipos en mi espalda. Eric se recrea en ello. Me

introduce un dedo en la vagina. Luego dos y

comienza a moverlos en mi interior. Abro más las

piernas y me muevo a sabiendas de que ellos

observan lo que hago. Quiero más. Ardo. Me

inflamo y, cuando estoy a punto del orgasmo,

Eric se detiene.

—Mi castigo por tu comportamiento de hoy será

que no harás nada de lo propuesto. Nadie te

tocará. Yo no te follaré y ahora mismo nos vamos

a ir al hotel. Mañana, si te portas bien, quizá te

levante el castigo.

Abrasada por el momento, apenas puedo dejar

de jadear, mientras la indignación comienza a

crecer en mí.

¿Por qué me hace eso?

¿Por qué me lleva a esos límites para luego

dejarme así?

¿Por qué es tan cruel?

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Eric me baja el vestido, coge una de las toallitas

de hilo que están en la barra y se seca las manos.

Iceman ha vuelto. Me invita a bajar del taburete y

me arrastra hacia el exterior del local.

La limusina llega inmediatamente y nos

montamos. Hacemos todo el trayecto hasta el

hotel sin hablar. Eric no me mira. Sólo mira por la

ventanilla y veo que su mandíbula está tensa.

Acalorada y enfadada por lo ocurrido, no sé qué

pensar. No sé qué decir. He estado a punto de

hacer algo que nunca había pasado por mi mente

y ahora me siento defraudada por no haberlo

hecho.

Cuando llegamos al hotel, Eric me acompaña

hasta mi suite. Quiero invitarlo a entrar. Quiero

que me haga lo que lleva diciéndome toda la

noche. Lo necesito. Pero no se acerca a mí. En

cuanto entro en la habitación, sin traspasar el

límite de la puerta, él me mira y dice antes de

cerrar:

—Buenas noches, Jud. Que duermas bien.

Cierra la puerta. Se va y yo me quedo como una

imbécil, excitada, frustrada y enfadada.

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19

Cuando suena mi despertador, quiero morir.

Estoy cansada. Apenas he dormido pensando en

lo ocurrido en aquel bar. Las palabras de Eric, su

mirada y cómo aquellos hombres me deseaban

me impedían dormir. Al final, sobre las cuatro de

la madrugada saqué el vibrador de la maleta y,

tras jugar un poco con él, conseguí apagar mi

fuego interno.

Como el día anterior, Amanda, Eric y yo salimos

del hotel y el chófer nos llevó hasta las oficinas

para proseguir la reunión. Hoy me he puesto

pantalones. No quiero que vuelva a ocurrir lo del

día anterior. Nada más verme, Eric ha paseado su

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mirada por mi cuerpo y, aunque sólo me ha dicho

«Buenos días», por su tono intuyo que ya no está

enfadado.

Durante horas, mientras escucho atenta la

reunión, mi mirada y la de Eric se encuentran en

varias ocasiones. Hoy no me manda ningún

correo, ni interrumpe la reunión. Se lo agradezco.

Quiero ser profesional en mi trabajo.

A las siete, cuando llegamos al hotel, me

despido de él y de Amanda y subo a mi

habitación. Estoy muerta de calor. Alguien llama

a mi puerta. Abro y no me sorprendo cuando veo

a Eric. Su mirada es decidida. Entra y cierra la

puerta, se quita la chaqueta y la tira al suelo, se

deshace el nudo de la corbata y después me coge

entre sus brazos, y camina hacia el dormitorio

con el morbo instalado en su mirada.

—Dios, pequeña… Te deseo.

No hace falta decir nada más. El deseo es mutuo

y la noche, larga y perfecta.

Cuando me despierto a las seis de la mañana,

Eric no está. Se ha ido de mi cama, pero como

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estoy tan agotada por nuestro maratón de sexo

vuelvo a dormirme.

Sobre las diez de la mañana, el sonido de mi

móvil me despierta. Rápidamente lo cojo y leo un

mensaje de Eric: «Despierta».

Salto de la cama y me doy una ducha. Es

sábado. Hoy no tenemos ninguna reunión y

quiero pasar el máximo de tiempo con él. Cuando

salgo de la ducha vestida sólo con la toalla,

alguien llama a mi puerta. Abro y me encuentro a

un magnífico Eric vestido con unos vaqueros de

cinturilla baja y una camisa blanca abierta. Su

aspecto es tentador y salvaje. Terriblemente

apetecible.

¡Vaya, qué bueno está!

—Buenos días, pequeña.

—¡Buenas!

Lo miro, como si fuera una colegiala.

—¿Te apetece pasar el día conmigo? —me

comenta.

Su pregunta me sorprende. Por una vez, no está

dando nada por hecho.

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—Por supuesto que sí.

—¡Genial! Te voy a llevar a comer a un sitio

precioso. Coge el bañador.

Sonrío afirmativamente y él entra en la suite.

—Ve a vestirte o al final mi comida serás tú —

murmura con voz ronca.

Divertida por sus palabras, corro hacia el

dormitorio. Cuando entro, oigo una canción en la

radio que me encanta y canto mientras me visto:

Muero por tus besos, por tu ingrata sonrisa.

Por tus bellas caricias, eres tú mi alegría.

Pido que no me falles, que nunca te me vayas

Y que nunca te olvides, que soy yo quien te ama.

Que soy yo quien te espera, que soy yo quien te llora,

Que soy yo quien te anhela los minutos y horas…

Me muero por besarte, dormirme en tu boca

Me muero por decirte que el mundo se equivoca…

Cuando me doy la vuelta, Eric está apoyado en

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el quicio de la puerta, observándome.

—¿Qué cantas?

—¿No conoces esta canción?

—No. ¿Quién canta?

Termino de abrocharme el vaquero y añado:

—Un grupo llamado La Quinta Estación y la

canción se llama Me muero.

Eric se acerca. Me pongo el top lila, pero no

puedo evitar sonreír, intuyo sus intenciones. Me

coge de la cintura.

—La canción dice algo así como «me muero por

besarte», ¿no?

Asiento como una boba. Pero qué tonta me

pongo con él…

—Pues eso mismo me pasa a mí en este

momento, pequeña.

Me coge entre sus brazos. Me aúpa y me besa.

Me devora los labios con tal ímpetu que ya deseo

que me desnude y prosiga devorándome. La

canción continúa sonando, mientras me besa…

me besa… me besa. Pero de pronto se detiene, me

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suelta y me da un azote divertido en el trasero.

—Termina de vestirte o no respondo de mí.

Me río y entro rápidamente en el baño para

recogerme el pelo en una coleta alta. Cuando

salgo, Eric está apoyado en la cristalera mirando

hacia el exterior. Su perfil es impresionante. Sexy.

Cuando me ve aparecer, sonríe.

—¿Cómo lo haces para estar cada día más

guapa?

Encantada por aquel piropo, le dedico una

sonrisa. Él se acerca a mí, me agarra del cuello y

me besa. ¡Oh, sí! Finalmente, se separa de mí y

me mira a los ojos.

—Salgamos de aquí antes de que te arranque la

ropa, pequeña —murmura.

Entre risas llegamos a la recepción del hotel. No

vuelve a tocarme ni a acercarse a mí más de lo

necesario. Un joven recepcionista, al vernos, se

acerca a nosotros y le entrega a Eric unas llaves.

Cuando se aleja miro el llavero, movida por la

curiosidad.

—¿Lotus?

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Eric asiente y señala hacia la puerta del hotel

donde veo aparcado un maravilloso deportivo

naranja.

—¡Dios, un Lotus Elise 1600!

Eric se sorprende.

—Señorita Flores, ¿además de entender de

fútbol también entiende de coches?

—Mi padre tiene un taller de reparaciones de

coches en Jerez —respondo, coqueta.

—¿Te gusta el coche?

—Pero ¿cómo no me va a gustar? ¡Es un Lotus!

—Me dejarás conducirlo, ¿verdad? —le

pregunto, sin acercarme a él, a pesar de que lo

estoy deseando.

Sin sonreír Eric me mira… me mira… me mira y

al final tira las llaves al aire y yo las cojo.

—Todo tuyo, pequeña.

Deseo tirarme a su cuello y besarlo, pero me

contengo. Al fondo veo a Amanda mirarnos con

curiosidad y no quiero darle carnaza, aunque sé

que ella está sacando sus propias conclusiones.

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¡Que le den! Su cara lo dice todo y presiento que

está muy… muy cabreada.

Eric y yo salimos por la puerta del hotel y, en

cuanto nos montamos en el coche y lo arranco,

pongo la radio. La canción Kiss de Prince suena y

yo muevo los hombros, encantada. Eric me mira

y pone los ojos en blanco. Divertida, sonrío por su

gesto y, antes de que pueda decir nada, me pongo

mis gafas de sol.

—Agárrate, nene.

El día se presenta fantástico. Conduzco un Lotus

impresionante junto a un hombre más

impresionante todavía. Cuando salimos de

Barcelona en dirección a Tarragona me desvío

por una carreterita. Eric no mira.

—No sé si sabes que yo he veraneado en

Barcelona muchos años —le informo.

—No. No lo sabía.

Siento la adrenalina a tope mientras conduzco.

—Te voy a llevar a un sitio donde se puede

probar esta maravilla. Verás. ¡Vas a flipar!

Con su seriedad habitual, Eric me mira y dice:

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—Jud… este camino no es para este coche.

—Tú tranquilo.

—Vamos a pinchar, Jud.

—¡Cállate, aguafiestas!

Mi adrenalina se revoluciona.

Continúo el camino y pasamos sobre varios

charcos. El reluciente coche se embarra y Eric me

mira. Yo canturreo y hago como que no lo estoy

viendo. Sigo mi camino pero de pronto, ¡oh, oh!

El coche me hace un movimiento extraño y

presiento que hemos pinchado una rueda.

La adrenalina, la alegría y el buen humor se

esfuman en décimas de segundos y maldigo en

mi interior. Seguro que me dice que me lo avisó y

tendré que asentir y callar. Disminuyo la

velocidad y, cuando paro, me muerdo el labio y

lo miro con cara de circunstancias.

—Creo que hemos pinchado.

El gesto de Eric se descompone. Está claro que

los imprevistos no le gustan. Estamos en medio

de un camino a pleno sol a las doce de la mañana.

Sin decir nada, sale del coche y da un portazo. Yo

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salgo también. El portazo lo omito. El coche está

sucio y embarrado. Nada que ver con el precioso

y reluciente coche que comencé a conducir

apenas cuarenta minutos antes. La rueda

pinchada es justo la delantera de mi lado. Eric

cierra los ojos y resopla.

—Vale, hemos pinchado. Pero, tranquilo. Que

no cunda el pánico. Si la rueda de repuesto está

donde tiene que estar, yo la cambio en un

santiamén.

No contesta. Malhumorado se dirige hacia la

parte de atrás del coche, abre el portón trasero y

veo que saca una rueda y las herramientas

necesarias para cambiarla. De malos modos, se

acerca hasta mí, suelta la rueda en el suelo y me

dice con las manos ennegrecidas:

—¿Te puedes quitar de en medio?

Sus palabras me molestan. No sólo es su tono, es

su intención.

—No —contesto sin moverme ni un

centímetro—, no me puedo quitar de en medio.

Mi respuesta lo sorprende.

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—Jud —gruñe—, acabas de estropear un bonito

día. No lo estropees más.

Tiene razón. Yo me he empeñado en meterme

por aquel camino, pero me duele que me hable

así.

—El precioso día lo estás estropeando tú con tus

malos modos y tus caras de fastidio —le contesto,

incapaz de quedarme callada—. ¡Joder! Que sólo

se ha pinchado la rueda del coche. No seas tan

exagerado.

—¡¿Exagerado?!

—Sí, terriblemente exagerado. Y ahora, por

favor, si te quitas de en medio yo solita cambiaré

la rueda y pagaré mi terrible, irreparable y

tremendo error.

Eric suda. Yo sudo. El sol no nos da tregua y no

llevamos una mísera botella de agua para

refrescarnos. Veo el agobio en su cara, en su

mirada.

—Muy bien, listilla —me dice, abriendo las

manos—. Ahora vas a cambiarla tú solita.

Sin más, comienza a andar hacia un árbol que

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está a unos diez metros del coche. En cuanto llega

a la sombra, se sienta y me observa.

La furia me llena por dentro y empieza a

picarme el cuello. ¡El sarpullido! Sin pararme a

pensar en ello, pongo el gato del coche debajo de

él y comienzo a hacer palanca para subirlo. El

esfuerzo me hace sudar. Sudo como una cosaca.

Mis pechos y mi espalda están empapados, el

pelo de mi flequillo se me pega a la cara pero

prosigo en mi empeño, sin dar mi brazo a torcer.

Para bruta y autosuficiente, ¡yo!

Tras un esfuerzo terrible en el que pienso que

me va a dar un patatús, consigo quitar la rueda

pinchada. Me pringo toda de grasa, pero la cosa

ya no tiene remedio. Cuando estoy a punto de

gritar de frustración, siento que Eric me agarra

por la cintura.

—Vale, ya me has demostrado que tú solita

sabes hacerlo —me dice con voz suave—. Ahora,

por favor, ve a la sombra, yo terminaré de poner

la rueda.

Quiero decirle que no. Pero tengo tanto…

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tanto… tanto calor que o voy bajo el árbol o estoy

segura de que me voy a desmayar.

Diez minutos después, Eric arranca el coche, le

da la vuelta y se acerca a mí marcha atrás.

—Vamos… monta.

Enfurruñada, hago lo que me pide.

Estoy sucia, furiosa y sedienta. Él está igual

aunque reconozco que su humor es mejor que el

mío. Conduce con cuidado por el puñetero

camino y sale a la autopista. Cuando ve una

gasolinera grande para, me mira y pregunta:

—¿Quieres beber algo fresquito?

—No… —Al ver cómo me mira, gruño—: Pues

claro que quiero beber algo. Me muero de sed,

¿no lo ves?

—¿Se puede saber qué te pasa ahora?

—Me pasa que eres un amargado. Eso es lo que

me pasa.

—¡¿Cómo?! —pregunta, sorprendido.

—Pero ¿de verdad crees que, por pinchar una

rueda y manchar la ropa de grasa, el bonito día se

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puede jorobar? ¡Por favor! Qué poco sentido del

humor y de la aventura que tienes. Alemán tenías

que ser.

Va a responder algo pero se calla. Resopla, baja

del coche y entra en la gasolinera. Entonces veo a

mi lado un lavado de coches manual y no lo

pienso. Arranco el coche, pongo el vehículo en

paralelo, meto tres euros en la maquinita y la

manguera de agua comienza a funcionar. Lo

primero que hago es mojarme las manos y

quitarme la grasa que la rueda ha dejado en ellas

y es tanto el calor que siento que me suelto la

coleta y, sin importarme quién me mire, meto la

cabeza bajo el chorro. ¡Oh, qué frescura! ¡Qué

gusto!

Cuando me he refrescado la cabeza, vuelvo a

ver la vida de mil colores. Eric sale de la

gasolinera con dos botellas grandes de agua y

una Coca-Cola y se acerca a mí, sorprendido.

—Pero ¿qué estás haciendo?

—Refrescarme y, de paso, lavar el coche. —Y,

sin previo aviso, giro el chorro hacia él y lo mojo

mientras me río a carcajadas.

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Su cara es un poema.

La gente nos mira y yo ya me estoy

arrepintiendo de lo que acabo de hacer. ¡Madre,

qué cara de mala leche! Esa espontaneidad mía

me va a dar disgustos y creo que en décimas de

segundos llegará el primero. Pero,

sorprendiéndome, Eric suelta las botellas de agua

y la Coca-Cola en el suelo y se acerca más hacia

mí.

—Muy bien, nena, ¡tú lo has querido!

Corre hacia mí, me quita la manguera y me

empapa entera. Yo grito, me río y corro alrededor

del coche mientras él disfruta con lo que hace.

Durante varios minutos nos empapamos

mutuamente y nuestra furia se va con el barro y

la suciedad. La gente nos mira divertida al pasar

por nuestro lado mientras nosotros, como dos

tontos, seguimos mojándonos y riéndonos a

carcajadas.

Cuando el agua se corta de pronto porque los

tres euros se han acabado, yo estoy empapada

contra la puerta del coche. Eric suelta la

manguera y se pega a mi cuerpo antes de

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besarme. Me devora la boca con auténtica pasión

y me pone la carne de gallina.

—Algo tan inesperado como tú está dando

emoción a un amargado alemán.

—¿De verdad? —murmuro como una boba.

Eric asiente y me besa.

—¿Dónde has estado toda mi vida?

¡Momentazo!

Momentazo de película. Me siento la heroína.

Soy Julia Roberts en Pretty Woman. Baby en A tres

metros sobre el cielo. Nunca nadie me ha dicho

nada tan bonito en un momento tan perfecto.

Tras un montón de besos ardientes, decidimos

marcharnos. Estamos empapados y ponemos

unas toallas en los asientos de cuero del coche.

Eric vuelve a darme las llaves del Lotus.

—Sigamos con la aventura —murmura.

Entre risas, llegamos hasta Sitges. Allí

aparcamos el coche y no me sorprendo cuando,

tras guardar las llaves en mi bandolera, Eric

reclama mi mano. Se la entrego y juntos

caminamos por las calles de aquella bonita

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localidad como una pareja más.

El calor seca nuestras ropas y me lleva hasta un

precioso restaurante donde comemos mientras

observamos el mar. Nuestra charla es fluida o,

mejor dicho, mi charla es fluida. No paro de

hablar y él sonríe. Pocas veces lo he visto así. En

ese momento, ni él es mi jefe ni yo su secretaria.

Simplemente somos una pareja que disfruta de

un momento precioso.

Por la tarde, sobre las seis, decidimos darnos un

baño en la playa. Nada más entrar en el agua,

Eric me coge en sus brazos y camina conmigo

hacia el interior hasta que me suelta y bebo un

buen trago de agua. ¡Joder, qué mala está!

Dispuesta a hacerle pagar su fechoría, meto una

pierna entre las suyas y, cuando no se lo espera,

la ahogadilla se la hago yo. Eso lo sorprende, así

que intento escapar de él, pero me coge de nuevo

y me sumerge en el mar.

Pasamos un rato divertido en el agua y, cuando

salimos, nos tiramos sobre nuestras toallas en la

arena y nos secamos al sol en silencio. La morriña

se apodera de mí y estoy a punto de dejarme

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llevar por Morfeo cuando Eric se levanta y me

propone tomar algo fresco. Lo acepto sin dudarlo.

Recogemos nuestras cosas y nos acercamos a un

chiringuito.

Eric va a pedir las bebidas mientras yo me

siento a una mesita y me suena el teléfono. Mi

hermana. Pienso si cogerlo o no, pero al final

decido que no y corto la llamada. Vuelve a sonar

y finalmente claudico.

—Dime, pesada.

—¿Pesada? ¿Cómo que pesada? Te he llamado

mil veces, descastada.

Sonrío. No me ha llamado cuchufleta. Está

cabreada. Mi hermana es un caso, pero como no

estoy dispuesta a estar tres horas hablando con

ella, le pregunto:

—¿Qué pasa, Raquel?

—¿Por qué no me llamas?

—Porque estoy muy liada. ¿Qué quieres? —

pregunto mientras observo a Eric pedir las

bebidas y luego teclear algo en su móvil.

—Hablar contigo, cuchuuuuuuu.

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—Raquel, cariño, ¿qué te parece si te llamo más

tarde? Ahora no puedo hablar.

Oigo su resoplido.

—Vale, pero llámame, ¿de acuerdo?

—Besossssssssss.

Corto la comunicación y cierro los ojos. La brisa

del mar me da en la cara y estoy feliz. El día está

siendo maravilloso y no quiero que acabe nunca.

El móvil suena otra vez y, convencida de que es

mi hermana, respondo:

—Pero mira que eres pesadita, Raquel, ¿qué

narices quieres?

—Hola, guapísima, siento decirte que no soy la

pesadita de Raquel.

Inmediatamente me doy cuenta de que es

Fernando, el hijo del Bicharrón. Cambio mi tono

de voz y suelto una carcajada.

—¡Ostras, Fernando, perdona! Acababa de

colgar a mi hermana y ya sabes lo pesadita que

es…

Oigo cómo sonríe.

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—¿Dónde estás? —me pregunta.

—En este momento en Sitges, Barcelona.

—¿Y qué haces allí?

—Trabajando.

—¿Hoy sábado?

—Nooooooooo… hoy no. Hoy disfruto del sol y

la playa.

—¿Con quién estás?

Esa pregunta me pilla tan de sorpresa que no sé

qué responder.

—Con gente de mi empresa —digo finalmente.

Eric se acerca a la mesa. Deja una Coca-Cola con

mucho hielo y una cerveza sobre su superficie y

se sienta a mi lado.

—¿Cuándo vienes a Jerez? Ya estoy

esperándote.

—Dentro de unos días.

—¿Tanto vas a tardar?

—Me temo que sí.

—Joder —maldice.

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Incómoda por cómo Eric me observa y escucha

la conversación respondo:

—Tú pásalo bien. Ya sabes que por mí no tienes

que guardar luto.

Fernando resopla. Mis palabras no le han

gustado y añade:

—Lo pasaré bien cuando tú llegues. Ya sabes

que unas vacaciones sin mi jerezana preferida me

saben a poco.

Me río. Eric me mira.

—Anda… no seas tonto, Fernando. Tú pásalo

bien y cuando llegue a Jerez te doy un toque y

nos vemos, ¿de acuerdo?

Tras despedirnos, cierro el móvil, lo dejo sobre

la mesa y cojo la Coca-Cola. Estoy sedienta.

Durante unos segundos, Eric mira cómo bebo.

—¿Quién es Fernando?

Dejo el vaso sobre la mesa y me retiro el pelo de

la cara.

—Un amigo de Jerez. Quería saber cuándo voy a

ir.

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De pronto me doy cuenta de que le estoy dando

explicaciones. ¿Qué hago? ¿Por qué se las doy?

—¿Un amigo… muy amigo? —insiste.

Sonrío al pensar en Fernando.

—Dejémoslo en amigo.

El maravilloso hombre que está a mi lado

asiente y mira al horizonte.

—¿Qué pasa? ¿Que tú no tienes amigas?

—Sí… y con algunas comparto sexo.

¿Compartes sexo tú con Fernando?

Si me pudiera ver la cara, vería la cara de tonta

que se me ha puesto con su pregunta.

—Alguna vez. Cuando nos apetece.

—¿Disfrutas con él?

Esa pregunta tan íntima me parece totalmente

fuera de lugar.

—Sí.

—¿Tanto como conmigo?

—Es diferente. Tú eres tú y él es él.

Eric me clava su mirada, me observa… me

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observa y me observa.

—Haces muy bien, Jud. Disfruta de tu vida y del

sexo.

Tras aquello, no vuelve a preguntar sobre

Fernando. Nuestra conversación continúa y el

buen rollito entre nosotros prosigue.

A las siete de la tarde decidimos regresar a

Barcelona. De nuevo Eric me da las llaves del

Lotus y yo conduzco encantada, disfrutando del

momento.

Esa noche, cuando llegamos al hotel, Eric pide

que nos suban algo de cena a mi habitación y

durante horas hacemos salvajemente el amor.

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20

El fin de semana pasa y el lunes tomamos un

avión que nos lleva a Guipúzcoa. La actitud de

Amanda hacia mí no parece haber cambiado. Está

cortante y más distante, algo que con Eric no

sucede. Me molesta cómo intenta que no me

preste atención. Pero el tiro le sale por la culata en

todo momento. Eric, en sus funciones de jefe, me

busca continuamente y eso a Amanda la saca de

sus casillas. Las reuniones se suceden y, tras

Guipúzcoa, vamos a Asturias.

Eric y yo durante el día trabajamos codo con

codo como jefe y secretaria y por la noche

jugamos y disfrutamos. Él lleva el morbo como

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algo innato y cada vez que estamos solos me

vuelve loca con lo que me hace fantasear y con su

manera de tocarme y poseerme. Le encanta

mirarme mientras me masturbo con el vibrador

que él me regaló, capricho que yo le concedo

gustosa. Es tal la lujuria que me hace sentir que

deseo volver a repetir lo de ir a un bar de

intercambio de parejas y vivir lo que me hizo

vivir. Cuando se lo confieso, ríe a carcajadas y,

cuando me penetra, fantasea con que otro

hombre me posea mientras él mira, cosa que me

vuelve loca.

El miércoles, cuando llegamos a Orense, vamos

directos a la reunión. Por el camino, Eric habla

con una tal Marta por teléfono y se cabrea. El día

se tuerce y termina discutiendo por la falta de

profesionalidad del jefe de la delegación. No

tiene preparado nada de lo que necesita y Eric se

lo toma muy mal. Intento mediar para que el

ambiente se relaje, pero al final salgo escaldada y

Eric, mi jefe, me pide de malos modos que me

calle.

En el viaje de vuelta, el humor de Eric es

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siniestro. Amanda me mira con gesto de

superioridad y yo estoy que muerdo. Cuando

llegamos al hotel, Eric le pide a Amanda que baje

del coche y nos deje unos minutos a solas. Ella lo

hace y, cuando cierra la puerta, Eric me mira con

un gesto que me hace trizas.

—Que sea la última vez que hablas en una

reunión sin que yo te lo pida.

Entiendo su enfado. Tiene razón y, aunque me

moleste su regañina, le quiero pedir disculpas,

pero me interrumpe:

—Al final va a tener razón Amanda. Tu

presencia no es necesaria.

El hecho de que mencione a esa mujer y de

saber que le habla de mí me encoleriza.

—A mí lo que te diga esa imbécil me importa un

pimiento.

—Pero quizá a mí no —gruñe.

Se toca la cabeza y los ojos. No tiene buena cara.

Suena su teléfono. Eric lo mira y corta la llamada.

Y, en un intento de suavizar el momento,

murmuro:

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—Tienes mala cara, ¿te duele la cabeza?

Sin contestar a mi pregunta, me clava su dura

mirada.

—Buenas noches, Judith. Hasta mañana.

Lo miro, sorprendida. ¿Me está echando?

Con la dignidad que me queda, abro la puerta

del coche y salgo. Amanda espera a escasos

metros y prefiero no mirarla cuando paso junto a

ella o la arrastraré de los pelos. Me voy directa a

mi habitación.

A la mañana siguiente, jueves, cuando el

despertador suena a las siete y veinte protesto.

Quiero dormir más.

Entre gruñidos, me levanto de la cama y camino

hacia la ducha. Necesito el frescor del agua en mi

cuerpo para despertarme.

Bajo el agua, recuerdo que es jueves y eso me

alegra. Eric y yo pronto tendremos el fin de

semana para estar juntos. ¡Bien!

Cuando regreso al dormitorio envuelta en una

esponjosa toalla color hueso que huele de

maravilla, miro mi mesilla.

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—¡Maquinote! Lo que disfruté contigo anoche.

Me río divertida.

Sobre unos pañuelos de papel, está el vibrador

con forma de pintalabios que utilicé anoche para

relajarme. El regalito de Eric. Lo cojo entre mis

manos y suspiro mientras recuerdo la explosión

de placer que sentí cuando jugaba con él.

Feliz de buena mañana, cojo el vibrador y

regreso al baño. Lo lavo y finalmente lo meto en

mi bolso. Ya no se me olvida. El maquinote y yo,

juntos hasta la muerte. Abro la maleta y saco

unas bragas. Me las pongo y pienso que tengo

que pedirle a Eric las que me quitó o me quedaré

sin suministros. Mi enfado ha desaparecido.

Estoy segura de que el de él también y que

tendremos un maravilloso día por delante.

Miro el armario y me pongo un traje azulón con

falda y una camisa abierta. Hoy quiero estar sexy

para que desee regresar pronto al hotel.

A las ocho, alguien llama a la puerta de mi

habitación y, dos segundos después, una

camarera muy amable deja un bonito carrito con

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el desayuno y se marcha.

Cuando levanto las tapas salto de felicidad al

ver la cantidad de bollos que tengo ante mí. Cojo

una silla y me siento. Bebo un poco de zumo de

naranja. ¡Hummm, qué rico! Me preparo un café

y disfruto con un minipepito. Luego una

napolitana y cuando voy a atacar un donut, me

paro y consigo vencer la tentación. Demasiados

bollos.

El móvil suena. He recibido un mensaje. Eric.

«8.30 en recepción».

¡Qué explícito!

Ni un simple «Buenos días, pequeña», «Jud» o

como quiera.

Pero sin tiempo que perder y ansiosa por verlo

de nuevo, cojo mi maletín. Meto el portátil y los

documentos del día anterior y lo cierro. Hoy

vamos a otra delegación de Asturias y sólo espero

que el día se dé mejor que el anterior.

Al llegar a recepción veo a Eric apoyado en una

mesa. Está impresionante con su traje gris claro y

su camisa blanca. Veo que aún tiene su bonito

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pelo algo mojado por la ducha y me estremezco.

Me hubiera encantado ducharme con él.

Dos mujeres que pasan por su lado se vuelven

para mirarlo. Normal. Es un bombón de tío.

Cuando pasan por mi lado observo sus caras y

cómo cuchichean. Imagino sobre lo que hablan.

Con decisión, camino hacia él subida a mis

tacones y repaso su ancha espalda mientras lo

veo leer con concentración el periódico. Cuando

llego a su altura lo saludo con voz melosa:

—¡Buenos días!

Eric no me mira.

—Buenos días, señorita Flores.

Pero bueno, ¿ya estamos otra vez con los

puñeteros apellidos?

No esperaba que me cogiera entre sus brazos y

me sonriera en plan novio. Pero hombre, algo

más de cordialidad tras una noche separados,

pues sí.

Su indiferencia me desconcierta.

¿Por qué no me mira?

Pero no dispuesta a comenzar el juego del gato

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y el ratón me quedo a su lado a la espera de que

decida que nos vayamos. Echo una ojeada al reloj.

Las ocho y media. Miro la entrada del hotel y veo

la limusina esperando. ¿Por qué no nos vamos?

Eric omite mi presencia y sigue leyendo el

periódico con la mandíbula tensa. ¿Todavía está

enfadado? Quiero preguntarle, pero no quiero ser

yo la que dé el primer paso.

No me muevo. No resoplo. Seguro que está

esperando alguno de mis movimientos para

comenzar con sus agrias palabras.

La gente, el noventa por cierto ejecutivos como

nosotros, pasa por nuestro lado. Las nueve menos

veinticinco. Me sorprende que aún estemos allí.

Eric es un maniático con la puntualidad. Las

nueve menos veinte. Sigue tan pancho, sin

importarle que yo esté allí plantada junto a él

como un pasmarote, cuando oigo unos tacones

acelerados. Amanda, con un traje chaqueta y

falda blanca, se acerca a nosotros.

No me mira. Sólo tiene ojos para Eric, al que se

dirige en alemán:

—Disculpa el retraso, Eric. Un problema con mi

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ropa.

Observo que él sonríe.

La mira.

La repasa de arriba abajo con su azulada

mirada.

—No te preocupes, Amanda. El retraso ha

merecido la pena. ¿Has dormido bien?

Ella sonríe.

—Sí —responde, sin importarle mi cercanía—.

Algo he dormido.

¿«Algo he dormido»?

¿Ha dicho «Algo he dormido»? Pero bueno,

¿qué me están dando a entender esos idiotas?

Ella sonríe como un loro tras una noche de

botellón y le toca la cintura. Esa familiaridad me

incomoda. Me repele mientras sus sonrisas me

dan a entender muchas cosas.

Respiro con dificultad, al ser consciente de lo

que ha ocurrido entre esos dos y quiero gritar y

patalear. De pronto, Eric le planta la mano en la

espalda a Amanda y, tocándole fugazmente la

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cintura, dice:

—Vamos, el chófer nos espera.

Y, sin mirarme, comienza a caminar con esa

mujer a su lado, mientras pasa de mí.

Los observo y me quedo petrificada.

No sé qué hacer. Unos incontrolables celos que

hasta el momento nunca había sentido se instalan

en mi estómago y deseo coger el precioso jarrón

que hay en la mesa y plantárselo en toda la

cabeza a él.

El corazón me late a mil. Su latido es tan fuerte

que creo que toda la recepción lo puede oír.

Aquello me humilla, me fastidia y él ni se inmuta.

¡Imbécil!

El enfado de Eric continúa y yo no entiendo por

qué. Pero no. Eso no lo voy a consentir. Eric no

me conoce y a mí nadie me chulea.

Comienzo a caminar tras ellos.

Si ese idiota alemán se cree que voy a montar un

numerito, lo lleva claro. Menuda soy yo. Cuando

llegamos a la limusina, el chófer abre la puerta.

Entra Amanda, entra él y, cuando voy a entrar

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yo, Eric me hace un gesto con la mano.

—Señorita Flores, siéntese en la cabina delantera

con el chófer, por favor.

¡Zas! Menudo guantazo con toda la mano

abierta que me acaba de dar delante de Amanda.

Pero, sorprendentemente, sonrío con frialdad y

digo:

—Como usted ordene, señor Zimmerman.

Con mi máscara de indiferencia, me siento junto

al chófer. ¡Vaya cabreo monumental que tengo!

Durante unos segundos, los oigo hablar y reír

detrás de mí hasta que un ruido metálico suena

en mi oreja. Con el rabillo del ojo veo cómo un

cristal opaco divide la parte de atrás de la

delantera.

Estoy furiosa. Colérica. Exasperada.

Ese juego no me gusta y no entiendo por qué

tiene que hacerlo delante de mí.

Inconscientemente clavo mis uñas en las palmas

de mis manos cuando oigo que el chófer me

pregunta:

—¿Quiere escuchar música, señorita?

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Con la cabeza, le digo que sí. No puedo hablar.

Me pongo mis gafas de sol y escondo la mirada.

De pronto, suena la canción de Dani Martín Mi

lamento y siento unas terribles ganas de llorar.

Los ojos me escuecen y las lágrimas pugnan por

salir. Pero no. Yo no lloro. Me trago mis lágrimas

e intento disfrutar de la canción y del viaje.

Incluso tarareo.

Durante los tres cuartos de hora que dura el

viaje. Mi mente trabaja a toda velocidad. ¿Qué

harán atrás aquellos dos? ¿Por qué Eric me ha

pedido que me siente delante? ¿Por qué sigue

enfadado conmigo? Cuando el coche se detiene,

me bajo sin necesidad de que el chófer me abra la

puerta. Eso que se lo haga a ellos. A los

señoritingos.

Al bajarme, sonrío al ver a Santiago Ramos. Él

es el secretario de esa delegación y entre nosotros

siempre hubo feeling. Pero feeling del bueno. Del

decente. El chófer abre la puerta y salen Eric y

Amanda. No los miro. Sólo miro al frente con mis

gafas de sol puestas.

Eric saluda a Jesús Gutierrez, el jefe de la

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delegación, y a su junta directiva. Les presenta a

Amanda y luego me presenta a mí. Con

profesionalidad, estrecho las manos de todos

ellos para después seguirlos hasta una sala. Pero

esta vez, en vez de ir detrás de Eric y Amanda,

me retraso para saludar a Santiago. Nos damos

dos besos y entramos charlando.

Una vez allí, antes de sentarnos, unas señoritas

nos ofrecen café. Lo acepto gustosa. Necesito café.

Estoy atacada. Me tomo tres. Entonces, la

distancia con Eric y la charla con Santiago me

comienza a tranquilizar. En ese momento, veo de

reojo que Eric se gira. Es sólo un instante, pero sé

que me ha mirado. Me ha buscado.

Santiago y yo seguimos hablando y nos reímos

mientras me cuenta cosas de su niña. Es todo un

padrazo y eso me emociona. Diez minutos

después, todos pasamos a la sala de reuniones,

tomamos posiciones y, como siempre, Eric

preside la mesa. Amanda se sienta a su derecha y

yo intento colocarme en un segundo plano. No

quiero ni mirarlo. No me apetece.

—Señorita Flores —oigo que me llama mi jefe.

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Sin dudarlo, me levanto y me acerco hasta él con

profesionalidad.

Su perfume entra por mis fosas nasales y

provoca en mí mil sensaciones, mil emociones.

Pero consigo no cambiar mi gesto.

—Siéntese al fondo de la mesa, por favor. Frente

a mí.

Lo mato… lo mato y lo mato.

No quiero mirarlo ni que me mire.

Pero dispuesta a ser la perfecta secretaria, cojo

mi portátil y me siento donde él me indica. Al

otro lado de la mesa, frente a él.

La reunión comienza y estoy atenta a todo lo

que hablan. Ni lo miro ni creo que él tampoco me

mire. Tengo el portátil abierto ante mí y temo

recibir alguno de sus correos. Por suerte, no llega

ninguno. A la una, la reunión se interrumpe. Es

hora de comer. El jefe de la delegación ha

reservado mesa en un hotel cercano para comer y

Santiago me propone ir en su coche. Acepto.

Sin mirar a mi particular Iceman que está junto a

Amanda, paso junto a él cuando oigo que me

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llama. Le pido a Santiago que me dé un segundo

y me acerco a mi jefe.

—¿Adónde va, señorita Flores?

—Al restaurante, señor Zimmerman.

Eric mira a Santiago.

—Puede venir en la limusina con nosotros.

Bien. Ahora, el cabreado es él.

¡Que le den!

Amanda nos mira. No nos entiende. Hablamos

en español, cosa que creo que la mosquea.

—Gracias, señor Zimmerman, pero si no le

importa, iré con Santiago.

—Me importa —responde.

No hay nadie a nuestro alrededor. Nadie nos

puede escuchar.

—Peor para usted, señor.

Me doy la vuelta y me marcho.

¡Olé, la furia española!

España 1–Alemania 0.

Sé que acabo de cometer la mayor imprudencia

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que una secretaria pueda hacer. Y aún mayor

tratándose de Eric. Pero lo necesitaba. Necesitaba

hacerlo sentir como me siento yo.

Sin importarme las consecuencias, entre ellas el

despido seguro, camino hacia Santiago y lo

agarro del brazo con familiaridad. Nos montamos

en su Opel Corsa y nos dirigimos hacia el

restaurante mientras comienzo a calcular el paro

que me va a quedar. De ésta me despiden fijo.

Cuando llego al establecimiento, corro con

Santiago a tomarme varias Coca-Colas.

¡Oh, Dios! Cómo me gusta sentir sus burbujitas

en mi boca.

Pero hasta las burbujas se deshinchan cuando

veo entrar a Eric seguido de Amanda y los

jefazos. Mira hacia donde estoy y puedo percibir

su enfado. Los directivos entran en el comedor y

rápidamente toman posiciones. Eric hace ademán

de sentarse, pero entonces se excusa de sus

acompañantes y me hace una señal con la mano.

Santiago y yo lo vemos y no me puedo negar a ir.

Doy un nuevo trago a mi Coca-Cola, la dejo

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sobre la barra y me acerco a él.

—Dígame, señor Zimmerman. ¿Qué quiere?

Eric baja la voz y, sin cambiar su gesto,

pregunta:

—¿Qué estás haciendo, Jud?

Sorprendida, porque vuelvo a ser «Jud»

respondo:

—Tomarme una Coca-Cola. Por cierto, Zero,

que engorda menos.

Mi contestación y mi chulería lo desesperan. Lo

sé y eso me gusta.

—¿Por qué estás haciéndome enfadar todo el

rato? —inquiere, desconcertándome.

¡Tendrá poca vergüenza…!

—¡¿Yo?! —le susurro—. Tendrás cara…

Su mirada es tensa. Dura y desafiante.

Sus pupilas se contraen y me hablan pero hoy

no quiero entenderlas. Me niego.

—Pasad al comedor —me dice, antes de darse la

vuelta—. Vamos a comer.

Cuando Santiago y yo llegamos al comedor, nos

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sentamos a la otra punta de la mesa. Suena mi

móvil: ¡mi hermana! Decido pasar de ella otra

vez, no me apetece escuchar sus lamentaciones.

Más tarde la llamaré. La comida está exquisita y

continúo mi charla con mi amigo.

En un par de ocasiones miro hacia mi jefe y veo

que sonríe a Amanda. Mi cabreo vuelve a crecer.

Pero cuando sus ojos se cruzan con los míos,

ardo. Me caliento. Su mirada de Iceman consigue

que todas mis terminaciones nerviosas se muevan

al mismo tiempo y toda yo me incendie.

A las cuatro y media regresamos a la sede. Yo,

por supuesto, vuelvo en el coche de Santiago. La

reunión se reemprende y acaba cerca de las siete

de la tarde. ¡Estoy agotada!

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21

Cuando todo acaba, Amanda, Eric y yos nos

dirigimos hacia la limusina que nos espera y sin

darle tiempo a Eric para que vuelva a

humillarme, me siento directamente junto al

chófer.

Para chula, ¡yo!

Los oigo hablar. Incluso oigo cómo Amanda

cuchichea y ríe como una gallina. Oigo lo que

hablan y me enfurezco. No quiero hacerlo. Sólo

hay que mirar a Amanda para saber qué es lo que

busca. ¡Perra!

Espero que dividan los ambientes en la

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limusina, pero esta vez Eric no lo hace. Desea que

me entere de todo lo que dice. Habla en alemán y

oírlo me agita. Me provoca.

Al llegar al hotel, la limusina se detiene. Abro

mi puerta y desciendo.

Deseo con todas mis fuerzas perder de vista a

Eric y a esa imbécil, pero espero educadamente a

que mi jefe y su acompañante bajen del coche.

Después me despido y me marcho.

Casi corro hasta el ascensor y cuando se cierran

las puertas, suspiro aliviada. ¡Sola!

El día ha sido horroroso y quiero desaparecer.

Cuando llego a la suite tiro el maletín sobre el

bonito sofá. Enciendo el hilo musical. Me suelto el

pelo, me quito la chaqueta del traje y me saco la

camisa de la falda. Necesito una ducha.

Entonces suenan unos golpes en la puerta. Mi

mente intuye que es él. Miro a mi alrededor. No

tengo escapatoria a no ser que me lance desde el

ático del hotel y muera aplastada en pleno paseo.

¡Qué disgustazo para mi pobre padre! ¡Ni hablar!

Decido ignorar las llamadas. No quiero abrir,

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pero insiste.

Cansada, abro finalmente la puerta y mi cara de

sorpresa es mayúscula cuando veo que es

Amanda quien está ante mi puerta. Me mira de

arriba abajo.

—¿Puedo pasar?—me pregunta en alemán.

—Por supuesto, señorita Fisher —respondo,

también en su idioma.

La mujer entra. Cierro la puerta y me doy la

vuelta.

—¿Vas a quedarte el fin de semana, como hiciste

en Barcelona? —me pregunta, antes de que yo

pueda decirle nada.

Hago lo que suele hacer Eric. Tuerzo el gesto.

Pienso… pienso y pienso y finalmente respondo:

—Sí.

Mi contestación le molesta. Se pasa la mano por

el pelo y pone los brazos en jarras.

—Si tu intención es estar con él, olvídalo. Él

estará conmigo.

Arrugo el entrecejo, como si me hablara en

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chino y no comprendiera nada.

—¿De qué está hablando, señorita Fisher?

—Tú y yo sabemos nuy bien de lo que

hablamos. No te hagas la tonta. No eres la

pobretona española que ve en Eric un filón,

¿verdad?

Me quedo boquiabierta por lo que acaba de

decirme. Pestañeo, y dejo salir a la macarra que

llevo dentro.

—Mira, guapa, te estás confundiendo conmigo.

Y si sigues por ese camino vas a tener un

problema, porque yo no soy de las que se callan

ni se amilanan. Por lo tanto, cuidadito con lo que

dices, no te vaya a tener que sobar los morros una

pobretona española.

Amanda se aleja un paso de mí. Mi advertencia

ha debido de sonarle verosímil.

—Creo que lo más inteligente por tu parte es

que te alejes de él —añade—. Yo me encargaré de

todo lo que Eric necesite. Lo conozco muy bien y

sé cómo satisfacer sus deseos.

Aprieto los puños. Tanto, que me clavo las uñas

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en ellos. Pero soy consciente de que no puedo

actuar como deseo. Así pues, cuento hasta veinte,

porque hasta diez no me vale, me dirijo hacia la

puerta y la abro.

—Amanda —le digo, con toda la amabilidad de

la que soy capaz—, sal de mi habitación porque,

como sigas aquí, algo muy feo va a pasar.

Cuando se va, doy un portazo mientras por mi

boca sale de todo, menos bonita. Me quito los

tacones y los lanzo con furia contra el sofá.

¡Maldito sea!

Mi indignación me enloquece. Eric me ha estado

utilizando para dar celos a aquella muñeca

hinchable. Maldigo y doy un zapatazo al caro

sillón. ¿Cómo he sido tan tonta? Sin querer

pensar en nada más, saco mi portátil cuando mi

móvil suena. He recibido un mensaje. Eric. «Ven

a mi habitación.»

Leer eso me cabrea más. Siempre me he

considerado una muñeca entre sus brazos, pero

en ese momento me doy cuenta de que soy una

muñeca tonta. Tecleo con rabia: «Vete a la

mierda».

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La contestación no se hace esperar.

Al cabo de unos segundos, oigo el sonido de

una puerta al abrirse y ante mí aparece Eric,

descamisado, con cara de mala leche y una tarjeta

en la mano. Sin hablar llega hasta donde estoy

sentada. Tira la tarjeta con la que ha abierto la

puerta, me coge del brazo, me levanta y me besa.

Me besa con tanta profundidad que noto su

lengua llegar hasta mi campanilla. Intento no

responderle. Me niego. Pero mi cuerpo me

traiciona. Lo desea. Es incontrolable. E instantes

después soy yo la que lo besa a él en busca de

más.

Con premura lleva sus manos hasta el botón

trasero de mi falda y noto que chocamos contra la

pared. Sin tacones soy muy pequeña a su lado.

Eso siempre me ha gustado, igual que a él le

gusta sentir su superioridad. Con su pierna

separa las mías, mientras una de sus manos se

mete por debajo de mi camisa y se desliza por mi

vientre. Cierro los ojos y me dejo llevar. Le

permito seguir. Sin quitarme la falda, su mano

continúa su camino hasta que consigue meterla

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por dentro de mis bragas y me hurga hasta llegar

al clítoris. Me estimula. Me excita.

Con sus dedos, su experiencia y mi humedad

latente, me masajea y lo aviva. Mi clítoris se

hincha y yo gimo. Jadeo. Enloquezco y me

restriego contra él ante lo que siento por aquella

invasión cuando, con su mano libre, me da un

azotito. Me excita todavía más. Me vuelve loca e

instantes después se desabrocha el pantalón, saca

la mano de mi vagina y tira de mí hasta llevarme

al centro del salón. Clava sus ojos en los míos y

murmura mientras acerca su boca a la mía.

—Pequeña, no tienes ni idea de cuánto te deseo.

Me baja la cremallera de la falda y ésta cae al

suelo. Se agacha, acerca su nariz hasta mis bragas

y las aspira. Da un pequeño mordisquito sobre mi

monte de Venus y yo jadeo. Sus posesivas manos

me tocan y me acarician. Suben por mis piernas y

agarra el borde de mis braguitas. Me las quita.

Estoy de nuevo desnuda de cintura para abajo

ante él y no digo nada. No rechisto. Me dejo

hacer mientras él me activa, me posee y me

enloquece.

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Se levanta del suelo. Me empuja hacia el

respaldo del sofá, me da la vuelta y me recuesta

sobre él. Mis brazos y mi cabeza caen, mientras

mi trasero queda expuesto enteramente para él.

Durante unos segundos disfruto de los

mordisquitos que me da en las nalgas y noto sus

manos invasoras sobre mí. De nuevo un azote.

Esta vez más fuerte. Pica. Pero el picor lo suaviza

cuando siento que se aprieta contra mí y su duro

y castigador pene me avisa de que me va a hacer

suya.

Me abre las piernas, mientras con una de sus

manos aprisiona mis riñones sobre el respaldo

del sofá para que no me mueva. Con la otra mano

coge su duro pene y lo pasea desde mi caliente

vagina hasta mi orificio anal y viceversa. Juguetea

entre mis hendiduras, empapándome más.

—Te voy a follar, Jud. Hoy me has vuelto loco y

te voy a follar tal y como llevo todo el día

pensando hacerlo.

Oírlo decir aquello me sofoca.

Me azuza todos los sentidos y me gusta.

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Noto que arqueo mi trasero dispuesta a

recibirlo. Me siento como una perra en celo en

busca de mi alivio. Eric deja caer su cuerpo sobre

mí. Muerde mi hombro, después mis costillas y

yo me retuerzo. Estoy empapada, lista y húmeda

para recibirlo. Mi cuerpo le implora. Me penetra

de una estocada y exige:

—Necesito escuchar tus gemidos. ¡Ya!

Sin poder evitarlo, un jadeo ruidoso sale de mi

boca.

Su orden me aguijonea.

Sus manos exigentes me agarran por la cintura y

me aprieta contra él hasta que me tiene

totalmente empalada. Grito. Me retuerzo. Voy a

explotar. Sale de mí unos centímetros pero vuelve

a entrar una y otra vez, colmándome de una serie

de movimientos duros y potentes que vuelven a

hacerme chillar. Siento sus testículos chocar

contra mi vagina a cada movimiento y, cuando su

dedo toca mi hinchado clítoris y tira de él, chillo.

Chillo de placer.

A cada acometida siento que me rompe. Me

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incita y yo me abro más para que me siga

desgarrando y me haga totalmente suya. Lo

hacemos sin preservativo y sentir el tacto suave y

rugoso de su piel fomenta mi perversión. La

dureza de sus palabras y su ímpetu por follarme

me enloquecen de una manera bárbara.

Mi vagina se contrae a cada embestida y noto

cómo lo succiona. Lo atrapa. Lo alborota. Oigo su

respiración agitada en mi oreja y los calientes

sonidos de nuestros cuerpos al chocar, una y otra

vez… una y otra vez… Son adictivos.

Calor.

Tengo mucho calor.

Un ardor me sube por los pies asolando mi

cuerpo. Cuando llega a mi cabeza explota y con él

exploto yo. Grito. Me retuerzo y convulsiono

mientras noto que por mi pierna chorrean mis

fluidos. Intento que me suelte. Pero Eric no lo

permite. Continúa penetrándome mientras mi

devastador orgasmo me enloquece y lo hace

enloquecer.

Mi cuerpo, roto de placer, se arquea y, tras una

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potente embestida que me empotra más en el

respaldo del sillón, Eric sale de mi interior, noto

que apoya su cabeza sobre mi espalda y después

de un gruñido fuerte y varonil noto que algo

riega mi trasero. Se corre sobre mí.

Durante unos segundos, los dos permanecemos

en aquella posición. Él sobre mí. Sobre mi

espalda. Nuestros corazones acelerados necesitan

regresar a su ritmo normal antes de hablar,

mientras que en el hilo musical de la habitación

suena La chica de Ipanema.

Cuando Eric se incorpora y me deja vía libre,

hago lo mismo.

Vestida sólo con la camisa, lo miro y él sonríe

satisfecho mientras se abrocha el pantalón. Lo

que acabamos de practicar es sexo exigente y

duro y eso le gusta. Lo sé. La sangre me hierve.

Estoy indignada. Sin poder controlarlo, la mano

se me escapa y le doy un sonoro bofetón.

—Sal de aquí —le exijo—. Es mi habitación.

No habla. Sólo me mira.

Sus ojos, que momentos antes sonreían, ahora

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están fríos. Iceman ha vuelto y en su peor

versión. Incapaz de permanecer callada ante él

por lo que acabo de hacer, grito:

—¿Quién te has creído que eres para entrar en

mi habitación?

No contesta y yo vuelvo a gritar:

—¿Quién te crees que eres para tratarme así?

Creo… creo que te has equivocado conmigo. Yo

no soy tu puta…

—¿¡Cómo dices!?

—Lo que has oído, Eric —insisto mientras veo el

desconcierto en sus ojos—. Yo no soy tu puta

para que entres y me folles siempre que te dé la

gana. Para eso ya tienes a Amanda. A la

maravillosa señorita Fisher, que está dispuesta a

seguir haciendo por ti todo lo que tú quieras.

¿Cuándo me ibas a decir que estás liado con ella?

¿Qué pasa? ¿Ya estabas planeando un trío entre

los tres sin consultarme?

No contesta.

Sólo me mira y veo furia, fuego y desconcierto

en su mirada.

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Su respiración se acompasa pero es profunda.

Quiero que se vaya. Quiero que desaparezca de

mi habitación antes de que la víbora que hay en

mí termine de resurgir y acabe diciendo cosas

peores. Pero Eric no se mueve. Se limita a

mirarme hasta que se da la vuelta y se marcha.

Cuando la puerta se cierra me llevo la mano a la

boca y sin querer, ni poder remediarlo, comienzo

a llorar.

Diez minutos después me ducho.

Necesito quitarme su olor de mi piel.

Y cuando salgo de la ducha tengo algo muy

claro. Tengo que marcharme de allí. Abro el

portátil y reservo un billete de vuelta para

Madrid. A las once de la noche estoy sentada en

un avión mientras repaso mentalmente la nota

que le he dejado sobre mi cama y que estoy

segura que leerá.

Señor Zimmerman:

Regresaré el domingo por la noche para continuar

nuestro trabajo. Si me ha despedido, hágamelo saber

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para ahorrarme el viaje.

Atentamente,

Judith Flores

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22

El viernes, cuando despierto en mi cama, miro el

reloj digital de la mesilla. La una y siete. He

dormido varias horas del tirón.

Como mi hermana no sabe que he vuelto, no se

ha presentado en mi casa y eso, por unos

segundos, me hace feliz. No quiero dar

explicaciones.

Cuando abandono mi habitación lo primero que

busco es el móvil. Lo tengo en silencio dentro de

mi bolso. Dos llamadas perdidas de mi hermana,

dos de Fernando y doce de Eric. ¡Vaya!

No respondo a ninguna. No quiero hablar con

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nadie.

Mi cólera regresa y decido hacer limpieza

general. Cuando estoy cabreada limpio de lujo.

A las tres de la tarde tengo la casa como una

cuadra.

Ropa por aquí, lejía por allí, muebles fuera de su

lugar… pero me da igual. Soy la reina del lugar y

ahí mando yo. De repente, siento que quiero

planchar. Increíble, pero es así. Saco la tabla,

enciendo mi plancha y cojo varias prendas.

Mientras canturreo lo que sale por la radio,

olvido lo que me taladra la cabeza: Eric.

Plancho un vestido, una falda, dos camisetas y,

mientras plancho un polo, mis ojos se paran en

una pelota roja que hay en el suelo. Rápidamente

me acuerdo de Curro, mi Curro, y los ojos se me

llenan de lágrimas hasta que suelto un chillido.

Me acabo de hacer una tremenda quemadura con

la plancha en el antebrazo y duele mogollón.

Lo miro, nerviosa.

Está rojo como la camiseta de la selección y veo

hasta el dibujo y los agujeritos que tiene la

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plancha en mi piel. Duele… duele… duele…

¡Duele mucho! Pienso si echarme agua o pasta de

dientes mientras camino dando saltitos por la

casa. Siempre he oído hablar de esos remedios,

pero no sé si funcionan o no. Al final, muerta de

dolor, decido acercarme al hospital.

Por fin, a las siete de la tarde, me atienden.

¡Viva la celeridad del servicio de urgencias!

Veo las estrellas y los universos paralelos de los

dolores que tengo. Una doctora encantadora me

echa un liquidito en la quemadura con mimo,

pone un apósito en mi brazo y lo venda. Me

receta unos calmantes para el dolor y me manda

para casita.

Con unos dolores de aúpa y el brazo vendado

busco una farmacia de guardia.

Como siempre en esos casos, la más cercana está

en el quinto pino. Tras comprar lo que necesito,

regreso a mi casa. Estoy dolorida, agotada y

cabreada. Pero cuando llego a la puerta del portal

de mi casa, oigo una voz detrás de mí.

—No vuelvas a marcharte sin decírmelo.

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Su voz me paraliza.

Me enfada pero me reconforta. Necesitaba oírla.

Me doy la vuelta y veo que el hombre que me

tiene fuera de mis casillas está a un escaso metro

de mí. Su gesto es serio y, sin saber por qué,

levanto el brazo y digo, mientras los ojos se me

llenan de lágrimas:

—Me he quemado con la plancha y me duele

horrores.

Su gesto se descompone.

Mira el vendaje de mi brazo. Después me mira a

mí y noto que pierde toda la seguridad. Iceman

acaba de marcharse para dar paso a Eric. El Eric

que a mí me gusta.

—Dios, pequeña, ven aquí.

Me acerco a él y siento que me abraza con

cuidado de no rozar mi brazo. Mi nariz se

impregna de su olor y me siento la mujer más

feliz del mundo. Durante unos minutos,

permanecemos en aquella posición hasta que yo

me muevo y entonces él acerca su boca a mis

labios y me da un corto pero dulce y tierno beso.

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Nunca me ha besado así y mi cara debe de ser

un poema.

—¿Qué te ocurre? —me pregunta.

Vuelvo en mí y sonrío.

¡Me ha besado con ternura!

Le entrego las llaves de mi casa para que abra.

—El portal tiene rota la cerradura… tira de la

puerta y abre.

Deja de mirarme y hace lo que le pido. Después

me agarra de la mano y subimos juntos en el

ascensor. Al abrir la puerta de mi casa veo que

mira alrededor y murmura:

—Pero ¿qué ha pasado aquí?

Sonrío. Sonrío como una tonta, como una

imbécil.

—Limpieza general —respondo mirando el caos

que nos rodea—. Cuando me cabreo, esto me

relaja.

Ríe por lo bajo y después oigo que la puerta se

cierra. Cuando dejo la bandolera sobre el sofá, me

olvido del dolor y me vuelvo hacia él.

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—¿Qué haces aquí?

—Me tenías preocupado. Te marchaste sin

avisar y…

—Te dejé una nota y, sobre todo, en buena

compañía.

Eric me mira. Siento que la tensión regresa a su

mandíbula.

—No quiero volver a oír eso tan humillante que

has dicho de que no eres mi puta. Pues claro que

no lo eres, Jud, ¡por el amor de Dios! Nunca lo

has sido y nunca lo serás, ¿entendido? —Afirmo

con la cabeza, y él prosigue—: Pero vamos a ver,

Jud, ¿todavía no has entendido que el sexo para

mí es un juego y que tú eres mi pieza más

importante?

—Tú lo has dicho: ¡tu pieza!

—Cuando digo pieza… me refiero a que eres la

mujer que más me importa en este momento. Sin

ti, ese juego pierde valor. Maldita sea, creí

habértelo dejado claro.

Durante unos minutos, ninguno de los dos dice

nada. La tensión en el ambiente se puede cortar

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con un cuchillo.

—Mira, Eric, esto no va a funcionar. Seamos

sólo amigos. Creo que en el plano laboral

podemos trabajar juntos, pero…

—Jud, nunca te he mentido en nada.

—Lo sé —admito dándole la razón—. El

problema aquí soy yo, no tú. Es que no me

reconozco. Yo no soy la chica que tú manejas

como una pieza. No… ¡me niego! No quiero. No

quiero saber nada de tu mundo, ni de tus juegos

ni de nada de eso. Creo… creo que lo mejor es

que cada uno regrese a su vida y…

—De acuerdo —asiente.

Su conformidad me bloquea.

De pronto quiero discutir aquello otra vez. No

quiero que me haga caso. ¿Me estoy volviendo

loca?

Veo el dolor y la rabia en sus ojos pero intento

refrendar lo que acabo de decir y no abrazarlo.

Mi voluntad desaparece cuando estoy cerca de él

y necesito mantenerme firme, aunque yo misma

me contradiga.

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Mi antebrazo me da un pinchazo que me

descompone el rostro entero y doy un salto. Me

levanto.

—¡Diossss! ¡Qué dolor! ¡Joderrrrrrrrrrr!

¡Joderrrrrrrrrrrr!

Su gesto se contrae y se levanta. No sabe qué

hacer mientras yo continúo con mi retahíla de

quejidos y palabras malsonantes. El brazo me está

matando.

—¿Te duele mucho?

—Sí. Voy a tomarme un calmante para el dolor

o te juro que me va a dar algo.

Mi brazo palpita y el dolor se vuelve

insoportable. Camino por el salón como una loca

hasta que Eric me hace detenerme.

—Siéntate —me ordena—. Llamaré a un amigo.

—¿A quién vas a llamar?

—A un amigo médico para que te vea el brazo.

—Pero si ya me lo han visto en el hospital…

—Da igual. Yo me quedo más tranquilo si te lo

mira Andrés.

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Estoy tan dolorida que no me apetece hablar.

Veinte minutos más tarde suena el telefonillo de

mi casa. Eric lo atiende y un minuto después

aparece ante nosotros un hombre. Se saludan y el

recién llegado se queda mirando el estado de la

casa. Entre risas, Eric cuchichea:

—Judith estaba haciendo limpieza general.

Se miran y sonríen. Y en ese momento, cabreada

por cómo me duele el brazo, murmuro:

—Venga, no os cortéis. Si creéis que está

desordenado, os doy permiso para que lo

ordenéis. La escoba y la fregona están a vuestra

entera disposición.

Mi mala leche los hace sonreír.

¡Graciosillos!

Al final, el recién llegado se me acerca.

—Hola, Judith, soy Andrés Villa. Vamos a ver,

¿qué te ha pasado?

—Me he quemado con la plancha y me duele

horrores.

Asiente y coge unas tijeras.

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—Dame el brazo.

Eric se sienta a mi lado.

Siento su mano protectora en mi espalda y eso

me reconforta. El médico corta mi vendaje con

cuidado. Lo observa un rato, saca una especie de

suero y lo echa sobre mi herida. Un alivio

momentáneo me hace suspirar. Luego coloca

unos apósitos mojados en ese líquido y vuelve a

vendarme la herida.

—Te duele mucho, ¿verdad?

Hago un gesto afirmativo con mi cabeza.

No lloro porque me da vergüenza y él lo nota.

Eric también.

—Te inyectaré un calmante. Es lo más rápido

para el dolor. Pero este tipo de heridas es lo que

tienen, que son molestas. Tranquila, pasará

pronto.

No rechisto.

Que me inyecte lo que le dé la gana pero que me

quite ese horroroso dolor.

Mientras lo hace, lo observo. Él me mira y me

guiña un ojo con complicidad. Tendrá unos

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treinta años. Alto, moreno y una bonita sonrisa.

Cuando acaba, cierra su maletín, saca una tarjeta

y me la entrega mientras nos levantamos.

—Para cualquier cosa, sea la hora que sea,

llámame.

Miro la tarjeta y leo «Doctor Andrés Villa» y un

número de móvil. Asiento como una tonta y meto

la tarjeta en el aparador del comedor.

—De acuerdo, lo haré.

En ese momento, Eric, me pasa la mano por la

cintura en una actitud que me resulta posesiva,

pone una mano sobre el hombro de su amigo y le

dice:

—Si ella te necesita, yo te llamaré.

Andrés sonríe, Eric me suelta y se dirigen hacia

la puerta. Durante unos minutos, los oigo que

murmuran algo pero no entiendo lo que dicen.

Quiero que el dolor me abandone y eso es lo

único que me interesa.

Vuelvo a tirarme encima del sillón. El dolor de

mi brazo comienza a bajar de intensidad y siento

que vuelvo a ser persona. Eric regresa al salón y

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habla con alguien por el móvil mientras mira por

la ventana. Cierro los ojos. Necesito relajarme.

No sé cuánto tiempo permanezco así, hasta que

oigo sonar la puerta de mi casa. Veo a Tomás, el

chófer de Eric, entregarle un montón de bolsas.

Cuando la puerta se cierra, Eric me mira.

—He pedido algo de cena. No te muevas, yo me

encargo de todo.

Hago un gesto con la cabeza y sonrío. ¡Genial!

Necesito que me mimen.

Sin levantarme del sofá, oigo a Eric trastear en la

cocina. Un par de minutos después aparece con

una bandeja donde lleva platos, tenedores,

cuchillos y vasos.

—Le he pedido a Tomás que comprara comida

china. Si mal no recuerdo, te gusta.

—Me encanta. —Sonrío.

—¿El dolor ha disminuido? —pregunta con

seriedad.

—Sí.

Mi respuesta parece aliviarlo.

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Observo cómo Eric coloca en la bandeja todo lo

que ha traído y no puedo dejar de mirarlo. Parece

mentira que aquel joven que coloca los platos y

los vasos sea el mismo Iceman implacable que

aparece en ciertos momentos. Su gesto ahora es

relajado y me gusta. Me gusta verlo y sentirlo así.

En cuanto acaba lo que hace, regresa a la cocina

y aparece con la bandeja cargada de cajitas

blancas. Se sienta a mi lado e indica:

—Como no sabía qué era lo que te gustaba, le he

pedido a Tomás que trajera de todo un poco:

arroz tres delicias, pan chino, rollitos de

primavera, tallarines con soja, ensalada china,

ternera con brotes de bambú, cerdo con

champiñones, fideos chinos con verdura,

langostinos fritos, pollo al limón. Y de postre,

trufas. Espero que algo te guste.

Sorprendida por todo lo que ha dicho,

murmuro:

—Madre mía, Eric. ¡Aquí hay comida para un

regimiento! Podías haberle dicho a Andrés que se

quedara a cenar.

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Niega con la cabeza.

—No.

—¿Por qué? Parece simpático…

—Lo es. Pero quería estar a solas contigo.

Tenemos que hablar muy seriamente.

Resoplo y susurro:

—Tramposo. Estoy dopada y soy presa fácil.

Sonríe como respuesta.

—Come.

Ojeo todos los paquetes y me sirvo en el plato lo

que me apetece. Todo tiene una pinta estupenda

y, cuando lo degusto, aún sabe mejor.

—¿Dónde ha comprado Tomás esto? ¿De qué

chino es?

—Lo ha preparado Xao-li. Uno de los cocineros

del hotel Villa Magna.

Me lo quedo mirando, incrédula.

—Estás comiendo auténtica comida china. No lo

que en ocasiones creo imaginar que comes.

Le hago un gesto de asentimiento, divertida por

lo que acaba de decir. Él y su exclusividad.

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Eric está de buen humor y yo me alegro

horrores. Estar con él así, de buen rollo, es una

maravilla. Cuando llega el momento del postre,

va a la cocina, trae unas trufas y las deja ante mí.

Coge una cuchara, parte un trozo de trufa y la

pone ante mi boca. Sonrío, abro la boca y tras

hacer un sinfín de gestos con los ojos y la boca,

murmuro:

—¡Diossssssssss! ¡Qué rico!

Eric sonríe y vuelve a meterme otra trufa en la

boca. La paladeo. Disfruto y me dispongo a pedir

más, cuando él se me adelanta.

—¿Puedo probarla yo?

Asiento. Pasa la trufa por mis labios, se acerca a

mi boca y la chupa durante unos segundos con

delicadeza hasta que dice, separándose de mí:

—Deliciosa.

Lo miro. Me mira y sonreímos.

Ese tonteo idiota es tan sensual que no quiero

ser su amiga, quiero ser algo más. Y cuando voy a

lanzarme sobre él, desesperada porque me bese,

me interrumpe:

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—Jud, hace un rato has dicho que…

—Sé lo que he dicho, olvídalo.

Eric me mira… Piensa… piensa y, finalmente,

añade sin cambiar su gesto:

—No vuelvas a decir eso de que yo te considero

mi puta, por favor, Jud. Me destroza pensar que

tú piensas eso de mí.

—Vale… Se me fue la boca. Lo siento.

Sus dedos perfilan mis labios con delicadeza.

—Jud… tú para mí eres especial, muy especial.

—Nos miramos fijamente durante unos

segundos. Al final cambia el tono de su voz y

prosigue—: No puedes marcharte de mi lado sin

darme una explicación y esperar que yo no me

vuelva loco de preocupación. Prefiero que llames

a mi puerta y me digas «¡Adiós!», a creer que

estás y que no estés. ¿De acuerdo?

—Si no lo hice, fue porque que no quería

llamarte gilipollas o algo peor.

—Llámamelo, si lo necesitas.

—No me des ideas —bromeo.

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Sus labios se curvan.

—Por favor, no vuelvas a marcharte sin decirme

nada.

—¡Valeeeeeeeee…! Pero que conste que pensaba

regresar para continuar con el trabajo.

—No hace falta.

—¡¿No?!

—No.

—¿Por qué?

—Ha surgido algo.

—¿Me has despedido? Pero ¡si todavía no te he

llamado gilipollas!

Eric sonríe y me introduce otra trufa en la boca,

para que me calle, supongo.

—He anulado las reuniones de la semana que

viene y las he dejado para más adelante. Regreso

a Alemania. Hay algo de lo que me tengo que

ocupar y no puede esperar.

La trufa y la noticia me revuelven en el

estómago.

¡Se va!

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Pienso en Amanda. Él y ella juntos en Alemania.

El aguijón de los celos vuelve a picarme.

—¿Regresaras con Amanda? —pregunto,

incapaz de mantener la boca cerrada.

—No, imagino que ella habrá regresado hoy. Y,

en lo que concierne a Amanda, es una colega de

trabajo y amiga. Sólo eso. Me confesó esta

mañana la visita a tu habitación y…

—¿Has pasado la noche con ella?

—No.

Su contestación no me convence.

—¿Has jugado esta noche con ella?

Se recuesta en el sofá y asiente.

—Eso sí.

Lo imito. Pero mi humor ha cambiado.

—Me gusta jugar, no lo olvides. Y tú debes

hacerlo también.

¡Oh…! ¡Qué bonito escuchar aquello!

Me tenso, pero no me puedo quejar. Él siempre

ha sido claro al respecto y no lo puedo negar.

Pero como soy una cotilla, insisto en interrogarlo.

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—¿Lo pasaste bien?

—Lo habría pasado mejor contigo.

—Sí, clarooooo…

—Tú me proporcionas un inmenso morbo y un

maravilloso placer. Actualmente, eres la mujer

que más deseo. No lo dudes, pequeña.

—¿Actualmente?

—Sí, Jud.

Eso me gusta, pero me disgusta al mismo

tiempo. ¿Me estaré volviendo loca o soy

masoquista profunda además de atontada?

—¿Entre todas las mujeres con las que juegas —

pregunto, deseosa de saber más—, existe alguna

especial?

Eric me mira.

Entiende perfectamente mi pregunta. Pone una

mano sobre mi muslo y añade:

—No.

—¿Nunca la ha habido?

—La hubo.

—¿Y?

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Clava su intensa mirada en mí y me traspasa

con ella.

—Y ya no está en mi vida.

—¿Por qué?

—Jud… no quiero hablar de ello… Pero sí deseo

que sepas que sólo tú has conseguido que coja un

avión y te busque con desesperación.

—¿Eso debe alegrarme? —pregunto sarcástica.

—No.

Su contestación vuelve a desconcertarme. ¿A

qué estamos jugando?

—¿Por qué no debe alegrarme?

Eric piensa y medita bien su respuesta.

—Porque no quiero hacerte sufrir.

Aquello me deja sin palabras. No sé qué

contestarle.

—Quizá sea yo la que te haga sufrir a ti —

contesto, con toda la chulería que hay en mí.

Me mira… lo miro…

Tras un incómodo silencio, suena mi móvil. Es

Miriam, mi amiga de Barcelona. Me levanto y, y

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le digo que estoy en Madrid y que ya la llamaré.

Eric no se ha movido. Se ha limitado a mirarme

casi sin pestañear. Mi brazo está mejor. No me

duele, así que vuelvo al ataque.

—¿Por qué crees que puedes hacerme sufrir?

—No lo creo… lo sé.

—No me vale esa contestación. ¿Por qué?

Eric me observa en silencio. Tengo la sensación

de que estoy a punto de explotar, como una

cafetera a presión.

—Tú eres una buena chica que merece a alguien

mejor.

—¿A alguien mejor?

—Sí.

Me muevo inquieta. Sé de lo que habla, pero

quiero que se exprese con claridad.

—Cuando te refieres a alguien es…

—Me refiero a alguien que te cuide y te trate

como tú te mereces. ¿Quizá ese tal Fernando?

Escuchar aquel nombre me deja sin palabras.

—No metas a Fernando en esto, ¿entendido?

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Eric asiente. Volvemos a quedarnos en un más

que incómodo silencio.

—Mereces a alguien que te diga bonitas

palabras de amor. Te las mereces.

—Tú ya lo haces, Eric.

—No, Jud, no mientas. Eso no lo hago.

Intento relajar el ambiente, se está volviendo

espeso.

—Vale… nunca me dices cosas cariñosas pero

me tratas bien y veo que te preocupas por mí.

¿Por qué me dices todo esto?

—Jud… sé realista —endurece su voz—. ¿La

palabra «sexo» te da alguna pista?

Sonrío con amargura. Él se da cuenta.

—Sí, claro que me da pistas —digo,

interrumpiendo lo que estaba a punto de decir

él—. Me indica que entre tú y yo el sexo es lo que

nos unió. Pero cuando dos personas se conocen y

se atraen, lo primero que tiene que surgir entre

ellos es química. Y tú y yo tenemos química.

—¿Con ese tal Fernando también existe

química?

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De nuevo lo menciona. Eso me molesta. Me

enfurece ¿Qué le pasa con Fernando?

—Espero tu respuesta, Jud —insiste, al ver que

no contesto.

—Vamos a ver, ¿quieres olvidarte de Fernando

de una vez? Eso pertenece a mi vida privada. ¿Te

pregunto yo por tu vida privada? —Él niega con

la cabeza y yo añado—: No entiendo dónde

quieres ir a parar, no creo haberte pedido nada

y…

—Y yo no te daré nada que no sea sexo.

Su tajante respuesta me corta la respiración. No

entiendo sus cambios de humor. Tan pronto me

mira con devoción como me dice que entre

nosotros sólo hay y habrá sexo.

—Me parece muy bien tu respuesta, Eric. Soy lo

suficientemente mayorcita como para poder

elegir con quién quiero acostarme y con quién no.

—Por supuesto, y espero que lo hagas. Pero yo

no te he dado opción.

—¿Ah, no?

—No, Jud. Simplemente me gustaste y fui a por

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ti. Algo que hago siempre que alguien me atrae.

Aquella respuesta me toca la fibra sensible.

—¡Gilipollas! —le grito, enfurecida—. En este

momento te estás comportando como un

auténtico gilipollas.

No se mueve. No contesta.

Eric se limita a mirarme y a aceptar mis insultos.

—Jud… insúltame si quieres, pero sabes que es

la verdad. Fui yo quien desde el primer día que te

vi provoqué todo lo ocurrido. En el archivo. En el

restaurante donde te llevé. En la habitación de mi

hotel cuando miré cómo otra mujer te poseía. En

el bar de intercambio de Barcelona. Tú nunca

hubieras hecho nada de eso. Pero yo te he llevado

a mi terreno. Acéptalo, pequeña.

—Pero, Eric…

—Hace un rato que me has dicho que no quieres

entrar en mis juegos, ¿lo has olvidado?

Tiene razón… vuelve a tener razón.

—Me gusta todo lo que hago contigo —

respondo, perdiendo toda la razón que él dice

que tengo—. Tu juego me atrae y…

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—Lo sé, pequeña, lo sé —dice mientras me toca

la pierna—. Pero eso no quita que yo piense que

no soy el hombre que te mereces y que quizá otro

te haga más feliz. —Está claro en quién está

pensando, pero esta vez no dice su nombre—.

Mira, Jud, me gusta el sexo, el morbo y adoro ver

disfrutar a una mujer. En este momento, esa

mujer eres tú, pero hay algo en mí que me dice

que pare, que tú no deberías entrar en mi juego

o…

—No soy la santa que tú crees. He tenido varias

relaciones y…

Eso lo hace sonreír y me interrumpe:

—Jud… créeme que para mí eres una santa. Lo

que tú has hecho con tus anteriores relaciones,

nada tiene que ver con lo que yo quiero que

hagas conmigo.

El estómago se me contrae.

Pensar en lo que él quiere hacer conmigo me

reseca el paladar.

—¿Qué quieres hacer conmigo?

—De todo, Jud, contigo quiero hacer de todo.

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—¿Hablamos sólo de sexo?

Esa pregunta lo pilla por sorpresa.

Sus ojos no me engañan. Sé que hay algo que se

guarda para él y necesito saber qué es.

—No. Y ése es el problema. No debo permitir

que te encariñes conmigo.

—Pero ¿por qué?

No responde.

Se limita a acercar su frente a la mía y a cerrar

los ojos. No quiere mirarme. No quiere

responder. Sé que le pasa como a mí. Siente algo

más, pero no quiere aceptarlo.

¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?

Así permanecemos durante unos minutos, hasta

que yo acerco mi boca a la suya y susurro:

—Te deseo.

Eric sigue con los ojos cerrados. De pronto,

parece muy cansado. No entiendo qué le ocurre.

—Hoy no, pequeña. Un mal movimiento y te

puedo hacer daño en el brazo.

—Pero si ahora no me duele… —me quejo.

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—Jud…

—Te deseo y quiero hacer el amor contigo, ¿es

tanto pedir? Pronto te irás y, por tus palabras, no

sé si cuando regreses volveremos a estar juntos.

Mis palabras lo conmueven.

Se lo veo en la cara. Finalmente acerca su boca a

mi boca y me da un dulce beso lleno de cariño.

—¿Puedo quedarme contigo esta noche?

Asiento. Quiero que se quede siempre.

Pero sus palabras y en especial su mirada me

suenan a despedida e, inexplicablemente, los ojos

se me llenan de lágrimas. Eric me las seca, pero

no habla. Después se levanta y me tiende la

mano. Se la tomo y juntos vamos hasta mi

habitación.

Una vez allí se desnuda mientras lo observo.

Eric es grande, fuerte y sensual.

Su porte es soberbio y varonil y eso me

humedece no sólo la boca.

En cuanto está desnudo, saca de debajo de mi

almohada mi pijama del Demonio de Tasmania,

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se sienta en la cama y yo me acerco a él. Dejo que

me desnude. Lo hace lentamente y con mimo, sin

apartar sus ojos de los míos. Cuando me tiene

desnuda, se levanta y me abraza. Me abraza y me

aprieta con delicadeza contra él y siento que, a

pesar de todo lo grande que es, se refugia en mí.

Estamos desnudos. Piel con piel. Latido con

latido.

Agacha su cabeza en busca de mi boca. Se la

doy. Se la ofrezco. Soy suya sin que me lo pida.

Sus labios se posan sobre los míos con una

exquisitez y una delicadeza que me pone toda la

carne de gallina y después hace eso que tanto me

gusta. Me pasa su lengua por el labio superior y

después por el inferior, y cuando espero el ataque

a mi boca hace algo que me sorprende. Me coge

con las dos manos la cabeza y me besa con

sutileza.

Su húmeda lengua pasea con deleite por el

interior de mi boca y yo le dejo hacer mientras

siento entre mis piernas mi humedad y su

erección. Cuando su dulce y pausado beso me ha

robado el aliento, se separa de mí y se sienta de

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nuevo en la cama. No deja de mirarme y, atraída

como un imán, me siento a horcajadas sobre él.

—Pequeña… —me dice con su voz ronca—.

Cuidado con tu brazo.

Asiento hipnotizada, mientras noto las yemas

de sus dedos subir por mi columna y dibujar

circulitos sobre mi piel. Cierro los ojos y disfruto

del contacto y la finura de sus dibujos. Cuando

los abro, su boca busca la mía y me besa con

dulzura mientras me aprieta contra él. Tranquilos

y pausados, permanecemos durante más de diez

minutos prodigándonos mil caricias, hasta que

mi impaciencia hace que me levante sobre sus

piernas y yo misma introduzca su duro y

excitado pene en mi interior.

Mi carne se abre para recibirlo y jadeo al sentir

su invasión. Eric cierra los ojos con fuerza y

siento que se contrae para mantener su

autocontrol. Lentamente muevo mis caderas de

adelante hacia atrás en busca de nuestro placer.

Espero un azote, un fuerte empellón que me

traspase, pero no. Eric sólo me mira y se deja

llevar como una ola en calma por mis

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movimientos.

—¿Qué te ocurre? —susurro, inquieta—. ¿Qué

te pasa?

—Estoy cansado, cariño.

Su erótica voz al llamarme cariño, sus palabras y

la suavidad de sus dedos al pasar por mi cuerpo

me avivan.

¡Ahora lo entiendo!

Intenta hacer lo que le acabo de pedir. Me hace

el amor. Nada de azotes. Nada de fuertes

penetraciones. Nada de exigencias. Pero en ese

momento, hundida dentro de él, yo no quiero

eso. Yo quiero acceder a sus caprichos, a sus

reclamaciones. Quiero que su placer sea mi

placer. Quiero… quiero… quiero.

Conmovida por el control que veo en su mirada,

me dejo llevar por mi placer, decido aprovechar

lo que hace por mí y hacerlo cambiar de idea para

que me posea como yo deseo que lo haga. Acerco

su boca a mis pechos. Eric los acepta y los lame

con docilidad, con mimo. El calor se apodera de

mí, mientras siento que él ha dejado en mis

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manos el momento. Me muevo en círculos en

busca de mi propio placer y lo consigo. Jadeo. Me

aprieto contra él. Chillo y vuelvo a jadear. Su

cuerpo tiembla mientras el mío vibra enloquecido

porque su lado rudo y salvaje tome los mandos

de la situación y me penetre con avidez.

¡Lo necesito!

¡Lo anhelo!

Quiero que mis demandas sean las suyas, pero

Eric se niega. No quiere entrar en mi juego y,

finalmente, cuando el calor inunda mi atizado

deseo, apoyo mis brazos en sus muslos y soy yo

la que me muevo con brusquedad. Busco mi

placer, me muero por encontrarlo. Cuando el

orgasmo me llega, grito y me arqueo sobre él y,

entonces, sólo entonces, Eric me agarra de la

cintura. Siento la tensión de sus manos, cómo me

aprieta una sola vez hacia él y luego se deja llevar

en silencio.

Permanezco abrazada a él unos minutos.

No entiendo por qué se ha comportado así.

—Jud… a esto me refiero. Para que yo disfrute

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en el sexo, necesito mucho más.

Me niego a mirarlo.

Me niego a dejar de abrazarlo.

No quiero que esto acabe y, menos aún,

perderlo.

Pero, finalmente, Eric se levanta de la cama y

me arrastra con él. Coge un pañuelo de papel de

mi mesilla y me limpia. Después se limpia él. Sin

hablar, coge el pijama del Demonio de Tasmania.

Me pone el culotte y después la camiseta de

tirantes. Él se pone los calzoncillos. Apaga la luz

y me obliga a tumbarme junto a él. Esta vez me

da la vuelta y me agarra por detrás. Teme

hacerme daño en el brazo. No hablamos. No

decimos nada. Sólo intentamos descansar

mientras los dos oímos el sonido de nuestras

respiraciones en nuestra despedida.

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23

Me despierto sobresaltada.

Miro el reloj. Las cuatro y treinta y ocho.

Estoy sola en la cama. ¿Dónde está Eric?

Me asusto. No quiero que se haya ido. Me

levanto con rapidez. Cuando llego al salón veo

que se echa unas gotas en los ojos, se mete algo

en la boca y da un trago del vaso de agua.

Después se sienta, se pone los cascos de mi iPod

para escuchar música y cierra los ojos. Lo observo

durante unos minutos y sonrío. ¡Está escuchando

música!

Al oírme, abre los ojos y se levanta.

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—¿Estás bien?

Mientras me trago las lágrimas de felicidad por

ver que aún está allí, me toco el brazo y

respondo:

—Sí. Es sólo que, al no verte, creí que te habías

marchado.

Eric sonríe.

—Duermo poco. Ya te lo dije.

—Oye… He visto que te tomabas algo, ¿qué era?

—Una aspirina. Me duele la cabeza —responde

con una encantadora sonrisa.

Convencida con su respuesta, me dirijo a la

cocina. Necesito beber agua.

Cuando abro el frigorífico, veo las trufas y se me

antoja comerme alguna. Bebo agua, pongo un par

de trufas en un plato y regreso al salón. Eric, que

está sentado en el sillón, sonríe al verme.

—Golosa.

Divertida, le devuelvo la sonrisa y me doy

cuenta de que su gesto es cansado. Normal, no

duerme. Me siento a su lado.

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—Me encanta esta canción.

Le quito uno de los cascos, me lo pongo en mi

oreja y oigo la voz de Malú.

—A mí también. La letra me recuerda a

nosotros.

Él asiente. Yo cojo una de las trufas con la mano

y comienzo a mordisquearla.

Sonríe.

¡Dios! ¡Me encanta verlo sonreír!

—¿Puedo probar la trufa?

—Claro.

Y, cuando veo que va a darle un mordisco a la

trufa que tengo en mis manos, la acerco a mi

boca, la restriego en mis labios y murmuro:

—Ya puedes probar.

Vuelve a sonreír. Se le ilumina la mirada y

obedece sin rechistar. Sus labios toman los míos

y, con una calma y placidez que me pone a mil,

los chupa, los lame y lo finaliza con un dulce

beso.

—Exquisita… la trufa también.

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Cuando dice eso, suelto el resto de la trufa en el

platito que he dejado encima de la mesa y me

levanto. Me quito el pijama y, sólo con las bragas

puestas, me siento a horcajadas sobre él.

Hasta el momento tenía tres adicciones. La

Coca-Cola, las fresas y el chocolate. Pero ahora le

sumo una más fuerte y poderosa llamada Eric. Lo

deseo… Lo deseo y lo deseo. Da igual la hora, el

momento o el lugar… lo deseo.

Sorprendido por aquello, se quita los cascos.

—¿Qué haces, Jud?

—¿Tú qué crees?

—Me duele la cabeza, nena…

Como respuesta, lo beso. Un beso caliente,

cargado de erotismo y lleno de anhelos.

—Jud…

—Te deseo.

—Jud, ahora no…

—Eric, ahora sí. Te deseo con exigencias. Con

demanda. Con pretensión. Quiero que me folles.

Quiero que disfrutes de mí. Quiero todo lo que tú

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desees y lo quiero ahora.

Se acomoda en el sillón y, con cuidado, me

rodea con sus brazos la cintura. Lo miro y veo

que no esperaba mis exigencias y que lo vuelven

loco. Mis caderas toman vida propia y se mueven

sobre él. Su respuesta es inmediata. Noto cómo

crece su duro pene y eso me activa más.

Una de sus manos abandona mi cintura para

subir por mi espalda hasta llegar a mi pelo. Lo

agarra y tira de él. Sí… ¡ése es Eric!

Mi cuello queda totalmente expuesto ante su

boca y lo chupa. Lo lame con ansiedad, con

capricho y me hace suspirar de placer.

Su otra mano abandona mi cintura y llega hasta

mis pechos, que quedan ante él. Su boca carnosa

se dirige hacia ellos. Los chupa. Los devora. Me

mordisquea los pezones y los endurece. Me

aviva.

Me suelta el pelo y puedo volver a mirarlo a la

cara. Sus manos están a cada lado de mis pechos

y, con reclamación, los junta y los aprieta para

meterse los dos pezones en la boca.

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—Me vuelves loco…

—Tú a mí más, aunque a veces eres un

gilipollas.

Sonríe. Me pego a él.

—Jud… tu brazo. Cuidado. Vas a hacerte daño.

Su preocupación por mí me chifla. Cuando va a

tomar las riendas de la situación, le sujeto las

manos y susurro cerca de su boca:

—No… Eric… tu castigo por no haber

cooperado conmigo hace unas horas en mi cama,

será que yo mando.

—¿Mi castigo?

—Sí. Creo que voy a tener que empezar a

castigarte como tú a mí.

—Ni lo sueñes, pequeña.

Su mirada cargada de erotismo consigue

enajenarme.

Durante unos segundos, se resiste a dejar que

sea yo quien lleve la batuta, quien lo posea, pero

al final noto que sus manos regresan a mis

piernas y, mientras las pasea por ellas, murmura:

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—De acuerdo… pero sólo por hoy.

Decido jugar a su juego y me dejo llevar por el

morbo. Cojo sus manos y las retiro de mis muslos

mientras le ordeno.

—Prohibido tocar.

Gesticula. Quiere protestar y frunzo el ceño.

Cuando veo que se queda quieto, me agarro los

pechos y los acerco a su boca. Se los ofrezco. Lo

obligo a que primero me chupe uno y después el

otro y, cuando mis pezones vuelven a estar tiesos,

se los retiro de la boca y sonrío. Eric gruñe.

—Dame tu mano —le pido.

Me la entrega y la paseo por mi pierna hasta

llegar a la cara interna de mis muslos. Le dejo

tocarme y pronto introduce un dedo bajo mis

bragas. Dejo que se encapriche más de mí y,

cuando se anima, lo obligo a que saque el dedo y

se lo llevo a su propia boca.

—Resbaladiza y húmeda, como a ti te gusta.

Intenta cogerme de nuevo por la cintura y le

doy un manotazo.

—Prohibido tocar, señor Zimmerman.

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—Señorita Flores… modere sus órdenes.

Sonrío, pero él no. Eso me gusta.

Subo mi mano izquierda hasta su cuello, la meto

entre el sillón y él y le agarro del pelo con

cuidado. No quiero que le duela más la cabeza.

Su cuello queda expuesto totalmente ante mí,

mientras siento el latido de su corazón entre mis

piernas.

—Señor Zimmerman, no olvide que ahora

mando yo.

Saco mi lengua y le chupo el cuello. Me deleito

con su sabor y finalmente acabo en su boca.

Adoro su boca. Le devoro los labios y oigo un

gemido gutural salir de su interior.

—Me encantan tus ojos —murmuro—. Son

preciosos.

—Yo los odio.

Me hace gracia su comentario. Eric tiene unos

maravillosos ojos azules que estoy segura que

causan furor allá por donde vaya. Cada segundo

que pasa me siento más alterada, acerco mis

pechos de nuevo a su boca y, cuando él me los va

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a chupar, se los retiro. Sin dejar de mirarlo a los

ojos, me escurro entre sus piernas y, con cuidado

de no darme en el brazo, meto mi mano bajo sus

calzoncillos, agarro su caliente pene y sus duros

testículos y saco todo ello al exterior.

¡Oh, Dios! Es impresionante.

El poderoso latido de aquel grueso glande

hinchado hace que la vagina me tiemble de

impaciencia. Y cuando acerco mi boca hasta su

rosado capullo y me lo introduzco, lo siento

temblar a él. Mi lengua, deseosa, pasea por su

pene y le reparto cientos de dulces besos

cargados de erotismo y perversión. Juego mimosa

hasta que sus jadeos por lo que le hago me hacen

mirarlo y veo que tiene la cabeza recostada en el

sofá y los ojos cerrados. Su mandíbula está tensa

y tiembla de gozo. ¡Oh, sí… sí! De pronto, noto

sus manos en mi cabeza y digo para que me

escuche:

—Imagina que estamos en el club de

intercambio y alguien nos mira y se muere

porque tú le permitas tocarme, mientras me haces

el amor con la boca delante de él. ¿Te gusta?

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—Sssí… —consigue decir mientras enreda sus

dedos entre mi pelo.

Noto sus caderas moverse y su pene se acomoda

aún más en mi boca. Eso me da fuerzas para

continuar mientras siento cómo todo él se contrae

de placer. Con delicadeza, mordisqueo alrededor

de su capullo y me paro en una finita tela. Mi

lengua se desliza por ella consiguiendo que Eric

se mueva y resople y más cuando finalmente la

agarro con mis labios y tiro de ella.

Como si de un helado se tratara, lo chupo, lo

degusto. Recuerdo la trufa que hay sobre la mesa

y sonrío. Cojo un poco con mi dedo, lo unto en su

pene mientras me recreo y murmuro que otro día

será él quien unte esa trufa en mi clítoris para que

otros me chupen. Eric jadea, muerto de placer.

Con mi otra mano libre le agarro los testículos y

se los toco. Eric tiene un espasmo, después otro y

sonrío al oírlo resoplar.

Anhelante de su pene, regreso a él. Lo meto con

mimo en mi boca, pero ya está tan enorme e

hinchado que no cabe, por lo que decido subir y

bajar mi lengua por él mientras el sabor a trufa

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me hace disfrutar más y más. Le enloquece lo que

hago, lo que le digo, así que lo repito una y otra

vez hasta que sus jadeos son más continuos y

fuertes. Sus caderas me acompañan, sus dedos en

mi pelo se tensan y me embiste en la boca.

La sensación me embriaga. Estoy poseyéndolo

con mi boca y me gusta tenerlo entre mis manos y

bajo mi merced. Pongo una de mis manos sobre

sus marcados abdominales y le clavo las uñas.

Eso lo hace jadear más mientras sus caderas no

paran de moverse. Agarro su glande endurecido

con mis manos y comienzo a masturbarlo con

embestidas potentes, como a él le gustan,

mientras fantaseo sobre lo que otro hombre me

estaría haciendo a mí.

El cuerpo de Eric se contrae una y otra vez, pero

se niega a dejarse llevar.

—Súbete en mí, Jud… Por favor, hazlo.

Su voz implorante y mi deseo por él me llevan a

obedecerlo.

Me siento a horcajadas sobre él y entonces me

penetra. Estoy mojada y resbaladiza. Se encaja

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totalmente en mí y los dos gritamos.

—¡Dios, nena, con lo que dices me vuelves loco!

Mimosa y dispuesta a todo, lo miro.

—Eso quiero… Jugar contigo a todo lo que

quieras porque tu placer es el mío y yo deseo

probarlo todo contigo.

—Jud… —jadea.

—Todo… Eric… todo.

Noto cómo se abre paso en mi interior.

Enloquecida, me sujeto a sus hombros mientras él

me agarra con posesión del culo y con su

demanda me hace subir y bajar para encajarse en

mí una y otra vez mientras me mira y me come

por el deseo.

Su glande duro y caliente, entra y sale de mí con

desesperación, mientras mi vagina se contrae y lo

succiona. Muevo las caderas frenéticamente y

tiemblo mientras Eric, con movimientos

devastadores y duros, continúa llevándome hasta

el clímax.

Mis pechos saltan ante él y, cuando su boca me

agarra un pezón y me lo muerde al tiempo que

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me penetra, un orgasmo devastador toma mi

cuerpo. Mientras, él me colma de largas

embestidas hasta que no puedo más y lo oigo

sisear mi nombre entre jadeos y contracciones.

Cuando todo acaba y quedo sobre él extasiada y

húmeda, me doy cuenta de una gran verdad.

Estoy total y completamente sometida y

enamorada de él.

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24

Después de un maravilloso sábado juntos, el

domingo de madrugada me despierto sobre las

seis de la mañana y oigo unos extraños ruidos en

el baño. Me levanto y me sorprendo al ver a Eric

vomitando. Al verme aparecer, me pide enfadado

que salga y que espere fuera. Le hago caso y

cuando sale, con gesto dolorido, se sienta en el

sillón y cierra los ojos.

—¿Qué te ocurre?

—Algo me debió de sentar mal anoche.

—¿Quieres una manzanilla para que te asiente

el estómago?

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Eric, con los ojos cerrados, niega con la cabeza y

murmura:

—Por favor… apaga la luz y vete a dormir.

—Pero…

—Jud —susurra, enfadado.

—Pero qué gruñón eres, ¡por Dios! —insisto.

—Vale… soy un gruñón. Ahora, por favor, haz

lo que te pido.

Sin decir nada más desaparezco y me tumbo en

la cama. No quiero darle muchas vueltas a lo

ocurrido. Intento entender que, si está mal, lo que

menos le apetece es tenerme a mí al lado

haciéndole preguntas. Me duermo y me despierto

sobre las diez. Nada más abrir los ojos, veo a Eric

a mi lado. Sonríe y su apariencia es buena.

—Buenos días.

—Buenos días… ¿estás mejor?

—Perfecto. Como te dije algo me debió de sentar

mal. —Voy a hablar y dice—: Mira lo que he

preparado para ti.

A mis pies hay una bandeja con el desayuno. Y,

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sobre ella, una flor de papel. Como una

tontorrona, la cojo y sonrío. Él me besa y

murmura:

—Déjame un hueco en la cama, luego

desayunamos, ¿te parece?

—Sí.

A las doce, tras hacer el amor, lo veo tan bien,

tan repuesto, que le propongo enseñarle el

popular Rastro de Madrid. Lo arrastro hasta el

metro, un lugar en el que Eric nunca ha estado.

—En algo soy la primera —le murmuro,

haciéndolo reír—. La primerita que te ha llevado

al metro de Madrid.

Cuando nos bajamos en la parada de metro de

La Latina, su sorpresa es mayúscula. Ver tanta

cantidad de gente de toda índole lo sorprende.

Se empeña en comprarme unos pendientes de

plata que he estado mirando en un puestecito.

Para mi gusto, cuarenta euros es carísimo. Para

su gusto, una baratija. Al final acepto. Pero a

cambio, en otro puesto le compro una camiseta

de Madrid con el mensaje «Lo mejor de Madrid…

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tú». Le hago quitarse su camisa en medio del

rastro y le insto a que se ponga la camiseta que yo

le he comprado. Accede y está guapísimo con ella

puesta.

Nos hacemos unas fotos con mi móvil y las

guardo como mi mayor tesoro.

Encantada, paseamos de la mano como una

pareja más, hasta que, al llegar frente a un puesto

de lamparitas hippies, quiere comprar dos para

llevárselas a Alemania y acordarse de su visita al

rastro. Me hace elegir y yo elijo dos de color lila

claro. Cuando las paga, me confiesa que una es

para mí. Eso me emociona. Cada uno tendrá una

en su hogar y, siempre que las miremos, nos

acordaremos del otro.

Tras aquello, caminamos un rato más por el

rastro hasta que Eric se niega en redondo a

seguir. La gente me da sin querer en el brazo y no

quiere que nadie me haga daño. Lo horroriza que

vuelva a sentir dolor. Al final, por no escucharlo,

accedo a marcharnos y cogemos un taxi. Lo llevo

a comer al Retiro.

Le propongo un par de restaurantes, pero él

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prefiere algo más íntimo.

Al final, compro unos bocadillos de tortilla y

nos sentamos en el mullido césped a comer,

mientras reímos y revisamos las bonitas

lamparitas.

—Son preciosas, ¡me encantan!

—Sí. Son muy bonitas.

Eric sonríe.

—¿Llevas pintalabios en el bolso?

Al escuchar aquello lo miro y achino los ojos.

—¿A qué clase de pintalabios te refieres? Te

recuerdo que estamos en un parque y no quiero

acabar en el calabozo por escándalo público.

La carcajada que suelta me reaviva el alma y él

responde a mi risa dándome un impulsivo beso

en la punta de la nariz.

—No me refiero a lo que tú crees, viciosilla, me

refiero a un simple pintalabios, ¿llevas?

Abro mi bolso. Saco un pequeño neceser y,

satisfecha, se lo enseño.

—Píntate los labios —me pide.

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Sorprendida, lo comienzo a hacer, pero me

detengo a medio pintar.

—¿Para qué es?

—Hazlo.

—No. Primero quiero saber para qué es.

Se encoge de hombros y suspira.

—Quiero que tus labios estén en la pantalla de

mi lámpara, junto a tu nombre.

—¡Vaya! ¡Me encanta la idea! Pero entonces yo

quiero lo mismo en la mía.

—¿Quieres que me pinte los labios?

—Sí —respondo divertida.

—¡Ni hablar!

—Venga, hombre —protesto—. Yo también

quiero tus labios en mi lámpara junto a tu

nombre.

Durante unos minutos bromeamos. Nos reímos.

Pero al final los dos nos pintamos los labios y los

plantamos en las lámparas. Nos limpiamos el

carmín con un pañuelo de papel y Eric me

entrega un bolígrafo. Bajo mis labios pongo:

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«Judith», y él bajo los suyos: «Eric».

—Ahora es más bonita —indica, divertido—.

Tus labios revalorizan la lámpara y siempre que

los vea en Alemania me acordaré de ti.

Eso me entristece. Regresa a Alemania en su jet

privado y se aleja de mí. Ya lo añoro y todavía no

se ha ido.

Cuando acabo el bocata, me tumbo en el césped

y él me imita.

—Volverás, ¿verdad? —le pregunto, incapaz de

mantenerme callada.

Como siempre, lo piensa antes de contestar.

—Claro que sí, pequeña. Parte de mi empresa

está en España.

Respiro aliviada.

—¿Qué es eso tan importante que te hace

interrumpir tu viaje? —sigo preguntando.

No responde. Sólo me mira.

—Es una mujer —gruño—, ¿verdad?

—No.

—¿Entonces?

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—Tengo obligaciones que no puedo desatender

y he de regresar.

Su contestación es tan cortante que decido

callar.

¡Me estoy pasando!

Miro la copa de los árboles. Hace aire y me

encanta ver cómo se mueven. Eso me relaja. Eric

pone su cabeza en mi campo de visión y me besa.

—Jud… —comienza a decir, mientras se separa

de mí.

—Tranquilo. Me he pasado. Soy una

preguntona.

—Jud…

—Que sí… que me he enterado. Que no soy

nadie para preguntar.

—Jud, escúchame, por favor.

Su tono de voz hace que lo mire.

—Prométeme que vas a continuar con tu vida

tal y como era antes de que yo irrumpiera en ella.

Voy a contestar, pero él me pone la mano en la

boca para continuar:

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—Necesito que me prometas que saldrás con tus

amigos y lo pasarás bien. Incluso que volverás a

quedar con el tipo ese con el que te metiste en los

baños de aquel bar y con ese tal Fernando, de

Jerez. Quiero que lo que ha pasado entre nosotros

quede como algo que ocurrió y nada más. No

quiero que le des importancia y…

—Vamos a ver. —Quito con brusquedad su

mano de mi boca—. ¿A qué viene ahora esto?

—Viene a colación de lo que hablamos en tu

casa.

Al recordar la conversación, me enfurezco.

Me voy a levantar del suelo, pero él se sienta a

horcajadas sobre mí, me sujeta los brazos por

encima de mi cabeza y me inmoviliza.

—Necesito que me prometas lo que te he

pedido.

—Pero, Eric, yo…

—¡Prométemelo!

No entiendo qué pasa.

No entiendo por qué quiere que le prometa lo

que pide. Pero la determinación en sus ojos me

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hace decirle:

—Vale, te lo prometo.

Su gesto se relaja, baja hacia mi boca e intenta

besarme. Yo retiro la cara.

—¿Me acaba de hacer la cobra, señorita Flores?

—Sí.

—¿Por qué?

—Sencillamente porque no quiero besarte.

Divertido, curva sus labios.

—¿En este momento para ti soy un gilipollas?

—Pues sí. En toda su extensión, señor

Zimmerman.

Eric me suelta y se tumba a mi lado. Los dos

miramos las copas de los árboles y no hablamos.

Minutos después siento que me coge de la mano.

La aprieta y yo la acepto.

Una hora después, su móvil suena. Es Tomás.

Nos espera a la salida del Retiro que está enfrente

de la Puerta de Alcalá. En silencio, cogidos de la

mano, caminamos por el parque hasta llegar al

coche. Tomás, al vernos, nos abre la puerta y

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montamos. Una vez en el interior, noto la mirada

pensativa de Eric. Quiero saber qué piensa. Pero

no quiero preguntar. Y cuando llegamos a mi

casa, saca mi lamparita de la bolsa, me la entrega

y me da un suave beso en los labios, mientras me

retira el pelo de la cara.

—Siempre que la mire, me acordaré de ti,

pequeña —murmura.

Asiento. No puedo hablar. Esto es una

despedida.

Si hablo, lloro y no quiero que me vea llorar.

Finalmente, sonrío, él cierra la puerta y se va.

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25

Lunes

El despertador suena a las siete de la mañana.

¡Qué asco madrugar!

Me levanto y me meto en la ducha sin ganas.

Estoy agotada. No he podido dormir pensando

en Eric. Cuando regreso a la habitación para

vestirme, fijo mi mirada en la lamparita. Me

siento en la cama y, con añoranza, paso mis

dedos por el dibujo de sus labios y su nombre.

Durante un buen rato me dedico a mirarlo

mientras pienso en él.

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Finalmente me levanto de la cama. Tengo que ir

a trabajar. Me visto y cojo mi coche.

Cuando llego al trabajo, dejo el bolso sobre la

mesa y siento que alguien se acerca a mí por

detrás. Es mi compi, Miguel.

—Buenos días, preciosa.

—Buenos días.

Al ver mi desgana, se aproxima todavía más y

me observa.

—Vaya… —murmura—. ¿Iceman te hizo

trabajar más de la cuenta? Tu pinta es horrible.

Su comentario me reactiva.

—Sí —le digo, sonriendo—. Es un poco negrero

en el trabajo. Pero por lo demás, bien.

De pronto Miguel se percata del vendaje de mi

brazo.

—Pero ¿qué te ha pasado?

Sin ganas de dar muchas explicaciones, musito:

—Me quemé con la plancha.

Miguel asiente y vuelve a preguntar:

—¿Cuándo regresaste del viaje?

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—El viernes por la noche. De momento se han

cancelado las reuniones que teníamos porque el

señor Zimmerman tuvo que regresar a Alemania.

Miguel mueve su cabeza afirmativamente. Me

coge del brazo y dice:

—Vamos. Te invito a desayunar y me cuentas

qué te pasa.

En el desayuno, para justificar mis ojeras, hablo

de Curro. El simple hecho de nombrarlo me llena

los ojos de lágrimas y es un buen pretexto para

que no se percate de lo que realmente me pasa.

Veinte minutos después, una vez acabados los

desayunos, regresamos a nuestros puestos de

trabajo. Hay mucho que hacer.

Mi jefa me saluda a medida que pasa por mi

lado y me pide que entre en su despacho. Desea

que le informe de qué tal ha ido todo y lo que le

explico parece agradarle. Tras eso, me carga de

trabajo. Su manera de decirme lo enfadada que

está por que el jefazo me llevara a mí y no a ella

es ésa: ¡agobiándome con el trabajo! Cuando

salgo de la oficina por la tarde estoy agotada,

pero decido ir al gimnasio. Necesito desfogarme

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y allí lo consigo.

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Martes

Le envío un e-mail a Eric… No contesta.

Mi jefa me satura. Está tremendamente

impertinente.

Cualquier día la mando a la mierda y me voy al

paro de cabeza.

Fernando me llama. Hablo con él e insiste para

que adelante mi viaje a Jerez.

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Miércoles

Vuelvo a enviarle otro e-mail a Eric… Tampoco

contesta.

Hoy he tenido que salvarle el culo a mi jefa.

Gerardo, el jefe de personal, llegó de improviso

y tuve que ingeniármelas para que no pillara a la

calentona de mi jefa y a Miguel en actitud no

muy profesional en el despacho.

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Jueves

Me niego a enviarle más correos a Eric. Pero al

final no lo puedo remediar y le envío uno en el

que sólo pone «¡Gilipollas!».

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29

Viernes

Mi desesperación es máxima.

Ni una noticia. Ni una llamada. Nada.

No sé absolutamente nada de él. Y eso me hace

entender que efectivamente fui su juguete

durante unos días y ahora sólo espero olvidarme

yo de él.

Mi jefa es una borde. Hoy me ha montado un

numerito delante de varios compañeros. No la he

mandado a hacer puñetas porque hay mucho

paro, porque si no… ésta se iba a enterar de quién

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es Judith Flores García.

Por la tarde, me llama mi amiga Azu y quedo

con ella para ir al cine. Vamos a ver la película

Tengo ganas de ti y lloro… lloro como una

magdalena. Es preciosa y triste a la vez. Me siento

como Ginebra, una guerrera luchadora e

incomprendida, y enamorada hasta las trancas de

un hombre que guarda secretos.

A la salida, mis amigos, que nos esperan, se ríen

de mí. Ninguno entiende que llore por una

película y proponen ir a tomar unos pinchos a la

plaza Mayor. Saben que me gustan y eso me

alegrará.

Entre pincho y pincho, caen muchas cervezas y

por fin consigo sonreír. De allí nos vamos a tomar

unas copas y, a las cuatro de la mañana, ¡por fin

vuelvo a ser yo! Río, me divierto y bailo como

una loca, aunque para eso me he bebido los

suministros de ron con Coca-Cola de todo

Madrid.

A la mañana siguiente, el zumbido de la puerta

me despierta.

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Me tapo la cabeza con la almohada, pero el

zumbido sigue y sigue… Cabreada, me levanto y

descuelgo el telefonillo.

—¿Quién es?

—Hola, tita. Somos mami y yo.

Lo que me faltaba.

¡Mi hermana!

Les abro la puerta con desgana. Comenzar el día

con la negatividad de mi hermana me desespera,

pero no tengo escapatoria. Mi pequeña sobrina se

tira a mis brazos como una bomba nada más

verme y mi hermana, al ver mi estado, pasa sin

decir ni mu y rápidamente pone la tele. Busca el

canal de los niños y, en cuanto sale Bob Esponja,

la pequeña desaparece de nuestro lado. Menudo

enganche tiene a esos ridículos dibujos.

Entro en la cocina, como un espíritu.

Me preparo un café y mi hermana me sigue. Su

gesto es serio y presiento que va a acribillarme a

preguntas. Veo cómo encoge el cuello.

—Lo primero, dame mi copia de las llaves de tu

casa ahora mismo.

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Con ganas de degollarla, voy hasta el aparador

de la entrada, las saco y se las pongo en la mano

en cuanto llego de vuelta a la cocina.

—Lo segundo —prosigue—, eres una mala

hermana. Te he llamado cientos de veces durante

estos días y no me has devuelto las llamadas. ¿Y

si hubiera pasado algo grave?

No contesto. Tiene razón. A veces soy una

descerebrada y esta vez asumo que lo he sido.

—Y lo tercero, ¿qué narices te pasa para que

tengas esta pinta tan desastrosa?

—Raquel, anoche salí de juerga y me he

acostado a las siete de la mañana. Estoy

destrozada.

Mi hermana se prepara otro café y se sienta

frente a mí.

—Desde luego, la juerga ha tenido que ser

apoteósica. Tu pinta lo dice todo.

—Lo ha sido —murmuro, mientras cojo una

aspirina. La necesito.

—¿Fue con el chulazo ese con el que sales?

—No.

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Su gesto se descompone y el mío más al pensar

en Eric.

A mi hermana, Azu y mis amigos no le gustan.

Eso de que lleven piercings en la ceja y tatuajes le

parece algo de delincuentes. Está muy

equivocada, pero como ya se lo he intentado

explicar muchas veces, paso de seguir con el

mismo rollo. Que piense lo que le salga del

mismísimo mondongo.

—Cuchuuuu… no me digas que la juerga ha

sido con esos amigos que tienes porque me

cabreo.

Me encojo de hombros y suelto:

—Cabréate. Así tendrás dos oficios: cabrearte y

descabrearte.

—¿Y qué me dices de Eric? Así se llama,

¿verdad?

—Sí.

—¿Sigues con él?

—No.

—Pero ¿por qué?

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—¿Y a ti que te importa, Raquel?

—Por Dios, Judith, parecía un tío que se viste

por los pies. ¿Cómo lo dejas escapar?

Ese comentario es de mi padre, pero, no

contenta con lo que ha dicho y a pesar de que la

miro con mi gesto de «¡Cállate o te callo yo de un

puñetazo!», prosigue:

—Desde luego, Judith, no te entiendo.

Fernando, el hijo del Bicharrón bebe los vientos

por ti y tú pasas de él y ahora, para otro hombre

interesante, decente y con pinta de serio que se

fija en ti, ¡lo pierdes!

—Joder… ¡¿te quieres callar?!

Mi hermana arruga el cuello. Uy, mal asunto.

—Pues no. No me voy a callar. Llevo sin verte

demasiados días y cuando te llamo no me coges

el teléfono. Y hoy vengo a verte y te encuentro

hecha una piltrafa humana por haber salido con

tus amigotes. Y encima ya no estás con Eric.

Resoplo. Resoplo y resoplo.

Y, cuando creo que ya no tengo más aire viciado

en mi cuerpo que soltar, miro a la plasta de mi

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hermana.

—Mira, Raquel, no tengo ganas de hablar sobre

Eric, ni sobre mis amigos, ni sobre Fernando, ni

sobre nada. ¡Todo eso me importa una mierda!

Llevo una semana de perros en el trabajo y

anoche salí porque necesitaba divertirme y

olvidarme de todas las cosas que me machacan la

cabeza. Y ahora tú estás aquí gritándome como

una posesa sin corazón, sin querer darte cuenta

de que la cabeza me estalla… Y como no te calles

te juro que soy capaz de hacer cualquier cosa, y

no buena, precisamente.

Mi hermana mueve su café, le da un trago y,

tras dejarlo sobre la mesa, se le arruga la cara,

pone gesto de perro pachón y se pone a llorar.

¡Perfecto…! ¡Lo que me faltaba!

Al final, abandono mi silla para acercarme a ella

y la abrazo.

—Vale… perdona, Raquel. Perdona por haberte

gritado así. Pero ya sabes que no soporto que te

metas en mi vida y…

—Tengo algo que explicarte y no sé cómo

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hacerlo, cuchufleta.

Aquel cambio en la conversación me

desconcierta.

—Vamos a ver, ¿otra vez estamos con que Jesús

te engaña?

Mi hermana se seca los ojos. Se levanta. Observa

a mi sobrina desde la puerta y, acercándose de

nuevo a mí, murmura:

—Judith. Te he llamado mil veces para

explicártelo.

Asiento. He visto sus llamadas perdidas pero he

pasado de ella. Me siento fatal.

—Yo… yo es que no sé por dónde empezar —

cuchichea—. Es todo tan… tan…

Eso me pone la carne de gallina y me comienza

a picar el cuello. ¿Será cierto que el atontado de

mi cuñado la engaña? Convencida de que esta

vez la cosa es grave, le tomo las manos.

—Tan ¿qué?

Mi hermana se tapa la cara con las manos y yo

me quiero morir de angustia. Pobrecita. Soy peor

que una bruja. La conozco y lo está pasando fatal.

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—Es que me da vergüenza.

—Déjate de vergüenzas. Soy tu hermana.

Raquel se pone como un tomate. Se lleva la

mano al cuello, baja la voz y cuchichea:

—Jesús y yo hablamos seriamente la semana

pasada cuando vino de su viaje. —Hago un gesto

de comprensión con la cabeza. Eso es un buen

comienzo—. Me ha dicho que no tiene ninguna

amante y que me quiere, pero…

—¿Pero?

—Al día siguiente de nuestra conversación, el

miércoles de la semana pasada, cuando Luz se

durmió cerró la puerta del salón y… y… puso

una peli de esas guarras.

—¿Una peli porno?

—Sí. ¡Oh, Dios…! ¡Qué cosas vi!

Me río. No puedo remediarlo.

—Venga, Raquel, no me seas antigua. Verías a

gente dale que te pego y…

—… Y tríos y orgías y…

—Vaya… veo que Jesusito te culturizó.

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Ambas soltamos una carcajada.

—Reconozco que ver eso me subió la libido a

mil y… bueno… —susurra—… Una cosa llevó a

la otra e hicimos el amor en el salón. ¡En el suelo!

—¡Vaya no me digas!

—Como te lo cuento.

Divertida por saber que a mi hermana hacer

sexo en el suelo le parece inaudito, musito:

—Bueno, ¿y qué tal?

Sonríe. Se muere de la vergüenza y murmura

sin mirarme:

—¡Oh, Judith…! Fue como cuando éramos

novios. Pasión en estado puro.

La agarro de las manos y la incito a mirarme.

—Eso es fantástico. ¿No es lo que querías?

¿Pasión?

—Sí.

—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué me miras con

esa cara?

—Porque en eso no termina la cosa. El sábado

quise sorprenderlo yo. Hablé con la madre de

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Alicia y llevé a Luz a dormir a su casa. Preparé

una cenita, fui a la peluquería y… y…

—¿Y?

—¡Ay, Cuchuuu! ¡Que me da vergüenza!

Pongo los ojos en blanco y resoplo.

—Pero vamos a ver, si me vas a decir que viste

otra película porno con tu marido y lo hicisteis

contra la puerta, ¿dónde está lo malo?

Mi hermana se pone la mano en el pecho.

—Judith… es que no sólo lo hicimos en el sofá y

en el suelo, es que lo hicimos sobre la lavadora y

en el pasillo.

—Vaya con Jesusín… ¡Menudo machote tienes

en casa!

Por fin, mi hermana ríe a carcajadas y se acerca

a mí.

—Me compró un conjunto rojo muy sexy y me

lo hizo poner.

—Genial, Raquel…

—Y luego… cuando menos me lo esperaba, me

hizo otro regalo y…

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—¿Y?

Raquel bebe un trago de su café. Saca su

abanico, se da aire y añade colorada como un

tomate:

—Me regaló un… un… un… consolador. Vale,

¡ya lo he dicho! Dice que quiere que juguemos en

la cama, que nuestra relación lo necesita y

entonces fantaseamos.

Me entra la risa otra vez.

¡No lo puedo remediar!

Mi hermana me mira y, molesta ante mi

reacción, murmura:

—No sé qué te hace tanta gracia. Te estoy

diciendo que…

—Perdona… perdona, Raquel. —Me pongo

seria y bajo la voz, como ella—. Me parece

estupendo que Jesús te regale un consolador y

fantaseéis. Si así vuestra vida sexual se reactiva,

¡genial! Fantasear es bueno… La imaginación está

para algo, ¿no crees?

Ella asiente roja como un tomate.

—¡Ay, Jud…! Me pongo colorada de recordar

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las cosas que me decía Jesús.

Intento entenderla. Intento imaginarme lo que

Jesús le decía y eso me hace sonreír. Al final, los

humanos nos parecemos los unos a los otros más

de lo que pensamos. Me acerco a su oído.

—Vale… no me cuentes lo que Jesús te decía

pero ¿qué tal con Don Consolador?

—¡Judith!

—¿Le has puesto nombre?

—¡Cuchuuuu, por Dios!

—Venga, va… ¿te gustó o no?

Mi hermana vuelve a ponerse como un tomate

pero, al ver que no le quito ojo, asiente.

—Oh, Judith, fue fantástico. Nunca pensé que

un aparatito de esos que vibra y se mueve con

pilas junto con la imaginación pudiera dar tanto

juego. Sólo puedo decirte que desde el sábado no

hemos parado. Estoy asustada, ¿será malo tanto

sexo? Con decirte que me duele hasta la

entrepierna…

Divertida por la confidencia de mi hermana

vuelvo a reírme. No lo puedo remediar.

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—Pues dile que te regale un vibrador para el

clítoris —cuchicheo en su oído de nuevo—. ¡Es

alucinante!

La cara de mi hermana ahora es un poema.

Yo… su hermanita pequeña, acabo de revelarle

que nada de lo que ella me pueda contar me

asombra. Deja el abanico sobre la mesa y se

acerca a mí.

—Pero ¿desde cuándo utilizas tú esas cosas?

—Desde hace tiempo —miento.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

Asombrada por aquella pregunta, clavo mi

mirada en ella.

—Vamos a ver, Raquel, el que tú necesites

explicarme tus intimidades en la cama con tu

marido no significa que yo necesite explicarte las

mías. Los utilizo y punto. Y ahora, si tú has visto

que te excitan, te ponen o como quieras llamarlo,

disfruta del momento y seguro que tu vida será

más feliz.

Mi hermana asiente y le da un nuevo trago a su

café.

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—Eres mi mejor amiga y necesitaba decírtelo.

Sabía que no te escandalizarías y me animarías a

que siguiera jugando con Jesús.

Sonrío, le tomo de la mano y ella sonríe

también. En ocasiones parezco yo la hermana

mayor y eso me gusta.

—Esas cosas, como tú las llamas, son juguetes

sexuales y no hay ningún mal en utilizarlos —

cuchicheo, finalmente, entre risas—. Y sí… yo

también juego con ellos y con la imaginación.

Creo que el noventa por ciento del planeta lo

hace, pero pocos lo dicen. El sexo, ya sabes que es

tabú y, aunque todos lo hacemos, ninguno

hablamos de ello. Pero el morbo es el morbo y

hay que disfrutar de él.

Eric regresa a mi cabeza y, con una sonrisita

tonta, añado:

—Recuerdo que la persona que me regaló mi

primer juguete me dijo que cuando un hombre

regala un aparatito de ésos a una mujer es porque

quiere jugar con ella y pasarlo bien. Por lo tanto,

hermanita, ¡a disfrutar, que la vida son dos días!

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De pronto, mi hermana suelta una carcajada y

yo la imito. Aún no me puedo creer que yo esté

hablando de vibradores y utilizando la palabra

«jugar» con mi hermana cuando entra mi sobrina

en la cocina.

—¿De qué os reís?

Contra todo pronóstico, Raquel me guiña un ojo

y dice, mientras yo me río a carcajadas.

—De lo mucho que a tu tía y a mí nos gusta

jugar.

Esa noche, tras una tarde de risas y confidencias

con la ahora ¡alocada de mi hermana!, enciendo el

ordenador nada más irse las dos y me quedo

ojiplática. ¡He recibido un correo de Eric!

Nerviosa, lo abro y me sorprende ver que lleva

un archivo adjunto. Abro el archivo y veo una

foto mía de la noche anterior, bailando como una

loca con los brazos en alto. Eso me cabrea. ¿Me ha

vuelto a espiar? Pero mi enfado se redobla

cuando leo el texto del correo.

De: Eric Zimmerman

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Fecha: 21 de julio de 2012 08.31

Para: Judith Flores

Asunto: Preciosa cuando bailas

Me alegra verte feliz y más aún saber que

cumples lo prometido.

Atentamente,

Eric Zimmerman (el gilipollas)

La sangre se me espesa. Saber que me vigila,

que ha leído el correo donde lo insulté y que no

me respondió me enfurece hasta unos límites

insospechados ¿Por qué no me llama? ¿Por qué

no responde a mis correos? ¿Por qué me sigue?

Pienso en contestarle. Comienzo a escribir,

diciéndole de todo menos bonito. Pero no… me

niego a darle ese gusto y lo borro de un plumazo.

Finalmente, apago el portátil y, con un enfado

impresionante, me voy a la cama. Nueva noche

en blanco.

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30

El sábado por la tarde decido salir de nuevo con

mis amigos. Nos tomamos unas birras en el bar

de Asensio, cenamos en una pizzería y, después

de la cena, nos vamos a tomar algo al Amnesia.

Miro a mi alrededor en busca del espía que Eric

con seguridad ha mandado tras de mí. Como es

lógico, no veo nada. Sólo gente divirtiéndose

como yo.

Cuando llevo una hora allí, aparece Fernando.

Lo miro sorprendida y él me sonríe.

—¿Qué haces aquí?

—Jerez sin ti es muy aburrido.

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Extrañada por aquella aparición, vuelvo a

mirarlo.

—Fernando… te estás equivocando conmigo.

Nunca te he mentido y…

Pone un dedo en mi boca para hacerme callar.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Vamos… ven a

mi hotel. Tenemos que hablar.

Me despido de mis amigos y a Azu le prometo

que regresaré pronto. Sé que lo haré. La

conversación que voy a tener con Fernando va a

ser corta y, seguramente, no muy agradable.

Cuando llegamos al hotel, la tensión se puede

palpar en el ambiente. Me niego a subir a su

habitación. Vamos a la cafetería y pedimos algo

de beber. Hablamos durante una hora ,

discutimos, dejamos claros nuestros sentimientos.

Y, cuando por fin parece todo aclarado y me voy

a marchar, me coge por el brazo y acerca su frente

a la mía.

—Dame una oportunidad, por favor. Tú misma

acabas de decir que no sabes si quieres algo más.

Déjame demostrarte de una vez por todas lo que

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soy capaz de darte. Eres preciosa, me gustas, me

enloquece tu ímpetu al hacer las cosas y quiero

que sepas que por ti soy capaz de cualquier cosa.

Necesito mimos y sus palabras son, en ese

momento, un bálsamo para mis heridas. No

puedo dejar de pensar en mi maldito jefe. Cierro

los ojos y la mirada posesiva e intrigante de Eric

Zimmerman aparece y, sin saber por qué, beso a

Fernando. Lo beso con tal erotismo y necesidad

que hasta yo misma me sorprendo.

Sin mediar palabra, Fernando me arrastra hasta

el ascensor. Sé lo que quiere. Sé dónde me lleva y

yo le dejo. Subimos a su habitación y entramos

sin mediar palabra. Durante unos minutos, nos

besamos mientras dejo que recorra mi cuerpo con

sus manos. Pero me siento una traidora, no

puedo evitar pensar en Eric. Cuando siento que

me sube la falda vaquera hasta dejarla a la altura

de mis caderas suspiro y, sorprendiéndolo, le cojo

una mano y le incito a que me toque.

Fernando, excitado por mi efusividad, me

tumba en la cama, se pone sobre mí y me

restriega su erección aún guardada bajo su

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vaquero. Es cauteloso. Siempre lo ha sido. Su

manera de hacer el amor no tiene nada que ver

con la de Eric. Fernando, en el plano sexual, es

pausado y delicado. Eric es posesivo y rudo.

Dos hombres distintos para mí, con dos formas

diferentes de hacer el amor.

Mi corazón bombea con fuerza. Pienso en Eric y

eso me excita. Estoy segura de que si viera lo que

hago se excitaría tanto o más que yo. Su juego se

ha convertido en el mío. En ese momento, aunque

es Fernando quien me toca, es Eric quien me

posee.

Saco mi móvil y, con disimulo, hago un par de

fotos mientras me besa.

Enloquecido por la entrega que ve en mí, me

quita las bragas y veo su sorpresa cuando me ve

con las piernas abiertas para él. Sin demora,

planta su boca en mi vagina e, instantes después,

mi jadeo envuelve la habitación mientras dejo

que me coma, que me chupe, que me penetre con

sus dedos.

Tengo los ojos cerrados y siento la mirada de

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Eric. Sus ojos ardientes me reprochan mi actitud,

pero al mismo tiempo veo el deseo en su mirada.

No quiero abrir los ojos. No quiero ver a

Fernando. Sólo quiero seguir con los ojos

cerrados y que Eric vuele sobre mí.

De pronto, Fernando para y abro los ojos. Se ha

abierto el vaquero y se está poniendo un

preservativo.

—¿Estás segura? —me pregunta, al subir de

nuevo a la cama.

Contesto que sí con la cabeza. No puedo hablar.

Él sonríe pero no dice nada. Instantes después,

con delicadeza, comienza a entrar en mi interior.

Un poco… otro poco… otro poco más, pero la

impaciencia me puede y soy yo quien va en su

busca. Incorporo las caderas y me ensarto en él,

deseosa de que descargue toda su potencia sexual

en mí. Aquel ataque lo pilla por sorpresa. Lo oigo

resoplar, me agarra por las caderas y comienza a

bombear su pene una y otra vez dentro y fuera de

mí. Me gusta. Sí… sigue… sigue… pero necesito

más. Mi vagina se abre pare recibirlo pero aquel

pene no es el que yo anhelo. Mis músculos se

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contraen, a la espera de más profundidad, más

posesión, pero Fernando, tras varios envites más,

se corre y cae sobre mí.

Cierro los ojos y siento ganas de llorar. Deseo a

Eric. Deseo que sea él quien me tome y me haga

vibrar. Lo que hacía un mes antes con Fernando o

cualquier otro era una maravilla; ahora, tras él, se

ha vuelto soso y aburrido. Yo necesito más y sólo

Eric sabe dármelo.

Siento la cabeza de Fernando en mi cuello. Lo

oigo respirar por el esfuerzo. Cuando se separa

de mí me pregunta si todo va bien. Yo le miento y

asiento. No quiero herirlo.

Me ayuda a levantarme y voy al baño. Cierro la

puerta y me echo agua en la cara, me miro al

espejo y susurro al pensar en Eric:

—¿Qué me has hecho, gilipollas?

Una vez me he refrescado, salgo y me encuentro

a Fernando sentado en una silla. Nos miramos.

—Me voy.

Su cara se contrae.

—No, Judith… no te vayas.

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Consciente de que me estoy comportando como

una mala persona, como una cabrona, de que soy

lo peor de lo peor, me acerco a él y le doy un beso

en los labios.

—Por favor, Fernando, continúa con tu vida y

déjame a mí continuar con la mía. Nos vemos en

Jerez.

Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho.

Cuando cierro la puerta tras de mí cierro los ojos

y suspiro. Qué mal me siento. Me encamino hacia

el ascensor y, cuando salgo a la calle, llamo a mi

amiga Azu. Me dice en qué local están y me

encamino hacia allí. Necesito emborracharme y

olvidar lo que acabo de hacer.

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31

Cuando llego al Amnesia, mis amigos me

preguntan por Fernando. Mis señas les indican

que no quiero hablar. Respetan mi silencio y no

vuelven a preguntar. Mi buen amigo Nacho se

acerca a mí y me pide una Coca-Cola.

—Bebe… Te sentará bien.

Una hora después, ya estoy más relajada. Nacho

se ha encargado de hacerme sonreír y sólo me ha

permitido beber Coca-Cola. Según él, el alcohol

no es bueno para las penas. Mientras todos

hablamos, me fijo en su brazo. Su tatuaje me

llama la atención. Por ello lo agarro y lo acerco a

mí.

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—¿Éste es nuevo?

—Sí, ¿te gusta?

Asiento.

Siempre me han gustado los tatuajes y los

hombres que los llevan.

Algo que, ni por asomo tiene Eric. Su piel es

suave e impoluta, algo de lo que carece Nacho,

que es tatuador y un ferviente amante de grabar

su piel. De pronto, se me ocurre algo.

—Nacho, ¿tú me harías un tatuaje?

Sus almendrados ojos me miran.

—Claro que sí. Cuando tú quieras, Judith.

—¿Cuánto me cobrarías?

Nacho sonríe

—Nada, cielo. A ti te lo hago gratis.

—¿En serio?

—Que sí, petarda.

—¿Me lo harías ahora?

Sorprendido, deja su cerveza sobre el mostrador

y repite mis palabras:

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—¿Ahora?

—Sí.

—Son las cinco de la madrugada.

Sonrío. Pero, dispuesta a conseguir mi

propósito, me acerco a él.

—¿No crees que es una hora estupenda para

hacerlo?

No hace falta seguir hablando. Nacho me agarra

con fuerza de la mano y salimos del bareto. Nos

montamos en su moto y me lleva hasta su

estudio, su negocio de tatuajes. Al entrar,

enciende las luces y yo miro a mi alrededor.

Cientos de dibujos colgados por las paredes, el

trabajo de Nacho durante todos aquellos años.

Tribales, nombres, caricaturas, dragones…

—Bueno, doña Impaciencia. ¿Qué tatuaje

quieres que te haga?

Sin moverme, sigo observando las fotos hasta

que veo algo y entonces sé lo que deseo tatuarme.

Se sorprende cuando se lo digo, pero buscamos

en sus plantillas lo que quiero. Decidimos el

tamaño. No muy grande, pero que se vea.

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Decidido, trabaja en la plantilla. Veinte minutos

después, me mira.

—Ya lo tengo, preciosa.

Nerviosa, respondo afirmativamente. Me lo

enseña.

Observo su diseño y sonrío. Me invita a

sentarme en la camilla donde hace los trabajos.

—¿Dónde quieres que te tatúe?

Durante unos instantes, dudo. Quiero que aquel

tatuaje sea algo muy íntimo, que sólo vea quien

yo quiera y que siempre… siempre me recuerde a

él. A Eric. Al final. convencida de lo que quiero,

me toco justo encima de mi depilado monte de

Venus y susurro:

—Aquí, quiero que lo tatúes aquí.

Nacho sonríe. Yo lo hago también.

—Nena, será un tatuaje muy sensual. Lo sabes,

¿verdad?

—Sí, lo sé —contesto.

Nacho asiente y pregunta, mientras coge una

aguja:

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—¿Estás segura, Judith?

—Sí —afirmo con rotundidad

—Vale preciosa, entonces túmbate.

Mientras hablamos y escuchamos a Bon Jovi,

Nacho trabaja sobre mi cuerpo. Los pinchazos de

la aguja me duelen, pero no es comparable con el

dolor que tengo en mi corazón por culpa de Eric.

Sobre las siete de la mañana, Nacho deja la aguja

sobre la mesita y me lava con agua.

—Ya está, preciosa.

Me levanto, ansiosa por ver el resultado.

En bragas, me dirijo hacia un espejo y el corazón

se me encoge al leer sobre mi pubis: «Pídeme lo

que quieras».

Cuando llego a casa, sobre las ocho de la

mañana, estoy agotada y algo dolorida por el

tatuaje. Pero abro el portátil. Descargo las fotos

que hice con mi móvil y decido cuál enviar.

Después abro mi correo y escribo.

De: Judith Flores

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Fecha: 22 de julio de 2012 08.11

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Noche satisfactoria

Para que veas que lo que te prometí lo cumplo y

lo disfruto.

Atentamente,

Judith Flores

Adjunto al mensaje una foto en la que se me ve

sobre una cama con Fernando besándome. El

tatuaje ni lo menciono. No se lo merece. Quiero

que se sienta mal. Que vea que sin él mi vida

sigue. Tras leer el escueto mensaje cien veces, lo

envío. Cierro el portátil y me marcho a dormir.

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32

Con el lunes comienza la semana laboral. No he

vuelto a saber nada de Fernando y casi que lo

agradezco. Cada vez que pienso lo que hice me

avergüenzo. Soy una cabrona con todas las letras.

Me aproveché de la debilidad que siente por mí

y, en cuanto conseguí lo que quise, lo dejé sin

pensar en sus sentimientos.

Miro mi correo mil veces, dos mil, tres mil, pero

Eric no contesta. Da la callada por respuesta y eso

me enfurece más. Definitivamente no le importo.

He sido un rollito más para él y tengo que

asumirlo. ¡Soy imbécil!

Mi jefa llega y hoy está especialmente

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impertinente. Miguel intenta quitármela de

encima y lo hace de la mejor forma que sabe.

¡Sexo! Yo me hago la tonta y hago como que no

me entero de nada. En el fondo, hoy le agradezco

a Miguel que la tenga ocupada.

Los días pasan y mi tatuaje apenas me molesta.

He seguido todas las instrucciones que Nacho me

dio, y aún lo llevo bajo el plástico que él me puso.

Continúo sin noticias de Eric.

Mi jefa, como siempre, sigue tan simpática. Me

llena la mesa de trabajo hasta el último día y yo,

como buena pringada, me lío con él. Si hay algo

que mi padre me ha enseñado es a no dejar nada

a medias nunca.

El jueves salgo con mis amigos a tomar unas

cervezas. Nacho está entre ellos y me pregunta

por mi tatuaje. Es el único que lo sabe y me niego

a que lo sepa nadie más. Quedo con él en pasar el

viernes por su estudio para que lo vea.

¡Y por fin es viernes!

En unas horas cojo las vacaciones.

Sigo sin saber nada de Eric y del supuesto viaje

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a las delegaciones, por lo que lo doy por

olvidado. Tras darle mil vueltas a la cabeza,

decido no pensar en ello. Algo imposible, pues

Eric no me abandona.

Cuando apago mi ordenador y me despido de

mis compañeros, casi no me lo creo. Voy a estar

casi un mes fuera de aquella oficina, de aquel

ambiente, y eso me apetece una barbaridad.

Cuando salgo, voy directamente a ver a Nacho.

Me ve el tatuaje y me indica que ya me puedo

quitar el plástico que lo protege.

Al llegar a casa, tengo un mensaje de mi

hermana en el contestador.

Me pide que me quede con mi sobrina dos

noches. Tiene planes con Jesús. Incapaz de hacer

lo contrario, le digo que sí. Mi hermana está

desatada y eso me hace sonreír.

A las nueve de la noche, mi tremenda sobrina

llega a casa y se hace dueña de la televisión,

mientras mi hermana, entre suspiros y

aspavientos, me cuenta sus últimas hazañas

sexuales. Cuando se va, mi sobrina me pide que

llame a TelePizza y juntas nos comemos una

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pizza de jamón de York mientras me hace

tragarme los absurdos dibujos de Bob Esponja.

¿Por qué le gustarán?

A las doce, agotada de tanto Bob Esponja,

Calamardo y de oír «burguer-cangre-burguer»,

nos vamos a la cama. Luz se empeña en dormir

conmigo y yo accedo, encantada.

El domingo por la mañana, mi hermana aparece

más feliz que una perdiz, y tras decirme «¡Ya te

contaré!», se marcha con prisas con mi sobrina.

Mi cuñado la espera en doble fila en el coche.

Aquella noche, tras un día tirada en el sofá,

observo mi maleta. Al día siguiente me voy para

Jerez a pasar unos días con mi padre. Me bebo un

vaso de agua y me meto en la cama aunque, antes

de apagar la luz de la lamparita, miro los labios

marcados de Eric en ella. Apago la luz y decido

dormir. Lo necesito.

Mi llegada a Jerez, a la casa de mi padre, como

siempre es motivo de algarabía en el vecindario.

Lola, la jarandera, me abraza; Pepi, la de la

bodega, me besuquea. El Bicharón y el Lucena,

cuando me ven, dan triples mortales de alegría.

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Todos me quieren. Mi padre es un hombre muy

apreciado. Tiene el típico taller de coches y motos

de toda la vida, «Taller Flores», y es más

conocido aquí que el vino fino.

Por la tarde, mientras me estoy dando un bañito

en la maravillosa piscina que mi padre ha puesto

en la casa, aparece Fernando. Mientras nado

hacia el borde, me fijo en sus pantalones blancos

y en la camisa de lino naranja que lleva. Está tan

guapo como siempre y esos colores a su tono de

piel le vienen fenomenal. Sonríe. Eso es buena

señal.

—Hola, jerezana.

—¡Holaaaaaaa!

—Ya era hora de que regresaras al hogar,

¡descastá!

Sus palabras y su sonrisa me dan a entender que

está bien, que su enfado conmigo está olvidado.

Eso me reconforta. Salgo de la piscina con mi

biquini de camuflaje y noto cómo recorre con sus

ojos todo mi cuerpo. Mi padre, que no ve su

mirada, se acerca por detrás.

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—Mira quién ha venido a verte, morenita.

¿Quieres una cervecita, Fernando?

—Gracias, Manuel, la tomaré encantado.

Mi padre se va y nos deja solos. Nos miramos y

le pregunto entre risas:

—¿Quéeeeeeeeeeee?

—Estás muy guapa.

Encantada por el piropo, murmuro mientras me

seco la cara con una toalla:

—Graciasssssssss… tú también lo estás.

Me acerco a él y le doy dos besos. Siento sus

manos en mi cintura mojada y al ver que no me

suelta, le replico.

—Suéltame o mi padre le irá con el cuento al

tuyo y nos organizan la boda en dos días.

—Si ésa es la manera de verte más a menudo,

¡aceptaré!

Me río y él me suelta. Nos sentamos en una de

las sillas.

—¿Qué tal todo?

—Bien. ¿Y tú?

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Fernando asiente. No quiere profundizar en lo

que ocurrió. En ese momento, aparece mi padre

con dos cervezas y una Coca-Cola para mí.

Durante un buen rato, los tres charlamos junto a

la piscina. A las ocho, Fernando me invita a

cenar. Voy a decir que no, que no me apetece,

pero mi padre rápidamente acepta por mí. A las

nueve, ya arreglada, salgo del chalet de mi padre

con Fernando y me monto en su coche.

Me lleva a un restaurante nuevo que han abierto

en Jerez y disfrutamos de una cena agradable.

Fernando es simpático y con él nunca se acaban

los temas de conversación. Cuando salimos de

allí nos vamos a una terracita a tomar algo.

—Judith —me dice, cuando menos me lo

espero—, si te invito a venirte conmigo unos días

al Algarve, ¿aceptarías?

Casi me atraganto. Lo miro y le pregunto:

—¿A qué viene eso ahora?

Fernando se apoya en la mesa y me retira un

mechón que me cae en los ojos.

—Ya lo sabes.

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Lo miro, desconcertada. ¿Otra vez con lo

mismo? Y, antes de que pueda decir nada, se

abalanza sobre mí y me da un beso. Su lengua

toma mi boca.

—Tu jefe no es recomendable para ti.

¡Stop! ¿Fernando me está hablando de Eric?

—Eric Zimmerman no es el hombre que tú crees

—me dice.

—¿De qué estás hablando?

Fernando me acaricia el óvalo de la cara.

—Digamos que se mueve en ambientes que no

son sanos para ti.

Sin necesidad de preguntar sobre lo que habla,

lo entiendo. Pero la sangre se me espesa al darme

cuenta de que Fernando curiosea en mi vida. ¿Por

qué últimamente todos me espían? Lo miro a los

ojos, malhumorada.

—¿Y tú qué sabes de mi jefe y de sus ambientes?

—Judith, soy policía y para mí es muy fácil

conocer ciertas cosas. Eric Zimmerman es un rico

empresario alemán al que le gustan mucho las

mujeres. Se mueve en un ambiente muy selecto y

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me consta que le gusta compartir algo más que

amistad.

Saber que Fernando conoce ciertas cosas de Eric

me incomoda, me inquieta.

—Mira, no sé de qué hablas, ni me importa —le

replico, incapaz de callarme—. Pero lo que no

entiendo es qué haces tú hablándome de mi jefe y

de lo que hace en su vida privada.

—Judith, tu jefe no me importa, pero tú sí —

aclara mirándome—. Y no quiero que tomes una

decisión equivocada. Sé quién eres, me gustas y

no quiero que nadie pueda jorobar lo nuestro.

—¿Lo nuestro? ¿Y qué es lo nuestro?

—Lo nuestro es lo que tú y yo tenemos. Nos

gustamos desde hace años y…

—Diosssssssss… Diosssssssssss… —murmuro

horrorizada.

—Judith ese hombre no…

—¡Se acabó! No quiero oírte hablar de mi jefe, ni

de mi vida privada, ¿entendido?

Fernando dice que sí con la cabeza y nos

envuelve un silencio incómodo.

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—Llévame a casa o me iré sola, ¡elige! —le digo,

levantándome.

Se levanta, apura su copa y se saca las llaves del

coche del bolsillo.

—Vamos.

Nos montamos en su coche. Conduce y ninguno

de los dos hablamos. Cuando llegamos a la

puerta de la casa de mi padre, para el motor me

mira y susurra:

—Judith, piensa en lo que te he dicho.

Y acercándose a mí, me besa. Me toma los labios

con dulzura y yo en un principio le respondo,

pero, cuando Eric aparece en mi cabeza, me

aparto. Abro la puerta del coche, me bajo y

camino hacia la casa de mi padre, maldiciendo.

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33

Dos días después, Fernando no ha vuelto a

aparecer aunque sí me manda mensajes al móvil

para preguntarme cómo estoy y para invitarme a

comer o cenar. Rechazo sus invitaciones. No

quiero verlo. Saber que ha curioseado en mi vida

y en la de Eric me pone furiosa. ¿Qué les pasa a

los hombres?

Cuando despierto el quinto día, sonrío. Mi

habitación sigue como siempre. Papá se encarga

de que nada cambie y, cuando escucho sus

nudillos tocar en mi puerta y veo su cara, sonrío.

—Buenos días, morenita.

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Ese tono dulzón y andaluz que emplea cuando

me habla me encanta. Me siento en la cama y lo

saludo:

—Buenos días, papá.

Como siempre, papá me lleva el desayuno a la

cama y se trae el suyo. Es nuestro momentito del

día, en que nos explicamos nuestras cosas. Algo

que a los dos nos entusiasma.

—¿Qué vas a hacer hoy?

Doy un trago al riquísimo café antes de

contestar:

—He quedado con Rocío. Quiero ir a conocer a

su sobrino.

Mi padre asiente y da un mordisco a su tostada.

—Es una preciosidad de niño. Le han puesto

Pepe, como a su abuelo Pepelu. Ya verás qué

hermoso que es. Por cierto, Fernando ha llamado.

Quería hablar contigo y ha dicho que volvería a

llamar más tarde.

Eso no me gusta, pero intento no cambiar mi

gesto. No quiero que mi padre saque

conclusiones erróneas. Sin embargo, él no tiene

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un pelo de tonto.

—¿Has discutido con Fernando?

—No.

—Entonces, ¿por qué no viene a buscarte a casa

como siempre?

Sus ojos me taladran. Sé que espera la verdad.

—Mira, papá. Seamos sinceros, que ya somos

mayorcitos: Fernando quiere de mí algo que yo

no quiero de él. Y aunque es un excelente amigo,

entre nosotros nunca habrá nada más porque yo

actualmente pienso en otra persona. Lo

entiendes, ¿verdad?.

Mi padre contesta que sí. Da otro mordisco a su

tostada y lo traga antes de cambiar de tema.

—¿Sabes cuándo viene tu hermana?

—No me dijo nada, papá.

—Es que la llamo y últimamente siempre tiene

prisa. Pero la noto contenta, ¿sabes por qué? —

Eso me hace sonreír. Si mi padre supiera…

—Lo dicho, papá, ¡ni idea de lo que va a hacer!

Pero seguro que vienen los tres a pasar unos días

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contigo. Ya sabes que Luz… si no ve a su yayo le

da algo.

Mi padre sonríe y suspira.

—¡Ay, mi Luz…! Qué ganitas tengo de ver a ese

pequeño trastillo. —Luego me mira y añade—:

En cuanto a lo de Fernando, a partir de este

momento me doy un puntito en la boca, pero,

hija, ¿no seguirás con el muchacho ese con el que

te vi la última vez que estuve en Madrid?

Me río a carcajadas.

—Mira, cariño mío —continúa, antes de que yo

pueda replicarle—, sé que en la capital todos sois

muy modernos. Pero, ¡ojú!, lo poco que me gustó

ese tipo cuando vi que llevaba un pendiente en la

ceja y otro en la nariz.

—Tranquilo, papá… no es ese quien ocupa mis

pensamientos.

—Me alegra saberlo, morenita. Ése tenía cara de

saber más que los ratones coloraos.

Aquel comentario me hace soltar una carcajada

y mi padre me acompaña con otra. Durante un

buen rato demoramos el desayuno hasta que

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mira el reloj.

—Me tengo que ir al taller.

—Vale, papá, ¡te veo por la tarde!

—Pásate luego por el circuito. Estaré allí.

—¿Por el circuito? ¿Para qué?

Veo la risa en su mirada y, sin desvelarme nada,

se levanta de la cama.

—Tú pásate sobre las cinco. Tengo una

sorpresita para ti.

Mi padre y sus secretitos. Aunque rápidamente

sé a lo que se refiere. Acepto la invitación

mientras él se marcha y yo continúo poniéndome

morada de tostadas.

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34

A las once y media, mi amiga Rocío pasa a

buscarme y juntas vamos a ver a su sobrino.

Como me ha dicho mi padre, el niño es precioso.

A la una ya estamos de vuelta en casa y nos

bañamos en la piscina. El agua está fresquita y

muy rica.

Rocío me cuenta sus cosas e intenta

interrogarme sobre Fernando. Pero en cuanto ve

que no quiero hablar sobre el tema, lo deja estar y

hablamos de otras cosas. A las dos y media, mi

amiga regresa a su casa y yo me quedo tirada en

la piscina. Suena mi teléfono. Un mensaje. Es

Fernando para invitarme a comer. Rechazo la

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invitación y me tiro en la hamaca a escuchar

música.

Mi móvil pita de nuevo. Maldigo. Lo cojo pero

me quedo sin aire cuando leo: «¿Tomas algo

conmigo?». ¡Es Eric!

El corazón me palpita.

Eric está en Madrid y yo a demasiados

kilómetros de él. Cojo la Coca-Cola y bebo. La

garganta de pronto se me ha quedado seca y el

móvil vuelve a sonar otra vez.

«Sabes que no soy paciente. Responde.»

Con las manos temblorosas comienzo a teclear,

pero ¡no doy una! Finalmente consigo poner:

«Estoy de vacaciones».

Lo envío y las tripas se me encogen hasta que

oigo que el móvil pita y leo su respuesta. «Lo sé.

Muy bonita la puerta roja del chalet de tu padre.»

Cuando leo eso, doy un chillido, suelto el móvil,

cojo un pareo y corro hacia la puerta como alma

que lleva el diablo. En mi carrera, arraso las sillas

del patio y me dejo la cadera, pero no me

importa.

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¡Eric está allí!

Abro rápidamente la puerta pero es tal mi

ceguera que no veo ningún coche que pueda ser

de él, hasta que un pitido me hace mirar a mi

derecha y veo un hombre sobre una imponente

moto. Se baja de ella, se quita el casco y sus ojos y

su boca me sonríen.

Sin importarme nada, ni nadie, corro hacia él y

me tiro a sus brazos. Es tal mi impulso que

estamos los dos a punto de rodar por el suelo,

pero nada, absolutamente nada me importa. Sólo

lo abrazo y me estremezco cuando vuelvo a oír su

voz en mi oído:

—Pequeña… te he echado de menos.

Estoy nerviosa. ¡Histérica!

Eric, ¡mi Eric!, está entre mis brazos. En Jerez.

En la puerta de la casa de mi padre. Me ha

buscado. Me ha encontrado y eso es lo único que

quiero pensar.

Cuando me separo de él, siento su mirada

recorrer mi cuerpo y entonces soy consciente de

mi estado.

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—Eric, podías haber avisado. Mira qué pintas

tengo.

Él no contesta. Sólo me mira y entonces me

agarra de la nuca y me acerca a él, dispuesto a

darme un apasionado beso que hace que todo

Jerez tiemble.

—Estás preciosa, cariño.

¡Ay, Dios! Me va a dar algo ¡Y encima me llama

cariño!

—¿Cómo está tu brazo? —pregunta de pronto.

Lo levanto y le enseño la marca de la plancha.

—Perfecto.

Eric hace un gesto con la cabeza y lo invito a

pasar a mi casa.

Me sigue y le ofrezco una cerveza. La rechaza y

pide agua. Lo hago esperar en la piscina mientras

me visto. Se resiste pero le hago entender que es

la casa de mi padre y que puede aparecer en

cualquier momento. Acepta mis explicaciones y

accede a mi petición. Tardo en vestirme cinco

minutos. Unos vaqueros, un top y arreando.

Cuando aparezco, Eric me mira.

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—Has recibido un par de mensajes de Fernando.

Resoplo y, antes de poder responder, Eric me

atrae hacia él y me besa con posesión. Sus besos

me hacen entender que me ha echado tanto de

menos como yo a él, y eso me gusta. Aunque aún

me tiene que explicar muchas cosas. Entre besos,

entramos en la cocina. Eric me sube a la mesa

para continuar su reguero de besos, mientras me

aprieta contra él.

Calor… tengo un calor horroroso y más cuando

baja su cabeza y me muerde los pechos por

encima del top. El ansia viva nos puede. Nos

consume y al final soy yo la que, olvidándome de

dónde estoy, de mi padre y de la Virgen de

Triana que preside la cocina, le abro el vaquero,

meto mis manos bajo los calzoncillos y lo toco. Le

exijo más.

Eric, avivado por mis caricias, me desabrocha el

vaquero, tira de él y me lo quita. A éste le siguen

las bragas y siento el frío de la mesa sobre mis

nalgas. Continúo sentada sobre la mesita y

observo cómo se pone con rapidez un

preservativo. Veo mi tatuaje pero él no lo ve. Está

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cegado por el sexo. ¡Me gusta!

Me atrae hacia él. Con las respiraciones

entrecortadas y el deseo instalado en la mirada,

coloca su pene en la entrada de mi vagina, lo

introduce unos centímetros y después me agarra

del trasero y con un certero movimiento lo

introduce totalmente en mi interior, mientras veo

que se muerde el labio.

Sí… Sí… Sí… Necesitaba sentir a Eric.

Sin hablar, me coge en volandas para ponerme

más a su altura y me apoya contra el frigorífico.

Lo beso… me besa con desesperación y sus

acometidas fuertes y profundas contra mí me

hacen gritar de puro placer. Una… dos… tres…

Mi cuerpo lo recibe gustoso… cuatro… cinco…

seis… ¡Quiero más! De nuevo, mi carne arde, mi

vagina tiembla por su posesión y yo jadeo y me

corro entre sus brazos. Soy feliz. Muy feliz y no

quiero pensar en nada más mientras dejo que él

me tome como le gusta. Como nos gusta. Rudo,

posesivo y varonil.

Tras varias potentes embestidas en las que

siento que me va a romper, Eric se echa hacia

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atrás y suelta un gruñido. Deja caer su cabeza

sobre mi hombro y, durante unos minutos, los

dos permanecemos apoyados en el frigorífico.

—¿Qué haces aquí, Eric?

—Me moría por volverte a verte.

Escuchar aquello me hace cerrar los ojos. Adoro

escuchar aquello pero no entiendo por qué no ha

venido a verme antes. Finalmente me besa, me

baja al suelo y pasamos por el baño para asearnos

un poco antes de salir de la casa de mi padre

entre besos y risas. Me pide que vayamos a comer

a algún lado y al llegar hasta la espectacular moto

que ha traído pregunto:

—¿Es tuya?

No responde. Se encoge de hombros y me

entrega el otro casco para que me lo ponga.

—¿Te dan miedo?

Me pongo el casco que él me da.

—Miedo no, respeto.

Eric sonríe. Se monta y arranca la moto.

—Agárrate a mí con fuerza. Si en algún

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momento tienes miedo, me lo dices, ¿de acuerdo?

Asiento y emprende la marcha.

Le indico por las calles de Jerez y comemos en el

restaurante de Pachuca, una amiga de mi padre.

Ésta, al verme entrar tan bien acompañada, me

guiña el ojo y nos lleva hasta la mejor mesa que

tiene. Luego me besuquea y me regaña por ir tan

poco a visitarla, mientras observo que Eric teclea

algo en el móvil. Cuando por fin termina con sus

besos y reproches, nos entrega la carta.

—Niña, pide el salmorejo, que hoy me ha salido

de escándalo.

Miro a Eric y pregunto:

—¿Te gusta el salmorejo?

—¿Eso qué es? —pregunta divertido

—Mira, siquillo —le explica la Pachuca—, es una

especie de gaspasito pero más consentraíto. Si te

gusta la verdura, te aseguro que el salmorejo de

la Pachuca te gustará.

Los dos respondemos al unísono: ¡salmorejo

para los dos!

—¿Y de segundo qué nos ofreces?

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La Pachuca sonríe y dice:

—Tengo atún ensebollaíto que quita tó er sentío, o

chuletitas. ¿Qué preferís?

—Atún —responde Eric.

—Yo también.

Cuando se marcha la Pachuca, Eric me mira y

extiende sus manos por encima de la mesa para

coger las mías. No decimos nada. Sólo nos

miramos hasta que él rompe el hielo:

—Soy un gilipollas.

—Exacto. Lo eres.

Ese comentario me demuestra que recibió mis

correos.

—Quiero que sepas que me volví loco al recibir

tu último correo.

Le suelto las manos.

—Te lo merecías.

—Lo sé…

—Hice lo que me pediste. Y como tu secuaz no

podía ver lo que hacía dentro de la habitación,

decidí ser yo quien te lo enseñara.

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Miro sus manos. Sus nudillos se ponen tensos.

Se blanquean.

—Admito mi error, pero ver lo que vi no me

gustó.

Eso me sorprende. Me recuesto sobre la silla.

—¿No te gustó ver cómo jugaba con otro?

Eric me mira. Su mirada se torna sombría.

—No, si en ese juego no estaba yo.

Me niego a confesarle que para mí sí estaba en

ese juego.

—¿Me perdonas?

—No lo sé. Lo tengo que pensar, Iceman.

—¿¡Iceman!?

Sonrío, pero no le revelo que fue Miguel quien

le puso el mote.

—Tu frialdad en ocasiones te convierte en un

hombre de hielo. ¡Iceman!

Asiente. Clava su mirada en mí y me exige que

le dé de nuevo la mano.

—Te pido disculpas por no haberte llamado en

todo este tiempo. Pero créeme si te digo que he

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estado muy liado.

—¿Por qué no podías?

Lo piensa. Lo piensa… Lo piensa y, finalmente,

parece haber dado con la respuesta:

—Prometo que la próxima vez te llamaré.

Intento poner cara de enfado. No me ha

respondido, pero no puedo estar enfadada con él.

Estoy tan… tan feliz porque me haya buscado y

esté allí conmigo que sólo puedo sonreír como

una tonta y dejarme llevar por la felicidad. Mi

móvil suena. Es Fernando. Eric ve el nombre que

se enciende en la pantalla.

—Cógelo, si quieres.

—No… ahora no. —Apago el móvil.

La comida, como bien dijo la Pachuca, está

buenísima. El salmorejo está de lujo. Y el atún, de

relujo. Cuando salimos del restaurante miro el

reloj. Las cuatro y cuarto. Entonces me acuerdo

de que a las cinco he quedado con mi padre.

—¿Te apetece conocer el circuito de Jerez?

Eric me acerca a él y susurra cerca de mi boca:

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—Pequeña, por apetecerme, me apetece otra

cosa. Vamos, he alquilado una villa que…

—¿Has alquilado una villa?

—Sí. Quiero estar cerca de ti.

Su cercanía, su voz y su sugerencia me hacen

jadear. Por mi cabeza cruza la idea de correr a la

villa, pero no. No lo voy a hacer por mucho que

me apetezca. No.

—He quedado con mi padre a las cinco en el

circuito. ¿Te apetece conocerlo?

—¿A tu padre?

—Sí. A mi padre. Pero, tranquilo, ¡no se come a

los alemanes!

Mi comentario vuelve a hacerlo sonreír. Y, tras

darme un azote, me entrega el casco.

—Vayamos a conocer a tu padre.

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35

Cuando llegamos al circuito, nos encontramos

con Roberto en la puerta. En cuanto me ve, me

saluda y me indica que espere a mi padre en la

zona de boxes. Le indico a Eric cómo llegar hasta

allí y bromea conmigo mientras da acelerones

que hacen que yo grite y me agarre a él.

Al llegar a boxes no hay nadie. Nos apeamos de

la moto y yo la miro. Es una preciosidad.

—¿Quieres que te enseñe a llevarla?

Su pregunta me sorprende y reacciono como

una niña.

—Uf… no sé.

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—¿Te dan miedo?

—Nooooooooooo.

—¿Entonces?

El sol me da en la cara y guiño un ojo para verlo

mejor.

—Me da miedo caerme y jorobarla.

—No dejaré que te caigas —responde con

seguridad.

Eso me hace reír. Ése es Eric, un hombre seguro.

Al final, azuzada por él, me monto en la moto.

Miro a mi alrededor y veo que mi padre todavía

no aparece. Durante unos minutos, me explica

que las marchas están en el pie izquierdo, luego

me indica cuál es el puño de acelerar, el

embrague y cómo tengo que frenar. Después

arranca la moto.

—¡Vaya, qué sonido tiene!

—Nena, las Ducati suenan todas así. Fuerte y

bronco. Ahora venga, mete primera y…

Hago lo que me pide y la moto se cala.

Con una sonrisa cariñosa, vuelve a arrancarla.

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—Esto es como un coche, cariño. Si sueltas el

embrague de prisa se cala. Mete primera, suelta

despacito y acelera.

Me ha llamado cariño dos veces en menos de

dos horas. ¡Dos veces!

Vuelvo a meter primera, suelto despacito y ¡zas!,

la moto se me vuelve a calar.

—No te preocupes. —Ríe, acercándose a mí.

Hace el mismo proceso y esta vez me concentro.

Meto primera, suelto despacito el embrague y

acelero. La moto comienza a andar y él aplaude

mientras yo chillo. De pronto freno y la moto se

levanta de atrás. Eric grita y se acerca corriendo

hacia donde me he parado.

—Si frenas sólo con el freno de delante, te

puedes caer.

—Vale.

Repetimos el proceso veinte veces más y cada

vez lo hago peor. Freno peor y me voy a matar.

La cara de Eric es un poema.

—Vamos, bájate de la moto.

—Nooooo… ¡Quiero aprender!

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—Otro día continuaremos con las clases —

insiste.

—Venga, Eric… no seas aguafiestas.

Sus ojos no sonríen. Está tenso.

—Se acabó, Jud. No quiero que te rompas la

cabeza.

Pero yo ya le he tomado el gustillo al asunto y

quiero seguir.

—Una vez más, ¿vale? Sólo una vez.

Eric me mira, muy serio, pero claudica.

—Una vez más, pero luego te bajas, ¿entendido?

—¡Biennnnn! Entonces meto primera y… —Al

ver la incomodidad en su mandíbula lo miro y

pregunto—: Oye, ¿por qué estás tan preocupado?

—Jud… tengo miedo de que te hagas daño.

—¿Te angustia no saber lo que va a pasar?

—Sí.

—¿Por qué?

Sin entender mis preguntas y con el ceño

fruncido responde:

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—Porque necesito saber que estás bien y que no

te pasa nada.

Arranco de nuevo la moto. Meto primera, suelto

el embrague y acelero con precaución. La moto va

despacito y él a mi lado.

—¡Eric!

—Dime.

—Que sepas que la angustia que acabas de

sentir en este ratito no es comparable con la que

yo he sentido por ti estas dos semanas. Y ahora,

¡mira esto!

Meto segunda, acelero y la moto sale despedida.

Meto tercera… cuarta y salgo directa al circuito.

Por el retrovisor veo que se queda patidifuso y

entonces sonrío. Estoy encantada de volver a

conducir una moto. Algo que siempre me ha

gustado y que me proporciona libertad. Mientras

cojo las curvas del circuito de Jerez pienso en él.

En su gesto de preocupación y de nuevo vuelvo a

sonreír. Me lo imagino en los boxes, sólo y

desconcertado. Acelero.

Salgo de la pista y me meto en los boxes. Me lo

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encuentro sentado en un escalón. Cuando me ve,

se levanta. Su gesto es duro. Iceman ha vuelto

pero, encantada de haberlo hecho sufrir por unos

minutos, llego hasta él y freno, con brusquedad y

sin apagar la moto. Me quito el casco y al más

puro estilo de Los Ángeles de Charlie lo miro.

—Pero, vamos a ver, Iceman, ¿de verdad creías

que yo, la hija de un mecánico, no sabía conducir

una moto?

Eric se acerca a mí. Creo que me va a decir de

todo menos bonita cuando me agarra por el

cuello y me besa con auténtica pasión. Subida

aún en la moto lo agarro y lo devoro hasta que

escucho la voz de mi padre:

—Ya sabía yo que la que corría por la pista era

mi morenita.

Rápidamente me separo de Eric. Le guiño un

ojo, lo que lo hace sonreír, y vuelvo la cabeza

hacia mi padre.

—Papá, te presento a un amigo. Eric

Zimmerman.

Mi padre sonríe. Lo escanea con la mirada y sé

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que sabe que ése es el hombre que está en mis

pensamientos. Eric da un paso adelante y le da la

mano con fuerza. Mi padre se la acepta.

—Encantado de conocerlo, señor Flores.

—Llámame Manuel, muchacho, o tendré que

llamarte yo a ti por ese apellido tan raro que

tienes.

Ambos sonríen y sé que se han caído bien.

Después, Eric me mira y se dirige a mi padre:

—Manuel, tiene usted una hija un poco

mentirosa. Me había dicho que no sabía montar

en moto y, después de hacerme enseñarla cómo

embragar, ha salido disparada como una flecha.

—¿Le has dicho eso, sinvergüenza? —se mofa

mi padre.

Yo asiento divertida.

—Eric, mi morenita ha sido la campeona de

motocross de Jerez durante varios años y, a día

de hoy, sigue cosechando premios.

—¿En serio?

—Ajá —asiento divertida.

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Durante un rato, Eric y mi padre bromean y yo

entro en sus bromas. Tengo ante mí a los dos

hombres que más quiero en mi vida y estoy feliz.

Un rato después, mi padre comienza a andar y

vuelve su cabeza hacia nosotros.

—Seguidme, muchachos.

Cuando voy a seguir a mi padre, Eric me agarra

por la cintura y me acerca a él.

—Morenita, eres una cajita de sorpresas.

Pestañeo como una dulce damisela y le suelto

un fingido puñetazo en el estómago que lo hace

reír.

—Pues ándate con ojo, que también fui

campeona regional de kárate.

Lo oigo silbar, sorprendido, cuando mi padre

dice al entrar en un box:

—Mira lo que tengo preparado para ti.

Ante mí está la moto con la que gané esos

premios de motocross, limpia y reluciente. Una

Ducati Vox Mx 530 de 2007. Emocionada, voy

hasta ella y me monto. A mi padre le suena el

móvil y sale del box. La arranco y su sonido

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áspero retumba a nuestro alrededor. Después

miro a Eric y digo mientras sonríe a carcajadas:

—¿Te he dicho que me encanta el sonido fuerte

y bronco de las Ducati, nene?

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36

Durante seis días, mi mundo es de color de rosa.

Vivo en un país multicolor como la abeja Maya y

me siento como una princesa, tipiti-tipitesa,

rodeada de dos personas que me quieren y me

protegen.

Fernando continúa con sus llamadas y, en su

último mensaje, me indica que sabe que Eric

Zimmerman está conmigo en Jerez. Eso me

molesta. Enterarme de que Fernando sabe sobre

la vida de Eric no es plato de buen gusto, pero

decido callarme. Si le explico algo a Eric, seguro

que empeoro la situación.

Él y mi padre se llevan de maravilla y aunque,

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al principio, mi padre se enfadó con él por haber

alquilado una villa, al final entiende que somos

adultos y necesitamos intimidad.

Los amigos y vecinos de mi padre rápidamente

apodan a Eric como «el Frankfurt», por aquello

de ser alemán y eso a él le hace gracia. El carácter

español, especialmente el andaluz, es tan

diferente al alemán, que veo la sorpresa

continuamente en sus ojos.

Mi padre, día a día, se emociona con Eric. Noto

que le gusta, lo respeta y lo escucha y eso dice

mucho de él. Incluso algunas tardes se van juntos

de pesca y regresan encantados y felices. En esos

días siempre que puedo me escapo para correr y

derrapar un poco con mi moto. Me encanta

hacerlo y lo disfruto mogollón.

Una de esas tardes aparece Fernando con su

moto. Se cruza en mi camino. Ambos nos

paramos.

—¿Te has vuelto loca? ¿Qué hace ese tipo aquí?

Molesta por la intromisión, me quito las gafas

de protección del casco.

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—Te estás pasando. A ti no te importa lo que él

hace aquí.

Fernando se baja de la moto y se acerca a mí.

—Por el amor de Dios, Judith, ¿sabe tu padre

que ése es tu jefe?

—No.

—¿Y cuándo se lo vas a decir?

A cada instante que pasa me voy enfadando

más.

—Cuando me dé la gana.

Fernando se mueve con rapidez, se acerca a mí,

me coge del cuello, posa su frente sobre la mía y

murmura:

—Judith… yo te quiero.

—Fernando no…

Sin separarse de mí, sigue hablando:

—Te quiero sólo para mí, en exclusividad. Ese

tipo no te quiere como yo, piénsalo por favor y…

Le doy un empujón y me separo de él.

—Quiero continuar mi camino, Fernando.

Quítate de en medio, ¿de acuerdo?

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—¿Me estás diciendo que prefieres la compañía

de ese hombre a la mía? —murmura, sin

apartarse un ápice y con actitud intimidatoria—.

Ese tipo te está utilizando y, cuando se aburra de

ti, te dejará a un lado como ha hecho con cientos

de mujeres. Para él eres una más, mientras para

mí eres especial, ¿no lo ves? Te creía más lista,

Judith, por el amor de Dios.

No quiero ser cruel como él lo está siendo

conmigo. Quiero a Fernando. Es un buen amigo.

Pero por Eric siento algo tan fuerte que no lo

puedo obviar. Al ver mi silencio, se da la vuelta y

se monta en su moto, malhumorado.

—De acuerdo. Estréllate contra la pared tú

solita.

Dicho esto se va y me deja desconcertada y con

un sabor amargo en la boca.

El séptimo día, mi padre me recuerda el evento

de motocross de todos los años en Puerto Real,

un pueblo cercano a Jerez. Al recordarlo se me

hace cuesta arriba. Ese año prefiero disfrutar de

Eric y de su compañía, pero al ver la ilusión de mi

padre y sus amigos por que yo asista y participe,

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claudico y animo a Eric a acompañarnos.

Papá siempre quiso tener un hijo. Un varón.

Pero la vida le dio dos hijas. Aunque yo, con mi

locura, creo haber resarcido esa carencia.

Eric en un principio no sabe muy bien a lo que

vamos. Me deja claro que no le gustan los

deportes de riesgo. Yo sonrío y lo engaño. ¿Qué

le voy a hacer?

Pero cuando ve mi moto en el remolque y a mi

padre junto a sus dos amigos del alma, el Lucena

y el Bicharrón, hablar sobre saltos, derrapes y

demás entiende perfectamente lo que voy a hacer.

Su gesto me demuestra su incomodidad.

—No quiero que hagas lo que dicen —murmura

a escasos metros de ellos.

—Escucha, Eric. Para mí lo que dicen es pan

comido. Llevo practicando motocross desde que

tenía seis años. Y mira, tengo veinticinco, y sigo

enterita.

Su rostro y su boca me muestran la tensión que

siente.

—Te prometo que lo pasarás bien —insisto—.

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Tú ven y ya verás, ¿de acuerdo?

—Vaya, vaya, vaya —escucho de repente detrás

de mí—. Mi preciosa motera jerezana.

Me vuelvo y me encuentro con Fernando. Su

comentario no me gusta nada. Mis tripas se

contraen, pero intento que no se me note. El

Bicharrón mira a su hijo y después a Eric. Siento

que está tan tenso como yo, pero hago de tripas

corazón y sonrío.

—Fernando, él es Eric. Eric, él es Fernando.

Ambos se dan la mano y yo, que estoy en

medio, veo su incomodidad. Se retan con las

miradas. Dos rivales. Dos hombres y yo en medio

como los jueves. Por suerte, mi padre da una

palmada al aire e indica que debemos

marcharnos. Fernando se apunta y Eric

rápidamente me hace saber que nos seguirá en su

moto. Yo decido acompañarlo.

Cuando mi padre, el Lucena, el Bicharrón y

Fernando se montan en el coche y arrancan, Eric

me pasa uno de los cascos.

—No me gusta ese tal Fernando.

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—¿Celoso?

—¿He de estarlo?

Incómoda por lo que sé, le doy un beso en los

labios.

—Para nada, cariño.

Cuando llegamos al lugar donde se va a celebrar

la carrera, mi padre y sus amigos comienzan a

saludar a todo el mundo y yo también.

Conocemos al noventa por ciento de los

corredores y acompañantes de todos los años que

hemos participado en ese tipo de carreras. A las

diez y media, Cristina, la organizadora del

motocross femenino, me entrega mi dorsal, el 51,

y me indica que a las doce es la primera

eliminatoria.

Eric no habla. Sólo me observa. A cada segundo

que pasa veo en sus ojos la inquietud e intento

relajarlo. Pero cuando aparezco vestida con mi

mono rojo de cuero, las protecciones, las botas,

los guantes y el casco, se queda blanco como la

cera.

—¿Me puedes explicar qué haces así vestida? —

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pregunta con enfado.

—¿No te parezco sexy? —Sonrío.

No contesta a mi pregunta.

—Jud. No quiero que lo hagas. Esto es un

deporte de riesgo.

—¡Venga ya…! No digas tonterías —Sonrío de

nuevo e intento no darle importancia.

Fernando, que nos observa y sé que nos

escucha, se acerca a nosotros y con una sonrisa de

lo más falsa dice:

—Vamos, preciosa… dale gas y déjalos a todos

sin habla.

—Eso haré —respondo.

Fernando, que lleva dos cervezas en la mano, le

pregunta a Eric:

—¿Quieres una? —Y sin darle tiempo a

responder, continúa—: Toma. Esta cerveza

enterita para ti. La otra para mí. Yo no comparto

nada.

Ese comentario me subleva. Pero ¿qué hace ese

inconsciente?

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Eric no habla pero puedo percibir su desagrado

mientras Fernando se dirige a él:

—¿Sabes que «nuestra chica» es especialista en

saltos y derrapajes?

—No.

—Pues prepárate, porque, si no lo sabías, hoy te

va a quedar bien claro.

Dicho esto, Fernando se acerca a mí y me da un

beso en la cara.

—Vamos, preciosa. ¡Cómetelos!

En cuanto nos quedamos solos, Eric me mira,

molesto.

—¿A qué venía eso de «nuestra chica» y lo de

«compartir la cerveza»?

—No lo sé —respondo incrédula por lo

sucedido.

Eric no es tonto y nota como yo la mala baba en

las palabras de Fernando. Resopla, maldice y

aparta su mirada de él.

—Te vas a hacer daño, Jud. No sé cómo tu padre

te permite hacer esto.

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Eso me hace reír. Señalo a mi padre, que está

con sus dos amigos haciendo los últimos arreglos

de mi moto.

—¿De verdad crees que mi padre está

preocupado?

Eric lo mira. Lo estudia durante unos segundos

y acaba dándose cuenta de la felicidad en su

rostro.

—Vale… pero el hecho de que él no esté

preocupado, no quiere decir que yo no deba

estarlo.

Sonrío, me acerco más a él y, sin importarme

que Fernando nos mire, me subo a una caja que

hay en el suelo para estar a su altura y acerco mi

boca a la suya.

—Tú tranquilo… pequeño. Sé lo que hago.

Consigo que Eric curve los labios y casi sonría.

Le doy un beso que me sabe a gloria.

—Por tu bien —me dice, serio—, más vale que

sepas lo que haces o te juro que luego te lo haré

pagar.

—Mmmmm… ¡eso me encanta!

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—Jud… hablo en serio —insiste.

—Venga vaaaaaaaa… si esto para mí es un

paseíto de naaaaaaaaaa.

No sonríe. Yo sí.

Escucho la voz de mi padre que me llama.

Tengo que salir a pista. Doy un rápido beso a

Eric, me bajo de la caja y suelto su mano para

acercarme hasta mi moto. Mi padre la acelera y la

revoluciona. Yo grito feliz y llena de emoción,

mientras Eric cada vez arruga más el entrecejo.

Diez minutos después estoy en pista con otras

participantes con la adrenalina por los aires,

saltando y corriendo sin ser consciente del

peligro. El motocross es una combinación de

velocidad y destreza, y ambas cosas unidas me

gustan.

Siempre he sido una osada alocada, el chico que

mi padre nunca tuvo. Derrapo en curvas

cerradas, salto baches con cambios de rasantes y

mi mono se llena de barro mientras mi adrenalina

acelera mis movimientos y soy consciente de que

mi posición en esa carrera es buena. Termino

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entre las cuatro primeras y paso a la segunda

ronda.

Eric está blanco como el mármol. Lo que acabo

de hacer y los porrazos que él ha visto en otras

participantes apenas lo dejan respirar. Pero no

tenemos tiempo de hablar, he de participar en la

siguiente manga y así sucesivamente hasta que

sólo quedamos seis participantes.

Mi padre, junto al Lucena y el Bicharrón, gritan

como locos mientras hacen los ajustes de mi

moto. Fernando, un experto en motocross, me da

instrucciones sobre otras participantes y yo lo

escucho. Saben que lo hago bien y saben que

puedo alzarme con algún premio. Pero yo no

puedo dejar de buscar a Eric. ¿Dónde está?

—Morenita —dice mi padre—. Eric se ha

marchado para Jerez.

—¡¿Cómo?! —preguntó boquiabierta.

—Lo que te digo, hija. Ha dicho que prefería

esperarte en la villa. —Y, acercándose a mí,

murmura—: Ese hombre lo estaba pasando fatal,

hija. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si era por

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verte dar saltos en la pista o por la presencia de

Fernando y sus atenciones.

—Papáaaaaaaaaaaaa —le regaño al verlo

sonreír.

Pero no podemos continuar hablando. La nueva

manga comienza y tengo que ponerme en la

salida. Mi concentración flaquea, pero mi mala

leche está por todo lo alto. Eric se ha ido y eso me

enfada. Cuando la carrera da comienzo, salgo

disparada como una flecha. Salto un montículo,

dos… tres, derrapo, acelero y cojo varios baches

seguidos antes de derrapar. Al final entro la

segunda y grito de felicidad.

Mi padre, el Lucena y el Bicharrón corren a

abrazarme. Estoy totalmente embarrada, pero he

vuelto a conseguir hacerlos vibrar. Cuando me

sueltan, es Fernando quien me coge entre sus

brazos demasiado efusivo.

—Felicidades, preciosa. ¡Eres la mejor!

—Gracias y suéltame.

—¿Por qué? ¿Acaso a tu Eric no le gusta

compartir a su mujer?

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—Suéltame, gilipollas, o juro que te machaco

aquí mismo —gruño ofendida.

Cinco minutos después, en el improvisado

podio, disfruto feliz al ver a mi padre, al Lucena y

al Bicharrón aplaudir junto a Fernando,

orgullosos de mí. Yo levanto el trofeo y soy

consciente de que me hubiera gustado que Eric

estuviera allí.

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37

El camino de regreso a Jerez es ameno y

divertido. Escuchar a mi padre y a sus amigos

contar chistes es para morirse de risa. ¡Qué gracia

tienen los jodíos! Al llegar a Jerez, Fernando

insiste en tomar algo con la excusa de que hay

que celebrar el triunfo. Declino la invitación y,

cuando llegamos a mi casa, sin cambiarme ni

nada, bajo mi moto del remolque, agarro el trofeo

y salgo disparada para la villa, donde me espera

Eric.

Cuando llego a la puerta, llamo y, dos segundos

después, la enorme cancela blanca se abre.

Acelero mi moto y subo por el caminito rodeado

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de pinos. A lo lejos, veo la casa y a Eric. Parece

hablar por teléfono. Acelero, hago una derrapada,

un trompo y cuando el polvo me rodea, paro la

moto, lo miro y levanto mi trofeo, orgullosa.

—Te lo has perdido. Te has perdido mi triunfo.

Eric no sonríe, cierra el móvil, se da la vuelta y

entra en el interior de la casa.

Sorprendida por su seca reacción, me bajo de la

moto y lo sigo. Me enferma cuando se pone tan

hermético. En mi camino me quito las gafas y el

casco y lo dejo sobre una mesa. Eric está en la

cocina bebiendo agua. Espero que regrese antes

de atacar.

—¿Cómo puedes haberte ido sin decirme nada?

—Estabas muy ocupada.

—Pero, Eric… yo quería que estuvieras allí.

—Y yo quería que tú no hicieras esas locuras.

—Eric… escucha…

—No. Escucha tú. Si tienes que volver a ir a dar

saltos con la moto a cualquier otro lugar, no

cuentes conmigo, ¿entendido?

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—Valeeeee… pero, venga, no te enfades. No

seas un niño.

Mis palabras lo hieren y se enfurece aún más.

—Te dije que no quería que te pusieras en

peligro y tú has continuado con tu jueguecito sin

pensar en cómo me podía sentir. Te podías haber

matado delante de mis ojos y yo no podría haber

hecho nada para impedirlo. Por Dios, ¿cómo

puedes ser tan inconsciente?

Se aparta de mi lado. Su reacción me parece

excesiva.

—No soy una inconsciente. Sé muy bien lo que

hago.

—Sí, claro… no me cabe la menor duda. Y, por

si fuera poco, encima tengo que soportar a ese tal

Fernando.

—Ah, no… eso sí que no, guapito —replico

enfurecida—. No me parece bien que me

reproches lo del motocross pero, fíjate, ¡hasta lo

puedo entender! Pero que me reproches las

palabras de Fernando, no, ¡eso sí que no!

—¡«Nuestra chica»!, dice el imbécil —farfulla

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furioso—. No ha parado de hacer comentarios

incómodos todo el rato ante mí. Si no le he

partido la cara ha sido por respeto a tu padre y al

suyo, porque si por mí hubiera sido… —Y antes

de que yo pueda replicar, me pregunta—: Dijiste

que habías tenido algo con él, ¿seguís teniéndolo?

No respondo. No quiero revelarle lo que

Fernando me dijo que sabía de él, ni lo que hubo

entre nosotros, pero Eric insiste:

—Respóndeme, ¿qué ha habido entre ese tipo y

tú?

—Algo. Pero fue sin importancia y…

—¿Algo? ¿Qué es ese algo? —exige con voz

gélida.

—¿Acaso te he pedido yo a ti un listado de

todas tus amiguitas de juegos? —le pregunto,

sorprendida por el cariz que está tomando la

conversación—. Si mal no recuerdo, tú fuiste el

primero que quiso tener algo conmigo sin…

—Sé muy bien a lo que te refieres. Pero creo que

eres lo suficientemente madura como para

entender que eso entre nosotros ha cambiado.

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—¿Ah, sí?

Sin cambiar su gesto, gruñe.

—Te acabo de hacer una pregunta. Yo siempre

he sido sincero contigo. Cuando regresé en tu

busca desde Asturias me preguntaste si había

jugado con Amanda y yo fui sincero. ¿No puedes

serlo tú ahora?

—De acuerdo. Entre Fernando y yo ha habido

sexo.

—¿Y ahora? ¿En los días que has estado aquí

antes de que yo llegara?

—Nada…

—No me lo creo.

—En Madrid me acosté con él, pero aquí no. —

Eric maldice, y yo prosigo—: Aquí sólo ha habido

un par de besos y…

—Ese tipo no es el típico que se conforma con

besos. He visto cómo te miraba y, cuando ha

dicho lo de compartir la cerveza, ¡Dios… lo

hubiera machacado!

Enfadada por sus palabras y por cómo me grita,

respondo:

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—Quizá él no se conformara con besos, pero yo

sí. Nunca me he comportado con él como me

comporto contigo porque él no es como tú,

maldita sea. Y, ¿sabes? Me voy. No quiero

escuchar más tonterías por tu parte o te juro que

no te lo voy a perdonar. Cuando te relajes me

llamas por teléfono y quizá… sólo quizá yo te

perdone el numerito que me acabas de montar.

Dicho esto me doy la vuelta, agarro el casco y

las gafas de la moto y aún con el trofeo en las

manos salgo de la casa, arranco mi moto y me

marcho. El camino de pinos lo hago con la rabia

instalada en mi rostro ¿Quién se ha creído Eric

para hablarme así? ¿Por qué yo no le exijo nada y

él a mí sí? Cuando llego a la cancela blanca veo

que se abre para que salga. Acelero, pero antes de

traspasarla, freno de nuevo y grito de frustración.

Me bajo de la moto y doy un par de patadas en el

aire. Mataría a Eric cuando se pone así.

La cancela blanca se cierra tras unos instantes y,

durante unos minutos, cierro los ojos furiosa

mientras me pongo de cuclillas en el suelo. Eric

me agota y sus constantes cambios de humor me

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vuelven loca. Me desconcierta con sus palabras y

sus hechos. No sé nunca lo que quiere y menos

aún cómo proceder.

De pronto oigo un ruido ronco acercarse.

Levanto la cabeza y veo a Eric que, con su moto,

se dirige hacia mí. Cuando llega a mi altura,

detiene la moto, pone la pata de cabra y se baja.

Me mira.

—¿Cómo puedes ser tan frío?

—Con práctica.

Resoplo y, sin poder contener mi furia, me

levanto del suelo.

—Me desesperas, Eric. No puedo con tu manera

de ser. A veces te comería a besos, pero otras te

mataría. Y ésta es una de esas veces. Siempre te

crees el rey del mundo. El rey de la razón. El rey

del universo. Eres un cabezón, un mandón, un

intransigente y…

—Tienes razón.

Su respuesta me sorprende.

—¿Puedes repetir lo que has dicho?

Eric sonríe.

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—Tienes razón, pequeña. Me he pasado. He

pagado contigo mi nerviosismo al verte saltar con

esa maldita moto y los comentarios nada

acertados de tu amigo Fernando. —Cuando ve

que voy a decir algo, me interrumpe—: No quiero

volver a hablar de ese tipo. Aquí lo importante

somos tú y yo. Y por eso iba a buscarte.

Su sonrisa. ¡Oh, Dios…! Su sonrisa. Qué guapo

está cuando sonríe. Sin necesitar nada más, me

acerco a él.

—¿Por qué tenemos que discutir por todo?

—No lo sé.

—Discutimos por todo menos por el sexo.

—Mmmm… buen comienzo, ¿no?

Ambos soltamos una risotada y Eric me coge.

Me besa los nudillos.

—¿Sigues enfadado?

—Mucho.

—¿De verdad?

—Con lo que has hecho hoy, me has quitado

diez años de vida.

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—Exagerado. —Sonrío.

Eric asiente, se le oscurece la mirada y cierra los

ojos.

—Jud, mi hermana Hannah se mató hace tres

años practicando deportes de riesgo. Ella era

como tú, una chica joven llena de energía y

vitalidad. Un día me invitó a ir con ella y sus

amigos a hacer puenting. Lo pasábamos bien

hasta que su cuerda… y… yo… yo no pude hacer

nada por salvar su vida.

Las carnes se me abren. Aquello es terrible. Vio

morir a su hermana. Lo que me acaba de confesar

me hace entender la angustia que ha vivido

mientras yo disfrutaba dando saltos y

derrapando con el motocross. Consciente de su

dolor, quiero decirle algo, pero se me vuelve a

adelantar:

—Ése es el motivo real por el que no pude

seguir viendo lo que hacías.

—Lo siento… yo… yo no sabía.

—Lo sé, cariño. —Me abraza con desesperación

y murmura—: Ahora sonríe, por favor. Necesito

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que sonrías y que no me preguntes por nada de

lo que te he explicado. Duele. Duele demasiado y

no quiero recordarlo, ¿de acuerdo?

Muevo la cabeza, en un gesto de comprensión y,

sin hablar nada más, Eric me besa con auténtica

pasión. Sonrío, intento no pensar en la tragedia

que me acaba de explicar y me dejo llevar por mi

amor. Minutos después, coge el trofeo que aún

llevo entre mis manos y lo mira.

—Te voy a matar, morenita. Qué rato más malo

me has hecho pasar.

—Eric… es motocross, ¿qué esperabas?

Sonríe, me suelta y se monta en su moto con el

trofeo en las manos.

—Volvamos a casa, campeona. Vamos a celebrar

como se merece tu triunfo.

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38

Al día siguiente, en la maravillosa villa y tras

una noche plagada de morbo y pasión entre

nosotros, Eric y yo tomamos el sol desnudos

mientras planeamos una escapada a Zahara de

los Atunes. No hemos vuelto a mencionar a

Fernando. Ninguno quiere hablar de él. Me besa

el tatuaje. Le ha encantado. Cada vez que me

hace el amor, me mira con lujuria y me dice:

«¡Pídeme lo que quieras!». Me vuelve loca.

Totalmente majareta.

Eric me ha propuesto ir a casa de unos amigos

suyos en Zahara y a mí me parece bien. Podemos

disfrutar de unos días con ellos y luego regresar a

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la villa, que, por cierto, me encanta. Es una

preciosidad.

Por la noche, cuando me lleva de regreso a la

casa de mi padre, me lo encuentro sentado en el

patio trasero sobre el balancín y voy a saludarlo.

—Este hombre te conviene, morenita.

—¿Ah… sí? ¿Por qué? —pregunto divertida

mientras me siento en el balancín con él.

—Es un hombre que se viste por los pies.

¿Cuántos años tiene?

—Treinta y uno.

—Buena edad en un hombre.

Eso me hace sonreír y continúa:

—Te mira de la misma forma que yo miraba a tu

madre y eso me gusta. Y mira lo que te digo,

hasta hace poco pensaba que Fernando era el

hombre ideal para ti. Pero después de conocer a

Eric, me retracto. Eric y tú estáis hechos el uno

para el otro. Se le ve que es un hombre con

principios y dignidad que te cuidará. No es un

depravado como el mequetrefe que conocí en

Madrid, lleno de agujeros y pendientes.

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De nuevo vuelvo a reírme. Mi padre tiene razón,

Eric tiene principios pero estoy segura de que si

conociera su faceta en el sexo le daría un pasmo.

Pero ésa es mi intimidad.

—Papá… Eric me gusta, pero no sé cuánto

tiempo durará lo nuestro.

Sorprendido, me mira.

—¿Qué ocurre, morenita?

Las palabras bullen por salir. Quisiera explicarle

a mi padre que es mi jefe, pero no puedo. Tengo

miedo de su reacción. Cientos de dudas y miedos

pugnan por salir de mí pero no se lo permito.

—No ocurre nada, papá —respondo,

finalmente—. Sólo que es difícil mantener una

relación a distancia. Ya sabes que él vive en

Alemania y yo aquí. Y cuando acabe lo que ha

venido a hacer a Madrid, ambos tendremos que

regresar a nuestros trabajos y, bueno… ya me

entiendes.

Veo que asiente y con la prudencia que lo

caracteriza, añade:

—Mira, mi vida. Ya no eres una niña. Eres una

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mujer y como tal te tengo que tratar. Por eso, sólo

te puedo decir que disfrutes el momento y seas

feliz. De nada sirve pensar muchas veces en el

«qué pasará», porque lo que tenga que pasar…

ocurrirá. Si Eric y tú estáis predestinados a estar

juntos, no habrá distancia que os separe. Eso sí, sé

cautelosa y un poco egoísta y piensa en ti. No

quiero verte sufrir innecesariamente cuando tú

misma ya me estás diciendo que lo vuestro es

complicado.

Las palabras de mi padre, como siempre, me

reconfortan. No sé si será la edad, la experiencia

de haber perdido a mi madre años atrás. Pero si

hay algo que él siempre ha tenido claro y que nos

ha transmitido a mi hermana y a mí es que la

vida es para vivirla.

Al día siguiente, Eric me recoge muy temprano

en su moto. Comienza nuestra pequeña y cercana

aventura. Mi padre se despide de nosotros

encantado y nos desea un feliz viaje. Visitamos

Barbate y Conil. Allí comemos y nos bañamos en

la playa y por la tarde, cuando llegamos a Zahara

de los Atunes, su teléfono suena y él sonríe.

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—Andrés nos espera.

Nos montamos en la moto y conduce hacia su

casa. Por la seguridad con la que se mueve por

las carreteras secundarias del lugar, imagino que

ya ha estado allí en otras ocasiones. Los celos

vuelven a mí, pero los expulso. Nada me va a

impedir disfrutar de mi tiempo con Eric.

Tras desviarnos por un camino, paramos ante

una valla de piedra. Eric toca un timbre y,

segundos después, la enorme puerta de chapa

negra se abre y yo me quedo sin habla. Ante mí

se extiende un maravilloso jardín con cientos de

flores de colores que enmarcan una preciosa casa

minimalista.

Una vez llegamos hasta la puerta y Eric para la

moto, me bajo y poco después Andrés y una

mujer con un bebé en brazos salen a nuestro

encuentro. Andrés es el médico que Eric llamó en

Madrid y me curó el brazo, y eso me sorprende.

La mujer de Andrés se llama Frida y el niño,

Glen. Frida es alemana como Eric, pero habla

perfectamente español y en seguida hay buen

rollo entre nosotras. Una mujer de mediana edad

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aparece y se lleva al pequeño, y, segundos

después, los cuatro pasamos a un jardín trasero

donde una asistenta nos lleva unas bebidas.

Divertidos, los cuatro charlamos mientras

escucho anécdotas divertidas de sus viajes.

Pronto me doy cuenta de la estupenda amistad

que los une desde hace años y eso me hace

sonreír. Sobre las ocho, Frida nos conduce hasta

nuestra habitación. Un lugar espacioso, decorado

con un gusto exquisito y donde hay una enorme

cama.

En cuanto nos quedamos solos, Eric me coge

entre sus brazos y me besa mientras me desnuda.

Me lleva en volandas hasta una enorme ducha

donde abre el agua y los dos gritamos divertidos

al sentir el agua fría caer sobre nosotros. Los

besos de Eric se intensifican y mi ansiedad por él

más. De pronto, me tumba en la ducha y se

tumba sobre mí mientras el agua cae sobre

nosotros. Su boca exigente me muerde los labios

mientras siento sus manos recorrer mi cuerpo y

éste vibrar por el contacto.

Cuando abandona mis labios, su boca baja hasta

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mi pecho. Mis pezones están duros y, al

mordisquearlos, me hace gritar. Sigue su

andadura por mi cuerpo y siento que su lengua

baja por mi ombligo, se entretiene en él unos

instantes hasta que continúa su camino y de

pronto se detiene.

Al notar que él ha frenado su exploración

incorporo mi cabeza para mirarlo y me doy

cuenta de qué es lo que ha visto. Está mirando el

tatuaje. Eso me excita y jadeo, mientras siento que

me mira tras sus pestañas mojadas.

—¿En serio puedo pedir lo que aquí pone?

Asiento.

—¿Cualquier cosa?

El cosquilleo en mi vagina es impresionante.

Creo que voy a tener un orgasmo con sólo

escuchar su voz y ver el morbo de su mirada.

Vuelvo a asentir ante lo que él me ha preguntado

y curva la comisura de su boca.

Clava sus rodillas en el suelo de la ducha y, con

urgencia, me coge de las caderas y me atrae hacia

él. Coge la ducha con las manos me separa las

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piernas y me lava. Humedece cada centímetro de

mi vagina y yo me dejo, encantada. Excitada, veo

que cambia la intensidad de la ducha. Ahora son

menos chorros pero el agua sale con más fuerza.

Imagino lo que va a hacer y no me muevo. Lo

deseo.

Se agacha, mete su lengua en mi empapada

vagina y me chupa. Busca mi clítoris, lo rodea con

su lengua y juega con él. Lo mima. Lo estira. Lo

devora. Me vuelve loca. Cuando lo tiene como él

desea vuelve a coger la ducha, mientras con dos

de sus dedos me separa los pliegues de mi sexo y

siento que los chorros caen directamente sobre mi

hinchado clítoris.

¡Me vuelvo loca!

Jadeo… me retuerzo y él me sujeta para que no

me mueva mientras los chorros caen con fuerza

sobre mi clítoris proporcionándome cientos de

sensaciones. ¡Calor…! El calor sube por mi cuerpo

y, cuando me contraigo por un maravilloso

orgasmo, suelta la ducha, coloca su duro pene en

mi abierta vagina. Entonces da un empellón y me

la mete hasta el fondo.

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—De acuerdo, pequeña… te tomo la palabra. Te

pediré lo que yo quiera.

Tirada en el suelo de la ducha con Eric

poseyéndome con fuerza, dejo que me mueva a

su antojo.

Diez… once… doce, sigue su bombeo sobre mí,

mientras mi vagina se contrae a cada embestida y

mi clítoris con su roce me hace vibrar más y más.

Vuelvo a tener otro maravilloso orgasmo esta vez

al mismo tiempo que él.

Instantes después, rueda a mi lado y los dos

quedamos en el suelo de la enorme ducha

mirando hacia el techo mientras el agua corre a

nuestro alrededor. Su mano busca la mía y

cuando la encuentra la aprieta. Se la lleva a la

boca. Me besa los nudillos y dice:

—Jud… Jud… ¿Qué me estás haciendo?

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39

A las nueve de la noche, tras la estupenda ducha

que nos hemos dado y de la que estoy convencida

que se ha enterado todo el mundo, bajamos de la

mano al salón. Allí, Frida y Andrés se están

besando, pero dejan de hacerlo cuando nosotros

aparecemos.

Pasamos al comedor y nos sentamos alrededor

de una maravillosa mesa. Eric me retira la silla y

se sienta a mi lado. Lo veo feliz. Ése es su

ambiente y se le nota que está más cómodo. El

servicio entra en la estancia y nos sirve un buen

vino y después una maravillosa langosta. Eric me

pide una Coca-Cola. Entre risas y confidencias

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acabamos con el primer plato y nos sirven el

segundo, una exquisita carne. Cuando acabamos

el rico helado que nos sirven de postre, Frida

propone salir al jardín.

Eric, tras atender una llamada de teléfono, se

sienta a mi lado. Siento sus continuas caricias en

mi piel y lo noto más pensativo que minutos

antes. Aun así, charlamos hasta bien entrada la

madrugada, momento en que nos vamos a

dormir.

Al día siguiente cuando me despierto, el sol

entra por el gran ventanal. Estoy sola en la

habitación y me estiro en la cama. Las sábanas

huelen a Eric y eso me hace sonreír. Recordar

cómo me hizo el amor la noche anterior me

excita, me pone a cien, pero, convencida de que

no es momento de fantasear, me levanto, voy al

baño y me aseo.

Mientras me visto, un ruidito me hace mirar a

mi alrededor. Es el móvil de Eric. Lo localizo

sobre la mesilla y leo que pone el nombre de

«Betta». De nuevo aquel nombre.

Cuando llego al salón, oigo las risas de Andrés,

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Frida y Eric y me sorprendo al ver a un señor y a

una señora junto a ellos. Cuando me acerco, me

presentan a los padres de Frida, que han venido

para llevarse al pequeño Glen de vacaciones con

ellos. Le entrego el móvil a Eric y le indico que ha

recibido una llamada de una tal Betta. Él asiente,

lo guarda en el bolsillo del pantalón y prosigue

tan normal. Los padres de Frida y el pequeño

Glen se van esa misma noche.

A la mañana siguiente, cuando me despierto,

vuelvo a estar sola en la cama. Tras lavarme los

dientes, me acerco hasta la piscina y rápidamente

Andrés me coge y me tira al agua. Todos nos

reímos y pasamos un rato divertido. Sobre las dos

de la tarde, los cuatro nos vamos de compras a

Cádiz en el coche de Andrés. Acabamos de

recibir la invitación para una fiesta temática

ambientada en los años veinte y hay que ir a

comprarse algo.

Por la noche, tras una divertida tarde de

compras, decidimos cenar en la playa. Acabada la

cena en un precioso restaurante de Zahara,

tomamos unas copas en un bar y sobre la una

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regresamos a la casa.

Al llegar salimos a la bonita terraza y nos

sentamos. Me gusta sentir a Eric tan cercano,

receptivo, tan pendiente de mí. Andrés va a la

cocina y trae una botella de champán. Tras esa

primera botella, llega una segunda de la que bebo

más lentamente pero que disfruto de todos

modos.

Frida y Andrés son unos anfitriones

maravillosos. Intentan que nos sintamos como si

estuviéramos en nuestra casa y lo consiguen con

su actitud. Disfruto del momento sentada en

aquel precioso lugar mientras mis ojos miran la

piscina oval y el jacuzzi que hay al lado. Sobre las

tres de la madrugada hace mucho calor y Frida

propone darnos un chapuzón en la piscina.

Sin pensarlo un segundo, acepto y subo a mi

habitación a ponerme el biquini. Cuando bajo,

Frida ya está en el agua con Andrés y Eric me

espera en el borde. En cuanto me acerco a él, me

coge a traición y los dos caemos en el agua. Entre

risas y cachondeo, nos bañamos un rato, hasta

que, más adelante, Frida y yo nos sentamos en la

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ancha escalera de la piscina y Eric y Andrés se

hacen unos largos.

Cuando los chicos llegan hasta nosotras, Andrés

coge a su mujer de un pie y la arrastra hacia la

piscina. Ella protesta pero, dos segundos

después, ríe a carcajadas. Eric divertido se acerca

a mí, me coge en brazos y me sienta a horcajadas

sobre él.

El agua nos llega hasta la cintura y pronto sus

manos se meten por debajo de la braga de mi

biquini y me comienza a tocar. Asustada por

aquello, lo miro con reproche y él ríe.

—¡Eric! —le regaño—. No hagas eso. Nos

pueden ver.

Su contestación es un tórrido beso que

rápidamente consigue calentarme el alma y la

vida. Su boca y sus manos ya me tienen en el

punto de partida que él siempre quiere y, cuando

se separa de mí, murmura mientras señala con la

vista:

—Tranquila, pequeña. Ni Andrés ni Frida van a

asustarse.

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Curiosa, miro hacia donde él señala y veo que la

otra pareja se besa apasionadamente. Incluso veo

que Andrés le desabrocha el biquini a Frida y éste

queda flotando sobre la piscina. Rápidamente

miro a Eric en busca de una contestación.

—Sí, morenita… a ellos también les gusta el

morbo.

Comienzo a temblar, y no es de frío, cuando

siento que los otros dos se acercan a nosotros.

Frida está juguetona y sale de la piscina. Se sienta

en el borde junto a nosotros con los pechos

húmedos y resbaladizos mientras Andrés se pone

detrás de mí y posa sus manos sobre mi cintura.

Eric, al ver cómo lo miro, mueve la cabeza y

Andrés me suelta en seguida, sale de la piscina y,

tras besar a su mujer, ambos desaparecen en el

interior del chalet.

Estoy nerviosa. ¡Histérica!

No sé dónde meterme, pero siento que mi

vagina se lubrica y se deshace por dentro.

Eric, al notarme tensa, se levanta de la ancha

escalera y, sin soltarme, se mete conmigo hacia el

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interior de la piscina. Me agarro a él con

desesperación.

—Tranquila, pequeña. Conmigo nunca harás

nada que tú no quieras.

Boqueo como un pez. Me falta el aire y consigo

susurrar:

—Ellos… ¿juegan a los mismos juegos que tú?

—Sí.

—¿Y…?

—Jud, te tiene que quedar claro lo que te dije

hace poco. El sexo es sólo sexo. Frida y Andrés

son una pareja muy sólida que tienen claro qué es

lo que les gusta en el plano sexual. Hemos ido en

varias ocasiones juntos a club de intercambio de

parejas y allí han disfrutado de tríos y orgías y,

cuando han regresado a su casa, han continuado

siendo ellos mismos. Andrés y Frida. Una pareja.

—¿Tú has… has estado con ellos?

—Sí. Nosotros dos para ella. A mí los hombres

no me van —bromea y sonrío—. Escucha, Jud,

debes entender que tanto Frida, como Andrés y

como yo tenemos las ideas claras y sabemos

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diferenciar entre el sexo y los sentimientos. A los

tres nos gusta disfrutar del morbo del juego pero,

una vez acaba, nos respetamos como personas.

Por cierto, la fiesta a la que estamos invitados

mañana es…

—Una fiesta donde todo el mundo juega,

¿verdad?

Eric asiente.

—Si tú no quieres, no tenemos por qué ir.

Durante un rato, los dos permanecemos callados

hasta que me lleva hasta la escalera, me toma de

las manos y me dice:

—Ven. Entremos en el jacuzzi.

Lo sigo hasta allí.

—Qué calentita —murmuro al entrar en él.

—Demasiado caliente. —Eric aprieta unos

botones y, segundos después, el agua se enfría.

Permanecemos callados mientras las burbujas

explotan a nuestro alrededor, hasta que él me

atrae de nuevo hacia sí y me sienta de nuevo a

horcajadas sobre él.

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—¿Ves cómo me tienes? —dice mientras aprieta

mi vagina contra su pene.

—Sí. —Sonrío y, sin poder evitarlo, pregunto—:

¿Qué te hubiera gustado que hubiera pasado en

la piscina?

Echa la cabeza hacia atrás.

—Ah… cariño. Me hubiera gustado que

hubieran pasado muchas cosas.

—Cómo por ejemplo… —insisto.

Eric levanta el mentón y me mira.

—Aún recuerdo cómo te estremecías aquella

tarde en mi hotel cuando Frida se metió entre tus

piernas y te hizo todo lo que le pedí.

—¿Era Frida?

—Sí. —Darme cuenta de eso me deja

asombrada—. Mmmmm… me gusta la

delicadeza que mostráis las mujeres. Me excita

miraros. ¡Sois exquisitas!

—¿Y los hombres?

Noto su mirada alerta y añade:

—Cielo, ya te he dicho que los hombres no me

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van.

Eso me hace gracia.

—Me refería a que si en tus fantasías sólo

incluyes a mujeres.

—No, mis fantasías son más amplias. Adoro ver

a dos mujeres poseyéndose, aunque luego me

gusta compartirlas con otros hombres.

—¿Y te ves compartiéndome a mí con otro

hombre?

—Si tú quieres, sí —responde con una sonrisa.

Sólo decirlo me excita. Me excita mucho más

que imaginarme con otra mujer. Eric clava su

mirada en mí.

—Tu placer es mi placer y, si tú me lo pides, te

compartiré. Pero, llegado el momento, seré yo

quien mande en ese juego. Eres mía y quiero que

quede claro.

Ardo. Me caliento. Voy a explotar. Me aviva ese

comentario de posesión y murmuro inquieta:

—Has dicho que tú y Andrés habéis jugado con

Frida.

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—Sí. —Y acercando su boca a mi oído me

pregunta—: ¿Quieres que te comparta con otro

hombre?

Imaginarlo me excita, me inquieta, me estimula.

—Eric…

—Ah… morenita, creo que te voy a tener que

atar en corto. Eres más curiosa de lo que yo

imaginaba, pero me gusta tu curiosidad, me

vuelve loco.

Eso me hace reír. Le ofrezco mi boca, que él

toma con avidez.

—Si vamos mañana a esa fiesta, ¿qué ocurrirá?

—Lo que tú quieras.

—Pero… pero allí…

—Allí la gente va a lo que va, pequeña. Todos

buscan lo mismo: sexo. Si tú quieres, lo tendrás.

Puedes mirar o puedes participar, todo depende

de ti.

—Y tú… ¿qué quieres tú?

Eric pasea su boca por mi cuello.

—Tras la conversación tan interesante que

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acabamos de tener y que me tiene duro como una

piedra, lo que voy a querer es follarte y que te

follen. Adoro ver tu gesto cuando te corres. Y

como ahora sé qué es lo que te excita, quiero

ofrecer tus pechos, tu vagina, y observar el

momento. Eso me proporcionará un gran placer.

Todo lo que me dice consigue en mí el efecto

deseado y siento que ahora soy yo la que quiere

cumplir cualquiera de esas fantasías. Mi

respiración se acelera, Eric sonríe.

—Tu cuerpo me dice que te pida lo que quiera.

Y sé que ahora mismo cualquier cosa que te

propusiera lo harías, porque estás tan excitada,

tan caliente que lo deseas, ¿verdad?

—Sí —admito.

Eric se levanta y me da la mano.

—Ven, acompáñame.

No lo dudo. Le doy la mano y salimos del

jacuzzi.

Coge una toalla y la pone alrededor de mi

cuerpo. Me seca con mimo.

—Jud… te tiene que quedar claro que yo nunca

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haré nada sin tu consentimiento. No me

perdonaría que me reprocharas nada. Eres

demasiado importante para mí.

—No te voy a reprochar nada, Eric. Es sólo que

me asusta lo desconocido, pero quiero

experimentar a tu lado.

Mi respuesta parece agradarle y me besa. Me

besa con pasión y juntos caminamos hacia el

interior de la casa. Pero en vez de llevarme hacia

la habitación me hace girarme en otro pasillo. De

pronto escucho jadeos y, al llegar frente a una

puerta que está entreabierta, me mira y dice:

—Andrés y Frida están dentro, ¿quieres que

pasemos?

Asiento, pero susurro.

—Siempre y cuando no te alejes de mí.

—Eso no lo dudes nunca, cariño. Eres mía.

Su posesión me gusta y, cuando entramos en la

habitación, mi respiración se vuelve irregular.

Estoy nerviosa, excitada, pero tengo miedo. Veo

una cama redonda en medio de una enorme sala

azul. La música suena y Frida y Andrés hacen un

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sesenta y nueve. Al vernos, dejan de hacer lo que

están haciendo y nos miran. Eric cierra la puerta

y me quita la toalla. Tiemblo.

—Tú decides, Jud.

Su voz me hace regresar a la realidad y, ante la

atenta mirada de los otros dos, murmuro:

—Deseo jugar.

Eric me besa. Después mira a Andrés y éste se

levanta de la cama desnudo. Nos rodea y se para

en mi espalda. Miro a Eric y noto cómo su amigo

me desabrocha la parte superior de mi biquini y,

cuando lo consigue, lo saca por la cabeza.

Mis pechos rozan el pecho de Eric y mis pezones

rápidamente se ponen duros ante aquella

situación. Mi Dios… mi adonis no me quita ojo

desde su altura. Está serio e imperturbable

cuando se dirige a su amigo.

—Andrés, quítale la braga del biquini.

Su voz me excita. Su posesión sobre mí. Y

cuando siento los dedos de Andrés agarrar mis

bragas y bajarlas, jadeo. En su camino siento su

aliento en mi trasero y eso me pone la carne de

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gallina.

Una vez desnuda, mi excitación es tan grande

que el miedo ha desaparecido para dar paso al

morbo, y Eric sonríe. Sabe que estoy bien y

dispuesta.

—¿Puedo tocarla? —pregunta Andrés a mis

espaldas.

Eric sigue mirándome y yo asiento. Eric

responde:

—Sí.

Instantes después, las manos de Andrés pasean

por mi cuerpo. Toca mis pechos, mi cintura y,

cuando sus dedos llegan a mi vagina e introduce

uno de ellos, jadeo. Frida llega hasta nuestro lado

y Eric se aparta. Se agacha, me hace abrir las

piernas y su boca va directa hasta mi sexo.

Cierro los ojos. Las piernas me tiemblan

mientras Andrés y Frida me tocan y disfrutan de

mí. Eric, al ver aquello, acerca su boca a la mía y

susurra:

—Sí… así… disfruta para mí.

Durante unos minutos me siento el caramelito

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de la habitación. Cuatro manos recorren mi

cuerpo y dos bocas se esmeran en arrancarme

jadeos, mientras Eric nos observa con los ojos

brillantes por la lujuria. De pronto, Eric toca la

cabeza de Frida y ella deja de acariciarme, se da

la vuelta y veo que le acaricia el torso. Mete su

mano en su bañador, le saca el pene y se lo acerca

a la boca. Saca la lengua y comienza a lamerlo en

toda su longitud.

Excitada, no puedo dejar de mirar, mientras

Andrés me muerde los pezones. Frida disfruta

con lo que hace y lame el pene como si se tratara

de un helado. Se lo introduce totalmente en la

boca y le acaricia los testículos. Yo miro… miro…

y miro y siento que mi excitación se aviva más.

Estoy tan caliente que me agacho un poco para

facilitarle la tarea a Andrés con mis pechos y se

los ofrezco para que se dé un festín.

Eric se estremece, yo jadeo y lo oigo murmurar:

—Vayamos a la cama.

Los cuatro, desnudos, nos dirigimos a ella. Eric

se quita el bañador y su pene lujurioso está duro

y deseoso de jugar y veo que Andrés se pone

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frente a su mujer. Eric se coloca finalmente frente

a mí. Frida deposita entre nosotras una caja

cuadrada y blanca y pregunta:

—¿A qué queréis jugar?

La saliva se me estrangula en la garganta. No sé

qué decir cuando oigo a Eric decir:

—Algo suave.

Frida y Andrés hacen un gesto con la cabeza, y

entonces ella mira en el interior de la caja, saca

dos vibradores como el que me regaló Eric a mí y

me mira.

—Está limpio, cariño. Ante todo, la higiene.

Asiento y lo cojo.

Eric me encoge las piernas y me abre las

rodillas. Mi sexo está caliente, chorreante y late

desbocado.

—Mastúrbate para mí, cariño —me dice Eric.

—Y tú para mí, Frida —pide Andrés.

Como una autómata, abierta de piernas junto a

Frida y frente a Eric y Andrés, pongo el vibrador

en mi mojada hendidura y lo pongo al uno. La

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vibración, la humedad y la excitación me piden

más y lo subo al dos. Ardo. Tengo mucho calor y

siento que voy a explotar cuando mi clítoris

rápidamente reacciona y me comienza a dar

descargas de placer.

Eric, entre mis piernas, me mira y se pone un

preservativo mientras leo su necesidad en la cara

de que me corra para él. Subo la intensidad del

vibrador y su descarga hace que arquee la

espalda y grite. Un jadeo a mi lado me hace

recordar que Frida está en la misma tesitura y eso

me estimula, y más cuando veo que Andrés le

quita el vibrador y la penetra. Sus jadeos se

convierten en gritos de placer y eso me azora

todavía más. Ver a dos personas a mi lado hacer

el amor es algo totalmente nuevo para mí y no

puedo dejar de mirar hasta que ellos se dejan ir y

sus gritos bajan de intensidad.

Eric no me quita ojo. Está tan excitado como yo.

—Andrés, ofréceme a Jud —dice,

sorprendiéndome.

Rápidamente siento que Andrés se levanta, se

sienta al borde de la cama y me dice:

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—Ven aquí. Siéntate sobre mí.

Sin saber realmente a lo que se refiere, me

levanto y cuando voy a sentarme mirándolo, me

da la vuelta y me hace mirar a Eric. Después me

sienta sobre sus piernas y me susurra al oído:

—Recuéstate sobre mí, sube tus pies a la cama y

abre las piernas. Yo te sujetaré por los muslos

para que Eric te penetre.

Completamente excitada por el momento, hago

lo que me pide mientras siento su pene en mi

trasero y me abre los muslos. Eric se acerca a mí,

a nosotros, se mete entre mis piernas, me agarra

del culo y me mete lentamente su duro pene

mientras Andrés me sujeta las piernas y me abre

para él. Eric, tras varias embestidas que me hacen

gemir, se queda quieto y musita:

—Esto es ofrecerte a alguien. ¿Te gusta la

sensación?

—Sí… sí…

—Pues así te ofreceré yo a otros hombres —

susurra mientras me penetra—. Abriré tus

muslos para darles acceso a tu interior siempre

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que yo quiera, ¿te parece?

—Sí… sí… —jadeo enloquecida.

Me besa. Me devora los labios y ambos oímos

que Andrés dice:

—Más tarde, quizá Eric te ofrezca y seremos

Frida o yo quienes te follemos.

Las palabras de Andrés me incitan mientras

siento el implacable pene de Eric tan duro como

una piedra en mi interior. Eric mueve las caderas

y eso me hace resoplar. Noto cómo me llena por

completo y comienza a moverse adelante y atrás

mientras Andrés murmura:

—¿Te gusta, Judith?

—Sí… Oh… Dios mío.

La estimulación que siento en ese instante es

profunda y maravillosa mientras Eric avanza y

continúa su saqueo implacable sobre mí y Andrés

me ofrece. Frida nos mira y veo que se masturba

con un consolador. Me muerdo los labios, jadeo,

me retuerzo.

—Vamos, nena… —dice Eric de repente—.

Dime cómo quieres que te folle.

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Al ver que no respondo, Eric me da un cachete

en el culo que me introduce más en él y yo

balbuceo como puedo:

—Rápido… fuerte.

—¿Así, pequeña? —acelera y profundiza más.

—Sí… sí…

Mueve las caderas con vigorosidad y grito. La

intensidad en sus movimientos aumenta segundo

a segundo, penetración a penetración, y mi placer

con él. Ardo. Estoy fuera de control. Y cuando un

calor embriagador me hace soltar un gemido de

placer, Eric gira las caderas y me embiste por

última vez y los dos nos corremos.

Tras aquel primer asalto, llegan dos más donde

vuelvo a disfrutar como una loca y donde veo lo

mucho que Eric goza ofreciéndome y follándome.

Él me ha hecho descubrir un mundo hasta ahora

desconocido para mí y sólo lo quiero disfrutar…

disfrutar y disfrutar.

Aquella noche, en la soledad de nuestra

habitación, Eric me abraza. Las piernas aún me

tiemblan y no puedo dejar de pensar en lo

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ocurrido. Recuerdo las palabras de Fernando: «Yo

te quiero en exclusividad y él no». Eso me

inquieta. Imágenes morbosas pasean por mi

mente y noto de nuevo mi vagina estremecerse.

De pronto siento su boca en mi frente y cómo me

reparte pequeños besos que me saben de

maravilla. Eric es dulce y posesivo, y eso me

gusta. Me encanta en él. No hemos hablado de lo

ocurrido. No es necesario. Nuestros ojos hablan

por sí solos y no hacen falta ni preguntas ni

explicaciones. Todo ha sido consentido y

disfrutado. Agotada, finalmente, me duermo

entre sus brazos.

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40

A la mañana siguiente, cuando me despierto,

vuelvo a estar sola en la habitación. Rápidamente,

las imágenes de lo ocurrido la noche anterior

regresan a mi mente y me pongo colorada. Pero

también me excito.

El mundo de Eric me está abduciendo y siento

que cada vez me gusta más. De pronto, la puerta

se abre. Es él con una bandeja de desayuno.

—Buenos días, morenita.

Ese saludo, tan de mi padre, me hace sonreír y

me siento en la cama. Eric llega hasta mi lado,

suelta la bandeja y, tras darme un dulce beso en

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los labios, se sienta a mi lado.

—He traído zumo de naranja, algo de embutido,

tostadas, plumcake y dos cafés con leche, ¿te

parece buen desayuno?

Encantada con aquello, sonrío y lo miro.

—El mejor.

Durante unos diez minutos desayunamos entre

risas y, cuando acabamos con todo lo que había

en la bandeja, la pone en el suelo y se sienta de

nuevo junto a mí. Está guapísimo con esa

camiseta blanca y las bermudas de camuflaje.

Vestido así parece un jovenzuelo de mi pandilla,

no el director de una gran multinacional.

—Vamos a ver, pequeña, ¿cómo estás? —

pregunta mientras me acaricia el óvalo de la cara.

—Bien, ¿por qué? —Al ver su ceja levantada

respondo—. Bien… Si me preguntas por lo que

ocurrió ayer, tranquilo, estoy bien, lo disfruté y,

sobre todo, tú no me obligaste, lo hice yo porque

me apetecía.

Eric asiente. Por su gesto parecía necesitar

escuchar aquello y veo que sonríe.

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—Me encantó la experiencia contigo. Fue

maravillosa.

—Para mí fue extraña. Diferente. Pero también

morbosa… muy morbosa. Y ya vi cómo

disfrutabas cuando Andrés y Frida me tocaban.

—Mmmm… me excita ver tu cara de

perversión, pequeña. Abres la boca de tal manera

y te arqueas tan deliciosamente… Me vuelve loco

verte así.

Ambos reímos.

—En referencia a la fiesta de esta noche. Si tú no

quieres, no…

—Sí, quiero. Quiero ir.

—¿Segura?

—Sí. Totalmente.

Mi decisión parece sorprenderlo.

—¿Tú no quieres ir?

—No… no es eso… pero…

—¿Acaso hay alguna mujer por la que me tenga

que preocupar?

Eric suelta una risotada y aclara:

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—Absolutamente por ninguna. Con ellas

simplemente he jugado y…

—¿Has jugado mucho con ellas?

—Sí.

Eso me incomoda. Cualquiera de ellas me sacará

ventaja.

—Pero ¿mucho… mucho?

—Mucho… mucho. A algunas las conozco

desde hace más de diez años, pequeña. Pero no

tienes de qué preocuparte. En cambio, yo sí que

me tengo que preocupar. Tú serás nueva y estoy

convencido de que muchos hombres te

observarán deseosos de ser ellos los elegidos.

—¿Tú crees?

Eric responde que sí con su cabeza y siento que

se le oscurecen los ojos. De pronto, lo siento algo

escamado y eso me alerta. ¿Estará celoso?

—Sí, lo creo. Pero no olvides, cariño, que…

—… que sólo lo haremos con quien yo quiera,

¿me equivoco?

—No. —Sonríe, mientras me aparta un mechón

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de pelo de la cara.

Doy un trago a mi café.

—¿Me vas a ofrecer a otro hombre?

Mi pregunta vuelve a pillarlo por sorpresa.

Como siempre, lo piensa… lo piensa y, al final,

responde con otra pregunta:

—¿Te gustaría?

—Sí… me excita sentir que eres mi dueño.

Anoche me excitó.

Se carcajea y, tras darme un beso en los labios,

murmura:

—Señorita Flores, ¿habla de dueño? ¿No dijo

que no le gustaba el sado?

—Y no me gusta —aclaro—. Pero me excita

sentir tu posesión.

Eric asiente. Clava sus preciosos ojos en mí y

murmura:

—No olvidaré eso cuando te ofrezca esta noche.

Asiento como siempre. Está claro que él sólo

hará lo que yo quiera y, deseosa de que todo sea

como siempre, me tumbo en la cama y tras

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hacerle una seña con el dedo para que se tumbe

sobre mí le susurro:

—Tú eres el experto. Estoy en tus manos.

Eric sonríe y me besa.

—Cariño… cada día me sorprendes más.

Pongo los ojos en blanco y pestañeo.

—Me gustas mucho cuando me llamas cariño.

¿Todavía no te has dado cuenta del influjo que

provocas en mí cuando me dices palabras

cariñosas?

—Estás comenzando a asustarme.

Eso me hace reír.

—¿Que yo te asusto?

Eric asiente. Pone entonces sus manos en mi

cintura y me hace cosquillas.

—Sí…, señorita Flores. Comienzo a temer tus

juegos. Creo que vas a ser peligrosa.

Tras la comida, Frida y Andrés se retiran a

descansar. Eric me propone lo mismo, pero me

apetece leer en la sombrita. Eric me acompaña y,

tirados en las cómodas hamacas de la piscina y

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bajo una maravillosa sombra, compartimos

música en mi iPod y leemos.

Pero yo apenas leo. Mi mente no para de dar

vueltas a todo lo que va a pasar, mientras disfruto

de estar junto a Eric. Verlo a mi lado, tranquilo y

relajado mientras lee el periódico me parece algo

sublime, maravilloso. De pronto en mi iPod

comienza a sonar una canción y oigo que Eric la

tararea. Eso me deja sin habla.

Sé que faltaron razones, sé que sobraron motivos

Contigo porque me matas, y ahora sin ti ya no vivo

Tú dices blanco, yo digo negro

Tú dices voy, yo digo vengo

Miro la vida en colores y tú en blanco y negro.

Dicen que el amor es suficiente, pero no tengo el

valor de hacerle frente

Tú eres quien me hace llorar, pero sólo tú me puedes

consolar.

Te regalo mi amor, te regalo mi vida

A pesar del dolor eres tú quien me inspira.

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No somos perfectos somos polos opuestos,

Te amo con fuerza te odio a momentos.

Está tarareando la canción Blanco y negro de

Malú. ¡Y se la sabe entera!

Asombrada, no me muevo, mientras hago como

si leyera mi libro. Escuchar a Eric cantar aquella

canción que siempre me recuerda a él me pone la

carne de gallina. Cuando la termina, me doy

cuenta de que me mira.

—Aún recuerdo el día que te escuché cantarla.

—Sí… muy majo tú. Me dijiste que cantaba

fatal, ¿lo recuerdas? —Eric sonríe y yo añado—:

Oye… ¿cómo te sabes esta canción? Recuerdo que

me preguntaste el título y quién la cantaba.

—La busqué.

—¿Y por qué la buscaste?

—Porque escuchar esta canción me recuerda a

ti.

Aquella revelación me deja sin palabras. Eric

continúa leyendo y yo lo imito. Estoy emocionada

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porque, sin utilizar palabras cariñosas, sé que me

ha dicho: «Te quiero».

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41

A las ocho de la tarde, Frida y yo decidimos

arreglarnos. Ellos también. Nos vestimos por

separado para sorprendernos y eso me gusta.

Quiero sorprender a Eric. Frida se ofrece a

maquillarme, algo que yo no hago muy a

menudo, así que la dejo. Ella es esteticista. Me

aplica una base oscura en los párpados y mil

potingues más en el rostro. Y cuando me miro en

el espejo mi cara de sorpresa es increíble. ¿Esa tía

con esos ojazos soy yo?

Frida se ríe y me anima a que nos continuemos

vistiendo. Ella se ha comprado un vestido rojo,

escotado y lleno de flecos, y yo uno plateado de

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lentejuelas y suelto hasta la cadera. Ambos llegan

por la rodilla y son sexies y sugerentes. A los

vestidos los acompañan unos increíbles zapatos

de tacón, collares larguísimos, plumas en el pelo

y, finalmente, unos guantes que sobrepasan el

codo. En cuanto acabamos, nos miramos en el

espejo y Frida dice divertida:

—¡Oh… parecemos una verdaderas flappers!

—¿Flappers? ¿Qué es eso?

—Judith, en los años veinte la imagen de la

mujer cambió radicalmente y se volvió más

loca… más atrevida. Las flappers, o las chicas del

charlestón, eran las mujeres que se vestían de

manera diferente, jovial y alocada. Justo como

nosotras, vamos. Listas para volver locas a los

hombres.

Eso me hace reír. Frida es graciosa y tiene un

sentido del humor maravilloso. Una vez nos

vestimos cogemos las dos boquillas de medio

metro que hemos comprado y salimos al salón

donde ellos nos esperan.

Antes de entrar, veo a Eric y me deja sin habla.

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Lleva un traje blanco, una camisa negra y un

gorro de la época, a lo Al Capone. Está sexy y

guapísimo. Andrés va igual, pero su traje es gris

y su camisa roja. Cuando siento los ojos de Eric

sobre los míos sonrío. Veo que le gusta mi disfraz

y, acercándose a mí, me coge de la mano y me

hace dar una vuelta ante él.

—Estás despampanante.

—¿Te gusto?

—Me encantas, tanto que creo que no te voy a

dejar salir de casa.

Eso me hace reír. Me alejo de él mientras muevo

las caderas para que el vestido se mueva.

—¡Soy una flapper! —Por su cara puedo ver que

no sabe de lo que hablo y aclaro—: Una chica loca

del charlestón.

Eric sonríe, viene hacia mí, me coge por la

cintura y mientras seguimos a Frida y Andrés

hacia su coche, me murmura en el oído:

—Muy bien, flapper… vayamos a pasarlo bien.

A las nueve y media entramos en una preciosa

mansión decorada al más puro estilo años veinte.

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Encantada, miro a mi alrededor y me sorprendo

al ver al fondo de un enorme salón a un grupo

tocando. Los músicos van de blanco, como en las

famosas películas de gánsteres que veía cuando

era pequeña.

Eric me presenta a los anfitriones y éstos,

encantados, alaban mi disfraz. Yo sonrío, feliz.

Andrés y Frida los saludan también. Tras pasar al

salón veo que la gente habla animada y que todos

conocen a Eric y lo saludan. Mientras me

presenta a los asistentes, estoy asombrada. Saber

que es una fiesta donde todos buscan sexo me

sorprende. Allí hay gente de todas las edades.

Jóvenes y maduros.

Acabadas las presentaciones, escucho la música

durante un rato junto a Eric. Frida, una experta

en esos años, es la que me indica si suena un

boogie-woogie, un charlestón o un foxtrot. Yo en

todo eso estoy pez. Soy más de rock and roll. Y,

cuando llevamos varias copas, me entero de que

Frida es quien ha ayudado a Maggie, la dueña de

la casa, a organizar la fiesta. Según pasa la noche

soy consciente de cómo los hombres se acercan a

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nosotros y me devoran con la mirada. Sé lo que

piensan, pero estoy tranquila. Nadie,

absolutamente nadie, dice nada que me pueda

incomodar. Todos son muy educados.

Tras varias bebidas, voy al baño junto a Frida.

Nuestras vejigas van a explotar. Al llegar hay dos

aseos libres y rápidamente entramos en ellos.

Mientras estoy allí, la puerta del lavabo se abre y

entran otras mujeres. Oigo el cotorreo de muchas

de aquellas mujeres que no conozco pero, al

escuchar el nombre de Eric, presto atención.

—Qué alegría volver a ver a Eric, ¿verdad?

—Oh sí… estoy encantada de que esté de nuevo

aquí. Está guapísimo.

—¿Cuánto tiempo hace que no venía a una de

nuestras fiestas?

—Dos años.

—Realmente se le ve muy bien. Tan atractivo y

sexy como siempre.

—Sí… parece estar recuperado tras lo ocurrido.

Pobrecillo.

¿Recuperado? ¿Qué le ha pasado a Eric?

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Convencida de que quiero saber más, pongo la

oreja pero, entonces, oigo la voz de Frida:

—Chicas, ¡estáis guapísimas! ¿Dónde habéis

comprado esos trajes?

En seguida cambian de conversación y se

centran en hablar de las compras. Salgo del baño

y me uno a ellas. Frida me presenta a las mujeres

y todas son encantadoras conmigo. Cuando salgo

del baño, una de ellas, Marisa de la Rosa, camina

a mi lado y me pregunta:

—Has venido con Eric, ¿verdad?

—Sí.

—¿De dónde eres?

—De Madrid.

—¡Oh, me encanta la capital! Mi marido y yo

somos de Huelva, aunque viajamos mucho a

Madrid. Tenemos un pisito allí, en plena calle

Princesa.

Saber eso me sorprende.

—Pues yo vivo en Serrano Jover.

—En esa calle hay un gimnasio, ¿verdad?

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—¿El Holiday Gim? —La mujer hace un gesto

afirmativo—. A ese gimnasio voy yo.

Marisa sonríe y murmura:

—El mundo es un pañuelo, chica. Mi piso está

cerca y a ese gimnasio es al que vamos Mario y

yo cuando estamos en Madrid.

Ambas sonreímos por la coincidencia.

—Pues entonces seguro que nos vemos por allí.

—Segurísimo.

Charlamos sobre mil cosas más, mientras

observo a Eric hablar con una mujer y un hombre

al fondo de la sala. Parece divertido. Su gesto está

relajado y veo que sonríe. Marisa es simpática,

salta de un tema a otro, y pronto me presenta a

varias mujeres más. Cuando de nuevo nos

quedamos solas coge dos copas de champán de

una mesa y se me acerca.

—¿Te gustaría pasar un agradable rato conmigo

en la sala de al lado?

Me pongo colorada, azul y verde. La mujer, al

verlo, sonríe.

—Si lo piensas mejor, avísame, ¿de acuerdo?

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Cuando se aleja, me guiña el ojo y yo camino

hacia Eric. Él, al verme llegar, me da un beso en

los labios y continúa hablando con la pareja que

lo acompaña.

Hay un buffet libre y los comensales

comenzamos a degustar los ricos manjares. Siento

las miradas de los hombres sobre mí y también

las de muchas de las mujeres, aunque, cuando

veo cómo muchas de ellas miran a Eric, me

molesta. Mi instinto de posesión se alerta y, al

final, Eric, consciente de lo que me pasa, me

tranquiliza y me recuerda dónde estamos. Pero

las mujeres que se acercan a nosotros se lo comen

con la mirada y la gata que hay en mí vuelve

a resurgir.

Eric me mira divertido y, tras disculparnos, me

coge del brazo y me aleja hacia una ventana. Una

vez solos me besa en la boca.

—Tus ronchones en el cuello te delatan. ¿Qué

ocurre?

—Nada.

Inconscientemente me voy a rascar pero Eric me

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sujeta la mano y me sopla el cuello.

—No, morenita… no. Si te rascas lo empeorarás.

Eso me hace sonreír. Recuerdo lo que acabo de

escuchar en el baño y decido preguntarle, pero se

me adelanta.

—Escucha, cielo. Esta gente y yo nos conocemos

desde hace años. Tranquilízate.

Miro hacia las mujeres y siento que nos

observan. A Eric le suena el móvil y al mirarlo

leo: «Betta».

Ya son varias veces las que he leído ese nombre

en el móvil, así que pregunto:

—¿Quién es Betta?

Eric se guarda el móvil y me mira.

—Alguien de mi pasado. Nada importante.

Doy un trago a mi copa, deseo seguir

preguntando sobre esa mujer pero, al final,

cambio de tema.

—Cuando estaba en el baño oí a algunas hablar

sobre ti.

—Ah, sí… Espero que cosas buenas y excitantes

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—murmura divertido.

Su gesto de pícaro me hace abrir los ojos.

—Gilipollas.

Mi contestación lo divierte y, mientras me

acaricia la espalda, susurra:

—Nena… son mujeres que conozco desde hace

tiempo.

—Decían algo sobre que pareces estar

recuperado.

Se tensa. Detiene su jugueteo en mi espalda.

—Los cotilleos de los baños de mujeres no me

interesan.

—Ni a mí, listillo —insisto—. Pero al oír eso,

pensé que…

Eric me corta y me hace un gesto que denota

incomodidad.

—Ya te he dicho que no me interesa hablar

sobre lo que se comente en el baño de mujeres.

Su fría contestación me deja sin palabras. Ha

cortado toda probabilidad de seguir hablando del

tema, como siempre que surge algo suyo

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personal. Al final, deseosa de que la

comunicación vuelva a ser fluida entre nosotros,

me acerco.

—Me molesta cómo te miran algunas mujeres.

Eric sonríe. Da un trago a su copa y se vuelve

hacia mí.

—¿Te has fijado cómo te miran a ti los hombres?

—Asiento—. La diferencia entre ellas y ellos es

que ellas están deseando que yo las desnude y

ellos están deseando desnudarte a ti. Ellas

quieren que yo les dé placer y ellos quieren

dártelo a ti. ¿No crees que yo puedo estar más

molesto?

Sus palabras hacen que me sonroje. Lo miro y

entonces se acerca más a mí.

—Recuerda, Jud, tu placer es mi placer y, hoy

por hoy, mi único placer eres tú. Sólo deseo

desnudarte y…

—Calla…

Sorprendido, frunce el ceño.

—¿Qué ocurre?

—Me excitas con lo que dices, Eric.

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La risotada que suelta hace que yo me relaje. Me

besa. Me atrae hacia él.

—Es lo que quiero, morenita. Que te excites.

Dicho esto, el grupo comienza a tocar una

sugerente canción y Eric me agarra por la cintura

y me invita a bailar. Mientras bailamos, nos

miramos. Sin necesidad de hablar, sólo con la

mirada me dice cuánto me desea. Eso me agita y

noto cómo mi interior comienza a revolotear.

Después me toma de la mano y caminamos por

un amplio pasillo de la casa. Una puerta se abre y

de ella sale un hombre que nos saluda al vernos:

—Hombre, Eric, ¡qué alegría verte!

Se dan las manos y Eric dice:

—Lo mismo digo, amigo. No sabía que

estuvieras por aquí.

El hombre moreno sonríe y, tras pasar su

mirada por mi cuerpo, murmura:

—Estoy de vacaciones en Cádiz, además, ya

sabes que no me pierdo ninguna fiesta de Maggie

y Alfred… ¡Son apoteósicas!

Ambos sonríen y entonces Eric se vuelve hacia

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mí.

—Judith, te presento a Björn, un buen amigo.

Björn, ella es Judith, mi chica.

¡Vaya! Ha dicho que soy su chica.

Sonrío y le doy dos besos al recién llegado, pero,

al separarme de él, éste dice:

—Encantado, Judith. Mmmm… tienes una piel

muy suave.

Bajo la cabeza, como una tonta, y entonces oigo

a Eric decir:

—Toda ella es suave y exquisita.

Me contraigo mientras siento que los dos

hombres se miran. ¿Me está ofreciendo? Instantes

después, Björn abre la puerta que acaba de cerrar.

—¿Entramos?

Eric me agarra y asiente.

Entramos en la espaciosa habitación, sólo

iluminada con una luz roja. Björn cierra la puerta

y veo que no estamos solos. Hay tres parejas

liadas sobre una de las tantas camas que se

encuentran en aquella habitación y me pongo

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nerviosa. Sé a qué hemos ido allí y me inquieta.

Björn se acerca a una pequeña barra y comienza a

servir tres copas de champán. Eric me mira y

susurra, poniéndome la carne de gallina:

—¿Qué te parece Björn para jugar? Sé que lo

prefieres a una mujer.

Lo miro. El mencionado es moreno y atractivo.

Alguien en quien sin duda me hubiera fijado si lo

hubiera conocido en otro momento. Eric espera

una contestación.

—Bien.

—¿Te parece bien que te ofrezca a él?

Mi estómago se contrae pero, excitada, contesto

afirmativamente.

—Sí.

—Perfecto. —Eric sonríe y veo cómo le brillan

los ojos.

Dos segundos después, Björn se acerca y nos

entrega unas copas.

Charlan en alemán e intentan integrarme en la

conversación. Se nota que se conocen y la

complicidad que hay entre ellos. Pero yo estoy

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muy nerviosa y más aún cuando Björn se acerca

para besarme en los labios. Eric se lo impide.

—Su boca y sus besos son sólo míos.

El corazón se me encoge al escucharlo y notar la

posesión en su voz. Björn asiente. No le ha

molestado lo que Eric ha dicho.

—¿Qué tal si nos sentamos? Estaremos más

cómodos.

Eric me coge de un brazo y me sienta en un

sillón. Doy un trago a mi bebida y se colocan uno

a cada lado. Estoy nerviosa. Me siento como un

bombón bajo la atenta mirada de dos

depredadores. Oigo jadeos. Cerca de nosotros,

otras personas juegan. Sus gemidos retumban en

la habitación y no puedo apartar mi vista de ellos.

Lo que hacen me inquieta, me activa y más

cuando Eric acerca su boca a mi oído y me chupa

el lóbulo.

—¿Excitada?

Le digo que sí y Björn pone una de sus manos

en mi rodilla. Comienza a subirla por la pierna.

—Eric tiene razón, eres muy suave.

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Eric mueve la cabeza. En ese momento la puerta

se abre. Entran dos mujeres y un hombre y, tras

mirarnos, se ponen al otro lado del salón. Sin

preámbulos, una de las mujeres se sienta en uno

de los sofás del fondo, se sube el vestido y la otra

mujer, ante la mirada del hombre, pone su boca

en su sexo.

—Vaya… la fiesta se calienta —sonríe Björn.

Eric me mira y me pide con voz neutra.

—Jud… quítate las bragas.

Al escuchar aquello estoy tan excitado por todo

lo que ocurre a mi alrededor que no lo dudo. Me

levanto y, en dos movimientos, hago lo que me

dice. Luego vuelvo a sentarme entre ellos. Eric

me quita las bragas de la mano y se las guarda en

el bolsillo de su americana.

—Abre las piernas, nena —ordena.

Lo hago. Björn comienza a tocarme. Posa su

mano de nuevo en mi rodilla, pero esta vez su

recorrido es lento y progresivo. Se adentra en la

cara interna de mis muslos y, cuando sus dedos

rozan mi vagina, murmura:

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—Me encanta tu humedad. Eso me indica que lo

vamos a pasar muy bien, preciosa.

Dicho esto, siento que mete un dedo en mí y

después dos. Me recuesto más sobre el sofá y

suelto un gemido. Eric acerca su boca a la mía y

me besa mientras es otro quien saquea con sus

manos mi cuerpo.

—Así, cariño… Quiero que disfrutes para mí.

Björn continúa con su invasivo juego y pronto

noto que toda mi vagina chorrea. Sentir su

saqueo y los besos de Eric me está volviendo loca.

—¿Te gusta, pequeña?

—Sí.

—¿Quieres más?

—Sí.

Björn nos escucha y pregunta:

—¿Qué más quieres, preciosa?

—Jud… —añade Eric—. Dile a Björn lo que

quieres.

Estoy colorada como un tomate y ardo. Menos

mal que la luz roja no lo deja ver. Mi boca está

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seca y Eric se da cuenta de que no puedo hablar.

—Si no lo dices, cariño… no haremos nada.

—Quiero… quiero que me hagáis lo que

queráis.

—Mmmm… ¿dispuesta a todo? —murmura

Björn—. ¿Qué tal una doble penetración?

—No. De momento sólo tomaremos su vagina

—aclara Eric, y Björn acepta.

Excitada y abierta de piernas para ellos, jadeo

cuando Eric se incorpora.

—Levanta y date la vuelta, Jud.

Lo hago e instantes después noto que me

desabrocha la cremallera de mi vestido de

lentejuelas y éste cae a mis pies. Estoy totalmente

desnuda ante Björn y mi pecho sube y baja con

inquietud. Eric me besa el cuello.

—Ofrécele tus pechos.

Instintivamente me acerco a él y Björn los toca y

los chupa. Primero uno y después el otro. Eric,

que está detrás de mí, me empuja con delicadeza

y caigo literalmente sobre la cara de Björn que me

los agarra, los junta y se mete los dos pezones en

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la boca, mientras Eric me masajea las nalgas y me

da un azotito. Luego pasa su mano por mi

mojada hendidura y mete un dedo en mi interior.

El calor toma mi cuerpo y comienzo a arder.

Esos dos me tocan a su antojo y me gusta.

Cuando creo que voy a explotar, siento que Eric

deja de tocarme y se pone detrás del sillón.

—Jud… súbete al sillón.

Obediente, hago lo que me pide.

—Ahora quiero que le ofrezcas lo más íntimo de

ti a Björn y dejes que te saboree.

Dicho y hecho. Björn recuesta su cabeza sobre el

sofá y yo, con una pierna a cada lado de sus

hombros, me agacho para que él me coja con

posesión de los muslos y me atraiga hacia él. Mi

vagina queda totalmente sobre su boca y él

comienza a jugar con ella y con mi clítoris. Su

boca se desliza de un lado a otro mientras noto

cómo me mueve sobre ella y yo gimo de puro

placer.

Eric, que está frente a mí, me observa. En su

mirada veo el brillo de la lujuria y eso me altera

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más. Disfruta con lo que ve y su respiración se

vuelve inconstante. Finalmente, se acerca al sofá,

me coge de la cabeza y me besa mientras Björn

prosigue su saqueo particular a mi vagina. Mete

un dedo en ella y, mientras su lengua juega con

mi clítoris, éste entra y sale rápidamente de mí. El

calor crece y crece en mi interior, mientras me

siento un juguete delicioso entre las manos de

aquellos hombres. Pero me gusta lo que me

hacen. Me gusta ser su juguete y más cuando Eric

murmura en mi boca:

—Eres mi placer… dame más pequeña.

Suelto un chillido devastador y me corro sobre

la boca de Björn.

Mi vagina palpita. Succiona el dedo que Björn

tiene en mi interior, y oigo que él me dice:.

—Así, preciosa. Chilla y córrete para nosotros.

En ese momento, se acerca una mujer y nos

mira. La reconozco. ¡Marisa de la Rosa! Durante

unos minutos se limita a mirarnos mientras yo

sigo moviendo mi sexo sobre la boca de Björn y

éste, con un dedo en su interior, me hace jadear

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una y otra vez. La mujer, avivada por lo que

hago, se tumba en un diván cercano y comienza

su propio juego.

Instantes después, Eric le indica a Björn que

pare y coge mi vestido. Me hace bajar del sillón y

los tres caminamos hacia una puerta que hay en

el fondo del salón. Siento el martilleo de mi

corazón mientras camino desnuda entre los dos y

mi vagina palpita por lo sucedido. En mi camino

observo a otras personas gritar de placer por sus

juegos. En cuanto traspasamos la puerta, Eric se

detiene.

Estoy congestionada. Creo que voy a explotar.

Eric abre una puerta y entramos en una pequeña

habitación donde hay una cama y un sillón. Cada

vez estoy más excitada. Eric deja mi vestido en la

cama y se sienta en el sillón. Me llama, me da la

vuelta y me sienta sobre él. Me abre las piernas,

me las flexiona y me ofrece. Björn, sin hablar, se

arrodilla, se mete entre mis piernas y vuelve al

ataque, mientras Eric musita en mi oído:

—Así, Jud… En la intimidad quiero que estés a

mi disposición siempre. Soy tu dueño y tú, mi

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dueña. Sólo yo te puedo ofrecer. Sólo yo puedo

abrir tus piernas a los demás. Sólo yo…

—Sí… sólo tú. Juega conmigo —murmuro.

Me doy cuenta de que mi voz y mis palabras lo

avivan, al mismo tiempo que a mí me estimulan.

Lo que estoy diciendo es una auténtica locura,

pero es lo que deseo. Quiero que él me ofrezca.

Quiero sucumbir a lo que me pida. Lo quiero

todo.

—Me vuelves loco, cariño, y escuchar tus

gemidos y cómo te dejas llevar por mí es lo mejor

que puedo imaginar. Estamos aquí. Estás

desnuda entre mis brazos y otro hombre juega

contigo. ¡Oh… Dios… ¡Me gusta sentirte mía en

todos los sentidos. Quiero que disfrutes. Quiero

que explores y explorarte. Quiero follarte y que te

follen. Quiero tanto de ti, cariño, que me das

miedo.

Eso me hace jadear y retorcerme. Tengo calor.

Mucho calor. La situación me puede. Estoy sobre

Eric. Él me abre las piernas. Me ofrece a otro

hombre. Siento la dureza de su sexo contra mi

trasero mientras que un hombre del que sólo sé

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que se llama Björn barre mi sexo con su lengua de

atrás hacia adelante.

El orgasmo está a punto de llegarme.

—¿Deseas más? —me dice Eric.

—Sí… oh sí…

Eric, al escucharme, se mueve y se levanta. Yo

me levanto también y Björn hace lo mismo. Eric

me coge de la mano y me sienta sobre la cama. Lo

oigo hablar algo con Björn y entonces dice:

—Voy a cumplir tu fantasía, cariño.

Esos dos adonis de inquietantes y jóvenes

cuerpos quedan completamente desnudos

delante de mí y miro sus potentes erecciones. Eric

se queda a un lado y Björn se acerca a mí.

—Túmbate en la cama y ábrete de piernas,

preciosa.

Miro a Eric, él asiente y lo hago. Desnuda y con

los pezones duros me tumbo en el centro de la

cama y observo que en el techo hay espejos.

Como un dios nórdico, Eric se sube a la cama y

acerca su boca a la mía.

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—Pídeme lo que quieras.

Estoy confundida y sobreexcitada. Él me besa y

yo me estremezco cuando sus manos vuelan por

mis pezones. Björn nos observa y eso me estimula

más. Entonces recuerdo algo que a Eric le gusta.

—Quiero que Björn me folle mientras tú me

ofreces, me besas y miras. Sé que te gustará

hacerlo. Y, cuando él se corra, quiero que me

folles tú como sabes que me gusta.

A medida que lo voy diciendo, veo que a Eric se

le ilumina la cara. Los ojos le chispean. He

entrado totalmente en su juego y él lo sabe. Me da

un último y lascivo beso antes de levantarse de la

cama. Después mira a Björn y dice:

—Fóllatela.

—Será un placer, amigo —murmura Björn,

mientras sonríe.

En su rostro se ve el deseo y su pene hinchado

refleja las ganas que tiene por hacerlo. Se sube a

la cama y se pone a horcajadas sobre mí. Siento

su pene erecto descansar sobre mi barriga y,

cuando se agacha, me estira los brazos y se mete

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uno de mis pechos en la boca, jadeo mientras

miro a Eric. Durante varios minutos, siento cómo

Björn chupa y succiona mis pezones y manosea

mi trasero bajo la atenta mirada de mi dueño. Me

estruja las cachas del culo con sus manos y me

gusta. Después, baja hacia mis piernas y, sin

miramientos, me las agarra y se las pone sobre los

hombros hasta dejar mi sexo frente a él.

Con los ojos muy abiertos, miro los cristales que

hay en el techo y me estimulo más. Estoy

desnuda en una habitación con dos hombres y

abierta de piernas para un desconocido que me

va a follar. Y lo mejor, Eric está a mi lado,

observando. Me anima a disfrutar de la

experiencia y yo la quiero disfrutar. Durante

varios segundos, Björn no hace nada hasta que lo

oigo decir, mientras siento que introduce sus

dedos en mí:

—Estás empapada y tu coño me está volviendo

loco.

De pronto vuelvo a sentir su boca

invadiéndome y Eric vuelve a colocarse a mi

lado.

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—Así, pequeña… —me dice Eric—. Es lo que

querías, ¿verdad?

—Sí.

—Vamos, cariño, ábrete bien para que pueda

disfrutar de ti y córrete para que te saboree bien.

Después, yo te follaré como llevo horas deseando

hacerlo.

Aquel lenguaje tan soez me habría provocado

rechazo en otras ocasiones. Incluso me habría

molestado, pero de pronto y en una situación

como aquélla me gusta. Me estimula. Me altera.

Björn me agarra las nalgas para meterme

totalmente en su boca. Le gusta, me saborea,

disfruta y yo jadeo. Gimo y me retuerzo. Con la

lengua barre mi sexo una y otra vez, una y otra

vez y entonces Eric me agarra las manos sobre mi

cabeza y no puedo evitar mirar su duro y

ardiente sexo. Björn, sin darme tregua, llega hasta

mi hinchadísimo clítoris. Está enorme, muy

avivado. Siento que lo engancha con sus dientes y

tira de él. Grito. Me retuerzo. Quiero más.

Miro a Eric y vuelvo a observar su pene. Él

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sonríe al intuir mis intenciones y, cuando un

jadeo sale de mi boca, se agacha y lo pone entre

mis labios. Quiero metérmelo en la boca. Lo

chupo, pero lo retira rápidamente.

—No, pequeña —me dice, agachándose—. Si te

dejo hacer lo que quieres, no voy a poder parar.

Mi vagina se contrae y entonces Björn me baja

las piernas. Veo que se pone un preservativo.

—Te voy a follar, preciosa. Te voy a follar

delante de tu hombre y él te va a abrir para mí,

mientras te sujeta para que no te muevas.

Grito. Me sofoco.

Los ojos de Eric brillan. Le gusta ver aquello. Le

gusta tenerme así. Y entonces Eric se agacha y me

abre los pliegues de la vagina con sus manos.

Björn me coge de los muslos, pone su pene en la

entrada y poco a poco tira de mis muslos y me

atrae hacia él. Mi húmeda vagina lo atrapa y se

contrae mientras siento cómo Eric me encaja en

Björn. Sus manos cierran mi vagina y su pene

queda metido totalmente en mí.

¡Dios… esa sensación es deliciosa!

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Eric aparta sus manos de mi vagina, coge mis

manos y me las sujeta por encima de la cabeza.

En ese momento, Björn mueve las caderas en

busca de más profundidad y lo consigue. Jadeo…

Jadeo y Eric atrapa mis jadeos con su boca. Se los

come. Los disfruta y sé que lo vuelven loco.

Björn continúa su baile particular dentro y fuera

de mí. Una… y otra… y otra vez… Me folla como

le ha pedido Eric y yo lo gozo. Abro las piernas

para él y dejo que me penetre una y otra vez

hasta que mis jadeos se vuelven más seguidos,

más sonoros. Exploto y me retuerzo entre las

manos de ellos.

Björn me suelta. Eric también me suelta y,

cuando Björn saca su pene de mí, veo que

cambian sus posiciones en la cama. Ahora, Eric

está entre mis piernas y Björn sobre mi cabeza.

Mientras normalizo mi respiración veo que Eric

se pone un preservativo; después, coge una

especie de jarra de agua y la deja caer sobre mi

sexo. El agua fresquita me hace gritar de nuevo.

—¡Dios… te follaría otra vez! —dice Björn,

mientras se quita el preservativo.

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Eric sonríe, mira a su amigo y, mientras me seca

con una toallita, murmura:

—Lo harás…

Cierro los ojos. Aún no puedo creer lo que estoy

haciendo. Cuando los abro veo la cara de Eric

frente a la mía que me pide:

—Bésame.

Abro la boca y lo beso mientras siento que

desliza su erección desde mi clítoris hasta mi ano.

Juega conmigo. Me estimula y grito de

frustración. Estoy mojada y resbaladiza y eso me

excita y lo excita a él también. Mete su dedo en

mi interior y, como estoy tan abierta, me mete

tres de golpe.

—Nena… estás muy abierta y receptiva. Te

gusta, ¿verdad?

—Sí… Sí…

Me muevo sobre su mano. Imploro lo que

quiero, mientras Eric continúa su juego sobre mí

y Björn nos observa.

De pronto, siento que uno de sus resbaladizos

dedos se para en mi ano. Con movimientos

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circulares lo estimula y, cuando me quiero dar

cuenta, el dedo se mueve en mi interior. Durante

unos segundos, lo mueve mientras yo me arqueo

para que no pare y entonces soy consciente de

que el pene de Björn vuelve a estar erecto y cae

sobre mi cara.

La vista se me nubla cuando Eric saca su dedo

de mi ano y de una estocada mete su maravilloso

pene en mi vagina. Grito. Él se para y me mira. Se

tumba sobre mí, pone una mano sobre mi cabeza

y la otra en mi trasero.

—Dios, nena… me estás volviendo loco. ¿Esto es

lo que quieres?

—Sí.

Mueve sus caderas y se hunde más en mi

interior, mientras siento que sus testículos están a

punto de entrar también. Jadeo. Su enorme

glande sobreexcitado es mucho más ancho y

largo que el de Björn. Noto cómo mi carne se abre

para recibirlo y eso me hace gemir y retorcerme

entre sus brazos. Eric me besa, entra una… dos…

tres… cuatro y mil veces en mí con posesión,

mientras me arranca gustosos gemidos de placer.

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Björn me agarra los hombros para que no me

mueva. Y entonces las embestidas de Eric se

vuelven más secas y posesivas, mientras Björn

murmura:

—Así, preciosa… disfruta…

Mis gritos no tardan en aparecer de nuevo.

Agarro a Eric por el trasero y lo obligo a

golpearse contra mí una y otra vez mientras veo

sobre mi cara el pene hinchado y duro de Björn.

Estoy a punto de pedirle que me lo meta en la

boca, cuando Eric lee mi pensamiento.

—No. Mírame.

Rápidamente le hago caso y siento que Björn me

suelta los hombros y se baja de la cama. Eric clava

sus impresionantes ojos en mí y me da un azote

que me escuece, mientras me embiste con fuerza.

Su respiración es brusca, inconstante pero sus

acometidas en el interior de mi vagina me hacen

convulsionar a cada nuevo ataque. Vuelve a

azotarme. El calor me sube por el cuerpo y jadeo

su nombre…

—Eric…

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Me abrasa la excitación cuando vuelve a darme

otro azote y noto que mete un dedo junto a su

pene en mi vagina y vuelvo a jadear. Su dedo

empapado de mis fluidos va directo a mi ano y, al

notar que lo mete, grito. Esta vez, la invasión es

más fuerte. Su demoledor dedo entra y sale de mi

ano mientras que su pene lo hace en mi vagina y

esa nueva sensación me deja extenuada.

Con el cuerpo palpitándome, deseo lo que me

exige y lo que me hace y casi rezo para que

continúe y no pare nunca. Mis caderas se

levantan en busca de más, hasta que el rostro de

Eric se contrae y yo, tras un demoledor grito, me

dejo llevar.

Cuando todo acaba, Eric cae sobre mí. Lo abrazo

y él mete su cara en mi cuello. Permanecemos así

unos minutos. Agotados. Rendidos. Consumidos.

Hasta que se separa de mí y, sin mirarme, ordena

con voz seca:

—Vístete. Nos vamos.

Extasiada por lo vivido, hago un gesto

afirmativo con mi cabeza. Cojo el vestido, que

veo a un lado de la cama, y me lo pongo. Me

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siento en la cama y lo observo vestirse. Después,

me doy cuenta de que estamos solos en la

habitación.

—¿Dónde está Björn?

Eric me mira y, con un gesto que me descuadra,

pregunta:

—¿Para qué quieres saberlo?

—Para nada, Eric —respondo, sin entender su

pregunta—. Es simple curiosidad.

En ese instante me percato de que algo le pasa y

lo agarro del brazo. Eric se suelta de mala gana.

—¿Por qué estás enfadado?

La furia de sus ojos me deja sin habla.

—¿Por qué querías meterte su polla en la boca?

Sus palabras me sorprenden. No sé que

responder.

—No lo sé, Eric. El morbo del momento.

Al ver que él no me mira y se sigue abrochando

la camisa, exploto:

—¡Perfecto! Me traes aquí. Me haces abrirme de

piernas para él y ahora, ¿me vienes con

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reproches? Joder, Eric… no lo entiendo.

—Tú has accedido. No lo olvides.

—Por supuesto que he accedido. ¡Imbécil! He

entrado en el juego. ¡Tu juego! Me he dejado

lamer, chupar y follar por una persona a la que

no conozco de nada porque sé que a ti es lo que te

gusta, y ahora, cuando ves que he disfrutado y

me he dejado llevar por el morbo, me lo

reprochas. ¡Vete a la mierda!

Dispuesta a largarme de allí, me encamino hacia

la puerta. Pero antes de que llegue, él me agarra y

me tumba sobre la cama.

—Tienes razón, nena… tienes razón.

—¡Gilipollas!… Eso es lo que eres, un auténtico

gilipollas.

—Entre otras muchas cosas. Perdóname.

Sus ojos… su voz… el olor a sexo y todo él

consigue que mi enfado, como siempre,

desaparezca en décimas de segundo.

—Perdóname, cariño. Me he dejado llevar por

mi instinto de posesión y…

—Pero vamos a ver, Eric. ¡Soy tuya! ¿Todavía no

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te has dado cuenta de que sólo quiero hacer lo

que tú quieras? ¿De verdad que todavía no te has

dado cuenta de que el morbo y jugar me gusta,

pero sólo contigo? Tu dijiste que mi placer es tu

placer. Pues aplícate el cuento porque a mí me

pasa lo mismo. Lo que acaba de pasar aquí, ha

sido ¡increíble! ¡Maravilloso! ¡Extenuante! Me ha

gustado ver el brillo en tus ojos cuando te he

pedido lo que quería. Has disfrutado el momento

y yo también. ¿Dónde está el mal? Sólo me he

dejado llevar por lo que tú me has enseñado a

disfrutar, el morbo. Y ese morbo, tú y lo que me

hacías me hicieron querer hacer algo más. Pero

si…

Eric me besa. No me deja terminar.

Devora mi boca y juega con mi lengua mientras

yo adoro que lo haga. Durante un rato

permanecemos solos y abrazados en la

habitación. Sólo nos abrazamos. Estamos

agotados. Y cuando abandonamos la solitaria

habitación y regresamos al salón general, Björn se

acerca a nosotros, nos ofrece unas copas de

champán bien frío, me coge de la mano y la besa.

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—Ha sido todo un placer, Jud.

Yo asiento. Björn mira a Eric.

—Gracias, amigo, por ofrecerme a tu mujer. Ha

sido una delicia.

Eric sonríe.

—Me alegra saberlo.

—Por cierto —añade Björn—. Mañana por la

noche vamos a jugar a la rueda en la villa que he

alquilado. Marisa y Frida se han ofrecido, ¿os

animáis?

¿La rueda? ¿Qué es la rueda? Quiero preguntar.

Pero Eric responde mientras nos alejamos:

—Gracias por la invitación, pero no. Quizá en

otro momento.

Cuando llegamos a la pista de baile y

comenzamos a movernos al son de la música, mi

curiosidad no puede más y pregunto:

—¿Qué es la rueda?

—Un juego para el que tú no estás preparada.

—Vale… Pero ¿qué es?

Eric sonríe y me acerca más a él.

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—De entrada, te desnudarías junto a las otras

dos mujeres. Suele haber dos o tres. Los hombres

jugaríamos a las cartas mientras vosotras nos

servís las copas y satisfacéis nuestros caprichos

más inmediatos. Una vez termina la partida, los

hombres hacemos un círculo alrededor de las

mujeres que se han ofrecido y toda la rueda las

folla. Eso sí… siempre con su consentimiento.

Asiento y trago con dificultad. No.

Definitivamente no estoy preparada para ello.

Sobre las cuatro de la mañana, sin haber

compartido nada más que charla con otros, Eric y

yo decidimos regresar a casa. Frida y Andrés

regresarán más tarde. Cuando nos sentamos en la

limusina que los dueños de la casa han puesto a

nuestra disposición, me abraza y yo lo miro con

picardía.

—Estoy agotada, ¿por qué será?

—Por el esfuerzo, morenita… no lo dudes.

Ambos nos reímos y Eric me besa en el cuello.

—¿Lo has pasado bien?

—Sí. Muy bien.

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—¿Tanto como para repetir otro día?

Busco su mirada para responder:

—Oh, sí… por supuesto que sí. Además, he

visto cosas que quiero probar y…

Eric sonríe y acerca su boca a la mía.

—Dios mío, ¡he creado un monstruo!

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42

Tres días después, seguimos en Zahara de los

Atunes y nos animan a que nos quedemos más

tiempo en el chalet. Al final aceptamos

encantados. Eric recibe varias llamadas y

mensajes de una tal Marta y cada vez me tengo

que morder más la lengua para no saltar: «¿Quién

es esa mujer que llama tanto?».

Al cuarto día, Frida y yo decidimos bajar una

noche a Zahara para tomar unas copas. Los

chicos juegan al ajedrez y prefieren quedarse en

el chalet tranquilamente.

Llegamos a un pub llamado «lacosita». Allí nos

pedimos unos cubatas y nos sentamos a charlar

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en la barra. Hablar con Frida es fácil. Ella es

divertida, charlatana y encantadora.

—¿Llevas mucho tiempo casada con Andrés?

—Ocho años. Y cada día estoy más contenta de

haberlo atropellado.

—¿Cómo?

Frida se carcajea y me aclara:

—Lo conocí porque lo atropellé con el coche.

Eso me hace reír.

—Cuéntamelo ahora mismo —le exijo—. Quiero

saberlo todo.

Frida da un trago a su bebida y comienza a

relatármelo:

—Ambos íbamos a la facultad de medicina en

Núremberg. Y el primer día que llevé mi coche a

la facultad, cuando fui a aparcar, no lo vi y lo

atropellé. Por suerte, no le hice nada salvo algún

moratón al caer y poco más. Eso sí… fue un

flechazo en toda regla y, a partir de ese día, no

nos hemos separado.

Ambas reímos y vuelvo a preguntar:

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—Oye, y el tema de los juegos, ¿quién fue el que

lo propuso?

—Yo.

—¿Tú?

Ella asiente.

—Tenías que haber visto su cara la primera vez

que le hablé de ello. Se negó en redondo. Pero un

día lo invité a una de las fiestas donde yo solía

juntarme con gente que jugaba, le presenté a Eric

y, bueno… a partir de ese día ¡le gustó!

—¡¿Eric?!

—Sí. Él y yo somos amigos de toda la vida y nos

movíamos por el mismo círculo. Algo que, como

habrás visto, continuamos haciendo. Por cierto,

creo que ya sabes que fui yo la que ese día en el

hotel…

—Sí… me lo dijo Eric.

—Para mí fue un placer complaceros a los dos.

Al recordar algo, pregunto:

—Oye… ¿tú fuiste a la rueda que organizó Björn

la otra noche?

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—Sí —ríe Frida—. Me encantan ese tipo de

juegos y a Andrés lo vuelven loco.

—¿Y no te da cosa?

—¿Cosa? —se sorprende—. ¿Por qué?

—No sé… ¿No te parece denigrante estar allí

para satisfacer los deseos de los hombres?

Vosotras os desnudáis. Vosotras sois las

entregadas. Vosotras sois las que… pues eso.

Frida suelta una carcajada y se retira el flequillo

de la cara.

—No, cielo. El morbo que me provoca el

momento me encanta. Me vuelve loca cómo me

desean, cómo me entrega mi marido, cómo me

poseen los demás. Me gusta y le gusta a Andrés.

Eso es lo que cuenta, que a ambos nos guste y

disfrutemos de ello.

Quiero preguntarle más cosas sobre los juegos,

sobre Eric, Betta o Marta, pero suena la clásica

canción Love is in the air de John Paul John y Frida

grita emocionada:

—Me encanta esta canción. ¡Vamos a bailar!

Divertidas, las dos salimos a la pequeña pista

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donde comenzamos a contonear las caderas al

son de aquella bonita canción, mientras soy

consciente de que varios de los hombres que se

encuentran allí nos observan. Somos dos mujeres

jóvenes solas y los moscones acechan.

Sobre las tres de la madrugada, Frida y yo

decidimos regresar al chalet. Estamos agotadas.

Caminamos hasta el BMW que hemos dejado

aparcado en el parking de la playa y dos de los

moscones salen a nuestro encuentro.

—Vaya… vaya… aquí están las dos bailonas del

pub.

Al mirarlos, los identifico y sonrío.

—Si no queréis líos, más vale que os quitéis de

nuestro camino.

Frida me mira. En su rostro veo la inseguridad.

Estamos en el parking de la playa y no hay ni una

alma. Yo no me dejo llevar por el miedo, agarro a

Frida del codo y continúo andando en dirección

al coche.

—Eh… venid a aquí, guapas. Estáis cachondas y

queremos daros lo que queréis.

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—Venga va… idos a la mierda —suelto.

Los hombres continúan tras nosotras. Se nota

que van bebidos y siguen con sus toscas

insinuaciones.

Cuando llegamos hasta el coche, exijo a Frida

que me dé las llaves. Esta tan nerviosa que

apenas atina a dármelas. Se las quito de la mano

y entonces siento que uno de esos tipos está

detrás de mí y pone su mano en mi trasero. Echo

el codo hacia atrás y le doy un codazo en el

esternón. Frida grita y el joven maldice. El otro

intenta agarrar a Frida y, para ello, me empuja y

caigo sobre la arena. Eso ya remata mi enfado y

me levanto rápidamente.

El que me ha tocado el trasero se acerca para

sujetarme, pero yo soy más rápida que él y le

asesto un puñetazo en la mandíbula que lo hace

gritar. Yo grito también, pero de dolor. Me he

destrozado los nudillos. Sin embargo, el tipo se

levanta y me tira de nuevo al suelo. Mis nudillos

doloridos dan contra la arena y las piedras y se

raspan. Eso me encoleriza y decido acabar con

aquella tontería. Me levanto del suelo con la

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adrenalina por las nubes, me pongo en posición

ante el tío, le doy un nuevo puñetazo en la mejilla

y una patada en la boca del estómago. Después,

agarro al tipo que sujeta por el pelo a Frida, le

doy la vuelta y le suelto una patada que lo hace

volar unos metros. Miro a Frida y digo:

—Vamos. Monta en el coche.

Los dos hombres están en el suelo y

aprovechamos para huir. En cuanto salimos del

aparcamiento de la playa y llegamos a una calle

donde hay gente sentada en las terrazas detengo

el coche. Me vuelvo hacia Frida y le retiro el pelo

de la cara.

—¿Estás bien?

Frida, aún algo asustada, asiente.

—¿Dónde has aprendido a defenderte así?

—Kárate. Mi padre nos apuntó a mi hermana y

a mí cuando éramos pequeñitas. Siempre dijo que

teníamos que aprender a defendernos de la

gentuza y, mira, ¡tenía razón!

—Ha sido flipante. ¡Eres mi heroína! —sonríe

Frida—. Esos tipos se han llevado su buen

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merecido y… ¡Oh, Dios mío, Jud, tu mano!

Ambas miramos mi mano derecha. Tiene los

nudillos rojos, desollados e hinchados. La muevo

lo mejor que puedo e intento quitarle

importancia.

—No es nada… no te preocupes. Pero necesitaré

hielo para bajar la hinchazón. ¿Conduces tú, que

yo no puedo?

—Por supuesto.

Frida se baja del coche y yo me corro hacia su

asiento. Nada más montarse, acelera el coche y

nos dirigimos hacia el chalet.

Cuando llegamos, veo que hay luz en el salón y,

dos segundos después, los chicos aparecen para

recibirnos. Ambas nos reímos pero, a medida que

nos acercamos, Eric ve mi mano y acelera el paso.

—¿Qué te ha pasado?

Voy a responder, cuando Frida se adelanta.

—Cuando hemos salido del pub, unos tipos han

intentado propasarse con nosotras. Menos mal

que Jud ha sabido defendernos. ¡Ha sido

increíble! No veas qué patadas y puñetazos les ha

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dado. Por cierto, hay que ponerle hielo en la

mano ¡ya!

La cara de Eric es un poema mientras Frida

escenifica una y otra vez lo ocurrido y habla sin

parar. Está tan impresionada por ello que no

puede parar. Andrés, al ver que las dos estamos

bien, abraza a su mujer. Eric continúa a un metro

de mí con gesto adusto. Noto la angustia por el

susto en su mirada. Finalmente, para intentar

quitar hierro al asunto, le doy un beso.

—Tranquilo. No ha sido nada. Sólo unos idiotas

que querían que yo les zumbase.

—Monta en el coche, Jud —exige Eric de pronto.

—¡¿Cómo?!

Le quita las llaves de la mano a Frida, frenético.

—Me vas a decir quiénes han sido esos hijos de

su madre y se las van a ver conmigo.

Andrés y Frida se colocan rápidamente a su

lado. Andrés le quita las llaves y Frida dice:

—¿Se puede saber adónde vas?

—A darles su merecido a esos tipos. Dame las

llaves, Andrés.

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Eric respira con dificultad. Sus ojos están

furiosos.

—Maldita sea, Eric —digo, dispuesta a que

olvide esa tontería—. No ha pasado nada. ¿Qué

quieres? ¿Que realmente pase algo que luego

tengamos que lamentar?

Mi grito hace que me mire. De un portazo cierra

la puerta del coche, camina hacia mí y mientras

pasa su mano por mi cintura, murmura:

—¿Estás bien?

—Sí… tranquilo. Sólo necesito agua oxigenada

para limpiarme los raspones y hielo para la

hinchazón.

—Dios, pequeña… —murmura posando su

frente contra la mía—. Te podía haber pasado

algo…

—Eric… no ha pasado nada. Es más, tenías que

haber visto cómo han quedado esos tipos. —Y,

mientras Frida y Andrés entran en casa, añado—:

Los he machacado.

Me abraza. Me aprieta contra él y mete su cara

en mi cuello. Durante unos minutos

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permanecemos así.

—Recuerda lo que te dije: campeona de kárate.

Noto que sonríe y cómo sus músculos se relajan.

Finalmente me da un dulce beso en los labios.

—Ah… pequeña, ¿qué voy a hacer contigo?

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43

Los maravillosos días juntos continúan y lo

ocurrido esa noche se acaba convirtiendo en una

anécdota más. Dedicamos los días a tomar el sol,

a charlar y a disfrutar de nuestra compañía. Los

mensajes de la tal Betta siguen llegando e intento

no pensar en ellos. No debo. Fernando también

me manda mensajes a mí y Eric se abstiene de

comentarlos.

Una de las mañanas nos vamos los cuatro de

excursión a Tarifa, para ver las ruinas romanas de

Baelo Claudia en Bolonia. Comemos allí en un

precioso restaurante y, cuando vamos a pagar,

nos encontramos con Björn, el amigo de Eric y

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otro amigo.

Nos saludan con afabilidad y juntos vamos

todos a tomar un café a una terracita. Mientras

tomamos café, me entero que Björn es un

abogado alemán y que está de vacaciones por el

sur. El otro amigo, un tal Fred, es un viticultor

francés. Durante un rato charlamos de lo primero

que sale, pero soy consciente de las miradas que

me lanza Björn de vez en cuando. Eric también se

da cuenta y se acerca a mi oído.

—Björn se muere por probarte de nuevo.

—¿Y no te molesta saberlo?

Eric sonríe y me besa en el cuello.

—No. Es un buen amigo y sé que nunca haría

nada sin mi permiso. Además, estoy deseando

ofrecerte a él de nuevo, si tú quieres.

El calor se apodera de mi cara y me abanico,

mientras Eric sonríe.

—¿Calor, pequeña?

—Sí.

Pasea las manos por mis muslos, con posesión, y

veo que Björn nos observa. Eric, que está

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pendiente de todo, murmura:

—¿Quieres que vayamos a un hotel y te

follemos?

—¡Eric!

—O mejor… ¿Qué tal si vamos a la playa y en el

agua…?

—¡Eric!

—Sólo pensar en cómo abres la boca cuando

jadeas ya me pone duro.

Divertido, quita las manos de mis piernas.

Disfruta con sus provocaciones y yo me acaloro.

Me abanico y Eric sonríe.

Tras los cafés, cuando nos vamos a despedir,

oigo a Andrés preguntar:

—Björn, Fred, ¿os apetece venir a mi casa a

cenar?

Aceptan inmediatamente y yo me acaloro más.

Tras despedirnos de ellos y quedar a las nueve,

Frida se me acerca mientras caminamos hacia el

coche.

—¡Uoooo…! Esta noche tenemos fiestecita

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privada.

Durante todo el camino de vuelta, Eric no hace

más que mirarme y sonreír. Y cuando llegamos a

casa y nos duchamos me estimula, mientras me

susurra al oído que esa noche me va a ofrecer.

Tras la ducha, me pide que me vista para la cena

con un vestido verde y unos zapatos de tacón que

le gustan y me sugiere que no lleve ropa interior.

A las nueve, llegan Fred y Björn. Siento cómo

éste me mira y recorre mi cuerpo con sus ojos.

Eso me inquieta, ya que sé por y para qué ha

venido.

Andrés nos hace la cena. Es un estupendo

cocinero y los seis disfrutamos del asado de carne

alrededor de la mesa. Durante la cena, Eric no me

quita ojo y veo que sonríe al notar mis pezones

duros como piedras marcarse bajo mi vestido.

Está disfrutando de mi nerviosismo y eso me

pone todavía más histérica.

Nada más acabar la cena, Eric se levanta

impaciente, coge mi mano, una botella de

champán y, tras mirar a Björn, murmura:

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—Vayamos a por el postre.

Björn se limpia la boca con la servilleta, sonríe y

se dirige hacia donde está Eric. Yo me quedo

ojiplática.

Me dejo llevar por Eric de la mano. La dirección

que lleva es la del cuarto azul con la cama

redonda. En cuanto los tres entramos en la

habitación, me suelta y dice:

—No te muevas.

Me paro en seco y veo cómo él se sienta en la

cama. Pone tres copas sobre una mesita y las

comienza a llenar. Comienzo a tener calor. Sobre

la cama veo varios botes y… y… el vibrador.

Ardo. Me fijo en las sábanas. Brillan. Parecen de

plástico y en ese instante siento que Björn se me

acerca y se queda detrás de mí. Eric coge una de

las copas y comienza a beber.

—Maravilloso postre —dice, tras dar un trago—

, ¿no crees, Björn?

En décimas de segundo, las manos de éste se

posan sobre mi cintura y bajan por el contorno de

mi trasero mientras Eric nos observa. Cuando

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llega a las cachas de mi culo las aprieta.

—Mmmmm… estupendo.

Me muevo enloquecida mientras ese hombre me

sigue tocando sin decoro. Los ojos de Eric

chispean de excitación cuando nota que mi

movimiento facilita que Björn me acaricie.

Durante unos minutos, se limita a tocarme por

encima del vestido. Mis pezones duros se marcan

en éste y él posa su boca sobre la tela. Juega con

ellos hasta que Eric dice:

—Ven, Jud… voy a desnudarte.

En décimas de segundo, el vestido cae a mis

pies y quedo totalmente desnuda ante ellos. Björn

se sienta junto a Eric en la cama.

—Tu mujer me encanta… Es tan sabrosa que

deseo chuparla entera.

Eric sonríe con morbo, me da un cachete en el

culo que me escuece y le indica a su amigo,

mientras me acerca a él.

—Chúpala, es tu postre. Deseo ver cómo lo

haces.

Escuchar eso hace que mi estómago se contraiga

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y entonces Björn, aún vestido, se tumba en la

cama.

—Vamos, preciosa. Ven aquí. Arrodíllate frente

a mi cara y dame tu coñito. Eres mi postre y te

voy a comer entera.

Me subo a la cama y hago lo que me pide,

avivada por lo que me dice y, en especial, por la

posesiva mirada de Eric.

Sin dilación me agarra por los muslos y su boca

se pasea, acelerada, por mi sexo. Lo lame. Lo

chupa. Lo succiona. Lo restriega sobre su cara

mientras siento que sus dientes me dan pequeños

mordisquitos que me hacen jadear. Cierro los

ojos. Estoy extasiada y mis caderas bailan sobre

su boca, mientras mis pechos se mueven de un

lado para el otro.

No veo a Eric. Está sentado detrás de mí y,

debido a mi postura, no puedo ver su cara. Pero

siento su mirada clavada en mi espalda y soy

consciente de que nota cómo restriego mi vagina

sobre la boca de su amigo en busca de mi placer.

Aquel nuevo mundo que estoy descubriendo

cada vez me gusta más y, a cada instante, su

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disfrute es superior al hecho de perder la

vergüenza y buscar mi placer. Oigo algo que se

rasga y presupongo que es un preservativo. De

pronto siento que Eric me tira de las caderas y me

pone a cuatro patas sobre su amigo. Björn junta

mis pechos y se levanta para metérselos en la

boca, mientras Eric pone la punta de su pene en

mi húmeda vagina y poco a poco lo introduce.

Dos hombres. Uno encima y otro debajo. Estoy a

su merced. Estoy tan excitada que noto cómo mis

fluidos resbalan por mi pierna cuando oigo la voz

de Eric:

—Sí… empapada para mí.

Las manos de Björn y las de Eric están en mi

cintura. Cuatro manos me sujetan y grito al notar

que son ellos quienes me mueven para

empalarme en el pene de Eric una y otra vez. A

cada grito mío, oigo sus resuellos.

Una y otra… y otra vez más, Eric me penetra

mientras Björn empuja mis caderas hacia él, hasta

que de pronto noto que algo duro y muy mojado

intenta entrar por el mismo sitio por donde Eric

me penetra. Me muevo y Eric susurra.

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—Es un consolador, cariño. Tranquila. Algún

día quiero que seamos dos los que te follemos por

el mismo sitio.

Calor… calor y más calor.

¡Voy a explotar!

Eric continúa sus penetraciones, mientras Björn

me chupa los pezones y, con una de sus manos,

mete poco a poco el consolador junto al pene de

Eric. Me dilato. Mi cuerpo y el interior de mi

vagina se amoldan a la nueva intrusión y

comienzo a disfrutar de ellos. Todo es morbo.

Todo es caliente. Eric me da un nuevo azote y

vuelve a penetrarme con fuerza. Yo grito y siento

que voy a estallar. Björn saca el consolador, lo

deja sobre la cama y murmura mientras abre mis

muslos para Eric:

—Eres exquisita.

Eric detiene sus embestidas y coge el bote de

lubricante que se encuentra a nuestro lado

mientras Björn sigue diciendo cosas calientes

frente a mi cara y me da azotitos en el trasero que

me avivan.

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—Ábrela —murmura Eric.

Björn me coge de las cachas del culo y tira de

ellas para separarlas. En ese instante noto cómo

Eric, con la yema de su dedo, aplica lubricante

sobre mi ano. El líquido resbaladizo está

templado y noto cómo lo introduce con su dedo.

Lo mete… lo saca y vuelve a meterlo. Jadeo y me

muevo inquieta. Nunca he practicado sexo anal y

tengo miedo al dolor. Eric saca el dedo y vuelve a

meterlo con otra buena porción de lubricante.

Esta vez su dedo gira en circulitos en mi interior.

—Bien, cariño, bien… relájate. Lo estás haciendo

muy bien —murmura Eric.

Gimo y me inclino hacia adelante. Mis pechos

caen sobre Björn, que aprovecha para

mordisquearme los pezones.

—Sí, preciosa… sí… danos tu precioso culito y

te prometo que lo pasarás muy bien.

Noto que el dedo de Eric entra y sale cada vez

mejor. Gustosa, muevo mi trasero en busca de

aquel nuevo placer cuando siento que Eric

introduce dos dedos. La presión que percibo es

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tremenda y arqueo la cintura en busca de alivio.

Pero el dolor con dos dedos se me hace

insoportable.

—Eric… Eric, duele.

Inmediatamente, con cuidado, saca los dedos y

mete algo con forma de chupete, yo gimo al notar

cómo mi carne se abre y se amolda a él. Abro la

boca en busca de aire y, cuando siento que Eric

me saca lo que me ha metido…, jadeo… jadeo…

jadeo… Instantes después, Eric se acerca a mí y

deposita un beso en mi nuca.

—Ya está, cariño. Por hoy no lo tocaré más.

Björn me suelta las cachas del culo y siento que

vuelve a abrirme las piernas.

—Eric… vamos… haz que su pechos bamboleen

sobre mí.

La penetración de Eric es profunda como a mí

me gusta. De una embestida, se mete dentro de

mí y yo grito. Mis pechos se mueven ante la cara

de Björn y éste agarra uno y se lo mete en la boca

para mordisquear mi pezón. Cuando lo suelta,

me mira y, mientras me muevo por las

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embestidas de Eric, Björn susurra:

—Espero que Eric me deje probar algún día la

estrechez de tu trasero. Tiene que ser maravilloso

follártelo.

No sé qué decir. Sólo muevo mi cabeza mientras

me mira y observo las ganas que tiene de

penetrarme.

Björn no me besa. No se acerca a mi boca. Aún

recuerda que Eric le indicó que mi boca es sólo de

él. Pero me mira y siento su excitación mientras

mi cuerpo salta sobre él ante las penetraciones de

Eric.

Uno… dos… tres… diez.

Eric saquea mi cuerpo una y otra vez, hasta que

se tensa y cae desplomado sobre mí. Yo caigo

sobre Björn. El sudor de su frente me empapa la

espalda y su boca me besa en la cintura. Sonrío al

sentirlo bien y feliz. Después, saca su pene de mí,

libera su cuerpo del mío y dice:

—Ahora tú…

Björn asiente, me echa a un lado, se desnuda y

coge uno de los preservativos que hay sobre la

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cama. Con los dientes, lo rasga y se lo pone

rápidamente. Eric me mira mientras su pecho

sube y baja por el esfuerzo que acaba de hacer. Se

quita el preservativo y lo deja a un lado.

—Túmbate sobre la cama, preciosa —murmura

Björn.

Cuando lo hago, veo que ambos se levantan,

Eric le cuchichea algo y Björn hace un gesto

afirmativo. Después, ambos se suben sobre la

cama y Eric coge la botella de champán.

—Junta las plantas de tus pies y flexiona las

rodillas.

De nuevo mi húmedo, abierto y chorreante sexo

queda ante ellos. Björn se agacha y pasea

nuevamente su boca por él, mientras Eric me

echa champán en el ombligo. Mi estómago se

contrae y el champán cae descontrolado por él.

Björn chupa el reguero de alcohol que llega hasta

mi vulva y murmura:

—Mmmmmmm… Maravilloso. Más…

Eric vuelve a echarme champán. Esta vez sobre

mi vulva y yo me arqueo, mientras Björn chupa y

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lame con avidez el frescor que el champán deja

sobre mí.

—Mastúrbate para nosotros, Jud —pide Eric,

mientras me entrega un vibrador para el clítoris.

Vuelve a echarme champán en mi sexo y

agradezco de nuevo el frescor, pero Björn lo seca

rápidamente a lengüetazos. Enciendo el vibrador

y lo pongo al uno sobre mi ya hinchado clítoris.

Me muevo sofocada y lo subo al dos. Jadeo al

notar cómo se abre la flor que hay en mí ante

aquel runruneo y, cuando Eric lo pone al tres y

Björn apoya sus manos en mis muslos para que

no los cierre, el calor se apodera de mi cuerpo y

despego el vibrador de mi clítoris mientras grito

y alzo las caderas.

Björn deseoso de entrar en mi interior y, más

tras lo que acabo de hacer, coge mis muslos y se

los pone sobre sus hombros. Me penetra con

cuidado. Yo grito y él vuelve a penetrarme,

mientras Eric se acerca a mí por la cabecera de la

cama, riega su pene con champán y me lo mete

en la boca.

—Todo tuyo, pequeña.

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Excitada por mi situación, jugueteo con el

glande de Eric en mi boca. Dibujo círculos con la

lengua alrededor de la corona y siento que

reacciona. Su pene se ensancha y agranda

mientras lo succiono, escucho a Eric gemir y

Björn me penetra. Como tengo los brazos sueltos,

llevo mis manos hasta sus testículos y los acaricio

lentamente.

—Ahhh… —susurra.

Me llenan entre los dos.

Björn por mi vagina y Eric por mi boca hasta

que siento que Eric se retira con su pene duro y

erecto y observa cómo mi cuerpo se mueve ante

las penetraciones de Björn.

—¡Dios, me voy a correr! —jadea éste.

Me coge por las caderas y me aprieta contra él.

Eso me hace retorcerme y gemir. Mis pechos se

bambolean delante de ellos, mi cuerpo se arquea

y grito:

—¡Más!

Björn sale de mí y vuelve a entrar. Abro los ojos

y miro a Eric que me observa a mi lado y siento la

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lujuria en sus ojos. Me gusta. Me excita. Björn da

un grito de placer, se echa hacia atrás y se deja ir.

Eric se sienta sobre la cama se pone un

preservativo y me dice:

—Jud, ven… siéntate sobre mí.

Con las piernas temblorosas, me muevo y lo

obedezco. Estoy dispuesta a que me penetren otra

vez. Lo deseo. Su pene entra en mi ensanchada

vagina y sin piedad alguna me aprieta contra él.

—Así… vamos, cariño, aráñame al espalda.

Jadeo… grito y lo araño. Durante unos minutos,

Eric bambolea sus caderas en círculo y su pene se

mueve dentro de mí al mismo tiempo que yo me

estrujo contra él. Adoro esa sensación de

plenitud.

—Eric…

—Dime, cariño… —susurra mientras me aprieta

una y otra vez y me da la impresión de que me va

a partir en dos.

—Me gusta… oh… sí… me gusta.

Asiente con los ojos encendidos.

—Lo sé, pequeña… lo sé.

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Björn, colocado a nuestro lado, nos observa y,

segundos después, se pone detrás de mí y me

toca los pezones con sus dedos mientras Eric

vuelve a apretarme contra su enorme erección.

—Hoy no, cariño… pero otro día te

penetraremos los dos por la vagina.

Un espasmo me recorre el cuerpo. Grito…

Jadeo.

Un chillido llama mi atención y de pronto veo a

Frida sobre la cama. ¿Cuándo han entrado?

Está en la misma tesitura que yo. Pero ella está

siendo penetrada por los dos hombres. Andrés,

su marido, la penetra por la vagina, mientras

Fred la penetra con holgura y fuerza por el ano.

Nuestras miradas se encuentran y la carne se me

pone de gallina. Ambas disfrutamos de lo que

esos hombres nos hacen, mientras nos sentimos

sus muñecas, sus juguetes y accedemos a sus

caprichos.

Siento que un orgasmo devastador va a salir de

mí… calor… calor… calor…

Mi vagina se contrae y succiona la enorme

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erección de Eric. Los dos gritamos. Yo me dejo ir,

mientras Eric se bebe mi orgasmo.

Agotada, me quedo entre sus brazos y él me

dice dulces y bonitas palabras de amor. Parece

mentira que tengamos esa intimidad rodeados

por otras personas. Pero sí. Ése es un momento

totalmente íntimo entre él y yo.

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44

Dos días después, tras la noche de sexo lujurioso

que pasamos en el cuartito de juegos de Frida y

Andrés, la vida sigue su rumbo. Cada vez estoy

más colgada por Eric y él cada vez está más

pendiente de mí. Todo lo que necesito o deseo,

antes de que yo lo pida, él me lo da. ¿Se estará

enamorando de mí?

Esa mañana, Andrés decide encargar una

paellita en la playa. Sobre las dos de la tarde

bajamos a comerla al chiringuito. Está deliciosa.

La mejor paellita mixta que he comido en mi

vida. El teléfono de Eric suena continuamente y

tan pronto leo el nombre de Marta como el de

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Betta. No digo nada, él ya lo dice todo con sus

gestos. Tras la paella decidimos tirarnos en la

playa un ratito a tomar el sol.

El teléfono de Eric vuelve a sonar. Finalmente

observo que teclea en él, pero poco después se

agobia y le pide a Andrés que lo lleve al chalet.

Su humor ha cambiado y, aunque lo intenta

disimular, su cara no lo puede negar.

Rápidamente me levanto y comienzo a recoger

las cosas. Eric, al verme, me coge de la mano.

—Quédate con Frida, cielo. Andrés regresará

para estar con vosotras.

—No… no, yo me voy contigo —insisto.

—He dicho que te quedes, Jud… no quiero

compañía. Me duele la cabeza y quiero estar solo.

Su humor me exaspera.

—Mira, chato, me importa un bledo si no

quieres compañía, he dicho que regreso contigo y

no se hable más.

—¡Maldita sea! —gruñe—. He dicho que te

quedes.

Su gruñido no me asusta.

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—No me gustan los numeritos y menos cuando

no sé de qué van. Por lo tanto me lo vas a aclarar

e iré contigo.

Pero Eric se niega. Está irascible y, por más que

intento convencerlo, lo único que consigo es que

se enfade a cada segundo más conmigo. Al final,

Frida se interpone entre los dos y pone paz.

Andrés habla algo con Eric y lo tranquiliza. No

entiendo por qué se ha puesto así y me niego a

darle un beso cuando se marcha con Andrés.

Durante un rato, Frida y yo permanecemos

calladas mientras tomamos el sol, hasta que ella

dice:

—Judith, no te preocupes. No pasa nada.

Me muerdo los labios. Estoy enfadada. Me

siento en la toalla.

—Sí. Sí pasa, Frida. Sus cambios de humor me

desesperan. Tan pronto está bien, como…

—Os conocéis desde hace poco, ¿verdad?

—Sí. Hará unos dos meses más o menos.

—¿Sólo ese tiempo?

—Sí.

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Hace un gesto con la cabeza.

—Pues, chica… te aseguro que conozco a Eric

desde hace muchos años y nunca lo he visto tan

atontadito con una mujer.

—Sí… seguro.

—Te lo prometo, Judith. No tengo por qué

engañarte.

Asiento, deseosa de creer lo que ella dice. Lo

necesito. Pero entonces recuerdo lo enfadado que

estaba.

—No lo conozco apenas, Frida. No me deja

conocerlo salvo en el plano sexual y, aunque con

él estoy descubriendo cosas que me gustan y que

sin él nunca habría experimentado, quiero y

necesito saber de él. De Eric como persona.

Frida arruga la comisura de los labios. Quiero

preguntarle mil cosas.

—¿Quiénes son Betta y Marta? Cada día recibe

varios mensajes de ellas.

Noto que mi pregunta incomoda a Frida.

—Sé que sabes de lo que hablo. No lo niegues.

Por favor, dime qué pasa.

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Frida se sube las gafas de sol para mirarme

directamente a los ojos y murmura:

—Judith…

Durante unos instantes, la miro a los ojos y

finalmente bajo la mirada, rendida. Todo es

hermético en torno a él y murmuro mientras me

tumbo en la toalla:

—De acuerdo, Frida, tomemos el sol.

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45

Un par de horas después, Andrés baja a

recogernos a la playa. Está de buen humor y,

mientras nos encaminamos hacia el coche, me

dice que Eric está descansando. Yo asiento. Me

niego a preguntar nada. Bastante rayada estoy ya

con el tema de las llamadas de aquellas mujeres

como para preguntar nada más. Cuando

llegamos al chalet me dirijo directamente hacia la

piscina. Si Eric está descansando, no quiero

molestar.

Frida y Andrés desaparecen y me quedo sola en

la piscina. Cojo mi iPod y me pongo los

auriculares. Escucho a Jessie James tumbada en

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una de las hamacas y canturreo. Media hora

después, Eric aparece por la puerta, parapetado

tras unas oscuras gafas de sol. Se para a mi lado.

No lo miro. No lo saludo. Sigo enfadada con él.

Durante más de diez minutos permanecemos en

silencio hasta que él me quita un auricular.

—Hola, morenita.

Con un gesto que denota mi cabreo, le quito el

auricular de la mano y me lo pongo de nuevo. Al

ver mi poca predisposición para hablar, se sienta

cómodamente en una de las hamacas que están

frente a mí, se pone los brazos en la cabeza y me

mira. Me mira… Me mira… Me mira y, al final, le

increpo:

—Por tu bien, deja de mirarme.

—¿O? ¿Me vas a pegar?

Resoplo. Le daría un bofetón con toda la mano

abierta.

—Mira, Eric, ahora la que no quiere tu cercanía

soy yo. Vete a paseo.

Él sonríe y eso me cabrea más.

Me levanto y él hace lo mismo. Y, sin pensar en

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nada más, lo empujo y cae vestido a la piscina.

—Pero Jud, ¿qué haces? —protesta.

Con rapidez, cojo mi bolsa de la playa y corro a

la habitación. Cuando entro en ella, voy directa a

la ducha, allí veo el neceser abierto de Eric y por

primera vez me fijo en los frascos de pastillas que

hay. ¿Qué es eso? Pero antes de que pueda

acercarme para leer qué pone, lo oigo entrar en el

baño y comienza a quitarse la ropa mojada.

—Vamos a ver, Jud, ¿qué te pasa?

No lo miro. Paso por su lado y respondo

mosqueada:

—Nada que te importe.

—De ti me importa todo, pequeña.

Sentirlo tan relajado, cuando yo estoy que echo

humo, me hace mirarlo cabreada.

—Eric, cuando estoy enfadada, es mejor que no

me hables, ¿vale?

—¿Por qué?

—Porque no.

—¿Y por qué no?

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—Pero, vamos a ver, ¿tú eres tonto? ¿No ves que

me estás cabreando más?

—Si quieres, le digo a Frida que le haces una

limpieza general ahora mismo. Te conozco y sé

que cuando estás cabreada te gusta limpiar la

casa.

Al escuchar aquello, gruño. No estoy de humor.

Él se acerca a mí y se agacha, colocándose a mi

altura.

—Me paso media vida pidiéndote disculpas.

Pero merece la pena por el solo hecho de estar

contigo y ver tu cara cuando me perdonas.

Intenta besarme y yo me muevo.

—¿Otra vez la cobra?

Su comentario, en especial su cara, finalmente

me hacen sonreír.

—Sí, y como no te alejes, además de la cobra, te

vas a llevar un guantazo.

—¡Vaya! Me encanta ese carácter tuyo tan

español…

—Pues a mí, tu cabezonería alemana me saca de

quicio, ¡cabezón!

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Acto seguido me coge por la cintura, me tumba

en la cama y me besa. La toalla se queda por el

camino y estoy desnuda. Intento rechazar su

boca, pero su fuerza es mucho mayor que la mía

y, cuando consigue meter su lengua en ella, ya ha

podido con mi voluntad y con mi cabreo, y

respondo a sus besos con avidez.

—Así me gusta… —me dice—. Que seas una

fiera a la que, cuando yo quiero, domestico.

Aquel comentario tan machista me hace darle

un mordisco en el hombro y él se encoge, me

mira y me muerde en el cuello.

—¡Serás bestia…!

—Para ti siempre, pequeña. ¡Somos como la

bella y la bestia! Por supuesto, la bella eres tú y la

bestia soy yo.

Ese comentario vuelve a hacerme sonreír y, tras

aceptar gustosa el beso de la paz, me doy cuenta

de que no tiene buena cara.

—¿Estás bien, Eric?

—Sí. Pero aquí la importante eres tú, no yo.

—No, señor Zimmerman, no. Se está usted

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equivocando. Aquí el que se encontraba mal hace

unas horas y no tiene buen aspecto es usted. Si

alguien se tiene que preocupar aquí es una

servidora, no usted.

Eric se quita de encima de mí y se pone a mi

lado, frente a mi cara.

—Eres preciosa.

—No me vengas con zalamerías, Eric… y

responde, ¿qué ocurre? Acabo de ver en tu

neceser varios botes de pastillas y…

—Eres la mujer más bonita e interesante que he

tenido el placer de conocer.

—¡Eric! ¿Quieres que te insulte y te dé una

patada?

—Mmmmm… me encanta la guerrera que

llevas en tu interior.

Sin perder mi sonrisa, le acaricio el pelo.

—Da igual lo que digas. No voy a cambiar de

tema. ¿Qué ocurre? ¿Qué son esas medicinas que

tienes en tu neceser?

—Nada.

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—Mientes.

—¿Tú crees?

—Sí… yo creo. Y que sepas que me estás

cabreando otra vez.

Sus ojos me miran y sé que lucha por contestar a

mis preguntas. Finalmente murmura sin mucha

convicción:

—No pasa nada. No quiero preocuparte.

—Pues me preocupas.

Durante unos instantes, que se me hacen

eternos, piensa… piensa… piensa y finalmente

dice:

—Jud… hay cosas que no sabes y…

—Cuéntamelas y las sabré.

De pronto sonríe y choca su nariz contra la mía

en un gesto amoroso.

—No, cariño. No puedo o sabrás tanto como yo.

Sigo sin entenderlo y cada vez soy más

consciente de que me oculta algo.

—Escucha, cabezón…

—No, escucha tú… —Pero luego se arrepiente

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de lo que va a decir y me revuelve el pelo—.

¡Ah… morenita!, ¿qué voy a hacer contigo?

Deseosa de que confíe totalmente en mí, le abro

mi corazón.

—Encapricharte de mí tanto como yo lo estoy de

ti. Quizá, al final, hasta me quieras y dejes de

ocultarme tus secretitos.

Espero una risa. Una contestación inmediata.

Pero Eric cierra los ojos y con el rostro serio

responde:

—No puedo, Jud. Si despierto las emociones,

sólo sentiré dolor y te lo haré sentir a ti.

—Pero ¿qué tontería es ésa? —protesto.

Eric, al ver mi gesto, intenta cambiar de

conversación.

—Mañana ¿qué te apetece que hagamos?

Me siento en la cama y me retiro el pelo de la

cara.

—Eric Zimmerman, ¿qué es eso de que, si

despiertas los sentimientos, los dos sufriremos?

—La verdad.

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—Mis sentimientos ya se han despertado y ante

eso nada se puede hacer. Me gustas. Me

enloqueces. Me encantas. Y no mientas, sé que yo

consigo el mismo efecto en ti. Lo sé. Me lo dice tu

cara, tus ojos cuando me miran, tus manos

cuando me acarician y tu posesión cuando me

haces el amor. Y ahora dime de una maldita vez

qué son esas medicinas.

Su mandíbula se contrae y, con un movimiento

enérgico, se levanta de la cama. Voy tras él. Lo

sigo hasta el baño, donde se echa agua en la

cabeza, coge el neceser, lo cierra y lo estrella

contra la pared. Sin saber qué pasa, lo miro,

interrogándolo con mis ojos.

—¿Qué ocurre? ¿Qué he dicho para que te

pongas así? ¿Esto tiene algo que ver con las

llamadas de la tal Marta y de la tal Betta?

¿Quiénes son? Porque mira, he intentado

callarme, ser prudente y no preguntar, pero…

pero ¡ya no puedo más!

Eric no me mira. Sale del baño y se para junto a

la ventana. Voy detrás de él y me planto delante

de su cara.

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—No huyas de mí. Tú y yo estamos en esta

habitación y quiero que seas totalmente sincero

conmigo y me digas lo que te pasa. Joder, Eric, no

te estoy pidiendo amor eterno. Sólo necesito

saber qué te ocurre y quiénes son esas mujeres.

—Basta, Jud. No quiero seguir hablando.

Me desespero y, al ver mi cuerpo desnudo en el

cristal del armario, decido vestirme. Me pongo

unas bragas, una camiseta rosa y un corto peto

vaquero. Después me vuelvo hacia él.

—Vamos a ver, ¿de qué es de lo que no quieres

seguir hablando?

—¡He dicho que basta! Por hoy, mi cupo de

numeritos ya está lleno.

—¿Tu cupo de numeritos? Pero ¿de qué estás

hablando?

—Me incomodan tus preguntas.

Pero yo ya me he envalentonado y soy como un

miura que entra a matar.

—¿Que te incomodan mis preguntas? ¡Anda, mi

madre…! Pues que sepas que a mí me incomoda

tu falta de respuestas. Cada día te entiendo

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menos.

—No pretendo que me entiendas.

—¿Ah, no?

—No.

Deseo estamparle en la cabeza la lámpara que

tengo al lado. Cuando contesta tan a la defensiva,

me saca de mis casillas.

—¿Sabes? Casi te tenía olvidado, después de

que desaparecieras de mi vida, pero cuando

apareciste en la puerta de casa de mi padre…

—¿Olvidado? —sisea cerca de mi cara—. ¿Cómo

me podías tener olvidado y tatuarte lo que te has

tatuado en el cuerpo?

Tiene razón.

La frase que me he tatuado es nuestra, y no me

veo capaz de rebatirle ese argumento.

—De acuerdo, me tatué esa frase por ti. Apenas

te conocía cuando lo hice, pero algo en mi interior

me decía que eras alguien importante en mi vida

y quería tener en mi cuerpo algo que fuera sólo

de nosotros dos y que durara para siempre.

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—¿De nosotros dos?

—Sí —grito colérica.

—Me vas a decir que cuando te acuestes con

otro, vea esa frase y te la repita, ¿te vas a acordar

de mí?

—Probablemente.

—¿Probablemente?

—¡Sí! —grito como una loca—. Probablemente

me acuerde de ti y cada vez que un hombre me

diga «Pídeme lo que quieras», cuando lo lea en

mi cuerpo, conseguiré ver tus ojos y disfrutar lo

que disfruto contigo cuando accedo a tus

caprichos y hacemos el amor.

Mis palabras lo hieren. Su cara se contrae y da

un puñetazo a la pared.

—Esto es un error. Un error imperdonable por

mi parte. Debería haber dejado que continuaras

tu vida con Fernando o con el que quisieras.

—¡Eric! ¿De qué estás hablando?

Se mueve por la habitación como un león

enjaulado. Su rostro, pétreo.

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—Recoge tus cosas. Te vas.

—¿Me estás echando?

—Sí.

—¡¿Cómo?!

—Quiero que te vayas.

—¡¿Qué?!

—Llamaré un taxi para que te lleve hasta la casa

de tu padre.

Alucinada por la contestación, grito:

—¡Y una chorra! No llames a un taxi, que no lo

necesito.

Eric deja de moverse. Me mira y siento el dolor

en sus ojos. ¿Qué le ocurre? No lo entiendo.

Tengo ganas de llorar. Las lágrimas pugnan por

salir de mis ojos pero las contengo. Él se da

cuenta y se acerca a mí.

—Jud…

—Me acabas de echar, Eric, ¡ni me toques!

—Escucha, nena…

—No me toques… —replico despacio.

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Se detiene a un metro de mí y se pasa las manos

por el pelo, nervioso.

—No quiero que te vayas… pero…

Ese «pero» no me gusta. Odio esa puñetera

palabra. Nunca depara nada bueno.

—Mira, mejor me voy. Con «pero» y sin «pero»,

¡Me voy!

—Cariño… escúchame.

—¡No! No soy tu cariño. Si fuera tu cariño no

me hablarías como me has hablado y serías

sincero conmigo. Me explicarías quiénes son

Marta y Betta. Me explicarías por qué no puedo

mencionar a tu padre y, sobre todo, me dirías qué

son esas puñeteras medicinas que guardas en tu

neceser.

—Jud… por favor. No lo hagas más difícil.

Convencida de que quiero irme, cojo mi mochila

y comienzo a meter mis cuatro pertenencias en

ella. Veo de reojo que me está mirando. Vuelve a

mostrarse inflexible, su cara se contrae y las

manos le tiemblan. Está nervioso, pero como yo

estoy furiosa.

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—Eres un imbécil egocéntrico que sólo piensa

en ti… en ti y en ti.

—Jud…

—Olvídate de mi nombre y sigue mandándote

mensajes con esas mujeres. Seguro que ellas

saben más de ti que yo.

—Maldita sea, mujer, ¿quieres dejar de gritar?

—vocea.

—No. No me da la gana. Te grito porque quiero,

porque te lo mereces y porque lo necesito.

¡Gilipollas! Al final le tendré que dar la razón a

Fernando.

Está claro que no esperaba esa frase.

—¿En qué le tendrás que dar la razón?

—En que me utilizarías y luego pasarías de mí.

—¿Eso te ha dicho ese imbécil?

—Sí. Y me acabo de dar cuenta de que dice la

verdad.

La desesperación lo hace alejarse de mí mientras

despotrica como un loco.

La puerta se abre y Andrés y Frida entran.

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Nuestros gritos los han debido de alertar. Frida se

pone a mi lado e intenta tranquilizarme y Andrés

va junto a su amigo. Pero Eric no quiere hablar,

sólo blasfema en alemán y sus gritos se escuchan

hasta en la Cochinchina. Sorprendida por aquello,

Frida tira de mí y me lleva hasta la cocina. Allí

me da un vaso de agua y me quita la mochila de

las manos.

—No te preocupes, Andrés lo tranquilizará.

Enfadada con el mundo en general, bebo agua y

respondo:

—Pero, Frida, yo no quiero que Andrés lo

tranquilice. Quiero ser yo la que lo haga y, sobre

todo, quiero enterarme de por qué es tan

hermético con su vida. No puedo preguntar nada.

No me contesta ninguna pregunta. Y encima,

cuando se enfada, se larga corriendo o me echa

de su lado, como en este caso.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé. Estábamos bromeando, hablando y,

de pronto, le he preguntado por unos

medicamentos que he visto en su neceser y por

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los mensajes y las llamadas telefónicas que recibe

continuamente de Betta y Marta.

Rompo a llorar. La tensión por fin se relaja y

puedo llorar. Frida me abraza, me sienta junto a

ella en la cocina y murmura:

—Jud… tranquilízate. Estoy segura de que lo

vuestro es una discusión de enamorados y ya

está.

—¿Enamorados? —gimoteo—. Pero ¿has oído lo

que te he dicho?

—Sí. Lo he oído muy bien. Y aunque Eric no te

lo diga, te repito lo que te dije hace unas horas en

la playa. Está loco por ti. Sólo hay que ver cómo

te mira, cómo te trata y cómo te protege. Lo

conozco desde hace más de veinte años, somos

amigos de toda la vida y créeme cuando te digo

que sé que él siente algo muy fuerte por ti.

—¿Y por qué lo sabes?

—Porque lo sé, Judith. Confía en mí y, en cuanto

a esas mujeres, no te preocupes. Créeme.

En ese instante aparece Andrés por la puerta,

me mira y murmura con gesto incómodo:

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—Judith… Eric quiere que subas a la habitación.

—No. Ni hablar. Que baje él.

Mi contestación los desconcierta. Se miran y

Andrés insiste:

—Por favor, sube, quiere hablar contigo.

—No. Que baje él —insisto—. Pero bueno,

¿quién se ha creído el marquesito para que yo

tenga que ir detrás de él como una idiota? No. No

subo. Si quiere, que baje él.

—Judith… —susurra Frida.

—Por favor —suplico deseosa de marcharme de

allí—, necesito que me llaméis a un taxi. Por

favor…

Frida y él se miran alarmados y Andrés indica:

—Judith, Eric ha dicho que…

Con la rabia instalada en mi rostro, en mis venas

y en todo mi ser, replico:

—Lo que diga Eric me importa un bledo, lo

mismo que yo le importo a él. Por favor, llama un

taxi. Sólo te pido eso.

—No pongas palabras en mi boca que yo no he

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dicho —dice Eric, que aparece por la puerta.

Lo miro. Me mira y volvemos a comportarnos

como dos rivales.

—Frida, por favor, llama a un taxi —exijo.

Andrés y Frida se miran. No saben qué hacer.

Eric, ofuscado, no se acerca a mí.

—Jud, no quiero que te vayas. Sube conmigo a

la habitación y hablaremos.

—No. Ahora soy yo la que no quiere hablar

contigo y se quiere ir. Me niego a que me utilices

más, ¡se acabó!

Eric cierra los ojos y respira con fuerza. Mi

última frase le ha dolido, pero decide no

contestar. Cuando abre los ojos no me mira.

—Frida, por favor, llama a un taxi.

Dicho esto, se da la vuelta y se va. Diez minutos

después, un taxi llega hasta la puerta de la casa.

Eric no ha vuelto a aparecer. Me despido de Frida

y Andrés y, con todo el dolor de mi corazón, me

voy. Necesito alejarme de allí y de él.

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46

En Jerez, mi padre no habla, sólo me mira.

Hace tres días que he llegado y soy una

piltrafilla humana. Sabe que no estoy bien, que

algo ha ocurrido entre Eric y yo, pero respeta mi

silencio. Los vecinos de mi padre son otro cantar.

Continuamente me preguntan por el Frankfurt y

eso me desespera. Algunas veces no tienen tacto

y ésta es una de esas veces.

Alguien avisa a Fernando de que estoy allí. Me

envía mensajes al móvil y al tercer día se presenta

en mi casa. Estoy en la piscina tumbada sobre

una hamaca, cuando lo veo llegar.

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—Hola —saluda.

—Hola —respondo.

Se sienta en la hamaca que hay junto a la mía y

no dice nada. Ninguno decimos nada. Mi padre

se asoma por la ventana de la cocina y nos mira,

pero no se acerca a nosotros. Deja que hablemos.

—¿Estás bien Judith?

—Sí.

Silencio… ninguno dice nada más hasta que

Fernando añade:

—Siento que estés así.

—No pasa nada —respondo con una sonrisa—.

Como tú dijiste, yo solita me he dado contra el

muro.

—No me alegro por ello, Judith.

—Lo sé.

De nuevo, silencio entre los dos. De pronto,

comienza a sonar en la radio la canción

Satisfaction de los Rolling Stones y sin poder

remediarlo sonreímos. Al final soy yo la que dice:

—Siempre que escucho esta canción me acuerdo

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de la fiesta que dio Rocío hace unos años. ¿Te

acuerdas de la que liamos con esta canción?

Fernando asiente, sonríe y comienza a cantarla.

Yo lo sigo. Él se levanta, comienza a bailar

mientras canta y yo me río. Al final, me pongo de

pie y canto y bailo junto a él la canción, mientras

me olvido de todos mis problemas.

Cuando la canción acaba, los dos nos reímos,

nos miramos. Levanto los brazos en busca de un

abrazo y nos abrazamos.

—Así me gusta verte, Judith. Feliz y divertida.

Como tú eres. Perdóname por haberme metido

donde no me llamaban, pero a veces los hombres

hacemos cosas de idiotas.

—Estás perdonado, Fernando. Perdóname tú a

mí también.

—Por supuesto. De eso no te quepa la menor

duda.

Esa anoche salgo a cenar con él y vamos a los

sitios donde sabemos que nos encontraremos con

los amigos. Mi amiga Rocío se sorprende al

verme aparecer con él, y no me pregunta por Eric.

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Nadie hace la más mínima referencia al hombre

con el que me vieron las últimas semanas y yo me

limito a no pensar y a disfrutar lo mejor que

puedo.

Los días pasan y Eric no se pone en contacto

conmigo. No entiendo cómo unas maravillosas

vacaciones pueden acabar así, tan de repente, y

con tal mal rollo, cuando él y yo nos entendemos

sólo con la mirada. La presencia de Fernando

esos días me hace sonreír. No ha intentado nada

conmigo. No se ha acercado a mí más de lo

estricto y le agradezco que se comporte como un

amigo.

Mi hermana aparece sin avisar con Jesús y la

niña, como hace siempre. Mi padre se vuelve loco

de felicidad. Tener a sus dos hijas y a su nieta

para él es lo más y no puede ocultar su orgullo.

Luz, mi sobrina, es la alegría de la casa. Estar

con ella para mí es un soplo de aire fresco. Mi

hermana y mi cuñado están felices. No paran de

hacerse arrumacos y salen todas las noches a

cenar y llegan a las mil. Eso me hace sonreír.

Llevaba años sin ver a Raquel tan sonriente,

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activa y enamorada.

Contenta por su felicidad, veo cómo mi cuñado

la observa, cómo se cruzan miradas y cómo

buscan, en cuanto pueden, su intimidad. Es tal el

descaro de la pareja que hasta mi padre los mira a

veces asombrado. Mi hermana intenta hablar

conmigo. Sabe que estoy mal, aunque sonrío,

pero yo le pido que lo dejemos para más

adelante. Por primera vez en mi vida, la pesada

de mi hermana respeta mi decisión. Debe verme

fatal.

Una noche, después de que Fernando me deje

en casa sobre las tres de la mañana, entro en la

casa de mi padre y me dirijo al balancín que hay

en la parte trasera. Hace una noche perfecta y las

estrellas se ven maravillosamente bien. Mi padre

me ve por la ventana y viene a sentarse a mi lado.

Trae dos Coca-Colas. Cojo una y él le da un trago

a la suya.

—Estoy muy feliz por ver a tu hermana tan

contenta, pero me apena verte a ti tan triste,

cuando, por norma, la situación suele ser al revés.

—Que le dure mucho, papá. El que ella esté así

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nos hace felices a todos.

Ambos sonreímos y mi padre cuchichea:

—No me extrañaría que dentro de poco me

hagan abuelo otra vez… Pero ¿tú los has visto?

Divertida, asiento y más al ver cómo mi padre

menea la cabeza.

—Sí, papá, los he visto. Es maravilloso ver que

su relación va viento en popa.

Volvemos a tomar un nuevo trago de nuestras

Coca-Colas.

—Escucha, morenita. Tú vales mucho y estoy

seguro de que Eric lo sabe.

—¿Y de qué sirve eso, papá?

—De mucho, cariño, ya lo verás. Eric es un

hombre que se viste por los pies y verás cómo no

te deja escapar.

—A lo mejor soy yo quien lo deja escapar a él.

Mi padre sonríe y me acaricia el pelo.

—Pues entonces, morenita, serás tú la que haga

la mayor tontería de su vida.

Incapaz de callar un segundo más el secreto que

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guardo, lo miro y digo:

—Papá, Eric es mi jefe. El jefazo de la empresa.

Ahora ya lo sabes.

Mi padre se queda callado durante unos

segundos y se rasca la barba.

—¿Está casado?

—No, papá… Eric está soltero y sin

compromiso. ¿Por quién me has tomado?

Siento que mi padre respira. Lo último que

hubiera querido escuchar era que él estaba

casado y sé que mi respuesta, en cierto modo, lo

alivia.

—No te mira como un jefe y yo sé lo que digo,

hija. Ese hombre te mira como a una mujer a la

que quiere y desea proteger. Pero tengo que

decirte que Fernando te mira igual y me da pena

el chaval.

Me encojo de hombros y suspiro. Al ver que no

digo nada más del tema me pregunta:

—Entonces, ¿regresas a Madrid mañana?

—Sí. Cuando desayune cargo el coche y rumbo

a la ciudad. Quiero llegar a buena hora para ir a

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comprar y todas esas cosas.

—¿Cuándo volverás?

—Pues no lo sé, papá, en cuanto tenga más de

cuatro días juntos. Ya sabes que venir para estar

unas horas no me gusta y…

—Lo sé… cariño… lo sé.

Como cuando era pequeña, me abraza, me

acuna en sus brazos y me besa el pelo.

—Sé que vas a ser feliz porque te lo mereces. Y

si tú y ese Eric no os dais una nueva oportunidad,

os vais a arrepentir el resto de vuestras vidas.

Piénsalo, ¿vale?

—Vale, papá… lo pensaré.

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47

El 27 de agosto me reincorporo a mi trabajo.

Mi jefa está de vacaciones y eso me permite un

respiro. No tener su tóxica presencia a mi

alrededor es lo mejor para mí. Miguel tampoco

está y echo en falta sus bromas. Pero mi estado de

ánimo es tan apático que casi prefiero que nadie

me mire ni me hable.

Cada vez que miro hacia su despacho o entro en

el archivo, el alma se me cae a los pies.

Irremediablemente pienso en Eric. En las cosas

que me decía, que me hacía en aquel lugar y

tengo que hacer grandes esfuerzos por no llorar.

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Mis amigos no han salido de vacaciones, por lo

que quedo con ellos algunas tardes cuando salgo

del gimnasio y nos vamos al cine o a tomar algo.

Mi buen amigo Nacho intenta hablar conmigo,

pero yo me niego. No quiero recordar lo

ocurrido. La presencia de Eric en mi corazón

todavía está demasiado presente y hasta que no

consiga olvidarlo, sé que mi vida no volverá a la

normalidad.

El 31 de agosto recibo un mensaje de Fernando.

Está en Madrid por un caso hasta el día 4 de

setiembre y se aloja, como siempre, en un hotel

cercano a mi casa. Quedamos en vernos.

Lo llevo un día a cenar a la Cava Baja y otro día

a un restaurante japonés. Esos días, tras la cena,

quedo con mis amigos y nos vamos de copas

todos juntos. Sorprendentemente veo que hace

muy buenas migas con mi amiga Azu y eso me

complace. Fernando cumple con su palabra. Se

comporta como un amigo y se lo agradezco.

El 3 de setiembre, mi jefa, Miguel y casi toda la

plantilla de la empresa Müller reaparecen en la

oficina. El ritmo vuelve a ser frenético y, cuando

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me quiero dar cuenta, mi jefa ya me ha

sumergido en un mar de papeles de nuevo.

Miguel ha vuelto de sus vacaciones encantado.

Me cuenta anécdotas mientras trabajamos, lo que

me hace reír. El teléfono interno suena y mi jefa

me indica que pase a su despacho. No tardo en

hacerlo.

—Siéntate, Judith. —Obedezco, y ella

prosigue—: Como recordarás, el viaje del señor

Zimmerman a las delegaciones de Müller por

España se tuvo que aplazar hasta después de

verano, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien. He hablado con el señor

Zimmerman y esos viajes se van a retomar.

Se me encoge el estómago y comienzo a

inquietarme. Oír hablar de él me pone cardíaca.

Volver a ver a Eric es lo que necesito, aunque sé

que no es lo más recomendable para mí.

—Quiero que prepares los dosieres

pertenecientes a todas las delegaciones.

Zimmerman quiere comenzar con el viaje este

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miércoles.

—De acuerdo.

Me quedo parada. El miércoles lo voy a ver.

Estoy a punto de gritar como una loca cuando mi

jefa dice:

—Judith, vamos… no te quedes parada como un

pasmarote.

Asiento. Me levanto, pero cuando voy a salir del

despacho, oigo que dice:

—Por cierto, esta vez seré yo quien acompañe al

señor Zimmerman. Él mismo me lo pidió ayer

cuando me reuní con él en el Villa Magna.

Escuchar eso me supone un mazazo. Eric está en

Madrid y no se ha dignado ni a llamarme. Mis

ridículas ilusiones de volver a verlo se disipan de

un plumazo, pero consigo sonreír

afirmativamente. Cuando salgo del despacho

siento que las piernas me flaquean y corro a

sentarme a mi mesa. Miguel se da cuenta.

—¿Qué te pasa?

—Nada. Será el calor —respondo.

Cuando salgo de la oficina estoy en trance.

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Estoy ofendida. Furiosa y altamente enfadada.

Voy al parking y cojo el coche y sin saber por qué

me encamino al paseo de la Castellana. Al pasar

frente al hotel donde Eric se aloja, lo miro, me

desvío por una de sus callejuelas y aparco. Como

una idiota, me dirijo hacia el hotel, pero no entro.

Me quedo parada a escasos metros de la puerta

sin saber qué hacer.

Durante una hora, mi mente bulle e intenta

aclararse, cuando, de pronto, veo su coche

acercarse. Se para en la puerta del hotel y de su

interior salen Eric y… ¡Amanda Fisher! Ambos

sonríen, parecen muy compenetrados, y se meten

en el hotel.

¿Qué hace Amanda en Madrid?

¿Qué hace Amanda en ese hotel?

Las respuestas se agolpan unas tras otras y,

furiosa, soy consciente de todas ellas. Enfadada

con el mundo y cegada por lo que he visto cojo el

coche y me dirijo al hotel donde sé que

probablemente esté Fernando.

Cuando llego, subo directamente a su

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habitación. Llamo con los nudillos a la puerta y,

cuando abre, me mira sorprendido.

—¿No me digas que habíamos quedado y se me

ha olvidado?

No respondo. Directamente me lanzo a su boca

y lo beso. Ni que decir tiene que él, al ver mi

efusividad, cierra la puerta. Sin hablar, continúo

mi saqueo a su boca mientras siento que sus

manos me quitan la chaqueta y, después,

desabrochan el pantalón, dejándolo caer al suelo.

Con prisa, saco las piernas de él y aún con los

tacones puestos, Fernando me tumba en la cama

y murmura mientras yo le desabrocho el botón

del vaquero con desesperación:

—¿Qué haces, Judith?

No respondo. La furia ha tomado mi cuerpo y

necesito desahogarme como puedo y necesito. Al

verme tan caliente, rápidamente se saca la

camiseta por la cabeza y vuelve a besarme. Pero,

cuando se separa de mí, murmura:

—Judith… ¿te pasa algo? No quiero que luego

tu…

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—Fernando… calla y fóllame.

Mi orden tajante lo deja paralizado durante

unos instantes, pero el deseo que siente por mí lo

hace reaccionar y no pensar en nada más. Sin

hablar, se quita los pantalones, los calzoncillos y

se queda desnudo con su erecto pene deseoso de

poseerme. Respiro con irregularidad mientras el

calor sube por todo mi cuerpo y entonces

recuerdo algo.

—Dame el bolso.

Sin dudarlo, me lo entrega y, mientras yo saco el

vibrador en forma de barra de labios que Eric me

regaló y que me pidió que siempre llevara

encima, él se pone un preservativo.

—Quítame las bragas.

Mete sus dedos en la tirilla de mis bragas y me

las quita con cuidado, cuando de pronto se da

cuenta de mi tatuaje y susurra.

—«Pídeme lo que quieras.»

¡Eric! ¡Eric! ¡Eric!

Quedo desnuda de cintura para abajo y

murmuro mientras me abro de piernas para él:

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—Mírame, por favor.

Atónito, asiente, aún sorprendido por mi

tatuaje. Pongo en funcionamiento el vibrador y lo

coloco donde sé que me va a dar placer.

Instantáneamente mi cuerpo reacciona y jadeo.

Cierro los ojos y siento que es Eric quien está

frente a mí y no Fernando.

Eric… Eric… Eric…

Paseo con deleite el vibrador por mi clítoris,

gimo y cierro las piernas al sentir las descargas de

placer. De pronto, unas manos me sacan de mi

particular sueño y abro los ojos. Fernando,

excitado, se mete entre mis piernas y me penetra.

Grito y él resopla. Noto cómo el interior de mi

vagina lo succiona y lo oigo gemir.

Estoy tan avivada, tan deseosa de olvidarme de

todo, que subo la potencia del vibrador, grito y

me encajo totalmente en él. Fernando, al ver

aquello, me quita el vibrador de las manos, me

agarra por los muslos y saquea mi cuerpo, una y

otra vez sin descanso, con embestidas certeras

mientras yo me dejo hacer y quiero más. Necesito

más. Necesito a Eric.

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Pienso en él. En cómo me hace vibrar con sus

exigencias, cuando siento que Fernando me rodea

la espalda con sus manos y, con un movimiento,

me levanta de la cama y me apoya contra la

pared. Su boca busca la mía y me besa mientras

me aprieta una y otra vez sobre su sexo.

—Judith…

Enloquecida, lo miro, con los ojos llenos de

lágrimas. Al ver mi estado, siento que sus

penetraciones se detienen.

—No pares, por favor… ahora no.

Retoma su movimiento de caderas. Dentro…

fuera… dentro… fuera. Mientras, me siento

oprimida contra la pared y consigo lo que

necesito. Me entrego a él con furia. Grito el

nombre de Eric y, cuando el clímax llega a

nosotros, sabemos que lo que yo he ido a buscar

acaba de culminar.

Todo termina y continúo entre sus brazos

durante unos minutos. Me siento fatal. No sé qué

es lo que acabo de hacer y sobre todo no sé por

qué lo he hecho. Cuando Fernando me suelta,

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camino hacia el baño sin mirarlo. Una vez allí me

aseo, me lavo la cara y me miro en el espejo. El

rímel corrido por mi cara me da un aspecto

deplorable. Mi pinta no puede ser peor.

Cinco minutos después, más recompuesta, salgo

y Fernando me espera sentado y vestido sobre la

cama. Veo el vibrador y sin decir nada lo cojo y lo

guardo. Ya lo lavaré en casa. Me visto y, cuando

acabo, me siento frente a él. Le debo una

explicación.

—Fernando… yo no sé cómo explicarte esto,

pero lo primero que quiero pedirte es perdón.

Él asiente y me mira.

—Disculpas aceptadas.

—Gracias.

Nos miramos durante unos segundos.

—Sabes que hacer lo que acabamos de hacer me

encanta. Me gustas mucho y, si por mí fuera,

estaría todo el día besándote y…

—Fernando no lo hagas más difícil, por favor.

—Ese tatuaje es por él, ¿verdad? —pregunta de

pronto.

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—Sí.

En su mirada veo que quiere decirme cientos de

cosas.

—Tu fin no me ha gustado. No has venido

porque te apeteciera tener sexo conmigo. Ni

porque quisieras verme. Pero si hasta lo has

nombrado cuando yo te hacía el amor, ¡joder!

—¡¿Cómo dices?!

—Has dicho su nombre.

—Oh, Dios, ¡lo siento!

—No. No lo sientas. Eso me ha aclarado qué

hacías aquí.

—Estoy tan avergonzada… No sé por qué te he

elegido a ti para hacer esto. Podía… podía…

—Escucha, Judith… —dice mientras me toma

las manos—, prefiero que hayas venido a mí,

aunque pensaras en otro, a que hubieras hecho

una locura con cualquiera.

—Oh, Dios… ¡me estoy volviendo loca! Yo…

yo…

—Judith, te prometí que no volvería a hablar de

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ese hombre y no lo quiero hacer. Sabes lo que

pienso sobre él y nada ha cambiado. Sólo espero

que tú sola te des cuenta de lo que haces y el

porqué.

Asiento. Me levanto y él también. Me doy la

vuelta para irme y él me sigue. Cuando llego a la

puerta de la habitación, Fernando me coge por la

cintura, me da la vuelta y me besa. Me besa

apasionadamente.

—Siempre me vas a tener, ¿lo sabes? —

murmura cuando se separa de mí—. Aunque sea

para utilizarme de juguete sexual.

Le doy un leve puñetazo y sonrío. Instantes

después salgo de la habitación aturdida.

Cuando voy a coger el coche pienso en mi

amigo Nacho y, sin pensarlo dos veces, conduzco

hasta su estudio de tatuaje. Al verme,

rápidamente se preocupa por mi estado. No sabe

qué me pasa, pero sí sabe que necesito hablar. Me

invita a cenar.

Esa noche, Nacho me demuestra lo excelente

amigo que es. Omito explicarle que Eric es mi jefe

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y nuestra vida íntima. Eso no quiero que lo sepa.

Pero el resto, la extraña relación que

mantenemos, sí se lo explico. Tras escucharme,

me dice que deje mi orgullo a un lado y que, si

tanto lo echo de menos, que intente hablar con él

porque yo fui la que me marché de su lado.

Entiendo sus palabras. Tiene razón y cuando

llego a casa enciendo el ordenador y le mando un

mensaje.

De: Judith Flores

Fecha: 3 de setiembre de 2012 23.16

Para: Eric Zimmerman

Asunto: ¿Estás mejor?

Hola, Eric, siento haberme marchado como lo

hice. Tengo mucho pronto y te pido perdón.

Espero que estés mejor. Te llamaría por teléfono

pero no quiero incordiarte. Por favor, llámame y

dame la oportunidad de pedirte perdón

mirándote a la cara. ¿Lo harás por mí?

Te quiero y te añoro. Mil besos.

Jud

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Nada más escribirlo, lo envío y durante más de

tres horas espero una contestación. Sé que lo ha

leído. Sé que, en el hotel, su ordenador habrá

sonado y le habrá dicho que ha recibido un

mensaje. Sé todo eso y me hace sufrir.

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48

De: Judith Flores

Fecha: 4 de setiembre de 2012 21.32

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Soy insistente

Una vez me dijiste que lo mejor de pedirme

perdón era ver mi cara cuando te perdonaba y la

posibilidad de estar conmigo. ¿No crees que yo

puedo querer lo mismo de ti?

Un besito o dos o tres… o los que quieras.

Morenita

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De: Judith Flores

Fecha: 5 de setiembre de 2012 17.40

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Hola, enfadica

Está claro que estás enfadado conmigo. Vale…

lo acepto. Pero quiero que sepas que yo contigo

no. ¡Feliz viaje! Y espero que en las delegaciones

te traten bien, aunque hayas decidido ir con otra

que no sea yo.

Beso,

Jud

De: Judith Flores

Fecha: 6 de setiembre de 2012 20.14

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Adivina quién soy

Hoy, cuando hablé con mi jefa por teléfono, oí

tu voz de fondo. No veas la ilusión que me hizo.

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¡Al menos sé que sigues vivo! Espero que estés

bien. Te añoro.

Besotes,

Judith

De: Judith Flores

Fecha: 7 de setiembre de 2012 23.16

Para: Eric Zimmerman

Asunto: ¡Eco… Eco!

Como dice la canción, ¡por fin es viernes!

Mañana me voy al campo.

Mis amigos y yo hemos alquilado una casita

rural para el fin de semana. ¿Te animas?

Esta vez no te mando un beso… casi con

seguridad este fin de semana te lo darán otras.

¡Te odio por ello!

Judith

De: Judith Flores

Fecha: 10 de setiembre de 2012 13.16

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Para: Eric Zimmerman

Asunto: ¿Comenzamos?

¡Ya estoy aquí!

Mi fin de semana ha sido divertido, aunque las

vacas y las gallinas no son lo mío. Me picó un

abejorro en la mano y no veas qué dolor. Eso sí…

como verás, no me la han cortado (para tu

desgracia… jejeje).

… hoy también te mando un beso, aunque

comienzo a dudar de si lo aceptas.

Judith

De: Judith Flores

Fecha: 12 de setiembre de 2012 22.30

Para: Eric Zimmerman

Asunto: ¿Me echabas de menos?

Ayer, el chisme del ADSL de mi casa se murió y

por eso no te escribí. Pero hoy mi amigo Nacho

me ha cambiado el aparatito y vuelvo a la carga.

¿De verdad que nunca me vas a contestar?

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Judith

De: Judith Flores

Fecha: 13 de setiembre de 2012 21.18

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Me estoy cansando

Vamos a ver… te llevo escribiendo desde el día

3 y tú nunca contestas, ¿no vas a hacerlo nunca o

sólo lo haces para cabrearme más? Como

imaginarás, tengo la casa limpia como una

patena. Tanto cabreo ¡es lo que tiene!

Kiss (te lo digo en inglés por si lo entiendes

mejor),

Judith

De: Judith Flores

Fecha: 14 de setiembre de 2012 23.50

Para: Eric Zimmerman

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Asunto: ¡Desisto!

Vale… ya he visto que tu respuesta es no

responder.

¿Sabes que soy muy orgullosa y por ti, maldito

cabezón engreído, me estoy comiendo el orgullo

todos los días?

Éste es mi último mensaje. Si no contestas, no

volveré a escribirte nunca más. ¡Que lo sepas!

Sin beso,

Judith

De: Judith Flores

Fecha: 17 de setiembre de 2012 22.36

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Sí… soy yo, ¿qué pasa?

Que sepas que ahora sí que estoy enfadada.

¿Cómo puedes ser tan orgulloso?

Judith

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De: Judith Flores

Fecha: 19 de setiembre de 2012 22.05

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Sólo tengo una cosa más que decirte.

¡GILIPOLLAS!

Jud

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49

Hoy, 21 de setiembre, es su cumpleaños. Eric

cumple treinta y dos años e inexplicablemente

estoy feliz por él. Soy así de imbécil.

No ha vuelto a aparecer por la oficina. Tras su

viaje a las delegaciones regresó directamente a

Alemania y no ha vuelto a pisar España.

Me encuentro sumergida en mi burbuja cuando

suena el teléfono interno. Mi querida jefa me pide

que pase a su despacho. Una vez en su interior,

me sobrecarga de trabajo y me dice:

—Haz también una reserva para esta noche a las

nueve y media en el Moroccio para diez personas

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a nombre del señor Zimmerman. Debe ser a ese

nombre o no te darán la reserva, ¿entendido? —

asiento—. Después, pídeme cita en la peluquería

para dentro de una hora.

Asiento e intento no alterarme.

¿Eric en España? ¿En Madrid?

¡Jud…, relájate!

Cuando salgo del despacho, mi corazón

bombea.

Busco en internet el teléfono del Moroccio y,

cuando lo consigo, resoplo y llamo.

—Moroccio, buenas días.

—Hola, buenas días. Llamo para hacer una

reserva para esta noche.

—Dígame a qué nombre, por favor.

—Sería a las nueve y media, para diez personas,

a nombre del señor Eric Zimmerman.

—Oh… sí, el señor Zimmerman —oigo que

repite el camarero—. ¿Algo más?

El corazón se me va a salir del pecho. De pronto,

algo cruza mi mente. Es una maldad y no me

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detengo a mirar las consecuencias.

—También quería reservar otra mesa para dos

personas, a las ocho, a nombre de la señora

Zimmerman.

—¿La mujer del señor Eric Zimmerman? —

pregunta el camarero.

—Exacto. Para su mujer. Pero, por favor, no le

comente nada, es una sorpresa de cumpleaños.

—De acuerdo.

En cuanto cuelgo el teléfono me tapo la boca.

Acabo de hacer una de las mías y me río. Sin

pensarlo, descuelgo el teléfono y llamo a Nacho.

Esta noche seré yo la que lo invite a cenar.

Ataviada con un precioso vestido negro con los

hombros al aire que me ha dejado mi hermana y

un moño alto a lo Audrey Hepburn, llego hasta el

estudio de tatuajes de Nacho. Éste silba

sorprendido nada más verme.

—¡Vaya, estás fabulosa!

—Gracias. Tú también —sonrío al verlo.

Nacho sonríe y abre los brazos.

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—Que conste, que es el traje de la boda de mi

hermano y me lo he puesto porque me lo has

pedido tú. A mí este rollo de etiqueta no me va.

—Lo sé. Pero donde vamos hay que ir así o no te

dejan entrar.

Nacho conoce mi plan.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer, Judith?

Asiento y salimos del estudio.

—No lo sé, ya te contaré si reacciona. Éste es mi

último cartucho.

A las ocho en punto entramos en el Moroccio.

El camarero, tras comprobar nuestra reserva, me

mira sorprendido y veo que asiente complacido

ante mi aspecto. Debe de verme como la digna

mujercita del señor Zimmerman. Con arte, le

cuchicheo que no comente mi presencia. Quiero

sorprender a mi marido porque es su cumpleaños

y después le pido que tenga preparada una tarta

de fresa y chocolate. Éste asiente, complacido por

mi simpatía, y me dice que no me preocupe. Mi

tarta estará preparada. Como bien presupongo,

nos pasan a uno de los reservados y observo

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cómo Nacho se queda sorprendido por el lugar y

mira a nuestro alrededor.

—¡Qué pasote de sitio!

—Sí. Es el glamur personificado. —Sonrío

mientras espero que no se encienda ninguna

lucecita de colores y me pregunte qué significa.

—Por cierto, ¿a qué venía eso de señora

Zimmerman? ¿Tu apellido no es Flores?

Suelto una risotada.

—La señora Zimmerman es la mujer de la

persona que va a pagar esta cena.

Su cara es un poema. El camarero entra y deja

un excelente vino ante nosotros que degustamos,

aunque luego me doy el lujo de pedir una Coca-

Cola. Nacho está sorprendido con el precio de

todo aquello y veo su preocupación en la cara.

—Judith, creo que nos vamos a meter en un

buen lío con lo que estamos haciendo.

—Tú tranquilo. Pide lo que quieras. El señor

Zimmerman lo pagará.

—¿Ése es el apellido de Eric?

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—Ajá…

—¿Está forrado, el tío?

—Digamos, que se puede permitir muchas

cosas.

—¿Está casado?

—No. Pero la gente del restaurante no lo sabe.

Nacho asiente y sonríe. Después menea la

cabeza.

—Pero qué pérfidas que sois las mujeres.

Doy un trago a mi Coca-Cola.

—No lo sabes tú bien —susurro.

El camarero entra y toma nota de los platos.

Hemos pedido langosta y carpaccio de buey a las

finas hierbas y de segundo solomillos al bourbon.

Como es de esperar, todo está exquisito. A las

nueve y media, miro el reloj y presupongo que

Eric, mi jefa y sus acompañantes ya han llegado.

Eric es muy puntual y eso me pone nerviosa.

Saber que lo tengo a tan escasos metros de mí me

altera, pero procuro disfrutar de la cena junto a

Nacho. De postre pedimos fresas y una fondue de

chocolate. Nos la comemos entre risas y, a las

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diez, damos por finalizada nuestra cena.

Cuando entra el camarero pregunto:

—¿Ha llegado ya mi marido, el señor

Zimmerman?

El camarero asiente y mi estómago salta, pero,

convencida de lo que hago, añado:

—¿Me trae papel, un sobre y un bolígrafo, por

favor?

El hombre sale del reservado en busca de lo que

le he pedido y Nacho cuchichea:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Agradecerle la cena.

—¿Estás loca?

—Probablemente, pero estoy segura de que eso

le gustará.

Cuando el camarero entra, escribo sobre el

papel:

Estimado señor Zimmerman:

Gracias por enseñarme un sitio tan especial y por la

cena para dos que nos hemos tomado a su salud. Ha

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estado exquisita y el postre, como siempre, soberbio.

Por cierto, feliz cumpleaños. ¡Gilipollas!

La chica de los e-mails fantasmas

En cuanto acabo de escribirlo, lo meto en el

sobre, lo cierro, se lo entrego al camarero y le

indico:

—Por favor, ¿sería tan amable de entregarle esto

a mi marido junto con la tarta de fresas y

chocolate cuando vayan a pedir el postre?

Dicho esto, Nacho se levanta, me coge del brazo

y desaparecemos como alma que lleva el diablo

mientras sonrío y me fastidio por no ver la cara

que va a poner Eric. ¡Me encantaría verla!

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50

A las once obligo a Nacho a que me deje en casa.

Seguro que Eric estará a punto de ver la notita y

la tarta y espero su reacción.

A las once y media, camino por la casa aún con

los tacones. Estoy convencida de que eso lo hará

reaccionar y llegará en cualquier momento.

A las doce, mi desesperación ya es latente. ¿Se

habrán puesto a jugar y no habrán pedido los

postres?

A la una de la madrugada, frustrada porque mi

plan no ha funcionado, tiro los tacones contra el

sofá justo en el momento en el que me suena el

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móvil. Me lanzo en plancha a por él. Un mensaje.

Eric. Las manos me tiemblan cuando leo:

«Gracias por la felicitación, señora Zimmerman».

Boquiabierta leo y vuelvo a leer el mensaje ¿Ya

está? ¿No va a hacer ni a decir nada más?

Malhumorada, suelto el móvil y doy un trago a

mi Coca-Cola. Deseo coger el móvil y llamarlo

para ponerlo a caer de un burro. Pero no. Ahora

sí que doy el cerrojazo definitivo al caso Eric.

Con desgana, me quito el bonito vestido, el

sofisticado moño y la sugerente ropa interior que

me he comprado esa tarde. Me planto mi pijama

de nubecitas azules y me dirijo al baño para

desmaquillarme. Saco una toallita desmaquillante

y me lío con un ojo. No puedo ver lo que estoy

haciendo, sólo que paseo la toallita en círculos

mientras pienso en Eric.

De pronto, oigo que alguien llama con los

nudillos a la puerta de mi casa. Mi corazón salta

por la emoción. Suelto la toallita y corro para

mirar por la mirilla. Me quedo sin palabras

cuando veo a Eric al otro lado. Sin pensar en mi

aspecto, abro y me encuentro frente a frente con

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él. ¡Con Eric!

—¿Señora Zimmerman?

Está impresionante con su traje oscuro y la

camisa blanca abierta. Su porte, como siempre, es

intimidatorio, varonil y su cara… ¡Oh, su cara…!

Esa cara de mala leche me encanta y sin querer, ni

poder, ni pensar en remediarlo digo:

—Vale… soy lo peor.

—¿Tú has osado decir en el Moroccio que eras la

señora Zimmerman? —insiste.

Doy un paso atrás. Él lo da hacia el frente.

—Sí… perdón… perdón, pero necesitaba

enfadarte.

—¿Enfadarme?

Da otro paso adelante. Yo doy otro atrás.

—Eric, escucha —me retiro rápidamente el pelo

de la cara— … Sé que no he procedido bien. He

abusado de tu generosidad y he tomado el pelo a

los del restaurante. Te prometo que te

reembolsaré mi cena y la de mi amigo. Pero te

juro que sólo lo hice para que te cabrearas y

vinieras hasta mi casa y así…

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—¿Y así qué?

Su mirada es intimidatoria. Feroz. Pero aun así

prosigo. Es mi única oportunidad. Él está ante mí

y no la voy a desaprovechar.

—Necesito pedirte perdón por lo tonta que fui el

día que me marché de Zahara y… —resoplo y me

encojo de hombros ante su silencio—. Te echo de

menos Eric. Te quiero.

Su gesto cambia. Se suaviza.

¡Oh, sí…! ¡Oh, sí!

Mi corazón salta de felicidad, justo en el

momento que él da un paso hacia mí para

abrazarme. Me aúpa y yo le echo los brazos al

cuello. Enredo mis piernas a su cintura y así, sin

hablar, cierro la puerta de mi casa. Dispuesta a no

soltarlo nunca más en mi vida.

Durante unos minutos, ninguno de los dos

habla. Sólo nos abrazamos y disfrutamos de

nuestra cercanía hasta que Eric me da un beso en

el cuello y me aprieta con fuerza.

—Te quiero, y ante eso, pequeña, no puedo

hacer nada.

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¿He escuchado bien?

¿Me está diciendo que me quiere?

La felicidad me hace reír, lo beso con posesión

en los labios y, cuando me separo de él,

murmuro:

—Si es cierto lo que dices, no vuelvas a alejarte

de mí.

—Tú te fuiste.

—Tú me echaste.

—Te dije que te quedaras.

—¡Me echaste!

¡Ya empezamos!

Él asiente y yo prosigo:

—Te he pedido disculpas con mis e-mails todos

los días y tú no te has dignado a responder.

Sonríe con dulzura y entonces hace eso que tan

loca me vuelve. Acerca su boca a la mía. Saca la

lengua, la pasa por mi labio superior, luego por el

inferior y antes de besarme murmura:

—Yo te perdoné antes de que te hubieras

marchado.

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—¿Sí?

—Sí… osito panda.

—¿Osito panda? ¿Te parece poco pequeña,

morenita o Jud… que ahora también me llamas

osito panda?

Divertido, me lleva frente a uno de mis espejos y

al ver el motivo de aquel apodo me parto de risa.

Tengo un ojo totalmente emborronado y negro. Él

ríe también.

—¿Qué estabas haciendo para tener el ojo así?

—Desmaquillándome. Con lo mona que me

había puesto para ti por ser tu cumpleaños y vas

tú y apareces en el momento menos glamouroso.

Eric sonríe.

—Para mí siempre estás preciosa, cariño.

Entre sus brazos, llego hasta mi habitación. Me

suelta sobre la cama y se tumba sobre mí.

—Dios, nena, me encanta cómo hueles.

Con cuidado, le quito la chaqueta y comienzo a

desabrocharle la camisa blanca mientras Eric

recorre mi cuerpo con sus manos y me da

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delicados besos en el mentón y en el cuello. El

roce de sus yemas al pasar por mis costillas me

hace tener un escalofrío y sonrío de placer.

Cuando termino de desabrocharle la camisa, le

toco los abdominales. Duros y fuertes como

siempre.

—Tengo un regalo para ti.

—Mi mejor regalo eres tú, pequeña.

Besos… caricias… palabras de cariño y de

pronto Eric murmura:

—Tengo que hablar contigo, Jud.

—Luego… luego…

En cuanto me libro de su camisa y se queda

vestido sólo con el pantalón, mis manos vuelan al

botón. Lo desabrocho y, con cuidado, bajo la

cremallera. La piel de Eric arde y yo con ella. Y

cuando meto mis manos bajo los calzoncillos y

tengo en ellas lo que anhelo y ansío, jadeo.

Eric se mueve. Su erección escapa de mis manos

y vuelve a besarme.

—Si me sigues tocando, no duraré ni dos

segundos… ¿Sigues tomando la píldora?

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—Ajá…

—Biennnnn.

Eso me hace reír, mientras él me quita el

pantalón del pijama. Luego me levanta, me pone

frente a él y acerca su boca hasta mi monte de

Venus y lo mordisquea por encima de mi tanga.

Me quito la parte superior del pijama y Eric me

observa. Mete sus dedos por la tirilla de mi tanga,

me lo rompe y murmura mientras lee:

—«Pídeme lo que quieras.»

Eric me acaricia y me coge uno de los pechos

con calidez, con mimo se lo mete en la boca y me

chupa la areola. Después otorga el mismo mimo

al otro pecho y me obliga a sentarme sobre sus

rodillas. Durante un rato se entretiene con mis

pechos, me los chupa, lame y succiona hasta que

me arranca un gemido de placer.

—Pequeña… te he echado tanto de menos…

Se levanta conmigo en brazos y vuelve a

posarme sobre la cama. Me besa los labios y

comienza a bajar su lengua por mi cuerpo. Va al

cuello, de allí a los pechos, sigue su recorrido por

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el ombligo y, cuando llega al monte de Venus,

quien jadea es él.

Dispuesta a disfrutar, me abro de piernas antes

de que él me lo pida y su lengua rápidamente

entra en mí con exigencia. Con sus dedos me

separa los labios y su húmeda lengua llega hasta

mi clítoris. Salto de excitación.

—Oh, Eric… sí… así.

Se sube sobre la cama para estar más cómodo y

pone mis piernas sobre sus hombros. El saqueo a

mi clítoris se intensifica y mis jadeos cada vez son

más seguidos, hasta que un intensísimo orgasmo

toma mi cuerpo, lo agarro de la cabeza y lo

aprieto contra mí.

Cuando me quedo sin fuerzas por el

maravilloso orgasmo que acabo de tener, Eric se

pone sobre mí, me besa. Su sabor a mi sexo es

salado y me estimula mucho.

—Te voy a follar, cariño.

Asiento. ¡Lo estoy deseando!

Se quita los pantalones, después los calzoncillos

y, con una mirada lobuna que me hace jadear,

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sonríe. Ensombrecido por el deseo, se pone

encima de mí y me acomoda mejor en la cama.

Coloca la punta de su pene contra la entrada

húmeda de mi vagina y, a diferencia de otras

veces, la introduce poco a poco mientras me

muevo mimosa. Quiero más y le doy un azote en

el trasero.

—¿Eso a qué se debe, pequeña?

—La necesito dentro ya… la tuya es tan

grande… tan placentera. Sigue…

Eric sonríe y me embiste abriéndome toda la

vagina de una sola estocada. Grito y jadeo. Grito

y jadeo, mientras él me embiste una y otra vez y

por fin me siento llena y enloquecida. Se me

acelera la respiración y mi disfrute me vuelve

loca. Una… dos… tres… quince veces me penetra

y yo grito y me retuerzo de placer.

De pronto, su ritmo disminuye.

—¿Alguien te ha tocado durante estos días?

Su pregunta me pilla tan de sorpresa que sólo

puedo pestañear. No sé qué decirle y Eric me da

un empellón que me hace gritar de nuevo.

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—Dime la verdad, ¿quién te ha follado estos

días?

Su cara se contrae y vuelve a penetrarme. Me da

un azote en el trasero que me escuece.

—¿Quién?

Me niego a responder sin ser respondida, saco

fuerzas de donde no las tengo y pregunto:

—¿Y tú?

Me mira e insisto.

—¿Tú has jugado estos días?

—Sí.

—¿Con Amanda?

—Sí. ¿Y tú?

—Con Fernando.

Durante unos segundos nos miramos. Los celos

vuelan sobre nosotros y me penetra con fuerza.

Ambos gemimos. Me agarra por el hombro y

vuelve a penetrarme. Veo la oscuridad en su

mirada. La rabia por lo que escucha y no quiere

oír.

—Te vi con Amanda entrar en tu hotel y decidí

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proseguir con mi vida. Busqué a Fernando, me

masturbé para él y luego me ofrecí.

Eric me mira. Está furioso. Tengo miedo de que

se vaya, pero entonces me doy cuenta de que él

también tiene miedo de que yo desaparezca. Me

agarra por las caderas y comienza a penetrarme a

un ritmo infernal.

—Eres mía y sólo te tocará quien yo quiera.

Me mira, a la espera de una contestación,

mientras, desmadejada por sus penetraciones, me

muevo debajo de él. Calor… tengo mucho calor,

pero soy consciente de lo que me pide. Le pongo

la mano en su estómago y me echo para atrás. Su

pene sale de mí.

—Únicamente seré tuya, si tú eres mío y sólo te

toca quien yo quiera.

Su respuesta es inmediata. Acerca su boca a la

mía y me besa, mientras su pene duro como una

piedra golpea mis muslos volviéndome loca. Con

una de mis manos lo cojo y lo meto de nuevo en

mi interior y, con su boca sobre mi boca,

murmura:

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—Soy tuyo, pequeña… tuyo.

Eric me penetra con delicadeza y soy yo la que

subo mis caderas para llenarme de él. Mueve sus

caderas a los lados y siento cómo los músculos de

mi vagina se aferran a él.

—Cariño… me voy a correr.

El tono de su voz. Su cara. Su gesto y su mirada

me hacen sonreír. Yo estoy cerca del orgasmo.

—Más rápido, cielo… lo necesito.

Eric me embiste de nuevo una… dos… tres

veces. Se muerde los labios para darme lo que yo

quiero hasta que de pronto los dos nos

arqueamos y sabemos que hemos llegado juntos

hasta el placer.

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51

El sábado, el sexo, los besos y las caricias priman

en todo momento. Cada vez que intentamos

hablar para profundizar en nuestra relación

acabamos desnudos y jadeando. Eric es mi vicio y

me doy cuenta de que yo soy el suyo. Estar juntos

sin tocarnos se nos hace imposible y, como los

dos nos deseamos, nos dejamos llevar por la

lujuria y el desenfreno. El domingo, más de lo

mismo, pero tras hacer entre los dos la cama Eric

dice:

—Jud… Tengo una conversación pendiente

contigo, ¿lo recuerdas?

—Sí.

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El susto se apodera de mí. De pronto me asusta

saber qué es aquello que me tiene que explicar.

—Es importante que lo hablemos, te lo debo.

—¿Me lo debes? —pregunto sorprendida.

—Sí, cariño…

Me olvido totalmente del sexo y me centro en él.

Su mirada vuelve a ser inquieta. Sus ojos me

esquivan y eso me perturba. Eric se sienta a mi

lado, a los pies de la cama.

—Escucha, hay algo que debes saber y que no te

he dicho hasta ahora. Pero quiero que sepas que

si no te lo he dicho es porque…

—¡Dios mío! ¿No estarás casado?

—No.

—¿Te vas a casar con Betta? ¿Con Marta?

Sorprendido por mis preguntas y por el tono

chirriante de mi voz vuelve a responder:

—No, cariño. No es nada de eso.

Suspiro aliviada. No hubiera podido soportar

una noticia así.

—¿Y quiénes son?

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Eric asiente y suspira resignado.

—Betta es la mujer con la que compartí mi vida

durante dos años y con la que acabé la relación

hace un tiempo —asiento y él continúa—:

Nuestra relación se acabó el día que la encontré

en la cama con mi padre. Ese día decidí finalizar

mi relación con los dos. Espero que, sin necesidad

de explicarte nada más, entiendas por qué no

quiero nunca hablar de mi maravilloso

progenitor.

Mi cara se descompone al escuchar eso. Nunca

me hubiera esperado una historia así.

—Ella nunca ha querido aceptar esa ruptura e

intenta acercarse a mí continuamente. Me ha

pedido perdón de todas las maneras que te

puedas imaginar y, aunque me ha costado, la he

perdonado, pero no quiero nada más con ella. De

ahí el motivo de los mensajes y su insistencia.

Aquel día en la playa, cuando me enfadé y me

volví al chalet sin dejar que me acompañaras, mi

enfado venía porque ella me dijo en un mensaje

que estaba en la puerta del chalet de Andrés y

Frida. No quería que regresaras conmigo de la

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playa porque te quería evitar la desagradable

escena que ella me iba a montar. Sólo intenté que

tú no lo presenciaras. Pero tampoco fui sincero

contigo y no te lo dije. Intenté evitarme un

problema pero, con mi reacción, lo agravé.

—Me lo tenías que haber dicho. Yo…

Durante unos segundos, Eric me observa, me

pone un dedo en los labios para que calle y pasa

su mano por el óvalo de mi cara.

—Eres preciosa, Jud… Sólo te quiero a ti.

Me acerco a él y lo beso, pero él vuelve a

colocarme donde estaba.

—Marta es mi hermana.

¿Hermana? Eso me sorprende. Miguel me

comentó que Eric sólo tenía una hermana, pero

Eric prosigue:

—¿Recuerdas que te comenté que mi hermana

Hannah había muerto en un accidente? —

asiento—. Hannah tenía un hijo que está a mi

cargo. Era madre soltera. El pequeño se llama

Flyn y tiene nueve años. Desde que ocurrió lo de

Hannah, se ha vuelto un niño difícil de tratar y

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sólo nos da disgustos. En julio, cuando tuve que

regresar a Alemania y suspender el viaje a las

delegaciones, fue por un problema con él. Mi

hermana y mi madre no consiguen controlarlo y

por eso recibo tantas llamadas de Marta. Flyn

sólo me respeta a mí y mi hermana necesita que

regrese a Alemania. —Escuchar eso me pone

sobre alerta y él prosigue—: Escucha, Jud, te

quiero pero también quiero a Flyn y no lo puedo

abandonar. Puedo estar contigo aquí durante

varios días, pero tarde o temprano tendré que

regresar a mi día a día en Alemania. No me

puedo permitir cambiar mi residencia. Los

psicólogos no creen que otro cambio sea bueno

para Flyn y, aunque quizá es una locura

demasiado precipitada, me gustaría que te

trasladaras a vivir conmigo a Alemania. —Mis

ojos se abren escandalosamente y él añade—: Lo

sé, pequeña, lo sé. Sé que es una locura, pero te

quiero, me quieres y me gustaría que lo pensaras,

¿de acuerdo?

Asiento, mientras intento procesar toda aquella

información y, cuando voy a decir algo, Eric pone

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uno de sus dedos en mi boca y susurra de nuevo:

—Aún no he acabado, Jud. Tengo más cosas que

explicarte. Si cuando acabe, aún me quieres besar

y continuar a mi lado, no seré yo el que te lo

impida. —Sus palabras me sorprenden, pero él

prosigue—: ¿Recuerdas cuando te dije que no te

quería hacer daño?

—Sí.

—Pues siento decirte que, llegados a este punto,

te lo voy a hacer sin querer y nada tiene que ver

con lo que te acabo de explicar.

Frunzo el ceño. No entiendo de lo que habla. Me

coge las manos.

—Jud…tengo un problema y, aunque no quiero

pensar en él, en un futuro sé que se agravará.

—¿Un problema? ¿Qué problema?

—¿Recuerdas las medicinas que viste en mi

neceser? —Muevo mi cabeza afirmativamente,

asustada—. Es algo relacionado con algo que te

encanta de mí y que en más de una ocasión te he

dicho que yo odio. Son mis ojos y cuando te lo

explique seguro que entenderás muchas cosas.

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—Dios mío, Eric. ¿Qué te ocurre?

—Tengo un problema en la vista. Padezco un

glaucoma. Una enfermedad heredada de mi

maravilloso padre y, aunque me lo estoy tratando

y de momento estoy bien, la enfermedad con el

tiempo avanzará y, para mi desgracia, es

irreversible. Quizá en un futuro me quede ciego.

Pestañeo y pregunto en un hilo de voz:

—¿Qué es un glaucoma?

—Es una enfermedad crónica del ojo. Una

enfermedad del nervio óptico que a veces me

produce visión borrosa, dolor de ojos y de cabeza

o náuseas y vómitos. Creo que ahora, al saberlo,

entenderás muchas cosas de mí.

Mi cuerpo se ha paralizado, excepto mis

pestañas. El tema Betta me importa un pepino. El

problema de su sobrino y mi traslado de

residencia es algo que hablaremos. Pero Eric

acaba de decirme que tiene un problema en la

vista y yo no puedo reaccionar. Mi corazón

bombea muy fuerte y apenas puedo respirar. Sólo

puedo mirar a Eric, al hombre que quiero con

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toda mi alma sin ser capaz de decir ni una

palabra.

Mi mundo se desmorona en décimas de

segundo, mientras reconstruye, pedazo a pedazo,

todas las alarmas que en esos meses he visto de él

pero que no he sabido descifrar. De pronto,

entiendo muchas cosas. Sus prisas en todo. Sus

temores. Sus viajes. Sus cambios de humor. Sus

dolores de cabeza y, sobre todo, por qué siempre

me exige que lo mire cuando hacemos el amor.

Eric me observa. Quiere que hable pero yo no

puedo. Mi respiración se acelera, le suelto las

manos y una va a mi corazón y la otra, a mi

cabeza.

Me levanto. Me doy la vuelta y, cuando puedo

despegar la lengua del paladar, vuelvo a mirarlo.

—¿Por qué no me lo habías contado antes?

—¿El qué? ¿Lo de Betta, lo de Flyn o lo de mi

enfermedad?

—Lo de tu enfermedad.

—Jud, es algo que no me gusta que la gente

sepa.

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—Pero yo no soy la gente…

—Lo sé, cariño. Pero…

—Por eso siempre me pides que te mire

cuando…

Eric asiente y tras pasar su mano por mis labios

susurra:

—Quiero grabar tu cara, tus gestos en mi retina,

para recordarlos el día que no vea.

El dolor en su mirada me hace reaccionar. ¿Qué

estoy haciendo? Me siento de nuevo junto a él y

le tomo las manos.

—Maldito cabezón, ¿cómo me has podido

ocultar eso? Yo… yo me he enfadado contigo. Te

he reprochado tus ausencias, tus cambios de

humor y… tú… tú no has dicho nada. Oh, Dios,

Eric… ¿por qué?

Mis lágrimas se desbordan. Intento contenerlas

pero, como si de una presa se tratara, comienzan

a salir con fuerza de mis ojos y apenas las puedo

controlar.

Eric me consuela. Me abraza y me mima,

cuando soy yo la que debería estar consolándolo

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a él. Pero mis fuerzas, mi seguridad y toda mi

vida se acaban de resquebrajar y no sé cuándo las

voy a poder recuperar. Me habla de su

enfermedad. Algo que le descubrieron hace

mucho y que cada año que pasa se agrava más.

No sé cuánto tiempo lloro entre sus brazos en

busca de una solución con la que no puedo dar.

Habla conmigo y yo apenas puedo dejar de llorar.

—No me mires así.

—¿Cómo? —pregunto al escuchar su voz.

—Noto que te doy pena.

Conmovida por sus palabras, me agarro a él.

—Cariño, no digas tonterías. Te miro así porque

te quiero y sufro por…

—¿Lo ves? Te estoy haciendo daño. No debí

permitir que lo nuestro continuara.

—No digas tonterías, Eric, por favor.

Con un gesto que recordaré toda mi vida, me

coge la cara entre sus manos.

—Estar a mi lado te hará sufrir, cariño. Soy un

hombre con demasiadas responsabilidades. Una

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empresa que llevar, un niño problemático al que

criar y, por si fuera poco, un problema de salud.

Creo que ha llegado el momento en que tú

decidas lo que quieres hacer. Asumiré tu decisión

sea cual sea. Bastante culpable me siento ya.

Lo escucho, boquiabierta, y de pronto deseo

cruzarle la cara de un manotazo. ¿Qué tonterías

está diciendo? La seguridad aparece de nuevo en

mi cuerpo. Clavo mi mirada en sus martirizados

ojos azules.

—No estarás queriendo decir lo que estoy

entendiendo, ¿verdad?

—Sí, Jud.

—Pero tú eres idiota, por no decir ¡gilipollas!

Eric sonríe.

—Eres una preciosa mujer joven y sana con toda

la vida por delante y yo…

—Y tú ¿qué? —Pero no lo dejo contestar y

comienzo a gritar como una posesa—: Y tú eres el

hombre con responsabilidades, sobrino y

enfermedad al que yo amo. Y si antes tu cara de

mala leche y tus malos modos no me daban

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miedo, ahora menos, ¿y sabes por qué? —Eric

niega con la cabeza—. Porque no te voy a dejar

por mucho que me lo pidas. Y no te voy a dejar

porque te quiero… te quiero… te quiero ¡métete

eso en tu jodida y cuadriculada cabeza alemana!

El futuro me da igual. Sólo me importas tú… tú…

tú, ¡maldito cabezón! Y sí, es precipitado dejarlo

todo e irme a vivir contigo a Alemania, pero,

como te quiero, lo pensaré.

—Jud…

—Tú estás aquí, cariño. Tú eres mi presente.

¿Dónde voy a ir yo sin ti? Pero ¿te has vuelto

loco? Cómo se te ocurre ni siquiera pensar que yo

te voy a dejar por tu enfermedad.

Eric, emocionado, niega con la cabeza y, por

primera vez, lo veo llorar. Verlo llorar me parte el

corazón. Se tapa los ojos con sus manos y llora

como un niño.

—Jud, cuando mi enfermedad prosiga, mi

calidad de vida será muy limitada. Llegará un

momento en que seré un estorbo para ti y…

—¿Y?

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—¿No lo entiendes?

—No. No lo entiendo —respondo sin aire en los

pulmones—. Y no lo entiendo porque tú seguirás

a mi lado. Me podrás tocar, besar, me harás el

amor y yo te lo haré a ti. ¿Qué es lo que te hace

dudar de mí?

Eric murmura emocionado:

—Eres lo mejor que me ha pasado nunca. Lo

mejor.

Deseosa de llorar como una magdalena, le quito

las manos de los ojos y le seco las lágrimas.

—Pues si soy lo mejor que has tenido nunca, no

vuelvas a mencionar ni de broma que te deje,

¿vale? Ahora dime que me quieres y dame un

beso de esos que tanto me gustan.

Las lágrimas brotan de nuevo por mis ojos, pero

sonrío. Él sonríe, me abraza y me besa.

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52

La semana comienza con fuerza y yo intento

procesar todo lo que me ha explicado.

¿Sobre Betta? No me interesa. No me importa.

Sé que Eric no quiere nada con ella y lo creo

aunque no he querido profundizar en lo que me

explicó sobre su padre. Ahora entiendo por qué

nunca habla de él y lo omite.

En cuanto a su sobrino, lo entiendo pero me

inquieta. Si a mi hermana y mi cuñado les pasara

algo, no me cabe la menor duda de que Luz se

quedaría conmigo. Yo cuidaría de ella y por nada

del mundo la querría ver sufrir.

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Vivir en Alemania es algo que nunca me había

planteado. Pero, por Eric, lo haría. Prefiero vivir

con él a vivir amargada sin él. Lo tengo claro,

aunque en general tengo que pensarlo un poco

más. Irme supondría ver menos a mi padre, a mi

hermana a mi sobrina y eso me cuesta. Me cuesta

mucho.

Pero lo que me desequilibra emocionalmente es

su enfermedad.

Busco en internet toda la información que

puedo sobre el glaucoma y soy consciente del

miedo de Eric y de su inquietud. Lloro en mi casa

cuando él no me ve. Sólo me permito llorar allí.

Tengo que ser fuerte. Con sus palabras me ha

dado a entender el miedo que tiene a su

enfermedad aunque no lo dice y no quiero que él

vea que yo también le tengo miedo.

Pensar en él ciego me parte el corazón. Eric, un

hombre tan fuerte, tan posesivo, tan lleno de

vida… ¿Cómo puede quedarse ciego?

Comienzo a tener pesadillas. Ya son cuatro

noches seguidas las que me despierto

sobresaltada entre sus brazos y él me acuna

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mientras maldice por habérmelo explicado. Mi

apetito desaparece y, aunque intento sonreír, la

sonrisa se queda en el camino. Ya apenas canto,

ni bailo y sólo estoy pendiente de él. Sólo necesito

saber que él está bien para yo estarlo. Pero una

noche, mientras los dos leemos tirados en el sofá

de mi piso veo en sus ojos la furia y el dolor por

la inseguridad que me ha creado y decido que

tengo que hacer algo.

Tengo que cambiar el chip.

Necesito que él vea que vuelvo a ser la Jud loca

que conoció, así que decido tragarme el miedo, la

inseguridad y las lágrimas y comienzo día a día a

ser la que era. Él respira y me lo agradece.

A partir de ese momento, Eric comienza a viajar

más a Alemania. Su sobrino lo necesita y él me

necesita a mí tanto como yo a él. Dos semanas

después, cuando suena el despertador un lunes a

las siete y media, Eric ya está levantado. Se acerca

a mí, me besa con cariño y yo lo acepto gustosa.

No podemos ir juntos a la oficina. Me niego. La

gente cuchichearía y no quiero. Al final, Eric

llama a Tomás, éste lo recoge en la puerta de mi

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casa y se va. Yo voy a por mi coche y me dirijo al

trabajo.

En la cafetería de la planta nueve, tomo un café

en compañía de Miguel cuando veo aparecer a

Eric junto a mi jefa y dos jefes más. Una fugaz

mirada de él me hace saber que lo incomoda

verme sentada con mi compañero. Pero no me

levanto. Miguel es un amigo y él tiene que

aceptarlo.

Cuando regresamos a nuestro despacho, intuyo

que me observa desde el suyo. Cada vez que

cruzo una mirada con él, siento mi cuerpo arder y

más cuando siento que sus ojos me abrasan.

Sé lo que piensa…

Sé lo que quiere…

Sé lo que desea…

Pero ambos debemos mantener la compostura y

esperar a la noche, a que llegue nuestro momento

de intimidad para disfrutarlo.

Aquella mañana a las doce, Eric sale de su

despacho. Su cara es indescriptible. ¿Qué le pasa?

Lo sigo con la mirada, disimuladamente,

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mientras camina por la planta y de pronto veo

que va directo a una joven rubia que está junto a

los ascensores. Se dan dos besos en la mejilla y

ella le acaricia el rostro. ¿Será Betta?

Durante unos minutos hablan y después se

marchan. Una hora después, Eric regresa con la

misma cara con la que se fue y deseo que me

llame a su despacho. Espero durante quince

minutos y, al no hacerlo, decido entrar. Cuando

entro, Eric habla por teléfono. Cuando me ve

entrar, se despide de su interlocutor antes de

colgar.

—Ahora no puedo, mamá. Luego te llamo.

En cuanto cuelga, me mira.

—¿Desea algo, señorita Flores?

—No están ni mi jefa ni Miguel —aclaro—.

¿Qué te ocurre?

—Nada. ¿Por qué me tendría que ocurrir algo?

—Eric… te he visto salir con una joven rubia y…

—¿Y qué?

Su voz es de enfado.

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Ese dichoso tonito me molesta, así que, sin decir

nada más, me doy la vuelta y salgo del despacho.

Antes de llegar a mi mesa, mi teléfono interno

suena y me pide que regrese. Una vez en el

despacho cierro la puerta.

—Jud…, ¿qué es lo que has venido a

preguntarme realmente?

—Creo que quedamos en que habría sinceridad

entre nosotros y me da la sensación de que hoy

no lo estás cumpliendo.

Eric hace un gesto afirmativo. Entiende lo que le

digo.

—Pasa al archivo.

—¡Ya estamos con el archivo!

—Jud… es el único sitio donde tenemos

intimidad.

—Pero, bueno, tú es que todo lo quieres arreglar

en el archivo.

Sin dejarme decir nada más, me agarra del

brazo y cierra la puerta de acceso al despacho de

mi jefa.

—Jud… te juro que no tienes que inquietarte por

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esa mujer.

—Vale… Pero ¿quién es?

Sonríe y susurra:

—Dame un beso y te diré quién es.

—Ni lo pienses. Dime tú quién es y después te

daré el beso.

—Jud…

—Eric…

Sin perder ni un segundo me agarra, me atrae

hacia él y me besa. Entonces, cuando parece que

me va a aclarar lo que he ido a preguntar, oigo a

mi compañero Miguel llamar a la puerta de su

despacho. Rápidamente, Eric me mira.

—No te preocupes por nada. Hoy tengo mucho

trabajo y no puedo entretenerme, pero esta tarde

en tu casa hablamos, ¿de acuerdo, cariño?

Asiento, me da un rápido beso y sale hacia su

despacho. Abro con cuidado las puertas del

archivo y salgo por el despacho de mi jefa.

Tras la hora de comer, regreso a mi puesto de

trabajo y en el pasillo me cruzo con Eric. Él va

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hablando con el jefe de administración y al verme

simplemente me saluda con cordialidad. Sonrío

acalorada cuando me cruzo con él y me dirijo

hacia mi mesa. Cuando llego, cojo unos

expedientes y me meto en el archivo. Sin

embargo, me sorprende ver a mi jefa con varios

archivadores abiertos.

—Estoy buscando los datos del último trimestre

de Alicante y Valencia…

—¿Quiere que se los busque yo?

—No… Yo los buscaré.

Me doy la vuelta para marcharme y veo a Eric

parado en la puerta del archivo. Me ha seguido

hasta allí.

—Buenas tardes, señor Zimmerman —susurro,

cuando paso por su lado.

Mi jefa, al escucharme, levanta la vista y ve a

Eric apoyado en la puerta.

—Dame un segundo, Eric, y te entrego lo que

me has pedido.

Él le hace un gesto con la cabeza y, mientras yo

dejo unos expedientes sobre la mesa de mi jefa,

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me observa. Sonrío al verlo tan nervioso y tenso.

Entonces, antes de salir del despacho, me

detengo, pongo la mano en el pomo de la puerta

y me subo la parte trasera de la falda para

mostrarle mi tanga. Eso me hace reír y, más

todavía, cuando me giro y veo su cara de

sorpresa.

Divertida por lo que acabo de hacer, salgo del

despacho y me siento en mi mesa. Mi móvil pita.

Un mensaje de Eric: «Te haré pagar muy caro lo

que acabas de hacer. ¡Depravada!».

Sin apenas moverme, miro a través de mis

pestañas y veo que Eric se ha sentado en su mesa.

Durante unos segundos, nos miramos y me doy

cuenta de que, desde su posición, puede ver mis

piernas. Miro a mi alrededor y, al no ver a nadie,

las abro y tecleo en el móvil: «La depravada

anhela tu castigo».

Vuelvo a mirar a Eric y veo que se mueve

nervioso en su asiento. Cuando mi jefa sale del

archivo, cierro en seguida las piernas. Y, con una

risita tonta en los labios, sigo trabajando.

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53

Cuando salgo de la oficina a las seis de la tarde,

cojo mi coche y me encamino a mi casa. Nada

más llegar, dejo el bolso sobre el sillón, me quito

la chaqueta del traje e inmediatamente suena el

timbre. Abro y Eric se lanza sobre mí para

saquearme la boca. Me besa con deleite, me coge

entre sus brazos y murmura tras darme un azote:

—Depravada. ¿Qué es eso de calentarme en la

oficina?

Río divertida mientras él juguetea con mi cuello.

—Te voy a hacer pagar el calentón que llevo

todo el día.

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Me sigo riendo mientras él me desabrocha la

falda y ésta cae al suelo. En ese momento, escapo

de sus manos y corro por la casa. Él va detrás de

mí y ambos nos reímos a carcajadas. Llegamos a

mi habitación y, de un salto, me subo a la cama

donde, nerviosa, comienzo a saltar como una

niña. Eric me mira, sonríe y murmura mientras se

desabrocha la camisa y después los pantalones:

—Salta… salta… que cuando te pille te vas a

enterar…

Feliz por el momento tan tonto que estamos

viviendo, salto por encima de la cama y corro de

nuevo hacia el comedor. Eric me pilla en el

pasillo. Me sujeta por la cintura y me pone contra

la pared. Su boca vuelve a estar contra la mía y su

lengua saquea mi boca con avidez.

Me abre la camisa y cae al suelo. Me desabrocha

el sujetador y cuando me tiene sólo vestida con el

tanga, me lo arranca de un tirón.

—Dios… —me dice entre risas—. Llevaba todo

el día deseando hacer esto.

—¿En serio?

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—Sí, cariño… en serio.

Lo beso… Yo también deseaba que lo hiciera y,

al ver mi inminente respuesta, deja escapar un

gruñido de satisfacción, me alza entre sus brazos

y se sumerge lentamente en mí. Cierro los ojos,

gimo, me arqueo y, cuando siento que no se

mueve, abro los ojos y murmuro cerca de su boca:

—Vamos… vamos…

Eric se ríe, se retira de mí y lentamente vuelve a

penetrarme.

—Eric…

—¿Qué, cariño?

—Más… quiero más.

Vuelve a salir de mí.

—Más ¿qué?

La sangre bulle por mi cuerpo descontrolada y

le araño en la espalda exigiéndole que vuelva a

penetrarme. Él ríe y lo hace. Incrementa su ritmo

y me da lo que le pido. Una y otra… y otra vez,

mientras yo me deleito y él me muerde la barbilla

con pasión.

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Sus embestidas cada vez son más profundas y,

cuando me llega el orgasmo y chillo, él hace lo

mismo y me aprieta contra él.

—Sí, Jud…, sssí.

Agotados, nos quedamos apoyados en la pared

del pasillo, mientras yo le beso en el hombro y él

respira sobre mi cuello. De nuevo, acabamos de

hacer lo que mejor sabemos hacer y ambos

estamos llenos y satisfechos.

Me deja en el suelo y caminamos desnudos

hacia la cocina. Necesitamos agua y, cuando

regresamos al salón, vuelve a cogerme entre sus

brazos como segundos antes.

—Verte en la oficina y no poder tocarte es una

tortura.

—Sí… lo confieso… para mí también lo es.

—Te vi esta mañana con Miguel, ¿qué hacías?

—Desayunar, como cada mañana.

—Ese tipo…

—Escucha, guaperas —le corto—, Miguel y yo

sólo somos compañeros. Nos llevamos

fantásticamente bien, pero nada más. Sí que es

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cierto que me tira los trastos, pero él sabe que

conmigo no tiene nada que hacer.

—¿Lo ves? Me lo acabas de confesar. ¡Te tira los

trastos!

Su gesto serio me encanta. Sus celos tontos e

infundados se me antojan entrañables. Lo beso.

—No hay peligro. No te comas la cabeza por

algo que nunca será.

—¿Nunca?

—Nunca, Eric… créeme, cielo. Yo sólo te quiero

y te necesito a ti. —Cuando veo cómo me mira,

me asusto de lo que acabo de decir y añado—: En

cambio, yo sí me puedo comer la cabeza y

preocuparme.

—Tú, ¿por qué?

Resoplo y pregunto:

—¿Has jugado alguna vez con mi jefa?

Clava sus ojazos azules en mí. Durante un rato,

que se me hace eterno, madura la respuesta.

—He cenado con ella y reconozco que he

tonteado verbalmente en esas cenas, pero poco

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más. Nunca mezclo el trabajo con mis juegos.

Su contestación me hace reír.

—Vale… ¿Y yo qué soy? Te recuerdo que

trabajo para tu empresa…

—Tú has sido mi única excepción. Desde el

momento en el que te vi en el ascensor y me

confesaste que podías convertirte en la niña de El

exorcista, creo que me enamoré de ti.

—¿Ah, sí?

—Sí… por eso no he parado de perseguirte

hasta tenerte así como te tengo ahora. Desnuda y

entre mis brazos.

—Me gusta saberlo —reconozco encantada.

Eric me besa y me roba el aliento.

—Más me gusta a mí saber que te tengo…

morenita.

Sonrío y esta vez soy yo la que lo besa.

—A partir de ahora te prohíbo que tontees

verbalmente con mi jefa, ¿entendido?

Mi adonis particular mueve su cabeza en un

gesto afirmativo y me devora los labios como sólo

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él sabe hacer.

—Yo sólo te quiero a ti, cariño. Sólo me haces

falta tú.

Su boca baja a mis pechos; me echo hacia atrás y

se los retiro. Al moverme noto el movimiento de

su erección y ya anhelo que continúe el juego.

Eric sonríe y me da un azote en el trasero justo en

el momento en el que se abre la puerta de la calle

y me quedo a cuadros al ver a mi hermana y a mi

sobrina.

—Por el amor de Dios, ¿qué hacéis? —grita mi

hermana al vernos.

Rápidamente tapa los ojos a mi sobrina y se dan

la vuelta.

Eric me mira divertido y yo lo miro a él. Me

quiero reír pero al ver que mi sobrina intenta

darse la vuelta para mirarnos, le murmuro a Eric:

—Vamos a vestirnos.

Él asiente.

—Raquel, danos un momento. En seguida

regresamos.

—Vale, cuchufleta.

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Eric me mira y me pregunta desconcertado:

—¿Cuchufleta?

Le pellizco en el brazo.

—Ni se te ocurra llamarme así, ¿entendido?

Entre risas, regresamos a la habitación. Nos

vestimos en pocos minutos, y acto seguido

salimos al encuentro de mi hermana en el salón.

Ésta, al vernos, mueve la cabeza en tono de

reproche. La cojo del brazo y me la llevo a la

cocina.

—Ven, Raquel… acompáñame.

Eric y la pequeña se quedan en el salón. Cuando

entro con mi hermana en la cocina, susurro:

—¿Quieres hacer el favor de llamar a la puerta

antes de entrar?

—Yo… yo… lo siento. Pero al veros desnudos…

y estar con Luz…

—Raquel… deja de balbucear. Y tranquila, Luz

no ha visto nada que la vaya a traumatizar. Pero

te aseguro que si llegáis a aparecer cinco minutos

antes, quizá sí, por lo tanto, por favor, llama antes

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de entrar, ¿vale?

—Vale… y… ¡Oh, Judith! Es Eric, verdad?

—Sí.

—Qué bien, cuchufleta. ¿Os habéis arreglado?

—De momento parece que sí.

—Oh, cuánto me alegro —salta mi hermana

feliz por mí.

—Y yo…

Raquel sonríe y se me acerca.

—Qué contento se va a poner papá. Me habló de

él y me dijo que le cayó muy bien este chico. Por

cierto… qué culo más bonito tiene.

—¡¿Raquel?! —Río divertida.

—¡Ay, hija…! ¿Qué quieres que te diga? No he

podido remediar fijarme. Tiene un culo precioso.

—Sí. No lo niego.

—Y qué pedazo de espalda… Y no te digo nada

de lo otro que he visto, que… ¡Oh,

Diossssssssss…!

—Para… —Río—. Para… que te conozco.

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Mi hermana también está riéndose.

—Que sepas que tienes mucha suerte de que él

sea tan grande. Ya me gustaría a mí que mi Jesús

me pudiera coger en brazos como él te tenía a ti.

¡Oh, Dios… que me acaloro! Anda, toma. Venía a

traerte unas croquetas y… perdona por haber

aparecido en un momento así.

Dos minutos después, mi hermana y mi sobrina

se van. Eric me mira.

—¿Sabes lo que me ha dicho tu sobrina?

Convencida de que esa pequeña bruja ha

soltado alguna de sus lindezas, lo miro y él

comienza a desternillarse de risa.

—Literalmente ha dicho: «Como vuelvas a darle

otro azote a mi tita, te doy una patada en las

pelotas que te las dejo de corbata».

Me tapo la boca y abro los ojos como platos

antes de reír a carcajadas. Eric, al ver mi gesto, ríe

conmigo y deseoso de seguir jugando murmura:

—Vamos a la ducha. Estoy deseando retomar lo

que estábamos haciendo.

—Te recuerdo que dijiste que teníamos que

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hablar muy seriamente.

—Exacto… —Sonríe como un lobo—. Pero

ahora tengo otras cosas más importantes que

hacer… cuchufleta.

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54

Pasan los días y no vuelvo a preguntar quién era

aquella mujer. El miércoles por la tarde recibo

una llamada de mi padre. Mi hermana ya le ha

ido con el cuento de que vuelvo a estar con Eric y

él está feliz por mí. Se alegra de corazón.

El jueves, cuando llego a trabajar, me extraño al

ver a Miguel recogiendo sus cosas.

—¿Qué haces?

—Recogiendo mis cosas.

—¿Por qué?

Miguel suspira y se encoge de hombros.

—No me renuevan el contrato y, amablemente,

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me han informado de que hoy es mi último día

de trabajo.

Lo miro, pasmada. ¿Es que mi jefa no le puede

renovar el contrato? Me siento incapaz de

quedarme callada.

—Pero, vamos a ver, pedazo de idiota. ¿Cómo

es que no te renuevan el contrato? ¿Lo has

hablado con el señor Zimmerman?

—No. ¿Para qué? Le caigo mal, ya lo sabes.

—Pero… pero tienes que hablar con él —

insisto—. Miguel, hay muchísimo paro y Müller

actualmente es tu única opción.

—¿Y?

Veo movimiento en el despacho de mi jefa y

pregunto:

—¿Y con la jefa has hablado? Ella y tú os lleváis

muy bien y…

—Ella ha sido quien me ha dicho que no me lo

renuevan —contesta Miguel.

Eso me remueve las tripas. ¿Cómo puede ser

que esa bruja no le pueda renovar el contrato

siendo él su amante? E incapaz de aguantar un

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segundo más el secreto que guardo desde hace

meses, cuchicheo:

—¿Y tú no vas a hacer nada para que cambie de

opinión? —Miguel me mira y añado—: Mira,

Miguel, no me chupo el dedo y sé que estáis

liados. Es más, alguna vez, yo estaba en el

archivo cuando lo habéis hecho en su despacho.

La cara de mi compañero se descompone.

—¡No me jodas! ¿Tú lo sabías?

—Sí. Y por eso no entiendo por qué ella no hace

algo para renovártelo.

Miguel se apoya en la mesa.

—Mira, Judith, lo único que te puedo decir es

que tu jefa y yo ya no tenemos nada desde hace

un mes. Ella ya se ha buscado a otro. Óscar, el

vigilante jurado.

—¿Óscar?

—Sí.

—Pero si es un crío…

—Exacto, preciosa. Ya sabes que a la jefa le

gustan jovencitos.

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Estoy desconcertada cuando Miguel añade:

—Mira, Judith. No te enrolles con ningún jefe

porque, cuando se canse de ti, patadita al canto y

a otra cosa mariposa.

Eso me llega al alma. Si él supiera…

En ese momento miro hacia el despacho de Eric

y veo que está al teléfono. Tengo que hablar con

él. Miguel es un buen trabajador y se merece que

le renueven el contrato.

—Voy a hablar con el señor Zimmerman.

—¿Estás loca?

—Tú déjame a mí, ¿vale?

Miguel se encoge de hombros, se sienta a su

mesa y sigue guardando sus cosas mientras yo

me dirijo hacia el despacho de Eric y llamo con

los nudillos a la puerta. Cuando entro, Eric ya ha

colgado el teléfono y mira unos papeles.

—¿Qué desea, señorita Flores?

Sin dejar de interpretar mi papel, pregunto

directamente:

—Señor Zimmerman, ¿por qué no le ha

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renovado el contrato a su secretario?

Eric me mira, sorprendido.

—¿De qué habla?

—Miguel está recogiendo sus cosas. Mi jefa le ha

dicho que no le renuevan el contrato.

Está tan sorprendido como yo.

—Si su jefa ha decidido no renovarle el contrato,

sus motivos tendrá, ¿no cree?

—Pero es su secretario… —insisto.

El hombre del que estoy enamorada me mira.

—Nunca ha sido de mi agrado y lo sabe usted,

señorita —replica—. El que ese joven y su jefa

ocupen sus horas de trabajo en otra cosa que no

sea trabajar no me gusta nada. Su profesionalidad

para mí ha quedado totalmente anulada.

Me quedo pasmada, mirándolo, pero él sigue

con su discurso:

—Y antes de que suelte alguna de sus perlas,

que la estoy viendo venir, señorita Flores, déjeme

recordarle que esas cosas sólo me las permito yo

en la empresa, ¿entendido?

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Todavía más boquiabierta respondo:

—Eso es abuso de poder.

—Exacto. Pero aquí el jefe soy yo.

Esa contestación me deja sin palabras.

—Señorita Flores, ¿qué es lo que ha venido

usted a pedirme?

Lo fustigo con la mirada y contesta:

—Que no lo despidan. Encontrar trabajo hoy en

día está muy difícil.

Eric me mira… me mira… me mira y finalmente

dice:

—Lo siento, señorita Flores, pero no puedo

hacer nada.

Oigo una puerta, miro hacia atrás y veo que mi

jefa sale de su despacho. Pasa por delante de

Miguel y ni lo mira. La furia me corroe y

cuchicheo en voz baja para que nadie nos oiga.

—¿Cómo que no puedes hacer nada? Eres el

jefe, ¡joder! Esa idiota, por no decir algo peor, se

ha buscado a otro amante y por eso lo despide.

Por el amor de Dios, Eric… ¿quieres hacer algo?

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Reubícalo en la empresa. Él ha sido el secretario

de tu padre durante mucho tiempo y el tuyo,

aunque no le tengas mucho aprecio.

—¿Tanto te importa Miguel?

Su pregunta me hierve la sangre.

—No me importa en el sentido que tú crees, así

que no comiences a pensar cosas raras o me

cabrearé. Simplemente te estoy diciendo que

Miguel es un chico joven que sin este trabajo no

va a tener con qué comer. Él, al igual que tú, tiene

unos gastos, necesita un techo donde dormir y

unos alimentos que comer y… y… ¡Diosss! ¿Tan

difícil es entender lo que digo?

El gesto de Eric no cambia, pero cuando se rasca

el mentón murmura:

—¿Te he dicho alguna vez que cuando te

enfadas te pones preciosa?

—¡Eric!

—Muy bien —suspira—. Hablaré con personal.

Lo renovarán pero haré que lo pasen a otro

departamento. No quiero verlo aquí, ¿entendido?

—¡Graciassssssssssssssss!

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Quiero saltar de alegría, pero me contengo. Sé

que Eric obligará a personal a que lo renueven.

—Por cierto, señorita Flores, ¿cuándo le tienen

que renovar a usted el contrato?

—En enero.

Eric se apoya en su sillón, me mira de arriba

abajo y murmura:

—Ándese con cuidado, porque como yo me

entere de que ha hecho usted algo parecido a lo

de su compañero, en el archivo o en cualquier

lugar dentro de la empresa, va a la calle de

cabeza.

Mi gesto debe de ser indescriptible. Eric sonríe

con malicia.

—¿Algo más?

—No… bueno, sí. —Veo que levanta una ceja y

murmuro—: Está usted muy guapo cuando

sonríe.

Se ríe y, divertida, me doy la vuelta y salgo. Me

siento en mi mesa y cinco minutos después suena

el teléfono de la mesa de Miguel. Es personal. Le

indica que le renuevan el contrato y que lo

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reubican en ese departamento.

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55

El lunes, Eric tiene que viajar a Alemania. Me

pide que vaya con él, pero me niego. En un

principio se enfada, pero le hago entender que,

por mucho que nos apetezca estar las veinticuatro

horas del día juntos, debe comprender que a su

sobrino no le haría mucha gracia compartirlo

conmigo.

El mismo lunes por la noche me llama por

teléfono y hablamos más de tres horas. Me cuenta

lo muchísimo que me echa de menos y yo le

cuento lo aburrida que estoy sin él.

El martes, cuando salgo de trabajar, decido ir al

gimnasio. Desde que Eric está conmigo, apenas

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tengo tiempo para ir. Correr en la cinta y hacer

una clase de spinning consiguen que me relaje.

Cuando termino, estoy completamente sudada.

La marcha que mete la profesora de spinning me

encanta. Es justo lo que necesito. Entro en el

baño, me desnudo y me voy directa a la ducha.

¡Oh, qué gustazo! En cuanto me refresco, me

asomo al jacuzzi del gimnasio y, al no ver a nadie,

decido meterme unos minutos. Y cuando estoy a

punto de hacerlo oigo una voz detrás de mí:

—¿Judith?

Miro a la persona que me llama. Es una mujer

que se acerca a mí.

—Hola, ¿no me recuerdas?

La miro. Su cara me suena de algo pero no

consigo saber de qué hasta que ella dice:

—Soy Marisa. Marisa de la Rosa. Nos conocimos

este verano en Zahara de los Atunes, en una

fiesta de los años veinte. Nos presentó Frida,

¿sabes de lo que hablo?

Rápidamente sé quién es y de lo que habla.

—Oh, sí… ya te recuerdo. Eras de Huelva,

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¿verdad?

—Exacto. —Sonríe, mientras se sujeta la toalla al

cuerpo—. ¿Qué tal estás?

—Agotada —contesto, señalándome—. Me

acabo de machacar con una clase de spinning y

me he quedado como nueva.

Marisa sigue sonriendo.

—Yo no puedo con el spinning. Me deja

totalmente fuera de combate. ¿Vas al jacuzzi?

—A eso iba.

—Anda, pues genial, te acompaño.

Durante varios minutos, las dos charlamos

mientras las burbujas explotan a nuestro

alrededor. Estoy alerta. Esa mujer ya me tiró los

trastos en la fiesta de Zahara, pero

sorprendentemente esta vez no me hace la más

mínima insinuación. Tras el jacuzzi, las dos nos

duchamos y antes de despedirnos nos pasamos

los teléfonos móviles.

El viernes a las doce de la mañana me llega un

precioso ramo de rosas rojas a la oficina y,

cuando abro la nota adjunta, se me saltan las

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lágrimas al leer: «Me muero por besarte,

morenita».

A las cuatro, cuando regreso de comer, me

sorprendo al ver a Eric hablando con varios jefes.

Mi alegría se convierte en júbilo y quiero saltar de

felicidad. Él me ve y, durante unos segundos me

observa, para luego darse la vuelta y continuar

hablando.

Diez minutos después, recibo un mensaje en mi

móvil de él que dice: «Te espero en mi hotel.

Ponte guapa. TQ».

Feliz como una perdiz, a las seis abandono la

oficina. Llego a casa, me ducho y me arreglo. Hoy

quiero estar guapa para Eric y me pongo un

vestido que me he comprado en color burdeos

que estoy segura de que le encantará. A las ocho

llego al Villa Magna y, sin preguntar, me dirijo

directamente hacia el ascensor. El ascensorista ya

está advertido de mi llegada y me lleva hasta la

planta en la que se aloja Eric.

Cuando entro en la suite, me extraña no verlo

allí. Lo busco pero sólo encuentro su maletín, con

su portátil sobre la cama. Convencida de que no

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tardará, regreso al salón y pongo música. La

música es buena para alegrar el ambiente.

Localizo la emisora que suelo poner y en ese

momento comienza a sonar September de Earth,

Wind and Fire. Me encanta esa canción. Sin

dudarlo me quito los zapatos y comienzo a bailar

mientras canto:.

Do you remember the 21st night of september?

Love was changing the minds of pretenders

While chasing the clouds away

Our hearts were ringing

Ba de ya - say that you remember

Ba de ya - dancing in september

Ba de ya - never was a cloudy day.

Meneo las caderas al compás de la música

mientras canto y disfruto aquella canción. Con los

ojos cerrados, doy vueltas al llegar al estribillo,

levanto los brazos y me dejo llevar por la

melodía. De pronto, la música se detiene, abro los

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ojos y me encuentro ante Eric y una mujer de

mediana edad que me observan.

Con la lengua fuera por el bailecito que me he

marcado, me avergüenzo de pronto por el

espectáculo que he debido de ofrecer hasta que la

mujer me sonríe y se acerca hacia mí.

—Reconozco que cada vez que escucho esta

canción me hace bailar… Hola, soy Sonia, la

madre de Eric, ¿y tú eres?

¿Su madre?

¿Qué hace su madre allí?

Me recompongo lo mejor que puedo y me retiro

el pelo de la cara, mientras me acerco yo también

a ella.

—Encantada de conocerla, señora. Yo soy

Judith.

La mujer me da dos besos. Después mira a su

hijo, que no ha abierto la boca, y pregunta

mientras me pongo los zapatos:

—¿Y Judith… es?

Eric la mira divertido.

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—Mamá, ella es… Jud.

La señora a mirarme y grita:

—¡Oh… qué tonta soy, claro…! Judith es Jud…

¡Tú eres la novia de Eric!

Yo, que estoy apoyada en una mesita para

calzarme el zapato, me desplomo en el suelo al

escuchar aquello. ¿Novia?

Eric y su madre se acercan corriendo hacia mí.

—¿Estás bien, hija?

—Sí… sí… no se preocupe. Me he resbalado.

—Por Dios, Jud… háblame de tú.

—Vale, Sonia. Estoy bien.

Eric me levanta del suelo y me acerca a él,

mirándome.

—¿Estás bien, cariño?

Como un muñequito, muevo mi cabeza

mientras pestañeo y me acaloro.

¿Su novia?

¿Acabo de conocer a su madre y ha dicho que

soy la novia de su hijo?

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Me siento como en una nube durante la

siguiente media hora. Sonia, la madre de Eric, es

encantadora y dicharachera. Físicamente no se

parece en nada a él, excepto en lo clásica que es

vistiendo. Es morena de ojos negros, como yo, y

se la ve una mujer que cuida su aspecto. Cuando

se marcha a su habitación para cambiarse para

cenar, Eric me mira y murmura:

—¿Estás bien?

—Vamos a ver, Eric, ¿tu madre ha dicho que soy

tu novia?

—Sí.

—¿Y cómo es que lo sabe ella antes que yo?

Eric me mira. Piensa… piensa… y piensa y

cuando ve que voy a estallar dice:

—¿Tú no sabías que eras mi novia?

—No.

—¿No?

Alucinada por aquello, me separo de él.

—Pues no. No lo sabía.

Eric se acerca de nuevo a mí.

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—¿Seguro, morenita? ¿De veras estás segura de

ello?

—Y tan segura. Yo… yo pensaba que era tu… tu

amiga… tu amante… tu rollito… tu chica, como

me presentaste ante algunos amigos en Zahara.

Pero ¿tu novia?

—Te recuerdo que en el Moroccio tú solita

dijiste que eras la señora Zimmerman.

—Ya, pero…

—No hay peros… señorita Flores. Te he

propuesto que te vengas a vivir conmigo a

Alemania. Se lo he comentado a mi madre y ella

quería conocerte.

—¿¡Cómo!?

Eric sonríe y murmura acercándose a mí:

—Cariño, ante la insistencia de mi madre

porque regrese a Alemania, no me quedó otro

remedio que explicarle que aquí hay una preciosa

española que me tiene loco y a la que estoy

convenciendo para que se venga a vivir conmigo.

Al saber eso, ha querido conocerte y aquí está. Te

quiero y eres mi novia. No hay más que hablar.

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—¿Cómo que no hay más que hablar?

Eric clava su inquietante mirada en mí y da un

paso al frente.

—¿No quieres ser mi novia?

El corazón me aletea desenfrenado, yo sólo

deseo todo, absolutamente todo lo que él quiera,

pero decido jugar un poco con él y murmuro

mientras doy un paso atrás:

—No sé, Eric… no sé si tú y yo…

—Tú y yo ¿qué? —insiste y se acerca de nuevo a

mí.

—Pues eso… que tú y yo somos muy diferentes

y…

Se da cuenta de mi juego y eso lo alegra, pero

sigue acercándose a mí.

—¿Recuerdas nuestra canción?

Sonrío al recordar la canción Blanco y negro de

Malú. Ésa es nuestra canción.

—Sí.

—Si fueras tan rígida en muchas cosas como lo

soy yo, te aseguro que nunca me habría fijado en

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ti. Me gusta quién eres, cómo actúas, cómo me

retas y, sobre todo, cómo me haces ver la vida en

colores y no en blanco y negro.

Un gesto risueño se dibuja en mi boca por lo que

escucho.

—Vaya… señor Zimmerman, está usted muy

romántico. ¿Qué le ocurre?

Eric se acerca de nuevo a mí, abre la mano y veo

una cajita de terciopelo rojo.

Pestañeo… pestañeo y pestañeo. Hasta que Eric

murmura al ver mi confusión.

—Ábrelo. Es para ti.

Con las manos temblorosas, abro la cajita y ante

mí aparece un precioso anillo de brillantes. No

puedo hablar.

—¿Te gusta?

—Pe… pe… pero esto es demasiado, Eric. Yo no

necesito nada de esto.

Él sonríe, saca el anillo y me lo pone.

—Pero yo sí necesito regalártelo. Quiero darle

caprichos a mi novia.

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En cuanto me lo pone me miro la mano,

embelesada. Es precioso. Un solitario brillante y

elegante. Contenta por ello, me agarro al cuello

de Eric.

—Gracias, cariño. Es precioso.

—En este instante, oficialmente eres mi novia.

Lo beso con pasión. Con amor. Con morbo.

—Señorita Flores —murmura cuando me separo

de él—, está usted muy juguetona.

Eso me hace sonreír y me dejo llevar por mis

apetencias.

—Eric… ¿Cuándo me vas a volver a ofrecer?

Sorprendido por mi pregunta, frunce el ceño.

—No lo sé. Me tiene tan atontado que sólo te

quiero para mí. —Me río y pregunta—: ¿Tiene

ganas de que te ofrezca?

—Sí… —respondo, roja como un tomate.

—Vaya… vaya… ¿Deseosa de jugar, señorita

Flores?

—Sí… muy deseosa de cumplir sus caprichos,

señor Zimmerman.

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Lo miro embelesada mientras me besa el cuello.

—Mmmm… no me diga eso, señorita Flores, o

tendré que azotarla mientras le ordeno a otro que

se la folle.

—Me gusta ser mala.

—¿Mala, muy mala?

—Por usted… sí.

Divertido, me toca los pechos por encima del

vestido.

—Estoy más que dispuesto a ello, señorita. Pero

déjeme recordarle que hemos quedado con mi

madre y esos jueguecitos son entre usted y yo.

Me aprisiona contra la pared y eso me hace reír.

Su boca busca la mía y susurra antes de besarme:

—Me vuelves loco… cuchufleta.

Me besa. Mete su lengua en mi boca y la saquea

con fuerza. En sus manos, como siempre, me

vuelvo de plastelina mientras disfruto de su

posesión. Sus manos recorren mi cuerpo y,

cuando jadeo, él aprieta su dura erección sobre

mí y vuelvo a jadear. Estoy lista. Quiero que me

desnude. Que me arranque las bragas y haga

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conmigo lo que quiera. Me chupa la barbilla y,

cuando un nuevo jadeo sale de mi interior, él se

aparta.

—Contrólese, señorita Flores. Su suegra podría

pensar que es una depravada sexual. Vamos…

nos espera en recepción.

Eso me hace reír… ¡Suegra! Nunca he tenido

suegra.

—Ésta me la pagas —le digo, mientras lo cojo de

la mano—. Recuérdalo.

—Mmmmm… no veo el momento.

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56

La madre de Eric resulta ser una señora

chispeante y encantadora.

Durante la cena, ríe y bromea continuamente y

me hace sentir como si nos conociéramos de toda

la vida. Me cuenta anécdotas de Eric cuando era

pequeño y él, horrorizado, la reprende pero

sonríe. Me encanta ver cómo observa a su madre.

Se nota que la quiere mucho y eso me hace

inmensamente feliz.

El móvil de Eric suena y éste se levanta para

atender la llamada. En ese momento, Sonia me

mira y dice:

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—Gracias.

—¿Por qué? —pregunto, sorprendida.

—Por hacer a mi hijo sonreír. Llevaba años sin

verlo tan feliz y eso, a mí, que soy su madre, me

llena el corazón de felicidad. Veo cómo te mira,

cómo lo miras tú a él y me dan ganas de saltar de

la silla y gritar como una posesa «¡Por fin! ¡Por fin

mi hijo se deja querer!».

Emocionada y divertida sonrío y me acerco a

ella.

—Ha sido un hueso duro de roer. ¡Te lo

aseguro!

—¿En serio?

—Sí

—¿Mi Eric un hueso duro?

—Sí… tu Eric.

Sonia suelta una carcajada ante mis palabras.

—¡Ay, Jud…! Lo que no sé es cómo una chica

tan simpática como tú lo aguanta. Eric tiene un

humor de mil demonios. Bueno… me imagino

que de eso ya te habrás dado cuenta tú. Cuando

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se le mete algo en la cabeza, no para hasta

conseguirlo.

—En eso… te aseguro que ha ido a dar con la

horma de su zapato. —Río, divertida.

Miro hacia Eric y veo que nos observa desde el

fondo del restaurante y suspiro al recorrer con

mis ojos su cuerpo. Está guapísimo con los

pantalones oscuros y la camisa azul. Desde donde

está me guiña el ojo y yo me siento estremecer. Lo

deseo con toda mi alma.

—Jud, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro, Sonia.

La mujer mira rápidamente a su hijo y pregunta:

—¿Qué sabes de Eric?

Entiendo por dónde va y respondo:

—Sí te refieres a Flyn, a Betta y a su

enfermedad, lo sé todo. Me lo explicó y lo sigo

queriendo.

Sonia me agarra de la mano y siento que hace

unos esfuerzos inmensos por no llorar. Veo la

emoción en sus ojos pero se contiene. Asiente con

la cabeza y bebe un poco de vino.

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—Eric merece a alguien como tú. Una persona

que lo quiera y lo comprenda.

—Es fácil quererlo. Sólo tiene que dejarse. —

Sonrío.

La mujer me hace un gesto de comprensión con

la cabeza y se acerca más a mí.

—La maldita Betta lo hizo sufrir mucho. Eric lo

pasó muy mal y pensé que nunca lo volvería a

ver sonreír por una mujer. Pero tú… tú eres su

novia y yo, estoy tan feliz de verlo feliz, que me

pasaría toda la noche dándote las gracias por

quererlo.

Sonrío. Bebo un poco de vino y Sonia dice:

—Cada vez que recuerdo su agonía, me vuelvo

loca. Descubrir al sinvergüenza de su padre y a

su novia en la cama ese horroroso día fue

terrible… terrible.

—Tranquila, Sonia…, tranquila —murmuro

tocándole la mano al ver su emoción.

De pronto, reconozco a la mujer con la que Eric

habla. Es la rubia que vi días antes en la oficina y

con la que se marchó. Sonia mira también hacia

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donde yo estoy mirando.

—Madre mía —susurra—. ¿Qué hace ella aquí?

Observo que Eric la agarra del codo y le dice

algo. Ella se suelta y comienza a caminar hacia

nuestra mesa. La sangre se me espesa. No sé

quién es esa mujer. Sólo veo el gesto ofuscado de

Eric y me alarmo. De pronto, Sonia se pone de pie

y pregunta:

—¿Qué haces tú aquí?

Eric llega al mismo tiempo que la joven y no lo

deja hablar.

—Mamá, me da igual que este cabezón me

mande a paseo otra vez. He venido a por él y no

pienso regresar a Alemania sin él.

Sorprendida, miro a Eric mientras él se acerca a

mí y me indica:

—Cariño, ésta es mi hermana Marta.

La joven rubia de cara aniñada me mira y

sonríe.

—Hola, Judith… He oído hablar de ti, poco,

pero bien. Por cierto, tú y yo tenemos que hablar

sobre el cabezón de mi hermanito.

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—¡Marta! —regaña Eric.

—¡Oh… Eric, cierra el pico! Que sepas que me

tienes muy mosqueada.

—Chicos… chicos… no comencéis —pone paz

su madre.

Con una sonrisa saludo a la joven, cuando Sonia

me aclara:

—Marta es hija de mi segundo matrimonio —Y

mirando a su hija cuchichea—. Judith es la novia

de Eric, ¿lo sabías?

Eric pone los ojos en blanco, yo me río y su

hermana pregunta:

—¿Su novia?

—Sí, mi novia —aclara Eric.

—Pero ¿cómo puedes soportar a este gruñón?

—Masoquismo puro —respondo y todos ríen

incluido Eric.

Tras unas risas que a todos nos relajan, Marta,

sin dar tregua, mira a su madre y después a su

hermano.

—Una vez hechas las presentaciones, ¿cuándo

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regresas a Alemania, Eric? Mamá y yo ya no

podemos más con Flyn y la tata cualquier día lo

estrangula. Ese crío nos va a matar a disgustos. Y

luego está lo de tu operación. Tienes que

operarte. Te dije que era necesario bajar la

presión intraocular de tus ojos. ¿Qué pasa? ¿Por

qué no regresas para poder hacerlo? Estoy segura

de que tu novia entenderá que tengas que viajar,

¿verdad?

Hago un gesto afirmativo. Mi cara es un poema.

Lo de la operación me pilla por sorpresa. No

sabía que él estuviera retrasando esa operación

por mí. Eso me enfurece y cuando Eric ve mi

gesto murmura:

—¿Por qué eres tan bocazas, hermanita?

—Porque quiero seguir teniendo un hermano

gruñón que vea mis caras de mala leche cuando

lo regaño, ¿te parece bien?

—¡Dios…! Cuando te pones en plan doctora-

habla-a-paciente me pones de los nervios.

—Más nerviosa me pones tú cuando te

comportas como un cabezón. Y, por cierto, que

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sepas que ayer Flyn volvió a hacer una de las

suyas en el colegio.

Eric resopla. Está incómodo con esa

conversación.

—Hijo —añade su madre—, sigues sin querer

meter a Flyn en un colegio interno. Sabes que yo

amo a ese pequeño, pero su comportamiento es…

—¡Basta, mamá!

—Eh, tú… listo… a mamá no la hables así —

suelta Marta.

Eric furioso mira a su madre y a su hermana.

—Soy mayorcito para decidir por mí y por Flyn.

—Perfecto —dice Marta—. Pues mueve tu

culito, ve a Alemania y ocúpate de él. Porque si

no, al final, seremos mamá y yo quienes

decidamos qué hacer con él.

Eric blasfema. ¡Iceman ha vuelto!

De pronto, el buen rollo que había en la mesa se

esfuma. Me quedo alucinada, viendo cómo esos

tres se retan con la mirada. Al final, madre e hija

se levantan de la mesa y, sin decir nada, se van.

Eric, abre su móvil y lo oigo decir:

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—Tomás… mi madre y mi hermana van a salir

del restaurante. Llévalas al hotel. Nosotros

regresaremos en un taxi.

Cuando cierra el móvil, me mira pero esta vez

yo me adelanto:

—Estoy muy cabreada contigo.

Eric me mira… me mira… me mira y finalmente

susurra:

—Escucha, Jud. Yo, mejor que nadie, sé lo que

hago. En referencia a Flyn, sé que tienen razón.

He de regresar a Alemania y ocuparme de él,

pero no lo voy a meter en un internado. Hannah

no me lo perdonaría, ni yo tampoco. Y en

referencia a mí, tranquila, soy el primero que no

se quiere quedar ciego, ¿entendido?

La palabra «ciego» me hace temblar.

De pronto vuelvo a ser consciente de que Eric,

mi amor, el hombre al que adoro, tiene una

terrible enfermedad y mis angustias regresan en

tromba. Mi gesto se contrae y, cuando resoplo

para contener mis lágrimas, él me coge de la

mano.

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—Tranquila, pequeña… estoy bien.

Asiento, pero no hablo o de mis ojos saldrán las

cataratas del Niágara.

Eric me coge de la mano y tira de mí. Me

levanto y me siento sobre sus piernas para

abrazarlo sin importarme que la gente que hay a

nuestro alrededor nos mire. Necesito sentirlo

cerca. Necesito oler su aroma. Necesito tenerlo y,

sobre todo, necesito hacerle saber que me tiene.

Quince minutos después, cuando yo me

tranquilizo, Eric paga y salimos en silencio del

restaurante. Cogemos un taxi y regresamos al

hotel.

Una vez en la suite sigo en silencio. No tengo

fuerzas ni para discutir y, cuando entramos en la

habitación, Eric me coge de la mano.

—Escucha, Jud…

De pronto, una rabia incontrolable surge de mí y

me suelto de él.

—No, escúchame tú a mí, maldito cabezón. En

referencia a Flyn, me parece bien todo lo que

elijas, es tu sobrino y tú mejor que nadie sabes

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qué has de hacer con él. Pero en referencia a tu

enfermedad, si me quieres y quieres que lo

nuestro continúe, haz el favor de regresar con tu

familia a Alemania y hacer lo que tengas que

hacer. —Las lágrimas me juegan una mala pasada

y comienzan a correrme por las mejillas—. No sé

por qué lo estás retrasando pero, si es por mí, te

aseguro que yo estaré esperándote cuando

regreses, ¿entendido? Tú me has concedido el

título de tu novia y como tal te exijo que te cuides

porque te quiero y quiero estar contigo muchos

años. Si quieres, viajaré contigo. Estaré allí todo el

tiempo que haga falta a tu lado. Pero, por favor,

necesito saber que estás bien. Porque si a ti te

ocurre algo malo… yo… yo…

Eric me abraza y yo me derrumbo.

—Lo siento, pequeña… lo siento.

De un empujón lo alejo de mí y grito, mientras

soy testigo de su gesto serio y desesperado.

—¡Vete a la porra, por no decir algo peor! Si me

quieres, sé consecuente con tus obligaciones y

cuídate. Ésa es tu manera de demostrarme que

me quieres.

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Durante unos minutos, permanecemos callados

mientras yo lloro y él me observa. Veo el dolor

inmenso en su mirada, pero no puedo controlar

mis puñeteras lágrimas. Finalmente tiende su

mano hacia mí.

—Ven aquí, cariño.

—No.

—Por favor… ven.

—No… no quiero ir.

Finalmente se sienta en la cama, dispuesto a

esperar a que se me pase la furia. Ya me va

conociendo y sabe que es mejor darme un tiempo

hasta que me tranquilice. Diez minutos después,

me siento ridícula y, sin que él me diga nada, voy

hasta él y me siento a horcajadas sobre sus

piernas. Lo abrazo y me abraza. Permanecemos

así un buen rato hasta que yo intento besarlo y él

se retira.

—¿Me acabas de hacer la cobra?

Eric sonríe mientras siento que me agarra con

más fuerza.

—Alguna vez tenía que ser yo quien lo hiciera,

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¿no?

Al final sonrío y él se acerca a mí para besarme

con dulzura, mientras siento que sus brazos me

aprietan más y más contra él. Después se levanta

conmigo y me posa sobre la cama. Me sube el

vestido, me quita las bragas y, sin dejar de

mirarme, se desabrocha el pantalón, que cae a sus

pies junto a los calzoncillos.

Se tumba sobre mí, pone su pene en mi húmeda

vagina y, mientras me coge ambas manos con las

suyas, se sumerge lenta y pausadamente en mi

interior.

Mi cuerpo se estremece y lo recibe con gusto,

mientras yo me arqueo y cierro los ojos.

—Mírame, cariño. Lo necesito.

Su petición me hace abrirlos. Soy consciente de

que necesita ver mi cara, mis ojos, mi rostro

cuando se hunde de nuevo en mi cuerpo. Mi boca

se abre para dar salida a un jadeo que Eric toma

con su boca, mientras sale y entra una y otra vez e

incrementa su ritmo para darme más y más

placer.

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—Fuerte… fuerte —exijo.

Eric me suelta las manos y me coge las caderas.

Con posesión se hunde fuerte en mí y yo grito,

me retuerzo de placer mientras lo miro.

—Sí, Jud… Sí, cariño.

Instantes después, tras varias portentosas

embestidas, el orgasmo me llega justo en el

mismo momento que a él y se derrumba encima

mío. Permanecemos en aquella postura unos

minutos, mientras recuperamos el resuello, hasta

que Eric levanta el rostro y me mira.

—De acuerdo, Jud. Regresaré pasado mañana y

me operaré. Pero necesito que comiences a pensar

muy en serio que quiero que vivas conmigo y

Flyn en Alemania. ¿Lo pensarás?

Asiento y lo abrazo.

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57

Vivir sin Eric se me hace difícil. Duro e

insoportable.

Me he acostumbrado a verlo pulular por la

oficina y por mi casa y estar sola me descompone.

Antes de marcharse, quiso decirle a mi jefa la

verdad sobre nuestra relación, pero yo se lo

prohibí. Odio los cuchicheos, y aunque sé que los

habrá cuando todo el mundo se entere, cuanto

más tarde mejor.

El mismo día que se marcha, me llama veinte

veces. Necesita hablar conmigo y me recuerda

que piense en su proposición sobre vivir en

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Alemania. Me necesita y me necesita ya.

El día de la operación, Sonia me llama y me

indica que todo ha salido bien, pero que el humor

de Eric es pésimo. Es un mal enfermo. Pasan los

días y le comento a Sonia la posibilidad de ir yo a

Alemania. Ella lo consulta con Eric y su respuesta

es no.

Eric se niega. No quiere que lo vea mal. Intento

convencerla, pero ella me recuerda que ya me

avisó de que su hijo era un mal enfermo y que en

un momento así era mejor no llevarle la contraria.

Desesperada, llamo a mi padre y le explico lo

que ocurre.

Como puede, el hombre me tranquiliza y me

ordena que me vaya a la cama a descansar. Al día

siguiente, cuando llego de trabajar me encuentro

a mi padre y a mi hermana esperándome en mi

casa. Entre lágrimas e hipos les explico lo que le

ocurre a Eric.

Veo la tristeza en sus ojos. Soy testigo de cómo

se miran sin saber qué decirme. Pero, como

siempre, no me fallan. Me animan y me aseguran

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que Eric es un hombre fuerte y que, pase lo que

pase, regresará a mi lado. Yo quiero creer en ello.

Necesito creer en ello.

De madrugada, mi padre y yo hablamos. Le

comento la posibilidad de marcharme a vivir a

Alemania con Eric y Flyn y él parece aceptarlo.

Entiende y me anima a vivir mi vida junto a la

persona que quiero y me ama. Papá es el ser más

comprensivo del mundo y, a pesar del dolor que

siente por saber que me marcho lejos de él, cree

en el amor y en la necesidad de vivir el momento.

Una semana después, mi padre regresa a Jerez.

Tiene que atender su negocio, pero mi hermana

continúa pendiente de mí. Es maravillosa. La

quiero con toda mi alma y, a pesar de que a veces

me saque de mis casillas, es la mejor hermana del

mundo.

De: Eric Zimmerman

Fecha: 17 de octubre de 2012 20.38

Para: Judith Flores

Asunto: Te echo de menos.

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Odio el tratamiento y a mi hermana. Me pone

de muy mala leche.

En cuanto a Flyn, no sé qué hacer con él.

Te echo de menos.

Te quiero.

Eric

De: Judith Flores

Fecha: 17 de octubre de 2012 20.50

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Re: Te echo de menos.

¿Tú de mala leche?

¿Seguro?

No te creo… ¡imposible!

Un hombre como tú no conoce lo que es eso.

Sobre Flyn, dale tiempo. Es un niño demasiado

pequeño.

Te quiero… te quiero… te quiero…

Jud

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De: Judith Flores

Fecha: 18 de octubre de 2012 23.12

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Holaaaaaaaaaa

Hola, ¡¡¡soy tu novia!!!

¿Cómo está hoy mi cariño?

Espero que un poquito mejor. Venga, sonríe,

que seguro que tienes el ceño fruncido. Y

vaaaaaaaale, ya he entendido la indirecta de que

no quieres que vaya a verte. Me aguantaré.

Aquí en Madrid comienza a hacer frío. Hoy en

la oficina ha sido un día de locos y he llegado

hace poquito a casa. Tengo tanto trabajo que casi

no tengo tiempo ni para respirar.

Espero que Flyn te lo esté poniendo fácil.

Besos, cariño, que pases una buena noche. Te

quiero. ¿Me contestarás mañana?

Tu morenita

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De: Eric Zimmerman

Fecha: 19 de octubre de 2012 08.19

Para: Judith Flores

Asunto: Hola

Odio que trabajes tanto.

¿Qué horas son ésas de llegar a casa? Cuando

regrese a Madrid, hablaré muy seriamente con la

idiota de tu jefa.

Te quiero, morenita.

Eric

De: Judith Flores

Fecha: 19 de octubre de 2012 20.21

Para: Eric Zimmerman

Asunto: No te metas en mi trabajo

Como te he puesto en el asunto, ¡no te metas en

mi trabajo! El que sea tu novia no te da derecho a

inmiscuirte en mis temas laborales.

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¡Ah!, y por cierto… Yo te quiero más.

Judith

De: Eric Zimmerman

Fecha: 19 de octubre de 2012 22.16

Para: Judith Flores

Asunto: Soy tu jefe

No vuelvas a decirme que no me meta en tu

trabajo. SOY TU JEFE.

Y en referencia a quién quiere más al otro, ¡ya te

lo demostraré yo!

Eric

De: Judith Flores

Fecha: 19 de octubre de 2012 22.19

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Mmmmm

Y digo yo, ¿por qué no me llamas por teléfono

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en vez de escribirme? ¿No tienes ganas de oír mi

voz? Yo me muero por escuchar aunque sean tus

gruñidos. Anda…venga… sé bueno y llámame,

JEFE.

Y en cuanto a lo de querer… ¡demuéstramelo!

Jud

Le doy a enviar y espero… espero y espero y,

como dice el refrán, ¡desespero!

Ni llama. Ni me escribe. Nada.

A las once de la noche opto por hacerme algo de

cenar. No tengo mucha hambre, por lo que me

hago una tortilla francesa pero, cuando la veo tan

desangelada en el plato, decido echarle un

ingrediente secreto que a mi sobrina luz le

encanta: ¡lacasitos! Tortilla con lacasitos.

¡Buena cena!

Cojo el plato y, junto a una Coca-Cola, lo llevo

hasta la mesita. Enciendo la televisión y, para

variar, aparece un programa de cotilleo. Lo

observo durante unos minutos y al final cambio.

Cuando llego al canal Divinity veo que dan la

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serie Cinco hermanos y lo dejo aquí, porque esta

serie me gusta mucho. Abro la Coca-Cola, doy un

trago y suena la puerta.

Me extraño y miro el reloj. Las once y veintiuno.

Me levanto, miro por la mirilla y de pronto grito:

«¡Eric!». Abro la puerta y sin decir nada me lanzo

a sus brazos.

—¡Ehhh, cuidadoooooooo!

Pero ¡ni cuidado ni leches!

Eric está allí. ¡No me lo puedo creer!

Me lo como a besos mientras él ríe y me

mantiene entre sus brazos. Cuando me deja en el

suelo, pletórica de felicidad, saludo sin aliento.

—Hola.

—Hola, cariño.

Vuelve a abrazarme y yo cierro los ojos. Aún no

me puedo creer que él esté delante de mí. En mi

casa. En mi salón. Entre mis brazos.

Cuando consigo separarme de él, lo miro y veo

su cara cansada y sus ojos enrojecidos. Entonces

me arrepiento de mi efusividad.

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—¡Ay, cariño…! Qué bruta soy, ¡lo siento!

Eric sonríe y se acerca de nuevo a mí.

—No lo sientas. Es lo que necesitaba de ti, tu

naturalidad.

Con cariño y deleite le agarro la cara con mis

manos.

—¿Cómo estás?

—Bien… mucho mejor ahora que estoy contigo.

—¿Qué tal Flyn?

Tuerce el gesto.

—Bien, lo dejé bien. Veamos cuánto dura.

Sonrío. No me imagino a Eric bregando con un

niño de nueve años.

—¿Por qué no me has dicho que venías?

—Era una sorpresa. Además, ¿no me has dicho

hace unos minutos que te llamara aunque fuera

para escuchar mis gruñidos? Pues aquí me tienes

en carne y hueso.

Ambos reímos.

—¿Qué tal si me invitas a pasar a tu casa?

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Cierro la puerta, le quito el pesado abrigo azul

que trae y lo llevo hasta el sofá. Al sentarme

frente a él, me percato de que está más delgado,

pero su aspecto en general es bueno. Deseo

achucharlo pero caigo en la cuenta de que no es el

momento de demasiados achuchones. No quiero

agobiarlo.

—¿Quieres beber algo?

—Un poco de agua.

Rápidamente me levanto, cojo una jarra, la lleno

y voy hasta el comedor. Cuando me siento a su

lado, me mira y señala el plato.

—¿Qué es eso?

—Mi cena, ¿quieres?

—¿Y qué sé supone que es?

Divertida por cómo mira el plato respondo:

—Tortilla con lacasitos.

—¿Tortilla con lacasitos?

Yo me río. Debe de pensar que estoy como una

regadera.

—Cuando me quedo con mi sobrina Luz a veces

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no quiere cenar. Y descubrí hace tiempo que si le

pongo lacasitos en vez de patatas fritas o arroz se

come la tortilla. Y hoy, como no tenía muchas

ganas de cocinar, decidí imitarla. Fin del cuento.

—Dios, nena —murmura, sonriendo—, ¡cuánto

te he echado de menos!

—Y yo a ti… y yo a ti…

Eric me mira, yo no puedo apartar mis ojos de

él.

—¿Por qué no me abrazas?

—No quiero agobiarte.

—Ven aquí. Estoy bien, tonta… muy bien.

Me hace sentar sobre él y comienza a repartir

cientos de besos sobre mi cuello.

—Agóbiame y bésame. ¡Eres mi mejor medicina!

Minutos después, desnudos sobre mi sofá, Eric

me muestra las ansias que tiene de mí y lo mucho

que me ha echado de menos haciéndome dos

veces el amor, con su posesión habitual.

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58

De vuelta a la oficina, mi mundo regresa a una

relativa normalidad.

La diferencia es que ahora Eric está a mi lado y

me alegra su compañía y sus mimos. Sigue

alojado en el hotel a pesar de que hay noches que

se queda en mi casa. Tener cada uno un lugar de

referencia nos resulta necesario a pesar de lo

mucho que nos gusta estar juntos. Cada día se

empeña en querer decir a los cuatro vientos que

soy su novia, pero me niego. No sé por qué pero

no quiero que nadie lo sepa. Del tema de

Alemania hablamos mucho. En sus ojos observo

la necesidad de que le dé una contestación, pero

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aún no sé qué hacer. Él no me presiona y yo se lo

agradezco.

Han pasado varios días desde que Eric regresó.

Cada mañana le pregunto cómo está y su

respuesta siempre es la misma: «Bien». No ha

vuelto a tener dolores de cabeza y no he visto que

tenga náuseas y eso me relaja.

Una mañana, cuando estoy en la cafetería

desayunando con Miguel, veo a Eric entrar. Su

mirada me indica que no aprueba que desayune

con mi amigo.

Se sienta al fondo de la cafetería y pide un café.

Yo sigo hablando con Miguel cuando suena mi

móvil. Eric.

—¿Se puede saber qué haces? —pregunta

molesto.

No lo miro, ya que, si no, me dará la risa.

—Desayunando.

—¿Por qué tienes que desayunar todas las

mañanas con ese tipo?

Miguel que está sentado frente a mí, me mira y

me pregunta con señas quién es.

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—Es mi padre —y con disimulo murmuro—:

Vamos, papá, estoy desayunando, ¿qué quieres?

—¿Tu padre? ¿Cómo que tu padre? —gruñe

Eric.

Divertida, sonrío mientras oigo a mi amor

resoplar.

—Mira, papá, no te preocupes, te aseguro que

desayuno en condiciones, ¿vale?

—Jud… —musita con los dientes apretados.

En ese instante llegan hasta nosotros Raúl y

Paco. Como siempre que me ven, me dan un beso

en la mejilla y se sientan con nosotros. La

reacción de Eric no tarda en llegar.

—¿Besos? ¿Quién les ha dado permiso para que

te besen?

No sé qué responder. Me río. Paco y Raúl son

pareja de hecho y cuando voy a decir lo primero

que se me pasa por la mente, Miguel, en

confianza, me retira un mechón del pelo y lo

pone tras la oreja.

—Maldita sea —gruñe Eric—. ¿Por qué te toca

ahora ese tío?

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—Papá, ¿qué tal si te llamo cuando llegue a

casa? —Para no darle opción a que me responda,

digo antes de colgar—: Un besito, papá. Te

quiero.

Cierro el móvil y lo dejo sobre la mesa. Con

curiosidad miro hacia donde se encuentra Eric y

lo veo parado con el móvil aún en la oreja. Su

mirada lo dice todo. Está muy… muy cabreado.

No le gusta que le cuelgue el teléfono y lo acabo

de hacer. Inmediatamente se levanta. Pasa por

nuestro lado, mientras Miguel, ajeno a lo que

pasa, desayuna tranquilamente y a mí, en cambio,

se me cierra el estómago.

Veo entrar a mi jefa acompañada por Gerardo,

el jefe de personal, e, incómoda, diez minutos

después me escabullo de la cafetería y me dirijo

hacia el despacho. Sé que Eric está allí. Me siento

en mi mesa y suena mi teléfono. Es él. Me ordena

entrar.

Cuando entro, cierro la puerta y posa su fría

mirada en mí. Sonrío. Él no. Sé que desea

maldecir y gruñir pero se contiene. No es sitio ni

lugar para montarme un pollo.

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Me mira… me mira y me mira y finalmente se

levanta con unos papeles en la mano. Se acerca a

mí.

—¡¿Papá?!

Encojo los hombros. Voy a contestarle, pero él

comienza a gruñir.

—Estoy muy cabreado.

Consciente de dónde estamos, murmuro:

—Pues ya sabes… una limpieza general, te

relajaría.

Mi contestación lo enfurece más y rápidamente

me arrepiento de haber sido tan natural, aunque

la parte masoquista que hay en mí se alegra de

ver su furia… ¡Me gusta!

—¿Por qué esos tipos te tienen que tocar y

besar? ¿Por qué?

Intento encontrar una respuesta que no lo

cabree más pero no se me ocurre ninguna. Todo

me parece terriblemente absurdo.

—Pero, por favorrrrrrrrrrr… Si Miguel sólo me

ha retirado el pelo de la cara y Paco y Raúl me

han saludado con un besito en la mejilla.

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—Yo no les he dado permiso para que te toquen.

Sus palabras me dejan estupefacta, y frunzo el

ceño antes de responder:

—Pero ¿de qué hablas?

Iceman, en su versión gruñona, me mira. Me

escudriña con sus encendidos y furiosos ojos y,

sin levantar la voz, susurra:

—No quiero que vuelvan a tocarte ni a besarte,

¿me has oído?

—Sí… te he oído.

—¡Perfecto!

—Otra cosa es que te haga caso o no. —Siento la

frustración en su mirada—. Pero, vamos a ver,

¿qué te ocurre? ¿De verdad tienes celos por lo que

has visto y… y… y luego no te importa que…

que… juguemos con otros y…?

—No es lo mismo, Jud. Parece mentira que no lo

entiendas.

—Es que no lo puedo entender —resoplo.

—¡Se acabó! Ahora mismo voy a salir y voy a

decirles a todos que eres mi novia. Que tú eres la

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novia del jefe.

Eso me alarma.

—Eric Zimmerman, como se te ocurra hacer eso

te las vas a cargar.

—¿Me amenazas?

—Por supuesto.

—¿Por qué no quieres que lo diga?

—Porque no.

—No me vale esa contestación. ¿Por qué no?

Lo miro y resoplo.

—Vamos a ver… no quiero que la gente

cuchichee y piense que soy una cazafortunas que

se ha enrollado con el jefe. Si lo nuestro sigue

adelante, ya habrá tiempo de explicarlo. ¿Por qué

precipitarnos?

En ese momento se abre la puerta y aparece mi

jefa. Sorprendida por verme pregunta:

—¿Qué ocurre?

Yo no sé que responder. Me quedo en blanco.

Pero Eric reacciona con rapidez.

—Le estaba pidiendo a la señorita Flores que

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envíe estos faxes.

Me entrega los papeles que lleva en la mano.

—Cuando tenga los informes, me los hace

llegar, por favor.

—Descuide, señor.

En cuanto salgo del despacho, respiro aliviada.

Discutir con Eric me agota. Nunca llegamos a un

entendimiento.

Durante el resto del día, Eric no sale del

despacho. Sigue taciturno. A la hora de la comida

me marcho y me quedo sorprendida cuando mi

jefa me informa de que Eric se ha marchado y ha

dicho que no regresará por la tarde.

No lo llamo. No le envío ningún mensaje. Le

dejo su espacio.

Me voy al gimnasio. Tengo que desahogarme y

allí me vuelvo a encontrar con Marisa, que me

saluda con familiaridad. Me presenta a dos

amigas que van con ella, Rebeca y Lorena. Las

cuatro hacemos una clase de aeróbic y cuando

acabamos, sudorosas, nos vamos a las duchas.

—¿Os apetece un jacuzzi? —propone Rebeca y

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todas aceptamos.

Las cuatro nos metemos en el jacuzzi y

comenzamos a hablar. Marisa resulta ser una

mujer, además de divertida, muy culta y pronto

comienza a hablarnos de su último viaje a la

India. Viajar siempre me encantó, aunque es algo

que apenas me puedo permitir con el sueldo que

gano.

Cuando salimos del jacuzzi, entre risas por las

anécdotas que Marisa nos ha explicado, nos

duchamos y Rebeca ve mi tatuaje y lo menciona.

Yo le quito importancia y desvío el tema.

Al salir del gimnasio, vamos a un pub que hay

al lado y nos tomamos algo fresquito. Allí

intercambiamos móviles y quedamos en

llamarnos para salir a cenar otra noche con

nuestras parejas. Después, Lorena nos anima a

acompañarla a una tienda a recoger unas prendas

que ha encargado. Al llegar, veo que se trata de

una casa privada donde venden lencería.

Mientras esperamos, observo las prendas que me

rodean y la dueña nos anima a que nos probemos

cosas. Acepto sin dudarlo, todas aceptamos. Me

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pruebo un par de conjuntos de braga y sujetador

muy sexies que estoy segura de que a Eric le

encantarán.

—Te queda precioso —dice Rebeca, que entra en

el espacioso probador.

—¿Tú crees?

Ella asiente, se acerca por detrás y deja un par

de conjuntos sobre la banqueta.

—Llévatelo. Estoy segura de que a tu chico le

encantará.

—Sí, seguro que sí. —Sonrío al imaginar la cara

de Eric.

De pronto, Rebeca me coge la mano.

—Precioso anillo.

Lo miro encantada.

—Me lo regalo mi chico. Vamos, mi novio.

—Pues tiene muy buen gusto.

—Gracias.

Me miro al espejo mientras ella vuelve a

desnudarse para probarse otro conjunto.

—Toma. Pruébate este —dice y me entrega un

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corsé de cuero negro.

Divertida, me quito el que llevo y me quedo

desnuda, como ella, en el probador. Me agacho

para sacarme las bragas y noto que ella se agacha

también. Cuando me incorporo, está frente a mi

tatuaje. No me muevo, simplemente la miro. Ella

pasa un dedo por la hendidura de mi vagina y le

da un beso a mi monte de Venus. Me retiro

rápidamente.

—¿Qué haces?

Ella se levanta y se acerca a mí.

—Me ha dicho Marisa que te vio jugar en una

fiestecita en Zahara, ¿es cierto?

La observo, incómoda.

—Sí. Pero yo sólo juego en presencia de mi

pareja.

—¿Es vuestra norma?

—Sí.

Ella asiente y se detiene. Deja de tocarme.

—Tu «chico» no tiene por qué enterarse. Será

nuestro secreto.

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—No —respondo con rotundidad.

Rebeca abre la cortinilla del probador y veo a

Marisa, Lorena y la dueña del local desnudas

sobre un sillón, jugando. Me quedo sin habla.

Rebeca se me acerca por detrás y me coge los

pechos.

—Ellas lo están pasando bien en este instante.

Vamos, déjate llevar.

Suelto el corsé y me deshago de sus manos. Me

alejo de ella. Voy hasta mi ropa, me agacho para

coger los pantalones y me comienzo a vestir. No

quiero mirar y me quiero ir de allí cuanto antes.

De pronto, me agarra por las caderas, acerca su

monte de Venus a mi trasero y lo restriega.

—Vamos, Judith… lo estás deseando. Estás

deseando abrirte de piernas para mí. No lo

niegues.

—He dicho que no y ¡suéltame!

Mis palabras hacen que las otras mujeres nos

miren. Rebeca se aleja de mí. No vuelve a

tocarme, pero su mirada no me gusta. Parece

pasarlo bien con mi incomodidad. Cuando

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termino de vestirme salgo de allí como alma que

lleva el diablo y sin decir nada.

Cuando llego a mi casa, estoy histérica. ¿Cómo

he podido ser tan tonta? Me ducho, nerviosa.

Pienso en Eric y siento unas irrefrenables ganas

de hablar con él y explicarle lo que me ha pasado.

Lo llamo y oigo su fría voz al otro lado del

teléfono.

—Dime, Jud.

—¿Estás bien?

—Sí.

Preocupada por que se encuentre mal, pregunto:

—¿Te duele la cabeza o algo?

—No.

—¿Te has mareado o has tenido vómitos?

—No.

—Vale, entonces, ¿por qué no has regresado esta

tarde a la oficina?

No responde. Su silencio me molesta.

—Vamos a ver… Si físicamente te encuentras

bien, ¿qué te ocurre? Si es por lo de hoy en la

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oficina, por favorrrrrrr, ¡es una tontería!

—Será una tontería para ti, para mí no.

—Te recuerdo que soy una persona adulta, no

un niño, como tu sobrino, a quien puedas

regañar.

—Eso… tú enfádame más —gruñe.

Su desconfianza me toca el alma. Y yo necesito

explicarle lo que me ha sucedido.

—Eric…

Pero él está enfadado y me corta.

—Sabes que ese tal Miguel no es objeto de mi

devoción. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí… pero.

—No. Escúchame, Jud. ¿Qué te parece si

mañana dejo que tu amada jefa me toque el pelo

mientras desayuno con ella? Estoy segura de que

a ella le gustaría. ¡Oh…!, y quizá también esté

encantada de darme un besito, ¿lo probamos?

No… no… no.

Sólo de pensarlo me pongo enferma. Conozco a

mi jefa y sé que está deseosa de que Eric le dé

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cancha para llegar con él a algo más. Cierro los

ojos y con ese ejemplo acabo de entender su

frustración.

—Vale… mensaje captado.

—Exacto, Jud… Me alegra saber que por fin me

entiendes. Una cosa es que tú permitas que otra

mujer me toque, y otra muy distinta es que una

mujer, que sabes que me desea, me toque sin tu

permiso, ¿lo comprendes ahora?

—Sí.

—Piensa en ello, porque no estoy dispuesto a

repetirlo ni una sola vez más —añade tras un

silencio sepulcral—. No me importa que

desayunes con Miguel o con quien tú quieras,

pero no acepto que nadie, hombre o mujer, sin mi

consentimiento te toque ni te bese… Buenas

noches, Jud. Mañana te veré en la oficina.

Dicho esto cuelga y me quedo desconcertada.

¿Cómo le digo lo que ha pasado sin que eso le

ocasione más desconfianza?

Con la cabeza como un bombo, me siento sobre

el sofá con la sensación de que, sin querer, acabo

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de hacer algo que lo va a enfadar mucho si se

entera. Me pica el cuello y me rasco. No hay

nadie que me lo impida.

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59

A la mañana siguiente cuando llego a la oficina,

no me sorprende encontrarme a Eric trabajando.

Con disimulo dejo mis cosas sobre mi mesa y

suena mi teléfono interno. Eric. Quiere que pase.

—Buenos días, señorita Flores.

—Buenos días, señor Zimmerman.

Entonces veo a Julio Merino, un chico de la

empresa, sentado en la mesita redonda que hay

en el despacho con unos papeles.

—Señor Merino —dice Eric recostándose en la

silla—, ¿podría traerme un café solo?

El joven se levanta.

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—Sí, señor Zimmerman… en seguida se lo

traigo.

Cuando pasa por mi lado pone los ojos en

blanco y yo intento contener la risa. Cuando Eric

y yo nos quedamos solos en el despacho, él

suaviza su tono de voz:

—¿Qué tal has dormido?

—Fatal… te echaba de menos.

Noto la comisura de sus labios curvarse.

—Seguro que no tanto como yo a ti.

—Te equivocas… estoy segura que tanto o más.

Nos miramos. Duelo de miradas. He aprendido

a aguantar sus retos.

—Esta noche duermes conmigo en mi hotel.

—Vale.

Esa proposición me encanta. Me enloquece y

pienso que será un buen momento de explicarle

lo que me pasó el día anterior.

—¿Te apetece que juguemos con compañía?

Mi estómago se contrae. ¿Jugar acompañados?

Sé lo que eso significa y llevo mucho tiempo sin

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hacerlo. Trago el nudo de emociones que se ha

atascado en mi garganta.

—Me parece bien si a ti te lo parece.

Sin levantarse de su asiento, mueve su cabeza.

—¿Excitada? —pregunta al notar mi

nerviosismo.

Asiento. Eric sonríe y se levanta.

—Por favor, señorita Flores, pase al archivo.

Sin dilación, me dirijo hacia donde me pide y mi

respiración se vuelve irregular. Una vez allí, Eric

se acerca a mí, mi trasero golpea los archivos y,

apoyando su cadera sobre la mía, siento que su

mano se mete por debajo de mi falda y me toca el

muslo derecho.

—Llevo sin entregarte mucho tiempo y no veo

el momento de hacerlo.

—Eric…

—Sigo cabreado contigo y mereces un castigo.

—¿Un castigo?

—Sí… mi pequeña. Y esta tarde sabrás cuál es.

Regresa el duelo de miradas.

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—Te recuerdo —murmuro—, que tu castigo en

Barcelona fue calentarme en aquel bar de

intercambio de parejas y luego dejarme a dos

velas.

Sonríe y pasa su nariz por mi pelo.

—Nunca se sabe, Jud… nunca se sabe.

Su mano me hace separar las piernas. Toca la

tirilla de mi ropa interior.

—Tu castigo te espera en mi hotel —murmura

en mi oído—. Cuando salgas de la oficina, coge tu

coche y ve directa para allí.

Eric saca su mano de debajo de mi falda y se

retira.

—Muy bien, ya puedes proseguir con tu trabajo.

Excitada y molesta por aquel trato tan frío me

doy la vuelta para salir cuando siento que me da

un azote. Yo me vuelvo para reprenderlo y

entonces me atrae hacia él, me besa con pasión y

murmura con una inquietante sonrisa:

—Te quiero, pequeña…

Esas dulces palabras consiguen en mí el efecto

Zimmerman. Mi mosqueo se va y sonrío como

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una tonta mientras él me abraza y toma mi boca

con posesión.

A los pocos segundos, Eric me suelta.

—Señorita Flores, ¿quiere dejar de provocarme

para que yo pueda dirigir esta empresa?

Eso me hace reír y, tras colocarme bien la falda,

salgo del archivo, después del despacho y, con

una tonta sonrisa en mi cara, regreso a mi mesa.

Definitivamente, esa noche le explicaré lo que me

ocurrió.

Julio llega con el café y, cuando pasa por mi

lado, murmura:

—Joder con el jefe… ¡hoy me tiene frito!

Sonrío e intento concentrarme en trabajar.

A las seis salgo del trabajo nerviosa y hago lo

que me ha pedido. Recojo mi coche y voy hasta

su hotel. Cuando llego, Tomás está esperando en

la puerta y, al verme, me hace una seña con la

mano. Paro el coche, bajo la ventanilla y lo oigo

decir:

—El señor Zimmerman la espera en su suite. Yo

me encargaré de su coche.

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Encantada, me bajo y entro en el hotel mientras

la excitación crece a cada segundo más en mí.

Llevo sin jugar a sus juegos desde que estuvimos

en Zahara de los Atunes y estoy inquieta. El

ascensorista sonríe y me saluda cuando me ve

entrar. En silencio subimos las plantas y, cuando

se abren las puertas del ascensor, me sorprendo

al encontrarme a Eric esperándome en el

vestíbulo.

—Hola, cariño.

—Hola —respondo feliz mientras paseo mis ojos

por él y valoro lo guapísimo que está con ese

pantalón negro y la camisa celeste. Sin demora,

me besa, me coge por la cintura y me guía hasta

la suite. Al entrar, oigo música en el salón. Hay

alguien pero no puedo ver quién es. Eric me mete

directamente en su dormitorio y cierra la puerta.

—Sobre la cama está lo que quiero que te

pongas. Dúchate y, cuando estés preparada, sal al

salón.

Dicho esto, se da la vuelta y se marcha,

dejándome sola.

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Sorprendida, camino hacia la cama. Sábanas de

seda negras. ¡Morboso! Sobre las sábanas veo un

fino y corto camisón de seda junto a unos zapatos

negros de un imponente tacón. No hay bragas,

pero sí un liguero lila. Eso me reseca la boca.

¡Sexo! Dos hombres me poseerán.

Sin poder quitar los ojos de aquella prenda, me

desnudo y paso al baño. Me ducho y disfruto

sintiendo el agua correr por mi piel. Me seco y me

pongo lo que Eric me ha pedido.

Abro la puerta de la habitación. Eric me ve y me

hace una seña para que me acerque a él. Cuando

llego a su altura, veo a una pareja. Ella va vestida

como yo. Sorprendida por ello miro a Eric en

busca de una explicación.

—Judith, ellos son Mario y su mujer Marisa.

Unos amigos.

El hombre se acerca a mí y me da dos besos en

las mejillas y, cuando la luz se refleja en la mujer,

me doy cuenta de que se trata de Marisa de la

Rosa. ¿Por qué hace como si no me conociera? Se

acerca a mí y me da dos besos.

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—Hola, Judith, encantada de verte.

—Lo mismo digo —asiento confundida.

Ella no hace referencia a nuestros encuentros en

el gimnasio, ni a lo que pasó el día anterior. Yo

tampoco. Me siento extraña al omitirlo pero, sin

saber por qué, lo hago.

Eric me coge por la cintura y me acerca más a él.

—Ellos estuvieron en la fiesta de los años veinte

a la que asistimos en Zahara. Desde entonces,

Marisa no ha parado de enviarme e-mails para

conocerte.

Me vuelvo hacia ella y la veo sonreír.

—Me muero por saborearte, Judith.

No respondo. No puedo. Sólo puedo ver cómo

esa mujer pasea su lujuriosa mirada sobre mi

cuerpo y se detiene en mis pechos. Me recuerda a

Silvestre, el gato de Piolín cuando se lo quiere

comer.

Eric hace un gesto pícaro. Le gusta lo que ve; le

agrada y lo excita.

—Tengo una novia muy… muy deseable.

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Lo miro y él me besa sin importarle que esos dos

nos estén observando. Cuando me suelta, con el

rabillo del ojo veo que Marisa y su marido

cuchichean, mientras se sirven champán. Eric

coge del sofá un largo pañuelo de seda y lo

enreda en su mano.

—¿Lo recuerdas?

—Sí.

—Quizá te ate a la cama en algún momento para

ofrecerte. ¿Alguna objeción?

Atizada por lo que dice, murmuro:

—Confío en ti.

Sus ojos chispean. Están brillantes. Eric se acerca

a mí.

—Marisa es una mujer muy activa y se muere

por jugar contigo. Por supuesto, yo se lo

consiento.

—¿Cómo?

Eric sonríe y me besa en el hombro.

—Ése es hoy mi castigo, cariño.

—Eric, no —susurro con la boca seca.

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—¡¿No?!

Me acerco a su oído.

—Ya sabes que las mujeres no me van.

Él sonríe.

—Por eso es tu castigo. Pero, tranquila, yo te

ofrezco para que juegue contigo, tú no tienes que

hacer nada, excepto disfrutar.

Me quedo estupefacta. Voy a replicarle, pero él

me lo impide.

—Vamos, señorita Flores, sea consecuente con

mis caprichos.

Con el estómago hecho trizas, miro a la mujer y,

sólo de pensar lo que Eric me pide, deseo salir

corriendo.

Mario se ha sentado en el sillón mientras Marisa

nos mira. Mis nervios van a estallar de un

momento a otro.

—Eric.

—Dime, Jud.

—No quiero hacerlo… no.

Eric me mira… me mira… me mira y finalmente

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dice con voz tranquila:

—De acuerdo, Jud. Ve a la habitación y vístete.

Tomás te llevará a tu casa.

Eso me desconcierta. No quiero irme. Cuando

voy a darme la vuelta para marcharme, cierro los

ojos.

—Eric

—Dime, Jud.

—Si me quedo, mis besos serán sólo tuyos y los

tuyos sólo míos.

El rostro imperturbable de Eric asiente.

—Eso siempre, cariño… siempre.

Lo beso ansiosa y él acepta mi boca. Cuando me

separo de él, miro a Marisa.

—De acuerdo.

Eric se sienta junto a Mario.

Aquella mujer y yo nos quedamos de pie ante

nuestros hombres, vestidas únicamente con los

cortos camisones mientras la música suena a

nuestro alrededor. La excitación comienza a

crecer en mí cuando siento que ella se me acerca

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por detrás y pone sus manos en mi cintura.

Eric coge la botella de champán y se sirve una

copa. Cuando termina de servirse, deja la botella

en la cubitera y nos mira, repanchigándose en el

sillón.

—Marisa, por fin tienes a mi novia para ti. ¿Por

dónde quieres empezar?

Sus palabras me acaloran. Eric acaba de decir

que soy toda para ella. ¡Toda! Pero, antes de que

pueda protestar, la mujer se me adelanta:

—De momento, quiero tocarla.

Dicho esto, hunde su nariz en mi cuello

mientras pasea sus manos por mi cuerpo ante los

hombres. Me toca las caderas, los pechos, el

monte de Venus, todo ello por encima del

insinuante camisón de seda negro. Oigo su

excitada respiración en mi oído mientras me

quedo quieta y le dejo invadir mi cuerpo ante la

mirada de los hombres.

—Eric… dame cinco minutos a solas con ella.

—¡Treinta segundos! —aclara.

Voy a protestar. A negarme, cuando siento que

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ella se aprieta contra mí.

—Vamos a la cama —susurra en mi oído.

Me coge de la mano y tira de mí. Yo miro a Eric

y él levanta su copa y sonríe mientras continúa

sentado en el sillón. Camino de la mano de la

mujer y llegamos hasta la habitación. No puedo

creer que Eric no vaya a estar presente.

Marisa me sienta en la cama, me tumba y se

pone a cuatro patas sobre mí.

—Escucha, Judith. No te asustes. No te haré

daño, sólo te proporcionaré placer y espero que

tú me lo des a mí también. Eric te ha entregado a

mí por algo que pasa entre vosotros. Eso no me

interesa. Sólo me interesa saborearte y disfrutar

de tu cuerpo.

—¿Por qué no has dicho que nos hemos visto

antes?

Ella sonríe y me mira con lujuria.

—Porque no es necesario explicarlo todo, ¿no

crees?

Voy a protestar, pero ella me baja los tirantes del

camisón y me saca los pechos y eso me deja sin

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habla. Mis pezones se ponen duros y la veo

sonreír. Los observa y, finalmente, saca su lengua

y me los chupa. Yo me muevo. Me inquieto. No

quiero reconocerlo, pero la situación me provoca.

Su boca se cierne sobre mis pechos y los succiona

con avidez hasta que me los suelta.

—¿Te ha gustado? —pregunta.

Yo asiento. No puedo hablar.

—En el gimnasio, cada vez que te veo desnuda

en los vestuarios, deseo chuparte así. Por cierto,

Rebeca te manda recuerdos.

Voy decir cuatro frescas de esa tía cuando ella se

baja los tirantes de su camisón y deja sus tersos y

magníficos pechos operados ante mí. Me coge las

manos y me las coloca sobre ellos. Sus manos

cubren las mías y me hace aplastarlos.

Cuando quita sus manos de las mías, sigo

haciéndolo. Le toco los pezones como sé que a mí

me gusta y se los estrujo. Ella me mira, se muerde

los labios y jadea. Acerca su cara a la mía. No me

muevo y, cuando creo que me va a besar y no

puedo retroceder, murmura:

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—Ya me ha advertido Eric que no puedo probar

esos labios tan tentadores que tienes, pero te voy

a devorar los otros labios y lo que esconden en su

interior, igual que deseo cada vez que te veo. Te

los voy a morder y a chupar de tal manera que

querrás hacerme lo mismo a mí.

—No… yo no… —susurro dispuesta a marcar

un poco mi terreno.

—Tú no ¿qué?

Dispuesta a darle una patada si se pasa

conmigo, aclaro:

—Yo nunca he complacido a una mujer. No es

lo mío.

—¿Me quieres complacer a mí?

—No.

Se mueve sobre mí. Se da la vuelta hasta que su

vagina está sobre mi cara y la mía bajo su boca.

No me roza, sólo la muestra y murmura mientras

siento su aliento.

—Hazlo sólo una vez. Si no te gusta, te prometo

que me retiraré.

Nunca he visto una vagina tan cerca. Está

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limpia, depilada como la mía, reluciente y

tentadora. Ensimismada, la observo cuando la

escucho jadear.

—Judith… saca la lengua una vez… Sólo una

vez. Mira así…

Noto su lengua pasar lentamente sobre mis

labios exteriores. Tiemblo.

Abducida por el momento y por la excitación

que siento, hago lo que me pide. Saco mi lengua y

lo hago.

—Oh, sí… —la oigo decir.

La sensación me gusta y vuelvo a pasar mi

lengua. Ella hace lo mismo y la que jadea ahora

soy yo.

—Hagamos una cosa. Repite lo mismo que yo te

haga.

Sin más, aquella mujer abre los labios exteriores

de mi vagina y posa su ardiente boca en mí.

Jadeo… pero hago lo mismo. Abro mi boca y

chupo su interior. Durante unos segundos intento

hacer lo que ella hace pero no puedo… Yo quiero

mover mi lengua de otra manera y mordisquearle

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los labios internos.

Me olvido de mis prejuicios y la mordisqueo.

Noto que ella tiembla. Sus labios se abren ante mi

contacto y vislumbro el clítoris. Curiosa, llevo mi

lengua hasta él y lo rozo. Éste responde

hinchándose en décimas de segundo y yo me

inquieto.

—Oh… Judith… me estás volviendo loca… ¿De

verdad que nunca lo habías hecho?

—Nunca.

Avivada por la visión de su clítoris, hago lo que

Eric suele hacerme. Lo toco con la punta de la

lengua, lo rodeo y, cuando está hinchado, lo

aprisiono entre mis labios y estiro.

Marisa se contrae y jadea. Intenta retirarse pero

le agarro los muslos y me llevo el clítoris a mi

boca para avivarlo más y más.

Pensé que aquello me daría asco, pero no. Paseo

mi boca por su vagina perfectamente depilada y

mordisqueo su clítoris y eso me hace sentir

poderosa y exigente. Marisa se restriega contra

mí y la oigo gemir. En ese momento yo deseo

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más… mucho más, pero ella me quiere poseer y

me frena. Vuelve a su estado inicial. A cuatro

patas sobre mí.

—Ahora que ya sabes lo que yo quiero de ti,

permíteme que disfrute de tu cuerpo.

Agarra mis pechos, junta los pezones y se

introduce los dos en la boca. Los endurece y con

la lengua juega con ellos. Cuando escucha mi

jadeo, los deja.

—Te voy a quitar el camisón. Cierra los ojos y

entrégate.

Asiento, excitada, pero antes veo que Eric y

Mario entran en el dormitorio. Se sientan cada

uno en un lado diferente de la cama y nos

observan.

Marisa me desnuda. Con sus suaves manos baja

el camisón que esta enrollado en mi cintura y me

lo saca por las piernas. Me pone las manos en los

tobillos y las sube hasta llegar a mis muslos. A mi

liguero. Con mimo, me mordisquea la parte

interna de mis muslos y sube… sube hasta que lo

que me mordisquea son los pechos.

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—Me gusta lo que veo… —susurra Eric en mi

oído.

Marisa prosigue su festín y, cuando los pezones

no pueden estar más duros y estimulados, baja a

mi cintura y se entretiene en el ombligo. Me

estremezco.

Su boca caliente llega hasta mi monte de Venus

y se detiene. Recorre con su lengua mi tatuaje y

murmura en voz alta y sugerente:

—Judith, el tatuaje es muy tentador. Seguro que

levanta pasiones.

Miro a Eric y él sonríe. Yo sé por qué dice eso,

pero me callo. No digo ni mu.

Marisa levanta la vista un instante y una

cascada de emociones se apoderan de mí cuando

siento sus manos juguetear entre mis piernas.

Estoy empapada. Húmeda. Receptiva. Me toca

por encima y, sin esfuerzo, mete un dedo en mi

interior mientras con la palma de la mano roza mi

clítoris. Excitada, comienzo a moverme en busca

de mi placer sobre su mano.

—Vamos chicos… —oigo que dice—. Participad

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en mi juego.

Mario me toca el pecho derecho y Eric lleva su

boca hasta el izquierdo. Cada uno a su modo y a

su manera, me estimulan y me succionan hasta

que Marisa me abre las piernas y mete su cabeza

entre ellas.

—Ah… —jadeo mientras tres personas me tocan

y me chupan.

Mi ardiente sexo abierto y expuesto a las

exigencias de Marisa responde y yo me arqueo

complacida. Me gusta lo que me hacen. Me gusta

ser su juguete. Su experta lengua se mueve

dentro y fuera de mí y se detiene en mi clítoris

para hacer lo que yo le hice segundos antes. Lo

chupa. Lo rodea y tira de él. Me incorporo,

extasiada.

Calor… calor… mucho calor.

Eric abandona mi pecho y busca mi boca, la

encuentra y la besa. Su lengua me avasalla,

excitada y posesiva, mientras los gemidos que

Marisa me arranca salen una y otra vez de mis

labios y lo enloquecen. Besos… mimos… palabras

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susurradas que deseo escuchar.

—Sí, pequeña… así… entrégate y disfruta para

mí.

—Sólo para ti —repito entre jadeos.

Durante lo que me parece una eternidad, Marisa

juega entre mis piernas mientras Mario me

mordisquea los pezones y Eric me besa. Hasta

que noto que Mario me agarra un muslo y Eric

otro. Me sientan en la cama, me abren para

Marisa y me ofrecen a ella.

La mujer, enloquecida por haber conseguido lo

que lleva tiempo ansiando, me succiona el clítoris

con maestría. Yo me retuerzo. Me agarra del culo

y me aprieta sobre su boca. Me saborea de mil

maneras posibles y yo me dejo hacer mientras

disfruto de todo ello. Oleadas de placer intenso y

caliente recorren mi cuerpo una y otra vez… una

y otra vez…

—Mojada y lista para mí —oigo que dice.

No sé a qué se refiere, pero su marido me suelta,

se levanta y desaparece de la habitación

Eric no habla. Sólo me observa tremendamente

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excitado mientras me sujeta para Marisa. La

mujer introduce dos de sus dedos hasta el fondo

en mi vagina, los mueve en su interior y los saca.

Yo alzo mis caderas en busca de más. Vuelve a

meterlos y los saca y soy consciente de que la

humedad de sus dedos es mi humedad. Su

marido aparece, se sienta en un lateral de la

cama, y nos enseña un consolador negro de dos

cabezas.

—Estoy deseando ver cómo os folláis la una a la

otra.

Miro a Eric y él aprovecha y me besa. Me

muerde los labios y murmura palabras cariñosas.

Los dedos de Marisa prosiguen su saqueo

mientras yo jadeo y disfruto del momento.

Instantes después, detiene sus acometidas para

llevar su juguetona boca de nuevo al centro de mi

deseo. Me humedece más y más. Yo chillo una y

otra vez… una y otra vez… hasta que ella pone el

vibrador de dos cabezas entre nosotras y dice:

—Estás muy caliente… Follémonos.

Eric se pone detrás de mí. No me abandona.

Está todo el rato pendiente de mí y de mis

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acciones . Coge el consolador y tras chuparlo lo

pone en mi vagina y lo hunde poco a poco.

Centímetro a centímetro mientras yo siento cómo

aquel objeto estriado me abre la carne y jadeo.

—Sí… así… —susurra Eric en mi oído.

Cuando Eric se detiene, Marisa abre sus piernas,

coge la otra punta del consolador y se ensarta en

él. Se muerde los labios y gime mientras lo hunde

en su cuerpo y con ello más en el mío.

—Cuidado, pequeña… —murmura Eric.

Me fijo en Marisa y en cómo, con una mirada

lujuriosa, se mueve en busca del orgasmo. Mueve

sus caderas. El consolador entra en mí y en ella

arrancándonos oleadas de placer. Marisa lanza su

pelvis contra mí y yo grito, pero no me achico y

ahora soy yo la que lanza la pelvis contra ella.

Aquel juego nos introduce y nos saca el

consolador de nuestras vaginas

proporcionándonos un placer maravilloso.

Sentadas la una frente a la otra, Marisa me

agarra de los brazos y adelanta su vagina. Me

mira, aprieta los dientes y jadea. Yo grito

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enloquecida pero, instantes después, soy yo la

que agarra sus brazos y aprieta para que ella

chille. Chillidos… jadeos… todo ello, unido a las

palabras de Eric en mi oído, consigue que ambas

nos corramos y quedemos sentadas sobre la cama

y unidas por el vibrador. Agotadas, nos dejamos

caer para atrás.

Cierro los ojos. El juego que acabo de tener me

ha dejado exhausta hasta que siento que alguien

me saca el vibrador, abro los ojos y veo que es

Marisa. Sonrío y entonces le oigo decir a Mario

mientras se pone un preservativo:

—Vamos, chicas… ahora nos toca a nosotros.

Miro hacia Eric. Veo que rasga un preservativo

y se lo pone. Nada más hacerlo, me coge la mano.

—Te voy a atar a la cama y te voy a ofrecer a

Mario para que te folle. Ponte boca abajo.

Sin rechistar, hago lo que me pide y veo que

Marisa hace lo mismo. Mario y Eric nos atan las

muñecas con los pañuelos de seda al cabecero de

la cama. Instantes después, la cama se hunde y

siento un azote en el trasero. Pica. Reconozco la

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mano de Eric cuando me agarra y me hace poner

el culo en pompa.

—Abre las piernas para que él te pueda penetrar

bien y yo lo pueda ver. ¿Entendido, cariño?

Muevo mi cabeza afirmativamente, mientras la

excitación por lo que dice me recorre el cuerpo.

Instantes después, unas manos desconocidas

para mí me cogen de las caderas e introducen su

erección poco a poco en mi vagina. Su pene está

duro y es ancho, pero no es tan largo como el de

Eric. No llega con profundidad. Yo quiero más.

Dejo que me penetre una y otra vez y jadeo de

placer en cada embestida mientras escucho los

gemidos de Marisa a mi lado y sé que Eric me

mira mientras le da mucho… mucho placer.

Imaginar la escena me incita. Me exhorta. Me

exalta. Las dos atadas a la cama con el culo en

pompa y nuestros hombres follándonos y

exigiendo más.

Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis

penetraciones y seis gritos placenteros, a la

séptima escucho a Eric que suelta un ronco

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gruñido, miro y veo que se corre. Mario me coge

en vilo y me levanta, bombea su gordo pene

varias veces más dentro y fuera de mí, me aprieta

con brusquedad y finalmente ambos nos

corremos. Agotada, respiro con la boca sobre las

sábanas hasta que siento que Eric me toca y me

desata las manos. Me besa las muñecas y dice:

—Vamos… cariño. Necesitas un baño.

Me coge entre sus brazos y yo me acurruco

contra él. Me besa la frente.

—Te quiero.

Yo sonrío.

—Yo también te quiero.

Lo vivido minutos antes me tiene exhausta, pero

sus palabras hacen que me lata con más fuerza el

corazón. Veo el jacuzzi preparado, Eric me deja

sobre él y dice:

—Agáchate y sujétate al borde.

Hago todo lo que me pide. Me agacho y el agua

me llega hasta la cintura. ¡Qué placer! Oigo que

abre la ducha. Se debe de estar duchando.

Cuando cierra el grifo, siento que se mete en el

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jacuzzi y comienza a lavarme. Me enjabona el

pelo, me da un masaje en la cabeza y luego, con

mimo, me lo aclara. Después me pide que me dé

la vuelta. Sus ojos y los míos se miran. Con sus

manos, me enjabona el cuerpo y, cuando me

aclara, me da un beso en el hombro.

—Ya está, cariño…

El pene de Eric está duro como una piedra y veo

que todo él está empapado. Sale del jacuzzi y me

tiende la mano. Se la cojo y salgo yo también. Las

piernas me tiemblan y cuando estoy a su lado le

hago sentarse sobre la tapa del váter cerrado.

Acto seguido me siento a horcajadas sobre él.

Cojo su pene y lo hundo centímetro a centímetro

en mí.

—Dios, Jud…

—Ahora tú… —susurro ansiosa—. Ahora tú…

Cierro los ojos mientras noto que su pene llega

hasta mi útero. Echo la cabeza hacia atrás y

contraigo mi pelvis. Eric jadea y yo con él. Sus

manos húmedas me agarran la cintura y me

aprieta contra él. Me gusta. Me enloquece cuando

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me hace eso. Sentir toda su enorme erección

llegar a mi útero me altera y vuelvo a contraer la

pelvis. Ambos jadeamos.

—Así, nena… poséeme. Eres mía.

Sus órdenes son para mí el arrullo que necesito.

Restriego mi sexo contra él y vuelvo a

contraerme. Mi vagina lo succiona y cada

centímetro que le hago hundirse en mí me hace

sentir que me va a partir en dos. Esa sensación es

nuestra. La busco. La necesito. Sólo él me da

profundidad y quiero más.

Me echo hacia atrás y Eric jadea ante la

electricidad que sentimos, yo abro la boca en

busca de aire. Cada embestida mía es un jadeo de

él. Cada jadeo de él es una embestida mía. El

movimiento de mis caderas se vuelve más

insistente, más delirante. Sus penetraciones más

profundas, más seguidas y, cuando siento que me

voy a correr, lo miro y susurro:

—Mío. Eres sólo mío.

Un grito gutural sale de su garganta y otro de la

mía cuando Eric se empotra totalmente en mí,

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mientras notamos que nuestros fluidos resbalan

por nuestras piernas. Me abrazo a él y el ritmo se

detiene mientras me besa el pelo. Durante varios

minutos no nos movemos, sólo nos abrazamos

hasta que él coge una toalla seca y me la echa por

encima. Tiemblo.

Con el pelo mojado sobre la cara, Eric comienza

a repartirme un millón de dulces besos mientras

me retira el cabello. Sigo sentada sobre él y su

erección disminuye en mi interior cuando

escucho jadeos e imagino que los otros juegan en

la habitación.

—Eric.

—¿Sí, cariño?

—¿Te encuentras bien?

Sonríe al notar mi preocupación por él.

—Perfectamente, mi amor, ¿y tú?

—Extasiada.

—¿Mi castigo ha sido muy duro?

Sonrío y lo beso por el cuello.

—Tus castigos me vuelven loca.

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Ambos reímos y Eric me mira a los ojos.

—Espero que no hayan sido muy duros para ti.

—Yo más bien diría placenteros.

—¿Incluso con Marisa y Mario?

Asiento como una niña pequeña.

—Incluso con ellos.

Eric me da un beso en la punta de la nariz y

susurra:

—Me vuelve loco verte disfrutar, cariño.

Ofrecerte es un placer para mí. Me provoca un

morbo que no puedo remediar y…

—¿Te estás disculpando por ello?

Veo que asiente y murmura:

—Jud… tengo que hacerlo. Estos juegos no

entraban dentro de tu vida. Sé que lo haces por

mí y…

—… y me gustan —lo interrumpo—. Me

encanta que me ofrezcas mientras tú miras. Eso,

aunque no lo creas, me produce el mismo placer

que a ti. Y si a ti te enloquece que Björn, Marisa o

quien decidamos se meta entre mis piernas y

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juegue conmigo, yo lo acepto. Lo acepto gustosa

porque disfruto tanto que un día voy a explotar.

—¿Estás segura, cariño?

Abro los ojos y lo miro. Acerco mi nariz a la

suya y siento la necesidad de preguntar:

—¿En Alemania seguiremos jugando?

Aquello lo pilla de sorpresa. Mi pregunta le

afirma lo que él lleva deseando escuchar y me

abraza encantado, antes de devorarme la boca.

—En Alemania te prometo todo lo que quieras.

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60

A la mañana siguiente, Eric y yo llegamos a la

oficina por separado. Está emocionado por mi

próximo traslado a Alemania y yo también. Por

suerte tengo algo de ropa en su hotel y me

cambio para no ir con lo mismo del día anterior.

No le he explicado el episodio vivido con

aquellas mujeres y decido callar. En realidad, no

pasó nada y, si se lo cuento, se enfadará conmigo.

Miguel, como cada mañana, viene a buscarme.

Nos vamos a tomar un café antes de comenzar a

trabajar.

Acepto encantada y me siento frente a la puerta.

Sé que Eric entrará de un momento a otro y me

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buscará con la mirada. No falla. Diez minutos

después, el hombre del que estoy completamente

enamorada entra por la puerta y, tras ver dónde

estoy sentada se sienta enfrente de mí.

Miguel y yo seguimos charlando y observo

disimuladamente a Eric desayunar. Su elegancia

para untar la mantequilla en el cruasán me tiene

totalmente ensimismada. En un par de ocasiones,

nuestras miradas se cruzan, sé que está feliz por

mi decisión de irme con él a Alemania y tengo

que hacer grandes esfuerzos para no reír como

una tonta.

Cuando acabamos el desayuno, Miguel y yo nos

levantamos y Eric hace lo mismo. Lo veo salir y,

cuando llegamos al ascensor, está esperando con

las manos metidas en los bolsillos y su gesto serio

e inescrutable. Al vernos, nos mira.

—Buenos días, señorita Flores. Señor Morán.

—Buenos días, señor Zimmerman —decimos al

unísono.

Las puertas del ascensor se abren y los tres nos

metemos en él. Damos a la planta diecisiete, pero,

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mientras sube, el ascensor se para en otras

plantas y coge a más personas. De pronto, siento

que Eric roza mis nudillos con los suyos y sonrío.

Cada vez es más difícil estar juntos sin tocarnos.

Cuando las puertas se abren en nuestra planta,

los tres nos bajamos pero Eric toma un camino

diferente al nuestro.

—¿Tú crees que Iceman sonríe alguna vez? —

cuchichea Miguel, al ver que se aleja.

—Pssss… no sé.

—A ese tío lo que le hace falta es un buen polvo.

Verías cómo sonríe.

Eso me hace soltar una carcajada. Si Miguel

supiera lo que yo sé, se quedaría de piedra, pero

prefiero seguirle el rollo.

—Estoy totalmente convencida.

Entonces aparece mi jefa, nos mira y con su voz

chillona dice de malos modos:

—Judith, sobre tu mesa he dejado varias

carpetas. Necesito que fotocopies lo que hay en

ella y después lo lleves a mi mesa. Miguel, creo

que te buscan en tu departamento. Vamos, ¡a

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trabajar!

Prosigo mi camino sola hasta el despacho. Una

vez allí, veo las carpetas de mi jefa y me

encamino hacia la fotocopiadora. Hago lo que ella

me pide y después contesto varios correos de las

delegaciones. Sobre las once, entro en el archivo.

Necesito varios papeles que me han pedido los

delegados. Me encuentro ensimismada con ellos,

cuando oigo una voz a mi espalda.

—Mmmmm… reconozco que encontrarte en el

archivo me sugiere mil perversiones.

Sonrío. Es Eric, que me observa desde la puerta.

—Señor Zimmerman, ¿desea algo?

Sus ojos pasean por mi cuerpo.

—¿Qué tal una vueltecita? Me encanta cómo te

quedan esos pantalones.

Lo complazco y hago lo que me pide. Doy una

vuelta sobre mí misma y, cuando la termino,

pregunto:

—¿Contento?

—Sí… aunque lo estaría más si te desnudaras

y…

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—¡Eric!

Con las manos en los bolsillos, sonríe.

—Nena… —murmura sin acercarse a mí—. Pero

si me provocas…

—¡Tendrás morro! —Río y, cuando veo que se

acerca, levanto una mano y murmuro—: ¡Stop!

Eric se para.

—Fuera de mi archivo. Estoy trabajando y no

quiero que me despidan por hacer cosas en el

trabajo que no debo, ¿entendido?

Eric da otro paso hacia mí.

—Mmmmm… estás tan guapa cuando trabajas.

Ven aquí y dame un beso.

—No.

—Vamos… lo estás deseando tanto como yo.

—Eric, alguien nos puede ver…

Pone cara de bueno y hace un gesto con la

mano.

—¿Uno chiquitito?

Resoplo… pero me acerco a él y le doy un beso

en los labios. Inmediatamente, Eric me coge de la

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cintura, me apoya contra los archivadores y me

mete su lengua en la boca. Me devora y yo me

dejo llevar.

—Dios… pequeña ¿Qué voy a hacer contigo?

—De momento, soltarme —me quejo—. Me

estoy clavando el pomo de la puerta del

archivador en el culo.

Me suelta rápidamente.

—¿Te duele? —pregunta, preocupado—. ¿Te he

hecho daño?

—Noooooooo… —Río—. Sólo lo he dicho para

que me soltaras.

De nuevo veo la guasa en sus ojos. Se repasa los

labios con la lengua y da un paso hacia atrás. Me

mira, levanta un dedo y antes de marcharse dice:

—Que sea la última vez, señorita Flores, que me

incita a hacer algo que yo no quiero. Póngase a

trabajar y deje de insinuárseme.

Veo cómo sale del archivo y sonrío. La felicidad

que Eric me provoca no es comparable a nada en

el mundo. Cuando salgo, lo veo hablando por

teléfono. Cuando cuelga, pasa por mi lado y,

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aunque no me mira directamente, sé que me ha

mirado. Ambos regresamos a nuestros trabajos.

A la una me avisan de recepción. Un mensajero

trae un ramo de rosas. Cuando el mensajero

aparece e indica que el precioso ramo de rosas

rojas de tallo largo es para mí, me quedo sin

palabras. Cuando se va, saco la tarjetita y leo:

«Como dice nuestra canción: te llevo en mi mente

desesperadamente».

Me quedo boquiabierta mirando la tarjeta con el

ramo en las manos. Leer eso me hace sonreír. Eric

es tan romántico en la intimidad que me

encantaría que todo el mundo lo supiera. Mi jefa,

que en ese momento pasa por mi lado, se queda

mirando el ramo de flores.

—Qué maravilla. ¿Quién me manda esta

preciosidad?

—Me lo han enviado a mí.

Su cara se contrae al escuchar eso, se da la

vuelta y se marcha. No le ha hecho gracia saber

que yo puedo recibir flores maravillosas.

Emocionada, saco uno de los jarrones que guardo

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para cuando llegan flores, lo lleno de agua y lo

pongo sobre mi mesa.

Eric aparece en el despacho, me mira y sin

cambiar su habitual gesto serio dice:

—Bonitas flores.

—Gracias, señor Zimmerman.

—¿Algún admirador secreto?

Sonrío como una boba.

—Mi novio, señor.

Eric asiente, se da la vuelta y se mete en su

despacho. Esa tarde cuando llego a casa, Eric

llega quince minutos más tarde y, con posesión y

deleite, me hace el amor.

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61

El viernes, Eric me invita a cenar a un

restaurante maravilloso. Ponemos fecha a nuestro

cambio de residencia y decidimos que será para

mediados de enero. Mi pisito es mío, en

propiedad. Cuando me mudé a Madrid, mi padre

me ayudó a comprarlo y, tras nuestra

conversación, decido no venderlo, ni alquilarlo.

Será un piso que siempre tendré para cuando

quiera regresar a Madrid de visita.

Esa noche, a pesar de la felicidad que veo en la

mirada de Eric, intuyo que le duele algo la

cabeza. Lo he visto tomarse dos pastillas. Pero no

quiere hablar de ello. Se niega. Sólo quiere hablar

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de nosotros y de nuestra próxima vida en

Alemania.

Tras la cena, cuando nos vamos del restaurante,

nos encontramos con unos amigos suyos en la

calle. Una pareja. Nos saludamos. Y en un

momento dado Eric me pregunta:

—¿Te apetece que invite a Víctor al hotel para

jugar los tres?

Mi corazón bombea con fuerza y asiento. Eric

sonríe.

—Voy a hablar con él. Seguro que no dice que

no.

Eric y Víctor se alejan un metro de mí y de la

chica que va con él. Se llama Loli y es muy

simpática. Las dos hablamos, mientras yo

observo a los dos hombres. De pronto, veo que a

Eric le suena el móvil, atiende la llamada y deja

de sonreír. Tras eso, se acerca a mí y dice:

—Nos vamos.

Víctor y Loli se quedan donde estaban y observo

que entran en el restaurante. ¿Qué habrá pasado?

En el camino de vuelta está más callado de lo

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normal. Intento hablar con él, bromear, pero no

entra en el juego. Finalmente me callo. Cuando

Eric se pone así, mejor dejarlo.

Cuando llegamos al hotel, Eric pide que nos

traigan una botella de champán. Yo me quito los

zapatos y me siento al borde de la cama. Tengo

ganas de jugar. La proposición de Eric me ha

excitado mucho.

Eric se desprende de la chaqueta, la deja

perfectamente colocada en el galán de noche y me

mira. Suena la puerta y mi corazón aletea. Pero el

aleteo se relaja cuando veo entrar al camarero con

dos copas y la botella de champán.

En cuanto nos quedamos solos, Eric descorcha

la botella, sirve dos copas y cuando me da una

murmura en un tono frío y distante:

—Presiento que mi proposición te ha alterado,

¿verdad?

Pienso mi respuesta. Podría mentir, pero no

quiero.

—Sí…

Eric asiente, da un trago a su copa y pregunta:

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—Te gusta mucho que te ofrezca a otros

hombres, ¿verdad?

—¡Eric!

—Responde, Jud.

Resoplo y murmuro:

—Sí, me gusta.

Se sienta a mi lado y toca con delicadeza mi

rodilla.

—Te aseguro que eso me gusta mucho a mí

también y espero ofrecerte a otros.

—¿Otros?

—Sí… otros. Mis juegos son muchos y estoy

seguro de que desearás seguir jugando, ¿verdad?

Calor… calor… y más calor… ¡ya comienza mi

calor!

Eric vuelve a llenarme la copa de champán y me

saca de mi ensoñación.

—¿Te gustaría volver a jugar con una mujer?

Sorprendida, me encojo de hombros.

—No.

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—¿Seguro? —insiste.

Su insistencia me inquieta. Cuando voy a decir

algo, él me agarra del brazo y me mira

profundamente.

—¿Por qué no me dijiste que Marisa y tú os

conocíais?

Eso me pilla totalmente descolocada.

—¿Cómo dices?

—Quiero saber cuándo sueles ver a Marisa.

—Yo no suelo verla.

Con la mirada velada por la furia, murmura:

—No me mientas, maldita sea.

—No te miento. Ella va a mi gimnasio y nos

hemos visto allí en un par de ocasiones. Nada

más.

En ese instante creo que debo explicarle lo que

llevo callando tanto tiempo cuando Eric estalla.

—¡Maldita sea, Judith! No soporto la mentira.

¿Por qué no me dijiste que ya os conocíais cuando

vino el otro día al hotel?

—No… no lo sé… yo…

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Fuera de control, Eric se aleja de mí.

—Será mejor que te vayas, Judith. Estoy

terriblemente enfadado y no quiero hablar.

—Pero yo quiero hablar contigo y no quiero

dejar las cosas a medias como siempre hacemos

cuando te enfadas.

—Jud… —gruñe.

—Eric, ¡tenemos que hablar! De nada sirve que

las cosas se queden así. ¿No te das cuenta?

Se agarra la cabeza. Ese gesto me hace ver que

no está bien. Veo que abre su neceser y se toma

otro par de pastillas. Eso me altera. No quiero

verlo sufrir. Sale del dormitorio y me quedo sola.

Instintivamente, me siento en la cama, me pongo

los zapatos y sin decir nada más salgo yo

también. Lo veo en la terraza, mirando al

horizonte. Me acerco a él.

—¿Te duele la cabeza?

—Sí.

—¿De verdad quieres que me vaya?

—Sí.

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—Eric, cariño, no sé qué te han explicado pero

es una tontería, créeme.

—Le diré a Tomás que te lleve a tu casa.

—No.

—Sí. Él te llevará a tu casa. Adiós, Jud. Hasta

mañana.

No me mira. No se mueve y, al final, me doy

por vencida. Me vuelvo y, con el corazón

dolorido, me marcho.

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62

Suena un ruido. Me sobresalto. Es el teléfono.

Salto de la cama. Miro el reloj. Las cinco y

veintiocho.

Asustada, corro a contestar. Si alguien llama a

esas horas, no puede ser por nada bueno.

—¿Sí?

—Cuchufleta… soy yo.

¿Mi hermana?

La mato… ¡Yo la mato! Pero, al escucharla

llorar, me asusto.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

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—Estoy mal… muy mal. He discutido con Jesús,

se ha marchado de casa a las nueve de la noche y

mira qué horas son y no ha vuelto…

Llora… y llora y llora e intento tranquilizarla.

—¿Dónde está Luz?

—Durmiendo en casa de una amiguita. Por

favor, necesito que vengas.

—De acuerdo… voy para allá.

Cuelgo el teléfono y resoplo. Mi hermana y sus

histerismos… Menos mal que es sábado y no

tengo que ir a trabajar. Pienso en Eric. ¿Lo llamo?

Puede que esté despierto, pero al final decido no

molestarlo. Conociéndolo, seguirá enfadado por

lo que ocurrió el día anterior. Con rapidez me

lavo los dientes, la cara, me pongo unos

vaqueros, una camiseta y una chaqueta. Hace

fresquito.

Bajo a la calle y me monto en mi coche. Arranco.

Mi hermana no vive lejos, pero a esas horas no

me apetece ir caminando. Pongo la radio y

tarareo mientras conduzco. Veo un hueco para

aparcar frente al portal de mi hermana, paro,

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meto la marcha atrás y cuando miro por el espejo

retrovisor me quedo sin respiración al ver que un

coche se abalanza y finalmente choca contra mí.

Murmullos… murmullos… oigo murmullos.

No puedo abrir los ojos, me pesan. No sé dónde

estoy ni qué me pasa. Entonces recuerdo el coche

abalanzándose sobre mí y soy consciente de que

he tenido un accidente. Sirenas. El ruido de las

sirenas me hace abrir de golpe los ojos y me

encuentro en una ambulancia con dos hombres

mirándome y con gasas con sangre en las manos.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Sí… no… no sé.

—¿Cómo se llama?

—Judith.

—Muy bien, Judith, no se asuste. Unos chicos

que iban bebidos le han dado un golpe con su

coche. La vamos a llevar al Clínico para que se

hagan una revisión.

—¿Esa sangre es mía?

Uno de los jóvenes enfermeros que me atiende

asiente.

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—No se asuste, pero sí.

—Pero ¿es sangre? ¿De dónde es?

—Del labio y de la nariz. No ha saltado el airbag

de su coche y se ha golpeado contra el volante,

pero no se preocupe, no es nada grave.

De pronto, escucho unos chillidos y los

identifico rápidamente. ¡Mi hermana! Intento

incorporarme para que me vea y sepa que estoy

bien pero no puedo. Me duele horrores el cuello.

—Por favor, la que chilla es mi hermana.

¿Pueden dejar que me vea para que se

tranquilice?

El muchacho accede y sonríe.

—Por supuesto. Si quiere, puede acompañarla

en la ambulancia.

Dos segundos después, veo aparecer a mi

hermana con su batita azul de guata. Está pálida.

Me ve y sus gritos se convierten en gemidos de

terror.

—¡Ay, Dios mío…! ¡Ay, Dios mío! Cuchu…

¿qué te ha pasado? ¿Estás bien? Todo por mi

culpa, ¡mi culpa! Yo te he pedido que vinieras a

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casa. ¡Oh, Dios mío…! ¡Dios mío! Cuando he

escuchado las sirenas y he visto el coche… ¡Oh,

Dios! Como te pase algo, yo me muero, ¡me

muero!

Uno de los jóvenes que nos atienden, al ver su

estado de histerismo, se dirige a ella.

—Si no se tranquiliza, la vamos a tener que

atender a usted, señora. Su hermana está bien. Un

coche la ha embestido por detrás, pero su estado

es bueno, tranquilícese.

—Raquel —murmuro dolorida—. Tranquilízate,

¿vale?

Hace un gesto con la cabeza, mientras unos

enormes lagrimones le chorrean por la cara. Me

coge la mano y la ambulancia arranca. Cuando

llegamos a Urgencias, la miro y digo:

—Quédate con mi bolso y no llames a papá. No

lo asustes, ¿de acuerdo?

Como una magdalena, me dice que sí y los

enfermeros que llevan la camilla me meten para

adentro para atenderme. Me hacen varias

radiografías del cuello y del hombro porque les

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digo que me duele y cientos más de cosas. Estoy

cansada, dolorida y me quiero ir a mi casa. Pero

allí todo es lento… muy lento.

Cuando salgo tres horas después con un collarín

en el cuello, un chichón en la frente y los labios

hinchados, me sorprendo al ver a mi hermana, a

mi cuñado y a Eric.

El primero en llegar a mí es Eric. Su gesto me

hace saber el susto que tiene por lo ocurrido. Me

abraza con delicadeza y no dice nada. Su manera

de abrazarme y la tensión que noto en su cuerpo

hablan por sí solos. El abrazo es interminable,

tanto, que finalmente tengo que susurrar:

—Eric, estoy bien, cariño, de verdad.

Mi hermana nos observa y, cuando Eric me

suelta, la veo llorar de nuevo.

—Anda, ven aquí y deja de llorar, que no me ha

pasado nada.

Raquel me abraza y llora desconsoladamente,

mientras mi cuñado se acerca.

—¿Estás bien?

Sonrío lo mejor que puedo.

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—Sí, y por favor… haced el favor de dejar de

discutir. En una de éstas, me matáis.

—Lo siento. Ha sido todo culpa mía —se

disculpa Jesús.

Me suelto de mi hermana y agarro a mi cuñado

del brazo.

—No digas tonterías. Estas cosas pasan porque

sí y ya está. Por cierto, no habréis llamado a papá,

¿verdad?

Mi hermana niega con la cabeza y yo se lo

agradezco.

Cuando salimos del hospital, mi hermana y mi

cuñado se empeñan en llevarme a su casa. Eric,

por su parte, insiste en que me vaya con él al

hotel. Al final, me planto.

—Quiero irme a mi casa, por favor

¡entendedme!

Eric mira a mi hermana.

—Yo la llevaré a casa y me quedaré con ella.

Raquel asiente pero, antes de marcharse,

responde:

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—Descansa. Después de comer pasaré por tu

casa para verte y llamaremos a papá.

Cuando mi hermana y su marido se van, veo

aparecer el coche de Eric. Tomás, al ver mi

estado, se baja rápidamente.

—¿Se encuentra bien, señorita?

—Sí, no te preocupes, Tomás. No es tan malo

como parece.

En cuanto estoy en el interior del vehículo,

cierro los ojos y me recuesto sobre el respaldo.

Estoy dolorida y cansada. Eric se acerca a mí, me

da un beso en la frente. Abro los ojos.

—¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?

—Sí, cariño. No te preocupes por eso, ni por

nada. Ahora sólo me importas tú. Sólo tú.

Sus palabras y la ternura con que las dice me

indican que la discusión está olvidada. Sonrío y le

acaricio la cara con cariño.

—¿Te ha llamado mi hermana?

Me coge la mano y la besa.

—Te mandé un mensaje y ella me llamó —

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acerca su frente a la mía y murmura—: Jamás en

mi vida lo he pasado peor, cariño. Cuando tu

hermana me ha llamado, llorando… y yo oía sus

sollozos y sólo entendía… Judith… ambulancia…

accidente… he creído morir.

—Exagerado.

—No, exagerado no. Te quiero y no quiero que

te pase absolutamente nada. El rato que he

pasado hasta que te he visto ha sido horrible.

Desconcertante. No se lo deseo ni a mi peor

enemigo. Me siento culpable. Si no te hubiera

echado de mi lado, nada de esto hubiera pasado.

—Eric, tú no tienes la culpa de nada.

—No estoy de acuerdo con lo que dices. Me

siento fatal. —Al ver que resoplo, me da un

delicado beso en la comisura de los labios—. ¿Te

encuentras bien?

—Sí… —E intentando que sonría añado—:

Como verás, de ésta ¡no te libras de mí!

Los labios se le curvan pero está demasiado

tenso.

—De ahora en adelante, yo te cuidaré.

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Por la tarde, tras haber descansado toda la

mañana, mi hermana y mi cuñado llegan a mi

casa con mi sobrina y mogollón de comida. Mi

hermana la mete en el frigorífico mientras

observo que le da instrucciones a Eric que sólo

dice que sí, aunque sé que no se está enterando

de nada.

Tras llamar a mi padre y explicarle lo ocurrido,

me relajo. Él, a pesar del susto inicial, tras hablar

conmigo, con mi hermana y con Eric sé que se ha

quedado más tranquilo. Mi hermana y Jesús

están en la cocina hablando. Tienen que hablar.

Eric está viendo un partido de baloncesto en la

televisión, cosa que me sorprende, ya que no

sabía que le gustara el baloncesto. Mi sobrina

Luz, que está sentada entre los dos, pregunta:

—¿Eres el novio de mi tita?

Al escuchar aquello Eric la mira.

—Sí.

—¿Y te vas a casar con ella?

—Pues no lo hemos hablado —responde

sorprendido.

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—¿Y por qué no lo habéis hablado?

—Porque no.

—¿Y por qué no?

—Algún día.

—¿No te quieres casar con ella?

Eric clava su mirada en ella.

—Vale, Luz… lo hablaré con ella.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Quizá cuando se recupere, ¿te

parece?

—¡Genial! ¿Tú quieres ser mi tito?

—Sí.

—¿Y por qué?

Eric comienza a desesperarse. Mi sobrina puede

llegar a ser exasperante, así que decido acudir en

su auxilio:.

—Luz, ¿quieres irte a mi habitación a ver

dibujos?

A la pequeña le cambia la cara. Sonríe y sale

escopeteada hacia allí. Eric me mira a los ojos y

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sonríe.

—Gracias, cariño.

—De nada. —Curiosa, pregunto—: ¿Flyn no es

así?

—No. Es totalmente diferente. Ya lo verás.

Aquella noche, cuando Eric y yo nos quedamos

solos en mi casa, se ocupa totalmente de mí. En

un cuaderno se apunta la medicación que tengo

que tomar y los horarios, y me sorprendo al ver

lo apañado que puede llegar a ser para atender a

un enfermo. Eso me hace recordar que está

acostumbrado a cuidarse desde hace tiempo. No

hace referencia a nuestra discusión y se lo

agradezco. Cuando nos acostamos, me da un

beso en los labios.

—Descansa, cariño. Yo me ocuparé

absolutamente de todo.

El lunes, cuando Eric se va a trabajar, viene mi

hermana para tomarle el relevo. A las once, me

llega un mensaje al móvil. Es Miguel que dice:

«Acabo de enterarme de que eres la novia de Eric

Zimmerman. Zorrona, ¡qué callado te lo tenías!

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Ya me contarás. Un besito y recupérate».

Cuando dejo el móvil sobre la mesa no sé si reír

o llorar. Oficialmente ya soy su novia.

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63

La baja dura tres semanas y la aprovecho para

hacer una última limpieza en casa y comenzar a

guardar en cajas las cosas que me quiero llevar a

Alemania. Eric quiere comprarme un coche más

seguro y resistente pero yo me niego. Mi Seat

León me encanta. Mi seguro lo arregla en un

tiempo récord, y supongo que ha sido Eric quien

les ha metido caña. Queda como nuevo.

Eric me cuida con mimo y me ayuda con las

cajas. No me voy a llevar muchas cosas, excepto

ropa, fotos, libros y mi música. El resto quiero

que se quede todo aquí y, a medida que pase el

tiempo, me lo iré llevando poco a poco.

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El día que aparezco en la oficina todos me

miran. Me observan con curiosidad. Saben que

soy la novia del jefazo y hacen eso que tanto odio:

¡cuchichear!

Miguel se acerca a mí nada más verme.

—Ahora que eres la novia del jefe, ¿desayunas

conmigo? —pregunta con guasa.

Lo miro divertida.

—Anda, petardo… vamos.

En el camino se preocupa por mi estado de

salud. Le explico mi accidente y él me escucha

horrorizado. En la cafetería, cuando voy a pagar,

los empleados no me dejan. Tienen orden del

señor Zimmerman de no cobrar nada de lo que

yo consuma. Todo se pone a su cuenta.

Cuando regreso a mi puesto de trabajo, mi jefa

sale a saludarme. Su tono de voz ahora es suave e

incluso intenta ser agradable conmigo. Menuda

perraca es ésta. Ahora que sabe que soy la novia

de Eric me lleva entre algodones.

A los diez minutos de llegar, veo que entra una

chica al despacho y se sienta a la mesa que era de

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Miguel. Me mira y pregunta:

—¿Eres Judith?

Asiento y añade.

—Soy Claudia, la nueva secretaria del señor

Zimmerman mientras esté en España.

Sorprendida, la miro. Eric no me ha comentado

nada en el tiempo que he estado de baja, pero no

me extraña, Eric no ha querido hablar

absolutamente nada del trabajo en mi

convalecencia. Incluso quería que el médico me

ampliara la baja, pero yo no lo permití. Eso lo

hizo enfadar, pero a mí me dio igual. Mi baja se

finaliza y yo comienzo a trabajar.

Cuando Eric entra por la puerta, me mira. Yo

también lo miro.

—Buenos días, señor Zimmerman.

Suelta el maletín sobre mi mesa, se acerca a mí y

me da un beso en los labios que deja a mi jefa y a

la nueva secretaria tiesas. Tras aquel más que

deseado beso, murmura:

—Buenos días, Jud. ¿Te encuentras bien?

Aturdida por aquel recibimiento, no sé adónde

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mirar mientras veo que Eric retiene sus ganas de

reír. Finalmente sonrío.

—Buenos días, Eric. Me encuentro bien y

dispuesta para trabajar.

Mi jefa, encantada de haberse conocido, dice:

—Pero qué bonita parejita hacéis los dos.

¡Falsa! La conozco y veo la falsedad en sus ojos

y en cómo me mira.

—Gracias —responde Eric.

Mi jefa me repasa de arriba abajo. Sigue sin

creer lo que ve.

—¡Oh, qué anillo más bonito llevas! ¿Es lo que

imagino?

Eric coge mi mano, me besa los nudillos y añade

con posesión:

—Un diamante para mi precioso diamante.

Sus palabras me acaloran, sobre todo al ver

cómo me miran esas dos. Finalmente, tras un

incómodo silencio, mi jefa se vuelve hacia mí.

—Judith, ella es la nueva secretaria de Eric. Se

llama Claudia Sánchez y es mi hermana pequeña.

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Ella ocupará tu puesto cuando tú te traslades a

Alemania.

Me quedo pasmada… ¿Por qué no me lo ha

dicho ella al presentarse? Y, especialmente, ¿por

qué ya están haciendo planes sin hablar antes

conmigo?

—Una secretaria muy eficiente, por cierto —

añade Eric.

Ese halago me molesta, pero disimulo.

—Gracias, señor Zimmerman —responde la

joven, encantada—. Para mí es un placer oírlo

decir eso. Estoy encantada de que esté satisfecho

con mi trabajo.

Esa sonrisita de zorra me la conozco. Es igualita

a la de su hermana y sé que no va a deparar nada

bueno. Con disimulo, observo cómo se humedece

los labios para mirar a Eric y eso me molesta.

—Claudia es un cerebrito, además de listísima y

monísima —dice mi jefa—. Por cierto, Claudia,

dile a Judith los idiomas que hablas.

La joven pestañea y se toca el cabello.

—Alemán, francés, inglés, ruso y algo de chino.

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—Impresionante —comenta Eric.

¡Vaya! La tía es un portento… pero como siga

humedeciéndose los labios, se los va a tragar de

un puñetazo.

Durante un rato hablan delante de mis narices,

mientras observo cómo ésa sonríe. En sus ojos

puedo ver que le encanta su jefe y, en cierto

modo, la entiendo. ¿A quién no le gusta Eric?

Finalmente, él da por finalizada la charla y se

mete en su despacho. Pero, cuando suena el

teléfono de Claudia y ésta entra en él, me

inquieto como nunca lo había hecho.

Apenas puedo mirar mi ordenador. Sólo puedo

mirar con disimulo hacia el despacho de Eric. Dos

minutos después, Claudia sale.

—Voy a por un café para mi jefe.

Cuando ésta se marcha, me levanto y entro

como un miura en el despacho de mi novio. Él

me mira y yo, con los celos instalados en mi cara,

pregunto:

—¿Qué es eso de ofrecerle a otra mi puesto sin

contar conmigo? —Al ver que no contesta,

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insisto—: ¿Cuándo me ibas a decir que tienes

nueva secretaria?

Eric suelta el bolígrafo que tiene en las manos.

—¿Algún problema, Jud?

—No… yo no tengo ningún problema, pero por

lo que veo tú sí lo has tenido para no

explicármelo.

Divertido, Eric, frunce los ojos.

—¿Estás celosa de Claudia?

—No.

—¿Entonces?

Malhumorada, me retiro el flequillo de la cara.

—Deja de mirarme con esa sonrisita tonta o te

juro que te abro la cabeza con el macetero.

Eric suelta una carcajada que retumba en el

despacho. Se levanta, da la vuelta a su mesa y

cuando llega a mi lado, sin tocarme, cuchichea:

—Mmmm… sabes que ese carácter tuyo tan

español me enloquece.

Al verlo tan cerca de mí, levanto el mentón y

cierro los ojos con fuerza.

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—¡Diosssssssss…! ¿Por qué no me has dicho

nada? Se supone que es mi trabajo y ya se lo has

dado a otra.

—Cariño. Ella se ocupará de mis asuntos el

tiempo que me queda en España y al mismo

tiempo se va enterando de lo que tú haces. Así,

cuando no estés, todo funcionará como hasta el

momento. Tengo que pensar en el buen

funcionamiento de la empresa.

Sin prestar atención a lo que me ha dicho,

respondo enfadada:

—Pero ¿tú has visto cómo te mira? Sólo me han

hecho falta cinco minutos con ella para saber que

le gustas y…

—Pero a mí quien me gusta eres tú… cuchufleta

—me corta—. Y el resto de las mujeres, incluida

Claudia, no son absolutamente nada para mí.

Sólo tú. Métetelo en esa preciosa cabecita, ¿vale?

Y si no te había dicho nada es por evitarte

quebraderos de cabeza, ¿y sabes por qué? Porque

en Alemania quiero que descanses de horarios y

vivas como una reina. Quiero que seas feliz

haciendo lo que te gusta y te des todos los

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caprichos del mundo. Pero si quieres trabajar, no

te preocupes. Te prometo que habrá un puesto de

trabajo allí para ti.

De pronto me doy cuenta de lo ridícula que

debo de parecer y cierro los ojos.

—¡Diossssssssssss, qué vergüenza! ¿Qué estoy

haciendo?

Eric sonríe pero, cuando va a responder, la

puerta se abre y aparece Claudia con el café. El

teléfono suena, ella lo coge y, tras decirle que es

una llamada desde Alemania, yo salgo y cada

uno continúa con su trabajo.

A la una, Eric sale de la oficina. Tiene una

comida y yo decido ir al Vips a comer. Cuando

regreso, al pasar por una floristería, se me ocurre

algo. Sonrío y me dejo llevar por mi impulso.

Encargo un bonito ramo de rosas para Eric que

me cuesta un pastón y en la tarjeta escribo:

Yo no sé hablar, ni francés, ni ruso, ni chino ¿me

renovarás el contrato? TQ. Cuchufleta.

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Dos horas después, cuando estoy tecleando en

mi ordenador oigo que suena el teléfono de mi

nueva compañera. Segundos después, ella se

levanta y veo entrar a un muchacho con un

bonito ramo de rosas. Claudia se sorprende y se

las lleva a Eric. Con disimulo, observo cómo ésta

se las entrega y sale del despacho. Él,

sorprendido, las mira. ¿Rosas para él? Pero

cuando abre la tarjetita y lo veo sonreír y

mirarme, no lo puedo evitar y sonrío. Instantes

después, suena mi móvil. Un mensaje de Eric:

«Tu contrato está renovado de por vida en mi

corazón. Te quiero».

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64

A primeros de diciembre, la madre de Eric

aparece por Madrid para ver con sus propios ojos

qué tal está su hijo. El pequeño Flyn, según me

dijo, iba a venir con ella, pero, al final, una de sus

trastadas se lo impidió y lo dejó en Alemania con

la tata. Su felicidad al ver tan feliz a Eric es plena

y más cuando habla de nuestro próximo traslado

a Alemania.

Sonia se emociona. Saber que su hijo regresa a

su hogar la llena de alegría y yo lo veo en su

mirada.

Aquella noche, cuando llego al restaurante y

veo a mi padre y a mi hermana con mi cuñado

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Jesús esperándonos, salto de felicidad. Eric lo ha

organizado todo sin decirme nada. Desea que

nuestras familias se conozcan y que lo nuestro sea

totalmente oficial. Esa sorpresa me gusta y más

cuando mi padre me da un beso y me murmura:

—Tú vales mucho, morenita, y él lo sabe.

La felicidad que siento al escuchar a mi padre y

ver su cara de orgullo es indescriptible. Él quiere

lo mejor para mí y sabe que Eric es mi felicidad.

A la cena se suman Andrés y Frida y, cuando

creo que ya no va a llegar nadie más, aparece

Marta con un amigo.

Todos brindan por nosotros, mientras Eric y yo

nos miramos embobados. Apenas puedo creer

que todo esto me esté pasando a mí. He

encontrado el amor cuando menos lo buscaba y

con la persona que menos esperaba. Eric es mi

mundo y mi vida y nada, absolutamente nada,

puede empañar mi felicidad y mi alegría.

Mi maravilloso novio está guapísimo con su

traje oscuro y su camisa azul. Es tan elegante

vistiendo que a veces temo no estar a su altura.

Su mirada me tiene loca. Se lo que piensa. Lo que

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desea y acercándome a él murmuro:

—Estoy deseando llegar al hotel.

—Mmmm, te estás volviendo una depravada,

cariño —cuchichea, mientras me besa el hombro.

Sonrío, mientras todos cenan tranquilamente a

nuestro alrededor.

—Tan depravada como tú. No hago más que

pensar en…

—¿Sexo?

Asiento y él sonríe.

—¿Qué te parece si esta noche jugamos?

Clava sus impresionantes ojos claros en mí.

—¿Quieres que juguemos esta noche?

Abro los ojos y sonrío.

—Sí.

Eric se mete un trozo de carne en la boca y, tras

masticarla, me pregunta al oído:

—¿Algún juego en especial?

Me rasco la mejilla y me encojo de hombros.

—Algo que sea para los dos.

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Eric asiente.

—De acuerdo. Haré una llamada.

Saber eso me altera y, debe de ser tan

escandalosa la cara que tengo, que murmura

entre risas.

—Cambia ese gesto, viciosilla.

Ambos sonreímos y ya no puedo dejar de

pensar en qué nos esperará en el hotel.

Cuando la cena se acaba, mi hermana y mi

cuñado se llevan a mi padre a su casa y Sonia

regresa al hotel. Frida y Andrés se marchan a su

casa, el pequeño Glen tiene un poco de fiebre y

ella está preocupada. Yo le pido a Eric regresar al

hotel pero él, divertido, me anima a ir a tomar

una copa con su hermana y su amigo. Acepto a

regañadientes. Pero para incitarlo no paro de

susurrarle al oído que estoy lista para lo que él

quiera. Y consigo mi propósito. Lo veo en su

mirada, pero decide hacerme sufrir un ratito más.

Como yo soy la que vive en Madrid y conoce los

locales de moda los llevo al Toopsie, lejos de

donde podría encontrarme con mis amigos. Si

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vieran a Eric se quedarían de piedra. Vestido con

su traje oscuro no tiene nada que ver con los

tatuajes y los piercings de mis amigos. Eso me

divierte. Y creo que, en cierto modo, eso, unido a

su fuerte personalidad es lo que me enamoró de

él.

En el Toopsie, Marta y yo bailamos divertidas.

Marta es una alocada como yo y pronto me doy

cuenta de que hacemos buena camarilla. Durante

un par de horas, los cuatro nos divertimos de lo

lindo y, cuando ponen música más íntima y

suena Blanco y negro, Eric me mira y dice:

—Señorita Flores, ¿sería tan amable de bailar

conmigo esta canción?

—Por supuesto, señor Zimmerman.

Cuando llegamos a la pista, Eric me abraza y

por primera vez bailo con él. Nunca había hecho

aquello y sentirme abrazada a él mientras suena

nuestra canción me parece lo más bonito que he

hecho en mi vida.

No hablamos. Sólo nos abrazamos mientras la

voz de Malú canta:

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Te regalo mi amor, te regalo mi vida,

Te regalaré el sol siempre que me lo pidas.

No somos perfectos, sólo polos opuestos.

Mientras sea junto a ti, siempre lo intentaría.

¿Y que no daría?

Eric me mira y, cuando acaba la canción,

murmura:

—Creo que ya ha llegado el momento de

llevarte al hotel.

—¡Por fin! —susurro, haciéndolo reír.

Mi felicidad es tan completa que creo que voy a

explotar de un momento a otro. Eric me lleva

hasta donde está su hermana y su amigo y nos

despedimos. Ellos se ríen al ver nuestras prisas

por marcharnos.

Al salir del local, aparece Tomás. Una vez

dentro del coche, Eric sube el cristal que nos

separa de él y dice, mientras se desabrocha los

pantalones y deja a mi vista su enorme erección:

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—Jud… móntate a horcajadas sobre mí. ¡Ya!

Sorprendida por esa urgencia sonrío y lo hago

encantada.

—Dios, nena… voy a explotar.

Me río y siento sus manos subir por mis muslos

hasta llegar a mi bonito tanga. Es nuevo. Pero de

un tirón seco me lo arranca.

—¡Eric!

—Te compraré cientos de tangas… no te

preocupes por eso. Ahora ábrete para mí.

—Muy bien, señor Zimmerman —susurro,

mientras él pone ante mí el tanga roto—. Una vez

roto mi tanga, ahora sólo espero que se comporte

y me folle como usted sabe.

—Oh, sí… pequeña, no lo dudes.

Mis palabras lo avivan y me penetra de un solo

movimiento. Mi boca se abre, sale un jadeo y

escucho su bronco gemido. Sí… su posesión me

aviva. Me aprieta contra él, jadeo.

—Así… ¿te gusta?

La sensación que me provoca me hace gemir con

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fuerza mientras él se introduce más y más en mí.

—Vamos, señorita Flores —musita en mi oído—

. Responda.

—Me gusta… sssí… sigue.

Jadeo. Mi cuerpo, electrizado y poseído por él,

se mueve ante un nuevo embiste más profundo.

Más implacable. Mi respuesta le ha gustado, me

sujeta con fuerza las caderas y se hunde una y

otra vez en mí hasta que yo grito. Agarrada a sus

hombros, me hace entrar y salir una y otra vez de

él. Un… dos… tres… y me aprieta con fuerza con

su erección y yo grito otra vez. Una… dos…

tres… y vuelve a hacerlo hasta que finalmente

nuestro baile me hace correrme y él eyacula

dentro de mí.

Durante unos segundos, sigo a horcajadas sobre

él. Siento sus besos en mi cuello y murmura:

—Esta noche vas a ser toda mía. Toda.

—Lo estoy deseando.

Sonríe. Su cara, su gesto, me demuestra su

felicidad.

—Levanta tu precioso cuerpo de mí con

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cuidado, pero no te apartes.

Divertida, hago lo que pide. Aprieta una

trampilla de la limusina y aparecen pañuelos de

papel. Coge uno y lo mete entre mis piernas, me

limpia. Eso me excita más y, cuando veo que su

glande vuelve a latir, sonrío y él me advierte:

—Señorita Flores… relájese y espere a llegar al

hotel donde continuaremos el juego.

Se limpia, se abrocha el pantalón y murmuro,

sentándome de nuevo sobre él:

—Te deseo… deseo morbo… que me

compartas… deseo lo que quieras.

—Mmmmm… —Sonríe y, acercándose a mi

boca, pregunta—: ¿Algún juego en especial?

—Tienes carta libre. Elige tú. Sólo deseo ser

totalmente tuya.

Se ríe y me besa. Dos minutos después el coche

se detiene. Bajo sin tanga y sigo a Eric hasta el

ascensor. Cuando entramos en la suite nos

quedamos en el salón. Allí nos espera una

cubitera fría con champán. Sabe lo que quiero y

yo sé lo que él quiere. Me mira de arriba abajo.

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—Despampanante.

Con coquetería me doy una vuelta ante él. Voy

con un vestido negro que me llega hasta las

rodillas, con un gran escote delantero y otro en la

espalda.

—Gracias —asiento divertida mientras miro a

mi alrededor y veo que no hay nadie.

Abre una botella de champán rosado, me

entrega una copa y le da un trago.

—Ven… sígueme.

Pasamos al dormitorio y, al entrar, veo que

sobre la cama hay varios juguetes. Calor. Mis

pezones se ponen tiesos y mi vagina se contrae.

Eric sube la música, después me abraza y me

besa en los labios.

—¿Preparada para jugar?

Asiento, respondo a su caliente beso.

Me agarra por la cintura, me eleva para

ponerme a su altura y me besa de nuevo.

—Precioso vestido… pero desnúdate.

Me suelta en el suelo y se sienta en la cama a la

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espera de que cumpla lo que pide. Sin dilación,

me quito el ancho cinturón que marca mis

caderas y después suelto los corchetes que hay

bajo mi pecho. El vestido cae a mis pies y quedo

sólo vestida con un bonito sujetador negro. No

llevo tanga, él me lo arrancó en el coche.

En ese momento, la puerta de la habitación se

abre y veo que entra una mujer pelirroja. No la

conozco. No sé quién es, pero sé a lo que ha

venido.

Camina hacia nosotros y Eric me informa:

—Se llama Helga. Es una colega de Björn que

curiosamente se aloja en el hotel y está de paso en

España.

Helga y yo nos saludamos y Eric añade:

—De entrada, quiero observaros, ¿te parece

bien, cariño?

Sé lo que disfruta él observándonos y sonrío.

Eric se desnuda y se sienta al borde de la cama.

La pelirroja pasea sus manos por todo mi cuerpo.

Sus dedos se paran en mi trasero y lo aprieta. Eric

sonríe y yo hago un mohín.

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De pronto se me ocurre algo:

—¿Y si soy yo quien te ofrece?

Eric me mira sorprendido. Yo levanto una ceja y

camino hacia la cama. Saco un preservativo de la

caja, se lo doy y le doy un beso en los labios.

—Póntelo.

Vuelvo a mi sitio inicial y Helga vuelve a

tocarme mientras Eric rasga con los dientes el

preservativo y se lo pone. Una vez está colocado,

me desplazo hacia un lado, cojo a Helga de las

manos y le susurro al oído bajo la enloquecida

mirada de Eric.

—Súbete a él y fóllatelo para que yo lo vea.

Helga se sienta sobre Eric, coge su erección y

poco a poco se clava en ella. Su cara lo dice todo.

Disfruta siendo penetrada. Me subo a la cama, me

pongo detrás de Eric y pido en su oído mientras

le toco el cuello.

—… chúpale los pezones.

Sin un atisbo de celos, veo cómo el hombre que

me vuelve loca hace lo que le pido. Le lame los

pezones, se los mete en la boca y los chupa

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mientras aquella mujer mueve sus caderas y lo

hace estremecer.

La respiración de Eric se acelera y la coge de las

caderas para penetrarla con más profundidad.

Eso me incita. Ver a Eric en acción me aviva y

deseo ser yo la que ocupe el lugar de Helga.

Jadeos… calor…

Helga gime, se echa hacia atrás y sus pechos

regresan a la boca de Eric, mientras él la penetra.

Fuerza. Posesión. Me gusta sentirlo así. Mi vagina

se contrae y le reparto cientos de besos por los

hombros.

—Disfruta, cariño… —le murmuro de nuevo al

oído—. Ahora quien te observa soy yo.

Eric echa la cabeza hacia atrás para que lo bese y

yo lo poseo con la boca, mientras el baile sexual

de ellos continúa durante varios minutos más. Al

final, Helga se arquea y grita. Eric se deja ir

mientras me besa. Abre la boca para soltar un

ronco gruñido y yo le muerdo los labios.

A diferencia de cuando soy yo la que está entre

sus brazos, Eric se quita de encima a Helga en

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cuanto termina. La joven, sin decir nada, va al

baño y escucho el agua correr. La respiración de

Eric comienza a serenarse, se tumba en la cama y

yo me pongo a su lado.

—Nunca me había ofrecido una mujer.

—Me alegra ser la primera y te aseguro que no

será la última.

Eric cuchichea.

—Es usted muy peligrosa, señorita Flores.

Nunca me deja de sorprender.

—Me gusta serlo y hacerlo, señor Zimmerman.

Lo beso y me responde con ardor.

Me abraza y, cuando Helga sale del baño, me

suelta.

—Voy a ducharme, cariño.

Eric desaparece y Helga se acerca a mí y me

acaricia la cintura.

—Ahora te quiero a ti.

Excitada, me acerco a ella. Me toca los pechos y,

con delicadeza, se agacha para metérselos en la

boca. Me toca la cintura y yo cierro los ojos

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mientras me dejo llevar por el placer de la lujuria.

Vuelvo a estar parada en el centro de la

habitación y ella se pone a mi espalda.

Sigue su recorrido y sube lentamente por mi

columna, cuando, de pronto, siento que me está

desabrochando el sujetador. Un corchete… otro…

otro… y la fina tela cae a mis pies. Sus hábiles

dedos pasean ahora por mis costillas, hacen

circulitos y, cuando me cogen los pechos, jadeo al

notar cómo me aprisiona los pezones.

Eric sale del baño y nos observa mientras se

sienta mojado en la cama. Helga me hace andar

hasta él y, agarrándome los dos pechos, se los

ofrece. Gustoso, los toma. Primero chupa uno.

Después el otro y, cuando los pezones erectos

están duros como piedras, los mordisquea como

sabe que me gusta.

Calor… calor… mucho calor.

Las manos de Helga vuelven a mi trasero y Eric,

al ver aquello, me agarra de las caderas y me

atrae hacia él. Pone sus labios sobre mi monte de

Venus y lo besa con mimo.

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—Ah… —Sale de mi boca.

Eric sonríe, se sienta al fondo de la cama y

vuelve a mover la cabeza. Helga me agarra de la

mano y me hace subir a ella. Me lleva hasta la

altura de Eric y me indica que me ponga boca

abajo. Quedo entre las piernas de Eric y ella se

sienta sobre mi trasero. Bambolea sus caderas

sobre mí y percibo la humedad de su entrepierna

justo en el momento en que su aliento está en mi

cuello. Pasea sus manos por mi cabeza y enreda

sus dedos en mi pelo.

Tira de él y me hace subir la cabeza. La erección

de Eric queda frente a mí. Me la mete en la boca y

yo la chupo. La succiono y la degusto. Lujuria.

Tener su enorme erección en mi boca me

enloquece. Lo miro y veo sus ojos brillantes.

Excitados. Helga bambolea otra vez sus caderas

sobre mí y hace como si me montara mientras

siento que con su mano libre me separa las

piernas y me toca los labios mayores.

Más calor… mucho…

Me suelta el pelo y se escurre por mi espalda.

Eric saca su pene de mi boca.

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—Tranquila, pequeña… hay tiempo.

Helga me hace ponerme a cuatro patas sobre la

cama. Me muerde las cachas del culo y mete uno

de sus dedos en mi interior. Curvo mi espalda en

busca de más.

Mete otro dedo y comienza a moverlos dentro

de mí. Inconscientemente, gimo mientras Eric

murmura:

—Así… déjate llevar.

Durante varios minutos, aquella mujer toca mi

cuerpo mientras Eric besa mi boca. No sé cuánto

tiempo ha pasado cuando Eric me toma por las

axilas y me da la vuelta. Me apoya contra su

pecho, me coge las piernas y me abre para Helga.

Su boca me saquea mientras Eric me ofrece a

ella y me susurra palabras cariñosas al oído.

Helga juega con mi sexo. Me chupa golosa… me

succiona. Juega con mi clítoris con mimo. Lo

hincha. Lo endurece. Lo sopla. Lo degusta como a

un bombón en su boca experta. Yo jadeo y me

abro para ella.

De pronto, pasa una pierna por debajo de mi

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cuerpo. Eric me ladea y noto su vagina contra la

mía. Su calor me hace gemir mientras siento una

especie de corriente eléctrica al notar que me

aprieta hacia ella. Su clítoris y el mío se

encuentran. Ambos están calientes y húmedos.

Hinchados y juguetones. Mil sensaciones

atraviesan mi cuerpo mientras Helga se mueve y

se restriega contra mí. Quiero que siga. Quiero

que no pare. Y cuando suelto un grito y noto la

humedad entre nosotras dos, se separa de mí, se

pone de rodillas y coge un vibrador rojo. Lo unta

de lubricante y lo mete centímetro a centímetro

en la vagina.

Calor… gemidos… calor. Eric, en mi oído, me

pide:

—Córrete… dámelo… córrete.

El vibrador de pronto se pone a rotar en mi

interior. Chillo y me retuerzo. Helga sonríe. Su

perversa sonrisa me hace ver que disfruta con lo

que hace, y murmura:

—Ahora voy a por tu apretado culito.

El vibrador sigue en el interior de mi vagina

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dando vueltas cuando coge otro más pequeño y

con forma de chupete. Lo impregna en lubricante,

lo lleva hasta mi ano y, animada por Eric, poco a

poco lo introduce. Entra en su totalidad.

—Así… cariño… así… quiero tu culo… lo

necesito.

Eric de pronto me suelta las piernas y me las

junta.

—No te muevas. No separes las piernas. No

quiero que nada salga de ti a excepción de jadeos

y gemidos.

El vibrador sigue girando en mi interior y

oleadas de placer recorren mi cuerpo. Eric y

Helga me observan mientras cada uno me chupa

un pezón y los vibradores continúan con su

función en mi interior. Arqueo la espalda y abro

la boca. Grito de placer. Voy a abrir las piernas y

entonces Helga se sienta sobre ellas y no me

puedo mover.

Eric se pone de pie sobre la cama y mete su

hinchada erección en la boca de Helga. Le coge la

cabeza y comienza a entrar y salir de ella con

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rapidez mientras ella lo agarra del culo para

facilitarle la tarea. Extasiada, los miro mientras

Helga se mueve sobre mí por las embestidas de

Eric y hace que los vibradores choquen en mi

interior el uno con el otro.

Me excita ver lo que veo. Me excita ver la cara

de Eric mientras le folla la boca y me excita que

Helga se mueva sobre mí. Ardo… grito y jadeo

cuando siento que me voy a correr. Calor…

mucho calor. Eric me mira y se corre sobre la

boca de Helga mientras yo me dejo llevar por el

increíble orgasmo que surge de mi interior.

Pero Helga quiere más. Busca más.

Y en cuanto se limpia la boca y se quita de

encima de mí, me abre las piernas y me saca

primero el vibrador de la vagina y después el del

ano. Sorprendida, veo que se pone algo y Eric

murmura:

—Es un arnés con un consolador de dieciséis

centímetros. Helga te va a follar.

La miro sorprendida. Nunca había visto aquel

aparato en vivo y en directo. Se termina de

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ajustar el arnés a la cadera y Eric me tumba en la

cama. Helga se pone sobre mí y me mete la punta

del consolador en la boca. Me hace chuparlo

mientras veo que mueve sus caderas dentro y

fuera de mi boca.

Excitada, me muevo y Eric me habla:

—Ahora soy yo quien te ofrece a ella. Te va a

follar, cariño, y después te vamos a follar los dos.

Estoy caliente. Muy caliente.

Helga se tumba sobre mí. Me chupa los pechos

y siento aquel consolador duro entre las dos. Mi

vagina se contrae. Mueve el consolador y lo

restriega por la parte interna de mis muslos y yo

jadeo.

—Ábrete para recibirla, Jud —susurra Eric.

Centímetro a centímetro, Helga mete el

consolador en mi vagina y, cuando lo tiene

totalmente dentro, lo saca. Disfruta con sus

movimientos. Entra… sale… entra… sale y

finalmente me hunde el consolador de nuevo.

Me agarra por la cintura y me folla como si

fuera un hombre. Dios, ¡me gusta! Me da un

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azote en el culo y vuelve a penetrarme. Un…

dos… tres… cuatro… cinco hasta seis

penetraciones seguidas y yo grito. Me arqueo

enloquecida y Eric me besa.

El orgasmo me llega cuando ella me sube las

piernas, me coge del culo y me aprieta contra el

arnés. Me sacudo enardecida. Helga se queda

quieta y deja el consolador en mi interior

mientras yo me relajo.

Cierro los ojos, mientras mi resuello se

normaliza.

Helga se quita de encima de mí y Eric me besa

con pasión. Busca mis labios y se deleita con ellos.

—Eres preciosa… perfecta…

Sonrío. Estoy aún extasiada y Eric, al verme los

labios resecos, se levanta y llena varias copas de

champán. Le da una Helga y me ofrece otra a mí.

—Bebe… te refrescará.

Sedienta, me siento en la cama, me bebo la copa

entera de champán y mi garganta agradece la

frescura. Dejo la copa y voy al baño. Necesito

refrescarme. Eric me sigue, se mete conmigo en la

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enorme ducha y murmura mientras el agua cae

sobre nosotros:

—Ahora te vamos a follar los dos.

—¿Los dos?

Me observa con su ardiente mirada desde su

altura.

—Sí

—Eric…

—Tranquila… pequeña… tu culito ya está

preparado. Helga se pondrá un arnés con un

consolador más pequeño e ira dilatando poco a

poco tu precioso trasero. Ese consolador se irá

agrandando si Helga bombea sobre ti. Ella me

allanará el camino. No te dolerá y yo tomaré

luego su lugar.

—Eric…

—¿Tienes miedo?

—Sí…

—¿Confías en mí?

El agua cae entre los dos y murmuro:

—Siempre, ya lo sabes.

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Sonríe y me da un dulce beso en los labios.

—Me gusta saberlo.

Un espasmo me recorre el cuerpo. Eric cierra el

agua y me seca con la toalla.

—Todo irá bien. Te prometo que cuando te

penetremos los dos lo disfrutarás.

Asiento y regresamos a la habitación. Allí veo a

Helga sentada en una silla con una copa de

champán en la mano. Miro su arnés. Esta vez es

rojo y el consolador que cuelga es mucho más

fino y pequeño. No se acerca a nosotros. Sólo nos

observa.

Nada más llegar a la cama, Eric se sube en ella y

se sienta en el centro, me guiña un ojo, me hace

sonreír y dice mientras indica que me siente a

horcajadas sobre él:

—Vamos, señorita Flores. Acceda a mis

caprichos. Móntese sobre mí.

Excitada, hago lo que pide. En décimas de

segundos da una vuelta sobre la cama y se queda

sobre mí. Me besa. Me acaricia. Dice maravillosas

y dulces palabras de amor y se ocupa de

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satisfacer todos y cada uno de mis deseos. Su

boca reparte cientos de besos en mi cuello, lame

mis pechos, chupa mi ombligo y, cuando llega a

mi monte de Venus, lo besa y susurra:

—Pídeme lo que quieras.

Su voz. Su ronca voz junto a esas palabras me

vuelven loca. Abro mis piernas y él sabe lo que

quiero. Me chupa, restriega su barbilla por mi

vagina y finalmente abre mis labios internos y

busca mi clítoris. Lo rodea con su lengua, lo

aviva, lo revoluciona y, con sus maravillosos

labios, tira de él. Mis jadeos no tardan en llegar,

mientras me dejo llevar por mil sensaciones.

—Eric…

Sus grandes manos recorren mi cuerpo y,

mientras su boca juega entre mis piernas

llenándome de oleadas de placer, sus dedos me

agarran los pezones. Los estrujan y tiran de ellos

para hincharlos. Enloquecida, subo mis piernas a

sus hombros y me aprieto contra él. Me agarra los

muslos y aprieta mi sexo sobre su boca. La

posesión de Eric es total. Magnífica. Única.

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Saciado de mis jugos vaginales, vuelve a mi

boca. Su sabor, que es mi sabor, es dulzón. Nos

besamos y su lengua viva y caprichosa recorre mi

boca. Mientras me besa noto su dura erección

darme entre las piernas. La deseo y antes de que

yo se la pida me la da. Se yergue contra mí y me

ensarta todo su pene como a mí me gusta. Mi

grito gustoso lo hace sonreír.

—Mírame —le exijo.

Una… dos… tres… cuatro veces bombea sobre

mí y yo, encantada, me abro para él. Eric es tan

grande, ocupa tanto espacio dentro de mí que me

incita a jadear y gemir. De pronto, me agarra por

las caderas y aparezco sentada sobre él a

horcajadas. Ahora soy yo la que marco el ritmo.

Soy yo la que cimbreo mimosa mis caderas sobre

él, mientras me mira con los ojos llenos de amor.

La cama se hunde, miro hacia atrás y Helga está

detrás de mí. Eric me coge la barbilla y, sin sacar

su erección de mi interior, susurra:

—Túmbate sobre mí, pequeña… y relájate.

Lo hago y siento que Helga me restriega algo

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húmedo y caliente sobre el ano. Lubricante. Eric

me abre las cachas del culo para que ella lo haga

mejor y, al ver mi cara de susto, mueve sus

caderas, me penetra y murmura.

—Toda mía… hoy vas a ser toda mía.

Noto que Helga pone el consolador en el

agujero de mi ano y hace rotaciones con él. Una y

otra vez… una y otra vez hasta que me doy

cuenta de que éste ha comenzado a entrar en mí.

Eric me besa. Me mordisquea los labios, la

barbilla, mientras un «¡Ah!» se me escapa al

sentir cómo Helga me penetra.

La intrusión que siento en mi trasero me hace

moverme y eso aviva a Eric, que continúa en mi

interior. Su enorme pene bombea despacio y con

cuidado mientras Helga, centímetro a centímetro,

se mete dentro de mí. De pronto, un movimiento

brusco de Helga me hace gritar. Dolor… siento

dolor… pero el dolor desaparece ante los

movimientos de Eric y lo oigo decir:

—Ya esta… ya pasó, cariño… así… entrégate…

relájate y te dilatarás para recibirme.

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En ese instante, noto el cuerpo de Helga

totalmente pegado a mi trasero, ésta me da un

azote en el culo y murmura:

—Estás totalmente penetrada, Judith. Muévete.

Tengo los ojos tan abiertos que Eric sonríe.

—Cariño… no me asustes, ¿estás bien?

Asiento y respondo:

—Sí… pero tengo tanto miedo a romperme que

no me puedo mover.

Eric lo hace por mí. Se mueve y yo jadeo.

La sensación que siento en ese instante siendo

penetrada por el ano y la vagina es alucinante.

Helga, ante los movimientos de Eric, comienza a

bombear dentro y fuera de mí. Pronto siento que

mi ano por dentro se llena más y más al crecer el

consolador por los bombeos. Estoy tan lubricada

que oigo cómo el lubricante chapotea mientras

aquella mujer agarrada a mi cintura me penetra

una y otra vez.

Eric se mueve. No puede continuar parado.

Cuatro manos me agarran por la cintura y me

manejan a su antojo. Delante… detrás… fuerte…

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flojo… suave… duro. Veo la cara de Eric y siento

que va a estallar. Pero, de pronto, ambos salen de

mí. Eric se levanta, me da la vuelta y me penetra

lentamente por el mismo sitio por donde Helga

acaba de salir. A cuatro patas grito. La erección

de Eric nada tiene que ver con el consolador,

pero, lo que en un principio me hizo gritar, de

pronto se acopla a mi interior y jadeo mientras

oigo a Eric murmurar en mi oreja.

—Ahora sí eres toda mía… toda mía…

—Sí…

—Oh, nena… estás tan prieta… tan cerrada…

Aprieta de nuevo sus caderas contra mí y yo

bufo de placer. Dios… me gusta lo que hace, lo

que me dice. Me turba que por fin me penetre el

ano y me vuelve loca sentir cómo tiembla

mientras lo hace. Se contiene. Sé que contiene las

ganas que siente por darme un par de buenos

empellones. Mi ano está dilatado. Lo noto cuando

todo su pene entra y sale de mí. Muevo mis

caderas y me clavo en Eric. Oigo cómo aprieta los

dientes y pido:

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—Fuerte… penétrame fuerte.

—No… no quiero hacerte daño.

Pero mis ganas son salvajes y soy yo la que

lanza el culo hacia atrás y grito al sentir

absolutamente toda su erección. Me quedo

quieta. No me puedo mover. Dolor. Resoplo y él

musita:

—No seas bruta, cariño… te vas a hacer daño.

Sin sacar su erección de mi ano, sus manos bajan

hasta mi vagina, la abre y en cuanto me aprieta el

clítoris me muevo… gimo… y busco más

penetración. Eric me la da. Cada vez entra y sale

con más holgura de mí. Su dedo vuelve a

apretarme el clítoris y yo vuelvo a chillar. Los

minutos pasan y ambos seguimos unidos por mi

ano. No quiero que termine. Sólo quiero que siga

apretándose contra mí y ese placer no acabe.

Pero, al final, acelera las penetraciones y, aunque

no son tan fuertes ni profundas como las que me

da en mi vagina, un salvaje orgasmo me hace

gritar mientras me aprieto contra él. Eric se corre

también y, para no caer sobre mí, saca su pene y

rueda a un lado. En su camino, me agarra y

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mientras mis convulsiones por lo que acaba de

ocurrir siguen, me abraza y dice:

—Te quiero, Jud, te quiero como nunca pensé

que podría querer.

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65

A la mañana siguiente, cuando me despierto,

estoy sola y desnuda en la enorme cama.

Miro el traje que llevaba Eric la noche anterior

tirado de mala manera en una silla y mi vestido

no muy lejos. Sonrío y suspiro. Durante un rato

hago un repaso mental de mis últimos meses con

él y siento que estoy en una montaña rusa que me

gusta y que no quiero que ese viaje acabe nunca.

Mi móvil suena. Un mensaje. Es mi padre para

decirme que se va para Jerez. Lo llamo para

despedirme de él y sonrío al recordar su felicidad

la noche anterior. Eric y él hacen muy buenas

migas y eso para mí es muy importante.

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Quedamos en vernos en Navidad. Entonces me

despediré de él y luego volaré junto a mi amor a

Alemania.

Tras hablar con él, dejo el móvil sobre la mesilla.

Cuando mis ojos ven el bote de lubricante encima

de ésta, se cierran. Todavía no me puedo creer

que yo haga las cosas que hago. En la vida me

hubiera imaginado practicando con ningún otro

hombre el sexo lujurioso que practico con Eric.

Cada vez entiendo más lo que un día Eric me

explicó sobre el morbo. El morbo te hace llegar a

límites insospechados. ¡Vaya que sí! Que me lo

digan a mí.

En los últimos meses he practicado sexo en toda

la extensión de la palabra y Eric me ha

compartido con hombres y mujeres. Pensarlo me

hace sonreír y desear más. Si alguien me hubiera

dicho un año antes que yo haría todo eso, hubiera

pensado que se le había ido la cabeza. Pero no.

Allí estoy, desnuda en la cama de Eric dispuesta a

cumplir mis fantasías y las suyas.

Me levanto y, al sentarme en la cama, arrugo el

entrecejo al notar que me duele el culo. Con

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cuidado, me levanto y me siento extraña al

caminar. Voy directa a la ducha y, cuando salgo

de ella, Eric está sentado sobre la cama. Ha

puesto música y, al verme, sonríe.

—¿Qué te pasa?

—Me duele el culo.

Su gesto se contrae y murmura:

—Cariño… te dije que no fueras tan bruta.

—Dios, Eric… creo que me voy a tener que

sentar sobre un flotador.

Eric se ríe, pero en seguida ve que yo lo miro

con el gesto serio.

—Perdón… perdón.

Con cuidado, me siento sobre la cama y, antes

de que él diga nada, levanto un dedo y aclaro:

—No quiero ni una sola coña al respecto,

¿entendido?

—Entendido —asiente.

De pronto, suena una canción que hace que los

dos nos riamos. Eric me tumba en la cama y

divertido comenta:

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—Como dice la canción, me muero por besarte.

Me besa. Acepto su beso. Lo disfruto y cuando

su mano baja por mi cintura, suena el teléfono.

Eric me suelta y lo coge. Tras hablar cuelga y

dice:

—Era mi madre. Nos espera a las doce y media

en el restaurante del hotel.

—¿Para comer?

—Sí.

—Este horario guiri vuestro me mata —

resoplo—. Yo más bien desayunaría.

Eric sonríe y replica:

—Lo sé cariño, pero regresa a Múnich esta tarde

y quiere comer con nosotros.

—Vale —asiento—. Tienes un ibuprofeno o algo

así.

—Sí… en el neceser.

Eric va a buscarlo, pero se para y dice mientras

contiene la risa:

—Tranquila, cariño, las sillas del restaurante son

blanditas.

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Aquella coña me hace resoplar. Me vuelvo con

ganas de decirle cuatro cositas pero, al ver sus

ojos risueños, me detengo y sonrío. Su felicidad

es mi felicidad, mientras la canción que me hace

morirme por besarlo continúa sonando.

Dolorida, me levanto, abro el armario. Allí tengo

un vaquero y una camisa rosa, pero al no

encontrar lo que busco me quejo desesperada:

—Joder, ¡no tengo ni unas puñeteras bragas!

—No digas tacos, cariño —me reprende Eric

abrazándome.

—Lo siento pero los tengo que decir. Me rompes

todas las bragas, todos los tangas, mis

provisiones están bajo mínimos y ahora no tengo

un puñetero tanga que ponerme. Y claro… no

pensarás que voy a ir a comer con tu madre sin

bragas, ¿verdad?

Divertido sonríe, me entrega el ibuprofeno y

contesta:

—Ella no lo sabrá. ¿Dónde está el problema?

Cojo un bóxer limpio de Calvin Klein y me lo

pongo. Sorprendido Eric me mira.

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—¡Vaya! Hasta con calzoncillos me pones,

cuchufleta. Ven aquí.

—Ni lo pienses.

—Ven aquí.

—Que no… que tu madre nos espera para

comer.

—Vamos, nena, ¡nos da tiempo!

En ese instante suena el portátil de Eric. Ha

recibido un mensaje. Se lo advierto, pero él ya

tiene muy claro lo que quiere. Y lo que quiere soy

yo.

Corro por la habitación, me subo a la cama y él

me engancha. Me tira en ella y yo me río

escandalosamente. Me besa con deleite mientras

ríe y me quita los boxers. Se desabrocha el

pantalón y, sin quitarse los calzoncillos, me

penetra y yo me acoplo a él. Nos miramos a los

ojos y, mientras bombea una y otra vez en mi

interior, me susurra cientos de palabras cariñosas

en mi oído que me vuelven loca.

Tras nuestro rápido encuentro, nos vestimos.

Vuelvo a ponerme el boxer, los vaqueros y la

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camisa rosa entre risas y besuqueos. Cuando cojo

mi móvil, oigo de nuevo el timbre de los

mensajes de su portátil. Tras darme un sabroso

beso en los labios, se dirige hacia él y la sonrisa

que segundos antes me llenaba el alma poco a

poco desaparece hasta que aflora la máscara de

Iceman en su versión más siniestra. Sus ojos se

vuelven oscuros. Maldice. Veo que mueve el

ratón del ordenador. Me mira y, con la tensión en

la mandíbula, gruñe.

—Nunca esperé esto de ti.

Cierra con fuerza la pantalla del ordenador y

sale del dormitorio furioso. Sin dilación me

acerco al ordenador, abro la pantalla y leo un

mensaje:

De: Rebeca Hernández

Fecha: 8 de diciembre de 2012 08.24

Para: Eric Zimmerman

Asunto: Tu novia

Me encanta saber que seguimos compartiendo

los mismos gustos.

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Te adjunto unas fotografías. Sé que te gusta

mirar. Disfrútalas.

Horrorizada, abro las fotos adjuntas y me quedo

sin habla al ver lo que allí se muestra. Son fotos

mías con Rebeca tomándonos una copa y riendo.

No salen Marisa ni Lorena. ¿Dónde están? Abro

otro archivo y grito. En ella se ve cómo Rebeca

me toca los pechos y estoy desnuda. En otra foto

yo estoy de pie y ella agachada frente a mi monte

de Venus con sus manos entre mis piernas. El aire

me falta… no entiendo. ¿Cómo nos han hecho

esas fotos? Y, sobre todo, ¿cómo han podido

llegar esas fotos hasta Eric?

Tiemblo. No sé por qué Rebeca ha tenido que

enviar esas fotos y salgo en busca de Eric. Lo

encuentro en el salón de la suite congestionado y

dando vueltas como un loco. Con las manos

temblorosas me acerco hasta él. Suelto mi móvil

sobre la mesa y no sé qué decir. No sé cómo

justificar esas fotos.

—¿Me puedes decir qué significa eso? —grita

descompuesto.

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—No… no lo sé. Yo…

Enloquecido, me mira y grita:

—Por el amor de Dios, Jud. ¿Qué narices haces

con Betta?

—¡¿Betta?!

—No te hagas la inocente —gruñe

descompuesto—. Sabes perfectamente que Betta

es Rebeca.

Escuchar aquel nombre me termina de paralizar.

¿Betta es Rebeca? ¿La mujer que engañó a Eric

con su padre, es la misma con la que yo salgo en

las fotos? Las piernas me tiemblan y me tengo

que sentar. Busco una explicación para todo

aquello. Estoy totalmente convencida de que me

han engañado con el claro objetivo de hacer daño

a nuestra relación.

—Eric… escucha.

Furioso se acerca a mí y sin tocarme berrea en

mi cara:

—¿Desde cuándo la conoces?

—Eric no digas tonterías. Yo no sé quién es esa

mujer. Ella y…

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—No te creo —grita—. ¿Cómo has podido?

¿Cómo?

Nerviosa, me levanto del sillón e intento

acercarme a él, pero Eric está fuera de sí y no para

de moverse y gritar por la habitación. Es tan

grande que intentar pararlo es como chocarse

contra un tren a gran velocidad

—Por favor, Eric, escúchame. Ya sé que parece

otra cosa, pero te juro que yo no sabía que esa

mujer era Betta, y mucho menos hice nada de lo

que parece que hago en las fotos. Por Dios, tienes

que creerme…

Mi móvil suena. Está sobre la mesa.

Eric lo mira y yo también. De pronto mi

respiración se interrumpe cuando veo que en la

pantalla pone «Rebeca». Eric, furioso, lo coge y

tras comprobar que es ella y cruzar unas palabras

más que desagradables con su ex, lo estrella

contra el suelo. Cierra los ojos. Su gesto se contrae

durante unos segundos. Su gesto es asolador.

Temerario. Cuando abre los ojos, me mira

durante unos instantes y después dice alto y

claro:

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—El juego se ha acabado, señorita Flores. Recoja

sus cosas y márchese.

El estómago se me contrae. Casi no puedo

respirar.

—Eric… cariño, tienes que escucharme. Esto es

un error yo…

—Un error imperdonable y tú lo sabes tan bien

como yo. ¡Vete!

—Eric, ¡no!…

Con un desprecio total en su rostro me mira y

dice:

—Primero Marisa, ahora Betta. ¿Qué más me

ocultas?

—Nada… si me dejas yo…

—Ibas a vivir conmigo a Alemania, ¿pensabas

continuar con la mentira?

—Dios, Eric, ¡¿me quieres escuchar y…?!

—¿Sabes? —me interrumpe—. Mujeres como tú,

tengo todas las que quiero.

Regresó el Eric prepotente.

—¿No me digas? ¿Mujeres como yo? —grito

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malhumorada.

—Sí. Mentirosas. Mentirosas sin escrúpulos

dispuestas a hacer daño a quien sea con tal de

salirse con un fin poco claro —responde—. Mi

fallo fue creer que tú eras especial.

—No digas tonterías, Eric, y escúchame, que me

estoy agobiando.

Con gesto cínico, el hombre que amo me mira y

sonríe.

—Si te agobias porque crees que Björn o

cualquiera de los hombres o mujeres a los que te

he ofrecido no te van a llamar, tranquila. Les

proporcionaré tu teléfono. Estoy seguro de que

ellos me lo agradecerán.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes ser

tan cruel? —Me mira con un gesto duro, y yo

grito descompuesta—: ¡Ni se te ocurra darle mi

teléfono a nadie!

Me mira desafiante, con los ojos entornados.

—Tienes razón, ¿para qué? Tú solita te las

apañas muy bien.

Sin cambiar su duro gesto se da la vuelta y abre

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la puerta de la suite.

—Cuando regrese de comer con mi madre, no

quiero que estés aquí.

No quiero que se marche. No quiero que lo

nuestro acabe. Intento retenerlo por todos los

medios pero, al final, grito.

—Si te marchas sin hablar conmigo, sin darme la

oportunidad de explicarme, asume las

consecuencias.

Mi grito lo detiene, se da la vuelta y me mira.

—¿Consecuencias? ¿Te parece poca

consecuencia saber que mi supuesta novia y mi

ex son algo más que amiguitas?

—¡Eso es mentira!

—Mentira o no, las fotos hablan por sí solas.

Sin darme tiempo a decir o hacer nada más, se

va y cierra la puerta. Dolorida y sin respiración,

observo cómo el hombre al que amo y adoro me

echa de su lado sin querer escucharme. Quiero

correr hacia él pero sé que no voy conseguir

nada. Si algo sé de Eric es que cuando se enfada

así, no razona. Es peor que yo.

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Me siento en el sofá. Estoy tan bloqueada que no

sé ni qué hacer.

Lloro y me desespero ¿Por qué no me quiere

creer? ¿Por qué no me escucha? Mil preguntas sin

respuesta dan vueltas por mi cabeza, mientras

intento buscar una salida, una solución. Cuando

consigo parar de llorar, me levanto y voy hasta el

dormitorio. Ver la cama revuelta me angustia y

me tiro sobre ella. El olor a Eric, a sexo y a los

buenos momentos vividos horas antes me hacen

maldecir furiosa.

Miro la pantalla del ordenador y observo, fría, la

foto de la ahora conocida Betta junto a mí. ¿Cómo

he podido ser tan tonta?

Me levanto, cojo un bolígrafo de la mesa y, con

toda la sangre fría que puedo, me apunto su

dirección de correo electrónico. Esa mujer me las

va a pagar. Meto el papel en el vaquero. Miro a

mi alrededor y guardo el vestido de la noche

anterior en mi bolso y, sin más, salgo de la

habitación, pero al pasar por el salón veo mi

móvil hecho trizas en el suelo. Me acerco a él,

recojo los pedazos y, con los ojos cargados de

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lágrimas, salgo de la suite, cierro la puerta y, con

la poca dignidad que me queda, me marcho del

hotel.

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66

El lunes, cuando llego al trabajo, me entero de

que Eric, mi supuesto novio, se ha marchado a

Alemania. Se ha ido y no me ha dicho nada.

Claudia, su secretaria, está emocionada porque

ha pedido que ella se reúna con él en las oficinas

de Múnich el miércoles. Eso me hunde. Saber que

se ha marchado porque no quiere verme ni hablar

conmigo me destroza. Y cada vez que veo las

cajas embaladas, el llanto me coge a traición.

Como puedo, paso la semana. No lo llamo. No

le escribo. Directamente, no vivo. Le dije que, si

se marchaba, asumiera las consecuencias y soy

una mujer de palabra. Aunque tengo que hablar

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con él. Lo necesito.

Escribo un correo electrónico a la tal Betta o

Rebeca, pero no me contesta. Compro un móvil e

instalo la tarjeta SIM del teléfono donde tengo el

número de esa sinvergüenza, pero no me lo coge.

Llamo a Marisa y más de lo mismo. Me encuentro

atada de pies y manos y no sé qué hacer. Ni cómo

demostrarle a Eric que lo que piensa de mí es

falso.

Mi jefa en esos días es amable conmigo. Sigo

siendo la novia del jefazo y me doy cuenta de que

ya no me carga de trabajo como meses atrás.

Ahora, incluso me aburro.

A la semana siguiente, cuando llego el lunes a la

oficina me sorprendo al ver que Eric está en su

despacho. El corazón me da un vuelco. Las

manos me sudan y creo que me va a dar un

ataque. Me muevo por el departamento con la

intención de que me vea. Sé que me ha visto. Lo

sé. Pero, al ver que no me llama ni hace nada por

hablar conmigo, soy yo la que da el paso.

Cuando abro la puerta de su despacho, me mira

con dureza.

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—¿Qué desea, señorita Flores?

Cierro la puerta. Debo de tener la tensión a

ochocientos. Me acerco hasta su mesa y

murmuro:

—Me alegra saber que has regresado.

Me mira… me mira… me mira y finalmente

repite con gesto neutro:

—¿Qué desea, señorita Flores?

—Eric, tenemos que hablar. Por favor, tienes

que escucharme.

Con una mirada implacable, se recuesta sobre su

sillón.

—Le dejé muy claro que usted y yo ya no

tenemos nada que hablar. Y ahora, si es tan

amable, regrese a su puesto de trabajo antes de

que me saque de mis casillas y la ponga de

patitas en la calle, como se merece.

Mi cuerpo se revela. Ah, no… por eso sí que no

paso.

Quiero gritar. Quiero patearle el culo y no

quiero que me trate con esa frialdad. Pero, como

necesito que me escuche, me trago mi orgullo.

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—Señor Zimmerman, aun así, me gustaría que

pudiera usted escuchar lo que tengo que decir.

—Abandone mi despacho —dice sin cambiar su

gesto— y cíñase a su cometido que es trabajar

para mí y para mi empresa.

Se abre la puerta del despacho y entra Claudia

con un café. Nos observa y, cuando va a dejarnos

solos, Eric dice:

—Claudia, quédate para que podamos terminar

lo que estábamos haciendo, la señorita Flores ya

se marcha.

Me sublevo e insisto.

—Por el amor de Dios, Eric, ¿quieres hacer el

favor de darme unos minutos?

Se levanta. Está imponente con aquel traje

negro. Se apoya en la mesa y gruñe delante de mi

cara:

—Salga de mi despacho inmediatamente.

—No.

—¿Pretende que la despida?

La cara de circunstancias de Claudia es todo un

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poema. La miro y digo furiosa:

—Por favor sal del despacho, ¡ya!

Sin rechistar, lo hace. Eric blasfema y, cuando

nos quedamos solos, sin achicarme, saco el

carácter que mi padre dice que es idéntico al de

mi madre y señalo:

—Puedes echarme, puedes despedirme, pero no

me puedes callar.

—No quiero escucharte. He dicho que…

Doy un puñetazo en la mesa con la mano que

casi me la rompe y lo interrumpo, furiosa.

—Me vas a escuchar, maldita sea, aunque sea lo

último que haga en mi vida.

Eric se calla. Sigue enfadado, pero al menos me

mira con curiosidad.

—Esa tal Betta, junto con Marisa y una tal

Lorena aparecieron en el gimnasio donde voy.

Marisa me las presentó y en ningún momento me

indicó que ella era tu ex. Simplemente me dijo

que se llamaba Rebeca. ¿Cómo voy yo a saber que

Betta es Rebeca? Cuando acabamos en el

gimnasio, decidimos tomarnos unas Coca-Colas

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en un bar. Intercambiamos teléfonos para

llamarnos otro día y salir a cenar con nuestras

parejas. Luego, Lorena propuso ir al piso de una

conocida a recoger unas prendas y resultó ser una

tienda de lencería. Me probé cosas pensando en

ti. ¡Por eso estaba desnuda! Y allí fue donde la tal

Rebeca intentó algo conmigo que no consiguió.

¡Me negué! Ahora sé que todo estaba preparado

por ella y lo único que esa imbécil quería era

provocar tu reacción.

Eric me mira. Sus ojos me fulminan y pregunto:

—¿Por qué la crees a ella y no a mí? ¿Acaso es

ella más de fiar que yo?

Agitada respiro. El alivio que siento tras

explicar la verdad es tremendo.

—¿Y por qué habría de creerte a ti?

Me revuelvo. Su expresión no revela nada

bueno y respondo:

—Porque nos conoces a las dos y sabes

perfectamente que yo no soy una mentirosa.

Puedo tener mil fallos, pero mentirosa contigo

nunca he sido. Y antes de que vuelvas a echarme

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de tu despacho, quiero que sepas que estoy

dolida, furiosa, enfadada y muerta de rabia por

no haberme dado cuenta del sucio juego de esas

brujas. Pero la furia que siento por ellas no es

comparable con la que siento hacia ti. Yo iba a

dejar mi vida, mi familia, mi trabajo y mi ciudad

para ir detrás de ti y resulta que tú, el hombre

que se supone que me iba a cuidar y mimar,

desconfía de mí a la primera de cambio. Eso me

duele y me ha destrozado el corazón y quiero que

sepas que esta vez tú sí que eres el culpable. Tú y

sólo tú.

Eric me mira. Yo lo miro y ninguno dice nada.

Necesito que hable, que me entienda, que diga

algo. Pero las palabras o el gesto que yo necesito

no llega. Eric sigue impasible tras la mesa, me

taladra con la mirada pero no reacciona. La mano

me duele del puñetazo que he dado en la mesa y,

al tocármela, noto en el dedo el anillo que Eric me

regaló. Cierro los ojos. No quiero hacer lo que

tengo que hacer, pero no me queda más remedio.

Finalmente me quito el anillo, lo dejo sobre la

mesa y murmuro ante su duro gesto:

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—De acuerdo, señor Zimmerman, lo que había

entre usted y yo ha acabado. Alégrese por

Rebeca, ella ha ganado.

Me doy la vuelta y salgo. No quiero mirarlo. No

quiero nada de él.

Estoy tan enfadada que soy capaz de cualquier

cosa. A medida que salgo, Claudia entra en el

despacho de Eric. No sé lo que hablan ni lo que

dicen, pero realmente no me importa. Me

tiemblan las manos. Cuando llego a mi mesa y

me siento, mi jefa sale del despacho y dice:

—Judith, por favor, localízame al delegado de

Sevilla. Tengo que hablar con él.

Como un robot, busco lo que mi jefa me pide.

No quiero pensar. No puedo. En ese instante,

Claudia sale del despacho de Eric, me mira y

entra en el despacho de mi jefa. Cuando consigo

el teléfono del delegado de Sevilla entro en el

despacho de mi jefa y Claudia sale, pero, cuando

me voy a ir, oigo a la imbécil de mi jefa que dice:

—Me acabo de enterar que le has devuelto el

anillo a Eric Zimmerman.

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No contesto. Me niego a explicarle episodios de

mi vida a esa atontada.

—¿Ya se os acabó el amor?

Ese comentario me aviva la sangre. Me hace

sentir viva y respondo:

—Si no le importa, eso es algo privado de lo que

prefiero no hablar.

Pero la prepotente que hay en ella no se puede

callar.

—Entonces, ¿ya no te vas a Alemania? —Al ver

que no respondo, vuelve a la carga—: ¿De verdad

pensaste que un hombre como él podía querer

algo serio contigo?

No respondo o me la como. La arrastro de los

pelos. Pero ella insiste. Parece disfrutar del

momento.

—Prepárate para lo que se te viene encima,

Judith. Serás motivo de mofa durante el tiempo

que te quede en la empresa. Has pasado de ser la

intocable novia del jefazo a la repudiada y

hazmerreír del de la empresa. Y, sinceramente, no

me da pena. Te estabas creyendo alguien

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últimamente y mereces que te pongan en tu

lugar.

Mi sangre bulle… bulle… bulle y sé que ya no

hay marcha atrás.

Si algo he sido en esa puñetera empresa es

discreta y trabajadora. Y si alguien no quería

revelar mi relación con Eric era yo, precisamente

para evitar los cuchicheos. Por ello y consciente

de que lo que voy a hacer es motivo de despido,

doy un manotazo al portátil de mi jefa, le cierro

con brusquedad la pantalla y replico con fuerza:

—Prefiero ser la repudiada del jefazo a la

madurita cachonda y salida de tuercas que se tira

a todos los jovencitos de la empresa que se le

ponen por delante. —Ella abre la boca y yo

prosigo—: Sí… sí. ¿Acaso te crees que no sé o que

nadie sabe lo que haces en ocasiones en este

despacho?

—No te consiento que…

—No me consientes, ¿qué? —la interrumpo, y

alzo la voz—. Mira, pedorra, he sido una buena

secretaria. Te he cubierto, defendido, he omitido

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hablar con todo el mundo de lo que he visto y,

aun así, te comportas conmigo como una mala

arpía por lo que me ha ocurrido con el señor

Zimmerman. Pues bien, ¡se acabó dejar de ser una

buena chica! Y a partir de este instante, como

imagino que ya no pertenezco a esta empresa y

estamos en igualdad de condiciones, quiero que

sepas que si me insultas, yo te insulto. Si me

faltas, yo te falto. Y si me buscas, me vas a

encontrar. Porque mira, reinona de pacotilla,

seamos sinceros, aquí todos llevamos colgando

nuestro sambenito… yo seré la ex del jefe, pero tú

eres y serás la guarrilla de la empresa a la que le

encanta que le quiten las bragas sobre la mesa y

se la tiren en cualquier lugar.

—Por todos los santos, ¡quieres no gritar!

Me río. Pero mi risa es nerviosa. Me conozco y,

tras la risa nerviosa y la mala leche, llegará el

bajón y finalmente el llanto. Por eso, antes de que

llegue la tercera fase de mi rabieta, descuelgo el

teléfono y se lo tiro encima de la mesa.

—Y ahora, pedazo de imbécil, llama a personal

y diles que me vayan preparando el despido. Yo

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solita subo a firmarlo. Me he quedado tan

contenta con lo que te acabo de decir, que me

importa una mierda todo lo que venga después.

Dicho esto, me doy la vuelta y, como Juana de

Arco, salgo del despacho.

¡Dios, qué bien me he quedado!

Al salir, me encuentro con Claudia y con Eric.

Han debido de escuchar los gritos. La chica entra

en el despacho de su hermana y oigo cómo habla

con ella mientras ésta pide a gritos mi despido

inminente a personal.

Eric me observa. No se mueve. Está bloqueado.

No esperaba que yo reaccionara así. Sin mirarlo,

me dirijo a mi mesa y comienzo a recoger mis

cuatro pertenencias.

—Entra en mi despacho, Jud.

—No. Ni lo sueñe. Y recuerde, señor, ahora para

usted soy la señorita Flores, ¿entendido?

—Entra en mi despacho —repite con furia.

—He dicho que no —contesto.

Noto que Eric se mueve nervioso a mi lado. Es

el jefe de la empresa y debe mantener la

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compostura. Si me agarra del brazo y me obliga a

entrar, sabe que yo reaccionaré y todos nos

mirarán. Por ello, se agacha hasta mi cara y

murmura:

—Jud, cariño, soy un imbécil, un gilipollas, por

favor, pasa al despacho. Tienes razón. Tenemos

que hablar.

Al escuchar eso, sonrío. Pero mi risa es fría e

impersonal. Lo miro y, tras pensar durante unos

segundos mi respuesta como suele hacer él,

tuerzo el gesto y respondo:

—¿Sabe, señor Zimmerman? Ahora la que no

quiere saber nada de usted, soy yo, señor. Se

acabó Müller y se acabaron muchas otras cosas.

No aguanto más. Búsquese a otra a la que volver

loca con sus continuos enfados y sus

desconfianzas, porque yo me he cansado.

Reviso cajón por cajón. No veo lo que hay en su

interior, pero de todos modos lo hago

mecánicamente. Los cierro con fuerza y, cuando

acabo, cojo mi bolso y me dirijo hacia la puerta.

—¿Adónde vas, Jud?

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Con toda la chulería, madrileña, jerezana y

catalana que tengo, lo miro de arriba abajo y

sonrío con frialdad.

—A personal. Desde este instante causo baja en

«su» empresa, señor Zimmerman.

Mientras camino hacia el ascensor, siento las

miradas de todos mis compañeros posadas en mí

y, en especial, la de mi ex. Mis compañeros no

saben lo que pasa, pero, conociéndolos, pronto

sacarán sus propias conclusiones. Seré la

comidilla los próximos días, pero eso es algo que

ya no me importa. No estaré allí para aguantar

sus malditos cotilleos.

Cuando entro en el departamento de personal

todos me miran. ¡Cómo corren las noticias! Pero

es Miguel el que se acerca a mí y, cogiéndome del

brazo, me lleva hasta su mesa y murmura:

—¿Qué has hecho? Tu jefa…

—Ex jefa —aclaro.

—Vale. Tu ex jefa ha llamado hecha una furia

para que te despidamos.

Asiento. Sonrío y encojo los hombros.

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—Acabo de provocar mi despido. Le he dicho a

esa mala bruja todo lo que pienso de ella y,

¡Diossss, Miguel!, ¡me he quedado como nueva!

Ha sido uno de los mejores momentos de mi

vida.

En ese instante, Gerardo, el jefe de personal sale

y me mira.

—Miguel, que la señorita Flores espere un

segundo. De momento, que no firme la carta de

despido que te había dado.

Sorprendido, Miguel me mira y, cuando éste

desaparece, cuchichea:

—Tras llamar tu jefa, ha llamado Iceman.

Menudo cabreo tiene.

Resoplo. En ese momento me importa todo un

pepino. Me siento y Miguel pregunta:

—Pero ¿qué ha pasado?

—Iceman y yo hemos roto y la gilipichi de mi ex

jefa ha tenido el valor de mofarse de mí y de mis

sentimientos.

—¿Habéis roto Iceman y tú?

—Sí.

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—Lo siento, preciosa. Y sabes que lo digo de

corazón.

—Lo sé. —Sonrío con tristeza—. Pero tenías

razón. Con los jefes nunca hay que tener una

relación. Porque, tarde o temprano, lo pagas de

una manera u otra.

Mi aparente frialdad comienza a resquebrajarse.

Hablar de Eric y de mi nueva realidad duele. Tres

minutos después, Gerardo, el jefe de personal

sale y me mira.

—Entra en mi despacho.

Le hago caso y obligo a Miguel a entrar

conmigo. Gerardo nos mira y finalmente dice:

—Judith, el señor Zimmerman quiere que vayas

a su despacho ahora mismo.

Su insistencia me sorprende y contesto:

—No. No voy a ir. Quiero firmar mi despido.

Miguel y Gerardo se miran sorprendidos y éste

insiste.

—Judith, no sé lo que ha pasado, pero el señor

Zimmerman dice que…

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—Lo que diga el señor Zimmerman,

actualmente, me entra por un oído y me sale por

el otro. Por lo tanto, Gerardo, si quieres, puedes

llamarlo y decirle de mi parte que se vaya a la

mierda o lo hago yo directamente. Pero no pienso

ir a su despacho ni a ningún otro. Sólo quiero

firmar mi carta de despido.

El hombre no sabe qué hacer. La situación se le

escapa de las manos. Finalmente, me pide un

segundo, coge el teléfono que está descolgado y

habla. Intuyo que Eric me ha escuchado pero no

me importa. Mejor. Así se dará cuenta de que

cuando yo digo algo lo cumplo. Que asuma las

consecuencias.

Miguel, que está nervioso por todo lo que

ocurre, me aleja de la mesa de Gerardo.

—¡Qué huevos los tuyos, nena! Me tienes

alucinado. Pero sé realista y piensa lo que me

dijiste a mí cuando no me iban a renovar. Hay

mucho paro, mucha crisis y necesitas el trabajo.

No seas tonta, Judith.

Y, cuando voy a contestar, Gerardo levanta su

vista hacia nosotros.

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—El señor Zimmerman me pide que no firmes

ninguna carta de despido. Que te vayas de

vacaciones y…

—¿Vacaciones?

—Sí, eso ha dicho.

Maldigo en voz alta. Observo que el teléfono

sigue descolgado. Como una furia, salgo del

despacho, cojo el papel que Miguel tenía

preparado para mí cuando entré, vuelvo a entrar

en el despacho y lo firmo sin leerlo. En cuanto lo

hago, se lo entrego a Gerardo y añado a

sabiendas de que Eric escuchará lo que digo:

—Toma, entréguele mi despido firmado al señor

Zimmerman, con todo mi amor.

Gerardo, patidifuso, coge el papel y yo salgo del

despacho seguida por Miguel. Una vez fuera,

miro a mi descolocado e incrédulo amigo y

compañero, le doy un beso en la mejilla, le

revuelvo el pelo y murmuro:

—Llámame y nos tomamos algo algún día.

Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho.

Abandono la empresa a toda leche. Cuando me

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monto en mi coche y salgo del garaje no sé

adónde ir ni qué hacer. Acabo de cometer la

mayor locura de mi vida y de pronto me doy

cuenta de que todo me da igual.

Continuará…

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Echa una mirada furtiva a

PÍDEME LO QUE QUIERAS, AHORA Y

SIEMPRE

Tras salir de la oficina, llego a casa como si me

hubieran metido un petardo en el culo. Miro las

cajas embaladas y se me parte el corazón. Todo se

ha ido a la mierda. Mi viaje a Alemania está

anulado y mi vida, de momento, también. Meto

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cuatro cosas en una mochila y desaparezco antes

de que Eric me encuentre. Mi teléfono suena y

suena y suena. Me niego a cogerlo. No quiero

hablar con él.

Dispuesta a desaparecer de mi casa, me voy a

una cafetería y llamo a mi hermana. Necesito

hablar con ella. Le hago prometer que no le dirá a

nadie dónde estoy y quedo con ella.

Mi hermana acude a mi llamada y, tras

abrazarme como sabe que necesito, me escucha.

Le cuento parte de la historia, sólo parte, porque

sé que la dejaría sin palabras. Omito el tema del

sexo y tal, pero Raquel es Raquel, y cuando las

cosas no le cuadran, comienza con eso de «¡Estás

loca!», «¡Te falta un tornillo!», «¡Eric es un buen

partido!» o «¿Cómo has podido hacer eso?». Al

final, me despido de ella y, a pesar de su

insistencia, no le cuento adónde voy. La conozco

y se lo dirá a Eric en cuanto la llame.

Cuando consigo despegarme de mi hermana,

llamo a mi padre; tras tener una breve

conversación con él y hacerle entender que en

unos días iré a Jerez y le explicaré todo lo que me

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pasa, me monto en el coche y me voy a Valencia.

Allí me alojo en un hostal y durante tres días

paseo por la playa, duermo y lloro. No tengo

nada mejor que hacer. No le cojo el teléfono a

Eric. No…, no quiero.

Al cuarto día, tomo mi coche y —algo más

relajada— me voy a Jerez, donde papá me recibe

con los brazos abiertos y me da todo su cariño y

amor. Le cuento que mi relación con Eric se ha

acabado para siempre, pero él no me quiere creer.

Eric le ha llamado varias veces preocupado y,

según mi padre, ese hombre me quiere

demasiado como para dejarme escapar.

Pobrecillo. Mi padre es un romántico

empedernido.

Al día siguiente, cuando me levanto, Eric ya está

en casa de mi padre. Papá le ha llamado. Cuando

me ve, intenta hablar conmigo. Me niego. Me

pongo hecha una furia. Grito…, grito… y grito, y

le reprocho todo lo que tengo en mi interior antes

de darle con la puerta en las narices y encerrarme

en mi habitación. Al final, oigo que mi padre le

pide que se marche y que, de momento, me deja

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respirar. Sabe que ahora soy incapaz de razonar,

y más que solucionar nada, lo que voy a hacer es

liarla.

Eric se acerca a la puerta de mi habitación,

donde me he encerrado, y con voz cargada de

tensión y furia me informa que se va… ¡A

Alemania! Tiene que resolver ciertos asuntos allí.

Insiste una vez más en que salga del cuarto, pero

al ver mi negativa finalmente se marcha.

Pasan dos días y mi angustia es persistente.

Olvidar a Eric me es imposible, y más cuando él

me llama continuamente. No le contesto. Pero,

como soy una masoquista pura y dura, escucho

nuestras canciones una y otra vez para

martirizarme y regodearme en mi pena, penita…

pena. Lo positivo de todo este asunto es que sé

que está muy lejos y, además, que tengo mi moto

para desfogarme, embarrándome y saltando por

los campos de Jerez.

Pasados unos días…

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Megan Maxwell es una reconocida y prolífica

escritora del género romántico. De madre

española y padre americano, ha publicado

novelas como Te lo dije (2009), Deseo concedido

(2010), Fue un beso tonto (2010), Te esperaré toda mi

vida (2011), Niyomismalosé (2011), Las ranas también

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se enamoran (2011), ¿Y a ti qué te importa? (2012),

Olvidé olvidarte (2012), Las guerreras Maxwell.

Desde donde se domine la llanura (2012) y Los

príncipes azules también destiñen (2012), además de

cuentos y relatos en antologías colectivas. En 2010

fue ganadora del Premio Internacional Seseña de

Novela Romántica, y en 2010 y 2011 recibió el

Premio Dama de Clubromantica.com.

Megan Maxwell vive en un precioso pueblecito

de Madrid, en compañía de su marido, sus hijos,

su perro Drako y su gato Romeo.

Encontrarás más información sobre la autora y

sobre su obra en www.megan-maxwell.com.

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Megan Maxwell

No se permite la reproducción total o parcial de

este libro, ni su incorporación a un sistema

informático, ni su transmisión en cualquier forma

o por cualquier medio, sea éste electrónico,

mecánico, por fotocopia, por grabación u otros

métodos, sin el permiso previo y por escrito del

editor. La infracción de los derechos

mencionados puede ser constitutiva de delito

contra la propiedad intelectual (Art. 270 y

siguientes del Código Penal)

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Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos

Reprográficos) si necesita reproducir algún

fragmento de esta obra. Puede contactar con

CEDRO a través de la web www.conlicencia.com

o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© de las imágenes de la portada, Eugene

Sergeev / Shutterstock

© de la fotografía de la autora, Archivo de la

autora

© Megan Maxwell, 2012

© Editorial Planeta, S. A., 2012

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Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

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Los personajes, eventos y sucesos presentados en esta

obra son ficticios. Cualquier semejanza con personas

vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

Primera edición en libro electrónico (epub):

noviembre de 2012

ISBN: 978-84-08-04451-2 (epub)

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Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

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